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UN REGALO DE LA TIERRA

Frederic Brown

Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.


Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada.
Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.
- Entra, amigo mío - dijo - Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas,
las palabras resultaban más afectuosas.
Ejon Khee entró.
- Estás levantado todavía y es tarde.
- Sí, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo. Ya sé que
aterrizará a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando
fuese dos veces más lejos, el resplandor de la explosión atómica seguirá siendo visible. He esperado
mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el
primer contacto con nosotros. Es cierto que nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus
pensamientos durante muchos siglos, pero este será el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.
Khee se acomodó en el escabel.
- En efecto - dijo -. Últimamente no he seguido las informaciones con detalle. ¿Por qué utilizan una
cabeza atómica? Sé que suponen que nuestro planeta está deshabitado, pero aún así...
- Observan el resplandor a través de sus telescopios para obtener... ¿Cómo lo llaman? un análisis
espectroscópico. Eso les dirá más de lo que saben ahora (o creen saber, ya que mucho es erróneo)
sobre la atmósfera de nuestro planeta y de la composición de su superficie. Es como una prueba de
puntería, Khee. Estarán aquí en persona dentro de unas conjunciones de nuestros planetas. Y
entonces...
Marte se mantenía a la espera de la Tierra. Es decir, lo que quedaba: Una pequeña ciudad de unos
novecientos habitantes. La civilización marciana era más antigua que la de la Tierra, pero había
llegado a su ocaso y esa ciudad y sus pobladores eran sus últimos vestigios. Deseaban que la Tierra
entrara en contacto con ellos por razones interesadas y desinteresadas al mismo tiempo.
La civilización de Marte se había desarrollado en una dirección totalmente diferente a la terrestre.
No había alcanzado ningún conocimiento importante en ciencias físicas ni en tecnología. En
cambio, las ciencias sociales se perfeccionaron hasta tal punto que en cincuenta mil años no se
había registrado un solo crimen ni producido más de una guerra. Habían también experimentado un
gran desarrollo en las ciencias parasicológicas, que la Tierra apenas empezaba a descubrir.
Marte podía enseñar mucho a la Tierra. Para empezar, la manera de evitar el crimen y la guerra.
Después de estas cosas tan sencillas, seguían la telepatía, la telekinesis, la empatía...
Los marcianos confiaban que la tierra les enseñara algo de más valor entre ellos: restaurar y
rehabilitar un planeta agonizante, de modo que una raza a punto de desaparecer pudiera revivir y
multiplicarse de nuevo.
Los dos planetas ganarían mucho y no perderían nada. Y esa noche era cuando la Tierra haría su
primera diana en Marte. Su próximo disparo, un cohete con uno o varios tripulantes, tendría lugar
en la próxima conjunción, es decir, a dos años terrestres o cuatro marcianos. Los marcianos lo
sabían, porque sus equipos telepáticos podían captar los suficientes pensamientos de los terrícolas
como para conocer sus planes. Desgraciadamente a tal distancia la comunicación era unilateral.
Marte no podía pedir de la Tierra que acelerase su programa, ni informar a sus científicos acerca de
la composición de la atmósfera de Marte, objetivo de ese primer lanzamiento.
Aquella noche, Ry, el jefe (traducción más cercana de la palabra marciana), y Khee, su ayudante
administrativo y amigo más íntimo, se hallaban sentados y meditando hasta que se acercó la hora.
Brindaron entonces por el futuro con una bebida mentolada, que producía a los marcianos el mismo
efecto que el alcohol a los terrícolas y subieron a la terraza. Dirigieron su vista al norte, en la
dirección donde debía aterrizar el cohete. Las estrellas brillaban en la atmósfera.
En el observatorio número 1 de la luna terrestre, Rog Everett, mirando por el ocular del telescopio
de servicio, exclamó triunfante:
- ¡Explotó, Willie! Cuando se revelen las películas, sabremos el resultado de nuestro impacto en
este viejo planeta Marte.
Se incorporó, pues de momento no hacía más que observar y estrechó la mano de Willie Sanger.
Era un momento histórico.
- Espero que el cohete no haya matado a nadie. A ningún marciano, quiero decir, Rog. ¿Habrá
hecho impacto en el centro inerte de la Gran Syrte?
- Muy cerca, en todo caso. Yo diría que a unas mil millas al sur. Y eso es puntería para un disparo a
cincuenta millones de millas de distancia... ¿Willie crees que habrá marcianos?
Willie lo pensó un segundo y respondió:
- No.
Tenía razón.

EL REGALO
Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el
padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su
primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los
obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito
con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa
fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra
los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los
últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás
la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no
había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de
medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad,
en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin
creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de media hora será Navidad.
-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro
del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. Todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Me prestas tu reloj? -preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se
extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego
dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de
voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría
un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho,
por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la
madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se
pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el
frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche
profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

