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Relatos y aprendizaje - 3er trimestres – Lengua y literatura 4to año

Los chicos que nacieron viejos de Roberto arlt

Caminaba hoy por la calle Rivadavia, a la altura de Membrillar, cuando vi en una esquina a un muchacho con cara de "jovie":
la punta de los faldones del gabán tocándole los zapatos; las manos sepultadas en el bolsillo; el "fungi" abollado y la grandota nariz
pálida como lloviéndole sobre el mentón. Parecía un viejo, y sin embargo no tendría más de veinte años... Digo veinte años y diría
cincuenta, porque esos eran los que representaba con su esgunfiamiento de mascarón chino y sus ojos enturbiados como los de un
antiguo lavaplatos. Y me hizo acordar de un montón de cosas, incluso de los chicos que nacieron viejos, que en la escuela ya...

Esos pebetes... esos viejos pebetes que en la escuela llamábamos "ganchudos" --¿por qué nacerán chicos que desde los cinco
años demuestran una pavorosa seriedad de ancianos?- y que concurren a la clase con los cuadernos perfectamente forrados y el
libro sin dobladuras en las páginas.

Podría asegurar, sin exageración, que si queremos saber cuál será el destino de un chico no tendremos nada más que revisar
su cuaderno, y eso nos servirá para profetizar su destino.

Problema brutal e inexplicable porque uno no puede saber qué diablos es lo que tendrá ese nene en el "mate"; ese nene que
a los quince años va al primer año del colegio nacional enfundado en un sobretodo y que hasta mezquino y tacaño de sonrisa
resulta, y después, algunos años más tarde, lo encontramos y siempre serio nos bate que estudia de escribano o de abogado, y se
recibe, y sigue serio, y está de novio y continúa grave como un Digesto Municipal; y se casa, y el día que se casa, cualquiera diría que
asiste al fallecimiento de un señor que dejó de pagarle los honorarios...

No se hicieron la rata. ¡Nunca se hicieron la rata! Ni en el colegio ni en el Nacional. De más está decir que jamás perdieron
una tarde en el café de la esquina jugando al billar. No. Cuando menos o cuando más, o a lo más, las diversiones que se permitieron
fue acompañar a las hermanas al cine, no todos los días, sino de vez en cuando.

Pero el problema no es éste de si cuando grandes jugaron o no al billar, sino por qué nacieron serios. Los culpables, ¿quiénes
son? ¿El padre o la madre? Porque hay purretes que son alegres, joviales y burlones, y otros que ni por broma sonríen; chicos que
parecen estar embutidos en la negrura de un traje curialesco, chicos que tienen algo de sótano de una carbonería complicado con la
afectuosidad de un verdugo en decadencia. ¿A quiénes hay que interrogar? ¿a los padres o a las madres?

Fijándose un poco en los susodichos nenes, se observa que carecen de alegría como si los padres, cuando los encargaron a
París, hubieran estado pensando en cosas amargas y

aburridas. De otra forma no se explica esa vida esgunfiada que los chicos almacenan como un veneno echado a perder.

Y tan echado a perder que pasan entre las cosas más bonitas de la creación con gesto enfurruñado. Son tipos que
únicamente gustan de las mujeres, del mismo modo que los cerdos de las trufas, y en sacándolos de eso no baten ni medio.
Sin embargo las teorías más complicadas fallan cuando se trata de explicar la psicología de estos menores. Hay señoras que dicen,
refiriéndose a un hijo desabrido:
- Yo no sé a "quién" sale tan serio. Al padre, no puede ser, porque el padre es un badulaque de marca mayor. ¿A mí? A mí tampoco.

Chicos pavorosos y tétricos. Chicos que no leyeron nunca El corsario negro, ni Sandokán. Chicos que jamás se enamoraron de
la maestra (tengo que escribir una nota sobre los chicos que se enamoran de la maestra); chicos que tienen una prematura
gravedad de escribano mayor; chicos que no dicen malas palabras y que hacen sus deberes con la punta de la lengua entre los
dientes; chicos que siempre entraron a la escuela con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados;
chicos que en la fiesta de fin de año son el orgullo de las maestras que los exhiben con sus peinados a la cola y gomina; chicos que
declaman con énfasis reglamentado y protocolar el verso A mi bandera; chicos de buenas calificaciones; chicos que del Nacional van
a la Universidad, y de la Universidad al Estudio, y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con esposa
honesta, y del hogar con esposa honesta y un hijo bandido que hace versos, a la Chacarita... ¿Para qué habrán nacido estos hombres
serios? ¿Se puede saber? ¿Para qué habrán nacido estos menores graves, estos colegiales adustos?
Fermín de Abelardo Castillo
I
Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba estar muy borracho
para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al quilombo en vez de comprarle alpargatas al chico.
Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba que no se precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una
muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chileno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el
chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que
corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó
ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no
están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar.
Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le
decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la quería. Además,
unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma.
Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo.
Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando Cardozo el más chico medio lo provocó y él,
de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata
ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le
había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar
vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en
el almacén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los
compadres puebleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado
Ortega le gritó aquella noche:
"¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar." Y no volvió a
robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la
mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche
quedó prohibido entrar en la trastienda del boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del
pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines,
dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en
la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de
gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad.
Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que
asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín?
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo
que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo.–
Nada.

II
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de
darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no? Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este
modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante,
agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín... ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos
Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos...

III

–Al siete y medio, pago.


La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos
pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y
de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo
por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la culata del Smith & Wesson.
– ¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres
–Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron
todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la
mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula.

IV

Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos
contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás
de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada...
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamente desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m'hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
–Oí... Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.

Hernán de Abelardo Castillo

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas
repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho,
abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba
largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a
Hernán.
Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es
necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para
ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar
el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una
canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a
alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella
cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel
cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el
aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos,
burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar
sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y
que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella
bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me
asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su
pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y
a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos "pueden
sentarse", nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se
había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para
darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia
dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. "Me parece que la
vieja...", le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el
comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella
se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y
la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno
tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente,
con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es
peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina
y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que
necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a
los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía
demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería
–como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los
dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para
dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el
pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que
Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido
siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de
Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta
que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra
pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué
modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé
entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el
aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al
crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada,
levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos
segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los
papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de
la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso,
procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita
Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro
hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o,
acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles ("hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da
cuenta") pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque
tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un
jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y
los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y
seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien
pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió
esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando
ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos
esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la
clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí
sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.

