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LA PANADERÍA DE MARÍA PETIT
María Petít, esta matrona peninsular, junto a su esposo Diego Rojas y sus
hijos: Ramón, Andrés, Juan, Ñeño, Carmen y Chita; conformaron en
Adaure una panadería familiar donde fabricaban panes de todos los
sabores y tamaño. También hacían debudeques, paledonias, bizcochos,
suspiros, tortas y otras delicateses. Para la distribución de esa mercadería
en sus inicios andaban en dos burritos a los cuales le colocaban sendos
cajones, uno de cada lado, amarrados al apero y así visitaban a las familias
y bodegas del vecindario. Posteriormente después de haber logrado
ahorrar un dinero adquirieron una camioneta panel, marca Ford, que
comúnmente la gente las identificaba como “camionetas panaderas”,
porque en realidad sus fabricantes: CHEVROLET, FORD y GMC, las habían
diseñado para el comercio, pero en el que más se utilizaron y aún se
siguen utilizando es en el ramo de panadería.
Después de una gran faena durante la semana en la fabricación de aquella
variedad de sabores para el deleite de tantos paladares pueblerinos, estos
humildes trabajadores emprendían desde el día sábado hasta el domingo
una larga travesía por aquellos incipientes “camellones o trochas”
polvorientas de muchos pueblos peninsulares visitando su “cartera de
clientes” -que no eran pocos-, llevando el producto de su trabajo ganado
con el mismísimo sudor de su frente. Estos productos eran vendidos por
“cuentas”; por eso se escuchaba decir a los bodegueros, por ejemplo: me
dejas una “cuenta” de pan dulce, una “cuenta” de pan salado, una
“cuenta” de debudeques. Eso equivalía a cuarenta unidades de cada
rubro.
Esa gama de productos culinarios divinamente elaborados por esas manos
campesinas, eran vendidos por los bodegueros al precio de una locha
(doce céntimos y medio de bolívar) y otros valían medio (veinticinco
céntimos de bolívar), no había especulación, había mucho respeto entre el
fabricante-distribuidor, el bodeguero y el consumidor final. No
aumentaban su mercancía cuantas veces se les antojara. No pedían
dólares preferenciales ni recibían subsidios de ningún gobierno, tampoco
pululaba esa plaga de desalmados a quienes llaman “bachaqueros”. Cada
locha producida era con sacrificio pero lo hacían con mucho amor.
Tampoco disfrutaban de una pensión de vejez y mucho menos de
jubilación. Era sacrificio y trabajo honrado del puro, ¡no podía ser de otra
forma, esa era la enseñanza que habían recibido de sus antepasados!
Ellos al igual que muchos venezolanos de aquella Venezuela rural no
sabían quién los gobernaba y el gobierno no sabía que existían, solamente
se acordaban de ellos un día cada cinco años -el día de las elecciones
presidenciales o cuando los reclutaban para ir a pagar el servicio militar-,
muchos no regresaban o bien porque se quedaban por allá o morían en
los cuarteles como consecuencia de los tratos inhumanos que recibían.
Un bizcocho de esta panadería salvó una vida. Comentaban en el pueblo
que el negro Casimiro un día domingo llevó su gallo pinto a una gallera del
vecindario, el cual tenía unas cuantas peleas ganadas y despuntaba como
un pollo sobresaliente, era criollito y tenía unas espuelas naturales,
mortales. Ese día lo jugó con un marañón puertorriqueño que tenía en su
historial dieciocho peleas ganadas, ninguna perdida, era de otro
connotado gallero asiduo visitante a esas “fiestas gallísticas”.
Al dar inicio a la pelea los dos ejemplares salieron al ruedo -fue una pelea
muy rápida-, no duró treinta segundos. El criollo del negro Casimiro le
asestó un mortal espuelazo en la yugular al campeón puertorriqueño y
éste murió instantáneamente.
Su dueño incrédulo a lo sucedido a su pupilo, le “barajustó” encima a
Casimiro, se fueron a las “manos”, sacó un cuchillo para agredirlo pero,
Casimiro no huyó; violentamente dio tres pasos hacia atrás, como un
valiente peninsular que era, se metió la mano al bolsillo derecho de su
ancho pantalón y se escuchó un click como cuando se “jala” el percutor de
un revolver para dejarlo montado -listo de apretar el gatillo para disparar.