ENCUENTRO NOCTURNO
Ray Bradbury

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
-Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.
-No me quejo.
-¿Le gusta Marte?
-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no
preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes
son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil
demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es
asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo
necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de
un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya
se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me
instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me
quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba
contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días
libres e iba a una fiesta.
-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte
como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los
indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de
un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese
el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera
encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy
siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en
Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o
de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos
dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera
marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias.
Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el
volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había
viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera
solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo
silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos
giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del
polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una
voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a
qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película
muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año
Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche
(y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó
rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche.
Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía
siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la
camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde
aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termo y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno
pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua
carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba
suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo,
indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se
posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina
un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos
azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con
gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun
ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire
frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
-¡Hola! -gritó.
-¡Hola! -contestó el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.
-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
-¿Quién eres? -dijo Tomás en inglés.
-¿Qué haces aquí -dijo el otro en marciano.
-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
-Yo soy Tomás Gómez.
-Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el
marciano se echó a reír.
-¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
-Ya está -dijo el marciano en inglés-. Así es mejor.
-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
-No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
-¿Algo distinto? -dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.
-Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.
-¡En nombre de los Dioses! -dijo el marciano en su propio idioma.
-¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
-¡Señor! -dijo Tomás.
-Realmente... -comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un
cuchillo de su cinturón.
-¡Eh! -gritó Tomás.
-Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne.
Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
-¡Las estrellas! -dijo.
-¡Las estrellas! -respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne
como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban
como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en
los brazos.
-¡Eres transparente! -dijo Tomás.
-¡Y tú también! -replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al fío.
-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
-¡No! ¡Tú!
-¡Un espectro!
-¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como
trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes,
animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era sólo un prisma espectral que
reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
-¿De dónde eres? -preguntó al fin el marciano.
-De la Tierra.
-¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
-¿Cuándo llegaste?
-Hace más de un año, ¿no recuerdas?
-No.
-Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo
sabes?
-No. No es cierto.
-Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos.
Millares de muertos.
-Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!
-Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
-¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las
montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.
-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
-¡Muerta! Dormí allí anoche.
-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves
las columnas rotas?
-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.
-¡Las calles están limpias!
-Los canales están vacíos.
-¡Los canales están llenos de vino de lavándula!
-Está muerta.
-¡Está viva! -protestó el marciano riéndose cada vez más-. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las
luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como
barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí,
pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche,
cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
-Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la
Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes
ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de
toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que
hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de
cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...
El marciano estaba inquieto.
-¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
-Allá están los cohetes. ¿Los ves?
-No.
-¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
-No.
Tomás se echó a reír.
-¡Estás ciego!
-Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
-Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?
-Yo veo un océano, y la marea baja.
-Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.
-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
-Es cierto, te lo aseguro.
El marciano se puso muy serio.
-Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas,
las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan
lejos!
Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
-No.
-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes -dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
-¿Podría ser?
-¿Qué?
-¿Dijiste que «del cielo»?
-De la Tierra.
-La Tierra, un nombre, nada -dijo el marciano-. Pero... al subir por el camino hace una hora...
sentí...
Se llevó una mano a la nuca.
-¿Frío?
-Sí.
-¿Y ahora?
-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -dijo el
marciano-. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único
sobreviviente de este mundo.
-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo
secreto y apasionante.
El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
-No. Tú, tú eres del pasado -dijo el hombre de la Tierra.
-¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué
año estamos?
-En el año dos mil dos.
-¿Qué significa eso para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de hombros.
-Nada.
-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si
algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás
muerto.
-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no.
Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños
cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?
-Sí. ¿Tienes miedo?
-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse
con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está
vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El marciano calló y miró
hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo
que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.
-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el marciano-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si
ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo
sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en
ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los
fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
-¿Volveremos a encontrarnos?
-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.
-Me gustaría ir contigo a la fiesta.
-Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que
sucedió.
-Adiós -dijo Tomás.
-Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió
en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes,
en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
-¡Qué extraña visión! -se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los
canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la
carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin
nada, durante toda la noche oscura y fresca.

EL PEATÓN
Ray Bradbury

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la
acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de
los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a
lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino
tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si
estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío,
como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas
de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de
luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían
manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la
noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado
una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin
que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para
pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con
ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se
sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de
noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar
oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones
eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas
cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos
blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo
ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles,
oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta
noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene
ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón
en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de
una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la
redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media.
¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política?
¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead
titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento
desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en
miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se
sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos
corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero
ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando
un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz
blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero... —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes
sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas
policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había
necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como
tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión,
donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca
los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba
débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz. —Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del
coche se abrió de par en par. —Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead...
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla
delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie
en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel
en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había
allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... —dijo la voz de hierro—. Pero...
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese
informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas
nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas
oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla,
rectangular y cálida en la fría oscuridad.
— Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con
las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el
resto de la helada noche de noviembre.

LA PRADERA
Ray Bradbury

—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.


—¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando
una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había
costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y
cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se
encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos,
detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del
vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños medía doce metros de
ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de
una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las
paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana
en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y
sobre George y Lydia, el cielo raso se convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y
ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las
hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos
ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire
cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas;
las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra
tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No sé
qué.
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos
entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido
este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto
semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la
mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno
mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio
de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de
pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel,
y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las
pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el
amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los
leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a
George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente.
Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se
echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito.
África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de
los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma,
aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—: ¿Has visto?
¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigué hace un mes y cerré el cuarto unas
horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un
descanso.
—No sé… no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a
hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a
pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo
competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera
automática? No puedo. Y no se trata sólo de mí. También de ti. Desde hace un tiempo estás
terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y
bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a
sentirte inútil.
—¿Te parece? —George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡Oh, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos
leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si
algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro
extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer.
George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de
comida.
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el
cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era
evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como
una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían
las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los
niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En
el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. George masticó, sin
saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy
jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como
se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una
pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte
espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se
encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de
los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y
abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez.
George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en
el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con
Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por
encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia
tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías
excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Le pareció recordar que todo ese último
mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la
puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes. Los leones, inclinados
sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta
abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo
del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones
y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia…
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal,
con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con
el olor a ozono del helicóptero.
—Llegan justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—.
Pero miraremos cómo comen.
—Sí. Hablen del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se
miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su
león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa
siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su
última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto.
Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces
agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los
árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva
africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oyeron —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los
dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los
leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se
veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos
vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido.
Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si
los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró
fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su
antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo
nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a
Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa
África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos
gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de
una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se miró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaran algunos otros países entre esas escenas de África. Suecia, por
ejemplo, o Dinamarca.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Sí, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensaban en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un
tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los
ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
Y Peter se fue al cuarto de los niños.

—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean. ¿Qué pasa aquí?


