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El cine posmodemo no tiene, gracias a Dios, santos padres, ni siquiera patriarcas


(pues no vamos a dar esa categoría a quien por cronología y ³voluntad de deseo´ nos la
lleva pidiendo hace años, Peter Greenaway). Como es sabido, el término p   tiene
una paternidad concreta, la del teórico artístico Charles Jencks, quien en sus escritos de los
años setenta empezó a utilizar el término en relación con cierta arquitectura entonces
emergente. De esa primera aplicación a los edificios eclécticos, coloristas, sin-estilo, de
Graves o los Venturi, el término fue calando, con el éxito ya sabido, y si bien inicialmente
hubo tendencia a circunscribirlo al terreno de las artes plásticas, a partir del comienzo de la
pasada década la palabra fue elevada a concepto por la filosofía (tanto en sentido
adversativo, como en los trabajos de Severino y Habermas, como apologético, en
Baudrillard o Lipovetski), que después la inculcó en todos los dominios del saber y las
artes, y hasta en nuestra vida más cotidiana.
La carencia de esos profetas fílmicos (los que se han dado a conocer en algunas
publicaciones especializadas anglosajonas me parecen beatos, tardíos o interruptos) permite
hacer una breve síntesis global a partir de Vattimo, el pensador que a mi juicio más
equilibradamente ha analizado el posmodernismo. Para el italiano, la experiencia pos-
moderna trata de abrirse a una concepción no-metafísica de la verdad es decir, a una
paradoja que interprete esta verdad no a partir del modelo positivo del saber científico en el
que el pensamiento occidental predominante, es logocéntrico, se ha movido desde el siglo
XVIII, sino partiendo de la experiencia del arte y, sobre todo, de los modelos de la retórica.
Un impulso (concepción parece un término demasiado monumental) que renunciaría por
tanto al conocimiento metafísico de la verdad y a su definición y aclaramiento, evitando la
lucha epistemológica frontal, y cuya nueva postura ideal sería el quedarse en los márgenes,
en esos aledaños o cercanías o incluso desvíos (y, por qué no, desvaríos) de la verdad que
las artes y la retórica torcidamente alcanzan.
Naturalmente, tanto Vattimo en su análisis como los posmodernos militantes en sus
pretensiones tienen muy presente a Nietzsche, que podría estar investido con el manto
inspirador de apóstol putativo de ese nuevo nihilismo de las formas en cuanto responsable
de una propuesta de sustitución de la lógica por la retórica que elige las vías del acceso
incierto,
p 
  frente al camino recto, desiderativamente metafísico de la lógica.
Nietzsche nos puede servir a nosotros, además, en esta pequeña teoría del cine posmoderno,
por su repetido gesto de abandono de un  p    en favor de las fructíferas
detenciones en las periferias del sentido; o, como dice el propio Vattimo, por esa voluntad
nietzscheana de abandonar el centro para ir a la X, al punto X, punto desconocido y quién
sabe si punto de no-retorno.
La X del cine posmodemo es robusta y puede tener mucho brillo, pues algunos de
sus buscadores filmicos han elegido como camino de perdición, de rodeo, las esencias de
una felicidad narrativa antigua y extraviada. Por eso, en el obligadamente esquemático
repaso de este artículo, haremos, aparte de injusticias y omisiones, la división entre un cine
posmodemo europeo más sucinto, cultista y ritual (Greenaway, Carax, Kaurismaki,
Botelho) y el expansivo, a veces deliberadamente   p   norteamericano-
canadiense de Rudolph, Hal Hartley, Egoyam, Araki, Tarantino o Rose Troche (evitaré en
el texto, con pena, referirme a algunos destacados ejemplos de este cine -pienso en el
furioso musical gay sobre el SIDA  
  del canadiense John Greyson, o en esa
joya del p   costumbrista que es   [1992], del japonés T. Nakajima- por no
haber sido estrenadas en España).
Si la célebre concepción nietzscheana de la «muerte de Dios» significa en el campo
de las artes la renuncia a ese espíritu ordenador fundamentalista '0 incluso finalista que
marca el arte de la modernidad, de las vanguardias históricas, en el caso particular del cine
la desordenación posmoderna estaría caracterizada, a mi juicio, por tres motivos
recurrentes: la desaparición de un cine referencial y -al menos en lo tocante a la industria-
indiscutiblemente canónico (que en los años 50 o 60 habría sido el hollywoodiense), el
troceamiento y posterior recuperación canibalizada del cuerpo de la narración, y la
relativización de ciertos patrones ideológicos o morales (la violencia, la sexualidad
implícita, la masculinidad de los relatos).
En el primero de los motivos voy a adentrarme poco, sobre todo pensando en que
otros articulistas de este volumen lo tratarán más de lleno; el primer gran dios muerto ya es
un cadáver antiguo y descompuesto, el productor-patrono, que falleció natural y
definitivamente en el Hollywood tomado al asalto por los   
 (es decir, por los
jóvenes directores-productores de sí mismos como Coppola, Lucas o Spielberg) y después
fue dejando paso, incluso en el frágil cine de las Europas, a figuras subsidiarias o angélicas:
directores promotores, productores mixtos y   pequeñas cooperativas, grandes marcos
institucionales. Esta desestabilización de las categorías antes regimentadas del productor-
patrono tuvo su momento de acometida triunfal con las nuevas olas de los años 60, pero
coincidiendo con el afianzamiento, silencio, muerte o decadencia de casi todos sus
protagonistas, hoy deja paso en el cine actual y más vivo (que no sólo en países p   
sino en el mismo Estados Unidos está viendo la proliferación del sello del independiente) a
una nueva y distinta figura de francotirador o guerrillero que es más dueño de su fracaso, de
su dinero, de sus historias.
Aunque en el p   europeo hay ejemplos de colosalismo (Greenaway, el
Beineix de 
 
