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Frederic Brown
EL REGALO
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el
padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su
primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los
obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito
con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa
fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra
los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los
últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás
la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no
había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de
medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad,
en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin
creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de media hora será Navidad.
-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro
del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. Todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Me prestas tu reloj? -preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se
extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego
dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de
voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría
un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho,
por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la
madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se
pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el
frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche
profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
ENCUENTRO NOCTURNO
Ray Bradbury
Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
-Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.
-No me quejo.
-¿Le gusta Marte?
-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no
preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes
son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil
demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es
asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo
necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de
un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya
se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me
instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me
quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba
contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días
libres e iba a una fiesta.
-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte
como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los
indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de
un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese
el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera
encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy
siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en
Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o
de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos
dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera
marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias.
Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el
volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había
viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera
solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo
silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos
giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del
polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una
voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a
qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película
muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año
Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche
(y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó
rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche.
Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía
siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la
camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde
aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termo y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno
pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua
carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba
suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo,
indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se
posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina
un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos
azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con
gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun
ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire
frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
-¡Hola! -gritó.
-¡Hola! -contestó el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.
-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
-¿Quién eres? -dijo Tomás en inglés.
-¿Qué haces aquí -dijo el otro en marciano.
-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
-Yo soy Tomás Gómez.
-Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el
marciano se echó a reír.
-¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
-Ya está -dijo el marciano en inglés-. Así es mejor.
-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
-No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
-¿Algo distinto? -dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.
-Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.
-¡En nombre de los Dioses! -dijo el marciano en su propio idioma.
-¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
-¡Señor! -dijo Tomás.
-Realmente... -comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un
cuchillo de su cinturón.
-¡Eh! -gritó Tomás.
-Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne.
Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
-¡Las estrellas! -dijo.
-¡Las estrellas! -respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne
como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban
como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en
los brazos.
-¡Eres transparente! -dijo Tomás.
-¡Y tú también! -replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al fío.
-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
-¡No! ¡Tú!
-¡Un espectro!
-¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como
trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes,
animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era sólo un prisma espectral que
reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
-¿De dónde eres? -preguntó al fin el marciano.
-De la Tierra.
-¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
-¿Cuándo llegaste?
-Hace más de un año, ¿no recuerdas?
-No.
-Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo
sabes?
-No. No es cierto.
-Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos.
Millares de muertos.
-Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!
-Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
-¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las
montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.
-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
-¡Muerta! Dormí allí anoche.
-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves
las columnas rotas?
-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.
-¡Las calles están limpias!
-Los canales están vacíos.
-¡Los canales están llenos de vino de lavándula!
-Está muerta.
-¡Está viva! -protestó el marciano riéndose cada vez más-. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las
luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como
barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí,
pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche,
cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
-Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la
Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes
ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de
toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que
hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de
cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...
El marciano estaba inquieto.
-¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
-Allá están los cohetes. ¿Los ves?
-No.
-¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
-No.
Tomás se echó a reír.
-¡Estás ciego!
-Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
-Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?
-Yo veo un océano, y la marea baja.
-Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.
-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
-Es cierto, te lo aseguro.
El marciano se puso muy serio.
-Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas,
las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan
lejos!
Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
-No.
-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes -dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
-¿Podría ser?
-¿Qué?
-¿Dijiste que «del cielo»?
-De la Tierra.
-La Tierra, un nombre, nada -dijo el marciano-. Pero... al subir por el camino hace una hora...
sentí...
Se llevó una mano a la nuca.
-¿Frío?
-Sí.
-¿Y ahora?
-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -dijo el
marciano-. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único
sobreviviente de este mundo.
-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo
secreto y apasionante.
El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
-No. Tú, tú eres del pasado -dijo el hombre de la Tierra.
-¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué
año estamos?
-En el año dos mil dos.
-¿Qué significa eso para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de hombros.
-Nada.
-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si
algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás
muerto.
-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no.
Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños
cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?
-Sí. ¿Tienes miedo?