—David, tú eres psiquiatra, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año,
cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos
los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean
atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé
que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del
cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver qué te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salgan un momento, chicos —dijo George—. No alteren la combinación mental. Dejen las
paredes así.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban
sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te
parece si traigo unos buenos gemelos y…? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—Tengo una mala impresión sobre esto, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones;
cosas vagas. Tengo una mala impresión y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo
buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y
lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿Es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que
quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el
cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna
manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se
ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en
serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste
que este cuarto y esta casa los reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de sus hijos. Este cuarto es
ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora
pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo.
Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros,
alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de
hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz.
Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un
año. Espera y verás.
—¿Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me
gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es
imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista—.
Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas.
Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes
ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más
pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días
contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando
relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de
lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó
de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de
juegos—; No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser
manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más. Y luego lo
apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de media hora, para
ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el
cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por
el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió
un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por qué les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta
casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones.
En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! George y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron
hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos
en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abran la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado!
¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abran! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa—. El señor Hadley y su señora golpearon
otra vez la puerta.
—Vamos, no sean ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y… Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban
por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El
señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se
deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora
Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les habían parecido
familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —
añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva,
comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos.
Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los
niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego
volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó
atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó
sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían
desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

CUÁNTO SE DIVERTÍAN
Isaac Asimov

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy
ha encontrado un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le
había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se
quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía
las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Qué desperdicio -dijo Tommy-. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de
televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él
tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?
-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.
-¿De qué trata?
-De la escuela.
-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había
hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie
había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con
perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie
esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de
nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y
aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde
debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron
aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba
demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de
edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. -Y acarició de nuevo la cabeza de
Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se
llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado
por completo.
Así que le dijo a Tommy:
-¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años
-y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
Margie se sintió dolida.
-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -Leyó el libro por encima del hombro de
Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
-Un hombre no es lo bastante listo.
-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos
los chicos iban allí.
-¿Y todos aprendían lo mismo?
-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al
que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie
llamó:
-¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
-Todavía no, mamá.
-iAhora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.
-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.
-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del
brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido
ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos,
porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular.
La pantalla estaba iluminada.
-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por
favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo
del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio,
se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas,
así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto
se divertían.
CAZA MAYOR
Isaac Asimov

-He leído en los periódicos -dije apurando mi cerveza- que la nueva máquina del tiempo de Stanford
ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció
efectos nocivos.
Jack Trent asintió y dijo, muy serio:
-Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que
ocurrió con los dinosaurios.
Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la
mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía
una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento.
Sonrió y se dirigió a Jack:
-Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue
debido a los cambios climáticos. No es verdad. -Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de
un trago.
Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y
meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos
cervezas.
Jack miró a Hornby con solemnidad.
-¿Realmente inventó una máquina del tiempo?
-Fue hace mucho -Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso-. Mejor que la chapuza
de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme.
-Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios?
-¿Por qué habría de serlo? -Nos lanzó una rápida mirada de soslayo-. El clima no los afectó durante
millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca,
mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? -Intentó chasquear los dedos a modo
de burla, pero le salió mal y terminó murmurando-: ¡No es lógico!
-Y entonces, ¿qué pasó? -inquirí.
Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió.
-Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes!
-¿Los hombres de Marte? -sugerí-. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida.
De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado.
-Les digo que los vi -afirmó con violencia-. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro
veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar.
Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso
uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro..., y acabar con los demás?
Intervine:
-No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana
pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato.
Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los
despropósitos.
Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa.
-Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no
suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que eran de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso?
¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no
sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban
todo.
Luego insistió:
-Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no
construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron
contarme su vida, pero no logré entender nada..., salvo que su gran diversión era la caza mayor.
-¿Cómo pudieron entenderse? -preguntó Jack-. ¿Por telepatía?
-Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces supe. Supe
muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente supe. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día
lo intentaré - sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica-. Me habría gustado
quedarme más tiempo.
Pude aprender muchas cosas -se encogió de hombros.
-¿Por qué no lo hizo? -pregunté.
-Era arriesgado -respondió-. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba
curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro -sonrió
torcidamente-. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro.
Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí.
-¿Cómo pudo irse?
-No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y
salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí
tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un
cazador de leones.
Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras
debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el
ictiosaurio -no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir-, podía ser un
trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron
rápidos. Nosotros matamos cientos de millones en treinta años, ¿recuerdan?
Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo:
-¡Cambios climáticos! ¡Un cuerno! Pero, ¿quién creería la verdad?
Guardó silencio y Jack le dio un codazo:
-Dígame, viejo, ¿quién acabó con esos pequeños saurios? ¿Por qué no están aquí, vivos y coleando?
Hornby levantó la mirada y observó fijamente a Jack.
-Jamás regresé para averiguarlo, pero de todos modos sé lo que ocurrió. La única diversión que
había en sus vidas era la caza mayor. Le dije que lo supe cuando los miré a los ojos. Por eso, cuando
se quedaron sin brontosaurios y sin diplodocos, se dedicaron a la caza más peligrosa: ¡ellos mismos!
E hicieron buena faena.
Hizo una pausa y agregó, truculento:
-¿Por qué no? ¿Acaso los hombres no estamos haciendo lo mismo?

EL RACISTA
Isaac Asimov

El cirujano alzó la cabeza; su rostro era inexpresivo.