Sucker de Carson McCullers

Siempre fue como si yo tuviera una pieza para mí. Sucker dormía en mi cama, conmigo, pero
eso no molestaba para nada. El cuarto era mío y yo lo usaba como quería. Me acuerdo que una vez
serruché una puerta secreta en el piso. El año pasado, cuando cursaba el penúltimo año de la
escuela secundaria, pinché en mi pared una fotos de chicas de las revistas y una de ellas sólo tenía
puesta la ropa interior. Mi madre nunca me molestó porque tenía que ocuparse de los más chicos. Y
Sucker pensaba que cualquier cosa que yo hiciera era bárbara.
Cada vez que yo traía amigos a mi cuarto me bastaba con echarle una mirada para que él
abandonara lo que estaba haciendo y quizás medio me sonriera y salía sin decir una palabra. Nunca
trajo otros pibes aquí. Tiene doce años, cuatro menos que yo, y siempre supo, sin necesidad de que
yo se lo dijera, que no me gusta que los chicos de esa edad se metan con mis cosas.
La mitad del tiempo solía olvidarme que Sucker no es mi hermano. Es mi primo hermano,
pero desde que tengo memoria ha estado con nuestra familia. Sus padres, saben, murieron en un
naufragio cuando era un bebé. Para mí y para mis hermanas menores era como un hermano.
Sucker recordaba y creía siempre cada palabra que yo decía. Fue así como recibió su
sobrenombre. Una vez, hará un par de años, le dije que si saltaba de arriba del garaje con un
paraguas, éste actuaría como un paracaídas y que no caería fuerte. Lo hizo y se reventó la rodilla.
No es más que un ejemplo. Y lo divertido era que, a pesar de todas las veces que lo engañaba, me
seguía creyendo. No es que fuera tonto en otros sentidos, sino que era su manera de actuar frente a
mí. Miraba todo lo que yo hacía y serenamente lo repetía.
Hay algo que he aprendido, pero me hace sentir culpable y es duro darse cuenta. Si una
persona lo admira mucho a uno, uno la desprecia y no le importa, pero la persona que no se fija en
uno es la que uno puede admirar. Esto no es fácil de entender. Marybelle Watts, esta compañera del
último año se portaba como si fuera la Reina de Saba y hasta llegó a humillarme. Sin embargo, en
ese mismo momento, yo hubiera hecho cualquier cosa en el mundo para llamarle la atención. No
podía pensar en otra cosa, noche y día, que no fuera en Marybelle hasta que me volví casi loco.
Cuando Sucker era pibe y después hasta la época en que tuvo doce años creo que lo trataba tan
mal como Marybelle a mí.
Ahora que Sucker ha cambiado tanto es difícil recordarlo como era antes. Nunca imaginé que
de pronto ocurriría algo que nos hiciera tan diferentes a los dos. Nunca supe que para comprender lo
que ocurrió directamente en mi cabeza desearía volver a pensar en él tal como era y comparar y
tratar de arreglar las cosas. Si hubiera podido ver el futuro yo habría actuado de otra manera.
Nunca le presté mucha atención o pensé en él y cuando se considera cuánto tiempo tuvimos
un cuarto juntos es gracioso las pocas cosas que recuerdo. Solía hablar muchísimo consigo mismo
cuando creía que estaba solo, que luchaba con gangsters y que estaba en una estancia en el campo
y ese tipo de cosas de chicos. Se metía en el cuarto de baño y se quedaba como una hora y a veces
su voz se hacía alta y excitada y se lo oía por toda la casa. Sin embargo, en general, era muy
tranquilo. No tenía muchos amigos entre los chicos del barrio y tenía la mirada de un chico que
observa el juego de los otros y está esperando que lo inviten a jugar. No le importaba usar las
tricotas y los sacos que me quedaban chicas, aún cuando las mangas le quedaban grandes y le
hacían aparentar unas muñecas tan blancas y finas como las de una nena. Así lo recuerdo,
poniéndose más grande cada año, pero siempre el mismo. Así era Sucker hasta hace unos meses,
cuando empezó todo este lío.
Marybelle estuvo un poco mezclada en lo que ocurrió, así que creo que debo empezar por
ella. Hasta que la conocí yo no le había dedicado mucho tiempo a las chicas. El otoño pasado se
sentó cerca de mí en la clase de Ciencias Generales y allí fue cuando empecé a fijarme en ella.
Tiene el pelo del amarillo más brillante que he visto nunca y a veces lo usa peinado en rulos con una
especie de cosa pegajosa. Tiene las uñas en punta y cuidadas y pintadas de un rojo brillante.
Durante toda la clase solía observar a Marybelle, casi todo el tiempo, excepto cuando pensaba que
iba a mirar para mi lado o cuando el profesor me llamaba. Una cosa que no podía era apartar mis
ojos de sus manos. Son muy pequeñas y blancas, con excepción de esa cosa roja, y cuando daba
vuelta las hojas de su libro, siempre se chupaba el pulgar y adelantaba el meñique y daba vuelta la
hoja muy lentamente. Es imposible describir a Marybelle. Todos los chicos están locos por ella, pero
ni se fija en mí. En los recreos yo solía pasar muy cerca de ella en el hall, pero casi nunca me
sonreía. No me quedaba más que sentarme a mirarla en clase, y a veces era como si todo el salón
pudiera oír latir mi corazón y me daban ganas de ponerme a aullar o escaparme y salir corriendo al
infierno.
A la noche, en la cama, me imaginaba a Marybelle. A menudo esto me impedía dormirme
hasta la una o las dos. A veces Sucker se despertaba y me preguntaba por qué no podía dormir y yo
le decía que se callara la boca. Supongo que montones de veces fui malo con él. Supongo que yo
quería ignorarlo como Marybelle hacia conmigo. Por la cara de Sucker siempre se podía saber
cuando sus sentimientos estaban heridos. Y no recuerdo la cantidad de cosas feas que le dije,
porque cuando las decía estaba pensando en Marybelle.
Eso duró casi tres meses y luego, de algún modo, ella empezó a cambiar. Todas las mañanas
me hablaba en los pasillos y me copiaba los deberes. Una vez, a la hora del almuerzo, bailé con ella
en el gimnasio. Una tarde junté coraje y me llegué hasta su casa con un cartón de cigarrillos. Sabía
que fumaba en el sótano de las chicas y a veces fuera de la escuela y no quería llevarle caramelos
porque creo que está muy visto. Estuvo muy amable y me pareció que todo iba a cambiar.
Fue esa misma noche cuando, en realidad, comenzó todo este lío. Llegué tarde a mi cuarto y
Sucker ya estaba dormido. Me sentía muy feliz y estaba demasiado excitado para ponerme en una
posición cómoda y me quedé despierto largo rato pensando en Marybelle. Después soñé con ella y
parecía que la besaba. Me sorprendió despertarme y ver que estaba oscuro. Me quedé quieto y
pasó un rato antes de que pudiera darme cuenta de dónde estaba. La casa estaba silenciosa y la
noche muy oscura.
La voz de Sucker me sobresaltó:
—¿Pete?
No contesté ni me moví.
—Me querés como si yo fuera tu hermano, no es cierto.
No podía sobreponerme a la sorpresa y era como si el verdadero sueño fuera este y no el
otro.
—Siempre me has querido como si fuera tu verdadero hermano, o ¿no?
—Por supuesto —dije.
Después me levanté unos minutos. Hacía frío y me alegré de volver a la cama. Sucker se
pegó a mi espalda. Era chiquito y tibio y podía sentir su cálida respiración en mi hombro.
—A pesar de todo lo que nacías, siempre supe que me querías.
Yo estaba bien despierto y mis pensamientos parecían extrañamente mezclados. Estaba mi