-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse
con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está
vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El marciano calló y miró
hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo
que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.
-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el marciano-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si
ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo
sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en
ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los
fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
-¿Volveremos a encontrarnos?
-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.
-Me gustaría ir contigo a la fiesta.
-Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que
sucedió.
-Adiós -dijo Tomás.
-Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió
en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes,
en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
-¡Qué extraña visión! -se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los
canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la
carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin
nada, durante toda la noche oscura y fresca.
EL PEATÓN
Ray Bradbury
Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la
acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de
los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a
lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino
tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si
estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío,
como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas
de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de
luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían
manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la
noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado
una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin
que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para
pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con
ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se
sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de
noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar
oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones
eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas
cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos
blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo
ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles,
oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta
noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene
ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón
en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de
una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la
redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media.
¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política?
¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead
titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento
desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en
miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se
sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos
corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero
ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando
un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz
blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero... —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes
sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas
policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había
necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como
tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión,
donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca
los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba
débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz. —Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del
coche se abrió de par en par. —Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead...
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla
delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie
en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel
en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había
allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... —dijo la voz de hierro—. Pero...
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese
informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas
nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas
oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla,
rectangular y cálida en la fría oscuridad.
— Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con
las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el
resto de la helada noche de noviembre.
LA PRADERA
Ray Bradbury
CUÁNTO SE DIVERTÍAN
Isaac Asimov
Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy
ha encontrado un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le
había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se
quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía
las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Qué desperdicio -dijo Tommy-. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de
televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él
tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?
-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.
-¿De qué trata?
-De la escuela.
-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había
hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie
había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con
perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie
esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de
nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y
aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde
debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron
aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba
demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de
edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. -Y acarició de nuevo la cabeza de
Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se
llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado
por completo.
Así que le dijo a Tommy:
-¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años
-y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
Margie se sintió dolida.
-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -Leyó el libro por encima del hombro de
Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
-Un hombre no es lo bastante listo.
-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos
los chicos iban allí.
-¿Y todos aprendían lo mismo?
-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al
que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie
llamó:
-¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
-Todavía no, mamá.
-iAhora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.
-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.
-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del
brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido
ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos,
porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular.
La pantalla estaba iluminada.
-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por
favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo
del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio,
se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas,
así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto
se divertían.
CAZA MAYOR
Isaac Asimov
-He leído en los periódicos -dije apurando mi cerveza- que la nueva máquina del tiempo de Stanford
ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció
efectos nocivos.
Jack Trent asintió y dijo, muy serio:
-Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que
ocurrió con los dinosaurios.
Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la
mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía
una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento.
Sonrió y se dirigió a Jack:
-Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue
debido a los cambios climáticos. No es verdad. -Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de
un trago.
Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y
meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos
cervezas.
Jack miró a Hornby con solemnidad.
-¿Realmente inventó una máquina del tiempo?
-Fue hace mucho -Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso-. Mejor que la chapuza
de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme.
-Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios?
-¿Por qué habría de serlo? -Nos lanzó una rápida mirada de soslayo-. El clima no los afectó durante
millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca,
mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? -Intentó chasquear los dedos a modo
de burla, pero le salió mal y terminó murmurando-: ¡No es lógico!
-Y entonces, ¿qué pasó? -inquirí.
Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió.
-Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes!
-¿Los hombres de Marte? -sugerí-. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida.
De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado.
-Les digo que los vi -afirmó con violencia-. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro
veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar.
Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso
uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro..., y acabar con los demás?
Intervine:
-No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana
pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato.
Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los
despropósitos.
Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa.
-Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no
suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que eran de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso?
¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no
sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban
todo.
Luego insistió:
-Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no
construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron
contarme su vida, pero no logré entender nada..., salvo que su gran diversión era la caza mayor.
-¿Cómo pudieron entenderse? -preguntó Jack-. ¿Por telepatía?
-Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces supe. Supe
muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente supe. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día
lo intentaré - sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica-. Me habría gustado
quedarme más tiempo.