―¿Está preparado? ―preguntó.
―Preparado es un término relativo ―dijo el ingeniero médico―. Nosotros estamos preparados. Él
está quieto.
―Bueno, siempre lo están… Al fin y al cabo se trata de una operación importante.
―Importante o no, el paciente debe estar agradecido. Se le ha elegido entre una enorme cantidad de
candidatos y, francamente, no creo que…
―No lo diga ―interrumpió el cirujano―. No nos corresponde a nosotros tomar la decisión.
―La aceptamos; pero, ¿acaso tenemos que mostrarnos de acuerdo?
―Sí ―repuso vivamente el cirujano―. Tenemos que aceptarla totalmente y de buen grado. Es una
intervención tan enormemente complicada que no podemos realizarla con ninguna clase de reservas
mentales. Este hombre ha demostrado sus méritos en numerosos aspectos, y sus características
resultan adecuadas para la Junta de Mortalidad.
―Está bien ―dijo el ingeniero médico.
―Le veré aquí mismo ―declaró el cirujano―. Me parece que la ocasión no se presta demasiado a
palabras de aliento.
―Tampoco servirían de mucho. Está bastante nervioso, y ya ha tomado una decisión.
―¿Lo ha hecho?
―Sí. Quiere metal, como todos.
El semblante del cirujano continuó imperturbable. Se miró las manos y dijo:
―A veces se puede tratar con ellos acerca de ese asunto.
―¿Para qué preocuparse? Si quiere metal, que sea metal.
―¿A usted no le importa?
― ¿Por qué habría de importarme? ―manifestó el ingeniero médico casi con brutalidad―. Al fin y
al cabo, se trata de un problema de ingeniería médica, y yo soy ingeniero médico. Sea como sea,
tengo que resolver el problema. No veo motivos para inquietarme por nada más.
No obstante, el cirujano declaró con firmeza:
― Para mí es un asunto de correcto proceder.
― No puede usted utilizar ese argumento. ¿Qué le importa al paciente el correcto proceder?
― A mí si me importa.
― Usted integra una minoría. La tendencia general va en contra suya. No tiene ninguna posibilidad.
― Debo intentarlo.
El cirujano hizo un ademán al ingeniero médico para que guardase silencio. No era un gesto
impaciente, sino simplemente apresurado. Ya había informado previamente a la enfermera, y le
indicaron que ésta se acercaba al quirófano. El cirujano oprimió un botón y las dos hojas de la
puerta se corrieron. El paciente entró en su silla de motor acompañado por la enfermera, que
avanzaba ágilmente a su lado.
― Puede retirarse, enfermera ― dijo el cirujano ―. Pero aguarde fuera. La llamaré más tarde.
Luego hizo una seña con la cabeza al ingeniero médico, que salió con la enfermera, y la puerta se
cerró detrás de ellos.
El hombre de la silla miró por encima de un hombro y los vio marcharse. Tenía el cuello muy
delgado y unas finas arrugas en torno a los ojos. Estaba recién afeitado, y los dedos, que aferraban
con fuerza los brazos de la silla, mostraban unas uñas manicuradas. Era un paciente de alta
categoría, y en su rostro se apreciaba un gesto displicente.
― ¿Vamos a empezar hoy? ― preguntó.
― Esta misma tarde, senador ― repuso el cirujano asintiendo con la cabeza.
― Tengo entendido que esto llevará varias semanas.
― La operación en sí misma no, pero existe una serie de asuntos secundarios que deben tenerse en
cuenta. Habrá que realizar una transfusión de sangre y ciertos ajustes hormonales. Se trata de
cuestiones delicadas.
― ¿Es peligroso…? ― inquirió el enfermo, y luego, como si sintiera la necesidad de establecer una
relación amistosa, pero evidentemente en contra de su voluntad, añadió: ― ¿doctor?
Al cirujano le pasaron desapercibidos aquellos matices expresivos, y dijo escuetamente:
― Todo resulta peligroso. Le dedicamos suficiente tiempo para que sea lo menos arriesgado
posible. Ese tiempo, junto con la capacidad de muchos especialistas agrupados y el instrumental
adecuado, hacen que tales operaciones sólo estén al alcance de muy pocos.
― Lo sé ― afirmó el paciente, algo inquieto ―. Y me niego a sentirme culpable por eso. ¿O es que
insinúa que le estoy presionando?
― En absoluto, senador. Las decisiones de la Junta nunca han sido discutidas. Sólo menciono la
dificultad y complejidad de la intervención con el fin de poner de manifiesto mi deseo de llevarla a
cabo del mejor modo posible.
― Bien, hágalo así, entonces. Ése es también mi deseo.
― En tal caso, debo pedirle que tome una decisión. Es posible aplicarle un ciber-corazón de una de
estas dos clases: de metal, o bien…
― ¡O de plástico! ― le interrumpió, irritado, el paciente ―. ¿No es ésa la alternativa que me
ofrece, doctor? Plástico barato. Yo no quiero eso. Ya he hecho mi elección, y quiero que sea de
metal.
― Pero…
― Escúcheme. Me han dicho que la elección tengo que tomarla yo solo. ¿Es eso cierto?
El cirujano asintió, y dijo:
― Cuando dos posibilidades son del mismo valor desde el punto de vista médico, la elección recae
en el enfermo, aún cuando las posibilidades no sean iguales, como ocurre en este caso.
Los ojos del paciente brillaron.
― ¿Pretende usted decirme que el corazón de plástico es superior? ― inquirió.
― Eso depende del paciente. En mi opinión, a usted no le conviene el metal. Y preferimos no
utilizar la palabra plástico. Se trata de un ciber-corazón fibroso.
― Por lo que a mí respecta, es plástico.
― Senador ― dijo el cirujano con infinita paciencia ―, el material no es plástico en el sentido
ordinario de la palabra. Es un polímero, ciertamente, pero mucho más complejo que el plástico
corriente. El material es una fibra proteínica compuesta, con la que se ha conseguido imitar hasta
donde ha sido posible el tejido natural del corazón humano, el mismo que tiene usted dentro del
pecho en este momento.
― Exactamente; y el corazón humano que tengo en el pecho ya está gastado a pesar de que no he
cumplido todavía los sesenta años. Yo no quiero nada parecido a esto, muchas gracias. Yo quiero
algo mejor.
― Todos queremos algo mejor para usted, senador. El ciber-corazón fibroso será mejor. Posee una
vida potencial de varios siglos. Es totalmente antialérgico…
― ¿No lo es el corazón metálico, acaso?
― Sí, lo es ― repuso el cirujano ―. El ciber-corazón metálico está formado por una aleación de