felicidad por lo de Marybelle y todo eso..., pero al mismo tiempo algo en Sucker y en la voz con que
decía estas cosas me preocupaba. De todos modos, supongo que uno entiende mejor a la gente
cuando es feliz que cuando algo lo preocupa. Era como si en realidad hasta ese momento nunca
hubiera pensado en Sucker. Sentí que había sido siempre desconsiderado con él. Una noche, unas
pocas semanas atrás, lo escuché llorar en le oscuridad. Me dijo que le había perdido el revólver de
juguete a un chico y que tenía miedo de que alguien se enterara. Quería que le dijera qué podía
hacer. Yo tenía sueño y traté de hacerlo callar y cuando no quiso callarse le di una patada. Esa era
una de las cosas que recuerdo. Me pareció que siempre había sido un chico solitario. Me sentí mal.
Las noches frías y oscuras tienen algo que hace que uno se sienta cerca de la persona con la
que está durmiendo. Cuando se conversa con esa persona es como si no hubiera nadie más
despierto en la ciudad.
—Sos un pibe fenómeno, Sucker —le dije.
Me parecía de repente que lo quería más que a cualquier otra persona conocida, más que a
cualquier otro muchacho, más que a mis hermanos, más, en cierto sentido, que a Marybelle. Me
sentía toco bueno, como cuando tocan música triste en las películas. Quería demostrarle cuánto lo
apreciaba realmente y hacer que me perdonara por cómo lo había tratado siempre.
Charlamos un buen rato esa noche. Hablaba rápido, como si durante mucho tiempo hubiera
estado guardando esas cosas para decírmelas. Mencionó que iba a tratar de construir una canoa y
que los chicos de la esquina no lo querían dejar entrar en su equipo de fútbol, y no sé qué otras
cosas más. Yo también hablé algo y me hacía sentir muy bien pensar que él se tomaba tan en serio
todo lo que yo decía. Hasta hablé un poco de Marybelle, sólo que lo planteé como si fuera ella la que
me había estado persiguiendo todo este tiempo. Sucker hizo preguntas sobre el secundario y esas
cosas. Estaba excitado y siguió hablando rápido, como si no pudiera decir las palabras a tiempo.
Cuando me dormí seguía hablando y yo podía aún sentir su respiración sobre mí hombro, cálida y
cercana.
Durante las dos semanas siguientes vi muchísimo a Marybelle. Se portaba como si en
realidad yo le importara un poco. La mitad del tiempo me sentía tan bien que no sabía qué hacer
conmigo mismo.
Pero no me olvidé de Sucker. Había un montón de cosas viejas guardadas en el cajón de mi
escritorio: guantes de box, libros de Tom Swift y un aparejo de pesca de segunda mano. Todo esto
se lo di. Tuvimos otras charlas y era, en realidad, como si recién lo estuviera conociendo. Cuando
apareció un tajo a lo largo de su mejilla me di cuenta de que había estado paveando con ese equipo
de afeitarse nuevo que era mío, pero no le dije nada. Su cara estaba diferente ahora. Solía parecer
tímido y como si temiera un golpe en la cabeza. Esa expresión había desaparecido. Su cara, con
esos ojos tan abiertas, y las orejas salidas y la boca que nunca estaba cerrada del todo le daban el
aspecto de una persona que está sorprendida y esperando algo maravilloso.
Una vez estuve a punto de mostrárselo a Marybelle y contarle que era mi hermano menor.
Era una tarde que daban una policial en el cine. Me había ganado un dólar trabajando para papá v le
di un cuarto de dólar a Sucker para que se fuera a comprar caramelos v esas cosas. Con el resto
invité a Marybelle. Estábamos sentados atrás y lo vi entrar. Apenas le cortaron la entrada y entró en
el pasillo empezó a mirar fijamente la pantalla, sin darse cuenta por donde caminaba. Empecé a
pellizcar a Marybelle, pero no me resolví del todo a hacerlo. Sucker parecía un poco bobo,
caminando así como un borracho, con los ojos pegados a la película.
Se limpiaba los anteojos con el borde da la camisa v era como si los pantalones cortos le
flotaran. Siguió caminando hasta que llegó a las primeras filas, allí donde casi siempre van los pibes.
Nunca había pellizcado a Marybelle. Pero me puse a pensar que había estado bárbaro llevando a
los dos al cine con mi plata.
Me parece que las cosas siguieron más o menos así durante un mes o un mes y medio.
Estaba tan contento que no había modo de que me concentrara en nada ni de que pudiera usar mi
cabeza para estudiar. Quería ser bueno con todos. De golpe necesitaba hablar con alguien y por lo
general el tipo era Sucker. El estaba tan contento como yo.
—Pete, soy tan feliz de saber que sos mi hermano —me dijo una vez—. Más que con
cualquier otra cosa en el mundo.
Después pasó algo entre Marybelle y yo. Nunca pude imaginarme qué fue. Las chicas como
ella son difíciles de entender. Empezó a ser distinta conmigo. Al principio no lo quería creer y
pensaba que eran imaginaciones mías. Era como si ya no la pusiera contenta verme. Casi siempre
salía a pasear con el tipo del equipo de fútbol, ese que tiene un coche amarillo. El pelo de ella tenía
el mismo color del auto y cuando salía del colegio se volvía con el tipo, riendo y mirándole la cara.
Yo no sabía qué hacer y la tenía metida en la cabeza día y. noche. La vez que pude salir con ella
estuvo insoportable y me ignoraba completamente. Ahí me di cuenta que algo raro pasaba. . . me
daba miedo que mis zapatos hicieran ruido, que se notara cómo me temblaban las piernas o que ella
descubriera que me temblaba la voz. No bien Marybelle estaba cerca el cuerpo me ardía, si me
ponía la cara rígida y empezaba a llamar a la gente por el apellido y a decir malas palabras. De
noche me pasaba las horas tratando de entender por qué hacía esas cosas y al final me caía de
sueño, muerto de cansancio.
Cuando todo empezó tenía tanto miedo que me olvidé de Sucker. Después me empezó a
molestar. Andaba siempre dando vueltas, esperando que yo volviera del colegio, como si tuviera
algo que decirme o quisiera que yo te contara algo. En la clase de trabajos manuales me hizo un
cajón para guardar revistas y durante toda una semana no almorzó para poder juntar plata y
comprarme tres paquetes de cigarrillos. No le entraba en la cabeza que yo estaba preocupado y que
no podía andar perdiendo tiempo con él. Todas las tardes pasaba lo mismo... me esperaba en mi
pieza, con esa cara de sufrimiento. Yo no le decía nada o te contestaba mal y al final se iba.
No me acuerdo bien, no puedo decir esto pasó tal día, esto pasó tal otro. Estaba tan
confundido que las semanas se me iban sin que yo me diera cuenta. Era como estar en el infierno y
no me importaba nada. No había pasado nada definitivo. Marybelle sequía saliendo con el tipo del
coche amarillo y algunas veces me sonreía, otras no. Me pasaba las tardes yendo de un lugar a otro,
a ver si la encontraba. Cuando ella era amable conmigo yo empezaba a pensar que todo se iba
arreglar..., pero a veces se portaba de un modo que, de no haber sido una mujer, la habría
ahorcado, me daban ganas de apretar ese cuello tan fino hasta ahogarla. Cuanto más vergüenza me
daba hacer el estúpido más andaba corriendo atrás de ella.
Sucker estaba cada vez más nervioso. Me miraba como si me acusara, pero a la vez se daba
cuenta de que eso no podía durar. Crecía rápido y vaya uno a saber por qué empezó a ponerse
tartamudo. De noche, a veces, le agarraban pesadillas o si no a la mañana se volcaba encima el
