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Por primera vez vemos nuestras guerras El mapa de un mundo infernal Tom Engelhardt

TomDispatch
Setenta y seis países implicados en la Guerra contra el Terror de Washington

Abandonó el avión Fuerza Aérea Two y, de repente, “envuelto en secretismo”, voló en un avión de
transporte C-17 camuflado a la base aérea de Bagram, la mayor guarnición estadounidense en
Afganistán. Todas las noticias de su visita fueron retenidas hasta una hora antes de dejar el país.Más
de 16 años después de que una invasión de Estados Unidos “liberase” Afganistán, estuvo otra vez
allí para dar algunas buenas noticias a un contingente de soldados que participaba en una ofensiva.

Ante una bandera de EEUU de más de 12 metros de largo, el vicepresidente Mike Pence se dirigió a
500 militares estadounidenses elogiándolos por formar parte de “la mayor fuerza mundial para el
bien”, se vanaglorió de los ataques aéreos de EEUU –“aumentados espectacularmente” hacía poco
tiempo–, juró que su país “estaba aquí para quedarse” e insistió en que “la victoria está más cercana
que nunca”.

Sin embargo, tal como lo hizo notar un observador, la respuestas de la audiencia fue “apagada”
(varios soldados permanecieron con los brazos cruzados o con las manos tomadas en la espalda;
aunque escucharon, no aplaudieron”).Pensemos en esto como apenas el último cuento de hadas (no
precisamente uno de los hermanos Grimm) geopolítico al revés, una historia para nuestra época que
podría estar comenzando: Hace mucho tiempo –en octubre de 2001, exactamente–, Washington
lanzó su guerra contra el terror. Entonces, solo un país estaba en la mira, el mismo en el que más de
10 años antes, Estados Unidos había librado una larga guerra por delegación contra la Unión
Soviética, durante la cual había financiado, equipado y respaldado a un importante conjunto de
grupos fundamentalistas islámicos, entre ellos el de un adinerado joven saudí llamado Osama bin
Laden.

En 2001, tras esa guerra –que ayudó a que la Unión Soviética empezara a transitar el camino hacia
su derrumbe–, Afganistán estaba en buena parte (aunque no completamente) gobernado por el
Taliban. Osama bin Laden también estaba allí encabezando un relativamente modesto grupo de
seguidores. A principios de 2002, bin Laden huyó a Pakistán; atrás quedaban los cadáveres de
muchos de sus compañeros y su organización –al Qaeda– casi desmantelada. Los supervivientes del
derrotado Taliban pidieron que se les permitiera deponer las armas y regresar a sus aldeas; un
malogrado proceso descrito vívidamente por Anand Gopal en su libro No Good Men Among the
Living (Ningún hombre bueno entre los vivos).

Daba la impresión de que –aparte de los vítores y, por supuesto, los planes para nuevas proezas–
todo había acabado. Los funcionarios más importantes de la administración del presidente George
W. Bush y el vivepresidente Dick Cheney eran unos soñadores geopolíticos de primer orden que no
podían haber tenido ideas más expansivas acerca de cómo ampliar ese éxito a –como señaló el
secretario de Defensa Donald Runsfeld apenas cinco días después de los ataques del 11-S– grupos
terroristas e insurgentes en más de 60 países. Fue un argumento que el presidente Bush volvió a
recalcar nueve meses más tarde en un triunfalista discurso de graduación en West Point. En ese
momento, la lucha que ellos se habían apresurado –sin modestia alguna– a llamar Guerra Global
contra el Terror todavía era un asunto de un solo país.

Sin embargo, ya estaban trabajando intensamente en los preparativos para extenderla del modo más
sustancial y devastador que podrían haber imaginado nunca con la invasión y ocupación del Iraq de
Saddam Hussein y la dominación del centro petrolero del planeta que con toda seguridad le seguiría
(en un comentario que captó el momento con toda exactitud, Newsweek citó a un funcionario
británico “cercano al equipo de Bush” que decía, “Cualquiera quiere ir a Bagdad; los hombres de
verdad quieren ir a Teherán”.Con tantos años que han pasado quizá no sorprenda –como
probablemente no sorprendió a los cientos de miles de manifestantes que se volcaron a las calles de
las ciudades estadounidenses a principios de 2003 para oponerse a la invasión de Iraq– que esta era
una de esas historias a las que les cabe el dicho “ten cuidado con lo que deseas”.

