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La

habitación
adoptiva

Antonia Michaelis
Sinopsis
Juan es huérfano, tiene once años y se acaba de mudar con su nueva familia a
una casa junto al mar. Allí todo es acogedor y nuevo para él. Pero en la casa
hay algo extraño: una puerta con picaporte de plata que conduce a una
habitación redonda con paredes de piedra y barrotes en las ventanas. A través
de ellas se ve un paisaje que pertenece a otro mundo. Y, sentado en una cama,
alguien espera a Juan para llevarlo al reino del temible Sinnombre.
Índice
Capítulo 1

En el que se produce un choque y se descubre una puerta

Capítulo 2

En el que hago algo añicos y hay alguien parado junto a la ventana

Capítulo 3

En el que tomo una decisión difícil y aprendo a volar

Capítulo 4

En el que el mar tiene coronas de espuma y me cantan una canción de advertencia

Capítulo 5

En que el atravieso un laberinto de azulejos y tengo un ataque de asma

Capítulo 6

En el que me encuentro con el Sinnombre, subo unas escaleras y comienzo a caer

Capítulo 7

En el que termino de caer y conozco el interior de una nuez

Capítulo 8

En el que Inés y yo vamos de compras y yo llego a una asombrosa conclusión

Capítulo 9

En el que acabo enjaulado y sin llave

Capítulo 10

En el que salgo a pasear de noche en lo alto de un árbol y me fabrico unos cubiertos con
flores

Capítulo 11

En el que apago un sofá y abro un montón de jaulas

Capítulo 12

En el que se desarrolla un combate en medio de la tormenta y la torre se desmorona


Capítulo 13

En el que un utensilio de cocina juega un papel preponderante

Epílogo

La autora
Capítulo 1
En el que se produce un choque y se descubre una puerta

Debí haberlo sabido.

Me llamo Juan, tengo 11 años, y aquél día de las vacaciones de verano en el que Carlos me
persiguió con esa miga de pan pegajosa, debí saber que mi vida cambiaria para siempre.

Pero no lo sabía. No lo supe cuando me levanté. No lo supe cuando miré por la ventana en
dirección al parque, desde donde aún seguía ascendiendo la niebla de las praderas.

Ni siquiera lo supe cuando le corrí la manta a Carlos para que no quedara tirada hasta la
Navidad del año próximo.

Si esto fuera una historia inventada por mí, la contaría de un modo completamente
distinto. Comenzaría mi relato contando que la noche anterior había tenido un sueño
extraño…

Pero no lo tuve.

En ningún momento me sentí sublime o expectante. En cambio, descendí las escaleras


desde el primer piso en forma tan precipitada como de costumbre para poder llegar al
salón del desayuno antes que Carlos. Este salón formaba parte del asilo de huérfanos en
que Carlos y yo vivíamos.

Era un asilo común y corriente. Bueno, en realidad tampoco sé cómo es un asilo fuera de lo
común. Al menos el nuestro estaba bien.

Tenía un parque grande con manzanos, una sala para mirar televisión y un sótano donde
se podían celebrarse fiestas, además de una innumerable cantidad de habitaciones
pequeñas y muy bonitas, con dos o cuatro camas.

Y, por supuesto, una horda de adultos que controlaban que no hiciésemos un fogón en las
habitaciones pequeñas y muy bonitas, que nos laváramos los dientes y que subiéramos
todas las mañanas al transporte escolar.

Algunos de esos adultos, como María, por ejemplo, eran muy agradables. Pero no eran
nuestros padres.

Eso era lo que nosotros deseábamos: unos padres grandes y fuertes. Un padre que fuera
piloto de avión, maquinista o premio Nobel, y una madre que horneara pancitos con pasas
y que pudiera torcerles el pescuezo a los profesores. Hermanos no hacían falta.

Esa mañana Carlos amasó un barquito con miga de pan, le puso ojos de buey de
mermelada y todo eso y lo echó a nadar en su taza de leche chocolatada.
-Juan- anunció-. Ya me decidí. Voy a ser marino.

-¿Marino?- le pregunté, incrédulo, mientras observaba como el bote de pan iba


absorbiendo la leche y se hundía lentamente.

-Sí, obvio- dijo Carlos-. Y luego descubriré el duodécimo continente. Yo solito. No se


necesitan padres para eso.

-¿Cuáles son los otros once continentes?- le pregunté con desconfianza-. No hay tantos.

-Todavía no- concedió, sonriendo con picardía-. Pero para entonces, seguro que alguien
habrá descubierto algunos más.

-Eres un tonto- le respondí en tono amistoso.

-¿Así que soy un tonto?

Carlos se tomó su tiempo para rescatar el bote medio hundido dentro de su taza y se
balanceó para arrojármelo. Pero yo no me quede esperando a que lo hiciera.

Me levanté de un salto mucho antes, pasé por debajo de la mesa para volver a aparecer del
otro lado y salí corriendo.

-¡Espera!- oí gritar a Carlos detrás de mí. Algún adulto intentó detenernos, pero nos
escurrimos de entre sus brazos y atravesamos los pasillos entre risitas, corriendo de un
extremo al otro a la velocidad de un rayo.

En algún momento tomé una curva y de golpe me topé con la puerta que daba al parque,
que se extendía detrás de la casa con todo su verdor bajo el sol del verano…

Estaba tan ocupado escapándome, riéndome y disgustándome, que ni siquiera me di


cuenta de que allí había alguien parado.

En la puerta.

Recién me di cuenta cuando lo atropellé.

Se trataba de un hombre, un hombre bastante alto; pero yo venía con tal impulso que lo
tiré al suelo. Durante unos instantes quedamos los dos tendidos sobre el sendero de
gravilla.

-Yo… Yo- balbuceé, al tiempo que me incorporaba, jadeante-. Lo siento, yo…

El hombre examinó sus manos y se arrancó un par de piedritas pequeñas y puntiagudas


que se le habían clavado. Su cabeza estaba enmarcada por unos rizos negros. Me miró con
sus ojos grises, serios.

-¿Y tú eres…?- inquirió.

-Ju… Juan- balbuceé-. Me llamo Juan.


El hombre asintió.

-Yo soy Pablo. Y esa que está allá- agregó, señalando hacia la puerta de calle con el brazo
extendido – es Inés.

Miré hacia la puerta. Allí estaba María, acompañada por una mujer extraña. María había
logrado atrapar a Carlos y lo había rodeado con sus brazos para que él no pudiera volver a
zafarse.

La mujer extraña era menuda, delgada y pálida. Tenía millones de pecas y sus cabellos
rojizos se le ensortijaban en la nuca como un caracol rebelde.

Los tres se quedaron mirándonos: María, Carlos y la mujer extraña.

-Ellos son el señor y la señora Ribbek- dijo María. ¡Como si eso explicara algo!

-¡Ah!- dije yo. Como si entendiera algo.

-Estábamos yendo a buscarte- continuó María-. Es que el señor y la señora Ribbek han
venido a conocerte.

A partir de ahí, no dije nada más. Ni siquiera “¡Ah!”, ya que nunca nadie había venido
antes al asilo a conocerme mí.

Llevaba una eternidad viviendo allí., desde que era increíblemente pequeño. Pero de bebé
estaba siempre enfermo. Me la pasaba tosiendo y, por supuesto, nadie quiere a un bebé
que se arruina apenas comprado.

María solía decir: “La verdad es que es un milagro que hayas crecido tanto, Juan. Me
acuerdo que todos los años llegaba un momento en que pensábamos que nos dejarías en
forma definitiva”.

Pero nunca lo hice.

Crecí, me volví cada vez más pálido y seguí enfermo. Durante un tiempo pensé que estaban
repartiendo el aire en forma desigual y fui a quejarme a María de que siempre me tocara
tan poco. Entonces ella se rió y me dijo: “Eso es por tu asma”.

Y ahí nomás me dieron un inhalador para los ataques de asma, y durante algún tiempo me
sentí muy orgulloso de él. Aunque no por mucho.

A veces venía gente al asilo, escogía a algunos de los niños y se lo llevaba a tomar un
helado, o al cine, o al parque. Todos los fines de semana. Ellos se reían y saludaban con la
mano, mientras se alejaban en el auto de sus anfitriones, y en algún momento se iban con
ellos para siempre.

Carlos también se quedaba parado junto al cerco, a mi lado. A él tampoco lo quería nadie,
aunque era alto y fuerte y ni un poquito así de enfermo. Es así: creo que Carlos no puede
vivir con una familia. Lo han intentado. Tres, cuatro veces. Y siempre regreso.
No sé muy bien por qué. ¿Sera que es demasiado alto y demasiado fuerte? ¿O será que
arrojaba por los aires a las madres y a los padres y terminaba por hacer que se marearan?

Me quede mirando al hombre de rizos negros, que por lo visto, se llamaba Pablo, mientras
me preguntaba si se mareaba con facilidad…

Él abrió la boca y dijo algo que yo no entendí. Yo estaba tan nervioso que sentía cosquillas
dentro de mí, tenía las manos transpiradas y me temblaban las rodillas. Esta gente quiere
conocerme.

Ahora tenía que concentrarme en no hacer nada mal. Si no, aquel hombre y aquella mujer
darían media vuelta y no regresarían nunca más.

-¿Quie… que… querría conocer a Carlos también?- dije, cuando logre articular palabra.

-¿Por qué no?- replicó la mujer de cabellos rojizos, mientras sonreía con todas sus pecas.
En ese momento pude volver a escuchar el golpe, y poco a poco las rodillas también fueron
dejando de temblarme.

-¿Podríamos ir a tomar un helado?- dijo el hombre de los rizos-. O al cine. O al parque.

Así fue como conocí a Inés y a Pablo, o ellos a mí. Vinieron todos los fines de semana
durante todas las vacaciones de verano; Inés, siempre con sus pecas y Pablo, con sus serios
ojos grises. Y yo, yo siempre asegurándome de que Carlos no tuviera que quedarse junto al
cerco, sintiéndose triste.

Siempre salimos de a cuatro. Aprendimos a llamar “Inés” y “Pablo” a Inés y a Pablo, lo cual
me resultó extremadamente difícil. Casi tanto como cuando aprendí a andar en bicicleta.
Carlos lo hacía mucho mejor. También sabía jugar mejor a la pelota en el parque y cantaba
mejor en voz alta en el auto, aunque a veces se le volcaba el cucurucho de helado, y en el
cine apretujaba tanto la bolsa de pochoclos que terminaba por dejarlos todos machucados.

A Inés y a Pablo no parecía importarles. Yo nunca sabía que pensar de ellos. En cierto
modo estaban un poco locos. Cuando jugaban a la pelota podían llegar a pelearse como
niños, se manchaban mutuamente con bolsas de chocolate, y aun recuerdo el día en que
Inés lo tiró al piso y se sentó arriba de él porque Pablo le había dicho que no tenía puntería.

Los adultos que yo conocía de la escuela y del asilo eran totalmente distintos. Tal vez los
adultos fuesen como las gaseosas: Los había de distintas clases.

Y entonces llegó el día en que Pablo e Inés no se subieron al coche enseguida al llegar la
noche. Carlos se había adelantado para averiguar que había de comer y yo estaba a punto
de deprimirme también para salir corriendo tras él. Pero entonces Pablo me sujetó de la
manga con suavidad.

-Juan- me dijo.

Levanté la vista y lo observé. Sus ojos grises parecían aún más serios que de costumbre, y
no porque tuviese la intención de manchar a alguien con salsa de chocolate.
-Juan, queríamos preguntarte algo.

-¿Qué cosa?-

Traté de resistirme a la mano que me sujetaba. En realidad, el no estaba sujetándome con


fuerza; me resistí más bien en mi interior. Una intuición comenzó a crecer dentro de mí.
Creció hasta llegar al tope, como las burbujas de las gaseosas, y esperó a reventar cuando
llegara a la superficie.

-Volveremos el domingo próximo- dijo Inés-. Y para entonces quisiéramos saber…

Y enmudeció. Pablo aspiró profundamente.

-¿Te gustaría venir con nosotros?- preguntó por fin-. -¿El domingo próximo? ¿Con
nosotros... a nuestra casa?

Trague saliva.

-Ya sabes vivimos un poco lejos de aquí- agregó Inés-. Pero también tenemos un parque
como este. Con peras y cerezas y grosellas…

-Y el mar esta solo a un paso…- dijo Pablo.

Volví a tragar saliva.

-Pero dentro de poco empiezan las clases y yo tengo que ir a la escuela- dije-. Y no voy a
poder ir si estoy tan lejos.

-Puedes ir a la escuela cerca de nuestra casa- respondió Inés.

Entonces tragué saliva por tercera vez.

-¿Quiere decir que ustedes realmente quieren que yo… digo, que viva con ustedes?-

Los dos asintieron.

Yo miré hacia el asilo, y allí estaban Carlos y María en la puerta. ¡Con que todos sabían
menos yo! Carlos me hacia señas y asistia de tal modo que su cabeza parecía volar de arriba
abajo, mientras sostenía ambos pulgares en alto.

Entonces aparte la mirada de la figura alta y misteriosa de Carlos parada bajo el marco de
la puerta y dije en voz muy baja “Esta bien” porque sabía que eso era lo que todos
esperaban de mi.

A todo esto, yo no sentía deseo alguno de alejarme de Carlos, ni de María, ni de la


trepadora ni de los manzanos del parque. Los fines de semana, si. ¡Pero no para siempre!

Los días sucesivos transcurrieron demasiado rápido. Cada tanto, María me contaba que
tenía que llenar muchos papeles por mi y que todo el tiempo llegaban cartas de Pablo y de
Inés con documentos que habían tenido que completar, marcar con cruces y firmas.
-Es todo muy complicado- comentó María. –Porque primero hay que determinar si
realmente son aptos para adoptar.

Eso yo ya lo sabía. La mayoría de los del asilo tenían padres en alguna parte. Pero alguien
había decidido que no eran buenos padres (¿Habrían reprobado algún examen?) y por eso
sus hijos vivían en el asilo. Conmigo se hubieran ahorrado tanto tramite, al menos eso
creía yo. Mis padres solo se habían muerto. Así de simple. Muchísimo tiempo atrás. Pero
estaba contento de que hubiese que completar el papeleo de todas formas. Porque así
podía quedarme un tiempo más con Carlos, con María y con el parque lleno de manzanos.
Y entonces llego el viernes.

Carlos y yo estábamos sentados en el umbral observando la noche, y de pronto inhale un


terrible suspiro.

-Carlos- dije.-Por mí, puedes quedarte con ellos, si quieres. Yo no los quiero. Quiero decir,
son muy amables y demás, pero igual prefiero quedarme aquí. De todos modos, ellos no se
quedarían conmigo por mucho tiempo. Cuando se den cuenta de que tengo asma y esas
cosas, seguro que me devuelven… Mejor ve tú con ellos- Carlos me tomo de los hombros y
me zarandeo un poco, pero como es tan fuerte me produjo un gran sacudón.

-Estas completamente chiflado- me replicó, bondadoso –Ellos te quieren a ti ¿Entiendes?


Tendrás tu propia habitación y un montón de cosas y… ¡Eh! ¡Alégrate!-

-Eso intento- le respondí en voz baja.- Pero no me sale…-

El sábado mientras estaba parado esperando con mi maleta en la playa de estacionamiento


se largo a llover. Igual no me importo. Me sentía con ánimo de lluvia. El auto rojo de los
Ribbek dobló en la entrada y se detuvo en medio de un charco.

-Escríbeme de vez en cuando- dijo Carlos. Pablo sonrió y palmeo a Carlos en la espalda
como si ya fuese todo un marino. Después cargo mi maleta en el baúl. Creo que yo también
me despedí de algún modo. Y luego mire hacia afuera a través de la ventanilla cubierta de
lluvia.

Al arrancar, el auto bramó como un alce.

Detrás de la cortina de gotas divise a Carlos y a María saludando debajo de un paraguas


enorme y espantoso. María había estrechado a Carlos contra su cuerpo. “Qué tristes se
ven”, pensé. Y yo también lo estaba por dentro.

Finalmente el asilo desapareció tras una curva, y poco después doblamos en el acceso a la
autopista. Viajamos durante todo el día. Yo iba sentado en el asiento de atrás, aplastando
mi nariz contra el vidrio poniéndome cada vez más triste a medida que el auto me alejaba
de Carlos, de María y de su viejo paraguas.

En la parte de atrás del auto iba la maleta verde, con mi cepillo de dientes y con Lucas un
perrito de felpa raido y viejísimo para el cual en realidad yo ya estaba demasiado grande, y
con el pijama estampado con círculos blancos y azules. Era el mismo pijama que usaba
todos los días en el asilo. Toda mi vida había deseado tener un pijama absolutamente
propio, uno que solo yo tuviera. Ahora me consolaba la idea de que esta noche Carlos y yo
estaríamos acostados en nuestras respectivas camas enfundados en sendas guardas de
círculos blancos y azules.

Afuera empezó a llover tan copiosamente, que los arboles se arqueaban como si quisieran
guarecerse debajo de ellos mismos. En la radio pasaban canciones tristes en ingles, y por
eso Pablo la apago y se puso a hablar él. Contó que era maestro que daba clases a personas
adultas que no sabían hablar el idioma. Inés hablo de flores y pastos y de un negocio en
donde vendían esas cosas. Aunque yo ya sabía todo lo que estaban contándome. Después
hablaron de su casa y de lo linda que era y más tarde hablaron de su pueblo... En algún
momento después de un siglo o de una autopista ambos se dieron vuelta de repente y se
quedaron mirándome.

-Pero tú no dices nada- opino Inés.

-No- dije yo.

Entonces Pablo encendió la radio y nos quedamos escuchado las canciones tristes en
ingles. Cuando llegamos a la casa de los Ribbek ya había oscurecido. La casa era grande y
estaba situada en las afueras de un pueblo, y a lo lejos se oía el murmullo como de una
cascada.

-Es el mar- dijo Pablo.

-¿El mar?- pregunté. El asistió mientras sacaba la maleta del auto haciendo grandes
esfuerzos.

-Inés- dijo. –Imagínate: Juan no trajo más que piedras. ¿Qué va a ponerse cuando tenga
que vestirse?- Inés se encogió de hombros pecosos.

-Piedras- le respondió.

Adentro estaba cálido y luminoso. Inés hizo huevos fritos mientras Pablo subía mi pequeña
maleta verde por una escalera de madera increíblemente angosta y empinada. Una vez
arriba abrió la puerta de una habitación en la que había solo una cama, aunque era tan
grande que en el asilo hubieran dormido cuatro personas allí.

-Es tuya- dijo Pablo. Exhalo un gemido y depositó la maleta en el piso haciendo una mueca
de sufrimiento tan exagerada que no pude más que reír un poco.

-¿Por qué querían tener un hijo?- pregunté.

Inés puso tres platos con huevos y pan sobre la mesa.

-Te gustan los huevos fritos, ¿No?- Quiso saber. Evidentemente no había oído mi pregunta.

-Los huevos fritos son mi comida predilecta- respondí para que se sintiera contenta. Pero
mientras comíamos, los parpados se me cerraban solos.
Bostecé y supe que había estado descortés; me sentí avergonzado. Pero Inés también
bostezó. Y al instante Pablo se puso a tono con nosotros. Y entonces no pudimos más que
echarnos a reír los tres.

Más tarde, estando acostado con mi pijama de círculos, recordé mi pregunta. Fue cuando
Pablo entró por última vez. Para desearme buenas noches, tal como lo hacían siempre
María y las demás mujeres en el asilo.

-¿Por qué querían tener un hijo?- susurré cuando se inclino sobre mi cama. Pablo suspiró.

-¿Sabes?- dijo por fin- Nosotros teníamos uno. Un varoncito-

-¿Y?- susurré en la oscuridad. - ¿Dónde está él ahora?-

-Cuando tenía cuatro años, cruzó mal la calle- Ahora Pablo también susurraba. Su voz
sonaba un poco ronca.

-Lo pisó un camión. Murió en forma instantánea- sin saber porqué lo hacia tome la mano
de Pablo.

-¿Cuántos años tendría él ahora?-

-Once- murmuró Pablo. – Igual que tú-

Esa noche me dirigí por primera vez al baño, caminando a tientas sobre la alfombra blanca
del pasillo. No encendí las luces porque no sabían cuál era la llave correcta. Había una
lamparita verde enchufada en una toma de la pared. Con eso tenía que alcanzar. Pero ¡Que
extraño era usar un baño junto al cual no había cinco retretes mas esperando en sus
respectivos cubículos!

De regreso a mi habitación, me olvide del camino de regreso. El pasillo daba como una
vuelta… Encontré una puerta. Me quede un rato parado delante de ella, escuchando los
sonidos que provenían de su interior. Debía de ser la habitación de los Ribbek ya que oí los
tenues ronquidos de alguien y la respiración suave de otro. Detrás de otra puerta hallé una
escoba y un montón de cachivaches. La próxima puerta debía de ser la de mi habitación.
Ansiaba volver a cobijarme debajo de las mantas y dejar la oscuridad del pasillo atrás. La
puerta estaba justo al lado de la lamparita verde; era imposible soslayarla. Extendí la mano
para accionar el picaporte… pero entonces me detuve sorprendido. Recordaba
perfectamente que había dejado la puerta abierta. Por supuesto, podía ser que una
corriente de aire la hubiera cerrado. Pero había otra cosa que hacía que me abstuviera de
abrirla: Estaba seguro que esa no era la puerta correcta. El marco de la puerta de mi
habitación era cuadrado, y el picaporte de mi puerta era de plástico rojo, tal como el resto
de los picaportes de la casa. Pero la parte superior de la puerta que tenia ante mis ojos era
de forma abovedada, como la puerta de los castillos y las torres. Y en lugar de ser de
plástico, el picaporte de esa puerta estaba elegantemente torneado de plata reluciente y
adornado con volutas con formas de plantas. Y tampoco tenía cerradura.
Pasé la mano por la madera: Era áspera y estaba agrietada. No podía ser, y sin embargo
estaba completamente seguro: unas horas antes esa puerta no estaba allí. Apoyé la oreja en
la puerta para escuchar. Y entonces oí los sollozos. Crecían y decrecían; por momentos
apenas se podía captarlos, y por momentos me parecía que Pablo e Inés debían de oírlos
desde su habitación.

No era el único que se sentía desgraciado. Aquí, detrás de esta puerta, había alguien que se
sentía igual que yo. Pero ¿Quién sería?

Corrí por el pasillo hasta llegar a una puerta abierta, mi puerta y poco después yacía en mi
cama, cubierto por la manta, estrechando contra mí el cuerpo de felpa de Lucas.
Capítulo 2
En el que hago algo añicos y hay alguien parado junto a la ventana

Qué extraño, pensé al despertar. ¿Por qué no suena el despertador?

Por lo general, solía sonar hasta que yo me despertaba lo suficiente como para apagarlo. ¿Y
por qué había tanto silencio en la casa?

-¡Ey, Carlos!- dije entre sueños- ¿Ya te despertaste? ¿Qué hora es? Nos toca servir el
desayuno, vamos a llegar tarde… ¡Carlos!-

Pero Carlos no respondió.

Abrí los ojos y comprendí porque no me había respondido. Porque no estaba aquí. Por eso.
Y yo tampoco estaba en mi cama del asilo, y no había despertador ni me tocaba servir el
desayuno.

La cama en la que había dormido era de los Ribbek, al igual que la habitación, la casa y
todo lo demás. Me senté en el borde de la cama, me quede balanceando las piernas y
estrechando en mi brazos a Lucas, el perrito de felpa para el cual en realidad yo ya estaba
demasiado grande.

Y de golpe, me quedé helado y tieso de pánico. ¿Qué pasaría hoy? ¿Qué esperaban de mi
Pablo e Inés? ¿Qué cosas haría mal?

La luz del día se deslizaba a través de la persiana azul con estrellas y tanteaba el piso de
tirantes de madera hasta llegar a la cama, como si quisiese conquistar la habitación en
secreto. El cuarto era muy lindo.

Sobre los tirantes del piso había una alfombra tejida de varios colores, y en las paredes,
junto a un mueble de campo enorme y antiguo, había un montón de repisas de madera
llenas de libros. Aunque parecían ser libros para adultos, transmitían una sensación de
calidez. Me imaginé en invierno, tendido con un libro sobre la alfombra de colores, leyendo
mientras afuera nevaba y hacía un frío terrible…

Junto a las bibliotecas había muchas repisas más. En los estantes se veía solo un par de
caracolas y de piedras. Esas repisas estaban a la espera. Esperaban a alguien que las
llenara.

Y entonces sentí un poco mas de frío y bastante más angustia.

Me arrodille en pijama junto a la maleta y saqué todo lo que poseía. El antiguo armario de
campo abrió su boca y se tragó toda mi ropa. Para que pareciera más llenos, puse una sola
prenda en cada estante. Pero cuando retrocedí, el armario me pareció tan vacio como
antes.
En la repisa ordené prolijamente cuatro casetes, tres libros y mi walkman. La repisa me
miró triste y hambrienta.

Me senté en la cama y estreché a Lucas con fuerza contra mis ojos para contener las
lágrimas. Todo aquí era lindo, agradable y maravilloso. El único que no encajaba era yo.

Pronto se darían cuenta y me regresarían.

Después de vestirme, el armario grande quedó aun más vacio. Al salir al pasillo, me detuve
a escuchar un instante. Se oía música proveniente de abajo. Y no sonaba triste como la
música de la radio; parecía más bien como música para bailar. Me quedé cepillándome los
dientes hasta que quedaron como espejos.

Después iba a bajar al lugar de donde provenía la música, pero algo me detuvo. Porque al
dirigirme hacia la escalera, pasé por la puerta. La puerta con el marco que se abovedaba en
la parte superior formando un semicírculo.

Entonces me di cuenta de que ésa era la única puerta de este lado del pasillo. A ambos
flancos de la puerta había dos ventanales, y a través de ellos divisé el jardín, lleno de
árboles frutales, y más atrás, a lo lejos, una franja azul: el mar.

Pero eso era imposible.

Abrí una ventana y asomé la cabeza. Podía ver la segunda ventana y entre ambas no había
mas que la pared de la casa, por la que trepaba una planta llena de flores claras y oscuras.
Extrañado, eché la cabeza hacia atrás. Allí no había ninguna habitación. Esa puerta debía
de conducir directamente al exterior. ¿Para qué se necesitaba una puerta sin habitación?
Apoyé la mano sobre el picaporte. Lo sentí plateado y frío. En ese momento, la música que
provenía de abajo se interrumpió y escuché que Inés despotricaba contra el tocadiscos.
Poco después, el tocadiscos volvió a funcionar; esta vez se oyó otra canción un poco más
suave y a los saltos… pero para entonces yo ya estaba bajando la escalera. Tal vez abriría la
puerta más tarde, en algún otro momento.

Inés estaba en la cocina, vigilando una olla enorme.

-Buen día, Juan- dijo, al tiempo que señalaba hacia la olla con un gesto-. Mermelada. Cada
vez que el disco salta, salgo corriendo y la mermelada se rebalsa, y cuando termino de
limpiar todo el disco vuelve a saltar.

-Tal vez no deberías escuchar música y cocinar mermelada al mismo tiempo-comenté.

-Tal vez. ¿Dormiste bien?-

-¡Hm, hm!- respondí. La música cesó. Ella hizo un gesto con la mano, cansada.

-Igual que yo. ¿Qué tal un desayuno?-

-¡Ejem!- respondí. Ella sonrió, avió el cajón y dijo:


-Aquí están las bandejas para el desayuno y ahí tienes cubiertos. ¿Podrías…? Yo tengo que
vigilar la mermelada. Yo asentí y me quede parado junto al cajón sin saber qué hacer.
¿Habría desayunado Inés? Seguro que si, con Pablo. Y yo había dormido demasiado. ¿Y si
ella quería volver a desayunar?

-¿Qué sucede?- preguntó Inés-¿En que estas pensando?-

-En nada- dije yo, y me decidí a tomar dos bandejas y dos cuchillos. Tuve suerte: Inés dijo
que ella también quería comer algo.

-¿Qué acostumbras tomar en el desayuno?- preguntó mirando la heladera.

Me quedé pensando. ¿Qué tomaría Inés? Yo solo quería hacer las cosas bien.

-¿Chocolatada?- propuso- ¿Jugo? ¿Té?- Me encogí de hombros. Ella se puso a investigar en


la heladera.

-¿Y qué te gustaría comer? Digo: miel, fiambre, Nutella, queso…- Volví a encogerme de
hombros ¿Qué comería Inés? Ella suspiró.

-¿Qué comían en el asilo durante el desayuno? ¿Dulce o salado?-

Yo miré mis zapatos y pensé que estaba poniéndola nerviosa y que ya estaba empezando a
hacer todo mal.

-Pan con algo- respondí con tristeza.

Después tuvimos un desayuno bastante movido a causa de la mermelada. Inés tenía que
levantarse a cada rato de un salta, destapar la olla y revolver un poco, y al mismo tiempo
estaba preparándose café.

Hubiese querido ayudarla, pero no me animé a preguntarle. Sí que me quedé ahí sentado,
tomando mi jugo y comiendo mi pan muy lentamente para no tener que hablar. Cuando
uno no dice nada, no hay posibilidad de equivocarse.

A juzgar por el gusto que tenía, el jugo parecía


habitar la heladera hacia un buen rato. Estaba agrio y
picaba un poco. Añoré la chocolatada del asilo, pero
no dije nada. Al fin y al cabo, si Inés estaba tan
ocupada con el tocadiscos y la mermelada y
preparando café y todo lo demás, era obvio que no
podía estar fijándose también cuanto tiempo llevaba
el jugo en la heladera. Tomaría poquito y listo.

-Oíme, Joa… Juan, tengo que irme un rato. A la


florería. Pablo ya está en el trabajo. Vuelve a las
cinco. Tratamos de que nos dieran franco unos días, pero justo ahora era complicado, y
nosotros quisimos traerte igual no bien nos dijeron que ya podíamos y…
De pronto se quedo callada, mirando el fondo de su taza como buscando algo. ¿Qué habría
perdido allí? ¿Se le habría caído algo dentro del café?

-No es lo más… no es lo ideal, lo sé- dijo al fin – Pensamos que… durante la mañana y parte
de la tarde podrías quedarte en cada de nuestros vecinos por unos días. Hasta que
empiecen las clases. Es gente muy agradable, realmente...

Su voz volvió a perderse. Me dio un poco de lástima. Era evidente que le resultaba muy
penoso el hecho de que ella y Pablo no pudieran cuidarme todo el tiempo.

-¡Pero si ya no soy un nene!- dije en voz baja.- Puedo quedarme aquí y cuidarme solo-.

-¡Ay Joa… Juan!- Inés apartó la vista de la taza de café y me sonrió -¡Como te vas a quedar
solo ahora que todo es nuevo para ti! Yo ya les avise a los vecinos hace rato, sabes. Ellos
también tienen dos hijos, un varón y una nena. Seguramente se divertirán mucho juntos…
Ellos pueden mostrarte el vecindario…-

Inés se levantó y señaló la ventana.

-Es esa casa que está enfrente. La del techo verde. Solo tienes que seguir el camino… Es
cierto, ya eres grande- agregó al tiempo que me regalaba una sonrisa.- No puedes perderte-

Yo meneé la cabeza.

-Bueno- dijo Inés. –Te daré una llave de la casa. Cuídala bien-. Yo asentí.