  
 
 los grandiosos decorados miserabilistas de 


    /  

    1991, de Carax), yo destacaría, entre los
cineastas más sólidos y persistentes de esta tendencia, al finlandés Aki Kaurismaki y al
portugués Jo[o Botelho, sintomáticos por el escueto feísmo el primero, por su pobreza
transfigurada y casi heráldica el segundo. De Botelho -auténtico heredero  p  aunque
no confeso del gran Manoel de Oliveira- son las palabras siguientes, a propósito de su
reciente y extraordinaria fábula en dos unidades convergentes  

(1993): ³Nací
del lado del ascetismo, y me siento concernido por el rigor, la economía, los límites, la
repetición, el rito, el antes y el después de un acontecimiento, los gestos de los personajes y
lo que dicen (nunca lo que piensan, pues no piensan), el efecto del viento en la rama de un
árbol o la perdición de una mirada que oscila entre la acción y el vacío. Me siento
concernido por la visión o la escucha de los comportamientos excesivos o ejemplares;
nunca por la explicación de una situación sino más bien por su postración´. Aunque en
España se desconozcan en las salas de cine sus cintas, y en particular su fantasmagoría
³pessoanas´ !  




(1981) y el revelador remedo en IDO de Dickens de
"p      #" p      1988), es fácil entender a través de sus palabras la
ascesis barroca, sobreactuada, de un artista cuyo rigor se filtra a través del exceso y cuyos
revestimientos realistas, propios de un cine pobre, de barrio o de aldea, alcanzan
sorprendentes resoluciones abstractas y resonancias universales.
En el caso de Aki Kaurismaki, la voluntad paródica de base está siempre tan
contenida, tan oculta por una dirección seca o
 p$ 
 que al público le resulta casi
imposible reír. Si bien en la mejor película que yo he visto de él -separado de su pareja
fratema, el nada desdeñable Mika-, "  
 %& #
 
 
$ 
  

 1990), el director tiende más a un modelo contemplativo o jansenista (Dreyer,
Bresson), los juegos de la desmaterialización, del despojamiento solemnemente
humorístico, son manifiestos tanto en los sainetes de folclore rock que constituyen la serie
de los  
 ! ' %   
(1989), como en sus inadaptaciones literarias, orien-
tadas siempre hacia la perversidad: ³Cometer un crimen imperdonable poniendo en escena
una obra que es la substancia misma de la vida´. Si Kaurismiiki toma prototipos de una
esencialidad apasionada -el Ariel de 
p
 el príncipe Hamlet, los ardientes Mimí y
Rodolfo de (
  

  
de Murger que Puccini llevó a la ópera-lo hace
por un afán de disgregación sentimental dirigida no contra el público, al que trata de virgen
(aunque tal vez de virgen necio), sino contra los artistas que han forjado una lectura
grandilocuente y contenidista de sus propios textos. Así queda patente en el siguiente
manifiesto (yo no lo llamaría tornadura de pelo) que Kaurismaki escribe a propósito de su
) 
  
