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Senderos de la antropología
Discusiones mesoamericanistas
y reflexiones históricas

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Colección Etnología y antropología social

serie enlace

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Senderos de la antropología
Discusiones mesoamericanistas
y reflexiones históricas

Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch
Coordinadores

INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ANTROPOLÓGICAS

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Senderos de la antropología : discusiones mesoamericanistas y reflexiones históricas /
coordinadores Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch. – México : Instituto
Nacional de Antropología e Historia : Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Antropológicas, 2015.

404 p. : il. ; 23 x 16.5 cm.

ISBN: 978-607-484-535-8

1. Mesoamérica – Ensayos – Coloquios. 2. Mesoamérica – Civilización – Interpretación.


I. Coloquio Senderos de la Antropología : historias y epistemología (1° : 2008 Noviembre
18-19 : México). II. Medina Hernández, Andrés, coord. III. Rutsch Zehmer, Mechthild
Irmga. M., coord.

LC: F1219.M555 / S46 / 2015

Primera edición: 2015

Término de la edición: 30 de junio de 2015

D. R. © Universidad Nacional Autónoma de México,


Ciudad Universitaria, C.P. 04510, México, D. F.
Instituto de Investigaciones Antropológicas
www.iia.unam.mx
ISBN: 978-607-02-7148-9

D. R. © Instituto Nacional de Antropología e Historia


Córdoba 45, Col. Roma, C.P. 06700, México, D.F.
sub_fomento.cncpbs@inah.gob.mx
ISBN: 978-607-484-535-8

Diseño de portada: Rebeca Ramírez


Fotografía de portada: Archivo Andrés Medina

Todos los manuscritos presentados para su publicación en el Instituto de Investigaciones


Antropológicas de la unam son sometidos a un riguroso proceso de dictaminación bajo el prin-
cipio de doble ciego, conforme a los artículos 22 a 24 del Reglamento del Comité Editorial.
http://www.iia.unam.mx/acercaIIA/normatividad/reglamentoCE.pdf

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de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el trata-
miento informático, la fotocopia o la grabación, sin la pre­via autorización por escrito de
los titulares de los derechos de esta edición.

Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico

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Índice

Prólogo 9
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

Discusiones mesoamericanistas

La tradición mesoamericana entre la unidad y la diversidad 43


Alfredo López Austin

Unidad y diversidad de los sistemas mesoamericanos 53


de escritura
Eduardo Natalino dos Santos

Matlatzincas y tenochcas. Diversidad cultural y unificación 81


en el contexto mesoamericano
Beatriz Albores Zárate

Mesoamérica vista desde la etnografía: reflexiones críticas 147


y propuestas
Catharine Good Eshelman

De cerros y manantiales: variantes de la cosmovisión 165


mesoamericana en Tlaxcala y la sierra de Texcoco
David Robichaux y David Lorente Fernández

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La unidad de la tradición mesoamericana como presupuesto 193
para la comprensión de la diversidad
Alfredo López Austin

Reflexiones históricas

Antropología y geopolítica. La Universidad de Chicago en 205


los Altos de Chiapas: el proyecto Man-in-Nature (1956-1962)
Andrés Medina Hernández

La práctica de la arqueología durante el porfiriato. 275


El caso de Leopoldo Batres
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

¿Antropologías en conversación? Una reflexión sobre dos 291


proyectos internacionales en la antropología de México
(1910 y 1961)
Mechthild Rutsch

Folklore charro y segundas antropologías. 309


La visibilización in/tolerable
Ana Cristina Ramírez Barreto

Contribuciones de la antropología a la educación indígena 347


(1939-1969)
Nicanor Rebolledo Recéndiz

La educación escolar indígena en el contexto 377


de la antropología brasileña
Antonella Maria Tassinari

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Prólogo

Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

En el mes de noviembre de 2008, durante los días 18 y 19, se llevó a


cabo en el auditorio Jaime Litvak King, del Instituto de Investigaciones
Antropológicas (iia), el coloquio Senderos de la Antropología, orga-
nizado por la Dirección de Etnología y Antropología Social (deas) del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), y por el iia de la
Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Las ponencias
fueron preparadas originalmente para ser presentadas en el Congreso
Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas (icaes, por
sus siglas en inglés) que se celebraría en la ciudad de Kunming, en la
República Popular de China, durante el mes de julio. Sin embargo, los
organizadores locales consideraron inoportuno realizar el congreso en
la fecha establecida dada su cercanía con los Juegos Olímpicos que co­
menzarían el 8 de agosto, y decidieron posponerlo para el siguiente año.
Ante esta eventualidad, los participantes en dos de los simposios
de tal congreso, ya con los trabajos hechos, optaron por reunirse
en la ciudad de México para presentar y discutir dichas ponencias.
Aparentemente ambos simposios carecen de relación entre sí, pues
mientras uno está dedicado a reflexionar sobre Mesoamérica (“Unidad
y diversidad en Mesoamérica”), el otro lo hace sobre la historia de la
ciencia (“Historias y epistemologías de la antropología”); sin embargo,
los vasos comunicantes son varios. Tal vez el más importante y decisivo
es la pertenencia de los coordinadores de los respectivos simposios,

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

ya en México, al Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la


Antropología Mexicana, coordinado por la doctora Mechthild Rutsch
y realizado en la deas.
Dicho seminario, fundado en 1990 gracias al impulso dado por la
publicación, en 1987-1988, de la monumental obra La antropología en
México. Panorama histórico, cuyos quince volúmenes fueron coordina-
dos por Carlos García Mora, se ha dedicado fundamentalmente a la
discusión de los aspectos metateóricos, epistemológicos, históricos y
sociológicos tanto de la antropología en general como de la antropo-
logía mexicana en particular, como lo muestran fehacientemente las
numerosas publicaciones que dan fe de sendos eventos académicos, uno
de los cuales fue dedicado específicamente a Mesoamérica, realizado en
octubre de 1997, bajo el título: “Mesoamérica. Una polémica científica,
un dilema histórico”, cuyos trabajos fueron publicados, como número
monográfico, en el volumen 19 de la revista Dimensión Antropológica
en el año 2000.
Así pues, el impulso principal para la realización del coloquio Sen-
deros de la Antropología procede del Seminario de Historia, Filosofía
y Sociología de la Antropología Mexicana, cuyos ejes temáticos se
entrelazan por las correspondientes perspectivas; la primera se articula
a una antigua e intensa discusión sobre las implicaciones teóricas y
políticas del concepto “Mesoamérica”, la segunda se sitúa en la más
reciente discusión sobre la historia de la ciencia, particularmente
sobre las condiciones sociales, políticas y económicas que inciden en
la pro­ducción científica. A esta línea corresponden diversos libros
publicados por el Seminario (Rutsch, compiladora, 1996; Serrano y
Rutsch, editores, 1997; Rutsch y Wacher, coordinadoras, 2004).
Con la intención de ofrecer el trasfondo histórico de la discusión
sobre Mesoamérica, presentamos a continuación un esbozo de sus an-
tecedentes, cuestión que consideramos fundamental por la distorsión
que han provocado varios de los participantes en la polémica, quienes
con frecuencia han estereotipado las posiciones en juego, o bien las han
esquematizado. Tal vez el error más generalizado es la confusión de las
dimensiones política, teórica y analítica en que se sitúa el concepto,
fundado por el etnólogo Paul Kirchhoff y publicado originalmente en
1943 en las páginas de la revista Acta Americana.

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Prólogo

II
Una sociedad no se define por una simple lista de
rasgos, sino por la interrelación y dinámica funcional
que dichos rasgos significan en la vida social. Kirchhoff
sentó las bases para una discusión más amplia; su
enlistado debemos considerarlo como una hipótesis de
trabajo, y no hacerlo el mito que ahora es (Armillas, en
Navarrete, 1991: 36).

En la configuración del concepto “Mesoamérica” confluyen diversas


tendencias teóricas y tradiciones científicas que inciden en la defini-
ción de varias perspectivas que siguen su propio desarrollo amparadas
siempre en el concepto. La más importante, sin duda, es aquella en
la que se sitúa el autor del texto seminal: la escuela histórico cultural
alemana, particularmente la corriente encabezada por Fritz Graebner.
Los integrantes de esta escuela compartían la pretensión educativa y
filosófica, dominante desde mediados del siglo xix, que pugnaba “por
una ciencia unificada, humanista, pero elitista a la vez y, la mayor de
las veces, eurocéntrica”. A ella pertenecían los estudiosos alemanes
que llegaron a México en la primera mitad del siglo xx, tales como
Eduard Seler, Franz Boas, Hermann Beyer y el propio Paul Kirchhoff
(Rutsch, 2000: 38).
Paul Kirchhoff se había doctorado en 1927 con una tesis sobre los
pueblos amazónicos del noreste de Sudamérica; apoyándose en “fuen-
tes etnohistóricas y contemporáneas analiza la organización social y
el parentesco”, proponiendo una tipología de parentesco semejante a
la que, por esos mismos años, elabora Robert H. Lowie en sus investi­
gaciones con los indios cuervo de Estados Unidos; tipología que, por
cierto, empleará Calixta Guiteras en el ensayo en el que sintetiza y
discute los sistemas de parentesco de los pueblos mesoamericanos
(Guiteras, 1952).
En 1937 Kirchhoff llega a México y despliega una intensa actividad
docente y de investigación; para entonces “ya había estudiado con
Malinowski en Londres, con Rivet en París y entablado correspon-
dencia con la mayoría de los entonces eminentes antropólogos en el
medio internacional. Entre estos estuvo Franz Boas, quien en más de
una ocasión le socorrió mediante sus buenos oficios y quien tuvo una

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

alta opinión de él” (Rutsch, 2000: 41). Cuando se realiza en México el


XXVII Congreso Internacional de Americanistas, en 1939, Kirchhoff
es nombrado coordinador del Comité Internacional para el Estudio
de las Distribuciones Culturales en América, cuya sede estaría en el
Instituto Panamericano de Geografía e Historia en la ciudad de México;
asimismo, dirige un equipo del que forman parte Roberto J. Weitlaner
y Wigberto Jiménez Moreno, al cual están adscritos varios estudiantes
del Departamento de Antropología de la Escuela de Ciencias Biológicas
en el Instituto Politécnico Nacional (ipn), entre quienes encontramos a
Pedro Armillas, Barbro Dahlgren y Ricardo Pozas.
Otra corriente teórica, emparentada con la alemana, es la que funda
Franz Boas en Estados Unidos, la cual desarrolla el concepto de área
cultural desde principios del siglo xx en la obra del propio Boas, y tiene
referentes fundamentales en los trabajos de sus discípulos, como son
Clark Wissler y Alfred L. Kroeber. Este último, en su libro Cultu­ral
and Natural Areas of Native North America, publicado en 1936, propone
analizar las relaciones ambientales de las culturas de los pueblos indios,
así como “examinar las relaciones históricas de las áreas culturales,
a las que definió como ‘unidades geográficas de cultura’”, añadiendo
que este concepto de área cultural es solamente un medio, no un fin
(González Jácome, 2000: 126).
Una tercera corriente es la que representa la tradición antropológica
del Museo Nacional, a la que se adscriben sus investigadores Wigber-
to Jiménez Moreno y Miguel Othón de Mendizábal. En su libro La
influencia de la sal en la distribución geográfica de los grupos indígenas de
México (1928), Mendizábal establece una distinción entre los pueblos
agricultores y los recolectores-cazadores del norte de México, con lo
que prefigura la frontera septentrional de Mesoamérica; su investiga-
ción está basada en fuentes etnohistóricas y se apoya en el mapa y los
datos que Manuel Orozco y Berra presenta en su obra Geografía de las
lenguas y carta etnográfica de México (1864).
Aquí resulta sugerente indicar que el reconocimiento de la diversi-
dad cultural y lingüística de los pueblos indios se inicia con el estudio
de la distribución y el establecimiento de vínculos históricos entre las
lenguas amerindias. Sin embargo, estas tipologías trascienden el ámbito
estrictamente lingüístico, pues desde la perspectiva del evolucionismo

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Prólogo

decimonónico era una manera de conocer la diversidad de las “razas”


indígenas, partiendo de la premisa de que la raza era la base de las
distinciones culturales y lingüísticas. Esta premisa permanece latente
en los subsiguientes mapas de las lenguas indígenas al extender la de-
nominación lingüística a la étnica, de tal suerte que, por ejemplo, los
“pueblos zapotecos” son los hablantes de “zapoteco”. Este criterio se
oficializa a partir de los registros del primer censo nacional de pobla-
ción, realizado en 1895, y se continúa hasta, prácticamente, el del año
2000. Dicha concepción se expresa en los mapas que, con el aus­pi­cio
del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, preparan Wig-
berto Jiménez Moreno y Miguel Othón de Mendizábal en 1934, para
dar cuenta de la distribución de las lenguas amerindias de México en
el siglo xvi, al momento de la conquista española, y en 1930, con los
datos del censo correspondiente.
Como lo apunta Jiménez Moreno, en la entrada dedicada a Mesoa­
mé­rica en la edición de 1977 de la Enciclopedia de México, Othón de
Men­di­zá­bal establece una distinción entre los pueblos del noroeste
de México que anticipa la frontera mesoamericana; esta misma diferen-
cia es indicada por Ralph Beals, discípulo de Boas en la Universidad de
California, en su libro The Comparative Ethnology of Northern Mexico
before 1750 (1932), y también por Kroeber en su libro Cultural and
Natural Areas of Native North America (1936); como es de suponerse,
ninguno de los dos autores estadounidenses parece conocer el trabajo de
Mendizábal, pues no es citado, no obstante que había presentado una
ponencia con el mismo título del libro en el XXIII Congreso Interna-
cional de Americanistas, celebrado en Nueva York en 1928.
Con la integración de Jiménez Moreno al equipo que dirige Kirch­
hoff en el Museo Nacional, se apoya el trabajo orientado al estableci­
miento del área cultural que, a propuesta del propio Jiménez Moreno,
habría de denominarse Mesoamérica, y cuyo sustento teórico reúne
diferentes corrientes, si bien, como lo apuntamos antes, la que domina
en términos metodológicos es la cultural alemana.
La constitución del concepto “Mesoamérica” como un paradigma
oficial que legitima los programas de investigación y, específicamente,
la actividad arqueológica de carácter monumentalista por encima de las
otras ciencias antropológicas, tiene como sus referentes más importan-

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

tes la fundación de la Sociedad Mexicana de Antropología (sma), en


1937, y del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en 1939, así
como a su mayor protagonista en Alfonso Caso, una figura política y
científica que hegemoniza los campos de la antropología y de la política
indigenista nacional hasta su muerte, en 1970. A esta antropología
oficial es a la que se refiere el desdeñoso título del libro publicado ese
mismo año por un grupo de jóvenes antropólogos críticos: De eso que
llaman antropología mexicana (Bonfil et al., 1970).
Alfonso Caso Andrade (1896-1970) destaca desde muy joven en
la política universitaria; obtiene la licenciatura en derecho en 1919 y la
maestría en filosofía en 1920. Maestro en la Escuela de Derecho desde
el año de su recepción hasta 1929, cuando asume la dirección de la
Escuela Nacional Preparatoria, y desde donde enfrenta el movimien-
to estudiantil por la autonomía universitaria, lleva al mismo tiempo
diversos cursos de antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de
la unam, que se impartían en el viejo Museo Nacional.
El maestro que más lo influyó fue Hermann Beyer, de quien heredó
la tradición ilustre de Seler, por mucho que más tarde refutara las
prin­cipales tesis del viejo maestro. Nos referimos sobre todo a que
mien­tras Seler creía que el tema básico de los códices pictográficos era
religioso, Caso demostró con brillantez que muchos de ellos eran histó­
ricos, dando así, por primera vez, una lectura de los códices mixtecos y
una crónica de ese pueblo que abarca casi mil años (Bernal, 1975: 44).
Su inquietud por la historia antigua de México se muestra desde 1927,
cuando funda la Revista Mexicana de Estudios Históricos, junto con Rafael
Loera y Chávez, Manuel Toussaint y Federico Gómez de Orozco, de la
cual saldrán solamente dos números. Para 1928 publica su primer libro,
Las estelas zapotecas, que constituye el antecedente para el desarrollo
del trabajo arqueológico en Monte Albán, iniciado a fines de 1931;
poco después, el 9 de enero de 1932, encuentra el fabuloso tesoro de la
Tumba 7 que le da renombre internacional. Para entonces era profesor
de Arqueología Mexicana y Maya en la Facultad de Filosofía y Letras,
puesto que ocupa desde 1929 hasta 1943; asi­mismo, de 1930 a 1933 es
jefe del Departamento de Arqueología en el Museo Nacional, y de 1933
a 1934 director del mismo. Permanece en su condición de director de
las exploraciones de Monte Albán de 1931 a 1943.

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Prólogo

A mediados de 1937, un grupo de estudiosos se reúne junto con


Alfonso Caso en su domicilio, en la ciudad de México, con la intención
de fundar una asociación que agrupara a los interesados en las investi-
gaciones antropológicas. Ellos son Rafael García Granados, Wigberto
Jiménez Moreno, Paul Kirchhoff, Miguel Othón de Mendizábal y
Daniel F. Rubín de la Borbolla, y convocan a quienes realizan estudios
sobre el México antiguo, recibiendo la respuesta de 63 personas. Así, el
28 de octubre de 1937 se funda la Sociedad Mexicana de Antropología,
con dos secretarios (Rafael García Granados y Daniel F. Rubín de la
Borbolla) y un tesorero (Bodil Christensen); su publicación oficial,
la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos (rmea), aparece como
una continuación de aquella otra fundada en 1927, de tal manera que
el primer número aparece como el tercero. El director de la revista es
precisamente Alfonso Caso (Arechavaleta, 1988).
El decreto por el cual se crea el Instituto Nacional de Antropología
e Historia es del 31 de diciembre de 1938, pero la ley orgánica que
rige su funcionamiento aparece en el Diario Oficial el 3 de febrero
de 1939. Esta institución tendría como atribuciones la exploración de
zo­nas arqueológicas, la vigilancia, conservación y restauración de mo­
numentos arqueológicos, históricos y artísticos, el desarrollo de in-
vestigaciones antropológicas y la publicación de trabajos relevantes
para sus diversos objetivos, además, integraría el Museo Nacional de
Arqueología, Historia y Etnografía, así como el Departamento de Mo-
numentos Históricos, Artísticos y Arqueológicos, el cual, por cierto,
sería dividido en dos departamentos: el de Monumentos Prehispánicos
y el de Monumentos Coloniales; además, se crea el Museo Nacional de
His­toria y se incorpora el antiguo Departamento de Antropología de la
Escuela de Ciencias Biológicas, en el ipn, pero ahora con el nombre
de Escuela Nacional de Antropología, donde se formarían los profe-
sionales a cargo de las tareas sustantivas definidas en su ley orgánica.
El primer director del inah es Alfonso Caso (Olivé, 1988: 208, 209).
Los miembros de la Sociedad Mexicana de Antropología (sma) se
reunían dos veces al mes para presentar conferencias y tener amplias
discusiones sobre las investigaciones en proceso; en estas reuniones
se planteó la necesidad de llevar a cabo eventos académicos de mayor
magnitud, que otorgaran trascendencia a los trabajos presentados y a los

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

problemas planteados. Es así como surge la propuesta de organizar las


Mesas Redondas de Antropología, dedicadas a temas específicos de
interés para toda la comunidad antropológica que trabajaba en el país.
La I Mesa Redonda se realiza en el mes de julio de 1941 bajo el título de
“Tula y los toltecas”; la segunda, dedicada a discutir el tema de lo ol­me­ca,
se lleva a cabo en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en abril de
1942. Para finales de agosto y principios de septiembre de 1943, en el
Castillo de Chapultepec, en la ciudad de México, el tema discutido
es “El norte de México y el sur de Estados Unidos”.
Tres años después, en septiembre de 1946, la IV Mesa Redonda,
cuya sede fue la ciudad de México, se dedica al Occidente de México,
la V Mesa Redonda, “Huastecos, totonacos y sus vecinos”, se lleva a
cabo en Xalapa, Veracruz, en el mes de julio de 1951, y es entonces
cuando emerge la crítica a la tendencia oficial, encabezada por Caso,
hecha por William Sanders, quien es apoyado por Pedro Armillas,
ambos arqueólogos, y que le cuesta a este último un exilio forzado
que lo conduce, finalmente, a trabajar en universidades de Estados
Unidos. Alfonso Caso está en el apogeo de su influencia, como lo
señala el volumen de homenaje que le entrega, en sesión solemne, la
sma, por una comisión que integraban Juan Comas, Manuel Maldo-
nado Koerdell, Eusebio Dávalos e Ignacio Marquina (Arechavaleta,
1988: 128).
La culminación de la corriente nacionalista que domina las activi-
dades del inah y de la propia sma es señalada por la construcción del
Museo Nacional de Antropología, así como por el vasto programa de
reconstrucción arqueológica de Teotihuacan, ambos inaugurados por
el presidente de la República, Adolfo López Mateos, en septiembre
de 1964; allí se expresa museográficamente el esplendor del México
antiguo, en la vieja concepción de los criollos nacionalistas, centrando
la atención en las grandes civilizaciones mesoamericanas, particular-
mente en la mexica, instalada en la parte central del edificio, con una
ins­talación espectacular que tiene como corazón mismo de la sala las
“dos piedras”: el Calendario Azteca y la diosa Coatlicue. La etnografía
queda situada en un segundo piso, articulada a las salas arqueológicas.
Sin embargo, lo que sigue, ya en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz,
es el decaimiento de la presencia de esta antropología nacionalista,

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Prólogo

hecho en el que influye ampliamente la marginación de Alfonso Caso


por parte del régimen. Después de la XI Mesa Redonda, “El valle de
Teotihuacan y su contorno”, realizada en agosto de 1966, la sma entra
en un profundo letargo, “hasta el punto de que muchos antropólogos la
consideran muerta a partir de este momento”; sólo alcanza a publicarse
el primer volumen con los trabajos presentados. Una nueva generación
toma la estafeta en 1971, cuando se eligen como secretarios a Jaime
Litvak y a Eduardo Matos, ambos arqueólogos; se reactivan entonces
las Mesas Redondas y se organiza, en 1972, la XII, dedicada al tema
“Religión en Mesoamérica”, propuesto en la reunión an­terior a resultas
de una fuerte discusión entre Alfonso Caso y Paul Kirchhoff.
La corriente crítica a la arqueología nacionalista que domina al inah
se manifiesta en la XV Mesa Redonda, realizada en la ciudad de Gua-
najuato en el mes de julio de 1977; el arqueólogo Juan Yadeun presenta
una ponencia en la que hace una crítica de los trabajos arqueológicos
presentados en las catorce mesas redondas anteriores y concluye con el
reconocimiento de dos grandes tendencias en la arqueología mexicana.
Una de ellas, la hegemónica, construye una historia cultural

… llena de enigmas, se conforma a base del análisis de los rasgos de los ma-
teriales arqueológicos, principalmente los derivados de estudios cerámicos,
a partir de los cuales establecen series cronológicas, basándose en supuestas
“evoluciones” de formas o diseños que comparan con materiales de otros
lugares. Este sistema es el que genera la profusión de “relaciones” (nunca
definidas) entre todos los sitios del México Antiguo e inclusive con el suroeste
y sureste de los Estados Unidos. Son trabajos generalmente carentes de
referencia teórica, de definición, de unidades de estudio, sin una relación de sus
métodos de trabajo. Son, adicionalmente, trabajos sobre segmentos de la
to­talidad social y, como tales carecen de capacidad explicativa; bajo el pre-
texto de desarrollar una historia cultural, sus investigaciones y también las
excesivas reconstrucciones de pirámides quedan automáticamente justificadas
(Yadeun, 1978: 169).

La otra tendencia, cuya paternidad Yadeun atribuye a Paul Kirchhoff


y a Miguel O. de Mendizábal, se caracteriza por un análisis crítico de las
fuentes, de las cuales obtienen datos económicos, políticos, ideológicos
y demográficos; por lo general tienen una problemática rela­cionada
con la articulación entre las estructuras que conforman una sociedad

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

así como con el papel que el arreglo de éstas juega en su reproducción


o transformación, planteando a través de su desarrollo la necesidad
de manejar asentamientos arqueológicos completos, dentro de áreas
mayores de investigación (Yadeun, 1978: 170).
Sin embargo, hay en esta afirmación una excesiva simplificación
para caracterizar la corriente crítica que emerge desde los años cua-
renta; y no son los autores que Yadeun menciona los que la fundan, es
decir Kirchhoff y Mendizábal, sino Pedro Armillas (1914-1984), un
trasterrado republicano que llega a México en 1939. Al año siguiente,
y luego de trabajar como ingeniero topógrafo en Chiapas, se inscribe
en la Escuela Nacional de Antropología y, en 1941, imparte el curso
“Topografía para arqueólogos”, en la misma escuela, encontrándose
en una situación semejante a la de Calixta Guiteras, Alberto Ruz y
Johanna Faulhaber, de ser simultáneamente alumnos y maestros en la
misma escuela. En su condición de estudiante, Armillas se incorpora
al proyecto que dirige Kirchhoff sobre la distribución de rasgos cultu-
rales y comienza su colaboración con Alfonso Caso, para quien realiza
un levantamiento topográfico en la fortaleza mexicana de Oztuma,
Guerrero. En 1942 se convierte en ayudante de cátedra de Caso, al
mismo tiempo que realiza trabajo arqueológico en Monte Albán y en
Teotihuacan.
Pedro Armillas recibe la beca Guggenheim para realizar una estancia
en la Universidad de Columbia, en Nueva York, en 1946; ahí estable-
ce relaciones amistosas y profesionales con destacados arqueólogos,
pero sobre todo accede a la obra de Gordon Childe, uno de los más
importantes teóricos evolucionistas. De regreso a México continúa
con sus actividades tanto en el inah como en la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (enah), formando a una generación de
arqueólogos con la nueva orientación teórica que ahora desarrolla en
sus investigaciones. Sin embargo, el incidente en la V Mesa Redonda
con Alfonso Caso, en 1951, conduce a su gradual marginación pro-
fesional, de tal suerte que para el lapso de 1956-1959 trabaja para la
unesco en Ecuador, luego se traslada a la Universidad de Illinois, en
Carbondale, y posteriormente trabaja en la Universidad de Chicago
(1965-1968); finalmente se instala en la Universidad Estatal de Nueva
York, en Stony Brook, donde fallece en 1984. Dos de sus discípulos que

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Prólogo

continúan sus planteamientos teóricos son José Luis Lorenzo y Ángel


Palerm. El primero realiza estudios en Inglaterra con Gordon Childe
y regresa a México en 1954 para continuar formando arqueólogos en
la perspectiva teórica evolucionista; traduce Reconstruyendo el pasado,
de Childe, y Arqueología de campo, de Wheeler, e introduce nuevas
técnicas de análisis de materiales arqueológicos.
Ángel Palerm Vich (1917-1980), por su parte, ingresa a la enah en
1948, donde se gradúa con la tesis “Las bases agrícolas de la civiliza­ción
urbana en Mesoamérica”, mostrando ya su ubicación en la perspec­tiva
teórica evolucionista; para 1950, Juan Comas, entonces secretario en
el Instituto Indigenista Interamericano –que dirigía don Manuel Ga-
mio–, lo recomienda para trabajar en la Unión Panamericana, en la
ciudad de Washington, para incorporarse al Departamento de Asuntos
Culturales y colaborar en la elaboración del Boletín de Ciencias Sociales
que dirigía Theo R. Crevenna. Ahí, desarrolla una intensa actividad
editorial y académica. En 1953 presenta un trabajo sobre el desarrollo
de la civilización de regadío en Mesoamérica en un ­simposio, orga-
nizado por Julian H. Steward, de la reunión anual de la American
Anthropological Association, que se llevó a cabo en Tucson, Arizona;
en este simposio también participa Pedro Armillas, aunque no en­tregó
su texto. Posteriormente, las ponencias fueron publicadas en Las ci­
vilizaciones antiguas del Viejo Mundo y de América (Steward, 1955).
Este simposio marca profundamente la orientación teórica del futuro
trabajo de Palerm, pues asume los planteamientos del evolucionis­mo
multilineal de Steward, pero sobre todo se adscribe a la propuesta teó-
rica y política de Karl A. Wittfogel, destacado sinólogo que expresaría
a plenitud su profundo anticomunismo en el libro Despotismo oriental
(1957), donde hace una mordaz crítica del burocratismo de la Unión
Soviética y defiende su particular versión del modo de producción
asiático, propuesto originalmente por Marx en las Formen, un texto pu-
blicado hasta 1939. Son los años de la guerra fría, cuando se expresa un
clima político altamente represivo. Esta orientación teórica y política
de Palerm, con el sello anticomunista, será expuesta nítidamente en
una serie de conferencias que imparte en la Universidad Iberoameri-
cana, las cuales son publicadas posteriormente bajo el título de “Para

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

una historia intelectual y política del modo asiático de producción”,


en su libro Agricultura y sociedad en Mesoamérica (1972).
Sin embargo, la influencia más fuerte de Palerm en la antropología
mexicana la ejercerá a partir de su asunción como director del Centro de
Estudios Superiores del inah (cis-inah) en septiembre de 1973, acon-
tecimiento trascendente, pues marca una ruptura con la hegemonía del
inah. Una empresa que fue posible gracias a la unión de esfuerzos de di-
ferentes antropólogos situados en cargos gubernamentales, como Gon-
zalo Aguirre Beltrán, director del ini y subsecretario en la Secretaría de
Educación Pública, y Guillermo Bonfil, director del inah, entre otros.
Desde este centro de investigaciones impulsará diferentes estudios,
como el que explora los sistemas de irrigación en la cuenca de México,
tanto los que nutrieron a los sistemas políticos me­soa­me­ri­ca­nos como
los que se mantuvieron en el periodo novohispano, e incluso los exis­
ten­tes en la actualidad, como lo muestran los trabajos dedicados a la
his­to­ria del señorío de Xochimilco. Un proyecto de investigaciones del
cis-inah centrado en la discusión sobre los sistemas socioeconómicos
y político-religiosos de las sociedades mesoamericanas es el que dirige
Pedro Carrasco, quien hace contribuciones sustanciosas, tanto por los
trabajos que elabora él mismo como por los que dirige, entre los cuales
cabe mencionar los de Mercedes Olivera e Hildeberto Martínez en el
valle poblano-tlaxcalteca; en esta línea se sitúan también los trabajos
colectivos que publica bajo su coordinación junto con Johanna Broda.
La actividad académica de Ángel Palerm también incide en el
campo de la docencia, pues reactiva el posgrado de antropología en
la Universidad Iberoamericana, estimulando las investigaciones an-
tropológicas en el viejo Acolhuacan, donde había trabajado durante
épocas anteriores; asimismo funda el Departamento de Antropología
en la Universidad Autónoma Metropolitana; en ambas instituciones el
plan de estudios se organiza con un tronco común en las ciencias
sociales, particularmente en la sociología y la economía, con lo cual
toma distancia del vigente en la enah y en las escuelas de antropolo-
gía de Veracruz y Yucatán, donde el tronco común se había organizado
siguiendo un criterio culturalista de raíz boasiana.
Dentro del inah y la enah, sin embargo, continúa la discusión
sobre la arqueología oficial, que tiene en el concepto de Mesoamérica

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Prólogo

su referente central. Así, la XIX Mesa Redonda de la Sociedad Mexi-


cana de Antropología, realizada en la ciudad de Querétaro en 1985, se
dedica a discutir “la validez del concepto Mesoamérica”. No obstante
las numerosas críticas y las acaloradas discusiones, no se llega a nin-
gún acuerdo y la condición controversial del concepto se mantiene,
como se advierte en el volumen que recoge las contribuciones de los
participantes.
El siguiente capítulo en la polémica sobre Mesoamérica se inicia
en 1996 con un afilado intercambio de artículos entre el arqueólogo
Ignacio Rodríguez y Carlos García Mora, etnólogo, en las páginas de
la revista Actualidades Arqueológicas, publicada por un grupo de estu-
diantes de arqueología; aquí la discusión trasciende el campo específico
de la arqueología para extenderse a las otras especialidades, particu-
larmente a la etnología. Dado que ambos antropólogos forman parte
del Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología
Mexicana, la propuesta de llevar la discusión a un foro más ­amplio
condujo a la organización del “coloquio Mesoamérica. Una polémica
científica, un dilema histórico”, el cual tiene lugar en la enah del 13
al 15 de octubre de 1997; los trabajos entregados por los participantes
fueron publicados en el volumen 19 de la revista Dimensión Antropo-
lógica, en el año 2000.
Este conjunto de ensayos muestra elocuentemente los diferentes
niveles en que se da la polémica, así como la confusión que comparten
algunos de los autores; sin embargo, resultan fundamentales las contri­
buciones de Mechthild Rutsch y de Alba González Jácome; la primera
establece una distinción decisiva, para la ponderación de la obra de
Paul Kirchhoff, entre la tradición teórica a la que pertenece, la escuela
histórico cultural alemana, y su militancia de izquierda, como se ad­vierte
dramáticamente en la nota que Kirchhoff escribe a raíz del fa­llecimiento
de su maestro Robert von Heine-Geldern, traducida del ale­mán por la
propia M. Rutsch (Rutsch, 2000; Kirchhoff, 2000).
Por su parte, Alba González Jácome establece brevemente la ge-
nealogía del concepto de área cultural en la antropología culturalista
estadunidense a partir de Franz Boas hasta llegar a su configuración en
los años treinta, que embona con las concepciones de Kirchhoff y las
de los estudiosos mexicanos. Sin embargo, lo que resulta clarificante es

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

la distinción entre el carácter sincrónico de la propuesta de Kirchhoff y


el diacrónico de la perspectiva evolucionista que funda Pedro Armillas.
Con esto aborda la importancia del carácter heurístico del concepto y
sus diversos contenidos a lo largo de los años desde su aparición inicial,
en 1943; asimismo, apunta la injusticia de la declaración de Kirchhoff,
hecha en la reedición de su artículo seminal sobre Mesoamérica en la
revista de los estudiantes de la enah, Tlatoani, en 1960, cuando la­men­ta
la ausencia de críticas constructivas a su propuesta original, pues desde
los años cincuenta el propio Armillas, y posteriormente sus discípulos,
despliegan una perspectiva crítica de carácter diacrónico. En las pala-
bras de la propia Alba González:

…el concepto de Mesoamérica ha evolucionado desde uno que se caracteriza


por ser sincrónico, hasta otro que es sincrónico y diacrónico o […] si no se
tiene una visión evolucionista, podría considerarse que tratamos aquí con dos
conceptos en esencia distintos, cuyas historias son diferentes, y que poseen
tanto una lógica como una naturaleza estructural diferente. A esta propuesta
anterior se podrían agregar también otros conceptos de Mesoamérica, uno
de ellos geopolítico, otro de naturaleza política y administrativa, ambos
conformados por parámetros y aplicaciones de otra naturaleza ajena a la
estrictamente académica (González Jácome, 2000: 143-144).

El ensayo de S. Jeffrey K. Wilkerson subraya, a propósito de sus


investigaciones en la planicie del Golfo de México, la importancia ana-
lítica del concepto “Mesoamérica” en las investigaciones arqueoló­gicas,
pues además de afirmar que el concepto de área cultural es básicamente
un marco de referencia, no una explicación. Señala:

En suma, no podemos analizar la enorme región de la costa del Golfo sin


considerar las otras regiones que le rodean y con las cuales intercambian
influencias. Nunca, por lo menos en los últimos 5000 años, fueron indepen-
dientes de contactos mutuos. Tampoco podemos elaborar su cronología sin
tomar en cuenta las secuencias culturales de estas otras regiones. Visto desde
otra perspectiva, si no existiera el concepto del área cultural de Mesoamérica,
tendríamos que volverlo a inventar. En otras palabras, hay una Mesoamérica
aun sin la Mesoamérica que hemos discutido (Wilkerson, 2000: 162).

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Prólogo

La discusión sobre Mesoamérica en el campo de la etnología se pro-


duce con intensidad prácticamente hasta el comienzo del milenio. El
establecimiento del concepto como tema central en las investigacio-
nes que se desarrollan en el inah y en las discusiones que se realizan
en la Sociedad Mexicana de Antropología, todas ellas bajo la mirada
vigilante de Alfonso Caso, subordinan la problemática al análisis de
las propuestas procedentes de la arqueología, con su énfasis en las
grandes zonas arqueológicas –fundamentalmente aquellas que tienen
un valor emblemático para el discurso nacionalista, como Teotihuacan
y Tula– en conjunción con los datos de la etnohistoria, básicamente
las fuentes, manejadas con una flexibilidad carente de rigor, como se
ha apuntado en varios de los señalamientos críticos.
La antropología física igualmente se subordina a las investigaciones
arqueológicas manteniendo un perfil prácticamente osteométrico, si
no es que situándose en campos de la raciología, como el de los tipos
sanguíneos y la biotipología.
La etnografía no se queda atrás en sus afanes de reconstrucción de
la cultura mesoamericana a partir de las condiciones contemporáneas
de los pueblos indios mexicanos; se buscan aquellas características so-
ciopolíticas y religiosas que ofrezcan la clave para la interpretación de
los testimonios arqueológicos y poder dar cuenta de los pueblos que los
construyeron. La premisa subyacente en muchas de las investigaciones
etnográficas es la de encontrar a las poblaciones más apartadas con la
esperanza de haber sido poco contaminadas por la colonización hispana
y por la cultura contemporánea, o sea la “modernidad”. Con esta orien-
tación se busca la antigua organización social de los pueblos mesoame-
ricanos, tanto el parentesco como las unidades sociales significativas,
tales como los barrios, los calpules, los “sistemas de cargos”, el culto
a las viejas deidades bajo el cascarón de la cristiandad, el “tonalismo”
y el “nagualismo”; pero no los sistemas agrícolas, ni la organización
del trabajo, cuestiones que se desarrollarán posteriormente, ya bajo la
perspectiva evolucionista.
Una muestra del predominio de este enfoque es el conjunto de
ponencias que se presentan en el llamado “Seminario de la Viking”,
aludiendo a la fundación que auspicia la reunión, que tiene lugar
entre fines de agosto y comienzos de septiembre de 1949 en la ciudad

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

de Nueva York; en los trabajos presentados, y discutidos a lo largo de


una semana por un grupo representativo de antropólogos mexicanos
y estadunidenses, se asume el marco histórico mesoamericano; de he-
cho, en la publicación de los trabajos el ensayo que abre al conjunto
es la versión inglesa del texto seminal de Paul Kirchhoff (Tax, 1952).
Calixta Guiteras hace una síntesis de los estudios de parentesco, Fer-
nando Cámara lo hace de los “sistemas de cargos” y Julio de la Fuente
se remite a las relaciones interétnicas (Medina, 2000: 59-60).
Este mismo planteamiento nacionalista, de raíz criolla, se expresa
con magnificencia y con espectacular despliegue museográfico en el
Museo Nacional de Antropología que, centrado en las manifestaciones
arquitectónicas y artísticas de los estados mesoamericanos, relega las
expresiones contemporáneas de los pueblos indígenas a un segundo
piso, de evidente menor fastuosidad, pero sobre todo sin referencia a
sus condiciones sociales y económicas actuales, ni a su inserción en
sis­­temas regionales pluriétnicos, en los que la población nacional de
habla hispana ejerce el control político y económico que los subordina
a las necesidades del desarrollo nacional. Aparecen entonces como
descendientes de las antiguas civilizaciones, cuyas manifestaciones se
pueden ver desde el segundo piso, pero empobrecidos, aunque eso sí,
multicolores (Medina, 2000: 60-62).
Una perspectiva semejante abordaron los trabajos de etnografía
reunidos en el Handbook of Middle American Indians (Wauchope, 1964-
1976), los cuales hacen énfasis en las condiciones de primitivismo de los
pueblos indios, es decir, en la cultura nativa poco “contaminada” por la
“civilización”. La parte de etnografía en esta enorme obra corresponde
a los volúmenes 7 y 8 (coordinados por Evon Z. Vogt), en los que hay
44 ensayos monográficos. De esta enciclopédica recopilación destacan
dos características estrechamente relacionadas, por una parte, domina
su carácter geopolítico, pues lo que se llama Middle America no corres-
ponde a Mesoamérica, sino a aquella parte del continente americano
que va de la frontera norte de México a la frontera de Panamá con
Colombia, espacio controlado militarmente, desde que se inaugura el
Canal de Panamá, en 1914, por Estados Unidos, y cuya importancia se
acentúa con la expansión colonial estadunidense posterior a la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945).

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Prólogo

La segunda característica es el empleo del concepto de área cultural


como criterio metodológico; este enfoque fue impuesto por razones
estratégicas y militares a las investigaciones antropológicas durante
la Segunda Guerra Mundial. Como lo ha estudiado minuciosamente
David Nugent (2008), el conflicto armado obligó a una completa
reorganización de las investigaciones científicas en Estados Unidos; si
anteriormente el financiamiento se hacía a partir de las fundaciones
filantrópicas, de las cuales las más importantes eran la Carnegie Insti-
tution, la Rockefeller y la Ford, entre otras, ahora se haría a través del
extenso sistema universitario, coordinado por diversas instituciones
nacionales.
Esta nueva organización responde a diferentes necesidades y se
dirige a nuevas situaciones, tales como las establecidas por la ocupa-
ción militar y la administración territorial de las regiones afectadas
por la guerra. El ejército requería de información que le permitiera
gobernar las regiones ocupadas, de tal suerte que los administradores
profundizaran su conocimiento a medida que su gobierno se afianzaba.
Este es el contexto en el que emerge la versión militar de los estudios
de área, una estrategia coordinada por la cúpula del ejército, diseñada
y enseñada por académicos, y puesta en práctica por personal militar
en diferentes regiones del mundo (Nugent, 2008).
La colaboración entre académicos y militares se establece a través
del Ethnogeographic Board, cuya sede y coordinación sería la Smithso-
nian Institution de Washington. En ese contexto de guerra en el que se
acentúa la importancia estratégica del control de los países america­nos
por Estados Unidos se llevan diversas acciones mediante varios or­ga­
nis­mos interamericanos, principalmente la Unión Panamericana, la que
promueve la fundación de un Instituto Panamericano de Geografía e
Historia, cuya sede se establecería en la ciudad de México. Desde la
Smithsonian se crea la Sociedad Interamericana de Antropología, que
publicará la revista Acta Americana, en cuyo primer número, de 1943,
aparece el ahora famoso ensayo de Paul Kirchhoff; su director es Ralph
Beals, un antropólogo de la Universidad de California, especialista en
el norte y occidente de México.
Asimismo, en estos tiempos de guerra se funda el Instituto de An-
tropología Social, también dependiente de la Smithsonian y con sede

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

en Washington, cuyo director sería Julian H. Steward; este instituto


impulsará las investigaciones antropológicas, en colaboración con la
enah, en la región tarasca, primero con R. Beals y luego con George
M. Foster, así como en la región totonaca, donde trabaja Isabel Kelly.
Además, en la enah se crea un programa de becas auspiciadas por la
Rockefeller, la Carnegie Institution y la Viking Fund (Kemper, 1993).
Julian H. Steward juega un papel central en la articulación de esta
estrategia político-académica; por una parte dirige las investigaciones,
desde finales de los años treinta, para la realización del Handbook of
South American Indians (Steward, 1946-1949), en la que por cierto
colaboran Kirchhoff y su equipo de estudiantes de la enah, como lo
apuntó B. Dahlgren (1996). En esta obra, de seis volúmenes, se esta-
blece el método de las áreas culturales, y su planteamiento responde
también a una perspectiva geopolítica; de hecho es el modelo que se
sigue para la obra dedicada a los pueblos de Middle America. Por otro
lado, Steward dirige el Instituto de Antropología Social, como ya se
apuntó, y sintetiza la propuesta sobre las áreas culturales en una publi­
cación que hace la Unión Panamericana, traducida por Ángel Palerm,
precisamente (Steward, 1955).
Pero volviendo a los vaivenes que pasa el concepto “Mesoamérica”
en la etnografía, hay que señalar la disminución de las discusiones al res­
pec­to, pues la temática de la tradición académica mesoamericanista pasa
a un segundo plano en los años setenta, cuando la reacción contra
toda la corriente hegemónica conduce a la exploración de muchas
otras opciones en los más diversos campos de la antropología. Durante
estos años el concepto se maneja sobre todo en las investigaciones
históricas que se desarrollan en el cis-inah bajo la dirección de Pedro
Carrasco, pero como un referente analítico, sin entrar a su crítica. Las
bases de la discusión de fin de siglo tienen como referentes los libros de
Alfredo López Austin Cuerpo humano e ideología (1980) y Los mitos del
tlacuache (1990), así como los ensayos de Johanna Broda, sobre todo
el dedicado al culto a los cerros (Broda, 1991).
La etapa más reciente de la discusión en la etnografía, que tiene
como secuela los ensayos que se presentan en este libro, tiene como
punto de partida la conferencia que imparte Alfredo López Austin,
a principios de 2007, en el Seminario Permanente de Etnografía

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Prólogo

Mexicana, integrado al proyecto nacional “Etnografía de las regiones


indígenas de México en el nuevo milenio”, desarrollado en la Coor-
dinación Nacional de Antropología del inah bajo la dirección de
Gloria Artís. La conferencia “Mitología mesoamericana” provoca una
acalorada discusión que no concluye ese día; entonces Alfredo López
Austin invita a sus impugnadores a presentar sendas ponencias en el
Seminario Permanente Taller de Signos de Mesoamérica, que coordi-
namos el propio Alfredo López Austin y Andrés Medina Hernández
en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la unam.
Así las cosas, la sesión del viernes 20 de abril de 2007 se dedica a
la discusión de las cuatro ponencias, entregadas previamente por los
contendientes. Para garantizar la equidad se sortea el orden de presen-
tación, y es Johannes Neurath quien lee primero su trabajo “Unidad
y diversidad en Mesoamérica: una aproximación desde la etnografía”;
le sigue Saúl Millán, “Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamé-
rica: una polémica abierta”; continúa Leopoldo Trejo, con su texto
“Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana”, y
cierra Alfredo López Austin con su ponencia: “Unidad y diversidad
en el estudio etnográfico en México”. Los cuatro textos se publican en
el número 92 de la revista Diario de Campo (mayo-junio, 2007), y en sus
respectivos títulos remiten al tema central de la discusión: la unidad
y la diversidad cultural de los pueblos indígenas contemporáneos, en
la cual tanto Neurath como Millán rechazan la propuesta mesoame-
ricanista, no así Trejo, que se muestra más cauto en el manejo de este
planteamiento. López Austin rebate punto por punto las ponencias
de Neurath y Millán.
Sin embargo, la polémica sigue en el ambiente y otros autores ha­
cen contribuciones, también breves, que muestran su importancia y
trascendencia en las investigaciones etnográficas contemporáneas. En
el número 93 de la misma revista dan a conocer sus opiniones Catharine
Good, Alicia M. Barabas, Johanna Broda y David Robichaux; luego,
Andrés Medina y Pedro Pitarch lo hacen en el número 94 (septiembre-
octubre, 2007); finalmente, en el número 96 (enero-febrero, 2008)
Danièle Dehouve y Saúl Millán, con sendos textos, cierran este capítulo
en torno al concepto “Mesoamérica”.

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

Es con estos antecedentes que algunos de los participantes proponen


continuar con la discusión en el foro que ofrece el Congreso Interna-
cional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas, que se realizaría en
China en julio de 2008; sin embargo, tal y como apuntamos al comienzo
de este prólogo, la posposición del mismo propició que se realizara en
la ciudad de México, en el mes de noviembre, gracias al esfuerzo de
coordinación que realizamos Mechthild Rutsch y Andrés Medina,
como miembros del Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de
la Antropología Mexicana y con el respaldo de nuestras respectivas
instituciones: la Dirección de Etnología y Antropología Social del
inah y el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la unam.

III

El coloquio de noviembre del 2008 reunió los dos propósitos: el de


seguir la discusión sobre Mesoamérica, su concepto y sus alcances
explicativos, y el de continuar reflexiones históricas diversas sobre
nuestra disciplina. En sus dos partes, el presente volumen reúne los
trabajos presentados en aquella ocasión. Agradecemos a los autores
su colaboración en el trabajo de revisión, su amabilidad en contestar
nuestras comunicaciones y su paciencia con nuestra labor editorial.
Mención especial merece la contribución de Antonella Tassinari,
quien enfrentó el reto de traducir su participación, originalmente
presentada en portugués. Lamentamos que tanto Saúl Millán como
Johannes Neurath no hayan accedido a entregar sus manuscritos,
si bien participaron en la discusión del coloquio. No obstante, sus
argumentos se encuentran resumidos en varios de los trabajos de la
primera sección.
Así, el apartado de las “Discusiones mesoamericanistas” inicia
con un trabajo de Alfredo López Austin, en el que el autor presenta
su posición –magistralmente resumida– en torno a la polémica y la
tradición mesoamericanista, su unidad y diversidad, centrándose en
la etnografía, a la que, entre otros, los autores arriba mencionados
han criticado desde diversos ángulos. De hecho, el ensayo justamente
es esto: una crítica puntual y aguda a la crítica de los etnógrafos que,

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Prólogo

con sus variantes, han usado la negación de la dimensión diacrónica


y comparativa por estimarla “abusiva” en su núcleo duro.
Abierta la polémica, el siguiente ensayo, de Eduardo Natalino dos
Santos, investigador de la Universidad de São Paulo, continúa el de­ba­te
acerca de la relativa unidad y diversidad histórico-cultural de Mesoamé-
rica, desde el punto de vista de la escritura. En su concepto, y siempre
que partamos de una definición amplia y no fonética de escritura, con-
siderar el universo mesoamericano como unidad tiene varias ventajas
explicativas, entre ellas, la metodológica. Para un esclarecimiento
futuro de esta cuestión, Natalino dos Santos propone una estrategia
comparativa entre los sistemas sígnicos de la región que comúnmente
se ha dividido entre occidente y oriente mesoamericano, dejando
atrás las oposiciones binarias comunes a gran parte de los análisis de
los siglos xix y xx.
En el siguiente ensayo Beatriz Albores analiza aspectos de la na-
huatlización que emprendieron los mexica-tenochcas, en el siglo xv,
como parte de su dominio en los pueblos de la jurisdicción otomiana
del Matlatzinco, cuyo territorio empezó a llamarse valle de Toluca
desde el virreinato. La nahuatlización se llevó a cabo por razones
político-económicas para adecuar, a la tradición nahua tenochca,
aspectos fundamentales de los otomianos, a fin de obtener beneficios
tributarios más acordes con el proyecto de expansión imperial de la
Triple Alianza. Además del idioma, la nahuatlización abarcó otros
aspectos de la cultura otomiana, que Albores ejemplifica al enfocar el
significado básico de la veintena otomiana más importante (también
festejada por los tenochcas) –y su vínculo con las prácticas no agríco-
las y agrícolas–, por cuanto aparece velado en las narraciones y en la
mayoría de los estudios correspondientes. Además, porque este caso abre
una de las ventanas que permiten observar las formas empleadas en la
dramática hazaña que implicó la unificación de cuestiones medulares,
en distintos momentos históricos, al articular pueblos multiculturales
que conformaron lo que ha sido conceptuado como Mesoamérica.
El cuarto ensayo “mesoamericanista” nos invita a una interesante
reflexión desde la etnografía y el uso del concepto de Mesoamérica,
sugiriendo que el rechazo del mismo y su crítica por parte de algunos
investigadores se debe a la manera como ha sido definido y a un uso

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

ahistórico. Según Catharine Good, su definición está compuesta en


esencia por “rasgos descriptivos y estáticos” que deberían ser susti-
tuidos por “procesos dinámicos” en la definición del área cultural,
ejemplificado en las experiencias de definición de las áreas del Caribe y
de los Andes. La autora critica “el asumir las culturas prehispánicas como
máxima expresión o la medida de ‘autenticidad’ de las culturas in­dí­
genas mesoamericanas”, por las consecuencias que ello puede acarrear.
Además, llega a propuestas concretas de cómo redefinir y usar el con-
cepto de Mesoamérica, advirtiendo que éstas deben ser afinadas en la
discusión entre colegas.
Abonando también a la discusión sobre unidad y diversidad en Me-
soamérica, David Robichaux y David Lorente abogan por la estrategia
de la comparación entre regiones específicas. Inspirados por las obras de
López Austin y Johanna Broda, los autores reflexionan en torno a “los
fundamentos específicos de dos versiones locales de la cosmovisión en
sus contextos –tanto históricos como geográficos– particulares”, esto
es, la Sierra de Texcoco y la región del volcán La Malinche. En su
examen etnográfico y de fuentes del asunto de las deidades femeninas
y de los graniceros en ambas regiones sostienen que los conceptos de
López Austin y Broda son complementarios entre sí y llegan también
a la conclusión de que la unidad mesoamericana no impide las expre-
siones particulares y regionales.
Como última contribución a la discusión de Mesoamérca, de nuevo
tiene la palabra Alfredo López Austin con una reflexión sobre la unidad
como presupuesto de la diversidad. Y de nuevo resume claramente su
pensamiento sobre unidad y diversidad: la unidad es precondición de
la diversidad, ya que sólo así podemos pensar y aprehender ambos. El
maestro explica su noción de paradigma como recurso heurístico en
el método comparativo y lo ejemplifica con el análisis de los mitos.
Termina con una frase lapidaria: “Mientras el paradigma descubra un
entramado más tupido de las redes lógicas, aumentará en el investigador
la certeza sobre los componentes del núcleo duro de una tradición”. Y,
como muestran varios de los trabajos que anteceden, su pensamiento
y obra son fructiferos y fértiles.
Si bien el concepto de Mesoamérica y su discusión ha sido un tema
central para los antropólogos mexicanos, no menos importante es el

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Prólogo

esfuerzo, que data de los inicios del siglo xx, por historiar la disciplina
y sus instituciones. Entonces esta era más bien una actividad ocasional
de los trabajadores del Museo Nacional, o producto de reflexiones ver-
tidas hacia el final de una carrera académica. Algunos ejemplos son las
obras de Jesús Galindo y Villa quien en 1896 publicó su Breve noticia
histórica descriptiva del Museo Nacional, la de Luis Castillo Ledón que
prohijó en 1924 El Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía
1825-1925, y la “Historia de la antropología física en México” debida
a Nicolás León, quien la publicó en 1919.
Hoy día, la historia de la antropología forma parte de la historia de
la ciencia del país, junto a disciplinas tales como la biología, la gené-
tica y la medicina (cfr. por ejemplo Gorbach y López Beltrán, 2008;
López Beltrán, 2011; Guevara Fefer, 2011); además, ha inspirado vivos
debates a propósito de conmemoraciones varias, entre ellas la de la
publicación de la arriba mencionada obra en quince volúmenes: La
antropología en México. Panorama histórico. Su última apreciación reu-
nió a varios autores y se encuentra publicada en el “Dossier: A veinte
años de La antropología en México. Panorama histórico” (Krotz, 2011).
En nuestra opinión la colección coordinada por Carlos García Mora
marcó un hito en la actividad de historiar la disciplina en México, que
desde entonces comenzó a profesionalizarse cada vez más. Testimonio de
ello son publicaciones recientes y tesis de doctorado que desde diversos
ángulos y temas arrojan luz y examinan críticamente diversos periodos
de nuestra larga existencia como disciplina.
Así, por ejemplo, en 2008 Francisco Mendiola Galván publicó
Una historia del pensamiento arqueológico en Chihuahua, en la que la
arqueología se trata como parte de la historia y de la antropología mis-
ma; además de ofrecernos un amplio análisis comparativo de fuentes,
aporta una historia sumamente reflexiva desde los modelos teóricos,
el llamado modelo Casas Grandes-Paquimé vs. Mesoamérica en sus
diversas concepciones a lo largo del tiempo y rastrea, en su “núcleo
duro”, la esencia no sólo del monumentalismo sino intenta referirlo al
modelo ario de civilización y el orientalismo de Edward Said. Tenemos
aquí una muestra de historia de la ciencia crítica sustentada en análisis
convincentes de la región norteña del país. Otro ejemplo puede ser, a
propósito de la discusión sobre “raza” y mestizaje en México, la tesis

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

doctoral de Marta Saade (2009), quien muestra cómo la relación entre


ciencia y política dio por resultado una política autoritaria de integra-
ción ciudadana. Apoyada en el análisis de fuentes documentales, la
autora demuestra que la ideología mestizófila de 1920 a 1940 no sólo
siguió considerando lo indígena como un problema por resolver, sino
que la política migratoria, basada en preceptos higienistas y eugenistas
(en los que el “olvido” y la discriminación de los afroamericanos era
patente), fue también ideada y promovida activamente por algunos
“padres fundadores” de la antropología en México.
Un tercer ejemplo reciente sobre el tema de la política de repre-
sentación social del mestizaje lo ofrece el trabajo de Yvette Chiclana
Miranda (2011) relativo a los afrodescendientes de Orizaba, basado en
documentos que datan entre 1675 y 1810 y en historias orales. Entre
otras cosas, la autora encuentra una continuidad “en los arreglos socio-
raciales” de la Colonia con la mentalidad decimonónica y de cierta
manera hasta la actualidad “como remesa simbólica del pasado”. Para
la explicación de la invisibilidad y discriminación de los afrodescen-
dientes, además de otros grupos indígenas, Chiclana considera que
“es necesario enfatizar la relación que existe entre la antropología y
su propia historia”, a fin de examinar críticamente sus contenidos,
conceptos, actividades y compromisos políticos.
Esto es justamente lo que pretenden los ensayos de la segunda parte
del presente volumen: contribuir a la reflexión crítica sobre la historia de
la antropología en México y Brasil. Desde distintas perspectivas y
temas, “Reflexiones históricas” agrupa escritos que reflejan parte de
los intereses de investigación e inquietudes de quienes hoy nos dedi-
camos a la historia de la disciplina. Esta parte inicia con un ensayo de
Andrés Medina sobre el proyecto Man-in-Nature encabezado por la
Universidad de Chicago, en el que él mismo colaboró como estudiante
de antropología a fines de los años cincuenta y principios de los sesen-
ta. La historia de este proyecto, contada por uno de sus integrantes
mexicanos durante ambas fases del mismo (1956-1962), resulta fas-
cinante, pues muestra las redes cien­tíficas y de instituciones entre los
nacionales y estadunidenses, afinidades, contradicciones y, en general,
la vida cotidiana durante el trabajo conjunto; como escribe el autor,
el proyecto se lleva a cabo en “la eta­pa de mayor intercambio” en la

32

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Prólogo

antropología de ambos países, o sea, en el periodo 1940-1970. Con ojo


crítico e informado, el autor ubica las relaciones entre ciencia y política
en el contexto geopolítico latinoamericano de estos tiempos, en los que
–después de la Segunda Guerra Mundial– las instituciones científicas
son reorganizadas y controladas cada vez más por los objetivos políticos
y militares imperiales del país vecino. Y tal reorganización institucio-
nal “afecta profundamente al campo de la investigación científica en
México”. El autor nos ofrece así una muestra extraordinaria de cómo,
con sensibilidad antropológica, se pueden combinar el análisis y el
testimonio. El ensayo es ilustrado además por fotografías del archivo
del autor –en sí mismas de valor histórico y testimonial– que prestan
rostro y cercanía a muchos de los antropólogos nacionales y extranjeros
involucrados en el proyecto.
Contrario a muchos de los relatos de mediados y finales del siglo xx
en historia de la antropología de México, en el segundo ensayo de esta
parte la controvertida figura de Leopoldo Batres, su biografía y su obra,
son ubicados en el contexto del porfiriato por Rosa Brambila y Rebeca
de Gortari. Las autoras sostienen que, no obstante las muchas críticas
que se hicieron a este arqueólogo protagonista, su labor tuvo un peso
importante en la conversión de las “antigüedades” en “patrimonio
cultural”, tránsito que marca en México la transformación de bienes
privados a bienes públicos, que deben ser conservados e investigados.
El tercer ensayo de “Reflexiones históricas” recurre a dos casos de
la historia de la antropología en México, la Escuela Internacional
de inicios del siglo xx y el así llamado Proyecto Puebla-Tlaxcala de
mediados del mismo, para pensar la reciente propuesta de un proyecto
de “antropologías mundiales”. A la luz de estos dos proyectos, Mech­
thild Rutsch se pregunta por las condiciones de posibilidad de una
conversación entre las antropologías estadunidense y alemana con
la mexicana. Llega a la conclusión de que: “el éxito y la capacidad
dialógica de un proyecto internacional dependen de la sensibilidad y
un proceso de transculturación de todos los científicos participantes”.
Asimismo Ana Cristina Ramírez Barreto reflexiona desde el postulado
de la exclusión de discursos no hegemónicos en la antropología (la
propuesta de antropologías del mundo o la de las antropologías del
sur) para acercarnos a un objeto largamente invisibilizado por la an-

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

tropología dominante en México: la charrería, y se propone interrogar


“la sistemática invisibilización y marginación de ciertos testimonios y
saberes que pueden tener relevancia antropológica en algún sentido”.
Ensayo crítico y cuestionador, la autora aclara que en su exposición
sobre la charrería se trata de un caso límite que debería poner a prueba
la capaci­dad dialógica de los antropólogos y los no antropólogos. Así, la
autora nos acerca a las “epistemologías alternativas” de los estudios del
folklore y los escritos de los folkloristas/historiadores charros de México.
Los últimos dos ensayos del volumen comparten un tema: la edu-
cación indígena, en México y en Brasil. Nicanor Rebolledo dedica su
pluma a ofrecernos una revisión de lo que se ha conocido como educación
indígena entre 1939 y 1969. Contrario a lo que pudiera pensarse, ésta
no nació de la mano de la pedagogía, sino de los aportes de la antropo-
logía social y de la sociolingüística. Rastreando las contribuciones de
ambas disciplinas a la educación indígena mediante el pensamien­to
de Aguirre Beltrán, Julio de la Fuente y Mauricio Swadesh, el autor
su­gie­re que la instrumentalidad en la integración de los indígenas a la
na­ción estuvo basada en el trabajo de campo, no en la generación de
co­no­ci­mien­tos antropológicos y científicos básicos. Analizado desde este
ángulo y no obstante sus aportes, puede afirmarse que durante el pe­
riodo se instrumentó la educación indígena como un importante factor
de dominación que dejó hondas huellas en la disciplina. Esta historia
puede servir también a fines comparativos con el quinto y último en-
sayo del volumen que el lector tiene en sus manos. En él, Antonella
Tassinari, de la Universidad de Santa Catarina en Brasil, postula tres
periodos de las políticas de educación indígena (escolar) en la historia
de la antropología de su país que marcan etapas de la institucionaliza­
ción de esta disciplina. Concluye en un asunto común a estas tres fases:
la invisibilización y ausencia de atención hacia las pedagogías y saberes
nativos, resultado de un modelo poco reflexivo de ‘normalidad’. De este
modo, Tassinari no sólo nos ofrece una historiografía de la educación
indígena de Brasil, sino también su propia posición crítica y reflexiva.
Llegados así a su final, creemos que este volumen recoge distintas
voces, ofrece variado material de reflexión, de críticas y sus réplicas en
las discusiones inconclusas y las interpretaciones varias de la historia
de la disciplina. Ello da testimonio de una ciencia haciéndose, en

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Prólogo

proceso y en movimiento, y quizá sea esta una de las razones y alegrías


profundas de nuestro quehacer como antropólogos: la del diálogo y el
conocimiento, entendido como un quehacer social y comunicativo.

Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch


México, mayo 2012

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Discusiones mesoamericanistas

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La tradición mesoamericana
Entre la unidad y la diversidad

Alfredo López Austin*

Una polémica en juego

Los cuestionamientos en torno a la unidad y la diversidad cultural de


las sociedades que han ocupado el territorio conocido como mesoa-
mericano han generado una larga historia de polémicas.1 Por muchas
décadas se han debatido los aspectos ontológicos, epistemológicos,
ideológicos, metodológicos y técnicos que surgen de esta compleja
problemática. En la etapa actual de la discusión destaca como eje el
estatuto teórico-metodológico de la etnografía, sobre todo la aplicada
al estudio de las culturas de las sociedades indígenas de México y la
mitad occidental de Centroamérica. Inician la polémica los seguidores
de una corriente de la etnografía mexicana entre quienes aquí men-
ciono a Millán, Heiras Rodríguez, Neurath y Trejo Barrientos, como
una crítica a otros etnógrafos y, de paso, a quienes desde otras disci-
plinas estudian las sociedades indígenas pretéritas y actuales del país.
Aun limitada a estos parámetros etnográficos, la discusión abre
múltiples frentes. Así, los asuntos polémicos van de los fundamentos
filosóficos a las taxonomías gremiales, de las ideologías subyacentes a
las precisiones analíticas, de la intercomunicación científica al dominio
de posiciones extremas y excluyentes y a la formación de las nuevas

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.


1
Medina, en su “Introducción” a la publicación de la primera serie de los debates a que
se refiere este trabajo, hace una precisa síntesis de la historia de la polémica unidad/
diversidad de Mesoamérica.

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Alfredo López Austin

generaciones de profesionales. La argumentación, muy positiva en


cuanto al libre debate, no siempre ha sido nítida, pues la misma hete-
rogeneidad de asuntos obstaculiza la claridad discursiva.2 Sin embargo,
afortunadamente, se mantiene y se depura.
Elijo, por ahora, sólo uno de los aspectos fundamentales de la pro­
blemática: la relación existente entre los fines de la etnografía y la
posibilidad de alcanzarlos a partir de su estatuto teórico-metodológico.
Sin embargo, dadas las características del foro, me limito a un plan-
teamiento general, siguiendo las argumentaciones expresadas por los
etnógrafos mencionados.

Los fines de la etnografía

La discusión actual surge como una reacción a lo que estos críticos


han considerado un abuso de la idea de unidad cultural en el campo
de la etnografía. La crítica incluye el enfoque diacrónico que explica
el origen de la unidad. Los seguidores de esta corriente estiman que
las perspectivas que califican como abusivas impiden, distorsionan o
distraen a los especialistas en su búsqueda de la diversidad cultural.
Esto es particularmente grave cuando Millán, por ejemplo, define
la etnografía como “una disciplina cuyo principal objetivo consiste
en analizar e interpretar las diferencias”.3 ¿Con qué perspectivas?
Neurath complementa que la etnografía pretende entender los ele-
mentos culturales “en su contexto concreto”;4 y Millán acentúa que
es necesario trascender las fisonomías directamente perceptibles de
las representaciones verbales o rituales y de las prácticas sociales,
para alcanzar con ello los “significados culturalmente construidos”.5

2
Además, se agregan a la discusión reiterativa quejas y denuncias, exageraciones, genera-
lizaciones, simplificaciones caricaturescas, epítetos descalificantes, interpretaciones sui
géneris de otras disciplinas u otras posiciones, etc. Todo esto, más retórico que científico,
aleja de los puntos centrales del debate. Ya se refiere a estas desviaciones Barabas en su
artículo “Unicidad y diversidad en Mesoamérica: una discusión inacabada”.
3
Millán, “Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica: una polémica abierta”, p. 96.
4
Neurath, “Unidad y diversidad en Mesoamérica: una aproximación desde la etnografía”, p. 81.
5
Millán, “Unidad y diversidad…”, p. 89.

44

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La tradición mesoamericana

Pretende, por tanto, comprender lo que se ha llamado profundidad o


densidad etnográfica, no por un ejercicio explicativo y general, sino
por la descripción capaz de captar las particularidades culturales.6
En resumen, para estos investigadores la etnografía tiene como fin
considerar la cultura como el proceso que construye un sistema de
pensamiento; es la disciplina que debe enfocar los elementos direc-
tamente observados por los investigadores en un contexto concreto y
delimitado en forma precisa. Para alcanzar este propósito, el etnógrafo
debe entender dichos elementos como componentes del sistema, más
allá de las meras apariencias.

¿Cómo se pretende alcanzar estos fines?

Los polemistas de esta corriente obran por reacción a las perspectivas


que llaman “abusivas” y buscan el cumplimiento de los fines mencio-
nados precisando el estatuto teórico-metodológico de la etnografía. Sin
embargo, las soluciones propuestas por ellos no son idénticas.
Millán combate el abuso expulsando del campo etnográfico la idea de
la unidad cultural, de la diacronía y de la comparación, para lo cual li­mi­ta la
acción del investigador a una unidad de análisis: la comunidad in­dí­ge­na
del presente.7 Paradójicamente, rechaza la idea de la unidad cul­tu­ral
porque le atribuye un oculto sentido de invariancia.8 Desde esta misma
posición, y precisándola, Heiras Rodríguez puntualiza que la etnografía
es sincrónica y contemporánea.9
El punto de vista de Neurath es diferente, pues reconoce la impor-
tancia del enfoque histórico en el estudio de la formación de la cultura,
y dice que “la antropología sólo es posible si es histórica y procesual”.10
No rechaza la idea de la tradición mesoamericana, pero, con el fin de

6
Millán, “Unidad y diversidad…”, p. 92.
7
Millán, “Historia de un desencuentro: etnografía y antropología en México”, pp. 89-90.
“Unidad y diversidad…”, 96. Barabas, “Unicidad y diversidad…”, p. 60.
8
Millán, “Unidad y diversidad…”, pp. 92-93.
9
Heiras Rodríguez, “Elogio a la diferencia: mitología y ritual en la Huasteca sur”, p. 64,
nota 1.
10
Neurath, “Unidad y diversidad…”, 81.

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Alfredo López Austin

eliminar las prácticas abusivas, propone la exclusión de dicha idea en


una primera etapa de la investigación. En efecto, para esta etapa Neu-
rath plantea un cierto “antimesoamericanismo metodológico”. Sigue el
ejemplo de quienes, con el propósito de liberar sus percepciones de un
condicionamiento inadecuado, recurren al ateísmo metodológico en los
estudios antropológicos de la religión o al antiesteticismo metodológico
en los estudios antropológicos del arte. Según este investigador es nece-
sario “hacer trabajo de campo en pueblos de tradición mesoamericana
como si Mesoamérica, en cuanto objeto teórico del presente y pasado,
no existiera”. En la segunda etapa, en cambio, acepta que se planteen
las comparaciones etnográficas o etnohistóricas, lo que considera un
paso metodológico “no menos importante o menos interesante”.11
No queda claro, sin embargo, si espera que esta segunda etapa de la
investigación sea realizada por el etnógrafo o si corresponde a quienes
profesan otras disciplinas antropológicas o históricas.
La tercera posición es la de Trejo Barrientos, para quien el problema
radica en diferenciar los métodos y los campos de análisis adecuados
para cada uno de los niveles de la realidad que se estudia, teniendo en
mente que los resultados de un nivel y campo no tienen que corres-
ponderse por necesidad con los otros. Los modelos de interpretación
no deben aplicarse mecánicamente a otros campos ni a otros tiempos
y espacios porque pueden limitar la mirada del etnógrafo, ofreciéndo-
le respuestas evidentes para el modelo.12 Trejo expone a manera de
ejemplo cómo su equipo de investigación ha tratado de solucionar
los problemas teóricos y prácticos que surgen en el campo cuando
se introduce la idea de núcleo duro mesoamericano. El investigador
considera que estos intentos todavía no lo conducen a una solución,
pero plantea la posibilidad de aprovechar la idea del núcleo duro para
entender algunos de los mecanismos de pensamiento con que los grupos
aprehenden su universo.13
Como se puede derivar de lo anterior, Trejo maneja los modelos
como instrumentos teóricos pasibles de modificación, reestructuración,
11
Neurath, “Unidad y diversidad…”, 85 y nota 14. Las cursivas son mías.
12
Trejo Barrientos, “Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana”,
pp. 102-103.
13
Trejo Barrientos, “Unidad y diversidad…”, pp. 104-106.

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La tradición mesoamericana

adaptación o incluso rechazo en su contrastación con el objeto de


estudio concreto. No los ve como armazones rígidos que distorsionan
la percepción o distraen a los investigadores. Su posición lo distancia
considerablemente de las soluciones propuestas por sus tres colegas
anteriormente mencionados, lo que me inclina a excluirlo, al menos
en este trabajo, de las críticas que sintéticamente formularé en esta
ponencia a las propuestas de Millán, Heiras Rodríguez y Neurath.

Mi propuesta

Me baso en los siguientes supuestos:


a) La percepción histórica de la cultura debe ser holística, puesto
que sus fines no son el mero enunciado de elementos culturales o el de
sus interrelaciones sistémicas, sino la comprensión de los procesos
de construcción de un sistema de pensamientos, sentimientos y pautas de
conducta.
b) El estudio de los procesos de construcción del sistema debe abarcar
la producción, conservación, transformación y pérdida de elementos
culturales; su dispersión o reducción o inhibición en un territorio dado;
las formas y dinámicas propias de las mutables redes de los elementos
culturales; las causas y consecuencias de los procesos anteriores en las
distintas sociedades de productores-usuarios, etcétera.
c) El estudio de los elementos culturales debe partir de su enorme
heterogeneidad dentro del sistema que se estudia. Estos elementos
deben identificarse distinta y jerárquicamente, sin perder de vista que
todos son importantes, pero que el análisis debe ordenarlos. Así, los
hay resistentes o lábiles; estructurantes en distintas escalas; antiguos o
recientes, etc. En suma, los elementos culturales deben verse como partes
de una interrelación sistémica y compleja, basada en diversos órdenes de
prelaciones.
d) Debe tomarse muy en cuenta que la producción cultural se da en
muy diferentes radios y tiempos. La cultura tiene entre sus fines prin-
cipales la intercomunicación de sus diversos productores-usuarios. Las
relaciones sociales son de muy variadas intensidad, calidad, magnitud
y duración. Pongamos por caso el radio de producción cultural: las

47

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Alfredo López Austin

relaciones sociales van del ámbito de la pareja al familiar, del familiar


al comunal, de éste al del grupo etnolingüístico, y así en adelan­te, hasta
llegar a la pertenencia a un mundo globalizado. No es sólo cuestión
de dimensiones de ámbito, sino de la naturaleza de la interrelación y,
derivada de ella, de la calidad de los elementos culturales producidos a
partir de las formas y necesidades específicas de la relación social dada.
Esto conduce a sostener que no hay un tipo de grupo cultural al que le
sea exclusiva la producción de cultura. Son muchos tipos: incluidos,
incluyentes, secantes; de la pareja a la globalidad mundial. Es lo mis-
mo que sucede con la identidad: no es una. Cada individuo pertenece
simultáneamente a diferentes conglomerados sociales por sus diversas
afinidades. Los contextos culturales poseen, en sus distintos tiempos,
espacios y contenidos, diferentes ordenamientos jerárquicos.
e) Para entender el sentido profundo de las manifestaciones cultura-
les es necesario analizarlas en su contexto global. El conocimiento del
proceso de producción cultural conduce a la intelección de jerarquías,
equivalencias, sustituciones, conservación y pérdida de elementos.
Todos los componentes del sistema están en movimiento; pero es ne-
cesario entender que la diferencia de los ritmos de transformación de
resistencia o labilidad puede marcar la diferencia, en distintos niveles,
entre elementos estructurados y estructurantes.
f) El análisis procesual puede descansar en gran parte en el estudio
de la díada de opuestos unidad/diversidad cultural. Es esta una relación
producida por la dinámica de la cultura dentro del complejo de radios
y ritmos de las relaciones humanas. La díada es, por tanto, un producto
histórico; pero también, para el estudioso, es un recurso heurístico in-
dispensable que lo conduce a la intelección de los procesos culturales.

Mi posición frente a los estatutos


teórico-metodológicos propuestos

Dirijo mi crítica, por separado, a las dos primeras posiciones enunciadas,


primero a lo sostenido por Millán y Heiras Rodríguez, y en segundo
lugar a las dos etapas formuladas por Neurath.

48

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La tradición mesoamericana

Frente a la primera posición afirmo que no es posible el estudio ex-


clusivo de uno de los pares de una díada. Estos son relativos. Como dice
Barabas, “la diferencia y la unidad culturales no son excluyentes sino
complementarias”.14 La etnografía puede, en todo caso, enfocar y en-
fatizar la diversidad; pero para aquilatarla debe tener siempre presente
la unidad como punto de referencia. La díada debe apreciarse, además,
en las distintas dimensiones espacio-temporales del complejo de gru-
pos culturales. La cultura no es un asunto exclusivo de pareja, ni de
familia, barrio, comunidad o grupo etnolingüístico: los elementos
culturales deben ser percibidos en el juego de los diversos tiempos,
espacios y condiciones en que se producen, entrelazan y jerarquizan,
por lo cual no es recomendable encerrarse en el exclusivismo de la co-
munidad. Por la misma razón, la etnografía no puede ser sólo sincrónica
si pretende alcanzar los “significados culturalmente construidos”. Este
importantísimo objetivo de trascender lo meramente aparente de la
cultura sólo se logra en la medida en que se aborda el estudio global e
histórico del proceso de construcción del sistema. La huella del proceso
se percibe en la comparación.
Paso ahora a la propuesta de las dos etapas que formula Neurath.
De la primera etapa puede afirmarse que sus fines son inalcanzables
porque el “antimesoamericanismo metodológico” es una abstracción
que niega el valor referencial de uno de los componentes de la díada,
como si no existiera la unidad. Además, la comparación del “antime-
soamericanismo metodológico” con el ateísmo metodológico y el an-
tiesteticismo metodológico es inconsistente. Mientras los dos últimos
intentan establecer una distancia sana entre el objeto de estudio y la
subjetividad del investigador, el “antimesoamericanismo” obra contra
la integridad del objeto de estudio, privándolo de uno de los compo-
nentes necesarios para su comprensión.
En cuanto a la segunda etapa, en la que sí se deben plantear las
comparaciones etnográficas o etnohistóricas, vuelvo a mi pregunta:
¿quiénes harían las comparaciones? Porque si no fuese desde la propia
etnografía, ésta quedaría como una disciplina subordinada, maqui-

14
Barabas, “Unidad y diversidad…”, p. 65.

49

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Alfredo López Austin

ladora, cosa que tanto parece preocupar a los etnógrafos deseosos de


“emancipar” su disciplina.

Conclusiones

En un trabajo anterior reconocí que “se han cometido innegables abusos


al seguir la directriz que enlaza el presente y el pasado de las religiones
indígenas”. Afirmé también entonces que no negaba la pertinencia de
la crítica, el análisis y la erradicación de dichos abusos, recurriendo
para ello a medidas teóricas, metodológicas y técnicas apropiadas.15 La
actual polémica ha sido muy positiva en cuanto nos obliga a todos los
participantes, cualquiera que sea nuestra posición, a corregir derroteros.
El estudio global de una tradición cultural es tan complejo que no
creo conveniente abordarlo desde una sola disciplina. La intercomu-
nicación de la ciencia es más necesaria cada día; afortunadamente,
también cada día es más factible. La depuración de métodos y técnicas
puede encontrarse en el manejo adecuado de la díada unidad/diversi-
dad de las ciencias sociales (y espero que esta fórmula no se tome como
provocación). Esta depuración es una de las funciones del cuerpo que
denominamos academia.
Imagino –creo que lejos de toda idealización– el estudio histórico
del antiguo pensamiento mesoamericano con la utilización de la et­no­
gra­fía como una disciplina auxiliar y crítica de la historia. La etnografía
puede aportar tanto una información que no existe en las fuentes
del pasado como una crítica basada en el preciso conocimiento de
la diversidad. ¿Quedaría así la etnografía como disciplina auxiliar de la
historia? Sí, pero se daría la situación correlativa: los etnógrafos utili-
zarían la historia como una disciplina auxiliar para apreciar la diver-
sidad con la referencia a un largo proceso de unidad/diversidad. Cada
quien con sus fines y sus enfoques, todos trabajaríamos con la díada
como eje epistemológico, tal vez unos enfatizando la unidad y otros
enfatizando la diversidad; pero todos atentos a los complejos procesos
de producción de la cultura.

15
López Austin, “Unidad y diversidad en el estudio etnográfico en México”, p. 99.

50

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La tradición mesoamericana

Bibliografía

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Diario de Campo. Boletín interno de los investigadores del área de
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2007 “Introducción”, Diario de Campo. Boletín interno de los investigado-
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Neurath, Johannes
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del área de antropología, núm. 92, México, inah, mayo-junio, pp.
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Trejo Barrientos, Leopoldo
2007 “Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamerica-
na”, Diario de Campo. Boletín interno de los investigadores del área
de antropología, núm. 92, México, inah, mayo-junio, pp. 102-107.

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Unidad y diversidad de los sistemas
mesoamericanos de escritura

Eduardo Natalino dos Santos*

Desde el conocido intento de Paul Kirchhoff (1967) para definir los


límites geográficos, la composición étnica y las características culturales
de Mesoamérica, el uso de la escritura, clasificada por él como jeroglí-
fica, ha sido constantemente evocado para distinguir y delimitar esta
macrorregión en el interior de la América indígena. Sin embargo, los
avances de los estudios que han adoptado el concepto de Mesoamérica y
de las investigaciones con los escritos y grabados producidos en la región
de­fi­ni­da por ese concepto condujeron a la aparición de diversas cues­
tio­nes acerca de la naturaleza de esa escritura –o de esas escrituras y de
su relación con la definición de Mesamérica–. ¿La utilización de la es­
cri­tu­ra abarcó efectivamente toda la macrorregión? ¿Las diferentes
es­cri­tu­ras que se plasmaron en los diversos espacios y tiempos mesoame-
ricanos son variaciones locales que derivan de un único sistema? ¿Cuál
era la naturaleza o carácter principal de esos sistemas?, o ¿las va­rian­tes
locales son suficientemente distintas para constituir sistemas de escritu-
ra diferentes? ¿Qué los distinguía? ¿Todos los sistemas sígnicos de Me-
soamérica son efectivamente escrituras? ¿El entendimiento del sis­te­ma
de una región o época puede ser útil para la comprensión de los sis­te­
mas empleados en otras regiones o épocas?
No obstante la relevancia de todas estas cuestiones, en este ar­
tículo trataremos solamente algunas de ellas, pues el objetivo central
* Departamento de História da Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas, Centro
de Estudos Mesoamericanos e Andinos (cema), Centro de Estudos Ameríndios (Cesta),
Universidade de São Paulo, Brasil.

53

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Eduardo Natalino dos Santos

es argumentar que los principales sistemas sígnicos mesoamericanos


pueden ser considerados escrituras si partimos de un concepto amplio
del término, cuyas bases no sean estrictamente fonéticas. Intentaremos
mostrar que, más allá de una simple cuestión terminológica, existen
ventajas metodológicas en atribuir el estatus de escritura a dichos sis-
temas en el momento del análisis de sus registros. Además, bus­­­ca­remos
señalar la importancia de valorar las características compartidas por
todos los sistemas mesoamericanos de escritura sin menospreciar sus
características particulares, pues ambas pueden ser de gran utilidad a
los estudios de sus registros, así como contribuir al debate acerca de
la relativa unidad y diversidad histórico-cultural de Me­soamérica.
Para alcanzar estos objetivos, primero presentaremos rasgos par­
ticula­res y generales de los sistemas mesoamericanos de escritura,
buscando señalar que los rasgos que confieren unidad a dichos sistemas
han sido fre­cuen­te­men­te subestimados frente a aquellos que marcan
sus singularidades. Posteriormente, propondremos algunas reflexio-
nes acerca de los fundamentos que han sido evocados para tratar y
cla­sificar a ciertos sis­te­mas como “verdaderas escrituras” y a otros
–portadores de algunos ras­gos distintos, pero también de algunos en
común en relación con el primer grupo– como sistemas iconográficos,
recursos mnemónicos, protoescrituras o como una especie de rebus.1
Abor­daremos también las implicaciones metodológicas de dichos
tra­tamientos aplicados a los diferentes sistemas mesoamericanos de
escritura. Y finalmente, como conclusión, presentaremos una sínte-
sis somera de las propuestas centrales del artículo para enfatizar sus

1
Utilizaremos el concepto de rebus como sinónimo de unión arbitraria socialmente
restricta –es decir, cuyos criterios y normas no son compartidos por grupos numérico o
cronológicamente significativos en una sociedad– de representaciones visuales de ob-
jetos o entes cuyos nombres –o sus partes– formarían otros nombres o frases. Tal unión
tendría la función de codificar mensajes verbales en señales visuales cuya rehabilitación
de los significados se transformaría en una especie de rompecabezas, lo que se constituye,
inicialmente, como lo opuesto del objetivo de un sistema de escritura: permitir la pronta
rehabilitación de los significados de los mensajes grabados en sus registros visuales por
las personas versadas en su funcionamiento. Un ejemplo clásico de rebus son los juegos
infantiles que codifican nombres, conceptos o frases a través de la unión de representa-
ciones visuales de objetos bastante sencillos, como la unión del dibujo de un sol con el
de un dado para formar la palabra soldado.

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

repercusiones y mostrar que varias de ellas están relacionadas con el


debate de la unidad y diversi­dad histórico-cultural de Mesoamérica.

Rasgos particulares y generales de los sistemas


mesoamericanos de escritura

Algunos estudiosos de los sistemas sígnicos de Mesoamérica –como


John B. Glass (1975), Karl Anton Nowotny (2005), Maarten Jansen
(1988), Gordon Brotherston (1997), Miguel León Portilla (2003) y
Carmen Herrera (2009)– han afirmado que, no obstante las particula­ri­
dades, todos los sistemas compartían principios fundamentales, siendo
algunos de estos los que han permitido la inclusión de todos los sistemas
mesoamericanos en el “rango” de las escrituras. Otros investi­gadores
–tales como Joyce Marcus (1992), Elizabeth Hill Boone (2000), Leo-
nardo Manrique Castañeda (1989), Maricela Ayala Falcón (2001) y la
gran mayoría de los estudiosos del sistema maya, como Michael Coe y
Justin Kerr (1997)–, sin negar necesariamente la existencia de rasgos
com­par­ti­dos, han enfatizado las significativas dife­ren­cias exis­ten­tes en­
tre los sistemas sígnicos de Mesoamérica. Algunas de esas dis­tin­ciones
po­drían indicar que dichos sistemas pertenecen a ti­pos relativamente
dis­tin­tos de escritura e incluso, para varios de esos autores, que los sis-
temas han alcanzado diferentes grados de desarrollo y que algunos no
son propiamente “escrituras plenas o verdaderas”.
Es probable que la característica más mencionada por los estudiosos
de ese segundo grupo para distinguir y clasificar los sistemas mesoa-
mericanos de escritura sea el grado de presencia de glifos fonéticos y
logográficos en comparación con la de glifos ideográficos y de elementos
pictórico-figurativos. Es decir, que algunos sistemas sígnicos, como el
epi-olmeca y el maya, y quizás el zapoteco en una fase de su larguísima
historia,2 presentaron el empleo amplio y sistemático de signos que

2
Historia que se inicia, por lo menos, en el año 600 a.C. y sigue hasta el final del periodo
colonial. Los distintos periodos de esta historia presentan más transformaciones que las
constantes en la historia de cualquier otro sistema mesoamericano de escritura y están
relacionadas con los cambios en el orden sociopolítico de los altepeme y pueblos zapotecos
(Marcus, 1992: 70). Para Grube y Arellano Hoffmann (2002: 39), el sistema zapoteco

55

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Eduardo Natalino dos Santos

representaban sonidos o palabras de las lenguas habladas por los grupos


que los crearon y utilizaron. Dichos sistemas, según estos estudiosos,
también presentaron la tendencia de separar texto e imagen, siendo
que los “textos puros” serían constituidos casi exclusivamente por
glifos logográficos y fonéticos, como la Estela C de Tres Zapotes, las
estelas 12 y 13 de Monte Albán y la Estela 8 de Copán. Además, esos
sistemas contarían con sentidos y patrones de lectura relativamente bien
establecidos, como ocurre con las estelas mayas, generalmente leídas en
co­lum­nas verticales de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Por
todas estas razones, estos sistemas han sido casi siempre considerados
como “verdaderas escrituras” y clasificados como fonéticos, lo­go­grá­
ficos o glotográficos.
Por otro lado, el empleo minoritario de glifos fonéticos o logográficos
en el sistema teotihuacano,3 mixteco-nahua4 y zapoteco en otros periodos
de su historia, junto con las tendencias de conjugar y sobrepo­ner tex­to

se formó en estrecha relación con la iconografía, pero se convirtió, en el pasaje para la


era cristiana, en una escritura glotográfica, es decir, que graba predominantemente una
lengua y que tiende a separar imagen y texto, como lo hace supuestamente el sistema
epi-olmeca y el maya del periodo Clásico.
3
Acerca del sistema teotihuacano, la polémica alcanza la cuestión de su propia existencia.
Básicamente, la discusión se polarizó entre los que creen que las varias representaciones
pictóricas de los murales y objetos provenientes de Teotihuacan son parte de un sistema
de escritura y aquellos que defienden la imposibilidad de la inclusión de tales representa-
ciones en el rol de las escrituras. Karl Taube es uno de los investigadores que representa el
primer grupo: “Teotihuacan indeed possessed a complex system of hieroglyphic writing,
which appears not only on small portable objects but also in elaborate murals in many
regions of the city” (Taube, 2000: 2). Joyce Marcus es uno de los representantes del se-
gundo grupo de estudiosos: “even though there is some limited use of glyphic notations
as possible names, captions, or labels at Teotihuacan, I see less evidence for true writing
in Teotihuacan art” (Marcus, 1992: 17).
4
Con esa expresión, reunimos lo que algunos estudiosos prefieren tratar como dos sistemas
relativamente distintos: el mixteco-Puebla y el azteco-nahua. Pensamos que los escritos
pro­ducidos en la región mixteca, en Cholula y Tlaxcala y en la región del Altiplano
Central, de predominancia nahua, además de los producidos en la región huasteca y en el
Occidente de México, poseen semejanzas y comparten supuestos de composición y lectura
que permiten su inclusión en el mismo sistema de escritura. Esta propuesta no es nueva
y se encuentra formulada, por ejemplo, en un estudio de Karl Anton Nowotny (2005)
que muestra la existencia de una gran cantidad de paralelos, resonancias, características
comunes y repertorios de sentidos compartidos entre los códices de la región mixteca
(como el Vindobonense), de la región de Cholula (como, probablemente, el Borgia) y de

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

e imagen y utilizar diversos sentidos y patrones de lectura, han ser­vido


para clasificarlos como sistemas pictográficos, icónicos o semasiográfi-
cos, los cuales, para algunos estudiosos, no son “verdaderas escrituras”.
De acuerdo con este mismo grupo de investigadores, la división de
los sistemas de escritura mesoamericanos en dos grupos se manifiesta
de manera espacial: al oriente predominan los sistemas fonéticos y lo­
gográficos; al occidente son más usados los sistemas semasiográficos.
Así, de un lado se encuentra el sistema maya, y del otro los sistemas
mixteco-nahua y teotihuacano, que componen los dos “polos extremos
de la ecuación”. Los sistemas zapoteco y olmeca se ubican en la re­
gión de transición, siendo quizás el zapoteco el más relacionado con los
sistemas de occidente y el olmeca con los de oriente de Mesoamérica.
Esta relativa polarización regional de los sistemas mesoamericanos de
escritura estaría fortalecida por la existencia de por lo menos otros dos
rasgos diacríticos. En primer lugar, la presencia de la cuenta larga en
los registros del sistema epi-olmeca y maya y su ausencia en los sistemas
zapoteco, teotihuacano y mixteco-nahua. En segundo lugar, el empleo,
en los sistemas utilizados más al oriente, de representaciones numéricas
cuya cantidad representada depende de la posición relativa de los glifos
en el conjunto, a diferencia de los sistemas usados más al occidente,
donde predominan representaciones numéricas cuyo valor corresponde
al total de los glifos del conjunto, independientemen­te de su posición.
El establecimiento y comprensión de algunas de estas particulari­
dades y distinciones han sido imprescindibles para la lectura e inter-
pretación de los registros que provienen de cada uno de los sistemas
mesoamericanos de escritura. Por otro lado, hay una serie de carac-
terísticas compartidas por todos los sistemas que también pueden
aportar importantes contribuciones a los estudios que se dedican a leer
e interpretar los textos mesoamericanos. Destacaremos tres de estas ca­
rac­te­rís­ti­cas compartidas.
La primera es la presencia sistemática y constante de la combinación
entre glifos fonéticos, logográficos e ideográficos entre sí y, al mismo
tiempo, con elementos de índole más pictórico-figurativa. Prueba de eso

la región del Valle de México (como el Borbónico). Nowotny llama de tlacuilolli a este
sistema de escritura.