Ella retiro la mermelada del fuego, deposito una llave con una cinta roja en la palma de mi
mano y se puso una campera de color amarrillo claro.

-Chau, Joa… Juan-.

Yo me quedé durante un buen rato parado en la cocina con la llave en la mano. La cinta
roja se balanceaba hacia abajo como la lengua de un perro. “Chau Joa… Juan”.

En fin me dije. Tiene tanto que hacer al mismo tiempo. Es lógico que no se acuerde
siempre de mi nombre. Lavé la vajilla con extremo cuidado para que no se rompiera nada y
después subí.

Porque no tenía intención alguna de ir a lo de los vecinos y ver las partes del barrio que
quisieran mostrarme. Iría a ver que había detrás de la puerta. En realidad, detrás de la
puerta no podía haber nada. Cuando accioné el picaporte, esperaba que la puerta se abriera
hacia el vacio ofreciéndome una vista hacia el jardín de abajo. Que más. Si… ¿Qué más?

La vieja madera crujió cuando la empuje, y los goznes chirriaron. Por la hendija que se
abría ahora entre la puerta y la pared no entraba nada de luz. Por el contrario: detrás de la
puerta parecía estar más oscuro que el pasillo.

Ahí tome conciencia de lo solo que estaba, ¡Si al menos Carlo hubiese estado conmigo!
Respire profundamente, empuje la puerta un poco más y me deslice hacia adentro. Miré
alrededor.

Me encontraba en una habitación circular cuyas paredes estaban hechas de bloques de


piedra enormes y toscos. Conté cinco ventanas. A través de unas cortinas azules penetraba
la luz, que tenía un resplandor extrañamente difuso. Era como si aquella habitación
estuviese bajo el agua. El piso también era de piedra y estaba frio. Podía sentirse el frío
ascendiendo desde abajo como neblina y trepando por las paredes. Metí las manos dentro
de las mangas y noté que había comenzado a temblar. En las paredes había cuadros
colgados. Me acerqué para ver más de cerca uno de ellos, y entonces me asuste.

El cuadro mostraba un muro alto hecho de piedras blancas y negras. Delante del muro
crecían unos árboles de hojas y frutos extraños, y entre sus ramas se distinguía una silueta
pequeña vestida con mi ropa.

¿Podría ser que en esta habitación hubiese un cuadro en el que yo estaba representado?
¿Qué clase de muro era ése, y qué clase de jardín? ¿Y qué clase de habitación era ésta en la
estaba colgado el cuadro?

Estaba en la casa de los Ribbek y, sin embargo, no formaba parte de ella. No era agradable
ni acogedora como el resto de las habitaciones. No encajaba allí.

-Una habitación adoptiva- me dije en voz baja. –Es una habitación adoptiva. La casa la
adopto, pero puede devolverla en cualquier momento-.

¡Y de veras, que poco encajaba esta habitación con el resto de la casa!

No habita allí otra cosa que una cama de hierro, una mesa de hierro y una única silla de
hierro. No había repisas con caracolas ni armarios para llenar. Los muebles tenían patas,
como si a ellos tampoco les gustara la habitación y quisieran salir corriendo. Alguna vez yo
había visto muebles con patas de león en cuadros antiguos. Pero estos tenían patas de
pájaros.

Me acerque a la ventana y descorrí la cortina azul. En la pared exterior florecía una extraña
enredadera que alternaba un violeta oscuro y un blanco blanquísimo. Baje por ella con la
mirada. En realidad, allí abajo debería haber estado el jardín, con sus árboles frutales, y a
lo lejos, la franja azul del mar. Pero ahí no están ni el jardín, ni los árboles frutales, ni
tampoco el mar.

Miré hacia abajo y vi un paisaje de colinas interminables con los pastos altos que se mecían
con el viento. Y los arboles que vi abajo de todo no los había visto nunca antes. Si debajo de
todo: porque el suelo no estaba un piso más abajo, como debía estar. Estaba cinco, seis tal
vez siete pisos más abajo, tanto que hasta me dio un poco de vértigo.

En los arboles y en el pasto había pájaros por doquier. Por lo menos mil pájaros y tal vez
uno más también. Cada tanto salía volando una bandada y daba una vuelta para instalarse
poco después de otra colina.
Eran de todos los colores imaginables: blancos, azules, verdes y rosa flamenco; marrones y
grises, e incluso algunos tenían colores que en realidad no son de pájaro, por ejemplo, eran
rayados en amarillo y negro.

La vista de aquellos cuellos y alas de colores me habían cautivado de tal modo que recién al
cabo de un rato me di cuenta de algo que debería haberme llamado la atención desde el
comienzo: la ventana por la cual estaba mirando no tenía un cristal, sino una reja. Una reja
fuerte, hecha del mismo hierro que la mesa y la cama de la habitación adoptiva.

Traté de sacudirla un poco, pero no hubo manera de moverla. Estaba bien amurada a la
pared en todos sus extremos. Recordé un castillo al que habíamos ido una vez de
excursión… y entonces comprendí. La habitación circular y la reja, aquel paisaje allá abajo,
en lo profundo: me encontraba en una torre. Y las rejas habían sido colocadas para
mantener a alguien prisionero.

Podría decirse que me dirigí hacia la puerta volando más que corriendo. La puerta se abrió
sin problemas. Durante un rato quede parada en el pasillo, jadeando, con la vista clavada
en el picaporte de plata.

No, el prisionero de la habitación adoptiva, no era yo. Pero, entonces ¿Quién era?

Bajé al jardín.

Las ramas de los arboles estaban repletas de manzanas verdes, pronto se pondrían rojas y
caerían al suelo. De uno de los arboles colgaba una hamaca. Me senté y me hamaqué un
rato mientras cavilaba.

Desde allí podía ver las dos ventanas del pasillo y la pared del medio, por la cual trepaba la
enredadera con flores blancas y violetas, tan oscuras que casi parecían negras. Una rata
silenciosa trepaba sus ramas. No, allí, no había ninguna habitación.

Ni una habitación, ni una ventana con rejas, ni una torre.

Los mosquitos bailaban bajo la luz del sol, y a lo lejos se oía el arrullo de una paloma. Cada
tanto chirriaban las cuerdas de la hamaca. El resto era silencio.

Me pareció como si todo estuviera a la espera. Los manzanos, los mosquitos, el amplio
cielo azul sobre mi cabeza y los pastos altos. Todo estaba en silencio, a la espera.

-No sé- les dije.- ¿En serio les parece? ¿En serio les parece que tengo que volver?

El pasto asintió y los mosquitos zumbaron en aprobación.

-Para ustedes es fácil decirlo- dije.- Al fin y al cabo ustedes no tienen que hacerlo. No
tienen que abrir la puerta por segunda vez, ni sentir ese frio, ni contemplar la cama de
hierro. Pero al final suspiré y salté de la hamaca.

Una extraña sensación se había deslizado dentro de mi corazón: la sensación de que el


único que podía hacer todo aquello era yo. Y de que era importante hacerlo.
Me unté un pan con manteca en la cocina y lo comí para calmar el cosquilleo que sentía en
el estomago. Con el pan y el plato en la mano caminé un rato por la cocina. Me detuve
frente a una pequeña foto enmarcada que había colgada de la pared. La foto mostraba a
una mujer joven de cabellos rojizos y a un niño pequeño. Ambos llevaban puestas botas de
goma rojas e iban caminando por la playa. La mujer era Inés, la recocí de inmediato, y el
niño pequeño debía de haber sido su hijo. Me acerqué a la foto un poco más. El niño tenía
un lunar enorme en medio de la mejilla derecha y unos ojos verdes radiantes. El cabello
rojizo le soplaba a Inés en la cara, y bastaba con mirarlos con la nica para saber que eran
felices.

Fue ahí cuando sucedió.

Estaba tan ensimismado observando el cuadro, que deje caer el plato.

Estalló en el piso de la cocina de un solo golpe, formando una lluvia de añicos de


porcelana, y durante un rato no pude hacer otra cosa que quedarme inmóvil, observando
los pedazos.

El inhalador en mi bolsillo me trajo de vuelta el aire, pero al plato… al plato no me lo trajo


de vuelta. ¿Qué diría Pablo cuando regresara a casa?

Encontré una escobilla en un armario. Me saqué el suéter y barrí los pedazos de vidrio
adentro, después hice un nudo con mucho cuidado y corrí hacia arriba para esconderlo
debajo de mi colchón. Tal vez nadie se diera cuenta de que faltaba un plato. Pero
probablemente sí.

Cuando por fin estuve otra vez frente a la puerta con el picaporte de plata, todo mi miedo
se había esfumado. Había estallado junto con el plato. Porque el hecho de que lo hubiese
dejado caer en mi primerísimo día en esa casa era tan terrible que de golpe me hacía ver
todo lo demás con absoluta indiferencia. Me daba igual si al otro lado de la puerta me
esperaba un monstruo. Abrí la puerta con calma y de igual manera volví a cerrarla detrás
de mí.

La luz azulada del crepúsculo seguía bañando el cuarto como antes, dándole la misma
apariencia irreal. Nada había cambiado. Pero más tarde vi que en realidad si había
cambiado algo. Alguien estaba parado junto a la ventana, mirando hacia afuera.

Tenía más o menos la misma altura que yo y me daba la espalda.

Pensé que probablemente no habría notado mi presencia. Di un paso adelante, luego otro.
Cuando estuve bien cerca de la ventana me detuve. Ese alguien tenía cabellos rojizos que le
caían hasta los hombros y llevaba puesta una camisa blanca demasiado larga… y nada más.
Primero pensé que era una chica. Pero cuando hablo, su voz era la de un varón.

-Así que volviste- dijo sin darse vuelta. Yo me asusté.

-¿Cómo sabes que ya había…? ¿Estuviste todo el tiempo aquí?-


-Debajo de la cama- me respondió.

-¿Debajo de la cama?- pregunté, confundido. Él asintió.

-Me escondí. No sabía quién eras ni si se podía confiar en ti-

-¿Y ahora? ¿Ahora ya sabes si se puede confiar en mí?-

Que conversación tan extraña, pensé. Que encuentro tan extraño.

-Todavía no sé muy bien replicó. Pero creo que sí-

-¿Qué haces aquí?- pregunté- Esta habitación, las ventanas con rejas, ¿Qué significa todo
esto? ¿Quién eres?-

-¿Acaso no lo sabes?- me retrucó. Después se dio la vuelta. Tenía un lunar grande en medio
de la mejilla y unos ojos verdes radiantes.

-Soy Joaquín- dijo – Y tu, tu eres Juan ¿No es cierto?-


Capítulo 3
En el que tomo una decisión difícil y aprendo a volar

-Me eligieron porque me llamo casi igual que él-dije.

Pablo se quito los zapatos y me miro, confundido.

-¿Igual que quien?- preguntó.

-¡Y, que el hijo de ustedes!- murmuré, al tiempo que enterraba las manos en los bolsillos
del pantalón, tan hondos que casi volvieron a salirme por debajo. -Joaquín-.

Pablo colgó su saco en el perchero.

-¿Quién te lo contó? ¿Los hijos del vecino?-. Pablo me apoyó la mano sobre los hombros.

-Juan-dijo- Te trajimos con nosotros porque queríamos tenerte a ti, nada más que por eso.
¿Entiendes? ¿Y por qué estas en camiseta?-

Me di la vuelta sin decir nada y subí corriendo la escalera angosta hasta mi habitación, que
en realidad no era mía, sino de los Ribbek. O de Joaquín.

Me arrojé sobre la cama y hundí la cabeza en Lucas, ya que Lucas me pertenecía a mi solo,
y en él podía llorar todo el tiempo que quisiera. El suéter con los añicos adentro hacia un
pequeño bulto que podía sentía a la altura del hombro. Abajo Pablo me llamaba, pero no
respondí.

Más tarde, mientras oía un ruido de ollas repiqueteando y silbando proveniente de la


cocina, me puse a Lucas bajo el brazo y comencé a ir y venir con él por el piso de tirantes
como un escarabajo dentro de una caja de fósforos, o algún otro bicho, o un tigre
enjaulado.

Iba y venía sobre la alfombra multicolor, pasando junto a las repisas, mientras le contaba
todas las cosas extrañas y extraordinarias que Joaquín me había contado a mí. Tan
extrañas y extraordinarias que ni siquiera yo me las creía del todo.

Yo tenía razón: la torre realmente era una prisión, la prisión de Joaquín… y lo había sido
desde el mismo día en que el camión lo atropello.

-Quería cruzar la calle- me había contado Joaquín- De repente, chirriaron unas ruedas y se
produjo una especie de fuego de artificio, una explosión y yo en medio de todo eso.
Probablemente esa explosión haya tenido lugar solamente en mi cabeza. Cuando pasó, de
pronto me encontré en la vereda, aunque también estaba en la calle, podía verme ahí
tendido… completamente inmóvil. De alguna manera, supe que ya no necesitaría a ese
viejo yo que estaba tendido en la calle. Lo había dejado atrás, había perdido importancia.
Pero Inés se abalanzo sobre él y gritó mi nombre. Yo quise correr tras ella, pero antes que
la alcanzara, todo a mí alrededor se volvió oscuro. Fue como si hubiese caído en un sueño
profundo. Y cuando desperté, estaba aquí, y comprobé que solo llevaba puesta una camisa
vieja de Pablo nada más, y no podía abrir la puerta. Apoyé la oreja en la puerta y me quede
escuchando. Entonces oí llorar a Pablo y a Inés, lo cual me extraño. En algún momento
alguien llamó por teléfono, e Inés también lloro por teléfono. Dijo que yo había muerto. Y
evidentemente era cierto, porque nada era como antes: ya no tenía hambre, ni sed, y el
tiempo también transcurría de otro modo. Si: morir, me había muerto, pero a Inés y a
Pablo no podía dejarlos. Por más que lo deseara. Quería que dejaran de llorar y quería irme
lejos de aquí…

-¿Ves los pájaros?- me había preguntado Joaquín, conduciéndome hacia la ventana, donde
la reja de hierro dividía la vista en muchos cuadraditos- ¿Ves como se reúnen para volar
hacia el sur? Antes eran personas, como tú, y luego se murieron, como yo. Pero son libres.
Pueden volar adonde quieran. Y créeme, hay mucho más que colinas y pasto en la tierra
allá abajo. Esos pájaros regresan todos los años en verano a buscar a los que están listos
para partir con ellos.

-¿Y tú? ¿Por qué no te transformaste en pájaro? ¿Por qué no te vas con ellos?- Joaquín se
quedo callado largo rato. Finalmente dijo:

-No puedo. Esta él, sabes, y él se encarga de que no pueda-

-¿Quién es él?- le pregunté. Pero entonces se llevo el dedo a los labios.

-Mejor no hables de él. Podría oírnos. Es grande y poderoso, y no tiene nombre. Me


contaron que él tiene a muchos prisioneros en todas partes del mundo. Construye su
castillo con el anhelo de ser por fin libres y poder volar lejos. Y también con la tristeza de
aquellos que aun siguen pensando en nosotros y no pueden soltarnos. Construye su palacio
con piedras negras y blancas, cada vez más y mas grande, dicen los pájaros. Ellos lo vieron
durante sus viajes, así que deben saber. Dicen que mi anhelo se transforma en piedras
blancas cuando lo roba y la tristeza de mis padres, en piedras negras.

-¿Quieres decir que él extrae la tristeza y el anhelo de ustedes como si estuviese ordeñando
una vaca?-

Joaquín se rió un poco, aunque no con alegría.

-No sé como lo hace. Si lo supiera, tal vez sería libre-

En algún momento, Inés llego a casa y puso el tocadiscos, y de la cocina comenzó a subir
un olor a cebolla y un poco a quemado.

O bajé la escalera sin hacer ruido y me avergoncé al ver que la mesa ya estaba tendida y yo
no había ayudado ni un poquito. Pero salvo yo, nadie pareció notarlo.
-¿Qué tal estuvo tu día?- preguntó Inés cuando estuvimos todos sentados en la mesa.

-¡Hmm!- dije yo, mientras me metía un poco de puré de papas en la boca. Cuando uno
tiene la boca llena de puré no puede hablar mucho.

Pablo repartió bastoncitos de pescado.

-Antes estaban ultracongelados- comentó.-Creo que ahora están ultracocinados, o algo así.

Inés se inclinó sobre la mesa y lo beso en la punta de la nariz.

-Están quemados- dijo, alegre.-Eso es todo. Lo comeremos de todos modos.

Nadie mencionó que faltaran platos. Yo revolví el puré en mi plato para aquí y para allá,
mientras pensaba como averiguar disimuladamente si Pablo e Inés sabían algo de la
habitación adoptiva.

-Los picaportes de esta casa son muy lindos- dije por fin, sintiéndome bastante estúpido al
escucharme.- Pero ¿son todos… exactamente iguales?- Inés se quedo mirándome,
extrañada.

-Nunca había conocido a un chico de once años que se interesara en picaportes- dijo.

-Es que estamos ante alguien que tiene buen gusto- opinó Pablo.- ¿sabes que pasa? Ines
quería comprar esos horrendos picaportes viejos hechos de latón y pintados con pátina de
oxido y todo eso…-

-¡Cállate la boca!- Inés le arrojó un trocito minúsculo de pescado quemado. “Puede que
estos Ribbek sean adultos”, pensé yo. Pero muy adultos, lo que se dice adultos, no eran.

-El hecho es que los picaportes rojos los elegí yo- me explicó Pablo mientras intentaba
sacarse el pedacito de pescado que le había quedado pegado en la mejilla.- Y aunque me
arrojes una ballena, querida esposa mía, todos los picaportes de esta casa son de plástico
rojo-

-¿Y no hay ninguno de plata o algo así?- pregunté.

-¿De plata?- Inés se rió.- Tal vez algún día que nombren a Pablo chef de cocina y nos
volvamos ricos.

-¡Hmm!- comenté yo. Pero pensé mucho más que ese “Hmm”. Pensé: “No saben de la
puerta”.

-¿Y qué tal te fue con los vecinos?- preguntó Inés a la mañana siguiente al tomar su gorro
del perchero.- ¿Con los hijos? No me salen los nombres…-

-Bien- Me apresure a responder antes que me preguntara los nombres a mí.


-Y que hicieron- quiso saber, mientras se ponía el gorro al revés sin darse cuenta.

-Un poco de todo- dije.

-Entonces no tendrás problemas en ir otra vez a su casa…-

-Sí, sí- dije.

-Abrígate bien-. Me pidió Inés.- Afuera está haciendo más frio.

Apenas se hubo ido subí la escalera corriendo y atravesé el pasillo hasta llegar a la puerta
con el borde abovedado. Accioné el picaporte de plata y entre.

Joaquín estaba de pie junto a la ventana, hablando con alguien.

-¿Te parece?- le oí decir al cerrar detrás de mí la puerta de la habitación adoptiva.

-¿Realmente te parece que él puede hacerlo?-

Sus manos jugueteaban nerviosas con las flores de la enredadera.

Yo me quede esperando una respuesta, pero no llegó ninguna, solo un trino claro, y
después un ruido parecido a un aleteo. Finalmente, Joaquín se dio la vuelta.

-Juan- dijo- Aquí estás-.

Como si fuese lo más natural del mundo que yo estuviera allí.

-¿Con quién hablabas?- quise saber.

-Con uno de los pájaros. Cuatrolado. Suelo conversar con él-. Cuatrolado me pareció un
nombre bastante extraño para un pájaro (era un nombre extraño para cualquiera, pero eso
me lo guarde para mis adentros).

Joaquín se sentó sobre la cama de hierro y yo me senté a su lado. El colchón era tan duro
como uno se imagina los de las cárceles. Aunque quizás estando muerto no se sintiera así.
Encogí las rodillas y las sujete con los brazos.

-Hace tanto frio aquí…-

-Es la frialdad del Sinnombre- Dijo Joaquín.- Sigue construyendo su palacio. ¿Recuerdas lo
que te conté?- yo asentí con la cabeza.

-Con la tristeza de ellos y tu anhelo- dije, y él lo repitió:

-Con su tristeza y mi anhelo-.

Sonaba solemne cuando lo dijimos, como si se tratara de alguna fórmula mágica. Y


entonces Joaquín me tomó de las manos y me miró seriamente con sus ojos verdes.
-¿Recuerdas también lo otro que te conté? ¿Qué no sé como hace para mantenerme
prisionero? ¿Qué no sé por qué no puedo transformarme en pájaro?-

Y yo volví a asentir. La solemnidad se había expandido por toda la habitación y nos


envolvía como una nube húmeda y opresiva.

-El palacio del que no tiene nombre- continuó Joaquín- está lejos, muy lejos de aquí. Hacia
allá lleva la tristeza y el anhelo, y allá es donde debe de estar la respuesta. Yo no puedo
abandonar esta habitación. Pero tú, tú sí que puedes-.

Yo tragué saliva.

-Juan- me dijo- En todos estos años, has sido el único que me ha encontrado. Y eres el
único que puede ir en mi lugar- Yo me levanté de un salto y me dirigí hacia la ventana. La
enredadera me ofrecía una de sus flores, y yo aspire profundamente su aroma para
calmarme. El corazón me latía como un reloj.

-¡Pero yo tampoco puedo atravesar la reja!- exclamé- ¡Y aunque pudiera, si lo hiciese, me


caería desde una altura de siete pisos!- Me volví hacia Joaquín, desesperado.

Él seguía sentado en la cama de hierro, y su rostro seguía estando serio como antes.

-Hay una posibilidad- me explicó.- Me la contaron los pájaros. Durante un tiempo


determinado y por medio de un hechizo especial… podrías transformarte en uno de ellos-.

-Estas pidiendo que… ¿Qué me transforme en un pájaro?- pregunté, incrédulo.- Quiero


decir… ¿acaso podría hacerlo, así como así? ¿Y tú no puedes?- él asintió.

-No lo olvides: hay una gran diferencia entre nosotros dos. Tú también puedes atravesar
esa puerta. Yo no.-

-La diferencia es… ¿Qué yo estoy vivo?- Joaquín meneó la cabeza.

-La diferencia es que tú viniste por propia voluntad- Me quedé largo rato contemplando el
paisaje de colinas, pensando. No se puede decir “si, si” como si nada cuando te preguntan
si quieres transformarte en pájaro. Y si quieres volar hasta un palacio en el que es posible
que un poderoso Sinnombre te convierta en una bola de picadillo de ave.

¿Qué diría Pablo cuando llegara ese día de la escuela de adultos y no me encontrara?

Lo imaginé buscándome en casa uno de los armarios “¡Juan!”, gritaría. “Juan, ¿dónde
estás?”. Pero yo estaría muy lejos y no podría responderle. Y entonces Pablo le diría a Inés:
“No puedo encontrarlo. Probablemente se haya escapado. Probablemente no le gustara
vivir con nosotros. Bueno, después de todo, no estuvo más que dos días aquí”.

Y entonces pondrían el tocadiscos y comería mermelada y me olvidarían. Mientras tanto,


yo estaba siendo descuartizado por las garras de una criatura que no tenia nombre.
Comencé a sentir un nudo en la garganta. Por primera vez tomé conciencia de que, en
realidad, me había encantado quedarme allí… con los manzanos, con la alfombra
multicolor y con Inés y Pablo. ¡Ni siquiera había estado en el mar todavía! Pero entonces
pensé en Joaquín, que seguía sentado en la cama de hierro, esperando a que yo tomara mi
decisión. “Eres el único que puede ir en mi lugar”, me había dicho. ¡Cuán grande debía de
ser su anhelo de libertad! ¿Y Pablo e Inés? ¿De qué servía que yo me quedara con ellos, si
en lo más profundo ellos siempre seguían estando tristes?

Tal vez ése fuera el único camino, pensé. Tal vez tuviera que ir para que su tristeza por fin
se terminara y Joaquín pudiera partir. Suspiré profundamente. Por un instante, me sentí
mucho mayor que mis once años.

-Está bien- le dije.

-¿Estas totalmente seguro?- preguntó Joaquín-

-Sí.-

Entonces me apoyó su mano fría en el hombro, mientras decía algo de lo más extraño.

-Juan, mi hermano- dijo.

El sonido de esas palabras me cayó como… no sé, como los copos de chocolate caían de su
bolsita de plástico en los desayunos dominicales en el asilo. Lindos y crocantes y un poco
solemnes. En fin, pensé. De algún modo, Joaquín tenía razón: era cierto que era algo así
como hermanos.

-Entonces podemos llamarlos ahora mismo- dijo.

Y extendió un brazo a través de la reja y silbo una melodía que yo jamás había oído antes y
que era hermosa e infinitamente triste al mismo tiempo.

No había terminado de silbarla cuando un pájaro color azul profundo de cuello largo
torneado aterrizo en su mano, batió sus alas un par de veces y ladeo la cabeza.

-Lo trajiste- dijo el pájaro. Su voz no era en absoluto la de un pájaro, no graznaba ni


gorgojaba. Sonaba profundamente y plena, y habría encajado bien con un hombre alto,
fuerte y de barba tupida. Me pregunte en silencio si lo habría sido alguna vez.

-Este es Nreur- me explicó Joaquín.

-¿Cómo?- pregunté.- Me es imposible pronunciarlo-.

-No necesitas hacerlo- dijo el pájaro, echándose a reír-

Hasta entonces no sabía que los pájaros podían reír… Aunque, en realidad, la que se reía
era la voz del hombre de barba-

-Necesita alguien que lo acompañe al palacio del…- Joaquín miró a su alrededor y se


detuvo.- Necesita alguien que lo guie, Nreur-. El pájaro asintió.

-La Amarilla, lo hará-


Luego avanzo por el brazo Joaquín hasta acercarse a la ventana y deslizo su cuello a través
de la reja.

-Eres un muchacho muy valiente- dijo entonces.-Me llamo Juan- dije yo.

-Bien. Dame tu mano, Juan. La palma hacia arriba- Yo vacile. Pero finalmente extendí la
mano hacia él… y antes de que pudiera volver a sacarla, él ya le había hecho un tajo
profundo con su pico afilado. Di un grito. Un delgado hilo de sangre comenzó a bajar por
mi brazo.

-¡Shh, shh!- hizo el pájaro.- No te portes así. Pensé que eras valiente. Pon tu mano sobre
mi pecho. Si, así está bien…-

Para cuando dijo “bien”, yo ya estaba sentado junto a él en el alfeizar de la ventana. El


entramado de la reja se había vuelto mucho más amplio de golpe; ahora podía atravesarlo
ninguna dificultad. Y el pájaro azul profundo de nombre impronunciable sobrepasaba
bastante mi propio tamaño.

-Precioso- constató.

Baje la vista para mirarme, y a pesar de que debí haberlo sabido, me pegue un susto tal que
casi me caigo de la cornisa. No pude ver más que pumas: una masa increíble de mullidas
pumas blancas con pintitas violetas, casi como las flores de la enredadera que trepaba por
el muro de la torre. Abajo asomaban dos patas verdes. Mi cuello no era tan largo como el
de Nreur, pero igual era muy movible. Era una sensación muy extraña poder doblarlo y
mirar detrás de uno.

-Buena suerte, Juan- dijo Joaquín, acariciando mi plumaje, a través de la reja.

Sus ojos verdes ya no solo estaban serios, sino también llenos de preocupación.

De preocupación por mí. ¡A todo esto, se suponía que debía estar contento de que yo me
hubiese decidido a ir! Tomé impulso y me lancé a volar al espacio vacío. ¡Oh, y como
volaba! ¡Qué sensación más hermosa la de no tener nada debajo salvo la vista del paisaje y
nada salvo cielo!

Por supuesto que conocía a Nils Holgerson y a La historia sin fin y a Bibi, la pequeña
bruja, pero no eran más que películas, y esto era la realidad.

Además, todos ellos volaban montados sobre alguien más, en cambio yo, yo estaba volando
solito, batía mis alas hacia arriba y hacia abajo y dejaba atrás paisaje sobre el cual iba
volando. Y entonces comprendí el anhelo de Joaquín.

Entraría en el palacio del Sinnombre y encontraría aquello que Joaquín necesitaba saber
para poder convertirse en pájaro él también. Y entonces Joaquín seria libre. Junto a mi
navegaba el gran pájaro color azul profundo, y cada tanto me hacia un gesto de aprobación.

-Así está bien- me decía- Bien equilibrado… sube un poco el ala izquierda… no, no tanto…-
Si dos días antes Carlos me hubiese contado que poco tiempo después un pájaro color azul
profundo estaría dándome lecciones de vuelo siete pisos de altura, me habría reído en su
cara. Las colinas debajo de nosotros fueron cediéndole el paso a un bosque espero de
arboles floridos, arboles como uno puede imaginárselos en áfrica cuando ha llovido, o en
un invernadero. Y allí también había por todas partes pájaros parloteando, trinando entre
si en voz tan alta que llegaba hasta nosotros.

-¿Cuándo volaran hacia el sur?- le pregunté a Nreur.

-En una o dos semanas- me respondió.

-Entonces tendré que apurarme a encontrar lo que busco para que Joaquín pueda irse con
ustedes- dije.

Volamos largo rato sin hacer ninguna parada, sobre praderas y montañas y bosques y
lagos… Sin embargo, curiosamente, no sentía ningún cansancio. Pero aquí también casi la
noche en algún momento, y cuando las sombras comenzaron a alargarse y a cubrir el
paisaje, vi que encima de nuestras cabezas, bien, bien alto, giraba otra sombra que no tenia
nada que ver con la noche. Nreur también la vio. Noté que iba a intranquilizándose cada
vez más. Se daba vuelta cada dos o tres metros y miraba a su alrededor, como si temiese
que la sombra fuera a aparecer de golpe detrás de nosotros.

-Hasta aquí llego- dijo, por fin.- Tengo que regresar con mi bandada. Me necesitan, ya que
es mi deber guiarlos al sur. A partir de aquí, te acompañara otro. Y entonces se puso a
silbar la misma melodía hermosa y profundamente triste con la cual Joaquín lo había
llamado a él. Apenas hubo terminado, otro pájaro apareció volando junto a nosotras: un
pájaro color amarillo membrillo, de aspecto similar al de un gorrión.

-Es la Amarilla- explicó Nreur.-En realidad, se llama Arveja Amarillo de Santorini, pero
nosotros le decimos simplemente “La Amarilla”. Es la hermana de la Pequeña-con-
Bacalao.-

-¡Ah!- dije yo.

Nreur dio un giro y un momento mas tarde ya había quedado fuera del alcance de l avista.

-Ustedes tienen unos nombre de lo mas extraños- le dije a la Amarilla.- Ella asintió.

-Nos los puso Joaquín. En aquel entonces era chiquito todavía, sabes.-

-¿E inventada cosas como Pequeña-con-Bacalao?-

-Bueno, eso figuraba en un menú mal traducido en algún lugar de veraneo. Y Pablo se lo
leyó a Joaquín. A Joaquín le encanta contar esa anécdota…- comentó, y luego hizo
silencio.-

-¿Por qué viajas tú al palacio en lugar de Nreur?- indagué.- ¿Acaso para ti no es peligroso?-
-Sí que lo es- me respondió- pero Nreur guía a la caravana hacia el sur. A él lo necesitan. A
mí, no.-

Guardó silencio por un rato, y yo comencé a sentir que mi valor iba menguando poco a
poco hasta casi desaparecer.

-¿Qué… qué es lo que puede suceder el peor de los casos?- pregunté. No me respondió.

-Allá abajo- dijo, en cambio- ¿Puedes verlo?-

Sí, entonces lo vi. El palacio.