(1992): ³Mi venganza se llevará a cabo mediante el diabólico plan que
sigue: escribiendo un guión malo y realizando la mala película consiguiente, lograré
despertar en las masas primero el más profundo descontento y luego una gran rabia. Este
descontento se centraría evidentemente en la falta de oficio del realizador y, normalmente,
le seguiría la indiferencia, el rechazo y el olvido. Pero -y esto es lo importante- hábilmente
he colocado en la película algunas escenas, incluso en medio de toda la torpeza de las
imágenes, que sugieren que una gran pluma está en su origen. Los más entusiastas -y los
más disgustados- de entre los cuarenta espectadores que tendrá la película buscarán la obra
original y reconocerán su genio, nuevas ediciones serán publicadas, el nombre de Murger
circulará de boca en boca; Mimí volverá a vivir. Nadie recordará a Puccini, el hombre que,
tal y como Murger escribió a propósito de los que explotaron a Villon, "gravan el terreno de
los pobres y, con el tesoro que sacan acuñan las monedas conmemorativas de su propio
renombre". En este sentido, he conseguido mi propósito e, incluso, con la masa enfurecida
llamando a mi puerta puedo aún considerarme, con la conciencia limpia, como el palurdo
que no obstante le ha hecho una vez un favor a un gran poeta. Es más, no vean esta película
y corran a las librerías para pedir el original´.
Si se habla de fraccionamiento de la narración muchos espectadores piensan en
Greenaway, un director al que tengo por el impostor de más útil talento al menos en el cine
norte-europeo (y no deja de ser la impostura una marca apreciable entre ciertos practicantes
de lo posmoderno). Cuando Greenaway aplicaba sin refinamientos, plástica o
torrencialmente, su ojo y su mano de pintor al cine, como en su excelente película
aglutinada " *
 (1980), la violencia del choque de un lenguaje plano, espacial,
pictoricista, con otro rugoso y temporal (el fílmico), llenaba la pantalla de un sentimiento
impulsivo, diseminado, cercado al espíritu de la
 p
 + Cuando, a partir sobre
todo de Z. O. O. (1986), Greenaway se empeña en aprender y violar deliberadamente las
palabras mayúsculas del idioma cinematográfico, su vacío lingüístico, su falta de aliento
dramático, sus «buenas maneras» de escaparatista de la ficción, le delatan, mostrando que,
como decía Wittgenstein, buenas maneras, un oído sensible y una comprensión cultural no
bastan para llegar a la ³Vida primordial´ que constituye la base saludable del arte. Por eso,
rara vez sus provocaciones «educadas» (y tan diseñadas) alcanzan no ya la piedra del
escándalo sino, siquiera, la altura de la originalidad.
Uno de los factores más conspicuos de esa dilapidación posmodema de la
narratividad es el ansia voraz de su apropiacionismo. No citaré aquí como paradigma el
caso de Almodóvar, cuya brillante y eficaz refundición de sub-lenguajes televisivos,
seriales y musicales creo que pertenece a otra marca (la del 
p ironizado, sublimado, que
tan claramente se ve también en la literatura de Manuel Puig o en ciertas películas-clave del
  neoyorquino); quiero referirme, antes bien, a esos cineastas jóvenes, más
jóvenes, que están recuperando y devorando el reflejo de Jean- Luc Godard, convertido ya
para  p guste o no, en la figura más seminal y, yo diría, imperecedera de un cine que
empieza a ser futuro.
De este godardismo posmodemo el caso más rutilante es, claro está, el de Tarantino,
que le homenajea siempre que puede y empieza a hacerlo con el nombre de su sello
productor. En ,  -  (1991), la impronta godardiana era dominante: el lastre
discursivo de la acción, que para un filme negro resulta morosa y parabólica, la utilización
de apólogos contados, el escamoteo del núcleo capital de la trama (el atraco). Creo, sin
embargo, que el talante de Tarantino es básicamente ilusionista y recargado, un punto
manierista, y por eso -la expansiva, profusa p    (1994) lo confirma-
progresivamente ex-godardiano o anti-godardiano. Godardiana (y muy ramplonamente) es
la estructura de hojas de calendario de .   (1993) de Rose Troche; godardiana, la
frontalidad con que Hal Hartley enfoca pudorosamente a sus actores (aunque este excelente
director fracase, a mi juicio, cuando intenta, en 
 [1994], ser francés más que hacer,
como hacía hasta entonces, el francés); godardiana, la extrema sincopación de los moldes
expresivos de Gregg Araki.
Araki es para mí, en estos momentos, uno de los directores-en-formación más
interesantes de la escena independiente norteamericana. Su cine rechaza de forma hirsuta,
esquinada, las normas de la continuidad narrativa, pero no lo hace al modo elíptico, suave,
socarrón, de un Jim Jarmusch. Araki recupera con una violenta insolencia los trompicones
formales del Godard fundacional, y si bien ese estado de pureza anti-dramática, 