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Eduardo Natalino dos Santos

son, por ejemplo, la efectiva participación de los glifos logográficos e


ideográficos –como los glifos calendáricos y numéricos y muchos glifos
toponímicos y antroponímicos– en el sistema maya, admitido siempre
como una “verdadera escritura” debido a la predominancia incuestio-
nable de los glifos fonéticos.
Otro indicio de esta característica compartida por los sistemas me-
soamericanos de escritura es el hecho de que, ya sea en el sistema maya
o epi-olmeca, en los cuales presuntamente se manifiesta la tendencia de
separación entre texto e imagen, son rarísimos los llamados “textos pu-
ros”, los cuales, precisamente, son excepciones que confirman la regla ge-
neral: la sistemática reunión y convivencia entre glifos de diversos tipos
y elementos pictórico-figurativos. Además, la presencia constante de la
combinación entre lo que se llama texto e imagen también ocurre en
la composición de gran parte de los glifos ideográficos e incluso, de los
glifos logográficos y fonéticos, los cuales casi nunca abandonan su
carácter pictórico-figurativo, multiplicando así las relaciones entre
texto e imagen, aun en los sistemas predominantemente glotográficos
o fonéticos.
La atención a ese carácter pictoglífico5 de los sistemas mesoamerica-
nos de escritura, incluso del maya y del epi-olmeca, puede servir para
advertir al investigador acerca de las otras “capas de significación” de
los elementos que constituyen el propio “texto” o acerca de la constante
relación entre éste y las “imágenes” –ambos entre comillas para enfati-
zar la dificultad de establecer de antemano los límites entre ellos cuando
son usados por los sistemas de escritura–. La coexistencia en­tre texto e
imagen en los sistemas mesoamericanos de escritura no es, incluso en el

5
Buscaremos enfatizar esa característica empleando el término pictoglífico, que explícita-
mente remite a la combinación entre glifos –sean fonéticos, logográficos o ideográficos– y
elementos pictórico-figurativos. Tal vez ese término sea preferible al de pictográfico, el cual,
además de ser usado tradicionalmente para designar sólo algunos sistemas mesoamerica-
nos, como el mixteco-nahua, el teotihuacano y el zapoteca, remite a la idea de escrituras
que se sirven de representaciones pictórico-figurativas de objetos y que, de esa manera,
se distinguen radicalmente de las escrituras que graban el habla, consideradas algunas
veces como las “verdaderas”. En otras palabras, tal vez el término pictográfico contribuya
para la perpetración de una separación tipológica entre los sistemas mesoamericanos de
escritura que, como buscaremos mostrar, no es la más adecuada o provechosa para la
lectura e interpretación de los registros.

58

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

maya, una supervivencia incómoda de elementos pictórico-figurativos


provenientes de estadios anteriores al de la escritura. Por el contrario,
se trata de una de las características más indelebles e importantes de
dichos sistemas, la cual, en nuestra opinión, ha sido poco valorada en
la lectura e interpretación de los registros, sobre todo en el caso de los
registros del sistema maya –cuya lectura frecuentemente se detiene
solamente en los sentidos glotográficos de los signos–, pero también en
el caso de propuestas de lecturas puramente fonéticas de los registros
de otros sistemas mesoamericanos.
En este sentido, creemos que establecer cuáles fueron los primeros
“textos puros”,6 así como orientar la lectura hacia la búsqueda de
este tipo de textos, no es un camino prometedor para comprender la
constitución y las transformaciones de los sistemas mesoamericanos de
es­cri­tu­ra, pues la asociación entre los elementos pictóricos-figurativos y
glíficos, como ya lo mencionamos, sería una de las características fun-
damentales y de unión de todos estos sistemas. Además, no debemos
olvidar que hasta en la composición de los supuestos “textos puros”
se encuentran representaciones pictórico-figurativas, contenidas en
los ele­men­tos arquitectónicos circundantes7 o en las imágenes de los
pro­pios glifos.
Volveremos a la cuestión de la base fonética de esta clasificación de
los sistemas sígnicos de Mesoamérica en el siguiente apartado, en el
cual buscaremos entender los supuestos de esta clasificación y exponer
las ventajas del empleo de una concepción de escritura más amplia y de

6
Las estelas 12 y 13 de Monte Albán, producidas entre 500 y 400 a.C., presentan solamente
glifos de verbos entre signos calendáricos y antroponímicos. De esta manera, a pesar de
contener apenas ocho conjuntos glíficos, son consideradas por algunos estudiosos, como
Joyce Marcus (1992: 38-39), como los más antiguos “textos puros” mesoamericanos.
7
Como señala Christian Duverger: “Es verdad que existen algunos casos en que aparente-
mente los glifos se emplearon solos, sin ser asociados con escenas figurativas; se pueden
citar algunas estelas (estelas 12 y 13 de Monte Albán), algunos paneles mayas esculpidos
(Templo de las Inscripciones de Palenque, Templo de las Inscripciones de Tikal), y sobre
todo, escaleras jeroglíficas como las de Copán, Edzná, Dos Pilas o Naranjo. Ahí, los ele-
mentos escritos ya no están asociados a elementos figurativos en dos dimensiones, sino
a un conjunto arquitectónico monumental de tres dimensiones. Pero se trata de casos
particulares. La norma mesoamericana sigue siendo la combinación de los elementos
glíficos con escenas figurativas” (Duverger, 2000: 42).

59

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Eduardo Natalino dos Santos

base no fonética, que abarcaría a todos los sistemas mesoamericanos.


En este momento, solamente nos interesa señalar que, en realidad,
dichos sistemas se caracterizan mucho más por una sistemática y cons-
tante combinación entre glifos fonéticos, logográficos e ideo­gráficos y
elementos de índole más pictórico-figurativa, que por el uso exclusivo
de uno u otro tipo de glifo o signo.
La segunda característica compartida por los sistemas mesoameri-
canos de escritura es el uso amplio y sistemático del calendario como
parte fundamental de la estructura de organización de los registros y de
las premisas de decodificación y lectura.8 Es bien conocida la estrecha
relación que hubo entre el empleo del sistema calendárico y el uso de
la escritura en Mesoamérica, la cual tenía en el sistema calendárico un
conjunto de conceptos constantemente evocados –de modo explícito
o no– para ordenar y estructurar los temas registrados. De ese modo,
el conocimiento previo de esos conceptos era indispensable para la
lectura de los registros.
La copiosa presencia del calendario en los registros pictoglíficos
mesoamericanos casi siempre ocurre por medio de glifos ideográficos,
lo cual, de alguna manera, nos impide pensar cualquiera de estos sis-
temas como exclusivamente fonético. En algunos casos, esa presencia
es tan indeleble o prominente que los registros se pueden clasificar con
base en el tipo de ciclo calendárico que es utilizado o que se destaca
en ellos, independientemente de su pertenencia a este o aquel sistema
de escritura. Por ejemplo, la cuenta larga sirve de base tanto para las
estelas olmecas como para las mayas; el tonalpohualli o tzolkin, o sea,
la cuenta de los días y destinos, sirve de fundamento tanto a los tona-
lamatl mixtecos y nahuas como a los mayas (es el caso de las páginas
75 y 76 del Códice Madrid); el xiuhmolpilli o cuenta de los 52 años es
la base para los libros de anales nahuas y también para las genealogías
e historias mixtecas.9

8
Tratamos largamente los usos y funciones del calendario en los códices nahuas tradicio-
nales y coloniales en otras dos ocasiones (Santos, 2007b; Santos, 2005a). Por ese motivo,
en esta ocasión solamente señalaremos la importancia del tema.
9
Elizabeth Hill Boone, lejos de considerar los libros mixtecos como un tipo de anales, los
agrupa bajo la categoría de res gestae, porque las dinastías gobernantes y sus hechos son
su temática central (Boone, 1996). Sin embargo, esta categorización puede representar

60

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

La tercera característica compartida consiste en el hecho de que


los glifos numerales fundamentales, o sea, el punto y la barra, son los
mis­mos en todas las escrituras mesoamericanas, no obstante las varian­
tes existentes en la sintaxis de las representaciones numéricas, o sea,
entre las representaciones que operan por medio de valores posicio-
nales y las que funcionan por medio del resultado de la suma de los
valores individuales de los glifos, como se ha explicado antes. Además
de compartir estos glifos numerales, los sistemas mesoamericanos de
escritura también compartían el sistema numérico vigesimal, con
todas sus divisiones –en grupos de cinco unidades hasta el veinte– y
múltiplos principales de veinte, para los cuales, en general, había glifos
específicos en los diversos sistemas.
La coexistencia de características compartidas con rasgos particu-
lares permite pensar las constituciones y las transformaciones de estos
sistemas como resultantes de procesos que se dieron en un conjunto de
estrechas y prolongadas relaciones, que involucraron diversos pueblos
y culturas mesoamericanas y que están marcadas por continuidades,
pero, también, por rupturas e innovaciones. La existencia comprobada
de esas relaciones fortalece la necesidad de seguir llevando a cabo es-
tudios e investigaciones que las contemplen, es decir, que pien­sen las
continuidades y cambios culturales de estos pueblos tomando en cuenta
el concepto de Mesoamérica. Ese procedimiento analítico no significa,
por lo tanto, negar las particularidades de cada sistema de escritura o
de cada grupo humano que lo empleaba –ni tampoco menospreciar
las relaciones de los pueblos de Mesoamérica con regiones histórico-
culturales vecinas, como Oasisamérica, Aridoamérica o Circuncaribe.
Más allá de esas implicaciones, algunas de las características
compartidas por los sistemas mesoamericanos de escritura, como la
coexistencia sistemática y estrecha entre tipos de glifos distintos –fo-
néticos, logográficos e ideográficos– y de glifos con signos de índole
más pictórico-figurativa, también pueden permitir o, quizás, exigir que
revisemos las presuposiciones y las consecuencias conceptual-meto-

una complicación innecesaria y, además, enmascarar el principio básico de lectura de


estas historias, las cuales poseen, claramente, la cuenta de los años como su eje central
y, por ello, podrían ser incluidas en la categoría ya existente de los xiuhamatl (Santos,
2005a).

61

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Eduardo Natalino dos Santos

dológicas del empleo de definiciones más amplias o más estrechas de


escritura al estudiar los registros, lo que intentaremos hacer, de modo
sucinto, en el siguiente apartado.

¿Recursos mnemónicos, rebus, protoescrituras o escrituras?

Por lo que hemos expuesto hasta el momento, creemos que nuestra posi-
ción frente a la cuestión contenida en el subtítulo ha sido ya anun­cia­da,
es decir, pensamos que es más adecuado tratar a los registros pic­to­glí­
fi­cos de todos los sistemas mesoamericanos como expresiones es­cri­tas.
Sin embargo, aunque hemos mencionado algunas ventajas metodoló-
gicas de esta posición, no nos hemos dedicado a fundamentarla como
tampoco a explicitar el contenido de lo que entendemos por sistema de
escritura. Por ello, en este apartado, abordaremos de manera más de-
tallada y sistemática algunos aspectos de esta cuestión y del contenido
que atribuimos a esta expresión. Buscando hacerlo de modo sintético,
me centraré en el sistema maya y el mixteco-nahua, ambos a menudo
tratados como los dos casos extremos en las clasificaciones que tienden
a establecer dicotomías excluyentes, separando el grupo de las “verda-
deras escrituras”, atributo frecuentemente asociado al sistema maya, de
los sistemas que son recursos mnemónicos, protoescrituras o un tipo
rebus –expresiones generalmente asociadas al sistema mixteco-nahua.
Mencionamos que tanto el sistema maya como el mixteco-nahua, a
pesar de sus diferencias, combinan diversos tipos de glifos –calendáricos,
numéricos, toponímicos, antroponímicos, ideográficos, fonéticos y de
determinación semántica– entre sí y con representaciones pictórico-
figurativas, formando registros con su propia organización y lógica; sin
embargo, los dos sistemas lo hacen de maneras diferentes y en distintos
grados.
En el sistema mixteco-nahua la combinación entre los diversos tipos
de glifos no resulta en la predominancia de los glifos fonéticos o logo-
gráficos. Así, este sistema no se relaciona, estricta y primordialmente,
con alguna lengua en específico, pues los glifos no fonéticos y elementos
pictórico-figurativos podrían tener sus significados rehabilitados por
hablantes de diversas lenguas si éstos compartieran las convenciones

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

del sistema. Lo que no significa que los glifos fonéticos y una parte de
los otros signos que componen este sistema no se relacionen direc-
tamente con determinadas lenguas, sino que el funcionamiento de
este sistema no depende exclusiva o fundamentalmente de un cuadro
de equivalencias entre signos y sonidos –aunque ello también fuera
parte de tal sistema–. Este funcionamiento dependería, de manera
fundamental, de conjuntos de contenidos, conceptos y relatos que se
relacionan con los glifos no fonéticos y con los elementos pictórico-
figurativos. Estos contenidos, conceptos y relatos eran memorizados
y manejados mediante una tradición de oralidad que funcionaría pari
passu a la producción y usos sociales de los escritos.
Por su parte, en el sistema maya, son empleados mayoritaria-
mente los glifos fonéticos, provocando que este sistema se relacione
fuertemente con una lengua específica, ya que este tipo de glifo, en
principio, sólo podría tener sus significados sonoros rehabilitados por
alguien que hablara la lengua de los productores de los escritos –y
que debería también, es claro, compartir las demás convenciones de
funcionamiento del sistema–. Es así que el sistema maya dependería
en primer lugar de la memorización del valor fonético de sus signos y, en
segundo lugar, de la memorización de conceptos y relatos por una
tradición de pensamiento y oralidad que funcionaba conjuntamente
a la producción y uso de los escritos pictoglíficos.
Debido a estas características distintas, el sistema maya ha sido
clasificado generalmente como una “verdadera escritura”, mientras que
el mixteco-nahua ha sido considerado como un recurso mnemónico,
como una protoescritura interrumpida por la Conquista, o como una
especie de rebus por descifrar.10
Sin embargo, creemos que esta clasificación se debe a la aplicación
de una concepción polar y evolucionista acerca de la escritura. Polar,
por articular las partes que componen el funcionamiento de los sistemas
sígnicos –esto es, los registros visuales y la oralidad– como un binomio
polar y excluyente. Evolucionista por reservar el uso analítico del
concepto de escritura, casi con exclusividad, a los sistemas fonéticos,
vistos como el resultado de un proceso universal de desarrollo de los

10
Como propone Charles Dibble (1940).

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sistemas sígnicos, el cual partiría de la pictografía y llegaría hasta las


escrituras fonéticas.11 Partiendo de este tipo de concepción, en general,
la creación o el desarrollo particular de los distintos sistemas de escri-
tura son analizados como parte de un proceso universal, evolutivo y
autorreferenciado, esto es, separado de las demandas y de las prioridades
que cada época y sociedad atribuyeron o necesitaron de sus sistemas.12
El resultado de este tipo de análisis, muchas veces, es que las escrituras
no fonéticas son explicadas por lo que supuestamente les falta o por
las etapas que deberían haber alcanzado.
Creemos que esos presupuestos analíticos obstruyen, en alto grado, el
entendimiento de los recursos propios y de las posibilidades de uso de las
escrituras no fonéticas o no exclusivamente fonéticas. Por ejemplo, el
sistema mixteco-nahua operaba con base en una enorme gama de glifos
ideográficos, la cual era utilizada por productores y usuarios de distintos
orígenes lingüísticos distribuidos en diversas regiones mesoamericanas.
En efecto, esta característica podía facilitar la comuni­cación y la circu-
lación de registros entre élites dirigentes de orígenes etnolingüísticos
distintos, pero que utilizaban un mismo sistema de escritura. Sin em-
bargo, esta misma característica podía contribuir a limitar la precisión

11
La idea de que una “verdadera escritura” es siempre y solamente una forma de registro
visual de una lengua hablada se remonta a la Grecia del periodo Clásico y gana un nuevo
e importante capítulo con el proceso de conquista y colonización de las Indias Orientales
y Occidentales por los cristianos. En estos “nuevos mundos”, los cristianos, principalmente
los misioneros, tuvieron contacto con una gran cantidad de sistemas sígnicos locales e
intentaron clasificarlos como “verdaderas escrituras” o “pinturas que servían como escri-
tura”. Uno de los ejemplos mejor acabados de este tipo de clasificación es el que José de
Acosta presenta en la Historia natural y moral de las Indias (1985). Este tipo de clasificación
binaria de los sistemas sígnicos marcó los estudios humanísticos y de las ciencias humanas
hasta la actualidad. Maarten Jansen, en los años ochenta, afirmó que la idea que da la base
a este tipo de clasificación empezó a ser cuestionada y seriamente discutida en la academia
solamente en las últimas décadas, cuando, entonces, nuevas concepciones de escritura
empezaron a ser propuestas y, por consiguiente, aplicadas en el estudio de los sistemas
sígnicos de la América Índigena. Dijo, “It is not until the rise of semiology in the last two
decades that the classical Greek definition of writing as the registration of the spoken
language (with the alphabet as its culminating point) was abandoned and a better eva-
luation of pictographic systems became possible” (Jansen, 1988: 88).
12
Entre los investigadores que construyen este tipo de análisis está Elliott (1978). Por otro
lado, existen estudios que muestran que ninguna escritura siguió totalmente el camino
evolutivo de la pictografía al alfabeto, como Manrique Castañeda (1989).

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

verbal en la lectura y decodificación de los registros –precisión que


podría ser secundaria o incluso hasta indeseable para los usuarios de
este sistema–. En contraparte, en el sistema maya, tal precisión podría
haber sido favorecida por la numerosa, pero no exclusiva, presencia de
glifos fonéticos.
Siendo así, estas distintas características no representan etapas de
una evolución en dirección a un modelo de escritura ideal –represen-
tado por los sistemas fonéticos–, sino apenas el reflejo de elecciones
relacionadas directamente con los valores políticos, con las prácticas
económicas, con los criterios estéticos y, para resumir, con las expe-
riencias concretas de sociedades específicas en determinados periodos
de su historia.
Además de eso, los sistemas de escritura y la oralidad no conforman
una polaridad excluyente, la cual llevaría al desuso de la oralidad en
favor de la adopción de un sistema de escritura. Al contrario, el funcio-
namiento de cualquier sistema de escritura depende, en algún grado y
forma, de un régimen de oralidad conjunto. Las relaciones entre ambos
varían de acuerdo a cada sistema y a los usos sociales concretos, siendo
que ningún sistema de escritura –ni siquiera el sistema alfabético– llega
a registrar en toda su riqueza la lengua hablada.13
Estas relaciones de dependencia mutua entre los registros escritos y
la oralidad son bastante evidentes en los sistemas mesoamericanos, sea
en el mixteco-nahua o en el maya del periodo Clásico y Posclásico, y
contradicen a las proposiciones clasificatorias polares o dicotómicas y,

13
Jacques Derrida muestra cómo las relaciones entre el universo de los signos visuales
y la lengua-pensamiento son extremadamente complejas y pueden tener formas muy
variadas. Para el autor, separar de manera dicotómica las sociedades con escritura de las
sociedades orales es un reduccionismo que parte de la “definição tradicional de escritura
que já em Platão e em Aristóteles se estreitava ao redor do modelo da escritura fonética
e da linguagem de palavras”. Además, entender la escritura solamente como un sistema
derivado y determinado a representar únicamente los sonidos de las palabras “reflete a
estrutura de um certo tipo de escritura: a escritura fonética, aquela de que nos servimos
e em cujo elemento a episteme em geral (ciência e filosofia), a lingüística em particular,
puderam instaurar-se. Seria necessário, aliás, dizer modelo mais do que estrutura: não
se trata de um sistema construído e funcionando perfeitamente, mas sim de um ideal
dirigindo explicitamente um funcionamento que de fato nunca é, totalmente, fonético”
(Derrida, 1973: 37).

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aún más, a las que tratan el tema en términos de “verdaderas” versus


“falsas o incompletas escrituras”.
En el caso de los códices mixtecos, la estrecha relación entre orali­
dad, producción y uso de los manuscritos pictoglíficos es testifica­da,
por ejemplo, por el fraile Francisco de Burgoa a principios del siglo xvii.
Al referirse a la producción y el uso de los manuscritos, afirma que

…para esto a los hijos de los señores y a los que escogían para el sacerdocio,
enseñaban e instruían desde su niñez, haciéndoles decorar aquellos caracteres
y tomar de memoria las historias, y de estos mismos instrumentos he tenido
en mis manos y oídolos explicar a algunos viejos con bastante admiración
(Burgoa, 1987: 210).

En el caso de los códices nahuas, los Coloquios y doctrina cristiana


son bastante elocuentes sobre la íntima relación entre los registros y la
oralidad. En el capítulo en que los sacerdotes mexicas sobrevivientes a
la conquista de México-Tenochtitlan responden a los religiosos fran-
ciscanos, el texto afirma: “Auh in quitzticate (Los que están mirando),
in qujpouhticate (los que cuentan), in qujtlatlazticate in amoxtli (los que
despliegan los libros), in tlilli, in tlapalli (la tinta negra, la tinta roja), in
tlacujlolli quitqujticate (los que tienen a su cargo las pinturas)” (Sahagún,
1986: 140 y 141). Podemos percibir en esta parte que la decodifica-
ción de los signos visuales de los códices pictoglíficos (“los libros, la
tinta negra, la tinta roja”) por los miembros de la tradición mexica de
escritura y pensamiento (“los que tienen a su cargo las pinturas”) es ca-
racterizada por dos verbos: itz y pohua, que subrayamos en la cita y cuyo
uso vinculado era muy común para referirse a tal situación (Mignolo,
1994). Este uso conjunto de los verbos itz o itta,14 que significan “ver”, y
pohua, que significa “contar” o “relatar”, parecen apuntar, justamente,
a la relación de complementariedad entre la acción estricta de leer –o
decodificar los signos visuales– y la de relatar –o usar un repertorio

14
El verbo ver posee dos formas en náhuatl: itta e itz. La primera es usada en todos los
tiempos y, generalmente, es transitiva; la segunda es usada en composición con verbos
auxiliares, cuando justamente puede tornarse como intransitiva, como en el caso arriba
mencionado: quitzticate o, en español, los que están viendo, formado por qui, que denota
3ª persona; itz, ver o mirar; ti, ligadura sin valor semántico; y cate o cateh, del verbo ser o
estar. Comunicación personal de Leopoldo Valiñas.

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

de conceptos, contenidos o narrativas sabidos o memorizados. Esto es


porque la acción de contar, situada temporalmente en la parte citada
después de la acción de mirar, parece mantener cierta independencia, es
decir, parece estar relacionada, pero no totalmente subordinada, a
los contenidos de los registros visuales, no obstante el hecho de ser
realizada por los propios productores o dueños de tales registros –“los
que tienen a su cargo las pinturas”.
En el caso de mixtecos y nahuas, esta relación de complementa­
riedad entre registro visual y oralidad ha sido bastante evocada para
caracterizar las funciones y el funcionamiento de los códices o incluso,
en algunas ocasiones, para clasificarlos apenas como herramientas mne­
mó­ni­cas. Sin embargo, parece que se ha dado poca atención a los pa­
pe­les de la oralidad en la producción y lectura de los escritos mayas del
periodo Clásico y Posclásico, como si la predominancia de los gli­fos
fonéticos relegara esta cuestión a un nivel despreciable de relevancia
para la comprensión del funcionamiento de este sistema de escritura
y de sus registros. A pesar de eso hay una gran cantidad de registros y
escritos mayas de estos periodos que suministran indicios para el estudio
de este problema, los cuales apuntan a la existencia de una estrecha
relación de dependencia o de indiferencia entre los especialistas en
el arte de escribir –ah ts’ib/tlacuilo– y el sabio o responsa­ble por la
memorización de las tradiciones orales –ah miatz/tlamatine. Este es el
caso, por ejemplo, de diversos vasos-códices procedentes de Petén y
de sus zonas fronterizas, que en una especie de metarregistro tratan de
las actividades de los ah ts’ib y ah miatz (León Portilla, 2003). Entre
ellos podemos destacar un vaso-códice del siglo viii –que hoy se en-
cuentra en el Museo de Arte de la Universidad de Virginia– en el cual
Pawahtún o Itzamná, patrono de los escribas, enseña a los novatos ah
ts’ib y ah miatz (Coe y Kerr, 1997: 102-110). En esta representación,
las relaciones de educación-aprendizaje entre Itzamná y los nuevos
escribas o sabios destacan inequívocamente los discursos proferidos por
el patrono, presentes en dos escenas, siendo que la relación es mediada
por un códice en sólo una de ellas.
Además de constar en estos metarregistros, parece que la relación
de dependencia mutua entre escritura y oralidad, o entre el acto de
ver/leer y de contar/relatar, también está presente, como en el náhuatl,

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Eduardo Natalino dos Santos

en expresiones del maya-yucateco, sobre todo en las empleadas para


referirse al acto de lectura de los manuscritos pictoglíficos. Esto porque
el término huun, que significa “papel amate”, pero también “libro” o
“códice”, se junta al verbo xoc, que significa “contar”, para formar la ex-
presión xoc-hun, literalmente “contar un libro” (Thompson, 1988:  40).
Otro indicio de la complementariedad del binomio registro-oralidad
en el caso del sistema maya sería el hecho de que posee glifos y elemen­
tos pictórico-figurativos que no se reducen totalmente a una lectura
fonética, como apuntamos anteriormente, dependiendo, en última
instancia, de discursos orales “paralelos e integrados” a la producción
y uso de registros, así como ocurría en el sistema mixteco-nahua. En
efecto, la separación entre glifos fonéticos e ideográficos no es absoluta
en ambos sistemas y la estamos empleando aquí como una simplifi-
cación didáctica.15 Esto porque muchos de los propios logogramas o
fonogramas poseían, además de sus valores fonéticos, significados con-
ceptuales más generales y relacionados con sus características visuales,
tal como ocurría con los ideogramas.
La lectura –o aprendizaje– de los escritos mixteco-nahuas y de los
ma­yas era distinta de aquella que comúnmente asociamos a nuestros
es­cri­tos, pues

…no era el desciframiento silencioso de un texto fijado en un momento


histórico determinado (es decir, de un texto con una “aura”), sino una repre-
sentación pública y ritual que permitía ver y escuchar el relato de los antiguos,

15
Carmen Herrera señala la inadecuación de establecer una separación rígida entre icono-
grafía y escritura basada solamente en las formas o en los referentes figurativos inmediatos
de los signos empleados en los sistemas mesoamericanos: “Se ha dicho que los mexica,
siguiendo el modelo de mixtecos y zapotecos, contaban con dos tipos de notación: uno
de carácter pictográfico, caracterizado por imágenes de objetos convencionalmente
representados y el segundo, de contenido no figurativo, en el que se engloba el registro
de nombres, fechas y otros […] De este modo se plantea que las pictografías no tienen
una correspondencia biunívoca con las unidades de una lengua específica, ya que son
figuras reconocibles y traducibles por cualquiera, mientras que los signos arbitrarios o no
figurativos tienen una interpretación necesariamente ligada a formas lingüísticas. Pero
si este criterio distingue los dos procedimientos ¿por qué incluir el registro de fechas en
el segundo de ellos? […] Estas evidencias sugieren que no se puede prejuzgar el valor de
los signos que se emplearon en las escrituras del centro de México a partir tan sólo de la
forma” (Herrera M. et al., 2009: 363-365).

68

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

reuniendo los libros pictográficos y las tradiciones orales en un todo más rico
que cualquiera de sus partes (Navarrete Linares, 2000a).

En otras palabras, sobre todo en el caso del sistema mixteco-nahua,


aunque también para el caso maya, parece que el registro pictoglífico y
la oralidad eran conjuntamente accionados en la lectura o escenifica-
ción de los relatos, sin que un tipo de discurso –visual u oral– estuviera
totalmente subordinado al otro, como si ambos estuvieran “paralela-
mente integrados”.16
Además de poder favorecer la falta de atención al papel de la orali­dad
en el funcionamiento de las escrituras mesoamericanas, el supuesto de
que escritura y oralidad forman una “ecuación polar” y que una “ver-
dadera escritura” debe escribir una lengua en específico ha contribuido
a posturas analíticas radicales y, creemos, parcialmente equivoca­das.
Este es el caso de lo que podemos nombrar “foneticismo radical”. Al-
gunos estudiosos, quizás con la intención de combatir la subvaloración
o el menosprecio con los cuales algunos sistemas mesoamericanos de
escritura son tratados algunas veces, han asumido como supuesto que
todos los elementos presentes en tales sistemas, ya sea en el maya o
en el mixteco-nahua, son exclusiva y estrictamente fonéticos o logo­
gráficos. De este modo, dicha postura, además de reforzar el prejuicio
y el concepto de que un sistema sígnico es una “verdadera escritura”
solamente cuando se configura como la grafía de una lengua, se mani-
fiesta también como la tendencia de intentar entender las escrituras
pictoglíficas apenas focalizando sus elementos glotográficos, buscando
descifrar sus códigos lingüísticos e “ignorando qualquer mensagem
visual que pudesse estar sendo transmitida” (Brotherston, 1999: 79).
Esta tendencia remite especialmente al estudio de los escritos mayas,
que realmente cuentan con la presencia mayoritaria de glifos fonéticos,
pero también se manifiesta en algunas propuestas de lectura de los
registros nahuas. Los orígenes de este entendimiento equivocado de
que los registros nahuas se constituyen como un rebus, el cual señala

16
Presentando una posición distinta, Elizabeth Hill Boone cree que los documentos pic-
toglíficos eran una institución documental en la cual la explanación oral era accesoria
(Boone, 1998).

69

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apenas y tan sólo la lengua náhuatl, se remontan a la última parte del


siglo xvi y a los trabajos de algunos religiosos franciscanos que desde en-
tonces promovieron la producción de los llamados códices testerianos.
En estos manuscritos, se supone que las oraciones y textos cris­tianos
en náhuatl fueron registrados por medio de dibujos de objetos cuya
combinación de sus nombres en esta lengua se asemejaría a las palabras
que componían tales oraciones y textos.17 La confección de estos có-
dices parte, entonces, de una premisa distinta de las que central­mente
regían a los códices nahuas, que no registraban, exclusiva o pre­do­mi­
nan­te­men­te, el habla por medio de glifos con valores fonéticos –lo
que no significa que tal recurso no fuera utilizado en tales escritos en
tiempos prehispánicos–.18 Además, el uso de glifos fonéticos en el sis-
tema mixteco-nahua no se daba como en una escritura rebus, ya que
los glifos silábicos eran empleados en combinación con otros tipos de
glifos y preponderantemente bajo la forma de prefijos o sufijos –como
el de tetl (piedra) para te (alguien o algunos) y el de pantli (bandera)
para pan (arriba)–, para representar sonidos –como acatl (caña) o atl
(agua) para el sonido de la letra “a”, etl (frijol) para el de la letra “e” y
otli (camino) para el sonido de la letra “o”– e incluso para componer
los topónimos y antropónimos (Alcina Franch, 1992).19

17
La obra del fraile Valdés de 1579, Rethorica christiana, podría atestiguar la autoría fran-
ciscana del proyecto que produjo estos escritos (Boone, 1998). Además de eso, el grueso
de la producción de esos códices data de los siglos xvii al xix, época, justamente, de la
decadencia en la producción de los registros pictoglíficos por las tradiciones de pensa-
miento y escritura nahuas.
18
Tal recurso podría, incluso, ser usado de manera más acentuada en alguna escuela de
escritura o región del mundo nahua, como argumenta Alfonso Lacadena en relación con
la región de Texcoco (Lacadena, 2008).
19
No obstante todos esos indicios, Joaquín Galarza cree que los códices testerianos son
parte fundamental y ejemplar del sistema de escritura nahua. Fue así que elaboró un
catálogo o diccionario de glifos a partir de un manuscrito que registra la oración del
Padre Nuestro y que, supuestamente, permite la lectura de otros manuscritos testerianos
(Galarza, 1999). Además, desarrolló trabajos para aplicar este principio de exclusividad
o primacía logográfica y fonética en otros códices nahuas, o sea, buscando mostrar
que todos los elementos contenidos en ese manuscrito son estricta o exclusivamente
fonéticos y logográficos, por lo que este sistema de escritura habría fijado y transcrito la
lengua náhuatl (Joaquín Galarza, 1992). A pesar de ese foneticismo radical, Galarza trae
importantes contribuciones al estudio de los códices nahuas por el hecho de tratarlos
como expresiones de un sistema de escritura y, por consiguiente, por señalar las carencias

70

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

Tratar de comprobar que el sistema pictoglífico nahua –el cual es par-


te, a nuestro parecer, del sistema mixteco-nahua– solamente trans­cri­be
el idioma náhuatl parece un intento por combatir los prejuicios con­tra
los sistemas mesoamericanos reforzando parte de los propios prejui-
cios, pues, como ya lo mencionamos, se corrobora el supuesto de que
la escritura fonética o logográfica debe ser el modelo a partir del cual
de­be­mos juzgar y entender otros sistemas sígnicos. Esa suposición re-
duce las oportunidades de entender las enormes y poco investigadas
potencialidades de sistemas de escritura pictórico-ideográfico-fonéticos,
pues los aprisiona con la “camisa de fuerza” del foneticismo. Más allá
de eso, es difícil sustentar que el sistema mixteco-nahua sea total o
predominantemente fonético o logográfico, ya que es grande el número
de indicios que apuntan al uso combinado de diversos tipos de glifos ca-
lendáricos, numéricos, toponímicos, antroponímicos, ideográficos, fo­
né­ti­cos y de determinación semántica, entre los cuales los fonéticos no
son predominantes.20
En contraparte, como buscamos mostrar a lo largo del artículo, existen
varios investigadores tratando los registros mesoamericanos como pro-
ductos de sistemas de escritura sin partir de una concepción básicamente
fonética o del supuesto de que registro visual y oralidad conforman una
polaridad excluyente.21 Estos estudios, de manera general, asumen

que se deben, en parte, a la no aplicación de la categoría de escritura y de texto a esos


manuscritos. Según él, entre estas carencias están: a) la falta de inventarios completos
de los textos existentes; b) la ausencia de un método de trabajo compartido, basado en
los detalles y en el análisis sistemático de los grupos de manuscritos; c) la dificultad de
establecer el sentido de lectura de cada página o de cada manuscrito (Galarza, 1978).
20
Vale la pena destacar que la propuesta de Alfonso Lacadena parece ser distinta a la de
Galarza, pues busca mostrar que el uso de los glifos fonéticos era parte de la escritura
nahua desde tiempos prehispánicos y, como ya lo hemos mencionado, podría ser más
o menos acentuado según la escuela o la región, llegando a ser uno de los principales
recursos empleados en el Códice Santa María Asunción y en el Memorial de los indios
de Tepe­tlaoztoc (Lacadena, 2008: 1-3). De esa manera, entendemos que Lacadena no
defien­de que tal recurso fuera la principal o única base de funcionamiento de todo el
sistema de escritura nahua.
21
Además de los estudios mencionados antes, podemos adicionar, de modo ejemplar, el
estudio sobre la migración mexica de Navarrete Linares (2000b) y las tentativas de lectura
de los códices mixtecos de Ferdinand Anders y Maarten Jansen (Anders et al., 1992a y
1992b).

71

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Eduardo Natalino dos Santos

que tales sistemas combinan representaciones fonéticas, ideográficas,


geográficas, calendáricas y matemáticas en los registros, de acuerdo
con una organización y una lógica propias, siendo que esos registros
mantienen con la oralidad una especie de “autonomía dependiente”,
como apuntamos arriba.
Estos investigadores también han señalado la necesidad de una de­fi­ni­
ción más amplia de escritura, que abarque cualquier sistema síg­ni­co con
convenciones, usos sociales, formas de mantenimiento y transmisión,
lógica interna y gramática bien establecidos, los cuales garanticen una
calidad básica a cualquier sistema de escritura: la permanencia y la
rehabilitación, a partir de la decodificación ordenada de los registros
según sentidos de lectura preestablecidos, de significados relativamen-
te bien determinados y socialmente compartidos, aunque de manera
desigual. Esos sistemas pueden tener por objetivo central la grafía y la
rehabilitación del habla o el registro y la rehabilitación de complejos
conceptuales y de discursos memorizados por la oralidad. Además de
eso, “optar” por uno de esos objetivos centrales no significa, necesa-
riamente, vetar las otras posibilidades.
Desde esa concepción más amplia de escritura y entendiendo que las
diferencias entre los sistemas se relacionan más con preferencias de orden
visual o propósitos sociopolíticos, lo más importante es compren­der la
gramática, la semántica y la lógica interna de los registros picto­glíficos
mesoamericanos, interpretando sus partes dentro de un todo mayor
formado por el texto, por el propio sistema y por sus usos s­ociales.
Dentro de este panorama, si estamos de acuerdo, por ejemplo, con que
el sistema mixteco-nahua era una forma de escritura, antes de buscar
interpretaciones amplias para sus signos visuales tendríamos que en-
tenderlos dentro de un conjunto de convenciones más restringidas, de
las cuales depende el funcionamiento de cualquier escritura. Además,
siem­pre tendríamos que considerar los sentidos y los significados de sus
sig­nos visuales componentes en medio del contexto semántico en que
se encuentran, al contrario de considerar tales signos como entidades
autosuficientes con sentidos alegóricos más o menos fijos.22

22
En otra ocasión, buscamos mostrar que uno de los principales problemas en el uso de
los códices mixteco-nahuas como fuentes históricas es la descontextualización de sus

72

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

Conclusiones

Un primer punto a señalar es que los rasgos particulares y generales


de los sistemas mesoamericanos de escritura que evocamos no agotan
la cuestión acerca de la unidad versus la diversidad de esos sistemas.
Hay muchos otros rasgos que podrían ser mencionados y presentados,
tanto para ampliar el listado de las particularidades como el de las
generalidades: los tipos de soporte material, las formas de producción
y uso social de los registros o los tipos de temática. Sin embargo, pen-
samos que la exposición ha sido suficiente para señalar que, a veces,
las propiedades diacríticas de los sistemas han sido sobrevaluadas y, en
contraparte, que sus características comunes han sido subestimadas.
Las características compartidas por los diversos sistemas de escritura
en Mesoamérica pueden ser indicios preciosos de la existencia de una
base escritural mesoamericana (Brotherston, 1999), es decir, de un
conjunto de elementos fundamentales que se encuentra presente en
todos los sistemas y que fue constituido por las constantes interrela-
ciones entre los pueblos componentes de esta macrorregión –como el
ca­rác­ter pictoglífico, la gran y sistemática presencia del calendario y
el empleo de los mismos glifos numerales básicos, además de otros ras-
gos compartidos que fueron apenas mencionados, como las temáticas,
los tipos de soporte material y los usos sociopolíticos. Por un lado,
eso tal vez nos desautoriza a marcar divisiones muy rígidas entre tales
sistemas, como la que se propone con la separación entre occidente y
oriente de Mesoamérica, donde supuestamente se vigorizaron sistemas
de escritura de naturalezas diferentes. Por otro lado, esas características
compartidas pueden ser la base para realizar estudios comparativos, los
cuales, por ejemplo, podrían probar si principios fundamentales en la
lectura y entendimiento de determinado sistema contribuyen para el
avance en la comprensión de otro. En otras palabras, tal vez estemos
frente a varios sistemas que utilizan, básicamente, los mismos recursos,
pero en proporciones diferentes y, siendo así, aproximar sus estudios y

unidades componentes, es decir, la desconsideración total del entorno textual, inmediato


o distante, que envuelve las imágenes o los glifos (Santos, 2005b).

73

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Eduardo Natalino dos Santos

comparar sus registros podría contribuir al esclarecimiento mutuo de


sus características y contenidos aún no entendidos o poco valorados.
Es importante enfatizar que eso no significa descuidar las particu-
laridades de cada sistema. Tanto en el caso del problema de la unidad
versus la diversidad de los sistemas de escritura como en el caso de la
unidad versus la diversidad de los pueblos, culturas y periodos históri-
cos de Mesoamérica, está presente una “tensión polar” que puede ser
muy útil a las investigaciones, pues la atención del investigador a los
dos polos le permite subrayar las particularidades irreductibles de cada
sistema de escritura, de cada etnia, de cada alteptel y de cada periodo de
la historia de Mesoamérica y, conjuntamente, entender los elementos
de unión entre ellos. En contraposición, el elegir un único “polo de la
tensión” significa desmontar una importante herramienta analítico-
conceptual: la búsqueda por similitudes y particularidades coexistentes
o la comprensión de que las continuidades y las transformaciones/
rupturas son aspectos no excluyentes de la historia de toda y cualquier
sociedad humana (Sahlins, 2003).
El segundo punto que nos gustaría señalar es que hay ventajas me-
todológicas en no emplear una concepción de escritura de base estric-
tamente fonética, ampliando esta concepción de modo que abarque a
todos los sistemas mesoamericanos. En el caso de que este esfuerzo sea
emprendido, la consecuencia más inmediata es reconsiderar el esta­tus
de los sistemas zapoteca, teotihuacano y mixteco-nahua, los cuales,
por valorar intencionalmente la coexistencia entre imagen y texto, no
registrar preponderantemente una lengua específica y por no presentar
un único o predominante sentido de lectura han sido considerados,
a veces, como simples recursos mnemónicos, como protoescrituras o
como un rebus a ser descifrado.
Además, esa reconsideración puede contribuir a la solución de
una contradicción bastante común en los estudios de Mesoamérica:
aceptar que la presencia de los registros escritos es una característica
particular de esta macrorregión –por tanto, fundamental para establecer
sus límites geográficos– y, al mismo tiempo, no aceptar que muchos de
estos sistemas son “verdaderas escrituras”. En otras palabras, la presencia
de fechas grabadas en monumentos ha sido un criterio básico para de-
limitar esa superárea cultural. Sin embargo, en la mayoría de los casos,

74

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Los sistemas mesoamericanos de escritura

esa presencia consiste fundamentalmente en registros formados por


glifos numerales, calendáricos, toponímicos y antroponímicos, los
cuales no son predominantemente fonéticos (Carmen Herrera, 2009).
No obstante, tal criterio es empleado universalmente para definir la
ma­cro­rre­gión cultural, incluso por los que defienden que una “verdadera
es­cri­tu­ra” es la representación fonética de una lengua o que es posible
es­ta­ble­cer una separación clara y precisa entre iconografía y escritura.
Un tercer punto, que será meramente mencionado, pues no nos
detuvimos detenidamente a reflexionar sobre él en el artículo, es: si la
ampliación de la concepción de escritura que hemos propuesto fortale-
ce, por un lado, la unidad relativa de la historia y cultura en el interior
de Mesoamérica, pues en la mayoría de sus regiones sí se usaban sistemas de
escritura emparentados, por otro, tal ampliación podrá llevar a la
inclusión de otros sistemas sígnicos de América indígena en el campo
de la escritura –como los quipus y tocapus andinos–.23 De esta manera,
estaremos obligados a reconsiderar si el uso de la escritura es un rasgo
distintivo de Mesoamérica o si lo que distingue esta macrorregión es
justamente el uso de ciertos sistemas emparentados y con características
propias, como las que buscamos señalar aquí como rasgos compartidos.
Ese tipo de reconsideración requerirá, entre otras cosas, la intensifi­
ca­ción de estudios comparativos que abarquen diversas macrorregio-
nes ame­rindias: Aridoamérica, Oasisamérica, Circuncaribe, Andes,24
Amazonía. Tal vez, de modo bastante curioso, eso nos llevará a
reconsi­derar la importancia que Kirchhoff y otros estudiosos de su
tiempo dieron a los caracteres que cada macrorregión de la América
indígena compartía con las demás, pero con el cuidado de dejar atrás
aspectos problemáticos que marcaron algunos de esos estudios en el
pasado, como el difusionismo metódico o las oposiciones binarias
demasiada­mente rígidas y de polos excluyentes, tales como escritura

23
Elizabeth Hill Boone es una de las investigadoras de los sistemas mesoamericanos que
propone una definición más amplia de escritura, la cual abarca los manuscritos de México
central y de Oaxaca, así como los quipus andinos (Boone, 2000).
24
Propusimos una forma de agrupar las fuentes históricas nativas –es decir, que delibera-
damente tratan del pasado de sus propios productores– de Mesoamérica y de los Andes
según los principales problemas de entendimiento e interpretación enfrentados por los
estudiosos de los registros de las dos macrorregiones (Santos, 2007a).

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Eduardo Natalino dos Santos

versus oralidad o verdadera versus falsa escritura, pero también una


serie de otras oposiciones binarias que han marcado el quehacer de las
ciencias hu­ma­nas en el siglo xix y parte del xx, tales como historia
versus mi­to, cultura versus naturaleza, pueblos con historia versus
pueblos sin his­toria o civilización versus barbarie, a veces convertida
en la oposición alta versus baja cultura o sociedad compleja versus
socie­dad simple.

Traducción de Mariana da Costa A. Petroni.

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Matlatzincas y tenochcas
Diversidad cultural y unificación
en el contexto mesoamericano

Beatriz Albores Zárate*

A Pedro Carrasco, maestro y fecundo mesoamericanista

“Con rostro sosegado”, Tlacaelel le respondió a


Axayacatl: “hijo mío, no te alborotes: as de saber
que antes de agora fui de parecer, en tiempo de mi
hermano Monteçuma, de que se sujetase esa provincia
por guerra, temiendo no se” coligase “con los de
Mechoacan y nos diese algun sobresalto y sinsabor
algun dia: veislo aquí lo que de no avellos sujetado
sucede; el no querernos obedecer ni tenernos en nada,
y tienen en parte raçon pues emos disimulado con ellos;
por tanto, valeroso mancebo, vea yo, antes que me
muera, sujeta esa provincia á la corona mexicana”.
(Durán, 1951, v. I: 273, 274)

En el siglo xv, los mexica-tenochcas –a la cabeza de la Triple Alianza–


invadieron la jurisdicción otomiana del Matlatzinco,1 e iniciaron el
dominio de sus pobladores mediante reiteradas campañas armadas y
un proceso de nahuatlización que continuaban a la llegada de los
españoles, en el siglo xvi. Este proceso se emprendió por razones
político-económicas y tenía como finalidad adecuar a la tradición
nahua-mexica –y aun cambiar– aspectos culturales fundamentales o im-

* El Colegio Mexiquense.
1
Matlatzinco es el término náhuatl con el que los mexica-tenochcas llamaban a la jurisdicción
que, en tiempos mesoamericanos del Posclásico, se situó al poniente de la cuenca de México,
sobre las cabeceras de los ríos Lerma y Balsas, en la entidad mexiquense; el Matlatzinco tam-
bién era nombrado por aquéllos Tollocan-Matlatzinco o sólo Tollocan (Albores, 2006a: 254).

81

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Beatriz Albores Zárate

portantes de los otomianos, hablantes de matlatzinca, mazahua, otomí y


ocuilteco.2 Al respecto, contamos con relatos de los violentos combates
en esa jurisdicción –cuyo territorio aproximado tendió a designarse
“Valle de Toluca” desde principios del virreinato (Albores, 2006a:
254)– y con datos y aun estudios del impresionante desplazamiento
lingüístico, sobre todo en la zona central del Matlatzinco, caracteri-
zada por la presencia del volcán Nevado de Toluca y de la ciénaga o
laguna de Lerma.3 Pero, según puede observarse, no existen más que
indicios de otra parte del cambio que estaban efectuando los tenochcas
a la llegada de los españoles.
Ciertas opiniones despectivas acerca de los otomianos –que conoce-
mos en particular por los relatos de Sahagún, del siglo xvi– parecieran
responder sólo a una actitud etnocéntrica de los nahuas de la cuenca
de México o –como ha sido planteado por algunos autores– a su visión de
las diferencias culturales. Algunas de éstas se refieren a prácticas
agrícolas y no agrícolas que, a partir de las opiniones mencionadas,
resultan más obvias que otras, como lo es, concretamente, el signifi-
cado básico de la principal veintena del calendario otomiano, que los
mexicas habían incorporado al suyo en tiempos previos. Tal significado
no se menciona de manera explícita en las descripciones de las fiestas

2
Además de los cuatro idiomas otomianos que he mencionado, en el Matlatzinco se
hablaron, desde antes del dominio tenochca, distintas variantes dialectales del náhuatl,
entre otras lenguas. En este marco, por nahuatlización me refiero a la introducción en los
pueblos otomianos del Matlatzinco de aspectos culturales pertenecientes a la tradición
de los tenochcas de la cuenca de México. Se trata de aspectos de distinta índole, de los
cuales me referiré, específicamente, a los de orden lingüístico, económico –en relación
concreta con actividades no agrícolas y agrícolas, sobre todo en lo concerniente al cultivo
del maíz de temporal– e ideológico, en cuanto a la religión y a la forma de conceptuar el
mundo o conceptuación del mundo (Albores, 2006b: 75).
3
La zona media o lacustre es una de las tres zonas en que, de manera inicial, he dividido
el territorio que ocupó el Matlatzinco (Albores, 2006a: 264-265); las otras zonas son:
la norteña o serrana y la meridional o de cañadas en sierras descendentes. La zona media
contuvo a la laguna de Lerma, que fue desecada casi en su totalidad entre 1941 y 1970;
en la etapa final de la laguna de Lerma, que se sitúa de 1900 a 1970, 20 municipios
compartieron este depósito acuático y conformaron la zona lacustre del alto Lerma
mexiquense. Los 20 municipios son: Almoloya del Río, Atizapán, Calimaya, Capulhuac,
Chapultepec, Joquicingo, Lerma, Metepec, Mexicaltzingo, Ocoyoacac, Otzolotepec, Ra-
yón, San Antonio la Isla, San Mateo Atenco, Tenango del Valle, Temoaya, Texcalyacac,
Tianguistenco, Toluca y Xonacatlán.

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Matlatzincas y tenochcas

de las veintenas correspondientes y no muestra, a primera vista, tener


relación con aquellas prácticas económicas de los otomianos. Mas, en
conjunto, esas opiniones apuntan a un proceso intencional de unifi-
cación u homogeneización cultural, generado por el Estado tenochca,
que comenzó con la acción bélica.
Dicho significado atañe al ciclo del maíz de temporal,4 de ahí que
el cambio que procuraban los tenochcas consistía en darle un peso
distinto a la primera etapa de cosecha, en la que el fruto, si bien ya está
formado en su totalidad, todavía es suave y joven: inmaduro. Esa etapa
tenía una importancia particular para los otomianos, sobre todo en
términos agrícolas como veremos, y también en el aspecto ritual y en la
forma de conceptuar el mundo. Los tenochcas, en cambio, trataban
de que tal etapa fuese sólo un referente –especial para el desenlace
agrícola– de la segunda etapa de cosecha, que era más acorde con los
intereses de los guerreros hegemónicos de la Triple Alianza, puesto que
entonces las mazorcas han alcanzado su plena dureza y madurez.
Así, a partir de una misma variante agrícola de temporal –que
desde tiempos antiguos había sido adaptada a las altas y frías regiones
que ocuparon los tenochcas y la mayoría de otomianos del Matlat­
zinco– cada pueblo enfatizó una etapa distinta del cultivo del maíz,
particularmente en la fase de cosecha. Ello parecería corresponder,
en lo esencial, a sus respectivas formas ideológicas, mas en el caso de
los otomianos afloran otras cuestiones en su nexo con la agricultura
del maíz, como las relativas al profundo conocimiento de su entorno

4
“Cultivo del maíz de temporal” (Albores, 2002b, 2006b: 71) es el sistema agrícola cuya
parte principal tiene lugar en la época lluviosa, la cual corresponde a una de las mita-
des o temporadas meteorológicas en que, de acuerdo con la forma mesoamericana de
conceptuar el mundo, se divide el año trópico. Es una división conceptual con distintas
implicaciones, entre las cuales se cuentan las religiosas. En tal contexto, cabe recordar
que, a diferencia del año vago que comprende 365 días, el año trópico abarca 365.2422
días. En cuanto al sistema de temporal, relativo al cultivo del maíz, Rojas Rabiela (1991:
82) menciona que la “agricultura que depende de la lluvia estival, por eso llamada en
México de temporal, era sin duda la predominante en Mesoamérica”, así como “la que
probablemente ocupaba un área mayor y en la que se producía la mayor parte del abasto
de las poblaciones campesinas prehispánicas”. Esta forma agrícola de humedad y tem-
poral se efectuaba, a cabalidad, en la etapa final de la laguna de Lerma y aun después; en
nuestros tiempos se lleva a cabo en forma reducida y es, casi por completo, de temporal.

83

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Beatriz Albores Zárate

natural y a la consideración de las condiciones climáticas específicas.


En cuanto a los tenochcas, su prioridad en la segunda etapa de cosecha
respondería, también y en primer término, a un objetivo económico
que resultaba básico en el contexto de la expansión imperial del Estado
tenochca. Tal situación se expresó en la homogeneización de varias
cuestiones otomianas –sobre todo, de quienes habitaban la zona central
del Matlatzinco– con la tradición mexica-tenochca, y constituye un
ejemplo de la diversidad cultural y de los procesos de unificación en el
contexto mesoamericano.
En el presente ensayo trato los principales aspectos de la nahuatliza-
ción de los otomianos, en particular de los matlatzincas. Hago énfasis en
el significado básico de la veintena otomiana más importante –y en su
vínculo con las prácticas no agrícolas y agrícolas–, por cuanto aparece
velado en las narraciones y aun en la mayoría de los estudios co­rres­pon­
dien­tes. Y porque considero que esa falta de transparencia cons­ti­tu­ye
un indicador específico de la nahuatlización que estaba en curso cuando
llegaron los españoles a los valles centrales del país. De manera más
amplia, por cuanto este caso abre una de las ventanas que permiten
observar las formas empleadas en la dramática hazaña que implicó la
unificación de cuestiones medulares, en distintos momentos históricos,
al articular pueblos multiculturales que conformaron lo que ha sido
conceptuado como Mesoamérica.

Los combates

El contexto de la invasión tenochca al Matlatzinco permite no sólo


destacar la gran magnitud, sino, básicamente, evidenciar el significado
de la subsecuente nahuatlización que impusieron los conquistadores,
sobre todo en la zona media o lacustre de aquella jurisdicción otomiana.
Por una parte, la posición estratégica de ésta –que se situaba entre los
estados purépecha y tenochca en expansión– hacía que los gobernantes
tenochcas vieran al Matlatzinco como objeto de conquista desde la
época de Moctezuma Ilhuicamina (Albores, 1985).
Otra razón radicaba en la alta productividad agrícola –sobre todo
maicera– de la jurisdicción otomiana, desde tiempos mesoamericanos

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Matlatzincas y tenochcas

hasta las primeras décadas del siglo xx como lo señala la información


de numerosos autores; por ejemplo, la que proviene de Sahagún (2000,
t. II: 962-967) para el siglo xvi y la que procede de los estudios efec-
tuados en el siglo xx. Esto es, información acerca de la zona media o
lacustre del Valle de Toluca –nombre con el que empezó a conocerse la
región que ocupó el Matlatzinco desde los inicios del virreinato, como
lo mencioné anteriormente– y sobre el valle en general (Carrasco,
1950: 48; Quezada, 1972: 103; Gerhard, 1972: 176-177; Albores y Ce-
lestino, 1983; García Castro, 1999: 58; Albores, 2002b). Así, Quezada
(1972: 103) ha registrado que, según Cervantes de Salazar, la región
de “Toluca5 fue abundantísima en maíz”, el cual “continuó siendo
el cultivo más importante dentro del área”. Lo anterior se confirma,
añade la autora, por las Relaciones geográficas del siglo xvi, la Suma de
visitas y la Descripción del Arzobispado. Entonces, no sólo como fuente
de preocupación sino también como objeto de codicia, el Ma­tlatzinco
habría despertado el interés de los tenochas en sujetarlo con fines
tributarios y de colonización.
De manera que, ante la negativa de los matlatzincas a entregar ma-
teriales para construir un templo –hecho que sirvió de justificación–,
“Tlacaelel, hermano de Moctezuma I incita a Axayacatl” –en palabras
de Quezada (1972: 47)– quien, al ver “la posibilidad de extender sus
do­mi­nios hacia una zona de las más fértiles del centro de México [y] de
tener nuevos vasallos que le rindieran tributo, decidió emprender la
conquista en VII Tochtli 1474”. Después de las primeras batallas, los
enfrentamientos armados continuaron por mucho tiempo. Los tenoch-
cas conquistaron el Matlatzinco mediante los combates, considerados
decisivos, que efectuó Axayácatl de 1474 a 1476, en los que sometió
a las localidades principales de los matlatzincas y ocuiltecas, situadas,
estas últimas, en la zona meridional de la jurisdicción otomiana. No
obstante, los encuentros prosiguieron otros 34 años, que abarcan los
gobiernos de Tizoc, Ahuizotl y Moctezuma Xocoyotzin. Éstos llevaron a
cabo, fundamentalmente, batallas de reconquista, si bien ganaron ade-
más los pueblos y zonas otomíes y mazahuas más importantes.

5
Toluca es la castellanización del término náhuatl Tollocan y es otra de las denominaciones
del Matlatzinco, como lo indiqué.

85

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Beatriz Albores Zárate

Las acciones punitivas para aplacar a los rebeldes fueron muy cruen-
tas, no sólo en contra de los pueblos del Matlatzinco, sino también
de otros centros otomianos vecinos. En 1484 Tizoc recuperó pueblos
conquistados con anterioridad por Axayacatl, como Tzinacantepec,
localizado en la zona norteña, y como Tecaxic, Tlacotepec y Teote-
nanco, situados en la zona central del Matlatzinco. Durán (1951, v.
I: 330, 331) narra que, en 1486, se “acordó de que se diese guerra a
la provincia de Chiapan” –compuesta por “siete pueblos muy pode-
rosos y grandes”– la cual, junto con la de Xillotepec comprendían la
región, situada al norte del Matlatzinco, donde estaba “el riñón de los
otomíes” (Carrasco, 1950: 30). Ahuizotl atacó Xiquipilco, al que “á
poco rato […] le entraron y destruyeron y robaron”. Luego fue contra
los centros de la zona norteña del Matlatzinco, como Xocoti­tlan, al
que “desvuarataron y destruyeron [así como] Cuauhuacan, Cillan,
Maçauacan, las quales destruidas y promesas de seruir y tributar todo
lo que se les pidiese, con lo qual los mexicanos pararon de los seguir
y matar”. Con posterioridad, Ahuizotl conquistó Chiapa y Xilotepec
(principales ciudades de la provincia) y, prosigue Durán, por cuanto
los otomíes de la última, “rogando con lágrimas al rey Ahuizotl [que]
mandase cesar el robo y saco, [éste ordenó] á los capitanes y caualleros
[para que] detuviesen á los soldados”. De manera que “los echaron de la
ciudad, la qual quedó asolada y muchas casas derribadas”. La zona cen-
tral, que estaba principalmente poblada por matlatzincas, se conquistó
pasados algunos años –anota García Payón (1936: 210, 215)– y, al final,
Moctezuma Xocoyotzin reprimió a los matlatzincas de Tecaxic –que
fue destruido– el cual integraba la cabecera denominada Matlatzinco.
Ésta conformó, junto con la cabecera de Tollocan, la importante área
política nuclear de la jurisdicción de Tollocan-Matlatzinco,6 al lado de
otra de las cabeceras, que para entonces era, según parece, de menor
relevancia política: Teotenanco.

6
Smith (2011: 271) anota que Tecaxic o Tecaxic-Calixtlahuaca integra “una amplia zona
arqueológica ubicada en el pueblo de San Francisco Calixtlahuaca, municipio de Toluca,
al norte de la ciudad del mismo nombre”. Este “sitio fue sede de una capital política de
gran importancia: Matlatzinco, cuyos reyes gobernaron el Valle de Toluca durante el
periodo Posclásico (ca. 1100-1480 dC)”.

86

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Matlatzincas y tenochcas

Si bien es generalizada la opinión de que, a la llegada de los


españoles, “todos los otomianos estaban bajo el poder de la Triple
Alianza” –como lo anota Carrasco (1950: 273), entre otros autores–
se sabe que la intensidad de la sujeción no fue homogénea. El mismo
Carrasco (1950: 274) menciona “distintos grados de rigor para tratar
a los conquistados”, dependiendo de su docilidad; de manera que “a
cada nueva conquista se les imponía nuevas obligaciones hasta dejarlos
completamente sometidos o gobernados por un rey incondicional” de
los invasores, puesto que “mientras conservaban algún poder estaban
siempre dispuestos a aprovechar la ocasión de independizarse”.
Un ejemplo de lo anterior lo constituye el Matlatzinco –cuya zona
central es paradigmática– al que significativamente se refiere Carrasco
(1950: 275) al mencionar que “algo así les pasó a los de Tollocan”. Y
cita a Zorita (2011: 313, 314) cuando anota que

…despues que los subjeto axaiacaçin hizo matar a los dos señores menores
porque se mostraron Rebeldes En algunas cosas y tomo para si sus vasallas y
tierras; [en cambio], al señor principal [que se llamaba Chimaltecuhtli “por
su nombre propio” y tlatoani “por la dignidad y señorio supremo que tenia”]
porque le hera mui obediente lo dexo con todo su señorio y tierras.

Mas, como “los basallos deste se quisieron levantar contra el porque


los fatigaba demasiadamente por serbir e contentar al de México, bino
segunda bez contra ellos y les dio gueRa y los destruyo”. Entonces, hubo
algunos, de manera especial los de Tzinacantepec, que dejaron “su na-
tural” y partieron hacia Michoacán, mas “todos los matalçingos” que
permanecieron en su tierra, se quedaron bajo “la obediençia del señor
de México”, quien “tomo para si todas las tierras”. Podemos observar
que Carrasco menciona al Matlatzinco como la región que sufrió, en
alto grado, la violencia del dominio tenochca.

El cambio lingüístico

La nahuatlización del Matlatzinco fue mucho más intensa en su zona


media, donde, hasta antes de la invasión tenochca, se ubicaron las prin-
cipales cabeceras político-administrativas de la jurisdicción otomiana:

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Beatriz Albores Zárate

la del área nuclear de Tollocan-Matlatzinco y la de Teotenanco. La zona


central tenía condiciones ambientales muy favorables, no sólo por sus
ricos suelos sino también por la presencia de la laguna de Lerma, que
fue el depósito acuático más grande de toda la región. A dife­ren­cia de
lo sucedido en las otras dos zonas del Matlatzinco, la nahuatlización
en su zona central tuvo, entre otros resultados, un profundo cambio
lingüístico. Aun cuando este fue parcial, se ha mencionado de manera
reiterada en obras de algunos cronistas y de autores contemporáneos;
varios de los últimos han señalado además, al menos, tres cues­tiones
(Albores, 1985): a) el lapso, relativamente corto, en el que ocurrió dicho
acontecimiento lingüístico, de 1474 a 1519, b) la violen­cia con la que
se llevó a cabo, al emplearse la guerra como principal recurso, y c) la
magnitud del acontecimiento, a lo que me referiré con posterioridad.
En este marco, la resistencia generalizada de los otomianos a la
invasión y al sojuzgamiento de los tenochcas se expresa, entre otras
cuestiones, en el siguiente hecho lingüístico. A la llegada de los espa-
ñoles, el territorio aproximado que antaño ocupara el Matlatzinco aún
constituía el “centro de caracterización y de dispersión de los idiomas
otomianos” de Mesoamérica (Carrasco, 1950: 283).
No obstante lo anterior, en términos particulares de la zona media
y del idioma matlatzinca, es posible visualizar dos etapas: una previa
a la expansión de la Triple Alianza, en la que: a) los matlatzincas
inte­graban la población mayoritaria (Albores, 1985: 25), respecto
a lo cual Quezada (1972: 47) anota que “en la época prehispánica
[el matlatzinca] ocupaba un extenso territorio”, así como que “su
población era significativamente más elevada que la nahua, mazahua
y otomí”, y b) el matlatzinca era el idioma del grupo hegemónico del
territorio que des­pués se conoció como valle de Toluca, de manera que
en “la época prehispánica [indica Cazés (1967: 15)] el Valle de Toluca
y muchos sitios de su vecindad estuvieron ocupados o dominados por
los matlatzincas”.
Y otra etapa que siguió a la expansión tenochca, en la cual, como
anota Soustelle (1937: 16),7 “poco después de la conquista y desde la se-

7
Las citas en español del libro en francés de Soustelle (de 1937) corresponden a la tra-
ducción de la autora de este ensayo.

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Matlatzincas y tenochcas

gunda mitad del siglo xv, [la zona media del] Valle de Toluca estaba in­
va­di­da por los mexicanos”. Así, el náhuatl desplazó al matlatzinca a un
lugar secundario en la zona central de la jurisdicción otomiana (Al­bo­res,
1985). Tal acontecimiento lingüístico evidencia la magnitud de la nahua­
tlización en esa zona, al grado que García Payón (1979: 6) señala que
“si la conquista española hubiera acaecido a fines del siglo xvi, los
conquistadores y misioneros ni siquiera habrían encontrado las huellas
del pueblo matlatzinca”.
El cambio lingüístico constituye la parte obvia –o más visible– del
proceso de nahuatlización, el cual también abarcó otros aspectos de la
cultura otomiana. En efecto, en el ambiente tan conmocionado en el
que tal proceso ocurría, los tenochcas denigraban a los otomianos por
ciertos rasgos culturales, como mencioné anteriormente. Son rasgos que,
además de constituir elementos de diferenciación entre ambos grupos,
dejan entrever las implicaciones políticas, ideológicas y, a fin de cuentas,
económicas, de ese cambio homogeneizador que, habiendo sido empren-
dido por los guerreros provenientes de la cuenca de México, desde el
último cuarto del siglo xv, fue truncado por la llegada de los españoles.

Actividades no agrícolas

Si bien existen referencias y aun reflexiones ocasionales sobre las activi-


dades no agrícolas entre los otomianos, lo que atañe a éstas no ha sido
estudiado en el marco del proceso de nahuatlización del Matlatzinco.
Se trata de uno de los aspectos del entramado cultural otomiano, con
especiales implicaciones no sólo económicas sino también en cuanto
a la ideología religiosa y a la forma de conceptuar el mundo. Por ello,
lo analizaré con cierto detenimiento en este apartado.
En el siglo xvi, la agricultura era la base económica de los otomia-
nos, si bien ésta contenía muy importantes actividades no agrícolas:
a) de caza y recolección, sobre todo en las zonas septentrional y sureña
de la región que ocupó el Matlatzinco, y b) de las variantes acuáticas de
esas actividades y de pesca, específicamente en la zona lacustre de dicha
región (Albores, 1995: 426; 2011a: 300-303). El peso de la economía no
agrícola puede apreciarse, indirectamente, en uno de los señalamientos

89

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Beatriz Albores Zárate

de Sahagún. Autor de especial interés, debido a que –de acuerdo con


Carrasco (1950: 24)– “desde el punto de vista etnográfico, [aquél] nos
presenta la visión que los mexicanos tenían de los otomíes, matlatzincas
y mazauas”.8 Así, Sahagún (2000, t. II: 962-963) anota que los “oto-
míes eran muy perezosos” porque, como “trabajadores en labranzas, no
eran muy aplicados en ganar de comer y usar de continuo el trabajo
ordinario”. De manera que, “en acabando de labrar sus tierras, andaban
hechos holgazanes, sin ocuparse en otro ejercicio de trabajo, salvo que
andaban cazando conejos, liebres, codornices y venados, con redes o
flechas, o con liga, o con otras corcherías que ellos usaban para cazar”.
Con su observación, de que la cacería no forma parte del “trabajo”
que los tenochcas consideraban “ordinario” –como la agricultura, en
particular la maicera– sino que constituye “otro ejercicio de trabajo”,
Sahagún señala, precisamente, uno de los elementos que distingue a los
otomianos ante los tenochcas. En torno a lo anterior, Carrasco (1950:
303) indica que existía una similitud básica entre ambos grupos, aun-
que con matices. Acerca de la semejanza, este autor menciona que “la
cultura otomí aparece fundamentalmente semejante a la de sus vecinos
nahua”, puesto que “ambos la derivan de la época tolteca”. En vínculo
con lo previo, Carrasco (1950: 293-296) menciona un importante as-
pecto, relativo a la acción unificadora que provino del Estado tolteca, lo
cual llama nuestra atención hacia los procesos que condujeron a la inte-
gración de Mesoamérica. Se trata, en particular, de uno de los procesos
–el anterior al que emprendieron los tenochcas– por el que los oto-
mianos ya habían recibido acciones unificadoras. Así –continúa el
autor– los “otomianos fueron dominados por los fundadores del imperio
de Tollan” y formaron parte de éste desde su inicio hasta su derrumbe.
En “consecuencia la cultura de los otomianos tal como la conocemos
en el momento de la conquista [hispana] es fundamentalmente tolteca
por haber estado sujeta a las influencias unificadoras del largo periodo
de preponderancia nahua-tolteca”. Sin embargo, aquella –anota el
autor, en cuanto a las diferencias entre otomianos y tenochcas– “está
matizada por elementos más antiguos (costeños) [u “olmeca”] o más

8
Al respecto, Carrasco (1950: 24) anota que de “las fuentes no locales la más importante
desde el punto de vista etnográfico es Sahagún”.

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Matlatzincas y tenochcas

modernos (chichimeca) que la dan su carácter peculiar”. De manera


que tales “rasgos son los que definían a los otomíes a la vista de los
naua como se puede comprobar leyendo los informes de Sahagún. Por
ese motivo se considera a los otomíes como un pueblo muy antiguo o
como chichimeca reciente y en cualquier caso inferiores culturalmente
a los naua”.
Carrasco menciona elementos de diferenciación antiguos, costeños
u olmecas, y recientes, modernos o chichimecas, si bien en lo relativo a
las prácticas económicas de los otomianos –que tenían una im­plicación
de inferioridad ante los tenochcas– en su análisis se refiere de manera
explícita sólo a los últimos, concretamente a la cacería terrestre. Al
respecto, el autor indica que la cultura otomiana exhibe “muchos rasgos
de origen chichimeca”, algunos de los cuales “están extendidos por toda
Mesoamérica o en gran parte de ella”, por lo que habrían sido “intro-
ducidos por los fundadores del imperio tolteca, así el arco y la flecha”
(Carrasco, 1950: 297). Y es la flecha uno de los instrumentos que, de
acuerdo con la cita de Sahagún, usaban los otomianos en la cacería.
Sobre lo anterior, Carrasco (1950: 298) plantea que “la gran impor-
tancia de la cacería entre los otomianos se debe en parte a influencias
del Norte pero también al clima semidesértico de algunas regiones, poco
favorables a la agricultura, que fomentó esa actividad”. Tal situación
ambiental no corresponde a la región que ocupó el Matlatzinco, puesto
que ésta contó con muy buenas condiciones naturales que posibili-
taron una excelente producción agrícola, particularmente maicera,
desde tiempos mesoamericanos hasta ya avanzado el siglo xx, según
lo apuntan numerosos autores, como lo mencioné con anterioridad. Lo
relativo a las actividades no agrícolas, en esa región, parece guardar
relación, en buena medida, con un “útil de caza –la red– que no
conocían los cazadores del Norte”. Y como vimos, la red es otro de los
instrumentos citados por Sahagún.
En efecto, en el Matlatzinco, el uso de la red tuvo un amplio desa-
rrollo en relación con numerosas actividades no agrícolas, así como
también agrícolas y rituales, entre otras (Sahagún, 2000, t. II: 964-965;
Soustelle, 1993: 16; Carrasco, 1950: 48, 62-63; Albores y Hernández,
1978a, 1978b; Albores, 1995; Patrick, 2007). En la zona central de
aquella jurisdicción, la presencia de la laguna de Lerma permitió la

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Beatriz Albores Zárate

conformación de un “modo de vida lacustre” (Albores, 1981, 1984,


1995; García Sánchez y Aguirre Anaya, 1994) –o de un “modo de
subsistencia lacustre” (Sugiura y Serra, 1983, Sugiura, 1998, 2009)–, en
el que el uso de la red fue fundamental. Y no sólo como “útil de caza”
–en la captura de aves acuáticas, por ejemplo– sino sobre todo como
medio de pesca: la red rectangular –el “chinchorro”– y, esencialmente,
un tipo de red elíptica, la llamada matla en náhuatl. Ésta se relaciona
con el nombre que los mexicas daban a los matlatzincas: “gente de la
red” (Soustelle, 1993: 16; Carrasco, 1950: 13; Albores, 1995: 22), lo
que muestra su importancia específica.
En referencia a la “macla”9 –como en español era llamada la matla
du­rante la etapa final de la laguna de Lerma– Soustelle (1937: 17)
se­ña­la que este tipo de red “es seguramente muy viejo; [su] técnica
ha de­­bido desarrollarse alrededor de las lagunas de Lerma”, como, al
pare­cer, también se desarrolló –en general en la región que ocupó el
Ma­tlatzinco– la parte medular del entramado cultural en el que las
ac­ti­­vidades no agrícolas tuvieron una significación tan especial, y no por
sus condiciones ambientales adversas, sino, al contrario, por su enor­me
diversidad ecológica. Así, la cacería debió remontarse a tiempos muy
antiguos en el Matlatzinco –para haber tenido tan “gran im­portancia”,
como lo indica Carrasco– al igual que el uso de la red –en la caza y en
las otras actividades no agrícolas y agrícolas– en referencia particular a
la zona media de la jurisdicción otomiana, tal como puede apreciarse
con base en información etnográfica (Albores, 1995).
Es un entramado que, entre otras actividades no agrícolas, se basó
–en sus inicios y, como un medio fundamental, en todo su transcur-
so– en labores de caza, pesca y extracción de flora y fauna acuáticas,
que integraron el “modo de vida lacustre”, como lo mencioné. De
manera que, con un origen teóricamente preagrícola y un despliegue
histórico que concluye en la industrialización en el siglo xx, ese modo
de vida pudo, quizá, propiciar la domesticación y el cultivo de vegetales
–en particular el maíz y su ancestro, el teocintle– así como sostener
actividades que trascendieron –aun después del desecamiento de la

9
Las palabras y frases entrecomilladas, sin referencia bibliográfica, provienen textualmente
de los vecinos del territorio que ocupó el Matlatzinco.

92

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Matlatzincas y tenochcas

laguna de Lerma– a la sombra del capitalismo y de la globalización, en


el siglo xx (Albores, 1995, 2009, 2011a, 2011b). En tal sentido, la gran
importancia de las actividades no agrícolas, como las especificidades
agrícolas –que veremos más adelante– parecen explicarse a partir de
un desarrollo local muy antiguo, que debió compartir con la vecina
cuenca de México.
Es entonces sugerente que aun en la época del contacto con los espa-
ñoles, en el siglo xvi, los nombres principales de los matlatzincas –que
han subsistido, académicamente, hasta nuestros tiempos– aludieran a la
honda, al tule y sobre todo a la red (Sahagún, 2000, t. II: 964, 965), que
simbolizan, de manera respectiva, las actividades de cacería acuática,
de recolección –y elaboración– de vegetales lacustres y de pesca. Son
nombres: “cuacuatas”, “toloques” y “matlatzincas” (Sahagún, 2000, t. II:
964-965) que dan cuenta de la importancia de las actividades no
agrícolas –además de acuáticas– en la economía otomiana, en par­
ticular en la zona central del antiguo Matlatzinco. Que sea la red con
mango, la “macla”, la que está plasmada en el jeroglífico que usaron
los tenochcas para representar a Tollocan-Matlatzinco –de matla, que
en náhuatl significa un tipo de “red”, como ya lo anoté– y que sea el
nombre matlatzinca el que ha continuado hasta hoy en día, evidencia la
importancia básica de la pesca en la conformación de ese modo de vida,
así como en su desarrollo (Albores, 1995; 1998a; 2002a: 62-63; 2011a).
Con base en lo anterior, es posible apreciar que las actividades no
agrícolas constituían un importantísimo aspecto que focalizó el Esta-
do tenochca, el cual, desde su expansión imperial por la vía armada,
requirió mayor cantidad de maíz para dar de comer a los guerreros, y
cabe suponer que se consideraría que aquellas actividades mermaban
el esfuerzo que podría dedicarse al cultivo maicero. Es, entonces,
en el marco de tal requerimiento como podemos observar que los
tenochcas hicieron hincapié en algunas de las diferencias otomianas,
como la que se refiere a las actividades no agrícolas terrestres, en par­
ticular la cacería. En tal sentido, la continuidad hasta hace poco
tiempo –como lo es en concreto la etapa final de la laguna de Lerma
(entre 1900 y 1970), y aun con posterioridad– de ciertos elementos o
conjuntos de éstos de origen muy antiguo entre los otomianos –sobre
todo los de la zona lacustre– es significativa, si consideramos que dicha

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Beatriz Albores Zárate

jurisdicción fue de las más nahuatlizadas a raíz de la conquista tenochca.


Al respecto, Carrasco (1950: 300) menciona que con “la supremacía
azteca aumenta la población naua entre los otomianos y se incorporan
a su cultura rasgos nuevos, [siendo] el Valle de Toluca [una de las dos
regiones] donde fue más fuerte la influencia azteca”.
De manera que las labores no agrícolas –y su importancia– entre los
otomianos constituían no sólo rasgos de diferenciación con respecto a
los tenochcas, sino que eran parte de sus formas económicas básicas;
estaban articuladas al entramado económico –en el que la agricultura
sobre todo maicera constituía el núcleo– para la consecución de los
mantenimientos y la procuración de la subsistencia. Es un entramado
que, cabe subrayar, había sido construido en el marco de un tipo de
entorno lacustre de altura, con volcanes nevados (Albores, 2006b: 73),
en el que las condiciones climáticas particulares implican –como en
cada contexto– la necesidad de un conocimiento profundo del medio
natural específico.
En cuanto al entramado económico-cultural –de orígenes muy
antiguos– de los pueblos del territorio que ocupó el Matlatzinco, es
pertinente la mención de Carrasco (1950: 293-296) sobre la presencia,
entre los otomianos, de “elementos culturales que en el siglo xvi eran
característicos de los pueblos costeños (olmeca)”. En efecto, pues se
trata de elementos que “son decididamente importantes en la cultura
otomí, más que entre los naua” –añade el autor– aun “en lo que se refiere
a rasgos que también éstos tenían”. Y, no obstante que el autor consi-
dera que dichos elementos pudieron haberse incorporado a la cultura
otomiana en periodos “relativamente recientes” como el “tolteca” y
el “postolteca”, concluye “que los otomíes conservaron hasta la época
de la conquista rasgos del horizonte cultural pretolteca”.
Ahora bien, uno de los elementos, que según Carrasco (1950: 293,
294), con base en Krickeberg, Kirchhoff y Soustelle, en el siglo xvi eran
característicos de los pueblos costeños u “olmeca” y que aparecen en la
cultura otomí y otomiana, en general, es el “juego del volador”. Sobre
éste el mismo autor indica que otros “aspectos de las culturas otomí
y costeña no son enteramente iguales pero pueden ser evoluciones
divergentes de una cultura común más antigua. Así el volador de la
costa y el Xocotl uetzi de los otomíes”, el último de los cuales es uno

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Matlatzincas y tenochcas

de los nombres nahuas de la principal veintena del calendario otomia-


no –en la que se veneraba a la deidad más importante– y que, como
lo mencioné, está vinculada con la consecución del divino alimento.

El cultivo del maíz de temporal

El aspecto de particular significación que los tenochcas focalizaron en


relación con los otomianos se refiere a la fase de cosecha del cultivo
de temporal del maíz que ambos grupos practicaron, en su variante de
humedad. Me refiero al “sistema de humedad y temporal” (Albores,
2002b), que se efectuaba a plenitud en la última etapa de existencia de
la laguna de Lerma (1900-1970), en las partes alejadas de este depósito
acuático; por ejemplo, en la llamada “sección de arriba” del municipio
de San Mateo Atenco, el cual es representativo de los pueblos ribereños de
la zona lacustre del antiguo Matlatzinco.
A diferencia de “los camellones” o “chinampas” –que, mediante “el
sistema de humedad y riego” (Albores, 1998a), producían todo el año
en el borde de la laguna de Lerma– en los terrenos de humedad y tempo-
ral sólo se logra una cosecha anual de maíz, después de la cual aquéllos
quedan sin cultivarse. No obstante lo anterior, es decir, a pesar de no
integrar un sistema de temporal intensivo –como los que permiten
levantar dos cosechas cada año–10 su producción anual, continua,11 es
superior a la de otros sistemas temporaleños de algunas áreas de la zona
septentrional del antiguo Matlatzinco, donde los predios deben dejarse
descansar de uno a dos años (Reyes y Albores, 2010). En tal sentido,
la fase de siembra –y todo el ciclo agrícola– se delimitó ritualmente en

10
Como es el caso del sistema de temporal en Tuxtla Chico, que es uno de los municipios
de la región del Soconusco, en el estado de Chiapas. La información se basa en el trabajo
de campo que efectué en ese municipio, en febrero y abril-mayo de 2003.
11
Sobre esta cuestión, consúltese Rojas (1985, t. I: 132), quien menciona que “Tras la
antigua y ya tradicional forma de diferenciar la agricultura según la fuente de aprovisio-
namiento de la humedad en temporal, humedad y riego” se manifiestan “las diferencias en
la intensidad agrícola” como “los sistemas intensivos, ya sea anuales o continuos, y los de
temporal”, los cuales “rara vez lo fueron de tipo intensivo. Esto no descarta [que] algunos
sistemas de temporal fueran más intensivos, bien porque se daban condiciones naturales
excepcionales” o bien por “arte del trabajo humano que acondicionó […] el terreno”.

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Beatriz Albores Zárate

la región, tomándose en cuenta las particularidades geoambientales,


con lo que se indican los momentos apropiados para efectuar el ciclo
del maíz, lo que implica un conocimiento milenario del medio natural.

Entorno natural y cultivo

En la mayor parte del territorio que ocupó el Matlatzinco que, al igual


que la cuenca de México, se sitúa a una altitud superior a los 2 000 msnm
(metros sobre el nivel del mar),12 así como a una latitud norteña de 19º,
los cultivadores tratan de evitar el daño que pueden causar, además de
las lluvias, las heladas. Éstas se presentan, por lo general, de noviembre a
inicios de marzo, pero algunas pueden acaecer desde el comienzo de
oc­tu­bre y aun en septiembre, en tanto que otras, las tardías, llegan a ocu­
rrir hacia fines de mayo. Por lo anterior, la fase general de siembra se
em­pren­de en marzo y, con más amplitud, en abril, es decir, antes de que
comience la época de lluvias, que en la antigua zona lacustre del Ma­tlat­
zin­co está delimitada por las fiestas de la Santa Cruz y la de Muer­tos.13
En la zona lacustre se usó con amplitud el agua de deshielo –que,
mediante canales o zanjas, descendía hasta la laguna de Lerma, desde
las montañas circundantes– sobre todo la proveniente de la cima del
Nevado de Toluca, cuya nieve se derretía, en particular, durante la etapa
más cálida de la época seca del año. Etapa que ocurre después del periodo
de heladas: alrededor del equinoccio de primavera y coincide o bien se
vincula, en términos religiosos, con la Semana Santa. Esta conmemo-

12
Arce et al. (2009: 25, 279) señalan que “la cuenca del Alto Lerma” alcanza “una eleva-
ción de 2 570 msnm” y que la altitud de la laguna de Lerma o “lago Chignahuapan es de
2 572 msnm”.
13
En la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, como en éste, la época lluviosa del año se
acota por las fiestas de la Santa Cruz y la Llegada de los Muertos o Muertos. Éstas forman
parte de una “estructura de cuatro fiestas” –o “cuatro fiestas en cruz griega” (Albores,
2006b: 91)– que encontré en julio de 1991 entre los especialistas rituales del tiempo
–conocidos con el nombre genérico de “graniceros” (Albores, 1995, 2006a: 73)–, cuyo
santuario está en la cima del volcán Olotepec, situado al oriente del Nevado de Toluca.
Los graniceros del Olotepec “abren” el temporal de lluvias en una de sus cuatro fiestas
obligatorias: la de la Santa Cruz, y lo “cierran” en la conmemoración de Muertos, que es
otra de las fiestas que deben celebrar anualmente.

96

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Matlatzincas y tenochcas

ración católica movible se marca a partir de la Pascua de resurrección


de Jesucristo, que se celebra el domingo posterior a la primera luna
llena que sigue al equinoccio de primavera. Así, el agua que bajaba a la
laguna, al desbordarse de las zanjas, humedecía los terrenos de labor,
de manera que los campesinos podían prepararlos para efectuar la parte
básica de la fase de siembra, ya fuera desde el equinoccio de primave-
ra y la Semana Santa o hasta ésta, de acuerdo con su acaecimiento.
La Semana Santa puede ocurrir desde la semana en que tiene lugar el
suceso equinoccial hasta aproximadamente 30 a 35 días posteriores a ese
evento solar. Es decir, significativamente, hasta la fiesta de San Marcos.
Ahora bien, esta celebración (el 25 de abril) forma parte –en distintas
regiones de la antigua Mesoamérica, entre las que se cuenta la del Nevado
de Toluca– del lapso festivo o novena de la Santa Cruz, misma que marca,
en términos rituales, el principio de la época lluviosa del año trópico,
como lo mencioné. Así, a través de su señalamiento ritual, se hacía ma-
nifiesto el lapso en que tiene lugar una especie de puente acuático –desde
el equinoccio de primavera, cuando escurre agua del Nevado de Toluca
y de otros montes, hasta el comienzo de la temporada de lluvias–, para
que fuera aprovechado por los cultivadores de la zona (Albores, 2002b;
2011a; Reyes y Albores, 2010). Ahora bien, durante la fase de siembra,
los pobladores de la región han acostumbrado plantar en distintas etapas,
en las que, según puede observarse, están implicadas algunas formas de
conceptuar el mundo de origen mesoamericano.

La siembra

La siembra del maíz se delimita al comienzo por el día de la Candela-


ria –el 2 de febrero– y por la fiesta de San José –el 19 de marzo–, y, al
final, por la de San Isidro Labrador –el 15 de mayo–, si bien es posible
plantar hasta antes de su equivalencia gregoriana, el 25 de mayo (Al-
bores, 2002b: 253-254). Así, en la fase de siembra se pueden distinguir
dos etapas –que realizan respectivos grupos de cultivadores– y un día
inicial o inaugural que están marcados por fiestas religiosas correspon-
dientes, las cuales, aun cuando tienen un referente católico, expresan
una honda raíz mesoamericana.

97

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Beatriz Albores Zárate

A pesar de las condiciones ambientales, que se vinculan con las hela-


das, el agua de escurrimiento sobre todo –desde el cinturón montañoso
que casi encerraba a la zona lacustre– y la caída aislada de lluvias –entre
diciembre y el comienzo de febrero y aun hasta la primera veintena de
marzo– hacían posible un día inaugural de siembra, señalado por la fiesta
de la Candelaria, el 2 de febrero. En esta fecha se efectuaba de manera ge­
ne­ra­li­za­da, con un fuerte contenido ritual, la plantación minoritaria en
predios que, siendo de humedad, se cultivaban con el sistema de
temporal. Su objetivo parece que se debió a la intención de marcar el
ciclo agrícola –que tiene su más importante señalamiento final en la
fiesta de Muertos, entre cuyas fechas locales se cuentan las del 30 de
octubre y las del 2 y el 4 de noviembre– desde que la semilla maciza
del maíz se siembra hasta que los granos de la mazorca alcanzan su total
endurecimiento y vuelven a ser, a la vez, fruto y simiente potencial.
Con ello se delimita un ciclo con tres cuentas, una de las cuales cubre
260 días –del 12 de febrero, que es la equivalencia gregoriana del 2 de
febrero al 30 de octubre–, la que, de manera significativa, corresponde
a una de las cuentas básicas del calendario mesoamericano (Albores,
2006b: 100-101).
En esa misma perspectiva, hasta antes de la desecación de la laguna
de Lerma, en la zona lacustre del antiguo Matlatzinco se conservaban
algunas fechas del calendario matlatzinca –relativo a la otra cuenta
mesoamericana básica, la de 360+5 días, que los tenochcas llamaban
xiuhpohualli– vinculadas con una de las etapas de siembra del maíz de
temporal.

El calendario matlatzinca

Parece probable que el calendario matlatzinca provenga, culturalmente,


de la región que abarcó el antiguo Matlatzinco. Algunos autores –como
Caso (1946), Carrasco (1950: 189) y Bartholomew (2003)– señalan
el origen del calendario en el actual estado de Michoacán, mientras
que Barlow (1951: 72) ubica su procedencia “por la zona matlatzinca
de Toluca y no entre los colonos [matlatzincas, acotación: Albores]

98

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Matlatzincas y tenochcas

michoacanos”.14 Aun en el primer caso, el calendario manifestaría la


tradición cultural de los pobladores de la región que ocupó aquella juris­
dicción otomiana, puesto que, como lo anota Carrasco (1950: 41), el
“principal núcleo” de matlatzincas –que, en el siglo xvi, se encontraba
en lo que hoy es Michoacán– “procedía de Tollocan”.15
El calendario matlatzinca ha sido estudiado por destacados investi-
gadores, entre los que figuran León (1903: 66), Soustelle (1937: 528-
529); 1993: 525-528), Caso (1946), Carrasco (1950: 189-193), Barlow
(1951: 69-72) y Hernández (2009: 64-80). Al final de su análisis, Caso
(1946: 98) se refiere al “año matlatzinca 11 bani, correspondiente al
azteca 9 calli, que principió el 6 de abril de 1553 y terminó el 5 de abril
de 1554”. Con base en Caso, otros autores –como Edmonson (1995:
105)– registran 1553 como el año en que el calendario fue escrito.
Ahora bien, a partir de las anotaciones nahuas hechas al margen del
manuscrito original del calendario, Barlow (1951: 69, 72) indica que
aquel “fue redactado entre 1553 y 1654”. Lo que plantean Caso, otros
autores y, en parte, Barlow concuerda con algunos datos que forman
parte del aporte de carácter lingüístico hecho en 2003 por Bartholo-
mew (2003: 1, 2).16 Así, con base en un cambio lingüístico, la autora
señala que “los nombres matlatzincas” de los censos de tributarios de

14
Barlow (1951: 69, 72) llega a esta conclusión después de consultar el manuscrito “original
que desapareció antes de 1804, y que pude localizar en la Biblioteca Nacional de París,
a través de una fotostática existente en la Biblioteca del Museo Peabody”. El autor se
percató de que, entre las anotaciones, en náhuatl, del manuscrito, estaba escrito “el
topónimo significativo de Tlacotepec, pueblo de la región toluqueña”; por tanto, si bien
fue “redactado” en “la zona matlatzinca de Toluca”, no en Michoacán, “pronto cayó en
manos de algún indígena de habla nahua”.
15
Esta gente –anota Carrasco (1950: 41)– “ocupa la región comprendida entre Andapara-
peo (Indaparapeo) y Tiripitio pero sin incluir esos pueblos. Sus centros principales eran
Charo Matlatzinco y Undameo”.
16
Se trata de la ponencia de Doris Bartholomew, “Nuevas luces sobre el calendario ma­
tlatzinca”, expuesta en el V Coloquio Internacional sobre Otopames, el 3 de noviembre
de 2003. Agradezco a la doctora Bartholomew (2003) que, entonces, me proporcionara
la versión escrita de su ponencia, autorizándome su empleo. La autora realiza sus plan-
teamientos a partir del “que parece ser el original” del calendario matlatzinca, el cual
figura, en la Biblioteca Nacional de París, como “documento 381”, dentro de “la antigua
colección de Boturini” (Bartholomew, 2003: 1).

99

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Beatriz Albores Zárate

1556 y 1635 de Charo, Michoacán, “corresponden a los nombres de


los días del calendario”.