Pude aprender muchas cosas -se encogió de hombros.
-¿Por qué no lo hizo? -pregunté.
-Era arriesgado -respondió-. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba
curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro -sonrió
torcidamente-. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro.
Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí.
-¿Cómo pudo irse?
-No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y
salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí
tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un
cazador de leones.
Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras
debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el
ictiosaurio -no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir-, podía ser un
trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron
rápidos. Nosotros matamos cientos de millones en treinta años, ¿recuerdan?
Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo:
-¡Cambios climáticos! ¡Un cuerno! Pero, ¿quién creería la verdad?
Guardó silencio y Jack le dio un codazo:
-Dígame, viejo, ¿quién acabó con esos pequeños saurios? ¿Por qué no están aquí, vivos y coleando?
Hornby levantó la mirada y observó fijamente a Jack.
-Jamás regresé para averiguarlo, pero de todos modos sé lo que ocurrió. La única diversión que
había en sus vidas era la caza mayor. Le dije que lo supe cuando los miré a los ojos. Por eso, cuando
se quedaron sin brontosaurios y sin diplodocos, se dedicaron a la caza más peligrosa: ¡ellos mismos!
E hicieron buena faena.
Hizo una pausa y agregó, truculento:
-¿Por qué no? ¿Acaso los hombres no estamos haciendo lo mismo?
EL RACISTA
Isaac Asimov
Faltaba poco para terminar de cargar. El Optus, de pie, con los brazos cruzados, fruncía el ceño. El
capitán Franco bajó despacio por la pasarela y sonrió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Te pagan por esto.
El Optus no dijo nada. Recogió sus túnicas y dio media vuelta. El capitán pisó el borde de la túnica.
—Espera un momento, no te vayas; aún no he terminado.
—¿De veras? —El Optus se giró con dignidad—. Vuelvo a la aldea. —Contempló los animales y
los pájaros que eran conducidos hacia la nave—. He de organizar nuevas cacerías.
Franco encendió un cigarrillo.
—¿Por qué no? A vosotros os basta con salir a campo abierto y seguir pistas. Pero cuando estemos
a mitad de camino entre Marte y la Tierra...
El Optus se marchó sin contestar. Franco se reunió con el primer piloto al pie de la pasarela.
—¿Cómo va todo? —Consultó el reloj—. Hemos hecho un buen negocio.
El piloto le miró con cara de pocos amigos.
—¿Cómo explica eso?
—¿Qué le pasa? Los necesitamos más que ellos.
—Nos veremos después, capitán.
El piloto subió por la pasarela, y se abrió paso entre las aves zancudas marcianas. Franco le vio
desaparecer en el interior de la nave. Iba a seguirle los pasos hacia la portilla cuando lo vio.
—¡Dios mío!
Se quedó mirando con las manos en las caderas. Peterson venía por el sendero, con la cara
congestionada, arrastrándolo con una cuerda.
—Lo siento, capitán —dijo, manteniendo la cuerda tensa.
Franco avanzó hacia él.
—¿Qué es eso?
El wub desplomó su enorme cuerpo lentamente. Se sentó con los ojos entornados. Algunas moscas
zumbaban sobre su flanco y las espantó con la cola.
Se hizo el silencio.
—Es un wub —explicó Peterson—. Se lo compré a un nativo por cincuenta centavos. Dijo que era
un animal muy raro. Muy respetado.
—¿Esto? —Franco aguijoneó el inmenso flanco del wub—. ¡Si es un cerdo! ¡Un inmundo cerdo
grande!
—Sí, señor, es un cerdo. Los nativos lo llaman wub.
—Un gran cerdo. Debe de pesar unos doscientos kilos.
Franco agarró un mechón del hirsuto pelo. El wub jadeó. Abrió sus ojos pequeños y húmedos, y su
gran boca tembló.
Una lágrima se deslizó por la mejilla del animal y cayó al suelo.
—Tal vez sea comestible —dijo Peterson, nervioso.
—Pronta lo averiguaremos —respondió Franco.