La concurrencia se dispersó y le gritaban al atacante que tenía el cuchillo
¡cuidado que el hombre está armado! Éste optó por tomar el monte a una
veloz carrera.
Pues bien, Casimiro no tenía ninguna arma de fuego, solo era un bizcocho
cruzado bien duro que cargaba y lo partió en dos y ocasionó ese ruido que
puso en carrera al gallero forastero. El bizcocho lo salvó quizás hasta de la
muerte.
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LA COMISARÍA DE CAJA DE AGUA
Este recinto policial siempre tuvo su sede en la calle Comercio de esta
población, en una oportunidad estuvo por mucho tiempo a escasos
metros del Bar Caja de Agua, hacia el oeste, y después en la misma calle
frente al Bar El Edén, eso fue en los años 50 y 60, posteriormente fue
mudada para la calle Monagas muy cerca del Bar Sol y Sombra, de Felipe
Jiménez.
Siempre estaban dos policías, veinticuatro horas de servicio por
veinticuatro libres. Tenían mucho trabajo los fines de semana en vista de
que había una cantidad considerable de bares y sus clientes después de
consumir unas cuantas botellas de licor o cerveza les daba por discutir
hasta llegar a los golpes y utilizar armas blancas para agredirse. Eran unas
peleas impresionantes que se convertían en riñas colectivas donde salían
varios heridos. Ellos tenían que pedir refuerzo a su comando en
Carirubana para lograr el restablecimiento del orden público.
Al tener conocimiento de una novedad en la barriada cerraban la
comisaría y los dos gendarmes salían con su “revolvito” viejo Smith &
Wisson, calibre 38 y un “rolo” hecho de madera, ambos amarrados al
cinto con un correaje de cuero cruzado por el pecho y espalda de sus
uniformes de kaki y kepi del mismo color. Cuando estos servidores del
orden público llegaban al teatro de los acontecimientos, difícilmente los
infractores de la ley se resistían a la orden de arresto que estos les
impartían. Era principio de los años 60 y gobernaba la nación Rómulo
Betancourt y esa fuerza pública era muy severa. Por esa comisaria pasaron
policías como: Antonio Sánchez, Esteban Primera (Vichiviche), José Revilla,
Asunción Marte, Francisco Perozo, Ramón Hernández y Rómulo Primera,
entre tantos.
Un día sábado por la tarde llegó una dama a ese recinto policial con la
denuncia de que tras una discusión con su esposo éste la había golpeado
en su rostro y ocasionado un hematoma en el ojo derecho. Después de
tomar la denuncia de rigor estos abnegados policías salieron a dar
cumplimiento a su trabajo -para eso les pagaban-, para atender los
desmanes fuera de la ley.
Al llegar a la residencia de la agraviada le dieron la voz de arresto al
esposo de la denunciante, quedando identificado como: Eduardo Pereira,
venezolano, de 30 años de edad, casado, ojos azules, piel blanca, 1.80 de
estatura. De inmediato se entregó a la autoridad y a pie en medio de los
dos gendarmes fue conducido a la referida comisaria donde quedó
detenido por las lesiones infringidas a su compañera de vida y pasó a
terminar de pasar la “rasca” que tenía en una pieza que servía de calabozo
para las detenciones preventivas.
El día domingo, los guardianes cerraron la comisaria y se fueron almorzar,
dejando al detenido sin custodia alguna. Al cabo de dos horas regresaron;
sorpresa se llevaron cuando se dieron cuenta que el hombre no estaba en
el calabozo y la ventana posterior había sido sacada de su base, puesta a
un lado, permitiendo así la fuga del detenido. Ellos avisaron a su comando
lo sucedido y de seguida salieron en su búsqueda. Fueron a su casa pero
allá no había llegado, quizás por dos razones y estrategia: uno por que la
causante de que estuviera preso era su esposa, que lo denunció, y la otra
que era casi seguro que la autoridad lo buscaría allí. Pero si la fuga les
causó sorpresa a los guardianes, ésta fue mayúscula cuando a eso de las
seis de la tarde se presentó el susodicho a la puerta de la sede policial
para pasar al calabozo y terminar de cumplir con su arresto. Era un
hombre de honor y no le gustaba tener deudas pendientes con nadie,
menos con la justicia.