Cultivadores abrileños

Hacia 1970 –y aun después–, en la zona lacustre de la región del Ma­


tlat­zinco, la mayoría de cultivadores de maíz de temporal (conocidos
como no “marceños”) efectuaba la siembra al inicio del calendario
matlatzinca –de 365 días– que Caso y otros autores ubican –en su
versión escrita– hacia 1553, como vimos. Al respecto, es significativo
que algunos integrantes de dicho grupo mayoritario hicieran referencia
textual a la fecha juliana del 6 de abril,17 con el que empieza la primera
veintena matlatzinca, llamada Yn thazari (de acuerdo con la transcripción
de Bartholomew, 2013) (cuadro 1). En su equivalencia gregoriana,
dicha veintena inicial concluye el 2 de mayo (cuadro 2), fecha que,
junto con la del día 3, corresponde a la fiesta de la Santa Cruz, que
localmente marca el inicio a la época lluviosa del año trópico, como
mencioné. Es decir, al inicio de esa veintena se emprende el cultivo
y, a su término, comienza de manera ritual la mitad anual húmeda.
Ahora bien, los cultivadores de la región mencionan que la etapa
de siembra termina el 15 de mayo (fiesta de San Isidro labrador) –si
bien todavía es posible plantar antes de su equivalencia gregoriana, el
25 de ese mes, como lo dejé anotado–, que es el día juliano que cierra
la segunda veintena del calendario matlatzinca: Yn dehuni. O sea, la
siembra se situaba, en pleno siglo xx, en las dos veintenas iniciales del
calendario matlatzinca. Que se conserven en la tradición oral estas
fechas julianas del calendario matlatzinca –que circunscriben la etapa
de siembra en las dos primeras veintenas– y algunas equivalencias
gregorianas es un indicador importante de la trascendencia del aspecto
económico del cultivo del maíz y de los rituales conexos, así como de

17
La información etnográfica procede del trabajo de campo que he hecho en varias tem-
poradas desde 1979, en la zona lacustre de la región que ocupó el Matlatzinco y, sobre
todo desde 1991, en otras áreas de éste.

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Matlatzincas y tenochcas

Cuadro 1
Calendario Matlatzinca.
Fiestas de las veintenas, relativas a la cuenta de 360+5 días.
Correlación fija, en su correspondencia juliana*

Veintenas mesoamericanas Calendario cristiano juliano


1 Yn thazari** 06 Ab-25 Ab***
2 Yn Dehuni 26 Ab-15 My
3 Yn thezamoni 16 My-4 Jn
4 Yn tturimehui 05 Jn-24 Jn
5 Yn thamehui 25 Jn-14 Jl
6 Ynis cätholohui 15 Jl-03 Ag
7 Ymattatohui 04 Ag-23 Ag
8 Ytzbachaa 24 Ag-12 Sp
9 Yn toxiqui 13 Sp-02 Oc
10 Yn thaxigui 03 Oc-22 Oc
11 Yn thechagui 23 Oc-11 Nv
12 Yn thechotahui 12 Nv-01 Dc
13 Ynteyabihitzin 02 Dc-21 Dc
14 Yn thaxitohui 22 Dc-10 En
15 Falta el nombre 11 En-30 En
16 Falta el nombre 31 En-19 Fb
17 Falta el nombre 20 Fb-11 Mr
18 Falta el nombre 12 Mr-31 Mr
In tasyabin**** 01 Ab-05 Ab

* Cuadro hecho por Beatriz Albores Zárate, con base en Bartholomew, “Nuevas luces sobre el ca­
len­da­rio matlatzinca”, V Coloquio Internacional sobre Otopames, Querétaro, 2003, y en Carrasco,
1950: 191-192.
** “Yn thazari (?)”, como lo transcribe Bartholomew (2003) en su anexo: “Comparación del calen­
dario matlatzinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario matlatzinca,
colección de Lorenzo Boturini, p. 55”. O bien “Yn tagari”, de acuerdo con la anotación de Carrasco
(1950: 190, 191).
*** Las abreviaturas corresponden a: enero (En), febrero (Fb), marzo (Mr), abril (Ab), mayo (My),
junio (Jn), julio (Jl), agosto (Ag), septiembre (Sp), octubre (Oc), noviembre (Nv) y diciembre (Dc).
**** “Yn tasyabire”, según Carrasco (1950: 190), quien señala que “los cinco días, del 1 al 5 de abril,
no tienen nombre matlatzinca y están marcados con la palabra in tasyabire. Seguramente son los
5 días demasiados”.

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Beatriz Albores Zárate

Cuadro 2
Calendario Matlatzinca. Fiestas de las veintenas, relativas a la cuenta
de 360+5 días. Correlación fija, en su correspondencia gregoriana*

Veintenas mesoamericanas Calendario cristiano gregoriano


1 Yn thazari** 13 Ab-02 My***
2 Yn Dehuni 03 My-22 My
3 Yn thezamoni 23 My-11 Jn
4 Yn tturimehui 12 Jn-01 Jl
5 Yn thamehui 02 Jl-21 Jl
6 Ynis cätholohui 22 Jl-10 Ag
7 Ymattatohui 11 Ag-30 Ag
8 Ytzbachaa 31 Ag-19 Sp
9 Yn toxiqui 20 Sp-9 Oc
10 Yn thaxigui 10 Oc-29 Oc
11 Yn thechagui 30 Oc-18 Nv
12 Yn thechotahui 19 Nv-8 Dc
13 Ynteyabihitzin 09 Dc-28 Dc
14 Yn thaxitohui 29 Dc-17 En
15 Falta el nombre 18 En-06 Fb
16 Falta el nombre 07 Fb-26 Fb
17 Falta el nombre 27 Fb-18 Mr
18 Falta el nombre 19 Mr-07 Ab
In tasyabin**** 08 Ab-12 Ab

* La correlación en su correspondencia gregoriana fue hecha por Beatriz Albores Zárate, con base
en Bartholomew, “Nuevas luces sobre el calendario matlatzinca”, V Coloquio Internacional sobre
Otopames, Querétaro, 2003, y en Carrasco, 1950: 191-192.
** “Yn thazari (?)”, como lo transcribe Bartholomew (2003), en su Anexo: “Comparación del
calendario matlatzinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario
matlatzinca, colección de Lorenzo Boturini, p. 55”. O bien Yn tagari”, de acuerdo con la anotación
de Carrasco (1950: 190, 191).
*** Las abreviaturas corresponden a: enero (En), febrero (Fb), marzo (Mr), abril (Ab), mayo (My),
junio (Jn), julio (Jl), agosto (Ag), septiembre (Sp), octubre (Oc), noviembre (Nv) y diciembre
(Dc).
**** “In tasyabire”, según Carrasco (1950: 190), quien señala que “los cinco días” del 8 al 12 de
abril “no tienen nombre matlatzinca y están marcados con la palabra in tasyabire. Seguramente
son los 5 días demasiados”.

102

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Matlatzincas y tenochcas

la forma mesoamericana de conceptuar el tiempo-espacio, cuyo eje


central o estructural lo constituye el calendario.

Cultivadores “marceños”

En la zona lacustre, y en toda la región, existe otro grupo de sembra-


dores, que es el menos numeroso y está conformado por los llamados
“marceños”, quienes siembran desde el equinoccio de primavera, el 19,
20 o 21 de marzo, hasta fines de este mes. Así, es posible que los mar-
ceños sigan un patrón de siembra que pareciera haber sido preferencial
entre los tenochcas. Esto es, debido a que lo encontramos en pueblos de
la zona lacustre como Totocuitlapilco y Mexicaltzingo que, junto con
los que se fundaron con gente procedente de la cuenca de México,
como Huitzila, Azcapotzaltonco, Chapultepec y otros, conformaron
significativos focos políticos y culturales de nahuatlización, a raíz de
la conquista tenochca (Albores, 1985).
Estaríamos, entonces, ante dos patrones preferenciales de siembra:
uno matlatzinca y otro mexica. Patrones preferenciales que no exclu-
yen que los propios otomianos lleven a cabo la siembra en momentos
diferentes. En efecto, Margarita Vega (1995) menciona que según la
costumbre de los otomíes de Temoaya –que es extensible a la región–
“se recomienda iniciar la siembra el día 2 de febrero con la semilla
de maíz blanco”. El “18 de marzo, cuando regresan los días del sol, se
sugiere sembrar el maíz rosado y negro, y, en las primeras semanas de
mayo, se siembra el maíz amarillo”.
Los que siembran en marzo ganan tiempo para que la mazorca
acabe de endurecerse antes de que alguna helada tempranera dañe su
maduración, pero se arriesgan a perder la cosecha si hiela tardíamente,
cuando la planta empieza su crecimiento. Desde tal perspectiva, los no
marceños llevan cierta ventaja al comienzo del ciclo, aunque no están
exentos de los perjuicios de las heladas tempraneras.18 Si se planta
después del 15 o del 25 de mayo no sólo hay un riesgo mayor por las

18
Un tercer grupo, que es pequeño, ha acostumbrado sembrar en cualquier etapa de toda
la fase.

103

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Beatriz Albores Zárate

heladas, sino también por la posible abundancia de la precipitación


pluvial, que acelera el crecimiento de la mata, dificultándose su jiloteo
o la adecuada granazón del fruto al llegar los fríos. Ahora bien, las he-
ladas previas a la cosecha de la mazorca madura son benéficas, por una
parte debido a que contribuyen al endurecimiento del grano macizo
y, por otra, puesto que, al acabar con la vegetación que crece en la mil-
pa, le evitan al cultivador el último deshierbe antes del corte del maíz.
Que, en la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, los marceños
integraran el grupo minoritario de cultivadores puede deberse a que la
etapa de siembra marceña, por corresponder no al patrón preferencial
de siembra otomiano, más generalizado, sino a un patrón que parece
haber sido preferencial entre los mexicas, como lo mencioné, se ubica
en la época seca del año. Y, como veremos después con mayor deteni-
miento, es esta época la que –al igual que la cosecha del grano macizo
del maíz– priorizó el Estado mexica, en concordancia con sus objetivos
imperiales. Ello, debido a que el maíz totalmente maduro es fácilmente
almacenable durante una amplia temporada y podía ser usado con pos-
terioridad en la alimentación de los contingentes guerreros. Se trata del
maíz harinoso, que en nuestros tiempos se cosecha a partir de la fiesta de
Muertos, la cual integra el marcador ritual del inicio de la épo­ca seca,
la que se vincula con la parte diurna del cosmos y está regida por el Sol.
Por ello, habría sido significativo que el comienzo de la siembra estuviera
marcado por un evento solar: el equinoccio de primavera.
En cambio la siembra y sobre todo, como también veremos con
posterioridad, la cosecha de los otomianos se encuentra –al igual que su
tradición en general– fundamentalmente vinculada con la parte
húmeda y nocturna del cosmos. Por lo anterior, los no marceños de
la zona lacustre cultivarían de acuerdo con la costumbre otomiana o,
más precisamente, matlatzinca.

Cosecha y consumo del maíz fresco

Los tenochcas estigmatizaron a los otomianos por efectuar una parte


importante del corte del maíz en la primera etapa de la cosecha, dentro
del sistema de humedad y temporal que ambos grupos compartían. Por

104

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Matlatzincas y tenochcas

Sahagún (2000, t. II: 962-967) sabemos que los mismos tenochcas


consideraban a los otomíes “recios” y “trabajadores en labranzas” y a
los matlatzincas “grandes trabajadores en labrar sus sementeras”. Esta
opinión es aplicable a mazahuas y ocuiltecas, quienes –indica aquel
autor– “son de la misma vida, calidad y costumbres”.
No obstante lo anterior, los tenochcas hacían hincapié en la tra-
dición otomiana de segar y consumir, de manera preferencial, el maíz
verde o fresco –en leche– como elotes. Así, al referirse a esa costumbre
entre los otomíes –que es atribuible a los otomianos– Sahagún (2000,
t. II: 963) señala que cuando “el maizal estaba crecido y empezaba a
dar mazorcas, comenzaban luego a coger de las menores para comer”.
Y este maíz también lo usaban, añade el autor, “para comprar carne o
pescado”, así como “vino de la tierra para beber”, pudiendo entenderse
que se hacía un consumo festivo-religioso de los elotes, como el que
sigue efectuándose, aún en nuestros tiempos, en el territorio mayori-
tario que ocupó el Matlatzinco.
De manera que, prosigue Sahagún, “al tiempo de la cosecha [del
maíz maduro o macizo: acotación de Albores] no cogían sino muy poco,
por haberlo gastado y comido antes que sazonase” o endureciese por
completo. Además, “luego que habían cogido lo poco, compraban
gallinas y perrillos para comer, y hacían muchos tamales colorados
del dicho maíz”, destinándolos para “banquetes y convidábanse unos
a otros”. O sea, consumían ritualmente el maíz maduro, como habrían
consumido buena parte de los elotes que, a su debido tiempo, cose-
charan; esto es, de manera similar a las celebraciones que tenían lugar
–sobre todo en la etapa final de la laguna de Lerma– y que todavía se
llevan a cabo en el territorio del antiguo Matlatzinco. Y no sólo en
la fiesta de la Llegada de los Muertos sino, también, durante la fase
general de siega, al realizarse el corte del fruto maduro en cada predio,
cuyos festejos se denominan “tlamicosechas” o “clamicosechas”.
Aunado a lo anterior, los tenochcas estigmatizaban a los otomianos
por la resultante de sus costumbres en cuanto al corte y consumo del
alimento sagrado; es decir, por no conservar ni almacenar una parte
considerable del grano maduro –harinoso– pues como lo señala el fraile:
“del que en breve se comía lo que tenía, se decía y por injuria que gastaba
su hacienda al uso y manera de los otomites, como si dixeran dél que

105

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Beatriz Albores Zárate

bien parecía ser animal”. Podemos interpretar lo anterior como que,


después de la fase de cosecha, tanto del fruto tierno como del macizo,
los otomianos no guardaban la cantidad de grano maduro que, para los
tenochcas, era la debida.
Con base en lo expuesto por Sahagún, cabe identificar, en primer
lugar, la existencia de un patrón otomiano de cosecha, relativo al fruto
que no está totalmente maduro, como elotes, y otro patrón tenochca, que
da prioridad a las mazorcas macizas, que han llegado a su plena madu-
rez. Se trata de dos patrones basados en respectivas formas no sólo de
conceptuar el fruto del maíz, sino, fundamentalmente, de la valoración
agrícola de éste, de acuerdo con su cualidad inmadura o con su condi-
ción madura, las cuales es posible observar a partir de la principal fiesta
otomiana de las veintenas, en el calendario matlatzinca.

Ymattatohui/Xocotl huetzi. La Fiesta grande de los muertos

Los matlatzincas ofrecían su fiesta principal a Otontecuhtli en Ymattatohui,


que era la séptima veintena de su calendario. Sobre el culto y los atributos
de Otontecuhtli existe cuantiosa información –como lo anota Carrasco
(1950: 181, 138)– pues, “a pesar de su origen otomiano”, también lo ado-
raban los tenochcas (Seler, 1908-1923, v. II: 1042).19 Éstos lo celebraban
en la décima veintena de su calendario: Xocotl huetzi,20 si bien es la otra
designación nahua: Huey miccailhuitl, la que tiene el mismo sentido del

19
Las citas de Seler (1908-1923, v. II), correspondientes a las páginas 1038-1044, se re-
fieren a la obra del autor, específicamente al volumen mencionado, en relación con el
canto en náhuatl Otontecutl Ycuic, que –con el nombre de “El canto del príncipe de los
otomíes”– fue transcrito y traducido al alemán, así como analizado y comentado por él.
El “canto” ha sido traducido del alemán al español por Mechtild Rutsch, en cuya versión
mecanoesrita me baso.
20
En cuanto al probable origen otomiano de la fiesta Xocotl huetzi, Carrasco (1950: 181,
299) indica –con base en el Códice Telleriano– que en los tres días finales de la décima
veintena del calendario otomí (incluido en el Códice Ueychiapan) –que corresponde a 7
Ymattatohui y a 10 Xocotl huetzi– “ayunaban todos los vivos a los muertos y salíanse a
jugar al campo”. Ello “demuestra el origen otomí de la fiesta”, puesto que “la celebración
de ceremonias en el campo era un rasgo típico otomí”.

106

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Matlatzincas y tenochcas

nombre Ymattatohui: Gran Fiesta de los Muertos,21 que es el significado


de la décima veintena –Antângotû–22 del calendario otomí. Así, la
veintena Gran Fiesta de los Muertos abarca del 11 al 30 de agosto –en
su correspondencia gregoriana– en los tres calendarios: matlatzinca,
tenochca y otomí.23
Otontecuhtli –indica Garibay (1995: 119)– es “el calificativo que
refiere a su origen al numen” y significa: “El ‘señor rey o dios de los
otomíes’”, por lo que tal denominación “no es un nombre propio”.
Aun cuando se trata de una deidad del fuego, sus rasgos más distinti-
vos y relevantes se relacionan con el culto a los muertos; es “dios del
fuego y de los muertos” (Seler, 1908-1923, v. II: 1039; Carrasco, 1950:
138), que es conocido con diferentes designaciones, entre las que se
cuentan: Xiuhtecuhtli “dios del fuego”,24 Ocotecuhtli “señor de la
tea o señor del pino” (Carrasco, 1950: 139), y Xócotl.25 Al respecto,
Seler (1908-1923, v. II: 1039) señala que Otontecuhtli “es el dios de
la fiesta Xocotl uetzi o de la gran fiesta de los muertos Uei miccailhuitl y
es de hecho idéntico a Xocotl”. Otontecuhtli es el dios más importante

21
Es común que los autores se refieran a esta fiesta otomiana con los nombres nahuas –Xócotl
huetzi y Huey miccailhuitl–; yo he introducido la equivalencia matlatzinca –Ymattatohui–
de la correspondiente veintena del calendario mexica. Xocotl huetzi o Gran Fiesta de los
Muertos ha sido descrita por numerosos autores.
22
Antângotû, “Gran Fiesta de los Muertos” (Carrasco, 1950: 179, con base en Soustelle).
23
Para la correspondencia gregoriana de Yattatohui me baso en el calendario matlatzinca
que incluye Bartholomew (2003) –en su anexo: “Comparación del calendario matla­
t­zinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario matlatzinca,
colección de Lorenzo Boturini, p. 55”– y en Carrasco (1950: 191-192). En lo relativo a
la correspondencia gregoriana de Xocotl huetzi he consultado la correlación fija del ca-
lendario mexica hecha por Sahagún (2000, t. I: 133-169, libro segundo). En cuanto a la
correspondencia gregoriana de Antângotû, he considerado el calendario que se encuentra
en el Códice Huichapan (Carrasco, 1950:179).
24
Xiuhtecuhtli, “dios del fuego”, anota Sahagún (2000, t. I: 226) al relatar la fiesta a
Otontecuhtli.
25
Con base en la Historia de los mexicanos por sus pinturas Seler (1908-1923, v. II: 1039)
establece la correspondencia de Otontecuhtli-Ocotecuhtli –“dios de los tepaneca”– con
Xócotl. En su estudio sobre Otontecuhtli –como “dios enmascarado del fuego”– López
Austin (1982: 268, 269) menciona numerosos nombres del dios del fuego, algunos de los
cuales son “Xiuhtecuhtli o ‘señor del fuego’, Huehuetéotl o ‘dios viejo’ [y] ‘Ocotecuhtli’
o ‘señor del pino’”.

107

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Beatriz Albores Zárate

y característico de los otomianos, que aparece como deidad y primer


caudillo de los otomíes y de los tepanecas.26
Mencioné que el significado básico de la veintena más importante
del calendario otomiano no es explícito en las descripciones de la
fiesta respectiva. Ello se debe, al parecer, a los cambios que los mexi-
cas habían empezado a introducir y que aún introducían, a la llegada
de los españoles, en importantes cuestiones de la cultura otomiana. La
Gran Fiesta de los Muertos y su significado tuvieron una continuidad
parcial en varios festejos católicos, si bien el que reúne los aspectos más
alusivos es el de la Asunción de la Virgen, a la que también llaman,
localmente, la Virgen de la Asunción o sólo la Asunción. En la zona
central de la región que abarcó el Matlatzinco, la fiesta de la Asunción
se efectúa en la fecha doble o pareada del 14-15 de agosto y marca –en
el territorio mayoritario de esa región– el inicio ritual de la cosecha
del fruto tierno del maíz.
Así, por lo que es posible observar, una parte de la gran fiesta
otomiana de los muertos se refiere al divino alimento del ser humano,
si bien, desde un enfoque amplio, también atañe, en principio, al
alimento divino de la propia deidad. De manera que Otontecuhtli se
muestra, en la fiesta de esa veintena, como una deidad importante de
los mantenimientos, con una doble faceta, relativa, como veremos, a
la advocación de uno de los cuatro dioses creadores –hijos de la pareja
primigenia– el cual es, también, uno de los dioses tlaloque. Por ello, con
propósitos analíticos dividí la fiesta de esa veintena en dos partes que
he relacionado, respectivamente, con el levantamiento o la erección
y la caída o el derribo del tronco de un pino u ocote.27 La gran fiesta

26
Carrasco y Seler (1908-1923, v. II: 1039) citan la Historia de los mexicanos por sus pintu-
ras (1996: 40-41): “Salieron los de Tacuba y Coyohuacan y Azcaputzalco, a los cuales
llamaban tepanecas y estos otros pueblos traían por dios a Ocotecutli, que es el fuego, y
por eso tenían costumbre de echar en el fuego, para sacrificar, a todos los que tomaban
en la guerra”. Carrasco (1950: 299) anota que los tepanecas “eran un pueblo de vieja
cultura tolteca, con resabios tal vez más antiguos”, “que contenía elementos otomianos
muy importantes”. Además, Carrasco (1950: 179) señala que si Xocotl huetzi se dedicaba
a Otontecuhtli y “era la fiesta principal de los tepaneca […] es de presumir que también
[lo fuera] de los demás otomianos”.
27
En cuanto al árbol que se veneraba en la ceremonia, Carrasco (1950: 139) indica que el
“palo que se levantaba en la fiesta Xocotl Uetzi era seguramente un pino”.

108

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mexica de los muertos también puede ser analizada de acuerdo con las
dos partes, aunque difiere el significado de la segunda.

El alimento del dios

La parte inicial o primera parte de la Gran Fiesta de los Muertos


(Ymattatohui-Xocotl-huetzi) –que, de acuerdo con mi interpretación,
era la relativa al alimento de la deidad– comprendía una ceremonia
con fuego que empezaba con el levantamiento del tronco o palo de un
pino. En el extremo superior del tronco se colocaba una representación
de Otontecuhtli –ya fuera en forma de pájaro o de un bulto mortuo-
rio, un individuo o un ídolo de masa– con una serie de elementos,
entre los que podía haber tamales, según lo citan algunos cronistas
como Sahagún (2000, t. I: 224). Otontecuhtli y sus representaciones
simbolizaban a los guerreros caídos en el campo de batalla y a los que,
hechos prisioneros, morirían durante la Gran Fiesta de los Muertos.
Ésta se dedicaba a ellos, como protagonistas del acto conmemorativo
del nacimiento del Sol, a través de un sacrificio, consistente en “arrojar
las víctimas vivas a una hoguera” (Carrasco, 1950: 206), de donde se las
sacaba antes de morir para extraerles el corazón y ofrendárselo a
Otontecuhtli (Sahagún, 2000, t. I: 226). Tal sacrificio, menciona Seler
(1908-1923, v. II: 1039), “es en realidad una imitación o escenificación
dramática del antiguo evento mítico”.
Acerca del relato mítico del origen del Sol (que se actúa en la
primera parte de la Gran Fiesta de los Muertos), en la Historia de los
mexicanos por sus pinturas (1996: 35), que contiene información de los
pueblos del centro de México, se lee que Ehécatl-Quetzalcóatl –uno
de los cuatro dioses hijos de la pareja primigenia–28 quiso “que su hijo

28
En la Historia de los mexicanos por sus pinturas (1996: 23-24) se anota que la pareja primi-
genia, “Tonacateuctli [y] Tonacacihuatl engendraron cuatro hijos”, el mayor, “Tla­tlauhqui
Tezcatlipuca” –designado “Camaxtle” por los “de Huexotzinco y Tlaxcala”–, “nació todo
colorado”; el “segundo”, al que nombraron “Yayauhqui Tezcatlipoca”, el cual “nació
negro; el “tercero”, al que “llamaron Quetzalcóatl, y por otro nombre Yohualli Ehecatl”,
y el “cuarto y más pequeño” –que le dieron el apelativo de “Omitecutli”– a quien “los
mexicanos le decían Huitzilopochtli, porque fue izquierdo”.

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Beatriz Albores Zárate

fuese sol”, por lo que “lo arrojó en una gran lumbre”, de la que salió
“fecho sol para alumbrar la tierra”.
Hasta acá, una versión de las narraciones míticas sobre el nacimien-
to u origen del astro diurno, que es al que hacen referencia diversos
autores, entre quienes se encuentran Seler y Carrasco. Ahora bien,
en aquéllas también se cuenta que, después de nacer, el Sol no pudo
moverse, se quedó inmóvil, “sin mudarse de un lugar” –como lo indica
Sahagún (2000, t. II: 697)–, por lo que, en el relato del mismo autor, se
anota que “los dioses otra vez se hablaron y dixeron: ‘¿Cómo podemos
vivir? No se menea el Sol’” y decidieron: “‘Muramos todos, y hagámosle
que resucite por nuestra muerte’. Y luego el aire se encargó de matar
a todos los dioses, y matólos”. Sin embargo, “aunque fueron muertos
los dioses, no por eso se movió el Sol”.
Entonces, el mismo Quetzalcóatl le confirió movimiento –es de-
cir, vida– cuando comenzó “a suflar o ventear reciamente. Él le hizo
moverse para que anduviese su camino”. Mas, para que el Sol pudiera
mantenerse en movimiento, con vida, requería ser alimentado –según
se menciona en la Historia de los mexicanos por sus pinturas (1996: 34)–;
era, pues, necesario que “comiese corazones y bebiese sangre”. Así, “en
tres años”, los cuatro dioses “hicieron la guerra” a fin de obtener “co­
razones y sangres”. En el lapso en el que se creó la guerra, uno de los
hermanos de Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, “hizo cuatrocientos hom­bres
y cinco mujeres” a modo que “hobiese gente para que el sol pudiese
comer”.
Con base en lo anterior, podemos observar que Ymattatohui es, por
un lado, la fiesta dedicada a los guerreros como alimento o sustento de
la deidad solar, marco en el cual el guerrero que es ofrendado resucita
y se transforma en parte del Sol. Acerca de lo anterior, es sugerente el
señalamiento de López Austin (1985: 270, 271), en su estudio sobre
Otontecuhtli como “dios enmascarado del fuego”, en cuanto a que en-
tre las características de Huehuetéotl, uno de los nombres de aquel dios,
como lo mencioné,29 se cuenta “su poder transformador”. En este sen-
tido, la “transformación –continúa el autor– debe ser entendida como

29
Lo mencioné en la nota 25, precisamente como uno de los nombres del dios del fuego
que anota López Austin.

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Matlatzincas y tenochcas

un proceso de muerte por fuego –visible o invisible– viaje al Mictlan


y resurrección con una naturaleza distinta”, y añade, citando a Souste-
lle, que “existe ‘el sacrificio por el fuego como condición de resurrec-
ción’ ”. Al respecto, en sus comentarios al canto de Otontecuh­tli, al
cual me refiero después con mayor precisión, Seler (1908-1923, v. II:
1039) señala que el “prisionero al que aquí se le arroja al fuego debe
elevarse […] como compañero del sol, como el sol real”.
De manera que el Sol integra un desdoblamiento de Otontecuhtli,
una especie de prolongación o –de acuerdo con el concepto de López
Austin (1983: 76)– “fisión”,30 pues Otontecuhtli también era consi-
derado “como la forma tepaneca-otomí del dios del sol y de la guerra”
(Carrasco, 1950: 143-146). Así, el guerrero ofrendado se transforma
en parte del Sol y aun de Otontecuhtli; constituye su alimento y, como
tal, se convierte en la deidad misma.
Cabe, entonces, analizar la primera parte de la Gran Fiesta de los
Muertos en el marco del concepto mesoamericano de levantamiento,
en su sentido de resurrección o transformación, a partir del levanta-
miento del pino y la transformación del guerrero. Al respecto, es suge-
rente lo que señala Pury-Toumi (1997: 176) en relación con “el verbo
náhuatl moquetza ‘levantarse’”. Se trata de un verbo que “se encuentra
en una de las denominaciones de la Omnipotencia Divina”, es decir, la
“que rige el destino de la humanidad: in ipalnemoani ‘gracias a quien se
vive’ ”. Se llama también “in on nequehquezalo, literalmente, aquel por
quien uno se ‘levanta’, expresión traducida generalmente como ‘el que
hace vivir al mundo’. Moquetza ‘levantarse’ adquiere, en determinados
contextos, la acepción de ‘revivir’ ”. Es un concepto que aparece en
el canto a Otontecuhtli –al que me refiero, con precisión, más ade-
lante– el cual, de acuerdo con la lectura de Seler (1908-1923, v. II:
1038, 1044), dice: “yo soy […] el Muerto transformado en dios”.

30
López Austin (1983: 76) se refiere a “la fusión y la fisión de los dioses; esto es, los casos en
los que un conjunto de dioses se concibe también como una divinidad singular, unitaria
[y] los casos opuestos, de división, en los que una deidad se separa en distintos númenes,
repartiendo sus atributos”.

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Otontecuhtli: Ehécatl-Quetzalcóatl

En lo relativo al significado básico de la principal veintena matlat­


zinca, me parece fundamental que en la Gran Fiesta de los Muertos
–Ymattatohui-Xócotl huetzi– Otontecuhtli figure como una advoca­ción
de Ehécatl-Quetzalcóatl. Así se menciona en el canto, en náhuatl,
Otontecutli ycuic (icuic), que –de acuerdo con Garibay (1995: 120),
basado en Seler– se entonaba en la fiesta de Xócotl huetzi. Es un canto
que transcribieron, estudiaron y tradujeron Seler (1908-1923, v. II:
1038-1044), al alemán, y Garibay (1995: 117-127), al español, con
los nombres respectivos de “El canto del príncipe de los otomíes”
y “Canto del rey de los otomíes”. En éste, uno de los nombres de
Otontecuhtli es Quetzalcóatl: “yo soy el Quetzalcouatl”, dice la dei-
dad en la traducción de Seler (1908-1923, v. II: 1038). Y Garibay
(1995: 119-120, 124, 125) señala que, por el propio poema, “vemos”
que “Quetzalcóatl” es uno de los tres “númenes” a los que se “asimila”
Otontecuhtli: “Quetzalcoatli es mencionado como idéntico al dios
de los otomíes”; “el texto [prosigue Garibay] habla de Quetzalcóatl.
La alusión a Ehécatl en mi lectura del texto acaba de confirmar la
interpretación”. De manera que Ehécatl-Quetzalcóatl crea al Sol, le
procura sus alimentos: los guerreros, éstos se convierten, o transfor-
man, en la deidad misma: Otontecuhtli, en el Sol (Otontecuhtli-Sol)
y, a fin de cuentas, en el propio Ehécatl-Quetzalcóatl.
Así, podemos observar que, en la primera parte de la Gran Fiesta
de los Muertos, no sólo se conmemora el nacimiento del Sol mediante
la dramatización del evento mítico que llevan a cabo los guerreros.
En la parte inicial de la fiesta también se da de comer y de beber al
Sol a través del sacrificio de aquéllos. Es, entonces, significativo que
Otontecuhtli sea, en la Gran Fiesta de los Muertos, una advocación
de Ehécatl-Quetzalcóatl, debido a que éste es uno de los cuatro dioses
que procuraron, en los inicios míticos, el alimento del Sol mediante
la guerra. Y es ésta una de las facetas en que se muestra Otontecuhtli:
Ehécatl-Quetzalcóatl, como procurador de los mantenimientos de la
deidad solar. Su otra faceta, correspondiente a la adovación de uno de
los dioses tlaloque, aparecerá en la otra parte de la fiesta.

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El alimento humano

La segunda parte o parte final de la Gran Fiesta de los Muertos es la que,


según planteo, se refería, en su sentido original u otomiano, al alimento
humano –el maíz en su estado tierno, como elotes– en el que se han
transformado la deidad y, mediante ésta, los guerreros mismos. La fiesta
otomiana también señalaría la apertura de la primera etapa de la co-
secha, correspondiente al corte de los elotes y a su consumo, que tenía
un importante carácter ritual, aunque no únicamente, como veremos.
En la segunda parte ocurrían peleas que no protagonizaban los
guerreros –como en la primera parte– sino “todos los mancebos [anota
Sahagún (2000, t. I: 227)] y mozoelos y muchachos. Todos aquellos que
tenían vedixas de cabellos en el cogote, que llamaban cuexpaleque”. De
manera más amplia, en las peleas también participaba la población,
“toda la otra gente”. Los mozos no sólo competían sino, también,
luchaban, acerca de lo cual Sahagún (2000, t. I: 227) menciona que
en “cansándose de cantar y bailar”, jóvenes de ambos sexos, a “una
gran grita” como indicación, los mozos abandonaban el “patio” de
Otontecuhtli, cundido de gente, “que no había por donde salir, estando
todos muy apretados”. Se dirigían al lugar en el que “estaba el árbol
levantado. Iban cuaxados los caminos y muy llenos de gente, tanto
que los unos se tropellaban con los otros”.
Los “capitanes de los mancebos”, continúa aquel autor, se colocaban
alrededor del “árbol para que nadie subiese hasta que fuese tiempo” e
intentaban evitar “la subida a carrotazos”. Mas, “los mancebos que iban
determinados” en trepar al “árbol, apartaban a empellones a los que
defendían la subida”; “muchos acometían a subir”, pero “pocos llegaban
arriba”. El primero en lograrlo “tomaba la estatua del idolo” (situada en
el extremo del pino) y las armas que éste tenía. También sujetaba “los
tamales”, que el “ídolo” tenía, los desmenuzaba y “arrojábalos sobre la
gente que estaba abaxo”. Todos “estendían los brazos”; unos “reñían y
se apuñeaban”, con gran “vocería”, para conseguir algo que de lo alto
caía. Cuando bajaba, “con las armas que había tomado arriba” –señala
Graulich (1999: 411)– “el vencedor era tratado con los mismos honores
que recibía el guerrero que había hecho un prisionero”. Por último, el
pino era derribado con gran estruendo.

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En cuanto a la segunda parte, los guerreros sacrificados, después


de acompañar al Sol durante cuatro años –anota Carrasco (1950:140)–
“se convierten en pájaros para volver a bajar a la tierra”. Por ello, en
Xócotl huetzi también se conmemora el regreso “de las almas de los
guerreros muertos”, expresado “por la caída desde lo alto del palo, del
pájaro o del fardo del muerto”. De manera que Otontecuhtli simboliza
no sólo a los guerreros que son ofrendados en la fiesta –que luego de
su sacrificio, resucitan y suben al Sol– sino también a los que bajan,
volviendo a la Tierra, transformados, de acuerdo con lo que planteo,
en el alimento humano.
En tal sentido, una de las designaciones de la deidad del pino es
Xócotl, mientras que, además de Huey Miccailhuitl, esta veintena se
denomina Xocotl huetzi, como vimos. Algunas de sus traducciones son:
“la caída de Xocotl” (Durán, 1951, t. II: 291), “cae de madura la fruta”
(Serna, 1953: 136), “Xocotl cae” (Carrasco, 1950: 139), “la fruta cae”
o “el madero llamado Xókotl cae” (Paso y Troncoso, 1980: 128), “el
fruto cae” (Graulich, 1999: 409). Por consiguiente, la segunda parte
de la Gran Fiesta de los Muertos, Xócotl huetzi: el fruto cae, debe in-
terpretarse, en mi opinión, como “el fruto nace”, a partir del concepto
náhuatl “caer” o “nacer” (Pury-Toumi, 1997: 150-151).
En efecto, con respecto a la correspondencia de caer/nacer, Seler
(1908-1923, v. II: 1039) señala, en sus comentarios al canto de Otonte­
cuhtli, que “el dios de la fiesta Xocotl uetzi” es “el que en esta fiesta
tie­ne su caída, es decir, su nacimiento”. Es el nacimiento del dios Xo­cotl
u Otontecuhtli, el dios es el fruto que nace, y si la deidad representa o
simboliza a los guerreros, éstos también son el fruto que nace. Si el fru­to
por excelencia es el maíz, en Xócotl uetzi habría de celebrarse, ade­­más del
nacimiento del Sol, el nacimiento del divino alimento del ser humano en
el que se ha transformado el dios Xocotl. La Gran Fies­ta de los Muertos
abarca del 11 al 30 de agosto, como vimos, cuando –en la mayor parte
del antiguo Matlatzinco, situado arriba de los 2 000 msnm– el maíz está
en su etapa inmadura, de fruto verde, por ello en la fiesta se celebraría
el nacimiento del maíz tierno: los elotes o, mejor dicho, el nacimiento
del joven dios del maíz. Durán (1951, t. II: 291) menciona que el día de
la fiesta ponían “alrededor de este palo” –en referencia al pino que se
había levantado– “antes que le derribasen”, “gran ofrenda de comida

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Matlatzincas y tenochcas

y de vino de la tierra que era cosa de admiración y esto mucho más en la


villa de Coyoacan que era su particular dios y abo­gado”. Sin embargo,
el autor no especifica en qué consistía la comida.
En cuanto a la segunda parte de la Gran Fiesta de los Muertos,
es fundamental –como lo fue en la primera parte– que Otontecuhtli
constituya una advocación de Ehécatl-Quetzalcóatl, por cuanto éste es
uno de los tlaloque (Sahagún, 2000, t. I: 107-108), dioses procuradores
de los mantenimientos. Al respecto, como sabemos, los mesoameri-
canos atribuían a los tlaloque el envío de las “pluvias [anota Sahagún
(2000, t. II: 702, t. I: 72, 120)] para que naciesen [los] mantenimientos
que se crían sobre la tierra –como maíz y frisoles–, [a fin de dárselas] a
los hombres, [para el sustento de] la vida corporal”. Entonces, es ésta
la otra faceta del dios, como otorgante del alimento humano y aun
como el alimento mismo. De manera que los guerreros, al regresar a
la Tierra –bajo la forma de Otontecuhtli que cae– encarnarían en el
divino alimento del maíz: los elotes ¿Están en la Gran Fiesta de los
Muertos? Sí, en Xocotl huetzi y en Ymattatohui los vemos, pero con un
significado distinto.

Xocotl huetzi

Aunque no se mencionan casi en ningún relato sobre Xocotl huetzi,


los elotes se encuentran, velados. Ello puede observarse a partir de los
estudios de Wake (1995, 2013), quien descubre, de manera insólita,
el fruto joven del maíz.
En su descripción de los guerreros que se ofrendarían en Xocotl huetzi,
Wake (1995, v. II: 574-575, 579-580, 2013) anota que “los cautivos
no emulaban a la planta de maíz sino a las marzorcas jóvenes con sus
‘túnicas’ o con las envolturas de hojas que las protegen. O para ser más
precisos, su piel pintada de blanco representaba la cubierta húmeda
más interna que envuelve a la propia mazorca”.31 En cambio, su “ropa
de papel representaba la cáscara gruesa”, la

31
La traducción, del inglés al español, de un fragmento del mecanoescrito de Wake es de
Geraldine Patrick.

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…que cubre el exterior de la mazorca y, el cabello de papel, el pelo del maíz


todavía unido a la punta.32 Aquí –precisa la autora– no sería demasiado
especulativo sugerir que la presentación pública de los cautivos también
simbolizaba la inspección de los elotes dentro de sus envolturas de protección,
una inspección que sin duda habría tenido lugar en los campos, antes del
corte, para asegurar su madurez.

Wake se refiere de manera explícita a la presencia de los elotes en


Xocotl huetzi, y al objetivo de una parte de la ceremonia que radica
en mos­trar de manera pública que, con base en lo efectuado en los
campos de labor, los frutos del maíz se encuentran en un estado favora-
ble para continuar el proceso hacia su total madurez y, así, llegar hasta
el final del ciclo agrícola. No se trata de celebrar el nacimiento del
maíz tierno, como alimento humano, que ya puede ser aprovechado:
cosecharse y consumirse, lo cual constituye parte del significado básico
de la Gran Fiesta de los Muertos entre los otomianos del Ma­tlatzinco.
No, el Estado tenochca exhibe, en Xocotl huetzi, que su interés no es
el maíz tierno sino el maíz maduro, totalmente seco. Lo relevante
en esta etapa es cómo va el fruto, cerciorarse si éste se encuentra en
condiciones adecuadas para llegar al final.
La etapa del maíz tierno es muy importante debido a que, como lo
mencioné, el fruto ya ha alcanzado su pleno desarrollo, sólo falta que
madure, es decir, que adquiera dureza y sequedad. De manera que en
la etapa del elote ya es posible evaluar cómo se presentará la cosecha
del fruto macizo. El sentido tenochca de esta parte de la fiesta –de
supervisión del fruto– es recalcado por Wake (2013) cuando señala
que parece “muy claro que tanto xocotl”, el dios, “como su ixiptla”, o
equivalencia, representan a “las plantas de maíz más buscadas, es decir,
a aquellas que portaban el mayor número de mazorcas”. Ello respondía a
que se “consideraba que aun dos o tres mazorcas por planta era signo
de buena temporada”, como ocurría entre “los zumpahuacanos de los
tiempos coloniales”, que integraban un pueblo que había sido fundado
por los tenochcas en el Valle de Toluca.
32
Wake (2013: 1) anota que a “los cautivos destinados al sacrificio en el festival de Xocotl
huetzi […] se les vestía de la misma manera que al representante del xocotl: con cabello,
túnicas y taparrabos elaborados con papel blanco”.

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Matlatzincas y tenochcas

Es interesante que en Xocotl huetzi se ponga de relieve el signifi-


cado que –para los tenochcas, como para los mesoamericanos– ha
tenido el maíz. Así, al proseguir su análisis, Wake (2013) menciona
que la efigie de la deidad –que era colocada en la punta del árbol
Xocotl– era confeccionada con “amaranto y maíz”, es decir, el ídolo
que suplía a la deidad estaba “‘hecho de carne’, de acuerdo con los
informantes de Sahagún, o ‘como un hombre’, de acuerdo con Sahagún
mismo”. En tal marco, “vestir a la planta simbólica con un atuendo
hu­ma­no evoca de nuevo la creencia panmesoamericana de que los
hom­bres fueron hechos de maíz y que de maíz seguirán siendo hechos”.
Ahora bien, lo que el análisis de Wake evidencia –en cuanto
al significado que los tenochcas le daban a Xocotl huetzi– es: a) la
equivalencia de la deidad y los guerreros, y b) que ambos representan
“mazorcas jóvenes” o elotes. De manera que, a pesar del cambio que
estaba siendo introducido por los tenochcas, es posible apreciar –con
base en el estudio de la autora– que Xocotl huetzi aún conservaba parte
del significado básico de la fiesta otomiana, en lo relativo a la presen-
cia de los elotes y en cuanto a que éstos integran el sagrado alimento,
aunque todavía en un estado inmaduro. Vemos, entonces, que el fruto
que cae: Otontecuhtli, los guerreros que regresan a los cuatro años y el
tronco del pino simbolizan al fruto fresco, los elotes y, aún puede decirse
que, en conjunto, representan a la planta o caña verde del maíz con sus
frutos tiernos. En la gran fiesta otomiana de los muertos se celebra el
nacimiento del fruto tierno del maíz, así como el nacimiento del Sol.
En este marco, es perceptible que el propio dios solar se ha convertido,
mediante los guerreros, en el dios joven del maíz.

Ymattatohui y las continuidades

De la gran fiesta otomiana de los muertos contamos con información


del siglo xvi, que proviene de los Memoriales de Motolinía (1971: 52),
quien –en referencia a los tepanecas de Tacuba y Coyoacan– anota que
encima del “palo como los que vuelan”, se ponía “una rodela rica y
una mata de semilla”. El palo “tenía cuatro cuerdas”, por las cuales los
mozos “procuraban subir y unos a otros se derribaban”, debido a que

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quien “ganaba” la mata de semilla “quedaba por honrado”. Al concluir


la fiesta –añade el autor– “ofrecían maíz de lo tierno”, lo que sugiere
que se trataba de elotes, así como “perros cochos, [lo cual] comíanlo
todos los que bailaban después”.
De los datos sobre las continuidades de la Gran Fiesta de los
Muertos, uno muy interesante, por sus implicaciones, se refiere a los
“naturales” de Zumpahuacán, de quienes –como indica Carrasco (1950:
29), basado en Serna)– “sabemos [que] eran de los meros mexicanos”.
Zumpahuacán había sido establecido por los tenochcas, como lo in-
diqué, en el sur del Valle de Toluca, en el marco de los “numerosos
cambios [o] movimientos de población” que se efectuaron durante “la
supremacía azteca” (Carrasco, 1950: 275-276).
En el opúsculo de Pedro Ponce de León –que Garibay (1996: 17)
sitúa en 1569–, el autor dedica un apartado a “Los labradores” de Zum­
pa­hua­cán, donde aquél fue cura entre 1569 y 1628. Ponce de León
(1996: 127) describe los rituales agrícolas del maíz de temporal, de
manera que, luego de referirse a la siembra y a los cultivos, el autor men-
ciona un “ofertorio” inicial, que se llevaba a cabo cuando despuntan
los “xilotes”. Después narra otro “ofertorio”, sobre el cual señala que las
primicias de los elotes eran ofrendadas al dios del fuego: Xiuh­tecuhtli,
que es uno de los nombres de Otontecuhtli, como vimos.
Así, anota el autor, a “los primeros elotes que las sementeras dan”,
los vecinos de Zumpahuacan “hacen” un segundo “ofertorio”, llamado
tlaxquiztli; reúnen “las cosas necesarias para este sacrificio: [cortan] los
primeros elotes y vanse a los cerrillos a donde tienen sus cuecillos,
que llaman teteli [y] son como altares”. Cuando llegan, “hacen fuego
al pie del cuecillo o en medio, en honra del dios Xiuhtecuhtli y el más
sabio toma un tiesto de este fuego y échale copal [para incensar] todo
el lugar del sacrificio; [luego prende] la candela de cera [y la coloca]
en medio del cuecillo”. En seguida “toma la ofrenda” –que consiste en
hule, copal, pulque, “camisillas de manta” (llamadas “xicoli”), papel y
jícaras– a fin de ofrecerla “ante el cuecillo y fuego”.
Después, los que se han congregado, “ponen los elotes a asar [y derra-
man pulque] delante del cuecillo y fuego [y, con la bebida sagrada], rocían
los elotes”. Hay quienes “se sangran de las orejas y rocían los elotes [y el]
lugar con sangre”. Posteriormente toman una gallina, que ha sido lleva-

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Matlatzincas y tenochcas

da “para sacrificio y la degüellan ante el fuego y cuecillo”. Más adelante


aderezan el ave “y con tamales la ofrecen ante el fuego y cu”. Con las
“camisillas”, que antes han elaborado, “visten a algunas piedras que allí
ponen, lo cual acabado, comen los elotes y lo demas ofrecido [y beben]
el pulque, y de esta manera pagan las primicias de los nuevos frutos”.
A la luz de los datos que proporcionan Motolinía y Pedro Ponce
sobre el “maíz de lo tierno” o posibles elotes, el primero, y los elotes
asados y tamales, el segundo, cabe pensar en lo siguiente. Los tamales
–que, de acuerdo con varios autores, en especial con Sahagún, coloca-
ban junto a la deidad o a sus representantes, arriba del palo del pino,
y que el mismo Sahagún narra eran desmenuzados por el joven que
llegaba a la cima de éste y echados a la gente que estaba abajo– pudieron
ser de elotes o bien representarlos, como alimento sagrado. No obstante,
habrá que investigar de manera más específica.
Ahora bien, la información que aporta Ponce es iluminadora
pues muestra que aun entre los “mexicanos” (“labradores y serranos”,
como di­ría Durán, 1951, t. II: 143), que vivían en el Valle de Toluca,
se expre­saba el significado original u otomiano de la Gran Fiesta de los
Muertos. Significado que pudo haber tenido una cierta continuidad, entre
los cam­pesinos, de filiación otomiana, de la cuenca de México, durante
la he­gemonía tenochca y con posterioridad a ésta. De manera que en el
se­­gundo “ofertorio” se celebraba el nacimiento de los elotes, se daba de
beber y de comer a Otontecuhtli, con pulque, sangre del ave y tamales,
y a los humanos, también con pulque, elotes asados y tamales. Así, la
ceremonia en honor del fuego, Xiuhtecuhtli, evidencia que en la región
que ocupó el Matlatzinco seguía venerándose a Otontecuhtli y que
todavía se festejaba el divino alimento en su sentido amplio, aunque
ya de manera modificada. Se trata de continuidades que se observan
aun en nuestros días, a algunas de las cuales me referiré a continuación.

La Asunción de la Virgen

La Gran Fiesta de los Muertos y su significado tuvieron una relativa


conti­­nuidad en varias celebraciones, como lo mencioné, si bien la
que con­ser­va los aspectos más sugerentes es el festejo de la Asunción

119

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Beatriz Albores Zárate

de la Vir­gen, que tiene lugar en la fecha doble del 14-15 de agosto; se


tra­ta de una continuidad en la que algunos de los antiguos aspectos
es­tán implicados.
La Asunción de la Virgen empezó a conmemorarse desde los inicios
del virreinato en el valle de Toluca (Jarquín, 1990: 106), por lo que
cabe suponer que, como parte del proceso de catequesis, se introdujera
tempranamente en la veintena Ymattatohui, que abarca, como vimos,
del 11 al 30 de agosto de la cuenta gregoriana. Sobre lo anterior, sabe-
mos que los evangelizadores insertaron celebraciones católicas en las
fiestas de las veintenas mesoamericanas (Garibay, 2006: 168). Así, en
referencia a la actividad de los misioneros, durante el siglo xvi, en el
antiguo Matlatzinco, Jarquín (1990: 85) anota que aun cuando “los
franciscanos impusieron un calendario” para organizar sus actividades,
los pueblos escogieron “de ese calendario las fechas más significati-
vas”, vinculadas con “la costumbre ya establecida en la región y sobre
todo de acuerdo con sus tradiciones” particulares. Entonces, “no fue
difícil la selección de fechas afines, debido al uso de un calendario
matlatzinca”, el cual “no era exclusivo del Valle de Toluca”, ya que se
usaba en “varias regiones del valle de México y otros lugares”,33 con lo
que el culto a la Virgen de la Asunción enraizaría poco después de la
conquista española. En tal marco, la autora señala que en Atenco “se
hizo hincapié en las celebraciones de la colonia matlatzinca, grupo que
[eventualmente quedó] dentro de la doctrina de San Mateo Atenco al
separarse de Metepec” en el último cuarto del siglo xvii; anualmente,
el “15 de agosto los matlatzincas [de Atenco] mandaban decir una misa
en honor de la virgen”.34
La Asunción de la Virgen se celebra en los pueblos del antiguo
Matlatzinco, en tanto que en la mayor parte de su territorio –ubicado
arriba de los 2 000 msnm– esa fiesta marca, como lo mencioné, el
inicio de la cosecha del principal fruto tierno: los elotes, a la vez que
se festeja el corte de las cañas verdes y dulces del maíz. En esta fiesta se

33
De hecho, la Asunción de la Virgen se festeja en la cuenca de México y en el sureste de
Michoacán –de antigua o todavía actual población otomiana– con el mismo significado
que en la mayor parte de la región que abarcó el Matlatzinco.
34
Antes anoté que San Mateo Atenco y Metepec formaron parte de la zona central del
antiguo Matlatzinco, en la etapa final de la laguna de Lerma.

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Matlatzincas y tenochcas

realizan distintos actos religiosos, antes de los cuales está prohibido, de


acuerdo con la costumbre, “tocar” (comer) el fruto en leche y disfrutar
el jugo de las cañas.

Rituales en santuarios antiguos

La Asunción de la Virgen es la fiesta principal que celebran desde


tiempos antiguos las hermandades de especialistas rituales –denomi-
nados genéricamente “graniceros” (Albores, 2006b: 73)– que tienen
su santuario en la cima del volcán Olotepec, situado al oriente del
Nevado de Toluca. Los graniceros llegan por segunda ocasión35 a su
santuario el 14 de agosto, a festejar la fructificación del “trabajo”,
como lo indica don Carlos, uno de los más importantes graniceros
del Olotepec. Éstos encabezan a la gente que va en procesión, para
dar las gracias a las entidades sagradas del volcán por el logro del maíz
tierno. En agosto es “cuando sube más gente al Olotepec” –menciona
don Carlos– para “vestir” de cañas verdes (con elotes) a las tres cruces
del santuario. Cañas con elotes también se le ofrendan a la piedra más
venerada, que nombran el “Toro”, para que “comparta” la “cosecha”
de los frutos tiernos, puesto “que él ayudó a trabajar” y favoreció un
buen temporal lluvioso. Después del recorrido en el santuario, todos
comparten una comida que incluye elotes asados. Según puede obser-
varse, los rituales del Olotepec muestran una continuidad con los que
relata Ponce de León sobre el área sureña del antiguo Matlatzinco en
el siglo xvi, en los cuales se venera a Otontecuhtli, deidad que está
implicada en la conmemoración de los “quicazcles”. En efecto, en la

35
La ocasión inicial es el 2 de mayo –fiesta de la Santa Cruz, a la que antes me referí– cuando
ascienden al santuario del Olotepec para “abrir”, de manera ritual, la época lluviosa del
año trópico. Las otras fiestas obligatorias que festejan los graniceros del Olotepec son,
por una parte, la de la Virgen de la Candelaria o de la Candelaria –el 2 de febrero– en
la cual, en toda la región del Matlatzinco, se bendicen distintos elementos que se usarán
durante el año; algunos de éstos se emplean en ocasión de mal temporal. Por otra parte,
la fiesta de la Llegada de los Muertos o Muertos (que mencioné con anterioridad) –el 2
de noviembre– es en la que, por tercera y última ocasión, los graniceros van al santuario
a “cerrar” la temporada de lluvias y es también la fiesta que señala el inicio de la cosecha
del maíz totalmente maduro.

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fiesta del Olotepec se da de comer a la deidad –el Toro– elotes asados,


que constituyen, a su vez, la comida de la gente que llega al santuario.
Los elotes integran, entonces, la comida de ambos: del dios y de los
humanos. Un significado similar se encuentra en otras ceremonias,
como veremos.

Flores, milpa con frutos tiernos y los ancestros

Las familias y numerosos pueblos llevan a cabo el 14-15 de agosto, en la


región que ocupó el Matlatzinco, ceremonias en las que se “enflora”
distintos espacios sagrados, así como a los antepasados y a los santos,
a los que también se les ofrendan frutos tiernos. Por ejemplo, en
Acahualco, que pertene al municipio de Zinacantepec,36 la milpa se
adorna con ramitos de flores silvestres y cultivadas, que se colocan en
los “brotes de elote” de cada planta. Además, se hace el ofrecimiento
de elotes y cañas tiernas de maíz a los parientes muertos, tanto en el
panteón como en el altar doméstico y en el atrio de la iglesia. Por lo
que toca al cementerio de Acahualco, el día 14 los vecinos “limpian”
las tumbas, las enfloran y les colocan cañas con elotes. Esta ceremonia
se llama “siembra de cañas y elotes”, después de la cual los pobladores
mencionan que “ya se hizo la milpa” y ponen de relieve que el panteón
“parece una milpa” y éste, en efecto, se asemeja a un predio cultivado
con su milpa cuajada de frutos frescos: los elotes. En Acahualco se
señala que tal ceremonia es “un recuerdo” de los antepasados y que
“gracias a ellos tenemos nosotros maíz”.
Como podemos observar, en la ceremonia –efectuada en el panteón
de Acahualco– se alude a Otontecuhtli, si consideramos que los ances-
tros constituyen “los muertos deificados” a los que se refiere Carrasco
(1950: 143, 146). En efecto, en tiempos mesoamericanos, a la gente
común fallecida se le deificaba, de manera que, indica el autor, a “los
muertos varones se les hablaba como a dios y se les llamaba Cuecuex”,
que es una de las designaciones de Otontecuhtli. La identificación de

36
Zinacantepec es uno de los municipios de la zona septentrional de la región del antiguo
Matlatzinco.

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Matlatzincas y tenochcas

este dios con los antepasados se pone de manifiesto en la mención del


propio autor: “seguramente pensaban en Otontecuhtli los otomíes de
Tototepec que dijeron al P. García que adoraban a sus antepasados”.
Así, en esta ceremonia se le rinde homenaje a la antigua deidad, a
través de los antepasados, y se le tributa comida mediante la ofrenda
de las cañas con elotes.
En distintas localidades se muestra júbilo desde el 6 de agosto
–fiesta de San Salvador o fiesta menor del elote, que antecede a la
fiesta mayor, de la Asunción, el día 15– “porque todo está logrado,
ya se acabó el hambre, ya hay elotes”. Una amplia costumbre es la de
comer elotes –sobre todo asados, como entre los zumpahuacanos, y
hervidos– en los santuarios (por ejemplo, el del Olotepec), en la milpa
y en el entorno doméstico. La relevancia de esta fiesta estriba, como
puede apreciarse, en que marca la consecución inicial significativa del
maíz como mantenimiento, a lo que me referí con anterioridad. El sig-
no inicial de que habrá mazorcas es el jilote –primer fruto con granos,
esbozados– por lo que su aparición causa gran alegría; sin embargo,
el despunte del jilote no asegura que la mazorca logre un desarrollo
pleno. En tal marco, no se corta sino relativamente poca cantidad de
ese fruto, por ser muy pequeño y estar aún demasiado tierno, es de­cir,
debido a que no acaba de cuajar, por lo que como alimento su rendi-
miento es bajo. En cambio, los elotes constituyen el fruto en su máximo
desarrollo, en cuanto al tamaño de la mazorca y del grano, aunque
todavía fresco, estado que difiere del maíz maduro sólo por la dureza
del grano y del fruto en general.
El uso ritual de las flores en las zonas norteña y central del antiguo
Matlatzinco muestra que la fiesta de la Asunción conservó aspectos que
aluden a Ymattatohui; algunas de esas flores son las “jarritas moradas”
y el pericón. Las “jarritas” o “xaro” (de jarro) pertenecen al género
Penstemon denominado “antes por los mexicanos” o tenochcas “chil-
pan” (Rojas Wiesand, 1999: 49)– el cual ahora también se nombra
“chilpantlacol” (O’Gorman, 1963: 130) y agrupa a varias especies que
se sitúan desde poco menos de los 2 000 msnm hasta alrededor de
3 000 msnm. Una de las designaciones de origen náhuatl de las jarri-
tas es “flor de bandera”, cuyo significado es el mismo que en otomí:
béshte deni, en el otomí del municipio de Temoaya, o “flor de bandera”

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Beatriz Albores Zárate

(Doris Bartholomew, comunicación personal), de ’besht’e, “bandera”


y doeni, “flor”.37
El pericón –o yautli en náhuatl y mícua en el otomí de Temoaya–38
es una flor del género Tagetes (O’Gorman, 1963: 184, 186), el cual, de
acuerdo con esta autora, “consta de aproximadamente veinte especies
[y] es completamente americano”. La Tagetes erecta “es una especie de
cultivo que desarrollaron los aztecas”, que posee hojas “fuertemente aro-
máticas”, y la Tagetes lucida es de “flores pequeñas” con “un aroma más
agradable que las otras especies de Tagetes, una fragancia realmente
placentera, parecida a la del anís”.
Ambas flores conservan, en mi opinión, una referencia implícita a la
ceremonia del sacrificio de los guerreros en la hoguera. Así, el nom­bre
de las jarritas moradas: “bandera”, alude, al parecer, a un orna­mento
característico de los guerreros que se sacrificarían en la parte inicial de
Xocotl huetzi, al que hace referencia Sahagún (2000, t. I: 225): “estan-
do así ordenados [los cautivos], luego comenzaba uno de los sátrapas
a quitarles unas banderillas de papel que [llevaban] en las manos, las
cuales eran señal de que iban sentenciados a muerte”.
De manera que la designación de la flor béshte-deni parece sugerir la
fiesta en la que los guerreros eran sacrificados en la fogata: Ymattatohui,
lo mismo que el yauhtli, hmikwä o pericón. Esto es, a partir del uso que
se le daba durante la ceremonia del fuego, también en la primera parte
de la fiesta. Al respecto, al referirse a Xocotl huetzi Sahagún (2000, t.
I: 152) señala que, despues “de haber velado toda aquella noche los
captivos en el cu, y después de haber hecho muchas cerimonias con
ellos, enpolvorizábanlos las caras con unos polvos que llaman yiauhtli
para que perdiesen el sentido y no sintiesen tanto la muerte”.
Otras flores más, utilizadas en el valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán,39
que pertenece a la zona norteña del antiguo Matlatzinco en la fiesta

37
En la página 516 del Diccionario Yuhú (Otomí de la Sierra Madre Oriental) estados de Hidalgo,
Puebla y Veracruz, México (2007), se anota que ra ’béxt’e significa “bandera”.
38
De acuerdo con el Diccionario Yuhú (Otomí de la Sierra Madre Oriental), estados de Hidalgo,
Puebla y Veracruz, México (2007: 585), “pericón” corresponde a ra hmikwä, en tanto que
en el Diccionario Español-Otomí (2001: 162) “pericón” en otomí se escribe: jmikua.
39
El valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán se ubica en los municipios mexiquenses de Ixtlahuaca,
Jocotitlán y, en menor medida, Jiquipilco.

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Matlatzincas y tenochcas

del 15 de agosto, son la “flor de fuego” y la “bola de fuego”, que al


igual que las jarritas y el pericón parecen aludir al pasaje en la fogata
de la parte primera de Ymattatohui-Xocotl huetzi (Reyes y Albores,
2010: 29-31).
El 15 de agosto, las familias campesinas y del entorno rural celebran,
en el valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán, la fiesta del fruto fresco del maíz,
que es llamada de varias maneras, si bien se trata del mismo evento:
el corte de los primeros elotes. Entre los distintos nombres se cuentan:
“estreno del elote”, “estreno de la milpa”, “fiesta del maíz”, “florear
la milpa” o, en plural, “florear las milpas”. Son denominaciones que
se refieren, directamente, a una etapa del ciclo agrícola de temporal,
aun cuando en algunos pueblos del área en cuestión se conmemoran
diferen­tes advocaciones de la Virgen María. Y, como en la fiesta de
la Asun­ción en la que se realiza “la fiesta de los elotes” o “fiesta de la
caña”, en aquella área es la celebración que indica el inicio de la co-
secha del maíz fresco y de las cañas dulces.

El divino alimento

Hemos visto que el sentido básico de la Gran Fiesta de los Muertos


se refiere al divino alimento como mantenimiento del Sol y del ser
humano. En efecto, en la primera parte de Ymattatohui se festejaba
el alimento de los dioses –los guerreros– y el nacimiento del Sol, y en
la última parte se conmemoraba el nacimiento del dios joven del
maíz –los elotes– como primer alimento sagrado. En Xocotl huetzi, los
tenochcas no enfocaban lo relativo al alimento humano, sino que
en­fatizaban el alimento de la deidad, celebrado en la primera parte de la
fiesta y, aun cuando estaba presente el maíz tierno (los elotes) –me-
diante el atuendo y la pintura corporal de los guerreros– era sólo con
la finalidad de mostrar, a partir de la inspección de los frutos, que éstos
se desarrollaban adecuadamente.
Por lo anterior, lo relativo al significado básico de la principal
veintena del calendario otomiano aparece velado en la mayoría de
los relatos sobre la Gran Fiesta de los Muertos. Ello se explica si –con
base en lo expuesto en el presente ensayo y a partir de lo que puede

125

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deducirse de los señalamientos de Sahagún– tenemos en cuenta que


los tenochcas procuraban imponer –por distintos medios, entre los
que se cuenta la estigmatización– aspectos de su propia tradición, en
particular algunos que convenían a sus fines de dominio como cabeza
de la Triple Alianza. Una conveniencia elemental era la consecución de
maíz para alimentar a los contingentes guerreros –fundamentales en el
proyecto de expansión imperial– marco en el cual es el grano maduro
–no el tierno, en forma de elotes– el que, una vez cosechado, se almace­
na sin mayor tratamiento, lo que facilita su acumulación y propicia el
resguardo de una buena cantidad de mazorcas, para emplearlas bastante
tiempo después de su corte. Entonces, un objetivo importantísimo sería
evitar que los otomianos segaran y consumieran una parte considerable
del fruto fresco del maíz, para lo cual era necesario presionarlos, a fin de
des­plazar la etapa otomiana preferencial de cosecha hacia aquella en
la que se corta el maíz macizo. Dar prioridad a la cosecha del maíz
maduro habría sido un aspecto nodal de la nahuatlización cultural que
se les impuso a los otomianos, a raíz de la supremacía política de los
tenochcas en la jurisdicción del Matlatzinco. Así, un ejemplo de la
manera en la que se llevaba a cabo el proceso de nahuatlización que
fue interrumpido con la conquista española lo vemos en lo que atañe
a la principal fiesta otomiana de las veintenas, en particular la matla-
tzinca (Ymattatohui).
Ahora bien, la importancia del Matlatzinco como productor de maíz
maduro puede apreciarse a partir de la política económica del Estado
tenochca en aquella jurisdicción. Así, Zorita (2011: 313, 14-15) anota
que “todos los matalçingos que quedaron hazian vna sementera para el
señor de mexico que tenía ochoçientas braças en largo y quatroçien-
tas en ancho” y que los “frutos desta sementera los ençerraban en sus
trojes y estaban aplicados para las guerras y para las neçesidades de la
república y no se podían gastar en otra cossa e yban a la mano al señor
que lo yntentaba’”. Menegus (1991: 69, 70) menciona que fue Aten­co
(San Mateo) el que “sufrió una reorganización más profunda”, debi­do a
que, de los 36 pueblos que se repartieron, en aquél se establecieron
cuatro “sementeras imperiales” de Moctezuma, que eran labradas, de
manera respectiva, por los habitantes de Matlatzinco, Malinalco, Ta-
cuba y Coyoacán. La primera sementera medía 800 brazas cuadradas y

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Matlatzincas y tenochcas

para su cultivo acudía gente de Toluca, Xalatlaco, Metepec, Calimaya,


Capulhuac, Ocuilan y de otros pueblos de las zonas central y sureña
del antiguo Matlatzinco.
En vínculo con lo anterior, como parte de su estudio sobre Otonte-
cuhtli como dios enmascarado del fuego, López Austin (1985: 274-280)
expresa “la inquietud de investigar si es posible un fundamento cósmico
de la antigua institución llamada excan tlatoloyan, el tribunal de tres ca-
bezas”. Éste constituía la “base justificativa, a su vez, de la expoliación,
del control político y de la expansión militar de la ‘triple alianza’ de
Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan”. La posibilidad del estudio de la
excan tlatoloyan se referiría, entonces, a “las funciones biyectivas de un
modelo” en torno a “un Acolhuacan celeste, ordenador, con capital
en la culta Tetzcoco; un Colhuacan bélico, dinámico, solar, guiado
por Tenochtitlan, y un Tepanecapan terrestre, productivo, que desde
Tlacopan dirigiera la vida del feraz valle toluquense”.
Así, en tal marco tripartita, se situarían –indica aquel autor– los del
Acolhua­can “adoradores del Señor del Cielo”, aquellos “que elabo­ran
cuerpos legislativos” para los tres integrantes de la alianza. “Los te­noch­
cas, dirigentes de las conquistas en la triple alianza”, quienes “tenían
por dios al Sol, el gran guerrero”. Y los tepanecas (“hombres de las
piedras”), que veneraban a Ocotecuhtli; su fiesta principal era Xocotl
huetzi y “reconocían por patrono a Cuécuex”. Es decir, añade el autor:
“Gente de flecha” (los primeros), “gente de honda” (los últimos) ¿y
gente de atlatl? (los segundos). El dios de los tepanecas, finaliza López
Austin, pudo llegar a ocupar “un preeminente lugar en el templo te-
nochca en calidad de aliado y complemento del dios que era de su mis-
ma naturaleza: el fuego del ombligo, del Sol, del corazón, de la guerra:
el fuego mexica del piso medio del axis mundi”.
Ahora bien, lo referente al Tepanecapan terrestre y al papel directi­
vo de Tlacopan en la producción maicera del Valle de Toluca implica
reparar en el cambio que procuraba imponer el grupo hegemónico
tenochca: de la primera etapa otomiana de cosecha –la de los elotes– a
la segunda etapa de la siega, la del grano maduro. Es quizá por ello que
no es tan obvio el significado de algunos aspectos del dios enmascarado
del fuego. Al respecto, López Austin apunta una cuestión nodal: debajo
“de la máscara de Tlaloc ya no está la faz arrugada del dios fatigado”

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(viejo) del fuego, “sino una nueva, tersa, del dios por nacer” (figura
1). Esta es, en mi opinión, la deidad que en la segunda parte de la gran
fiesta otomiana de los muertos cae, “el dios de la fiesta Xocotl uetzi”
que –como indica Seler (1908-1923, v. II: 1039)– es “el que en esta
fiesta tiene su caída, es decir, su nacimiento”. Es el nacimiento del
dios Xócotl u Otontecuhtli; el dios es el fruto que nace y, como hemos
podido apreciar –a partir del análisis de Wake y de la información et-
nográfica de la región que ocupó el Matlatzinco–, este dios es el fruto
tierno del maíz, el fruto inmaduro, verde; se trata, entonces, del na­ci­
mien­to de los elotes o, mejor dicho, del dios joven del maíz.
Y es esta deidad la que acompaña al glifo calendárico 11 acatl (11
caña), que López Austin (1985: 263) menciona como el “símbolo
identificador más importante” del dios enmascarado del fuego. “Des-
graciadamente –anota el autor– desconozco su significado.” “Pertenece
a la trecena 1 calli [abunda López Austin, con base en Sahagún] que
marcaba con formas violentas de muerte a los que en ella nacían,
incluida la muerte en la hoguera; pero esto no es suficiente.” Sahagún

Figura 1. Vista frontal superior del monolito del Dios enmascarado del fuego (López
Austin, 1985: 255, figura 2).

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Matlatzincas y tenochcas

Figura 2. Trecena 1 calli (1 casa) o décimo


quinto trecenario (signo 1 calli: Ce calli).
Día 11 acatl (11 caña) o día onceno, con
Cintéotl como dios acompañante, página
XV del Códice Borbónico (1980).

(2000, t. I: 400) también señala otro destino: el de quien “muriría en


la guerra o sería en ella captivo”.
En relación con lo anterior, si vemos la página 15 del Códice Bor-
bónico (1980) –que corresponde a la trecena 1 calli (1 casa) o décimo
quinto trecenario (Paso y Troncoso, 1980: 74-75)–, observamos que es
Cintéotl el dios acompañante del día onceno, cuyo glifo es 11 acatl u
11 caña (figura 2). Lo mismo se aprecia en la página 22 de ese códice,
relativa a la cuarta indicción (Tla’lpilli) de la cuenta de los años (Paso
y Troncoso, 1980: 93), la cual corresponde a la serie de 13 años –que
está presidida por el año 1 calli (1 casa)– en la que el año 11 acatl (11
caña) está acompañado por el dios Cintéotl (figura 3 y cuadro 3). Así,

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Beatriz Albores Zárate

Figura 3. Cuarta indicción (Tla’lpilli) de la cuen­


ta de los años. Serie de trece años presidida por
el año 1 calli (1 casa). Año 11 acatl (11 caña)
con Cintéotl como dios acompañante, página
XXII del Códice Borbónico (1980).

el dios velado, cubierto por las anteojeras de Tláloc (el que está deba-
jo del dios enmascarado del fuego) es el joven dios del maíz, el fruto
tierno, el elote; el que nace en la gran fiesta otomiana de los muertos.
Un dato significativo se refiere a la correspondencia del atavío de
la deidad y de los guerreros, y a que ambos simbolizan “las mazorcas
jóvenes”: los elotes, como vimos. Los atuendos son de papel, según
ya Wake lo mencionó. De hecho, al mismo tronco del árbol –el pino,
como lo ha precisado Carrasco, o Xócotl– le ponían papeles, a modo
de cabellos, a semejanza de los que le colocaban a la imagen del dios.
Así, Sahagún (2000, t. I: 224, 225) indica que los sacerdotes o “sátrapas
[aderezaban], componían el árbol con papeles […] con gran solicitud
y bollicio [y, también], componían de papeles [a la] estatua como de

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Matlatzincas y tenochcas

Cuadro 3
Serie de trece años de la cuarta indicción

Tercera indicción Cuarta indicción


1 Tékpatl, con Xiuhteuktli 1 Kalli, Piltçitçintéotl
2 Kalli, Tlaçoltéotl 2 Toxtli, Xiuhteuktli
3 Toxtli, Miktlantéotl 3 Akatl, Tlaçoltéotl
4 Akatl, Itçtli 4 Tékaptl, Cintéotl
5 Tékpatl, Tláloc 5 Kalli, Itçtli
6 Kalli, Xalxiuitl ikue 6 Toxtli, Tepeyóllotl
7 Toxtli, Piltçitçintéotl 7 Akatl, Xalxiuitl ikue
8 Akatl, Xiuhteuktli 8 Tékaptl, Piltçitçintéotl
9 Tékaptl, Tlaçoltéotl 9 Kalli, Tláloc
10 Kalli, Miktlantéotl 10 Toxtli, Tlaçoltéotl
11 Toxtli, Itçtli 11 Akatl, Cintéotl
12 Akatl, Tepeyóllotl 12 Tékaptl, Itçtli
13 Tékpatl, Xalxiuitl ikue 13 Kalli, Tepeyóllotl
* (Tla’lpilli), presidida por 1 calli o “1 Kalli ” (1 casa) con sus “acompañados” respectivos (Paso y
Troncoso, 1980: 93). Año 11 acatl u “11 Akatl ” (11 caña) con Cintéotl (“Çintéotl”) como dios
acompañante.

hombre”; papel que “era todo blanco, sin ninguna pintura ni tintura”. En
efecto, poníanle a la estatua “en la cabeza unos papeles cortados como
cabellos, y unas estolas de papel de ambas par­tes, desde el hombro de­re­
cho al sobaco izquierdo, y desde el hombro izquierdo al sobaco de­re­cho
[y] también un maxtle de papel”. Igualmente, el autor señala que
“los captivos llevaban el cuerpo teñido de blanco, y el maxtle con
que iban ceñidos era de papel. Llevaban también unas tiras de papel
blanco, a manera de estolas, echadas desde el hombro al sobaco [y]
unos cabellos de tiras de papel cortadas delgadas”.
Con respecto a lo anterior es sugerente que el atuendo de la deidad,
el del tronco del árbol y el de los guerreros fuera, además, similar al
de Nanahuatzin –deidad que se transformó en el Sol– como se lee en
Sahagún (2000, t. II: 695): “al buboso, que se llama Nanahuatzin,
tocáronle la cabeza con papel, que se llama amatzontli, y pusiéronle
una estola de papel y un maxtli de papel”. Pareciera que los tres –dei-
dad (tronco del árbol), guerreros y Nanahuatzin– simbolizan elotes.
De manera que, en la fiesta otomiana, los guerreros, hechos de masa

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de maíz tierno –elotes– se transforman, como Nanahuatzin, en el


Sol-Otontecuhtli y, a su vez, esta deidad nace como fruto del maíz
tierno. El medio por el que se llevan a cabo las transformaciones es,
como lo indicó López Austin, la acción del fuego. Como comida del
dios solar, el guerrero debe morir en la hoguera –durante el sacrificio,
antes mencionado, que era “característico” de los tepanecas (Carrasco,
1950: 206)– para resucitar como Sol-Otontecuhtli. A la inversa, el
Sol-Otontecuhtli regresa a través de los guerreros como comida de los
humanos y debe morir en el fuego del hogar para nacer o renacer como
ser humano; por eso en la ceremonia –que narra Ponce de León– y
en las fiestas –que en nuestros tiempos se efectúan en la región que
ocupó el Matlatzinco– se come asado el fruto tierno del maíz. Deidad
y Hombre son de maíz tierno, el joven dios del maíz.

El paraíso terrenal. Un entorno lacustre de altura


con volcanes nevados

La importancia del maíz tierno, por cuya cosecha los tenochcas expresaron
opiniones despectivas sobre los otomianos y aun los estigmatizaron por
no guardar la cantidad de maíz maduro que consideraban era la debida, no
parece responder sólo a la “gran afición de los otomíes”, y otomianos
en general, “a los alimentos hechos de maíz tierno”, como lo indica
Carrasco (1950: 49). El autor, al comentar los señalamientos de Sa-
hagún –a los que antes me referí– menciona que éste “pone entre” los
“defectos” de los otomianos “que antes de que maduren las mazorcas se
acaban las sementeras por comerse los jilotes y hacer tortillas y tamales
de elote. Cuando los españoles huían de México después de la noche
triste fueron acogidos por los otomíes de Teocalhueyacan”, quienes “les
obsequiaron con jilotes cocidos, elotes verdes, elotes cocidos y asados,
tortillas de elote y tamales de elote”.
La trascendencia –agrícola, ritual y de la forma de conceptuar el
mundo– del maíz inmaduro tampoco parece provenir, por entero, de la
postura filosófica otomiana, según lo transmitido por Sahagún (1946,
t. II: 293-294) en cuanto a que, después de “que habían comido bebían
su vino, y así se comían en breve lo que habían cogido de su cosecha,

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Matlatzincas y tenochcas

y decían unos a otros, gástese todo nuestro maíz, que luego daremos
tras yerbas, tunas y raíces”; expresión que más parece aludir a la gran
importancia que tenía la recolección, como en general las actividades
no agrícolas, en la economía otomiana. Y, añade el autor: “decían que
sus antepasados habían dicho que este mundo era así, que unas veces
lo había de sobra y otras veces faltaba lo necesario”.
La cantidad cosechada y el consumo del maíz tierno les valió a los
otomianos el calificativo estigmatizante de los tenochcas, como lo anota
Sahagún (2000, t. II: 963), de animal: “del que en breve se comía lo que
tenia, se decía y por injuria que gastaba su hacienda al uso y manera
de los otomites, como si dixeran dél que bien parecía ser animal”. Mas
tal opinión parece expresar, como hemos visto, una forma de presión
de los tenochcas, a fin de que los otomianos dejaran madurar mayor
cantidad de maíz para cosechar y almacenar un excedente considerable
de las mazorcas macizas. Al respecto, una mención de Heath (1972:
20), sobre la situación lingüística, es sugerente: las “tribus cuya lengua
vernácula no era el náhuatl, padecían menoscabo en cuanto a prestigio
y privilegios. No sólo no les era permitido tomar parte en las decisiones
administrativas del Imperio, sino que les era igualmente imposible
evitar el desprecio de los nahuatlacas.”
Ahora bien, el señalamiento de Sahagún –relativo a que los oto­mia­
nos se acababan todo su maíz– resulta exagerado, puesto que el mismo
autor (2000, t. I: 960, 964, 965, 967) anota que los otomíes “tenían
sementeras y troxes”; que “para desgranar el maíz, echan los dichos
matlat­zincas en una red las mazorcas, y ahí las aporreban para desgra-
nar” y que “en su tierra hácese el maíz [maduro] tostado que llaman
mumúchitl, que es como una flor muy blanca cada grano”. De los maza-
huas indica que “sus tortillas eran del grandor de un codo en redondo”,
las cuales, “calientes”, las comían con “axí”. También Carrasco (1950:
49-53) menciona numerosas formas en las que los otomianos prepa-
raban el maíz maduro. Además, guardar granos maduros de maíz era
fundamental para usarlos después como simiente. Por ello, no puede
tomarse al pie de la letra la mención que hace Sahagún ni la postura
filosófica de los propios otomianos.
El corte intensivo de elotes –y, en parte, de jilotes– parece haberse
debido, por un lado, a que la producción maicera era muy abundante,

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como ya vimos, y a que los otomianos hacían un elevadísimo uso com­ple­


men­ta­rio de los recursos no agrícolas, a través de la caza, la recolección
y la pesca. Así, al referirse a la zona central o lacustre de la región que
ocupó el Matlatzinco en las primeras décadas del siglo xx, Bataillon
(1972: 34) anota que la

…topografía volcánica [de esa zona], toda reciente, se halla intacta, [su] cen-
tro está ocupado por los tintes pardos y los reflejos brillantes de las manchas
lacustres, al norte y al sur de Lerma. Grandes [tulares] pueblan los pantanos
de las márgenes, e hileras de mimbres de ramas púrpuras y bosquecillos de
abedules grises disimulan una parte de las lagunas.

Y concluye que “las llanuras bajas que bordean este sector húmedo
se extienden sobre todo al oeste, en la ladera del Nevado de Toluca;
llanuras bien desecadas”, no obstante la presencia de cursos de agua,
“pues el suelo y el subsuelo están compuestos de cenizas porosas. La
explotación de estas hermosas tierras es monótona: el maíz cubre casi
todo con tupido manto”.
Mas, por otro lado, la siega amplia de los elotes también debió res-
ponder a una consideración fundamental: los riesgos que podían correr
los cultivos al ocurrir una o más heladas tempraneras, por ubicarse los
terrenos de labor en las altas y frías tierras del Matlatzinco, y, en cuanto
a los de la zona central de éste, por tratarse de un entorno lacustre de
altura con volcanes nevados. De manera que, una vez logrado el mayor
desarrollo de las mazorcas verdes, era aventurado dejarlas casi en su
totalidad en la planta hasta que alcanzaran su plena madurez, debido a
que el acaecimiento de alguna helada –antes de que el grano estuviera
macizo– podía dañar al fruto y aun llegar a acabar con el plantío.40 Es
decir, que el corte amplio de los elotes se habría efectuado, en buena
medida, con base en el profundo conocimiento del entorno natural.
Por ello, el paisaje maicero por excelencia de los otomianos debió
corresponder al de la milpa en pleno verdor, cuando los campos de
cultivo del antiguo Matlatzinco se encontraban en la etapa de cosecha
de los elotes. En cuanto a lo anterior, es de particular importancia que

40
De acuerdo con la tradición oral de la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, el 8 de
septiembre –fiesta de la Natividad de la Virgen– puede caer la primera helada.

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los elotes puedan conservarse, según información disponible, hasta


un año después de su corte, secándolos mediante el calor del fuego.
Al respecto sólo contamos, por ahora, con datos etnográficos, si bien
parece probable que se emplearan formas de conservación del elote
desde tiempos mesoamericanos.
Algunos de esos datos provienen de la región que ocupó el Matlat­
zinco, particularmente del área del volcán Jocotitlán perteneciente
a la zona norteña de aquella región (René Dávila, comunicación
personal) y de Temascaltepec (Etna Pascacio, comunicación personal),
municipio de la zona meridional donde habitan los últimos hablantes
de matlatzinca. También tenemos datos de otras regiones de la antigua
Mesoamérica, como son, entre otros, los relativos a dos pueblos de
Chiapas: los tzotziles de Huistán (Fauto Bolom Ton, comunicación
personal) y los tojolabales de Saltillo, del municipio de Margaritas
(Otto Schumann, comunicación personal). En algunas regiones, los
elotes tratados pueden conservarse hasta un año después de su siega; por
ejemplo, entre los maya-yucatecos de Dzitás se cuece el fruto tierno del
maíz en horno subterráneo –el pibinal, de pib, “cocimiento bajo tierra”,
y nal, “elote”– y se deshidrata con posterioridad (Francisco Rivas Ceti-
na, comunicación personal).41 Rivas Cetina indica que el pibinal está
asociado a los “rituales de agradecimiento por la cosecha obtenida. Los
frutos verdes más grandes y del primer corte se cuecen en ‘pib’. Es proba-
ble que este conocimiento esté en desuso, pero el hecho de que algunas
familias lo practiquen es un indicador del conocimiento transmitido por

41
De acuerdo con Francisco Rivas Cetina (comunicación personal), el pibinal se obtiene
mediante la cocción del elote “durante tres días al calor de las brasas de carbón en el
horno de tierra”; una vez cocido, el elote “puede guardarse por un año, según lo que he
observado en algunas familias de Dzitás. Esto se logra con la deshidratación del elote ya
cocido y sin retirarle la hoja (llamada joloch)”: se cuelgan los pibinales, “amarrándolos de
las primeras hojas del joloch en un madero atravesado sobre el fogón –donde se cocina en las
casas indígenas– a una altura de metro y medio a dos metros”. La “deshidratación suele
durar una semana y, después, los elotes se guardan en una pita o costal en un rincón
de la cocina, pero cerca del fogón para evitar que se apolillen, les entre el gorgojo o los
consuma el ratón. Su almacenamiento en estas condiciones puede durar hasta el siguiente
año, cuando se consigue pibinal fresco”. Para consumir el pibinal deshidratado primero
se remoja durante dos horas, a fin de “retirar el moho naranja que le brota durante su
almacenamiento y, posteriormente, se rehidrata con agua hirviendo”.

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generaciones”. No obstante lo anterior, concluye Rivas Cetina, “en la


actualidad es común encontrar el pibinal fuera de su contexto ritual y se
comercializa en distintos meses y en diferentes mercados”, como el del
pueblo yucateco de Dzan (Andrés Medina, comunicación personal).
Además de hidratar los pibinales para su consumo, como lo señala Ri-
vas Cetina, el elote “horneado bajo tierra”, para el ritual del k’ub que
efectúan los mayas de Yucatán, sólo se pela y se tuesta en brasas “y ya
se puede comer”, según lo menciona Narciso Tuz Noh (comunicación
personal). Este último refiere que “otra de las maneras de conservar
el maíz tierno de manera natural es hacer tortillas llamadas iis waaj o
tortillas de maíz tierno delgaditas o gorditas; las delgaditas se pueden
conservar hasta por tres o seis meses sin que se descompongan, sólo es
cuestión de calentarlas en las brasas del fogón para comerlas”. Por lo
anterior, cabe suponer que los otomianos del Matlatzinco guardarían
una parte de los elotes cosechados para consumirlos con posterioridad.
De manera que la propuesta de López Austin (1985: 279) –relacio-
nada con la excan tlatoloyan, el tribunal de tres cabezas– de un Tlaco-
pan (del Tepanecapan) como “la capital del inframundo” concuerda
con el paisaje de la zona lacustre cuando la milpa, toda verde, está
colmada de elotes. Y es ese el paisaje –relativo a la mitad lluviosa del
año– que pertenece al sector nocturno del mundo y a las deidades de
la tierra y de la lluvia, del viento y de la noche; es ese el paisaje que,
enmarcado por el gran volcán Nevado de Toluca y la antigua laguna
de Lerma, corresponde al concepto amplio del Tlalocan. De acuerdo
con Sahagún (2000, t. I: 330),
…el Paraíso Terrenal que se nombra Tlalocan [es] en el cual hay muchos
regocijos y refrigerios, sin pena ninguna. Nunca jamás faltan las mazorcas de
maíz ver­des, y calabazas y ramitas de bledos, y axí verde, y xitomates, y frisoles
ver­des en vaina, y flores. Y ahí viven unos dioses que se dicen tlaloque […] Y
ansí decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había siempre
jamás verdura y verano.

Se trata del paisaje de una variante del Tlalocan relativo a un tipo de


entorno muy alto y frío, al que los antiguos habitantes del Matlatzinco,
en particular los de su zona central, debieron adaptar el cultivo del
maíz de temporal y aprovechar al máximo los recursos de recolección,

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Matlatzincas y tenochcas

de caza y de pesca, todo lo cual se articuló en un entramado, de raíces


milenarias, que conocían muy bien los otomianos de esa región.
Por ello, es posible entender la férrea resistencia de los otomianos
frente al cambio económico-cultural que implicaba la nahuatlización
que, aun a la llegada de los españoles, imponían los mexica-tenochcas.
Éstos, habiendo provenido de las tierras secas del norte, “dirigentes
de las conquistas en la triple alianza, tenían por dios al Sol, el gran
guerrero” –señala López Austin (1985: 279)– por lo que, continúa el
autor citando a Serna, su principal fiesta se ofrecía al “Sol, porque era
el primer dios a quien los culhuas reverenciaron, y traían su origen de
sus antiguos fundadores del estado de los culhuas”. Así, por razones
ideológicas, el Estado tenochca, a partir de la conveniencia de cosechar
el grano macizo del maíz, estigmatizó a los otomianos por el corte y el
consumo excesivos de los elotes.

Conclusiones

Llegamos al final de este ensayo, sobre un caso de diversidad cultural y


unificación en el contexto mesoamericano, relativo a los matlatzincas, de
la zona lacustre de la antigua jurisdicción otomiana del Ma­tlatzinco, y
a los tenochcas, de la aledaña cuenca de México. Como hemos visto,
ciertas opiniones despectivas acerca de los otomianos –transmitidas
sobre todo por Sahagún– parecían responder sólo a una actitud etno-
céntrica de los nahuas de la cuenca de México o a su visión de las dife-
rencias culturales. Algunas de éstas comprendían prácticas agrícolas y
no agrícolas que, a partir de las opiniones mencionadas, resultaban más
obvias que otras: concretamente, el signi­ficado básico de la principal
veintena del calendario otomiano que los mexicas habían incorpora-
do al suyo. Tal significado no se mencionaba de manera explícita en
las descripciones de las fiestas de las veintenas correspondientes y no
mostraba, a primera vista, tener relación con aquellas prácticas eco-
nómicas de los otomianos. Sin embargo, en conjunto, esas opiniones
apuntaban a un proceso intencional de unificación (homogeneización)
cultural generado por el Estado tenochca, que comenzó con una acción
bélica. Esto ocurrió en el siglo xv, cuando los tenochcas –encabezando

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la cabeza de la Triple Alianza– invadieron la jurisdicción otomiana del


Matlatzinco y emprendieron el dominio de sus pobladores, mediante
reiteradas campañas armadas y un proceso de nahuatlización que pro-
seguían a la llegada de los españoles, en el siglo xvi.
Así, la visión nahua de la cosecha del maíz entre los otomianos fue
utilizada contra éstos por el Estado tenochca como uno de los meca-
nismos de presión, a fin de obtener beneficios tributarios más acordes
con su proyecto de expansión imperial, que se efectuó, básicamente por
la vía armada. La manera ofensiva de señalar esas divergencias deja
entrever el interés político-económico por el que los invasores procu-
raban borrarlas, modificarlas o adaptarlas, con la intención de im­po­ner
una relativa homogeneidad cultural, a fin de articular a los pueblos
del Matlatzinco.
Este caso ejemplifica parte de uno de los procesos entre otros pro-
bables o posibles, como los ocurridos en tiempos previos, así como sus
causas y sus alcances para adecuar diferencias mediante mecanismos
entre los que se cuenta la estigmatización, además de la guerra. Son
diferencias que, constituyendo matices, variantes o gradaciones dentro
de un mismo patrón o aun aspectos y rasgos de distinto origen, llega-
ron a incorporarse en el entramado cultural que unificó a los pueblos
mesoamericanos. ¡Qué impresionante hazaña, tan dramática: integrar,
culturalmente, a pueblos de la inmensa región hoy conocida como
Mesoamérica!

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Beatriz Albores Zárate

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Mesoamérica vista desde la etnografía
Reflexiones críticas y propuestas

Catharine Good Eshelman*

Subrayamos la importancia de manejar un concepto analítico del


área cultural para sintetizar la investigación etnográfica e histórica.
La alternativa que se plantea en este texto es buscar una nueva estra-
tegia para delimitar esta área, inspirada en los avances logrados por
investigadores en otras regiones de Latinoamérica. Por consiguiente,
aquí analizamos brevemente cómo se han formulado los conceptos
de área cultural en el Caribe y en los Andes, basados en procesos di­
ná­mi­cos y no en rasgos descriptivos y estáticos; estos casos pueden
sugerir a los investigadores de Mesoamérica otras posibilidades para
concebir la unidad y la diversidad que encontramos en la actualidad
e históricamente. De esta forma, el presente artículo está dividido en
tres partes: la primera retoma el debate sobre el uso del concepto de
Mesoamérica, la segunda considera diferentes procedimientos para
definir los áreas culturales, y la tercera señala algunas características
fundamentales que descubrimos en el trabajo etnográfico.