Sus cúpulas y techos brillaban con los últimos rayos de luz diurna, y sus torres se elevaban
hacia el cielo como orgullosos cuellos de pájaros. Los muros tenían el resplandor del marfil
y el ébano, pero yo sabía que eran el negro de la tristeza y el blanco del anhelo con los que
el Sinnombre los había construido.

-Y continúa creciendo día a día- dijo la Amarilla, como si hubiese estado leyéndome los
pensamientos.

El palacio estaba en un enorme jardín lleno de los arboles más hermosos que hubiera visto
jamás. No podía explicarme porque eran más hermosos que los arboles floridos del bosque
con todos sus pájaros, pero lo cierto es que eran tan hermosos que cada vez que los miraba
me dolía en más profundo.

Nuevamente la Amarilla pareció adivinarme el pensamiento, o quizás eso mismo le sucedía


a cualquiera que contemplaba el jardín del palacio, porque comentó:

-Es porque están tan tristes. La tristeza genera una belleza que no puede comprarse con
nada.-

Y entonces la Amarilla dejo de acompañarme también.

Me hizo un gesto y se dio vuelta, del mismo modo en que Nreur lo había hecho antes.
Miré hacia arriba en busca de la sombra amenazante en el cielo y pensé que así es como
debían sentirse los pájaros cantores cuando el azor1 se avecina. Pero fuera lo que fuere
aquella sombra que los había seguido, ahora ya no estaba.

Cuando aterricé entre los árboles, en el linde del jardín del palacio, el sol ya estaba
poniéndose en el horizonte en medio de un charco color violeta y rojo. Me arrodille a
abrocharme los cordones de los zapatos, que se me habían desatado.

Un momento, pensé. Los pájaros no usan zapatos.

Baje la vista para mirarme: un suéter rojo, dos piernas enfundadas en jeans y medias
rayadas. Era cierto: había vuelto a ser humano. Me senté sobre la raíz de un árbol y aspire
por mi nariz humana el aroma dulzón del jardín. Y en ese preciso instante fue como si
alguien hubiese girado un interruptor.

De pronto, ya no estaba más sentado sobre la raíz del árbol, sino parado en medio de una
habitación alumbrada por una pequeña lámpara de aceite.

Sacudí la cabeza, confundido, y me di cuenta que se trataba de la habitación adoptiva.

La lámpara de aceite estaba sobre la mesa de hierro, y en la mesa estaba sentado Joaquín,
que me miro asombrado.

-¡Oh!- dije yo.

-Tú… saliste del cuadro- constató Joaquín.

-¿Cómo?-

Me di la vuelta. A mis espaldas estaba colgado el extraño cuadro que me había llamado la
atención desde el principio. Ese cuadro en el que se veía a un chico de suéter rojo y jeans
sentado bajo un árbol en un jardín. Y no cabía la menor duda: ese chico era yo.

-¿Qué? ¿Cómo? ¿Y ahora como hago para volver al jardín del palacio?- balbuceé. Joaquín
se encogió de hombros.

-Supongo que tendrás que volver a entrar en el cuadro-dijo- Pero eso tendrás que hacerlo
mañana. Ya es la hora de la cena. Apuesto a que Inés y Pablo estarán preguntándose donde
te metiste-.

1
Azor: Ave rapaz diurna, como de medio metro de largo, por encima de color negro y por el vientre, blanca con
manchas negras. Tiene alas y pico negros, cola cenicienta, manchada de blanco y tarsos amarillos.
Capítulo 4
En el que el mar tiene coronas de espuma y me
cantan una canción de advertencia

Logre salir de casa sin que se dieran cuenta y volví a entrar con gran estrépito para que
Inés y Pablo notaran que venía de afuera.

-¿Juan?- llamó Inés desde la cocina.

-¡Ya voy!- le contesté. Mientras hacía ruido con los zapatos.

-Llegas algo… tarde- dijo Pablo poco después, cuando me senté en una de las sillas.

-¡Hmm!-

-Estábamos un poco preocupados- dijo Inés. Pero no se veía en absoluto cómo alguien que
se había preocupado solo un poco. Su aspecto era el de alguien que se había preocupado
bastante. Tenía los ojos enrojecidos como si hubiese estado llorando y el peinado
desarmado. Clavé la vista en el plato, sintiéndome miserable.

-Lo siento- susurré.

-Probablemente… me preocupe de más- dijo Inés en voz baja.-Es solo por…- Vi como Pablo
le apoyaba la mano en el brazo.

-Es sólo… por lo que pasó aquella vez- continuó ella.- Sabes, Juan, pensé que podría
haberte sucedido algo a ti también… La carretera no esta tan lejos…-

Pablo se puso de pie y la rodeó con sus brazos. Yo me quedé ahí sentado, sin saber que
hacer. Era mi culpa que ahora Inés estuviese con la cabeza gacha era mi culpa que una
lagrima rodara a hurtadillas por su mejilla.

-¿Te contó Pablo que ahora Joaquín tendría tu edad? – susurró, enjuagándose la lágrima.

-Sí- dije yo.

-Cenamos en silencio pastel de papas quemado y frio mientras afuera, frente a la ventana
de la cocina, asomaban las primeras estrellas-

-Juan- dijo por fin Pablo.- Resolví tomarme medio día mañana. Me pescaré una gripe
repentina o algo así. Y te mostraré la plata. ¿Qué opinas?- Yo asentí con la cabeza.

-Estaría muy bien, seguro- Pero en mi interior me revolvía como un gusano, desesperado.

Antes de pisar la habitación adoptiva, habría fascinado con la idea de que Pablo se tomara
medio día solo por mí. Pero ahora tenía planes. No me quedaba mucho tiempo antes de
que los pájaros partieran hacia el sur, y solo tenía hasta entonces para averiguar cómo
podíamos liberar a Joaquín.

Más tarde, estando en la cama, consideré la posibilidad de dirigirme esa misma noche a la
puerta sin hacer ruido. Pero tal vez entonces no estuviese de vuelta a tiempo, y si a la
mañana no llegaba a estar en mi cama, probablemente Inés terminaría completamente
trastornada.

La playa no estaba lejos. Partimos no bien terminamos de desayunar, e Inés nos preparo
un picnic.

-Me voy a trabajar-dijo- Alguien tiene que ocuparse de ganar el dinero en esta casa-. Pero
lo dijo riéndose, y había que observarla con mucha atención para detectar las huellas de la
Inés de anoche en la Inés de esta mañana.

Dije: fuimos a la playa.

Pero debí agregar: fuimos pedaleando.

Junto a la casa había un galpón, y allí, además de palas, baldes, esquíes y reposeras
plegadas, también había tres bicicletas. Dos grandes, una chiquita.

-Esta es tuya- dijo Pablo, señalando la chiquita- Me la dio ayer un colega. A su hijo ya le
queda chica.-

Era una bicicleta roja con manubrio negro y una barra como las de las bicicletas de hombre
de verdad, y con un timbre grande de latón. Yo nunca había tenido una bicicleta propia. En
el silo siempre habitamos usado las bicicletas en forma alternada.

-¿Estas… seguro de que es mía?- indagué por si acaso.

-Mía no es, seguro- dijo Pablo, al tiempo que se sentaba encima. Las rodillas casi le
tocaban las orejas. Solté una risita.

-Entonces debe ser tuya- opinó Pablo- ya que no hay nadie mas en esta casa que pueda
manejarla-

-Sí que hay- dijo yo- Joaquín.-

Pero lo dije en voz tan baja que Pablo no me oyó. Y después montamos en las bicis y
partimos. El camino estaba lleno de baches y conducía por entre dos campos sembrados, y
el timbre de latón sonaba fastidiosamente por su cuenta con cada piedra.
-Me parece que tu bicicleta tiene ganas de conversar- Dijo Pablo- Me parece que tu
bicicleta es una atentica vieja chismosa.

Al llegar a la playa, dejamos las bicis en un soporte para bicicletas que salvo por las
nuestras, estaba vacio. El mar se extendía ante nuestros ojos, azul e inabarcable; el sol se
había escondido y no nos había dejado más que viento, que nos silbaba, frio, en las orejas…
Pero nada de eso importaba. Inés me había prestado su bufanda porque era muchos más
grande y suavecita que la mía. Pero también mucho más larga.

-Ahora pareces una momia- constató Pablo- Una momia marina. Suena bien, ¿no?-

-¡Hmm!- dijo yo. Esta vez porque no podía decir otra cosa: la bufanda me tapaba la boca y
me llegaba hasta la punta de la nariz.

Anduvimos bordeando la orilla y encontramos montones de caracolas y piedras. Pablo


había traído una bolsa, así las guardábamos todas.

Por suerte, las botas de goma que nos daban en el asilo eran bien resistentes. Cuando nos
las poníamos para ir a la escuela los días de lluvia, el resto de los chicos nos miraban
siempre con cara rara y se reían. Pero para la playa eran perfectas. Además, Pablo también
tenía botas de goma. Las mías eran rojas; las de él, amarillas. Si aquí todo el mundo las
usaba, tal vez en la escuela no se reirían.

Y entonces me vino a la mente algo tremendo. Me bajé la bufanda y le tironeé a Pablo la


manga.

-Pablo- le dije- Pablo ¿Qué hay con la escuela? Hoy es miércoles, y se suponía que el
miércoles empezaban las clases-

De solo pensar que estaba faltando justo el primer día de clases en la escuela nueva me
revolvía el estomago. Pero Pablo se dio la vuelta y se rió.

-Aquí las clases comienzan…- Pablo se quedó calculando unos instantes.- El lunes de la
otra semana- dijo por fin.- Aquí las vacaciones comenzaron más tarde. Aún tienes una
semana y media mas para juntar todas las caracolas de la playa y construir un rascacielos
con ellas. Yo me eché a reír, aliviado.

-Tal vez no un rascacielos- dije yo- Construiré un “rascasuelos”. Todavía no existe ninguno.
Pablo se quedó mirándome sin salir de su asombro por haberme oído pronunciar una frase
tan larga.

Cuando la bolsa estuvo llena y ya no entró ni una sola piedrita más, decidimos hacer el
picnic. Nos sentamos reclinando nuestras espaldas contra una lancha pesquera que alguien
había arrastrado hasta la playa y sacamos lo que había en el canasto de Inés.

Al rato estábamos bebiendo té humeante del termo y comiendo nuestros pancitos con
manteca, que ahora tenían exactamente la misma forma que los envases en los que Inés los
había guardado.
Antes había estado una sola vez en el mar, para hacer un tratamiento, porque me la pasaba
tosiendo y siempre me faltaba el aire y demás. Ya casi ni me acuerdo de ello, pero podría
asegurar que no nos daban té calentito ni pancitos con manteca en la playa.

Era cierto eso del aire: aquí, a orillas del mar, lo había en mayores cantidades. Desde que
estaba con los Ribbek, casi no había tenido usar mi inhalador todavía.

Estaba por contárselo a Pablo, pero después pensé que tal vez él no supiera que yo tenía
asma y que si lo decía ya no querría tenerme más. Por eso preferí callarme. El mar había
adquirido coronas de espuma, y Pablo dijo:

-Pronto comenzará el otoño-.

Volvimos a montarnos en nuestras bicicletas y emprendimos el regreso por el mismo


camino lleno de baches de la ida, y el timbre de mi bicicleta siguió conversando, y se largó
a llover.

Cuando llegamos a casa, Pablo dijo que tenía que completar unos papeles para la escuela.
Era mi salvación. Casi me olvido de sacarme las botas de goma rojas antes de subir la
escalera corriendo y abalanzarme sobre la puerta de la habitación adoptiva. Joaquín ya
estaba esperándome.

-Yo… me fui a la playa con Pablo- comenté, jadeante- No pude venir antes.-

-La playa… la recuerdo- sus ojos verdes se perdieron en algún punto lejano.

-Siempre íbamos a buscar caracoles juntos, Pablo y yo- tragué saliva.

-¿Inés les preparaba un picnic?-

-Sí, creo ¿Ustedes también buscaron caracoles e hicieron picnic?- No sonaba celoso,
solamente interesado. Yo asentí.

-Qué bueno que Pablo tenga otra vez alguien con quien ir a buscar caracoles- comentó.

Después nos paramos frente al cuadro del cual yo había salido la noche anterior. No tenía
idea de cómo hacer para volver a meterme adentro de lienzo. Desconcertado, extendí la
mano para tocar el color agrietado. Y en el preciso instante en que rocé el cuadro, ocurrió.
Alcancé a oír que Joaquín soltaba un “Oh”… y me encontré otra vez en el jardín del palacio.

Estaba sentado en el jardín del palacio sobre la raíz del árbol, con la espalda apoyada en el
tronco, y seguía teniendo forma humana. ¿Acaso era porque me encontrara en el suelo?
Los arboles a mi alrededor cuchicheaban con el viento; era como si me hablaran con miles
de voces. Pero yo no podía entenderlos. Solo podía mirarlos, ver sus ramas florecidas y sus
hojas oscuras, susurrantes. Y entonces me invadió una tristeza infinita. Si, La Amarilla
tenía razón: los árboles eran hermosos porque estaban tristes.
Me levanté y atravesé el jardín en dirección al palacio. Lo veía resplandecer por entre las
ramas, pero pronto me di cuenta de que el jardín era mas grande y el palacio estaba mas
lejos de lo que yo pensaba.

Una red de caminos de gravilla blanca me condujo a través de los arboles. Las flores que lo
bordeaban ofrecían una vista tan maravillosa como la de los arboles, pero tenían la cabeza
gacha, como si ellas también cargaran con su tristeza.

Y después de andar un rato así por el jardín comprendí por que estaban tristes los arboles y
las flores.

Ocultas tras sus flores y sus hijas hacia cientos, miles de jaulas, y adentro de las jaulas
estaban los pájaros.

Estaban callados y no se movían; me observaban en silencio desde sus ojos, que parecían
botoncitos negros, y cada tanto meneaban la cabeza.

Eran pájaros como Nreur o como la Arveja- Amarilla- de- Santorini: unos pájaros
hermosos, de colores impactantes. Pero su plumaje había perdido rodo su brillo.

Al llegar a las jaulas, me detuve. Se trataba de una jaula muy pequeña que tenía un
pequeñísimo pajarito adentro.

-¿Quién los encerró aquí?- le pregunté al pajarito- ¿Y por qué lo hizo?-

-¡Shh!- hizo el pajarito, abriendo los ojos enormes del susto.- ¡No hables tan fuerte! Fue él,
el que no tiene nombre. Está en todas partes, puede oírte, y te aniquilara si te encuentra
aquí.-

-Eso está por verse- susurré- ¿Qué han hecho para que los encerrara aquí?-

-Nos atrevimos a acercarnos al palacio- fue su respuesta vacilante.

-Queríamos liberar a nuestros hermanos y hermanas, ninguno lo logró. Él es el más


rápido, más sagaz y más poderoso que cualquiera de nosotros-.

-No puede matarnos- silbó otro pajarito desde una jaula cercana.- Porque nosotros hemos
muerto hace ya rato. Pero tú, tú vives… ¿Por qué has venido aquí?-

No necesité meditar mucho mi respuesta antes de replicarle:

-Yo también vine a salvar a mi hermano-

Todos los pájaros que me habían oído comenzaron a trinar, nerviosos, pero solo un
momento, después volvieron a quedarse tan callados como antes.

-No sé si eres valiente o estás loco- dijo el pajarito blanco- Lloraremos por ti.-

Y después no dijo nada más. Yo meneé la cabeza, sorprendido, y seguí caminando.


Seguí andando y andando, y mi corazón iba poniéndose más y más apesadumbrado. No
era el miedo, lo sentía; era la tristeza que emanaba el jardín. Me apretaba en el centro de
mi cuerpo como un puño y me hacía saltar las lágrimas por los ojos. ¿Era eso lo que sentía
Inés había sentido anoche?

Finalmente me quede sin aire y me desplomé debajo de un árbol. Revise febrilmente mis
bolsillos en busca del inhalador, pero no pude encontrarlo. Mientras seguía tirado debajo
del árbol, jadeante, intenté dar vuelta afuera de mis bolsillos; sentía como mis dedos iban
perdiendo toda fuerza. Y entonces, ante mis ojos, la sombra se cernió sobre el camino.

Era la sombra de un pájaro enorme, de un pájaro tan grande que podría haber cargado una
casa sobre sus alas. Alce la vista. El pájaro era negro, tan negro como si el mismo fuese solo
una sombra… y entonces supe que se trataba del mismo pájaro que ya había visto pasar
volando antes en lo alto del cielo. Era el Sinnombre, que era más sagaz y más rápido y más
poderoso que cualquier otra criatura en estas tierras extrañas.

Solo sus ojos ardían, amarillos como el fuego, en medio de toda aquella negrura.

Pensé: “Ahora se precipitara sobre mí y me atrapara con su pico afilado y me desgarrara en


miles de pedacitos minúsculos. Aunque tal vez para entonces yo ya me haya asfixiado”.
Pero no me vio, paso de largo. Y tampoco me asfixie. Porque en el preciso instante en que
la sombra dejo de proyectarse sobre el camino de gravilla, encontré el inhalador. El, tubito,
que había quedado oculto en algún pliegue de mi bolsillo izquierdo, rodo al suelo. Me
aferre a él haciendo un último esfuerzo y me rocié la faringe con el remedio milagroso que
contenía. Poco después pude volver a respirar. El corazón me latía con tal fuerza que
parecía ocuparme todo el cuerpo. Me quede un rato mas sentado así, en el suelo,
contemplando el lugar por donde había pasado la sombra del Sinnombre hacia un
momento.

Allí había una pluma, una única pluma negra. Me levante y me agache a recogerla. Sí, me
aniquilaría. Los pájaros tenían razón. Y a pesar de todo, guarde la pluma en el bolsillo; y a
pesar de todo, seguí andando.

No podía abandonar a Joaquín, lo había prometido y cumpliría mi promesa.

En ese momento percibí que los pájaros a mi alrededor estaban cantando. Lo hacían en voz
baja, muy baja. Me detuve a escucharlos. Lo que cantaban sonaba como una canción
antiquísima, transmitida de generación en generación, una de esas canciones de cuna que
a uno le cantan cuando es pequeño:

“Deberías evitar el lugar a donde vas…

¿O crees que tu solo

A tu hermano salvas podrás?

Dime, ¿Estas decidido? Dime ¿Así debe ser?

Entonces; escucha: una llave deberás hallar,


Solo así las ataduras podrás soltar

Y cadenas de piedra cortar,

Pero sufrirás, sufrirás”

Sus palabras me cerraron la garganta, y al mismo tiempo me abrieron el corazón de par en


par como a un portal. Si, había venido a salvar a mi hermano. Si, estaba decidido, tan
decidido cómo se puede estar. Tal me costaría mucho, tal vez me costaría todo, pero lo
intentaría.

¿Tenía que hallar una llave? ¿Cortar una cadena?

No, no entendía nada de eso, pero de pronto tuve la certeza de que lo entendería cuando
llegara el momento.

-Gracias- susurré- Gracias, amigos míos.-

Seguí andando, y toda esa tristeza había dejado de ser tan terrible. La canción de los
pájaros me había infundido valor.

Y entonces comencé a sentir el anhelo. Tironeaba y me desgarraba por dentro, lo sentía,


aunque no había podido precisar cual era el objetivo de ese anhelo. Era un anhelo
indefinido, una suerte de nostalgia de algo que jamás se ha tenido.

Cuando pensé que ya n podía soportarlo ni un segundo mas, palpé la pluma que llevaba en
el bolsillo. La extraje y la observe, y entonces el anhelo dejo de desgarrarme por dentro y
empecé a sentirme aliviado. En ese momento supe que ya estaba muy cerca del plació. Sus
muros eran a cuadros, como un tablero de ajedrez construido de azulejos blancos y negros.

Cada tanto, un motivo de flores y figuras salpicaban los muros e interrumpía el tablero. La
luz del atardecer se reflejaba en la superficie brillante de unos azulejos, y ellos la devolvían
multiplicada.

Encandilado por el brillo, me quede parado en el muro resplandeciente.

-¡Ey!- comentó Joaquín.- Parece como si estuviera encandilándote un auto. ¡Despierta,


Juan! ¡Ya esas de vuelta! ¡Abajo, en la cocina, ya están esperándote!-
Capítulo 5
En que el atravieso un laberinto de azulejos y tengo un ataque de asma

Sí, abajo en la cocina, ya estaban esperándome.

Pablo estaba dando vueltas panqueques en el aire e Inés estaba sirviendo té, y haciendo de
cuenta que no estaban esperándome. Pero cuando entré, noté, como dejaban escapar un
suspiro de alivio.

-Hola- dijo Inés, y Pablo dijo:

-Ups-

Es que se había distraído, y en ese momento un panqueque aterrizaba en su antebrazo.

Solté una risita.

-¿Y, Juan?- preguntó Inés.- ¿Qué tal estuvo tu día?-

-¡Oh, hmm!- dije yo.

-Te quedas siempre muchísimo tiempo en lo de los vecinos. ¿Te llevas bien con los chicos?-

-¡Hmm!-

-¿Y que hacen cuando están juntos?-. Pablo salió en mi auxilio.

-¡Aquí tienen un panqueque perfecto!- declaró.- ¿Quién lo quiere?-

Y lo arrojó al aire. Creo que apuntó al plato de Inés, pero el panqueque le erró al plato y
aterrizo sobre la taza de té. Yo meneé la cabeza.

-Pablo- comenté- Te falta práctica-. Después me lleve la mano a la boca y me quede


mirando alternativamente a uno y a otro. Los dos sonreían.

Esa noche soñé con la pluma. Flotaba en el medio de la habitación y era como si estuviese
mirándome.

-Estoy esperándote- me decía la pluma.-Estoy al acecho, esperando. Tengo mucha


paciencia. Aquí el tiempo transcurre a otra velocidad. Sé que vendrás. Pronto. Tal vez
mañana haya llegado el momento. Estoy preparada.-

Me desperté bañado en sudor. Inés estaba sentada junto a mi cama, contemplándome con
expresión preocupada. No dijo nada cuando vio que estaba despierto. Solo me acaricio la
cabeza y se fue sin hacer ruido.
A la mañana siguiente, mientras me vestía, me pregunté si no sabría todo. Tal vez por las
noches no tenía miedo de que me atropellara un auto, en realidad. Tal vez tenía miedo de
la tristeza infinita de los arboles en el jardín del palacio o de la sombra terrible del
Sinnombre.

-Inés- le dije cuando salió de la casa después de desayunar.- No te preocupes. Estaré bien.-

Ella asintió. Y después se fue. Me quede mirándola alejándose hasta que el amarillo
rabioso de su campera de lluvia hubo desaparecido entre el rojo y el violeta de los aster de
la esquina. Después subí corriendo la escalera.

-¿De qué cuadro salí?- le pregunté a Joaquín.

Señaló al que estaba junto a la ventana del medio, por donde se asomaba una flor de un
violeta tan oscuro que casi parecía negro.

-De ese en donde apareces parado, extendiendo la mano en dirección al palacio. Cuéntame,
Juan: ¿Qué pasó hasta ahora?-

-Mucho- le respondí.- Y nada. Anduve por el jardín del palacio, donde los arboles son tan
hermosos que duelen. Y hable con los pájaros que están ahí enjaulados porque el
Sinnombre los atrapó. Todos ellos intentaban liberar a alguien, igual que yo.-

-¿Y lo lograron?- Joaquín me miró con atención.- ¿Y vas a continuar de todos modos?-

-¡Ahora no empieces tú también!- protesté.- Todos me dicen que abandone. ¿Acaso están
jugando conmigo? ¿Apostaron a ver después de cuantas veces digo “no”? ¿A ver cuando
decido no continuar?- Joaquín meneo la cabeza.

-Es solo que… antes, sabes, Inés y Pablo solían decirme que tal vez algún día tendría un
hermano. Y yo me imaginaba un hermanito muy chiquitito, que se la pasaría en su cuna,
gritando… Jamás me hubiese imaginado que sería tan valiente.

-Tal vez no haya otra opción- dije yo.

Extendí la mano en dirección al segundo cuadro… y toqué los muros del palacio. Fue como
si hubiese metido la mano en el fuego, tal era el calor con que los azulejos reflejaban la luz
del sol.

Me soplé la mano, tal como María hacia siempre cuando a alguien le dolía algo, y caminé
junto al muro para tratar de encontrar la entrada al palacio.

¿Qué estaría haciendo María? ¿Y Carlos, y todos los demás chicos del asilo?

Por supuesto. Carlo estaba en la escuela. ¿Habría quedado libre mi lugar junto a él en el
banco? ¿O se habría sentado alguien más y Carlos me habría olvidado por completo?

Resolví escribirle una carta y contarle todo lo que estaba sucediendo aquí. Le hablaría de
Joaquín, de la habitación adoptiva y de los pájaros.
Del plato roto debajo de mi colchón, del mar y de los panqueques de Pablo.

¡Hacía apenas cuatro días que estaba aquí, y ya habían sucedido tantas cosas! Me parecía
que habían pasado años desde la última vez que había visto a Carlos.

Mientras pensaba en todas esas cosas, seguí andando y andando, siempre bordeando los
muros cuadriculados. Pero en ninguna parte encontré un portal o una puerta.

¿Y si no había entrada?

¿Y si el Sinnombre entraba al palacio desde arriba, agitando sus enormes alas negras?

Pero ¿Cómo haría para volver a convertirme en pájaro? No me hacía ninguna gracia la idea
de permitir que Nreur volviese a rasguñarme la mano…

En ese momento estaba rodeando una esquina, y de golpe me encontré frente al portal.
Tenía la altura de un elefante y el ancho de tres autos, y era todo de plata, como el
picaporte de la puerta que conducía a la habitación adoptiva.

La plata estaba repujada con un montón de líneas delicadas, entrelazadas, y después de


contemplar el portal durante un rato noté que las líneas representaban un jardín. No; un
jardín, no. El jardín. El jardín que yo había atravesado, ése de los arboles tristes y las jaulas
de pájaros.

Pero en el portal, las puertas de sus jaulas estaban todas abiertas, y los pájaros estaban
sentados en las ramas, cantando. Qué extraño, pensé, que justo en la puerta del palacio se
vea la Libertad. Pero entonces comprendí: era igual que con los azulejos blancos. La puerta
plateada estaba hecha del anhelo de los pájaros que estaban en el jardín del plació.

Y entonces me puse furioso. Ese (quienquiera que fuese), ese que no tenia nombre, no
poseía nada propio, solo usaba a los demás para aumentar su poder. Habría apostado sin
temor a perder a que él no había aportado ni un granito de arena a esa construcción. Con
toda mi furia me arrojé sobre el portal, ya que no había picaporte ni empuñadura para
asirlo. Pero la furia no serbio de nada. Me gane un par de moretones y rebote contra la
plata gélida. El portal permaneció cerrado.

Desesperado, pase la vista por la enorme superficie de plata. Y entonces descubrí un letrero
escrito a mano a la altera de mis ojos: “TIRE”, decía nada más.

Me reí. Era como una tienda de compras o como en la escuela.

Pero después comprendí, y entonces se me fueron las ganas de reír: era imposible. No se
puede tirar de una puerta cerrada que no tiene picaporte. Ni siquiera tratándose de una
puerta de plata.

El cartel me miraba, burlón. Le descargue un puñetazo furioso, y mis nudillos chocaron


contra el duro metal. Pegué un grito y guarde mi mano maltratada en el bolsillo, y entonces
encontré la pluma. La saqué y me puse a observarla. Se me ocurrió una idea. La pluma ya
me había socorrido cuando el anhelo amenazaba con desgarrarme por dentro. ¿Por qué no
habría de ayudarme una segunda vez? Extendí el brazo y rocé con ella el portal.

Dicho y hecho: apenas tuve tiempo de hacerme a un lado antes de que las hojas de la
puerta se abrieras hacia afuera silenciosamente. Me quede u instante parado frente a la
puerta abierta, vacilante, hasta que por fin me decidí a atravesarla. Adentro me aguardaba
un largo corredor con puertas a ambos lados.

Abrí una de las puertas y me encontré con otro corredor, también sembrado de puertas a
ambos lados, y detrás de la próxima puerta había otro corredor más, y así sucesivamente…

Atravesé docenas de corredores completamente solo; el único ruido que se sentía a mi


alrededor era el chirrido de mis zapatillas sobre los azulejos.

Se, aquí también estaba todo hecho de azulejos: el piso, las paredes, incluso el cielo raso,
muy, muy por encima de mí.

En ese sector, el motivo estilo tablero de ajedrez había cedido el paso a otras figuras mas
sofisticadas. Unos pedacitos minúsculos de azulejo se unían formando siempre flores y
estrellas nuevas. Pero era imposible orientarse por ellas. Y llego un momento en el que ya
no supe cuanto tiempo llevaba deambulando en el palacio. ¿Una hora? ¿Diez?

¡Esos pasillos tenían que terminar en alguna parte!

¿O me habría perdido hacía rato y estaría andando en círculos? Por tercera vez desde que
estaba aquí, volví a sacar la pluma. Después de todo, en los cuentos de hadas todo ocurre
tres veces. Me puse la pluma delante como una varilla de zahorí2. Y, de hecho, la pluma
generaba una suerte de atracción que me permitió seguirla.

2Los zahories son personas a quienes se les atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente
manantiales subterráneos, utilizando una varilla o un péndulo como método de adivinación.
Ahora tenía la sensación de estar abriendo las puertas y recorriendo los corredores
correctos. Aunque no sabía que esperar cuando llegara al final. ¿Un mayordomo que me
alcanzara la llave sobre un almohadón de terciopelo rojo? ¿Una banda que tocara un
redoble de tambores para mí? ¿Una habitación en la que Joaquín estuviese sentado en un
banco de piedra mirándome?

Al menos me di cuenta enseguida de que no estaba andando en círculos, a ya que ahora


estaba atravesando corredores de cuyas paredes colgaban cuadros. Fotos enmarcadas, para
ser mas precisos. Fotos de perdonas.

Me paré frente a algunas y me quede contemplándolas. Había una nenita con el pelo largo,
trenzado. Estaba sentada en una hamaca, y un hombre que debía de ser su padre la
empujaba desde atrás, riendo.

Había unas trillizas con medias hasta las rodillas y unas minifaldas anticuadas delante de
un edificio que podría haber sido una escuela; había dos hombres pescando y una familia
enorme reunida en un jardín.

Me llamó la atención que no hubiese ninguna foto que retratara personas solas. Las
personas que aparecían en las fotos estaban siempre de a muchas, y siempre parecían estar
cerca unas de otras. La pluma me apremió, como si estuviera impacientándose. Cuando
más avanzábamos, más prisa parecía tener.

-¿Adonde tenemos que llegar?- le pregunté, pero mi voz comenzó a retumbar en los
corredores vacios de un modo tan inesperadamente fuerte que llevé la mano a la boca,
como si hubiese dicho algo prohibido.

-“… tememos que llegar… que llegar… llegar… gar…”- retumbaba el eco desde todas partes.

Entonces me entre al influjo de la pluma y apuré el paso para escapar del eco de mis
propias palabras.