titanio que…
― ¿Y no es cierto que no se desgasta y que es más fuerte que el plástico, o la fibra, o como usted
quiera llamarle?
― El metal resulta físicamente más resistente, en efecto; pero la fortaleza mecánica no es lo único
que debe tenerse en cuenta. Dicha resistencia no es indispensable mientras el corazón esté bien
protegido. Cualquier agente capaz de llegar a su corazón podrá matarle por otras razones, aunque
sea un corazón metálico.
El paciente se encogió de hombros y manifestó:
― Entonces, cuando me rompa una costilla, haré que también me la pongan de titanio. La
sustitución de huesos resulta fácil. Todo el mundo puede conseguir que le hagan eso en cualquier
momento. Yo seré todo lo metálico que quiera, doctor.
― Está usted en su derecho, si así lo prefiere. Sin embargo debo hablarle con franqueza y decirle
que si bien ningún ciber-corazón metálico ha fallado mecánicamente, sí han fallado algunos
electrónicamente.
― ¿Qué significa eso?
― Eso significa que todo ciber-corazón posee un pulsarregulador como parte integrante de su
estructura. En el caso de la variedad metálica se trata de un mecanismo electrónico que mantiene el
ritmo cardíaco. Ello implica que hay que colocar todo un equipo en miniatura que altere el ritmo del
corazón de acuerdo con el estado emotivo y físico del individuo. En ocasiones, esto ha fracasado, y
la persona ha muerto antes de que se pudiera corregir el defecto.
― Nunca he oído hablar de tales casos.
― Yo le aseguro que han ocurrido.
― ¿Y sucede a menudo?
― De ningún modo. Sólo muy raras veces.
― Bien, entonces correré ese riesgo. ¿Y qué me dice del corazón de plástico? ¿No lleva también un
pulsarregulador?
― En efecto, senador. Pero la estructura química del ciber-corazón fibroso es mucho más parecida
a la del tejido cardíaco del hombre. Puede responder mejor a los estímulos iónicos y hormonales del
organismo. El elemento a insertar es, en este caso, mucho más sencillo que en el del ciber-corazón
metálico.
― ¿No escapa nunca al control hormonal el corazón de plástico?
― Hasta ahora nunca ha ocurrido.
― Porque no han trabajado con él un tiempo lo bastante largo, ¿no es así?
El cirujano vaciló un momento, y luego respondió:
― Bueno, es cierto que el corazón fibroso lleva en uso menos tiempo que el metálico…
― ¿Lo ve usted? ¿Qué teme, doctor, que quiera convertirme en un robot, en un metalo, como los
llaman desde que se les otorgó la ciudadanía?
― No tiene nada de malo el metalo. Como bien dice usted; se trata de ciudadanos. Pero usted no es
un metalo, sino un ser humano. ¿Por qué no seguir siendo un ser humano?
― Porque deseo lo mejor, y eso es el corazón metálico, entiéndalo bien.
― Perfectamente ― contestó el cirujano ―. Se le pedirá que firme los correspondientes permisos,
y luego le colocaremos un corazón de metal.
― ¿Y quién será el cirujano que me intervenga? Me han dicho que usted es el mejor.
― Seré yo mismo. Haré lo posible para que el trasplante tenga éxito.
Se abrió la puerta, y el paciente salió en su silla acompañado por la enfermera.
Luego entró el ingeniero médico, que permaneció mirando hasta que la puerta se hubo cerrado a
espaldas del paciente. Entonces se volvió al cirujano y dijo:
― Bueno, no puedo adivinar lo que ocurrió. Dígame, ¿cuál fue su decisión?
El cirujano se inclinó sobre su escritorio y perforó las instrucciones finales para los registros.
― La que usted predijo. Quiere un ciber-corazón metálico.
― Después de todo, son los mejores.
― No siempre. Llevan más tiempo usándose, eso es todo. Es la manía que tiene la humanidad,
desde que los metalos han adquirido la ciudadanía. El hombre tiene el singular anhelo de hacer de sí
mismo un metalo. Suspira por la fuerza física y por la resistencia que se les atribuye.
― Ellos no son los únicos, doctor. Usted no trabaja con metalos, pero yo sí, de modo que sé lo que
ocurre. Los dos últimos que ingresaron para someterse a reparaciones me pidieron elementos
fibrosos.
― ¿Se los proporcionó?
― En un caso, sí; se trataba tan sólo de colocar tendones. No había demasiada diferencia entre
insertar metal o fibra. El otro, en cambio, deseaba un aparato circulatorio o su equivalente. Yo le
dije que no podía hacerlo. Para ello se hubiera tenido que modificar totalmente la estructura de su
organismo, aplicando material fibroso… Es de suponer que algún día llegaremos también a eso.
Habrá metalos que no sean totalmente de metal, sino una especie de combinación metálica de carne
y sangre.
― ¿No le preocupa esa idea?
― ¿Por qué? Análogamente, habrá seres humanos metalizados. Hoy poseemos dos variedades de
seres inteligentes en la Tierra, y es absurdo que nos estemos preocupando por las dos. Dejemos que
se acerquen la una a la otra, y al fin no existirá diferencia alguna. ¿Para qué queremos que la haya?
Entonces tendremos lo mejor de ambas formas de vida: las ventajas del hombre combinadas con las
del robot.
― El resultado entonces sería un ser híbrido ― contestó el cirujano, con un tono que se acercaba a
la agresividad ―. Se habría llegado a una criatura que no sería ambas cosas, sino ninguna de las
dos. ¿Es lógico suponer que un individuo no esté lo bastante orgulloso de su estructura orgánica y
de su identidad como para desear transformarse en algo extraño? ¿Sería deseable ese mestizaje?
Racista― Así hablan los racistas.
― Pues no me importa ― dijo el cirujano, con sereno énfasis ―. Yo creo que uno debe ser lo que
es. No cambiaría ni una partícula de mi organismo por ninguna razón. Si se requiere forzosamente
hacerme algún cambio, exigiría que el material fuera lo más parecido posible a mis propios órganos.
Yo soy “yo mismo”. Y estoy muy satisfecho con ser quien soy, y no pretendo ser ninguna otra cosa.
El cirujano, terminado su alegato, se preparó para iniciar la operación. Introdujo sus fuertes manos
en el horno y las dejó para que se calentaran al rojo hasta que se esterilizasen completamente. A
pesar de ser la primera vez que levantaba la voz y se apasionaba de tal modo, en su bruñido rostro
metálico, como siempre, no existía el menor vestigio de expresión.