La polémica sobre el concepto Mesoamérica

A mi parecer la preocupación por el paradigma de Mesoamérica1 que


expresaron algunos colegas (Neurath, 2007; Millán, 2007) surge del

* División de Posgrado. Escuela Nacional de Antropología e Historia.


1
Good (2007a) introduce un grupo de artículos sobre el paradigma de Mesoamérica
(Broda, 2007; Barabas, 2007; Robichaux, 2007; Good, 2007b) y señala que los siguientes
problemas de análisis surgen del concepto de Mesoamérica (véase también Good, 1993),

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Catharine Good Eshelman

nuevo clima para la investigación social. Existe cierta urgencia por


replantear las metas para la antropología en el México neoliberal y por
desarrollar herramientas teóricas más adecuadas para estudiar las socie-
dades indígenas en el siglo xxi. Esto puede incluir el uso de enfoques
propuestos en otras regiones etnográficas, siempre y cuando se adecuen
a los contextos específicos de nuestra región. En otros escritos (Good,
1993; 2007b) traté algunas inquietudes sobre el concepto original de
Mesoamérica, cómo fue formulado, y sus implicaciones tanto en teorías
de la cultura y la historia como en antropología.
La polémica sobre Mesoamérica revela serias inquietudes sobre los
usos de la historia, especialmente el énfasis excesivo en la sociedad pre-
hispánica como punto de partida para entender a los indígenas actuales,
ya que esta perspectiva se asocia con los objetivos de la antropología
mexicana en el proyecto del Estado revolucionario durante el siglo xx.
Institucionalmente las observamos, por ejemplo, en el Instituto Nacio-
nal de Antropología e Historia (inah), donde la investigación arqueo-
lógica ha sido dominante, recibiendo mucho más apoyo que las otras
especialidades de la antropología. Se observa también en el diseño mis-
mo del Museo Nacional de Antropología donde, como muchos asisten-
tes han comentado, las salas etnográficas están ubicadas en el segundo
piso y la museografía privilegia las civilizaciones prehispánicas. Hasta
muy recientemente el estudio del indígena histórico, y de las gran­des
civilizaciones prehispánicas, ha sido prioritario, sobre el estudio del
indígena actual. Una de las aportaciones centrales del proyecto Etno-
grafía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio ha
sido su gran impulso a la investigación etnográfica de largo plazo en
toda la República dentro del inah. Las sensibilidades que existen en­tre
los etnógrafos que nos dedicamos al estudio de las sociedades indígenas
actuales se deben en parte al peso tan fuerte del pasado prehispánico
en la percepción de las culturas indígenas modernas en México y en
la definición de Mesoamérica como término científico.

entre ellos: la relación entre la etnografía y la historia; la dificultad de teorizar el cambio,


las rupturas y las continuidades en la cultura; el reto de realizar etnografía profunda y a
la vez sintetizar a partir de casos empíricos; la urgencia de abordar innovaciones locales
dentro de relaciones de poder globales.

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Mesoamérica vista desde la etnografía

Estos problemas no se resuelven mediante el abandono de los referen-


tes históricos; más bien, nos invitan a preguntarnos cómo usar la historia
y a considerar qué tipo de historia usar para abordar los casos que nos
interesan. Además de cuestionar el énfasis desproporcionado sobre las
civilizaciones prehispánicas, también podemos señalar una serie de
prácticas comunes en el estudio histórico de los pueblos indígenas, que
distorsionan sus resultados.2 Entre éstas está el procedimiento habitual
de tomar las culturas prehispánicas como las expresiones más auténti-
cas y sofisticadas de las culturas indígenas, y de considerar los grupos
actuales como remanentes de una grandeza perdida. Esta perspectiva
ve las culturas contemporáneas en función de su pasado: se legitiman
como materia de investigación principalmente por la presencia de
“rasgos antiguos”. Cabe recordar que las prácticas que observamos hoy
forman parte de una cultura integrada y coherente para las personas que
la encarnan y la viven: son modernas y actuales. Al respecto, compar-
timos el punto de vista de Sydney Mintz, quien ha trabajado el estudio
histórico y etnográfico de las culturas afroamericanas, cuando afirma:
La historia de una habilidad, artefacto, creencia, planta o comida específica
no es lo mismo que su utilización y los significados simbólicos que tiene para
los miembros de una sociedad con continuidad histórica. La cultura tiene
“vida” porque su contenido sirve como recurso para las personas que la
emplean, la cambian, la viven. Los seres humanos enfrentan las exigencias
de la vida cotidiana por medio de sus habilidades de interpretación e inno-
vación, y su capacidad de manejar simbolismo, no al petrificar sus formas de
comportamiento, sino al usarlas creativamente. Completamente al margen
del problema de los orígenes históricos, […]…tales orígenes son mucho menos
importantes que el uso creativo, continuo, que se hace de las formas, no im-
porta su origen, y los usos simbólicos que se las imparta (Mintz, 1974: 19-20,
mi traducción. C.G.M).

Hay otra consecuencia de asumir las culturas prehispánicas como


máxima expresión o la medida de “autenticidad” de las culturas in-
dígenas mesoamericanas. Las innovaciones logradas en la dinámica

2
Obviamente no todos los investigadores en nuestra área han caído en las prácticas que
estamos criticando aquí; son tendencias generalizadas en el análisis social del área me-
soamericana.

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Catharine Good Eshelman

de la reproducción social durante los últimos 500 años, los cambios y


las adaptaciones creativas quedan excluidas como expresiones de la
cultura mesoamericana. Habitar un territorio que había sido invadido
por los europeos o haber sobrevivido a las embestidas de un régimen
colonial, y después de la nación-Estado, no descalifica a los grupos
contemporáneos como expresiones válidas de una tradición indígena.
Los pueblos actuales existen gracias a su capacidad de negociar con los
poderes dominantes en diferentes coyunturas históricas y mantener
una cultura propia, diferenciada de la hegemónica. Medir su grado de
“pureza” o autenticidad en términos de retención de rasgos formales
obedece a una lógica política, pero no analítica. Alegar que los pueblos
hoy no son indígenas “verdaderos” justifica el despojo de sus recursos y
patrimonio cultural.
Hace falta distanciarnos también de otros procedimientos mecánicos
del uso de la “historia” en el estudio de las culturas indígenas del área
cultural mesoamericana. Entre ellos podemos mencionar la costumbre de
partir siempre del pasado y moverse hacia el presente, y la suposición
de que hacer “historia” consiste en ordenar datos cronológicamente.
Sugiero abordar la historia más bien como el estudio de procesos de
transformación, o del campo temporal donde se despliegan estrategias
de reproducción o creación cultural, y la transmisión de conocimien-
tos y formas de organización colectiva. Podemos definir problemas de
análisis histórico desde la etnografía, en lugar de ver la etnografía como
complemento del estudio histórico. En este caso, es preciso manejar
una teoría de la cultura que enfatice relaciones y procesos a través del
tiempo, y no formas y estructuras estáticas (Good, 2004).
Finalmente, habría que hacer una reflexión más antropológica sobre
nuestro uso de la historia en cuanto a la lectura que hacemos de las
fuentes. Se pueden analizar a partir de la problematización antropo-
lógica de los datos y generar historia etnográfica (véase Ortner, 2006;
Rappaport, 1990; 1994; Good, 2007c). También propongo examinar
cómo los grupos que estudiamos entienden su propia experiencia
histórica y construyen la conciencia de su historicidad como pueblos;
estas teorías locales de la historia son muy distintas de la visión de la
historia occidental que define el campo en el medio académico.

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Mesoamérica vista desde la etnografía

El concepto original de Mesoamérica se vio limitado para abordar el


estudio del cambio cultural (Good, 1993; 2007b); aquí sólo comentaré
brevemente algunos requerimientos estratégicos con respecto al área
cultural (véase Good, 2004). Todos sabemos que los etnógrafos que
trabajan en México adoptaron la clásica definición de Kirchhoff (1943;
Medina, 2007); ésta se basaba en una lista de rasgos encontrados por
los arqueólogos en las civilizaciones prehispánicas. En un método des-
afortunado para el estudio de la cultura y el cambio, la presencia o la
ausencia de estos rasgos delimitaban el área mesoamericana. Kirchhoff
ofreció su breve artículo como una propuesta para discutir, no como
un modelo acabado, y obviamente reflejaba el estado de los debates
en la antropología americanista en la primera mitad del siglo xx.3 Esta
tradición partía de una visión esencialista de la cultura, ya ampliamente
criticada (entre otros, véase Geertz, 1973; Wolf, 1982; Mintz y Price,
1989; Ortner, 2006). Consideraba la cultura como algo tangible, como
una “cosa”, que “tienen” las personas, y asumía que cada grupo “posee” una
cultura diferente. Con base en estas suposiciones, la etnografía se con-
virtió en una tarea de describir y clasificar, empeñada en documentar
rasgos formales y ubicar casos empíricos dentro de esquemas genera-
lizadores: las áreas culturales sirvieron para organizar la diversidad de
acuerdo a presencias y ausencias de elementos descriptivos.
Delimitar Mesoamérica en términos descriptivos y considerar la
etnografía como una actividad taxonómica encajaba con el proyecto y
la ideología política de la Revolución Mexicana con respecto a los in­dí­
ge­nas; hay que recordar que la visión oficial también definió las metas
del trabajo etnográfico en el país de 1930 a 1950. Desde el punto de
vista del Estado nacional de esta época, había que “integrar” al indí­
gena en la cultura nacional y el “progreso” se medía de acuerdo a la
presencia o la pérdida de “rasgos indígenas”, en un tipo de tránsito lineal
entre el ser indígena y ser “mestizo,” entendido este último como parte
de la “cultura nacional”. La inevitable “aculturación” del indígena

3
Quiero aclarar que mi intención no es criticar a Kirchhoff, cuyo pensamiento es mucho
más complejo y rico de lo que señalo aquí; me refiero al mal uso que se ha hecho de sus
propuestas por parte de los etnógrafos e historiadores.

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Catharine Good Eshelman

constituía un tipo de “narrativa maestra” que dominaba la his­toria


oficial de México.
En el mismo contexto surgió la idealización de las grandes civiliza-
ciones prehispánicas como la más alta expresión de la cultura indígena,
mientras el indígena contemporáneo era percibido como una sombra
de la grandeza perdida, o bien, como portador de una cultura adulte-
rada, destinado a desaparecer, pasivamente esperando el “progreso y
civilización” (cfr. Farriss, 1983; Bonfil, 1987). Desafortunadamente,
muchos investigadores confundieron la ideología oficial y el discurso
político del Estado nacional con las categorías analíticas cientificas
(véase Good, 1993).

Conceptos alternativos de un área cultural

En mi propio trabajo sigo ubicándome en Mesoamérica, pero con


otros referentes; coincido con los colegas que argumentan a favor de
la utilidad del concepto de Mesoamérica (Barabas, 2007; Broda, 2007;
López Austin, 2007; Medina, 2007; Robichaux, 2007) para sintetizar y
comparar dentro y fuera de la región, trascender lo anecdótico y trazar
históricamente procesos culturales. Por eso planteamos la siguiente
pregunta: ¿cómo podemos definir Mesoamérica de una manera útil
para los etnógrafos, que permita entender la cultura de manera integral,
dinámica, con una perspectiva histórica más sofisticada?
Obviamente otros investigadores han propuesto caracterizaciones
distintas de Mesoamérica; entre ellos podemos mencionar a Eric Wolf
(1957), Pedro Carrasco (1976, 1978) y Alfredo López Austin (2001).
Pero considero que la influencia de Kirchhoff ha dominado la pers-
pectiva de los etnógrafos y los arqueólogos.
La etnografía de otras regiones del mundo, sobre todo la de los
Andes, el Caribe y Melanesia, ha influido en mi investigación en
México (Good, 1993). He tomado como ejemplo las propuestas de dos
de mis maestros, John Murra, quien dedicó su vida a la región andina,
y Sydney Mintz, el distinguido especialista en el Caribe y las culturas
afroamericanas. Ambos establecieron sus respectivas regiones como
áreas etnográficas reconocidas internacionalmente en la antropología, y

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Mesoamérica vista desde la etnografía

sus propuestas ayudan a repensar el concepto de Mesoamérica y definir


otros ejes para delimitar nuestra región. Igualmente, de acuerdo con
los intereses de los investigadores, se puede hacer una nueva inter-
pretación del área con base en las propuestas de los autores clásicos.
Como ejercicio de reflexión, señalamos a continuación algunas ideas
que surgen de la lectura de estos investigadores reconocidos por sus
trabajos sobre otras regiones.
La obra magistral de Murra (1975, 2004) explora la estructura po-
lítica y económica de las sociedades andinas y del Estado inca (1978)
basada en el análisis de fuentes etnohistóricas del siglo xvi. Él identificó
las características excepcionales de las sociedades andinas y enfatizó lo
que distinguía a los Andes de otras regiones etnográficas, en lugar
de lo que compartía con ellas. Por ejemplo, Murra insistía en que la
presencia en sí de un Estado no es muy explicativa, ya que surgieron
estados agrarios en muchas partes del mundo. Más bien le interesaba
la lógica social y política detrás de la organización del Estado, como
expresión de principios culturales andinos únicos, compartidos por
todos: campesinos, señores étnicos locales y elites gobernantes. Esta
lógica consistía en estrategias particulares para aprovechar el medio
ambiente, en la recaudación de tributo en trabajo humano pero no en
especie, y en la circulación de bienes por medio de relaciones sociales.
Murra preguntaba cómo los pueblos andinos se movilizaban social
y políticamente para prosperar en un medio ambiente único; elaboró
las definiciones de “archipiélago vertical” y “complementariedad eco-
lógica” para explicar la solución andina4 a esta ecología tan particular.
Además, descubrió que los señores étnicos y el mismo Estado inca re-
cibían “tributo” en energía humana de las poblaciones sujetas, pero no
en bienes producidos con los recursos domésticos. Finalmente, al notar
la marcada ausencia de moneda, comercio y mercados,5 Murra ana-
lizó detenidamente las relaciones de reciprocidad y redistribución

4
Consistía en la ocupación simultánea, permanente, de diversos pisos o nichos ecológicos,
en asentamientos geográficamente dispersos; los colonos pertenecían a un mismo grupo
étnico-político que mantenía un centro rector en la sierra alta.
5
Murra subrayó dos diferencias entre Mesoamérica y los Andes: en Mesoamérica existía
tributo en bienes junto con tasaciones de tributo en trabajo y la circulación de bienes se
lograba por tratos comerciales, mercados y comerciantes especializados.

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Catharine Good Eshelman

que permitían el movimiento de productos entre todos los niveles


y sectores (véase Good 2007d, para una discusión más detallada del
trabajo de Murra y sus aplicaciones a la investigación en Mesoamérica).
El otro autor que nos interesa aquí, Sydney Mintz (1974), caracterizó
el Caribe como área etnográfica a partir de varios procesos históricos y
culturales compartidos; vio la unidad en ellos, no obstante que condu-
cían a diferentes resultados en las subregiones del Caribe, tan marcado
por una extraordinaria diversidad lingüística, racial y cultural. Mintz
argumentó que las culturas del Caribe nacieron de la expansión colonial
europea y del capitalismo incipiente: toda la región y los diversos gru­
pos que hoy viven allí quedaron profundamente transformados por dos
instituciones impuestas por los europeos: las plantaciones tropicales,
sobre todo las azucareras, y la esclavitud en gran escala de millones
de personas violentamente arrancadas de África (Mintz, 1985; Price
y Price, 2005; Wolf, 1982).
Mintz encontró otra característica singular: con la llegada de los
europeos la inmensa mayoría de población originaria se extinguió y
todo el Caribe recibió pobladores importados en olas sucesivas. Este
repoblamiento desató complejos procesos de creación cultural entre
personas y grupos procedentes de diferentes regiones de África, Euro­
pa, las Américas y Asia, que aportaban diversas herencias raciales,
lingüísticas y sociales. Los conceptos de etnogénesis y creolización
han servido para describir este fenómeno cultural caribeño, en el que
la acción colonizadora de los europeos condujo a la heterogeneidad y
diversidad pancaribeña.
Tanto en el caso de los Andes como del Caribe, los antropólogos
mencionados dieron poco peso a las características formales de las
culturas para delimitar y estudiar las áreas etnográficas, a diferencia
del concepto de “Mesoamérica”, formulado por Kirchhoff con base en
rasgos descriptivos. En el campo, los etnógrafos que trabajan en estas
dos regiones de Latinoamérica han podido explorar casos empíricos
con gran profundidad, utilizando modelos del área que permiten ubicar
lo local en contextos amplios, abordar el cambio y vincular los datos
etnográficos con patrones históricos. Estos ejemplos demuestran que
hablar de una región o área cultural no necesariamente implica sim-
plificar, buscar denominadores comunes o pasar por alto la diversidad

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Mesoamérica vista desde la etnografía

y la complejidad local. Es un ejercicio interesante considerar el tipo


de antropología que se desarrolla en áreas definidas por procesos y
relaciones en contraste con una delimitada por rasgos descriptivos.6

Propuestas para Mesoamérica

Debido en gran parte a la influencia de estos eminentes antropólogos-


etnohistoriadores, intenté desarrollar otra manera de definir Mesoa-
mérica a partir de la investigación etnográfica, al identificar conceptos
clave y principios organizativos que conforman una “lógica cultural”.
Este modelo fenomenológico generó y guió la acción social (Good,
1993; 2005), y podemos ver en los datos etnográficos cómo los princi-
pios inciden en las relaciones sociales y la vida ritual. Estos conceptos
son: una definición amplia de trabajo (o tequitl), un concepto de fuerza
(chicahualiztli) como energía vital que circula, la creación de redes
de intercambio con base en el amor y el respeto (tlazohtlalistli, tlacaita-
listli), y la conciencia de continuidad histórica propia: “no rompemos
el cordón (o los hilos)” (xticotoniskeh en el náhuatl regional). Dichos
conceptos los descubrí en el trabajo de campo al estudiar cuidado-
samente la organización económica, social, ritual y las formas de
expresión estética entre los nahuas del alto Balsas, Guerrero. En este
ensayo no profundizaré más sobre este modelo porque ya he publicado
varios textos donde se presenta en detalle (Good, 1994, 2005; véanse
mis trabajos en Broda y Good, coords. 2004); quiero, más bien, com-
plementarlo con otras consideraciones.
Abajo destaco algunas características del pensamiento y la cultura
mesoamericanos, derivadas del estudio de la organización social, la
acción ritual, el manejo de los sistemas productivos y la historia. 7

6
Podemos encontrar otros ejemplos en Oceanía y partes de África y Asia.
7
El planteamiento se basa en mis propios datos etnográficos y datos de alumnos del pos­gra­do en
Historia y Etnohistoria de la enah, en el trabajo de la línea de investigación “Cos­movisiones
y mitología” (Good y Alonso, 2007) del proyecto Etnografía de las Regiones Indí­genas
de México en el Nuevo Milenio, especialmente las exposiciones del Seminario Per­manente de
Etnografía Mexicana; la propuesta de Eduardo Viveiros de Castro (2008) so­bre tradi-
ciones filosóficas amerindias, distintas de la occidental, y las publicaciones de colegas.

155

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Catharine Good Eshelman

Asumen los ejes del modelo fenomenológico, pero son más concretas
en cuanto a sus contenidos, aunque suficientemente generales para
aplicarse en diferentes contextos. Aquí estoy esbozando ideas nuevas
que requieren sistematización y discusión con colegas para afinarlas.
Como estrategia general con respecto al problema del área cultural,
damos mayor peso a los ámbitos que son de gran interés para la gente
con quienes trabajamos en el campo, hecho que confirman otros etnó­
grafos; estos son sus relaciones con entes sobrenaturales, el mundo
natural personificado y las continuidades históricas para asegurar la
productividad económica y la reproducción cultural. Por otra parte,
enfatizamos los aspectos únicos y distintivos de las cosmologías y las
formas de organización social y económica en Mesoamérica, en lugar de
buscar denominadores comunes con otras o aplicar aquí acríticamente
modelos de otras regiones. Hay que examinar colectivamente el ma-
terial histórico y etnográfico de nuestra área antes de poder enfrentar
las cosmovisiones, las teorías o las filosofías mesoamericanas con otras
–amazónicas, andinas, melanesias, africanas, etcétera.
1) En las culturas en Mesoamérica sobresale una conceptualización
particular del mundo natural como un ser vivo, que establece íntimas
relaciones de intercambio y dependencia mutua con el mundo social,
humano. Esta interdependencia se expresa en la intensa vida ritual
que teje conexiones entre una infinidad de poderes sobrenaturales,
naturales y humanos. Los conceptos de trabajo y fuerza como energía
vital que circula expresan los vínculos entre humanos, sus comuni-
dades, el mundo natural y una constelación de seres sobrenaturales.
Éstos pueden incluir los manantiales o las barrancas, las piedras, las
cuevas, los cuerpos astrales, el fuego, los vientos, las lluvias; también
seres como las cruces, los santos, las vírgenes y otras imágenes apa-
rentemente católicas que han sido resignificadas, y finalmente ciertas
plantas, insectos, aves y animales con diferentes calidades y potencias.
Se observa la centralidad del maíz y el uso de metáforas vegetales
para aludir a la persona y al ciclo de vida humana, así como la impor-
tancia de estos seres animados y su interdependencia con los humanos
en Mesoamérica, expresada en la frase tonan tonacayotl, “nuestra madre,
nuestro sustento”, como sinónimo del maíz. Esta noción coincide con
otra: la tierra como ser vivo que alimenta a los humanos y se alimenta

156

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Mesoamérica vista desde la etnografía

de ellos cuando se les entierra después de la muerte. Esto se explica


con la proclamación “nosotros comemos la tierra y la tierra nos come
a nosotros”. La gran importancia que los grupos indígenas dan a los
difuntos y al culto a los muertos se debe a la acción devoradora de la
tierra que consume a los difuntos de la comunidad y los integra dentro
de ella. Los muertos son parte de la misma tierra que nutre y devora a
la vez; esta compleja cadena de fuerzas y causas explica la producción
agrícola y cómo el maíz, a su vez, renueva la vida; también produce
la fer­ti­li­dad como energía vital multiplicadora, o chicahualistli. Llama la
aten­ción que la gente habla de esta relación con la tierra que alimenta
y come con entusiasmo, no con aversión, horror o miedo.
2) Otra característica sobresaliente de Mesoamérica es un proce-
so de constante producción de la variabilidad y la diversidad. Esta
proliferación de variantes, a veces sobre aspectos aparentemente
insignificantes de la vida material o social, interesa y atrae a la gente,
es un tema de discusión y especulación cotidiana. En lugar de favo-
recer la homogeneización, las culturas indígenas de México enfatizan
y disfrutan la exploración de la diferencia entre ellas, sus vecinos y
pueblos más alejados. Podemos ver esta proliferación de las pequeñas
y notables diferencias en la indumentaria y el arreglo personal, las
for­mas de hablar, la organización física de los espacios domésticos,
la preparación de las comidas, los detalles de los rituales, los estilos y las
técnicas manuales, entre otros ámbitos.8
Existen otras expresiones de esta tendencia de producir variabilidad
en la organización social. Siempre están presentes estrategias colectivas
para la vida comunitaria, la actividad agrícola y artesanal, y el trabajo
ritual y festivo; todas estas esferas de acción reflejan la diversidad mar-
cada en múltiples distinciones internas –oficios y cargos especializados
para individuos o grupos específicos que se coordinan entre sí para
crear unidades mayores, redes de grupos domésticos barrios, pueblos,
regiones étnicas– definidas por “trabajar juntos”. Esto se observa sobre
todo en la vida ritual, un campo donde los pueblos mesoamericanos
invierten gran energía y muchos recursos sociales y económicos. La

8
Una manera común de expresar esta conciencia es con la frase: “cada pueblo tiene sus
costumbres”.

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Catharine Good Eshelman

colaboración entre actores diferenciados, manejando múltiples formas


de intercambio recíproco, es un requerimiento constante de esta vida
ceremonial; también de la vida política y económica.
Identificamos otra vertiente de esta exploración y celebración
de la variabilidad por parte de los pueblos en la alta valoración de
principios de multiplicación, “hacerse muchos”, abundar (miaquillia,
miaquiya, miactilia). Estos “muchos” (miac) están marcados con una
diversidad interna, en un juego incesante entre unidad y fragmenta-
ción. Se observa la expresión de los principios de multiplicación en
actividades productivas, entre otras con los animales domésticos, la
cría de los hijos o la agricultura. También la vemos en la acumulación
de capital cosmológico en las relaciones con santos, muertos y otros
aliados sobrenaturales, y en las redes de gente con quienes uno cuenta
en el futuro. Hacerse muchos, movilizar entes o fuerzas o personas
diferentes –multiplicar– es a la vez estrategia y propósito de la acción
ritual y la vida social.
3) Los pueblos mesoamericanos dan prioridad al conocimiento
adquirido por experiencia directa, corporalmente asimilada; enfatizan
menos las operaciones mentales como mecanismo de aprendizaje y
manera de comprender los fenómenos. Por eso la vida intelectual está
relacionada con la acción individual y colectiva, no está divorciada del
enfrentamiento con el mundo empírico. Cabe recordar que los seres que
nosotros llamamos “sobrenaturales” son parte de este mundo empírico
para los mesoamericanos y tienen experiencias directas con ellos.
Junto con este énfasis en la acción y la experiencia directa como
formas de conocimiento, las culturas mesoamericanas desarrollaron
concepciones del tiempo, espacio y objetos en términos contextuales
y relacionales, no como abstracciones. Por ejemplo, los objetos no se
separan de las personas que los produjeron o de las relaciones sociales
y tipos de transacciones que efectúan su circulación. Igualmente, el
tiempo no corre independientemente de la vida social, del mundo
natural o de los ciclos productivos; todos estos referentes marcan el
tiempo, lo pautan, lo contienen y lo producen. Finalmente, el espacio
y el territorio no se consideran unidades abstractas, sino entidades
personificadas compuestas de puntos con nombres y personalidades.
Se construyen culturalmente a partir de las acciones y experiencias

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Mesoamérica vista desde la etnografía

actuales o pasadas, y la memoria de acontecimientos que sucedieron


como referentes y guías para la acción futura.
4) Vemos que los pueblos mesoamericanos ordenan su pasado
significativo y desarrollan múltiples formas de entender el pasado de
acuerdo a reglas propias que difieren de manera fundamental de la
visión occidental. Se pueden descubrir teorías locales de la historia
(Good, 2007c) en la vida ritual, en las danzas, en torno a una gran
variedad de objetos, en puntos del mundo natural, en el paisaje, en
cuentos y mitos. El hecho de no manejar el tiempo, el territorio o el
paisaje, y los objetos como abstracciones se relaciona con la lógica
detrás de estos conceptos. Se entienden estos campos como piezas de
una totalidad integrada –con el mundo natural vivo, con los humanos
vivos, con los seres sobrenaturales– cuyas partes están en constante
interacción. No son esferas separadas para ellos, aunque aquí hacemos
esta distinción para fines analíticos.
Antes pensaba que estas características del pensamiento nahua o
mesoamericano se debían a la no internalización de las categorías del
capitalismo, y de las formas de la mercancía y del dinero. Existe una pre-
condición para que surjan estas categorías modernas: el “mercado libre”,
el dinero como medida universal del valor, las mercancías como bie­nes
que circulan anónimamente intercambiables por dinero, la fuerza de
trabajo como mercancía separada de su portador humano, la perso-
na como individuo autónomo. Todas estas formas se erigen sobre la
ruptura de los referentes sociales, históricos; su existencia depende de
la descontextualización de las personas, las cosas, el trabajo, la obje-
tivización del mundo natural, la separación tajante entre presente y
pasado. Los que formamos parte del mundo moderno consideramos
natural y lógico ver el tiempo, el espacio y los objetos divorciados de
los contextos sociales e históricos. Experimentamos todo ello como
normal, porque somos producto de esta modernidad occidental que se
construye sobre estas rupturas y descontextualizaciones. Concebirlo
todo como abstracción es una condición necesaria para que surja el
capitalismo; pero para las culturas mesoamericanas el mundo no es así.
Ahora pienso que esta propensión mesoamericana de entender
el tiempo, el espacio, el territorio, el trabajo y los objetos en íntima
relación con lo social y lo histórico surge de la existencia de una tra-

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Catharine Good Eshelman

dición filosófica e intelectual distinta a la racionalidad occidental. Las


epistemologías y las ontologías mesoamericanas están construidas con
una herramienta conceptual radicalmente ajena a la nuestra, que es
la que generó el capitalismo, la economía de mercado, y las personas
como individuos dotados de libre elección. En este sentido, los pue-
blos indígenas de Mesoamérica son profundamente “precapitalistas”
o “no capitalistas”, de una manera muy diferente a la que se debatía
con tanta pasión en mis días de estudiante a finales de los años seten-
ta. Han llegado a la modernidad y están insertos en la modernidad,
operan eficazmente en la modernidad con base en su propio esquema
cognitivo y filosófico.

Conclusiones

Para concluir esta reflexión sobre el concepto de Mesoamérica, y el


problema de reformular el paradigma a partir del trabajo etnográfico
con grupos indígenas actuales, quiero retomar un punto desarrollado
en otro texto. Planteamos que las cosmovisiones, con su enorme
com­ple­ji­dad y profundas implicaciones filosóficas, son expresiones de
una tradición intelectual mesoamericana que definen a los grupos his­
tó­ri­ca­men­te (Good y Alonso, 2007:18-19). Los pueblos indígenas uti­
li­zan sus recursos culturales para enfrentar las coyunturas especificas a
través de la historia (véase Good, 1988 y 2007c). Las adaptaciones
innovadoras –basadas en estos principios culturales coherentes y sis-
temáticos– frente a las condiciones nuevas impuestas desde el poder
dominante aseguran la reproducción social, incluyendo la continuidad
dentro del cambio y la creación cultural.
Estas estrategias para relacionarse con el mundo natural, el social
y el sobrenatural, con una lógica y una dinámica distintas a las del
capitalismo industrial y la modernidad occidental, sirven como ejes
de reproducción cultural y de resistencia. A la vez, son precisamente
características constituyentes del área cultural. Explican en gran parte
cómo los pueblos indígenas continúan con un proyecto propio en pleno
siglo xxi, con una cultura propia que pertenece a la tradición mesoame-
ricana en medio del neoliberalismo. Esta dialéctica y enfrentamiento

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Mesoamérica vista desde la etnografía

entre distintos proyectos de vida colectiva abre muchos campos para


comparar y contrastar acontecimientos en nuestra área y dialogar con
investigadores en otras regiones.

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De cerros y manantiales
Variantes de la cosmovisión mesoamericana
en Tlaxcala y la Sierra de Texcoco

David Robichaux*
David Lorente Fernández**

Los estudios de carácter empírico-comparativo relativos a la cos-


movisión mesoamericana no han sido un ejercicio frecuente en la
etnología mexicana ni mesoamericanista. La literatura respectiva se
ha concentrado preferentemente en regiones particulares y en tiempos
históricos precisos, ciñéndose a datos empíricos estructurados a partir
de lineamientos temáticos –entidades anímicas, ritualistas, deidades,
enfermedades, etcétera. En las obras de Alfredo López Austin y Johanna
Broda, a partir de las cuales se ha construido el modelo de la mayoría de
los trabajos y a menudo su sustento teórico, existen sin embargo indicios
aún no explorados que sugieren las inmensas posibilidades analíticas de
una comparación. En este sentido, mientras el primero atribuye la
presencia de variables locales a la génesis de los procesos históricos,
la segunda pone el énfasis en la influencia determinante del paisaje,
explicando así la génesis de la cosmovisión mesoamericana en amplias
áreas. Sin embargo, dicha veta comparativa no parece haber sido desa-
rrollada sistemática ni etnográficamente. Al respecto consideramos que
un ejercicio semejante podría ofrecer conclusiones muy valiosas acerca
de los vínculos existentes entre los sistemas ideológicos y los aspectos
más materiales de la cultura: sobre cómo las cosmovisiones se plasman
creativamente en territorios que presentan variaciones, melodías ori-
ginales de una misma partitura.

* Universidad Iberoamericana.
** dfas, inah.

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David Robichaux y David Lorente Fernández

En este artículo comparamos dos áreas adyacentes pero geográ­


ficamente contrastantes: la sierra de Texcoco, emplazada a 40 km al
oriente de la ciudad de México, y la región del volcán La Malinche,
localizada al suroeste de Tlaxcala, donde los autores hemos realizado
trabajo de campo sistemático. En la comparación enfatizamos las
características de su historia y del paisaje, destacando la manera en la
que éstas afectan su cosmovisión. Así, por ejemplo, mientras la sierra
de Texcoco alberga un sistema de irrigación prehispánico, el suroeste de
Tlaxcala está regido por la presencia del extinto volcán La Malinche,
elemento geográfico determinante.
Para sistematizar el ejercicio comparativo dividimos el artículo en siete
partes que estructuran el cuerpo del trabajo. Los ejes han sido elegidos en
función de los datos de campo y se basan igualmente en aspectos teóricos
subyacentes. Estos son los apartados: a) la presencia y función regional
de ciertos seres sobrenaturales prehispánicos de naturaleza femenina; b)
la existencia de espíritus pluviales identificados con niños y asociados al
agua; c) el vínculo conceptual cerros-lluvia y la noción prehispánica de
Tlalocan-paraíso agrícola, y d) el rol de los graniceros como ritualistas
atmosféricos y curanderos tradicionales.1
Considerada como una pequeña contribución realizada desde la
etnografía, creemos que dicha comparación puede aportar algo en el
contexto de la discusión acerca de la unidad y la diversidad de Me-
soamérica al explorar los fundamentos específicos de dos versiones
locales de la cosmovisión en sus contextos, tanto históricos como
geográficos, particulares.

La cosmovisión mesoamericana: dos desarrollos


teóricos y sus conceptos

López Austin y Broda, que podríamos considerar como los “teóricos”


de la cosmovisión mesoamericana, han planteado definiciones ya clásicas

1
En gran parte, los autores nos basamos en investigaciones etnográficas previas en las que
hemos abordado estos temas. Sobre la Sierra de Texcoco, véase Lorente (2006; 2008a;
2008b; 2009a; 2010b; 2011b; una panorámica de la metodología empleada en Lorente
2010a, y un estudio monográfico de conjunto en Lorente 2011a). Sobre la región de
Tlaxcala, véase Robichaux (2008; 1997).

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

sobre la misma y han escrito acerca de su específica génesis y conforma-


ción, de acuerdo a sus diferentes perspectivas (véase un desarrollo más
extenso en Lorente, 2011a: cap. 1).
Basándose en sus estudios sobre la religión y la mitología de
los antiguos nahuas, López Austin ha definido conceptualmente la
cosmovisión mesoamericana como un esquema o matriz omniabar-
cante que incluye a la religión así como a la mayoría de los aspectos
de la cultura. Constituye un operador implícito que se expresa a
la manera de la gramática, es decir, como una serie de postulados
no verbalizables pero que se actualizan en situaciones concretas.
La cosmovisión se manifiesta especialmente en la aplicación de la
“analogía” y se plasma de manera privilegiada en vehículos como
los mitos y el ritual (2001: 64). Desde esta perspectiva, podemos
definirla como “un conjunto estructurado y relativamente coherente
por los diversos sistemas ideológicos con los que una entidad social,
en un tiempo histórico dado, pretende aprehender racionalmente el
universo” (1996 I: 13). Así, la cosmovisión “no se reduce a una
esfera de ejercicio, sino que está presente en todas las actividades
de la vida social” (2000: 14-15) conformando, podría decirse, un
hecho social total.
El modelo de la cosmovisión lo constituye el “arquetipo del ciclo
vegetal”, las ideas cíclicas de “reproducción y el crecimiento vege-
tativos”. La división lluvias/secas se traduce en “la concepción de
un gigantesco proceso en el que están inscritos isonómicamente los
cursos naturales y los divinos. Una parte considerable del cosmos está
integrada como un gran complejo de vías circulares en el que cada
uno de sus componentes funciona transformando la materia que fluye
e impulsando los flujos” (López Austin, 2000: 17). Existen fuerzas o
esencias calientes y frías que fluyen en el cosmos, que semeja un árbol
cuyo tronco adopta la forma de un eje helicoidal. Dichas fuerzas con-
fluyen sobre la tierra produciendo la existencia mortal. En síntesis, la
oposición entre las fuerzas y la circulación de almas/esencias produce
la continuidad y la reproducción del conjunto.
La cosmovisión alberga un núcleo duro o “complejo articulado de
elementos culturales, sumamente resistentes al cambio” que permite
que nuevos ingredientes se incorporen al acervo tradicional mante-

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David Robichaux y David Lorente Fernández

niendo un sentido congruente (López Austin, 2001: 59). A manera


de estructurador simbólico o “matriz de pensamiento”, afirma que las
cosmovisiones “siempre están en proceso de creación” (2001: 63). Y
dicho proceso de recreación depende de ciertos sujetos socialmente
destacados denominados “reguladores de sistemas” que recogen de
forma sistemática las experiencias sociales y las formalizan (2001: 63).
Pero ¿cuál es la génesis de la cosmovisión? Su creación no parte
de la especulación sino de las relaciones e interacciones, prácticas y
cotidianas, que, a partir de cierta percepción cultural del mundo, guía
el actuar humano en la sociedad y en la naturaleza. Su origen es, así,
eminentemente social: se origina en los procesos de comunicación a los
que está sujeta. Es, en este sentido, “un hecho histórico de producción
de pensamiento social en decursos de larga duración” (López Austin,
1996 I: 13), lo que implica que su constitución discurre históricamente.
Por su parte, Johanna Broda concibe a la cosmovisión como un
sistema preciso, inscrito en el ámbito mayor de la religión, conformado
por dos aspectos: ciertos elementos de índole puramente ideacional, es
decir, míticos, y otros resultantes de una sostenida y minuciosa obser-
vación de la naturaleza, es decir, observacionales o empíricos. Esto es,
su construcción se rige por un método: “la observación sistemática y
repetida a través del tiempo de los fenómenos naturales” (1991: 462).
Así, la autora define la cosmovisión como “la visión estructurada en la
cual los antiguos mesoamericanos [y los miembros de las comunidades
mesoamericanas actuales (2001: 16)] combinaban de manera coherente
sus nociones sobre el medio ambiente en que vivían, y sobre el cosmos
en que situaban la vida del hombre” (1991: 462).
Se trata, pues, de una cosmovisión centrada en el paisaje, dentro
del cual “las montañas jugaban un papel determinante” (Broda, 1991:
463). Esto se debe a que los mexicas, pueblo eminentemente agrícola,
se preocupaban principalmente por lo concerniente a “la lluvia y [de] la
fertilidad” (1991: 465). En el panteón del culto oficial estatal, dirigido
por sacerdotes, destacaba la figura de Tlaloc como divinidad de la lluvia
y de la tierra, vinculado a su vez con las montañas concebidas como
dioses de la lluvia que engendraban las nubes y se identificaban con los
tlaloque, servidores menores de Tlaloc, productores de meteoros. Se
creía que los cerros retenían y soltaban, según las estaciones, el agua

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

procedente del mar –símbolo de la fertilidad absoluta– y que las aguas


corrían bajo la tierra y afloraban en fuentes y cuevas, contrapartes del
cerro. El ciclo pluvial ligaba montes, fuentes, arroyos, ríos y el mar, y
esto se expresaba simbólicamente en la configuración de las ofrendas
marinas del Templo Mayor de Tenochtitlan que buscaban conjurar este
importante elemento en el centro del Imperio mexica (1991; 1987).
Esta cosmovisión inspirada en el paisaje se proyectaba a su vez en él
con la acción ritual: los templos expresaban reducidamente las nociones
cosmológicas clave y referían la importancia del ciclo agrícola (Broda,
2001: 296). En este sentido, el paisaje determinaba también grosso modo
la continuidad de la cosmovisión, pues ésta sigue “correspondiendo a las
condiciones materiales de existencia de las comunidades” (2004a: 19-20).
Sin embargo, según la autora, mientras en la época prehispánica los
ritos integraban el culto oficial estatal, tras la Conquista perdieron
su integración al sistema ideológico autóctono y se transformaron
en cultos campesinos locales incompletamente articulados con la
sociedad occidental dominante (1989: 48; 1997: 77). Pasaron así de
la ciudad al paisaje, se tornaron clandestinos y formaron “vías de ex-
presión de la identidad étnica” subalterna (2001: 23). De esta forma,
mediante procesos sincréticos las comuni0dades mesoamericanas
continúan reproduciéndose culturalmente en un doble movimiento
simultáneo de continuidad y recreación (2004a: 18-20). (Para una
revisión sistemática de ambos autores, véase Lorente 2011: cap. 1).

Geografía e historia de las regiones de Tlaxcala


y Texcoco: el sustrato cosmológico

Como veremos a continuación, los contextos o medios geográficos e


históricos de las áreas estudiadas participan de una forma decisiva en la
conformación de las creencias y prácticas rituales locales, dando lugar
a cosmovisiones al mismo tiempo semejantes y específicas.
Las dos regiones que abordamos se encuentran localizadas al oriente
de la ciudad de México y son, además, adyacentes entre sí. La primera
forma el límite superior de la Sierra Nevada, en las estribaciones de la
sierra de Tlaloc, y reúne a unos 16 000 habitantes en el triángulo de

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David Robichaux y David Lorente Fernández

los cerros de Tlaloc, al sur, Tezcutzingo, al oeste, y Tlamacas, al norte.


Un sistema de regadío prehispánico define no sólo su poblamiento
semidisperso sino los ciclos agrícolas y gran parte de su producción de
subsistencia. Dicho sistema fue diseñado por el monarca texcocano
Nezahualcóyotl y reúne manantiales, canales y fuentes del jardín bo-
tánico de Tezcutzingo.2 En la época de la Colonia continuó vigente y
fue regulado por los “Títulos de Tetzcutzingo” dictados por el monar-
ca. De los siglos xvii al xix las comunidades estuvieron vinculadas al
mismo dentro de las haciendas. Hoy en día sigue activo y posee una
“junta de río” inspirada en los reglamentos prehispánicos y basada
en el mes mesoamericano de 20 días para la distribución del riego.3 El
sistema refleja a su vez, grosso modo, la etnohistoria nahua del área y
es uno de los criterios esgrimidos por los serranos para definirla como
una región o unidad cultural.4
La región del suroeste de Tlaxcala, por su parte, se extiende entre
los picos de la Sierra Nevada y La Malinche, en un triángulo cuyos
puntos corresponden a San Martín Texmelucan, Apizaco y la ciudad
de Puebla. En la época prehispánica fue sitio de Tlaxcala, rival siempre
de los muy cercanos estados de Cholula y Huejotzingo. El área que
circunda el volcán La Malinche en sus estribaciones occidentales com-
prende poblados hasta unos 2 400 msnm, conformando una pléyade de
pueblos que mantienen una estrecha relación geográfica y económica
con el volcán, hoy extinto pero imponente, como eje del paisaje.5
Hasta años recientes varias comunidades del área aprovechaban sus
bosques para la producción y venta del carbón vegetal, que fue de
gran importancia regional. Luego derivaron progresivamente hacia
el trabajo asalariado, a medida que surgía, primero, una floreciente
industria textil asociada a las urbes y, a partir de las últimas décadas
del siglo xx, las nuevas ramas industriales que se han establecido en
zonas rurales. Sin embargo, la producción agrícola en forma de milpas

2
Se indica en los textos del Códice en Cruz, la Historia de Ixtlixochitl y las Relaciones de
Pomar, citados por Palerm y Wolf (1972) en su análisis del Acolhuacan septentrional.
3
Véanse McAfee y Barlow (1946: 118); Palerm y Wolf (1972: 123, 145); Pérez Lizaur
(1975: 39); Palerm Viqueira (1995).
4
Véase Lorente (2011a: cap. 2) para una descripción más extensa.
5
Véase, sobre el medio poblano-tlaxcalteca, Nutini e Isaac (1974).

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de tipo familiar ha persistido, de modo que, hoy, a partir de las llu­vias,


el maíz crecido convierte a las casas en una suerte de islotes rodeados
de un inmenso mar verde. Durante esos meses arriban las nubes del
Golfo de México y se arremolinan en torno a la corona de La Malinche.
Al caer la tarde caen fuertes aguaceros, acompañados en ocasiones de
granizo y de intensos vientos conocidos localmente como “huracanes”,
que devastan las milpas y cosechas. A pesar de la ahora muy menguada
presencia del náhuatl y de la pérdida de la vestimenta tradicional, el
proceso de “amestización” ha sido en ocasiones más aparente que real,
sobre todo en lo tocante al mundo de las ideas y la organización social.
Ambas regiones se caracterizan por sus hondas raíces históricas en la
tradición cultural nahua.6

Los sobrenaturales femeninos:


mujeres hermosas y de “harto cabello”

Existe en el panteón de la cosmovisión mesoamericana cierta tradi-


ción de deidades-esposas de Tlaloc,7 que las tiene por una suerte de
contraparte del mismo en sus funciones de proveedor divino, de forma
que el desdoblamiento masculino se identifica con el agua celeste y el
femenino con las aguas terrestres (López Austin, 2000: 178). De esta
manera, mientras Tlaloc constituía antiguamente el dios controlador
de la lluvia, Chalchiuhtlicue, “la de la falda de jade, era la diosa del
agua de las fuentes, los ríos y los lagos, y especialmente de la laguna
de México” (Broda, 1971: 260). Otra diosa asociada con ella era Xo-
chiquetzal, la primera esposa de Tlaloc y numen ligado a las flores,
la belleza y la fertilidad, relacionada con los dioses del pulque en su
versión de tlaloques (Broda, 1971: 263, 308-309).
En un texto del siglo xvi referido a Tlaxcala, Matlalcueye, diosa de
las aguas, era la misma divinidad que Chalchiuhtlicue (Garibay, 1964:

6
Véase Robichaux (1994 y 2005) sobre la dificultad de definir “indígena” en la región
de Tlaxcala. Los planteamientos vertidos en dichos trabajos tienen relevancia para la
región de Texcoco y para muchas otras del país que han sufrido en el siglo xx procesos
de “des-indianización”.
7
Véanse al respecto López Austin (2000: 176) y Broda (1971: 250).

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David Robichaux y David Lorente Fernández

125), y también se consideraba que Chicomecóatl, la diosa de los panes


o de los mantenimientos que propiciaba la vida, habitaba la “Sierra de
Tlaxcala” y a ella se le realizaban ritos dirigiéndose hacia el horizonte en
esa dirección (Garibay, 1964: 126).
En la sierra de Tlaloc, por su parte, que engloba a la Sierra de Texco-
co, nos dice fray Diego de Durán que, tras ofrendar a Chalchiuh­tlicue
en la laguna de Pantitlán el día de Huey Tozoztli, correspondiente al
29 de abril, continuaban “las cerimonias [sic.] que los labradores y se­
rranos hacían en las labranzas y sementeras, y en los ríos y fuentes y
manantiales” (Durán, 1984: 89). Hay que considerar aquí que, en ciertas
versiones míticas, Chalchiuhtlicue era la “hermana mayor” de los tla-
loque, pues producía los males fríos y acuáticos y los ahogados acudían
a sus dominios (Broda, 1971: 260; López Austin, 1996, I: 385), y por
tanto formaba un mismo complejo conceptual con aquéllos.
En las regiones de Tlaxcala y Texcoco hallamos actualmente diosas
femeninas que parecen evocar dichas deidades, aunque existen diferencias
con lo que reportan las fuentes y sus comentaristas.
En Tlaxcala, el volcán La Malinche es una mole imponente que se
recorta azul en el horizonte y que históricamente se ha ligado con el
clima y la distribución de las lluvias. Cuando en los años noventa del
siglo xix el etnógrafo norteamericano Frederick Starr visitó la región,
notó la naturaleza deificada de la montaña: los nahuas la concebían
como una mujer bella, y de larga y suelta cabellera, que habitaba den-
tro de una cueva y enviaba la lluvia, el granizo y la nieve. Los nahuas
le ofrendaban en las alturas listones, peines y escobetillas para que se
acomodase su abundante cabello. Al mismo tiempo concebían que el
interior del volcán estaba atravesado por enormes y profundas galerías
donde La Malinche conservaban centenares de ollas, en las que la
deidad preparaba los meteoros (Starr, 1900: 17). En la actualidad La
Malinche es todavía una deidad dotada de “harto cabello”, en oca-
siones una mujer mayor, y en otras una doncella cuya negra melena
le llega hasta la rodilla, que en las tormentas intensas se les aparece a
los carboneros y pastores en sus laderas y les ayuda a encontrar a sus
animales. Sin embargo, la divinidad es ambivalente y éstos también
corren el riesgo de ser trasladados mediante el rayo a la casa de La
Malinche en el interior de la montaña y, a veces, los campesinos

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

también pueden observar cómo se transforma en “víbora” cuando una


bella mujer les pide que la carguen. Con la misma figura surge también
en las tormentas, acompañada en ocasiones por leones y otras fieras,
y debe ser entonces aplacada por los graniceros locales invocando la
ayuda de Santa Bárbara, al parecer una de sus advocaciones sincréticas.
Como dios-cerro, la Malinche, la Malintzi o la Matlacueyuetl es para los
tlaxcaltecas un ser benévolo que les favorece con sus lluvias. Atraído
por su condición femenina, el Peñón de Cuatlapanga (2 900 m), de­
no­mi­na­do Lorenzo Cuatlapanga, cortejó a La Malinche. Hizo un te­
mas­cal y la invitó a bañarse juntos. Como La Malinche es grande, el
te­mas­cal le quedó pequeño y lo rompió al entrar. La mujer se enojó y le
aplastó la cabeza a Lorenzo, por lo que ahora el Peñón de Cuatlapanga
está aplanado. Pero éste, como revancha, le cortó con un machete un
seno, que quedó tirado cerca del pico y es conocido como la “Chichi-
ta”, vocablo de origen náhuatl que significa “seno”; un cráter de las
estribaciones más bajas del Malintzi es designado localmente como El
Temascal (Robichaux, 1997; 2008).
En la sierra de Texcoco no es una montaña sino el interior del
sistema de regadío el que alberga a una entidad sobrenatural de-
nominada Reina Xochitl o Reina Flor, de la que existen diferentes
“réplicas” en ciertos lugares de sus acequias y manantiales; es decir,
es simultáneamente única y múltiple. Dicha reina se caracteriza
por su abundante y negra cabellera, que luce peinada en trenzas,
así como por su hermosura, y se cree que mora en un lujoso palacio
subacuático rodeada de sirvientes, animales, joyas y oro. Éste podría
constituir probablemente una recreación simbólica del palacio real de
Nezahualcoyotl en el cerro Tezcutzingo. La reina Xochitl procura la
fertilidad general, y especialmente la del interior de los arroyos, y se
concibe –en lo que resulta quizá una imagen paradigmática– como la
inventora local del pulque.8 También en Tlaxcala se asocia a la reina
Xochitl con el pulque pero no se han encontrado vinculaciones entre
ella y La Malinche. En la estructura social del agua, la reina Xochitl

8
En la fiesta de Tepeilhuitl se bebía pulque y se sacrificaba a “una mujer llamada Mayauel
que representaba el maguey (ixiptla metl)” (Broda, 1971: 300-303). En este sentido, el
maguey se concebía como “el símbolo absoluto de la fertilidad” (Broda, 2004b: 53).

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David Robichaux y David Lorente Fernández

preside la pirámide estratificada y jerárquica del mundo de los ahuaques,


o espíritus del agua, sobre los que gobierna. Bajo ella se despliega un
mundo de vendedores, herreros, artesanos y policías que se encuentran
a su servicio. Con frecuencia se la considera “soltera”, por lo que debe
buscar marido capturando los espíritus de los niños y jóvenes serranos
que se acercan a los canales. Los habitantes de la zona la consideran el
arquetipo de la belleza, y por ello advierten a las mujeres no peinarse
en las tormentas. De manera inversa a la de la propia reina Xochitl,
el resto de los ahuaques masculinos podrían enamorarse de una mujer
terrestre que poseyera sus rasgos, llevándosela al manantial con un rayo.
Para los nahuas, la reina regula el caudal de los regadíos; controla la
po­ten­cia del agua con sus órdenes, y en las ofrendas propiciatorias se
la re­pre­sen­ta con figurillas caras y brillantes fabricadas de cristal o cerá-
mica (Lorente, 2011a: cap. 3). En Tlaxcala, por su parte, y a diferencia
del papel asignado a la consorte de Tlaloc como la que controlaba
las aguas subterráneas, La Malinche es la figura que regula las lluvias.

La existencia de espíritus pluviales identificados


con niños y asociados al agua

En la cosmovisión mexica Tlaloc poseía auxiliares para cumplir sus


funciones: eran los ahuaque, “dueños del agua”, a los que les abrían el
camino los llamados ehecatotontin o “vientecillos”.9 Los primeros habi-
taban en el inframundo (Tlalocan), en un aposento de cuatro cuartos y
un patio con cuatro barreños llenos de diferentes clases de agua (Caso,
2003: 52). De allí enviaban lluvias buenas y malas, granizos y rayos,
meteoros benéficos y dañinos. También producían “enfermedades de
naturaleza fría” que ellos mismos estaban capacitados para curar (López
Austin, 1996 I: 389). Los ahuaques se identificaban tanto con niños
(Broda, 2001: 297-300) como con los cerros, pues eran los “señores
de los cerros y la lluvia que vivían en lo alto de las montañas” (Broda,
1991: 471). El nexo se plasmaba en la fiesta de Tepeilhuitl, en la que se
velaba a los ahogados y muertos por rayo y se hacían figu­ras de cerros

9
López Austin ha escrito ampliamente sobre ello (1970: 261; 1996 I: 383; 2000: 195).

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

eminentes (ixiptla tepetl) y niños (ecatotonti). Según algu­nos autores


(López Austin, 1970: 263), los ahuaques eran almas humanas elegidas
por dolencias o muertes relacionadas con el agua, “por golpe de rayo
o sacrificados a las deidades acuáticas”. Se creía que los tlaloques eran
“los dueños originales del maíz y de los demás alimentos” y que éstos
y las riquezas se alojaban en cuevas en el interior de los cerros (Broda,
1991: 471). Ya se vio más arriba que las esposas de Tlaloc, por ser su
contraparte femenina, también estaban relacionadas con sus auxiliares
y tenían cierto poder sobre ellos (una revisión más amplia de estos
aspectos aparece en Lorente, 2011a: cap. 1).
En la sierra de Texcoco y Tlaxcala la reina Xochitl y La Malinche
constituyen respectivamente deidades femeninas que dependen de
otros auxiliares menores para cumplir sus funciones.
Así, en la sierra de Texcoco existe la creencia de que ciertos espíritus
pluviales, denominados ahuaques, “dueños del agua”, habitan en el
interior de los canales de regadío en forma de niños que cumplen un
ciclo de vida –nacen, crecen, se reproducen y mueren. Éstos tienen
aspecto de “charro” o de “china poblana” y son espíritus humanos
deificados procedentes de fulminados por rayo, niños sin bautismo,
individuos “agarrados” o enfermados por los ahuaques y graniceros
muertos; también de enfermos no fallecidos y graniceros vivos. A su
vez se afirma que los ahuaques “se casan” y tienen “hijos” en el interior
del manantial. Aunque dependen de la reina Xochitl para organizar
su sociedad, a nivel regional están subordinados a una divinidad lla-
mada Tlaloc, que habita en el interior del cerro homónimo y con el
que llega a identificarse. Convocados por Tlaloc, los ahuaques acuden
al cerro para hacer la lluvia, y en este sentido son considerados los
“hijos” de Tlaloc y sus auxiliares. Tras producir las nubes, Tlaloc les
compensa entregándoles semillas de “arvejón”, que es el granizo que
tiran desde las nubes y consumen los ahuaques. Cuando escasea lo
envían a la tierra para “cosechar” y comer por medio de él las semillas
de los hombres. Los aromas de las milpas son llevados al manantial,
donde los ahuaques los “embodegan” para consumirlos posterior­mente.
De forma análoga, envían los rayos a la superficie terrestre para robar
animales, humanos y árboles obteniendo así “esencias” pa­ra restituir
los elementos perecederos del inframundo. En cuanto al rayo, ciertos

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David Robichaux y David Lorente Fernández

vecinos comentan que las serpientes terrestres son “los animales” de los
ahuaques, una suerte de seres con los que mantienen cierta coesencia,
aunque en ocasiones se considera que son los flecos de los gabanes y
los rebozos de los ahuaques, que caen a la tierra desde el cielo (véase
Lorente, 2006; 2009a; 2011b; 2011a: cap. 3).
Los pobladores de las estribaciones de La Malinche creen que ésta
tiene ayudantes, concebidos como “hijos”. Son seres con una bonita
cara de niño pero con cuerpo de víbora que asisten a La Malinche
en la tarea de extraer los barriles de su interior para generar la lluvia.
También pueden lanzar los rayos, y los que se mueren engrosan las filas
de los ayudantes. En cambio, los que sobreviven también se convierten
en ayudantes de La Malinche, pero en la tierra, pues trabajan como
tiemperos y pueden conjurar las tormentas. En un relato, recogido de
una señora en 1974, aproximadamente un mes antes de ser fulminado
por un rayo, su padre soñó que iba a morir y a dejar así a su esposa para
casarse con una mujer “gorda y con hartas trenzas”, es decir, con La
Malinche. Años después ella soñó con su padre que le decía que te­
nía hambre; sólo pudo ver la mitad humana del cuerpo en un bello
terreno de flores rojas de ayocote (por las descripciones se debe pensar
que la mitad que no vio era de “víbora”, pues se había convertido en
ayudante de La Malinche). En 2008, 36 años después de su muerte,
fue posible observar una ofrenda floral en el lugar donde el señor fue
alcanzado por el rayo, lo que sugiere que se mantenía el nexo con este
trabajador de La Malinche.
En los relatos recogidos en Tlaxcala, el maíz roto por el granizo es
llevado dentro de la montaña, donde se guarda junto con los enor-
mes barriles de granizo y las nubes que hacen el agua. El ruido allí es
muy fuerte y alguna gente lo equipara con el ruido de una fábrica. Es
un rezumbar ensordecedor, y el símil de la fábrica nos recuerda a la
experiencia en la industria textil de los habitantes de la región. Son
los “hijos” de la Malintzin quienes fabrican los rayos en un proceso
ruidoso: el rayo, aunque quema, es “frío” y deja hielo debajo de la tierra.
Otra práctica asociada con niños es el hecho de que en Tlaxcala se
entierra a los “limbitos”, o niños sin bautizar, en un sitio especial del
cementerio. Esta práctica al parecer era común en la zona, habiendo
sitios similares en el atrio de la iglesia de otros pueblos. Los “limbitos”

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

–limbotzitzi en náhuatl– se enterraban ahí porque se cree que atraen


al rayo que quiere llevárselos como trabajadores. Es necesario separarlos
de los demás para que éstos no sean igualmente robados. La práctica
incluye los fetos de los abortos espontáneos o provocados (Robichaux,
1997; 2008). El papel específico de los niños pequeños en esta práctica
recuerda el sacrificio de niños a Tlaloc.

El vínculo conceptual cerros-lluvia y la noción prehispánica


de Tlalocan paraíso agrícola

Uno de los ejes centrales de la cosmovisión mesoamericana es la es-


trecha asociación conceptual entre los cerros como lugares donde se
arremolinan las nubes y la producción de lluvia, y la concepción de
su interior como un lugar de fertilidad. En la época prehispánica los
cerros eran una suerte de reservorios que retenían el agua en la esta-
ción seca para liberarla en la húmeda. Se les llamaba altepetl –“monte
de agua” o “monte lleno de agua”– y se les representaba glíficamente
con fauces y una cueva en su base (Broda, 1991: 480): “la entrada al
mundo subterráneo sumergido en el agua” (1991: 482-483). Un ciclo
meteorológico unía los cerros, manantiales, canales, la lluvia y el mar,
pues la lluvia se creía que se formaba a partir del agua de la tierra o del
mar que ascendía hasta el cielo (Broda, 1991: 483, 485).
A los cerros se pedía la lluvia con sacrificios de niños como “contrato”
entre los hombres y los tlaloque (1971: 276; 2001); el lugar principal era
la cumbre del cerro Tlaloc en la fiesta del Huey Tozoztli (Durán, 1984:
84-86). El espacio subterráneo del interior era el Tlalocan, un paraíso
agrícola con “mazorcas de maíz verdes, y ca­labazas y ramitas de bledos,
y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina, y flores” (Sahagún,
1999: 207-208). Durán lo sitúa geo­gráficamente en la Sierra de Tlaloc
por la existencia de un ídolo con este nombre (1984 I: 84), pero éste
parece ser más bien un lugar mítico con múltiples “réplicas”, proyectadas
jerárquicamente en montes y templos sagrados (López Austin, 2000:
190). Su estructura es la de una “bodega” con tesoros que salen y vuel-
ven a ella cíclicamente por medio de los tlaloques (2000: 185): desde
allí los muertos “cumplían servicios divinos” produciendo las mieses,

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David Robichaux y David Lorente Fernández

propiciando la lluvia y contribuyendo en general “a la perduración del


orden cósmico” (1996 I: 392-393).
En las regiones de Texcoco y Tlaxcala hallamos reminiscencias
contemporáneas, y en cierto modo recreadas, de dicho concepto.
Aunque en la Sierra de Texcoco el cerro Tlaloc no domina visualmen-
te el paisaje como en el caso del pico de la Malinche en el sur­oeste
de Tlaxcala, tiene un papel importante en el imaginario po­pular. Se
cree que los flujos acuáticos serranos como manantiales, arroyos y,
en última instancia, la lluvia emergen de este lugar arquetípico. De
alguna manera, el sistema de canales referido más arriba se encuen-
tra subordinado a él. En la cumbre del cerro Tlaloc figura un pozo o
sumidero en el cual se oye “el resuello del mar”, lo que evidencia una
conexión subterránea. En las inmediaciones se halla una roca donde
reside actualmente el “Rey del Mar”, Tlaloc, asimilado curiosamente
a Nezahualcoyotl, probablemente por su papel común en la gestión
regional del agua. Tlaloc-Nezahualcoyotl rige las lluvias regionales
auxiliado por los ahuaques. Quizá los nahuas interpretaron a ambos
sujetos como seres benefactores a los que había que rogarles el agua,
pues “las autoridades políticas, ayer y hoy […], y las deidades […], son
vistas y tratadas del mismo modo” (Dehouve, 2007: 61-62). El Himno
prehispánico a Tlaloc es bien conocido.10 En el caso de Nezahualcoyotl,
lo vemos en los “Títulos de Tezcutzingo” gestionar el reparto del riego.
Le piden los serranos: “Concédenos agua de riego y consumo, para que
beban los niños [sus hijos de V.]”. Y aquél les responde, transmitiéndoles
tranquilidad: “Este agua nadie se la va a quitar, porque es propiedad real.
Esta agua servirá a todos mis hijos que están en mi pueblo Texcoco”
(McAfee y Barlow, 1946: 113). Así, hoy la lluvia se pide a un Tlaloc
que se asemeja mucho a Ne­zahualcoyotl distribuyendo los regadíos
(véase Lorente, 2009a; 2011a: cap. 3).
En 1964 los habitantes de la región de Texcoco interpretaron el
traslado del ídolo de Tlaloc procedente del pueblo de San Miguel
Coatlinchán al Museo Nacional de Antropología desde una intere-
sante perspectiva: pensaron que se trataba de la estatua de la cima del

10
Véase Sahagún (1999: 316-319).

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

cerro Tlaloc.11 En muchos pueblos del área, que pueden considerarse


“mestizos” porque la lengua náhuatl se perdió hace décadas, esta idea
es muy arraigada: “De que se llevaron la piedra –dicen– pues ya no
llueve igual, y sin en cambio en la capital ¡cómo llueve!”. Pero la llu­
via, aunque mitigada, sigue proviniendo del Cerro, donde los ahua-
ques actúan como los “hijos” del dios Tlaloc produciendo las nubes
y dispersando las gotas “soplando con su boca”. Esto revela la solidez
del vínculo Tlaloc-lluvia en el imaginario colectivo.
No obstante, la noción de Tlalocan parece estar más ligada en la
Sierra al interior de los manantiales y los canales de regadío que al
contenido del cerro. Según las imágenes oníricas de los graniceros,
los manantiales constituyen “un jardín” donde crecen nopales, “habas
verdes, arvejones verdes y calabacita”. A semejanza del mundo terrestre
hay allí vehículos, viviendas, carreteras, edificios de gobierno y ani-
males domésticos así como autoridades civiles, músicos, vendedores
y diversos especialistas. A cambio de la lluvia fecundante enviada al
mundo por los ahuaques, éstos proyectan a la tierra los rayos y el gra-
nizo para capturar espíritus y aromas y recrear con ellos el inframundo
(Lorente, 2011a, cap. 3; 2011b).
En la región de Tlaxcala, por su parte, el extinto volcán La Malinche
domina el paisaje y ocupa un papel clave en el imaginario popular, pues
atrae las lluvias precisas para la agricultura en las tierras de los asenta-
mientos situadas en sus bellas y suaves estribaciones. Este fenómeno ya
fue subrayado por fray Juan de Torquemada a fines del siglo xvi:

En esta sierra se arman los nublados y de aquí salen las nubes que riegan a
Tlaxcallan y pueblos comarcanos y la más cierta señala que tienen por aquella
tierra, de que ha de llover, es ver tocada esta sierra de alguna nube y así tienen
por infalible el agua. […] Por esta razón los indios, antes que los españoles
viniesen, tenían este lugar por deífico y hacían gran reverencia al demonio
en él; porque toda la tierra a la redonda venía aquí a demandar agua, y el año
que faltaba eran muchos los sacrificios que en ella se hacían. Adoraban en
esta sierra la diosa llamada Matlalcueye, que quiere decir saya o faldellín azul;
y debe de ser la razón por estar rodeada la sierra de montaña […] y también

11
Esto concuerda con una larga tradición de continuos robos o destrucciones y restituciones
de dicha estatua (véase agn, 1910: 22; Pomar, 1891: 15 y Lorente, 2010b y 2011a, cap. 3).

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David Robichaux y David Lorente Fernández

porque como la invocaban para las lluvias y el agua es azul o cerúlea, por eso
le llamaron Matlalcueye, tomando la denominación de una flor azul, llamada
matlallin (fray Juan de Torquemada, vol. I, 1975: 379).

Hoy sigue vigente lo referido por Torquemada hace más de cuatro


siglos y por Starr a fines del siglo xix respecto a la montaña conocida
como la Matlalcuéyetl, la Malintzi, el “cerro”, o con el apelativo feme-
nino de “La Bernaldina”, “Rosa” o “Clara”, según el pueblo del que se
trate. No sólo es considerada como fuente de las lluvias sino que tam-
bién se la asocia con el granizo, los relámpagos, las nubes, las fuentes
subterráneas de agua e, incluso, el mar. Los habitantes de Acxotla del
Monte consideran que dentro de la montaña hay una enorme reserva
de agua, la cual está conectada con la laguna de Acuitlapilco, ubicada
a unos 8 km de distancia, así como con el Golfo de México, situado
180 km hacia el este. Se dice que la laguna de Acuitlapilco es muy pro-
funda y peligrosa: se cuenta el caso del cadáver de un hombre ahogado
allí que fue encontrado posteriormente en las playas de Veracruz. En
2005 la idea de una conexión subterránea entre el Golfo de México
y el Pacífico fue expresada por un hombre que explicó los temblores
por el desprendimiento de las laderas de los barrancos submarinos en
el agua subterránea que comunica dichos mares. A su vez, quizá por la
conexión subterránea, los graniceros pueden ser arrastrados “hasta las
orillas del mar” cuando desempeñan su trabajo.
La distribución de la lluvia tiene lugar por medio de los barriles de
agua del interior de La Malinche, que los hijos de la deidad vacían
y reparten por sus inmediaciones. Se dice que hay muchos rayos en
la región de La Malinche porque ésta es “tlacomundo”, la mitad del
mundo. Su interior es una especie de reserva que se llena con el maíz y
los vegetales perdidos por el granizo, formando seguramente un espacio
de plantas verdes. Curiosamente, en las altas estribaciones de La
Malinche, a más de 3 000 msnm, existe una explanada llamada “Tla-
locan” donde se festeja a la montaña en el mes de mayo y abundan las
figurillas de Tlaloc, lo que parece establecer una conexión directa entre
La Malinche y el espacio mítico de Tlaloc (Robichaux, 1997; 2008).

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

El rol de los graniceros como ritualistas atmosféricos


y curanderos tradicionales

Los ritualistas meteorológicos que manejan mágicamente el clima poseen


un origen antiguo en el Valle de México.12 Han sido considerados los
descendientes de los magos prehispánicos (López Austin, 1970: 263;
1996, I: 415) o de los sacerdotes mexicas (Broda, 1997: 76-77): se
vinculan con la elección por rayo, los grupos de curanderos y el paisaje
(ver una revisión, por regiones y enfoques, en Lorente 2009b). Sin
embargo, sea como fuere, los especialistas actuales proceden como
verdaderos “integradores” de la cosmovisión pues, dotados del don para
controlar los meteoros –la lluvia, los rayos, los vientos y el granizo–,
así como para curar los males atmosféricos (Albores y Broda, 1997b:
11), vinculan toda una serie de elementos en apariencia diversos: las
etnociencias, la observación de la naturaleza, los sistemas etnoclasifica-
torios, la arqueoastronomía, la geografía de paisajes culturales, etc. Así,
conforman un eje privilegiado a través del cual leer la cosmovisión en
su perspectiva diacrónica, orgánica y en su genuina articulación (ver
Lorente, 2011: cap. 1; 2009b). El culto a los cerros, los muertos, el agua,
la lluvia, las cuevas y el mar gravita imbricado alrededor de esta figura.
Esto se vincula con el hecho de que “la meteorología campesina y los
ritos agrícolas […] constituyen la parte más conservadora de la cultura
indígena” (Broda, 1997: 80). Esta continuidad histórica se explicita en
diversos rasgos específicos: a) la derivación de su legitimidad del antiguo
culto a la lluvia y los cerros clave en la cosmovisión mexica; b) la significa-
tiva continuidad mesoamericana de los lugares de culto prehispánicos que
son visitados hoy en día por los graniceros; c) el arcaico culto a la pie­dra
–rocas o monolitos–, probablemente ligado al culto antiguo a la tierra y
los cerros; y, por último, d) el vínculo entre los ritos de los gra­niceros y los
ciclos estacionales y agrícola cuyas fechas de ejecución refle­jan importantes
elementos del calendario mesoamericano (Broda, 1997: 76-77).
En la Sierra de Texcoco los graniceros son denominados en náhuatl
tesifteros y su modo de reclutamiento incluye ser fulminado cuatro veces
12
Sobre el concepto de “granicero” véase Albores y Broda (1997a) y Bonfil Batalla (1995),
entre otros, y una revisión de los estudios sobre graniceros, por regiones y enfoques, en
Lorente (2009b).

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David Robichaux y David Lorente Fernández

por el rayo o perder su espíritu a manos de los ahuaques, que constituyen


el mundo sobrenatural ante el que los ritualistas interceden. En sueños
el espíritu del tesiftero abandona el cuerpo transformado en ahuaque
y viaja al interior del manantial. En su interior, y a través del proceso
de iniciación, es vinculado en una relación de “compadrazgo” con los
espíritus (Lorente, 2011a, cap. 4; Lorente, 2011b). Los serranos recurren
a una categoría social para referir la lógica de reciprocidad que rige la
relación: primero, el tesiftero es alimentado o comparte los “aromas”
de los que se nutren los ahuaques y, posteriormente, con el uso de
términos respetuosos para referirse a los espíritus –“hermanos” o “com-
padritos”– retorna las donaciones de alimento –el “agradecimiento”,
tlasocamachiliztli– en dos ocasiones: 1) durante las curaciones, cuando
dona ofrendas de fruta en el interior del manantial “entonces –dijo
un tesiftero– haga de cuenta comemos juntos con ese mismo olor”, y
2) tras pronunciar la súplica ritual para ahuyentar el granizo, cuando
literalmente sustituye las semillas no comidas por los ahuaques con
el granizo por una ofrenda de la que también él consumirá (Lorente,
2008a; 2008b; 2009a; 2011a, cap. 4; 2011b).
Las funciones del tesiftero incluyen el poder para “atajar” (conjurar)
el granizo, retirar los rayos, los aguaceros y diferentes clases de nubes: las
“víboras de agua” o mexcoatl, las que originan granizo, y las mextolontli
o “bola de nubes” que producen tempestades eléctricas, así como pedir
la lluvia; también se considera que están dotados para curar “enferme-
dades de lluvia” o males producidos por los ahuaques. Todo lo referido
puede englobarse bajo la categoría de “entender o conocer el tiempo”
definida como la función comunicativa que permite supervisar el flujo
ordenado de sustancias –aromas y espíritus robados por los ahuaques
y la lluvia retribuida– entre los planos del cosmos (Lorente, 2011a:
cap. 3). Así, los tesifteros permiten que los ahuaques satisfagan sus
necesidades y logren reproducirse sin dañar a los humanos; como pro-
tectores comunitarios, intervienen frente a la caída indiscriminada del
granizo y los rayos generadores de una grave situación cosmológica de
“violencia colectiva”13 (Lorente, 2011a; 2011b). A cambio de sus ser-
vicios, los tesifteros recibían antiguamente una retribución en dinero

13
La expresión es de Jacques Galinier (1990: 157).

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

o semillas (“medio cuartillo de maíz o habita o arvejón, lo que haya


de alimento”), entregada cada año por los grupos domésticos locales.
Es interesante citar que este pago recibía precisamente la misma voz
que los nahuas utilizan para ofrenda: tlaxtlahuilli, “pagar una deuda”,
vinculando así el término al “pacto” entre la comunidad y el ritualista
como el de éste con los espíritus, y destacando el doble vínculo de la
mediación. Finalmente, un aspecto clave de los tesifteros es que, aunque
realizan peticiones pluviales en el cerro Tlaloc, sus nexos rituales se
establecen principalmente con el sistema de regadío y con los ahuaques,
a quienes se destinan ofrendas en miniatura adecuadas a su tamaño
(véase Lorente, 2006; 2008a; 2008b; 2009a; 2011, cap. 4; 2011b).
En la región de Tlaxcala los graniceros reciben el nombre de tiem-
peros, quiatlaz, “los que trabajan con el tiempo” o “conjuradores”, pues
tienen el poder de conjurar el mal tiempo. Se cree que los fulminados
por el rayo mueren, pero que después reviven. Entonces comienzan a
ver en sueños a la Malintzi sentada en una silla dentro de la montaña
junto a “sus hijos”. Un conjurador fallecido contaba que, tras haber
sido pegado dos veces por el rayo, soñaba que se le aparecía la Malintzi
y le decía que su “suerte” o destino era ser su ayudante en la tierra.
Según ciertas personas, había rezado a Santa Bárbara para hacerse
conjurador;14 otros son curados por asociaciones de graniceros loca-
les. Estos sujetos deben ser de carácter “fuerte” y saber “hablar bien”
al rayo (Robichaux, 1997; 2008). Starr refiere que los pueblos de La
Malinche contaban en 1898 con ritualistas que controlaban las lluvias
y granizos, los únicos que tenían acceso a las cuevas del interior de
La Malinche y garantizaban las lluvias necesarias para la agricultura,
siendo recompensados colectivamente por el pueblo (Starr, 1900:21).
Cuando conjuran los granizos, los tiemperos miran hacia las nubes;
al principio no ven nada pero luego distinguen víboras, leones y otras
fieras, incluso jirafas y elefantes. Entonces alcanzan a ver a una mujer
grande y gorda con “harto cabello” que es la Malintzi y que le da al
conjurador las instrucciones para ahuyentar los meteoros. Les habla

14
Un informante de Robichaux tenía una imagen de Santa Bárbara en el altar de su casa
que dijo haber traído de una iglesia de Cholula, a donde fue poco después de ser alcanzado
por el rayo.

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David Robichaux y David Lorente Fernández

así: “Tias para que tizacuili tiquempehuas nichcame” (“ve para que cuides
y atajes a los borregos”). Los granizos se consideran “chivos” y el agua
“borreguitos”, y se debe cuidar para que éstos no devoren la milpa. Las
tormentas abarcan también el “huracán”, llamado ejcacóatl y descrito
como la cola de la víbora que baja de la nube o “cae” directamente 
del cielo. El oficio de “arrear” el granizo es descrito como algo suma-
mente peligroso pues los conjuradores pueden ser pegados por un rayo
o arrastrados por la tempestad hasta las orillas del mar.
Al pedir la lluvia los quiatlaz –“los que trabajan con el agua”– as-
cienden a la cima del cerro a llevar ofrendas a la Malintzi: listones,
peines y escobetillas para que ésta se peine.15 Según algunos pobladores
locales, se celebra la fiesta de La Bernaldina el día 20 de mayo.16 Con
la música de un teponaxtle ascienden personas de los pueblos locales
hasta los arenales que se encuentran hacia la cima –o “la corona”–,
donde truenan cohetes, colocan cruces y flores junto a las ofrendas
referidas (Robichaux, 1997; 2008).
Los servicios comunitarios de los tiemperos eran retribuidos en
varias comunidades de la región. Nutini y Forbes (1987: 327) indican
que, hacia 1960, los ritualistas locales eran recompensados por pueblos
enteros o individuos concretos. En unos el pago era una especie de
sueldo y en otros era una contribución voluntaria (1987: 327). Robi-
chaux registró en el pueblo de Santa Isabel Xiloxoxtla que el quiatlaz
“levantaba acta” garantizando la lluvia y protección contra el granizo
y que en Acxotla del Monte, una vez recolectada la cosecha de maíz,
todas las casas le daban al granicero un chiquihuite como pago por
haber protegido la cosecha.

15
En la región de Ocuituco y Tetela del Volcán, en el estado de Morelos, Julio Glockner
(2001: 85) reporta que las mujeres con el pelo suelto tienen “la facultad de jalar un
rayo…” ¿Será que se ofrendan estos objetos a la Malintzi para que se peine o recoja su
pelo a fin de no producir rayos?
16
Llama la atención la cercanía de esta fecha con el 19 de mayo, el primer paso del Sol por
el cenit (véase Broda, 2004a: 40-43). Como ha señalado Tim Tucker (2001: 69), desde el
cerro Teotón, en las cercanías de Cholula, el Sol sale sobre la cúspide de La Malinche
el 19 de mayo.

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

Conclusiones

Los fragmentos de la cosmovisión mesoamericana que acabamos de


examinar manifiestan principios comunes y variaciones locales. En
primer lugar observamos la presencia de rasgos acordes con las versiones
teóricas desarrolladas por Broda y López Austin: divinidades mayores
asociadas con el paisaje y dadoras de fertilidad y de muerte mediante
los meteoros, deidades auxiliares de las primeras con un origen cercano
al de los propios seres humanos, que se asemejan a seres femeninos de
largo cabello vinculados al control de las aguas, y ritualistas atmos-
féricos reclutados por rayos con funciones que vinculan los diversos
aspectos del culto a los muertos, el paisaje, el ciclo agrícola y el flujo
cósmico de las fuerzas destructivas y vitales para la vida global de las
comunidades humanas y de las deidades.
Creemos, pues, que mientras el planteamiento de López Austin
sobre la cosmovisión destaca la funcionalidad cosmológica de la mis-
ma –en la estructura del universo, cursos naturales y divinos forman
un proceso generalizado que no sólo permite el desarrollo de la vida,
sino lograr la reproducción integral del cosmos–, la definición de Broda
resalta el vínculo estrecho de la cosmovisión y los rasgos del paisaje que
forman el sustrato empírico sobre el que se construye. La “observación
de la naturaleza” forma la base de la cosmovisión como contraparte de
los elementos míticos. Al poner el acento en distintos aspectos del
com­ple­jo de creencias que se remontan a la época prehispánica, ambas
definiciones resultan complementarias y conforman un marco cohe-
rente que nos ha permitido leer los datos empíricos recogidos en dos
regiones mesoamericanas.
Mientras en la Sierra de Texcoco hallamos un sistema de circulación
de esencias regido por los ahuaques “dueños” de los manantiales, de-
pendientes en segundo término de la divinidad Tlaloc-Nezahualcoyotl
radicada en el cerro Tlaloc, en las comunidades de La Malinche
destaca la presencia de una divinidad central femenina que controla
el clima regionalmente. Los arroyos de Texcoco y el interior de la
montaña tlaxcalteca representan depósitos de aguas y riquezas, y son,
en cierto sentido, el lugar de origen de los rayos y de las precipitacio-
nes, sin duda evocaciones del Tlalocan mítico de los antiguos nahuas.

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David Robichaux y David Lorente Fernández

En ambas áreas existe una jerarquización de las deidades como seres


tutelares que poseen auxiliares. Siendo en esencia ambivalentes, de
manera general velan por su propia reproducción al tiempo que por
el bienestar regional de los humanos.
Ambos complejos están estrechamente ligados a las conformaciones
topográficas locales: el sistema de irrigación texcocano se remonta
al reinado de Nezahualcoyotl y contaba con enclaves rituales como
el jardín del cerro de Tezcutzingo, donde el agua saltaba en fuentes
y acueductos y de cuya limpieza y mantenimiento se encargaban ya
entonces las comunidades serranas,17 y el extinto volcán La Malin-
che, como un accidente geográfico dominante en la perspectiva de la
región tlaxcalteca, constituía el referente generador de las lluvias y
una divinidad petrificada en la geografía desde tiempos prehispánicos.
Los tlaxcaltecas no han concebido nunca su vida –tanto social como
económica– disociada de la montaña.
Actualmente los procesos históricos prolongados han ido mode-
lando, a partir de sus geografías específicas, desarrollos cosmológicos
“coherentes”: en Texcoco el inframundo es un ámbito poblado de
objetos modernos acordes a los nuevos conceptos urbanos de riqueza
y fertilidad –los ahuaques poseen luz eléctrica y vehículos–; el rey
Nezahualcoyotl se ha convertido en un dador regional de vida y de
lluvias como antes lo era del regadío; la Reina Xochitl habita en un
palacio semejante al del monarca en el cerro de Tezcutzingo (Lorente,
2011a, cap. 5). En la región de Tlaxcala, La Malinche ya no tiene
cántaros de lluvia sino “barriles” dentro de la montaña cuyo vibrante
interior se estremece con una especie de rugido de fábrica, tan cercana
a las experiencias asalariadas y urbanas de sus habitantes. En el cielo
y entre rayos La Malinche surge entre leones, elefantes y toda clase
de fieras foráneas (Robichaux, 1997; 2008). ¿Nos hallamos ante el
declive o la decadencia de sus cosmovisiones? Creemos más bien lo
contrario. Ambas regiones mantienen hoy viva una memoria histórica
o conciencia de historicidad. Las nuevas adopciones en apariencia
“ajenas” se integran en el cuerpo cosmológico tradicional mediante una
lógica subyacente abierta a los procesos creativos (cfr. López Austin,

17
Véase, sobre este aspecto, Ixtlilxóchitl (1952, II: 209-210).

186

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Variantes de la cosmovisión mesoamericana

2001: 58-64). Siendo la prolongación contemporánea de variaciones


muy antiguas, están generando en el presente sus propios y endémicos
desarrollos. La cosmovisión parece trazar continuidades dinámicas a
partir de arraigadas nociones de tradición indígena mesoamericana
que desafían planteamientos simplistas de aculturación, así como las
igualmente simplistas categorías de indígena y mestizo que ocultan
realidades complejas.
Al respecto, como ha sostenido López Austin, en la época prehispá-
nica “la cosmovisión –y con ella la religión y la mitología particular–
[…] constituyó un sistema que rebasó los límites de cada una de las
distintas unidades políticas pertenecientes a una extensa tradición
histórica y cultural, y fue uno de los factores primarios de unidad mesoa­
mericana” (2000: 14-15). Sin embargo, dicha unidad no impidió –y po­
dríamos decir que no impide todavía hoy– que “la historia común y las
historias particulares de los pueblos […] actuaran dialécticamente para
formar una cosmovisión mesoamericana rica en expresiones regionales
y locales” (1990: 30-31). En ese sentido, como ha destacado Johanna
Broda (1991), las variaciones del paisaje constituyen una importante
pista para entender las diversas adaptaciones y desarrollos específicos
de la cosmovisión mesoamericana, y lo que hemos planteado en este
pequeño esfuerzo comparativo se debe en gran parte a ellas.

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192

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La unidad de la tradición
mesoamericana como presupuesto
para la comprensión de la diversidad

Alfredo López Austin*

La producción de la cultura y la diversidad


de las entidades culturales

Si consideramos que la cultura es producto y vehículo de las relacio-


nes sociales, que éstas son de muy distinta naturaleza y que se dan en
diferentes ámbitos y tiempos, tendremos que aceptar que la cultura de
cualquier grupo humano es un complejo sistematizado de elementos
procedentes de diversos procesos de producción cultural.
Hay culturas de distintos rangos y extensiones. Cualquier entidad
cultural (o cultura concreta) es un sistema dinámico en el que sus com-
ponentes (endógenos y exógenos) están organizados y jerarquizados para
integrar una red estructurada y móvil. Por tanto, podemos considerar
que una entidad cultural se forma a partir de un conjunto permanente
de relaciones sociales. Su delimitación espacio-temporal deriva de
la permanencia y extensión de dicho conjunto. Su caracterización
puede hacerse en referencia al tipo de las relaciones predominantes.
Su denominación, por lo regular, remite al grupo humano que es el
actor principal de dichas relaciones predominantes: cultura familiar,
cultura regional, cultura profesional, cultura de comunidad, etc. Bajo
estos presupuestos, si las correspondencias existentes entre las diferen-
tes entidades culturales se ilustraran con círculos de Venn, tendríamos
conjuntos, subconjuntos, uniones, intersecciones, diferencias, etcétera.

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.

193

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Alfredo López Austin

La tradición mesoamericana

A lo largo de 45 siglos, sociedades de agricultores cultivadores de maíz


han vivido vinculadas históricamente en el territorio que hoy comprende
la mitad meridional de México y la occidental de Centroamérica. Con
interrelaciones de naturaleza y permanencia variable, estas socieda-
des han producido una gama de culturas locales, regionales y de área
extensa. En su aspecto territorial más dilatado, la comunicación dio
como fruto una cultura común que ha tenido como marco temporal la
larguísima duración braudeliana. En territorios de dimensiones decre-
cientes, las culturas generadas se particularizaron desde tiempos remotos
por razones muy diversas que van del tipo de las relaciones sociales
(etnolingüísticas, comerciales, políticas, bélicas, etc.) hasta las corres-
pondientes a los ámbitos naturales. Esto hace que la tradición mesoame-
ricana se caracterice, paradójicamente, tanto por su sólida base común
como por una diversidad que en ocasiones llega al fuerte contraste.

La díada unidad/diversidad

El estudio de la cultura debe descansar en buena parte en el conoci-


miento de los distintos procesos de producción cultural, lo que incluye,
obviamente, los procesos de sistematización de elementos. El enfoque
procesual lleva al uso del método comparativo en los distintos rangos
espaciales y temporales de la cultura, pues sólo a partir de la confron-
tación de dos o más sociedades, diferentes en el tiempo y en el espacio,
se puede percibir la génesis de los elementos culturales. El eje de este
estudio es la díada de opuestos complementarios unidad/diversidad.
Metodológicamente el paso inicial debe ser dirigido a la aprehensión
de la unidad, ya que la diversidad sólo se puede aquilatar con referencia
a la primera. La inversión de este orden nos perdería en un océano de
particularismos desarticulados (López Austin, 1994: 12-13).

Tras un método comparativo

La comparación debe trascender el simple enunciado de semejanzas y


diferencias. El mero pareado de los rasgos similares es engañoso, pues

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puede conducirnos no sólo a casos de paralelismo (que en algunas


ocasiones es asombroso), sino a semejanzas aparentes o a continui-
dades anacrónicas. Aunque sería pantanoso para fincar el arranque
de la investigación, no es desechable, ya que pudiera ser considerado
como una lista previa de pistas primarias que incitarían la búsqueda;
sin embargo, es insuficiente para sustentar una hipótesis.
Ya Carrasco (1985: 182) critica la forma en que los difusionistas
reúnen sus materiales de estudio, diciendo que “se afanan por locali-
zar geográficamente rasgos individuales, especialmente los de cultura
material, y se ocupan menos de comparar cómo se configuran en su
totalidad las sociedades y culturas correspondientes”. Al concordar
con Carrasco, agrego que este procedimiento simple supone no sólo
el riesgo de tomar como semejanzas reales las meramente aparentes,
sino el de ignorar la equivalencia de rasgos de apariencia diferente que
tienen iguales significados en contextos afines.
El reto es formular hipótesis firmes, basadas no en la existencia de
elementos aparentemente iguales, sino en articulaciones complejas
de elementos culturales, que identifiquen, primero, semejanzas reales, y
que después permitan establecer relaciones jerárquicas y estructurantes en
las entidades culturales que se comparan. Esta búsqueda es indispensable
para evaluar los procesos sociales que dieron lugar a la coincidencia.

La comparación de los mitos

Supongamos que nuestra atención se centra en expresiones orales


semejantes que provienen de sociedades diferentes. Es frecuente en-
contrar los mismos cuentos, leyendas, canciones y mitos en dos o más
grupos humanos, tanto cercanos como distantes. Sin embargo, el valor
de la inserción de estas expresiones en la cultura no es el mismo. Un
cuento, por ejemplo, puede transitar sin dificultad de una sociedad a
otra o puede heredarse a través de las generaciones sin que importen
demasiado los cambios históricos. Basta que existan para el paso, además
del necesario contacto directo o indirecto, gustos narrativos similares,
formas parecidas de creación literaria y tópicos que sin necesidad de
contacto están ampliamente distribuidos en el mundo, como son el

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Alfredo López Austin

castigo por la desobediencia a los padres o la confrontación entre suegra


y nuera. En igual forma, un mito puede pasar de una sociedad a otra o
de una generación a otra cuando es simple obra de divertimento. Así
recibimos los mitos griegos. Pero cuando el relato mantiene su carácter
mítico, la situación es diferente: el traslado sólo se da si se cumplen
requisitos estrictos. Veamos como ejemplo el mito de Homshuk. Se
encuentra, al menos, entre zoques, popolucas, nahuas, tzotziles, toto­
nacos, tepehuas, huastecos y tarascos, con obvias variantes como
al­gu­nos episodios de las aventuras o los nombres de los personajes.1
Este mito exige a las sociedades usuarias una misma concepción de la
temporalidad mítica, una espacialidad cósmica común, igual necesidad
de justificar el establecimiento de los ciclos pluvial y de generación del
maíz, la coincidencia de personajes, aventuras y símbolos, etc. El mito
ocupa, además, una posición y una jerarquía similares en los contextos
culturales particulares de las sociedades usuarias.
En un trabajo anterior busqué bases metodológicas para comparar
mi­tologías (cfr. López Austin, 1995). Propuse entonces la formulación
de paradigmas cósmicos que sirvieran como unidades básicas en la
comparación. En el caso del mito al que recurro como ejemplo en esta
ponencia, el paradigma cósmico gira en torno a la ciclicidad del maíz
y de la lluvia (López Austin, 1996). ¿Cómo se construye el paradig-
ma? Creo conveniente el paso por dos etapas previas: la búsqueda de
los asuntos míticos nodales y la formación de un complejo de dichos
asuntos nodales.

Los asuntos nodales

Las narraciones míticas, como muchas otras formas de expresión, son


vehículos de asuntos heterogéneos: cosmológicos, estéticos, recreati-
vos, morales, identitarios, etc. Para las comparaciones que aquí nos
interesan se elegirían los asuntos cosmológicos. Éstos no se encuentran

1
La bibliografía sobre el personaje es extensa. Señalo sólo unos cuantos ejemplos: Elson,
1947; Foster, 1945; García de León, 1969; González Cruz y Anguiano, 1984; Guiteras
Holmes, 1965; Ichon, 1973; Law, 1957; Münch, 1983 y Williams García, 1972.