Finalmente llegamos a un patio interno, pero el patio estaba vacío, y la pluma siguió
llevándome a los tirones, como se lleva a un perro de la correa. Tanto tironeaba que casi
paso de alto la placa de vidrio que estaba empotrada en el piso, en medio del patio. Tal vez
eso era lo que la pluma quería. Que la pasara por alto. La placa era cuadrada y más o
menos del mismo tamaño que una mesa… y debía de ser gruesísima porque, como dije,
antes de haberme percatado de su existencia, ya le había pasado por encima. Debajo de la
placa había una habitación o un foso cuadrangular íntegramente revestido por azulejos
blancos sin una sola mancha negra, y en el foso había un pequeño objeto metálico. Me
arrodillé junto a la placa y pegué la nariz contra el vidrio.

El objeto era de la misma palta repujada con líneas de la que estaba hecho el portal del
palacio. En uno de sus extremos tenía un mango, y el otro extremo estaba metido en una
vaina profusamente adornada que tenia la apariencia de una cabeza de caballo.
Un cuchillo. Pero no uno que pudiese servir para amenazar a alguien. Este era un cuchillo
cortapapeles, de esos que se usan para abrir los sobres o para cortar el hilo. Volví a
ponerme de pie, decepcionado, y dejé que la pluma continuara guiándome.

¿Por qué alguien habría de enterrar un simple cortapapeles en un patio bajo una gruesa
placa de vidrio? ¿En un patio que parecía haber sido creado especialmente para albergar
aquella extraña tumba?

Y si así fuere, ¿Por qué no albergaba una daga o una espada?

Al otro extremo del patio interno volvió a tragarme un corredor, y otra vez por
interminables filas de fotos viejas. Apenas les dedicaba unas miradas fugaces. Poco a poco
fui enfureciéndome con las fotos, y paso un buen rato hasta que comprendí el porqué.

Todas ellas mostraban lo mismo: familias. Algo que yo jamás había tenido.

Y de pronto me detuve, y mi furia se desvaneció cual jarabe de frambuesa en un océano.


Las caras de esa foto… ¡Yo las conocía!

-¡Espera!- le susurré a la pluma.-Solo un momento-

-¡Momentoooo!- me susurró el eco al pido, hostil.- ¡Momentoooo… mentooooo… entooo…


tooo… oooo…oo…o…!-

El ruido rasguñó mis canales auditivos como uñas de gato, y yo me retorcí y me tapé los
oídos. Sin embargo me quede parado allí sin apartar la vista de la foto.

En ella había tres personas sentadas a la mesa. En el centro había un tablero de juego con
un montón de piezas pequeñas, y una lámpara colgaba bien baja sobre la mesa, proyectaba
una luz muy cálida, aun en blanco y negro. Una de las personas estaba sacando la lengua y
girando los ojos en forma graciosa. Era Pablo. Los otros dos se reían. Eran Inés y Joaquín.

Tragué saliva, una, dos veces, y luego di unos pasos hacia atrás, alejándome de la foto, y
eche a correr.

Recién me anime a detenerme después de haber interpuesto varios corredores y varias


puertas entre la foto y yo. Otra vez faltaba el aire, y me apoyé contra una pared helada,
buscando el inhalador.

Cuando logre respirar de nuevo, mis pensamientos revueltos comenzaron a ordenarse


lentamente, como si fuesen el cacao en polvo que se asienta en el fondo de la taza. Las
personas que estaban en las fotos eran prisioneras del Sinnombre. Algunas de ellas están
aguardando poder llegar a ser pájaros de una buena vez, otras aguardaban que la tristeza
cesara algún día. Todas ellas le suministraban al soberano de ese palacio azulejos blancos y
negros: su anhelo y su tristeza. Debían de ser cientos, miles, millones.

Intenté arrancar la próxima foto de la pared, pero estaba colgada de un alambre muy
grueso que no cedía. ¿Eso era? ¿Tenía que lograr arrancar la foto de los Ribbek de su
anclaje y sacarla del palacio?
Volvía a guardar el inhalador y me dispuse a seguir a la pluma, pero en ese momento me di
cuenta de que ya no estaba en el corredor azulejado.

Estaba parado junto a la ventana de la habitación adoptiva, un pétalo perfumado me había


cosquillas en la mano, que estaba apoyada en el alféizar, y afuera los pájaros ya
acurrucaban la cabecita bajo el ala para estar a salvo de la melancolía del atardecer. Una
mano me rozó el hombro. Me di la vuelta y miré a Joaquín a los ojos, esos verdes, verdes.

-¿Todo en orden?- indagó, preocupado. Yo asentí.

-Sí… claro. Es solo que… encontré un cuadro, sabes. En el palacio. Y en el cuadro estás tú, y
están Inés y Pablo, y hay muchos, muchos otros cuadros como el de ustedes… -

-¿Y lo retirarás de la pared?- Yo suspiré.

-Ojala pudiera, de verdad, ojala pudiera. Pero el alambre que lo sostiene es demasiado
fuerte-

-Entonces tendrás que cortarlo- me dijo.

Afuera, en el cielo, apareció una sombra negra que volaba en círculos. Joaquín también la
vio y me apartó de la ventana.

-Ahora vete- susurró- antes de que venga y te descubra aquí. Mañana veremos-

Ese día, después en la cena, Pablo dijo:

-Pensamos que tal vez hoy podríamos jugar a algo juntos. ¿Oyes como el viento rodea la
casa?-

Me quede escuchando. -¡Hmm!-

-En noches como ésta hay que sentarse bajo una lámpara, comer papas fritas y jugar a un
juego- declaró Pablo. Yo asentí, pero no sin cierto malestar. La foto en blanco y negro de
Inés, Pablo y Joaquín se me había grabado en la mente y me roía como una rata.

Le ayudé a Inés a lavar los platos, mientras Pablo buscaba algo en el living. Entre tanto, yo
ya sabia perfectamente donde iba cada cosa-

-¿Qué sucede?- me preguntó Inés.- Te ves tan… tenso-

-¡Oh! No- repuse enseguida- Parece, nada más.- Ella me miro de soslayo.

-¿No te sientes bien? ¿Estás incubando algo?-

-¿Incubar?- sonaba gracioso.- Noooo, no creo, Ni una enfermedad, ni un huevo, nada de


nada.- Inés se rió.
-Bueno, entonces ven conmigo. A juzgar por el alboroto que proviene en el living, Pablo ya
debe haber encontrado lo que buscaba.- Y así era.

Cuando entramos en el living, tragué saliva, ya que mis mas horribles temores se habían
confirmado: todo era exactamente igual que la foto. Solo, que, por supuesto, no en blanco y
negro.

La lámpara colgaba bien baja irradiaba su luz cálida, sobre la mesa había un tablero de
juego con un montón de piezas pequeñas, e incluso Pablo estaba revoleando los ojos.

-Se había metido detrás del armario- dijo tosiendo, exageradamente.- Acabo de tragarme
unos dos kilos de polvo-.

Me senté en una punta del sillón. Se me aflojaban las rodillas. Afuera, el viento arreciaba
contra las persianas, golpeándolas como si estuviese intentando hacer música.

-Joaquín era demasiado pequeño para jugar- comentó Inés, señalando hacia el tablero con
un gesto.- Pero quería jugar siempre, si o si. Siempre se quedaba mirándonos. Le
encantaban todas esas piezas de colores. Ahora… - comenzó a decir, pero no continuó.

Yo sabía lo que estaba pensando.

-Ahora tendría edad suficiente como para jugar- dije. Ella asintió, y yo sentí que el aire
comenzaba a escasear. Respiré hondo, pero no sirvió de nada.

-¡Juan!- exclamó Pablo.- ¿Qué sucede?-

-Nada… yo-dije jadeando.- Solo tengo que encontrar el inhalador…-

De pronto, vi a Pablo arrodillado enfrente de mi y sentí alrededor de mi hombro un brazo


que debía de ser el de Inés. Mis dedos hurgueteaban febrilmente en mis bolsillos. Por fin
encontré el tubito, lo extraje, un solo disparo del vaporizador bastó para que se me pasara
todo. Me quedé sentado en mi esquina del sillón, aun jadeante.

Luego miré a Inés, después a Pablo, después otra vez a Inés. Ellos me miraban abriendo
bien grandes los ojos, preocupados. Ahora si que todo había terminado. Ahora tendría que
confesárselo. Ahora me devolverían al asilo por mal funcionamiento.

-A… asma- alcancé a decir en un hilo de voz aguda como un silbido, y después no me salió
nada más. Pablo asintió, y para mi sorpresa, Inés dijo:

-Claro. Ya lo sabemos-

-¿Ustedes lo… lo saben?-

-Ese es uno de los motivos por los cuales nos permitieron traerte con nosotros, a pesar de
que vivimos tan lejos del asilo. Porque el aire de aquí es bueno para ti-

-Pero…- balbuceé- pero…-. Inés se llevó el índice a los labios.


-Pero ahora debes prestar muchísima atención- dijo- y aprender las reglas del juego. Pablo
no ve la hora de poder explicárselas a alguien. Es que las comprendió recién anoche.-

Pablo le arrojó un pedacito asqueroso de plastilina.


Capítulo 6
En el que me encuentro con el Sinnombre, subo unas

escaleras y comienzo a caer.

-Estuve a punto de ganar- dije.

-¿En serio?- Joaquín arqueó las cejas. Estábamos sentados en la cama, uno al lado del otro.

Afuera el cielo seguía arreciando, a pesar de que ya había amanecido y, al fin y al cabo,
había tenido una noche entera para desfogonarse. Pero no, no se cansaba, y en este lugar
donde las ventanas no tenían cristales, barría por la habitación como un animal inquieto e
invisible.

Allá afuera, en la torre, el viento había doblado una rama de la enredadera, y noté que ya
no le crecían más flores. La tormenta debía de haberlas arrancado. Lamentándome, miré a
mí alrededor en busca de aquellas florcitas blancas y oscuras, pero aquí en la habitación
adoptiva no estaban.

-¿Por qué no ganaste?- quiso saber Joaquín. Yo me encogí de hombros.

-A Inés la dejé ganar. Y lamentablemente, Pablo ya se había quedado muy atrás.-

-¿Por qué?-

-¿Por qué Pablo quedó muy atrás? Es que juega bastante mal; por eso, supongo. No piensa
mucho-

-No- Joaquín meneó la cabeza de tal modo que sus cabellos rojos flotaron en todas
direcciones.

-¿Por qué la dejaste ganar?- ¡Qué pregunta!

-Ni siquiera pertenezco del todo a este lugar- respondí- Como voy a tener el tupé de
ganarle- . Joaquín rió.

-Estas totalmente loco ¿lo sabías?-

-¡Para ti es fácil!- le respondí molesto.- ¿Tu que sabes? Nunca estuviste en un asilo ¿O sí?
Siempre tuviste a Inés y a Pablo, los dos para ti solo, mientras estuviste viv…- Me llevé una
mano a la boca. Últimamente parecía hacerlo todo el tiempo.

-Perdona… No quise…- Pero Joaquín se limitó a contemplarme, pensativo.

-Tienes razón- dijo- Yo siempre tuve padres. Mientras estuve vivo.-


-Pero ¿Y ahora? ¿Extrañas mucho todo eso? Digo jugar con ellos por las noches, comer
bastoncitos de pescado quemados y… - Joaquín meneo la cabeza.

-Tú crees que estoy celoso porque ahora estas aquí y haces todas esas cosas-dijo-Pero no es
así.- Tomo mi mano y la apoyó con pecho. Era frio, helado, como el viento y la habitación y
la cama de hierro.

-Todo eso ya no significa nada para mí- susurró- Yo ya no estoy triste, no tengo hambre, ni
estoy enfermo. ¿Comprendes?

-Tal vez- le respondí con otro susurro.- Joaquín ¿Qué pasara si… si algo me sucede? ¿Si el
Sinnombre me… ?-carraspeé- … ¿Si el Sinnombre me mata?-.

-Serás un pájaro, como todos allí. Te quedaras en la tierra de las colinas y los bosques.-

-No se oye nada mal- opiné, tratando de reír.- El apoyó un dedo sobre mis labios.

-Aún n ha llegado tu hora- replicó- Y ojala que pase mucho tiempo antes de que llegue. Tu
lugar está aquí, con Inés y con Pablo. Alguien tiene que cuidar de ellos cuando yo ya no
esté. Prométeme que lo harás-.

-Sí- murmuré.- Lo haré.-

Y antes de extender la mano hacia el cuadro del que había salido la última vez, volví a
estrechar mis brazos al cuerpo frio, frio de mi hermano.

Al otro lado del vidrio el mundo seguía siendo únicamente blanco y negro, y en mi mano
seguía poseyendo la pluma cuyo influjo seguía.

Mientras atravesaba el corredor hasta el final, me pregunte por que nunca me había puesto
a observar el resto de los cuadros que colgaban de las paredes en la habitación adoptiva.
Claro, no sabía en qué orden iban, pero tal vez podrían haberme adelantado mucho de lo
que iba a ocurrir.

Y tuve que confesarme que simplemente tenía demasiado miedo. Miedo de descubrir en
uno de los cuadros a mi propio cuerpo, inmóvil y frio; miedo de ver un cuerpo que ya no
me perteneciera.

Y entonces volví a recordar las palabras de Joaquín: “Aún no ha llegado tu hora”.

No, no había llegado, y si hubiese podido pedir algún deseo en aquel corredor en blanco y
negro, frio y vacio, habría pedido volver a estar muchas veces mas sentado en la hamaca
que estaba en el jardín de los Ribbek.

La pluma me hizo doblar en una esquina detrás de la cual el corredor se terminaba en


forma abrupta. Tropecé dentro de una sala enorme cuyo cielo raso estaba tan alto que
apenas si podía distinguirlo. Al echar la cabeza hacia atrás, vi unos vahos de neblina
fluyendo en todas direcciones. Hacia tanto frio en este lugar que me rodeé el cuerpo con los
brazos. Podía oír cómo me castañeteaban los dientes. Ahora la pluma me tironeaba como
loca; tuve que hacer grandes esfuerzos para no correr. La pluma me arrastraba por el
medio del salón, por un camino recto de azulejos negros. Era como si alguien hubiese
dispuesto ese camino negro especialmente para que yo lo transitara. Anduve algo rato
antes de poder distinguir lo que había al otro lado de aquel enorme salón.

Allí se elevaba un trono de piedra cuyo azulejo era tan rojo como la sangre, y tan azules
como el horizonte sobre el mar. La fuerza de aquellos colores repentinos me hizo
pestañear. Afirme las piernas en el piso para no ceder al influjo de la pluma y precipitarme
sobre el trono. Entonces comprendí por que esa pluma me había asistido cuando el anhelo
amenazaba con asfixiarme en el jardín del palacio. Comprendí porque había abierto por mí
el portal plateado y porqué me había guiado a través de los corredores; comprendí por que
me tironeaba con tanta impaciencia.

Quería regresar con su amo. Porque allí estaba él, sentado en su trono rojo sangre y azul
horizonte, observándome desde lo alto. No dudé ni un instante de que era él, a pesar de
que ya no tenía la apariencia de un águila negra. Quien estaba sentado frente a mí, era un
león poderoso, tres veces más grande y fuerte que un león común y níveo como… en fin,
como solo la nieve lo es; aunque ni siquiera la nieve es tan pura y tan inmaculada como lo
era el pelaje del Sinnombre.

-De modo que aquí estas- ronroneó. Su voz era suave como una mata repleta de
marimoñas, y sonreía.- Ni siquiera me hizo falta buscarte. Has venido tú solo hacia mí.-

Quise replicarle algo, quise gritarle, insultarlo, pero mi garganta se había secado de golpe y
la lengua no me obedecía.

El Sinnombre siguió sonriendo para sus adentros y comenzó a lamerse sin apuro su pata
delantera. Mientras lo hacía, yo pude observar sus colmillos enormes y centelleantes y su
garganta roja como la sangre y como los azulejos de su trono.

Una vez que hubo terminado de lamerse la garra, volvió a mirarme, ahora con la cabeza
ladeada y un interés cansado en los ojos, que era iguales a los que tenía cuando adoptaba la
apariencia de un águila: amarillos, ardientes, y crueles.

-¿De modo que has venido a liberar a tu hermano?- preguntó.- ¿Pensaste que no sabía que
estabas en camino? ¿Pensaste que no te había visto surcar el cielo con los pájaros?
¿Pensaste que no me había encargado de que lograras atravesar a salvo el jardín del
palacio? ¿Y pensaste que no había escuchado como te susurraron mis amiguitos
enjaulados?-.

Yo seguía sin poder replicarle nada. Solo estaba ahí parado, contemplándolo a él, al
Sinnombre, temblando. Aunque esta vez no era de frio. Era el temor lo que me hacía
temblar. Si, sentía temor. Sentía tanto temor que mis pensamientos se congelaron, tal era
el temor que sentía que ya solo pensaba en una cosa: emprender la retirada. Huir.

Ya había perdido todo mi coraje. Quizá nunca lo había tenido. Pero no podía huir. Ya no.
No había ninguna parte adonde hubiese podido escapar.
-Tu viaje acaba aquí- dijo el Sinnombre, riéndose en voz baja.- Y lo sabes. ¿Tengo razón?
Lo supiste todo el tiempo, igual que yo.-

Se puso de pie, se estiró y bostezó profusamente, como acostumbran los gatos. Después
descendió lentamente de su trono y se dirigió hacia mí, apoyándose sobre sus
aterciopeladas patas de un blanco inmaculado. Cada vez que tocaban el suelo, sus garras
dejaban unas manchas color purpura como charcos de sangre. Quería salir corriendo de
una vez, pero el miedo me atornillaba en el lugar.

-Lo sabías- repitió- Y sin embargo, viniste.- Ahora estaba muy cerca. Me miró desde arriba.

-Eso demuestra que tienes coraje- dijo.- O que eres un tonto-.

Y entonces alzó su garra enorme. Sus zarpas inmaculadas lanzaron destellos sobre mí.
Forcé a mis pensamientos a derretirse y dejarse pensar otra vez.

-¿Qué podía usar para defenderme?-

¡La pluma! Si era lo suficientemente diestro, tal vez lograra clavar su cálamo filoso en la
cara del Sinnombre… Alce la mano, y entonces vi que ya no era una pluma lo que sostenía
entre mis dedos. La pluma había cambiado de apariencia junto con su amo. Lo que estaba
alzando para defenderme ya no era otra cosa que un mechón suave y mullido de pelusa
blanca.

En ese momento, el Sinnombre llevo la cabeza hacia atrás, de modo tal que su melena larga
y blanca quedo flotando a su alrededor, y después se echo a reír. Se rió con una risa
estremecedora, larga, sonora y consiente de todo su poderío. Seguramente habría sentido
aun más temor, de no haber sido porque era imposible sentir más del que ya sentía.
Mientras continuaba riéndose, el Sinnombre, saltó.

Yo me corrí automáticamente hacia un costado, por lo que en ese primer salto no acertó a
tirárseme encima. Pero l segundo salto si me alcanzó, y con sus garras enormes me dio un
zarpazo en la pierna derecha, abriéndome un tajo de arriba abajo. No sentí dolor alguno;
todavía tenía demasiado miedo como para poder sentir otra cosa.
Pero si alcancé a notar la sangre que me corría por la pierna. Era increíblemente cálida en
medio de aquel frio helado que me rodeaba. Me puse de rodillas y logre deslizarme como
un pan de jabón diera del alcance de aquellas garras blancas: simplemente era demasiado
pequeño como para que pudiera sujetarme con comodidad.

Parecerá una locura, pero cuando el Sinnombre salto sobre mí por tercera vez, yo me puse
a pensar si mi sangre estaría lo suficiente caliente como para emanar vapor. Y me pregunté
si aquellos vahos de neblina en el cielo raso del salón provendrían del calor de la sangre
vaporosa de todos aquellos de por voluntad propia habían llegado hasta aquí para liberar a
sus hermanos y hermanas y no lo habían conseguido.

Después, el gigantesco cuerpo blanco se abalanzó varias veces sobre mí, y la mirada de sus
ojos apago cualquier otro pensamiento. Esos ojos me quemaron el corazón, llenándolo de
agujeros, y se me clavaron en el alma como dagas ardientes. Esta vez me había atrapado.
Apoyó su garra sobre mi pecho y me presionó con tal fuerza contra el suelo que comenzó a
faltarme el aire.

-Bien- dijo.-Ahora, dile adiós a tu mundo-. Yo jadeé y tosí y luche desesperadamente por
aspirar un poco de aire, y mis manos, que aun estaban libre, comenzaron por si solas a
revolver en mis bolsillos. Que absurdo, pensé. Estoy por morir y mis estúpidas manos se
preocupan por encontrar el inhalador para el asma. E incluso lo encontraron. El
Sinnombre abrió sus fauces, repletas de diente centelleantes, y ya estaba por clavármelos
en el cuello cuando mis dedos se aferraron absurdamente al tubito de metal. Aquí estoy, a
punto de morir devorado mientras me aferro a un inhalador que podría salvarme de morir
asfixiado, pensé. Que decididamente ridículo. Pero entonces una idea me atravesó como un
relámpago. Extraje el inhalador de mi bolsillo.

El Sinnombre ya estaba por rozarme la cara con la suya, ya sentía su aliento frio en las
mejillas, cuando de pronto alcé el inhalador de golpe, lo apunté hacia esos crueles ojos
amarillos y presioné el atomizador un par de veces seguidas, un segundo antes de que la
poderosa mandíbula del león alcanzara mi cuello.

Sacar el inhalador, apuntar dentro de su boca, disparar… había tenido que hacerlo tantas
veces y con tanta prisa que ni siquiera necesitaba detenerme a pensar como apuntar. Un
rugido estridente y furioso rompió el silencio cuando los dientes me dieron un mordisco.
Erraron su objetivo, pero me acertaron en el hombro y se me incrustaron profundamente
en la carne. Mi grito se entremezclo con el del Sinnombre. Era como si el aire a nuestro
alrededor fuera a resquebrajarse.

Volví a alzar el tubito y volví a disparar, al tiempo que retrocedía arrastrándome como una
foca. El león blanco manoteaba como loco a su alrededor, pero ya no podía ver hacia donde
se dirigían sus golpes. El inhalador no podía causarle mayores daños, pero al menos lo
cegaría unos instantes… tal vez el tiempo suficiente como para permitirme escapar. Si
hubiese hado un lugar adonde escapar.
Intenté un par de veces ponerme de pie, pero fue en vano. Seguí recibiendo un montón de
golpes y zarpazos ciegos hasta que por fin lo logré, y comencé a retroceder, alejándome
tambaleante de la bestia enfurecida. En algún momento choque contra una pared. Yo no se
podía seguir. Me habría quedado quieto, sin saber que hacer, de no haber sido porque en
ese momento oí un ruido. Fue un ruido casi imperceptible, era casi un milagro que hubiese
podido oírlo en medio de los rugidos furiosos del Sinnombre. Alcé la cabeza. Y entonces vi
allá arriba, entre los vahos de neblina, y en la ventana había dos manchas coloridas, una
verde y otra amarilla: eran pájaros.

Era casi, increíble, pero una escalera con peldaños de plata conducía hacia la ventana; sin
que yo me diera cuenta, mi espalda había chocado con ella.

El león blanco parecía estar recuperándose. No había tiempo que perder. De modo que me
aferre a la escalera y trepe por ella lo más rápido que pude. Al llegar mas o menos a la
mitad, volví a mirar hacia atrás: abajo el león, mirándome. Meneos la cabeza un par de
veces, visiblemente malhumorado, ya que sus ojos seguían lagrimeando.

-¡Espera!- rugió.- ¿Acaso crees que puedes escaparte mí? ¡Esa escalera no te llevara a
ninguna parte! ¡Ni hacia tu hermano ni hacia tu libertad!-.

Sentí que aflojaban mis fuerzas. Ahora me sobrevenían todos los dolores que no había
tenido tiempo de sentir antes. La herida abierta en mi pierna me ardía como el fuego, y
apenas podía mover el brazo en cuyo hombro había hundido sus dientes el Sinnombre.

Seguí subiendo, cada vez más lentamente. Ya no volví a mirar atrás. Sabía que, en cuanto
recuperase la vista, el níveo león se transformaría en águila negra como la noche para
desplegar sus alas enormes y venir a buscarme…

Pero allí arriba, en la ventana, estaban esperándome el pájaro amarillo y verde. Y detrás de
ellos vi el cielo azul. La ventana no era otra cosa que un agujero cuadrado en la pared, y
detrás de ella estaba la libertad. Cuando llegue al final de la escalera, los pájaros
remontaron vuelo y se alejaron. Sin embargo, alcance a reconocer a uno de ellos: La-
Arveja-Amarilla-de-Santorini. ¿Qué la había traído hasta aquí, hacia este lugar al que
ningún pájaro se había atrevido a llegar? ¿Y por que había traído consigo a aquel pájaro
verde?

Me arrastré hasta el agujero de la ventana, jadeante, y miré hacia afuera. Lo que vi me dejo
aturdido como un golpe que se recibe en forma inesperada. El Sinnombre tenía razón. Esa
escalera no llevaba a ninguna parte. Afuera, el muro caía tan abruptamente como adentro,
y allá abajo, en lo más profundo, había otro patio interior en cuyos azulejos me caería,
partiéndome en mil pedazos como el plato que había roto en casa de los Ribbek. De un lado
me aguardaba el piso duro hecho de blancos anhelos y negras tristezas; del otro, las garras
y los dientes del Sinnombre.

Probablemente no haya permanecido demasiado en el agujero de la ventana, allá arriba,


por encima del mundo. Pero a mí me pareció una eternidad. Y en esa eternidad tomé una
decisión. No iba a darle al Sinnombre el gusto de matarme. Si tenía que ser, lo haría yo
mismo. De modo que, haciendo un último esfuerzo, me arrastré hasta el borde del muro,
hasta ese lugar en donde se tocaba con el aire de la inaccesible libertad y me deje caer al
vacío.

-¡Juan!- oí gritar a Inés. -¡Juan!-. Y después un poco más lejos:

-No lo entiendo. Esta mañana estaba todo bien. Solo tenía ese asunto del asma, bueno,
pero salvo eso… No me explico lo que pasó. ¡Oh, Pablo! Cuando llegué a casa, estaba tirado
aquí, en medio del pasillo… ¡Menos mal que hoy cerré la tienda más temprano! Quien sabe
cuánto tiempo haría que estaba aquí tirado…-

-¿Cuánto tiene?- pregunté la voz de Pablo. No pude descubrir en ninguna parte los rostros
pertenecientes a las voces. A mí alrededor, todo estaba oscuro.

-Cuarenta y uno y medio- dijo Inés- ¿Dónde se habrá pescado esto, tan de repente?-

-Probablemente de alguno de los hijos del vecino- respondió Pablo.- Voy a llamarlos por
teléfono y les voy a preguntar… Y donde está el numero del doctor… ¿Cómo era que se
llamaba?-

-…Compresas- respondió Inés, en forma inconexa.- Compresas frías en las pantorrillas…-

Sus voces fueron apagándose, se hundieron en la lejanía, y un silencio espero y algodonado


me envolvió.

Más tarde sentí que alguien me ponía algo frio y redondo sobre el pecho. Una mano
presionó el estomago y me llevo el mentón al pecho. Una voz de hombre desconocida dijo
algo que no entendí. Tal vez solo estuviese soñando. Una vez María había dicho que poco
antes de morir a uno le vuelve a pasar toda su vida por la cabeza. Pero ¿en qué momento
habían aparecido en mi vida esa voz tan extraña y esa mano?

Más tarde noté que alguien me sostenía en brazos, no podía decir quién era ni si aquello
también pertenecía a un pasado que no recordaba. ¿Serian mi madre o mi padre en éste,
mi final? Pero cuando una voz volvió a penetrar en mí y llego hasta mi oscuridad, esa voz
era de Inés, que me preguntaba:

-¿Qué sucedió, Juan? ¿Qué fue lo que sucedió?-

-Estoy cayendo- alcancé a decir débilmente. ¡Qué cansado estaba!- ¿Sigo cayendo todavía?-
Después volví a caer en la nada. Quizá todo había terminado ya. Por fin, pensé, agotado. Y
me anidé en la nada como un erizo al comenzar el invierno, y me dispuse a esperar. A
esperar hasta despertarme transmutado en pájaro blanco con pintitas violetas para
continuar siendo pájaro por siempre.
Capítulo 7
En el que termino de caer y conozco el interior de una nuez

Al volver nuevamente en mi, era de noche.

Sabía que era de noche porque la oscuridad a mi alrededor era diferente de la negrura que
me había rodeado antes. En esta oscuridad había manchas de luz de las luces de la calle,
que fluían a través de la ventana y se depositaban sobre la alfombra tejida que estaba junto
a la cama.

Algunas partículas de luz habían llegado hasta los libros de los estantes y parecían pegadas
a sus tapas como si fueran pequeñas babosas lectoras. Bajo la cubierta de la cama encontré
a Lucas, mi viejo perrito de felpa, y hundí mi nariz en su pelaje raído.

-Lucas- susurré.- Estoy aquí. Y, sin embargo, esto cayéndome de una ventana ¿no es
extraño?- Intenté incorporarme. Recién lo logre al tercer intento. Me dolía casa centímetro
de mi cuerpo y había perdido todas mis fuerzas. Me quede mirando fijamente la oscuridad.

-Lucas- proseguí.- Tengo que acabar de una buena vez con esto. Quiero decir: tengo que
acabar de caer. Siento la cabeza tan pesada. Quiero llegar debajo de una buena vez.- Pero
ahora comprendía: si no me encargaba yo mismo de hacerlo, seguiría cayendo por toda la
eternidad. De algún modo había salido de uno de los cuadros y llegado hasta aquí, pero
mientras no regresara, mi historia en el palacio del Sinnombre no podría continuar.

Sobre la mesita de luz había un termómetro y una caja de remedios. Evidentemente, los
Ribbek pensaban que estaba enfermo. Sonreí.

Después volví a dejar a Lucas en la cama, atravesé en puntas de pie la habitación y abrí la
puerta. Tuve que sostenerme del marco para no caerme. A mi alrededor, todo daba vueltas,
la habitación se mecía como un barco en alta mar y las paredes parecían ondularse hacia
adelante y hacia atrás alternativamente. Me quede al acecho. Todo estaba en silencio.
Desde algún lugar de la casa, en el piso de abajo, alcanzaba a oírse el tictac de un reloj. Inés
y Pablo dormían.

Camine descalzo hasta la puerta de la habitación adoptiva, apoyándome contra la pared.

Joaquín también estaba durmiendo en su cama de hierro. Avancé a tientas hasta estar
frente al cuadro que me representaba cayéndome en el aire, a mitad de camino entre el
cielo y la tierra.

Sentí el viento en mi pelo y oí a mis espaldas un último rugido furioso del león. El piso de
azulejos del patio salió a mi encuentro a toda velocidad. Y entonces sucedió algo extraño.
Comencé a remar con los brazos. Y de repente, me di cuenta que mi brazos ya no eran
brazos. Aquello con lo cual estaba remando eran alas, unas alas blancas con pintitas
violetas. De modo que esa era la manera de volver a conjurar el hechizo: simplemente
había que tirarse de algún lado. Claro, pensé. En cuando toque la tierra, volví a adoptar
forma humana. Y ahora que la había abandonado, sucedía lo contrario

Comencé a agitar mis alas, desesperado. Me costaba un enorme esfuerzo mover una de
ellas: era la que correspondía al hombro que me había mordido el Sinnombre. Debería de
dar un espectáculo penoso volando por el cielo así, serpenteando. Pero al menos había
dejado de caer. Comencé a ganar altura, remonté vuelo tambaleante, como si fuera una
mariposa que se había vuelto demasiado grande, y finalmente me hallé a una altura
suficiente como para pasar por encima de los techos relucientes del palacio. Debajo de mí,
el jardín danzaba; apenas si podía mantener el equilibrio en el aire: pendía altura, volví a
remontar, volvía a perder altura…

Los dolores que sentía en el hombro eran filosos como cuchillas de carnicero y casi me
cortaban la respiración. Pero ahora no había tiempo para problemas respiratorios. No
sabía adónde volaba, no sabía si tenía algún sentido, pero tenía que continuar, tenía que
continuar mientras pudiera.

