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Afín al ingenio de los inadaptados, la literatura de Luis Alberto Bravo no se ensombrece; por el

contrario, cada nueva obra parece irradiar a su antecesora. Llegué a él con Hotel Bartleby, que
leí, de tanto en tanto, a hurtadillas, en una librería de ciudad, lo cual, visto bien, podría constituir
tanto un elogio como un insulto. Por suerte para el autor, y para el lector que luego lo comprara,
no sustraje el ejemplar, lo que tampoco establece ninguna muestra de heroísmo y cuyo solo
planteamiento imaginario pudiera pasar como una afrenta. Pero algo de extrañeza me quedó
luego de frecuentar las habitaciones de aquella construcción tan atrapante e insólita.
Bravo afirma que le gusta hablar con claridad, y no guarda reparo al denunciar los concursos
literarios que considera carentes de limpieza, en alzar la voz cuando las asignaciones culturales
llegan a destiempo en muestras de descortesía hacia los escritores, o en criticar las malas
prácticas editoriales de quienes, por ejemplo, continúan vendiendo ejemplares sin la
autorización del autor, acciones por las cuales de seguro se habrá ganado más de un enemigo
no confeso dentro del mundo literario. Muestra de ello es la hostilidad que evidencian sus
homólogos al excluirlo de los eventos culturales de las grandes urbes. Aunque pueda resultar
simplemente la animadversión del escritor hacia aquellos actos.
Creador de libros tan disímiles como Las ardillas del Orden Enano (relatos), Utolands (poesía: él
prefiere llamarlos ready mades, haikus pop o nidos), y de novelas como Septiembre, El jardinero
de los Rolling Stones y Crow, Bravo construye su obra sin la pomposidad de los alardeos ni la
exigencia de exhibicionismo que reclama el mercado, quizá por ello su obra peque de la
irreverencia de los originales, de quien escribe sin deberle nada a nadie, ni urgido por vanas
prisas ni mordiéndose la lengua por compromisos. Sin la necesidad de pavonearse por los
circuitos literarios, Luis Alberto Bravo, desde sus trincheras de provincia, se yergue como una de
las voces más innovadoras y fuertes de la actual narrativa ecuatoriana. El año pasado tuve la
oportunidad de entrevistarlo para la revista Libro de arena. El presente intercambio de
impresiones es la continuación de nuestra charla.

Abordemos la lectura como punto de inflexión para el escritor. Se ha afirmado que el autor
escribe precisamente porque empezó a frecuentar la literatura al leerla. Esta primera etapa
previa a la escritura, la de recepción de conocimientos debe confluir con una tradición literaria
y con todo lo que es conocido como bagaje cultural, en el que intervienen, lógicamente, otras
disciplinas. No obstante, pareciera que para un escritor debería ser más fuerte la pertenencia
a una tradición literaria que hacia otras artes. ¿Qué peso de tu canon personal se transparenta
en tu escritura, o a qué autores ecuatorianos te sientes más cercano?