El oficial de guardia al verlo, de una vez le propinó, no una paliza sino una
serie de preguntas: ¿Dónde estaba usted? ¿Eduardo usted se volvió loco?
¿Cómo se le ocurre violentar la ventana y darse a la fuga? ¡Tremendo lío
en el que nos ha metido, ahora somos nosotros los que estamos
arrestados por su evasión! Y éste que ya venía cenado, bañadito y con
ropa limpia. Se había quitado ese olor a calabozo nauseabundo y sin
inmutarse mucho, le respondió: ¡Tenía hambre y salí a comer!, no
probaba “bocao de comida” desde ayer en la mañana. ¿Qué cree usted
señor policía, que solo a ustedes les da hambre? –Yo también soy un ser
humano-. Les dio una clase de derechos humanos.
De mi tío Eduardo hay una anécdota y es que un día en la mañana se
encontró con un vecino y éste le comunicó que acababa de fallecer un
fulano que ambos conocían. Y él de inmediato exclamó: ¡no puede ser¡ y
se puso muy preocupado y daba vueltas y se pasaba insistentemente las
manos por el cabello y barba, por lo que su interlocutor le preguntó el
porqué de tanta preocupación? –Si es que eran familia- a lo que le
respondió: - no, es que Manuel (así se llamaba el difunto) me debía
doscientos bolívares…
EL GOFIO Y EL HUEVO
En Paraguaná, no sé si en otras partes de Falcón, al gofio también le dicen
templón. Hace muchos años había un pequeño comerciante de nombre
Mamerto que se dedicaba a comprar y vender huevos y lo hacía en un
burro pardo al cual le colocaba un cajón de cada lado amarrado al apero.
Visitaba varios pueblos llevando su mercancía a muchas bodegas. Es el
caso que en una de estas bodegas-en Tacuato- a la que él surtía con
frecuencia de este rico alimento, vendían gofios, y quien atendía esta
bodega era una señora a quien llamaban Domitila. Ella le dijo a Mamerto
que le dejara veinte huevos -cada huevo costaba un “cobre”, cinco
céntimos- pero al contar los cobres que tenía en el cajoncito, le faltaba
uno para pagar el valor de éstos. De seguida le dijo a Mamerto que
esperara a que llegara alguien a comparar para darle su centavo como
también le decían. Pasó mucho rato y nada que llegaba persona alguna a
comprar… Mamerto sabiendo que los gofios también costaban un “cobre”
decidió decirle a la bodeguera: Señora Domitila, vamos hacer una cosa,
mejor deme un templón por el huevo…
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LA MISILÍSTICA CALDAS
Ese es el nombre de una corbeta de la Armada colombiana que a raíz de
“una crisis surgida del 9 al 17 de agosto de 1987, que ingresó a aguas
territoriales venezolanas y se posicionó frente al Archipiélago de Los
Monjes, ocasionando un grave problema diplomático entre ambas
naciones. Es de resaltar que la historia nos dice que esas aguas son
históricamente venezolanas, pero sometidas a reclamo por el diferendo
limítrofe del golfo.
El presidente venezolano para la época, Jaime Lusinchi, ordenó que
aviones F-16 se desplazaran hasta el sitio ya descrito, los cuales
sobrevolaron y conminaban a la tripulación de dicha embarcación para
que abandonaran las aguas lo antes posible. Los guardacostas hacían lo
propio, la perseguían y ésta lejos de retirarse, los confrontaba. Pero del
lado colombiano su presidente, Virgilio Barco, ordenó que un submarino
de guerra y tropas que estaban en la frontera con Nicaragua se
desplazaran hasta el teatro de los acontecimientos. Fueron momento de
mucha tensión para la patria, pero gracias a la diplomacia se impuso la
sensatez y triunfó la paz”. Así lo reseñó Ramón Alberto Escalante en un
artículo publicado por esos días en el diario Panorama, el cual tituló: El
Caldas, la guerra que pudo ser.