Por momentos mi cabeza se tornaba tan liviana que pensaba que se me volaría sola, y en
otros se ponía tan pesada que temía que se me desprendiera y se cayera. Y entonces vi la
sombra. Ya estaba justo sobre mí. Antes de que pudiera hilvanar un pensamiento
coherente, se precipito hacia abajo. Me quede esperando el dolor de sus garras
castigándome, el grito triunfante del águila enorme y negra de ojos amarillos… Pero -
extrañamente- todo sucedió en forma absolutamente silenciosa.

Algo me había atrapado, en eso tenía razón. Solo que me atrapó con gran suavidad.

Iba colgando de sus garras como un trapo mojado… y poco después sentí que me
depositaba cuidadosamente sobre algo blando, como paja. Quise alzar mi cabeza para ver
donde estaba, pero me quede dormido en el acto.

Cuando volví a despertarme, yacía bajo la manta, junto a Lucas, sin saber cómo me había
arrastrado desde la habitación adoptiva hasta allí. Afuera estaba amaneciendo. Creo que
dormí dos días y dos noches enteras, durante los cuales solo me desperté en un par de
momentos irreales.

-Tienes que dormir mucho para sanarte- dijo Pablo.

El extraño regresó. Era el médico.

-Es el hombro- intenté explicarle.- El hombro y la pierna.- Pero mi voz era tan débil que el
médico apenas podía oírla.
-¿Qué sucede con tu hombro?- indagó amablemente, al tiempo que levantaba la manga de
mi pijama.

-Un león- susurré. –Un león enorme. Sus dientes no lograron darme en el cuello, pero se
me clavaron en el hombro. ¿Acaso no ve la sangre?

El médico se volvió y le murmuro algo secreto a Pablo. Seguramente pensaba que yo no lo


entendía. Pero lo que yo no podía era hablar; escuchar, escuchaba perfectamente.

-¡Esta fantaseando!- dijo el médico.- ¡Un león!- agregó meneando pacientemente la cabeza.

-¡Y la pierna!- pregunté. -¡Míreme la pierna! ¡Esta abierta de arriba abajo! ¡Me lo hicieron
esas garras enormes!-.

Pero el médico tampoco pudo hallar por ninguna parte esa enorme herida de mi piel
desgarrada, y eso me hizo pensar que los médicos entienden muy poco. Pero muy pronto
hube de comprobar que Pablo e Inés tampoco veían mis heridas. Eran heridas invisibles…
invisibles para las personas de este mundo. Pero ¿Cómo habrían de curarse si nadie creía
en ellas? ¿Quién las vendaría?

Cuando me despertaba, casi siempre había alguien a mi lado. Inés me ponía paños fríos y
bolsas de plástico heladas en las piernas y alrededor del cuerpo, Pablo me hacia tomar los
remedios. Inés me cantaba para que me durmiera cuando la cabeza me dolía tanto que se
negaba a soñar. Pablo me leía historias que siempre oía hasta la mitad porque después
volvía a quedarme dormido. Y una vez me levantó de la cama en plena noche, me llevó al
baño y me dijo:

-Bien, vamos a ver si usando agua fría logramos asustar a la fiebre de una buena vez-. Me
depositó en la bañera y me duchó con agua tan helada que me hizo gritar. Pero parece que
tenía razón, a la fiebre tampoco le gustó, ya que después del baño de Pablo anunció
alegremente que había bajado.

Me frotó hasta secarme, volvió a llevarme a la cama y quedó sentado junto a mi hsata que
los ojos se me volvieron a cerrar.

-Joaquín estuvo tan enfermo alguna vez- le pregunté a Inés cuando vino a traerme un plato
de sopa. Ella se quedó pensativa.

-Cuando tenía tres años, creo –respondió, por fin.- Me pasé horas enteras sentada en el
borde de su cama; me sentía cada vez más y más cansada y él no se curaba… Esa vez nos
asustamos mucho.

Se rió con una risa suave, triste.

-Por supuesto que se curó y volvió a correr por el jardín y a chillar cuando Pablo quiera
atraparlo… - Al menear la cabeza, su pelo rojo suelto voló hacia todas partes… igual que el
de Joaquín.
-¿No es extraño, Juan?- preguntó. -¿Qué después me dijeran “se murió”, así, de golpe?
¿Sin que hubiese estado enfermo? ¿Solo por haber cruzado la calle en el momento
equivocado?- Yo asentí, deje la cuchara y busqué la mano de Inés.

-Algún día dejaras de estar triste- dije. Si soy lo suficientemente fuerte, pensé. Si lo
consigo. Pero eso no lo dije.

A los dos o tres días, Inés dijo que era lunes y que tenían que volver a ir a trabajar porque
ya habían faltado el viernes.

-¿Por mi?- me asombré.

-Caro, pavote- respondió Pablo en tono amistoso.- ¿O acaso crees que nos tomamos el día
para contar de una por todas cuantas briznas de hierba hay en el jardín? ¿O cuantas flores
blancas y violetas hay en la enredadera que trepa el muro?.- Me cubrió con una manta y
puso gesto severo.

-Pórtate bien y quédate en la cama- dijo.- No vayas a querer emprender un viaje al África o
algo parecido.-

Una vez que se hubieron marchado, me vestí, ya que no quería aparecer en pijama en el
palacio o donde fuere, y después me deslicé sin hacer ruido hacia la habitación adoptiva.

-Dios mío- dijo Joaquín- ¡De modo que aún existes! Pensé que te habías disipado en el aire
o algo así. ¿Qué paso?- Por un momento pensé enojarme. Pero después observé la
expresión en el rostro de Joaquín y me di cuenta de que estaba preocupado de verdad.

-Es difícil de explicar lo que paso- respondí.- Estaba enfermo; en realidad, estaba cayendo.
Y alguien me atajó, pero todavía no sé donde estoy, y además Inés y Pablo no se separaban
ni un minuto de mi lado…- Joaquín asintió, después meneo la cabeza y finalmente se
encogió de hombros.

-En fin. Lo importante es que has vuelto-.

-Sí- dijo yo.-Pero no por mucho tiempo. Porque ahora tengo que ir a fijarme quien me
salvo. Si es que lo hizo.- No vi en ninguna parte un cuadro con un pájaro grande que lleva
en sus garras a uno blanco, más pequeño, ni tampoco un cuadro con un colchón de paja.
Pero sin decir nada, Joaquín señaló un cuadro.

-Saliste de éste-. Colgado de la pared contra la cual estaba apoyada la cabecera de hierro de
la cama había un cuadro con un árbol tan alto que hacía parecer al resto de los arboles. La
copa del árbol era pequeña y chata, como si fuera una nube diminuta apoyada sobre un
tronco interminablemente largo y estilizado. A través de la nube de hojas se distinguía en
forma casi irreal una suerte de esfera pegada a una rama.

-Un nido- comentó Joaquín.- Caíste en un nido.-

-Más bien parece una pelotita de tenis- opiné yo.- Pero lo averiguaré enseguida.- Y así lo
hice.
La paja debajo de mi me hizo cosquillas y abrí a modo de prueba. Reinaba la misma luz
tenue que había durante los últimos días en mi habitación de convaleciente. Cuando abrí
el otro ojo, también me di cuenta de que la poca luz que entraba provenía de una cantidad
de agujeritos que había en el techo que me cubría. Saqué mi cabeza del ala (todavía seguía
siendo un pájaro) y mire con mas atención a mi alrededor. Me encontraba en una
habitación diminuta, absolutamente circular. Más o menos así debía de verse el interior de
una canica. Se era hueca y estaba agujereada, se trataba de una canica que solo servía para
arrojarla a la basura. Esa idea me hizo reír.

-¡Hola!- dijo alguien a mi lado a quien hasta ese momento no había notado.-Te
despertaste-.

-Eso… eso creo- respondí, cohibido, mientras me disponía a contemplar en la penumbra


mi desgreñado interlocutor. Su plumaje no posea un color definible. Era algún tono entre
marrón, gris y verde, y la clase de pájaro a la que más se asemejaba era al buitre. A un viejo
buitre.

-Soy Juan- le expliqué en tono amable.- ¿Y usted quién es?-

-¡Oh! Eso no viene al caso ¿Qué son los nombres, al fin y al cabo? En estos pagos me
llaman el pájaro nuez, pero he tenido muchos otros nombres. Muchos nombres y muchas
vidas… - Su voz se perdió en un acceso de graznidos de tos.

-¿El pájaro nuez?- pregunte- ¿Por qué?- El pájaro hizo oír su risa áspera.

-Porque allí adentro es donde estamos- explicó- Por eso.-

-¿Adentro de qué?-

-Adentro de una nuez. Nos encontramos en el interior de una cascara de nuez gigante.
¿Sabes? Este árbol da una sola nuez en la vida una única y enorme nuez. Y como esta
increíblemente alto, la cascara tiene que se a su vez increíblemente estable para que, al caer
sobre la tierra, la nuez no termine toda triturada. Incluso tiene poros ¿ves? Para que la
nuez pueda respirar, ya que su periodo de maduración es el tiempo de vida del árbol. Y el
árbol vive mucho, pero tiempo.-

-No sabía que las nueces respiraban- observé. Y tampoco le creí. El hizo un gesto
despectivo con una de sus alas.

-El caso es que, una noche, un rayo cayó sobre la nuez. Era una noche terrorífica. La
tormenta arreciaba, llovía a cantaros y el cielo escupía fuego como si fuese un dragón
furioso. Yo iba los aires, tambaleante (como tú cuando te encontré) Y un poderoso
perseguidor iba pisándome los talones. Y entonces, a lo lejos, vi el rayo. Pensé que iba a
incendiar el árbol, pero apenas hizo un solo agujero circular en la cascara de nuez. Ni
siquiera volvió a salir por el otro lado. Esta cascara debe de der la construcción mas estable
que uno pueda imaginarse, pensé. Pero tampoco pensé demasiado, sino que me deslicé por
el agujero… Adentro encontré nada más que un montoncito de cenizas: los restos de la
nuez. Pero yo estaba a salvo. Mi perseguidor se quedo un rato afuera, bramando
enfurecido, ya que el agujero era demasiado pequeño para él. Después dio media vuelta. Si.
Y desde entonces, aquí es donde vivo. – Yo infle mis plumas, que hasta el momento habían
estado pegadas a mi cuerpo.-

-Ese perseguidor… ¿Era…-

-¡Shh!- me amonestó mi anfitrión.- No lo nombres. Podría oírte. Nunca se sabe.-

-Nunca se sabe…- repetí, pensativo y pregunté: -¿Por qué me salvo?-

-No lo hice- dijo el pájaro viejo.- Te salvaste tu solo, muchacho. Lo único que hice yo fue
recogerte del aire como se recoge a una manzana madura.- El pájaro se rió para sus
adentros. “Tal vez no esté del todo cuerdo” pensé.

Me arrastré hacia la salida. Apenas si podía mover el ala, y la pierna derecha me seguía
doliendo. Mire hacia abajo, hacia la llanura. Estaba vacía. Solo unos pocos árboles
desplegaban sus copas allá abajo. Pero desde allí no ascendían trinos de pájaros y sus
ramas tampoco estaban adornadas con manchas de colores. Yo me asusté.

-¿Dónde están todos?- pregunté, temeroso.- ¿Ya partieron hacia el sur?-

-No- replico mi anfitrión- no tengas miedo. Es solo que no se reúnen aquí. Todo esta llano
y yermo. No es un buen lugar para coetáneos nerviosos-. Me quede observándolo,
pensativo. Ahora que le daba la luz del sol que penetraba a través de la entrada, el pájaro
parecía aun más viejo y gastado que antes.

-¿Y usted?- indagué- ¿No se irá con los demás?- El meneo la cabeza, alzo ambas alas y
volvió a dejarlas caer.

-Mírame- dijo- Mis alas ya hace rato que no sirven para nada. El viaje al sur es demasiado
largo para ellas-.

-Pero eso no habrá sido siempre así…-

-Antes mía alas eran orgullosas y majestuosas Pero en aquella noche de tormenta, el las
destrozó. Fue antes de que encontrara este árbol- El pájaro que en silencio, contemplando
el azul neblinoso de la lejanía como si se tratara de un sueño pesado.

-Desde entonces, me quedo aquí y me ocupo de aquellos a quienes les sucede algo
parecido. Los cuido hasta que sanan, no les pregunto nada, los dejo, que reposen.- El
pájaro suspiró.

-Tal vez sirva. Tal vez no. Jamás volví a ver a ninguno de ellos-.

-A mi sí que volverá a verme- le prometí- Vendré y le diré: Ya libere a mi hermano, ya todo


está bien. Y volveremos juntos hacia el cielo y el… Ese ya no podrá hacernos daño-. El
pájaro nuez volvió a soltar una risita.

-Seguro, hijo mío, seguro. Como que las vacas vuelen-


-¡Es en serio!- dije Yo se que hacer tengo que hacer. Solo tengo que cortar el alambre que
sostiene la foto. Esas son las cadenas de las que hablan los pájaros enjaulados en su
canción. En cuando haya encontrado el cuchillo adecuado…-

El pájaro anciano se quedó callado durante un largo rato. Finalmente dijo:

-Estas lo suficientemente sano como para volar. Así que: ¡vuela! Haz lo que te parezca
necesario. Pero déjame decirte una cosa: las cadenas de las que hablan en esa canción… Yo
también oí esas palabras de los pájaros una vez:

“Entonces; escucha: una llave deberás hallar,

Solo así las ataduras podrás soltar

Y cadenas de piedra cortar,

Pero sufrirás, sufrirás…”.

-¿Es esa?- Yo asentí.

-Esas cadenas no son los alambres- continuó.- Es otra cosa. No sé qué. Nunca pude
descubrirlo.-

-¿Cómo sabe que no son los alambres?- le repliqué, molesto. Él me acaricio la cabeza con
su ala grande y tullida.

-Porque lo intente. Por eso-

-Usted… ¿Lo intento?-

-Hace mucho tiempo, yo también penetré en el palacio para liberar a mi hermano-


respondió el pájaro anciano.- Y pensaba lo mismo que tú. Pero estaba equivocado: las fotos
no significan absolutamente nada. Más tarde comprendí que era demasiado obvias. Él es
astuto. Las colgó allí a propósito para que uno crea que son a llave del enigma. Ese error
me costó un ala. No lo cometas tú también.-

Le agradecí, aturdido. Ahora había vuelto al principio: no tenía idea de qué hacer.

-¿Para qué lado está el palacio?- pregunté.

-Para aquel lado- respondió el pájaro grande, señalando hacia el lugar con su ala
desgreñada.

-Que tengas suerte, hijo mío- Y luego extendí mis alas y deje su inusual nido. A mis
espaldas alcancé a oírlo murmurar los últimos versos de la vieja canción “…Pero sufrirás,
sufrirás…”.

Había comenzado a reflexionar sobre esas palabras cuando, de pronto, noté que me
encontraba nuevamente en la habitación adoptiva. ¿Cómo había sucedido? ¿Qué era lo que
hacia volver a aparecer aquí? ¿Y habría alguna posibilidad de preverlo? ¿Sucedía cuando
los Ribbek llegaban a casa? Meneé la cabeza, confundido. Era casi como si en algún lugar
hubiese alguien que viera todo y supiera cuando me necesitaban en el mundo de este lado
de los cuadro. Alguien que fuese como un narrador de cuentos. Pero si esto fuese un
cuento, pensé, entonces me gustaría decirle con todas las letras al narrador que algunas
cosas de su historia no me gustaban ni un poquito…

-¿En que estas pensando?- preguntó Joaquín. Estaba parado junto a mi, reclinado sobre la
ventana, ensimismado, envolviendo entre los dedos otro tallo de la enredadera sin flores.

-¡Ay! En nada- dije- Tal vez en el otoño.-

Sí, el otoño se acercaba con toda su fuerza, su viento desgarraba el mundo con avidez y se
llevaba todo lo que podía conseguir. Yo me asomé por la ventana, sacando la cabeza bien
afuera para poder ver sobre el pasto las pintitas de color blanco y violeta oscuro de las
flores rotas. Pero no se veían por ninguna parte.

-El viento sopla fuerte- dije.- Pero te prometo que lo lograré antes de que se torne
demasiado fuerte como para volar hacia el sur.- Joaquín levanto la vista y me sonrió con
tristeza.

-Tal vez- me respondió.


Capítulo 8
En el que Inés y yo vamos de compras y yo llego a una asombrosa conclusión

Un rato después volvía a cenar con Inés y Pablo por primera vez desde que me había
enfermado. Y como Inés consideraba que yo aun seguía convaleciente, trasladó la cena al
living y me sentó en el sillón tras envolverme de pies a cabeza en una manta de lana verde.

En el living había un hogar a leña que hasta entonces nunca había notado. Recién advertí
su existencia al ver el fuego encendido.

Los leños crepitaban; yo estaba ahí sentado mordisqueando mí sándwich de queso,


pensando: podría quedarme aquí sentado para siempre. Si no fuera por la cama de hierro y
la torre y el palacio de azulejos blancos y negros… entonces estaría completamente
satisfecho de poder sentarme aquí a observar las llamas. Y pensé que lindo seria poder
hacerlo.

Pero la cama de hierro, el palacio y el tirano sin nombre seguían estando, y mientras ellos
siguiesen allí, yo no podría sentarme aquí a descansar tranquilamente.

Esa noche, tirado en el piso junto al hogar encendido, le escribí una carta a Carlos.

“Querido Carlos” escribí. “Ya han ocurrido montones de cosas y no sé que mas sucederá
en el futuro. Tengo un hermano de ojos muy verdes y manos heladas. También atravesé
volando el cielo y estuve dentro de una cascara de nuez, pero eso no vas a creerlo. Si
volvemos a vernos, te lo contare mas en detalle. Si no volvemos a vernos y te dicen que yo
he muerto o algo así, no te preocupe. Me habré convertido en un pequeño pájaro blanco
con pintitas violetas y estaré volando hacia el sur junto al resto de la bandada.

No me olvides, tu Juan”

Mientras introducía la carta en el sobre, podía imaginarme perfectamente lo que pensaría


Carlos: “¡El mismo bien Juan de siempre!”, diría riendo. “Ahora sí que se chifló del todo”.

La fiebre no se atrevió a reaparecer. Y como al día siguiente Inés tenía que entrar más tarde
en la florería, primero fuimos juntos a comprar a la feria. Los dos solos.

Me dejo ir en el asiento de adelante, donde se sientas los adultos, lo cual me hacía sentir
extraño y un poco nervioso a la vez. Una cosa es atravesar el cielo volando y luchar con
enormes leones blancos. ¡Pero viajar en el asiento del acompañante…!

Para el trayecto del auto a la feria, Inés me abrigó como a un esquimal. Por supuesto que
era absurdo, ya que yo no soy un esquimal, e incluso un esquimal habría protestado con
tanto abrigo. Pero ella insistió.
-Hace frío- dijo.- Y estuviste enfermo. Ergo: si te enfriaras, volverá a enfermarte enseguida.
Ergo: gorro, bufanda y mi viaja campera gorda-.

La campera me quedaba tan larga que parecía un sobretodo, pero Inés había sentenciado
que mi campera era muy desabrigada.

-¿Qué significa “ergo”?- pregunté a través de todas mis capas de ropa.

-Significa que tengo razón- dijo Inés, tomándome de la mano. Al menos se habia olvidado
de los guantes.

Comprar en la feria era muy distinto de la manera de comprar que yo conocía.

-Por eso necesito tu ayuda- dijo Inés.- Cualquiera puede comprar en el supermercado. Ahí
voy siempre sola.-

Pero, según me explicó, ahora tenía antojo de hongos frescos y flores y aire otoñal. De
hecho, no llamé en absoluto la atención con mi traje esquimal. Con sus pañuelos en la
cabeza, las mujeres que estaban detrás de los puestos parecían estar todas con dolor de
muelas. Yo le sostenía el canasto a Inés y le leía la lista de compras.

No era asunto fácil: la letra de Inés era casi idéntica a las arrugas de las nueces que aquí
había por todas partes en grandes bolsas.

-Par de abrojos- leí y le tironeé a Inés de la manga. -Inés, ¿Qué vas a hacer con un par de
abrojos?-. Ella se inclinó sobre el papel, frunciendo el ceño.

-No- murmuró.- Dice un kilo de abadejo. Es un pescado-. Pero al llegar a la pescadería,


vacilo.

-No recuerdo haber pensado en preparar algún plato con pescado- dijo, fijándose otra vez
en el papel.

-¡Hinojos!- gritó, alzando la lista, triunfante. -¡Dice hinojos!-

Con cada pues que pasábamos, mi nariz se enfriaba mas y mas. Por supuesto que se sentía
complacida aspirar todos esos aromas a hierbas y a especias, pero ya no podía sentir lo
colorada que estaba.

-Parece que estuviésemos en invierno- dije.- Y ni siquiera estamos en otoño.- Inés se rió.

-Tal vez mañana vuelva a ser primavera de golpe-

Tomamos jugo de manzana caliente y le compramos castañas calientes a un hombre muy


viejito. El viejito me hizo recordar de pronto al pájaro nuez. Aquí estaba, tomando jugo de
manzana y pelando castañas en la feria… mientras Joaquín seguía en su cama de hierro,
esperando que yo regresara.
-¡Mira!- dijo Inés- Allá adelante van Tomás y Ana con su mama. Estuve toda la semana
pensando en pasar por su casa para agradecerles que se ocuparan un poco en ti. Cuando
intentaba llamar por teléfono a la casa, me daba todo el tiempo ocupado…-

-¡Si, si!- dije yo- esta gente habla bastante por teléfono-. Y le agradecí al cielo y al teléfono
por dar siempre ocupado. Ya no cabía la menos duda: Tomás y Ana debían ser los hijos de
los vecinos. Los hijos de los vecinos con los que supuestamente había pasado los últimos
días…

Inés se puso de puntas de pie y comenzó a hacer señas por encima del gentío.

-¡Andrea!- gritó. Yo empecé a tiritar de miedo. Porque ahora vendrían Tomás y Ana con su
madre incluida, e Inés descubriría que jamás había aparecido por su casa. De los ojos
comenzaron a brotarme lágrimas de rabia. ¡Justo ahora que todo era casi perfecto! El fuego
en el hogar y la sensación de que Inés me necesitaba para llevar el canasto y leerle la lista…
y ahora todo ese mundo estallaría en mil pedazos. Una mujer gorda de rulos rubios se puso
a hacer señas también y comenzó a dirigirse directamente hacia nosotros, conduciendo a
sus hijos a través de cajones de verdura y bolsas de condiciones.

-¡Hola!- exclamó. -¡Inés! ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos!-.

Los hijos tenían los mismos rulos rubios que la madre. Se pararon junto a ella y se
quedaron observándome.

-Que suerte que nos hayamos encontrada aquí- dijo Inés.- Hace rato que quería
agradecerles por cuidar un rato a Juan. Pero cuando los llamo siempre da ocupado…- La
miró s Inés sin entender.

-Teníamos el teléfono desconectado- explicó frunciendo el ceño.-Es que estábamos de


vacaciones. ¿No te lo había dicho?

Pensé en lo práctico que sería tener un ataque de asma en ese momento.


Pero no me pasó nada. Me quedé mirando en forma alternada a Inés y a la extraña. La
sonrisa se borró del rostro de Inés y yo me hice lo mas chiquito que pude. Todo había
terminado.

-Estaban… estaban… Dios, ahora me acuerdo- dijo en voz muy baja- Claro, es verdad. Me
lo dijiste. En Grecia, ¿no? ¿Estuvieron en Grecia?

Tomás y Ana asintieron, orgullosos, y Tomás me saco furtivamente la lengua.

-Estamos muy bronceados- dijo Ana, extendiendo los brazos-

-Siempre volvemos bronceados de nuestras vacaciones- dijo Tomás.- Por cierto,


dirigiéndose más a mí que a Inés.- Es que nos vamos todos los años a algún lado. Que
pálido que estás. Seguro que nunca saliste del país.-

Quise replicar algo, pero no podía porque tenía que prestar atención a la conversación que
estaba desarrollándose por encima de nuestras cabezas. Pensé que tal vez ahora tendría
que sumergirme en la multitud y huir y no regresar nunca más. Ahora Inés sabía que yo
era un mentiroso.

-¡Que idiota que soy!- la oí decir.- ¡Pero qué reverenda idiota! Andrea, ¿sabes que hice? Lo
mande a la casa de ustedes para que no estuviese solo mientras nosotros estábamos
trabajando-.

Bajo la voz hasta transformarla casi en un susurro, pero obviamente yo la oí de todo


modos.

-Y él no me dijo nada- continuo.- ¡Estuvo todo este tiempo solo y no dijo nada!-

Se puso de rodillas hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos y me observó con
una expresión muy seria.

-No querías que nos preocupáramos- dijo- ¿No es cierto? ¿Por eso hiciste de cuenta que
Tomás, Ana y sus padres estaban?-.

-¡Eh…! En cierto modo, si- le respondí, lastimero.

Yo me sentía horriblemente mal. En realidad, se suponía que debía sentirme aliviado de


que Inés no estuviera enojada. Pero en lugar de ello, me sentía avergonzado. ¡Ahora ella
pensaba que yo había mentido por pura amabilidad, y a todo esto yo ni siquiera sabía que
los vecinos no estaban!

-Es que ahora Juan vive con nosotros, ¿Saben?- les dijo Inés a los dos chicos rubios.

-¿En serio?- dijo Tomás, pero se notaba que hubiese querido decir otra cosa, alguna
maldad.

-Tal vez pronto vayan al mismo grado- dijo Inés, volviendo a ponerse de pie.
Mientras por encima de nuestras cabezas la conversación entre ambas mujeres seguía de
los más animada, Tomás me miró con desprecio de arriba abajo. En ese momento me di
cuenta de que era bastante más alto que yo. También parecía mucho más fuerte. No tanto
como Carlos, pero casi.

-¿Tu vas a pasar a sexto?- preguntó. Yo asentí.

-Qué extraño- dijo, y se quedó pensando. – Pareces tan chiquito y tan delgado… ¿Tienes
algún problema?- La hermana le tironeo la manga.

-Déjalo, Tomás- susurró.

-No tengo ningún problema- dije, y recordando súbitamente al león, extraje de i bolsillo –
Lo que tengo es asma- agregué, mostrándole el tubito como si fuese un arma. Pero no
disparé. Tomás tampoco era un león. Pero igual quedo muy impresionado.

-Asma- repitió.

-Exactamente- declaré.-Tengo asma. Y tú no.- Lo dije poniendo en mi voz todo el orgullo


que pude. Tal vez funcionara y Tomás creyera que tener asma era al buenísimo, como
tener un gameboy o una mountain bike.

-¿Inés es tu mamá ahora?- preguntó Ana. Yo meneé la cabeza.

-¡Por supuesto que no! ¡Eso no es algo que se pueda dar así, de golpe!-

Y Tomás asintió… con cierto aire satisfecho, me pareció. Entonces Inés decidió que
teníamos que irnos a casa y me arrastro con ella.

-Lo siento muchísimo, Juan- dijo en el trayecto de vuelta.- ¿Quieres ir mañana a su casa y
jugar con ellos un rato?-

-Creo que prefiero jugar solo de todas formas- respondí en voz baja.

Creo que ambos nos sentimos muy aliviados. Ella, de que yo prefiriese jugar solo y yo, de
que ella no estuviese enojada.

Una vez en casa, Inés me preguntó tímidamente si no quería dormir una siesta, ya que
estaba convaleciente y debía cuidarme. Y a pesar de que no tenía ganas de dormir la siesta,
asentí, y me fui a la cama. Cuando volví a despertar, Inés ya se había ido a la florería. Quise
ir a visitar a los manzanos antes de regresar con Joaquín a la habitación adoptiva. Tal vez
los arboles me ayudaran a reflexionar. Porque no tenía ni idea de cómo seguir.

No sabía mucho más que al comienzo, y sin embargo había viajando hasta tan lejos…

En la hamaca del jardín ya había alguien sentado. Era Pablo, meciéndose en ella, con
aspecto de estar reflexionando él también.

-Hola, Juan- dijo. –Cuando llegué a casa estabas durmiendo y no quise despertarte.-
Después me hizo un lugarcito.
-¿Quieres hamacarte un rato conmigo? Es excelente para reflexionar-

-¡Hmm! Tal vez- dije yo.

Nos hamacamos juntos un rato en aquella tarde azul, sin necesidad de decir nada, ya que
cada uno de los dos sabía que el otro estaba ocupado con sus propios pensamientos.

-Aquí estamos, cavilando- dijo Pablo en un momento, y yo asentí, y fue muy agradable que
todo fuese de ese modo. En mi cabeza sonaba la antiquísima canción de los pájaros:

“Entonces; escucha: una llave deberás hallar,

Solo así las ataduras podrás soltar

Y cadenas de piedra cortar…”

-¿Dónde buscarías una llave?- le pregunté a Pablo.- ¿Si la hubieses perdido?-

-¿Quieres decir: si no está en el cajón de las llaves? ¿O en algún otro lugar donde uno
esperase encontrarla?-

-¡Hmm!-

-Le preguntaría a Inés- me respondió.- Inés deja las llaves en los lugares más insólitos. Sin
querer, entiende. Una vez encontré las llaves del auto en el compartimiento del quedo, en
la heladera-. Deje escapar una risita.

-Pablo- le pregunté al rato. -¿Y tú que necesitas reflexionar?-. Pablo suspiró.

-Sobre un montón de cosas. Una de ellas es el trabajo en el jardín. Hoy volví a casa más
temprano para ocuparme de una buena vez del asunto. Pero el problema es que
sencillamente uno no sabe por dónde empezar. Por ejemplo: mira esa planta-. Señaló hacia
la pared de la casa, hacia el sector que estaba en el primer piso entre las dos ventanas del
pasillo.

-Yo la riego cuando hay sol, la cubro con agujas de abeto al llegar el invierno, le echo
abono… hago realmente todo lo que puede desear. Y sin embargo, no deja de perder las
flores. Florece, se llena de flores de color blanco y violeta oscuro, pero cada vez que pienso
que lo logré, vuelve a perderlas todas-.

-Es el viento- opiné.- Es que esas flores son demasiado delicadas.- Pero Pablo meneo la
cabeza.

-Todo lo contrario: esas flores son increíblemente duras- me contradijo- Y sin embargo…
Tal vez tendría que cambiar el abono. Aunque…- Pablo hizo silencio y meno la cabeza.

-¿¡Hmm!?- inquirí.

-No sé… Florece hasta en invierno. Es un ejemplar de lo mas exótico. Solo sus flores no
permanecen-
Yo me quede mirando las flores, blancas y oscuras, siempre alternadas. Me quede
mirándolas, y volvimos a hamacarnos un rato, y entonces… en forma absolutamente
repentina… me di cuenta. Empecé a sentir calor y frio, al tiempo que algo comenzaba a
hacerme cosquillas en todo el cuerpo, algo como un ejército entero de hormigas. Fue la
revelación.