evidente en su militante " 
% * /p (1993) no genera la misma fascinación que el
buen cine de Godard, la anterior "   ( #)  

   1992) y la posterior "
-  .
  (1994), convierten las estratagemas godardianas -los subtítulos e
intertítulos, los fundidos en negro para sacar más que para separar las secuencias, las
discursivas confesiones ante la cámara- en «propiedades» personales, actuales. Conviene
decir a ese respecto que, aunque godardiano en su inspiración, Araki es contemporáneo de
sí mismo en sus citas. Godard citaba a Faulkner, a Brice Parain o a Foucault sin temor a
caer en la literatura; Araki, ³niño de la generación de la M1V´ (o sea, de las películas vistas
en televisión),  
el discurso de sus personajes con guiños y referencias que funcionan al
modo de insertos publicitarios y reclamos comerciales.
Ahora.bien, no todo el meta-lenguaje cinematográfico lo inventó Godard, ni todos
los meta-cineastas actuales siguen al realizador franco-suizo. El caso de Atom Egoyam, por
ejemplo, es significativo. Egoyam no sólo es étnica y culturalmente mestizo; armenio
crecido en Canadá, un país multirracial y migratorio que no por casualidad está dando
muchos artistas a la vertiente posmodema. El hermetismo % 
de Egoyam tiene poco
que ver con la libertad expresiva de los antiguos «nuevos cineastas» franceses o alemanes
de los años sesenta, y conecta más, en su fetichismo solemne, en su sentido ritual de la
puesta en escena, con el cine de Bresson y los Monty Python (dos influjos confesados) y,
aún más, pero de otro modo, con la perversa p 
 0
  dramática de David Lynch,
a quien Egoyam tiene por inspirador; el maestro, sin embargo, es más deudor del p p y más
fructíferamente leve que el discípulo.
Egoyam ofrece la cara compleja, a veces a mi gusto en exceso ampulosa, del cine
posmodemo. Su juego de apropiaciones estéticas y 
 del fotograma persigue
siempre -y es una búsqueda original, apasionante- dejar incólume, tapado a la primera
mirada del espectador, un corazón secreto de la trama, de la historia, del personaje. ³Para
mí -declaraba Egoyam a la revista   el proceso de la exposición dramática debe
contener una cierta proporción de ocultamiento. Hay dos maneras de aproximarse a la
descripción de los personajes: en la primera, una causa produce unos efectos; en la segunda,
se ven los efectos antes que la causa. Yo soy decididamente un adepto de la segunda
manera. Me gustan los personajes complejos y contradictorios que albergan una parte de
misterio. Es precisamente esa búsqueda de algo que está oculto, esa noción de revelación
que está por llegar, lo que más me interesa tratar´. El riesgo de este antisistema dramático
es, claro está, la previsibilidad de lo imprevisible, el amaneramiento del dispositivo
hermético. Algo que el mismo Egoyam no ignora: ³Los que están habituados a mis
películas saben que deben esperar para descubrir la explicación. Eso forma parte del
juego´. Favorecer una secta de 
  de descodificadores de la marca Egoyam; un
recurso que le asociaría en afectación y jactancia a un coetáneo infinitamente menos
complejo y astuto que él, Peter Greenaway.
Al lado de los nombres citados de Egoyan, Kaurismaki, Jarmusch o Araki, no se
puede olvidar el rostro complaciente -no es un reproche estético-- de la posmodernidad
cinematográfica: esa generación de directores exigentes, cinéfilos, ³artísticos´, que, como
señalábamos al comienzo, rastrean y asumen una antigua felicidad narrativa perdida o
solapada tras las batallas del gusto moderno. Cineastas que quizá han visto con la misma
unción las películas de Godard o de Pasolini, pero por voluntad, cultura o medio ambiente,
han decidido llevar el combate de su afirmación con formas y convenciones expresivas más
dulces, más ilusorias. Hay en este apartado autores de gran fuste, desde los que aún se
muestran indecisos (Peter Jackson) o se adocenan (Sam Raimi, cuyo -

