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El Reichsführer no merecía menos para la jerarquía franquista. Un tratamiento, visto con distancia,
entre ridículo y estelar. Un por si acaso en pleno inicio del conflicto europeo, concebido como reflejo
de la euforia germanófila que enfebrecía a buena parte de los vencedores de la guerra civil española.
La promovida principalmente entonces por el todopoderoso Ramón Serrano Suñer, cuñadísimo y
ministro de Asuntos Exteriores de Franco, que le invitó meses antes en Berlín a pasearse por España.
Según el historiador Paul Preston, que menciona ligeramente el episodio en su biografía sobre Franco,
pero lo desarrolla de manera intensa en El holocausto español (Debate), el objetivo prioritario
radicaba en preparar el trascendental encuentro entre Hitler y el dictador en Hendaya. “Aunque
también Serrano Suñer quiso obtener de él asesoramiento para la nueva policía secreta del régimen”.
Nada mejor para ello que acudir al gran experto en represión de Europa. Himmler se había hecho
fuerte en el entorno más próximo de Hitler, gracias a sus pavorosos resultados como responsable de
las SS, la Gestapo y la policía alemana desde que los nazis alcanzaron el poder, tal como refleja la
monumental y detallada biografía que le dedica Peter Longerich (RBA).
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El álbum de Himmler en España | EL PAÍS Semanal | EL PAÍS http://elpais.com/elpais/2015/10/13/eps/1444739538_997653.html
Había aterrizado en el meollo del círculo central hitleriano con una buena dosis de complejos, como
su jefe. También con la poderosa determinación de llegar a ser en la vida algo más que un mero
ingeniero agrónomo sin más empeño que sacar rendimiento a sus modestos terrenos en Baviera. La
labor de este muniqués, criado en una familia católica –fe que él llega a repudiar por considerar que
estaba en manos de una secta de pederastas–, chico obediente pero seriamente traumatizado por un
déficit de atención paternal, fue ejemplar desde el punto de vista más retorcido y abiertamente
genocida.
Himmler se sentía por aquella época un bulto viajero, cargado con una maleta que apilaba un
inmenso poder. Seguía atentamente, y en primera línea, por toda Europa los avances de las tropas
alemanas. Entre la primavera y el otoño de 1940 se reunía a diario con Hitler en los cuarteles
ambulantes del Führer por el continente. Visitó Amberes, Bruselas, Róterdam, La Haya, Reims,
París…
Su esposa, Marga Siegroth Boden, y sus cuatro hijos se quejaban de no verlo. Aunque por aquel
entonces, como recoge el análisis de la correspondencia con su cónyuge que han publicado Michael
Wildt y su descendiente Katrin Himmler en la editorial Taurus, ya había comenzado una intensa
relación sentimental con Hedwig Potthast, su secretaria. “Mi liebrecilla…”.
Desde Irún se trasladó primero a San Sebastián. Allí lo sitúan las fotografías tomadas paseando por
los bulevares del pleno centro, empapados de lluvia gris, e intrigado por la poderosa atracción que los
orígenes del pueblo vasco ejercían sobre esa obsesiva forja de la identidad aria que pregonaban los
nazis. De la ciudad guipuzcoana viajó con parada en Burgos, atraído por la cuna del Cid, y de ahí, en
tren, a la capital.
Peter Besas, autor de Nazis en Madrid (Ediciones La Librería), ha descrito paso a paso la visita:
“Sirvió como un gesto de amistad con el régimen franquista (y viceversa), digamos un guiño de
relaciones públicas en España para el Reich con el que corresponder el gesto de Serrano Suñer en
Berlín. Allí, este se había encontrado con Ribbentrop y Hitler para tratar posibles acuerdos entre
ambos países”.
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El 20 de octubre entraba en la Estación del Norte. Gigantescas esvásticas, mezcladas con símbolos
falangistas y franquistas, se adherían a las vigas y las cristaleras. Le esperaban soldados con uniforme
de gala, alineados en el andén. Sonó el himno alemán y presentaron armas tras el saludo de
recibimiento de Serrano Suñer, que le aguardaba en la terminal. También le recibieron el entonces
embajador de su país, Eberhard von Stohrer, junto a la élite militar y del Gobierno español.
De ahí, montó en un Mercedes negro y fue trasladado al hotel Ritz a lo largo de la Gran Vía, la calle de
Alcalá y un paseo del Prado ahogado por símbolos nazis y franquistas. Según Peter Besas, buena parte
del viaje de Himmler a Madrid estaba concebido para adular al Caudillo y prepararle de buen ánimo
con vistas al encuentro con su líder, programado para tres días después en la frontera franco-
española. Lo hizo nada más instalarse en el hotel, de donde partió al poco de dejar su equipaje hasta la
residencia del dictador en El Pardo.