-Pablo- susurré.- Pablo ¿Cuánto tiempo lleva esta enredadera creciendo?-.

-¡Oh! mucho- me respondió. -¿Cuatro, cinco años? No, más.- Frunció el ceño y se quedo
pensando.

-Sí, claro. Fue en el verano después de que Joaquín mu… de que no estuviera mas con
nosotros. O sea, sietes años-.

-¿La plantaste para él? ¿Para Joaquín?-

-No- replicó Pablo.- Para ser sinceros: ni siquiera la planté yo. De repente, un día estaba
ahí. La semilla debe de haber llegado de alguna parte, traída por el viento…-

Y mire hacia arriba, hacia el cielo azul, atravesado en es ese momento por una bandada de
gansos. La planta. La planta era la única conexión entre el mundo detrás de la puerta con el
picaporte de plata y el mundo en el que vivían Inés y Pablo.

Joaquín había estado jugando con uno de sus zarcillos, y Pablo la regaba y le echaba abono.
Y la planta perdía sus flores todo el tiempo antes de que pudiesen llegar a marchitarse,
tanto en verano como en invierno. ¿Cuál sería el significado de todo aquello?

-Empezare por algún lado- declaró Pablo, al mismo tiempo que saltaba la hamaca. -Podría
juntar las hojas secas. Eso estaría bien. Para eso no se necesita pensar-.

¡Oh, cuanto deseaba yo también no tener que pensar más de una vez! ¡No tener que
devanarme los sesos pensando cómo seguir!

-¡Puedo ayudarte a juntar las hojas!- le pregunté. Pero Pablo me dijo, con tono severo:

-De ninguna manera. Si lo haces, vas a transpirar, después volverás a enfriarte, e Inés e
romperá el cuello porque tendrás una recaída. Ahora irás adentro y te quedaras allí,
calentito, ocupándote en algo que no sea peligroso- Yo sonreí y asentí.

Pero cuando poco después comencé a subir por la escalera angosta, la sonrisa se me borró.
Algo que no sea peligroso. Pablo no tenía ni idea.

-Joaquín- dije -¿Alguna vez te pusiste a pensar en la planta?-

-¿En qué planta?- preguntó Joaquín.

Su voz venia de debajo de la cama. Me arrodillé y asomé la cabeza.

-¿Qué haces allí?- Joaquín estaba acurrucado en un rincón, con las rodillas en el pecho, y
en la oscuridad sus ojos verdes no tenían ningún color.
Sus cabellos rojizos parecían repentinamente desgreñados y cansados.

-Nada- dijo.- Simplemente no quería verlos reunirse.-

-No quería ver a los pájaros. Estuvieron surcando el cielo todo el día, practicando sus
formaciones para preparar la larga travesía. Por la izquierda, por la derecha, sin perderse
de vista los unos a los otros… - Miré por la ventana.

-En el cielo ya no hay nadie. Ven- Y le extendí la mano. Cuando estuvo parado frente a mi
tenía la cabeza gacha.

-Tú estarás con ellos cuando parta, Joaquín- dije con énfasis. –Tienes que tener un poco de
paciencia, solo un poquitito más.-

-Hace siete años que vengo teniendo paciencia- me replicó.- Y al fin de cuentas, no puedo
hacer otra cosa que tener paciencia. Todo el día y toda la noche tengo paciencia. Es tan
agotador, Juan. Mi anhelo crece cada vez más, y tal vez algún día me devore.

-No tienes que pensar en ello. Porque ahora necesito tu ayuda- Lo arrastre hacia la
ventana. Afuera, los zarcillos superiores de la enredadera se balanceaban en la brisa otoñal
como si fuesen las antenas de un enorme insecto.

En uno de ellos ya habían vuelto a abrirse dos florcitas nuevas, perfumadas: una blanca y la
otra violeta, tan oscura que casi parecía negra.

-Mírala bien, Joaquín- le dije- E intenta recordar: ¿esta planta estuvo siempre aquí?-
Joaquín asintió.
-Cuando me desperté por primera vez en esta torre, la vi florecer bien abajo. En ese
entonces era muy pequeña. Pero con el correr de los años fue trepando hasta llegar aquí
arriba, a mis ventanas. Y sigue trepando. Crece y crece… -

-Y florece tanto en verano como en invierno- continué.- Y pierde en todo momento sus
flores antes de tiempo.-

-¿Cómo lo sabes?-

-Me lo dijo Pablo. No solo echa pámpanos para trepar por las paredes de la torre, sino
también por las de la casa de tus padres.-

Extendí la mano hacia una de las flores y pasé los dedos por sus pétalos blancos. Pablo
tenía razón: no era en absoluto, quebradizos, sino gruesos y duros. Duros como piedra.

Y entonces recordé donde había visto antes la forma de esos pétalos: era la forma de los
pedacitos de azulejos que decoraban los largos corredores del palacio. Era la forma de un
rompecabezas. Podía unírselos para forma muchos motivos diferentes: flores, estrellas.
Intenté quebrar uno de los pétalos. Pero no cedía.

-Cerámica- susurré.- Son de cerámica. ¡Míralos bien, Joaquín! ¡Esta planta fabrica cientos
de azulejos diminutos!-. Es que, de repente… si, de repente había entendido. Joaquín se
quedó mirándome, confundido.

-¿Azulejos?-

-¡Pero claro!- exclamé. -¡Es eso, Joaquín! Te lo explicaré. Dime: ¿Cómo describirías su
color?-

-Unas son blancas y las otras… más bien violetas. Pero son tan oscuras que casi podría
pensarse que son negras-

-¿Y que es lo que dijiste antes sobre tu anhelo?-

-Que… crece y crece- Joaquín se tapó la boca con la mano.

-Crece y crece- susurró.- Igual que mi anhelo…- Lo tomé del brazo y le dije, en tono
solemne:

-Las flores, Joaquín: son negras. Negras y blancas. Y las blancas, Joaquín… las blancas son
tu…-

En ese momento, un rumor se extendió sobre nosotros, lleno el aire como un mal
presentimiento, y a continuación una sombra enorme oscureció el cielo.

Nos agachamos hacia el suelo, cubriéndonos la cabeza con los brazos, pero por entre mis
dedos pude ver como el águila negra se posaba unos segundos sobre el angosto alféizar de
la ventana, detrás de las rejas de hierro. Sus garras afiladas se estiraron a través de la reja,
arrancando la flor blanca y la flor negra de zarcillo que penetraba a través de la ventana.
Luego volvió a elevarse por los aires, y se alejo con un grito terrorífico, planeando con sus
poderosas alas. Nosotros exhalamos un fuerte suspiro y nos quedamos mirándonos.

-Juan- susurró Joaquín.- Estas sangrando. En el brazo.- Me tomé el brazo y mis dedos se
pusieron rojos y pegajosos.

-¡Ah! No es nada- susurré. –Es que no me agaché a tiempo. Me atrapó su garra. ¡Pero
ahora, ahora ya sabemos perfectamente!

-Se lleva las flores y construye con ellas su palacio- susurró Joaquín- Hasta ahora siempre
debe de haberlo hecho mientras yo dormía. Las flores blancas son mi anhelo ¿No es cierto?
Y las negras, la tristeza de Inés y de Pablo-. Yo asentí, y Joaquín también asintió, y después
nos quedamos un rato así, callados. Más abajo, los zarcillos de la plata rodeaban la torre en
un abrazo interminable. Un abrazo terrible, pensé: helado y despiadado. Y después pensé:
pétreo y despiadado. Y después ya casi no pensé nada as que fuese coherente, tan nervioso
me puse.

-Joaquín- susurré- Joaquín. ¡Creo que ahora sé!-.

Y cadenas de piedra cortar. Esa cadena pétrea no era otra cosa que aquel zarcillo que
trepaba por la torre tanto en verano como en inverno, aquel zarcillo con flores de cerámica
blancas y negras.

Tenia tantos nervios que le clave las uñas en su frio brazo blanco. Pero no lo deje marca
alguna.

-La enredadera- susurré.- Con ella te mantiene prisionero el Sinnombre. Necesitamos algo
para cortar el tronco, así no puede crecer más. Y después…- Se quedo observándome, y su
ojos verdes, verdes, hablaban de una esperanza que tenia miedo de ser defraudada. Pero yo
no lo defraudaría.

-Después serás libre- dije, resuelto.

En la cocina hallé un cuchillo con dientes para cortar pan y un chuchillo sin dientes para
cortar car, un cuchillo para cortar tomates, y varios cuchillitos para cortar verduras, una
tijera grande, y una caja de herramientas que había en el vestíbulo, una sierra de calar.

Afuera, Pablo intentaba atrapar con un rastrillo grande las hojas que el viento le arrebataba
una y otra vez. Tomé los cuchillos y volví a subir corriendo la escalera.

-Para cortar el tronco tienes que bajar- dijo Joaquín.- Pero los cuchillos podemos probarlos
perfectamente con los zarcillos que hay acá arriba. Acto seguido, lo hicimos.

Estuvimos toda la tarde dando sablazos y serruchando, empleando un cuchillo tras otro…
pero no tuvimos éxito. Ni uno de esos cuchillos logro siquiera hacerle un rasguño a
aquellos zarcillos. Finalmente baje a ponerlos en su lugar para que Pablo no se asombrara
y le prometí a Joaquín que seguiría pensando en el asunto.
Cuando lo dejé, estaba sentado en la silla de hierro junto a la mesa de hierro, sosteniéndose
la cabeza entre las manos, mirando cómo me alejaba.

-Sí, hazlo- me dijo.-Sigue pensando, Juan. Yo también seguiré pensando. Y mas vale que lo
hagamos, porque si no se nos ocurre nada pronto, ese asunto de volar al sur quedara
definitivamente cancelado.-

Allá abajo, Pablo había dejado de intentar juntas las hojas con el rastrillo. Lo descubrí por
casualidad en el living, sentado al escritorio grande de madera rojiza, haciendo crujir
papel. Estaba de espaldas a mi, junto a él había un pilón de cartas. Carraspeé como para
decir algo; al final y al cabo, no era mi intención espiarlo. En ese momento sonó el teléfono
y Pablo se levantó de un salto. El teléfono estaba en la cocina.

-Conque aquí estabas, Juan- dijo Pablo cuando paso a mi lado, luego me quede solo en el
living.

Pensé que, al fin y al cabo, también podría fijarme de donde venían las cartas.
Lamentablemente, todas tenían un aspecto muy aburrido.

Pero en medio de la montaña de papeles alcancé a ver otro cuchillo más, uno que no puede
encontrarse ni en una cocina ni en una caja de herramientas. Po un instante, mi corazón
comenzó a latir en forma más acelerada; pero después vi que no era más que un cuchillo
cortapapeles. Lo tomé de todos modos y pasé el pulgar por el filo; lo hice porque sí, para
ver que se sentía. Lo dejé caer con un grito de sorpresa. De mi pulgar manaba una sangre
purpura que goteaba sobre la alfombra. Las gotas de un tajo largo y recto.

-¡Juan!- exclamó Pablo, que en ese momento apareció detrás de mi. Llevaba el teléfono en
la mano, y dijo en el auricular:

-Disculpe, tengo que cortar, nuestro hijo está intentando suicidarse con un cuchillo
cortapapeles… ¿Cómo dice? Claro que tenemos un hijo. ¿No lo sabía? ¡Y bueno! ¿Acaso es
mi culpa?-

Tras decir esas palabras, cortó y me miró, meneando la cabeza.

-La alfombra…- dije tímidamente, al tiempo que me chupaba el dedo para que no goteara
más. El tajo me ardía muchísimo.

-¡La alfombra, la alfombra!- Pablo me tomó la mano y la examino.- ¡Tu pulgar, eso es lo
que importa ahora! ¿Por qué intentas cortártelo? ¿Acaso no te gusta?-.

-Bueno, todavía sigue en mi mano- murmuré en voz baja.

-¡Pero no por mucho tiempo, si siques así! ¿Qué pasó?- Pablo abrió uno de los cajones del
escritorio y comenzó a revolver entre las coas que había ahí adentro.

-El cortapapeles- le expliqué. –Quería ver si era afilado… En realidad, pensé que no tenía
filo… Como se usa solamente para abrir cartas…- Pablo encontró una curita.
-¿Cartas? El cortapapeles no se usa para abrir cartas. Para eso se usa el abrecartas.
Quédate quieto-

-¡Pero tú lo estabas usando para abrir cartas!- protesté.

-De ninguna manera. Acababa de cortar n trozo de cartón grueso.-

-Estas… ¿enojado conmigo?- pregunté vacilante, al tiempo que contemplaba mi pulgar


vendado. Pablo me abrazo.

-Por supuesto que no estoy enojado- dijo. -¡Solo me preocupa que algún día acabes
metiéndote adentro del tostador para ver cuánto calienta!-.

Esa ocurrencia me hizo reír, aunque el pulgar seguía doliéndome bastante.

A la noche, tarde, subí el cortapapeles a la habitación adoptiva.

No le hizo nada al zarcillo. Aunque, en realidad, yo no me esperaba otra cosa. Porque por
fin sabia donde encontrar el cuchillo correcto. Ahora que sabía que los cortapapeles eran
afilados y peligrosos y que no tenían nada que ver con los abrecartas.

-Mañana mismo, en cuanto Inés se haya ido, entrare en el cuadro y volaré de regreso al
palacio- le aseguré a Joaquín.- Ho ya está demasiado oscuro. Pero mañana, mañana
levantaré la placa de vidrio en el patio y tomaré el cuchillito cuya vaina es una cabeza de
caballo hecha en plata. Y entonces ya no tendrás que preocuparte por nada.
Capítulo 9
En el que acabo enjaulado y sin llave

A la mañana siguiente, Joaquín ya estaba esperándome. Yo levante ambos pulgares en


señal de que todo saldría bien y toque el cuadro en el que un pajarito blanco con pintitas
violetas salía volando de un árbol gigantesco.

El cielo estaba tan azul como un cielo puede estar, y la llanura debajo de mi se extendía
verde a la luz del sol. Podría haber sido la propaganda de una caja de ahorros si yo no
hubiese estado tan seguro de lo que había detrás.

Un par de veces divisé muy, pero muy a lo lejos una bandada de otros pájaros que pasaban
volando: unos puntitos diminutos en el horizonte. Pero no cruce con ninguno de ellos.
Hubiese querido hacerlo. Porque si así hubiese sido, me habría sentido más seguro. Estaba
tan solo en todo aquel azul del cielo que casi me parecía que terminaría ahogándome allí. Y
entonces vi el palacio.

Resplandecía y brillaba igual que la primera vez, y sentía que un escalofrío me recorría la
espalda. Porque ahora sabía que reflejaba la luz del sol: eran miles y miles de pétalos de
flores, negros y blancos, que el Sinnombre había robado de todas sus prisiones. Pero la
planta que rodeaba la prisión de Joaquín dejaría de existir muy pronto. Y se pondría fin al
robo y al acopio de pétalos para anhelo y tristeza. Y se pondría fin al crecimiento
ininterrumpido del palacio. Y se pondría fin al triunfo de esa criatura codiciosa e
incomprensible con su pelaje blanco y su plumaje negro.

Los arboles del jardín del palacio aparecieron de pronto debajo de mi y comencé a
descender.

Desde aquí arriba no se podían ver las jaulas de los pájaros si uno no sabía bien donde
buscarlas. Las rejas pulidas y relucientes lanzaban algún que otro destello por entre el
follaje oscuro, y yo podía sentir el deseo de libertad que albergaban todos esos corazones
juntos… lo sentía como si fuesen pozos en los que caía.

Los arboles susurraban aunque no había ningún soplo de viento meciendo el aire. A
medida que iba pasando en vuelo rasante sobre las sus copas, percibía en aquel murmullo
la misma melodía que tenía la canción de los pájaros:

“Deberías evitar el lugar a donde vas…

¿O crees que tu solo

A tu hermano salvas podrás?


Dime, ¿Estas decidido?

Dime ¿Así debe ser?”

…susurraban los arboles.

-Así debe ser- les susurré yo.

Luego aleteé en dirección al destello blanco y negro de los muros del palacio, y muy pronto
tuve que ascender para poder atravesarlos. Me deslice por sobre las cimas resplandecientes
de los techos, volé alrededor de torres y retallos, me elevé más y más por los aires volando
en tirabuzón… hasta que finalmente tuve el palacio del Sinnombre a mis pies, extendido
como un libro abierto o como un animal sacrificado, y pude ver dentro de su corazón.

Ese corazón me hizo temblar.

Por más perplejos y ordenados que parecieran esos muros por fuera, desde adentro no
eran más que una confusión inquietante de alturas y profundidades tortuosas, un
entramado que provocaba mareos y hacia perder la razón.

Había escaleras que no conducían a ninguna parte, columnas aparentemente puestas si


ningún sentido, puente que se interrumpían de golpe en el aire. Y en medio de todo aquello
estaban los patios, profundos y oscuros. Parecían ojos apagados, cráteres sin fondo,
cicatrices. Y yo tenía que descender hasta uno de esos patios para tomar el cuchillo. El
miedo me asaltó y comenzó a sacudirme, apenas si podía mantener el equilibrio en el aire.

-¿Qué es lo que tienes, Juan?- me reprochaba a mi mismo en voz baja.- ¡Eso que está allá
abajo no es más que un edificio! ¿Cómo vas a tenerle miedo a un edificio?

Pero qué edificio, pensé. Poco a poco comencé a intuir por qué me infundía tanto miedo.
Si: aquí están reunidos la tristeza y el anhelo de los hombres. Y el edificio que había
surgido a partir de ellos se parecía demasiado a nuestra alma y sus sentimientos
incomprensibles, tortuosos, enredados.

Miré a mí alrededor: el águila negra gigante no se divisaba por ninguna parte. Al menos yo
no lo veía. Podía ser que estuviese escondida en cualquier retallo, al acecho, en cualquier
sombra, bajo cualquier techo colgante.

Obligué a mis alas a que me llevara más abajo. Revisé uno tras otro todos los recovecos
oscuros de los patios hasta que por fin encontré el cuchillo. Su brillo emergía desde allá
debajo de los profundo del mar. Sobrevolé el patio describiendo un círculo y me deje caer
lentamente cada vez más hacia las profundidades. Allí estaba el cuchillo, en su foso, debajo
de la placa de vidrio; era como si estuviese mirándome.

La última vuelta que di me acerco tanto al suelo que alcancé a reconocer la forma de la
cabeza de caballo que constituía la vaina del cortapapeles.

Pero también pude distinguir algo más, algo que no había notado la última vez: a un
costado de aquella gruesa placa de vidrio había un pequeño candado de metal.
“… Entonces; escucha: una llave deberás hallar,

Solo así las ataduras podrás soltar…”

¡La llave! La había olvidado.

Ya estaba por tocar los azulejos del suelo con mi panza cubierta de plumas cuando
comencé a batir mis alas para volver a remontar vuelo. Todavía no había llegado el
momento. Aunque ya conocía el camino que llevaba al patio correcto, antes de volver tenía
que hallar la llave. Pero ¿Dónde buscarla? Siempre que creía haber llegado a la meta se me
aparecían nuevos obstáculos en el camino. Era desesperante. Ya estaba por salir del patio
cuando, de pronto, el día se oscureció.

El lugar ya era frio y sombrío de por sí, pero ahora había comenzado a soplar de golpe un
viento helado que silbaba por entre los muros escarpados, y el cielo sobre mi cabeza se
cubrió inesperadamente de una capa de nubes. Alcé la vista y vi que el sol había
desaparecido.

De un momento a otro, el aire se había puesto tan pesado como el plomo, apenas si podía
luchar contra él con mis alas. A lo lejos oí el rumor de un trueno, y en alguna parte un rayo
surcó el cielo. Alcancé el borde superior de los muros que rodeaban el patio y pensé en el
pájaro nuez. Él también me había hablado de rayos y truenos al contarme sobre aquella
noche en la que el Sinnombre le había destrozado las alas…

¿Acaso habría aquí algo así como una tormenta normal?

Comencé a avanzar en la tormenta que se avecinaba, tambaleándose sin rumbo fijo por
sobre las entrañas del palacio. Hasta que lo vi. Estaba posado en medio de aquel caos, en la
cima de la torre más alta, estirando hacia el viento su cogote cubierto de plumas negras. El
Sinnombre. Vi brillar en la oscuridad sus fríos ojos amarillos. Estaban mirándome.

Destrozaría mis alas también, esta vez en forma definitiva, ya que aquí no había ningún
pájaro nuez que pudiese ayudarme. No tenía para defenderme más que mías pequeñas
garras y mi pico romo. No, esto no era un temporal común: él lo había conjurado, él gritaba
con el trueno, él manejaba los rayos.

La tormenta que el Sinnombre dirigía me llevaba hacia él como a una indefensa hoja
otoñal. Y antes de que pudiera pensar que hacer, rayo cayó del cielo, más estridente y
puntiagudo de lo que jamás había visto antes, y me alcanzó. Por el rabillo del ojo pude ver a
dos pájaros mas luchando contra la tormenta un poco más lejos de donde yo me
encontraba; uno era verde y otro, amarrillo. Aunque eso tal vez fue producto de mi
imaginación. Un instante después, el mundo me abandonó.

-¿Pájaro nuez?- murmuré cuando recuperé el conocimiento. -¿Eres tú? ¿Otra vez me
recogiste del cielo?-.

Porque era evidente que estaba entero y mis alas no se sentían como si alguien hubiese
estado ocupado destrozándolas. Yacía sobre algo duro: no era paja. Aunque también podía
ser que el pájaro nuez hubiese usado para otra cosa la paja que había en su nuez. Abrí los
ojos.

No, no estaba dentro de ninguna nuez. A mí alrededor reinaba la penumbra, aunque eso
era porque estaba anocheciendo. Miré hacia ramas de un árbol con hojas de un verde muy
oscuro, y en algún lugar a lo lejos vi serpentear algo blanco debajo de los árboles.

Entre las hojas también había flores, flores de una belleza tan frágil que los ojos se me
llenaron de lágrimas. Pero los pájaros no lloran.

De modo que me tragué las lágrimas, y entonces la tristeza, que no podía salir de mi
interior, se acumuló dentro de mí como un lago profundo y oculto.

En ese momento supe dónde estaba.

Y en ese mismo momento vi los barrotes.

Unos barrotes de plata que me separaban del crepúsculo, de las flores y las hojas y también
de la serpiente blanca. Pero la serpiente era un camino de gravilla, y esas flores y hojas
crecían de los arboles del jardín del palacio.

Yo estaba encerrado en una de las jaulas que colgaban de sus ramas. ¿Por qué no me había
matado Sinnombre?

-Pero la siguiente razón- susurraron los barrotes de la jaula- porque aquí estas anulado. Y
porque aquí sufrirás infinitamente más-.

-Vendrá el anhelo- susurraron los árboles.-Vendrá el anhelo y se apoderará de todo tu ser.


Un nuevo pájaro pequeño e indefenso ha sido tallado en el portal de plata del palacio. Pero
quien va notarlo…-

-¡El próximo!- susurré desesperado en dirección a la noche.- ¡El próximo que venga! ¡El
próximo se dará cuenta de que estoy aquí encerrado, esperando! ¡Mi liberará!-

-No, no lo hará- sisearon las hojas.- Terminará aterrizando aquí, igual que tú-.

Una idea espantosa me vino a la mente. ¿Acaso habría más pájaros enjaulados en ese lugar
que fuesen seres humanos como yo? ¿Seres humanos que se habían transformado por
propia voluntad para vencer Sinnombre? ¿Qué había sucedido con ellos en el otro mundo,
el mundo de los vivos? En los periódicos solían aparecer crónicas sobre personas que había
desaparecido. ¿Acaso estaban esperando aquí, en las jaulas del jardín del palacio,
escondidas bajo un plumaje multicolor, junto a las otras, las que se habían transformado
en pájaros después de morir? ¿Y yo? ¿También desaparecía así como así para siempre?

Mientras seguía inmerso en mis cavilaciones, el crepúsculo le dio paso a la noche, Una
noche repleta de ruidos. Algunos pájaros suspiraban en sueños. Bajo los árboles se paseaba
toda la clase de insectos nocturnos, y en un momento vi el espectro de una rata enorme
escabulléndose silenciosa por el camino de gravilla.
Me quede agazapado en el piso de la jaula, espiando aquella oscuridad ajena y extraña.

-¡Ey!- susurré.- ¡Ey! ¿Alguno de ustedes puede oírme? ¿Hay aquí algún otro como yo,
alguien que en la Tierra aun esté vivo? ¿Y pueden ayudarme?-.

Durante largo rato no obtuve respuesta alguna, pero finalmente una vocecita vacilante
proveniente de unas ramas cercanas se hizo oír.

-¿Por qué no duermes?- susurró la vocecita.

-¿De qué me sirve dormir?- pregunté.

-Calma la desesperación- respondió la vocecita.

-La llave- susurré.- La canción habla de una llave. ¿Sabes dónde puedo hallarla?-. El
pajarito dejó escapar un profundo suspiro.

-La canción tiene otra estrofa más- respondió en voz baja, y en voz más baja aún comenzó
a entonarla.

“Nadie puede descubrir con astucias

El lugar donde se encuentra la llave.

Si quieres hallarlo, debes primero olvidarlo.

Porque, escucha: miles de millas debes volar,

Días y noches atravesar

A la vuelta de los pensamientos

Más allá de donde se extienden los sueños.”

-“¿Más allá de donde se extienden los sueños?”- inquirí.- ¿Y cómo voy a hacer para llegar
hasta ese lugar?-

De pronto, todos mis esfuerzos me parecieron completamente inútiles. Aunque de alguna


manera lograse escapar de la jaula, jamás podría hallar la llave. El ruido de unas alas
batiéndose atravesó el velo de mi desesperación. Un pájaro había alzado vuelo muy, pero
muy cerca de mí, y ahora se alejaba casi sin hacer ruido.

Me sorprendí.

-¿Qué hace una criatura libre aquí, en el jardín del palacio?- le pregunté al pajarito de al
lado. Pero no obtuve respuesta. Hasta el tenue sonido del roce de las plumas de mi vecino
se había ido. Entonces comprendí.

El ruido de las alas batiéndose que ahora percibía a lo lejos era de él.
Ese pájaro no había estado enjaulado en ningún momento. Había ido hasta allí únicamente
para cantarme la segunda estrofa de la canción. Pero ¿Por qué se había arriesgado tanto
por mí? ¿Quién era?

-¡Hola!- dijo Joaquín, chasqueando los dedos delante de mi cara.- ¡Hola! ¿Me oyes? ¿Qué
te sucede? ¿En qué te quedaste pensando?-.

Sacudí la cabeza, confundido.

-Pero si estoy… aquí- constaté.

-Eso parece- dijo Joaquín, y se rió apenas. -¿Qué fue lo que pasó?-.

-¡Ay, Joaquín!- exclamé, dejándome caer sobre la dura cama de hierro, exhausto, y
hundiendo la cabeza entre mis mano. -¡Es espantoso! ¡Me atrapó! ¡Me encerró en una
jaulita de plata y ahora no sé cómo voy a hacer para salir ahí!

Le conté sobre el rayo, sobre la segunda estrofa de la canción y sobre todo lo demás.

Joaquín se sentó junto a mí y me acarició los cabellos con sus dedos fríos.

-No te desesperes tanto, Juan- me dijo, consolándome. – Todo saldrá bien. Ya


encontraremos una solución. Estoy seguro-. “Qué extraño”, pensé yo. “Ahora resulta que es
Joaquín el que me consuela a mí. ¿Acaso no debería ser al revés?”.

-Ahora vuelve con Inés y Pablo- susurró Joaquín. –Al fin de cuentas, yo no soy el unió que
te necesita para que hagas largos viajes y luches contra leones y águilas. Ellos re necesitan
tanto como yo.

“Que comentario tan raro”, pensé, mientras bajaba la escalera corriendo.

De pronto no podía esperar el momento de llegar a la cocina, de sentir el calorcito, de


aspirar el aroma de las coquetas de papa apenas quemadas…

-Parece que ya gozas otra vez de perfecta salud- constató Pablo, sonriendo con una mueca
de oreja a oreja-.

-Llegas tarde a cenar. Si eso no es un buen síntoma…-.

-Si- coincidí.- Lo es-.

Y le alcancé mi plato, y le sonreí a Inés, y no me sentí ni un poquito culpable por lo que


había dicho Pablo. “Ellos te necesitan tanto como yo” susurró la vos de Joaquín en mi
cabeza. Me quede mirando cómo se sentaban a la mesa y conversaban y reían.

Antes de que yo entrara en la cocina, todo estaba más silencioso. ¿Sería cierto que me
necesitaban, entonces?
Capítulo 10
En el que salgo a pasear de noche en lo alto de un árbol y me fabrico unos

cubiertos con flores.

Pensé que no iba a poder dormirme más; tanto fue lo que medité aquella noche sobre la
segunda estrofa de la canción, esa estrofa que el pajarito había entonado en mi.

Tendría que hacer miles y miles de millas. Pero ¿en qué dirección? ¿Y cómo haría para
llegar tan lejos?

Estreche con fuerza a Lucas, mi viejo perrito de felpa.

-Lucas- susurré. –Sabes qué es lo peor de todo. No sirve de nada meditar sobre el asunto.-

“Nadie puede descubrir con astucias

El lugar donde se encuentra la llave...”

¿Qué voy a hacer? En algún momento debo de haberme quedado dormido, ya que de
pronto comencé a soñar. En el sueño bajaba una escalera. Los peldaños alternaban los
colores blanco y negro. Aun seguía sosteniendo a Lucas en brazos. Al principio, los
peldaños de la escalera parecían conducir a través de la nada, pero después la nada se
disipó y resulto ser neblina. Y entonces vi que me encontraba en las entrañas mismas del
palacio.

Que confuso, pensé. En realidad, estoy transformado en pájaro, encerrado en una jaula de
plata en los jardines de este palacio; al mismo tiempo, en el mundo de Inés y de Pablo y de
todos los demás estoy acostado en la cama, donde a su vez, estoy soñando que bajo una
escalera en el mundo del Sinnombre.

La escalera cambio de dirección y comenzó a ascender, girando y serpenteando. Debería


estar en algún lugar por encima de los techos de los muchos corredores rectos.

¿Encontraría dentro de aquel sueño la llave de la jaula en la que estaba encerrado fuera del
sueño? La escalera y yo rodeamos varias torres y, para mi asombro, detrás de una de ellas
vi por fin el patio interno en cuyo centro aguardaba el cuchillo debajo de la placa de vidrio.

Y mientras estaba allí, mirando hacia el patio, algo me llamó la atención: en una de las
cuatro paredes, varios metras sobre el suelo del patio, había un agujero. El agujero
constituía la entrada a una suerte de pasadizo. Y la luna de mi sueño alumbraba el
comienzo.

¿Dónde acabaría ese pasadizo? ¿Adentro, en uno de los corredores llenos de fotografías?
¿O más allá del muro, al otro lado del castillo, al aire libre?
-Lucas- susurré. –Lucas ¿Y si el pasadizo de al aire libre? ¿Si es una conexión? ¿Si conecta
el interior con el exterior? ¡Entonces podría entrar volando desde afuera, atravesar el
pasadizo y llegar al patio interno sin cruzar el palacio! ¡Y tal vez el Sinnombre ni siquiera
notaria mi presencia!