 [1990], sin
embargo, es un filme clave de esta estética), hasta los más estables o determinados, como
los siempre estimulantes hermanos Coen o Tim Burton.
Burton, un cineasta mayor del actual Hollywood, apunta con ( 1 #23345
homenaje cargado de mérito pero desprovisto de su exuberante malicia, un repliegue o una
vuelta de tuerca. Con anterioridad a este  p   
 más desmelenado del cine de los
años cincuenta, Burton hacía mucho más productivo el homenaje y la concatenación: en
67  #6 8 1988), 6

 (1986) o ('
 9  
 #(

:
  7
 1990), el cómic, la morfología del juguete y la máscara, la noción de
decorado como personaje fantástico dotado de voz, contribuían a hacer de él el más feliz,
infantil y caprichoso de los posmodemos.
Los hermanos Caen también eligen como referente los grandes relatos del


 hollywoodiense (excepto en la para mí abstrusa y algo decorativa 6
  * 
[1991]), pero tienen siempre la elegancia moral de no hacer parodia ni refrito. "
;  % #( 
 
  1994) parte sin duda del espíritu de las parábolas de Capra
pero no de su forma, que los Coen basan, con sincretismo maligno muy propio del p 
   en las arquitecturas ³sin alma´ de Albert Speer y el fascismo italiano o en las
utopías sobre papel que servían de marco y arranque a películas como 6
0  (1984) o
6
 , (1982). Tampoco :< !   #:  
   1990), hasta la
fecha la obra maestra del tándem, es imitativa; retorna con una tenue estilización los
formatos del cine de gángsters clásico pero no se detiene en el remedo o la anáfora (que tan
brillantes resultados le deparan a Brian De Palma); antes bien, extiende el género sin
ponerlo en tela de juicio.
En un momento 
 como el que el cine vive en este fin de siglo, resulta
lógico que los géneros o lenguajes   se desborden y alcancen el rango superior.
Entre todos ellos es el cine de violencia (fantástica en el   o naturalista en el  5 el
que se ha instaurado como predominante y yo diría que no sólo por el (socorrido) motivo de
los obligados reflejos artísticos de una violencia mensual. El auge del cine violento -que
trasciende a los Estados Unidos y despunta en las cinematografías francesa, española y
hasta inglesa- refleja, antes bien, una poética del exceso que los cineastas más
contemporáneos han hecho suya, distintiva. Y esa recurrencia de los comportamientos
excesivos se funde naturalmente con otro valor muy propio de la estética posmoderna: la
mixtura de registros. La mezcolanza -que a muchos observadores, sobre todo de edad
madura, les resulta insoportable y alarmante- de violencia extrema y enfriamiento
humorístico, que se ve en películas tan dispares como p    (1994) y =   

   