El wub sobrevivió al despegue, profundamente dormido en el casco de la nave. Cuando ya estaban
en el espacio y todo funcionaba con normalidad, el capitán Franco ordenó a sus hombres que
subieran al wub para dilucidar qué clase de animal era.
El wub gruñó y resopló mientras ascendía a duras penas por el pasaje.
—Vamos —masculló Jones tirando de la cuerda.
El wub se retorcía y rozaba su piel contra las lisas paredes cromadas. Desembocó en la antecámara
y cayó pesadamente al suelo. Los hombres se levantaron de un salto.
—¡Santo cielo! —exclamó French—. ¿Qué es eso?
—Peterson dice que es un wub —respondió Jones—. Es suyo.
Le dio una patada al wub, y el animal, jadeante, se puso en pie con grandes dificultades.
—¿Y ahora qué le pasa? —dijo French acercándose—. ¿Se va a poner enfermo?
Todos lo contemplaban. El wub puso los ojos en blanco y luego miró a los hombres que le
rodeaban.
—Quizá tenga sed —aventuró Peterson.
Fue a buscar agua. French meneó la cabeza.
—Ya entiendo por qué tuvimos tantas dificultades para despegar. Me vi obligado a revisar todos
mis cálculos de lastre.
Peterson volvió con el agua. El wub, agradecido, la lamió a grandes lengüetazos y salpicó a la
tripulación.
El capitán Franco apareció en la puerta.
—Echémosle un vistazo. —Avanzó con mirada escrutadora—. ¿Lo compraste por cincuenta
centavos?
—Sí, señor —dijo Peterson—. Come de todo. Le di cereales y le gustaron, y después patatas,
forraje y las sobras de nuestra comida, y leche. Creo que le gusta comer. Una vez ha llenado el
estómago, se echa a dormir.
—Entiendo. Bien, me gustaría saber cuál es su sabor. Creo que no conviene alimentarlo tanto, ya
está bastante gordo. ¿Dónde está el cocinero? Que se presente al instante. Quiero averiguar...
El wub dejó de beber y miró al capitán.
—Le sugiero, capitán, que hablemos de otros asuntos —dijo el wub.
Un pesado silencio se abatió sobre la habitación.
—¿Quién dijo eso? —preguntó el capitán Franco.
—El wub, señor —dijo Peterson—. Habla.
Todos miraron al wub.
—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?
—Sugirió que habláramos de otras cosas.
Franco se acercó al wub. Dio vueltas a su alrededor y lo examinó desde todos los ángulos. Luego
volvió a reunirse con sus hombres.
—Tal vez haya un nativo en su interior —reflexionó en voz alta—. Tal vez deberíamos abrirlo y
confirmarlo.
—¡Dios mío! —exclamó el wub—. ¿Sólo saben pensar en matar y trinchar?
—¡Salga de ahí! ¡Quienquiera que sea, salga! —gritó Franco con los puños apretados.
No se produjo el menor movimiento. Los hombres miraban al wub, pálidos y procurando
mantenerse muy juntos. El wub agitó la cola y eructó.
—Perdón —se disculpó.
—Creo que no hay nadie dentro —susurró Jones.
Los hombres se miraron entre sí.
El cocinero entró.
—¿Me mandó llamar, capitán? ¿Qué es esto?
—Es un wub —dijo Franco—. Nos lo comeremos. ¿Por qué no lo mide y trata de...?
—Antes que nada, deberíamos hablar —interrumpió el wub—. Con su permiso, me gustaría discutir
este asunto. Veo que no nos ponemos de acuerdo en algunos puntos fundamentales.
El capitán tardó un rato en contestar. El wub esperó pacientemente y aprovechó para secarse el agua
de las mandíbulas.
—Vamos a mi despacho —dijo el capitán por fin.
Se giró y salió de la habitación. El wub se levantó y fue tras él. Los hombres lo siguieron con la
mirada y oyeron como subía la escalera.
—Me gustaría saber cómo terminará todo esto —dijo el cocinero—. Bien, vuelvo a la cocina.
Informadme de cualquier novedad.
—Claro —dijo Jones—. Claro.
El wub se dejó caer en un rincón con un suspiro.