Ahora bien, he querido hacer esta pequeña reseña histórica que sucedió
muy cerca de Paraguaná y que quizás a muchos de nosotros se nos olvidó.
Pero es el caso y es lo que quiero resaltar, que a raíz de este episodio se
cometió un acto de injusticia en la Refinería de Amuay, hoy día
considerado junto a la Refinería Cardón, el Complejo Refinador más
grande del mundo.
No pasaron setenta y dos horas de haber superado aquel momento difícil
para Venezuela, cuando fueron despedidos de sus labores, dos humildes
ciudadanos que ocupaban para ese momento cargos de Supervisores, uno
en bomberos y el otro en el laboratorio. ¿Saben cuál fue su delito? Ser
colombianos. Me imagino que fueron despedidos por razones de
seguridad nacional. No tuvieron derecho a la defensa.
Para esa época yo trabajaba en esa refinería y les manifiesto que me dio
mucha indignación al saber el despido de aquellos profesionales con
varios años de servicio en la industria. Yo, sin exteriorizarlo, me peguntaba
en lo interno. ¿ Y si a ellos los despidieron por ser nacionales colombianos
por qué no sacaron de Miraflores a Blanca Ibáñez que también es
colombiana? Y ahí el enemigo sí estaba cerca para ocasionar cualquier
desastre. Eso era un imposible… ella era la Secretaria y amante del
Presidente.
EL “CERRAJERO” DEL CASERÍO
Bartolo Bracho era su nombre. Este humilde hombre nacido en Adaure,
era sordo mudo, de piel blanca y ojos azules. Recuerdo vivía en una casita
muy precaria de adobe y bahareque cerca de la “comunidad” (reservorio
de agua); de día hacía más sol adentro que afuera y cuando llovía pasaba
algo similar, la lluvia penetraba a cántaros por aquellos “huecos” que le
servían de techo. En aquel montarascal su casita estaba no muy distante a
la de mi abuelita Rumalda. Las madres cuando sus pequeños hijos se
estaban portando mal le metían miedo con Bartolo; amenaza ésta que
nunca entendí porque aquel ser humano no era loco, no andaba
harapiento y mucho menos era violento, al contrario, siempre estaba con
su ropa remendadita y muy limpia.
Dentro de tantas carencias económicas pudo formar una familia
honorable, cuyos hijos Israel y Teolindo crecieron como hombres de bien.
Eran años muy difíciles, se vivía de lo que se sembraba durante el año y
uno que otro obrero tenía otro ingreso por que había encontrado trabajo
en la “compañía” o trabajaba para una “contrata” que a su vez laboraba
para las “compañías” que habían llegado a Paraguaná, como fue el caso de
La Venezuela Gulf Oil Company, en 1924 -después llamada Mene Grande
Oil Company-, Creole y Shell que llegaron en la década de los 40.
Ahí vivía solo, su casita era un pequeño “taller”, nunca le faltaba un
martillo, destornillador, cuchillos, chuelas, llaves, escardillas y una que
otra pequeña ganzúa. Puedo asegurar que este ser era muy laborioso e
inteligente. Cuando a alguien se le extraviaba la llave de un candado o se
le partía ésta dentro del mismo, de inmediato el nombre que se le venía a
la mente al afectado, era el de Bartolo. Se puede decir que era así como el
“cerrajero” del caserío.
A través de señas y su pronunciación “manao” “manao” tanto él como los
parroquianos se entendían muy bien. A nadie engañaba, a nadie le
quedaba mal con sus compromisos. Él sacaba ese pedazo de llave donde
estuviera “atorado” y hacía una réplica de la llave extraviada y ésta abría
ese candado sin ninguna dificultad. Recuerdo que entre sus
“herramientas” siempre tenía varias llavecitas de las que traían los potes
de leche Klim, Nutricia, Nido y las jamonadas Plumrose. ¿Cómo lograba
aquel objetivo? ¡Vaya usted a saber! ¡Puro ingenio y mecánica popular!