Hay una problemática, yo empiezo a leer casi al mismo tiempo en que me dedico a escribir. Yo
no fui un gran lector en mi adolescencia. La lectura y la escritura fueron hábitos en la infancia.
Un día me di cuenta que el modelo educativo tradicional me había ido alejando de esas dos
pasiones. ¿Cómo pudo pasar esto? ¡Y cómo dejé que pasara! Y así, la creación la había ido
postergando de manera inmisericorde. Como sentía que había perdido un gran tiempo en
cultivarme, tuve la intuición de que mi aprendizaje cultural no necesariamente vendría a través
de la lectura sino también de películas, animes, canciones, fotografías, arte... todas tenían la
misma importancia para mí al momento de desarrollar un modelo estético-literario. Y esto no
ha cambiado, cuando inauguro un proyecto literario consumo todo tipo de material cultural,
mientras más diverso, mejor, y ahí empatizo, descarto o descubro. Es decir, obtengo mis
herramientas e inauguro mi canon personal. Y en ese canon puede estar un ecuatoriano como
un chileno o un húngaro. Nunca ha sido un problema aquello. Mis primeras lecturas fueron los
cuentos del tomo 3 de la enciclopedia de El mundo de los niños, en el cual estaba un francés,
junto a un argentino, un hindú, etc. La nacionalidad nunca fue algo en que me detuviera a pensar
o que me causara conflicto. Al contrario, sentía que aquello me enriquecía.
Respecto a tu pregunta. Como una influencia fuerte, ninguno, identificado, sí, muchas veces. Por
ejemplo, un poema como “Cinema” de Hugo Mayo fue una revelación para mí. Y lo leí en un
momento en que mis búsquedas formales estaban en sintonía con la naturaleza de ese texto.
Una experiencia más actual, en el proceso de mi última novela busqué textos sobre el tema
ferroviario y me encontré con cuentos que me gustaron mucho: “El tren” de Enrique Gil Gilbert,
“El ferrocarril del sur” de Martha Rodríguez, “El túnel” de Rafael Díaz Ycaza. Y otros que me
sirvieron como documento histórico “La nariz del diablo” de Luz Argentina Chiriboga; con éste
último hice un pequeño juego metaliterario, mi personaje es bisnieto del personaje de
Chiriboga. Como ves, no niego referentes nacionales, cualquiera que haya leído mis libros se
dará cuenta que un discurso continuo es el homenaje, pero tampoco siento culpa si encuentro
referentes afuera. No se tratan de ambiciones cosmopolitas sino de sintonizaciones estéticas.

En la configuración de una estética que busca la solidez, la creación de personajes no puede


desarrollarse al margen del proyecto global de la obra. De esta forma tanto en tus estructuras
como en tus temáticas acudes al llamado del cine y la música como leivmotiv, o como utillajes
para complementar a tus personajes.

Soy honesto al decir que en mis primeros cuentos la construcción de personajes no era mi fuerte.
Pero tampoco era algo en lo cual estaba muy preocupado, me refiero a la construcción de un
personaje en un plano psicológico. Los pensaba de acuerdo a la necesidad de la historia, y el uso
de personajes secundarios se daba gracias a un deus ex machina que advertía de las
posibilidades del texto. Lo que me interesaba era la historia. Y en cuanto a los personajes, sentía
que si le asignaba a uno la afición de escuchar cierto grupo musical y a otro la referencia de una
estética pictórica o el gusto por una película, ya estaba expresando una psicología al lector con
ese dato. Es decir, si yo te digo, Jorge es un chico a quien le gustan las pelis de David Lynch, ya
está la dimensión del personaje. Me parecía más divertido eso que describirle la ropa con que
iba vestido. Porque si armas un personaje de acuerdo a su vestimenta o pose creas arquetipos.
Dos tipos con traje negro fácilmente tienen psicologías distintas, pero dos tipos a quienes les
gusta David Lynch, ya tocas y te refieres a un aspecto más o menos concreto y por lo que
coinciden.

Continuando con el tema de los personajes, ¿ellos obedecen a tus referentes personales (tanto
de cine como de música o pintura) o los dotas a cada uno de un imaginario particular que
construye sus identidades?