desayuno. Mamá le compró una botella de aceite de hígado de bacalao.
Después Marybelle y yo terminamos. Una vez iba a la farmacia y la encontré y la invité a salir.
Cuando ella me dijo que no, le hice un chiste. Me contestó que la enfermaba que la estuviese
siguiendo todo el día y que yo nunca le había importado nada. Me dijo eso. Me quedé parado ahí y
no le contesté nada. Me volví a casa caminando despacito.
Me quedé qué sé yo cuántas tardes solo en mi pieza. No quería ir a ninguna parte, no tenía
ganas de hablar con nadie. Sucker entraba y me miraba con cara de gracioso y yo le gritaba que se
fuera. Trataba de no pensar en Marybelle y me quedaba sentado frente a mi escritorio leyendo
Mecánica popular o armando cosas con madera. Me parecía que me la estaba olvidando muy bien a
esa chica.
Lo que no se puede aguantar es el dolor que se nos viene encima a la noche. Eso fue lo que
agravó todo.
Bastante tiempo después de mi encuentro con Marybelle soñé de nuevo con ella una noche.
Era como antes y yo le empecé a apretar fuerte el brazo a Sucker y él se despertó. Entonces me
buscó la mano.
—¿Qué te pasa, Pete?
De repente estaba tan enojado que me ahogué... enojado conmigo, con Marybelle, con
Sucker y con toda la gente que conocía. Me acordé de todas las veces que Marybelle me había
humillado y de todas las porquerías que habían pasado. Durante un instante sentí que nadie me
quería, salvo un estúpido como Sucker.
—¿Por qué no somos tan amigos como antes?
—Cállate la boca, imbécil —le dije.
Tiré la ropa de la cama y cuando me levanté prendí la luz. El se sentó en el medio del
colchón; abría y cerraba los ojos, muerto de medio.
No sé qué pasó, no me pude controlar. Sólo una vez en la vida uno puede llegar a enojarse
así. Empecé a hablar, atropellado, sin saber lo que decía. Recién mucho después pude recordar
cada una de las cosas que dije y comprender todo claramente.
¿Por qué no somos amigos? Porque sos el tipo más imbécil que conozco. ¿A quién le
importás vos? Te tuve lástima, siempre te tuve lástima, por eso. ¿O te vas a creer que si no iba a
hacer algo por un imbécil como vos?
Si yo le hubiera gritado o le hubiera pegado no habría tenido ninguna importancia. Pero le
hablé despacio, muy tranquilo. Abrió la boca, como uno a quien le dan un codazo. Estaba pálido y
sudaba. Se secaba el sudor con la mano y se quedaba quieto, la mano levantada como si tratara de
mantener algo alejado de su cuerpo.
—¿Qué sabés vos? ¿Alguna vez saliste afuera? ¿Por qué no te buscás una novia en vez de
estar todo el día dándome vueltas? ¿Qué sos? ¿Una princesa? ¿Eso te crees que sos?
No tenía ni idea de lo que iba a pasar. No me podía controlar, no podía pensar.
Sucker no se movía. Llevaba un pijama mío y su cuello flaco sobresalía. El pelo le caía
húmedo sobre la frente.
—¿Por qué me andás siguiendo todo el tiempo? ¿No te das cuenta cuando no quieren verte
cerca?
No me puedo acordar el momento en que su cara cambió. La palidez fue desapareciendo
lentamente y cerró la boca. Arrugó los ojos y apretó los puños. Nunca había estado así. Era como si
hubiera empezado a crecer. Tenía una mirada profunda, endurecida, una mirada rara en un chico de
esa edad. Una gota de sudor le resbaló por la cara y no se dio cuenta. Estaba ahí, me miraba con
esos ojos, sin hablar, la cabeza rígida, inmóvil.
—¿No te das cuenta cuando no quieren verte cerca? Sos muy imbécil. Como tu nombre. Un
imbécil. Un sucker.
Era como si algo me molestara adentro. Apagué la luz y acomodé una silla cerca de la
ventana. Me temblaban las piernas y estaba tan cansado que podía haberme vuelto loco. La pieza
estaba fría y oscura. Me senté ahí un rato y fumé uno de los cigarrillos que me había guardado.
Afuera el jardín estaba oscuro y silencioso. Después de un rato escuché que Sucker se acostaba.
Se me había ido el enojo, estaba cansado. Me pareció horrible haberle dicho esas cosas a un
chico que sólo tenía doce años. No podía dejar de pensar. Me decidí a ir y hablarle y pedirle
disculpas. Pero seguí sentado ahí, muerto de frío, un buen rato. Me puse a planear cómo iba a
hablarle a la mañana siguiente. Después me volví a la cama, tratando de que el elástico no hiciera
ruido.
Cuando me levanté al otro día Sucker se había ido. Y después, cuando traté de pedirle
disculpas como había pensado, él me miró con esa mirada seria y no me animé.
Todo eso pasó hace unos tres meses. Desde entonces Sucker creció más rápido que ningún
otro chico que yo haya visto. Está casi tan alto como yo y su cuerpo es robusto y pesado. Ya no se
pone mi ropa usada y se compró el primer par de pantalones largos... los sostiene con unos
tiradores de cuero. Esos sólo son los cambios que se pueden ver y describir.
Nuestra pieza ya no es mía. Se trajo un grupo de amigos y tienen un club. Cuando no se la
pasan cavando trincheras en los baldíos se vienen a mi pieza. En nuestra puerta hay algunas
estupideces escritas con pintura fosforescente del tipo de: Fuera los intrusos, firmadas con dos tibias
cruzadas y sus nombres secretos. Instalaron una radio y se pasan la tarde aturdiendo con una
música infernal. Una vez yo iba a entrar y escuché a uno de los pibes contar en voz baja lo que su
hermano más grande estaba haciendo en el asiento de atrás de su auto. Lo que no alcancé a oír lo
puedo adivinar. "Eso hacen ella y mi hermano. Es la verdad... con el auto estacionado." Sucker lo
miró un momento, sorprendido, y después su cara volvió a ser la de siempre. Estaba serio y distante.
"¿Y de qué te asombrás, idiota?", dijo. "Qué novedad. ¿Quién no sabe eso?" No se había dado
cuenta de que yo estaba ahí. En seguida empezó a contar que durante años había planeado irse a
Alaska y convertirse en un cazador.
De todos modos, Sucker está solo la mayor parte del tiempo. Lo peor es cuando nos
quedamos solos en la pieza. Se tira en la cama con esos pantalones de corderoy y los tiradores y
me mira con esos ojos duros, medio irónico. Yo empiezo a revolver mi escritorio y no me puedo
quedar quieto por culpa de esa mirada. Y lo grave es que tengo que ponerme a estudiar porque en
este cuatrimestre tengo tres aplazos. Si me bochan en inglés ya no me puedo recibir el año que
viene. No quiero ser un vago y quiero usar mi cabeza. No me interesa Marybelle ni ninguna otra
chica en especial. El único problema que tengo es lo que pasa con Sucker. No hablamos nunca, a
no ser que haya algún otro de la familia. Ya no la quiero llamar Sucker. A no ser que cuando me
olvido lo llamo por su nombre verdadera, Richard. A la noche, cuando él está en mi pieza, no puedo
estudiar y me voy a perder el tiempo y a fumar, cerca de la farmacia, con los muchachos que andan
vagando por ahí.
En realidad lo que yo quiero es ordenarme las ideas. Extraño la forma divertida en que nos
tratábamos antes. Es triste. Nunca hubiera creído que íbamos a llegar a esto. Ahora todo es tan
distinto, me parece imposible que pueda encontrar algo para que él y yo volvamos a ser amigos. A
veces pienso que una buena pelea nos ayudaría. Pero no puedo pelear con él porque tiene cuatro
años menos. Y hay otra cosa: algunas veces, esa mirada que hay en los ojos de Sucker me hace
pensar que, si él pudiera, me mataría.
Así de Carson McCullers