—Le ruego me disculpe, pero me encantan todas las formas de descansar. Cuando se es tan grande
como yo...
El capitán asintió con un gesto de impaciencia. Tomó asiento ante su escritorio y entrelazó las
manos.
—Bien, empecemos de una vez. Es usted un wub, si no me equivoco.
—Creo que sí. Quiero decir que así es como nos llaman los nativos, aunque tenemos nuestra propia
denominación.
—Habla nuestro idioma. ¿Estuvo en contacto con terrícolas anteriormente?
—No.
—Entonces. ¿cómo lo hace?
—¿Hablar su idioma? ¿Estoy hablando en su idioma? No soy consciente de hablar ninguna lengua
en particular. Examiné su mente...
—¿Mi mente?
—Estudié los contenidos, en especial el depósito semántico, como yo lo llamo...
—Entiendo. Telepatía, claro.
—Somos una raza muy antigua. Muy antigua y voluminosa. Nos cuesta mucho desplazarnos. Como
comprenderá, algo tan lento y pesado está a merced de formas más ágiles de vida. Consideramos
que sería inútil basar nuestra supervivencia en la fuerza física. Demasiado pesados para correr,
demasiado blandos para combatir, demasiado pacífico para cazar por diversión...
—¿Y de qué viven?
—Plantas, vegetales, comemos casi de todo. Somos tolerantes, liberales y eclécticos. Vivimos y
dejamos vivir. Por eso hemos durado tanto. Y por eso me opuse con tanta vehemencia a ser
introducido en una olla. Vi la imagen en su mente: la mayor parte de mi cuerpo en el congelador,
otra en la olla, un pedacito para el gato...
—¿Así que lee la mente? —interrumpió el capitán—. Muy interesante. ¿Qué más? Quiero decir,
¿posee alguna otra capacidad semejante?
—Nada importante —respondió el wub distraído, paseando la mirada por la habitación—. Un
bonito despacho, capitán, muy limpio. Respeto las formas de vida que aman la pulcritud. Algunas
aves marcianas son muy aseadas: sacan los desperdicios del nido y luego barren.
—Fascinante, pero volviendo a lo que hablábamos...
—Desde luego. Usted habló de cocinarme. Según he oído, el sabor es agradable. Un poco grasos,
pero tiernos. Pero ¿cómo lograremos establecer una relación perdurable entre su pueblo y el mío si
persiste en actitudes tan bárbaras? ¿Comerme? Deberíamos discutir otras cuestiones: filosofía,
arte...
—¡Filosofía! —exclamó el capitán poniéndose en pie—. Quizá le interese saber que el próximo
mes apenas tendremos nada para comer, algunas provisiones se han echado a perder...
—Lo sé —asintió con la cabeza el wub—. Pero ¿no estaría más de acuerdo con sus principios
democráticos que lo sorteáramos? Después de todo, la democracia consiste en proteger a las
minorías de tales abusos. Si cada uno tiene derecho a votar...
El capitán caminó hacia la puerta.
—Está loco —rezongó.
Abrió la puerta. Abrió la boca.
Se quedó petrificado, con la boca abierta, la mirada perdida, los dedos aún sujetos al tirador.
El wub le miró. Luego salió de la habitación y pasó por delante del capitán. Se alejó por el corredor,
absorto en sus pensamientos.
La habitación estaba en silencio.
—Como verá —dijo el wub— tenemos mitos comunes. Sus mentes albergan muchos símbolos
mitológicos familiares: Ishtar, Ulises...
Peterson estaba sentado sin decir nada, con la vista fija en el suelo. Se removió en su silla.
—Siga —dijo—. Siga por favor.
—Su Ulises es una figura común a casi todas las razas autoconscientes. Desde mi punto de vista,
Ulises vaga como un individuo consciente de sí como tal. Es la idea de la separación, la separación
de la familia o del país. El proceso de individuación.
—Pero Ulises acaba por volver a casa. —Peterson miró por el ojo de buey las estrellas, las
incontables estrellas que brillaban con intensidad en el universo vacío—. Al final, vuelve a casa.