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La unidad de la tradición mesoamericana

explícitamente enunciados en los mitos, por lo cual el análisis del relato


debe empezar por distinguir tres niveles, que van de lo particular y
concreto a lo general y abstracto del relato. En este orden, encontra-
remos que los asuntos cosmológicos del mito son hazañosos, nodales y
nomológicos (López Austin, 1995: 222-226; 1996: 319-320).
Los asuntos hazañosos son los más patentes. Son las aventuras de los
dioses narradas en el texto. Los dioses –o los personajes que cubren su
condición divina– se odian, se aman, luchan, se mienten, se agreden,
pasan pruebas y dificultades, obtienen recompensas… en fin, su actuar
es una clara proyección de la vida social mundana, vía que permite su
difusión en la colectividad. Las peripecias míticas culminan en una
incoación. En efecto, los pasajes del relato se revelan como el camino
que conduce a la construcción de un componente del aparato cósmico,
al arranque de un ciclo, a la formación de una criatura primordial de
su especie o al establecimiento de una institución. Este final incoativo
se da en el tránsito del tiempo del mito al tiempo del mundo.
Las aventuras remiten a un sentido más profundo: los procesos de
creación. Por ello es muy frecuente que distintas versiones de un mito o
incluso distintos mitos se refieran con episodios hazañosos diferentes a
un mismo contenido profundo. Los asuntos nodales son, precisamente,
estos procesos de creación, relatados en forma de sucesos emocionantes.
Están implícitos, muchas veces demasiado ocultos, tras la pantalla de
las proezas. A su vez, los asuntos nomológicos subyacen en los nodales:
son las leyes cósmicas que rigen los procesos de creación.
Aunque para el estudio del mito son tan importantes las leyes cósmi-
cas como los procesos de creación y las aventuras con las que éstos son
expresados, para efectos de la construcción de los paradigmas cósmicos
la atención del investigador debe centrarse en lo nodal.

Los complejos de los asuntos nodales

Las aventuras de Homshuk están compuestas por numerosos y variables


episodios del viaje del huérfano a la región de la muerte. El joven va
en busca de su padre difunto. Para volver a verlo debe luchar contra
los señores que gobiernan el inframundo. Alcanza la victoria, y con

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Alfredo López Austin

ella obliga a los señores derrotados a resucitar a su padre. Cuando


éste recobra la vida, Homshuk lo conduce a la superficie; pero allí un
accidente le causa una segunda muerte, y el padre regresa al fondo
de la tierra.
Esto es lo hazañoso. La precisión de lo nodal en el mito de Hom­
shuk nos lleva a un proceso que desemboca en la apertura del in-
framundo. La región de la muerte es el repositorio de las aguas y las
“semillas-corazones” de las criaturas cuando éstas se encuentran sin su
cobertura de materia pesada. La apertura permitió por vez primera –e
incoadota– tanto la salida provisional de la semilla-corazón del maíz
como la de las aguas estacionales que coadyuvarían en la germinación.
El resultado del proceso creador fue, por tanto, la instauración de dos
ciclos fundamentales para la existencia del ser humano en el mundo.
Pasemos a la segunda etapa. Una vez precisados los asuntos nodales,
es necesario buscar mitos, relatos no míticos, ritos, representaciones
pic­tó­ri­cas o expresiones de cualquier otro tipo que contengan asuntos
si­mi­la­res. Estas expresiones aportarán más elementos que, al agruparse,
serán recíprocamente aclaratorios. Así es posible reducir la opacidad
de las hazañas míticas. Pero, de manera más importante, el conjunto
puede revelar que, pese a la diversidad y aparente desarticulación de
las numerosas hazañas míticas, existe un orden amplio, un complejo
de asuntos nodales que están fuerte y lógicamente interrelacionados.

El paradigma cósmico

El complejo de asuntos nodales permite, pues, percibir el sentido lógico


de un proceso cósmico más amplio, una especie de macromito nodal
tácito, del cual los mitos particulares son facetas. Esto permite construir
un paradigma cosmológico, la unidad básica de la comparación, guía en
la búsqueda de un fondo común en cada una de las entidades culturales
que se confrontan. Pero ¿cómo caracterizar el paradigma cosmológico?
Empecemos con una aclaración terminológica. Como muchos otros
vocablos empleados en la teoría, paradigma es un término demasiado
laxo. Ha sido usado en forma tan libre que se ha cargado de ambigüe-

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La unidad de la tradición mesoamericana

dad. Es indispensable, por ello, precisar algunas notas del contenido


que aquí se da a paradigma cosmológico:
a) Es un recurso heurístico, destinado al estudio de los elementos
fundamentales de una cosmovisión; es el esquema intelectual que inclu-
ye concepciones básicas sobre fuerzas, estructuras y procesos cósmicos.
b) Es un modelo en cuanto representación sintética de la realidad; en
cuanto construcción lógica lo suficientemente operable y transparente
como para explicar un extenso acervo de concepciones complejas,
fuertemente interrelacionadas y difícilmente comprensibles en su
particularidad.
c) No es ni una mera elaboración arbitraria del investigador ni la
formulación de la cosmovisión por su creador-usuario. Al construir
el paradigma se pretende descubrir y exponer, al menos en parte, una
abstracción que resulta de la lógica inherente a las concepciones que
se estudian.
d) Sin embargo, no se desconoce la influencia que ejerce el ámbito
histórico y cultural del investigador sobre su percepción.
e) Es un recurso destinado a la explicación global de concepciones
similares en sus diversas variantes de manifestación. Dentro de la
larga duración cultural, pretende trascender las particularidades que
se dan en el tiempo, en el espacio y en las culturas específicas de una
gran tradición. Pretende también esclarecer algunas de las formas de
expresión opacas que son comunes en ritos, mitos, metáforas, imágenes
visuales y otras vías de transmisión de los principios fundamentales.
f) Como recurso heurístico formulado en el ejercicio de comprensión
de una cosmovisión, es perfectible.

Conclusiones

Se ha utilizado el paradigma cosmológico como ejemplo de los para-


digmas. Sin embargo, es posible construir paradigmas de los diversos
campos que integran una cultura. La función principal del paradigma
es servir para la identificación de semejanzas reales entre dos o más
entidades culturales. Sin embargo, es un punto clave de referencia
para distinguir la diversidad y sus matices. En efecto, no es lo mismo

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Alfredo López Austin

la divergencia entre elementos equivalentes de un mismo complejo


que la diferencia entre elementos disímbolos, y entre unos y otros se
forma toda una gama.
El uso de paradigmas permite el manejo de un volumen conside-
rable de material cultural. En forma correspondiente, el manejo de un
considerable volumen de material cultural permite corroborar de
manera firme la existencia de los lazos de parentesco cultural entre
sociedades históricamente relacionadas. Mientras el paradigma des-
cubra un entramado más tupido de las redes lógicas, aumentará en
el investigador la certeza sobre los componentes del núcleo duro de
una tradición.

Bibliografía

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La unidad de la tradición mesoamericana

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1995 “Tras un método de estudio comparativo entre las cosmovisiones
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Reflexiones históricas

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Antropología y geopolítica
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas:
el proyecto Man-in-Nature (1956-1962)

Andrés Medina Hernández*

Dos figuras emblemáticas de la antropología mexicana del siglo xx


son Calixta Guiteras Holmes (1905-1988) y Ricardo Pozas Arcinie-
ga (1912-1994), miembros de la primera generación inscrita en la
Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah) y participantes
en el proyecto de investigación auspiciado por el Gobierno del Esta-
do de Chiapas, el Departamento de Antropología de la Universidad
de Chicago, la Carnegie Institution y la propia enah. Unido a la
figura y a la obra de Ricardo Pozas está Juan Pérez Jolote, su amigo
y colaborador, de Chamula, la comunidad tzotzil donde desarrolló su
investigación etnográfica. Formado como maestro rural y militante
cercano al Par­tido Comunista, Pozas desarrolló una intensa actividad
de campo para hacer una monografía de San Juan Chamula desde
una perspectiva funcionalista, bajo la rigurosa dirección de Sol Tax,
director del proyecto. El estricto positivismo de la propuesta funcio-
nalista condujo a Pozas a una despersonalización de los individuos a
los que se refiere en su descripción y análisis; no aparecen los nombres
personales, solamente consigna sus iniciales. La profunda convicción
política de Pozas lo condujo a preparar un texto de denuncia a partir de
la biografía de Pérez Jolote, para lo cual acude a la realización de una
historia de vida, en cuya narración alude a los aspectos significativos
de la cultura de Chamula. Por voz del propio Pérez Jolote conocemos

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.

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Andrés Medina Hernández

las condiciones de pobreza, violencia y discriminación que padecen


los indios chiapanecos (Pozas, 1948).
Por su parte, Calixta Guiteras Holmes, cubana, llegó a México
exiliada por la dictadura; su hermano, Antonio Guiteras, ministro en
uno de los gobiernos democráticos, había sido asesinado por órdenes
de Fulgencio Batista. Llegó acompañada de su esposo, Alberto Ruz
Luhlier, y ambos se inscribieron en la enah, donde fueron al mismo
tiempo alumnos y profesores, pues para sobrevivir impartían clases de
inglés y de francés, respectivamente. Incorporada al primer grupo
de alumnos que hizo trabajo de campo en Chiapas, bajo la dirección de
Sol Tax, Calixta, o “Cali”, como era llamada afectuosamente, se es­
pecializa en los estudios de parentesco y da cuenta de los sistemas
patrilineales de Cancuc y Chalchihuitán, comunidad tzeltal la primera,
y tzotzil la segunda, pero sobre todo apunta la presencia de “cal­pules”
en ambas comunidades, características que también reporta Alfonso
Villa Rojas en otra comunidad tzeltal donde investiga, Oxchuc; con
estos trabajos se abre una novedosa discusión tanto sobre los sistemas
de parentesco de los pueblos indios como sobre la importancia del
calpulli en su organización social (Medina, 1996).
Sin embargo, la contribución más significativa de Cali la realizó en
el pueblo tzotzil de San Pedro Chenalhó, donde por instrucciones de
Robert Redfield, y gracias al apoyo de Sol Tax, ambos de la Universidad
de Chicago, desarrolló una original investigación sobre la visión del
mundo, para lo cual estableció un intenso diálogo con su colaborador
y compadre Manuel Arias Sojom. En un notable esfuerzo que podemos
llamar polifónico, pues intervinieron decisivamente los cuatro perso-
najes involucrados, se elaboró una obra fundamental para los estudios
etnográficos de los pueblos indios chiapanecos y se sentaron las bases,
teóricas y metodológicas, para una discusión que ocupó activamente a
los estudiosos mexicanos desde finales del siglo xx, la de la cosmovisión
mesoamericana; se trata de Los peligros del alma. Visión del mundo de
un tzotzil (Guiteras, 1965).
Junto con Cali Guiteras y Ricardo Pozas, el grupo que condujo Tax
a los Altos de Chiapas, a finales de 1942, estaba formado por Fernando
Cámara, Rosa María Lombardo, Anne Chapman, Gabriel Ospina,
Ricardo Soto y Nabor Camelo. Fernando Cámara Barbachano hizo

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

trabajo de campo, en 1944, en Tenejapa, Mitontik y Zi­nacantan y,


luego de haberse graduado en la enah, recibió una beca de la funda-
ción Rockefeller para hacer estancias en varios países de Sudamérica
durante dos años; viajó después a Chicago para continuar sus estudios
y, al retornar a México, se incorporó al cuerpo docente de la enah
como profesor y secretario académico. Anne Chapman (1922-2008),
discípula de Paul Kirchhoff, desplegó una brillante trayectoria luego
de su recepción profesional en la enah como etnóloga; colaboró con
Karl Polanyi en la Universidad de Columbia, donde obtuvo su pri-
mer doctorado, y posteriormente participó con el equipo de Claude
Lévi-Strauss, en Francia, obteniendo un segundo doctorado con sus
materiales de los pueblos de Tierra del Fuego (Medina, 2007).
Gabriel Ospina, alumno colombiano, se integró, luego de su ex-
periencia chiapaneca, al equipo dirigido por George M. Foster, de la
Universidad de California, para hacer investigaciones en la región
purépecha, en Michoacán. Colaborador activo en la preparación de
la monografía clásica sobre Tzintzuntzan (Foster, 1948), no volvemos
a tener noticia de él, como tampoco la tenemos de los otros dos alum-
nos que constituyeron el primer grupo de la enah que fue a Chiapas,
Ricardo Soto y Nabor Camelo. Finalmente, Rosa María Lom­bardo
fallece prematuramente tras su regreso de la experiencia chiapaneca,
aunque alcanza a publicar un libro producto de su estancia en Oxchuc
(Lombardo, 1944).
Este proyecto de investigación antropológica, desarrollado entre
los pueblos mayenses de los Altos de Chiapas, tuvo sin duda reper-
cusiones profundas en el proceso de configuración de la antropología
mexicana, y forma parte de las diversas actividades que llevó a cabo
un conjunto de instituciones gubernamentales fundadas en los años
treinta y comienzos de los cuarenta en México; las que articularon a
una entusiasta comunidad que inició la que sería conocida como la
“época de oro” de la antropología mexicana (Téllez, 1987). Conocemos
ahora las circunstancias y resultados de diversos eventos que incidie-
ron en la constitución de esta comunidad científica, sin embargo se
ha explorado poco la complejidad de las relaciones establecidas entre
las instituciones mexicanas y las estadounidenses, como son en este
caso las universidades de Chicago y de California, que emprendieron

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Andrés Medina Hernández

proyectos conjuntos con las instituciones nacionales y contribuyeron


a la formación de científicos.
Estas relaciones entre las comunidades científicas de Estados Uni-
dos y de México se enmarcan en el complejo ámbito de una larga
historia entre ambos países, caracterizada por una geopolítica en la
que la tendencia dominante ha sido el despliegue de una estrategia
imperial hacia América Latina, cuyo primer eslabón es México, y el
sinuoso proceso de negociaciones diplomáticas, comerciales, políticas
y militares entre ambos países, en condiciones en las cuales México
ha sido sistemáticamente agredido y despojado por los intereses del
capitalismo estadunidense. En este contexto dominado por los intereses
imperiales, por un lado, y por un receloso y suspicaz nacionalismo, por
el otro, resulta delicado analizar las relaciones entre ambas comunida-
des científicas. En el caso mexicano, las respuestas a las iniciativas de
colaboración con Estados Unidos han sido muy polarizadas, sea que se
interpreten como una intervención abusiva, o bien se les reciba con
una actitud colaboracionista y acrítica.
Aunque habría que matizar este señalamiento, pues sin duda es
posible reconocer diferentes etapas en el largo proceso de las relaciones
entre México y Estados Unidos, pues mientras en el periodo que sigue a
la etapa armada de la Revolución Mexicana hay una gran desconfianza
por la política intervencionista del gobierno estadu­nidense, como se
expresa bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles, por ejemplo; en las
condiciones apremiantes de la Segunda Guerra Mundial se desarrolla
una colaboración intensa entre ambos gobiernos. La luna de miel
termina a inicios de los años setenta, cuando en los medios progresis-
tas y universitarios nacionales se protesta por la guerra que despliega
Estados Unidos en Vietnam, así como por su creciente intervención
en América Latina, al apoyar a las dictaduras sudamericanas, cuyo
momento crítico es el derrocamiento de Salvador Allende, presidente
de Chile elegido democráticamente, y que tiene como antecedente la
invasión a Cuba y la política de bloqueo a las acciones del gobierno
de Fidel Castro. Una nueva etapa se inicia con la firma del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte, en 1994, cuando se desarrolla
un complejo proceso de interrelaciones comerciales, de rearticulación
de las economías y de un diverso intercambio científico y cultural.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

En la historia de las relaciones entre las comunidades antropoló-


gicas de México y Estados Unidos, cuyos antecedentes se remontan a
los comienzos del siglo xx, cuando se constituyó el pequeño grupo de
investigadores en el Museo Nacional, la etapa de mayor intercambio
se dio en el periodo 1940-1970, como apuntamos; sin embargo, poco se
ha investigado las diversas implicaciones teóricas, metodológicas, pro­fe­
sio­na­les y de constitución de redes científicas generadas en los pro­yec­tos
en los que intervinieron instituciones de ambos países (la excepción
es la sustanciosa investigación de Mechthild Rutsch, 2007, sobre la
Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas, fundada
por Franz Boas y Eduard Seler).
En los años cuarenta hay por lo menos tres grandes proyectos de
investigación en los que participaron instituciones universitarias y
científicas de Estados Unidos; dos de ellos están relacionados con la
enah, el de la Universidad de California y el de la Uni­versidad de
Chicago; en tanto que el tercero, auspiciado por la Carnegie Institu-
tion desde 1914, e instalado en México a partir de 1923, es el dirigido
por Sylvanus G. Morley en el área maya, el cual abarcaba también
Guatemala y Honduras. Aunque el inicio de este proyecto se realizó
luego de la firma de un convenio con el gobierno mexicano, en el que
tiene una participación directa Manuel Gamio –como su repre­sentante,
desde la Dirección de Antropología, en la Secretaría de Agricultura–
la incorporación de investigadores mexicanos es prácticamente nula.
En este ensayo daremos cuenta del proyecto de investigaciones
Man-in-Nature desarrollado por el Departamento de Antropología de
la Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas durante el periodo
1956-1962, en el cual colaboraron el Instituto Nacional Indigenista (ini),
particularmente a través del Centro Coordinador Indigenista de la
Región Tzeltal-Tzotzil, cuyo director era Alfonso Villa Rojas; la unam,
específicamente Mauricio Swadesh, del Instituto de Investigaciones
Históricas; y la enah. De la enah había dos grupos: el que coordinaba
Fernando Cámara, cuyo objetivo principal era preparar ponencias para
la VIII Mesa Redonda que se realizaría en San Cristóbal de las Casas
en 1959. En este grupo estaban Luis Reyes, Marcelo Díaz de Salas, Aura
Marina Arriola (guatemalteca), Rosendo Escalante (peruano) y Ma-
nuel Zabala (colombiano). De ellos sólo este último, Zabala, realizaría

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Andrés Medina Hernández

una investigación profunda en Zinacantán; su investigación, sobre el


sistema de cargos y el comercio de la sal, le serviría para preparar su
tesis profesional. Un resultado de esa investigación es el ensayo que
publicó en el primer número de Estudios de Cultura Maya (Zabala,
1961). De hecho fue Zabala quien introdujo a Frank Cancian, estu-
diante de la Universidad de Harvard, a la comunidad zinacanteca. Este
primer grupo no tuvo vínculos con el proyecto Man-in-Nature, por lo
menos en su primera etapa (1956-1959), aunque durante la segunda
se incorporaron Marcelo Díaz de Salas y Manuel Zabala, como se na-
rrará más adelante. El segundo grupo de la enah estaba formado por
quienes participábamos en el proyecto Man-in-Nature en el equipo de
lingüística, coordinado por N. A. McQuown, la maestra Evangelina
Arana de Swadesh, Roberto Escalante y Andrés Medina.
La perspectiva que desarrollo en este texto es la de un participante
activo, lo que sin duda introduce un buen margen de subjetividad,
que evidentemente asumo. En la primera fase del proyecto (1956-
1959) participé solamente durante el verano de 1958, recolectando
datos lingüísticos en la zona fronteriza entre el tzeltal y el tzotzil, y en
los meses de febrero-marzo de 1959 levantando un censo en Chanal,
comunidad tzeltal, luego de lo cual regresé a la ciudad de México para
incorporarme como ayudante de Roberto Weitlaner, en el departa-
mento de Investigaciones Antropológicas del inah. En enero de 1961
me integré nuevamente al proyecto de la Universidad de Chicago,
pero esta vez para realizar una investigación etnográfica en Tenejapa,
una comunidad tzeltal, para lo cual permanecí en el campo durante
ocho meses, pues en el verano realicé un largo recorrido por todos los
parajes de Oxchuc, acompañado por José Gómez, hablante de tzeltal
de Oxchuc, para recoger material lingüístico; específicamente regis-
tré, por escrito y con una grabadora, el vocabulario de 250 oraciones
diseñado por Swadesh y adaptado a los requerimientos específicos de
la investigación dialectológica por Norman A. McQuown, lingüista
director del proyecto. En enero de 1962 regresé a la ciudad de México
para dedicarme a la redacción de mi informe final y de mi tesis profe-
sional, lo que pude hacer gracias a una beca de seis meses que me fue
otorgada en la enah.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El grupo de investigadores en la Casa Chicago. De izquierda a derecha, de pie: Cali Guiteras, Esther
Hermitte, Nicholas Hopkins, Roberta Montagu, John Hotchkiss, Julian Pitt-Rivers, Eva Hunt, Charles
Mann, Lilo Stern, Norman A. McQuown; hincados: Marcelo Díaz de Salas y Andrés Medina. Archivo
fotográfico Andrés Medina.

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Andrés Medina Hernández

La larga historia que antecede

El trasfondo en el que se definen las relaciones de las instituciones es­ta­


du­ni­den­ses hacia la cultura y la historia de los pueblos indios me­xi­ca­nos
es de saqueo y de despojo. No de otra manera podemos reconocer
la participación de Edward H. Thompson, como cónsul de Estados
Unidos para Yucatán y Campeche, en el dragado del cenote sagrado
de Chichén Itzá y el contrabando de los objetos encontrados hacia
los museos de Estados Unidos, quienes lo habían contratado origi-
nalmente para esa misión, pero que gracias a las influencias de pode-
rosos políticos e investigadores asume un papel diplomático. Con la
colaboración de Alfred M. Tozzer y Sylvanus G. Morley, entre otros,
envía subrepticiamente los objetos encontrados al Peabody Museum,
de la Universidad de Harvard, donde trabajaban ambos estudiosos.
Con el apoyo de un rico mecenas adquiere la vasta extensión de una
hacienda donde se ubica la enorme zona arqueológica de Chichén Itzá,
la cual posteriormente renta a Morley para que se instale el centro de
investigaciones arqueológicas auspiciado por la Carnegie Institution
(Brunhouse, 1989).
No muy diferente fue la actividad que desplegó Carl Lumholtz,
contratado por el Museo de Historia Natural de Nueva York, quien a
lo largo de los años noventa del siglo xix hizo cuatro grandes recorridos
por el noroeste y oeste mexicanos, recogiendo una gran diversidad de
objetos, desde piezas arqueológicas que excavaba o compraba materia-
les culturales diversos de los pueblos indios por los que pasaba hasta
muestras de cabello, esqueletos y cráneos. De hecho fue expulsado
de una comunidad purépecha cuando intentaba adquirir el cadáver de
una persona recién fallecida. Todas sus adquisiciones las enviaba
periódicamente a Estados Unidos a lo largo de sus recorridos (Mos-
zowski, 2010).
Una de las más importantes experiencias de colaboración entre
Estados Unidos y México, en el campo de la antropología, es la que
protagonizó Franz Boas, el más importante antropólogo de la primera
mitad del siglo xx en Estados Unidos, quien desarrolló una perspectiva
teórica fundada en el relativismo cultural y en la rigurosa investigación
empírica. Contratado por el gobierno porfirista, por medio de Justo

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Sierra y Ezequiel Chávez, en el Ministerio de Instrucción Pú­blica,


para inaugurar la cátedra de antropología en la Universidad Nacional,
fundada en septiembre de 1910, aprovechó su estancia en el país para
organizar, con la estrecha colaboración de E. Seler y con el apoyo de
varias universidades estadunidenses y varios gobiernos europeos, la Es­
cuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas (eiaea).
Esta institución abrió sus puertas en 1911 para formar exclusivamente
investigadores en los campos de la antropología; entre sus becarios
mexicanos estaban Manuel Gamio e Isabel Ramírez Castañeda, alum-
nos de antropología del Museo Nacional (Rutsch, 2007).
Desde su ingreso a la Universidad de Columbia, en 1895, Boas des-
plegó una enérgica actividad que condujo a la profesionalización de la
antropología en Estados Unidos, pero su más importante objetivo fue
el desarrollo de una concepción teórica, basada en el trabajo de campo
intensivo, que se opusiera al evolucionismo y sus vastas generaliza-
ciones. Comienza así a formar una nueva generación de antropólogos
que continuó sus planteamientos teóricos y metodológicos, y ocupó
las plazas de profesores de antropología en diferentes universidades.
Alfred L. Kroeber se graduó como doctor en 1901 y fundó el Departa-
mento de Antropología en la Universidad de California. Boas fundó,
en 1899, la American Anthropological Association (aaa), y convirtió
a la revista American Anthropologist (aa) en su publicación oficial; esta
revista, fundada en 1889, era publicada por la Anthropological Society
of Washington (asw), con una orientación evolucionista. Estas ac-
ciones condujeron a una confrontación entre Boas y sus alumnos y el
grupo dominante, constituido por lo que Sydel Silverman ha llamado
el eje Washington-Cambridge, pues sus sedes se encontraban tanto
en la Universidad de Harvard como en la ya citada asw. Se trató de
una lucha entre el establishment evolucionista, que mantenía plantea-
mientos racistas y fundamentalistas, y el grupo boasiano, apoyado en una
propuesta historicista. Si bien no se trataba solamente de una disputa
teórica, se buscaba el control del National Research Council y otros
fondos de la aaa, de su revista, y de los nombramientos en los nuevos
departamentos de antropología. El grupo dominante, entre quienes
estaban los declarados enemigos de Boas (Ales Hrdlicka, Ernest A.

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Andrés Medina Hernández

Hooton, Charles B. Davenport), reaccionó tildándolos de “judíos e


inmigrantes” (Silverman, 2005).
ˇ prestigioso antropólogo físico del National Museum,
Aleš Hrdlicka,
en Washington, visitó México al acompañar a Carl Lumholtz en uno de
sus recorridos por el norte del país, y estableció una relación amistosa
y profesional con Nicolás León, del Museo Nacional. León, como el
grupo de investigadores del Museo, mantenía una posición teórica
evolucionista, como lo muestran claramente sus numerosos trabajos
publicados. Así que cuando se suscita la confrontación con Boas, el
grupo del Museo encuentra el apoyo de sus colegas evolucionistas,
específicamente de Hrdlickaˇ (este acontecimiento está ampliamente
documentado por Rutsch, 2007).
De los alumnos del Museo becados en la eiaea, destacan Isabel
Ramírez Castañeda, la primera arqueóloga mexicana, y Manuel Gamio.
Como se ha señalado ampliamente en su biografía, Gamio realizó sus
estudios de maestría en la Universidad de Columbia, con el apoyo de
Boas y del propio Museo, donde hizo investigaciones arqueológicas con
Marshall Saville en Ecuador. Graduado en 1911, regresó a México y
se incorporó al Museo en momentos en que se reorganizaban las ac-
tividades académicas. La antigua Inspección de Arqueología, dirigida
por Leopoldo Batres, se había trasladado al Museo, además se estaban
reestructurando las investigaciones y cuidado de las zonas arqueológicas
bajo resguardo. Eran los años convulsos que siguieron al levantamien-
to armado de 1910 y a la caída del régimen de Porfirio Díaz, años de
lucha entre los diversos grupos que se disputaban el control del país.
Gamio se integró a una organización masónica en la que estaban, entre
otros, Jesús Silva Herzog, Eduardo Villaseñor, Diego Rivera y Gilberto
Loyo, y declaró sus simpatías por el carrancismo (Urías Horcasitas,
2007: 86); para 1916 encabezaba una comisión oficial a un congreso
de demografía que se realizó en Nueva York. Es también el año en que
publicó su emblemática Forjando patria, donde se sientan las bases de
la articulación entre antropología, arqueología y política indigenista.
En 1917 movilizó sus relaciones con los funcionarios carrancistas en
el poder, algunos de los cuales habían sido sus condiscípulos en la
Escuela de Ingeniería, y consiguió la aprobación del Congreso para
la creación de la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos,

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

en la Secretaría de Agricultura y Fomento. Al siguiente año cambió


su denominación por la de Dirección de Antropología, atrayendo
las funciones anteriores de la Inspección de Arqueología, es decir, el
control de las zonas arqueológicas (Rutsch, 2007: 395).
Desde la Dirección de Antropología, Gamio dirigió la gran investi-
gación sobre la población del Valle de Teotihuacán, con un equipo de
investigadores que no guardaba relación con el Museo Nacional ni con
la Universidad Nacional. Con la introducción y las conclusiones de esta
investigación obtuvo el doctorado en arqueología en la Universidad
de Columbia, en 1922; para entonces era ya un activo intelectual y
político que además dirigía la revista Ethnos, financiada por el gobier-
no del presidente Álvaro Obregón. Con el acceso a la presidencia de
Plutarco Elías Calles, en 1925, Gamio es nombrado subsecretario
de Educación, trasladando entonces la Dirección de Antropología a la
Secretaría de Educación. Sin embargo, seis meses después es obligado
a renunciar a su puesto por el propio presidente, en un incidente que
se ha presentado como consecuencia de una denuncia de corrupción,
pero que más bien parece consecuencia de una pugna política entre el
secretario Manuel Puig Casauranc y Gamio (como lo sugiere Rutsch,
2007: 395).
Uno de los mayores proyectos de investigación antropológica
desarrollados en México, si no es que el mayor en el periodo de entre
guerras, es el auspiciado por la Carnegie Institution, dirigido por Syl-
vanus G. Morley, para el estudio de la antigua civilización maya. Este
proyecto revela el trasfondo estratégico de las investigaciones, pues
se relaciona con el interés político-militar de Estados Unidos sobre el
mar Caribe, en el contexto de la confrontación con Alemania, pero
también tiene que ver con el proceso de expansión hegemónica sobre
los países del continente americano. En la guerra hispanoamericana
de 1898 Estados Unidos establece las fronteras de su área de influencia
y control militar, en el Pacífico con Filipinas, y en el Golfo de México
con Puerto Rico; posteriormente, al continuar con la construcción del
Canal de Panamá, inaugurado en 1914, fija su frontera sur.
Morley se formó como estudioso de la cultura maya en la Uni-
versidad de Harvard, donde se encontraban Alfred M. Tozzer y otros
mayistas, situándose así en el centro intelectual del nacionalismo

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Andrés Medina Hernández

fundamentalista que defiende la supremacía blanca, en estrecha re-


lación con la capital federal, Washington, D. C., sede del poder po­lí­
ti­co, y de la Anthropological Society of Washington, controlada por
el grupo de antropólogos dominante en Estados Unidos, defensor de
la teoría evolucionista, desde la que fundamentan sus posiciones
racistas (Silverman, 2005). Al ingresar a la Carnegie Institution, en
1914, Morley comenzó su proyecto arqueológico como una cobertura
pa­ra desarrollar actividades de espionaje en un área que va desde la
pe­nín­su­la de Yucatán, estableciendo su sede en la ciudad de Mérida,
hasta el Canal de Panamá, para lo cual rentó un barco con el que
recorría las costas caribeñas de México y Centroamérica. Su misión
era la de detectar posibles bases de submarinos alemanes y apreciar
las simpatías hacia Alemania en los pueblos de la región (Brunhouse,
1971).
La buena amistad establecida por Gamio con los miembros de la
ciw rindió sus frutos; cuando renunció a su cargo de subsecretario y se
encontró de pronto sin trabajo, acudió entonces a los buenos oficios de
S. Morley, quien se encontraba en Guatemala. Gamio fue contratado
para hacer una investigación sobre la historia y la cultura de ese país;
posteriormente se dirigió a Estados Unidos, donde consiguió la aproba-
ción, por parte del Social Science Research Council, para realizar un
proyecto de investigación sobre los migrantes mexicanos. El resultado
fue uno de los más importantes trabajos pioneros sobre el tema, un
clásico (Gamio, 1930). Durante su estancia en Chicago, desde donde
realizaba su investigación, conoció a Robert Redfield, a quien sugirió
hacer trabajo de campo en una comunidad mexicana para conocer las
condiciones de los campesinos y las causas de la migración a Estados
Unidos. Redfield viajó a Tepoztlán, Morelos, junto con su esposa y
dos pequeñas hijas, donde realizó un trabajo, no ya relacionado con
la migración, sino con las continuidades culturales de la población
indígena. La monografía que reúne sus datos, presentada como tesis
doctoral en la Universidad de Chicago, se convirtió en un modelo de
investigación etnográfica (Redfield, 1930).
Para finales de los años treinta ingresó al proyecto el arqueólogo
Alfred Kidder como jefe del Departamento de Investigaciones Histó-
ricas de la Carnegie, e impulsó el inicio de un proyecto de etnografía.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

A la cabeza de este proyecto se incorporó Robert Redfield, joven


investigador de la Universidad de Chicago, quien diseñó un progra-
ma de investigaciones en el que participaron Alfonso Villa Rojas,
maestro rural en Chan Kom, una comunidad maya de Yucatán, Asael
T. Hansen, alumno de la Universidad de Chicago, y Margaret Park,
esposa de Redfield. Redfield y Villa Rojas realizaron investigaciones en
Chan Kom, y en 1934 publicaron la primera monografía del proyecto
(Redfield y Villa Rojas, 1934); Margaret Park se instaló en Dzitás,
un pequeño centro urbano situado en las cercanías de Chichén Itzá,
y A. T. Hansen se dedicó a realizar sus investigaciones en la ciudad
de Mérida. El interés estratégico de estas investigaciones se relaciona
con los mayas del entonces territorio de Quintana Roo; cercados por
el ejército federal, los mayas rebeldes, autodenominados macehualoob,
rechazaron vincularse con México y mantuvieron una actitud belige-
rante hacia los nacionales, y por otro lado, tendieron relaciones con
la población de Belice, que en ese entonces era una colonia británica,
y en cuyo territorio había una considerable población maya que se
había refugiado para huir de la violencia y la represión desatadas por
la llamada Guerra de Castas, iniciada en 1847.
Al poco tiempo de iniciadas las investigaciones etnográficas en
Chan Kom, Redfield y Villa Rojas comenzaron a hacer incursiones
en el territorio de los mayas rebeldes; posteriormente, y con la reco-
mendación de Morley, quien lo hizo pasar como su representante ante
los dirigentes de uno de los cacicazgos, Villa Rojas se instaló en Tusik,
donde permaneció, junto con su esposa, por varios meses. Realizó en-
tonces una de las mejores y más importantes investigaciones hechas
entre los mayas peninsulares y, más tarde, contribuyó a la pacificación
de los mayas rebeldes, quienes finalmente reconocieron al gobierno
nacional y se sometieron a las autoridades militares que controlaban
el territorio (Villa Rojas, 1945; 1978).
El proyecto etnográfico se extendió hacia los pueblos mayas de las
tierras altas de Guatemala con las investigaciones de Sol Tax, alumno
de la Universidad de Chicago, quien ingresó en 1933 e inició una serie de
recorridos por los Cuchumatanes; junto con Redfield realizó diversas
investigaciones en varios municipios guatemaltecos. Villa Rojas realizó
estudios de antropología en la Universidad de Chicago entre 1934 y

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Colaboradores mayas tomando un descanso en la Casa Chicago. De izquierda a


derecha: Alonso Méndez, tzeltal de Tenejapa, Salvador López Castellano, tzotzil de
Chamula; Antonio López Tzintán, tzotzil de Zinacantán; José Gómez López, tzeltal
de Oxchuc; Bartolomé Hidalgo Sabanillas, tzotzil de Venustiano Carranza; Alberto
Méndez Tobilla, tzeltal de Villa Las Rosas. Archivo fotográfico Andrés Medina.

Calixta Guiteras. Archivo fotográfico Andrés Medina.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

1937, para luego reincorporarse a las investigaciones de campo, ya como


investigador de la Carnegie; así, en 1939, realizó un recorrido por los
pueblos mayenses de los Altos de Chiapas, con la finalidad de elegir
uno para llevar a cabo una investigación etnográfica en profundidad.
En 1942 decidió instalarse en Oxchuc, una comunidad tzeltal a la que
consideró con mayores índices de tradicionalidad, o “primitivismo” en
la terminología de esa época (Redfield y Villa Rojas, 1939).
Un capítulo poco mencionado en esta trama de las relaciones entre
México y Estados Unidos es el de la colaboración entre la Secretaría
de Educación Pública y la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans.
En 1928, cuando era subsecretario de Educación Moisés Sáenz, Carlos
Basauri es comisionado para incorporarse a la John Gedinns Gray Me-
morial Expedition, que encabezaba Frans Blom, director del Middle
America Research Institute, para recorrer zonas con poblaciones
mayenses de Chiapas y Guatemala. Sin embargo, los resultados de las
investigaciones son publicados separadamente; los de Basauri en un
libro publicado por los Talleres Gráficos de la Nación (Basauri, 1931).
Para los años treinta, buena parte de las relaciones culturales con
México se establecen con la promoción de la Unión Panamericana,
institución gubernamental que coordina la política de Estados Unidos
hacia América Latina, la que para los años cincuenta se convierte en
la Organización de Estados Americanos, con las mismas funciones.
Así, para 1928 promueve la fundación del Instituto Panamericano
de Geografía e Historia (ipgh), cuyo primer congreso se realiza en
Río de Janeiro, en 1932, y el segundo en Washington D. C., en 1935,
cuando se establecen las cuotas para los países miembros de acuerdo
con la población de cada uno; el presidente de su comité ejecutivo era
John C. Merriam, también presidente de la ciw. Hay, desde luego, una
estrecha relación en sus actividades, que responden a una misma estra-
tegia de penetración. A partir de 1937 el ipgh publica su revista Boletín
Bibliográfico de Antropología Americana, dirigida por Alfonso Caso.
En esos mismos años, cuando Caso hacía sus excavaciones en Monte
Albán, Oaxaca, recibe financiamiento de la ciw, como se consigna en
la citada revista.
Bajo la política del New Deal del presidente F. D. Roosevelt se in-
trodujeron diversos cambios que redundaron en la política mexicana;

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uno de dichos cambios es el giro en las relaciones con los pueblos indios
de Estados Unidos, a los que se tenía en proceso de desaparición; sin
embargo, ante la evidencia de su vitalidad y presencia, se optó por
crear un organismo que enfrentara la problemática situación en que
vivían, el Departamento de Asuntos Indígenas (Department of Indian
Affairs), cuyo jefe, John Collier, era el secretario general de la Ameri-
can Indian Defense Association. Es desde esta posición que se apoya
la realización del I Congreso Indigenista Interamericano, que tiene
lugar en Pátzcuaro, en 1940, pero sobre todo se impulsa la creación
del Instituto Indigenista Interamericano, en cuyo comité ejecutivo
tendría una posición dominante el representante de Estados Unidos.
Uno de los capítulos más importantes en las relaciones entre Méxi-
co y Estados Unidos es el representado por el Instituto Lingüístico de
Verano, fundado en México en 1933 por William Cameron Townsend
(1896-1982). El punto de partida fue el encuentro de Moisés Sáenz en
Panajachel, Guatemala, con W. C. Townsend, un pastor protestante
dedicado a traducir la Biblia a la lengua cakchiquel, para lo cual ha-
bía desarrollado el uso de cartillas para la lecto-escritura en la lengua
mayense. Por su parte, Sáenz, como subsecretario de Educación, había
enfrentado el problema que presentaban las lenguas amerindias en el
programa nacional de educación, iniciado por José Vasconcelos. En
sus recorridos por las regiones interétnicas del país advirtió el fracaso
del programa, con lo que sólo quedaba el viejo recurso de la enseñan-
za directa del español. El encuentro con Townsend le mostraba una
solución, por lo que lo invitó a venir a México y aplicar su método;
además, lo instruyó para establecer los contactos políticos necesarios.
Una vez en México, Townsend encontró las condiciones propicias
para desarrollar su acción proselitista bajo la cobertura de su método
de enseñanza. Renunció a la Central American Mission, a la que
pertenecía, y fundó su propia organización misionera y científica, el
Instituto Lingüístico de Verano. Creó una infraestructura compuesta
por tres instituciones estrechamente relacionadas que le permitieran
alcanzar sus objetivos religiosos, es decir proselitistas: la Wycliffe Bible
Translators, organización religiosa que recauda donaciones de iglesias
y de personas para fines religiosos; su base social es la clase media es-
tadunidense, los llamados wasp (White Anglo Saxon Protestant); es

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

decir, la base del fundamentalismo nacionalista. La otra institución


es la de apoyo técnico para comunicar a los misioneros, que provee de
equipos de comunicación y equipos de vuelo, la Jungle Aviation and
Radio Service; finalmente, la tercera, con la que aparecerá pública-
mente, es la dedicada a la investigación lingüística y a la elaboración
de materiales educativos, el Summer Institute of Linguistics (sil), o
Instituto Lingüístico de Verano (ilv) (Hartch, 2006: 7).
Townsend entró en contacto con Rafael Ramírez, educador que
apoyaba el método directo, y recibió su reconocimiento en la búsque-
da de una estrategia educativa para la población indígena; también
entabló amistad con Mariano Silva y Aceves, director del Instituto
Mexicano de Investigaciones Lingüísticas, así como con el director
de educación primaria, Celso Flores; con su apoyo se estableció en
Tetelcingo, Morelos, para estudiar el náhuatl local y desarrollar un
programa social. Diseñó una primera cartilla, de la cual hizo cinco
mil copias con el apoyo de Celso Flores y de M. Silva y Aceves. En
enero de 1936, el presidente Cárdenas lo visitó; conoció entonces su
planteamiento para una educación bilingüe y lo autorizó para traer
a tantos jóvenes como pudiera para desarrollar su programa, siempre
y cuando no hiciera proselitismo y ayudara a los pueblos indios. En
una reunión posterior se estableció el pacto entre el ilv y el gobierno
mexicano, cuando ocho misioneros fueron contratados y Cárdenas
aceptó que Townsend fuera su biógrafo (Hartch, 2006: 11).
El programa que desarrolló el ilv mantuvo tres objetivos generales:
el aprendizaje de lenguas amerindias, la traducción de la Biblia a tales
lenguas y el desarrollo de una acción proselitista. A partir de su pacto,
los misioneros/ lingüistas participaron en diversos eventos académicos,
tal como la Primera Asamblea de Filólogos y Lingüistas, organizada por
el Departamento de Asuntos Indígenas, el Departamento de Antro-
pología de la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico
Nacional (ipn), en 1939, y en la que participa como organizador el
lingüista Mauricio Swadesh. En esta Asamblea se creó el Consejo
Nacional de Lenguas y se sentaron las bases de la educación bilingüe
para la población indígena mexicana, pero lo que resulta muy sugerente
es que se enfrentaron con dos estrategias educativas: la del ilv y la de
Swadesh; esta última era impulsada mediante el llamado Proyecto

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Andrés Medina Hernández

Tarasco, en el que se trataba de adoptar un programa educativo que no


sólo diseñara cartillas, sino que sentara las bases para crear un sistema
que construyera toda la infraestructura técnica, la cual permitiría la
enseñanza en tarasco y la creación de diferentes recursos didácticos,
como libros de texto, carteles, diccionarios, etc. Con el gobierno del
presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946) se suspende el Pro-
yecto Tarasco y continúa la acción del ilv.
El programa de enseñanza bilingüe requería una base técnica y
científica imposible de proveer por las instituciones educativas y de
investigación nacionales, por lo que el ilv se mantuvo proporcionando
esa base. El impulso proselitista del ilv se advirtió por la celeridad con
la que dispersaba a sus misioneros-lingüistas por el territorio nacio-
nal: para 1938 había ya 32 de ellos; para 1942 había 45 misioneros
trabajando en 22 lenguas; y para 1945 el número había aumentado
a 91 misioneros actuando en 39 lenguas amerindias. Para subrayar la
actividad científica en las condiciones políticas del gobierno avilaca-
machista Townsend exigió una mayor productividad a sus misioneros,
de tal manera que para 1951 se registraron 381 publicaciones sobre
lingüística y educación, de 113 autores, relativas a 34 lenguas (Hartch,
2006: 70, 73). Sin embargo, el ilv no mostraba ningún interés en for-
mar lingüistas mexicanos, no obstante que desde 1942, por lo menos,
existía ya la carrera de lingüística en la enah, donde los misioneros
impartían algunas materias; la primera egresada de esta carrera, María
Teresa Fernández de Miranda, en 1950, era alumna de los profesores
Roberto J. Weitlaner y Wigberto Jiménez Moreno.
A partir de 1940 hay, sin embargo, un corte profundo en las rela-
ciones. La Segunda Guerra Mundial impactó profundamente en las
investigaciones científicas de Estados Unidos, pues el gran involucra-
miento en el conflicto armado condujo a una completa reorganización
de la docencia y de la actividad científica. Tres son las instancias que se
articularon para ejercer un completo control sobre las investigaciones
y orientarlas hacia la estrategia militar y la expansión imperial, como
un medio para imponer la hegemonía de la más poderosa potencia
económica y militar que emergió del conflicto. En primer lugar, las
fundaciones fueron coordinadas para orientar su financiamiento hacia
los requerimientos militares y políticos; en segundo, las universidades

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

reorganizaron sus programas para establecer áreas de investigación


es­pe­cializadas y formar a los especialistas requeridos, tanto en campos
es­pe­cíficos como para desplegar la estrategia de ocupación en las zonas
ga­na­das militarmente; en tercer lugar, se establecieron diversas ins­
ti­tu­cio­nes para coordinar las actividades de las fundaciones, de las
uni­ver­sidades y de los proyectos de investigación que se realizaban.
La reorganización impuesta por las necesidades militares de la guerra
mundial desarrolló varias líneas de investigación, una de las cuales
fue el estudio de áreas; para articular el complejo institucional que se
creaba se fundó la Office of Strategic Services, antecesora de la cia.
Las fundaciones que financiaban la investigación científica propusieron
entonces que los pueblos y culturas del mundo fueran organizados bajo
un solo esquema cuyas unidades serían regiones culturales claramente
acotadas y delimitadas, las cuales pudieran ordenarse de acuerdo con
su significación geopolítica (Nugent, 2008).
Inevitablemente esta reorganización institucional afectó profunda­
mente al campo de la investigación científica en México; los años
cuarenta constituyeron un momento coyuntural en el desarrollo econó­
mico y en la organización de la ciencia; específicamente en el ámbito
de la antropología, se estaba echando a andar el complejo institucional
que configuría el campo profesional y de investigación. Por una parte, el
Instituto Indigenista Interamericano inició sus actividades con algunas
dificultades, pues cuando se aprobó su fundación, en el I Con­greso en
Pátzcuaro, en 1940, se nombró director a Moisés Sáenz, embajador de
México en Perú, si bien éste no alcanzó a asumir el cargo debido a un
infarto que le cortó la vida; la dirección fue asumida interinamente
por el representante de Guatemala, Carlos Girón Cer­na, y no fue sino
hasta 1942 cuando Manuel Gamio fue designado co­mo nuevo director,
puesto que ocuparía hasta su muerte, en 1960. El financiamiento por
parte de Estados Unidos, que abarcaba la mayor parte del presupuesto,
se estableció a través de la Unión Panamericana.
Por su parte la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah)
recibió apoyo a través de un programa de becas proporcionadas por
diversas fundaciones de Estados Unidos, como la Viking, la Rockefel­
ler, la Gugenheim, la Carnegie y otras más. Este apoyo se estableció
para beneficiar a un alumnado procedente de diferentes países lati-

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Andrés Medina Hernández

noamericanos, una orientación que se mantendrá, con apoyo de la


institución sucesora de la Unión Panamericana, la Organización de
Estados Americanos (oea), organismo de la Organización de Naciones
Unidas (onu), entidad que emergió después de la guerra e instaló su
sede en Estados Unidos. Con estos apoyos se organizaron los proyec-
tos de investigación dirigidos por las universidades de California y de
Chicago, y posteriormente otro más de la Smithsonian Institution, a
través del Instituto de Antropología Social.
La articulación de las instituciones coordinadoras de la investi-
gación científica (como el National Research Council, el American
Council of Learned Societies y el Social Science Research Council)
se consiguió a través de la formación de un comité conjunto (Joint
Committee), en 1942. En este mismo año la Smithsonian Institution
organizó un Comité de Guerra (War Commitee) que estableció el
Ethnogeographic Board, como una forma de responder a los requeri-
mientos de los militares (Kemper, 1993: 47). Las acciones específicas
hacia la antropología se iniciaron con la creación de la Sociedad
Interamericana de Antropología y Geografía, en 1943, dependiente
de la Smithsonian; su revista, Acta Americana, era editada por Ralph
Beals. Posteriormente se fundó el Instituto de Antropología Social,
“como entidad autónoma del Bureau of American Ethnology de la
Smithsonian Institution”, dirigido por Julian H. Steward; más adelante,
a partir de 1945, George M. Foster asumió la dirección, y comenzó su
proyecto de investigaciones en la región tarasca con los alumnos de
la enah; fue relevado en el cargo por Isabel Kelly, quien realizó una
investigación en la región totonaca, en Veracruz, también con estu-
diantes de antropología de la enah. Este programa terminó en 1952
(Kemper, 1993:50).
En 1943 Oscar Lewis llegó a México como representante de Estados
Unidos al Instituto Indigenista Interamericano, dirigido por Manuel
Gamio, e inició su reestudio en Tepoztlán, Morelos, en ese mismo año;
para ello contó con el apoyo financiero de la Viking Fund. En esta
investigación colaboró Alejandro Marroquín, un economista salvado-
reño que posteriormente hizo importantes contribuciones a la política
indigenista, además participaron cuatro estudiantes de la enah (An-

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El Dr. Julian Pitt-Rivers, en la Casa Chicago.


Archivo fotográfico Andrés Medina.

Esther Hermitte, Marcelo Díaz de Salas y Nicholas Hopkins en la casa de Esther en


Pinola. Archivo fotográfico Andrés Medina.

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Andrés Medina Hernández

gélica Castro de la Fuente, Isabel Horcasitas, Anselmo Marino Flo­res


y Francisco Lima) (Lewis, 1963).
Con el programa diseñado para la formación de antropólogos de la
enah, a partir de 1942, con una orientación culturalista establecida
por la tradición de Franz Boas, es decir con las cuatro especialidades
articuladas por una concepción teórica general de cultura, el Fondo
de Cultura Económica, editorial gubernamental, comenzó a traducir
y publicar textos de los más importantes autores de esta tradición
académica, como la Antropología general de Alfred Kroeber, la Historia
de la etnología de Robert Lowie, El hombre y sus obras y la Antropología
económica de Melville Herskovits, entre otros, títulos con los que se
formarían las primeras generaciones de antropólogos en México.
Como parte de todo este proceso de reorganización tres antropólogos
estadunidenses con amplia experiencia en la etnografía de México y
Guatemala, Ralph L. Beals, Robert Redfield y Sol Tax (1943), hicie-
ron un balance de las investigaciones hechas y apuntaron las líneas a
seguir, siempre desde la perspectiva de los estudios de aculturación y
con el enfoque de los estudios de área. En sus reflexiones apuntaron
que las únicas investigaciones que abarcaban un grupo o área por com-
pleto eran las del programa de la Carnegie realizadas en la península
de Yucatán y Guatemala, así como el programa de la Universidad de
California en el área tarasca; de ambos, encontraban que solamente
el correspondiente al área maya había hecho avances sustanciales que
permitirían estudios de mayor profundidad en aspectos específicos.
Los autores citados encontraron que los estudios de lingüística eran
superficiales, por lo que resultaba urgente la realización de nuevas
investigaciones. Esta situación era particularmente interesante en los
pueblos mayas, a los cuales consideraban bastante aislados, con poca
influencia de la cultura europea. Concluyeron que no existía ninguna
etnografía completa publicada sobre las comunidades, salvo los trabajos
de Oliver La Farge y Byers sobre los chujes y jacaltecos de Guatemala;
asimismo, recalcaron la necesidad de realizar investigaciones entre los
mayas chiapanecos, ya que lo existente eran sólo trabajos breves y notas
dispersas. Los autores hicieron referencia al trabajo de Villa Rojas entre
los tzeltales y al proyecto de Sol Tax con los estudiantes mexicanos
de la enah. Por otra parte, Charles Wagley y Siegel realizaron trabajo

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

etnográfico entre los mames y los jacaltecos guatemaltecos (Beals,


Redfield y Tax, 1943:12).
La puesta en marcha de estos proyectos, que implicaban una cercana
participación conjunta, estableció una red de relaciones que se man-
tendría activa, a través de las personas y las instituciones involucradas,
prácticamente hasta los años sesenta. En el periodo 1940-1970 se realizó
un intenso intercambio entre las comunidades científicas del campo
de la antropología, de Estados Unidos y de México, como se advierte
en la realización de diversas actividades académicas. Ya mencionamos
la participación de W. C. Townsend y sus misioneros-lingüistas en la
I Asamblea de Filólogos y Lingüistas, donde M. Swadesh actuó como
organizador y ponente, y donde también encontramos como partici-
pante a Norman A. McQuown, lingüista de la Universidad de Chicago.
Las Mesas Redondas organizadas por la Sociedad Mexicana de
Antropología a partir de 1941, y que constituyeron prácticamente las
reuniones académicas de mayor importancia nacional, por lo menos
hasta 1970, año en el que fallece Alfonso Caso, uno de sus más im-
portantes promotores, muestran la participación de numerosos inves-
tigadores estadunidenses, la mayoría de los cuales hacían trabajo de
investigación en México. La mayor parte de ellos eran arqueólogos,
aunque también participan, en menor medida, etnólogos, lingüistas y
antropólogos físicos.
Una experiencia que muestra las cercanas relaciones entre ambas
comunidades de antropólogos fue la realización del llamado Simposio de
la Viking, por ser esta fundación la que otorgaba el financiamiento. La
reunión tuvo lugar en Nueva York, en 1949, en las vísperas del XXIX
Congreso Internacional de Americanistas; a ella fueron convocados
destacados mesoamericanistas de ambos países. En la semana que se reu-
nieron los participantes, se presentaron 11 ponencias, las cuales fueron
discutidas ampliamente por los autores y por un nutrido grupo compues-
to por 19 especialistas. Como ponentes encontramos a tres mexicanos:
Fernando Cámara, que presentó un trabajo sobre los siste­mas de cargos
en Mesoamérica; Julio de la Fuente, que remitió a las rela­ciones interét-
nicas, y Calixta Guiteras, quien se refirió a los sistemas de paren­tes­co.
Por su parte Paul Kirchhoff, etnólogo alemán naturalizado mexicano,
presentó la traducción al inglés de su ensayo seminal sobre Mesoamé-

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Andrés Medina Hernández

rica, publicado originalmente en la revista Acta Americana (1943). En


el grupo de invitados para discutir las ponencias presentadas estuvieron
Wigberto Jiménez Moreno, Gabriel Lasker, Daniel F. Rubín de la Bor-
bolla, Frances Toor y Alfonso Villa Rojas. El conjunto de las ponencias
y la transcripción de las discusiones habidas fueron pu­bli­ca­dos por
Sol Tax, organizador de este evento académico (Cámara, 1952).
Finalmente, otro caso de colaboración entre las dos comunidades
fue la publicación del Handbook of Middle American Indians, un gran
esfuerzo que se reúne en 16 volúmenes, publicados por el Middle
America Research Institute de la Universidad de Tulane, con el fi­
nan­cia­mien­to de la Fundación Nacional de Ciencias, a través del
Co­mi­té de Antropología de América Latina. El editor general fue
Robert Wauchope, y en el Consejo Editorial encontramos a Ignacio
Bernal, arqueólogo y funcionario mexicano, y a nuestros conocidos
Norman A. McQuown, Manning Nash y Evon Vogt, especialistas en
los estudios de los pueblos mayenses. Participaron 36 investigadores
mexicanos con sendas síntesis de temas especializados, algunos de ellos
con varias contribuciones, como Alfonso Caso, Alfonso Villa Rojas,
Miguel León Portilla e Ignacio Bernal, entre otros. Aquí el referente
no es ya Mesoamérica, sino Middle America, una concepción estric-
tamente geopolítica, pues se refiere a la región comprendida entre el
Río Bravo y Panamá, es decir México y Centroamérica (Wauchope,
1964-1976). Bajo la misma orientación teórica, que permea esta obra
enciclopédica, se elaboraron los guiones científicos para el diseño de
las salas de etnografía del Museo Nacional de Antropología –cuya
coordinación corrió a cargo de Alfonso Villa Rojas– inaugurado en
1964 por el presidente Adolfo López Mateos, en el último año de su
presidencia.
Este es, pues, el entorno y los antecedentes del proyecto Man-in-
Nature, auspiciado por el Departamento de Antropología de la Univer-
sidad de Chicago, que se llevó a cabo entre 1956 y 1962 en los Altos
de Chiapas, con la colaboración de diversas instituciones mexicanas de
investigación y docencia, de lo cual daremos cuenta en el cuerpo
principal de este ensayo.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El proyecto Man-in-Nature. Primera etapa (1956-1959)

Desde los años cuarenta del pasado siglo ha llamado la atención, en


Mé­xi­co, el gran número de investigadores que centraron su atención
en los pueblos mayenses de Chiapas; por una parte fue la presencia en su
territorio de notables testimonios arqueológicos, como los restos de las
antiguas ciudades mayas, entre las que destaca Palenque; por otra, la
curiosidad suscitada por los que se suponía eran los últimos mayas, habi-
tantes de alguna “ciudad perdida”, en el corazón de la selva, conocidos
como lacandones o caribes. Sin embargo, lo que habría de convocar
a una buena cantidad de estudiosos, y de diversas instituciones, sería
el conocimiento de la cultura de las comunidades mayenses de los
Altos de Chiapas, a partir del argumento etnográfico de esa época
que creía encontrar en tales comunidades contemporáneas el secreto
de las relaciones sociales y las concepciones político-religiosas de las
antiguas ciudades mayas. La premisa era que esas culturas estaban poco
contaminadas por la tradición cristiana occidental de los europeos
invasores, y por lo tanto podrían revelarnos desde sus “supervivencias”
las características originales de ese antiguo pueblo.
El cúmulo de investigaciones etnográficas llevó a un estudioso ale-
mán a afirmar que cerca de la mitad de las investigaciones etnográficas
realizadas en México, entre 1965 y 1995, correspondían a la región
chiapaneca (Köhler, 2000). Lo cierto es que en el lapso entre 1940 y
1965 se mantenía la idea, entre los estudiantes y profesores de la enah,
de que las comunidades más tradicionales se encontraban en Chiapas
y de que eso mismo había atraído a un gran número de investigadores.
Sin embargo, lo que aparece como trasfondo es la pertenencia de las
comunidades chiapanecas a una región más amplia, la de los pueblos
mayenses, ocupantes de un vasto territorio que abarca la mayor parte
de Guatemala, Belice, una porción de Honduras, y de los estados de
Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán; es decir, el territorio que
constituye la materia de las investigaciones de la Carnegie Institution,
de las Universidades de Chicago, Tulane, Pennsylvania y Harvard,
principalmente, en Estados Unidos.
En este escenario institucional, y en esta tradición académica, se
sitúa el proyecto Man-in-Nature, el cual se inició gracias a un presu-

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Andrés Medina Hernández

puesto otorgado por la National Science Foundation, en julio de 1956,


a un equipo de investigadores del Departamento de Antropología de
la Universidad de Chicago. El grupo inicial estaba compuesto por el
geógrafo Philip Wagner, el arqueólogo Robert M. Adams y el antro-
pólogo social Sol Tax, que fungió como coordinador; posteriormente
se incorporan Manning Nash y Calixta Guiteras, antropólogos socia-
les, Lawrence Kaplan, botánico, y Norman A. McQuown, lingüista.
El presupuesto original era para dos años, sin embargo, se consiguió
financiamento de diversas fuentes para un año más. Al poco tiempo
de iniciado el proyecto, la coordinación del mismo quedó en manos de
Norman A. McQuown (McQuown, 1959).
Como lo planteó el coordinador, en el informe presentado en 1959
(McQuown, 1959), el eje del proyecto fueron las relaciones entre el
hombre y la naturaleza, específicamente en las comunidades tzeltales y
tzotziles de un área definida. Ésta correspondió a una parte al sur de la
ciudad de San Cristóbal de las Casas, es decir, un área donde se encon-
traban comunidades no estudiadas, distantes de aquellas emblemáticas
de los Altos de Chiapas, como son Chamula, Zinacantán, Oxchuc y
Tenejapa (que habían sido visitadas por el grupo comandado por Sol
Tax y Alfonso Villa Rojas en los comienzos de los años cuarenta).
Sin duda el proyecto Man-in-Nature estuvo asentado sólidamente
en las características teóricas y metodológicas de los estudios de área
establecidos a partir de la Segunda Guerra Mundial, pues conjugó
tanto la diversidad de las especialidades antropológicas como las de
otros campos del conocimiento, como son la geología, la geografía y la
botánica. Por otro lado, el proyecto fue desplegado en dos etapas: la pri-
mera correspondió al periodo 1956-1959 y la segunda al de 1959-1962.
Mientras que en la primera el área de investigación estaba acotada a la
mitad sur de la región tzeltal-tzotzil, en la segunda se extendió a toda
ella; y no sólo eso, sino que se extendió también hacia Guatemala, con
particular énfasis en las comunidades que se encontraban divididas por
la línea fronteriza que separa a ambos países, como son las compuestas
por los hablantes de chuj, jacalteco y kanjobal.
Estos eran los años en que entraba en función toda la estrategia de
ocupación, diseñada durante la Segunda Guerra Mundial, para con-
trolar las áreas ganadas al “enemigo”. En Guatemala se vivía entonces

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

una época de contrarrevolución, luego del golpe instrumentado por


la cia en 1954 contra el gobierno democráticamente elegido de Ja-
cobo Árbenz; por lo tanto esta situación requería toda la información
posible tanto de la propia Guatemala como del área maya, recorrida
intensamente por Sylvanus G. Morley desde la Primera Guerra Mun-
dial, pero cuyo reconocimiento etnográfico comenzó con el proyecto
de la Carnegie en Yucatán, con Redfield y Villa Rojas, y que, como
apuntamos antes, se extendió a Guatemala con los recorridos e inves-
tigaciones de Sol Tax.

Una narrativa personal

Llegué a San Cristóbal de las Casas junto con Roberto Escalante


en junio de 1958; ambos éramos estudiantes de la enah, alumnos
de Mauricio Swadesh, y habíamos sido invitados a participar para
realizar trabajo lingüístico. Al día siguiente de haber llegado a la
ciudad fuimos convocados por el coordinador del proyecto, Norman
A. McQuown, para asistir a un evento académico que se realizaría en
la casa de Frans Blom, conocida como Na Bolom (la “casa del tigre”,
en tzotzil), en la que los miembros del equipo en el campo harían
pre­sen­taciones. Esta reunión fue conocida coloquialmente como la
“Mesilla Redonda Chiapaneca”, lo que aludía a la Mesa Redonda
de la Sociedad Me­xicana de Antropología que se realizaría en San
Cristóbal el año siguiente, 1959. A esta Mesilla acudieron, por parte
del ini, Alfonso Villa Ro­jas y Julio de la Fuente; por parte de la enah
Fernando Cámara y sus alumnos Luis Reyes y Susana Drucker. Del
proyecto Man-in-Nature estuvieron su coordinador, N.A. McQuown,
June y Manning Nash, Barbara y Duane Metzger, Joan Ablon, Eva
Verbitsky, John C. Hotchkiss, Lawrence Kaplan, Philip Wagner, John
Baroco y otros más. Además, estuvieron Evon Z. Vogt y Frank Miller,
de la Universidad de Harvard. En el primer día del evento, Gertrude
Duby, esposa de Frans Blom, tomó una fotografía al conjunto de asis-
tentes en el patio de la casa, una copia de la cual estaba en el cubo de
entrada de Na Bolom.
El trabajo que hicimos Roberto Escalante y yo fue recorrer dos rutas
de pueblos recogiendo vocabularios en todas las poblaciones por las que

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Andrés Medina Hernández

Reunión de trabajo en Na Bolom (de izquierda a derecha: Charles Mann, Eva Hunt, Esther
Hermitte, Roberta Montagu y Lilo Stern; atrás: Manuel Zabala y su hija Siomara Zabala).

Terrence Kaufman en Casa Chicago. Archivo fotográfico


Andrés Medina.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

pasábamos. El objetivo de tales recorridos era ubicar con precisión la


frontera entre el tzeltal y el tzotzil, para lo cual Roberto recorrería las
poblaciones de la parte baja, situadas en el valle de Teopisca, en tan-
to que yo recorrería las de la parte alta. Inicié mi ruta en Chilil, una
comunidad tzotzil del municipio de Huistán; ahí me encontré con un
estudiante de la Universidad de Harvard que tenía como proyecto estu-
diar los sueños de los tzotziles; se trataba de Robert M. Lughlin. Visité
después Yalcuc, El Carmen Yalchuch y San Pedro Pedernal, parajes de
Huistán; seguí hacia una ranchería, Siberia, para asentarme por varios
días en Chanal, cabecera del municipio del mismo nombre. En 1959
estuve desde enero hasta marzo en Chanal, recogiendo vocabularios
y levantando un censo de los habitantes de la cabecera. Por su parte
Roberto Escalante recorrió varias poblaciones del valle de Teopisca y
permaneció varias semanas en Villa Las Rosas.
La Mesilla Redonda, de junio de 1958, fue una buena ocasión para
conocer los avances del proyecto Man-in-Nature; las reuniones se rea­
li­zaron en el amplio comedor de Na Bolom, en un entorno tranquilo y
fresco. Julio de la Fuente presentó una primera versión de la po­nen­cia
que posteriormente llevaría a la VIII Mesa Redonda de la So­ciedad
Mexicana de Antropología (Fuente, 1961), Calixta Guiteras ofreció
una síntesis de la visión del mundo de los pedranos (Guiteras, 1961)
y César Tejeda Fonseca, antropólogo guatemalteco, presentó un tra-
bajo sobre las poblaciones mayenses de la zona fronteriza de Chiapas
y Huehuetenango; es decir, una primera relación de la situación que
guardaban las comunidades de habla chuj, jacalteca y kanjobal de
ambos lados de la frontera; la información era resultado de una tem-
porada de trabajo de campo propuesta por Sol Tax y financiada por la
Universidad de Chicago, en los primeros meses de 1958 (Tejeda, 1961).
Otros trabajos interesantes fueron los de June Nash, sobre la orga-
nización social de Oxchuc, basado en los materiales de Alfonso Villa
Rojas, y una comparación de tres sistemas de parentesco de sendas
comunidades tzeltales realizada por Barbara Metzger (J. Nash,1959;
B. Metzger, 1959). Arthur Rubel presentó una sugerente correlación
entre los grupos de trabajo agrícola y las pautas de liderazgo entre los
tzotziles de Venustiano Carranza (Rubel, 1959).

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Andrés Medina Hernández

El trabajo que hacían los estudiantes y los profesores del proyecto


Man-in-Nature en el campo era por equipos; en Aguacatenango rea-
lizaban sus investigaciones Eva Verbitsky y la pareja Barbara y Duane
Metzger; en Amatenango Joan Ablon y los esposos June y Manning
Nash; en Teopisca solamente trabajaba John C. Hotchkiss, en tanto que
en Venustiano Carranza lo hacían Arthur Rubel y Michael Salovesh;
todos ellos alumnos graduados, excepto el profesor M. Nash, quien los
dirigía; en Chanal trabajó Mark Gumbiner, pero no estuvo en la Me-
silla Redonda. Las investigaciones arqueológicas las hacían Robert M.
Adams y Patrick T. Culbert; las botánicas estaban a cargo de Lawrence
Kaplan y Edward Davis; en tanto que el grupo de geógrafos estaba
compuesto por Philip Wagner, Luis Guzmán y Virginia Vanderwalker.
Investigadores solitarios eran John Baroco, que realizaba su trabajo en
el campo de la etnohistoria, y James E. Knustad dedicado a la arquitec-
tura; en el equipo de lingüística estuvimos N. A. McQuown, Michael
Salovesh, Roberto Escalante y yo, Andrés Medina (McQuown, 1959).
Como miembros del Seminario de Estudios Mayenses de la Univer-
sidad de Chicago, que realizaban trabajo de campo con financiamiento
diferente al del proyecto Man-in-Nature, en el informe se menciona
a Christopher Day, lingüista, y a los antropólogos sociales Albert
Wahrhaftig y María Esther Hermitte. Otros miembros del seminario
que colaboraban en la preparación del informe, desde Chicago, son
Edward Calnek, Yvonne Hadja, Marvin K. Mayers y Kent V. Flannery
(McQuown, 1959).
Para esta primera fase del proyecto se preparó un resumen sobre el
trabajo realizado en Pinola, donde se informó que Robert M. Adams
estuvo varios días durante su reconocimiento arqueológico (1958-
1959); John Hotchkiss permaneció tres días en octubre de 1958 para
recoger datos en un reconocimiento etnográfico. Por su parte, Ro­berto
Escalante hizo numerosas visitas en 1958 y permaneció dos meses
en 1959 recogiendo información lingüística y levantando un censo
etnográfico con sus informantes. Finalmente, Philip Wagner hizo
un reconocimiento de los tipos y los materiales de construcción de
las viviendas de la comunidad durante su trabajo de campo de 1957
(Hotchkiss, 1959).

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

La realización de la VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana


de Antropología, en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, Chia-
pas –en septiembre de 1959– sería una buena ocasión para que varios
investigadores del proyecto Man-in-Nature presentaran trabajos que,
en cierta manera, resumían los avances logrados por el equipo de inves-
tigadores, los cuales fueron consignados en un volumen publicado por
la Sociedad Mexicana de Antropología (1961). Así, Robert M. Adams
presentó un informe del reconocimiento arqueológico realizado en el
invierno de 1958 (Adams, 1961). Calixta Guiteras hizo una apretada
síntesis de la visión del mundo de los tzotziles de Chenalhó (Guiteras,
1961), en tanto que Norman A. McQuown realizó un balance de los
resultados de las investigaciones lingüísticas.
Evidentemente McQuown enfrentaba la tarea de sentar las bases
de un vasto proyecto de estudio de las lenguas tzeltal y tzotzil, para
lo cual partió de los trabajos disponibles para los años cincuenta: los
materiales lingüísticos reunidos en sus actividades proselitistas de tra-
ducción del Nuevo Testamento por las dos misioneras que trabajaban
en los Altos de Chiapas, Mariana Slocum y N. Weathers, así como el
manual preparado por Carlo Antonio Castro, del Instituto Nacional
Indigenista, para los técnicos del Centro Coordinador Indigenista.

Algunos detalles de la descripción gramatical se elaboraron más ampliamente


en el curso de este esfuerzo y se compiló un glosario completo (McQuown,
1958) de los materiales tzeltal incorporados en el curso. En septiembre
de 1957 se prepararon breves prontuarios para el empleo de los trabajadores de
campo del verano de 1958; se elaboraron análisis fonémicos de los dialectos
de Chanal, Yalcuc, Aguacatenango y Venustiano Carranza (McQuown,
1961a: 137).

Una aportación que resulta de las investigaciones lingüísticas, al


analizar las relaciones entre las diferentes lenguas con índices lexicoes-
tadísticos de distancia, es la propuesta de subgrupos dentro de la gran
familia de lenguas mayenses.

Por ejemplo, del lado tzotzil, San Andrés Chamula y los Llanos forman un
grupo relativamente estrecho, como lo forman igualmente Yalcuc y Chilil.

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Andrés Medina Hernández

Del lado tzeltal, Amatenango y Aguacatenango se aproximan bastante como


también se acercan Aguacatenango y El Puerto. Estas comunidades juntas
con Villa las Rosas, se agrupan frente a Chanal (McQuown, 1961a: 141).

Por su parte la ponencia de Eva Verbitsky resume los resultados de


las investigaciones en el campo de la antropología social; con esto da
cuenta también de las orientaciones teóricas seguidas en el trabajo
de campo y en la realización de los diferentes textos elaborados por
los miembros del proyecto. Recordemos que en esta primera parte del
proyecto el área abarcada se situaba en la parte meridional de la re­gión
tzeltal-tzotzil, en la que se realizaron investigaciones en las comunida-
des de Chanal, Aguacatenango y Amatenango, tzeltales, en Venustiano
Carranza, tzotzil, y en Teopisca, formada por una población llegada
recientemente de diferentes partes de la región, entre quienes había
algunas familias tzotziles, pero sin huella de su población originaria
tzeltal.
Eva Verbitsky era una estudiante argentina que había iniciado su
formación profesional en la enah, donde se integró al grupo de estu-
dios Miguel Othón de Mendizábal, del que formaban parte Guillermo
Bonfil, Mercedes Olivera, Leonel Durán, Rolf Stavenhagen y otros más.
Posteriormente se incorporó al Programa de Estudios Mayas del Depar-
tamento de Antropología de la Universidad de Chicago y al proyecto
Man-in-Nature. Trabajó con los esposos Duane y Barbara Metzger en
Aguacatenango, sus materiales de investigación le permitieron preparar
su tesis de maestría sobre los patrones de residencia y sus relaciones con
las fases del ciclo de vida del grupo doméstico, con una orientación
funcionalista en la que aplicó las propuestas del antropólogo británico
Meyer Fortes. Eva era una mujer dinámica, inquieta, procedente de
una prestigiada familia judía argentina, que recordaba con alegría sus
días en la enah. En los años en que participaba en las investigaciones
chiapanecas, en la segunda fase del proyecto Man-in-Nature, contrajo
matrimonio con el antropólogo Robert Hunt, por lo que a partir de
entonces su nombre sería Muriel Hunt, en el que usaba su segundo
nombre original como el principal.
Pero, volviendo a las concepciones teóricas manejadas en ese enton-
ces, para el análisis de los datos de la organización social se siguieron
los planteamientos de G. P. Murdock, en tanto que el concepto que

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

dominaba la caracterización de las comunidades era el de corporación,


procedente de las concepciones teóricas de Max Weber y Meyer Fortes,
adecuadas para la población campesina de América Latina por Eric
Wolf. Toda esta construcción teórica se ubicaba en la perspectiva
general del funcionalismo.
Para Wolf la homogeneidad de las comunidades corporativas cerra-
das se establece a partir de los mecanismos de nivelación de la riqueza
y de los sistemas de control social.

Los elementos que funcionan para nivelar la economía y la riqueza, son: a) el


sistema de herencia que fragmenta la propiedad de la tierra, b) la tecnología
de nivel bajo que limita la producción absoluta, c) la obligación forzada a
participar en fiestas y actividades comunales que inhibe la acumulación de
capital, distribuyéndolo de nuevo entre los miembros de la comunidad en
forma de alcohol, que es una mercancía sin desperdicio de consumo (Ver-
bitsky, 1961: 299).

El sistema de sanciones opera en varios niveles a través de la estructura


social, “pero recibe la marca de legitimidad por las autoridades comu-
nales que aceptan y juzgan casos de enfermedad por brujería y castigan
de acuerdo a los posibles brujos” (Verbitsky, 1961: 299).
Comparando las cinco comunidades en estudio se encontró que
tres de ellas eran evidentemente corporadas, Chanal, Aguacatenango
y Amatenango, tzeltales, en tanto que Venustiano Carranza mantenía
solamente algunos aspectos. Teopisca, finalmente, carecía de tales
características, e incluso de una identidad étnica local (Verbitsky,
1961: 300).
Finalmente, N. A. McQuown presentaría un balance general de
las investigaciones realizadas en el proyecto Man-in-Nature, que bien
podemos considerar como los resultados logrados en la primera eta-
pa, con base en los cuales se continuaría la segunda, con una mayor
magnitud, tanto en el personal implicado como en el área abarcada.
Tales resultados se agrupan en tres grandes rubros: los sustantivos, los
metodológicos y los teóricos.
Las contribuciones sustanciales remitieron, primeramente, a re-
sultados en el campo de la geografía y la biología en relación con la
agricultura; en el campo específico de la flora se obtuvieron datos no-

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Andrés Medina Hernández

vedosos. En relación con la lingüística se reconoció la proximidad del


tzeltal y el tzotzil con los grupos mayenses del occidente de Guatemala,
asumiendo así una separación lingüística y cultural entre las Tierras
Altas y las Bajas del área maya. Asimismo en los materiales lingüísticos
recogidos se encontró poca influencia del español sobre el tzeltal y el
tzotzil, lo que en términos culturales corresponde a la vigencia de una
organización social y una visión del mundo profundamente mayenses
(McQuown, 1961b: 333).
En cuanto a las contribuciones metodológicas, McQuown subrayó
la importancia del enfoque multidisciplinario, así como las ventajas
del estudio intensivo de un área relativamente pequeña (McQuown,
1961b: 334). Las contribuciones teóricas se refirieron a la constatación
específica del carácter corporado de las comunidades alteñas, aunque
para esto hubo que reformular las definiciones originales; lo que resultó
evidente fue la ambigüedad de la brujería entre los mecanismos de
control social; además, se pudo probar la teoría funcional de Murdock
que atribuye un papel decisivo a la residencia

…en la determinación de las normas sociales y en el fomento del desarrollo de


las instituciones sociales específicas: ahora podemos sugerir que en el empleo
de la terminología de parentesco, en la práctica de ciertas reglas de conducta
para los papeles de parentesco, en las reglas para el casamiento y en los gru-
pos de trabajo cooperativos, la filiación residencial juega un papel decisivo,
y la residencia, además, se interrelaciona estrechamente con los sistemas de
herencia y tenencia de la tierra (McQuown, 1961b: 337).

Las hipótesis no comprobadas, concluyó McQuown, requirieron de


las siguientes condiciones: una mayor amplitud geográfica para probar
el grado de variación regional; una perspectiva histórica más extensa y
un énfasis más acentuado en los datos cuantitativos sobre la producción
agrícola y las redes comerciales. Finalmente, faltó mostrar la manera
en que se expresa la mayor diversidad lingüística de las comunidades
tzotziles, frente a las tzeltales, en los datos de la antropología social
(McQuown, 1961b: 339).
A esta Mesa Redonda acudieron los miembros del equipo de la
enah coordinado por Fernando Cámara; así, Luis Reyes presentó una
lista de palabras del náhuatl pipil hablado en Soyaló y una relación

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

de documentos históricos, en diferentes archivos, escritos en náhuatl


colonial. Aura Marina Arriola preparó un texto histórico también
sobre demografía en Chiapas en el siglo xvii y comienzos del xviii.
Tres destacados intelectuales de la sociedad sancristobalense pre-
sentaron sendas ponencias: Eduardo Flores Ruiz, Prudencio Moscoso
y Mariano Trujillo Robles. Por parte de los misioneros lingüistas del
Instituto Lingüístico de Verano participaron Marion Cowan y Enri-
que Aulie, con materiales del tzotzil y del chol, respectivamente. Por
parte del ini, Julio de la Fuente presentó la misma ponencia leída en
la Mesilla Redonda del año anterior, referida a las creencias presentes
en las comunidades tzeltales y tzotziles sobre un personaje mítico de
la narrativa: el ijk’al, el “negro”.
Para esta primera fase del proyecto Man-in-Nature la orientación
teórica dominante entre los antropólogos sociales la señalaría Manning
Nash, profesor de la Universidad de Chicago, quien con su entonces
esposa, June Nash, había trabajado en 1953 en una comunidad quiché
de Guatemala, Cantel. De hecho, Manning Nash publicó un libro
acerca de esta comunidad analizando el impacto de la industrialización
sobre la organización político religiosa (M. Nash, 1958a).
La orientación de Manning Nash tuvo una fuerte influencia de los
planteamientos de Eric Wolf sobre las comunidades campesinas de
América Latina; así, publicó un artículo en que sintetizaba las pro-
puestas de Wolf sobre la jerarquía político-religiosa en las comunidades
mesoamericanas (M. Nash, 1958b), texto que se ha convertido en
referente obligado para los estudiosos del tema. Si bien el concepto
que tuvo un papel central en los trabajos etnográficos fue el de comu-
nidad corporada cerrada, definido por Wolf en su artículo clásico en
que compara tales comunidades en Java y Mesoamérica (Wolf, 1957).
Esta perspectiva sitúa la economía de las comunidades mayenses, y
mesoamericanas en general, como un mecanismo de nivelación que,
por su entramado con la organización social, impide la acumulación
de riqueza; lo que el propio Wolf llamaría la “democracia de la pobre-
za”. La propuesta general de Nash fue planteada en el ensayo sobre
economía contenido en el VI volumen de antropología social del
Handbook of Middle American Indians, volumen del cual es el editor (M.
Nash, 1961; 1967a). Este papel nivelador de la organización social lo

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Andrés Medina Hernández

encontró también en la práctica del nahualismo entre los miembros


de Amatenango, comunidad tzeltal, como lo describe posteriormente
en su texto publicado en América Indígena (M. Nash, 1960).
Por su parte, June Nash analizó el papel de los hombres de co­no­ci­
miento acusados de brujería en Amatenango; al darse cuenta del cre­
cimiento del número de asesinatos de personas acusadas de brujería,
encontró que una de las razones era la alteración del equilibrio de la
organización social dual por efecto del cambio social; es decir, un cambio
en los requerimientos de las autoridades municipales, entre los cuales es­
ta­ban el saber leer y escribir, así como conocer el medio administra­tivo en
las relaciones con las autoridades regionales y esta­tales. La rup­tu­ra
del equilibrio político de la organización dual por los nuevos re­que­ri­
mientos dio pie, entonces, a una situación en la que los conflictos fue­
ron atribuidos a los acusados de brujería, quienes fueron considerados
una amenaza a la seguridad de los miembros de la comunidad, por lo
que el homicidio en tales circunstancias era estimado como una eje-
cución sancionada positivamente por las autoridades (J. Nash,1967).

El proyecto Man-in-Nature, segunda etapa (1959-1962)

La segunda etapa del proyecto abarcó toda el área tzeltal-tzotzil con


incursiones, por parte de los arqueólogos y de los lingüistas, en las
regiones adyacentes de Guatemala. El número de investigadores fue
mayor, con una diversificación profesional más amplia, además de que
se capacitó a un grupo de jóvenes tzeltales y tzotziles en la escritura y en
la transcripción de sus respectivas variantes dialectales. El grupo de
antropólogos sociales fue dirigido por Julian Pitt-Rivers, con el apoyo
de Calixta Guiteras y de Muriel E. Hunt (antes Eva Verbitsky); el de
los arqueólogos lo sería por Robert M. Adams y el de los lingüistas por
el propio McQuown.
En términos de financiamiento y organización de la información se
formaron dos grandes grupos; el primero, financiado por la National
Science Foundation, trabajaba sobre el cambio social y cultural en el
escenario contemporáneo; el segundo, con financiamiento del National

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

R. Radhakrishnan y Gerald Williams trabajando en Casa Chicago. Archivo fotográfico Andrés Medina.

Institute of Mental Health, se propuso estudiar el proceso histórico de


veinte siglos en el área bajo estudio (Pitt-Rivers y McQuown, 1970).
El equipo de traductores y transcriptores estuvo integrado por diez
jóvenes tzeltales y tzotziles. El mejor de todos ellos, y quien produjo
un rico material lingüístico, fue Mariano Juárez Aguilar, tzeltal de
Agua­catenango; también tzeltales, estaban: Alonso Méndez Ton y
Pedro Jiménez Wakax, de Tenejapa, José Gómez López, de Oxchuc,
Alberto Méndez Tobilla, de Villa Las Rosas, y Juan Álvaro, de Sivacá.
Los hablantes de tzotzil fueron Antonio López Tzintan, de Zinacantán,
Bartolomé Hidalgo Sabanillas, de Venustiano Carranza, Salvador López
Castellano y Juan Méndez Tzotzec, de Chamula.
El trabajo de investigación en las comunidades se hizo conjuntando
el esfuerzo de antropólogos sociales y lingüistas; así, en Venustiano Ca-

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Andrés Medina Hernández

rranza se coordinaron Marcelo Díaz de Salas, antropólogo social de la


enah, y Harvey B. Sarles, lingüista; en Tenejapa, Andrés Medina, tam-
bién de la enah, y Brent Berlin; en Sivacá, Manuel Zavala, antropólogo
social de la enah, Evangelina Arana y Mauricio Swadesh, lingüistas y
profesores de la enah; en Villa Las Rosas trabajaron Esther Hermitte,
antropóloga social, y dos lingüistas, sucesivamente: Christopher Day y
R. Radhakrishnan. En Ocosingo colaboraron dos antropólogos sociales,
Julian Pitt-Rivers y Charles E. Mann; y en Chiapilla, una antropóloga
social, Lilo Stern, alumna de Pitt-Rivers; entre otros. Estos fueron los
que hicieron el trabajo más intensivo. Otros investigadores presentes
fueron el antropólogo social John C. Hotchkiss, que había estado en
la primera etapa, así como Roberta Montagu; los lingüistas Nicholas
Hopkins, Gerald Williams, Terrence Kaufman y Carlos Robles, jesuita,
alumno de Swadesh.
Fueron organizados, como parte del trabajo de equipo, seis semi-
narios especiales, con duración aproximada de una semana: dos en
1960, en septiembre y en diciembre, y cuatro en 1961 (en marzo, ju-
nio, sep­tiembre y diciembre); en cada uno se presentaban los avances
logrados en el trabajo de campo, pero también respondían a tópicos
sugeridos para cada reunión. Estas fueron las mejores ocasiones para
establecer relaciones amistosas entre los investigadores del proyecto,
no solamente por compartir puntos de vista semejantes, sino también
por comparar los resultados de cada investigación y compartir las dudas
que iban surgiendo.
En la Casa Chicago había cocineras, lavanderas y recamareras (todas
ellas del barrio Mexicanos), es decir todo un equipo que atendía a los
co­la­bo­ra­do­res procedentes de las comunidades mayenses, así como a
los es­tu­dian­tes y profesores que temporalmente pasaban algunos días
ahí, particularmente en las reuniones académicas mencionadas. En­
ton­ces compartíamos las comidas y por las tardes nos reuníamos con
quienes encontrábamos cercanía para narrar y escuchar nuestras
experiencias de campo. Yo establecí pronto una amistad cercana con
Marcelo Díaz de Salas, al que si bien conocía desde la enah, no fue sino
en la experiencia chiapaneca cuando establecimos un sólido vínculo.
Marcelo y Esther Hermitte también establecieron una muy buena
amistad, dado que trabajaban en pueblos cercanos, San Bartolomé de

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

los Llanos y Pinola, respectivamente; se visitaban con frecuencia y com-


paraban los resultados de sus investigaciones. A través de Marcelo fue
que yo también establecí una muy grata relación amistosa con Esther.
Ella era argentina, una persona atractiva y muy aguda en sus observa-
ciones, con un reconocible acento porteño y finura en su trato. Con su
trabajo en Pinola, durante la primera fase del proyecto, realizó su tesis
de maestría en la Universidad de Chicago; con su investigación en la
segunda fase, elaboró su tesis de doctorado, ambas publicadas en español
(Hermitte, 1968).
También establecí una gran amistad con John C. Hotchkiss, an-
tropólogo social, y con Nicholas Hopkins, lingüista. John, a quien
afectuosamente llamábamos Juanito, era una persona muy afable y
colaboradora; su trabajo de campo lo hacía entre la población de
Teopisca, compuesta de ladinos y tzotziles, todos ellos recién llega-
dos, pues la comunidad tzeltal original había sido expulsada. Pero me
parece que el trabajo más importante de Juanito en el proyecto era
el de la coordinación entre los investigadores; él tuvo una participa-
ción amplia en la preparación del primer informe, editado en forma
mimeografiada al final de la primera fase del proyecto. Fue él también
quien ayudó a Eva Verbitsky en la redacción en inglés de su tesis de
maestría y quien preparó uno de los primeros resúmenes etnográficos
sobre Pinola, antes de que llegara Esther Hermitte. Por su parte Nick
Hopkins trabajaba con las variantes dialectales del tzotzil, en estrecha
colaboración con McQuown, director del proyecto y especialista en
las lenguas mayenses; como Juanito, era también una persona afable y
cálida, y tuvo un papel importante en la coordinación de los trabajos
de lingüística, tanto de los investigadores como de los colaboradores
mayas.
Una investigación específica diseñada por Muriel E. Hunt fue la de
percepción cultural, en la que se usó un juego de fotografías prepara-
das por Alfred Wahrhaftig, antropólogo social que tendría una breve
estancia en San Pablo Chalchihuitán.

Se les pidió a cada uno de los sujetos de la prueba que integraran una serie
de fotografías, y sus respuestas, algunas en tzeltal o tzotzil, y otras en español,
fueron grabadas en cinta magnética. El material grabado proveniente de más

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Andrés Medina Hernández

de setenta y cinco sujetos después de haber sido transcrito y traducido, ha


servido como evidencia de la percepción y la proyección, y como dato para
un análisis lingüístico (Pitt-Rivers y McQuown, 1970: 18).