Aunque Marian, mi hermana, tiene dieciocho años y es cinco mayor que yo, estábamos más unidas y nos divertíamos más
juntas que la mayoría de las hermanas. Y, más o menos, lo mismo sucedía con Dan, nuestro hermano. En verano íbamos
los tres juntos a nadar. De noche, en invierno, era frecuente que jugáramos al bridge de tres o al Michigan, con cinco o
diez centavos de apuesta. Los tres nos divertíamos solos más que ninguna de las familias que conozco. Así era siempre
hasta que ha pasado esto.

Y tampoco era que Marian se mostrase condescendiente conmigo. Es una chica muy lista y ha leído más libros que nadie
entre la gente que yo conozco, profesores incluidos. Pero en el instituto nunca le daba por coquetear, ni por ir en coche
con otras chicas y recoger a muchachos ni por aparcar en la heladería y todo ese tipo de cosas. Cuando no estaba leyendo,
le gustaba jugar conmigo y con Dan. No era tan mayor como para despreocuparse de las tabletas de chocolate en el
frigorífico ni para dormir tranquilamente la noche de Navidad, digamos, como hacen los adultos.

En algunas cosas era como si yo misma tuviera más años que ella. Incluso cuando Tuck empezó a venir por casa el verano
pasado, fui yo quien le decía a veces que no llevara calcetines cortos porque quizá fueran al centro o quien le insistía para
que se depilara el entrecejo como las otras chicas.

Dentro de un año, en junio, Tuck se graduará en la universidad. Es un chico larguirucho, de mirada ávida, y tan
inteligente que se paga los estudios gracias a una beca. Empezó a salir con Marian el verano pasado, con el coche familiar
cuando se lo dejaban, y se ponía trajes blancos de lino muy bien planchados. Vino mucho en esa época, pero este verano
lo ha hecho todavía con más frecuencia: antes de marcharse aparecía todas las noches a ver a mi hermana. No tengo nada
contra él.

Las cosas empezaron a cambiar entre nosotras dos hace algún tiempo, aunque no me di cuenta por entonces. solo este
verano, después de cierta noche, se me ocurrió por primera vez que quizá podríamos llegar adonde estamos ahora.

Aquella noche era ya tarde cuando me desperté. Al abrir los ojos pensé por un momento que faltaba poco para el
amanecer y me asusté al ver que Marian no estaba en su lado de la cama. Pero se trataba solo de la luz de la luna, que
brillaba fría y blanca al otro lado de la ventana y hacía que las hojas de roble que bajaban hacia el jardín por delante de la
casa parecieran tan negras como la pez y bien separadas unas de otras.

Todavía estábamos a principios de septiembre, pero no sentí ningún calor mirando la luz de la luna. Me tapé con la sábana
y recorrí con los ojos las formas oscuras de los muebles en nuestro dormitorio. Ese verano me había despertado muchas
veces de noche. El caso es que Marian y yo siempre hemos compartido la habitación y cuando ella llegaba y encendía la
luz para coger el camisón o lo que fuera, me despertaba.