AQUÍ YACE EL WUB


Philip K. Dick

Faltaba poco para terminar de cargar. El Optus, de pie, con los brazos cruzados, fruncía el ceño. El
capitán Franco bajó despacio por la pasarela y sonrió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Te pagan por esto.
El Optus no dijo nada. Recogió sus túnicas y dio media vuelta. El capitán pisó el borde de la túnica.
—Espera un momento, no te vayas; aún no he terminado.
—¿De veras? —El Optus se giró con dignidad—. Vuelvo a la aldea. —Contempló los animales y
los pájaros que eran conducidos hacia la nave—. He de organizar nuevas cacerías.
Franco encendió un cigarrillo.
—¿Por qué no? A vosotros os basta con salir a campo abierto y seguir pistas. Pero cuando estemos
a mitad de camino entre Marte y la Tierra...
El Optus se marchó sin contestar. Franco se reunió con el primer piloto al pie de la pasarela.
—¿Cómo va todo? —Consultó el reloj—. Hemos hecho un buen negocio.
El piloto le miró con cara de pocos amigos.
—¿Cómo explica eso?
—¿Qué le pasa? Los necesitamos más que ellos.
—Nos veremos después, capitán.
El piloto subió por la pasarela, y se abrió paso entre las aves zancudas marcianas. Franco le vio
desaparecer en el interior de la nave. Iba a seguirle los pasos hacia la portilla cuando lo vio.
—¡Dios mío!
Se quedó mirando con las manos en las caderas. Peterson venía por el sendero, con la cara
congestionada, arrastrándolo con una cuerda.
—Lo siento, capitán —dijo, manteniendo la cuerda tensa.
Franco avanzó hacia él.
—¿Qué es eso?
El wub desplomó su enorme cuerpo lentamente. Se sentó con los ojos entornados. Algunas moscas
zumbaban sobre su flanco y las espantó con la cola.
Se hizo el silencio.
—Es un wub —explicó Peterson—. Se lo compré a un nativo por cincuenta centavos. Dijo que era
un animal muy raro. Muy respetado.
—¿Esto? —Franco aguijoneó el inmenso flanco del wub—. ¡Si es un cerdo! ¡Un inmundo cerdo
grande!
—Sí, señor, es un cerdo. Los nativos lo llaman wub.
—Un gran cerdo. Debe de pesar unos doscientos kilos.
Franco agarró un mechón del hirsuto pelo. El wub jadeó. Abrió sus ojos pequeños y húmedos, y su
gran boca tembló.
Una lágrima se deslizó por la mejilla del animal y cayó al suelo.
—Tal vez sea comestible —dijo Peterson, nervioso.
—Pronta lo averiguaremos —respondió Franco.
El wub sobrevivió al despegue, profundamente dormido en el casco de la nave. Cuando ya estaban
en el espacio y todo funcionaba con normalidad, el capitán Franco ordenó a sus hombres que
subieran al wub para dilucidar qué clase de animal era.
El wub gruñó y resopló mientras ascendía a duras penas por el pasaje.
—Vamos —masculló Jones tirando de la cuerda.
El wub se retorcía y rozaba su piel contra las lisas paredes cromadas. Desembocó en la antecámara
y cayó pesadamente al suelo. Los hombres se levantaron de un salto.
—¡Santo cielo! —exclamó French—. ¿Qué es eso?
—Peterson dice que es un wub —respondió Jones—. Es suyo.
Le dio una patada al wub, y el animal, jadeante, se puso en pie con grandes dificultades.
—¿Y ahora qué le pasa? —dijo French acercándose—. ¿Se va a poner enfermo?
Todos lo contemplaban. El wub puso los ojos en blanco y luego miró a los hombres que le
rodeaban.
—Quizá tenga sed —aventuró Peterson.
Fue a buscar agua. French meneó la cabeza.
—Ya entiendo por qué tuvimos tantas dificultades para despegar. Me vi obligado a revisar todos
mis cálculos de lastre.
Peterson volvió con el agua. El wub, agradecido, la lamió a grandes lengüetazos y salpicó a la
tripulación.
El capitán Franco apareció en la puerta.
—Echémosle un vistazo. —Avanzó con mirada escrutadora—. ¿Lo compraste por cincuenta
centavos?
—Sí, señor —dijo Peterson—. Come de todo. Le di cereales y le gustaron, y después patatas,
forraje y las sobras de nuestra comida, y leche. Creo que le gusta comer. Una vez ha llenado el
estómago, se echa a dormir.
—Entiendo. Bien, me gustaría saber cuál es su sabor. Creo que no conviene alimentarlo tanto, ya
está bastante gordo. ¿Dónde está el cocinero? Que se presente al instante. Quiero averiguar...
El wub dejó de beber y miró al capitán.
—Le sugiero, capitán, que hablemos de otros asuntos —dijo el wub.
Un pesado silencio se abatió sobre la habitación.
—¿Quién dijo eso? —preguntó el capitán Franco.
—El wub, señor —dijo Peterson—. Habla.
Todos miraron al wub.
—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?
—Sugirió que habláramos de otras cosas.
Franco se acercó al wub. Dio vueltas a su alrededor y lo examinó desde todos los ángulos. Luego
volvió a reunirse con sus hombres.
—Tal vez haya un nativo en su interior —reflexionó en voz alta—. Tal vez deberíamos abrirlo y
confirmarlo.
—¡Dios mío! —exclamó el wub—. ¿Sólo saben pensar en matar y trinchar?
—¡Salga de ahí! ¡Quienquiera que sea, salga! —gritó Franco con los puños apretados.
No se produjo el menor movimiento. Los hombres miraban al wub, pálidos y procurando
mantenerse muy juntos. El wub agitó la cola y eructó.
—Perdón —se disculpó.
—Creo que no hay nadie dentro —susurró Jones.
Los hombres se miraron entre sí.
El cocinero entró.
—¿Me mandó llamar, capitán? ¿Qué es esto?
—Es un wub —dijo Franco—. Nos lo comeremos. ¿Por qué no lo mide y trata de...?
—Antes que nada, deberíamos hablar —interrumpió el wub—. Con su permiso, me gustaría discutir
este asunto. Veo que no nos ponemos de acuerdo en algunos puntos fundamentales.
El capitán tardó un rato en contestar. El wub esperó pacientemente y aprovechó para secarse el agua
de las mandíbulas.
—Vamos a mi despacho —dijo el capitán por fin.
Se giró y salió de la habitación. El wub se levantó y fue tras él. Los hombres lo siguieron con la
mirada y oyeron como subía la escalera.
—Me gustaría saber cómo terminará todo esto —dijo el cocinero—. Bien, vuelvo a la cocina.
Informadme de cualquier novedad.
—Claro —dijo Jones—. Claro.
El wub se dejó caer en un rincón con un suspiro.
—Le ruego me disculpe, pero me encantan todas las formas de descansar. Cuando se es tan grande
como yo...
El capitán asintió con un gesto de impaciencia. Tomó asiento ante su escritorio y entrelazó las
manos.
—Bien, empecemos de una vez. Es usted un wub, si no me equivoco.
—Creo que sí. Quiero decir que así es como nos llaman los nativos, aunque tenemos nuestra propia
denominación.
—Habla nuestro idioma. ¿Estuvo en contacto con terrícolas anteriormente?
—No.
—Entonces. ¿cómo lo hace?
—¿Hablar su idioma? ¿Estoy hablando en su idioma? No soy consciente de hablar ninguna lengua
en particular. Examiné su mente...
—¿Mi mente?