No todos los referentes son mis referentes. Algunos son los referentes particulares de mis
personajes. En la escritura de los cuentos de la niña punk, por ejemplo, yo sentía que tal
personaje escuchaba a tal cantante o hablaba de tal manera de acuerdo a una estética cultural
en la cual él creía (en algunos casos yo podía compartirla, no en todos). Lo mismo que si yo
construyo a un personaje que teme salir de la casa no necesariamente estoy representando un
trauma personal. No padezco de agorafobia.
Viendo películas como el “El almuerzo desnudo” o “Corazón salvaje” yo encontré la naturaleza
de los textos que quería escribir. Ambas películas insertaban pequeños cuentos en la historia
central. En la primera me enteré de un hombre que le enseñó a hablar a su culo y en la segunda
sobre alguien que odiaba que la Navidad llegara a su fin y por ello luchaba contra un guante. Y
me dije, “Yo quiero escribir cosas así”. Con el tiempo supe que ambas películas eran
adaptaciones de libros. El primero de William S. Burroughs y el segundo de Barry Gifford. Ambos
cuentos de un humor absurdo y surrealista. A Burroughs yo lo considero el primer escritor punk,
por su propuesta nihilista y destrucción de las formas narrativas. Y además por la poética de
autor. Sus textos eran como él. No siempre ocurre aquello. En cuanto a Gifford quien es algo así
como un heredero de Kerouac… me lleva a pensar que la iluminación para empezar a escribir (o
los que me dieron confianza) son netamente de la generación beat, que como sabemos fue una
escuela literaria expresiva y musical.
La cultura pop permea tu obra y brinda un halo sugerente. Llama la atención del lector
contemporáneo al tiempo que se adentra en una exploración de lo que la literatura puede
hacer sin pecar de la atemporalidad, o quizá haciendo una mezcla de los elementos clásicos
del narrar y de los que aporta la cultura de masas. Siempre he dicho que un libro como Las
ardillas del Orden Enano, con sus particularidades, me recuerda a Bruno Schulz pero al mismo
tiempo a un universo adolescente mucho más moderno. ¿Te molesta esto de los
encasillamientos, o resumirías tu estética con uno de tus propios títulos: “Antropología Pop”?

Ese término lo obtuve leyendo un artículo en el New York Times en que se catalogaba a Sofia
Coppola como una “antropóloga pop”, a propósito de su película (en aquel momento,
recientemente estrenada) “María Antonieta”. Personalmente a mí me gustó mucho esa película,
por todas las adaptaciones de elementos modernos además de sonidos a una historia
ambientada en el pasado. Algo similar, aunque al revés, yo lo había experimentado con “Romeo
+ Julieta” de Baz Luhrmann. Para mí fue un filme revelador, me hizo ver que hay nuevas personas
que saben contar de nuevas maneras las historias. Y creo que es una película (y un director)
mucho mejor de lo que se estima. En este caso, el escenario era moderno, pero se conservaban
las líneas de Shakespeare. A Roger Ebert no le gustó y lo llamó “versión punk de Romeo y
Julieta”. ¡Qué mejor forma de halagarlo! Como ves, yo estaba encantado. Sin embargo, no sabía
cómo llamarle a eso. En cine se lo llama anclaje a estas formas de crear nuevos contextos.
También pienso en el efecto Kuleshov.
En cuanto a lo que preguntas, no me molesta si es un término con el que se pueda definir mi
obra. Claro que no sería tan exacto, por ahí, algún libro no se resista a estar bajo la carpa. Yo lo
llamaba también surrealismo pop. Una lectora me dijo que la lectura de la niña punk le
recordaba a David Bowie, otra a Prince. Válidos, pero también son juicios que parten de sus
referentes particulares y de lo que tienen a la mano. El otro día en que chateaba con mi amigo
el animador e ilustrador argentino Patricio Plaza me decía que “Las ardillas del Orden Enano” le
recordaba al lowbrow. La única motivación que tuve para esos cuentos es que fueran historias
que tuvieran elementos freakys así como cursis, que alternaran con situaciones donde sería
difícil discernir entre lo tierno y lo macabro. Enrique Planas se refiere a esta corriente como
KimoKawaii, en una novela que publicó hace pocos años. Aquella ambigüedad es lo que buscaba.
Confieso que nunca había escuchado aquel término, fui a buscarlo y al lowbrow también lo
conocen como surrealismo pop. Todo está conectado.
No es algo nuevo. La literatura siempre, aunque infructuosamente, ha estaba ocupando otros
espacios: ya películas adaptadas, ya pequeñas historias en los vasos descartables o en las cajitas
de fósforo. Entonces vi que todo siempre había sido adaptado, son los verdaderos avances
estéticos visuales.