La escalera se acercó un poco más al patio, se volvió más empinada… y finalmente se


interrumpió al llegar a la cima de un techo.

La cima de ese techo conducía directamente al patio interno. Si quería observar más de
cerca el pasadizo, tendría que caminar sobre ese techo.

-Muy bien- le susurré a Lucas. Lo sujeté con fuerza y me subí con los brazos extendidos al
techo de azulejos blancos y negros. No fue difícil como me lo había imaginado. Bastaba con
poner un pie delante del otro y no pensar en nada mas (ni en la profundidad ni en el
objetivo), para que los pies avanzaran como por si solos. En los sueños pasan esas cosas.

-Como los equilibristas- susurré.- así hacen los equilibristas, Lucas. Muy pronto sabremos
si el pasadizo realmente…-

En ese momento, alguien grito: “¡Juan!” y todo el palacio con sus muros y sus almenas
comenzó a resquebrajarse. Agité los brazos como remas para no caer…

Y cometí el error de mirar hacia abajo.

Abajo crecía el pasto, mojado por el rocío nocturno, y vi unos brazos extendido. Después
me caí.

Caí con suavidad. Es que caí arriba de alguien.

-¡Juan!- volvió a jadear la voz, y entonces reconocí que era la voz de Pablo.

-Juan, ¿estás despierto? ¿Puedes oírme?- Estaba rodeado de una maraña de brazos y
piernas y pasto mojado, y un retazo de tela de franela me quitaba momentáneamente el
aliento, pero finalmente logré liberarme y me quede un momento tendido en el suelo,
respirando con dificultad. Sentí que el rocío mojado me penetraba a través del pijama.
Paso un rato hasta que las imágenes y los pensamientos en mi cabeza dejaron de bailar
como frenéticos y se calmaron.

-Pablo- dije, al fin.

-Sí- dijo Pablo.

Estábamos sentados uno junto al otro en el pasto, debajo de un manzano. Junto a nosotros
la hamaca colgaba internada en la noche. Se mecía apenas, al igual que la rama de la cual
estaba sujeta.

Pablo señalo hacia arriba.

-¿Qué haces aquí… a esta hora?- preguntó. El también estaba en pijama. Eso era el retazo
de tela de franela contra la que había luchado.

-¿Aquí donde?- pregunté a secas. Iba a decirle “estaba soñando”. Pero no habría podido
explicarle con que había soñado, de modo que no dije nada.

-Estabas balanceándote allá arriba, sobre la rama- me explicó Pablo.- Te vi por casualidad
desde la ventana del pasillo cuando me levanté para ir al baño. ¿Por qué lo hiciste?-.

No sonaba en absoluto enojado; simplemente había quedado atónito. Me encogí de


hombros.

-¡Hmm!-. Hice.

-¿Te lastimaste?- me preguntó. Me toqué para fijarme si me dolía.

-Un poco-.

-Tenía miedo de que te cayeras…- comentó. –Y al final te caíste porque grité tu nombre.
Tal vez no haya sido un muy buena idea de mi parte-.

-¡Hmm!-.

Me ayudó a incorporarme. En alguna parte cantó un grillo que, por lo visto, no se había
enterado de que el verano ya casi había llegado a su fin. Un pájaro enorme alzó vuelo desde
uno de los arboles frutales cercanos y se marchó batiendo pesadamente las alas.

-Una lechuza- dijo Pablo, y yo suspiré aliviado.- ¿Te sucede a menudo? Me preguntó
después.- ¿Eso de andar sonámbulo por las noche sin darte cuent...?-.

-Yo… creo que no- respondí en voz baja. ¿Cómo iba a saberlo si no me daba cuenta? ¿Acaso
era algo malo andar sonámbulo por las noches? ¿Ahora si me devolverían al asilo?

-Cuando era chico, tenía una novia que por las noches siempre se paseaba sobre el tejado-
dijo Pablo.- Cuando había luna llena. Una costumbre peligrosa…-
Miré hacia arriba, hacia las ramas del manzano, a través de las cuales se veían las estrellas.
Igualitas a las que había visto a través de las ramas de palacio.

-Pero… ¿igual seguiste siendo su novio?- pregunté al cabo de un rato.

-Por supuesto- asintió Pablo.- Solo que siempre tenía miedo de que pudiera caerse. En las
noche de luna llena no pegaba un ojo.- dijo riendo.- Pero no se cayó. Nunca.- Pablo me
tomó la mano.

-Volvamos adentro- dijo.- Tratemos de dormir un rato más-.

Una vez en la cama, recordé la llave y me pregunté si habría estado tras la pista correcta en
el sueño, allá, en la escalera blanca y negra. Y entonces me vino a la mente la última estrofa
de la canción: “… Más allá de donde se extienden los sueños.”

A la mañana siguiente, Pablo desayunó conmigo y con Inés: se había quedado dormido.
Refunfuñaba un poco para sus adentros y se veía cansado, pero no menciono una sola
palabra acerca de mi paseo nocturno.

Inés se rió de su cara ajada.

-¿Qué es lo que pasa contigo?- preguntó, al tiempo que le untaba un pan con mermelada. –
Te ves como si, en lugar de dormir, anoche hubieses escalado una montaña-.

-Un árbol- murmuró Pablo.- Fue un árbol-.

Yo sabia a que se refería, pero Inés mene la cabeza. Después de que Pablo bebiera litros de
café y se marchara, Inés y yo nos quedamos sentados un rato más, mirando los rayos de sol
que entraban por la ventana. Nuestros pensamientos flotaban sobre la mesa como una
nube tranquila. Recordé como al principio Inés siempre creía que tenía que hablarme todo
el tiempo. Ahora era mejor.

-¿Qué tal si hoy vienes conmigo a la florería, para varia un poco?- preguntó por fin Inés.-
Solo por la mañana-.

-¡Oh…! ¡Hmm! – dijo yo, asombrado. Algo en mi interior exigía que encontrase
rápidamente una excusa para poder quedarme, subir a la habitación adoptiva, ingresar en
el cuadro y regresar a la jaula en la que en realidad había estado todo este timepo. Tenía
que dilucidar de una buena vez como hacer para escaparme de allí. Cada minuto contaba..
Pero algo me instaba a decir que sí.

-Lo pensaré- dije. Y como siempre pensaba mejor en el jardín, tomé el recipiente con las
cascaras de papa y agregué:

-Mientras tanto, llevaré esto al compostador3-

3
Cajón en el que arrojan los residuos orgánicos. Algunas personas tienen compostadores en sus
jardines; de ese modo reciclan la basura orgánica y obtiene humus, una tierra que se utiliza como
fertilizante.
-¡No te olvides de volver y decirme si vas a venir conmigo!-. Gritó Inés mientras yo me
alejaba.

Yo asentí y la salude con la mano. ¿Qué pensaría? Al fin de cuentas, el compostador estaba
al otro lado del jardín, no al otro lado del mundo. Pero allá atrás, junto al compostador,
había alguien en el cerco. Yo dejé caer el contenido del recipiente en el cajón, simulando no
haber visto quien estaba allí parado, pero en algún momento tenía que levantar la vista.

-¿Y?- dijo Tomás.

Se inclinó más hacia nuestro lado del jardín. Mascaba tranquilamente su chicle mientras
me observaba. Cada tanto fabricaba un gran globo rosado que hacia explotar con un
“plop”.

-¿Qué pasa?- pregunté, estrechando el recipiente con fuerza contra mi estómago, como si
fuese un escudo.- ¿A qué viniste?-.

Él se encogió de hombros y miró hacia la pradera que se extendía a sus espaldas.

-En mi casa estaba aburrido- dijo.- Solo pensada, nada más. Dime, ¿no debería hacerte esa
pregunta yo a ti?-.

-¿A mí?-

-Claro, sabelotodo. Eres tú quien vino. Yo estuve aquí siempre. Y además, ¿sabes qué?-

Hizo un globo especialmente grande. Yo cambiaba constantemente el pie de apoyo,


incómodo.

-Anoche mi mama te vio deambular por el jardín. ¡Dice que hasta te subiste a un árbol! ¡En
mitad de la noche! ¿Acaso eres medio anormal o algo así?-.

-¿Y qué hacia tu mamá despierta en mitad de la noche?- le retruqué. Sentí el aire iba
haciéndose más escaso, pero me obligué a hacer de cuenta que no lo había notado. Tal vez
ese trucho lograra engañarlo.

-¿Acaso está prohibido no poder dormir de noche?- replicó Tomás, irritado.

-¿Acaso está prohibido treparse de noche a los árboles?- dije yo. El aire fue en aumente.
Espiré profundamente. Luego me di media vuelta y regresé a la casa.

-¡Mi mamá dice que no tienes mamá!- me gritó Tomás mientras yo me alejaba.

-¿Y qué? Pero acompañaré a Inés al trabajo- murmuré. Lamentablemente, él no llego a


escucharlo.

-Bien- dijo Inés. –Entonces ponte los zapatos-. Se quedó mirando cómo me ataba los
cordones y me ponía la campero, y finalmente dijo, pensativa:
-Un día de éstos tendremos que ir a la ciudad, notros dos. Haremos un maratón de
compras.-

-¿Un qué?- pregunté, confundido.

-Una recorrida por los negocios. Ahora, ¡Vamos!-.

-¿Qué necesita comprar?- le pregunté mientras corría detrás de ella. Nos subimos al auto
grande.- la escuela de Pablo quedaba a una distancia que podía cubrirse en bicicleta.-

-Yo, nada- dijo Inés, mientras sacaba el auto a la calle sin querer le pasaba por encima al
almohadón de una silla del jardín que había en el garaje.- Yo, nada. Tú.-

-¿Yo?-

-Las suelas de tus zapatos en cualquier momento van a salir caminando solas- opinó Inés.-
Y tu campera… Es realmente muy linda, pero absolutamente inadecuada para el viento que
hace aquí. Y además necesitas algo de ropa abrigada para el invierno. El clima de allá es
completamente distinto al de acá-.

-¡Hmm!-

Pero en mi interior me sentía de lo más extraño. Inés quería comprar cosas para mi. Una
campera. Zapatos. Ropa para el invierno… ¿Eso significaba que me quedaría? No, me decía
a mi mismo en silencio, eso no significa nada. No hay que alegrarse por algo que no es
seguro. Si no, después uno se entristece si las cosas no terminan siendo de otro modo.

-Pero si todavía no llegó el invierno- murmuré entonces. Ella me miró de soslayo.

-Pero llegará-.

La florería de Inés no era de Inés. Era de una señora gorda y grandota que sonreía todo el
tiempo. La señora me regaló un bizcochuelo que ella misma había horneado y después se
fue a su casa porque ya habíamos llego Inés y yo.

Detrás de la tienda propiamente dicha, en la que había infinidad de flores que emergían
con sus tallos largos de unos floreros enormes, había una segunda habitación. En el centro
de esa habitación había una mesa grande, y de las paredes colgaban tijeras y rollos de hilo y
papeles de colores. Sobre la mesa había unos montoncitos desordenados de plantas
desecadas, pero Inés dijo que eran arreglos florales. Si ella lo decía…

-Yo me quedaré aquí terminando de armar arreglos- me dijo –tú quédate en la tienda por
si viene alguien. Si alguno quiere algo, me avisas, ¿sí?-.

A todo esto, no tenía ni idea de que debía decir si llegaba a venir alguien.

Me senté en la sillita detrás del mostrador de la caja como detrás de una muralla protectora
y recorrí con la vista el local.

No vino nadie.
Las rosas blancas junto a la entrada me hicieron acordar de las flores blancas de la
enredadera, y las estrellas color violeta oscuro que estaban al lado eran casi iguales a las
flores negras…

Sin proponérmelo, me agaché más detrás del mostrador.

Podía por a Inés revolviendo cosas en el fondo de la tienda. En donde estaba ella no podía
haber leones ni águilas gigantes, me dije. Sentí que me atravesaba una sensación de
gratitud. Resolví hacer un arreglo floral yo también. Uno realmente bello, no una de esas
porquerías marrones disecadas.

En el mostrador donde estaba la caja había una serie de cajones. Allí encontré una tijera y
también un pedazo de hilo verde. Y luego emprendí la búsqueda. Encontré las flores más
maravillosas, unos girasoles grandes y amarillos y unos brotes rojos y rayados como
medias, rosas de todos los colores y varios lirios de hojas largas y tiernas… Les corte la
cabeza a todas esas flores, las cargué en brazos y las lleve a la mesa.

Estaba tan enfrascado en mi trabajo, usando el hilo y las flores, que olvidé todo lo que me
rodeaba. Me olvidé de Joaquín y de la habitación adoptiva, de la jaula con barrotes de plata
y de la vieja canción, me olvidé de Tomás y de su hermana, de mi excursión nocturna al
manzano y de mi asma.

Solo había el aroma de las flores, sus colores brillantes y el extremo del hilo, que siempre
se me resbalaba… Ningún cliente vino a importunarme.

Al final solo me faltaba algo así como un moño, y revisé todos los cajones buscando una
cinta que pudiera servirme. Lamentablemente no pude hallar ninguna. Lo único que
encontré fue un montón de cinta adhesiva y toda clase de cachivaches. El ultimo cajón ni
siquiera lo abrí, ya que seguramente contenía más cachivaches.

Pero al final silo abrí, y entonces cayó en mis manos la pulserita. Era una pulserita
diminuta, una cadenita de plata de la que colgaba un dije. La levanté para observarla a la
luz, y durante un rato me quedé arrodillado en el suelo, inmóvil, con la mano levantada y la
mirada clavada en ese objeto diminuto.

Una vez, María nos había llevado a un bautismo a mí, a Carlos y a un par de chicos más. El
bebé que bautizaban tenía algún grado de parentesco con ella. Y alguien le había regalado
al bebé una pulserita igual a ésta.

En aquel entonces me había preguntado que diablos podía hacer un bebe con un regalo así.
¿No hubiese preferido mil veces una mamadera o un osito de peluche? Dejé la cadenita,
que pendía de mi dedo índice, se balanceara suavemente. ¿A qué bebé habría pertenecido?
Probablemente el nombre estuviese grabado en el dije. Lo miré con más detenimiento y me
quedé atónito. Esperaba encontrar una placa de plata, un corazoncito o un trébol de cuatro
hojas. Pero este dije tenía otra forma. La fecha de nacimiento que estaba escrita allí era de
hacía 11 años. Nombre no tenía. Sin embargo, la forma… la forma que tenía era la de una
llavecita diminuta.

-Juan- dijo Inés. Yo levanté la vista. Estaba parad en el umbral, pero no me miraba a mí.
Tenía la vista clavada en la mea, donde aún estaba el arreglo que había hecho para ella con
las cabezas de flores que había cortado.

Y de pronto me asusté. Algo no estaba bien; podía sentirlo.

-¿Qué… que es esto?- balbuceó Inés.

-Un arreglo- le expliqué.- Yo… lo hice especialmente para ti. Para que no sean todos
marrones y viejos. Este es bien colorido-. Ella fue acercándose lentamente. Desde el suelo
vi como levantaba el arreglo y fruncía el ceño.

-Juan- dijo. –Juan, no debiste hacer esto-.

-¿Qué… que es lo que hice mal?- pregunté. Mi mano apretó la cadenita de plata hasta
transformarse en un puño temeroso. -¿No te gusta?-.

Ella meneó la cabeza. Tenía una expresión de disgusto en el rostro.

-Es precioso, es solo que… las flores, ¿sabes?... Son todas de esas que se venden por
unidad… Por ser tan grandes y valiosas. Y tú… ¿Les cortaste a todas la cabeza?-. En mi
garganta se formó una piedra enorme y pesada. Ahora todo había terminado. Lo había
arruinado. ¿Pero yo como podía saber…?

Me quedé esperando a que el aire se hiciera más escaso, pero no.

En cambio, sentí que algo húmedo comenzaba a ascender dentro de mi. Ese algo buscó
salir por mis ojos, e inmediatamente comenzó a descender por mis mejillas sin que pudiera
hacer nada para evitarlo.

-Yo… yo lo había hecho solo para ti…- tartamudeé. -Quería que te pusieras contenta…
Pensé… pensé que podrías vender este arreglo a un pecio carísimo…-
Las palabras me salían machucadas, entrecortadas por los mocos y los sollozos, y las
lágrimas en mis ojos me hacían ver el mundo a través de un velo tan viscoso como la sopa
de avena.

Para eso no había inhalador que valiera. Me sentía terriblemente avergonzado: en realidad
era demasiado grande como para llorar, y sin embargo no podía dejar de sollozar.

-Y que-que-ría… encon-trar una cin-cin-taa-. Apoyé la cabeza contra el cajón abierto y deje
de luchar para contener las lágrimas.

Entonces Inés se arrodilló en el piso junto a mí y me tomo en sus brazos, y cuando levanté
la vista y la mira a través de la cortina de agua, el enojo había desaparecido de su rostro por
completo.

-¡Juan!- dijo en voz baja.- ¡No, llores así! No es para tanto-.

-¡Sí!- continué sollozando.- ¡Lo es! Porque ahora… ahora van a devolverme al asilo y-y…-

“Y nadie podrá ayudar a Joaquín”. A último momento recordé que sería mejor no expresar
eso en voz alta. Ella no lo habría entendido.

-¡Que disparate!- dijo Inés, sacándome de la frente un mechón de pelo húmedo.- Qué
disparate, Juan. ¿Cómo vamos a devolverte por un par de flores? Pensándolo bien… en el
fondo no es mala idea el arreglo. La próxima señora rica que pase por aquí tendrá que
pagar por él-. Inés se rió.

-Lo siento por ella. Lindo es, no caben dudas-.

-¿Te parece?- susurré.-Intenté enjuagarme las lágrimas, pero me salían cada vez más-.

Era como si se hubiese quebrado un dique. Hacia tanto que no lloraba, y ahora que había
empezado no podía parar. No lloraba solamente por las flores: lloraba por Joaquín, por los
pájaros en su jaulas de plata, lloraba por el plato roto debajo del colchón y porque Carlos
no podía estar allí conmigo, porque Tomás había dicho que yo no tenía mamá, y porque
Pablo se había levantado a la noche, y porque el pájaro-nuez no podía volar nunca más al
sur… Lloraba y lloraba, e Inés me sostenía en sus brazos tibios y me acunaba suavemente
como si yo fuera un niño pequeño.

En algún momento el llanto se me secó, probablemente porque ya no quedaría ninguna


reserva de agua dentro de mí. Inés me prestó su pañuelo. Al sonarme la nariz se me cayó
algo de la mano. Ella lo levantó del suelo y quedó mirándolo. Durante un instante temí que
Inés pudiese pensar que había querido robarla. Pero Inés se quedó mirándola
ensimismada y finalmente dijo:

-Conque aquí estaba. No sabía que la tenía todavía-. Me miró y sonrió.

-Era de Joaquín, sabes. Se la regalaron cuando era muy chiquito-.


-Es… muy linda-. Alcancé a decir, alzando la nariz. Inés quedó contemplándome durante
un instante mientras yo seguía sentado con ese pañuelo grande, la nariz goteando y la cara
hinchada. Entonces tomó mi mano y me puso esa preciosa cadenita de plata en la palma.

-Tal vez pueda serte útil algún día- dijo. Y antes de que pudiera replicarle algo, hizo algo
que no había hecho nunca antes: me dio un beso en la frente.

Después se levantó enseguida, a pesar de que no había ningún cliente en la tienda. Pero en
mi mano estaba la llave. La diminuta llave de plata.

“Nadie puede descubrir con astucias

el lugar donde se encuentra la llave…”

No, pensé, apretando la llave en mi puño.

Aquella antigua canción tenía razón en eso: “… Si quieres hallarlo, debes primero
olvidarlo...”.
Capítulo 11
En el que apago un sofá y abro un montón de jaulas

Cuando dieron las doce, Inés me dijo que me llevaría a casa.

A casa…

-No porque no quiera que te quedes- me explicó, al tiempo que ponía en un recipiente con
agua mi arreglo de flores decapitadas.-Pero ahora es tiempo de almorzar, y el trabajo
infantil después del almuerzo fue abolido hace muchos años, te lo aseguro-.

Pensé que quizá tenía miedo de que quisiera armas más arreglos florales, pero asentí y subí
con ella al auto. Después de todo, a mi me venía de perillas que regresáramos.

Afuera estaba lloviendo; este tiempo era de lo más indeciso. Sería por el mar. Allá donde yo
había vivido antes, el tiempo solía mantenerse constante por varios días. Si no hubiese
llovido tanto, probablemente Inés no habría encendido esa vela en living. Y todo habría
resultado distinto.

-Parece que en cualquier momento se te cierran los ojos- me dijo Inés después de comer.
Yo asentí.

-Creo que voy a subir a dormir un rato- bostecé.

No necesité esforzarme para bostezar. Me sentía agotadísimo de verdad, y totalmente vacío


por dentro de tanto llorar.

-Sí, me parece bien- dijo Inés.-Yo voy a ordenar un poco la cocina y después vuelvo con mis
flores-. Después me sonrió como para darme ánimo.

-Deja de preocuparte, Juan-

-Está bien- dije yo. Pero por supuesto que seguía preocupado.

Esa llave, ¿sería realmente la llave? Y si lo era ¿Saldría todo bien? ¿Lograría pasar junto al
Sinnombre y tomar el cuchillo sin que él se diera cuenta? Hubiese querido acostarme de
verdad en mi cama o directamente sobre la alfombra tejida de colores. Me habría quedado
dormido en el acto. Pero ahora no había tiempo para eso.

Antes de que la puerta de calle se cerrara en el piso de abajo, me deslicé a través de la


puerta con el picaporte de plata y le extendí a Joaquín mi puño cerrado.

Él me miro sin entender, y entonces yo abrí el puño. Adentro estaba la cadenita de plata,
que lanzaba resplandores y destellos a pesar de que en la habitación adoptiva reinaba la
penumbra.
-¡La llave!- susurró Joaquín. -¿De dónde la sacaste?-.

-¿No la reconoces? ¡Es tuya! ¡Te la regalaron para tu bautismo!-. Joaquín meneo la cabeza.

-Tal vez me la hayan regalado, pero hace rato que ha dejado de ser mía. No, no puedo
acordarme de esa llave. Si no, ya te habría contado de su existencia hace rato-.

Joaquín pasó el dedo con mucho cuidado por la cadena de plata.

-Ahora es tuya- susurró. ¡Vuelve y úsala, Juan!-.

Quedaban dos cuadros pétreos en las paredes ásperas de la habitación adoptiva. En uno
había un pajarito blanco con manchitas violetas en una jaula y en el oro un pájaro de
plumaje blanco y negro que planeaba sobre el patio en donde estaba la placa de vidrio. Le
señale el segundo cuadro.

-¿Y dónde estoy yo en este cuadro?- susurré. Pero Joaquín no respondió mi pregunta.

-El cuadro del cual saliste es el otro-. Fue todo lo que dijo.

Una pluma blanca me hizo cosquillas en un ojo. Había vuelto a ser un pájaro. A mis pies
verdes de pájaro, en el suelo de la jaula, yacía la cadenita de la que pendía la llave
diminuta. Me agaché a recogerla y la levanté con el pico, pero en ninguna parte de la jaula
se veía un cerrojo o una puerta. ¿Qué debía hacer?

En ese momento, por el amino de gravilla que pasaba debajo de donde yo estaba, vi dos
pájaros dando saltitos, uno verde y otro amarillo. Iban bien juntitos, como para protegerse
mutuamente de la tristeza de los árboles.

-¡Hola!- los llamé en voz baja a través de los barrotes.- ¿Podrían ayudarme? No sé donde
está la puerta de la jaula…

Los pájaros se detuvieron y se quedaron picoteando cerca del camino, como si no me


hubiesen oído. Finalmente, el verde gorjeó despacio:

-Siéntate en el piso. El piso de la jaula es la puerta-. Y siguió picoteando como si jamás me


hubiese dicho nada. Pero yo había reconocido la voz.

-¿Cómo te llamas?- le pregunté.

-Paquete de espinacas- trinó sin mirarme. –Pero no es más que un nombre que me puso
Joaquín. No importa quien soy yo-.

-Y a ti ya te conozco. Eres la Arveja-Amarilla-de-Santorini.-le dije al otro pájaro.- Ustedes


también me mostraron la ventana en el salón del león. ¿Por qué me ayudan?-.
-No deberías hacer tantas preguntas- replicó la Arveja-Amarilla, limpiándose el plumaje
con ahínco.-Y mejor sal de aquí enseguida. Nunca te ayudamos. Nunca antes te vimos. Y
jamás estuvimos en el jardín del palacio-.

Diciendo esto, ambos remontaron vuelo… y un segundo después habían desaparecido. Solo
dejaron dos plumas sobre el blanco y reluciente sendero de gravilla: una verde y una
amarilla. Entonces yo bajé la cabeza y miré debajo de mis pies. Y sí era verdad, allí
encontré un diminuto candado de plata. Introduje con el pico la diminuta llavecita de plata
y la giré con gran dificultas. Se oyó un rechinar apagado. Acto seguido, el piso de la jaula se
cayó como el tragaluz de un desván, y caí de golpe al vacío. Estuve a punto de abrir el pico y
dejar caer la llave, tal fue el susto que me había dado. Logré extender las alas antes de
alcanzar el suelo, e inmediatamente después alcé vuelo batiendo mis alas hacia los arboles
del jardín.

Tenía que hallar el comienzo del pasadizo que había visto en mi sueño. Entonces podría
cruzar los muros del palacio atravesándolos en lugar de sobrevolarlos, y de esa manera tal
vez lograría escapar de la mirada aguda del Sinnombre.

Rodeé los muros exteriores blancos y negros describiendo un amplio círculo. Estaba todo
el tiempo mirando el cielo en busca de una gran sombra oscura. Pero la sombra no
apareció. Ni tampoco acechaba ningún predador blanco en el jardín ¿Acaso el soberano del
palacio se había marchado a dar algún asalto? ¿Acaso estaría oculto robando flores pétreas
de los muros de sus cárceles?

Finalmente encontré la entrada oscura muy por sobre el nivel del suelo, en el extremo
norte, y me sumergí en su interior. El pasadizo era demasiado estrecho como para volar,
así que aterricé. No había tomado en cuenta que no bien mis pies tocaran el suelo, volvería
fatalmente a adoptar forma humana. Y eso fue lo que sucedió. Maldición, pensé.

¿Cómo haría para volver a convertirme en pájaro una vez que obtuviera el cuchillo? Allí no
había ni escalera ni ventanas, ningún lugar en el cual dejarme caer. Tendría que volver a
encontrar la senda de regreso caminando a través del laberinto de corredores. La idea no
me gustaba nada.

-Joaquín- susurré hacia el patio desierto.- Espero que él este recogiendo sus flores frente a
tu ventana y que puedas distráelo por un rato-. Con esas palabras me tire resbalando por el
pasadizo hacia el vacio. Extendí las alas y…

Me encontré en el centro mismo de la habitación adoptiva.

-¿Qué sucedió? ¿Por qué estoy aquí?-. Joaquín meneó la cabeza, extrañado.

-Ni idea. ¿Tal vez te necesiten?-

-¿Dónde, en casa? ¿Por qué, ya volvieron los Ribbek?-. Mire a mí alrededor. Afuera no
había oscurecido todavía.
-Espera, iré a fijarme-. Al deslizarme a través de la puerta de la habitación adoptiva vi por
el rabillo del ojo que una enorme sombra negra volaba en círculos delante de la ventana
con rejas. De modo que yo tenía razón. Él estaba allí. Creía que me tenía seguro, encerrado
en la jaula de plata. Pero ¿Por cuánto tiempo?

En el pasillo me detuve a escuchar en la casa todo era silencio. Pero después noté que la
nariz se me fruncía. ¿Qué clase de extraño olor era ese?

Avancé hacia la escalera, olfateando. El olor llegaba claramente desde abajo. En realidad,
era un olor muy feo. Olía un poco a salchichas… o papas azadas en papel de aluminio… o a
fogón de campamento… ¿Fogón?

Baje corriendo la escalera, siempre salteando de a tres los escalones, y me precipite al


living, porque el olor a fogón provenía de allí. Corrí a internarme en unas espesas nubes de
humo negro. Y ahora que el humo me rodeaba por completo, ya no olía a salchichas ni a
papas azadas sino solo a peligro y a tela quemada. Yo tosía y no veía nada. “La vela”, pensé.
“Inés debe haber olvidado apagarla”.

Pero, ¿Dónde estaba la vela? Jadeante, busqué el camino de regreso hacia la puerta. Allí no
había nada que pudiera hacer. Tenía que ir a la cocina. En la cocina había agua. ¡Un balde!
¿De dónde podía sacar un balde?

En lugar de un balde encontré una olla de fideos gigante que llené hasta el borde. Apenas
podía cargarla, pero de alguna manera lo logré y entonces arrojé el agua sobre el lugar en
donde intuía que estaba la mesa con la vela. Se oyó un chistido pero el humo no se disolvió.
Necesitaba más agua. Mucha más…

Fui cargando olla tras olla de la cocina al living, tenía la camisa pegada al cuerpo como un
trapo mojado de tanto esfuerzo y en un momento tuve que detenerme en el pasillo y sacar
el inhalador, pero no me di por vencido. Por fin, tras un mar de agua, sudor y tos, la
humareda comenzó a disiparse. En el centro estaba el sofá y entonces vi que aquella espesa
nube negra salía de la manta. La vela debía de haberse caído justo encima del sofá…

Abrí la ventana me dejé caer sobre la alfombra inundada del living y me quedé un rato
observando los restos carbonizados de la manta. El pulso hacia que la sangre me corriera
dentro del cuerpo como un perro nervioso. Finalmente me levante y fui a buscarme una
manopla de cocina. Con ella sujeté un extremo de la manta y la saque al jardín
arrastrándola por la puerta de la galería. Afuera podía seguir apestando todo lo que
quisiera.

Fui a buscar una última olla de agua, regué cuidadosamente como si fuese una planta el
sector del sofá que se había quemado y después hice lo mismo con la manta, que seguía
ardiendo sin llama, en el pasto.

Y mientras permanecía allí, resollando, alguien gritó mi nombre desde el cerco.

-¡Ey!- gritó ese alguien.-¡Ese tufo que llega de la casa de ustedes es impresionante! ¿Eres tu
el que apesta tanto?-. Yo miré hacia el cerco. Pero en realidad no necesitaba mirar.
Sabía perfectamente quien era: Tomás, parado en el césped con ambos codos apoyados
sobre la valla de madera del cerco, tapándose la nariz. Junto a él estaba su hermana Ana,
mirando con ojos enormes y espantados, primero a mí y después a la manta carbonizada.

-Deberías bañarte más a menudo- gritó Tomás, soltando una risita. -¡Mira que facha
tienes!-.

Yo bajé la vista para ver mis pantalones, que estaban todos mojados, llenos de hollín y de
barro. Mi mirada se quedó colgada en la olla grande que tenia a mis pies. La olla todavía
contenía agua hasta la mitad.

No sé muy bien cómo fue que sucedió; probablemente venía embalado de tanto correr de
aquí para allá y de tanto nervios. Levanté la olla con absoluta calma y me dirigí hacia el
cerco. Tomás me miraba, atónito. Estaba tan atónito que se quedó completamente inmóvil.
Yo alcé la olla y la vacié sobre su cabeza sin decir palabra. Después di un paso atrás,
satisfecho, y me quede observando como el agua le resbalaba por el cuello, como oscurecía
sus cabellos y caía formando unos arroyitos que bajaban a chorros por su camisa, seguían
por sus pantalones y terminaban en sus zapatillas. La olla era realmente grande.