A mí me gustaba. Durante las vacaciones de verano no tenía que levantarme pronto para ir al instituto. A veces
hablábamos durante mucho tiempo tumbadas en la cama. Me gustaba que me describiera los sitios donde Tuck y ella
habían estado o reírme con ella de diferentes cosas. Muchas veces antes de aquella noche Marian me había hablado de
Tuck como si yo fuese de su edad, preguntándome si me parecía que debía de haber dicho esto o aquello cuando él venía
a casa y a veces me daba un abrazo después. Marian estaba de verdad loca por Tuck. Una vez me dijo: "Es tan
encantador... Nunca pensé que pudiera conocer a nadie como él...".

También hablábamos de nuestro hermano. Dan tiene diecisiete años y su idea era empezar el preparatorio para la
Politécnica en otoño. Dan se había hecho mayor ese verano. Una noche no apareció hasta las cuatro de la madrugada y
con unas copas de más. Papá estuvo de uñas con él la semana siguiente. De manera que se fue de excursión y estuvo
acampando con otros chicos unos cuantos días. Solía hablar con Marian y conmigo de motores diesel y de irse a América
del Sur y cosas por el estilo, pero ese verano estaba ya muy callado y apenas nos decía nada a ninguno de la familia.

Dan es muy alto y tan flaco como un palillo. Ahora tiene bultos en la cara y es torpe y no muy guapo. Sé que a veces
pasea solo de noche y que quizá llega hasta los pinares más allá de los límites de nuestro pueblo.

Estaba en la cama pensando en cosas así y preguntándome qué hora era y cuándo aparecería Marian. Aquella noche,
después de que mis hermanos se marcharon, me había reunido en la esquina con algunos chicos del barrio para tirar
piedras a los faroles y tratar de matar algún murciélago. Al principio me daban escalofríos porque me imaginaba que eran
vampiros pequeños como los de Drácula. Pero cuando vi que no eran mucho más grandes que una mariposa nocturna me
dio igual que los mataran o no. Estaba sentada en la acera, dibujando con un palo en la calle polvorienta, cuando Marian y
Tuck pasaron muy despacio en coche. Mi hermana estaba pegada a él. No hablaban ni sonreían: solo iban muy despacio
calle adelante, muy juntos, la mirada al frente. Cuando pasaron y vi quiénes eran, grité:

-¡Marian! El automóvil siguió adelante muy despacio y nadie me respondió.

Así que me quedé en mitad de la calle sintiéndome un poco estúpida, con todos los otros críos a mi alrededor.
Bubber, un niño odioso que vive en otra manzana de nuestra misma calle, se me acercó.

-¿Era tu hermana? -quiso saber.

Le dije que sí.

-Sí que iba pegada a ese chico -comentó.

Me enfadé muchísimo, como me sucede a veces. Me dejé llevar por la indignación y le tiré todas las piedras que tenía en
la mano derecha. Bubber es tres años menor que yo y no estuvo bien, pero en primer lugar nunca lo he soportado y
además a él le pareció que estaba diciendo una cosa muy divertida sobre Marian. Empezó a agarrarse el cuello y a berrear,
y yo los dejé plantados, me volví a casa y me preparé para acostarme.

Cuando me desperté, empecé también a pensar en aquello al cabo de un rato y tenía aún presente al pobre Bubber Davis
cuando oí el ruido de un coche que se acercaba a la manzana donde vivimos. Nuestra habitación da a la calle y el jardín
que hay en medio es muy estrecho. Se ve y se oye todo lo que pasa en la acera y en la calle. El automóvil pasó con mucha
lentitud por delante de la puerta principal y la luz de los faros se deslizó muy blanca y como a cámara lenta por las
paredes de nuestro cuarto. Se detuvo en el escritorio de Marian, mostró con toda claridad los libros que estaban allí y
medio paquete de chicles. Luego todo quedó de nuevo a oscuras y fuera solo brillaba la luna.

No se abrió la portezuela del coche pero yo los oía hablar. Lo oía a él, quiero decir. Pero como lo hacía en voz muy baja,
no captaba el significado, tan solo que parecía explicarle algo a mi hermana una y otra vez. A Marian no la oí pronunciar
ni una palabra.

Aún estaba despierta cuando oí que alguien se apeaba del coche. Marian dijo:
"No te bajes". Y luego un portazo y el ruido de los tacones de mi hermana por el caminito hasta la puerta, rápido y ligero,
como si corriera.

Mamá la estaba esperando en el pasillo delante de nuestra habitación. Había oído cerrarse la puerta de la calle. Siempre
está atenta a cuando llegan Marian y Dan y nunca se duerme hasta que vuelven. A veces me pregunto cómo puede estar
tumbada a oscuras durante horas sin dormirse.

-Es la una y media, Marian -dijo-. Tendrías que haber vuelto antes.

Mi hermana no dijo nada.

-¿Lo has pasado bien?

Mamá es así. Me la imagino en el pasillo con el camisón hinchándosele alrededor y dejando ver sus piernas con un
blancor de muerto y venas azules marcadas, bastante desarreglada. Mamá queda mejor cuando se viste para salir. -Sí, lo
hemos pasado estupendamente -dijo Marian. Su voz sonaba curiosa, como el piano en el gimnasio del instituto,
demasiado alto y agudo. Curiosa, ya digo. Mamá le estaba haciendo más preguntas. ¿Adónde habían ido? ¿Se habían
encontrado con algún conocido? Todas esas cosas. Mamá es así.

-Buenas noches -dijo Marian con aquella voz desafinada.


Abrió muy deprisa la puerta de nuestro cuarto y entró. Me dispuse a hacerle saber que no dormía, pero me callé. Su
respiración era agitada y fuerte en la oscuridad y estuvo un buen rato sin moverse. Al cabo de unos minutos buscó a
tientas su camisón en el armario y se metió en la cama. Entonces la oí llorar.

-¿Te has peleado con Tuck? -le pregunté.


-No -me respondió. Luego cambió de idea-. Sí, nos hemos peleado.

Si hay una cosa que siempre me da escalofríos es oír llorar a alguien.

-Yo que tú no me preocuparía. Seguro que hacéis las paces mañana.

La luz de la luna entraba por la ventana y vi que Marian movía la mandíbula de un lado a otro y miraba al techo. La
estuve mirando durante mucho tiempo. La luz de la luna lo enfriaba todo y había una brisa también fresca que entraba por
la ventana. Me acerqué como hago a veces para abrazarla, pensando que quizá dejara de mover la mandíbula de aquella
manera y también de llorar.

Marian temblaba de pies a cabeza. Cuando la toqué saltó como si la hubiera pellizcado, me apartó muy deprisa y me dio
patadas en las piernas.