Ver las guerras

Se trata de un relato que todavía no ha acabado. Ni por asomo . Pera empezar, en la era Trump, la
guerra más prolongada de la historia de Estados Unidos –la de Afganistán– no hace más que
prolongarse. Están esos números de soldados estadounidenses en aumento; esos ataques aéreos que
son cada vez más; el Taliban controlando importantes partes del país; los grupos terroristas con
franquicia Daesh que se despliegan con creciente éxito en la región oriental; y, según el último
informe del Pentágono, más de 20 grupos terroristas o insurgentes en Afganistán y Pakistán”.

Pensemos en esto: 20 grupos. En otras palabras, después de tantos años, la guerra contra el terror
debería ser vista como un ejercicio permanente en el uso de la tabla de multiplicar –y no solo en
Afganistán–. Después de más de una década y media que un presidente de EEUU hablara de más de
60 países como potenciales blancos, gracias al inestimable trabajo de un acreditado grupo, el
Proyecto Costo de la Guerra (CWP, por sus siglas en inglés) del instituto Watson para los Asuntos
Internacionales y Públicos de la universidad Brown, al fin tenemos una presentación gráfica de la
verdadera dimensión de la guerra contra el terror. El hecho de que tuviésemos que esperar tanto
tiempo nos dice algo de la naturaleza de esta época de guerra permanente.
La guerra de EEUU contra el terror en el planeta. Fuente: Proyecto Costo de la Guerra
(CWP) *

El Proyecto Costo de la Guerra no solo ha elaborado un mapa de la guerra contra el terror en 2015-
2017 (dado a conocer por TomDispatch en esta nota), sino el primer mapa de su tipo en la historia.
Brinda una excepcional imagen de las guerras contra el terror llevadas adelante por Washington en
todo el planeta: su amplitud, el despliegue de fuerzas de EEUU, las cada vez más numerosas
misiones de adiestramiento de fuerzas de otros países, las bases estadounidenses que las hacen
posible, los ataque aéreos –tanto con drones como con aviones convencionales– que forman parte
de ellas y las unidades de combate de EEUU que ayudan en esa lucha (por supuesto, los grupos
terroristas se han transformado y expandido notablemente como parte inherente del mismo
proceso).

Una mirada al mapa nos dice que la guerra contra el terror, un conjunto cada vez más complejo de
conflictos interrelacionados, es hoy un fenómeno eminentemente global. Se extiende desde
Filipinas (con su propia organización con franquicia Daesh que realizó una devastadora campaña de
casi cinco meses en Marawi, una ciudad de 300.000 habitantes), atraviesa el sur de Asia, Oriente
Medio, el norte de África y penetra profundamente en África occidental, donde hace poco tiempo
murieron cuatro Boinas Verdes en una emboscada en Niger.

No menos sorprendente es la cantidad de países afectados por la guerra contra el terror de


Washington. Alguna vez, por supuesto, era solo uno (o dos, si el lector quiere incluir a Estados
Unidos). En estos momentos, el Proyecto Costo de la Guerra reconoce no menos de 76 países (el 39
por ciento de los existentes en el mundo) implicados en ese enfrentamiento de ámbito mundial. Eso
comprende lugares como Afganistán, Siria, Iraq, Yemen, Somalia y Libia, donde los ataques aéreos
con drones o aviones pilotados son la norma y la infantería de EEUU (frecuentemente unidades de
las Fuerzas de Operaciones Especiales) ha entrado en combate directa o indirectamente. También
comprende a países en los que hay asesores militares estadounidenses adiestrando a fuerzas
armadas locales o incluso a grupos de irregulares en tácticas antiterroristas u otros en los que
existen bases militares determinantes en este creciente conjunto de conflictos. Como el mapa lo deja
en claro, es frecuente que estas categorías se superpongan.