—Estudié los contenidos, en especial el depósito semántico, como yo lo llamo...
—Entiendo. Telepatía, claro.
—Somos una raza muy antigua. Muy antigua y voluminosa. Nos cuesta mucho desplazarnos. Como
comprenderá, algo tan lento y pesado está a merced de formas más ágiles de vida. Consideramos
que sería inútil basar nuestra supervivencia en la fuerza física. Demasiado pesados para correr,
demasiado blandos para combatir, demasiado pacífico para cazar por diversión...
—¿Y de qué viven?
—Plantas, vegetales, comemos casi de todo. Somos tolerantes, liberales y eclécticos. Vivimos y
dejamos vivir. Por eso hemos durado tanto. Y por eso me opuse con tanta vehemencia a ser
introducido en una olla. Vi la imagen en su mente: la mayor parte de mi cuerpo en el congelador,
otra en la olla, un pedacito para el gato...
—¿Así que lee la mente? —interrumpió el capitán—. Muy interesante. ¿Qué más? Quiero decir,
¿posee alguna otra capacidad semejante?
—Nada importante —respondió el wub distraído, paseando la mirada por la habitación—. Un
bonito despacho, capitán, muy limpio. Respeto las formas de vida que aman la pulcritud. Algunas
aves marcianas son muy aseadas: sacan los desperdicios del nido y luego barren.
—Fascinante, pero volviendo a lo que hablábamos...
—Desde luego. Usted habló de cocinarme. Según he oído, el sabor es agradable. Un poco grasos,
pero tiernos. Pero ¿cómo lograremos establecer una relación perdurable entre su pueblo y el mío si
persiste en actitudes tan bárbaras? ¿Comerme? Deberíamos discutir otras cuestiones: filosofía,
arte...
—¡Filosofía! —exclamó el capitán poniéndose en pie—. Quizá le interese saber que el próximo
mes apenas tendremos nada para comer, algunas provisiones se han echado a perder...
—Lo sé —asintió con la cabeza el wub—. Pero ¿no estaría más de acuerdo con sus principios
democráticos que lo sorteáramos? Después de todo, la democracia consiste en proteger a las
minorías de tales abusos. Si cada uno tiene derecho a votar...
El capitán caminó hacia la puerta.
—Está loco —rezongó.
Abrió la puerta. Abrió la boca.
Se quedó petrificado, con la boca abierta, la mirada perdida, los dedos aún sujetos al tirador.
El wub le miró. Luego salió de la habitación y pasó por delante del capitán. Se alejó por el corredor,
absorto en sus pensamientos.
La habitación estaba en silencio.
—Como verá —dijo el wub— tenemos mitos comunes. Sus mentes albergan muchos símbolos
mitológicos familiares: Ishtar, Ulises...
Peterson estaba sentado sin decir nada, con la vista fija en el suelo. Se removió en su silla.
—Siga —dijo—. Siga por favor.
—Su Ulises es una figura común a casi todas las razas autoconscientes. Desde mi punto de vista,
Ulises vaga como un individuo consciente de sí como tal. Es la idea de la separación, la separación
de la familia o del país. El proceso de individuación.
—Pero Ulises acaba por volver a casa. —Peterson miró por el ojo de buey las estrellas, las
incontables estrellas que brillaban con intensidad en el universo vacío—. Al final, vuelve a casa.
—Como lo hacen todas las criaturas. El momento de la separación es un período transitorio, un
breve viaje del alma. Tiene un principio y un fin. El viajero errante regresa a su país y a su raza...
La puerta se abrió. El wub se calló y volvió su gran cabeza.
El capitán Franco entró en la habitación seguido de sus hombres. Titubearon en el umbral.
—¿Te encuentras bien? —preguntó French.
—¿Te refieres a mí? —replicó Peterson, sorprendido—. ¿Por qué?
—Ven aquí —ordenó el capitán Franco empuñando una pistola—. Levántate y acércate.
Hubo un silencio.
—Adelante —dijo el wub—. No importa.
Peterson se puso en pie.
—¿Para qué?
—Es una orden.
Peterson se dirigió hacia la puerta. French le cogió del brazo.
—¿Qué pasa? —Peterson se soltó con un movimiento brusco—. ¿Qué os pasa a todos?
El capitán Franco avanzó hacia el wub. El wub le miró desde el rincón en donde estaba echado
junto a la pared.
—Es interesante que siga obsesionado con la idea de comerme. Me pregunto la razón.
—Levántese —ordenó Franco.
—Si insiste... —El wub se levantó con un gruñido—. Tenga paciencia. Me cuesta mucho.
Logró ponerse en pie, jadeando y con la lengua fuera.
—Mátelo ya —dijo French.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Peterson.
Jones se giró hacia él con los ojos llenos de miedo.
—Tú no le viste... como una estatua con la boca abierta. Aún seguiría allí si no hubiéramos bajado.
—¿Quién? ¿El capitán? —preguntó Peterson— Pero si ya está bien.
Todos miraban al wub, parado en mitad de la habitación. Respiraba entrecortadamente.
—Vamos —dijo Franco—. Apártense.
Los hombres se apelotonaron en la puerta.
—Tiene miedo. ¿verdad? —habló el wub— ¿Qué le he hecho?. Me repugna la idea de lastimar a
alguien. Sólo he intentado protegerme. ¿Esperaba que me precipitara alegremente hacia mi muerte?
Soy un ser tan sensible como ustedes. Tenía curiosidad por ver su nave, por saber algo más sobre
sus costumbres. Le sugerí al nativo...
La pistola osciló.
—¿Ven? —dijo Franco—. Ya me lo pensaba.
El wub se tiró al suelo, tembloroso. Estiró las patas y enrolló la cola.
—Hace mucho calor —dijo—. Debemos estar cerca de los motores. Energía atómica. Desde un
punto de vista técnico han logrado cosas maravillosas, pero sus científicos no están preparados para
resolver problemas morales, éticos...
Franco se volvió hacia los tripulantes, apiñados a su espalda, silenciosos y con los ojos abiertos de
par en par.
—Yo lo haré. Pueden mirar, si quieren.
—Trate de darle en el cerebro —aprobó French—. No es comestible. No tire al pecho. Si la caja
torácica revienta, tendremos que ir sacando los huesos.
—Escuchad —dijo Peterson lamiéndose los labios—. ¿Qué ha hecho? ¿Ha causado algún mal? Os
estoy haciendo una pregunta. Y, además, es mío. No tenéis derecho a matarlo. No es vuestro.
Franco levantó la pistola.
—Yo me voy —dijo Jones, pálido y descompuesto—. No quiero verlo.
—Yo también —le imitó French.
Ambos salieron tropezando y murmurando. Peterson permaneció junto a la puerta.
—Me hablaba de los mitos —musitó—. Es incapaz de hacerle daño a nadie.
Se marchó.
Franco se acercó al wub. Éste levantó los ojos y tragó saliva.
—Qué locura —dijo—. Lamento que desee hacerlo. Recuerdo una parábola de su Salvador...
Se interrumpió y fijó la vista en la pistola.
—¿Será capaz de mirarme a los ojos cuando lo haga? ¿Será capaz?
—Desde luego. Allá en la granja teníamos cerdos, apestosos jabalíes. Claro que seré capaz.
Sin apartar la mirada de los ojos húmedos y brillantes del wub, apretó el gatillo.