-No -dijo-. Hazme el favor.

Quizás había enloquecido de repente, se me ocurrió. Lloraba más despacio pero con más sentimiento. Me asusté un poco,
me levanté y fui un minuto al cuarto de baño. Mientras estaba allí miré por la ventana hacia la esquina de la calle donde
está el farol. Entonces vi algo que tuve la seguridad de que a Marian le interesaría.

-¿Sabes? -le dije cuando volví a la cama.

Estaba lo más cerca del borde que podía ponerse, completamente rígida. No me contestó.

-El coche de Tuck está aparcado junto al farol de la esquina. Pegado a la acera. Lo sé por el maletero y los dos neumáticos
de atrás. Lo he visto por la ventana del cuarto de baño.

Ni siquiera se movió.

-Debe de estar allí sentado. ¿Qué es lo que os pasa?

No dijo nada.

-No lo he visto, pero probablemente está sentado dentro del coche bajo el farol. Sin hacer nada.

Era como si no le importase o lo hubiera sabido todo el tiempo. Estaba lo más al borde de la cama que podía, las piernas
extendidas y rígidas, las manos bien agarradas al borde del colchón y la cabeza sobre un brazo.

Siempre solía dormir despatarrada en mi lado de la cama, de manera que tenía que empujarla cuando hacía calor y a veces
encender la luz y trazar una línea en el centro y hacerle ver que de verdad invadía mi lado. Aquella noche no iba a
necesitar ninguna raya, pensé. Me sentía mal. Estuve contemplando mucho tiempo la luz de la luna antes de dormirme.

Al día siguiente era domingo y mamá y papá fueron a la iglesia por la mañana porque se cumplían años de la muerte de
mi tía. Marian dijo que no se encontraba bien y no se levantó. Dan había salido y me quedé sola, de manera que, como es
lógico, fui a nuestra habitación, con Marian. Estaba tan blanca como la almohada y tenía unas ojeras muy grandes. En un
lado de la cara le saltaba un músculo como si estuviera masticando. No se había peinado y el pelo le caía sobre la
almohada, rojo brillante y desordenado, pero bonito. El libro que leía se lo acercaba mucho a la cara. No movió los ojos
cuando entré. Me pareció que tampoco los movía por la página.

El calor era espantoso aquella mañana. El sol hacía que todo centellease, de manera que mirar fuera hacía que te dolieran
los ojos. En nuestro cuarto el calor era tan intenso que casi se podía tocar el aire con los dedos. Pero Marian se tapaba
incluso los hombros con la sábana.

-¿Va a venir Tuck hoy? -le pregunté. Trataba de decir algo que la hiciera alegrarse un poco.
-¡Dios santo! ¿Es que no se puede tener un poco de paz en esta casa?

Nunca solía decir cosas hirientes como aquella sin provocación previa.
Cosas hirientes, quizá, pero no malhumoradas.

-Claro -respondí-. No te preocupes, nadie se va a fijar en ti.

Me senté y fingí leer. Cuando se oían pasos por la calle, Marian apretaba el libro con más fuerza y me di cuenta de que
escuchaba con toda su alma. Yo distingo con facilidad unos pasos de otros. Sé incluso sin mirar si la persona que pasa es
de color o no. En su mayor parte la gente de color hace ruido como de arrastrar los pies. Cuando los pasos se alejaban ya,
Marian aflojaba el libro y se mordía los labios. Lo mismo con los coches.
Me daba pena. Decidí allí y entonces que nunca permitiría que una pelea con un chico hiciera que me sintiera tan mal ni
que tuviera un aspecto tan horrible como el de ella. Pero quería que mi hermana y yo volviéramos a ser las de antes. Los
domingos por la mañana son ya bastante malos de por sí sin necesidad de añadirles otros problemas.

-Tú y yo nos peleamos mucho menos que la mayoría de las hermanas -dije-. Y cuando lo hacemos, se nos pasa en
seguida, ¿no es cierto?

Murmuró algo y siguió con la mirada fija en el mismo lugar del libro.

-Eso está bien -dije.

Marian movía ligeramente la cabeza de lado a lado, una y otra vez, pero su expresión no cambiaba.

-Nunca estamos peleadas mucho tiempo como les pasa a las dos hermanas de Bubber Davis...
-No. -Respondió como si estuviera pensando en lo que le acababa de decir.
-Nunca nos hemos peleado tanto, que yo recuerde.

Al cabo de un minuto alzó la vista del libro por primera vez.

-Yo sí recuerdo una pelea así -dijo de repente.


-¿Cuándo? Sus ojos parecían verdes sobre la negrura de las ojeras y como si se estuvieran clavando en lo que veían.
-Tuviste que quedarte en casa todas las tardes durante una semana. Fue hace mucho tiempo.

De pronto me acordé. No había pensado en ello durante mucho tiempo. Me negaba a recordarlo. Cuando Marian lo dijo se
me vino todo a la memoria.

Hacía de verdad muchísimo tiempo: Marian tenía unos trece años. Si recuerdo bien, yo era mala e incluso más dura que
ahora. A la tía a la que quería más que a todas las demás juntas le nació un hijo muerto y ella se murió. Después del
funeral mamá nos explicó a Marian y a mí lo que había pasado. Las cosas nuevas que no me gustan me enfurecen siempre
cuando me entero; me enfurecen muchísimo y me asustan.

No era eso de lo que hablaba Marian, sin embargo. Unos cuantos días después de aquello, mi hermana empezó con lo que
a las chicas mayores les pasa todos los meses y por supuesto me enteré y me llevé un susto de muerte. Mamá me lo
explicó, así como lo que Marian tenía que llevar. Sentí lo que había sentido por la muerte de mi tía, solo que diez veces
peor. También vi a Marian de otra manera, y estaba tan enfadada que quería arremeter contra la gente y golpearla.

No lo olvidaré nunca. Marian estaba en nuestro cuarto, delante del espejo del tocador. Cuando me acordé de su cara de
entonces me di cuenta de que estaba tan blanca como ahora sobre la almohada, con las mismas ojeras y con el pelo,
lustroso, cayéndole por los hombros, aunque más joven.

Yo estaba en la cama, mordiéndome una rodilla con fuerza.


-Se te nota -dije-. ¡Ya lo creo que sí!

Llevaba un suéter y una falda azul plisada y estaba tan flaca toda ella que se le notaba un poco.

-Cualquiera se dará cuenta. Sin hacer ningún esfuerzo. Basta con mirarte y cualquiera se dará cuenta.

En el espejo estaba muy pálida y no se movió.

-Resulta horrible. Yo no seré nunca así. Se nota mucho y todo eso.