¿Y estos avances también convergen en la búsqueda de planteamientos en la forma o en los


acoplamientos tipográficos (me refiero a fusionar números y letras para formar palabras
(100pre, 4rb0l3s, etc.), o la inserción de íconos en tus cuentos y novelas)?

Ya te he hablado de las motivaciones y de las influencias, de los temas que se presentaban. Pero
también el narrador tenía que tener una propuesta formal. Y un poco era: “Así escriben los
personajes, así también se lo puede contar. No me importa”.

Es notorio que bombardeas tus libros con referencias a otras parcelas del conocimiento (artes
plásticas, música, el celuloide). ¿Ese abordaje se compagina en la intención de formular una
estética que amalgame y busque el equilibrio entre presentar la literatura dentro de su propia
lógica y la implementación de otras artes?

No sé si el balance se produzca, lo que sí sé es que está la propuesta. Lo mismo, cuando me


refería a esos dos pintores, estaba construyendo a Zulema. En su mundo, sus referentes pop no
eran los grupos ingleses pop sino los pintores neoexpresionistas. Estas cosas freaky hay de algún
modo en la realidad, conozco a lectoras que se sienten fascinadas por la figura de un longevo
como Eduardo Galeano. Es decir, la atracción que tienen vino por la vía intelectual y no
estrictamente por la exposición publicitaria. Pero también, las referencias son como huevos de
pascua culturales que el autor deja al lector. Algo así como Cortázar dejaba referencias de jazz
a sus lectores, y esa otra tendencia que parece que se inauguró con Borges, el hecho de dejar
referencias a libros y autores.

En tu narrativa abordas diversos escenarios tanto dentro como fuera de Ecuador y con ello
eludes la visión maniquea de quienes abogan por una literatura apegada al hueso de lo
telúrico o de quienes desdeñan un acercamiento a la territorialidad. Pienso en obras de
escenarios tan contradictorios como El jardinero de los Rolling Stones y Crow. ¿Es una forma
de huir del territorio, de construirlo o de reconfigurarlo?

Creo que es algo genético. De algún modo, o inconscientemente me siento desarraigado. Mis
padres son naturales de Huigra, Chimborazo. Pero ellos ignoran de dónde vinieron sus padres.
De algún modo es algo que me molesta porque lo ideal para mí sería poder armar el árbol
genealógico. Por el lado paterno es un caso perdido. No lo sé. Pero por el lado materno hay
claves de ancestralidad de que sus antepasados pudieron venir de Chile. Ahí entiendo que mi
abuela nos decía “kudaicito” y otras expresiones mapuches que estuvieron muy arraigadas en
casa. Entonces, esa incapacidad para saber de dónde vengo es la explicación de esos escenarios
en un lugar indeterminado entre Chile, Perú, Bolivia o Ecuador. Pero de donde sea, de algo estoy
seguro eran familias rurales. Mi abuelo por el lado materno fue capataz de una hacienda en
Huigra. Mi madre me cuenta sus recuerdos de niña en el bosque y para mí son como cuentos.
En Bucay está enterrada mi abuela por el lado paterno. Pero aunque ese lugar me sirve para
escribir no ha sido aún uno de los modelos utópicos de esos libros. Aunque me beneficio mucho
del malecón de esa población. Si quieres saber uno, te lo menciono, hay un parque de los
trabajadores en Marcelino Maridueña con grandes árboles. Es un parque hermoso.

Y con esta imagen nos quedamos, como si estuviéremos suspendidos en uno de los cuentos
de Luis Alberto Bravo o inmersos en alguna habitación o vagón de tren de sus novelas.
La charla acaba, pero las ganas de seguir conversando se quedan intactas. Será hasta otra
oportunidad en que podamos retomar viejos y nuevos temas de antiguos o frescos libros.

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