El sabor era excelente.


Estaban sentados con semblante de tristeza alrededor de la mesa; algunos apenas comían. El único
que parecía disfrutar del plato era el capitán Franco.
—¿Más? —preguntó—. ¿Más? ¿Un poco más de vino?
—Yo no —respondió French—. Vuelvo a la sala de control.
—Yo tampoco. —Jones se puso en pie y empujó la silla hacia atrás—. Nos veremos más tarde.
El capitán les vio marcharse. Algunos de los que quedaban también se excusaron.
—¿Qué les ocurre a todos? —preguntó el capitán a Peterson.
Éste permanecía sentado con la vista fija en el plato, en las patatas, en los guisantes y en el trozo de
carne humeante y tierna.
Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido.
El capitán apoyó la mano en el hombro de Peterson.
—Ahora es tan sólo materia orgánica. La esencia vital ha desaparecido. —Mojó un trozo de pan en
la salsa—. Me gusta comer. Es uno de los grandes placeres de la vida. Comer, descansar, meditar,
discutir de algunas cosas.
Peterson asintió con un gesto. Otros dos hombres se levantaron y se marcharon. El capitán bebió
agua y suspiró.
—Bien, he de admitir que es una comida muy agradable. Todo lo que me habían dicho acerca del...
sabor del wub era cierto. Exquisito. Aunque me advirtieron, hace tiempo, que no lo hiciera nunca.
Se secó los labios con la servilleta y se recostó en la silla. Peterson miraba la mesa con expresión de
tristeza.
El capitán le observó atentamente. Luego se inclinó hacia adelante.
—Vamos, vamos, anímese. Hablemos de cualquier cosa.
Sonrió.
—Como decía antes de que me interrumpieran, el papel de Ulises en los mitos...
Peterson se levantó de un salto con los ojos bien abiertos.
—Como iba diciendo, Ulises, desde mi punto de vista...

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