Marian se echó a llorar y se lo dijo a nuestra madre y añadió que no iba a ir al instituto ni nada parecido. Estuvo llorando
mucho tiempo. Así de mala y de dura era yo entonces y aún lo soy a veces. Por eso tuve que quedarme en casa todas las
tardes durante una semana hace mucho tiempo...

Tuck se presentó con su coche aquel domingo antes de la hora del almuerzo. Marian se levantó, se vistió a toda velocidad,
y ni siquiera se pintó los labios. Dijo que comía fuera de casa. Casi todos los domingos pasábamos el día en familia, de
manera que aquello era un poco extraño.

No regresaron a casa hasta muy avanzada la tarde. Cuando el coche reapareció los demás estábamos en el porche
delantero tomando té helado a causa del calor. Después de que se apearon, papá, que había estado de muy buen humor
durante todo el día, insistió en que Tuck se quedara a tomar un vaso de té helado. Tuck se sentó en el columpio de jardín
con Marian, pero no se recostó ni apoyó los talones en el suelo, como si estuviera dispuesto a volver a levantarse en
cualquier momento. Se cambiaba el vaso de mano una y otra vez y no paró de iniciar nuevas conversaciones. Marian y él
no se miraron excepto de reojo y cuando lo hicieron no era como si estuvieran locos el uno por el otro. Era una mirada
extraña. Casi como si tuvieran miedo de algo. Tuck se marchó en seguida. -Ven a sentarte junto a tu papá, Gatita -dijo
nuestro padre. Gatita es como llama cariñosamente a Marian cuando está de muy buen humor. Todavía le gusta
mimarnos.

Marian fue a sentarse en el brazo de su sillón. Tan rígida como se había sentado Tuck, apartándose un poco, de manera
que el brazo de papá no conseguía rodearle la cintura. Nuestro padre fumaba uno de sus puros y miraba hacia el jardín y
los árboles, que empezaban a fundirse en la oscuridad del crepúsculo.

-¿Qué tal le van las cosas a mi chica grande en estos días? -A papá todavía le gusta abrazarnos cuando está contento y
tratarnos, también a Marian, como a niñas pequeñas.
-Bien -respondió ella. Se retorció un poco, como si quisiera levantarse y no supiera cómo hacerlo sin herir sus
sentimientos.
-Tuck y tú os lo habéis pasado muy bien este verano, ¿no es cierto, Gatita?
-Sí -dijo ella. Había empezado a mover la mandíbula de un lado para otro. Yo quería decir algo pero no se me ocurría
nada.

Papá dijo:

-Tendrá que volver a la Politécnica más o menos por estas fechas, ¿no es así? ¿Cuánto tiempo le queda?
-Menos de una semana -respondió Marian. Se levantó tan deprisa que le tiró a papá el cigarro que sostenía entre los
dedos. Ni siquiera se detuvo a recogerlo, sino que entró muy decidida en casa por la puerta principal. La oí llegar casi
corriendo hasta nuestra habitación y el ruido que hizo al encerrarse dentro. Sabía que iba a echarse a llorar.

Hacía más calor que nunca. El jardín empezaba a quedarse a oscuras y el zumbido de las cigarras era tan agudo y
continuo que no te dabas cuenta de que lo oías como no pensaras en ello. El cielo tenía un color gris azulado y los árboles
en el solar al otro lado de la calle eran sombras oscuras. Me quedé en el porche con papá y mamá y oí cómo hablaban en
voz baja aunque sin escuchar lo que decían. Quería ir a nuestro cuarto y hacer compañía a Marian, pero no me atrevía.
Quería preguntarle cuál era el problema en realidad. ¿Lo terrible de la pelea con Tuck o que estaba tan loca por él que la
entristecía su marcha? Durante un minuto pensé que no era ninguna de las dos cosas. Quería saberlo pero me daba miedo
preguntar. De manera que seguí en el porche con las personas mayores.
Nunca me he sentido tan sola como aquella noche. Si alguna vez pienso en estar triste, solo tengo que recordar cómo me
sentí entonces:allí sentada, mirando las largas sombras azuladas del jardín y sintiendo que era la única hija que le quedaba
a la familia y que Marian y Dan estaban muertos o se habían ido para siempre.

Ahora ya es octubre, el sol brilla mucho pero el día es fresco y el cielo tiene el color de mi sortija de turquesas. Dan se ha
ido a estudiar a la Politécnica. Tuck también. Pero no es en absoluto como el otoño último.

Vuelvo del instituto (ahora voy allí) y Marian quizá está sentada junto a la ventana y lee o escribe a Tuck o mira a la calle
sin hacer nada. Está más delgada y a veces su cara me parece la de una persona mayor. O como si algo, de repente, le
hubiera sentado mal. Ya no hacemos las cosas que solíamos. El tiempo es estupendo para preparar dulce de leche y tantas
otras cosas. Pero Marian se limita a no hacer nada o a dar largos paseos a última hora de la tarde cuando refresca, ella
sola. En ocasiones sonríe de una manera que desanima a cualquiera: como si yo fuera una niña ignorante y todo eso. Y
más de una vez tengo ganas de llorar o de darle un puñetazo.

Pero soy tan dura como la que más. Me las puedo arreglar sin nadie si es eso lo que quiere Marian o cualquier otra
persona. Me alegro de tener trece años, de llevar calcetines y de hacer lo que me apetece. No quiero crecer más si es para
convertirme en otra Marian. Pero no sucederá.

Nunca me va a gustar nadie tanto como a Marian le gusta Tuck. Nunca permitiré que ningún chico ni ninguna cosa me
hagan comportarme como se comporta ella. Y no voy a perder el tiempo tratando de conseguir que mi hermana vuelva a
ser como antes. Me siento sola -es cierto-, pero no me importa. Sé que no hay manera de quedarme en los trece años toda
la vida, pero sé que nunca dejaré que nada me cambie en absoluto, sea lo que sea.

Patino y monto en bicicleta y los viernes voy a los partidos de fútbol americano del instituto. Pero cuando una tarde todo
el mundo se sentó en el gimnasio del sótano y empezaron a hablar de ciertas cosas -casarse y todo eso- me levanté en
seguida para no oírlo y subí y me puse a jugar al baloncesto. Y cuando algunas de las chicas empezaron a decir que se
iban a pintar los labios y a ponerse medias dije que yo no lo haría ni por mil dólares. Ya ven que no seré nunca como
Marian ahora. Por supuesto que no. Cualquiera que me conozca se dará cuenta. Sencillamente no, eso es todo.

No quiero crecer si es para acabar así.

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