En esta segunda fase del proyecto Man-in-Nature todos los campos


abarcados en la versión original se ampliaron y se intensificaron; las
presentaciones y discusiones periódicas permitieron una socialización
de los resultados que se iban obteniendo, así como establecer intercam-
bios de puntos de vista y respuestas a las indicaciones temáticas de los
coordinadores. En el campo de la lingüística se abrió la perspectiva a
toda la región y se plantearon diversas temáticas sociolingüísticas; las
investigaciones se ampliaron a las lenguas mayas que están en la franja
fronteriza con Guatemala, particularmente de las zonas alteñas, como
son el chuj, el jacalteco, el kanjobal y el mame.
Un momento significativo fue la intensificación del trabajo lingüís-
tico durante el verano de 1961, pues se hicieron recorridos extensos
para cubrir la mayor parte de la región tzeltal-tzotzil, y se obtuvieron
abundantes materiales. Para estos recorridos se formaron equipos de
etnógrafos y lingüistas, muchos de los cuales ya colaboraban con an-
terioridad, aunque en otros casos se formaron otros ad hoc para cubrir
áreas específicas; tal es el caso de Oxchuc, en el que yo, Andrés Medina,
etnógrafo, y José Gómez López, tzeltal del equipo de transcriptores y
traductores, originario del paraje de Tzopiljá, recorrimos todos los
parajes del municipio, recogiendo y grabando en cinta magnetofóni-
ca vocabularios especialmente diseñados por el equipo de lingüistas,
encabezado por Norman A. McQuown.
Sin embargo, el mayor esfuerzo correspondió a las investigaciones
planteadas a largo plazo, en las que colaboran diversos especialistas.
Aquí me interesa destacar la presencia de estudiantes e investigadores
de la enah y de la unam. Así, Marcelo Díaz de Salas, etnólogo discí-
pulo de Fernando Cámara, se asentaría en el Barrio del Convento, de
Venustiano Carranza, donde estaba como lingüista Harvey Sarles; en
el Barrio de La Pimienta estaba Michael Salovesh. Manuel Zabala,
también alumno de la enah y de Fernando Cámara, se establecería en
Sivacá, una comunidad tzeltal cercana a Ocosingo, en donde colabora-
ría con Mauricio Swadesh, investigador de la unam, y con Evangelina
Arana de Swadesh, del inah, ambos lingüistas. En Bachajón realizaron

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

investigaciones Calixta Guiteras, Roberta Montagu y el lingüista de


la enah Carlos Robles, discípulo de Swadesh. Por mi parte, mi mayor
trabajo se realizó en Tenejapa, en el paraje de Kulaktik, donde también
estuvo Brent Berlin, lingüista.
En Ocosingo se establecieron Charles E. Mann, estudiante del
Mexico City College, ahora Universidad de Las Américas, y Julian
Pitt-Rivers, con sus respectivas esposas. En Pinola Esther Hermitte
compartiría su investigación, en 1961, con D. Radhakrishnan, estu-
diante tamil de la Universidad de Chicago; y en Chiapilla realizaría
una larga investigación etnográfica Lilo Stern, alumna inglesa de
Pitt-Rivers.
En esta segunda fase la orientación teórica dominante fue la
funciona­lista, y uno de los temas centrales fue el de las sanciones y
el control so­cial en las comunidades tzeltales y tzotziles. A todos los
antropólogos so­cia­les se nos exigió que lleváramos un diario de campo,
del cual se da­ba una copia a los coordinadores, Muriel E. Hunt y Calixta
Guiteras; asimismo la temática funcionalista se indicaba a través de
las guías que se nos daban en las reuniones periódicas que teníamos
en San Cristóbal de las Casas, a las cuales había que responder por
las presentaciones que se hacían en tales seminarios. Sin embargo, no
había una presión para plegarnos a esta perspectiva teórica, teníamos
toda la libertad para dar a nuestras investigaciones el énfasis teórico y
metodológico que cada quien eligiera. Para los estudiantes mexicanos
la relación más directa fue con Muriel Hunt, aunque también apren-
díamos de las indicaciones y los comentarios de Julian Pitt-Rivers y
de Cali Guiteras, muchas veces hechos en corto, es decir en conver-
saciones personales.
La figura central en las reuniones sociales era sin duda el director
del proyecto, Norman A. McQuown, al que la mayor parte de los
colaboradores mayas llamaban don Antonio, en tanto que para los es­
tudiantes y algunos profesores era Mac (y ya en las conversaciones en
corto lo llamábamos también super Mac). Él era una persona afable y
sencilla en el trato cotidiano, pero duro y riguroso en las discusiones
académicas; en las reuniones sociales tomaba al parejo de todos noso-
tros pero nunca perdía la compostura, al contrario, asumía una actitud
seria. Hablaba un español elegante, sin acento, y le gustaba mostrar

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Andrés Medina Hernández

su alemán. En una ocasión en que fuimos a comprar embutidos a una


conocida tienda de San Cristóbal, El Engrane, nos encontramos con el
dueño y fundador de la misma, Otto Schlie, y don Antonio se dirigió
a él en alemán, pero el anciano, enfundado en un grueso abrigo y con
su sombrero de fieltro, contestó en español: “ya olvidé el alemán, sólo
hablo español”.
Por otra parte, don Julian Pitt-Rivers era una curiosa combinación
de intelectual británico que hablaba español con un fuerte acento
andaluz; recién se había publicado su libro The People of the Sierra,
una investigación realizada en un pueblo serrano español. Era sin duda
afable, pero mantenía una distancia respetable con todos nosotros;
siempre iba bien vestido, con elegancia y propiedad. En alguna ocasión
en que hubo de empujar al Landrover del proyecto para sacarlo del
lodo, don Julián, como le llamábamos, se quitó el elegante saco para
sumarse al grupo y dejó ver la banda roja con la que ceñía su cintura,
como buen andaluz. A Chiapas llegó acompañado de su esposa doña
Margot, española, de la nobleza ibérica y prima del dictador Francisco
Franco. En una de las reuniones sociales de los miembros del proyecto,
cuando cantábamos melodías que entonaban los republicanos durante
la guerra civil española, acompañados por Michael Salovesh a la gui­
tarra, éste le preguntó a doña Margot que por qué no cantaba, a lo
que respondió, con un gesto un tanto altanero: “yo estoy del lado de
los triunfadores”.
En contraste con estos distinguidos académicos, Cali Guiteras era
una mujer extremadamente sencilla y simpática, sonriente, que hablaba
español con un notable acento cubano; en las reuniones acadé­micas
narraba sus experiencias de investigación con bastante elocuencia, y
como era perfectamente bilingüe, cambiaba ocasionalmente al inglés de
una frase a otra. No escatimaba comentarios y consejos para nosotros,
los estudiantes, y su fuerte presencia no impedía percibir su calidez.
Era una persona ampliamente conocida en la enah, yo me inscribí a su
curso de etnología, al que se presentó solamente el primer día para avi­
sar­nos que no podría dar la clase por estar haciendo in­vestigaciones en
Chiapas; el curso lo impartiría Arturo Monzón, uno de los jóvenes
profesores, brillante y elocuente. Así que fue hasta que nos encontramos
en el proyecto cuando pude conversar con ella, y sobre todo admirar

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

sus dones personales. Cuando estábamos en la etapa más intensiva de


nuestras investigaciones, en 1961, apareció en inglés su obra clásica,
Perils of de Soul.
Por su parte, Muriel E. Verbitsky asumió su papel de coordinadora
de las investigaciones de etnografía, en esta segunda fase del proyecto,
y estableció una cierta distancia con nosotros, los estudiantes; ella
era nuestro contacto directo para entregar los informes, las copias del
diario de campo, así como para recibir los guiones temáticos y otros
materiales de investigación.
La intensidad y la diversidad de los trabajos de investigación rea-
lizados en esta segunda fase se advierten en el conjunto de ensayos
contenidos en el volumen publicado por el Instituto Nacional Indige-
nista, Ensayos de antropología en la zona central de Chiapas (Pitt-Rivers
y McQuown, 1970); aunque no necesariamente son trabajos que sinte-
ticen los resultados logrados en cada una de las investigaciones; se trató
más bien de textos en que los autores eligieron un tema específico que
mostraba sus intereses en términos teóricos y metodológicos. Algunos
de ellos, como los de Robert M. Adams y de Philip Wagner, fueron tra-
ducciones de sendos artículos publicados en revistas de Estados Unidos,
otros fueron avances de las respectivas tesis doctorales, como sucede
con el ensayo de Edward Calnek, en el que hizo una reconstrucción
de las poblaciones tzeltales y tzotziles existentes en el periodo colonial
con base en investigaciones documentales (Calnek, 1970).
Con respecto a las investigaciones arqueológicas, se dio el siguiente
resumen:
Las excavaciones arqueológicas se llevaron al cabo en los sitios de tierra
baja (Copanaguastla) por Robert M. Adams, Donald E. McVicker, y Kent
V. Flannery, y en los Altos (Cerro Ecatepec, Cerro Cuchum Ton, cerca de
Mitontic) por Adams, McVicker, Flannery y Edward E. Calnek. Se hicieron
sondeos de superficie en otras partes. […] El estudio arqueológico abarcó el
valle del Río San Vicente, cerca de Copanaguastla, las tierras altas situadas
inmediatamente al norte de San Cristóbal, el valle de Ixtapa, y las cercanías
de Ocosingo. Robert M. Adams estudió cinco sitios: uno cerca de San An-
drés, otro cerca de Jacaltenango, otro cerca de San Miguel Acatán, y otro en
los alrededores de San Mateo Ixtatán y otro en el pueblo del mismo nombre
(McQuown y Pitt-Rivers, 1970: 18).

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Andrés Medina Hernández

La parte más sustanciosa, sin embargo, correspondió a los trabajos de


lingüística y de antropología social; así, Terrence Kaufman estableció la
posición del tzeltal y del tzotzil en relación con las otras lenguas mayas
a partir de estimaciones lexicoestadísticas y glotocronológicas; además
modificó la propuesta de McQuown, proponiendo agrupar separada-
mente al chuj y al tojolabal de las lenguas tzeltal y tzotzil (Kaufman,
1970); en tanto que Nick Hopkins desplegó un cuidadoso análisis para
establecer las variantes dialectales de las mismas dos lenguas, apoyado
en el abundante material lingüístico recogido por el equipo, tanto en
la parte correspondiente a la primera etapa del proyecto (1956-1959),
como a la temporada de recolección intensiva realizada en el verano
de 1961, en la que participaron todos los miembros del proyecto que
estaban en el trabajo de campo (Hopkins, 1970).
De los tres ensayos de sociolingüística, el de N. A. McQuown fue
un análisis de las influencias mutuas entre el español y las dos lenguas
mayenses de los Altos de Chiapas, el tzeltal y el tzotzil (McQuown,
1970); en tanto que Chris Day estableció una correlación entre va-
riaciones en el habla de los tzeltales de Villa Las Rosas y su posición
social, en términos del proceso de ladinización. Como lo indica en su
texto, fue fundamental el apoyo que le proporcionó Esther Hermitte,
relacionándolo con colaboradores y ofreciéndole la información etno-
gráfica necesaria (Day, 1970). Finalmente, Harvey Sarles trabajó con
la construcción de preguntas y respuestas en el tzotzil de Venustiano
Carranza (Sarles, 1970).
De los cinco ensayos de antropología social, don Julian Pitt-Rivers
hizo un muy sugerente análisis de aquellas características que compar-
ten indios y ladinos en los Altos de Chiapas, pues mientras buena parte
de los ensayos sobre las relaciones interétnicas en la región destacaban
las diferencias entre unos y otros, y los propios actores regionales se
encargan de subrayarlas enfáticamente, la aproximación de Pitt-Rivers
destacaba sus mutuas influencias y el grado en que se han transformado
en una interacción secular; es decir, contrastaba lo que se decía sobre
las identidades étnicas con los hechos que el etnógrafo percibía (Pitt-
Rivers, 1970).
Roberta Montagu hizo una descripción de las comunidades tzeltales
asentadas dentro de las fincas de Ocosingo, las cuales eran original-

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

mente propiedad de los dominicos, que al ser expulsados a mediados


del siglo xix, las dejaron en manos de grandes propietarios; en ellas las
comunidades tzeltales constituía la fuerza de trabajo, eran de hecho
una especie de peones acasillados, pero mantenían una organización
social y político-religiosa comunitaria (Montagu, 1970). Este texto se
ha convertido en un testimonio con valor histórico, pues esas fincas y
sus peones desaparecieron en el proceso de movilizaciones agrarias que
alcanzan su apogeo con el levantamiento zapatista de 1994.
John C. Hotchkiss presentó un muy interesante ensayo sobre la
importancia de los niños como mensajeros en Teopisca, una pobla-
ción mayoritariamente ladina; ellos jugaban un papel estratégico en
la red de comunicaciones comunitarias, no sólo por ser mensajeros,
sino también por actuar en situaciones que son comprometedoras en
diversos sentidos para los adultos (Hotchkiss, 1970).
El cuarto ensayo, hecho por un lingüista, Gerald Williams, y por un
antropólogo social, Duane Metzger, es una exploración de las prácti­cas
de los curanderos en una comunidad tzeltal, Tenejapa, a partir de ma-
teriales lingüísticos obtenidos por un cuestionario al que respondie­ron
siete colaboradores. Los resultados que se presentan en el texto están
muy acotados por la técnica lingüística de preguntas y respuestas; pues
al hacer una pregunta, se buscan las posibles respuestas dentro de la
estructura lingüística establecida (Metzger y Williams, 1970).
El quinto texto corresponde a Esther Hermitte, en el que inició una
exploración con sus materiales etnográficos de Pinola para contrastarlos
con una rica discusión que se da entre los estudiosos mesoamericanistas
sobre las concepciones en torno al fenómeno conocido como “na-
hualismo”. A partir de los planteamientos que hacen otros etnógrafos
contemporáneos, Esther Hermitte presentó sus materiales de campo y
realizó una primera discusión mostrando la complejidad del fenómeno
en consideración; hizo aquí un primer aporte conceptual, al proponer
el término de “coesencia” para definir la relación del individuo con su
contraparte anímica, pero sobre todo nos mostró un sistema simbólico
que expresa con originalidad sus raíces mesoamericanas (Hermitte,
1970a). Este es el primer paso de una aportación mu­cho más amplia
contenida en la tesis doctoral que presentó en la Universidad de

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Andrés Medina Hernández

Al centro Robert Adams y a la derecha Kent Flannery, en la fuente de la Casa Chicago.


Archivo fotográfico Andrés Medina.

El histórico Land Rover atascado, por el rumbo de Pujiltik. Archivo fotográfico Andrés
Medina.

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Chicago, la que se tradujo y publicó en español el mis­mo año en que


apareció el volumen compilado por McQuown y Pitt-Rivers, 1970.

Las contribuciones a la antropología mexicana

Para ponderar los aportes que el proyecto Man-in-Nature legó a la


antro­pología mexicana necesitamos partir de la base que establecieron
los investigadores de la primera generación que fueron a Chiapas bajo
la guía de Sol Tax; bien podemos decir que con sus trabajos se sentaron las
bases de una etnografía bajo una perspectiva teórica funcionalista que
incidió en los trabajos posteriores; esta impronta teórica fue impuesta
por el propio Sol Tax y Alfonso Villa Rojas, ambos formados profe-
sionalmente en el Departamento de Antropología de la Universidad
de Chicago en los tiempos en que impartía sus enseñanzas Alfred
R. Radcliffe-Brown, el fundador teórico del funcionalismo. Tax fue
el gran animador y organizador, pues no solamente consiguió finan­
ciamiento de la fundación Rockefeller para sus alumnos que fueron a
la re­gión mayense de los Altos de Chiapas, sino que posteriormente
pro­pició el Seminario de la Viking Fund, realizado en Nueva York en
1949, donde se presentaron con sendos trabajos dos de sus estudiantes
–Fernando Cámara y Calixta Guiteras– e incluso fue quien gestionó
los fondos y coordinó la propuesta inicial del proyecto Man-in-Nature.
Alfonso Villa Rojas, por su parte, se encontraba en los Altos de
Chiapas en los mismos años en que se desarrollaban las primeras
investigaciones de los estudiantes de Tax; instalado en un paraje del
municipio de Oxchuc, no dudó en apoyarlos de diferentes maneras,
particularmente asesorándolos en el campo. Como investigador de la
ciw realizó una extensa investigación de campo que continuaba el pro­
gra­ma trazado junto con Redfield a finales de los años treinta. Desde su
campamento en Yochib, como se llama el paraje de Oxchuc donde
se instaló, apoyaba también a las dos misioneras del ilv que llegaron
a Chiapas a finales de los años treinta, Mariana Slocum y Florence
Gerdel, quienes fueron rechazadas en las diferentes comunidades de la
región, por lo que las acogió en su campamento, desde donde finalmente
lograron organizar una comunidad de creyentes conversos y fundar

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Andrés Medina Hernández

una pequeña comunidad protestante, semilla de un largo y fructífero


esfuerzo de proselitismo en los Altos de Chiapas (Hartch, 2006).
Durante los años en que comenzó el proyecto de la Universidad de
Chicago Alfonso Villa Rojas era el director del Centro Coordinador
Indigenista de la región tzeltal-tzotzil y abrió las puertas de sus insta-
laciones a los investigadores estadunidenses, con algunos de los cuales
tenía ya una larga amistad, tal es el caso de Sol Tax y Norman A.
McQuown, directores sucesivos del proyecto Man-in-Nature, además
de su antiguo vínculo institucional con la Universidad de Chicago.
Para entonces ya había publicado su clásico ensayo sobre las relacio-
nes de parentesco y el nahualismo, basado en sus datos de Oxchuc,
en American Anthropologist (Villa Rojas, 1947), donde conjugó dos
vertientes teóricas que incidirían en los trabajos posteriores: por una
parte el funcionalismo ortodoxo en la propuesta sobre clanes y linajes,
por la otra la línea culturalista que procede de Redfield y de Boas, con
un énfasis en las concepciones ideológicas de los mayas tzeltales, base
sobre la que emergería años después el gran tópico de la cosmovisión
mesoamericana. Lo que Villa Rojas hizo en este ensayo fue una crí-
tica a la concepción dominante sobre las nociones de nahualismo y
tonalismo propuestas por George M. Foster en un ensayo publicado
en la revista Acta Americana (Foster, 1944), y que se mantendrían en
los medios antropológicos mexicanos gracias a la importancia que les
otorgó Gonzalo Aguirre Beltrán –principalmente en su libro Medicina
y magia (1963)–, uno de los más importantes teóricos nacionales.
Calixta Guiteras se ocupó inicialmente de los estudios de paren-
tesco, en la línea funcionalista, y realizó investigaciones en Cancuc,
comunidad tzeltal, y en Chalchihuitán (Guiteras, 1947, 1951); pos-
teriormente elaboró sus materiales para hacer propuestas de mayor
generalidad, como el ensayo que publicó en América Indígena (1948)
y el que apareció en una revista cubana, pero que circulaba en forma
mecanoescrita desde los años cuarenta (1966). Sin embargo, la con-
tribución más importante en este tópico es la que hizo en la ponencia
que presentó en el Seminario de la Viking (Guiteras, 1952), donde
empleó un marco teórico diferente al funcionalista para resumir el
estado de la cuestión en los estudios de parentesco en Mesoamérica y

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

siguió más bien un planteamiento hecho por dos antropólogos, inde-


pendientemente uno del otro: Robert Lowie y Paul Kirchhoff.
Fernando Cámara tuvo su mayor contribución en el ensayo que
presentó en el Seminario de la Viking, en el que no sólo resumió la
discusión sobre los sistemas de cargos en Mesoamérica, sino que hizo
una propuesta teórica inspirada en los planteamientos de Redfield sobre
el continuum folk-urbano, estableciendo dos categorías polares: sistemas
centrífugos y centrípetos (Cámara, 1952). De sus investigaciones en
Zinacantán y en Mitontik sólo son conocidos sus diarios de campo,
que se mantienen en forma microfilmada; la tesis que presentó en la
enah para graduarse como etnólogo fue publicada años después, sin
mayores repercusiones en las discusiones sobre el tópico (Cámara,
1966). Sin embargo, quien continuó con esta línea de reflexión fue su
alumno Manuel Zabala, quien hizo una investigación sobre el sistema
de cargos en Zinacantán; sin embargo, publicó un ensayo con sus datos
históricos (Zabala, 1961). Cuando ingresó al proyecto Man-in-Nature,
Zabala hizo una investigación etnográfica en profundidad en Si­
bacá, una comunidad tzeltal relativamente cercana a la ciudad de
Oco­singo, pero no llegó a publicarse; ésta reposa en los archivos de la
Universidad de Chicago.
El trabajo de Ricardo Pozas, inscrito en esta línea de reflexión, es su
monografía sobre Chamula (1959), particularmente en la minuciosa
descripción de lo que llamará el Ayuntamiento Regional, es decir,
la estructura político-religiosa de origen colonial, a la que se opone,
generando conflictos diversos, el Ayuntamiento Constitucional. Este
planteamiento fue retomado por Aguirre Beltrán en uno de sus textos
más importantes, Formas de gobierno indígena (1953), donde también
incorporó los ricos datos de Alfonso Villa Rojas sobre Oxchuc, así
como los de Fernando Cámara sobre el sistema de cargos. En este libro
Aguirre Beltrán funda una discusión sobre el poder y la política en las
comunidades indígenas, en la que resume los datos de las comunidades
mayenses de los Altos de Chiapas y los generaliza como una fase de
un proceso que conduce a la modernidad. Aquí tenemos, pues, una
repercusión de los estudios etnográficos de Chiapas sobre la política
indigenista nacional, en los que las investigaciones de Tax, Villa Rojas
y sus alumnos tuvieron una contribución significativa.

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Andrés Medina Hernández

Un eslabón que articuló las contribuciones y las reflexiones de la


primera generación de antropólogos que trabajó en las comunidades
mayenses con los estudios de los investigadores del proyecto Man-
in-Nature es el trabajo que Calixta Guiteras desarrolló en San Pedro
Chenalhó, una comunidad tzotzil, siguiendo las indicaciones que Red-
field le hizo, a fines de 1952, para acceder a la visión del mundo de un
pensador local, nativo pues. Cuando comenzó este segundo proyecto,
en 1956, Cali continuó elaborando los ricos materiales obtenidos en
sus diálogos con su compadre Manuel Arias Sojom, dirigente de su
comunidad. Para continuar con el apoyo institucional de la Univer-
sidad de Chicago, luego de la muerte de Redfield en 1958, Calixta
se integró en el staff del proyecto, pues su mayor involucramiento
en las actividades de investigación fue en la segunda parte. Esta es
una apreciación personal, subjetiva desde luego, que hago desde mis
propias percepciones durante mi participación. Lo cierto es que ya
en la Mesilla Redonda, organizada por la Universidad de Chicago,
el Instituto Nacional Indigenista y la enah en San Cristóbal de las
Casas, en 1958, Calixta presentó una síntesis sobre la visión del mundo
con sus datos de Chenalhó, lo que volvió a hacer en 1959, en la VIII
Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, realizada
en la misma ciudad. En 1961 apareció, en inglés, su trabajo clásico
Perils of the Soul.
Sin embargo, la influencia de Cali Guiteras sería más evidente
en la segunda etapa del proyecto Man-in-Nature, pues en la primera
predominó el planteamiento teórico funcionalista, en la versión de
Eric Wolf, que propuso Manning Nash, director de los trabajos de an-
tropología social de los estudiantes graduados en las comunidades del
área restringida que abarcaba la primera etapa del proyecto. June y
Manning Nash realizaron sus investigaciones en Amatenango del Valle,
una comunidad tzeltal situada al sur de San Cristóbal de las Casas, en
el valle de Teopisca. Esta comunidad está estrechamente relacionada
con otras dos, relativamente cercanas, Aguacatenango y Pinola, todas
ellas con un asentamiento nucleado, y las tres hablantes de variantes
dia­lec­ta­les muy cercanas del tzeltal. En Aguacatenango trabajaron
Barbara y Duane Metzger, con la colaboración de Eva Verbitsky. De
todas estas investigaciones, solamente June Nash y Eva Verbitsky

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

publicaron sus resultados. Eva hizo un resumen de las investigacio-


nes etnográficas para la VIII Mesa Redonda (Verbitsky, 1961), y June
Nash publicó una elaborada monografía sobre Amatenango, Bajo la
mirada de los antepasados (1975). La tesis de maestría de Eva Verbitsky,
presentada en el informe de la primera etapa del proyecto (McQuown,
1959), hizo un novedoso planteamiento sobre las pautas de residencia
apoyándose en una propuesta de Meyer Fortes, uno de los más im-
portantes funcionalistas británicos. Aunque no se publicó, ésta tuvo
una considerable influencia en mi propia investigación, realizada en
Tenejapa (Medina, 1991). June Nash tendría una notable presencia
en la antropología de Estados Unidos, y uno de sus textos, elaborado
con sus datos de Amatenango, sobre homicidio por brujería (J. Nash,
1967), se convirtió en un clásico que es reproducido en diversas an-
tologías, como la de T. Weaver (1973).
Durante la segunda etapa del proyecto hubo mayores contribucio-
nes a la antropología mesoamericanista, es decir que incidieron en las
discusiones y en el desarrollo teórico que se realizaron posteriormente
en México. En este campo se sitúan las contribuciones de Esther Her-
mitte y Marcelo Díaz de Salas, a las que nos referiremos en seguida,
pero antes es necesario aludir, así sea en términos muy generales, a la
situación que guardaba la discusión teórica en México. Mientras que en
la tradición funcionalista el tema de la “brujería” se sitúa en el campo
teórico del control social, en una línea fundada por Radcliffe-Brown, y
en esa dirección están enfocados los ensayos de Manning Nash (1960)
y June Nash (1967) ya aludidos antes, en México la discusión teórica
remite al tema general del nahualismo, para abordar después el más
general campo de la cosmovisión.
El punto de partida ha sido el ensayo de George M. Foster (1944),
donde estableció una distinción entre nahualismo y tonalismo, misma
que, como lo indicamos antes, es asumida por Aguirre Beltrán (1963)
y convertida en la posición dominante. Sin embargo, Alfonso Villa
Rojas (1947) había comenzado a abrir otra línea de reflexión con sus
datos de Oxchuc, si bien lo hacía desde una perspectiva funcionalis-
ta, apuntaba ya al campo de lo simbólico, a partir de lo que Aguirre
Beltrán denominaría el “gobierno de principales”, que tiene como su
mecanismo principal al nahualismo, una condición que ex­presa la

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capacidad política de los dirigentes de la comunidad (Aguirre Beltrán,


1953). En esta misma línea de reflexión se sitúan las contribuciones
de Calixta Guiteras, pues en sus datos aparece una distinción funda-
mental, la que separa analíticamente una entidad anímica inmortal,
el ch’ulel, el cual reside en el cuerpo humano, y otra mortal, ubicada
en el cerro principal de la comunidad, el wayjel (Guiteras, 1961). Por
los mismos años en que se desarrollaba la segunda etapa del proyecto
Man-in-Nature, un estudiante de la Universidad de Arizona, William
Holland, encontraba entre los tzotziles de San Andrés Larrainzar
concepciones semejantes, con los mismos términos que refiere Cali
Guiteras (Holland, 1963:100). En la comunidad tzotzil de Zinacan-
tán, por otro lado, Evon Z. Vogt, de la Universidad de Harvard, que
también hacía trabajo de campo por ese tiempo, reconoce una situa-
ción semejante, lo que llama un alma personal, ch’ulel, y un espíritu
animal, chanul (Vogt, 1966). El avance hacia las concepciones más
generales relacionadas con la cosmovisión, y desde una perspectiva
histórica, es planteado por Villa Rojas al referirse a las concepciones
espacio-temporales de los mayas (Villa Rojas, 1968). Desde luego lo
hace apoyado en los planteamientos que hace Cali Guiteras basada en
sus datos de San Pedro Chenalhó en su libro clásico (Guiteras, 1965).
Este es el escenario donde hace sus contribuciones Esther Hermitte.
Una primera contribución a la compleja discusión sobre el llamado
nahualismo es su propuesta sobre el carácter coesencial del vínculo
entre el individuo, sus nahuales y su ch’ulel. Este vínculo existencial
entre tales componentes le permite entonces reconocer la teoría de
la enfermedad entre los pinoltecos. Sin embargo, la propuesta más
importante en este tema es el reconocimiento de las especificidades
que distinguen a las dos entidades anímicas, nahual y ch’ulel: por una
parte: “el ch’ulel parece ser el centro del lenguaje, de la inteligencia
y de la voluntad. Queda expresado con sus propias palabras muy cla-
ramente: ‘Lo miró en su espíritu y entonces su nahual atacó’ ”; por la
otra, apunta: “Los datos que reuní en Pinola muestran definitivamente
que el ataque se hace al ch’ulel más bien que al nahual. Es uno de los
contextos en el que podemos deslindar esferas distintas de acción para
el ch’ulel y el nahual. El primero es, en este caso, la víctima pasiva de

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

la brujería, mientras que el segundo es el agente activo sobrenatural”


(Hermitte, 1970b: 100).
Otra aportación se refiere a la distinción fundamental entre los
ancianos guardianes, llamados me’iltatil, y el resto de los pinoltecos a
partir de la posesión de un mayor número de nahuales –el máximo son
trece– de diferente tipo. Los primeros son fenómenos meteorológicos
(rayo, centella y torbellino), en tanto que el resto son diversas clases
de animales; pero lo que resulta novedoso es el reconocimiento de
una jerarquía cromática y de altura: entre más alto se sitúe el fenó-
meno mayor fuerza posee. El rayo es el nahual de mayor importancia,
siguiéndoles la centella (paslam) y el torbellino; cada uno de ellos,
a su vez, tiene una jerarquía establecida por los colores que poseen.
Los nahuales pueden ser, en orden de importancia, negros, rojos o
blancos; la centella, o meteoro, es verde, roja o blanca. El torbellino,
por su parte, es “el nahual que camina con los pies en alto y la cabeza
abajo, cerca del fuego. Por eso los hombres que son Torbellino tienen
calva” (Hermitte, 1970b: 48). Aquí, sin duda, hay una referencia a las
concepciones espaciales en la cosmovisión mesoamericana, tanto por
lo que se refiere a los niveles del cielo como a los colores, que iden-
tifican los rumbos del mundo. Esta misma relación vuelve a aparecer
en la organización del espacio simbólico en Pinola: en secciones y
subsecciones, aludiendo al quincunce (que sintetiza las concepciones
espacio-temporales del pensamiento mesoamericano).
La descripción del papel central que tienen las experiencias oníricas
es otra contribución, no tanto por la presencia misma del fenómeno,
ya apuntada por otros autores anteriores, sino por la incorporación del
rico material reunido en su investigación, que remite a casos específicos.
Este es el camino real para ingresar al campo de las enfermedades, de las
relaciones de poder y, por lo tanto, a lo que es su mayor contribución:
al gobierno sobrenatural, al que caracteriza de la siguiente manera:

Las autoridades formales de los indios cuya responsabilidad pudo ser la apli-
cación de sanciones, han desaparecido (por ejemplo, la jerarquía religiosa) o
bien están totalmente subordinadas a los funcionarios municipales ladinos,
como la jerarquía civil. A los indios no se les concede el derecho de gobernarse
a sí mismos, ni forman una comunidad moral con los ladinos. Estos factores

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han producido un fenómeno interesante: “mover hacia arriba”, a un nivel


metafísico, al consejo de ancianos, pero conservando la estructura y funcio-
nes de los organismos tradicionales de funcionarios indios. Este gobierno
sobrenatural –que no tiene correspondencia con ningún grupo indio a nivel
terrenal– consta de un presidente, un secretario, un juez y varios policías.
Pero nadie sabe quiénes son (Hermitte, 1970b: 142).

Sin duda, Esther Hermitte sabía la importancia de sus contribucio-


nes, tal como lo demuestra la forma en que resumió los temas centrales
de su análisis: los conceptos ontológicos, la etiología de las enferme-
dades, la teoría de los sueños y el gobierno sobrenatural (Hermitte,
1970: 164); tales son precisamente algunos de los grandes temas que
serán parte de la rica discusión teórica en torno a la cosmovisión me-
soamericana, que se suscita en la comunidad antropológica mexicana,
a partir de los libros Cuerpo humano e ideología y Los mitos del tlacuache
(López Austin, 1980 y 1990). El primer paso hacia el estudio del cam-
po simbólico de las comunidades tzeltales y tzotziles de los Altos de
Chiapas lo expresó Evon Z. Vogt al incorporar en sus planteamientos
las propuestas teóricas de Edmund Leach, Victor Turner y Clifford
Geertz, pero sobre todo de quien funda la perspectiva estructuralista
en la antropología, Claude Lévi-Strauss.
Así, el trabajo de Esther Hermitte, al apoyarse en las originales con-
tribuciones de Alfonso Villa Rojas y de Calixta Guiteras, a quienes no
solamente leyó, sino también con quienes entabló largas conversaciones
y consultas durante su estadía en Chiapas, sitúa sus contribuciones en
una línea de pensamiento que condujo a las grandes discusiones so-
bre la cosmovisión, y al mismo tiempo la instala en el ámbito de los
estudios mesoamericanos. Por su parte, Marcelo Díaz de Salas realizó
un espléndido bosquejo de la cosmovisión de la comunidad tzotzil de
Venustiano Carranza, pequeño centro urbano que era mejor conocido
como San Bartolomé de los Llanos. Marcelo hizo una descripción de
las creencias relacionadas con la matriz espacio-temporal, así como
de las dos entidades anímicas reconocidas en otras comunidades de la
región (Díaz de Salas, 1963). Sin embargo, la mayor aportación de
Marcelo fue la publicación, póstuma, de su diario de campo (1995).
Durante su estancia en San Bartolomé, Marcelo enfermó de brucelosis,

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Esther Hermitte, Roberta Montagu y Lilo Stern durante una sesión de trabajo en Na Bolom, San
Cristobal de las Casas. Archivo fotográfico Andrés Medina.

llamada también fiebre de Malta, adquirida por la ingestión de queso de


cabra sin pasteurizar. A partir de entonces comenzó una larga cadena
de padecimientos que finalmente le produjeron la muerte, diez años
después, en 1971. Yo recibí el diario de campo y lo entregué para que
fuera publicado por la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas,
con una breve presentación donde doy cuenta de la importancia del
diario y de las condiciones de su producción (Díaz de Salas, 1995).
Es el primer diario de campo que se publica tal como fue escrito; esta
aclaración es necesaria porque un poco antes Villa Rojas había publi-

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cado las notas de campo que hizo en Oxchuc en los años cuarenta; sin
embargo no están en orden cronológico, sino que están arregladas por
temas, lo que facilita su consulta pero no permite reconstruir el proceso
de construcción de sus datos y planteamientos (Villa Rojas, 1990).
Eva Verbitsky hizo su más importante contribución con la ponencia
que preparó para la VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de
Antropología, realizada en 1959 en San Cristóbal de las Casas; en ella
sintetizó los planteamientos teóricos y los resultados de las investiga-
ciones en cinco comunidades del área bajo estudio (Verbitsky, 1961).
Posteriormente, y ya con su nombre de casada, Eva publicó un muy
buen ensayo, en colaboración con June Nash, sobre las unidades terri-
toriales y sociales de las comunidades mesoamericanas, con un fuerte
apoyo en los materiales del proyecto Man-in-Nature; sin embargo, este
trabajo no tiene mayor relevancia en las discusiones nacionales (Hunt
y J. Nash, 1967).
Finalmente, la investigación que yo realicé en Tenejapa, una co-
munidad tzeltal, sobre la relación entre las unidades territoriales y las
unidades de parentesco, no tuvo mayor trascendencia por su tardía
publicación, y en buena medida por la pérdida de importancia del
estudio de las relaciones de parentesco en las investigaciones etno-
gráficas del tiempo en que apareció. A diferencia de los trabajos de
Cali Guiteras, y de otros autores sobre el tema, la propuesta que de­
sarrollé es resultado de una larga estancia en la comunidad, y se sitúa
en la línea de los trabajos de Villa Rojas y la propia Guiteras sobre
las relaciones de parentesco y las unidades reportadas como calpules,
con materiales sobre Cancuc, Oxchuc, Chalchihuitán y Chenalhó.
Por mi parte realicé un cuidadoso registro censal de las familias que
vivían en uno de los parajes de Tenajapa, Kul’ak’tik. El resultado fue
el reconocimiento de la ausencia de unidades territoriales definidas, el
espa­cio que constituía al paraje fue establecido a partir del grupo de
familias que reconocían a un mismo funcionario que los representaba
ante el Ayuntamiento, el llamado “fiador”; el aporte se sitúa entonces
en el análisis de las variaciones en la composición de las familias a partir
del planteamiento de M. Fortes, que retomé del trabajo de E.Verbitsky
en Aguacatenango (Medina, 1991).

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El otro campo en el que se realizaron notables contribuciones fue


el de la lingüística, en buena parte por el interés que tuvo el director
del proyecto, Norman A. McQuown, un reconocido especialista en
el estudio de las lenguas mayenses. El abundante material recogido a
lo largo de los seis años que duró el proyecto ofrece un rico y detalla-
do panorama de la variabilidad dialectal del tzeltal y el tzotzil de las
Tierras Altas, y esto se aprecia bien en el informe presentado en 1959
(McQuown, 1959). Las dos ponencias que presentó en la VIII Mesa
Redonda dan cuenta de los resultados en el campo de la lingüística y del
proyecto Man-in-Nature en general, en su primera etapa (McQuown,
1961a y 1961b). Posteriormente hizo una contribución semejante
en el volumen que publicó el Instituto Nacional Indigenista, donde
dio cuenta de los resultados generales del proyecto, junto con Julian
Pitt-Rivers (McQuown y Pitt-Rivers, 1970), y además contribuyó con
un ensayo sobre el bilingüismo en los Altos de Chiapas (McQuown,
1970). En cuanto a la lingüística histórica, McQuown presentó una
muy sugerente ponencia sobre las lenguas mayas –en el simposio or-
ganizado por la Fundación Wenner-Gren en Austria, en 1962– en la
que reconstruyó el proceso de su separación, en términos espaciales
y temporales (McQuown, 1964); otro investigador del proyecto, y
discípulo de McQuown, publicó en el mismo volumen un ensayo en
el mismo campo, sobre las relaciones internas y externas de la familia
mayense (Kaufman, 1964). Este mismo investigador ha continuado
esa línea de reflexión y ha hecho contribuciones significativas, como
la que publica en el volumen del ini, y otros trabajos que ha dado a la
imprenta de la unam (Kaufman, 1970, 1972).
Por supuesto que hay más contribuciones del proyecto Man-in-Nature
a los estudios antropológicos; sin embargo, aquí sólo doy cuenta de
aquellas que a mi parecer incidieron en la antropología mexicana.

Conclusiones

Las relaciones entre las comunidades científicas de Estados Unidos y


de México son algo más que intercambios de buena voluntad estable-
cidos por “intermediarios intelectuales” (Peña, 1996); las influencias

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de un centro hegemónico que exporta teorías a los países periféricos del


Sur, como apuntaría Esteban Krotz (1997), adquieren una enorme
complejidad cuando nos acercamos y observamos con mayor detalle,
en situaciones específicas, como las que aquí hemos descrito a partir
de un proyecto de investigación en que participaron colaboradores de
diferente nacionalidad, a través de instituciones de los dos países im-
plicados. No se trata simplemente de intercambios entre científicos,
pues la comunidad de cada país se inserta en una trama de poder que
facilita el acceso, o bien lo niega, a los recursos necesarios para su ac-
tividad científica. A su vez, esa trama se sitúa en estrategias políticas
que, como en el caso de Estados Unidos, corresponden a la geopolítica
del conocimiento, como le ha llamado David Nugent (2008). Sin
embargo, el que los investigadores extranjeros definan su trabajo “en
términos puramente académicos” (Peña, 1996: 43) no garantiza que sus
acciones no se articulen a una estrategia hegemónica, incluso estric-
tamente militar, como el referido caso de Sylvanus Morley en el área
maya, cuyo proyecto sirvió de cobertura para una acción conjunta de
espionaje en la que participaron varios científicos. Así, la experiencia
mexicana con Estados Unidos ofrece numerosas situaciones en que se
conjugan muy diversos factores, y se llega a variados resultados.
Sin duda las relaciones entre las comunidades antropológicas de los
dos países muestran una clara influencia de las concepciones teóricas y
metodológicas desarrolladas en Estados Unidos sobre el quehacer de los
antropólogos mexicanos; es decir, el modelo centro-periferia nos ofrece
un buen referente general de entrada para analizar las relaciones de
intercambio. Sin embargo, la trama del poder atraviesa de muchas
maneras el accionar de los programas de investigación.
En la experiencia de Franz Boas en México se cruzan varias tensio-
nes; por una parte la que se generó con el grupo de investigadores del
Museo Nacional, por la otra, la que mantuvo con el eje Washington-
Massachusetts en Estados Unidos, que tuvo un episodio sintomático en
la denuncia del espionaje y la respuesta condenatoria de los miembros
de la American Anthropological Association. Por otro lado, en los años
treinta, la situación estuvo entramada con diversos vínculos que desa-
rrollaron tensiones en varias direcciones. Así, la emergencia y despliegue
del ilv en el área de los programas de educación indígena neutralizó

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

otras opciones, como sucedió con el Proyecto Tarasco, promovido por


el Consejo de Lenguas Indígenas y dirigido por Mauricio Swadesh. La
presencia creciente de la Unión Panamericana, en conjunción con
la Carnegie Institution, se articuló a varias instituciones a través del
Instituto Panamericano de Geografía e Historia y las revistas Boletín
Bibliográfico de Antropología Americana y Revista de Historia de América.
La reorganización de la estructura institucional de la ciencia en
Estados Unidos afectó sus relaciones con México; por una parte creció
la presencia de toda esa estructura, sólidamente articulada para fines
militares, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, así como
para respaldar el proceso de expansión de su hegemonía en México y
América Latina. Un aspecto de este movimiento es la rápida expansión
del ilv –vinculado profundamente con el fundamentalismo protestan-
te que subyace al proyecto imperial– cuya acción proselitista afectó
principalmente a las comunidades indígenas, además su incidencia en
la política del lenguaje generó un impacto profundo en el proceso de
castellanización. Uno de los resultados de sus actividades en el campo
de la lingüística fue la consolidación de la corriente teórica estructural,
que tuvo a uno de sus más importantes autores en Kenneth Pike.
Los efectos de la presencia de antropólogos financiados por las fun-
daciones y adscritos a universidades en la docencia y la investigación
en México, en el periodo 1940-1970, dentro del que se desarrolló el
proyecto Man-in-Nature, son muy diversos; ciertamente actualizó las
concepciones teóricas de la comunidad antropológica mexicana, pues
introdujo el funcionalismo británico y el culturalismo boasiano. Este
último manifestado en el plan de estudios adoptado por la enah desde
1942 y en la presencia de profesores investigadores con esa filiación
teórica, tales como Ralph Beals y George M. Foster, de la Universi-
dad de California. El funcionalismo llegó con los investigadores de la
Universidad de Chicago, financiadas por las fundaciones Carnegie y
Rockefeller. Lo cierto es que a través de los cursos impartidos y de las
investigaciones desplegadas a través de equipos de trabajo, se implantó
una rigurosa metodología de trabajo de campo y una amplia gama de
recursos técnicos.
Sin duda esta presencia de investigadores y de instituciones es­
tadunidenses nutrió de muchas maneras la configuración y el desarrollo

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de la antropología mexicana. Por una parte introdujo teorías y métodos,


por la otra estableció diversos diálogos entre ambas comunidades cien-
tíficas, hecho expresado en las diversas reuniones científicas, realizadas
tanto en México –como las Mesas Redondas de la Sociedad Mexicana
de Antropología– como en Estados Unidos, según consta en el Semi-
nario de la Viking que organizó Sol Tax, así como en la participación
conjunta en el Handbook of Middle American Indians. Pese a ello, no
puede decirse que la antropología mexicana sea una escuela plegada a
las propuestas teóricas y metodológicas procedentes de Estados Unidos,
ya que por un lado desarrolló sus propias tendencias, que tienen en el
concepto de Mesoamérica un paradigma que impulsó muy activamente
las investigaciones; por el otro, este paradigma se articuló de diversas
formas al nacionalismo mexicano configurado en el periodo 1940-1970.
Dicha articulación provocó una profunda distorsión en el quehacer de
los antropólogos, pues la política nacionalista privilegió el desarrollo
de una arqueología monumentalista, la cual requirió de ele­vados presu-
puestos para llevar a cabo sus objetivos de investigación y restauración.
Esta orientación subordinó el desarrollo de la antropología física a las
necesidades de los grandes proyectos arqueológicos.
Por otro lado, los recursos destinados a las investigaciones en los
campos de la etnografía y de la lingüística fueron muy limitados. Una
opción novedosa la ofreció la política indigenista, que propició el
desarrollo del campo de la antropología social, pero con un efecto
distorsionante por los requerimientos y las presiones de la burocracia,
sobre todo por abrir el espacio a intereses del aparato de Estado. Esta
limitación en la disponibilidad de recursos afectó necesariamente a las
investigaciones etnográficas; aunque ciertamente las acotó, finalmente
estableció las condiciones efectivas para la generación de conoci-
miento. En el periodo al que nos referimos aquí, las investigaciones
etnográficas se realizaron principalmente en el inah, y en menor me-
dida en la enah, donde prácticamente no había recursos. Igualmente
un grupo pequeño, todavía incipiente, trabajó en la unam, con muy
escasos recursos. Sin embargo, todo esto no impidió que se realizaran
investigaciones etnográficas y que se perfilara un estilo propio de ge-
nerar conocimiento. De hecho bien podemos afirmar que en los años
cuarenta se configuró el núcleo original de una tradición académica

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La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

mesoamericanista que subsiste hasta nuestros días. Ciertamente, no


es ya la única, pues ha habido un largo proceso de diversificación,
precisamente después de 1970, cuando se fundaron otras escuelas de
antropología y otros centros de investigación en todo el país.
Finalmente, la intención principal que motivó la presentación de
este ensayo ha sido abrir a la reflexión el desarrollo de la antropología
mexicana como una experiencia en la que participaron instituciones de
México y de Estados Unidos, pero particularmente en la que encontra-
mos estudiantes y profesores de diferentes nacionalidades. Esta es, me
parece, la mejor manera de romper los estereotipos que han dominado
por mucho tiempo este tópico, el de la presencia e influencia de las
investigaciones de Estados Unidos. Ciertamente, es una presentación
que tiene una dosis considerable de subjetividad, por el hecho de que
quien escribe y reflexiona sobre ello ha sido también actor, si bien
menor, en uno de estos proyectos de investigación, el Man-in-Nature
del Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago.

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La práctica de la arqueología
durante el porfiriato
El caso de Leopoldo Batres

Rosa Brambila Paz*
Rebeca de Gortari**

En las historias de la arqueología mexicana poco se habla de Leopoldo


Batres. Las escasas referencias no son halagüeñas. Ignacio Bernal, en su
Historia de la arqueología en México, afirmó que Batres era un individuo
impreparado, que su técnica de excavación era cruda, y consideró su
reconstrucción de la pirámide del Sol como un ejemplo del daño que
un autodidacta produce cuando actúa por encima de sus posibilidades
científicas (Bernal, 1952: 125-126; Bernal 1980: 149 y ss.). Bernal plas-
mó las opiniones asentadas, de manera contundente, desde 1922. Junto
con Marquina (Marquina, 1922: 106-110), Manuel Gamio califica las
descripciones de Batres sobre el sistema constructivo de Teotihuacan
como erróneas, y a sus observaciones las adjetiva como “completamente
imaginarias”. Ideas apoyadas por los estudios de Rémy Bastian de 1947,
quien concluyó que el cuarto cuerpo del edificio fue intencionalmente
falseado. Tompkins, en su particular recuento, va más lejos al juzgar a
Batres. Considera que su ocupación como arqueólogo era “un pasatiempo
tan fuera de lo común y costoso”. La pudo desempeñar
…sólo por la influencia particular que ejercía con el dictador, con quien lo unía
un parentesco ilegítimo. El padre natural de Batres era Manuel Romero Rubio
[…]. Como hijo bastardo del jefe de los todopoderosos científicos, [combinó]
su interés en los tesoros escondidos en el subsuelo de México con el negocio
de venta al mayoreo y menudeo de las antigüedades (Tompkins, 1981: 185).

* Dirección de Etnohistoria, inah.


** Instituto de Investigaciones Sociales, unam.

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

A pesar de estas descalificaciones, Bernal, Díaz y de Ovando, Ma-


tos y Hernández Sánchez le reconocen como mérito el haber logrado
que el Estado aportara fondos para la excavación de los monumentos
antiguos, alejándolos de mecenazgos dudosos y fortunas particulares.
Sonia Lombardo es más puntual al señalar que tres fueron los grandes
actos que contribuyeron al conocimiento y la conservación del pasado
prehispánico de México durante el gobierno de Díaz. El primero fue
la creación, en 1885, de la plaza de inspector y conservador de monu-
mentos arqueológicos de la República; el segundo, la aprobación de
la Ley sobre Monumentos Arqueológicos en 1887; y el tercero fue el
acuerdo de expropiación de los terrenos de Teotihuacan con el fin de
garantizar su total protección, el 24 de junio de 1907. En todos ellos
Leopoldo Batres fue el actor principal.1
Las controversias en torno a este personaje recuerdan la distinción
actual que hacen algunos historiadores de la disciplina. Algunos es-
tudiosos distinguen la arqueología academicista de la patrimonialista;
ubican a Batres en la génesis de la segunda al tiempo que lo apartan de
la primera (Vázquez, 1995; Rodríguez, 1996; López Aguilar, 2001). A
continuación nos concentramos en el trabajo de Batres para conocer
su papel en la transformación de los objetos arqueológicos de “antigüe­
dades” a “patrimonio nacional”.

Leopoldo Batres

Los biógrafos de Batres se apoyan en un borrador autobiográfico conser-


vado por sus descendientes y en los papeles de la familia Pruneda-Batres
resguardados en la Biblioteca Nacional de Antropología.2 A manera
de extracto, se puede decir que nació en la ciudad de México el 30 de
diciembre de 1852; sus padres, Salvador Batres y Francisca Huerta,
como muchas familias de la época, participaban de los conflictos entre
liberales y conservadores. La casa de doña Francisca era frecuentada por

1
Bernal, 1952: 126; Matos, 1997: 47; Díaz y de Ovando, 1990; Hernández Sánchez, 2004;
Lombardo, 1994, vol. 1, pp. 36-37.
2
En especial están los trabajos de Leonardo Manrique, 1988, y Eduardo Matos, 1994.

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

personalidades como Lucas Alamán, Miguel Lerdo de Tejada, Melchor


Ocampo y Antonio López de Santa Anna. También cultivaban las artes
y las ciencias; así, en la casa del abuelo paterno había una biblioteca y
un verdadero museo con colecciones de minerales, aves, pintura, ce-
rámica, escultura y numismática.3
Dados los conflictos políticos y militares del país, el joven Leopoldo
ingresó como lancero en los ejércitos de Juárez. Más tarde trabajó en la
aduana de Tecomapan, Veracruz. En 1873 fue escribiente de la aduana
marítima de Manzanillo, y tres años después obtuvo el nombramiento
de capitán de puerto en la Bahía de la Magdalena. En 1877 se le otorgó
licencia como capitán de caballería y fue dado de alta en 1881. De esos
años sólo se tienen noticias de que cursó la Academia de Telegrafía en
1879 y de que impartió una clase de geografía, en 1882, en la Escuela
Teórica Práctica Militar.
No conocemos, a ciencia cierta, cómo surgió su interés por la antro­
pología en general, ni por la arqueología en particular. Desde que ingresó
a la vida civil, en 1881, está registrado que vendía objetos a museos,
actividad que continuó en 1882 y que se volvió más frecuente al año
siguiente. No sólo vendía piezas arqueológicas, pues en una ocasión
entregó, por la cantidad de noventa y dos pesos, “… tres mapas mexi-
canos copias de antiguos con caracteres, un vaso de barro decorado
mexicano antiguo; dos cruces de oro esmaltadas de la independencia
y dos medallas de plata”, con visto bueno del director del Museo Jesús
Sánchez (ahmna, vol. 6, f. 72). En junio de 1885 es nombrado colector
y ayudante interino de la Sección de Arqueología del Museo Nacional y,
en octubre, designado inspector de los Monumentos Arqueológicos
de la República, dependiendo del Ministerio de Justicia e Instrucción
Pública, cargo en el que permaneció hasta 1911 (ahmna, vol. 7, ff.
206-217). En 1888 fue comisionado por el gobierno de Díaz para visitar
los principales museos europeos y conocer su organización, métodos
de clasificación y el conjunto de sus características que pudieran ser
útiles para el Museo Nacional (ahmna, vol. 6, f. 83).

3
Los datos biográficos resumidos fueron tomados del Archivo Leopoldo Batres, rollo 1
y Antología Leopoldo Batres, rollo 1. Los datos de su trayectoria como antropólogo se
tomaron del Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología (ahmna).

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

Una vez establecida su relación con la antropología comenzó a escri-


bir sobre diversos aspectos. Su obra impresa abarca poco más de medio
centenar de títulos.4 Sus primeros trabajos aparecen en publicaciones
periódicas, tanto nacionales como extranjeras. En revistas francesas
especializadas, ya consagradas en el campo de la antropología, pronto
se da noticia de sus estudios. Nos referimos, sobre todo, a la Revue
d’Ethnographie, editada por Ernest Leroux y dirigida en el momento de
la publicación por T. Hamy, quien da a conocer las investigaciones
de Batres en Teotihuacan, mismas que ya habían sido reseñadas en el
Diario del Hogar, periódico de la ciudad de México. La otra revista gala
en donde participa es La Nature, revista de ciencia y sus aplicaciones a
las artes y a la industria, cuyo editor era, en ese entonces, G. Masson.
Otra revista en la que participó fue La Ilustración Artística, con pie
editorial en Barcelona, donde publicó un artículo. Respecto a las pu-
blicaciones periódicas mexicanas especializadas en las que colaboró,
pueden mencionarse la Revista Nacional de Letras y Ciencias y el Boletín
de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República Mexicana. Asi-
mismo, dio a conocer sus trabajos en las Actas de los Congresos de
Americanistas. Es de notar, sin embargo, la ausencia de colaboraciones
suyas en los Anales del Museo Nacional, aunque su trabajo The Pyramids
of San Juan Teotihuacan, de 1906, tiene como pie editorial el National
Museum Printing Press; no hay que olvidar que en esa época el Museo
contaba con su propia imprenta. Usualmente escribió en es­pañol, aun-
que varios de sus trabajos están en francés y otros son editados, a dos
columnas, en inglés y en español, como Teotihuacan o la ciudad sagrada
de los toltecas, de 1889, o bien publicadas las dos versiones, como sus
trabajos de las Escalerillas, dados a la prensa en 1902.
Buena parte de su producción escrita se encuentra en folletos de
diversas imprentas: la Agencia Tipográfica de F. Díaz de León y su su-
cursal; la Tipografía de J. I. Guerrero y León; la Tipografía y Litografía
La Europea, de J. Aguilar Vera y Compañía; la de Fidencio Soria; la
Imprenta de Hull; la Buznego y León; por supuesto aparecen como sus
editores agencias gubernamentales como la Tipografía o los Talleres de
la Escuela Nacional de Artes y Oficios (1889) y la Secretaría de Justicia

4
Las referencias bibliográficas de las obras de Batres se encuentran en el anexo.

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

Leopoldo Batres fue uno de los actores principales en la vida cultural y


social de México en la época porfiriana. Marius de Zayas en su Caricatura
del Viernes en El Diario, vol. II, núm.140, del 1 de marzo de 1907, publicó
un dibujo con el título “Nuestros Arqueólogos: Don Leopoldo Batres”.

e Instrucción Pública. Sus escritos laudatorios al general Díaz, entre


1917 y 1920, aparecen sin editor. En 1935 se publicó una versión en
inglés de su guía histórica de la ciudad de México, con los derechos
de autor para Dolores Batres de Pruneda.
La bibliografía de Leopoldo Batres recopilada hasta ahora abarca
de 1885 a 1923. Los temas son de diferente índole, aunque indiscuti-
blemente predomina su descripción de los vestigios arqueológicos que
visitaba como correspondía a su cargo de inspector y conservador de
los monumentos arqueológicos de México: Teotihuacan, en primerí-
simo lugar. También publicó sus reflexiones sobre Tula, Xochicalco, la
región de Texcoco, La Quemada, Casas Grandes y de varias regiones de
Veracruz, Oaxaca, Yucatán, Chiapas y Tabasco, así como de la ciudad
de México. Según su propia versión participó en investigaciones de
campo en importantes zonas de Colorado y Nuevo México. Durante

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

sus recorridos por la República, también observó los rasgos físicos de


distintos grupos étnicos y estableció las diferencias entre mayas, za-
potecas, mixtecas de Oaxaca, aztecas y otros grupos. Además, estudió
los cráneos del Hospital San Andrés, del Distrito Federal, y otros dos
mil más en los osarios de los pueblos indígenas en las cercanías de la
capital; también midió algunos miles de soldados de tres batallones de
infantería. Las mediciones las hizo siguiendo el método de Broca para
obtener el índice de la cabeza de los indios de raza pura y así caracterizar
a los grupos indígenas. Participó también como perito en antropología
en un caso de asesinato y en el estudio de los restos de los héroes de
la nación en construcción.
Perteneció a diferentes instituciones académicas: miembro de nú-
mero de la Sociedad de Geografía y Estadística, de las sociedades de
An­tro­po­lo­gía y Geografía de París, así como de la Missouri Historical
Society. Recibió la medalla de oro de la Sociedad Mexicana de Geo-
grafía y Estadística por su trabajo Civilización de algunas de las diferentes
tribus que habitaron el territorio hoy mexicano en la antigüedad; fue galar-
donado con las Palmas Académicas de Francia y la condecoración de
comendador de la Orden Imperial del Águila Real de Prusia. Asistió a
los Congresos de Americanistas de Nueva York, Quebec y Viena y fue
vocal del celebrado en México, entre el 8 y el 14 de septiembre de 1910.
Con este historial dentro de la profesión, veamos un poco de cerca el
contexto que lo determinó y que al mismo tiempo ayudó a construir.

Leopoldo Batres y la conservación del patrimonio


como un bien público

En el siglo xix no existía la profesión de arqueólogo. Dentro de la vi-


sión ilustrada, imbuida por el pensamiento liberal, los objetos antiguos
eran afirmados en su condición de artísticos y separados de su contexto
histórico cultural. Frente a la posición “estetizante” del pasado, la im-
plantación del positivismo influyó para que el estudio del periodo pre-
hispánico pasara al ámbito de la razón, lo que requería transformar las
curiosidades acumuladas en los gabinetes de coleccionistas en objeto de
estudio. En este proceso de construcción de un conocimiento científico

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

sobre los pueblos antiguos, era necesario que los restos arqueológicos
salieran del ámbito de lo particular para ingresar al social, mediado
por el nacional. La dinámica de mutar los objetos arqueológicos de
un uso privado a uno social tomó forma en la legislación porfiriana.
En 1862, desde la Sociedad de Geografía y Estadística se propuso una
legislación, si bien no fue sino hasta el nombramiento de inspector y
conservador de los monumentos arqueológicos que se fincó un intento
por controlar el saqueo y la destrucción, costumbre establecida por el
quinto real de la Corona española. Esta reglamentación se transformó
en la medida en que se fue identificando y consolidando la idea de que
los vestigios arqueológicos pertenecían a la nación. Conjuntamente,
se empezaron a impartir cursos en el Museo Nacional dirigidos a crear
una nueva profesión.
Con la creación de un órgano ejecutivo se fijaron algunas de las atri­
bu­cio­nes del cargo. Desde que tomó ese puesto, Leopoldo Batres asu­mió
como una de sus responsabilidades la elaboración de un atlas ar­queo­ló­gi­
co, con el objetivo principal de ubicar tanto los lugares en los que había
mayor concentración de edificios, como aquellos donde abundaban
objetos codiciados por coleccionistas. Asimismo, la administración
nombraba a los vigilantes o conserjes “que en cada departamento
fueren necesarios para que lo secunden en esa comisión, pero bajo el
concepto de que esos vigilantes no gozan de sueldo alguno; pues su
cargo será puramente honorífico”(ahmna, vol. 7). Batres estableció,
además, que para hacer cualquier excavación o traslación de objetos
arqueológicos era necesaria la autorización de la Secretaría de Justicia.
También que el inspector tendría el control de los movimientos de todas
las piezas del Museo a través de compra o donación de los estados, del
extranjero o de particulares, al igual que de los objetos decomisados en
las aduanas (ahmna vol. 7, f. 206-217). Al ser Leopoldo Batres artífice y
ejecutor de estos mandamientos, afectó los intereses de quienes extraían
objetos arqueológicos, históricos y artísticos, protegidos por autoridades
gubernamentales nacionales y aun extranjeras.
Tras diez años de experiencia en los trabajos de la Inspección, se
pun­tua­li­za­ron sus actividades en 1908, ya con la autorización de Justo
Sierra (ahmna, vol. 13, exp. 2, ff. 2-4). En este nuevo reglamento se
limitó aún más la participación de privados, y se aumentaron las

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

obligaciones y derechos del Estado. Se definió que, además de ser


indispensable para la realización de excavaciones y traslaciones de mo-
numentos, la autorización expresa también era necesaria para reparar
vestigios arqueológicos. Se explicitó que de todos los reconocimientos
y exploraciones en las zonas arqueológicas se tendría que entregar un
informe por escrito, además del anual correspondiente. Un factor a
resaltar es que al inspector se le confirió autoridad para tratar directa-
mente con las autoridades políticas de las localidades.
Esta normatividad impulsó la idea de que estos objetos formaban
parte de la historia nacional y, por tanto, eran bienes colectivos y pú-
blicos, además de objetos de estudio científico. La restauración de los
mo­nu­men­tos fue otro mecanismo para hacer de uso social los vestigios
ar­queo­ló­gi­cos. Su difusión era vista como ejemplo de la cultura nacional
y símbolo de la nueva identidad colectiva que estaba en construcción.
Así, la recuperación y valoración del patrimonio histórico comprende
una “interpretación ideológica que dotó a los monumentos del pasado
de una fuerte carga emocional y simbólica según la cual empezaron a
ser considerados como manifestaciones gloriosas de la cultura nacional”
(Llull Peñalba , 2005: 178).
La restauración, además de dotar a los vestigios de un valor simbólico
para el régimen y científico para los especialistas, también implicó la
apertura de los sitios arqueológicos al público. De ahí que se hiciera
necesario que el Estado dotara a la Inspección de presupuesto. En 1905,
Batres recibió un monto considerable para abrir al público, extranjero y
nacional, la pirámide del Sol y algunos edificios cercanos con motivo del
centenario de la Independencia. En esa ocasión, dentro del proceso
de conservación Batres ideó una infraestructura que incluía el museo de
sitio en Teotihuacan, en donde se expondrían todos aquellos objetos
encontrados en sus exploraciones, así como talleres y bodegas para pro-
teger y mantener las herramientas, además de un espacio agradable para
los turistas, en donde construiría baños y paraderos. La casa comercial
italiana Pellandini hizo, por su encargo, unos cristales de fabricación
francesa para colocarlos sobre los frescos descubiertos en 1909 con
el objeto de preservarlos. Al mismo tiempo, la zona arqueológica fue
provista de un puesto de guardia para la custodia de las ruinas, un local
para fotografía con su laboratorio, un departamento de dibujo, una es-

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

cuela para niños, niñas y adultos y un parque con un lago “para que se
le quite el aspecto árido que tiene la región y sea un atractivo para los
turistas”. El impacto de los trabajos en Teotihuacan sobre la nación fue
muy grande. En los registros de la Secretaría de Instrucción Pública y
Bellas Artes, conservados en el Archivo General de la Nación (agn),
el mismo Batres registraba “una romería constante todos los días en el
sitio de los monumentos, compuesta por extranjeros y nacionales que
van a aquellos lugares a admirar los restos de esa gran ciudad”.
El interés por hacer accesible el México prehispánico al público
general no fue limitado al caso de Teotihuacan. En Xochicalco también
intentó crear instalaciones adecuadas, higiénicas y modernas para los
visitantes de la zona. Otro elemento dirigido a este objetivo fue su
Guía para visitar los monumentos arqueológicos situados entre Puebla
y Mitla, Oaxaca; e incluso fue mas allá al hacer una “Cartilla histórica
de la ciudad de México”, texto aprobado por el Consejo Superior de
Instrucción del Distrito Federal, en el que planteó de forma didáctica
la conformación de la antigua México Tenochtitlan.
Al revisar la trayectoria de Batres y la transformación del contexto le-
gal de la arqueología durante el porfiriato, podemos observar que en este
periodo se asentó un patrimonio social con raíces profundas en el ré­gi­men
liberal que adquirió cuerpo en las dos últimas décadas del siglo xix. Al
volver público lo que era privado, México afectaba los intereses par­
ticulares de mecenas, instituciones y coleccionistas de otras partes del
mundo al intentar sacar sus objetos arqueológicos del mercado inter-
nacional. Este conflicto de la modernidad decimonónica nos recuerda
la reciente puesta en duda de la legislación vigente, que concibe a la
arqueología como nacional y, por tanto, bien público y objeto de co­
no­cimiento.

Anexo

Leopoldo Batres (1852-1926)


Obra recopilada por Genaro Díaz Fuentes
s.f. Explorations of Mount Alban, Oaxaca, México, 1902, México,
Gante St. Press, 37 p.

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

s.f. Exploraciones de Monte Albán, 1902, México, Casa Editorial


Gante, 37 p.
s.f. Visita a los monumentos arqueológicos de La Quemada, Zacatecas, 1903.
México. Imprenta de la Vda. de Francisco Díaz de León, 43 p.
1886 “Nouvelles fouilles de Téotihuacan”, en París, Revue D’Etnographie,
vol. 5, núm. 5, Ernest Leroux (ed.), septiembre-octubre, p. 478.
1886 “Les Ruines de Xochicalco au Mexique”, en La Nature: Revue des
sciences et de leurs applications aux arts et a l’industrie. Journal hebdo-
madaire illustré. G. Masson (ed.), París, vol. 14, pte. pp. 308-310.
1886 “Inspection et conservation des antiquités mexicaines”, en Re-
vue D’Ethnographie, Ernest Leroux (ed.), París, vol. 5, núm. 1,
enero-febrero, pp. 93-94.
1887 “L’age des métaux au Mexique”, en La Nature: Revue des sciences
et de leurs apllications aux arts et a l’industrie. Journal hebdomadaire
illustré, G. Masson (ed.), París, vol. 15, pte. I, pp. 49-50.
1888 IV Tlalpilli: ciclo o período de 13 años: Piedra del agua, México,
Imprenta del Gobierno Federal, en el Ex-Arzobispado, (Mono-
grafías de Arqueología Mexicana), 28 p.
1888 “Les races mexicaines”, en La Nature: Revue des sciences et de leurs
applications aux arts et a l’industrie. Journal hebdomadaire illustré,
G. Masson (ed.), París, vol. 16, pte. I, pp. 87-90.
1889 “Antropología mexicana: clasificación del tipo antropológico de
las principales tribus aborígenes de México”, en Revista Nacio-
nal de Letras y Ciencias, vol. 1, contiene: láminas I, II, México,
Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, pp. 191-196.
1889 Teotihuacan o la ciudad sagrada de los toltecas = Teotihuacan; or the
sacred city of the Toltecs, México, Talleres de la Escuela Nacional
de Artes y Oficios (Monografías de Arqueología Mexicana), 18 p.
1889 Momia tolteca, México, Tipografía de la Escuela Nacional de
Artes y Oficios, 1889 (Antropología Mexicana), 6 p.
1890 “Arqueología mexicana: El monumento a la diosa del agua”,
en La Ilustración Artística, Barcelona, vol. 9, núm. 464, 17 de
noviembre, pp. 322-323.
1891 “El cascabel de la culebra mitológica de Teotihuacán”, en Boletín
de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República Mexicana,

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 4ª época,


vol. 2, núm. 4, pp. 199-201.
1897 “El Sr. Batres, por medio de figuras reproducidas por La Linterna
Mágica, emite algunas opiniones sobre los monumentos antiguos
que se conservan en Yucatán”, en Congreso Internacional de Ame­
ricanistas. Actas de la undécima reunión, México 1895, México,
Agencia tipográfica de F. Díaz de León, pp. 271-275.
El décimo Congreso Internacional de Americanistas, reunido
en Estocolmo en agosto de 1894, acordó que se celebrara en la
ciudad de México un periodo extraordinario de sesiones en 1895.
1897 “El Sr. Dr. Seler ofrece al Congreso su obra sobre Mitla, emitiendo
con este motivo algunas observaciones los Sres. Leopoldo Batres
y D. Antonio Peñafiel”, en Congreso Internacional de Americanis-
tas. Actas de la undécima reunión, México 1895, México, Agencia
Tipográfica de F. Díaz de León, pp. 87-89.
1897 “Observaciones del Sr. D. Leopoldo Batres sobre la anterior me-
moria y contestación del Sr. Salazar”, en Congreso Internacional
de Americanistas. Actas de la undécima reunión, México 1895,
México, Agencia Tipográfica de F. Díaz de León, pp. 148-149.
1897 El Sr. Batres presentó una colección de objetos antiguos, en su
mayor parte de barro, hallados en las ruinas de Mitla”, en Con-
greso Internacional de Americanistas. Actas de la undécima reunión,
México 1895, México, Agencia Tipográfica de F. Díaz de León,
pp. 148-149.
1900 Osteologie, 1898, México, Tip. y Lit. La Europea de J. Aguilar
Vera y Ca. (Anthropologie Mexicaine), 25 p.
1900 “Un árbol gigantesco: sabino de México en el Tule”, en Manuel
Francisco Álvarez, Las ruinas de Mitla y la arquitectura, México,
Talleres de la Escuela Nacional de Artes y Oficios para Hombres,
cap. IV, pp. 15-16.
1902 Archaeological Explorations in Escalerillas Street, City of México,
1900, México. J. Aguilar Vera & Co., 58 p.
1902 Exploraciones arqueológicas en la calle de las escalerillas, 1900,
México, Tip. y Lit. La Europea, de J. Aguilar Vera y Compañía,
1902, 58 p.

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

1903 Tlaloc. Exploración arqueológica del oriente del Valle de México,


México, Secretaría de Justicia e Instrucción Pública/Inspección
y Conservación de Monumentos Arqueológicos, 19 p.
1904 Exploraciones en Huexotla, Texcoco y El Gavilán, México, Tip.
de J. I. Guerrero y Comp., Sucs. de F. Díaz de León, 15 p.
A la cabeza: Inspección y Conservación de los Monumentos
Arqueológicos de la República Mexicana.
En la pasta: Mis exploraciones en Huexotla, Texcoco y mon­
tículo de “El Gavilán”.
1905 La lápida arqueológica de Tepatlaxco-Orizaba, México, Tipografía
de Fidencio Soria, 14 p.
A la cabeza: Inspección y Conservación de los Monumentos
Arqueológicos de la República Mexicana.
1906 The Pyramids of San Juan Teotihuacan, English version revised by
H. N. Branch, México, National Museum Printing-Press, 8 p.
Teotihuacan o la ciudad sagrada de los toltecas. México, Imprenta
de Hull, 27 p. Texto en español e inglés.
Teotihuacan: memoria, México, Imprenta de Fidencio S. Soria, 30 p.
1908 Reparación y consolidación del edificio de las columnas en Mitla,
México, Imprenta de Buznego y León, 8 p.
1908 Exploraciones y consolidación de los monumentos arqueológicos de
Teotihuacan, México, Imprenta de Buznego y León, 6 p.
1908 Civilización prehistórica de las riberas del Papaloapam y costa de
Sotavento estado de Veracruz, México, Imprenta de Buznego y
León (Monografía), 6 p.
1910 Guía para visitar los monumentos arqueológicos situados entre Puebla
y Mitla, Oaxaca, México, Tip. de F. S. Soria, 18 p.
1910 La Isla de Sacrificios, la señora Zelia Nuttall de Pinard y Leopoldo
Batres, México, Tipografía Económica, 10 p.
[1910] Antigüedades mejicanas falsificadas: falsificación y falsificadores,
México, Imprenta de Fidencio S. Soria, [1910?], 30 p.
1910 Carta arqueológica de los Estados Unidos Mexicanos, 1er. Centenario
de la Independencia Nacional, México, Secretaría de Instrucción
Pública y Bellas Artes/Inspección General y Conservación de
monumentos arqueológicos, Escala 1:2,500,000, 1.35 x .94 m.
1911 Dato arqueológico, Barcelona, Imp. Vda. Cunill, 3 p.

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La práctica de la arqueología durante el porfiriato

1911 Memorandum dirigido al Sr. Lic. D. Miguel Díaz Lombardo, Mi-


nistro de Instrucción Pública y Bellas Artes, México-Barcelona,
Imprenta-Litografía Viuda de J. Cunill, 23 p.
1912 “Las ruinas de Xochicalco”, Reseña de la Segunda Sesión del XVII
Congreso Internacional de Americanistas, efectuada en la Ciudad
de México durante el mes de septiembre de 1910. Congreso del
Centenario, México, Imp. de Museo Nacional de Arqueología,
Historia y Etnología, pp. 406-410.
1913 “Descubrimientos y consolidación de los monumentos arqueoló-
gicos de Teotihuacan”, en International Congress of Americanists.
Proceedings of the XVIII session, London, 1912, Londres, Harrison
and Sons, pte. I, pp. 188-193.
1917 Gloriosa Batalla de Champoton, marzo 28 de 1517: Los bronces de
la fama a través de los siglos te glorifican, México, s.e., 4 p.
1919 El ángel del destino trajo a la tierra a Porfirio Díaz el 15 de septiembre
de 1830 para redimir y engrandecer a su pueblo, México, s.e., 1919,
16 p.
1920 Historia administrativa del Sr. Gral. Porfirio Díaz, 1877-1880,
México, s.e., 45 p.
En la pasta: Homenaje al Sr. Presidente Benemérito General D.
Porfirio Díaz en el V. Aniversario de su muerte.
1920 “Memoria en extracto de las exploraciones llevadas a cabo por
mandato oficial en las ruinas de Teotihuacan, durante los años de
1905 a 1911, y que fue sometida a la docta Sociedad Mexicana
de Geografía y Estadística”, Boletín de la Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística, 5ª. época, México, smge, vol. 9, núm. 2,
pp. 253-261.
1922 Crítica científica de la devastación de los monumentos arqueológicos
de Teotihuacan, México, Imprenta Artística (Monografías de ar­
queo­lo­gía mexicana), 2 p.
A pie de portada: Clasificación antropológica de Leopoldo Batres.
1923 En memoria del Sr. General Don Porfirio Díaz, VIII Aniversario de
su tranquila muerte. Homenaje, México, ag, Casas. Imp., XVI p.

287

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Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

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Archivos
Archivo Leopoldo Batres, rollo 1, 1994.
Archivo Histórico en micropelícula de la Biblioteca Nacional de An­
tro­pología e Historia, inah (ahbna).
Antología Leopoldo Batres, rollo 2, 1994.
Archivo General de la Nación (agn).

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¿Antropologías en conversación?
Una reflexión sobre dos proyectos internacionales
en la antropología de México (1910 y 1961)

Mechthild Rutsch*

Usually theory is claimed as a place above or upstream


of that which becomes the object of knowledge. Thus
it has been denounced as power relations. But we must
take a further step: theory has no place in this world,
unless it has time, so it means that theory happens.
Johannes Fabian, 2006

La reciente propuesta de creación de una “antropología mundial” (Lins


Ribeiro, 2005 y 2006; Krotz, 2006) ha suscitado discusiones acerca de
las limitaciones, alcances y objetivos de la interrelación de antropo-
logías nacionales diversas, las posibilidades de un diálogo cognitivo y
sus términos geopolíticos, políticos y sociales (cfr. también Ramírez
Barreto en este mismo volumen). Este escrito se propone examinar esta
preocupación en relación con la posibilidad de una “conversabilidad”
entre antropologías diversas (por lo regular concebidas en binomios
tales como centro-periferia, norte-sur, dominante-dominada, antropo-
logías sin historia-antropologías con historia). Según sus promotores
(Lins Ribeiro y Arturo Escobar, 2006: 6), el concepto y el proyecto
de “antropologías mundiales” intentan contribuir a una antropología
crítica que descentraliza, rehistoriza y pluraliza lo que hasta ahora se ha
entendido como antropología. En este esfuerzo se inscribe este ensayo,
ya que la rehistorización pasa por nociones del pasado de la disciplina,
el que confirma, entre otras cosas, la jerarquización de conocimientos
y sus dimensiones geopolíticas.
* Dirección de Etnología y Antropología Social, inah.

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Mechthild Rutsch

El presente ejercicio se realiza con base en dos proyectos internaciona­


les que podemos encontrar en el pasado de la antropología mexica­
na, cuya repercusión es notable hasta hoy. Las empresas cognitivas y
políticas aludidas aquí son, por una parte, la creación de la Escuela
Internacional de Arqueología y Etnología Americanas a principios
del siglo xx y, por otra, el proyecto llamado Puebla-Tlaxcala que duró de
1963 a 1978.1
¿En qué términos puede hablarse de un encuentro o una posibilidad
de conversación entre antropologías y antropólogos? A la luz de estas
experiencias históricas ¿puede hablarse de la posibilidad de “antro-
pologías mundiales”? Este escrito intentará ofrecer una breve reseña
de ambos proyectos, reflexionando después en torno a las preguntas
arriba expuestas. Llega a una conclusión: la condición de posibilidad
de una tal conversabilidad no sólo toma lugar en un espacio político
e institucional generalmente “asimétrico”, sino que además existe
siempre un factor subjetivo, esto es el compromiso intelectual y las
características personales de los antropólogos involucrados.

La Escuela Internacional de Arqueología


y Etnología Americanas

Durante el periodo de 1810 a 1910 el mapa político y los centros de


poder del mundo habían cambiado notablemente: si al principio de este
periodo México conquistó su independencia política del poder colonial
de España, 100 años más tarde el país se encontraba bajo la influen-
cia de su muy poderoso vecino del norte. Naciones europeas como
Francia, Prusia e Inglaterra tenían un interés económico, geopolítico

1
Desde el viernes 26 de febrero de 1960, los americanistas alemanes Franz Termer, Heinrich
Ubbelohde-Doering, Wolfgang Haberland, Günter Zimmermann, Adolf Ellegard Jensen,
Udo Oberem, Peter Tschohl y Hans Dietrich Disselhoff se reunieron en Hamburgo a
instancias de Franz Termer y Treue, el representante de la dfg (Deutsche Forschungs-
gemeinschaft), para discutir sobre el Proyecto de Arqueología y Etnología Centro y
Sudamericanos, el cual más tarde se convertiría en el Proyecto Puebla-Tlaxcala –o
“Mexiko-Projekt”, como fue conocido en alemán–. (ba, 322903, Mexiko-Projekt, Band
2, Acta 1, s.n.fs).

292

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¿Antropologías en conversación?

y científico en la región, pero a pesar de ello las consecuencias de la


Primera Guerra Mundial sólo fortalecieron la influencia de Estados
Unidos sobre México.
El 12 de septiembre de 1910 se convocó a una junta en la Secretaría
de Instrucción del Estado porfirista en la ciudad de México. A ella
asistieron Franz Boas, el subsecretario del Ministerio de Instrucción y
Bellas Artes, Ezequiel A. Chávez, y el profesor Eduard Seler. Su motivo
fue la discusión de términos y condiciones para el establecimiento de la
Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas (eiaea).
Al poco tiempo, los estatutos de esta institución fueron aceptados y
firmados por los gobiernos de México y Prusia, las universidades de
Columbia, Filadelfia y Boston, además de la Hispanic Society of Ame-
rica. Estos términos establecían que las excavaciones arqueológicas y
los productos esperados del trabajo de campo de la escuela seguirían
siendo propiedad de la nación mexicana, representada por el enton-
ces Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología. Al mismo
tiempo, se acordó que el consejo directivo de la escuela tendría su sede
principal en la ciudad de Nueva York. Como sabemos, septiembre de
1910 también fue el mes de la celebración del primer centenario de la
independencia política de México.
Es conocido que la antropología como ciencia moderna se definió
durante el siglo xix. En el continente americano la profesionalización de
la disciplina estaba en pleno desarrollo alrededor de 1910. En México, la
antropología tuvo un pasado colonial en los estudios lingüísticos, etno-
gráficos y arqueológicos. En 1910 se había convertido en una ciencia
moderna fomentada por el gobierno mexicano, al cual aportó gran parte
del imaginario nacional. De manera simultánea, y como primer país del
continente, México había establecido una legislación para proteger los
monumentos arqueológicos como propiedad de la nación; asimismo, el
país contaba con sus primeras instituciones antropológicas y sus pro-
pios planes de profesionalizar la disciplina. En realidad, ya existía una
comunidad científica ocupada de estudios antropológicos del pasado
prehispánico y desde 1906 también se habían formalizado la enseñanza
y los estudios del presente indígena.
En los procesos de profesionalización de la disciplina en Estados Uni-
dos el inmigrante alemán Franz Boas jugó un papel decisivo. Boas era

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Mechthild Rutsch

jefe del Departamento de Antropología en la Universidad de Columbia,


Nueva York, y estaba interesado en extender su influencia y formar la
disciplina de acuerdo con sus propios preceptos, no sólo en ese país y en
Canadá, sino también en América del Sur. A iniciativa suya se estableció
la escuela mencionada en la ciudad de México, donde desempeñó el cargo
de segundo director durante el año escolar 1911-1912.
En este contexto, la Escuela Internacional –cuya labor fue inte-
rrumpida en 1914– puede verse como una empresa que trató de unir
diferentes antropologías, inspiradas por ideales y estándares científicos
del siglo xix. Estos estándares fueron casi siempre de naturaleza posi-
tiva y empírica, en los que la cientificidad y la validación científica se
definían por “hechos” a los que cabía descubrir, catalogar y analizar
de manera objetiva. Tanto en la antropología norteamericana como
en la mexicana, el origen del ser humano (en América) fue uno de los
mayores problemas de la agenda científica que debía resolverse. Lo que
hoy día llamaríamos “historia profunda” constituía entonces uno de
los temas más importantes, además de los problemas de la migración
del ser humano en el continente; la definición de áreas culturales y la
relación de las culturas “altas” entre sí y con las culturas circundantes
de cazadores-recolectores; la evolución de fenómenos físicos y socia-
les, tales como la raza, la relación entre caracteres físicos y estructuras
sociales, lenguas, cronologías, folklore y otros.
Los antropólogos mexicanos compartían estos problemas y nociones
a nivel internacional en congresos, correspondencias y sociedades cien-
tíficas. Sin embargo, la solución de estos problemas se enfocaba sobre
todo en términos de la realidad nacional, en la cual la educación de la
mayoría, la integración cultural y social de la población y la creación
de una conciencia nacional unificada y homogénea eran una meta
importante. En el contexto de este ideal educativo puede entenderse
el desarrollo de la antropología moderna en México, además de la im-
portancia de los monumentos arqueológicos para el prestigio nacional
y sus narrativas del pasado, así como el turismo internacional. Esto
también explica gran parte del apoyo financiero e ideológico del Es­ta­do
porfirista a la disciplina. Al contrario de lo sucedido en otros países,
como por ejemplo Argentina (Guber, 2005), también cabe mencionar

294

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¿Antropologías en conversación?

que más tarde, a finales del decenio de 1920 y principios del de 1930,
la antropología dio nacimiento a la sociología.
Si en 1910 la docencia institucionalizada de la disciplina llevaba
cuatro años, la antropología norteamericana en cambio había formado
para entonces la primera generación de antropólogos profesionales, la
mayoría de los cuales fueron estudiantes de Franz Boas formados en
universidades del este de Estados Unidos. No obstante, a diferencia
de lo que sucedió en México, en Estados Unidos muchos de los de-
partamentos de antropología nacieron como parte de departamentos
universitarios de psicología y sociología que en aquel entonces habían
recibido la influencia de modelos germanos y de científicos inmigrantes
alemanes. Aunque también se había fomentado la investigación en los
museos, en Estados Unidos la disciplina no tenía la marcada impronta
de un ideal educativo para forjar una nación, como sí sucedió en el
caso de México.
En estas circunstancias no sorprenderá que, en concordancia con la
propuesta de Stocking, la antropología mexicana pueda caracterizarse
como nation building, opuesta en este sentido a la norteamericana
cuya característica sería la de empire building. A pesar de que los
antropólogos extranjeros involucrados en la Escuela Internacional
no suscribían abierta o conscientemente propósitos como el hurto
y la subordinación de los conocimientos de sus colegas mexicanos,
puede argumentarse que este fue el caso. En ocasiones, las actitudes
de los alumnos de la eiaea Paul Radin, Alden J. Mason, además de
los directores temporales Eduard Seler, Franz Boas y Alfred M. Toz-
zer, pueden describirse como oportunistas y despreciativas hacia sus
colegas mexicanos.2 Recientes investigaciones comprobaron además
que se cometió el hurto de joyas arqueológicas y que incluso se realizó

2
Así, por ejemplo, el consejero imperial Seler no cumplió el contrato que contrajo con
el gobierno mexicano, por el cual se le pagó una suma apreciable, para establecer la
clasificación de las piezas del Museo Nacional, pues salió del país sin haberlo concluido.
En correspondencia privada con Boas describió a Justo Sierra como “der alte Trottel” (el
viejo imbécil), etc. Boas se expresó despectivamente de los “señores del Museo” y Tozzer,
de plano, no tuvo empacho en ser instrumento en el saqueo de las joyas arqueológicas de
Chichén Itzá (cfr. Leysinger, 2006).

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espionaje a algunos alumnos de esta escuela, hecho que fue denunciado


por el mismo Boas en 1919 (Leysinger, 2006; Pinsky, 1992).
En el transcurso del trabajo de la escuela en México hubo dificul-
tades varias. Los antropólogos mexicanos del Museo mostraron su des-
contento con la diferencia salarial y su desacuerdo con los cambiantes
paradigmas y los métodos de enseñanza que los antropólogos estadouni-
denses y otros extranjeros trataron de introducir. En este contexto, debe
añadirse que fue el gobierno mexicano el que mayores recursos aportó
para sostener dicha escuela. Todo ello aconteció en un ambiente que
favorecía los acuerdos entre las élites estadunidenses y mexicanas, a
pesar de un sentimiento decididamente antinorteame­ricano por parte
de muchos intelectuales y del pueblo mexicano en general.
Si por un lado es cierto que los resultados del trabajo de esta es-
cuela fueron buenos, sobre todo en lo referente a la arqueología y la
lingüística, es igualmente cierto que la existencia de esta institución,
en la que también se formaron alumnos mexicanos, no llevó a una
conversación igualitaria entre las antropologías vecinas.3
En México prevaleció la tradición evolucionista local, aun después
de los movimientos revolucionarios. Examinada de cerca, la continui­
dad tan señalada entre el relativismo crítico de Boas y su alumno Ga-
mio se desvanece y, en realidad, puede sostenerse lo opuesto. Gamio
ciertamente representó el primer doctorado en arqueología otorga-
do por la Universidad de Columbia en 1921 y en la mayor parte de
la his­to­rio­gra­fía antropológica se le considera el “padre fundador” de la
disciplina en México. No obstante, en gran parte del trabajo y la in-

3
Quetzil Castañeda (2003) argumentó que la historiografía de Stocking no otorgaba un
lugar activo a los antropólogos latinoamericanos los que, como Gamio, contribuyeron a
la arqueología del continente, concretamente con el método de la estratigrafía. Acepta,
además, que Stocking escribió una historiografía que mucho se asemeja a la historia de
los big men. Pese a estar de acuerdo con Castañeda en que la historiografía de Stocking
tiene un carácter en ocasiones marcadamente conservador, es cierto, no obstante, que la
contribución original de Gamio debe buscarse más bien en la entonces naciente antro-
pología social de México. Las fuentes documentales disponibles establecen claramente
que la primera excavación estratigráfica que llevó a cabo Gamio en el Valle de México
fue hecha a instancias de Boas, así como que fue este último quien estuvo interesado
en que tal estratigrafía se ampliara mediante el trabajo posterior de Georges Engerrand
(Rutsch, 2010).

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¿Antropologías en conversación?

fluencia política posrevolucionarios de Gamio prevalece la tradición


prerrevolucionaria local del evolucionismo social (Saade Granados,
2009; Rutsch, 2007; Urías Horcasitas, 2001). En esta tradición y des-
de la independencia política del país no se estimaba a la población
indígena como un sujeto político en su propio derecho sino como
un “problema” que debía resolverse mediante la integración en una
sociedad mestiza, homogénea y corporativa de regímenes posrevolu-
cionarios.4 Dicha tradición local hacía énfasis en que la población
mexicana debía ser educada para este fin, suprimiendo las diferencias
raciales, lingüísticas, sociales y económicas.
En los estudios sobre la corta existencia de la Escuela Internacional,
muchas veces se han mencionado los equívocos de Boas y de otros
antropólogos extranjeros en su percepción de la situación política
mexicana como un factor que llevó a su clausura de facto durante los
procesos revolucionarios. Sin embargo, este es un argumento algo débil
si se considera que tales equívocos ciertamente fueron compartidos por
la mayoría de la élite mexicana en el poder. Visto desde otra óptica, la
falla de la escuela en promover una conversación entre diferentes an-
tropologías debe considerarse como consecuencia de factores que no
competen a la Revolución Mexicana. En primer lugar, las así llamadas
“guerras de ciencias” no son un privilegio de tiempos recientes; parte
de lo aquí descrito y sus luchas no sólo tuvieron lugar dentro de las
comunidades científicas mexicanas sino también en las estadunidenses.
En estas últimas, la pretensión boasiana de guiar el destino de la antro-
pología en el hemisferio sur, así como su propósito de profesionalizar la
arqueología, causó resentimientos y competencias entre universidades
y museos del este y entre éstos y las del oeste. Puede agregarse aquí que,
durante la Primera Guerra Mundial y de acuerdo con la corresponden-
cia privada de Boas, la “libertad de expresión” no fue un atributo de las
instituciones científicas estadunidenses (Rutsch, 2000). En segundo
lugar, el escenario de las luchas ideológicas y la lucha por posiciones
en las instituciones antropológicas mexicanas y de sus comunidades

4
Para un análisis bien documentado de esta cuestión, además del racismo implicado en las
políticas gubernamentales de inmigración y la discriminación de inmigrantes de color,
véase Saade Granados, 2009.

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Mechthild Rutsch

científicas durante los años pre­revolucionarios y posrevolucionarios


fueron un factor decisivo que no permitía el liderazgo de un solo “gran
hombre”, especialmente si este era extranjero. En este contexto debe
notarse que las críticas de Boas a teorías extremistas como el racismo
y ciertos métodos empleados en la antropología física tradicional, que
fueron enunciados también en las lecciones que ofreció en la Univer-
sidad Nacional, en muchos círculos de intelectuales mexicanos no se
consideraban como un problema prioritario a resolver. Por último, ni
Boas mismo ni ninguno de los académicos ligados a la escuela lograron
involucrarse realmente en el sistema educativo nacional. Si bien, hay
que destacar una sola excepción, Georges Engerrand, quien se na­cio­na­
li­zó mexicano y trabajaba como investigador del Instituto de Geo­lo­gía y
como profesor del Museo Nacional; aun así fue con­si­de­ra­do ex­tran­je­ro
por sus colegas mexicanos y nunca poseyó mucho pres­ti­gio intelectual
en México ni sostuvo un liderazgo académico claro.

El proyecto Puebla-Tlaxcala

Medio siglo más tarde, el 12 de febrero de 1963, se reunieron los repre-


sentantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y
el del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), organismo
que para entonces cumplía sus primeros veinte años de existencia. El
motivo fue nombrar la cabeza de un comité para el llamado Proyecto
(de investigación) Puebla-Tlaxcala. Se acordó que para este puesto se
nombraría al doctor Paul Kirchhoff (1900-1972), entonces investigador
del Instituto de Historia de la unam. En esta reunión y después de una
larga discusión se acordó que Kirchhoff sería “la persona adecuada” para
encabezar al comité, que tenía su contraparte alemán en la Fundación
Alemana para Investigaciones Científicas (Deutsche Forschungsge-
meinschaft, dfg)/(adi, vol. 196, 1962-1963, f. 101).
Kirchhoff era inmigrante alemán en México desde 1936 y había
adoptado la nacionalidad mexicana en 1941. A finales del decenio de
1920 había trabajado como asistente de Karl Theodor Preuss en el Museo
Etnográfico de Berlín; en 1929 había concluido su disertación sobre
“Matrimonio, parentesco, familia y clan entre las tribus indias del terri-

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¿Antropologías en conversación?

torio norte no-andino de América del Sur”, escrito bajo la super­vi­sión


de Fritz Krause de la Universidad de Leipzig. Krause lo había re­co­men­
da­do a Boas, quien al conocerlo dijo de él que era “la nueva pro­me­sa
en la antropología alemana” (Johanna Faulhaber, primera esposa de
Kirchhoff, comunicación personal). En Estados Unidos, Kirchhoff
estudió con Franz Boas, Robert H. Lowie y Alfred Kroeber e hizo
trabajo de campo bajo las órdenes de Edward Sapir sobre las lenguas
atapascanas. Tras su regreso a Alemania, viajó con su esposa Johanna
a Londres, donde conoció el funcionalismo de Bronislaw Malinowski,
teoría que rechazaba por razones políticas. En 1936 emigró a México y
en 1937 dio su primera cátedra sobre “El origen del Estado y las clases”.
Junto con los mexicanos Daniel F. Rubín de la Borbolla y Alfonso Caso
fue cofundador de la Escuela de Antropología, una escuela que, como
escribió a Boas, debía realizar el sueño de aquél, de preparar estudiantes
mexicanos en antropología, ya que los intentos de Boas por reabrir la
Escuela Internacional durante los años veinte habían fracasado.
Según su hijo Martín, el doctor Kirchhoff solía decir jocosamente
que él era “un hombre del siglo xix” (Martín Kirchhoff, comunica-
ción personal). No estaba equivocado si atendemos a sus intereses de
inves­tigación. Kirchhoff había sido educado en la tradición alemana
del difusionismo e intentaba comprender el cambio y transmisión
cultural en términos de definición de áreas culturales, además estaba
interesado en los orígenes de las culturas. Estos intereses lo llevaron
a someter una definición inicial de lo que podía entenderse como
“Mesoamérica”, un área que compartía ciertos rasgos culturales que
sistematizó para el siglo xvi. Su definición y el término se incorporaron
ampliamente a la investigación antropológica en México y allende sus
fronteras; su influencia ha sido tal que éstas perviven hoy día, aunque
diversos estudiosos han resaltado las limitaciones científicas y políticas
de este concepto.5
Durante los años de 1946 a 1954 Kirchhoff tuvo un puesto en la
Universidad de Washington, donde encabezó un equipo internacio-
nal de investigación sobre relaciones interétnicas del Tíbet; también

5
El lector interesado puede encontrar diversas posiciones al respecto, por ejemplo en la
Revista Dimensión Antropológica, año 7, vol. 19, mayo-agosto, 2000, México, inah.