—Como lo hacen todas las criaturas. El momento de la separación es un período transitorio, un
breve viaje del alma. Tiene un principio y un fin. El viajero errante regresa a su país y a su raza...
La puerta se abrió. El wub se calló y volvió su gran cabeza.
El capitán Franco entró en la habitación seguido de sus hombres. Titubearon en el umbral.
—¿Te encuentras bien? —preguntó French.
—¿Te refieres a mí? —replicó Peterson, sorprendido—. ¿Por qué?
—Ven aquí —ordenó el capitán Franco empuñando una pistola—. Levántate y acércate.
Hubo un silencio.
—Adelante —dijo el wub—. No importa.
Peterson se puso en pie.
—¿Para qué?
—Es una orden.
Peterson se dirigió hacia la puerta. French le cogió del brazo.
—¿Qué pasa? —Peterson se soltó con un movimiento brusco—. ¿Qué os pasa a todos?
El capitán Franco avanzó hacia el wub. El wub le miró desde el rincón en donde estaba echado
junto a la pared.
—Es interesante que siga obsesionado con la idea de comerme. Me pregunto la razón.
—Levántese —ordenó Franco.
—Si insiste... —El wub se levantó con un gruñido—. Tenga paciencia. Me cuesta mucho.
Logró ponerse en pie, jadeando y con la lengua fuera.
—Mátelo ya —dijo French.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Peterson.
Jones se giró hacia él con los ojos llenos de miedo.
—Tú no le viste... como una estatua con la boca abierta. Aún seguiría allí si no hubiéramos bajado.
—¿Quién? ¿El capitán? —preguntó Peterson— Pero si ya está bien.
Todos miraban al wub, parado en mitad de la habitación. Respiraba entrecortadamente.
—Vamos —dijo Franco—. Apártense.
Los hombres se apelotonaron en la puerta.
—Tiene miedo. ¿verdad? —habló el wub— ¿Qué le he hecho?. Me repugna la idea de lastimar a
alguien. Sólo he intentado protegerme. ¿Esperaba que me precipitara alegremente hacia mi muerte?
Soy un ser tan sensible como ustedes. Tenía curiosidad por ver su nave, por saber algo más sobre
sus costumbres. Le sugerí al nativo...
La pistola osciló.
—¿Ven? —dijo Franco—. Ya me lo pensaba.
El wub se tiró al suelo, tembloroso. Estiró las patas y enrolló la cola.
—Hace mucho calor —dijo—. Debemos estar cerca de los motores. Energía atómica. Desde un
punto de vista técnico han logrado cosas maravillosas, pero sus científicos no están preparados para
resolver problemas morales, éticos...
Franco se volvió hacia los tripulantes, apiñados a su espalda, silenciosos y con los ojos abiertos de
par en par.
—Yo lo haré. Pueden mirar, si quieren.
—Trate de darle en el cerebro —aprobó French—. No es comestible. No tire al pecho. Si la caja
torácica revienta, tendremos que ir sacando los huesos.
—Escuchad —dijo Peterson lamiéndose los labios—. ¿Qué ha hecho? ¿Ha causado algún mal? Os
estoy haciendo una pregunta. Y, además, es mío. No tenéis derecho a matarlo. No es vuestro.
Franco levantó la pistola.
—Yo me voy —dijo Jones, pálido y descompuesto—. No quiero verlo.
—Yo también —le imitó French.
Ambos salieron tropezando y murmurando. Peterson permaneció junto a la puerta.
—Me hablaba de los mitos —musitó—. Es incapaz de hacerle daño a nadie.
Se marchó.
Franco se acercó al wub. Éste levantó los ojos y tragó saliva.
—Qué locura —dijo—. Lamento que desee hacerlo. Recuerdo una parábola de su Salvador...
Se interrumpió y fijó la vista en la pistola.
—¿Será capaz de mirarme a los ojos cuando lo haga? ¿Será capaz?
—Desde luego. Allá en la granja teníamos cerdos, apestosos jabalíes. Claro que seré capaz.
Sin apartar la mirada de los ojos húmedos y brillantes del wub, apretó el gatillo.