Tomás se quedó ahí parado, tratando de tomar aire. Parecía querer decir algo pero al
principio no atinó a más que abrir y cerrar la boca, ya que no se le ocurría nada. Parecía un
pez demasiado grande y sin escamas.

-No, no, no…- articuló por fin.- ¡No puedes hacer eso!-. Yo me
encogí de hombros.

-No puedo, ¿no?-

-¡Esta completamente empapado!- exclamó Ana.

Sus ojos, abiertos de par en par, pero ahora estaban llenos de


enojo.

-¡Se va a morir!- exclamó, con la voz llena de reproches,


apuntándome con el índice extendido.- Y será culpa tuya-.

Yo me calcé la olla vacía debajo del brazo y me limite a menear la


cabeza.

-No se va a morir nada. Estamos en verano. ¡Ahora llévate a tu hermano a tu casa y


asegúrate de que se cambie de ropa! Pareces ser un poco más sensata que él-.

Esto último que dije pareció agradarle a Ana, ya que sonrió con cautela y alejó a Tomás del
cerco, tironeándolo de la manga mojada.

-Me-me las pagarás, pedazo de de de… espantapájaros de hollín- gruñó.

-¿Por qué mejor no te miras un poco en el espejo antes de hablar?- le respondí


amistosamente.-Disculpen, pero tengo cosas que hacer-.
Cuando llegue a la puerta de la galería y volví a darme vuelta, vi que Ana también se había
dado vuelta para mirarme. Estaba parada en medio del capo, agitando los brazos.

-¿Por qué tienes esa facha?- quiso saber Joaquín cuando volví a la habitación adoptiva.

-¡Ni me preguntes! Apagué un sofá que se había prendido fuego-

-¿Un sofá?-

-Si –dije yo, respirando con dificultad. –Y como ya venia exaltado, terminé por apagar a
Tomás también-.

-No me digas- comentó Joaquín.

Nos acercamos al último cuadro, al último de todos, en el que no estaba yo, sino
únicamente el pájaro con manchas blancas y negras.

-Si me voy ahora, puede que todo salga bien…- susurré.-o que se terminé aquí-. Joaquín
asintió.

-¿Volveremos a vernos?- pregunté. Joaquín meneó la cabeza, pensativo.

-Tal vez…-

Entonces yo rodeé su cuerpo frio con mis brazos tibios, y así nos quedamos un rato, en
silencio, antes de volver a separarnos.

-¡Deséame suerte!- le pedí. Después toqué el cuadro.

Apenas unos segundos más tarde aterricé sobre el piso azulejado del patio interior, junto a
la placa de vidrio.

En uno de sus extremos, la placa tenía un candado de plata diminuto, igual al de la jaula.
Introduje la llave y la giré. La placa saltó como una puerta. Sí, y allí estaba el cuchillo, ante
mí, emanando su resplandor desde las profundidades. Es que el foso llegaba mucho mas
debajo de lo que yo me había imaginado. Me senté en el borde y comencé a descender con
suma cautela. El cuchillo estaba esperándome.

-Tómame- parecía decirme. –Llévame contigo y déjame hacer de una vez aquello para lo
cual me crearon-.

Lo levanté y recorrí con los dedos la vaina con forma de cabeza de caballo.

¿Y para que lo habían creado? ¿Quién lo había creado?

-Porque para cada cosa existe un adversario- respondió el cuchillo en silencio.- Para casa
cosa mala, una buena; para casa cosa negra, una blanca; para cada cosa triste, una alegre-.

-¿Y tú?- pregunté, tras trepar con muchísimo esfuerzo, una vez que logré salir del foso.-
¿Tú eres el adversario del Sinnombre? ¿Por qué no hiciste nada para pararlo mucho
antes?-.Me pareció sentir entre los dedos que los sostenían una risa suave que provenía del
metal.

-No tenía a nadie que me guiara- me replicó.-Solo no puedo hacer nada. Por eso le resulto
tan sencillo encerrarme aquí-.

-Pero ahora… ¿Ahora me tienes a mi?-

-Y tú a mí- dijo el cuchillo. En ese momento sentí que algo me rozaba los hombros. Me
asusté tanto que si un paso adelante… pero adelante estaba el pozo del que había sacado el
cuchillo, y ya no había ninguna placa de vidrio gruesa que me salvara de caer. El
Sinnombre se me cruzó por la cabeza. Esta vez sí que me mataría.

Pero antes de que llegara a tocar el suelo del pozo, volví a tener alas, y en lugar de dedos
eran garras de pájaro las que sostenían el cuchillo. Aleteé salvaje y desesperadamente para
escapar de las garras del cruel soberano del palacio. Sin embargo cuando miré a mi
alrededor no había ni un león ni un águila a la vista. Solo había un pájaro verde y uno
amarillo ascendiendo conmigo por el aire.

-¿Dónde está?- les grité, confundido. Nos dirigíamos volando en amplias espirales hacia el
cielo, cuyo azul cada vez más oscuro ya anunciaba la entrada de la noche.

-¿Quién?- gritó el pájaro verde: Paquete de Espinacas.

-él- exclamé yo.- ¡El que no tiene nombre! ¡El poderoso! El…-

-¡Silencio!- trinó la Arveja-Amarilla-de-Santorini.- Aquí no hay nadie. Solo estábamos


nosotros. Fuimos nosotros. Estábamos apoyados sobre tus hombros, te hicimos caer para
que volvieras a transformarte en pájaro. ¡Porque tienes que darte prisa, muchacho!
¡Apresúrate!-

-¡Viene en camino!- agregó Paquete de Espinacas. Intenté volar más rápido, desesperado.
Íbamos a toda velocidad, sobrevolando las siniestras entrañas del palacio, pasando por
escaleras absurdas y torreones partidos por la mitad. El cuchillo me pesaba en la garras,
pero también me transmitía una sensación de seguridad. A un buen trecho de distancia,
Paquete de Espinacas y Arveja-Amarilla sobrevolaban el caos blanco y negro. Era una
suerte que estuviera allí, ellos y el cuchillo. Ya no estaba luchando solo. Pero no llegamos
muy lejos. Apenas acabábamos de atravesar en vuelo las primeras almenas dentadas que
había junto al patio donde estaba la placa de vidrio, cuando una sombra negra apareció en
el cielo nocturno por encima de nosotros.

Ahora nos enviará sus nubes de tormenta, pensé, hará rugir sus truenos y conjurará a su
tempestad. La sombra se acercaba más y más; muy pronto estuvo planeando sobre
nosotros, y entonces vi sus ojos amarillos de águila. ¿Por qué no hacia ningún ademan para
precipitarse en picada? Daba la impresión de que no me veía…

-Y de hecho, no te ve- dijo el cuchillo en su lengua silenciosa, metálica y fría.- ¡Mírate las
plumas, Juan!-.
Giré la cabeza. Qué suerte que había llovido, y que Inés había encendido la vela, y luego se
había olvidado de apagarla, y que yo había apagado el fuego del sofá, y arrastrado la manta
carbonizada al jardín y…

Porque ahora mis plumas también estaban manchadas en blanco y negro, al igual que el
palacio debajo de mi. El hollín que se me había impregnado en los pantalones y en el suéter
era el mismo que ahora tenía en mi plumaje de pájaro. Ya no había manchas violetas,
tampoco patas verdes. Solo un par de plumas me habían quedado blancas asomaban cada
tanto por entre la negrura. Tenía el mejor camuflaje que uno podía imaginar. Visto desde
arriba, yo debía de confundirme con el palacio como un camaleón. Los ojos agudos y
ardientes del Sinnombre buscaron en vano. Pero si pudieron ver a los pajaritos que
volaban conmigo, el verde y el amarillo. Y, dando un alarido de furia y decepción, el águila
se precipito en picada hacia ellos. Los vi aletear, luchar por su libertad. Pero no fueron
suficientemente rápidos. El Sinnombre descendió de sus alturas como un rayo negro. Sus
alas poderosas arremolinaban el aire como si fuese agua y estuvieron a punto de desviarme
de mi curso: tan cerca me paso que raudo vuelo. Por el rabillo del ojo alcancé a divisar una
explosión de plumas verdes y amarillas.

-Sigue volando- me dijo el cuchillo.-No te des vuelta-. Pero yo me di vuelta. Una sola vez.

Y entonces vi dos manchitas de colores de aquella confusión de negro y blanco. Yacían, en


el suelo, lánguidas, inertes, inmóviles, y el cuerpo gigantesco del águila se cernía sobre
ellas silencioso, amenazante. Poco después aterricé en el jardín del palacio. Mis alas
tiznadas volvieron a transformarse en mandas de suéter tiznadas, mis garras tiznadas en
zapatos tiznados, e incluso mi corazón se sentía como si hubiese caído en el fuego.

-¡Pero no puede matarlo!- susurré, desesperado. -¡Si ya están muertos! ¡No puede volver a
matarlo! ¡Tienen que estar aquí! ¡Tienen que estar aquí, encerrados en alguna jaula! Me
metí la mano en el bolsillo y encontré la diminuta llavecita de plata.

Fui de árbol en árbol, de jaula en jaula, y en el apuro febril abrí cada candado tras candado,
dejando en libertad pájaro tras pájaro.

Muy pronto quedé rodeado de aleteos multicolores y trinos excitados; una confusión de
copetes de plumajes desgreñados andaba a los brincos sobre el camino de gravilla blanca.
Uno podría haber pensado que alguien había derramado una caja de pinturitas sobre el
jardín del palacio en forma inesperada.

Pero yo no me detuve a contemplar el espectáculo. Continué avanzando en zigzag, como un


conejo apresurado con el cuchillo en una mano y la llave en la otra, buscando a los dos
pajaritos que acaso me habían salvado la vida.

-¡No puedo hallarlos!- les grité a los árboles, desesperado.- ¿Dónde están? ¿Dónde?-

Pero los arboles guardaron silencio. Su murmullo se había agotado. Sus hojas se habían
paralizado. E incluso sus trinos y sus parloteos habían enmudecido. Mi grito resonó en la
quietud del jardín del palacio como un golpe de timbal, y yo me asusté y me detuve.
- ¿Dónde están?- susurré otra vez, ahora en voz muy baja. Entonces los pájaros liberados
se alzaron del suelo, como respondiendo a una señal; de golpe el aire se lleno del batir de
sus alas, cientos y cientos se elevaron por sobre los hermosos arboles tristes, moviéndose
por los aires como si fuesen una única bandada.

Yo eché el cuello hacia atrás y me quede observándolos mientras se alejaban.

La noche ya se acercaba, tomando los colores de los pájaros y los pintaba de gris y de
negro, pero su oscuridad no podía hacerles nada. Muy pronto, en un día de sol radiante,
ellos se elevarían junto con los demás y emprenderían su largo viaje al sur.

Joaquín, pensé. Joaquín, estoy aquí.

No te he olvidado. Ya voy.

-No puedo hallarlos- dije, volviendo a guardarme la llave en el bolsillo.

-No- respondió el cuchillo.-El Sinnombre aun esta vigilándolos. Pero ahora debemos
darnos prisa, ya que no los vigilará por siempre. Sabe que estas aquí-.

Yo volví a mirar hacia el palacio. Y desde allí, junto con la noche, se acercaba un frente de
tormenta más grande y poderosa que todas las tormentas que había presenciado en mi
vida, más poderosa incluso que aquel temporal en el que él mismo me había atrapado con
su rayo.

-Viene en camino- dijo el cuchillo.


Capítulo 12
En el que se desarrolla un combate en medio de la tormenta

y la torre se desmorona

Quise correr para escapar de la terrible tormenta del Sinnombre. Pero entonces la vaina de
plata del cuchillo, con forma de cabeza de caballo, comenzó a transformarse. Se extendió,
se me escurrió, creció, creció y creció…. Y de repente tuve frente a mí un caballo gris que se
sacudió como si hubiese estado dormido demasiado tiempo.

Me trepé a su lomo.

-Sujétate- me dijo el caballo, que hasta ese momento había sido un cuchillo. Desplegó dos
alas grises y se elevó por los aires, tal como lo habían hecho los pájaros un rato antes, solo
que mucho más rápido y con mucha más fuerza. Avanzábamos frente a la gran tormenta
como si nosotros mismos no fuésemos otra cosa que un delirante fenómeno climático. El
viento me soplaba en los oídos, y tuve que aferrarme a la melena gris del caballo para no
salir volando.

-Así está bien- murmuró el caballo. -¡Que se cuide ese sin nombre, ese viejo ladrón! ¡Que
intente atraparnos! A mí no me va a alcanzar-. Yo acurruqué mi cara contra el cuello del
caballo y me asombré de lo cálido y vital que se sentía.

-¿Quiénes eran?- le pregunté. -¿Quiénes eran esos dos pájaros? ¿Paquete de Espinacas y la
Arveja-amarilla-de-Santorini? ¿Por qué me ayudaron? Tú lo sabes, ¿no es cierto?-Y a pesar
del silbido del viento y del retumbar del trueno que se acercaba, el caballo gris entendió
mis palabras.

-¿Nunca te preguntaste donde están tus padres?- me interrogó a su vez.

-Están muertos- le respondí.-Me lo conto María, la del asilo. Ellos también fallecieron en
un accidente, igual que Joaquín, solo que a ellos les sucedió en un avión en lugar de
cruzando la calle-.

-Muertos- dijo el caballo.-Ahí lo tienes-. Eso fue todo lo que dijo. Pero yo le entendí.

-¿Quieres decir que… los dos pajaritos… el amarillo y el verde… que ellos alguna vez fueron
mis padres? Pero ¿y se acuerdan? ¿Me reconocieron? ¿Después de tanto tiempo?-

-Apariencias- dijo el caballo.-La apariencia cambia con el tiempo. Los corazones no


cambian-.

-Y yo- susurré.- ¡Yo los perdí!-.


Y de no haber sido porque aquella tarde ya había gastado todas mis lágrimas con las flores
de Inés, el pelaje gris del caballo se habría empapado tanto que lo pájaros allá abajo, en su
nidos, habrían pensado que estaba lloviendo.

Ya casi era de noche cuando divisamos la torre-prisión erigiéndose ante nosotros. Yo me di


la vuelta e inmediatamente deseé no haberlo hecho. La pared de nubarrones se había
acercado tanto que casi tocaba la cola del caballo gris.

Avanzamos delante de la tormenta a toda velocidad en dirección a la torre, mientras los


primeros rayos caían sobre el pasto alrededor de nosotros. Aun erraban el blanco. Pero en
medio de aquella negrura, yo había visto algo que era aun más negro que todo lo demás.
Algo que planeaba sobre sus anchas alas, acercándose cada vez más a pesar de los rápido
que íbamos nosotros. Sus ojos amarillos perforaban la oscuridad como un fuego.

Después llegamos a la torre. Las flores negras y blancas de la enredadera resplandecían


ante nosotros como si fueran estrellas grandes y redondas; si las negras también
resplandecían, aunque no comprendo como lo hacían. Incluso el pelaje gris del caballo
lanzaba destellos claros, y de sus fosas nasales salía un humo fino y plateado que ascendía
hacia la noche gélida.

-Cuando aterricemos-. Explicó el caballo con su voz silenciosa –No hay tiempo que perder.
Yo volveré a ser un cuchillo, y tu volverás a desenvainarme y cortaras el tronco de la planta.
Deberás hacerlo de un solo cuchillazo, no habrá tiempo para más. Pase lo que paso,
apúrate. Él ya está muy cerca…-.

Sí, ya estaba muy cerca. Tan cerca que el caballo no pudo continuar hablando. En ese
mismo momento, el Sinnombre nos alcanzo.

El caballo se sobresaltó, alzó bien en alto sus patas delanteras y relincho con la voz de miles
de campanitas de plata y millones de vasos tintineantes. Vi brillas sus cascos del color de la
luna. Vi al Sinnombre avanzar a toda velocidad en dirección hacia nosotros, vi sus garras
extendidas y su pico afilado, abierto en un grito desgarrado de furia. Y sentí el impacto
cuando el cuerpo del águila gigante y el del caballo se chocaron en el aire. Eran del mismo
tamaño, y sus poderosas alas desplegadas ardían en la noche como antorchas. No sé lo que
paso realmente.

Lo único que sé es que me aferré desesperadamente a la melena de mi compañero y que


perdí la noción de donde era arriba y donde era abajo. Alrededor me saltaban las chispas,
atravesando la noche, y el olor de mi propio miedo se mezcló con el olor rojo de una furia
incontenible… una furia que había venido acumulándose durante milenios y había crecido
hasta volverse inmensurable. Esa furia había esperado, si, había esperado y había estad al
acecho, y por fin había llegado su hora.

La lucha entre ambos animales duró una eternidad, y sin embargo solo fueron unos
segundos. Tal vez en el mundo no hubiese otra cosa que esta lucha. No sabría decirlo. Cerré
los ojos para no tener que ver, y en mis oídos cantaba el miedo.

Joaquín, pensaba; Joaquín. Era lo único que pensaba. Después, todo terminó.
Se oyó un grito terrible, y tardé un rato en comprender que el que había gritado era el
caballo gris.

Su cuello, al que yo me abrazaba, se movió bruscamente hacia un lado. Sentí algo pegajoso
entre los dedos. ¿Sangre? ¿Acaso el caballo podía sangrar? Al lamerme los dedos, sentí un
sabor salado.

Salado como las lágrimas.

Alcé la cabeza para tantear la oscuridad de la noche en busca del Sinnombre. No lo


encontré.

-Se cayó- dijo el caballo, y aunque de hecho hablaba sin voz, apenas si se oyó lo que decía.
–Pero yo también estoy cayendo. Puedo sentirlo. Es el final. Vamos, demos el último paso-.

Aterrizamos al pie de la torre. El caballo había perdido elasticidad en sus movimientos;


cayó sobre el pasto como un barrilete roto. Apenas me hube desmontado de su lomo, se
puso de rodillas y se acostó de perfil. Intenté rodearle el cuello con los brazos.

“¡Espera!”, iba a gritarle. “¡No me abandones!”.

Pero para entonces ya no había ningún caballo gris a mi lado. En su lugar, entre aquellos
pastos otoñales, crecidos y húmedos, encontré el cuchillo de plata. La tormenta se había
dispersado en jirones aislados de nubes, y una luna pálida alumbraba aquel extraño
espectáculo.

Un trecho más adelante vi tendido sobre el pasto un gran cuerpo blanco que emanaba un
tenue resplandor. No necesitaba acercarme para saber que se trataba del cuerpo de un
león. Pero no estaba muerto (yo ni siquiera sabía si era posible que muriera): lo veía
respirar e intuía que sólo estaba reuniendo fuerzas.

-Cuando aterricemos- me había dicho el caballo.- no hay tiempo que perder. Yo volveré a
ser un cuchillo…-. Tragué saliva y levante del pasto el cuchillito de plata. Por el rabillo del
ojo alcancé a ver que el león se movía.

-Deberás hacerlo de un solo cuchillazo, no habrá tiempo para más. Pasé lo que pase,
apúrate… -. Miré a los ojos de la cabeza del caballo labrada en plata.

-Este es el final- parecían decir sus ojos- Vamos, demos el último paso-. Y lo di.

Desenvainé el cuchillo, tomé el impulso y corté el tronco de la enredadera justo allí sonde
salía de la tierra. En ese mismo momento, unos crujidos y unos gemidos atravesaron el
viejo muro, y a la luz pálida de la luna vi que la planta se marchitaba. Sus hojas se
resecaron ante mis ojos y se enrollaron hasta quedar marrones e inerte; sus flores dejaron
caer sus cabecitas y comenzaron a deshojarse.
Los grandes bloques de piedra groseramente tallados que conformaban la torre
comenzaron a desplazarse, y entonces me di cuenta de que lo único que los mantenía unido
era la planta. Miré hacia arriba, hacia las cinco ventanas enrejadas.

- ¡Joaquín!– grité.- ¡Joaquín, estoy aquí! ¡Ya voy!-

Mi mirada recayó sobre el cuchillo que estaba empuñando. Quise agradecerle, pero antes
de que pudiese llegar a decir algo, se rompió en mil pedazos entre mis dedos. Y entonces
recordé las últimas palabras del caballo: “Yo también estoy cayendo. Puedo sentirlo. Es el
final”.

Me aferré a la primera rama de la planta reseca que encontré y comencé a trepar el muro.
No había tiempo que perder: sus ramas ya estaban desprendiéndose de la pared por todas
partes liberando a las piedras.

La torre no se mantendría en pie por mucho tiempo mas. Cuando llegué a la primera de las
cinco ventanas, vi que la lámpara de aceite, seguía alumbrando en el interior. Su luz
flameante me mostro una reja que ya no estaba empotrada en la pared. La reja iba
derritiéndose como si fuera de chocolate; yo me aferre al alfeizar y me trepé con las últimas
fuerzas que me quedaban.

Detrás de mi retumbo un rugido furioso del loen. Acababa de dejarme caer dentro de la
habitación, cuando el pego un salto. Un brinco poderoso que lo llevo como a una saeta
blanca desde el suelo hasta las ventanas que en algún momento habían estado enrejadas, y
su rugido hicieron tambalear los muros que estaban desmoronándose. Me arrojó al frio
suelo de piedra con tal violencia que creí oír el sonido de mi Columba vertebral
quebrándose. Sentí que la diminuta llavecita de plata se me caía del bolsillo. Quedé boca
arriba indefenso como un escarabajo, mirando a los ojos amarillos y ardientes del
Sinnombre. Estaban cargados de dolor y de una rabiosa furia destructiva.

Vi las franjas negras de las heridas abiertas que le habían quedado de la lucha contra su
adversario, aunque supuestamente ni él ni el caballo podían sangrar.

-Bien- gruñó.-Muy bien. “Es el final”. ¿Eso te dijo? Entonces ahora daré el último paso-.

El león blanco mostró los dientes, como ya lo había hecho en otra oportunidad, solo que
esta vez no me dejo ningún margen de movimiento, como para que yo pudiera echar mano
de mi inhalador. ¿Dónde está Joaquín? A nuestro alrededor, el mundo estaba
desmoronándose. Los muros crujieron, la lámpara de aceite volvió a alumbrar una vez
más.

Y yo me di cuenta que no podía ganarle al Sinnombre. Era eterno, siempre estaría allí.
Siempre seguiría muriendo gente y siempre habría otra gente que no podría dejar ir a sus
muertos. El palacio del Sinnombre seguiría creciendo hasta el fin de los tiempos, y las
lágrimas de las personas le darían alimento, porque no es posible lograr un mundo sin
lágrimas. Por eso no podía ganar esa lucha, por eso no podía conservar mi vida. Yo era un
obstáculo para la tristeza. Y, con toda su hermosura y todo su horror, la tristeza era más
poderosa que cualquier otra cosa. Cerré los ojos.
Capítulo 13
En el que un utensilio de cocina juega un papel preponderante

Me quedé aguardando la mordida del león blanco.

Pero él se contuvo; a último momento, algo había desviado su atención. Y, de pronto, sentí
olor a… a bastoncitos de pescado quemados.

¿Bastoncitos de pescado? ¡Qué absurdo!

Un segundo antes de morir, uno puede sentir olores muy variados: aromas nobles y
excelsos como a pétalos de rosa y musgo franco, o también a incienso y mirra, si uno es
católico… ¡Pero no a bastoncitos de pescado!

Volví a abrir los ojos y dirigí la vista hacia donde miraba el león.

El miraba más allá de mí, sus ojos apuntaban hacia la puerta de la habitación adoptiva, y
su rostro tenía una expresión de asombro sin límites. La puerta con el picaporte de plata se
había abierto de golpe y en el umbral estaba Pablo, empuñando en su una sartén
humeante. La alzó por sobre su cabeza…

-¡Pero que te has creído!- exclamó, al tiempo que avanzaba hacia nosotros y descargaba la
pesada sartén de hierro directamente sobre la cara blanca con ojos ardientes y amarillos
que estaba encima de mí.

El león rugió. Se agazapó como para atacar a Pablo, pero él agitó la sartén, dejando caer
una lluvia de bastoncitos de pescado quemados encima del soberado sin nombre y
haciéndoles perder la visión. Pablo siguió pegándole con la sartén una y otra vez, en un
arranque de furia ciega y con una fuerza que jamás le hubiese atribuido ni siquiera a él.

-¡Toma esto! ¡Y esto! Juan no te pertenece a ti, ¿entiendes? ¡Nos pertenece a nosotros! ¡Es
nuestro hijo! ¡Y no vamos a permitir que se lo lleven así como así! ¿Entiendes?
¿Entiendes?!-

El Sinnombre se estremecía con cada golpe. Poco a poco, la presión de sus garras fue
cediendo.

Finalmente retrocedió hacia la ventana, mientras a nuestro alrededor seguían


desmoronándose y cayéndose los grandes bloques de piedra del muro.

La cama de hierro, la mesa de hierro y la silla de hierro se derritieron, tal como había
sucedido antes con las rejas de la ventana, los cuadros cayeron al suelo y sus cristales se
resquebrajaron con gran estrépito.

El gigantesco león blanco se encaramó por última vez.


Y entonces Pablo le clavo el mango de la sartén en medio de las fauces. Un aullido atroz
hizo estallar la lámpara de aceite mientras el Sinnombre retrocedía tambaleante unos
pasos más, se abría camino a través del muro que se demoraba y desaparecía en las
profundidades junto con los bloques de piedra.

Pablo dejo caer la sartén y me levantó del suelo como si yo fuese una pluma. A través de la
pared que se desmoronaba, vi el macizo cuerpo del Sinnombre allá abajo, tendido en el
pasto. Se movía. Lentamente, trabajosamente. Y en ese momento supe que volvería a
ponerse en pie. No ahora, no enseguida. Llevaría su tiempo: tal vez horas, tal vez días. Lo
cierto era que seguiría con vida, seguiría gobernando su palacio negro y blanco.

Pablo quiso cargarme hasta la puerta, pero yo extendí los brazos hacia la ventana que
estaban estallando.

-¡Espera!- exclamé. -¡Espera! ¡Joaquín, Joaquín, ¿done estas?! ¿Y el pájaro verde? ¿y el


amarillo? ¡Aún siguen estando en alguna parte del palacio! ¿Y el pájaro nuez, con sus alas
tullidas? ¿Y el caballo gris? ¡Bájame, Pablo! ¡Tengo que buscar a Joaquín y liberar a
Paquete de Espinacas, y a la Amarilla, y…!-.

Me revolvía en los brazos, tiraba patadas hacia todas partes y le mordía la mano a Pablo en
un intento de zafarme, pero él e sostenía con la firmeza de una prensa. Sentí que por mis
mejillas comenzaban a rodar las lágrimas, lágrimas de rabia y desesperación.

-No puedes salvar a todo el mundo, Juan- me dijo Pablo, con la voz ronca de tanto gritar.-
Mejor deja de patalear y mira hacia allá-

Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia afuera, hacia la noche. Allí, bajo el claro
resplandor de la luna, iba volando un pajarito de plumaje dorado y rojizo y patas verdes,
verdes. Iba alejándose de la torre, muy decidido, según me pareció, y en el pico llevaba un
diminuto objeto plateado. Hubiese apostado a que era una llave.

Pablo señaló sin decir nada hacia el cuadro que colgaba del último resto de pared que aun
quedaba en pie. Ese cuadro no se había caído ni había estallado como todos los demás, por
la simple razón de que, hasta ese momento, nunca había estado allí.

El cuadro representaba un cielo en el que despuntaba la aurora. Sobre ese cielo se


distinguían tres pájaros: uno verde, uno amarillo y uno dorado-rojizo. Acababan de dejar
atrás los arboles del jardín del palacio y se dirigían hacia una bandada que apenas podía
intuirse en el horizonte si uno entrecerraba los ojos.

Pero no hacía falta entrecerrarlos para sabe que iban camino hacia el sur. Hacia el sur.
Lejos, muy lejos del palacio del Sinnombre.
-Vámonos, Juan- dijo Pablo.

Y entonces supe que yo tenía razón: siempre había seres que morirían y otros seres que no
podrían dejarlos ir. El Sinnombre seguiría construyendo los muros blancos y negros de su
palacio de tristeza y anhelo por toda la eternidad. Tal vez así es como debía ser.

Pero, Joaquín, mi hermano Joaquín, estaba libre.

Y Pablo atravesó la puerta de la habitación adoptiva cargándome en sus fuertes brazos en


dirección al pasillo, donde se oyó la voz de Inés diciendo que no podía encontrar por
ninguna parte la sartén con los bastoncitos de pescado.

Detrás de nosotros, la torre termino de desplomarse.

FIN
Epílogo

Y así termina mi historia de la habitación adoptiva, la de mi hermano Joaquín con sus ojos
verdes-verdes y yo, la del palacio blanco y negro del Sinnombre y los arboles que son tan
hermosos y tan tristes que duelen.

Se puede creer en ella o no. Lo cierto es que, desde aquella noche en la que Pablo me llevo
afuera cargándome en brazos como a un niño pequeño, la habitación adoptiva desapareció
sin dejar rastros. Tampoco volvió a crecer ninguna enredadera de flores extrañas en el
jardín de los Ribbek.

¡Ah! Casi lo olvidaba: ahora también me llamo como ellos. Juan Ribbek. Suena algo raro,
pero supongo que ya me acostumbraré.

El último fin de semana antes de que comenzaran las clases lo pase junto con Pablo e Inés
en una pequeña isla cercana a la costa. Para llegar a la isla había que tomar un barco a
vapor, y yo tenía un piloto nuevo, y en ningún momento sentí nauseas en el barco. Tengo
que contarle a Carlos, el que quiere ser marinero.

Inés dijo que pronto podrá venir a visitarnos. Tal vez en el receso del otoño. Si él quiere. El
lunes me fui en bicicleta a la escuela nueva.

En realidad, Inés iba acompañándome, pero después pasaron Tomás y Ana y dijeron que
podía ir con ellos. Tomás está en mi curso. Ahora casi diría que incluso es muy simpático
conmigo. Ese asunto del agua parece haberlo dejado profundamente impactado, y también
el hecho de que Inés le contara a su mamá que y había apagado el incendio solo.

Por cierto: los añicos debajo de mi colchón los arrojamos a la basura.

-¡Qué suerte!- comentó Inés cuando se lo conté.- La verdad es que ese plato era realmente
espantoso-.

El primer día de clases mientras estaba con Tomás y Ana y un par de compañeros más en
el patio de la escuela se oyeron de pronto unos graznidos increíblemente ruidosos, y
entonces Ana señalo hacia el cielo y exclamó:

-¡Miren! ¡Los gansos! ¡Están volando hacia el sur!-

-Lo sé- dije sonriendo.- Y no son los únicos-.


La Autora

Antonia Mchaelis nació en 1979 en Kiel, en el norte de


Alemania. Cinco años más tarde comenzó a inundar su
entorno de libros (aunque en ese momento aun eran
ilegibles). Desde entonces no ha dejado de escribir, ni en
sus años escolares en Augsburgo ni en sus numerosos
viajes al extranjero. Cuando estuvo en Inglaterra se dejo
inspirar por la historia de la literatura inglesa, tema del
cual se nutrió para elaborar su primera gran novela
infantil, El fantástico viaje de Oliver y Twist. En la
actualidad la autora reside en el norte de Alemania,
donde estudia medicina.
Oculta entre Libros

http://www.ocultaentrelibros.blogspot.com

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