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se dedicó a traducir textos tibetanos antiguos. Mientras estuvo en


México en 1954, en su año sabático –recordemos que fue el periodo
de McCarthy– su regreso a Estados Unidos fue denegado con el argu-
mento de poseer un pasado político subversivo y afiliaciones políticas
indeseables.6
En su próximo año sabático de la unam (1960-1961) Kirchhoff en­se­
ñó en diferentes universidades de Alemania y Austria. En esta oca­sión,
Kirchhoff entró en contacto con la Fundación Alemana para la Inves-
tigación Científica, cuyo consejo directivo para entonces tenía mucho
interés en abrir y financiar un proyecto de arqueología y etnología lati-
noamericanas. Aunque la Fundación no quería entrar desde un inicio
en competencia o conflicto con los colegas norteamericanos, Kirchhoff
tenía en mente ganar el apoyo de los alemanes para el establecimiento
de un instituto científico alemán para México y América Central, plan
que por otra parte se adelantaría a los franceses, que en aquel entonces
habían dado ya los primeros pasos para crear en el país –aparte de la
Alianza Francesa, que existía hacía años– un instituto científico fran-
cés.7 En apariencia, el entonces director del inah, el doctor Eusebio
Dávalos Hurtado, durante la visita de un alto funcionario alemán, había
hablado de su deseo de que arqueólogos alemanes trabajaran en el país.
De ello se enteraron los franceses, “tal vez por parte de su muy activo
agregado cultural”, y procedieron rápidamente con sus propios planes.
No obstante, Franz Termer, el americanista decano alemán y director
del Museo Etnológico de Hamburgo, sugirió que un instituto de tal
naturaleza sería mejor establecerlo en Guatemala, ya que la relación
con los mexicanos, a diferencia de la relación con los guatemaltecos,
tendría que ser “entre colegas iguales”.8 En con­secuencia, la competencia
diplomática-geopolítica y entre comunidades científicas nacionales y
europeas –algunos de cuyos miembros defendían una ideología plena-
mente eurocéntrica– siguió incólume, medio siglo después del primer
proyecto internacional en México.

6
En relación con la persecución de muchos antropólogos durante esta época, véase
Price, 2004.
7
Kirchhoff a Treue, 11-09-1961, BA, 322903, Mexiko-Projekt, band 2, acta 1, s.n.fs.
8
Memorandum de Treue a su entonces jefe en la dfg, el doctor Hesse, 1961, ba, 322903,
Mexiko-Projekt, band 2, acta 1, s.n.fs.

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¿Antropologías en conversación?

Justo antes de que el doctor Kirchhoff volviera a México en febrero


de 1962 se acordó en una junta celebrada el día 12 de febrero que para
el proyecto se debía realizar primero una expedición exploradora en el
Valle de Tehuacán. Dicha expedición incluiría al menos un científico
de ciencias humanas y otro de ciencias naturales, quienes recorrerían
el terreno en compañía de Kirchhoff. En principio se acordó que este
proyecto comprendería las siguientes disciplinas: arqueología, etnolo-
gía, historia colonial y económica, sociología, historia de las religiones,
lingüística, historia del arte, botánica, geografía, geología y ciencias de
la nutrición (desde un punto de vista histórico). Al parecer, Kirchhoff
logró convencer a Termer de una región distinta a la que en un inicio
se había propuesto, es decir, la región del nor­oeste de México.
Por consiguiente, el proyecto se propuso investigar un área que
había sido importante para la historia precolombina mexicana y aún
lo era en el presente. Según el número 4 de una publicación seriada
de la fundación:

El Profesor Kirchhoff, quien labora desde hace casi tres décadas en la Univer-
sidad Nacional y es uno de los iniciadores de este proyecto, es el indispensable
hombre mediador entre los diferentes participantes, administra los presupuestos,
la biblioteca y colecciones y presta ayuda indispensable a los científicos alemanes
que han ido a México (dfg, 1965: 3).

En la misma publicación encontramos que el proyecto no sólo


se habría de ocupar de la historia de las relaciones étnicas sino que
también se ocuparía de un diagnóstico histórico de los periodos de
independencia, movimientos revolucionarios y el presente del área.
También se proponía estudios de ciencias naturales, particularmente
en medicina y conservación de bosques.
Aunque participaba en el proyecto un gran número de científicos
alemanes y mexicanos que recibieron su formación inicial en ame­
ricanística o mexicanística en el campo, había también grandes difi­
cultades. Una de ellas se debía a las características de las instituciones
participantes: mientras que las instituciones de la parte mexicana,
el inah y la unam, eran directa o indirectamente dependientes del
gobierno, la fundación alemana tenía un carácter administrativo más
independiente, y por ello mismo al parecer más expedito en sus deci-

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siones. También se advierte en los documentos que, en términos de


los estudios arqueológicos, la parte mexicana estuvo más renuente
a otorgar permisos. En realidad, como detallaré en otra parte, una
dificultad para las relaciones entre las dos antropologías nacionales
estuvo constituida por las excavaciones del arqueólogo alemán Bodo
Spranz, a quien el Consejo de Arqueología del inah finalmente retiró
el permiso de excavación.9
Todo ello ocurrió en una situación mundial en la que desde la
primera iniciativa de Boas por establecer la Escuela Internacional,
y sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, había tomado
lugar lo que es conocido como la “americanización” de la ciencia en
general; además, la ciencia alemana había perdido su posición de
puntera, sobre todo en lo que se refiere a la mexicanística. La razón
fundamental para establecer este proyecto fue enunciada así por el
mismo Kirch­hoff en uno de los memorandos enviado a sus colegas
alemanes, suizos y austriacos:

El punto focal de todas nuestras preocupaciones debe ser el hecho lamentable,


pero muy claro, que los estudios alemanes en mexicanística han perdido su
posición internacional de liderazgo y debemos preguntarnos si esta posición
puntera puede ser de nuevo establecida. Mis propuestas y comentarios siguien-
tes se basan en la tesis de que esto es posible (abfi, 1966, s.n.fs.).

Por último, la enfermedad y la muerte prematura de Kirchhoff en 1972


pusieron fin a su intervención en este proyecto, concluido en 1978. Fue el
proyecto más largo que hasta la fecha financiara la dfg. Habrá que es-
cribir la fascinante historia de este proyecto, que puede también verse
como un esfuerzo por establecer un diálogo entre antropologías nacio-
nales distantes, esfuerzo que según el representante alemán, el doctor
Wolfgang Treue, apuntaba a sacar la ciencia alemana, concreta­mente
la americanística, del aislamiento de la posguerra y estuvo basado “en
el entendimiento y hasta la amistad entre sus participantes”.10 Desde

9
ata, C/311.42(F)/7-6, oficio 401-2-0086, 13 de enero de 1978.
10
Discurso del doctor Wolfgang Treue en México, ba, 322903, Mexiko-Projekt, band 2.1,
acta 4, s.n.fs.

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¿Antropologías en conversación?

luego, el tono político del discurso de Treue no relevó las dificul­tades


que tuvo este proyecto, las cuales apuntamos aquí brevemente.

¿Una antropología mundial?

Como anoté antes, en 2006 Lins y Restrepo editaron un libro llamado


Antropología mundial con el sugerente subtítulo Transformaciones disci-
plinarias en un sistema de poder. En su introducción, los editores escriben
que el conocimiento antropológico se ha definido desde el punto de
vista geopolítico, pero que actualmente existe la necesidad de fomentar
una red más heterodoxa de intercambio de este tipo de conocimiento
“si es que queremos beneficiarnos de la diversidad inhe­rente a nuestra
disciplina”, para que de esta manera podamos conti­nuar enriquecien-
do la antropología a escala mundial. El evento, cuyo resul­tado es el
libro, fue financiado por la Fundación Werner Gren y su intención
fue la de inscribir en la antropología crítica un proceso renovado de
descentralización, rehistorización y pluralización que fuera más allá
de las nociones de Stocking –arriba aludidas– de una disci­plina que
se orienta ya sea hacia la construcción de un imperio o de una nación.
Porque una antropología orientada a la construcción de un im­perio
también construye una nación, mientras que no todas las antropologías
orientadas hacia una nación pretenden construir un imperio. Según los
autores, el provincialismo metropolitano y el metropolitanismo de la
provincia o periferia se sustentan en relaciones económicas desiguales
del sistema global y constituyen un obstáculo fuerte a su proyecto. Pero,
escriben los autores, si uno toma en serio su propuesta, esta antropolo-
gía mundial “puede abrir nuevas posibilidades de diálogo”, ya que tal
antropología mundial “pretende construir marcos policéntricos de
re­fe­ren­cia teórica” y hace “un llamado a la reconceptualización de
las re­la­cio­nes entre comunidades antropológicas”.
Aunque podemos estar de acuerdo en que el desarrollo mayor de
un proyecto de antropología mundial crítico es muy deseable en estos
momentos, tal proyecto necesita, como argumenta Krotz (2006): “un
amplio respaldo de investigación a fin de desarrollar un análisis histó-
rico y analítico de todas aquellas antropologías que todavía nos perma-

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necen invisibles”. A esta afirmación agregaría que no sólo necesitamos


el análisis amplio de tales antropologías, sino también el análisis de
sus historias e interrelaciones, esto es, un análisis de sus condiciones
de producción de conocimientos para que, en seguida, nos podamos
formular preguntas relevantes acerca de las condiciones de posibilidad
de este nuevo diálogo que se promueve entre antropologías mundiales
o las intenciones de establecerlo.
Después de la lectura de los dos primeros apartados de este escrito,
espero que tales consideraciones se reconozcan como necesarias; en
primer lugar, porque nuestra historia como disciplina antropológica
en México ha sido invisible hasta para nosotros mismos: no se ha fo-
mentado su docencia –mucho menos su crítica– y, cuando existe, en
gran parte adolece de apologías o búsquedas de padres o madres fun-
dadoras, más que de análisis orientados hacia las relaciones internas y
entre sociedades o comunidades científicas. En este sentido, carecemos
de una temporalización o una historiografía crítica y sistemática de
nuestra propia disciplina. Como le consta a la autora de este escrito,
la crítica, ya ni siquiera del presente, sino del pasado antropológico,
se enfrenta con preconcepciones ideológicas (por ahistóricas y razones
de legitimación) de una parte de la comunidad científica de la antro-
pología en México, como si la “tribu” de los científicos antropólogos
estuviera afuera, al margen o más allá de las mismas reglas, comporta-
mientos, costumbres, contradicciones, facciones políticas y sociales,
culturas y demás tópicos que pretende estudiar en aquello denominado
“el otro” o “los otros”.
Por otra parte, como muestra la historia de la Escuela Internacional,
las buenas intenciones no son suficientes para producir un diálogo
aproximadamente plural e igualitario entre antropologías naciona-
les. Después de todo, estas están inmersas en estructuras culturales,
políticas y socioeconómicas muy diferentes entre sí: tenemos una
situación de jerarquía geopolítica de la que forma parte la búsqueda
estadunidense por el dominio ideológico y la explotación de recursos
naturales, tal como también sucede en otras partes de América Latina
y del mundo.
En contraste, la historia del segundo caso brevemente revisado aquí
muestra que un diálogo relativamente más igualitario es posible. En

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¿Antropologías en conversación?

primer lugar, las condiciones históricas a nivel mundial y en Europa


habían cambiado. Pese a ello, esto fue sólo uno de los factores; el otro
fue la condición de un involucramiento a largo plazo de los actores
específicos, tal como fue el caso de Kirchhoff. Ésta parece ser también
una de las condiciones para que una tradición local acepte alguna
influencia, o aun, si fuere el caso, un liderazgo intelectual. Después de
todo, y como remarcó Carlos López Beltrán, las comunidades científicas
son una de las “tribus” que se rigen, asimismo, en términos de pertinen­
cia y exclusión con base en términos y conceptos que se establecen
culturalmente. En este sentido, el éxito de un proyecto internacional
depende de la sensibilidad y de un proceso de transculturación de todos
los científicos participantes.
En relación con la noción de Mesoamérica, Kirchhoff tuvo éxito en
hacer una impronta en la tradición local de la antropología en México
de acuerdo con las reglas de instituciones locales, como atestiguan su
trayectoria, sus alumnos y, para bien o para mal, la permanencia del
concepto. En cambio, la impronta teórica boasiana fue muy limitada,
aunque el modelo de profesionalización parecía renacer, años después,
en los inicios de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Pero,
tal y como muestra el caso de Kirchhoff, las tradiciones científicas loca-
les rechazan aquello que parece ofender sus referentes nacionales, dado
que mientras el concepto de Mesoamérica fue acogido en su tiempo, no
pasó lo mismo con las teorías difusionistas del etnohistoriador alemán.
Podemos entonces asumir que las posibilidades de conversabilidad
entre antropologías están también basadas en un compromiso de
naturaleza subjetiva. Como muestra la historia de los proyectos ya
reseñados, una de las condiciones de posibilidad de una “antropolo-
gía mundial” depende de muy reales hombres y mujeres que tengan
capacidad, compromiso y hayan pasado por un proceso de sensibi-
lización cultural para actuar como intermediarios entre diferentes
antropologías.
A la luz del análisis de una parte del pasado de la antropología en
México, puede verse con escepticismo la utopía de una antropología
mundial. Sin embargo, el horizonte de tal antropología, como remarca
Fabian (2006), en términos de un “concepto flotante”, puede consti-

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Mechthild Rutsch

tuirse en un referente crítico e instigador de conocimientos de otras


antropologías y conocimientos hasta hoy invisibles.

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ahdi Archivo Histórico de la Dirección del inah, México.
ata Archivo Técnico de Arqueología, México.
ba Bundesarchiv, Koblenz, Alemania.
dfg Deutsche Forschungsgemeinschaft
avbfi Archivo Völkerkundliche Bibliothek, Frobenius Institut, Frankfurt/
Main, Alemania.
s.n.fs. sin número de fojas.

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Folklore charro y segundas
antropologías
La visibilización in/tolerable*

Ana Cristina Ramírez Barreto**

A finales de 1999, recién ingresada al doctorado en antropología social


en El Colegio de Michoacán, detuve en su paso a José Lameiras para
presentarme, pues el coordinador del Centro de Estudios Antropoló-
gicos me notificó que él sería mi asesor.
–¿Cuál es tu proyecto de investigación? –me preguntó.
–Charrería…
–¡Puaff! ¡Lo que me están mandando ahora!
No dijo más y siguió caminando. El tiempo mostró que Pepe era
un excelente lector y comentarista para este proyecto, pues entre
otras razones, él mismo había trabajado en la instalación del Museo
Nacional de la Charrería en el exconvento de Montserrat (DF), tenía
algunos años estudiando el fenómeno de la violencia en la literatura
costumbrista mexicana del xix (donde han surgido los términos charro
y jaripeo, especialmente en la obra de Luis G. Inclán, Astucia –1867–),
no le resultaba extraño el lenguaje ni acciones descritas, pues había
practicado equitación bajo la instrucción de militares (como todos

* Una versión de este trabajo fue presentada en el Coloquio Internacional Senderos de


la Antropología: Historias y Epistemologías, iia-unam, 18 y 19 de noviembre, 2008.
No habría sido posible terminar este artículo sin el apoyo del Conacyt a mi estancia
sabática en la Universidad de California en Santa Cruz, en el proyecto “Charrería,
relaciones de poder y cultura popular. El contexto desde el otro lado” (2009-2010). Por
sus comentarios y sugerencias, gracias a Mechthild Rutsch, a los colegas del Seminario
de Filosofía, Historia y Sociología de la Antropología Mexicana (deas-inah), a Gabriela
Arredondo y a Olga Nájera-Ramírez de ucsc.
** Facultad de Filosofía, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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Ana Cristina Ramírez Barreto

los que a la fecha son mayores de 60 años) y, finalmente, porque era


aficionado a las corridas de toros, con las cuales la charrería comparte
algunos elementos materiales y simbólicos.
Sin embargo, en ese primer encuentro su reacción fue la misma que
han tenido buena parte de connacionales haciendo antropología: la
charrería (los charros, las charras, el juego, su política) no era un objeto
o tema de interés antropológico en ningún sentido. ¿Por qué? Algo inte-
resante sucede cuando se exponen “ideas” virtualmente presentes pero
que, desde esa virtualidad, orientan las miradas. La reacción de Pepe
fue uno de los primeros signos que he venido recogiendo con los años
y que me permiten atisbar en el tema que aquí presento: cómo acer­car­
se, desde un proyecto epistemológicamente pluralista como el de las
segundas antropologías (Krotz, 2008),1 a la visibilización de agentes,
discursos y testimonios paraantropológicos que pueden resultar incómo-
dos, casi intolerables, por razones que no han sido sometidas a examen.
Una de esas razones para la invisibilización, según se me ha dicho,
“es que no hay bibliografía al respecto”, lo cual sólo refuerza la circulari­
dad del argumento que invisibiliza porque no ve “algo” que investigar.
Otra razón apunta a una estructura básica del trabajo antropológico:
su asimetría moral. Con esto me refiero a que el antropólogo se asume
como un mediador entre un ámbito racial, política y económicamente
hegemónico (el de la sociedad “mayoritaria”, donde no se hace antro-
pología) y sus sujetos de estudio, generalmente vulnerables y dignos de
simpatía, cuyas concepciones folk no serán criticadas por el antropólogo
sino sólo exploradas, explicadas, comprendidas y proyectadas, para su
mejor sobrevivencia y empoderamiento. La antropología militante,
comprometida ética y políticamente, ha asumido que trabaja con
gente vulnerable para contribuir a su sobrevivencia real y simbólica.
Los charros no se ajustan bien a esta estructura moralmente asimétri-
ca de cierto estereotipo de trabajo antropológico. También víctimas de
su propio estereotipo, se les representa en su expresión más ostentosa y
ornamental: caballos finos mantenidos en ciudades, atuendos costosos,

1
Krotz escribe “antropologías segundas”; yo me permito cambiar el orden de los términos
para ponerlos en consonancia con “segundo sexo”, término de larga genealogía y crítica,
que, como sabemos, se refiere al “sexo débil”, es decir, a las mujeres.

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Folklore charro y segundas antropologías

ocio y derroche.2 Además de no pasar por pobres ni marginados, con un


poco de memoria histórica se les podría reprochar el haber estado del
lado del poder político y económico, en contra del reconocimiento
de la diversidad cultural mexicana, y reforzar el discurso mestizofílico
y la homogenización cultural del Estado-nación mexicano. Es difícil
contribuir a la creación de nuevos modelos de coexistencia de la diver-
sidad cultural (Arizpe, 2006: 26) con agentes que parecen ser no sólo
políticamente incorrectos sino incorregibles, como veremos enseguida.3
Los antropólogos mexicanos consideran que los charros más bien
podrían ser estudiados por folkloristas. Pero ¿qué opinión les merece
el trabajo de folklore? Folklore es ya una mala palabra para la antro-
pología hegemónica,4 no sólo para la sustancializada, “originaria”,
metropolitana, sino también para las antropologías “derivadas”. Pa-
rece peor todavía si el folklore lo escriben y promueven los mismos
sujetos folklorizados, sin intermediarios académicamente legitimados.
Aún peor: si los sujetos folklorizados se representan “empoderados” y
abusivos –que es el entendimiento común de “charro”. ¿Puede haber
algo peor todavía? Sí: que se adjudique de manera espuria el rango de

2
En varias películas del nuevo cine mexicano el lienzo charro del Pedregal de San Angel
aparece como escenario de opulencia y vanidad mexicanista. Véase, por ejemplo, el inicio
de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001).
3
La corrección política ha sido una estrategia de lucha antidiscriminatoria, la cual demanda
que, empezando por el lenguaje, observemos críticamente las etiquetas que distinguen a
individuos y poblaciones en función de su sexo, color de piel, etnicidad, religión, posición
económica, labor, preferencias sexuales o condiciones físicas. La reacción de quienes
son llamados a la corrección política eventualmente es visceral y desproporcionada:
“Aunque ahora esté de moda decirles afromexicanos, sexoservidoras y homosexuales,
para mí no dejan de ser negros, putas y jotos” –me decía entre bromas y veras un defensor
de la incorrección política. Por otra parte, también se ha señalado la superficialidad de
corregirse lingüísticamente al tiempo que se conserva la lógica discriminatoria –el famoso
“chiquillos y chiquillas” en el sexenio del presidente Vicente Fox.
4
“Hegemónica” porque prevalece un juicio previo así como las prácticas que naturalizan
su condición de referente obligado, dándole un blindaje a prueba de cuestionamientos.
La capacidad para cuestionar y relativizar lo asumido como “buena antropología”, en este
caso, depende de nuestra aptitud para poner en suspenso el convencimiento “inmediato”
del que ésta goza.

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“emblema nacional viviente” y que en la práctica esta representación


distorsionada funcione muy bien.5
Acaso la visibilidad del conocimiento folklórico del charro mexi-
cano y sus prácticas resulte intolerable para las antropologías primeras
y segundas, locales y del mundo, del norte y del sur, del centro y la
pe­ri­fe­ria; visibilizar ese conocimiento no parece justificable ni por la vía
de la “vinculación social” de la disciplina ni por la vía del interés cien-
tífico. Con respecto a lo primero, no es justificable porque el charro no
es miserable, despojado, en vías de perder su lengua, usos y costumbres,
no necesita apoyo asistencial del gobierno; la suya es una “diversidad”
que no estaría en riesgo o que, de estarlo, sería prescindible a priori. Con
respecto a lo segundo, no es justificable porque es imposible confiar
en lo que los charros han escrito de la charrería; su visión de la histo-
ria de México y el mundo es una caricatura, oligárquica, nostálgica,
retrógrada y conservadora. ¿Cómo es que todo esto es ya sabido, si no
existe todavía un tratamiento antropológico de la charrería en Méxi-
co? Así suele funcionar un mecanismo hegemónico: con una parte de
razón y tres de poder sedimenta una visión de la realidad que resulta
convincentemente incuestionable.
Una exploración seria en este campo muestra una dimensión de la
historia cultural de la antropología en México que hasta ahora perma-
nece como ruido de fondo, sin materializarse como un tema de análisis
y discusión disciplinaria, si bien este hecho ya se ha mencionado antes.
Me refiero a la sistemática invisibilización y marginación de ciertos
testimonios y saberes que pueden tener relevancia antropológica en
5
El 24 de marzo de 2009 la Cámara de Diputados aprobó una iniciativa que demanda que
todos los niveles de gobierno otorguen total apoyo y facilidades fiscales para promover
la práctica de la charrería. El acuerdo fue aprobado por unanimidad, sin discusión ni
objeción alguna (véase la nota en la página de la Federación Mexicana de Charrería:
http://www.charreriafed.com/noticias/mar09/bol_mar24.htm). En ese mismo año, la
Fede­ra­ción Mexicana de Charrería le otorgó a Mario Marín, gobernador de Puebla, la Es­
pue­la de Oro, el máximo honor que concede a varones, por su “apoyo incondicional a
la charrería” (http://www.charreriafed.com/eventos/2009/pueaniv_dic12.htm). Durante
su periodo como gobernador, Mario Marín estuvo involucrado en la detención ilegal de
la periodista Lydia Cacho, luego de que ella expusiera redes de pedofilia vinculadas con
grandes empresarios y políticos en México. Implicado en este delito, Kamel Nacif pidió
a Mario Marín, “mi gober precioso”, que le dieran “una lección a la cabrona” (audio
disponible en http://www.eluniversal.com.mx/graficos/animados/EUOL/kamel-ok.html).

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Folklore charro y segundas antropologías

algún sentido. Por ello, recurro al marco interpretativo de las propuestas


de Escobar y otros sobre las antropologías del mundo, o la de Esteban
Krotz, antropologías del sur, propuestas que cuestionan las formas más
o menos veladas de exclusión del discurso antropológico no hegemónico.
En lo general y en múltiples detalles comparto plenamente esta base
de entendimiento de la Red de Antropologías del Mundo (wan por
sus siglas en inglés) y de la exposición que hace Krotz (2008). Creo,
además, que lo que enriquece una revolución epistemológica de voca-
ción pluralista, rizomática y dinamizadora de las formas estratificadas,
no reside en la contemplación de la crítica a la diferencia y la jerarquía
en abstracto, sino en poner a discusión las formas concretas en que se
construyen los estratos y se invisibilizan o silencian ciertos agentes y
sus saberes mientras se sobredimensionan las voces de otros. La forma
concreta que expongo aquí no incluye tanto las voces poderosas de
la antropología central como las voces desafortunadas, irritantes o
francamente exasperantes, los gestos, ridículos a veces, de quienes
finalmente fueron dejados atrás por la disciplina reconocida.
Me parece que el aporte que este trabajo hace a la discusión sobre el
proyecto de antropologías del mundo es su contribución al inventario
antropológico concreto con algunos datos poco conocidos todavía,
además de traer a discusión un prejuicio que eventualmente se tiene al
hablar de las formas de silenciamiento: con los así silenciados quizá no
haya empatía ni inmediata ni mediatamente. Cabría, pues, criticar la
espontánea categorización de los marginados de la política epistemo-
lógica como siempre dañados por una injusticia que debe ser reparada.
No se trata de darle un tratamiento moral o justiciero a la historia de
la antropología en México y sus relaciones con la no-antropología. Se
trata, por el contrario, de empezar a comprender un caso límite que
pone a prueba la capacidad dialógica de unos y otros.
En la primera parte de este trabajo hago un somero recuento del
sur­­gimiento y decadencia de los estudios de folklore en México; a la
par, destaco la polémica situación en la que perviven con respecto
a la academia consolidada. En la segunda parte me enfoco en los
folkloristas-historiadores charros de la primera mitad del siglo xx y
cómo su visibilización raya en lo intolerable incluso para los empeños
más pluralistas, planteando así un reto específico para el proyecto

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antropologías del mundo, que, con pocas excepciones,6 supone una


simpatía inmediata con los agentes invisibilizados y el consecuente
anhelo de hacerles justicia.
Expresando esto de manera gráfica en el polo opuesto a los testimo-
nios del folklore charro, tomado muy permisivamente como un bloque
homogéneo, se encuentran las epistemologías alternativas fuera de la
academia, usualmente silenciadas y generalmente sustentadas por muje-
res indígenas, en condición de pobreza y víctimas de las nuevas formas
de desaparición a principios del siglo xxi (Stephen, 2007: 65-68). Si
la intervención pluralista del proyecto quiere ser consistente, debe
reconocer ambos testimonios, no sólo el que sería “objeto de justicia”
desde el actual horizonte ético y político. Es preciso matizar dialógica
y pragmáticamente las circunstancias y metas de este reconocimiento.
Este trabajo ha sido escrito desde la experiencia y perspectiva de una
mujer feminista familiarizada con la charrería de manera previa a elegir­la
para el trabajo de campo, con estudios profesionales en fi­lo­so­fía (en
Morelia, Michoacán) y con estudios de posgrado en an­tro­po­lo­gía
social (en Zamora, Michoacán). Las limitaciones de mi experiencia y
perspectiva me sitúan en el cruce de varias líneas de “secundización”.
Como toda otra posibilidad, tiene sus desventajas, mismas que elijo
también sin reproche porque aprecio la visión del mundo que estos
márgenes me dan.

Antropologías del Mundo y la visibilización


de los otros agentes

Me resulta imposible hacer aquí un comentario a toda la literatu-


ra que se ha venido gestando sobre las llamadas antropologías del
mundo, “segundas”, periféricas o del sur, por emplear los términos

6
Es el caso de Josiah Heyman, “Activism in Anthropology: Exploring the Present Through
Eric R. Wolf ’s Vietnam-Era Work” (ponencia presentada en un congreso de la aaa,
Filadelfia, 2009), cuyo trabajo con militares y policías fronterizos norteamericanos cues-
tiona los supuestos antropológicos de empatía y solidaridad hacia los sujetos de estudio,
presentes en el código ético de la American Anthropological Association.

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Folklore charro y segundas antropologías

más usuales.7 En una apretada síntesis, éstas se caracterizan por pre-


tender la conciencia de la diversidad genealógica y la jerarquización
político-epistemológica en el campo disciplinario de la antropología;
por conocer e intervenir en los mecanismos de invisibilización o
silenciamiento que operan en el seno de las comunidades antropo-
lógicas del sur (Krotz, 2006: 9). Esta autoconciencia, asumida desde
situaciones no hegemónicas (o periféricas), devuelve a las antropolo-
gías “primeras” o del centro una visión de su propia contingencia,8 su
no-naturalidad como la antropología.
Cabe subrayar la dimensión práctica y política de esta revolución
epistemológica. Se está interviniendo, afectando, el campo socioe-
pistemológico al reconocer de manera crítica que el saber se legitima
(o no) en función de relaciones de poder, que la trama de distinción
e invisibilidad se perpetúa en la medida en que las diversas formas de
hacer antropología resienten su condición como disminuida o derivada
de otra a la que dan el valor de central o substancial –antropología
per se. Según el colectivo Red de Antropologías del Mundo (ram), el
principal objetivo de la Red es

…situar constantemente los horizontes epistemológicos, teóricos, metodo-


lógicos y políticos de la disciplina […] visualizar y fomentar modalidades de
antropología en toda su multiplicidad, dentro y fuera de la academia. Antes
que “mejorar” una antropología única al “corregir” sus “errores”, queremos
hacer visible las tensiones que hacen a la antropología posible (Colectivo
ram/wan, 2005).

Andrés Medina (1993) y Mechthild Rutsch (1996a, 1996b, 2007)


han contribuido al conocimiento de la historia inicial de la antropo-

7
Véase al respecto Cardoso (1988), Krotz (1993, 2006, 2008), Escobar y Ribeiro (2006),
Medina (2004: 232-234), y Restrepo y Escobar (2005).
8
Podría explorarse esta propuesta al hilo del Análisis del ser del mexicano, de Emilio Uranga,
quien empleó el par categorial de sustancia/accidente para mostrar que la accidentali­dad
como marca de identidad del mexicano frente al europeo revela que la sustancialidad del
otro (el europeo) es una ilusión. Apuntaríamos hacia una reflexión que reconoce su
historia al margen de la Historia y, cuestionando esta centralidad, no escribe desde el
sentimiento de inferioridad (o resentimiento) ni se queda “patinando” en esa relación
jerárquica. Véase Vieyra (2008).

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logía en México, a finales del xix y principios del xx, lo cual permite
anclar en referencias concretas las reflexiones sobre los momentos
iniciales de los estudios antropológicos, sus contextos, la dialéctica
entre lo local y lo global, y la consolidación del Estado nacional.

Antropología y folklore: una matriz común


y dos destinos divergentes

Una expresión contundente del sentido peyorativo del término “fol­


klore” la tenemos en el texto de Krotz (2006: 10 y 16; 2003: 86-87),
donde acuña el sustantivo “folklorización” para referirse a un resulta-
do de los mecanismos de invisibilización de las antropologías del sur.
Da a entender que “lo folklorizado” es, lógicamente, de escaso valor
epistemológico. Asimismo, el estatus de los estudios de folklore es
polémico, al punto que a la unesco le tomó más de 30 años (desde
1972 hasta 2003) formular un concepto que permitiera ampliar la no-
ción de patrimonio cultural más allá de las monumentales piedras con
valor histórico, y visibilizar así los cambiantes hechos culturales de la
cotidianidad vivida; para ello echó mano del concepto de “patrimonio
cultural inmaterial o intangible” (Arizpe, 2006: 22). Éste intenta supe-
rar los escollos que representan los términos “tradición” y “folklore”:

El término “tradición” opaca las raíces contemporáneas o multiculturales de


muchas prácticas y detiene las habilidades creativas de los grupos que de forma
legítima demandan una libertad cultural para cambiar lo que decidan. Peor
aún, al omitir el contexto que le confiere significado a los objetos y actividades
rituales y festivas, el concepto “folklore” fragmenta las prácticas culturales hasta
volverlas sólo piezas de museo (Arizpe, 2006: 23; véase también la discusión
de “patrimonio cultural intangible” que hace Herrejón, 2007: 322-324).

Desde luego, la misma comunidad de estudiosos del folklore ha


tematizado su estatus como mala antropología o no-antropología. En
América Latina esta comunidad vivió una fuerte escisión y se planteó la
necesidad de su renovación (Paredes, 1972). Pero el problema persiste.
Doy otro ejemplo: en 2005, a través de la lista H-Mexico (28/09/2005)
se nos informaba que

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Folklore charro y segundas antropologías

El Instituto Panamericano de Geografía e Historia, organismo especializado


de la oea, nombró recientemente al historiador mexicano, [doctor] Boris
Berenzon, como nuevo director de la revista Folklore Americano, reafirmando
con ello la continuidad del esfuerzo realizado desde hace más de 20 años para
la publicación de esta revista. Con este nombramiento se estableció una nueva
organización y un prestigioso comité editorial [Miguel León Portilla, Lourdes
Arizpe, Georgina Calderón, Catherine Walsh, Walter Mignolo, Carlos Barros,
Norman Simms, Nelson Maldonado-Torres].
Al tiempo que asentaba el nuevo entendimiento que el comité edito­rial
quería darle al concepto de folklore:

En esta nueva etapa Folklore Americano intenta rebasar los límites establecidos
por la propia etimología de la palabra y de antiguos conceptos antropológicos para
adentrarse en una más amplia y plural visión de la cultura que se produce
en todo el continente americano, que incluya también la mirada retros-
pectiva y contemporánea de los campos intelectuales, la comunicación, la
cultura de masas, el dialoguismo, la vida cotidiana, la identidad, el género,
la hegemonía y la globalización, la literatura, la religión, la teoría crítica,
hasta la concepción de la cultura como objeto intangible, como formas capaces
de inspirar y aprehender tanto una visión de conjunto y de comparación de la
producción cultural americana, así como de la divulgación de las nuevas formas
de entender las ciencias sociales [las cursivas son mías].

Varios autores han desarrollado ya el tema de la raíz ilustrada y


romántica de una matriz común a la antropología y a los estudios de
folklore, remitiendo esta raíz de manera más o menos directa a la obra
de J. G. Herder (1744-1803), misma que se configuró en un diálogo difícil
con sus maestros Hamann, Rousseau y Kant.9 De manera explícita,
Andre Gingrich (2005) sostiene que

La obra de Herder dejó un legado contradictorio para la antropología, tanto


local como internacionalmente […] enfatizó el lenguaje, las costumbres y
mentalidades de una manera particularista, pero no incluyó ninguna con-
sideración de la raza u otras propiedades supuestamente eternas. Además,
el concepto de Kultur de Herder enfatizó la observación y la experiencia.
Todas estas prioridades contribuyeron posteriormente a inspirar el surgi-

9
Al respecto véase Dempf (1932), Spencer (1997), Mayos Solsona (2004), Heinz (1999),
Hausheer (1996), Galinier (2007), Denby (2005) y Zammito (2002).

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miento de los estudios de folklore o Volkskunde, y, desde luego, de algunos


antropólogos alemanes de inicios del siglo xix, como Theodor Waitz y, más
tarde, el joven Boas (Gingrich, 2005: 73).

El mismo autor sigue la trayectoria, a mediados del siglo xix, a la


bifurcación entre los estudios de folklore y la etnología/etnografía
(Völkerkunde) y el auge de los estudios de folklore, académicos o de
amateurs, que recogían el habla del pueblo en las zonas rurales. Hacia
principios del siglo xx se destaca la figura de Leo Frobenius, exponien-
do una noción “mística” de morfología cultural que, sin embargo, se
asentaba en el trabajo de campo y la recolección de información “viva”
(Gingrich, 2005: 107-109).10

Inicios de los estudios de folklore en México

En su artículo de revisión sobre 50 años de investigación folklórica en


México (1953), Vicente T. Mendoza reconoce el impulso pionero de
García Izcalbaceta11 y, muy notablemente, el de Nicolás León (n. Quiro-
ga, Michoacán, 1859-1929). Este último publicó en 1907 su lección 56
de la cátedra de Etnología en el Museo Nacional de Mé­xico, un cua­
der­ni­llo-guía basado en la definición de folklore de la Asociación Fol­
klórica de Londres, que abarcaba sus rubros, temas, bibliografía básica
y metodología para la recolección en campo de material folklórico.
Con esta guía se despertó cierto auge de los estudios de folklore que,
si bien no eran profesionales, trataban de apegarse a los cánones de
las asociaciones científicas.
Mendoza (1953: 88-93, 105) da noticia de tres fundaciones de la
Sociedad Folklórica Mexicana. La primera en 1914, a consecuencia
de la cátedra sobre folklore general que impartió de 1913 a 1915 Pedro

10
Parkin (2005: 180-232) y Burke (2004) también destacan la matriz común, la bifurca-
ción, la invisibilización (p.e. de Arnold van Gennep) y la deseable revinculación de
antropología e historia con los estudios de folklore.
11
Autor de obras de provincialismos o mexicanismos, para cuya recopilación fue central el
libro de Luis G. Inclán, Astucia (1865). Como en otros países, en el siglo xix la literatura
costumbrista asumió el papel de registro y puesta en valor del habla popular, eventual-
mente calificada de inculta. Véase Novo (1946), Castro (1994), Glantz (2010).

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Folklore charro y segundas antropologías

Henríquez Ureña; se fundó por iniciativa del poeta Severo Amador y


del profesor Higinio Vázquez Santa Ana. En 1916 se fundó por segunda
vez, “a la sombra de la redacción de Revista de Revistas”, promovida por
Nicolás Rangel (fundador de la Academia Mexicana de la Historia,
impulsor del teatro popular y a quien se debe la historia del toreo en
México), Rubén M. Campos y Miguel Othón de Mendizábal. Final-
mente, en 1938 se funda por tercera ocasión la Sociedad Folklórica de
México, primero como una sección dentro de la Sociedad Mexicana
de Antropología y luego independizada. Publicó su Anuario desde
1940 hasta 1957.
Mendoza destaca la especialización y la continuidad entre los logros
de la revista:
pueden distinguirse desde modestas aportaciones y recuerdos hasta trabajos
que acusan ya una técnica, notándose en los ocho volúmenes publicados [en
1950] una mejoría gradual a medida que el estudio, la observación, la lectura
de obras especializadas y sobre todo la enseñanza de verdaderos maestros de
fol­klore, han ido perfilando a los miembros de esta Sociedad como verdade-
ros in­ves­ti­ga­do­res en la materia, ya en el campo, ya en las bibliotecas, ya en
los ar­chi­vos (Mendoza, 1953: 106).

El marco teórico de las investigaciones folkloristas de la Asociación


se nutrió con los aportes de la disciplina en la época: el argentino Raúl
Augusto Cortázar, Ralph Steele Boggs12 y, desde luego, Leo Frobenius
y su noción de cultura como paideuma (Rodríguez, 1953: 45). Virginia
Rodríguez de Mendoza, destacada folklorista mexicana y secretaria
perpetua de la Sociedad Folklórica de México, cierra su contribución
en Aportaciones a la investigación folklórica de México reforzando la es­
tra­tificación de saberes y funciones:
La materia folklórica es del pueblo, de él emana y vuelve a él ya debidamente
catalogada, clasificada, comparada y estudiada por los técnicos. El informante,

12
Destacado bibliógrafo y curador de Folklore of/de/las Americas; fundó el primer doc-
torado interdisciplinario con opción en estudios de folklore en la Universidad de
Carolina del Norte (1944). En los años cuarenta impulsó la creación, resurgimiento y
comunicación de sociedades folklóricas en Iberoamérica; la de México fue la primera
(1938). Fue también miembro del comité editorial de Folklore Americano, del Instituto
Panamericano de Geografía e Historia.

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por excelente que sea, jamás podrá llegar a ser un técnico; sabe de memoria sus
materiales, pero no comprende cómo pueden ser utilizados dentro del campo
de la ciencia del folklore, ni necesita saberlo (Rodríguez, 1953: 46).

Esta estratificación ya pone en problemas a quienes, como los cha­rros


folkloristas, ocupan ambas posiciones, por gusto o por necesidad, pues
no hay otro técnico que le dé valor a lo que saben como informantes.
Así, con las luces y sombras con que cuente, hace sus aportaciones, a
veces muy pertinentes y casi siempre políticamente incorregibles; es
decir, ofensivas, como veremos enseguida en el “teso­ro” de refranes
charros.

Charro, políticamente incorregible

Los charros han sido apasionados promotores del folklore campirano


desde un imaginario que pone sus puntos de referencia en unos cuantos
pilares: ellos han sido los héroes de todas las gestas patrióticas, han sido
miembros de la aristocracia cuando México fue reino de España y la
nobleza del pueblo desde que es República mestiza. Las fiestas patrias,
charreadas y jaripeos que frecuentemente se realizan en nuestro país son
momentos propicios para repetir este dogma nacionalista que adquiere
diversos tonos y coloraciones dependiendo de las circunstancias y la
cantidad de alcohol ingerida. Esto no resulta extraño, tratándose de un
espectáculo agonístico, de lucha, centrado en la valoración estética y
deportiva de los efectos de la violencia ejercida hacia el ganado mayor.
Algunos charros, los menos, con estudios antropológicos formales
han incursionado en lenguas indígenas y ubicado los nahuatlismos
y otros provincialismos con los que se construye semánticamente la
multifacética práctica charra. Soportan mal las interpretaciones que
hacen los “tinterillos catrines”, cuando las hacen (Rincón, 1939). Así
por ejemplo, Leovigildo Islas Escárcega, charro y miembro de la Aso-
ciación Folklórica de México, luego de mucho batallar para conseguir
los recursos necesarios pudo publicar su Vocabulario campesino nacional.
Objeciones al Vocabulario Agrícola Nacional publicado por el Instituto Mexi-

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Folklore charro y segundas antropologías

cano de Investigaciones Lingüísticas en 1935.13 Diez años pasaron entre la


publicación de la obra del “lingüista catrín que sabe sólo de oídas de
lo que escribe” y las correcciones que le hace Leovigildo Islas desde la
“certeza de la vivencia”, es decir, gracias al trabajo de campo en el campo.
Las charreadas, las competencias donde los charros muestran su
destreza para dominar ganado en fuga, son eventos deportivos donde el
locutor ameniza los prolongados “tiempos muertos”14 leyendo al micró-
fono todo eso que ha constituido el material folklórico por excelencia:
los dichos y refranes charros. Los libros de charrería los han atesorado
al punto que ya contamos con varios cientos de ellos. La sabiduría
charra está plagada de alusiones al dominio de unos sobre otros; el
dominio del charro (que siempre es el sujeto emisor y el destinatario
del refrán) sobre las bestias, sobre algunos otros varones (catrines,
pendejos, tinterillos, indios, mulatos) y sobre todas las mujeres. Cito
algunos tomados de la sección de refranes en Islas Escárcega (1969:
137-179). No creo necesario glosarlos:

A la mujer y a la mula, a palos se han de vencer.


Al mal caballo pega la espuela y a la mala mujer, palo que duela.
A mujer y mula, dar duro si no recula.
Caballo manso tira a penco, mujer coqueta tira a puta y hombre
prudente a pendejo.
Caballo que al ver la yegua no relincha, o está cansado o le aprieta
la cincha.
Con mulos y mulatos, sólo a ratos.
De que la madre es de paso la hija hasta el cincho azota.
El caballo para el caballero, la mula para el mulato y el asno para
el indio.
El que presta a la mujer para bailar o el caballo para torear no tiene
nada que reclamar.
Gallo, caballo y mujer, por la raza has de escoger.
Indio que fuma puro, ladrón seguro.

13
Esta obra recibió el apoyo del entonces titular de la Secretaría de Agricultura y Fomento,
ingeniero Marte R. Gómez.
14
El tiempo en que “no pasa nada” pues los arreadores o los corraleros están poniendo en
suerte a las bestias.

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Ana Cristina Ramírez Barreto

Indio llorón, siempre bribón.


Injurias de puta y coces de mulo, no implican agravio alguno.
La mujer y el caballo, más quieren freno que espuelas.
La mujer vale por la honra, el buey por las astas y el hombre por la
palabra.
Las coces de la yegua son amores al caballo.
No hay mujer fea, lo que hace falta es más tequila.
Sin espuelas y sin freno, no hay caballo bueno.

Una historia de la discriminación en México, por condiciones de


raza, sexo y especie, debería incluir las locuciones que públicamente se
han recitado en estos eventos charros, con frecuencia ante autoridades
civiles, militares y religiosas, con el beneplácito y fruición de buena
parte del auditorio. De ninguna manera debe entenderse que personas
concretas puedan ser señaladas de racistas o sexistas. No me atrevería
a sostener esto ni aun tratándose de los locutores de las charreadas,
quienes en un ejercicio de dedicación concienzuda se dan a la tarea
de colectar folklore charro y leerlo en público. Estas lecturas y formas
políticamente incorrectas de amenizar las charreadas han propiciado
debates dentro del cuerpo colegiado de locutores de la Federación
Mexicana de Charrería; con el tiempo se han dado directrices para la
locución de las charreadas (no decir groserías, no hablar de indios),
que se respetan o no dependiendo de la hora, lugar, y bebidas ingeridas
(Ramírez, 2005: 144-145); así, se reconocen ya diversos matices regio-
nales, donde el ambiente de las charreadas es “más familiar” o donde
es más bravo e irrespetuoso. Es posible que en las charreadas se corrija
con mayor eficacia el discurso racial o étnicamente ofensivo, pero el
sexismo en diferentes grados sigue siendo un elemento que muchos
locutores consideran irrenunciable si se trata de armar un ambiente
festivo y no sólo dar puntuaciones de la competencia.15

15
Sobre vaquería y machismo en México véase Gutmann (1998).

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Folklore charro y segundas antropologías

Nota sobre la literatura charra en México

A grandes rasgos, sobre la charrería mexicana se ha escrito en tres tipos de


documentación histórico-antropológica: la escritura de los mismos
charros o afines, la de historiadores y la de antropólogos culturales.
Los participantes en la charrería han escrito con pasión e intención
de que aparezcan en su relato los referentes que el autor aprecia más
y que o bien reitera de otras fuentes (sin citarlas) o bien le parecen
injustificadamente marginados. Aunque este es el más abundante de
los tres tipos de literatura sobre charrería, enfrenta varias dificultades:
una es la rareza con que la pasión por escribir finalmente cristaliza
en una publicación; otra es que no existe una comunidad epistémica
charra que genere, lea, critique y difunda las obras. Así, este tipo de
documentos son principalmente refritos de las pocas “historias” o tra-
tados de charrería publicadas en la que llamo “primera generación”:
un periodo corto de tiempo –1923 a 1950, aproximadamente– en el
cual se dio un esbozo de dicha comunidad epistémica charra, ligada
con la Sociedad Folklórica de México y con los estudios ecuestres de
los militares (especialmente los promovidos bajo el auspicio del ge-
neral Joaquín Amaro) que tenían una meta afín a la política cultural
de la época. Tal meta era posicionar la equitación mexicana –charra,
militar o civil– en el mapa “universal” de las tradiciones ecuestres con
expresiones vivas y en competencia, y que como tal fuera reconocida en
México y el mundo. En esta primera generación de escritores charros
ubico los trabajos de Rincón Gallardo (1923, 1939), Cuéllar (1931),
Lepe (1939, 1951), Álvarez (1941) e Islas Escárcega (1945). Estos
autores publicaban con más frecuencia en periódicos, semanarios y
revistas especializadas en temas charros, folklóricos y ecuestres.
Por otra parte, algunos de los reconocidos victoriosos militares
revolucionarios estuvieron vinculados al ethos charro (Palomar, 2001)
de manera muy directa por afinidad deportiva o profesional. Algunos
fueron charros, de práctica y atuendo, como los generales de división
Manuel, Maximino y Rafael Ávila Camacho, Roberto Cruz, Calixto
Contreras y Pascual Ortiz Rubio (Asociación de Charros de Puebla,
1982; Rodríguez, 1988). El general Emiliano Zapata también fue charro
de práctica y atuendo pero no salió vivo de la democracia militarizada

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Ana Cristina Ramírez Barreto

posrevolucionaria y, consecuentemente, no resultó un personaje có-


modo para los cronistas charros de las décadas nacionalistas ni los de
las décadas antiagraristas.16
Para otros militares, la charrería estuvo dentro del amplio rango de
sus intereses profesionales y aficiones. Entre ellos destaca el general
Joaquín Amaro, apasionado de todo lo ecuestre pero especialmente
del polo (Revista de Equitación, 1930-1931). A inicios de 1921, Amaro
contrató al profesor Higinio Vázquez Santa Ana como su maestro y
“asesor en todo tipo de lecturas” (Loyo, 2003: 95). Vázquez Santa Ana
fue un impulsor del folklore como cultura nacional; consideró que “el
folklore patriótico ha sido un medio propicio para mantener en el alma
del pueblo culto a todos los héroes que nos han dado patria y libertad”
(Vázquez, 1940: 166). Otro fue Alfredo B. Cuéllar (n. Piedras Negras,
Coahuila, 1892-1964), probablemente familiar del general Rafael Cué-
llar, inspector general de Rurales, jefe muy acreditado “por su lealtad y
su valor” desde la guerra de intervención (Torrea, 1955: 47). Alfredo
B. Cuéllar fue presidente de la Asociación Nacional de Charros, del
Comité Olímpico Mexicano y miembro de la Sociedad Fol­klórica
de México; junto con Moisés Sáenz propuso que previo a la realiza-
ción de los Juegos Olímpicos se realizara una competencia regional:
los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Los primeros se realizaron
en México en 1926; Moisés Sáenz era entonces subsecretario de Edu-
cación Pública de México (González, 1964: 26-27; Pérez Montfort,
2000a: 43-50).
Después de la primera generación de escritores charros, con los
estudios de folklore relativamente sumidos en el descrédito académico
a nivel mundial17 y con la charrería en un limbo entre el arte popular
y el deporte, la siguiente generación no atinó sino a repetir las viejas
16
Sólo dos de entre trescientas asociaciones de charros registradas en 2002 en la Federación
Mexicana de Charrería llevaban el nombre de “Emiliano Zapata”, una de ellas en Estados
Unidos.
17
La bibliografía referida a este proceso histórico-epistemológico es ya amplia, muy relevante
y a veces apasionada. Véase por ejemplo Paredes y Bauman (1972); Carvajal (1990);
Bialogorski y Cousillas (1992); Nájera-Ramírez (1997); Johnson (2002); Burke (2004).
Sobre los estudios de folklore en México véase también: Rincón (1939); Islas Escárcega
(1945); Mendoza (1953); Rodríguez Rivera (1967) y las varias obras de Herón Pérez
Martínez, entre ellas, la más reciente (2005).

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Folklore charro y segundas antropologías

historias/tratados de su afición y sus mismos puntos ciegos, justificada


en el mismo estribillo: por amor a México, por amor a la tradición.
Si hay conflictos de paradigmas interpretativos o debates sobre las
narrativas y las políticas charras –que sí los hay, en abundancia y muy
enconados– éstos no han aparecido en los libros que de vez en cuando
escriben y publican los charros y sus afines. Cada libro empieza la mis-
ma historia desde cero abordada con más ánimo laudatorio que con la
intención de confrontar perspectivas teóricas o aportar información
nueva, especialmente sobre mujeres, bestias y conflictos. Con todo,
este tipo de obras merecen una lectura atenta por parte de los investi-
gadores, de tal forma que su insistencia en el valor cultural, histórico,
nacional, personal, etc., también quede comprendida y no devaluada
a priori por ser, supuestamente, tan sólo la versión de los involucrados,
finalmente amateurs del folklore.
Más recientemente se ha venido desarrollando un segundo tipo
de literatura sobre charros en la línea de la historia deportiva, la his-
toria cultural y la historiografía de la cultura popular. Joseph Arbena
(1986, 1988, 1991) ha seguido con cuidado la “evolución” del deporte
moderno en México analizando su conexión con el sistema mundial
capitalista y con las costumbres y referencias morales de las naciones.
Por su parte, Mary Lou LeCompte (1985, 1986, 1994) ha subrayado,
con precisión y acuciosidad, las raíces hispano-mexicanas –y charro-
taurinas– del rodeo (norte)americano. Richard Slatta (1990) ha ela-
borado un mosaico histórico y comparativo de las diversas prácticas
vaqueras en el continente americano. Los trabajos de Ricardo Pérez
Montfort (1994a, 1994b, 1994c, 1998a, 1998b, 2000a, 2000b) y Tania
Carreño King (2000a, 2000b) revisan críticamente el contexto históri-
co, político y social de las narrativas charras en México, advirtiendo la
conexión entre la construcción de los estereotipos nacionalistas (entre
ellos, el del charro y la china poblana en un lugar preponderante) y las
empresas de la cultura popular (cine, radio, prensa, festivales y conme-
moraciones orquestadas por la Secretaría de Educación Pública) en la
primera mitad del siglo xx en México. Se trata de trabajos originales
basados en investigaciones serias que arrojan luz sobre las condiciones,
medios y personajes que elaboraron el discurso nacionalista mexicano.

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Ana Cristina Ramírez Barreto

Un tercer tipo de literatura sobre charros tiene orientaciones


antropológicas y, salvo excepciones, la realizan investigadores en
centros académicos del extranjero. Estos estudios antropológicos que
han abordado la charrería mexicana lo han hecho desde un amplio y
heterogéneo marco teórico “interpretativista”. Con trabajo de campo
realizado entre 1990 y 1991 en Arizona, Texas –Estados Unidos– Salti-
llo y el Pedregal de San Angel –México– Kathleen Sands (1993, 1994,
1997) se ha apoyado en la antropología del performance impulsada
por Victor Turner, para ver la charreada como una dramatización de
eventos y conflictos importantes donde se enarbolan los elementos
más valorados de la historia y cultura mexicanas (Sands, 1993: xiv-
xv). Olga Nájera-Ramírez (1994, 1996, 2000, 2002) ha seguido una
línea antropológica que combina los estudios de folklore con la crítica
cultural atenta al ejercicio del poder en cuanto a clase, género –“la
construcción social de la diferencia sexual”– y nación en el contexto
de los méxico-americanos aficionados a la charrería en California. En
una línea semejante, Cristina Palomar Verea (2000a, 2000b, 2001,
2004) explora en Los Altos de Jalisco cómo en el performance charro
la mexicanidad y el género son construidos y puestos en escena como
ideales a encarnar, incorporándose así a los procesos actuales de sub-
jetivación y de identificación. En esta línea hacen otro tanto Vaca y
Alarcón (2006) y Medina (2009). Por su parte, los antropólogos fran-
ceses Dominique Fournier (1995, 2000) y Frédéric Saumade (2001)
han interpretado diacrónicamente la información obtenida tanto de
fuentes secundarias como en su trabajo de campo (en Puebla, Hidalgo,
Tlaxcala, Nayarit y D.F.) y han elaborado interesantes esquemas que
vinculan etnicidades, jerarquías y regiones de México con las “lógicas
culturales” de las tres tauromaquias que identificaron: corrida de toros
(según el canon andaluz), charreada y jaripeo.

Valores cambiantes: de rusticidad a hombría


de bien y de ahí a corrupto, abusivo

Charro/a según el Diccionario de Autoridades (1729) es un término


euskera empleado ya en el siglo xviii para referirse a la gente aldeana,
rústica, de “mala crianza y sin policía”. A mi parecer, el nuevo valor

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Folklore charro y segundas antropologías

del término “charro” (casi sinónimo de héroe nacional) arraigó, se re-


significó y difundió en el territorio americano durante la primera mitad
del siglo xix, gracias a los varones Rincón Gallardo de ese periodo;
especialmente José María Rincón Gallardo (1793-1877), charro realista
en tiempos de insurgencia, charro mexicano en el Primer Imperio, la
República y el Segundo Imperio (Ramírez, 2005).
Ahora bien, en esta línea de narrativas doy un par de ejemplos que
ilustran el orgullo de ser buen charro. El primero está tomado del Diccio-
nario de Asuntos Hípicos y Ecuestres (1951), del mayor José Ignacio Lepe,
hijo de Filemón Lepe, notable charro originario de Jalisco y que tuvo a
su cargo el Cuerpo de Rurales del bosque de Chapultepec, entre otros
méritos (Agraz, 1986). La entrada de charro en el Diccionario de Lepe
es, sin duda, la más extensa, lírica e ilustrada con imágenes de charros
y charras, entre quienes destacan las fotografías de Filemón Lepe y
Rosita (padre y hermana del autor):

…la charrería, el conglomerado de hombres de a caballo del campo, ha partici-


pado e influido directa o indirectamente, al logro del incremento en general
de todo lo que significa prosperidad. Hojeando las páginas de la Historia,
seguramente encontraremos la confirmación de estas aseveraciones y será
fácil comprobar cómo a la par, hombro con hombro con los más altos valores
humanos de la República, siempre se han encontrado a charros ocupando
su lugar de hombres de bien, de hombres conscientes de sus deberes y sus
derechos (Lepe, 1951: 94).

Advirtamos que Lepe centra la atención en una condición de vida


y trabajo (diríamos ethos en su sentido originario griego, como se re-
cupera en el prefijo del término “etología”) que no es otra sino la que
ya se registraba desde el Diccionario de Autoridades (1729), es decir, la
condición rústica, de vida en el campo. Asimismo, Lepe vincula a este
modo de vida y trabajo, virtudes y valores que considera justamente
reconocidos en el carácter de emblema nacional:

No es una simple casualidad, por emoción de carácter romántico o de leyenda


popular, que la apuesta y gallarda figura del típico jinete ha llegado a ser el
símbolo y el emblema de la nacionalidad mexicana, sino como resultado
de colocar justamente en el sitio que merece, a quien ha sabido ganarse la

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Ana Cristina Ramírez Barreto

simpatía y el afecto populares, por derecho propio. –la moral del charro.
Es fácil entender y deducir que la vida que el ranchero lleva en el campo aco-
metiendo faenas rudas y a veces peligrosas, teniendo que defenderse y bastarse
a sí mismo, siempre en contacto directo con la naturaleza, su magnificencia
y sus bellezas, con los potros cerreros y los novillos bravos, hagan de él un
hombre decidido y arrojado, pero a la vez cuidadoso de sortear los peligros y
problemas con buen juicio (Lepe, 1951: 94).

Los elementos de esta caracterización acercan nítidamente virtud


y virilidad (que ya de por sí tienen la misma raíz etimológica) y hacen
de la rusticidad del vaquero una fuente de masculinidad ejemplar:
autosuficiente, decidido, arrojado, cuidadoso y de buen juicio.
Advirtamos también que en este discurso sobre la hombría de bien
del varón de campo están presentes las bestias. Las mencionadas en la
cita anterior introducen los elementos de salvajismo, bravura y peligro
contra los cuales se templan las virtudes del charro. Pero enseguida
introduce en otro tenor la presencia activa del caballo domado y
arrendado:

El trato y convivencia constante con el caballo, animal cuyas características


psicosomáticas son de nobleza y de lealtad legendarias, se refleja sin duda sobre
el carácter y la psicología de este caballero de la llanura y de la serranía, del
rancho y de la población, haciéndolo reflexivo, desarrollándose instintiva-
mente su sentido de dignidad y de responsabilidad (Lepe, 1951: 94).

En estas líneas Lepe atribuye cualidades al caballo de las que pueden


beneficiarse los caballeros. Esta es una perspectiva que si bien tipifica
antropomórficamente dichas características equinas (“nobleza” y “leal-
tad”) da a entender, no obstante, que la influencia psicosomática no
es unidireccional, no va sólo del caballero hacia el caballo sino que
del caballo también aprende el caballero “su sentido de dignidad y de
responsabilidad”.
Finalmente, observemos que Lepe aborda las actividades y el modo
de ser dentro del “escalafón” charro: el caporal, el arrendador, el
vaquero y el arriero. Introduce a este último con mucha convicción,
como si respondiera a las objeciones que le restan al arriero “signifi-
cación social” (Lepe, 1951: 97) o carácter de charro, por considerarlo

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Folklore charro y segundas antropologías

empobrecido y “de a pie”. Destaco así que en este discurso el tema


del atuendo y la región (Jalisco en México o Salamanca en España)
ni siquiera sale a relucir frente a los puntos que Lepe avanza como
capitales: la hombría de bien ligada al ethos rústico y a la convivencia
con el ganado mayor, bruto o amansado. La obsesión por el atuendo
reglamentario y estandarizado se volverá asunto de los mismos charros
hasta la segunda mitad del xx.
El segundo ejemplo va en el mismo sentido pero resulta ligeramente
distinto al anterior, por cuanto no viene de alguien de quien podríamos
sospechar que es un charro con el entendimiento ofuscado, sino que
son palabras de un intelectual disciplinado y reconocido. El siguiente
argumento está tomado de Daniel Cosío Villegas, el fundador de El
Colegio de México, según la biografía intelectual que, mediante en-
trevistas, le escribió Enrique Krauze:

En Colima, donde la familia Cosío Villegas vivió entre 1906 y 1910, el primer
adiestramiento fue la charrería: “Colima, mucho más que Jalisco, era tierra de
charros y de buenos charros. Los mejores charros de Jalisco eran de Colima…
A mí mi padre me compró un caballo y me enseñó cómo se atendía, cómo se
mantenía limpio, cómo se trababa una relación de amistad con la bestia, cómo
se la manejaba, cierto orgullo de ser buen charro, una gente bien plantada
que manejaba con destreza al caballo”. Del montar a caballo, del cuidarlo
y servirse de él como medio de transporte y lucimiento, se habría derivado,
según la autoteoría de Cosío, una noción de independencia y dominio de sí
mismo, la formación de una personalidad propia que siguió moldeándose a
través de pequeños trabajos asignados por el padre, más que por efecto de la
educación formal (Krauze, 1980: 13-14).

Desde luego, esto es parte puntual de una biografía intelectual y


no una extrapolación de su experiencia personal a la historia de la
soberanía nacional como salida esta última de las reatas de los charros;
pero incluso a este nivel se reiteran algunos de los elementos que ya
habíamos destacado del discurso de Lepe: “una relación de amistad con
la bestia”, “una noción de independencia y dominio de sí mismo”. Po-
dría resultar aristotélicamente imposible esto de trabar “una relación de
amistad con la bestia”, por cuanto según Aristóteles la amistad sólo es
posible entre hombres iguales; no es posible con esclavos, con mujeres o

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Ana Cristina Ramírez Barreto

con brutos irracionales. Entre desiguales la forma general de relación es


la dominación de uno al otro, el sometimiento por medio de violencia
legítima que ejerce quien sea superior así como la resistencia y necia
rebeldía de quien sea inferior. En el caso que nos ocupa, la relación es
innegablemente de dominio; es precisamente doma y educación del
caballo, el “hacerlo a la rienda” y que obedezca prontamente al jinete.
¿Cómo podría hablarse de “amistad”? Krauze sólo da testimonio de
lo que dijo Cosío Villegas; tenemos que interpretar cómo podría ser
una relación entre desiguales análoga a la amistad aristotélicamente
perfecta, la cual no sabe de domesticaciones, coerciones, fuerzas ni
violencias… –dicho esto irónicamente.
Así, le concedo a la “autoteoría” de Cosío Villegas el crédito sufi-
ciente como para no devaluarla a priori. Es una referencia problemática
de elucidar, una interesante ficción con rastros de verdades situadas y
parciales, mucho más mesurada que el discurso de Lepe pero que corre
al hilo del mismo por lo menos en cuanto a las virtudes formativas del
aprender a relacionarse adecuadamente con una bestia.
Al parecer, los desaires en acto o por omisión darían el principal
aliento tanto para la organización de los clubes nacionalistas o asocia-
ciones charras (Rodríguez, 1988: 267; Chávez, 1991: 52) como para
la investigación folklórica y comparativa en el tema de la charrería
mexicana. Así, “Los primeros caballos y los jinetes en México”, un
extenso artículo de Alfredo B. Cuéllar, fue publicado en la Revista de
Equitación (1931) dirigida por el general Joaquín Amaro, al cual se
anexó el siguiente mensaje del editor:

Nos permitimos hacer nuestras las galanas y emotivas líneas del anterior
artículo […] para fundar una justa observación a la obra del Sr. Gustavo Le
Bon titulada “La equitación actual y sus principios” [1923]; que al hablar de
muchos jinetes notables por el regionalismo de su equitación, por sus cono-
cimientos, por ser hombres de a caballo por tradición, y por su gran cariño a
este noble animal, omitió, no sabemos por qué motivo, el referirse a nuestros
jinetes mexicanos –de renombre y fama mundiales (en Cuéllar, 1931: 27).

Gustave Le Bon (1841-1931), el famoso médico y psicólogo social


que desde finales del xix hizo de la investigación en la “psicología de los
pueblos” un programa científica y políticamente relevante, no expuso en

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Folklore charro y segundas antropologías

su obra el estereotipo del charro mexicano. Su obra y esta omisión influ-


yeron al punto que tendrían que ser los propios intelectuales mexicanos,
charros o afines a ellos, acompañados por algunos militares, políticos y
artistas, quienes se dieran a la tarea de llenar esta laguna construyendo
el estereotipo del charro para representar a la identidad nacional mexi-
cana. En parte, esta fue según Bartra la “nefasta influencia [de Le Bon]
que se dejó sentir en México” (Bartra, 1987: 18).
La construcción estereotípica del charro podría efectivamente
colocarlo en la cabalgata universal, pero el precio fue reducir la diver-
sidad de rusticidades (charrerías) mexicanas a un solo modelo. Esto
no debería extrañarnos, pues formaba parte de los logros disciplinarios
del folklorismo en México, como sostuvo Virginia Rodríguez: “el fol­
klore, la tradición, no lo popular, pues sobre esto ya se ha discutido
bastante y tenemos que ajustarnos a lo que significa pueblo en el fol­
klore, o sea no precisamente la masa heterogénea, sino aquel sector
que conserva mejor su cultura tradicional” (V. Rodríguez, 1967: 71).
Al esculpir la imagen emblemática del charro mexicano fue posible
darle un lugar central en los espectáculos nacionalistas; pero ahí ya
no tuvo cabida la masa heterogénea. La gente de a caballo empezó a
ser charra principalmente por conservar el atuendo y la tradición que
definían como tales los folkloristas y los espacios de exhibición de la
elegancia mexicana, como el lienzo charro del Pedregal de San Ángel.
Con todo, la exclusión realmente no puede ser completa en tanto los
charros hagan algo más que vestirse y fotografiarse.
Eric Wolf aporta otra hipótesis sobre cómo y por qué se montó
la figura del charro en caballo de hacienda, convirtiéndolo en “la
personificación de la ‘mexicanidad’ ” (Wolf, 1972: 72). Su marco de
referencia es la teoría de los niveles de integración cultural. Ésta postula
que los elementos de carácter eminentemente cultural son resultado
de la construcción de un sistema productivo regional. En el caso de
la región Bajío (el área central de México), el sistema productivo
integró la minería, la agricultura comercial, la ganadería, el comercio
y la industria. En estas condiciones de producción capitalista y acti-
vidad comercial, con fuerza de trabajo libre y movilidad geográfica,
en el Bajío vaquerizo se vio favorecida una actitud “individualista” y
“cosmopolita” muy contrastante con la región del sur (indígena en el

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Ana Cristina Ramírez Barreto

vestir y hablar y no tan integrada al sistema mundial) y la del norte


(chichimeca y aislado). Según Wolf, esta actitud viril y “mestiza”
característica del Bajío sería elegida entre los estereotipos del xx para
representar el tipo mexicano.
Esta hipótesis enfoca una extensa región (el Bajío) y sus niveles
de integración cultural con el sistema productivo nacional y mundial
desde el siglo xviii. Desde la distancia de un satélite nos permite ver
por dónde andan más los caballos, las mulas, el resto del ganado, la
plata, los plateados y sus reatas; es decir, valores y poderes. Desafortu-
nadamente a esa distancia no se perciben los detalles que mucho más
concretamente perfilaron la presencia “emblemática” del charro, como
sus rostros, sus nombres y sus posiciones en el campo social y político.
Tampoco se perciben las dificultades para efectivamente encumbrar
al charro mexicano como héroe y emblema vivo de la mexicanidad,
siendo que charros los hubo en todos los bandos y en casi todas las
facciones dentro de cada bando.
Carreño (2000a) ha argumentado que el encumbramiento del cha-
rro como estereotipo nacionalista respondió a varios factores:

…la influencia de los grupos conservadores que buscaron en el tradiciona-


lismo y en las costumbres una justificación para afirmar su nacionalismo y
así oponerse con cierta legitimidad a los regímenes posrevolucionarios; la
necesidad de los mismos gobiernos posrevolucionarios de unificar el país y
atraer hacia un proyecto común de nación a los distintos regionalismos que
se resistían al poder que ejercía el Estado nacional […] y el sentimiento de
nostalgia hacia la vida rural y provinciana que invadía a los recién llegados
a la capital, quienes veían en la figura del charro la reivindicación de aquel
México rural porfiriano que parecía perderse con los nuevos tiempos revolu-
cionarios (Carreño, 2000a: 13).

Estas hipótesis resultan plausibles y, efectivamente, constituyen


parte del “guión confiable” al que recurren tirios y troyanos para tratar
de explicar por qué el charro es o se pretende que sea emblema nacio-
nal. Carreño construye el argumento observando el carácter jánico
de la charrería mexicana: el estereotipo del charro pudo unificar al
“nacionalismo de los conservadores” (los perdedores tras la caída del
régimen porfirista) y al “nacionalismo de los revolucionarios” (que

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Folklore charro y segundas antropologías

enfrentaron la disyuntiva de unificarse en algo así como el “proyecto


nacional” o seguirse matando), al cual integra la hipótesis de que los
migrados a la ciudad sintieron nostalgia por la vida campirana perdida.
Pero los supuestos de esta hipótesis no incluyen los aspectos menos
nítidos de estos dos ejes de polarización planteadas por Carreño, a saber:
que no siempre es clara la diferencia entre conservadores porfiristas y
revolucionarios, y que las ciudades, en tanto centros de consumo cár-
nico, comercio y transformación industrial, fueron desde siempre los
centros de reunión y difusión de los buenos oficios charros. Podremos
ver que la motivación nostálgica fue una entre varias en la medida en
que podamos ampliar la idea de la provincia mexicana como una gran
e ideal hacienda porfiriana para ver un mosaico rural-urbano mucho
más variado (Alexander, 2003).
Sobre este punto Nájera-Ramírez (1994) hace una revisión histó-
rica de la construcción de la figura del charro como emblema de la
mexicanidad (trans)nacional y de la masculinidad en tanto producto
de varias tecnologías sociales, las cuales lo han venido perfilando desde
la conquista de América, por ejemplo, a través de los discursos ins-
tituidos, la práctica cotidiana y el cine. Nájera-Ramírez enfatiza que
esta construcción del símbolo de la mexicanidad revela un constante
intercambio entre varias instancias sociales que han pugnado por
controlar y fijar los significados de lo mexicano; de tal forma que la
significación no puede verse de manera ahistórica ni como un dato
fijo. Por el contrario, Nájera muestra que “la significación es constan-
temente creada y recreada, negociada, debatida y, en cualquier mo-
mento dado o en cualquier versión, está disponible para su consumo”
(Nájera-Ramírez 1994: 2).
¿Cómo fue que “charro” pasó a significar “abusivo e ilegítimo líder
gremial vendido a la patronal”? Hay otro lado de la historia hasta
aquí contada, con varios personajes relativamente bien detectados
(Cockcroft, 1983) que, siendo efectivamente charros deportistas,
también participaron en la política sindicalista posrevolucionaria. Este
es realmente el significado que prevalece incluso ante la evidencia de
que muchos practicantes de este deporte, o sus varias versiones menos
formales (jaripeos), no corresponden a este estereotipo.

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Ana Cristina Ramírez Barreto

Autorizarse a sí mismo.
Las pistas de su propio hacerse visibles

Como ha señalado en varios trabajos Ricardo Pérez Montfort, los


estereotipos nacionalistas mexicanos, específicamente el charro y la
china poblana, se forjaron en el martilleo constante de los medios
de comunicación, la Secretaría de Educación Pública y la políti­ca de
unificar a la nación bajo la égida de una forma-síntesis mestiza.
A esta descripción general cabría añadir al ejército y al Comité
Olímpico Mexicano.
La historia crítica que sobre ellos hacen Ricardo Pérez Montfort y
Tania Carreño King muestra cómo estaban vinculados con proyectos
del Estado que planteaban la homogeneización cultural de México y
la instalación de valores nacionalistas, lo cual los charros tomarían a
mérito; pero ¿recibían crédito más allá de su círculo de élite política
y económica? Llama la atención un dato que encuentro en varios
libros de estos y otros autores más o menos afines: incluyen en una
presentación o apéndice su curriculum vitae (completo, con premios
y distinciones), y además las opiniones elogiosas que han merecido,
hayan sido expresiones publicadas o epístolas privadas. Creo que
estamos ante un signo claro de procedimiento de autolegitimación o
autoautorización, probablemente motivado por la falta de reconoci-
miento o por la marginación de sus saberes.
Ballesteros, charro y cronista de charrería, también fue alumno de
Ralph Steele Boggs y, en la presentación autobiográfica con que abre
su libro Origen y evolución del charro mexicano, pueden entreverse los
avatares del folklore charro en México: fue socio de la Sociedad Fol­
klórica de México desde 1940 hasta su disolución (no da la fecha);
socio fundador de la Sociedad Costumbrista, académico de número
de la Agrupación Folklórica Mexicana (y socio fundador en 1950),
asesor del Grupo Tlalpan (especializado en pintura) y socio fundador
de la Academia Folklórica Mexicana (Ballesteros, 1972).
Otro ejemplo, el Libro del charro mexicano, de Carlos Rincón Ga-
llardo y Romero de Terreros, Duque de Regla, Marqués de Guadalupe
y Marqués de Villahermosa, en su quinta edición de 1977 (1ª de 1939,
Porrúa), abre con elogiosos artículos de Carlos González Peña, Luis G.

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Folklore charro y segundas antropologías

Basurto, Eduardo N. Iturbide y Federico Gamboa, además de las cartas


personales dirigidas al autor y poemas de amigos personales, todos
ellos personajes de élite social, cultural y política de la época. Luego
se incluye una lista de las condecoraciones que ha recibido el autor
(p. LX) por coleaderos de postín desde 1919 (lo cual da evidencia de
que es charro de práctica y no sólo de escritorio). Para cerrar la obra,
Rincón Gallardo nos da “Opiniones de autores extranjeros con respecto
a nuestros charros” y aporta algunas citas del siglo xix (desde Beullok,
Le Mexique, 1823) específicamente referidas a los caballos, los jinetes
mexicanos y el Cuerpo de Rurales –que él contribuyó a formar.
Otro tanto cabe decir del libro de Virginia Rodríguez, Mujeres fol­
kloristas, si bien ella no era charra, ni al parecer tenía una opinión favo-
rable sobre sus colegas folkloristas charros. Vemos en su libro el contraste
entre los magros párrafos dedicados a Frances Toor y la inclusión de un
artículo de la autoría de Ralph Steele Boggs sobre Virginia Rodríguez,
seguido de un amplísimo currículum y selección de opiniones de famosos
historiadores, antropólogos y eugenetistas18 acerca de su trabajo. Para
entonces, la Sociedad Folklórica de México (de la cual ella era secretaria
perpetua) había decaído completamente.

Conclusiones:
el reto de las prácticas efectivamente críticas
y plurales en antropología

Es posible que esta estrategia de autorrepresentación de los charros fol­


kloristas y mujeres folkloristas de finales de la primera mitad del siglo xx
se explique por la falta de espacios formalmente legítimos, siendo
entonces un signo de una posible desautorización o deslegitimación
sistémica. Si esto es así, el proyecto de antropologías del mundo en-

18
En 1963 Virginia Rodríguez se afilió a la Sociedad de Eugenesia. No tengo más explicación
al respecto que el interés por determinar y ubicar los “tipos” nacionales. La referencia
que ella incluye en el libro Mujeres folkloristas es un fragmento elogioso de la obra que
publicó en coautoría con su esposo, Vicente T. Mendoza, hecho por el doctor Alfredo
M. Saavedra, secretario perpetuo de la Sociedad de Eugenesia, y publicado en 1952
(Rodríguez, 1967: 213-214). Sobre eugenesia en México véase Suárez y López (2005).

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Ana Cristina Ramírez Barreto

frentaría un interesante límite ante el cual debe actuar reflexivamente.


Una práctica efectivamente plural no puede dejar de ver a quienes
son silenciados, no importa que parezcan merecerlo. Es otro asunto
independiente si se les reconoce daño, si se hace justicia, quién y cómo.
Por otra parte, el discurso desde la pluralidad y para la pluralidad
tiene que mantenerse atento a cómo se busca construir el espacio
de legitimidad desde el cual hablar; no puede asentar un principio de
daño-justicia sin más y no debe obviar una forma inferiorizada como
si jamás hubiera existido.
Este caso límite destaca un punto que no se discute dentro de las
antropologías del mundo: una vez restituida/reconocida la voz del otro
¿es que debe o puede seguir hablando?, ¿para decir qué? El amplio rango
teórico donde creo que es aceptable moverse es el pragmatismo filosó-
fico (Fraser, 1995). Este es un posicionamiento político con respecto
a la verdad y al bien. El pragmatismo asume que nuestra condición de
sujetos de conocimiento es vulnerable, frágil, finita, y que esto no es
ningún defecto remediable sino una condición de existencia animal.
Podemos, si queremos, “hacernos cargo” de lo que está en nuestras
manos. Desde ahí, trataríamos de actuar de manera “local” sin asumir
principios generales de inclusión ni exclusión. Para el caso que nos
ocupa, ni todos los saberes silenciados merecen ipso facto su restitución,
ni todos los folkloristas charros tendrían que resultar intolerables por
igual. No se trata de rechazar los principios generales (lo cual es la
razón por la cual vulgarmente se iguala pragmatismo con desvergüen-
za o vileza) sino de reconocer su factura histórico-cultural concreta,
desmitificarlos y permitir que sean vistos como artefactos para la buena
o mala convivencia.

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Contribuciones de la antropología
a la educación indígena
(1939-1969)

Nicanor Rebolledo Recéndiz*

No es casual ahora que cuando se habla de educación indígena se


aluda a un quehacer nacido del seno mismo de la antropología social,
mas no de la pedagogía. Incluso se le suele asociar frecuentemente con
prácticas tradicionales enmarcadas dentro de la antropología aplicada,
la lingüística aplicada y la socioloingüística, pero escasamente con la
pedagogía. Por ejemplo, en los múltiples intentos por definir el área
en la cual se ubica la eduación indígena como campo y en la constan­
te búsqueda de sus rasgos principales, inevitablemente se acude a la
historia del indigenismo y consecuentemente a la historia de la an­tro­
po­lo­gía mexicana. Sin embargo, no es que la educación indígena ha­ya
nacido desligada de la pedagogía, por el contrario, su origen se ha­ya pre-
cisamente en el desarrollo de la escuela rural mexicana y de la crítica
a ésta, de la cual surgieron los primeros planteamientos que dieron
comienzo a la educación indígena, y que en gran parte constituyen
uno de los capítulos de la educación comunitaria y de acciones
calificadas como extraescolares. A propósito de la labor de los
pedagogos en las regiones rurales indígenas, incluso poco tiempo
antes de que el propio Moisés Sáenz escribiera en 1933 un artículo
publicado con el título de “El fracaso de los pedagogos”, donde hace
referencia a los fracasos de la escuela rural y de los maestros rurales
en las regiones indígenas, podemos percibir la distancia insuperable
entre la eduación indígena y la pedagogía de la escuela rural mexi-

* Universidad Pedagógica Nacional.

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

cana.1 En suma, a la educación indígena se le identifica con la prác-


tica indigenista y con un campo relacionado con el desarrollo de la
comunidad y la acción extraescolar, y no como un área de la pedagogía
y la educación rural. La educación indígena se ha desarrollado, pues,
utlizando las herramientas de la antropología social y la sociolingüística.
En este texo trataremos de exponer los principales aportes de la
antropología mexicana a la eduación indígena, también abordaremos
de modo particular algunas de las discusiones que se dieron en torno
a la escritura y alfabetización en las lenguas indígenas, la enseñanza
intercultural y el aprendizaje vernacular. Ambas cuestiones se relacio-
nan con el quehacer de la antropología social y la lingüística aplicada,
desarrolladas dentro de un periodo que nos proponemos estudiar en este
ensayo, el cual comprende desde la Asamblea de Filólogos y Lingüis­
tas (afl) de 1939 hasta la fundación del Instituto de Investigación e
Integración Social del Estado de Oaxaca (iiiseo) en 1969, periodo en
el que incluimos varios pasajes importantes del indigenismo, como el
Congreso de Pátzcuaro de 1940; la implantación formal de la educación
escolar indígena mediante promotores culturales y castellanizadores;
el desarrollo de la teoría de la educación intercultural; el proceso do-
minical y vicarial; la aceptación oficial del Consejo Nacional Técnico
de la Educación, en 1963, del enfoque integral en educación indígena;
la alfabetización en lenguas vernáculas y los principios y métodos de la
antropología social como los instrumentos para el desarrollo de la comuni-
dad; la declaración “¿Ha fracasado el indigenismo?”; el surgimiento de
la nueva antropología y la aparición de una corriente crítica protagonizada
por los autores de la obra De eso que llaman antropología mexicana.
¿Por qué consideramos importante este periodo? En primer lugar
porque en 1939, con la afl, se plantea por primera vez la enseñanza de
la lengua indígena como una etapa previa a la enseñanza del español;
ello, junto con otras iniciativas, produce un cambio radical en varias
áreas del pensamiento social y educativo; y segundo, porque en 1969

1
El 3 de enero de 1933 se publicó en El Universal el artículo de Moisés Sáenz “El fracaso de
los pedagogos”. Aunque el artículo se centra en la crítica a la sep y a su titular en relación
con el cese de los maestros no titulados, a los que no tenían certificado de primaria y
a los que tuvieran menos de un año de servicio, en el fondo alude a la dificultad de los
pedagogos de percibir la realidad de las pobalciones indígenas (N. Pérez, 1992: 53).

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

se funda el iiiseo, con el fin de crear una institución encargada de pro-


mover la investigación lingüística especializada y los ensayos regionales
de integración sociocultural, el estudio de las lenguas indígenas y la
experimentación de métodos de enseñanza del español en contextos
interétnicos. Además, este hecho resulta trascendente, no sólo porque
gana terreno la discusión sobre la enseñanza de la lengua indígena como
lengua de alfabetización y la experimentación de un modelo bilingüe
sustractivo, sino por la aparición de un movimiento de protesta de
profesores indígenas contra el empleo de métodos de castellanización
directa, que además trae aparejado el súbito cuestionamiento de la
educación tradicional en el medio indígena, por su tendencia etnocida
y colonialista.

Antropología social y educación indígena

La educación indígena no sólo ha sido apoyada por la antropología


mexicana, sino que ha sido considerada parte constitutiva de la misma
disciplina antropológica desde su nacimiento en México; de hecho
desde que el indigenismo como ideología de la integración nacional se
hizo presente en el ejercicio de la disciplina, la educación indígena fue
concebida como uno de sus capítulos principales. Según esta perspecti-
va podemos identificar tres grandes aportes de la antropología social a
la educación indígena: el primero se relaciona con la construcción de
una teoría cultural de la integración social, del mestizaje y el reforza-
miento de la identidad nacional; el segundo gran aporte comprende los
conceptos que ayudan a explicar la tensión existente entre la cultura
indígena y la escuela, aquello que Moiséz Sáenz denomina la “pugna
íntima entre la escuela y la idiosincracia del pueblo” y la formación de
un aparato cívico; y el tercero se refiere a los elementos conceptuales
de los métodos de alfabetización en lenguas indígenas y enseñanza
vernacular.
De ese modo, la educación indígena de este periodo, definida como
la acción educativa integral y formal que abarca aspectos escolares
y extraescolares, es concebida como un proyecto de gobierno cuyos
objetivos están encaminados a mejorar de manera integral la situación

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

de la población indígena, sustentado en los métodos de la antropología


social y la etnografía. Manuel Gamio, en una pequeña sección de su
texto Forjando patria, publicado por primera vez en 1916, dedica unas
cuantas líneas a la necesidad de implantar una educación integral,
dada la gran hetreogeneidad cultural y lingüística del país, después,
en un trabajo posterior, publicado en 1935, Nuestra estructura social,
el nacionalismo y la educación, expone ampliamente el valor positivo
de la educación para la integración nacional. En esta última obra
encontramos un diagnóstico de la población indígena según el cual
la heterogeneidad étnica impide el establecimiento de programas
educativos homogéneos, un modelo de educación nacional único; sin
embargo, Gamio consideraba que para poder lograr la homogeneización
debía intensificarse el mestizaje, unificar el estándar cultural de vida
de las comunidades indígenas y generalizar el uso de un idioma común
a través de la educación.2
Por otra parte, Moisés Sáenz, en una serie de ensayos publicados
entre los años de 1926 y 1933, esboza la noción de que México es un
país de muchas razas, idiomas y desigualdades, y que la escuela debe
cambiar esta situación tornando al país en una nación única a través
de la educación y de la enseñanza del castellano a la población indíge-
na.3 Sáenz pensaba que la educación debía ser una de las herramientas
principales en la tarea de unificación nacional; por tanto, todo esfuerzo
educativo debía, según él, contribuir a formar patria, de tal modo que
la educación integral planteada metodológicamente en el ensayo
de Carapan podía llevarse a cabo mediante la enseñanza del castellano
y la fusión de elementos de la cultura indígena y la mestiza.
Julio de la Fuente (1973) estima que si algo de original tiene la
antropología aplicada mexicana es la contribución de Manuel Gamio;
la instrumentación de la política indigenista y la fundamentación
conceptual de la educación indígena son dos claros aportes, “teniendo

2
Este trabajo de 1935 aparece publicado por el Instituto Nacional Indigenista, primero
en 1986, dentro de un texto que introduce y seleecciona Eduardo Matos Moctezuma,
con el título Arqueología e indigenismo; luego, en 1987, aparece nuevamente publicado
en otro texto, intitulado Hacia un México nuevo, con una introducción de Luis Villoro.
3
No obstante que muchos de estos ensayos fueron escritos a lo largo de los años de 1926 a 1933,
fueron publicados en Lima, Perú, primero Carapan en 1936 y lugo México íntegro en 1939.

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

así un temprano caso en que la antropología proporciona mucho de su


contenido y justificación a todo un vasto movimiento indigenista de
renovación social” (Fuente de la, 1973: 148). Si bien hay elementos
comunes en el pensamiento antropológico de Manuel Gamio y de Moi-
sés Sáenz, también podemos encontrar muchos aspectos distintivos;
uno de los más notables es probablemente la experimentación basada
en el modelo clínico desarrollado por Sáenz, el cual consiste basica-
mente en la retroalimentación como método de trabajo. El en­sayo
de Carapan es uno de los primeros ensayos conocidos con el nom­bre de
antropología aplicada; en él se utiliza centralmente la evaluación
clínica como método de investigación etnográfica.
Sin duda la afl de 1939 y luego el Congreso de Pátzcuaro de 1940
dan lugar a cambios muy importantes en el indigenismo mexicano, pues
a partir de estos dos grandes sucesos aparecen en escena una serie de
planteamientos que revolucionan el pensamiento indigenista, los cua-
les tienden a buscar nuevas formas de integración cultural del mundo
indígena, con el objetivo de hacer frente a la asimi­lación implantada
como método directo de sustitución de las cultu­ras y lenguas indígenas,
y buscar, en contraparte, mejores alternativas de inclusión y compo-
sición de las variedades indígenas dentro del con­texto nacional. Se
comenzaron a preguntar, por ejemplo, si las cul­turas indígenas podían
ser tomadas en cuenta como base para la educación; si la educación
debía impartirse en las lenguas indígenas, sólo en espa­ñol o utilizando
ambas lenguas; si el personal docente debía ser necesariamente indíge-
na, bilingüe o monolingüe. Si la educación indígena debía ser diferente
a la educación nacional en cuanto a su organización y contenido. Las
respuestas, claro está, iban en el sentido de fortalecer a la comunidad
indígena a partir de la escuela y de introducir métodos de alfabetización
en las lenguas indígenas y el castellano.
Esta tendencia parece estar mejor expresada en una conferencia dic­
ta­da en 1939 por Julio de la Fuente con motivo de la Conferencia
Nacional de Educación, a la que tituló El problema indígena y la escue-
la, con la que llama a corregir aquella visión erronea utilizada para
referirse a la condición del indio como problema y como sinónimo de
“vergüenza nacional”. En gran medida esta conferencia ofrece ideas
claras respecto a la propuesta de creación de un sistema diferenciado

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

de educación nacional indígena. Por otra parte tiene un significado


especial tanto para el indigenismo como para la antropología mexi­
cana, en tanto que convoca a los antropólogos y maestros rurales a
reivindicar al indígena utilizando la educación como principal he-
rramienta. En dicha conferencia Julio de la Fuente (1973) decía que
la “educación indígena debiera ser una”; se refería desde luego a la
necesidad de construir un sistema educativo unitario conformado por
programas, métodos y un personal capacitado propio compuesto
principalmente por indígenas, que integrara los distintos aparatos
para la educación formal y la educación no formal, promovida por la
familia y la comunidad. Pero también se refería a la implantación de
un sistema de educación indígena diferenciado, donde la “educación
indígena como una sola” pudiera comprender una entidad separada de
la administración pública del gobierno que buscara de forma especial
alternativas respecto a la alfabetización en lenguas indígenas, así como
la instrumentación y aplicación de métodos bilingües en la enseñanza.
De acuerdo con esta perspectiva, la educación indígena comprendía
un área sumamente compleja de relación entre la cultura nacional y la
enseñanza en la comunidad, la cual buscaba alcanzar el cambio social y
la creación de una ideología que reforzara el mestizaje, la aculturación
y la interdependencia entre el indígena y el mestizo. Los esfuerzos
por crear “una educación para indígenas” que incluyera el empleo de
las lenguas indígenas y otros elementos igualmente importantes de las
culturas aborígenes, además de representar los elementos diferencia-
dores de la educación rural (urbana y nacional) y la educación indí-
gena, suponían la instauración de un tipo de relación generada por
los contenidos de aprendizaje escolar. El objetivo más importante de
este tipo de educación, según De la Fuente, era traducir las realidades
culturales de la sociedad nacional en las formas de vida de la comuni-
dad indígena, para enriquecerlas con préstamos que fundamentaran
su desarrollo (Fuente de la, 1973: 68).
Como se mencionó con anterioridad, la “educación indígena como
una sola” alude, por otra parte, a la creación de una entidad separada
de la administración pública del gobierno que buscaría de forma espe-
cial alternativas respecto a la alfabetización en lenguas indígenas, a la
instrumentación y aplicación de métodos bilingües en la enseñanza,

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

situación que se justificaba por la inminente necesidad de que la pobla-


ción indígena aprendiera español como vía para su integración cultural,
sin que abandonara su lengua, hecho en que no sólo importaba el tipo
de textos (en español) y letras (palmer) empleadas para la enseñanza,
sino también el método con el cual el estudiante aprendía. El ensayo
en las escuelas del Proyecto Tarasco es uno de los primeros ejemplos
de las aportaciones científicas de la lingüística a la educación indígena,
en tanto que se estudiaron las variedades tonales de las lenguas en el
ámbito regional, con el fin de construir alfabetos y sistemas de escritura
estandarizados, que hicieran posible, entre otras cosas, la alfabetización
en las lenguas indígenas y el castellano. Así, la educación indígena es
concebida para jugar un papel integrador, en tanto que se le atribuye
la capacidad de innovación y es receptora de un patrimonio básico de
culturas en contacto; cuanto mayor sea la comprensión intercultural
proyectada por la acción integradora, más eficaz será su labor de innovar
ambas culturas y las relaciones entre ellas.
De hecho este planteamiento es enriquecido posteriormente por
Aguirre Beltrán (1973), quien introduce la noción de educación en
situación intercultural, noción que abarca un campo muy extenso,
pues comprende la edición de una teoría de la educación nacional
despojada de todo etnocentrismo y la elaboración de un pensamiento
pedagógico local sustentado en la comunidad; además incluye un
con­junto de acciones tendientes a ajustar la escuela a la comunidad y
las ne­ces­idades impuestas por el medio. En las sociedades indígenas la
educación según esta nueva postura no constituye una actividad dife­
renciada del resto de actividades que la comunidad realiza, ni busca di­
fe­renciar a las personas que se educan a través de ella. Más bien, busca
estabilizar los procesos desintegradores de las culturas en contac­to, obje-
tivo que la escuela busca impulsar. Al respecto, Aguirre Beltrán (1973)
sostiene que el indigenismo, además de ser la expresión de un fe­nó­meno
de mestizaje, es una reivindicación que los mestizos hacen pa­ra sí de
los valores de las culturas amerindias, es una ideología que se opone al
indianismo y al occidentalismo, y que no se integra a nin­guno, más bien
se fusionan a través de un dilatado proceso de aculturación.
En resumen, en este periodo la educación indígena adquiere otras
características y otros objetivos; además de emprender un propósito de

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

gran alcance, busca erigirse como una causa indígena distinta incluso a
la del Estado, a través de la cual puedan concurrir otros actores, como
el gobierno y las propias poblaciones indígenas, para la solución de
los problemas inherentes a la educación y el desarrollo. En esta nueva
empresa “los antropólogos han encabezado la campaña, dando justi-
ficación erudita a la creencia popular de que los indios pertenecen a
culturas diferentes […] juzgan que, antes de poder ayudar a resolver
este problema‘indio’, deben decidir quiénes son los indios”. En este
sentido, el indigenismo es considerado como una empresa, forjada
por los antropólogos, para mantener viva la condición indígena y el
campo de acción de la antropología social (Friedlander, 1977: 241).
De acuerdo con esta tesis, el indigenismo se renueva no sólo para
forjar la identidad nacional como único objetivo, sino también para crear
nuevas imágenes representacionales sobre lo indígena, las cuales in-
cluyen las imágenes construidas por los propios indígenas, tanto de sí
mismos como de los otros segmentos de población mestiza.