 (1994), no únicamente supone una relativización semántica de la
sangre derramada, sino una manera artística de p  al espíritu del tiempo; estos
nuevos realizadores no le conceden a la sangre, por brutal o injustificada que sea, mayor
entidad retórica que a un juego de palabras, una acentuación musical o un beso pasional de
los protagonistas. Podría así sostenerse que lo que persiguen es una iconización o
distanciamiento pictórico del horror violento que, por tremebundo que resulte, ellos tratan
como motivo decorativo, como una porción más del exceso ornamental que caracteriza a
tantos artistas de la tendencia. Tarantino, de nuevo citado como maestro iniciático, lo
resume bien en estas palabras: ³No tengo miedo de mostrar la violencia. Por el contrario, la
encuentro cinematográfica, y me gusta, por lo demás, esta cita de Godard: ³En    
  (1964) no hay violencia, sólo el color rojo´.
¿Produce revulsión, afición o catarsis esa fácil violencia cinematográfica? Esconden
las capas de pintura con que Peter Jackson #6

5 Roger Avary #>    5 La
Cuadrilla o Tarantino envuelven los actos de mutilación y asesinato en masa, un regodeo o
una condena? Juzgar a unos artistas por ese criterio se presta a confusión y deslizamientos:
Avary, por muy amigo y colaborador de Tarantino que sea, resulta, en mi opinión,
insolvente, banal y escandaloso, y su violencia gratuita. Por el contrario, hay complejidad
moral, discurso, en las escenas finales del garaje de ,  -  (el diálogo de los dos
policías, el torturado y el encubierto, y el de éste con Harvey Keitel) y en las reflexiones
bíblico-cómicas del personaje de Samuel lo Jackson en p *   donde yo no veo
incitación a la violencia sino desgravación de la violencia; no indiferencia al crimen sino
impavidez ante la maldad.
De cualquier modo, el juicio, caso de que se pronuncie un juicio moral, convendría
hacerlo -a mi juicio---;- a los espectadores, a esa gran masa de espectadores captados de
antemano por el carrusel de sangre que una alimentación a base de subproductos 
 lo
hace doméstico, natural, risible. Y así, la banalización de lo terrible que ese cine, lo mejor
de ese cine, reproduce habría que juzgarla --desentrañarla- en los territorios no-ficticios
desde donde el cineasta la contempla.
Cierro mi exposición con el ejemplo de una película polémica y emblemática, "
-  .
  de Araki. En su )  

   para mí uno de los más potentes

    de la década, Araki actuaba aún como el brutal estilista de un militante cine
gay, arrojadamente marginal, que, como señalamos antes, marca también este fin de siglo
cinematográfico en su desviación del canon masculino, patriarcal, autoritario, del relato.
Hay una creciente y, en muchos casos, atractiva sección de cine gay y lesbiano del que en
nuestras pantallas se ve una mínima parte; Gran Bretaña, Canadá, Japón y Estados Unidos
son los principales platós desde los que llega este   
(³cine marica´) que con su
asumido desafío ideológico y sentimental se constituye, a través del marco sectorial de
festivales y circuitos paralelos de exhibición, en una corriente  
+
Gus Van Sant, otro hijo putativo de Godard, consiguió atraer al =
  
 de
su :% ' 
 
 #: ?
 p
  1991) a dos estrellas, River Phoenix y Keanu
Reeves, así como el interesante Isaac Julien mezcló en     
  (inédita en
España) el espectro racial, la homosexualidad y las convenciones de la biografía (del gran
poeta negro Langston Hughes); Araki es, como cineasta, menos condescendiente. En sus
películas la proclama gay se alía con el paroxismo de una adolescencia exhibicionista de su
nihilismo: " -  .
  que subtitula «un film heterosexual», ofrece escenas de
matanza acrobática al estilo del cine de Hong Kong con un fondo de cinismo provocativo
muy


  si bien la heterosexualidad cromática de un «cruzado de la causa» gay como
él resulta entorpecedora de la trama y de la habitual alta tensión. No se sabe si el furioso,
auténticamente patético nihilismo de la pareja de suicidas gay, uno de ellos infectado de
SIDA, de )  

   al dar paso en " -  .
  a planos como el de un
pene recién mutilado que una mano ávida estruja en medio de un pocillo de sangre, anuncia
el 
 
 o el paso del 
   de las afueras a las comodidades de la industria del
éxito. La instalación en el  del mundo.

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