Una vez cumplido el deber, no desdeñó el turismo. Con toros incluidos en Las Ventas. Le tenían
preparado un cartel de lujo para la época: Marcial Lalanda, Pepe Luis Vázquez y Rafael Ortega, alias
Gallito, listos para la faena, pese a la amenaza constante de lluvia, ante un Himmler provisto de
prismáticos. Pero el chaparrón arreció y la corrida fue suspendida en el tercer toro. El jerarca nazi no
quiso abandonar la plaza sin saludar a los diestros.
Cenas tardías –algo que tampoco debía incomodar a alguien de carácter más bien noctámbulo y poco
madrugador, como se desprende de su correspondencia–, aparte de otras obligadas excursiones, le
esperaban en el programa. Toledo, El Escorial… El Alcázar, guiado por el propio coronel Moscardó,
encargado de su defensa durante el asedio republicano. Un episodio que había sido ensalzado en
Alemania mientras se produjo, atizado por la máquina propagandística de Goebbels.
Eso en cuanto a los alrededores. El itinerario madrileño fue rematado con paseos por los museos del
Prado y el Arqueológico. O con visitas más informales a lugares de dominio germánico, caso del
hospital alemán, dirigido por el doctor Carl Wissmann, del que Himmler se despidió con una orden
muy clara: que solo fueran atendidos en el recinto los compatriotas de origen ario.
Durante su rápida visita por Madrid y a lo largo de las conversaciones con Serrano Suñer, Himmler
quedó bastante impresionado ante la escala de la represión de los franquistas en la posguerra. “Le
sorprendió su magnitud”, comenta Paul Preston. “Las cárceles rebosantes de detenidos, las
ejecuciones silenciosas de prisioneros anónimos a la orden del día. No le pareció práctico. Veía más
utilidad en incorporar a los represaliados al nuevo orden que aniquilarlos”.
Según Preston, una de las prioridades del gran gendarme del nazismo era estrechar más lazos entre la
Gestapo y los aparatos españoles. “La función de enlace quedó a cargo de Paul Winzer, que aparte de
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Del centro mesetario, Himmler se trasladó después a Barcelona. Los caminos de Serrano Suñer y el
suyo se separaron en Madrid. El español acompañó a Franco rumbo a Hendaya, pero el Reichsführer
partió hacia Cataluña con vistas a satisfacer otra obsesión: Montserrat. ¿El Grial…?
Quizá por eso, su visita causó tan mala impresión en quienes se encargaron de recibirlo por orden
directa de Franco. Allí estaba el padre Ripol, al frente de la comitiva, el 23 de octubre de 1940, que en
varias entrevistas lo recordaba como un tipo muy maleducado. El abad Marcet se negó a salir por
considerarlo un perseguidor cruento para los compañeros de su orden en Alemania. Himmler llegaba
al monasterio con la urgencia de que le condujeran a través de pasadizos y subterráneos hacia donde
custodiaran la reliquia. Pero no pudo satisfacer sus deseos.
Por entonces, un niño de ocho años, hoy con 83, fue testigo del acontecimiento. Permanecía en las
primeras filas. Atento y vestido de monaguillo. Se trata de Jordi Catasus, hijo de los dueños del
restaurante que había en el lugar de peregrinaje y que actualmente ejerce de guía en medio de ese
destino para turistas incluido de manera preferente en las guías internacionales. “Yo entendía y
hablaba alemán, mi niñera lo era y me había enseñado el idioma”, recuerda.
Tampoco olvida cómo Himmler trató de convencer a los monjes de que la Moreneta, pese a su color
de piel, ocultaba en la finura de sus facciones rasgos claramente arios. Ni de su obsesión, corroborada
por todo tipo de crónicas, estudios y literaturas fantásticas posteriores por el cáliz que iba
determinado a rescatar para así dotar al nazismo de poderes mágicos y extraterrenales con los que
ganar la guerra y dominar el mundo. Ese tipo de delirios se gastaban. En el caso de Himmler, tomados
muy en serio a base de estructuras e instituciones creadas para investigar todo tipo de creencias
ocultistas, como la Ahnenerbe.
Salió de vacío. Durante años, Himmler había conformado una ideología con atisbos de fe, aderezada
entre lecturas nigromantes y restos revertidos de un cristianismo básico con el ascua llevada a su
sardina. Longerich ha tratado de aproximarse en su biografía a los mimbres de doctrina que quiso
fabricarse en pro de la supremacía aria con fe en su divinidad, Waralda. Anticristianos se declaraban.
Pero ateos, ni por asomo. Al menos había que creer en esas supersticiones de leyenda pagana que se
empeñaban en recuperar a toda costa.
Albert Krebs, un funcionario nazi de Hamburgo que le escuchó frecuentemente divagar y al que
Longerich cita, resumía su capacidad intelectual en estos términos: “Su discurso era una extraña
mezcla de charlatanería marcial, cotorreo de taberna pequeñoburguesa y profecías de sermoneador de
secta”.
No en vano, estaba dispuesto a recorrer el mundo en busca de este tipo de reliquias. Montserrat
supuso un chasco evidente en sus intenciones. A las pocas horas regresó a Berlín.
elpaissemanal@elpais.es
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