Culturas indígenas y escuela

Cuando Moisés Sáenz hablaba de la “pugna íntima entre la escuela y


la idiosincracia del pueblo”, se refería a las contradicciones que expe-
rimentaba la escuela en el seno de las comunidades indígenas, desde
luego mucho más evidentes comparadas con las de otros contextos,
debido a que en ellas se palpa con mayor nitidez una sistemática opo-
sición a su institucionalidad, sus valores, reglas, formas de enseñanza
y evaluación. Ante todo se trata de comunidades no letradas cuyas
culturas están marcadas precisamente por fronteras trazadas por la mis-
ma escuela, donde la cultura y la educación, más que complementarse,
parecen formar polos opuestos, donde la distancia que pueda haber
entre ellos dependerá de la profundidad de las relaciones de la escuela
como aparato cívico con la comunidad indígena y de su capacidad de
influir en la comunidad para inculcar una nueva visión del mundo y
una cultura diferente a la ancestral y tradicional.
La utilización de las culturas indígenas como marco general de la
enseñanza escolar es quizá una de las más ruidosas cajas de resonancia de

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

la educación indígena, lo cual equivale a decir que las escuelas tro-


piezan con la posibilidad de manejar las culturas indígenas para fines
académicos, mucho menos que para propiciar aprendizajes significativos
inscritos dentro de las esferas de las culturas indígenas. Menos aún para
ser tomadas como contenidos escolares en la educación pública para los
no indígenas; cuando son abordados contenidos de aprendizaje rela-
cionados con las culturas indígenas, la lengua y las costumbres ances-
trales, casi siempre se hace en términos de la existencia de un pasado
indígena glorioso y monumental, pero no para ser vistas como parte
de una situación viva y de una realidad actual.
Cuando las culturas indígenas son tomadas como contenidos esco-
lares, que se pueden enseñar incluso a los propios indígenas, pueden
acarrearse varios equívocos, debido a que las culturas indígenas son
cosificadas, naturalizadas y entendidas como totalidades integradas
(como unidades orgánicas y totalidades operacionales), como recipien-
tes dentro de los cuales la educación es parte constitutiva y debe dar
sentido a todas las actividades que desarrolla la escuela. En tal sentido
se plantea la exigencia de la escuela a integrarse a la cultura en donde
la enseñanza se lleva a cabo y el imperativo de las culturas indígenas
a adaptarse a la educación y la institución escolar.
La educación escolar puede ser vista desde otro ángulo, por ejem-
plo, como proceso de “transmisión y renovación cultural” y sólo
puede ser entendida a partir de su relación con los distintos aspectos
de las culturas indígenas. Esta perspectiva nos lleva a considerar
que la educación es la parte diferenciada de las culturas indígenas,
y al mismo tiempo nos induce a percibir que es portadora de un
proceso de transmisión cultural, en cuya intención está presente el
objetivo de cambio cultural, el cual es concebido como elemento
diferenciador de la cultura con respecto a la educación. Hay un
viejo argumento sostenido por Linton (1945) de que en el cambio
cultural se descartan ciertos elementos de la cultura y se asimilan
otros, experimentando formas nuevas en los patrones culturales y
la cultura como un todo que experimenta algunas fisuras en las que
se manifiestan algunas de las formas comunes de desintegración de
la cultura. La expresión “compartir y transmitir” limita aún más el
contenido de las configuraciones culturales y aumenta la distancia

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

entre la cultura y la edu­cación; en este sentido “compartir” no significa


necesariamente coo­perar, sino una determinada forma de conducta,
actitud o co­no­cimiento, común a dos o más miembros de una socie-
dad; y el término “transmitir” implica instrucción o imitación, donde
la mayoría de los elementos que componen las configuraciones cultu­
ra­les se transmiten de generación en generación y duran más que
cual­quier miembro de la sociedad.
Siguiendo esta misma línea de argumentación, Herskovits (1974)
plantea que la educación es aquella parte de la experiencia endocultu-
ral que a través del proceso de aprendizaje forma a un individuo para
ocupar su lugar como miembro adulto de la sociedad. La endocultu-
ración y la educación son universales en toda cultura, mientras que la
enseñanza no lo es; es más bien un proceso diferenciador particular.
La endoculturación es por tanto un concepto más amplio que el con-
cepto de educación; la educación, también en su sentido etnológico
de aprendizaje dirigido, tiene mayor amplitud que la enseñanza. La
endoculturación se logra sin una dirección formalizada, en cambio la
educación sí requiere de una dirección y del empleo de ciertas herra-
mientas específicas para la enseñanza. Es así que la educación empieza
a ser concebida como una configuración separada de los elementos
comunes de la cultura, es decir, la enseñanza no se integra a la vida
del educado, más bien el profesor es portador de una cultura diferente de
aquella que presentan los estudiantes; tal diferenciación cultural será
mayor cuando un forastero enseña en una comunidad nativa, sin impor-
tar si la comunidad es urbana o de indios, o de gente de las praderas. Un
mejor ejemplo de ello puede ser la enseñanza llevada por los misioneros,
porque no se relaciona con la cultura local y se impone como cultura
de conquista; “pero el mismo peligro existe para las escuelas urbanas,
donde los niños no representan una cultura integrada sino muchas
culturas desintegradas, y el profesor no podría enseñar a desarrollar una
integración coherente aunque quisiera hacerlo” (Redfield, en Pérez,
Ochoa y Soriano (eds.), 2002: 279). Para comprender mejor tal idea
Redfield nos dice que:

Para cuando el niño llega a la etapa escolar y está con el maestro, el primero
ha pasado sus primeros años de formación en que los instrumentos informales

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

de la educación han moldeado su mundo. Lo que la escuela puede hacer des-


pués de este proceso es limitado. Además, lo que puede hacer posteriormente
continúa siendo limitado por la fuerte influencia del hogar, del grupo de
juego y del vecindario. No esperes realizar más de lo que es posible –dicen los
antropólogos a los maestros– y entonces podrás enseñar con buen resultado
aquello que esté respaldado, que tenga una base consistente con la cultura,
tal como se trasmite una comunicación informal fuera del salón de clase […]
El salón de clase solamente es importante si su relación con la sociedad y
la cultura son entendidas por el niño que lo ocupa. Sólo de esta manera se
puede hablar de que la enseñanza es efectiva (Redfield, en Pérez, Ochoa y
Soriano (eds.), 2002: 278).

Por otro lado, la principal contribución de la antropología a la edu-


cación es reunir un conjunto de conocimientos empíricos verificados,
mediante el análisis de los distintos aspectos del proceso educativo en
el medio sociocultural de los grupos en cuestión. Esta misma idea fue
desarrollada por Foster (1974), al señalar que las teorías antropológicas
particulares y los experimentos aislados no podrán desarrollar en sí
mismos una disciplina de la antropología. En lo fundamental, la antro-
pología debe ser una empresa sistemática de estudio, no solamente de la
práctica de la educación en una perspectiva cultural, sino también de
los supuestos de que la antropología proporciona a la educación ele­
mentos de transformación de las prácticas educativas. En educación,
generalmente, hay valores que los profesores transmiten de manera
invo­luntaria que afectan de manera bien definida a la enseñanza. Por
ello, la responsabilidad de los profesores no consiste sólo en explorar
esos valores, sino también en relacionarlos con el pensamiento y la
práctica educativa como proceso cultural. Si la educación es parte de
la cultura, y al mismo tiempo es un proceso de transmisión cultural, es
posible entonces determinar los elementos diferenciadores de la cul­tu­ra con
respecto a la educación. Esta diferenciación entre la educa­ción y la
cultura puede percibirse en el cambio cultural, dentro del cual podemos
fácilmente observar los elementos culturales que son descartados en
la educación y la asimilación de otros, experimentando formas nuevas
en la cultura y, a través del cambio cultural, podemos a su vez observar
las fisuras en las que se manifiestan algunas de las formas comunes de

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

desintegración de la cultura, por ejemplo, cuando la escuela introduce


hábitos de alimentación o de crianza provoca rupturas en la cultura.
En cuanto a los contenidos de la cultura indígena en la práctica de
la educación indígena, siguiendo estas ideas, hay que decir que Julio
de la Fuente introdujo el análisis antropológico a la práctica escolar; a
lo largo de su obra se observan varias tentativas de cruzar las fronteras
de la educación para llegar al terreno de las culturas indígenas, por
ejemplo propone estudiar a fondo las culturas indígenas antes de ini-
ciar cualquier programa de desarrollo y sugiere aprovechar la tradición
indígena conjugándola con los propósitos de progreso.
De la Fuente sugería a los maestros que entendieran a la comunidad
donde se lleva a cabo la enseñanza y el entorno social de la escuela,
práctica que él denominaba “entender la situación para actuar en ella”,
antes de entrar a tratar los métodos educativos. Para ello debían no
sólo adaptar sus métodos educativos, sino integrar la escuela a la co-
munidad. La escuela debía verse como instrumento de cambio cultural,
pero también como elemento de continuidad de la cultura, así como
de la perpetuación de algunas condiciones sociales de la comunidad
consideradas necesarias para la sobrevivencia.
La incursión de Julio de la Fuente en las polémicas acerca de la
integración del indio lo llevan a postular que la existencia del llamado
“problema indígena” no es más que la ideología que pretende justi-
ficar la incorporación del indio a la sociedad nacional, volviéndolo
mexicano. En estos casos, para él, la educación formal como empresa
de integración del indio es ajena a las comunidades indígenas, porque
no existen en ellas antecedentes de instrucción semejante; muchas
veces el maestro llega a aislar la escuela de la vida comunal y hace de
ella una institución desculturizadora. Por ello recomendaba “conocer
bien la situación” antes de actuar; la educación indígena “debe tomar
en cuenta la cultura y la personalidad del educando” antes de actuar.
La educación indígena debía contemplar, además, la capacitación de los
educadores en las teorías educativas para guiar a los niños en la percep-
ción del ambiente, para profundizar y sistematizar los conocimientos,
incorporando la imaginación, la experiencia y la cultura del educando.
Los temas de enseñanza deben estar relacionados con las experiencias
de los alumnos; la alfabetización, la lectura y la escritura, así como la

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

comprensión lectora, deben estar asociadas a las formas de vida, cos-


tumbres, manera de entender el mundo, y las relaciones humanas del
grupo al que pertenece el niño. En cuanto a la enseñanza de la lengua
indígena, encontraba una discrepancia con los métodos em­plea­dos
por los lingüistas impulsores de la enseñanza de las lenguas in­dí­ge­nas
y la elaboración de los alfabetos,4 hallaba en sus métodos una in­ten­
ción que consideraba errónea, al inducir a los niños a aprender muy
tempranamente el español con independencia de la lengua indígena.
Para él, la enseñanza de la escritura y la lectura en las lenguas in­dí­ge­
nas era un procedimiento “puente” que debía utilizarse para en­se­ñar el
español como lengua meta. Este método recibió el nombre de método
indirecto para la enseñanza del español.
Los programas de cambio dirigido suponen distintas escalas de inci-
dencia, van de lo nacional a lo local, pasando por lo regional. La educación
es un programa de cambio dirigido de escala nacional y eventual­mente
provoca heterogeneidad interna e incrementa el ra­cio­na­lis­mo, ya
que al poner el acento en formas superiores de educación con­du­ce a
la aceptación de la educación escolar. El cambio dirigido, con­ce­bi­do
como una actividad integral y múltiple, planificado bajo la óp­ti­ca de
transformar todos los aspectos de la cultura, conducido por el antro-
pólogo, está enfocado no sólo a eliminar barreras de cambio, sino
también a incrementar la movilidad horizontal y la comunicación
intercultural (Fuente de la, 1973: 245). La inserción de la escuela en la
comunidad ha sido parte del esfuerzo que las instituciones indigenistas
han logrado gracias a la extensión del uso de la lengua indígena en
la enseñanza, así como por el hecho de tomar a las culturas indígenas
como marco de referencia para el desarrollo de la educación escolar y
a los profesores bilingües de origen indígena como los impulsores de
este tipo de educación.
Julio de la Fuente, al exponer la situación de la educación rural in­dí­
ge­na, anota que muchos maestros llegaron a las comunidades in­dí­ge­nas
como si llegasen a un “mundo ajeno al suyo, en el que se habla, se
4
Nos referimos a los lingüistas del Instituto Lingüístico de Verano, que vinieron a México
por invitación del presidente Cárdenas para hacerse cargo de los estudios de las lenguas
indígenas, quienes propusieron un método de enseñanza de las lenguas indígenas y la
elaboración de alfabetos (véase Hartch, 2006: 52-61).

359

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

piensa, se viste, se actúa de manera diferente” (Fuente de la, 1973:46)


a lo acostumbrado por ellos, porque el discurso antropológico les dic-
taba que estaban frente a una cultura diferente, y que debían conjugar
los intereses de la cultura nacional y los de las culturas indígenas.
La pedagogía construida con base en la conjunción de los intereses
del individuo y de la comunidad (en algún sentido como pedagogía
intercultural) podía mediar en este conflicto en el que comúnmente
caía el profesor.
La polémica encabezada por De la Fuente sobre la integración del
indio es retomada por Aguirre Beltrán hasta muy entrados los años
se­ten­ta, en una de sus intervenciones en la Sesión extraordinaria del
Consejo Consultivo del ini en 1971, que aparece publicada con el títu­lo
¿Ha fracasado el indigenismo?5 El texto recopilado como número especial
dedicado a exponer la polémica que suscitó la intervención de Fer­nan­do
Benítez en la mencionada sesión, recoge los planteamientos que cues-
tionan la política indigenista. En esta ocasión los antropólogos críticos
que intervinieron preguntan sobre el carácter de la educación indígena
e impugnan la tendencia etnocida de la escue­la. Se perfila una crítica
generalizada contra el indigenismo basado en la integración, una integra-
ción de las culturas indígenas a la cultura nacional que supone antes
que otra cosa subordinación, asimilación y discriminación del indio.
El papel asignado a la educación intercultural en este proyecto de
integración sociocultural es el de sustituir los contenidos tradicionales
del proceso de endoculturación, gracias a los cuales los indígenas se
transforman en miembros integrales de sus comunidades, por los con-
tenidos racionales de la cultura nacional, mismos que los introducirán
a una corriente de pensamiento común propio a todos los mexicanos.
Pero, en tales circunstancias, la educación escolar difícilmente puede
ser considerada un instrumento de cambio dirigido hacia este punto,

5
En su informe en la sesión extraordinaria del consejo del Instituto Nacional Indigenista
de 1971, presidida por el presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, el titular
del ini, Aguirre Beltrán (1971: 13-28), expone que la acción indigenista llevada hasta ese
momento, en términos del avance logrado mediante el establecimiento de once centros
coordinadores indigenistas, bajo el principio de solución de los problemas de integración
de los grupos indígenas, debe resolverse en su propio contexto.

360

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

dada la preponderancia de la cultura indígena, que se coloca por en-


cima de la educación y actúa en muchos casos como fuerza contraria.

Sólo cuando la educación va acoplada a un programa de acción múltiple,


que contemple los variados aspectos de la cultura indígena, puede llegar a
realizarse como un instrumento efectivo de cambio. No se puede esperar que
la educación soporte todo, ella sola, el peso total de la trasmisión cultural,
de estabilidad y su cambio (Aguirre Beltrán, 1973: 25).

En este marco, la educación intercultural definida por Aguirre


Beltrán (1973) presupone la integración de la cultura nacional y las
culturas indígenas en una asociación estratégica llevada a cabo por la
pedagogía (que pone el acento en el aprendizaje del individuo) y las
disposiciones de la vida comunal (que ponen el acento en la cultura
indígena). La educación intercultural deberá ser concebida como un
proyecto integral de desarrollo de la comunidad, donde sea posible
establecer la unidad entre el hombre y su medio, la cultura indígena y
la educación nacional, la educación indígena y la cultura nacional, a
fin de inducir nuevos hábitos de trabajo y nuevos valores universales.
La integración por medio de la educación entraña la complementación
de la cultura nacional y las culturas indígenas, y plantea la comprensión
sin borrar las fronteras culturales y los valores de identidad indígena.

La alfabetización en lenguas indígenas

Respecto a la alfabetización en lenguas indígenas resulta crucial la afl


de 1939, dado que de esa reunión de especialistas dedicados a la
investigación lingüística se obtuvieron como resultado recomenda-
ciones respecto al lugar que deben ocupar las lenguas indígenas en
la educación, así como argumentos claros respecto a las funciones de las
lenguas indígenas en la alfabetización y en la educación indígena en
general. Con tales recomendaciones los lingüistas habían dado un
giro a las tesis que sostenían la castellanización directa y la enseñanza
directa del español sin tomar en cuenta las lenguas indígenas en el
mismo proceso de enseñanza, pasando por una necesaria crítica a esos
métodos utilizados por la escuela rural mexicana.

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

Es innegable la influencia de la teoría lingüística de Kenneth Pike


tanto en la reunión de 1939 como en los estudios posteriores sobre las
lenguas indígenas, sobre todo en los estudios sintácticos de los idiomas
tonales (como el otomi, el mazateco, el zapoteco, entre otros). El análi-
sis lingüístico que propone Pike comprende un proceso de descripción
léxica, el estudio fonológico y el gramatical (donde el componente
menor es el tagmema).6 Esta influencia está presente en los estudios
que realizó Mauricio Swadesh en los años cuarenta, en la glo­to­cro­
nología del nahua y el chiapaneco, y sobre todo en la metodo­lo­gía de
enseñanza del español como segunda lengua.
Al establecerse formalmente el Proyecto Tarasco en 1939 en la
Cañada de los Once Pueblos de la meseta purépecha, en Michoacán,
suceden visitas escalonadas de importantes antropólogos extranje-
ros, como Bronislaw Malinowski, Norman McQuown, Jules Henry,
Mauricio Swadesh, Ralph Beals, Robert Redfield y George Foster,
entre otros, que sin lugar a dudas vinieron a enriquecer la discusión y
aportaron nuevas ideas para el estudio de las lenguas a nivel regional.7
Bien podemos decir que es un periodo de gran efervescencia en el in-
digenismo mexicano y la investigación antropológica sobre el cambio
cultural y la planificación regional de las lenguas indígenas. El caso
de Mauricio Swadesh ilustra un suceso interesante; desde su llegada a
México en 1939 su presencia cobra vigor e influencia en los trabajos
descriptivos de las lenguas indígenas; también hay que decir que es
una figura polémica, en cuanto a sus supuestas ligas con el Instituto
Lingüístico de Verano (Hartch , 2006: 52-61).

6
El tagmema es la unidad gramatical básica determinada por la relación que existe entre
una función gramatical y una clase de elementos mutuamente sustitituibles, capaces de
ejercer dicha función. La teoría lingüística de Kenneth Pike se basa en la idea de que
los enunciados son analizables, simultáneamente, de acuerdo con tres jerarquias: una
lexica (cuya unidad mínima es el morfema), otra fonológica (cuya unidad mínima es el
fonema) y otra gramatical (cuya unidad mínima es el tagmema). Cfr. Elizabeth Luna et
al., Dicccionario básico de lingüística, México, unam, 2007.
7
Dice Aguirre Beltrán (1983) que la influencia de la Escuela de Yale es notoria, Julio de
la Fuente en 1939 investiga entre los zapotecos la percepción cromática y ese mismo
año llegan a México Mauricio Swadesh, Norman McQuown, Jules Henry y Bronislaw
Malinowski.

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

Los aportes de Mauricio Swadesh son particularmente significativos


respecto a los nuevos perfiles que adquirió la educación indígena y
el alto valor que le otorgó a los estudios de las lenguas indígenas. La
lingüística pedagógica de Swadesh es importante, tanto a nivel teórico
como en la construcción de los métodos de alfabetización y la inte-
gración étnica regional.8 Hay en la lingüística mexicana una profunda
huella de la lingüística aplicada y la educación indígena contempo-
ránea desarrollada por Swadesh. El propio Aguirre Beltrán (1983:
233) re­conoce la influencia perdurable de Swadesh en la escritura y la
alfa­betización en las lenguas indígenas, y sobre todo en las ideas que
llevaron a plantear el diseño de los Centros Coordinadores Indigenistas
en 1951, en los Altos de Chiapas, y ante todo en sus contribuciones en
la experiencia que arrojaron los Proyectos Tarasco y el Consejo de
Lenguas Indígenas. Aunque los mencionados proyectos se nutrieron
de disciplinas diferentes, la influencia de Swadesh fue crucial.
Los primeros aportes de Swadesh a la lingüística aplicada en general
son: el planteamiento según el cual es imprescindible la investi­gación
dialectal a fin de descubrir la tasa de diferencias locales y la posibilidad
de lograr la detección de un sistema común de habla estándar a nivel
regional, mucho antes de proyectar cualquier propósito educativo. A
esta etapa de su obra, según Rendón (1967), corresponde un periodo
teórico-práctico bastante productivo, ligado al enfoque cultural de la
lin­güís­ti­ca y a la aplicación de los conocimientos lingüísticos en la en­
señanza de la escritura; la experiencia en el Proyecto Tarasco ilustra la
propuesta práctica de su enfoque. La elaboración de alfabetos regionales
partiendo de la integración de las variedades dialectales se convierte
en una tarea central en su propuesta, ante todo el diseño del material
didáctico. En estos casos, de acuerdo con sus planteamientos, la inves-
tigación lingüística debe ir acompañada de un objetivo político, sin el
cual la educación puede resultar una tarea banal; la construcción de
alfabetos basados en la adopción de una variedad estandarizada puede

8
Mauricio Swadesh viene a México en 1939 para participar en la Asamblea de Filólogos
y Lingüistas, y ese mismo año es llamado por el presidente Lázaro Cárdenas para hacerse
cargo del Proyecto Tarasco e iniciar su propuesta de alfabetización en lengua purépecha
(Rendón, 1967: 737).

363

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

llegar a ser una plataforma sólida de alfabetización y educación para


las comunidades indígenas.
El segundo aporte se refiere a la preparación pedagógica de los
maestros en servicio en el manejo del llamado método psicofonético,9
que consiste principalmente en un procedimiento de enseñanza de la
lectura y la escritura, basado en las denominadas “cartillas murales”,
las cuales eran diseñadas con el propósito de introducir unas cuantas
palabras sencillas, de una o dos sílabas, para ser exhibidas a los alumnos.
El uso de dibujos con sus nombres rotulados en la parte inferior era
parte del procedimiento que empleaban en la alfabetización, mediante
el cual reforzaban el ejercicio de comparación de palabras, sílabas, y de
palabras y sílabas; a través de este recurso los alumnos identificaban las
sílabas que componían una palabra y llegaban a comprender al mismo
tiempo el significado de la palabra, asociando el nombre del dibujo
con la palabra. Se supone que con este método los estudiantes logran
aprender a escribir en corto tiempo. Swadesh considera cuarenta y
cinco días como tiempo máximo para que un alumno empiece a leer
pequeños textos, y dos semanas más para aprender a escribir, siempre
y cuando haya un ejercicio constante de copiado de letras expuestas
en el muestrario de las cartillas.
La formación de misiones alfabetizadoras encabezadas por un
lingüista es otra de las importantes contribuciones de Swadesh a la
planificación regional de la educación. Es una estrategia que combina
objetivos educativos, planificación del lenguaje, integración regional
y formación de los educadores. En sus objetivos educativos trata de
ir más lejos de la castellanización directa promovida por la escuela
rural, proponiendo que los indios se alfabeticen en sus propios idiomas
y luego aprendan español en una fase superior. La contribución de la
lingüística ayudará a descubrir los montos de las diferencias dialectales
a nivel regional y las posibilidades de tomar uno de los dialectos como
el idioma estándar de comunicación regional,10 que mejor sirva al

9
Este método fue diseñado por William Townsend (1956) con el fin de facilitar la ense-
ñanza del español a los indígenas.
10
Aguirre Beltrán (1983: 275) refiriéndose a la labor de los lingüistas en el Proyecto Tarasco
apunta “que los lingüistas se distribuyeron en pares y realizaron un recorrido penoso por
los pueblos de la sierra inhóspita; un relato del reconocimiento que llevan a cabo Alfredo

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

objetivo de la educación. La corta experiencia del Proyecto Tarasco


llevaba a suponer que los profesores formados en la tradición de la
escuela rural mexicana y la castellanización directa no eran los más
indicados para hacerse cargo de la alfabetización de los indígenas;
debían instruir a los jóvenes indígenas más avanzados en los métodos
de escritura y alfabetización.

La enseñanza del español a los indígenas

Después de las críticas a la castellanización directa formuladas en


1939 y la adopción de enseñar primero en lengua indígena y luego en
español, parecía que éste podría seguir siendo el método a desarrollar
y perfeccionar; sin embargo, no tardaron en salir a la luz algunos de los
problemas que implicaba enseñar la lengua indígena incorporando el
español. El ensayo del Papaloapan11 es el mejor ejemplo donde sale a
relucir esta problemática; el proyecto dio lugar a una serie de controver-
sias centradas en la enseñanza de las lenguas indígenas. La controversia
fue suscitada por Isabel Horcasitas tras la dura crítica formulada contra
los planteamientos de Swadesh, donde se le incrimina la tendencia
a enseñar la lengua indígena enclaustrando a las poblaciones en sus

Barrera Vázquez e Ignacio del Castillo por el rumbo de Urapicho y Pomacuarán lo cono-
cemos por las narraciones que de él hace Del Castillo. Se identificaron, al parecer, tres
variaciones dialectales mayores y se elige el tarasco de Cherán como idioma estándar…”
11
Isabel Horcasitas y Ricardo Pozas escribieron un capítulo en homenaje a Julio de la
Fuente con el título “Del monolingüismo en lengua indígena al bilingüismo en lengua
indígena y nacional”. En este capítulo exponen parte de la discusión y los objetivos
de lo que llamaron el Ensayo del Papaloapan. Dicen que “por los años cincuenta, el
gobierno construyó la presa Presidente Alemán, con el fin de evitar las inundaciones
que provocaba el desbordamiento de las aguas del Papaloapan, en el Estado de Veracruz.
A causa de esto los indios mazatecos que habitan el lugar tuvieron que trasladarse de
sus asentamientos porque sus tierras iban a ser inundadas. Para resolver los problemas
creados por la movilización de los mazatecos, se creó un Centro Coordinador Indigenista
en el que funcionaba una Dirección de Educación encargada de enseñar mazateco a los
niños indígenas. Las dificultades para enseñar a leer y escribir el mazateco y la resistencia
de los indios a la enseñanza de su lengua materna indujo a las autoridades del Centro a
buscar y experimentar con los promotores de educación un método para la enseñanza
del español…” (Isabel Horcasitas y Ricardo Pozas, 1980).

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

culturas y promoviendo la propagación del protestantismo. Las críti-


cas estaban dirigidas a revertir la idea de enseñar español a los indios
tomando como bases sus propias lenguas y enfatizar la necesidad de
construir un método de enseñanza del español sin incluir la lengua
indígena. El método indirecto para la enseñanza del español a los in­
dígenas era conocido como un procedimiento “puente”, según el cual
se plantea iniciar la alfabetización en la lengua indígena y luego dar
el salto gradual hacia la introducción del español oral. En educación
bilingüe a este método se le conoce ahora con el nombre de método
transicional, que supone una variedad de alternativas de asimilación
y en todo caso la lengua indígena aparece como “pantalla” para la
enseñanza del español como verdadera meta.
El proyecto del Papaloapan buscaba unificar los métodos de ense-
ñanza del español de acuerdo a los postulados del Instituto Nacional
Indigenista (ini) y en ese intento pusieron a debate la propuesta de
Swadesh. La reunión que se realizó ex profeso en Temascal, Oaxaca,
para unificar los métodos dio lugar a acalorados debates entre Swadesh
y Horcasitas y tuvo como resultado un informe en el que se recomien-
da la enseñanza directa del español y la sustitución de los materiales
pedagógicos utilizados para la enseñanza de una lengua indígena. A
este informe se le agregaron comentarios alusivos a la reunión, desta-
cando algunas de las críticas interpretadas como intentos por destruir
el experimento pedagógico y la obra indigenista basada en la investi-
gación científica. Se referían al rechazo que había sufrido la propuesta
de Swadesh y a la imposición del método de castellanizción directa.
Juan Comas llegó a comentar que nunca había visto tanta saña para
destruir un trabajo científico, como tampoco había visto defender un
trabajo con tanto valor y seguridad como lo hacía Swadesh (citado en
Horcasitas y Pozas,1980: 160).
La discusión no paró con el informe; en 1958 la Escuela Nacional de
Antropología e Historia (enah) organizó un encuentro con antropó-
logos, lingüistas, historiadores y maestros, para discutir en tres sesiones
las tesis sobre la enseñanza de las lenguas indígenas. En esa ocasión la
ponencia magistral fue presentada por Swadesh y los comentarios crí-
ticos al mismo trabajo fueron hechos por Horcasitas. Swadesh seguía
sosteniendo en su ponencia el método que había experimentado en

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

la Meseta Tarasca, el Valle del Mezquital y en los Altos de Chiapas.


Swadesh utilizaba como marco principal el estudio de las variedades
dialectales y el descubrimiento de las formas estandarizadas, para
arribar a un sistema de escritura uniformizado regionalmente e iniciar
la alfabetización basada en el dibujo y el copiado de palabras, usando
su método indirecto para enseñar español. Las críticas de Horcasitas
tampoco variaron, seguía sosteniendo que el método indirecto era
peligroso para la educación de los niños indígenas, aduciendo que el
procedimiento conducía sólo a la alfabetización de la lengua indígena y
dejaba de lado el español, es decir, aunque los niños aprendieran a leer
y escribir en sus propias lenguas maternas, el proceso no garantizaba
una educación nacional y la exigencia de los indios de entender a su
propio país. En el texto Horcasitas refiere la tercera sesión del citado
encuentro en la enah:

…se planteó al Dr. Swadesh la siguiente cuestión: Ud. dice que el niño
indígena, que se alfabetiza en su lengua materna puede leer el español
utilizando el co­nocimiento del alfabeto latino que domina, mediante la
lectura y la escritura de su propia lengua; si esto es cierto, también lo es
su expresión contraria, es decir, que cualquier persona que sea alfabeta en
español, puede leer cualquier idioma indígena que se escriba también con
un alfabeto igual al español. Si esta afirmación es cierta usted puede leer
este texto en mazateco copiado del Evangelio según San Mateo y traducido
a esta lengua indígena por los lingüistas del ilv. No se duda ni un instante
que usted sea capaz de leer ese texto en mazateco, tan bien como lo leyera
un hablante nativo de esta difícil lengua, por los cinco tonos que tiene
(Horcasitas y Pozas, 1980: 16 ).

Era de suponerse que Swadesh no podía dar respuesta a la crítica


que se le hacía en una sesión que más parecía un interrogatorio que
una discusión entre investigadores, según comenta Juan Comas (citado
en Horcasitas y Pozas, 1980: 16). Swadesh no hacía ningún diagnós-
tico respecto a las criticas que le habían formulado, sin embargo, era
consciente de que se trataba de una corriente de pensamiento ortodoxo
marxista que favorecía la castellanización directa y una educación car-
gada de fuertes contenidos nacionales. Por su parte Horcasitas y Pozas
(1980) concluyen que las opiniones vertidas en el encuentro de la

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

enah fueron de gran valor en cuanto que pusieron fin a las falacias de
la enseñanza del español pasando por las lenguas indígenas.
Dado que esta controversia no concluyó, ni terminaba por resolver
la demanda del ini de lograr de forma satisfactoria construir una pro-
puesta metodológica de enseñanza del español como segunda lengua
y la alfabetización en lengua indígena, acompañadas de un programa
integrado de formación de profesores y la elaboración de material de
enseñanza, Alfonso Caso, entonces director del ini, llamó a lingüistas
del ilv a que tomaran en sus manos esa tarea. Al respecto, Aguirre Bel-
trán anota que la mencionada reunión “concluye sin alcanzar consenso
y Caso acude al ilv en solicitud de ayuda. Sarah Gudschinsky, estrella
del ilv en materia de alfabetización en lenguas indígenas, emite su
parecer en dos artículos muy bien pensados que se publican en Word
y más tarde quedan incorporados en el Manual de Alfabetización para
Pueblos Indígenas” (1983: 238).
La controversia de fondo no consistía únicamente en los métodos y
su aplicación ortodoxa, sino en los efectos que podían llegar a producir
la expansión de las lenguas indígenas y la introducción de contenidos
de la enseñanza mediados por las culturas indígenas. Los métodos
eran el pretexto para reorientar la discusión hacia los terrenos de la
castellanización y la educación bilingüe transicional, que era la apuesta
que promovía el ini.
La propuesta de alfabetización contenida en el Manuel de Alfabeti-
zación para Pueblos Indígenas del ilv fue retomada por el iiiseo para ser
desarrollada, como parte de sus objetivos, desde su fundación en 1969,
a cargo de Gloria Ruiz de Bravo Ahuja. Una de las primeras tareas del
iiiseo fue lanzar un programa de castellanización oral dirigido a grupos
de nivel preescolar, por medio de lo que llamó Método Audiovisual
para la Enseñanza del Español a Hablantes de Lenguas Indígenas, que
se dio en llamar Método iiiseo, dentro del cual quedó integrado de
manera marginal el material elaborado por Mauricio Swadesh, Juegos
para aprender español. De acuerdo con Bravo Ahuja (1976), el Método
Audiovisual, de su autoria, y Juegos para aprender español, de Mauri-
cio Swadesh, “eran los únicos dos métodos de castellanización oral
existentes, que están dirigidos a los hablantes de lenguas indígenas
en general” (Bravo Ahuja, 1976: 43), y que, por lo tanto, el material

368

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

de Swadesh debía ser evaluado para ser incorporado como parte del
Método iiiseo.
Al parecer con el Método iiiseo la corriente de la castellanización
se instala como vertiente dominante bajo la denominacion de ense-
ñanza del español como segunda lengua, corriente amparada en las
teorías bilin­gües de asimilación lingüística, que sostienen construir
condiciones lingüísticas a través de la enseñanza de la lengua materna
para transitar a la segunda lengua, donde la lengua meta es el español y
las lenguas indígenas podrán ser estrategicamente sustituidas gradual-
mente. Sus bases están sostenidas en la idea, ya vieja, de combatir la
fragmentación lingüística, la desigualdad de la educación y la margi-
nación, creando condiciones para el empleo de una lengua común.
En este sentido, la castellanización, según Bravo Ahuja (1977: 108),
debe ser entendida como una tarea única y debe ser compartida con
la alfabetización de la lengua indígena, pero sólo como una etapa en la
enseñanza de la lengua nacional.
La castellanización, o más bien la enseñanza bilingüe transicional,
encabezada por un importante grupo de misioneros y lingüistas del
ilv, profesores indígenas y funcionarios indigenistas, produjo una gran
cantidad de materiales, entre cartillas, alfabetos, diccionarios y manua-
les, que sumados para 1972 eran alrdedor de 222 cartillas (incluyendo
métodos de aplicación); el 70 por ciento de este material había sido
producido entre varias instituciones (invariablemente entre el ini y
el ilv) y el 65 por ciento había sido produido por una sola institución,
o sea, el ilv había producido por sí solo el 80 por ciento de este ma-
terial, 52 cartillas de alfabetización en lengua indígena y español, y
castellanización oral (Bravo Ahuja, 1976: 30).
No obstante que el Método iiiseo se venía aplicando desde 1969, no
era reconocido como el método oficial para la enseñanza del español a
los indígenas (más bien, a falta de un método oficialmente reconocido
el que se aplicaba era éste). Cuando se funda la Dirección General
de Eduación Indígena, en 1978, se crea oficialmente el programa de
castellanización, y es entonces que autorizan el uso del Método ciis
(Centro de Investigación para la Integración Social), nombre de la
institución que absorbió al iiiseo, para aplicarlo en 35 regiones, y
junto a éste se autoriza también la aplicación del Método Swadesh,

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

para 19 regiones (cfr. Modiano, 1982). Luego de la aplicación de ambos


métodos la dgei ordenó la aplicación de una evaluación que se realizó
durante el ciclo escolar completo para determinar las ventajas de cada
uno en la castellanización; el resultado fue la detección de diferencias
en cuanto a los enfoques: se encontró que el Método ciis se enfocaba
más a conseguir ventajas escolares, mientras que el Método Swadesh
se interesaba más en la conservación de la lengua indígena. Ambos
métodos reportaron muy bajos resultados en el aprendizaje del español,
pocos niños aprendieron sólo nociones elementales de la lengua. Sin
embargo, el Método Swadesh es el que dio mejores resultados en el
aprendiazaje del español. Creo que tanto la evaluación realizada por la
dgei de ambos métodos, como la naciente protesta de los profesores in­
dí­ge­nas contra la educación indígena, enajenante y etnocida, dieron su­
fi­cien­tes herramientas a las autoridades para justificar la cancelación de
los convenios que promovían la aplicación de ambos métodos de cas-
tellanización directa e indirecta, y dar paso de ese modo a la propuesta
de una educación bilingüe bicultural.
Creemos que esta ola castellanizadora es enfrentada finalmente por
un naciente movimiento de profesores bilingües durante la primera
mitad de los años setenta, la que impugna tanto el tipo de educación
que han venido recibiendo del Estado, por considerarla etnocida y
reproductora de la colonización, así como por la injerencia del ilv en
las comunidades, calificada de espionaje y penetración protestante.
A partir de este proceso amplio de inpugnación y protesta, las orga-
nizaciones de profesionistas indígenas bilingües plantean construir
una educación bilingüe y bicultural, inspirada en la descolonización
intelectual y la democratización de la educación.

Conclusiones

Ciertamente el indigenismo del periodo (1939-1969) que hemos es-


tudiado en este ensayo nació ligado a la antropología y la lingüística,
y ambas disciplinas no tenían otra precocupación que su empeño por
entender el proceso de cambio cultural y lingüístico, y las posibilia-
des de inducir cambios mediante la acción indigenista. El trabajo de

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

campo que se realizaba con fines antropológicos servía a su vez para


la planificación de la acción indígenista, o dicho de otra manera, la
acción indigenista debía estar acompañada de la realización previa de
un diagnóstico antropológico y lingüístico.
En ese sentido, la educación indígena nació de la antropología
so­cial y de la lingüística aplicada, se nutrió de las dos disciplinas,
y podríamos decir que se convirtieron en sus principales soportes.
Junto con la cuestión agraria, la educación fue un tema central del
indigenismo, y por lo tanto, de la antropología social y la lingüística.
A través de la edu­cación indígena como uno de los capítulos del
indigenismo, fueron pro­yectadas varias acciones de alcance nacio-
nal, algunos programas regionales y ensayos educativos locales en
diferentes regiones indígenas.
Los paradigmas de la antropología social de este periodo estuvieron
enfocados a explicar el cambio cultural, la aculturación indígena y el
pa­pel de la educación formal en el cambio dirigido, sobre todo en la
búsqueda de soluciones prácticas para la enseñanza, la alfabetización
y la educación escolar. En este sentido, la antropología aportó a la edu­
cación indígena un sistema explicativo que en buena medida ayudó a
reconocer la naturaleza de la enseñanza y el aprendizaje intercultural y,
ante todo, el papel que vendría a jugar la educación dentro de este cam­
bio cultural inducido. En esta empresa se buscaba un doble propósito:
por un lado, que la escuela pudiera en corto tiempo aculturizar y pro-
mover la cultura nacional, y por otro, que la cultura indígena entrara
a la escuela y que, a través de ésta, los estudiantes adquirieran nuevos
conocimientos. Aportó, por otra parte, herramientas para integrar la
institución escolar a la comunidad; en muchos casos la escuela se con­
virtió en palanca de desarrollo de la comundiad. La educación indígena
utilizó a la antropología social como herramienta indispensable para la
realización del examen específico de la cultura y el cambio cultural,
la resistencia al cambio y la ejecución de proyectos de área.
No obstante su carácter de antropología aplicada, el ejercicio de
la educación indígena como acción indigenista por excelencia, sin
dejar de reconcocer el área de la salud y la problemática agraria den-
tro de sus intereses, requería de operaciones teóricas y la introducción
de elementos predictivos. Al analizar los efectos del cambio inducido,

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Nicanor Rebolledo Recéndiz

uno podía suponer que la antropología aplicada entraba de lleno a


operar sus teorías del cambio cultural. Sin embargo, la cuestión era
un tanto diferente, pues la experiencia de campo constituía el núcleo
fundamental en la construcción del conocimiento antropológico. En
este sentido, el conocimiento antropológico no estaba enfocado uni-
camente a producir conocimientos científicos, sino que debía servir
como instrumento para mejorar la vida de los indígenas y lograr su
adecuación al ambiente cultural de la nación.
Por otra parte, la lingüística aplicada se enfocó a explicar las varia-
ciones dialectales y los problemas de la escritura de las lenguas indígenas
así como la construcción de métodos de alfabetización y la elaboración
de material educativo. Aportó a la educación indígena los elementos
más apreciados para acercarse al estudio de las lenguas indígenas y la
enseñanza; contribuyó con algunos modelos de enseñanza de las lenguas
indígenas y del español, hoy conocidos y aplicados; en gran medida
definió los grandes problemas de la educación indígena en términos de
la falta de material de lectura y escritura en lenguas indígenas, y la falta
de planificación del lenguaje para la enseñanza del español.
La historia del debate en la enseñanza de la lengua indígena y del
español, así como del bilingüismo y la interculturalidad, no inicia en
1939 ni termina en 1969. Creo que es una etapa sumamente importan-
te, de despegue y desarrollo, y como tal hay que analizarla, utilizando
ese corte, tanto para acercarnos a los aportes de la antropología social
y la lingüística, como para dar seguimiento a una polémica que sin
lugar a dudas no ha concluido, sino que continúa reeditándose de
una manera inusitada, utilizando incluso el mismo lenguaje. En otras
ocasiones la misma discusión es reeditada por disciplinas diferentes,
por ejemplo, la teoría educativa suele discutir en la actualidad los en-
foques interculturales como si fueran temas nuevos, desconociendo el
tratamiento que le dio la antropología social o la lingüística, y en otros
casos extremos las discusiones son obviadas porque creen que se trata
de un viejo problema y argüyen que no corresponde con la realidad
actual. Lo cierto es que los enfoques educativos sobre el bilingüismo
y la interculturalidad tendrán que releer la antropología social con-
tempránea y la lingüística aplicada para buscar claves que faciliten el
trabajo educativo y la reflexión.

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Contribuciones de la antropología a la educación indígena

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La educación escolar indígena
en el contexto de la antropología
brasileña

Antonella Maria Tassinari*

Las iniciativas de educación escolar orientadas a los indígenas tuvieron


lugar en Brasil desde épocas coloniales y, de forma sistemática, han sido
promovidas como política pública desde las primeras décadas del siglo xx
con el objetivo de nacionalizar ese contingente de la población, a
través de la enseñanza de la lengua portuguesa y de permitir su asimi-
lación a la sociedad brasileña. A partir de los años setenta, comienza a
haber un cambio de paradigma orientado a las políticas de educación
escolar para indígenas, que culmina en la Constitución de 1988 y en
las subsecuentes políticas de enseñanza que reconocen la diversidad
cultural de los pueblos indígenas y proponen ofrecer condiciones para
el mantenimiento de ese patrimonio étnico cultural.
Este trabajo pretende analizar el proceso histórico de las políticas
educativas dirigidas a los indígenas en el siglo xx en relación con la
historia de las investigaciones antropológicas en el área de etnología
indígena, destacando los pocos trabajos que se dedicaron al tema de
la educación indígena, en especial a su educación escolar, como la
contribución pionera de Silvio Coelho dos Santos.
Un análisis realizado por Lopes da Silva (2001) reveló una laguna
entre el desarrollo intensivo de investigaciones sobre los pueblos in-
dígenas de las últimas décadas, enfocados en los temas de parentesco,
cosmología, corporalidad y ritual, que fueron capaces de producir
refinados análisis sobre las especificidades sociocosmológicas de las

* Departamento de Antropología, Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil.

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Antonella Maria Tassinari

poblaciones estudiadas y significativos avances teóricos, y los estu-


dios sobre experiencias concretas de educación indígena, los cuales
generalmente discuten cuestiones prácticas e inmediatas dirigidas a la
educación bilingüe y la enseñanza diferenciada, pero no incorporan los
temas desarrollados por las otras investigaciones. Esta laguna entre
los trabajos teóricos sobre pueblos indígenas (sus historias, cosmolo-
gías, rituales, organización social) y aquellos sobre escuelas indígenas
(sus prácticas pedagógicas, uso de lenguas nativas) es también fruto
del silencio de la etnología nacional respecto a cuestiones educativas.
De hecho, esta laguna no apunta sólo a las dificultades de la “ope-
racionalización” del discurso académico para la solución de problemas
concretos en el aula. Al considerar la historia de las políticas educa­cio­
nales volcadas hacia los indígenas y la historia de la etnología in­dí­ge­na
en Brasil, verificamos que las contribuciones de ésta siempre es­tu­vie­ron
orientándose a las políticas públicas, aunque con algunas dé­ca­das de
retraso. Sin embargo, las contribuciones de la etnología in­dí­ge­na ver-
saron sobre tipologías de las sociedades, culturas y procesos his­tó­ri­cos
de las poblaciones indígenas, sin considerar los fenómenos pro­pios de
la educación, de la transmisión de saberes, de los procesos nativos
de enseñanza y aprendizaje.
A continuación, procuraré analizar tres momentos medulares del
si­glo xx, no por reunir características definidoras de un periodo, sino por
ser­vir como parteaguas, por marcar rupturas entre momentos anteriores
y sub­se­cuen­tes. Se trata de fases importantes en el proceso de institucio­
nalización de la antropología en Brasil, que marcan también rupturas
de modelos de políticas educativas hacia los indígenas en el país.

Los años treinta y el modelo del spi

Según Souza Lima (1995), en el siglo xix, bajo el régimen imperial en


Brasil, el Ministerio de Negocios del Imperio legislaba sobre la ocupa-
ción de las tierras y las políticas referentes a las poblaciones nativas,
nombrando directores generales de indios, directores de aldeas y va-
liéndose de misioneros capuchinos para administrar los asentamientos,
volviéndolos autosustentables a través de la enseñanza de oficios a

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La educación escolar indígena

los indígenas. Esas atribuciones fueron transferidas al Ministerio de


Agricultura, Comercio y Obras Públicas en 1860 y, en la víspera de la
proclamación de la República, en 1889, las responsabilidades sobre
los asentamientos indígenas se pasaron directamente a las provincias.
Con la República y el advenimiento de una élite cafetera paulista,
en el sudeste de Brasil, se desarrolla la idea del atraso del mundo rural
–de sus técnicas agrícolas y de sus poblaciones– que debe ser integrado
a la nación a través del desarrollo de técnicas disciplinares. Esa es la
propuesta del Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio (maic),
que plantea extender técnicas disciplinares de la industria al medio
rural y sus poblaciones, con la perspectiva de integrarlas en un pro-
yecto de nación. Según De Souza Lima (1995), esa forma de construir
imaginariamente el mundo rural en Brasil estuvo en consonancia con
aquella usada para pensar a los indígenas como materia de la acción
gubernamental. Con esa perspectiva, fue creado en 1910, en el ámbi-
to del maic, el Servicio de Protección a los Indios y Localización de
Trabajadores Nacionales (spiltn).
Creado por el militar Cândido Mariano da Silva Rondon, el spiltn
se basaba en el ideario positivista laico, e implicaba un alejamiento
entre la política indigenista y la acción catequísta. Al considerar a los
indígenas como “brasileños pretéritos”, las acciones del spiltn plan-
teaban “proteger” esas poblaciones en su situación transitoria rumbo
a su incorporación a la sociedad nacional. Como demuestra De Souza
Lima (1995), las políticas que producían cierta forma de “indianidad”
eran también aquellas que creaban una idea de “sociedad nacional”.
Bajo la marca de la “tutela”, las políticas indigenistas en Brasil fueron
desarrolladas por el spiltn, que pasó a ser denominado Servicio de Pro­
tección al Indio (spi) a partir de 1918, y en 1930 dejó de ser in­tegrante
del Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio para formar parte del
Ministerio del Trabajo, Industria y Comercio. El órgano se extinguió
en 1967, cuando fue creada la Fundación Nacional del Indio (Funai).
Las poblaciones indígenas eran entonces clasificadas como “mansas”
(o aliadas) y “bravas” (hostiles). La propuesta del spiltn era establecer
alianzas con los indios “mansos” y llevar la paz a los “bravos”, a partir
de la estrategia de producir “un gran cerco de paz”. Según De Souza Lima
(1995), se trata de una técnica militar que consiste en presionar a una

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Antonella Maria Tassinari

población hostil a aceptar una alianza que se les presenta como única
alternativa. Si, por un lado, el “cerco de paz” crea una zona de protec-
ción a los enemigos externos (las presiones de la sociedad envolvente),
también corta la libertad de circulación, establece vigilancia y control.
Las acciones del spiltn variaban según la situación de contacto y
alianza con la población indígena. La primera fase de acción, frente a
los indios considerados ariscos u hostiles, se denominaba “pacificación”.
A través de la donación de bienes, los agentes del spiltn procuraban
establecer los primeros contactos y “atraer” poblaciones hacia un te-
rritorio delimitado, las “reservas indígenas”, con el planteamiento de
iniciar un proceso de sedentarismo. La segunda fase era propiamente
la de la “educación”, a través de la implantación de escuelas y de la
fijación de los indígenas en un territorio administrado por un Puesto
Indígena. La tercera fase desarrollaba acciones para la “civilización”
de los indígenas preparándolos para ser “trabajadores nacionales”:
además de la educación escolar, que proponía la enseñanza de la len-
gua portuguesa y nociones de matemática para el comercio, también
se transmitían técnicas agrícolas, pecuarias e industriales. Una cuarta
y última fase preveía la emancipación definitiva de los indígenas y
su introducción en la “vida civilizada”, según el ideario positivista.
Se percibe que la educación escolar era una importante estrategia
para la “civilización” de los indios dentro de una política de integra-
ción de la nación. Eso fue especialmente importante en regiones de
frontera, donde la escuela cumplió el papel de incentivar un ideario
nacionalista brasileño en los indígenas, cohibiendo manifestaciones
culturales que los aproximaran a los países vecinos. En un trabajo
anterior (Tassinari, 2001a), describo ese proceso entre los indios del
valle del río Uaçá, en la región de frontera con la Guayana Francesa.
Sobre la misma región, la disertación de maestría de Assis (1981) –la
primera en tratar el tema de la educación escolar– define las escuelas
indígenas como “frentes ideológicos”.
Los años treinta pueden ser considerados delimitantes en ese pro-
ceso de ruptura de una política indigenista descentralizada y anclada
en la acción catequísta del siglo xix, para una política que planteaba
la integración nacional, laica y militarizada. El contexto político del
Estado Nuevo (bajo la presidencia de Getúlio Vargas, de 1937 a 1945)

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La educación escolar indígena

consolida ese movimiento a través de la “Marcha hacia el Oeste”,


proponiendo la ocupación e integración del territorio nacional.
¿Y qué ocurría en el campo de la antropología brasileña en ese mismo
periodo? Al analizar la producción de la antropología en Brasil, Mela­tti
(1984) apunta los años treinta como un marco en la institucionalización
de esa área del conocimiento, antes practicada por ingenieros, médicos,
militares y periodistas, entre varios autores que se dedicaron a registrar el
modo de vida de indios, negros y sertanejos. Según Melatti, los trabajos
de etnología indígena realizados en el siglo xix, hasta los años treinta,
revelaban una contradicción entre cierta simpatía de los autores por las
poblaciones estudiadas y las ideas racistas de la época, que las colocaban
en situación de inferioridad, como el indianista Antonio Gonçalves
Dias, el militar José Vieira de Couto Magalhães, el ingeniero Antonio
Manuel Gonçalves Tocantins, entre otros.
Las ideas racistas y evolucionistas que movilizaron esas primeras
investigaciones etnológicas, desarrolladas antes de los años treinta,
estaban muchas veces subyacentes al ideario positivista de las políticas
públicas descritas anteriormente. Sin embargo, el gran debate a inicios
del siglo xx respecto de las poblaciones indígenas ocurría entre los par-
tidarios de Herman von Ihering, que defendía el exterminio de éstas,
consideradas un obstáculo al progreso y a la civilización; y las ideas de
Rondon, basadas en ideales humanitarios, al ser este un defensor
de una integración progresiva y pacífica. Es en el ámbito de ese debate
donde etnólogos como Curt Nimuendaju toman el partido de Rondon
y colaboran con los trabajos del spi (Gonçalves, 1993).
Los años treinta marcan el momento de institucionalización de la
antropología en Brasil, con la creación de facultades para la formación
de profesionales del área. En 1934, se crea la primera Facultad de Filoso­
fía, Ciencias y Letras en Brasil, en la Universidad de São Paulo, donde
trabajaron como profesores Roger Bastide, Emilio Willems y Lévi-
Strauss. También en esa época, en la misma ciudad, se funda la Escuela
de Sociología y Política (esp), que tuvo como profesores a Herbert
Baldus, Donald Pierson y Radcliffe-Brown, haciendo de São Paulo el
principal foco de irradiación de la etnología en el periodo. En 1935,
se crea la Universidad del Distrito Federal, en Río de Janeiro, donde se
desempeñaron como profesores Gilberto Freyre y Arthur Ramos.

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Antonella Maria Tassinari

Desde entonces, las investigaciones en etnología se vuelcan hacia


estudios más sistemáticos e intensivos sobre las poblaciones estudiadas,
perdiendo el interés en las explicaciones evolucionistas. Melatti (1984)
destaca, en ese periodo, la contribución de investigadores alemanes, co­
mo Herbert Baldus y Curt Nimuendaju, o de ascendencia alemana,
como el brasileño Egon Schaden, y de investigadores franceses, como
Lévi-Strauss y Alfred Métraux. Nimuendaju produjo obras extensas
sobre los pueblos guaraníes, xerente, canela, apinajé, tukuna, y realizó
descripciones de lengua, mitología, organización social e historia de
varias poblaciones indígenas. Esa producción etnológica, por lo tanto,
estaba en diálogo con la tradición alemana (en aquel periodo desarro-
llada por Franz Boas y sus colaboradores en Estados Unidos) y con el
campo de los americanistas franceses.
Dos autores centraron su atención en la educación indígena en
Brasil, con artículos que podríamos llamar “inaugurales” sobre el tema:
Willems (1938) y Schaden (1945). El artículo de Willems se basa en
supuestos evolucionistas y compara “pueblos civilizados” y “pueblos de
cultura pobre”, “culturas superiores” y “pueblos periféricos” o “pueblos
naturales”. Con tales premisas, no es de extrañarse que llegue a la con-
clusión de que “no hay un sistema educativo objetivo entre los llamados
pueblos primitivos; existe apenas educación como transmisión. No
hay pedagogía” (Willems, 1938: 6). Aun así, vienen de Willems las
primeras críticas a las escuelas en aldeas indígenas. Según el autor, “la
escuela no respeta a la vida nativa y no permite la inserción en la vida
colonial” (Willems, 1938: 34). Ella hace que los alumnos pasen a des­pre­ciar
la vida y los conocimientos de sus antepasados, sin por ello con­se­guir
espacio fuera de la aldea. El trabajo de Schaden ya utiliza con­cep­
tos funcionalistas y parte de la premisa de que hay otras formas de
educación además de aquella sistemática y basada en la escritura que
caracteriza a la educación escolar. Schaden analiza cómo la “función
educativa”, es decir, la “constante preocupación de transmitir a las
nuevas generaciones el patrimonio cultural elaborado durante un largo
periodo de vida comunitaria”, puede ser realizada en las sociedades
indígenas por las ceremonias de iniciación.
Melatti (1984) también destaca que los años treinta fue el momento
de producción de las primeras interpretaciones generales de Brasil,

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La educación escolar indígena

como las obras de Gilberto Freyre y de Sérgio Buarque de Holanda.


Como se ha mencionado más arriba, esas interpretaciones de Brasil, al
crear una idea de “sociedad nacional”, también establecían en ella un
lugar para las poblaciones indígenas, notoriamente un lugar pretérito
de “matriz” de una civilización que vendría a sustituirlas.
Si observamos las políticas públicas enfocadas hacia los indígenas
en Brasil, podemos decir que las escuelas en funcionamiento en las
aldeas, bajo tutela del spi, se pautaban sobre la base de ideas positi-
vistas y evolucionistas (en especial el proyecto de “civilización de los
salvajes”), presentes en la producción etnológica del periodo anterior.
Al mismo tiempo, el proyecto de “integración nacional” a través de
la educación escolar estaba en consonancia con contribuciones de la
antropología que se desarrollaba a partir de los años treinta.

los años sesenta y el modelo de la Funai

En el campo de la etnología indígena, las décadas que siguieron al pe-


riodo de institucionalización académica vieron crecer los estudios sobre
cambio cultural o “aculturación”, desarrollados por Herbert Baldus,
Egon Schaden, Charles Wagley, Eduardo Galvão, entre otros. Según
Melatti (1984), a fines de los años cincuenta, Darcy Ribeiro y Roberto
Cardoso de Oliveira comienzan a repensar los abordajes clásicos de
aculturación, insertando algunas variantes atentas al carácter de los
“frentes de expansión” o de las “transfiguraciones étnicas”. El autor
también apunta, en ese periodo, la influencia del abordaje funcionalista
en los estudios sobre poblaciones indígenas.
Ese es el enfoque del trabajo de Florestan Fernandes (1966) sobre
la educación entre los tupinambás. A pesar de basarse en relatos de
cronistas, puede ser considerado el primer trabajo sistemático sobre
educación indígena en Brasil. Mientras califica a la sociedad tupinambá
como “tradicionalista, sagrada y cerrada”, el autor describe los cuida-
dos con los niños, las clasificaciones de las franjas etarias femeninas y
masculinas y sus posiciones de estatus; apunta algunas características
del proceso educativo, con énfasis en el “valor de la tradición, de la
acción y del ejemplo”. Identifica ciertas esferas de transmisión de

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Antonella Maria Tassinari

conocimientos específicos, como las “escuelas matrimoniales” (como


denomina el aprendizaje de técnicas sexuales), o el aprendizaje de los
conocimientos de los pajés. Aun así, prefiere calificar la educación
tupinambá como “enseñanza informal y no sistematizada”.
La actuación de algunos investigadores junto con el spi, hasta el
final de los años cincuenta, contribuyó a la formación de una gene-
ración de indigenistas con sólida capacitación etnológica. Melatti
(1984) menciona los “Cursos de Perfeccionamiento/Especialización
en Antropología Cultural”, iniciados en 1955 en el Museo del Indio,
órgano ligado al spi, y coordinados por Darcy Ribeiro.1
Esos cursos también fueron importantes para la formación de una ge-
neración de antropólogos que consolidará el posgrado en antropología
durante las décadas siguientes en varios centros brasileños, teniendo a
Río de Janeiro como foco irradiador. Según Melatti (2002:181):

Todo comenzó con los cursos de especialización en Antropología Cultural


dictados por Darcy Ribeiro en la segunda mitad de los años cincuenta, dos
de ellos en el Museo del Indio. Inspirado en esos cursos, Roberto Cardoso de
Oliveira, que en ellos había participado como profesor auxiliar, organizó en el
Museo Nacional el primer “Curso de Teoría e Investigación en Antropología
Social”, en 1960.

Esos cursos de especialización ofrecidos en la entonces Universidad


del Brasil, en el Museo Nacional, coordinados por Roberto Cardoso de
Oliveira, son recordados por sus alumnos como experiencias deter-
minantes y definidoras de un ethos profesional que los hizo consolidar
sus carreras. Es el caso de Silvio Coelho dos Santos, que ingresó en el
grupo de 1962 y se recibió al año siguiente, prosiguió los estudios con
un doctorado en la usp y actúo en la Universidad Federal de Santa

1
De hecho, la actuación de Darcy Ribeiro en el campo de la educación en Brasil fue mu-
cho más allá de la educación para indígenas y de su contribución para la formación de
antropólogos e indigenistas. Después de salir del cuadro del spi, en 1958, Darcy Ribeiro
trabajó en el Centro Brasileño de Investigaciones Educativas y tuvo un importante papel
en la definición de políticas públicas educativas en el país. La Ley de Directrices y Bases
de la Educación Nacional, de 1996, también llamada Ley Darcy Ribeiro, fue elaborada
bajo su coordinación como senador de la República.

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La educación escolar indígena

Catarina, en Florianópolis, su ciudad natal, donde lideró la institucio-


nalización de un programa de posgrado en la década siguiente.
Para Correa (1995), los años sesenta pueden ser considerados un
mar­co en la institucionalización de la antropología en Brasil según nue­
vos planes que pasan a orientar la creación de cursos de posgrado en
el país. Si hasta el inicio de esa década la formación del posgrado de
an­tro­pología sólo era ofrecida por la Universidad de São Paulo, cinco
nue­vos cursos son fundados hacia el final de la década siguiente. En
1968, se crea el Programa de Posgrado en Antropología Social del Mu­
seo Nacional, en Río de Janeiro, siguiendo la nueva legislación. En
1970, el posgrado de la Universidad de São Paulo es remodelado para
adecuarse a las nuevas exigencias de la reforma universitaria. En 1971,
se crea la maestría en la Universidad Estatal de Campinas; en 1972
en la Universidad de Brasilia; en 1977 en la Universidad Federal de
Pernambuco y en 1979 en la Universidad de Río Grande do Sul.
En otros centros, la formación en antropología pasa a ser ofrecida
como “especialización”, como en la Universidad Federal de Paraná
en 1972 y en la Universidad de Santa Catarina en 1976, para luego
transformarse en “área de concentración” de la maestría en ciencias
sociales en 1978. Se trata de un proceso que institucionaliza, dentro
de una nueva configuración, la producción y la enseñanza de la an-
tropología, que ya venían llevándose a cabo en esos centros, algunas
veces en el ámbito de museos o institutos universitarios, según describe
Santos (2006) en relación con el sur de Brasil.
A partir de los años sesenta, además de los cambios en el ámbito de
la organización de las universidades brasileñas, hay significativas modi-
ficaciones en las orientaciones teóricas de la etnología. Según Melatti

…los estudios de contacto interétnico, antes volcados hacia las modificacio-


nes culturales, ahora se enfocan más hacia el conflicto entre intereses, reglas
y valores de las sociedades en confrontación. Preocupaciones de carácter
estructuralista y etnocientífico sustituyen las interpretaciones funcionalistas
(Melatti, 2002: 153).

De acuerdo con Melatti (2002), comienzan a desarrollarse proyectos


de equipo que apuntan a análisis comparativos sobre situaciones de
contacto interétnico (Estudios Comparativos de Sociedades Indígenas

385

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Antonella Maria Tassinari

en Brasil y Proyecto Áreas de Fricción Interétnica, coordinados por


Roberto Cardoso de Oliveira, en el Museo Nacional) y otro sobre es-
tructura social centrado en los pueblos de habla Jê (Proyecto Harvard/
Museo Nacional, coordinado por David Maybury-Lewis y Roberto Car-
doso de Oliveira). La intensificación de las investigaciones de campo,
la diversificación de las áreas investigadas (además de los grupos de
habla Jê del Brasil central, se renuevan también las atenciones sobre
el alto Xingu, el alto río Negro y Roraima) y el diálogo con las contri-
buciones recientes de antropólogos estadunidenses, ingleses y franceses
(especialmente la influencia de Claude Lévi-Strauss) producen un
cuerpo de datos sustanciales sobre los pueblos indígenas brasileños que
es la base de importantes cambios ocurridos en la etnología indígena
sudamericana a finales de los años setenta.
Las conclusiones de los debates ocurridos en el Congreso de Ame-
ricanistas en París en 1976 y en Río de Janeiro en 1978 sugieren la
importancia de comprender esas sociedades en sus propios términos,
alejándose de aquellos construidos para las sociedades africanas (li-
najes, segmentos, reinos) y apuntando hacia el rendimiento de las
categorías “tiempo, espacio, persona y corporalidad”. Con ese enfoque,
se destacan dos trabajos pioneros sobre educación indígena: Métraux
y Dreyfus-Roche (1958), y Melatti y Melatti (1979). Éste, sobre los
marubos, y aquél, sobre los kayapós del Xingu, son los primeros en
focalizar propiamente al niño indígena en Brasil. Ambos describen
los cuidados corporales dedicados a la gestante y al recién nacido, las
categorías nativas de “niñez”, algunas vivencias infantiles y las actitudes
educativas de los adultos.
¿Y qué ocurría en ese periodo con las políticas educativas hacia
los indígenas? Arnaud (1989), al analizar la acción indigenista en
varias regiones de Brasil, demuestra que, de hecho, a lo largo de los
años cuarenta y cincuenta, la política desarrollada por el spi produjo
una nueva configuración de asentamientos indígenas en torno a los
Puestos de Atracción, Puestos de Vigilancia, Puestos Indígenas, que
contribuyó a una situación de dependencia de estas poblaciones en
relación con el órgano de protección. Mientras la educación escolar fue
estratégica en el proceso de pacificación, civilización y nacionalización
de esas poblaciones, la escuela deja de ser una inversión prioritaria

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La educación escolar indígena

en la medida en que éstas se volvieron sedentarias y dependientes de


la acción gubernamental. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960,
varias escuelas y puestos establecidos dejan de recibir atención y fi-
nanciamiento, mientras el spi atiende las demandas de los conflictos
y nuevos frentes de atracción en el sur del Pará.
En todo el país, comienza a haber denuncias de abusos de jefes de
Puestos en la explotación del trabajo de indígenas y en el estableci-
miento de alianzas con políticos locales, como alternativas para obtener
alguna autonomía financiera. Es en ese contexto en el cual el spi se
extingue en 1967, y la política indigenista del Estado brasileño pasa a
ser implementada por la Fundación Nacional del Indio (Funai).
Como vimos, la actuación de Darcy Ribeiro y de sus alumnos en la
reformulación y expansión del posgrado en antropología en Brasil es
también fundamental para la formación de profesionales indigenistas,
con los cursos ofrecidos en el Museo del Indio. De hecho, la teoría de
Darcy Ribeiro sobre el proceso de transfiguración étnica y su clasifi-
cación de las etapas de la integración son importantes fundamentos
de la actuación de la Funai.
Ribeiro (1970) defiende que, “en el proceso inexorable de integra-
ción de los indígenas a la sociedad nacional” (todavía definida como
“civilización”), algunas etapas son identificables: la primera es la de
los indios “aislados”, que viven en zonas no alcanzadas por la sociedad
brasileña y sólo experimentaron contactos raros y accidentales con
“civilizados”. La segunda es la de los grupos que mantienen “contactos
intermitentes con la civilización”, viviendo en regiones que comienzan
a ser ocupadas por frentes de expansión, pero que todavía mantienen
cierta autonomía cultural y económica. La tercera etapa es la del “con-
tacto permanente”, vivida por poblaciones indígenas en comunicación
directa y permanente con segmentos variados y numerosos de la socie-
dad nacional, ya dependientes de artículos industrializados e insertados
en la economía mercantil de la región, aunque consiguiendo mantener
ciertas costumbres tradicionales. La cuarta y última etapa es de los
grupos “integrados”, confinados en parcelas ínfimas de sus antiguos
territorios, ya totalmente insertados y dependientes de la economía
regional, hablantes del portugués, mestizados, que mantienen sólo
como distinción su “lealtad étnica”. Según el autor, “aparen­temente

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Antonella Maria Tassinari

habían recorrido todo el camino de la aculturación, pero para que


fueran asimilados faltaba alguna cosa imponderable, sólo un paso que
no podían dar” (Ribeiro, 1970: 262).
Con esa perspectiva fundamentando las acciones de la Funai, la edu­
ca­ción escolar promovida por el órgano se caracterizó por una serie de
ambigüedades, marcadas por continuidades y rupturas con el modelo
del spi. Había continuidad con el objetivo de utilizar la educación como
estrategia auxiliar para el proceso de asimilación de los indígenas a la
sociedad brasileña. Pero había una diferencia en relación con la actitud
de la escuela frente a las lenguas nativas. Mientras las escuelas del spi
utilizaban sólo la lengua portuguesa, desalentando o prohibiendo el uso
de lenguas nativas, la política educativa desarrollada a partir de los años
sesenta reconocía la importancia del uso de la lengua materna para
la alfabetización y la incorporaba en los grados iniciales, como etapa
intermediaria de un proceso que también debería llevar a la asimilación.
La necesidad de utilizar las lenguas maternas en los primeros grados
escolares llevó a la Funai a establecer un convenio con el Instituto
Lingüístico de Verano en 1969. Organización protestante, el Summer
Institute of Linguistics (sil), fundado en México en 1935, congrega
lingüistas preparados para escribir lenguas indígenas con la intención
de realizar proselitismo religioso y traducir la Biblia a varios idiomas.
Según Mindlin (2004), la Funai redactó un convenio con el sil todavía
en 1983, dándoles la incumbencia educativa de 53 pueblos. Solamente en
1999, una opinión del Ministerio de Educación y Cultura (mec) sobre
el sil refuerza la necesidad de la enseñanza laica en las aldeas indígenas.
Por otro lado, esa integración progresiva de las lenguas nativas en
el proceso escolar y la contratación de indígenas como profesores
auxiliares (llamados monitores bilingües) fue el inicio de una movi-
lización indígena que llevó al desarrollo del proyecto de la educación
escolar diferenciada, bilingüe e intercultural que apuntara a la auto-
determinación, a la valorización de las lenguas y culturas indígenas, y
al mantenimiento de sus diferencias étnicas.
Este momento de la educación escolar indígena en Brasil es anali-
zado por el trabajo pionero de Silvio Coelho dos Santos, Educación y
sociedades tribales, de 1975. Con el objetivo de “esclarecer las posibili-
dades y límites de la educación formal para que los indígenas del sur del

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La educación escolar indígena

país encuentren mejores condiciones de vida, considerada su situa­ción


de convivencia con componentes de la sociedad nacional” (Santos,
1975: 9), el autor investigó 28 escuelas situadas en los 19 puestos
indígenas de la Región Sur de Brasil, configurando el primer proyecto
de investigación sistemática sobre el tema. Santos suministra un cua-
dro vivo de las escuelas y su estancamiento al describir los es­pa­cios
físicos de las escuelas, la formación y la motivación de los pro­fe­so­res
no indios que en ellas actuaban, así como las dificultades de diá­lo­go de
éstos con los niños y las expectativas de los indios. Con eso, demuestra
cómo su funcionamiento contribuyó a la reproducción de prejuicios y
estereotipos de inferioridad de los indios y de una situación de subor-
dinación de los indígenas en el cuadro económico y político regional.
O sea, si las escuelas no cumplen mínimamente su función educativa,
al llevar en forma constante a los niños indígenas al fracaso escolar,
acaban cumpliendo otra función: “la de convencer a los integrantes de
las camadas dominantes de la sociedad envolvente de que los indígenas
están siendo adecuadamente cuidados y que ‘si más no aprovechan es
porque no quieren o son incapaces” (Santos, 1975: 55).
Silvio Coelho dos Santos también analiza la primera experiencia
sistemática de enseñanza bilingüe para indígenas, ideada por la misio-
nera Úrsula Wiesemann para los kaingang. Aun resaltando el mérito
de esa iniciativa, el autor destaca algunos desafíos todavía presentes,
como el cuestionamiento de las consecuencias del “letramento” de
poblaciones no ágrafas y de la creación de un segmento “asalariado”
dentro de la aldea, generalmente ocupado por familias de prestigio.
Es importante resaltar que esa obra, como otras del autor (Indios y
blancos en el Sur de Brasil, de 1973, por ejemplo), es acompañada de un
“plan de acción” en el cual son presentadas propuestas concretas para
una política indígena a la luz de las conclusiones obtenidas con las in­
vestigaciones. En el caso de la educación escolar, Santos considera que
…imaginar la utilización de la educación formal como solución para conducir
una sociedad a mejores condiciones de vida socioeconómica es ingenuo […].
Hay que utilizar la educación como parte integrante de las acciones promo-
vidas por el indigenismo oficial, cuyos objetivos merecen ser mejor definidos
y elegidos frente a las condiciones presentadas por las poblaciones a las que
pretende servir (Santos, 1975: 71).

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En ese sentido, el autor propone un programa de “educación per-


manente” que sólo podría realizarse a partir de una reformulación
global de las políticas indigenistas. El programa también abarcaría a
los indios residentes fuera de las aldeas, contribuyendo a diseminar
nuevas condiciones de relación con los no indios y promoviendo la
desaparición de estereotipos sobre las poblaciones indígenas. Propuesta
que, infelizmente, nunca fue desarrollada:
… una programación que denominamos de educación permanente, dedi-
cada a dotar a los indígenas de los instrumentos necesarios para participar
de la elección de las soluciones de los problemas que se originaron de su
convivencia con la sociedad nacional, volviéndolos conscientes del proceso
histórico que están viviendo y habilitándolos para decidir sobre su destino
[…], promovida por todos los elementos “civilizados” en trabajo en los puestos
y dedicada a ofrecer a los indígenas enseñanzas e informaciones destinadas a
su utilización práctica, en forma de respuestas a los problemas de lo cotidiano
(Santos, 1975: 71).

En resumen, se verifica, también en ese periodo, la contribución


de la etnología indígena en la construcción de tipologías usadas por el
Estado para clasificar las poblaciones indígenas y definir sus estrategias
de actuación. Hay también una inversión de la formación de cuadros
indigenistas para el Estado. Por otro lado, las críticas a las acciones
del Estado pasan a formar parte de la producción etnológica brasileña.

los años noventa y las transformaciones promovidas


por la Constitución de 1988
En el campo de las políticas públicas, el sistema de enseñanza brasileño
pasó por una amplia reformulación a partir de que se promulgara la
Constitución Federal en 1988, seguida por la aprobación de la nue-
va Ley de Directrices y Bases de la Educación Nacional en 1996. La
educación escolar hacia los pueblos indígenas pasó progresivamente a
tener prerrogativas diferenciadas del sistema de enseñanza nacional.
Por primera vez en la historia de Brasil, la Constitución reconoce la
diversidad cultural indígena y establece derechos diferenciados para los

390

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La educación escolar indígena

pueblos indígenas.2 Entre éstos, el derecho a una educación escolar


que utilice sus lenguas maternas y procesos propios de aprendizaje.3
Estos dispositivos constitucionales están en conformidad con aquellos
expresados en el Convenio 169 de la oit (aunque la Constitución haya
sido promulgada un año antes del Convenio, esta sólo fue ratificada
por Brasil en 2002).
Es necesario considerar que la Constitución fue elaborada y apro-
bada en un contexto de redemocratización del país. Líderes indígenas
de distintos pueblos, con el apoyo de intelectuales y religiosos, a lo largo de
los años ochenta, actuaron en la Asamblea Constituyente, reivindi-
cando el reconocimiento de derechos que aseguraran su continuidad
como grupos étnicos diferenciados. De esta movilización participó
activamente Silvio Coelho dos Santos, que analizó sus resultados en
la obra Los indígenas y la Constituyente, de 1989.
En ese sentido, podemos considerar los años noventa como un
parteaguas en la historia de la educación escolar indígena en Brasil.
Aunque autores como Ferreira (2001) y Lopes da Silva (2001) apun-
ten a los años ochenta como ese parteaguas, considerando los cam-
bios en curso desde los años setenta, promovidos por el movimiento
indígena, y en virtud del marco de la fecha de la promulgación de la
Constitución, considero que es solamente a partir de 1990 que los
principios constitucionales tienen efectos concretos. En ese escenario
legal y de proyecto de Estado, las escuelas indígenas contemporáneas
fueron definidas como “diferenciadas”, “bilingües” e “interculturales”.
Cada comunidad indígena tiene garantizada la libertad de definir sus
proyectos pedagógicos y curriculares que, sin embargo, tienen que ser

2
Art. 215: “El Estado garantizará a todos el pleno ejercicio de los derechos culturales y
acceso a las fuentes de la cultura nacional, y apoyará e incentivará la valorización y la
difusión de las manifestaciones culturales”.
§ 1º: “El Estado protegerá las manifestaciones de las culturas populares, indígenas y
afrobrasileñas, y las de otros grupos participantes del proceso civilizador nacional”.
Art. 231: “Son reconocidos a los indios su organización social, costumbres, lenguas,
creencias y tradiciones, y los derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente
ocupan, cabiendo a la Unión demarcarlas, proteger y hacer respetar todos sus bienes”.
3
Art. 210 § 2º: “La enseñanza fundamental regular será ministrada en lengua portuguesa,
asegurada a las comunidades indígenas también la utilización de sus lenguas maternas y
procesos propios de aprendizaje”.

391

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Antonella Maria Tassinari

reconocidos por el Ministerio de la Educación de modo que pueda


garantizar a los alumnos egresados la continuidad de sus estudios.
Al principio, hubo una innegable inversión gubernamental para
poner en práctica las exigencias de la legislación. Luego, en 1991, la
educación escolar indígena deja de estar bajo la responsabilidad de
la Funai y pasa a formar parte del sistema nacional de enseñanza, y
su formulación e implementación como política pública está a cargo
del Ministerio de la Educación (Decreto 26, 4/2/1991). La Ley de
Directrices y Bases de la Educación Nacional de 1996 prevé la oferta
de “educación escolar bilingüe e intercultural” a los pueblos indíge-
nas.4 En virtud de la posibilidad de elaboración de currículos escolares
diferenciados, las iniciativas orientadas hacia la concretización de
esta oferta son denominadas “educación diferenciada”, a pesar de las
ambigüedades del término.
En el Ministerio de Educación y en las secretarías estatales de educa-
ción, se crearon departamentos dirigidos al desarrollo de políticas edu-
cacionales para los indios. Se elaboraron los Referenciales Curricula­res
Nacionales para las Escuelas Indígenas (1998) y los Referenciales para
la Formación de Profesores Indígenas (2002), sobre la base de los cua-
les se implementaron diversos programas de formación de profesores
indígenas para actuar en las escuelas. Se publicaron libros didác­ticos
en lenguas nativas. Se creó la categoría “escuela indígena” (a través de
la Resolución CEB03/1999 y del Plan Nacional de Educación/2001),
garantizando a los indios autonomía en la definición y gestión de sus
proyectos escolares. Se estimuló la formación de profesores indígenas,
de modo que hoy hay un importante número de docentes indígenas
con formación superior (Grupioni, 2006). Las universidades públicas

4
Art. 78: “El Sistema de Enseñanza de la Unión, con la colaboración de las agencias
federales de fomento a la cultura y de asistencia a los indios, desarrollará programas
integrados de enseñanza e investigaciones, para oferta de Educación escolar bilingüe e
intercultural a los pueblos indígenas, con los siguientes objetivos:
I. Proporcionar a los indios, sus comunidades y pueblos la recuperación de sus memorias
históricas; la reafirmación de sus identidades étnicas; la valorización de sus lenguas y
ciencias;
II. Garantizar a los indios, sus comunidades y pueblos el acceso a las informaciones, cono-
cimientos técnicos y científicos de la sociedad nacional y demás sociedades indígenas y
no indígenas”.

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La educación escolar indígena

brasileñas han creado carreras superiores de licenciatura, específicas


para la formación de profesores indígenas, y diversas universidades
han elaborado programas de ingreso de estudiantes indígenas en sus
carreras regulares, permitiéndoles la formación en nivel superior (De
Souza Lima, 2007).
Actualmente, hay en Brasil 227 pueblos indígenas reconocidos, que
utilizan más de 180 lenguas distintas. La población indígena en el país se
estima en 600 000 personas, que viven en tierras indígenas, demarcadas
o no, y en las áreas rurales y urbanas próximas (80 por ciento), o fuera
de las áreas indígenas, en las grandes capitales del país (20 por ciento).5
En 2005, el censo escolar registró 2 323 escuelas indígenas con
163 693 alumnos matriculados y 8 431 profesores.6 Vale resaltar que la
casi totalidad de estas escuelas funciona en aldeas indígenas, y apenas
1.6 por ciento se localiza en áreas urbanas. A pesar de la legislación,
solamente 1 818 escuelas declararon utilizar lenguas indígenas, y 965
declararon poseer material didáctico específico al grupo étnico. En
2007, el censo sobre escuelas indígenas registró 2 422 escuelas indígenas
con 174 255 estudiantes matriculados.
Es en ese contexto de transformaciones promovidas por la inserción
de la educación escolar en las aldeas –horarios, cargos asalariados, for-
mación de liderazgos letrados, nuevas expectativas de formación y de
trabajo– donde comienzan a desarrollarse estudios académicos sobre
el tema. Las revisiones bibliográficas de Capacla (1995) y Grupioni
(2003) son ilustrativas del crecimiento de esa producción académica.
La primera analizó tesis y libros respecto a la educación indígena en
Brasil entre 1975 y 1995, enumerando 23 trabajos. Y el inventario
elaborado por Grupioni respecto a disertaciones de maestría y tesis de
doctorado defendidas en Brasil sobre educación indígena entre 1978
y 2002 presentó 53 disertaciones de maestría y 21 tesis de doctorado
elaboradas en distintas áreas, especialmente educación (37 trabajos),
lingüística (13) y antropología (12). El revelamiento parcial de Lopes
da Silva (2001) estimó la producción bibliográfica brasileña sobre

5
Datos del Instituto Socioambiental, disponibles en www.socioambiental.org.br
6
Datos publicados en inep/mec, Estatísticas sobre educação escolar indígena no Brasil, 2007,
a partir del censo escolar de 2005.

393

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Antonella Maria Tassinari

educación escolar indígena en alrededor de 200 títulos, incluyendo


libros, artículos, tesis y disertaciones. Todo indica que ese número
creció considerablemente a partir de entonces (Nascimento, 2004;
Gomes, 2006; Paladino, 2006; Tinoco, 2006; García y Paladi­no,
2007), inclusive con mayor participación de autoría indígena, como
es el caso del libro de Taukane (1999).
En el campo académico se consolidan los primeros grupos de inves-
tigación sobre el tema. Es el caso del Grupo mari de Educación Escolar
Indígena, fundado a finales de los años ochenta por Lux Vidal, Aracy
Lopes da Silva y un equipo de investigadores de la Universidad de São
Paulo con el objetivo de desarrollar investigaciones sistemáticas y de
prestar asesoramientos sobre educación escolar indígena y sobre la ense­
ñanza de la temática indígena. Las producciones del mari procuraron
superar las lagunas mencionadas en el inicio de este ar­tículo (Lopes
da Silva, 2001) y vincular los avances de la etnología indígena sobre
pueblos de las tierras bajas de América del Sur y sobre sus experiencias
de contacto, a la comprensión de los fenómenos provenientes de la
escolarización (Ferreira, 1992).
Como vimos, la intensificación de las investigaciones de campo
en los años sesenta y setenta llevó al reconocimiento de algunas
cuestiones fundamentales para comprender las sociedades indígenas
sudamericanas, de otra forma caracterizadas como “fluidas” o “anó-
malas”. Los temas que se destacan a partir de ese momento están
principalmente relacionados con la noción de persona, estudios sobre
rituales, cosmologías, nociones de alteridad e identidad, estudios
sobre arte y manifestaciones estéticas. En las décadas de 1980 y 1990,
también se intensifican estudios sobre historia indígena que ponen
la atención en la presencia indígena y sus estrategias de contacto y
establecimientos de alianzas con poblaciones vecinas, con el órgano
tutor y con el Estado en general (Carneiro da Cunha, 1992; De Souza
Lima, 1995; Oliveira, 1999).
La acumulación de investigaciones sobre pueblos de habla Tupi, Jê,
Karib, Arwak, Pano, Yanomami, entre otros, permiten, en esa fase, la
ela­boración de tipologías, clasificaciones y comparaciones basadas en
as­pectos socioculturales de los grupos indígenas, además de aquellas
ba­sadas en el contacto con la sociedad nacional desarrolladas en la

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La educación escolar indígena

fase anterior. Las compilaciones organizadas en 1993 por Descola y


Tay­lor (La remontée de l’Amazonie) y por Carneiro da Cunha y Vivei-
ros de Castro (Amazônia: Etnologia e História Indígena), demuestran la
vita­lidad de los estudios desarrollados en ese periodo. Sin embargo,
esas contribuciones no son todavía tomadas en serio en los programas
de escuelas indígenas. Todo pasa como si esos refinados análisis nada
tu­vie­ran que ver con los procesos educativos en curso en las aldeas.
Me refiero a aquellos procesos escolares y a los procesos no escolares
de transmisión de saberes, estos últimos casi no considerados por la
pro­ducción etnológica brasileña. En ese punto, llegamos a un aspecto
co­mún que atraviesa todos los periodos analizados, trazando una línea
de continui­dad a lo largo de los tres momentos de ruptura: el casi com­
pleto silencio respecto a procesos nativos de enseñanza y aprendizaje
y el reconocimiento de su importancia para la transmisión de saberes
nativos.7

Conclusiones

Reflexionando sobre la invisibilidad de esas “pedagogías nativas”,


sosten­go que la experiencia escolar que todos experimentamos genera la
cons­truc­ción de un modelo impensado de “normalidad” relacionado con
cierta forma de enseñanza y aprendizaje y la consecuente obliteración
de cual­quier otra forma que escape a ese modelo. Continuamos tratando
como “normal” y “obvia” aquella definición clásica de educación
postulada por Durkheim: “La acción ejercida por las generaciones
adultas sobre las generaciones que no se encuentran todavía preparadas
para la vida social” (1978: 41). A esa característica que inevitable-
mente ve la enseñanza como una relación jerárquica entre aquellos
que saben y aquellos que no saben, los adultos y los niños, se suman
otras, también basadas en la experiencia escolar: la noción de que el

7
Sería oportuno, en otro momento, reflexionar sobre los motivos que llevaron a la antro-
pología brasileña a prácticamente silenciarse sobre cuestiones educativas, mientras en
otros contextos, especialmente en el escenario norteamericano, la antropología fue oída
para la comprensión de problemas educativos, no sólo de pueblos nativos, sino también
de la propia sociedad estadunidense.

395

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Antonella Maria Tassinari

aprendizaje se da por pasos sucesivos y previsibles; la idea de progreso


en la adquisición de conocimientos, como una secuencia de eta­pas
que deben ser seguidas sin variaciones; la importancia atribuida a la
escri­tu­ra para la transmisión de conocimientos o, como mínimo, a
la ora­li­dad. De esta forma, hay una tendencia en calificar todo lo que
es­ca­pa a esas características como “aprender haciendo” o como mera
imitación sin creatividad. Por eso, hay una gran dificultad en reconocer
la legitimidad de otras formas de transmisión de conocimientos, lo
que acaba deslegitimando los propios conocimientos así transmitidos.
Estudios recientes sobre educación y, principalmente, sobre niños
indígenas han demostrado un camino diverso y pleno de posibilidades
para la comprensión de los procesos indígenas de enseñanza y aprendi-
zaje. Las investigaciones pioneras desarrolladas en el ámbito del grupo
mari por Nunes (1997) y Cohn (2000a, 2000b) con niños Xavante y
Kayapó, respectivamente, apuntaron a la importancia de considerar
esas otras formas de vivenciar la niñez para la comprensión de esas
sociedades indígenas y sus procesos de aprendizaje. Desafío que fue
seguido por varios trabajos desarrollados en la última década (Nunes,
2003; Oliveira, 2004; Alvares, 2005; Lecznieski, 2005; Codonho, 2007;
Limulja, 2007; Tassinari, 2007; Brand et al., 2007). Podemos también
obtener informaciones significativas en los trabajos dedicados a los ritos
de iniciación, a las nociones de persona y corporalidad, a la sociología del
conocimiento (Calavia Sáez et al., 2003; Grando, 2004; Lasmar, 2009),
que revelan aspectos importantes de los sistemas nativos de enseñanza
y aprendizaje.
Aunque sea prematuro desarrollar conclusiones respecto a eso,
podemos finalizar este artículo con algunos aspectos recurrentes de
esas investigaciones, que pueden ser apuntados como caminos posibles
para el análisis de la educación indígena: 1) el aprendizaje por medio
de sueños merece destacarse, pues hay varios ejemplos etnográficos de
situaciones en que los neófitos son entrenados para soñar, siendo el
sueño una fuente legítima e importante de saber; 2) también se destaca
el aprendizaje por medio de la embriaguez o del uso de alucinógenos,
en el cual hay un reconocimiento de que ciertos saberes dependen de
estados alterados de conciencia para ser comprendidos, transmitidos
o incorporados; 3) la idea de aprendizaje como “incorporación” del

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La educación escolar indígena

conocimiento es también constante y usada como justificación para


los ritos de iniciación que incluyen reclusión, en los cuales se nota que
se invierte en la producción de cuerpos para formarlos y de personas
éticas y morales, y un reconocimiento de que ciertos saberes sólo son
adquiridos en condiciones corporales específicas; 4) hay que prestar
atención a los saberes que no son transmitidos oralmente, sino que
se apoyan en gestos e imágenes –el silencio también es fuente de co-
nocimiento–; 5) se destaca, también, todo un universo de técnicas y
saberes que no son transmitidos de los adultos a los niños, sino de los
niños mayores a los más jóvenes, siendo los niños una ligazón impor-
tante en el mantenimiento del patrimonio cultural indígena; 6) se ha
observado el papel preponderante del aprendiz y sus iniciativas para el
aprendizaje, revelando la agencia involucrada en las actividades que
descalificamos como “imitación”.
Creo que las escuelas indígenas difícilmente podrán incluir algunos
de esos “procesos propios de aprendizaje” en sus currículos, por basarse
en fuentes de saber no legítimas para el conocimiento escolar. Sin
embargo, será importante que esas nuevas investigaciones puedan
contribuir a la elaboración de propuestas curriculares que realmente
presten atención y que respeten los procesos indígenas de aprendizaje,
reconociéndolos en su alteridad, utilizándolos en las escuelas, cuando
eso sea posible y, por lo menos, evitando que las rutinas escolares los
perjudiquen en su realización.

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Senderos de la antropología.
Discusiones mesoamericanistas y reflexiones históricas

Editado por la Dirección de Publicaciones


de la Coordinación Nacional de Difusión del inah
y el Instituto de Investigaciones Antropológicas
de la unam, se terminó de imprimir el 30 de octubre
de 2015, en los talleres de Litográfica Dorantes,
S. A. de C. V., Oriente 241a N 28 bis, Col. Agrícola
Oriental, México, D. F. La composición se hizo en
tipo Goudy Old Style en 10/14, 11/14, 11.5/14 pts.
El cuidado de la edición estuvo a cargo de Margarita
Montalvo Dehesa, Diana Franco, Adriana
Incháustegui y Martha González. La edición consta
de 1000 ejemplares en papel cultural de 90 g,
los forros en cartulina sulfatada de 14 puntos.

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