¿Quién podría sorprenderse que esa “guerra” haya estado devorando los dólares del contribuyente
estadounidense a una velocidad que debería dejar pasmada la imaginación de un país cuya
infraestructura está cayéndose a pedazos? Otro estudio del Proyecto Costo de la Guerra publicado
en noviembre pasado estimó el costo de la guerra contra el terror (incluyendo algunos gastos
futuros) ya había alcanzado la astronómica suma de 5,6 billones de dólares. Sin embargo,
recientemente, sin ir más lejos, el presidente Trump –que en estos momentos se encuentra
intensificando esos conflictos– tuiteó un guarismo aun más sorprendente: “Después haber gastado
tontamente siete billones en Oriente Medio, ¡ya es tiempo de empezar a reconstruir nuestro país!”
(en cierto modo, también esta cifra parece cuadrar con la estimación del Proyecto Costo de la
Guerra, que decía que “el futuro pago de intereses de los préstamos para gastos de guerra
probablemente agregará más de 7,9 billones de dólares a la deuda nacional” en la mitad del siglo).

No podría haber sido un comentario más insólito de un político estadounidense, cuando en estos
años las declaraciones tanto acerca del costo económico como humano de la guerra habían sido
dejadas mayormente a pequeños grupos de estudiosos o de activistas. De hecho, en este país, sobre
la cuestión de la guerra contra el terror (extendida del modo que muestra el mapa) prácticamente no
existe un debate serio respecto de su costo y sus resultados. Si el documento dado a conocer por el
Proyecto Costo de la Guerra es de hecho, un mapa infernal, creo que también es el primer mapa
importante de esta guerra jamás publicado

Pensemos un momento en eso. Durante los últimos 16 años, nosotros, los estadounidenses, que
financiamos este enmarañado conjunto de conflictos bélicos con billones de dólares, carecíamos de
un mapa de las guerras que Washington ha estado librando. Ni siquiera uno. Aun así, algunos
fragmentos de ese conjunto de conflictos en continua transformación y expansión han estado
regularmente en los medios de prensa, aunque raras veces en la primera plana (salvo cuando había
algún ataque terrorista perpetrado por un “lobo solitario”, en Estados Unidos o en la Europa
occidental). Sin embargo, en todos estos años, no ha habido un solo estadounidense que pudiese ver
una imagen de este extraño y prolongadísimo conflicto bélico cuyo final no está a la vista.

Esto en parte puede explicarse por la naturaleza de esa “guerra”. En ella no hay frentes ni ejércitos
avanzando hacia Berlín ni flotas machacando con su artillería la patria de los japoneses. Tampoco
ha habido, como en Corea en los primeros años cincuenta, un paralelo que debía cruzarse o tras el
cual se pudiera buscar refugio. En esta guerra no ha habido retiradas vosobles ni tampoco –salvo la
entrada triunfal en Bagdad, en 2003–avances notables.

Incluso ha sido difícil situar geográficamente los distintos bandos en pugna y, cuando eso ha sido
posible –como lo hizo el New York Times en agosto pasado, que dibujó un mapa de las regiones
afganas controladas por el Taliban– la imagen era farragosa y su impacto limitado. Por lo general,
sin embargo, en estos años, nosotros –el pueblo– nos hemos desmovilizado completamente, incluso
cuando solo se trataba de hacer el seguimiento del interminable conjunto de guerras y conflictos
armados que componen lo que llamamos la guerra contra el terror.

Elaborar el mapa de 2018 y más allá

Permitidme que repita este mantra: Una vez, hace casi 17 años, era un país; ahora son 76, y la
cuenta sigue creciendo. Mientras tanto, hay grandes ciudades convertidas en escombros, decenas de
millones de seres humanos han tenido que abandonar su casa, millones de refugiados han cruzado
fronteras, se han desestabilizado cada vez más territorios, algunos grupos terroristas se han
convertido en marcas en importantes partes del planeta y nuestro mundo estadounidense continúa
militarizado.

Esta situación debería ser considerada como una modalidad completamente nueva de guerra
mundial eterna. Entonces, miremos una vez más ese mapa. Y hagámoslo en el modo ‘pantalla
completa’. Es importante tratar de imaginar visualmente lo que ha estado ocurriendo, ya que
estamos ante un nuevo tipo de desastre, una militarización mundial como nunca la habíamos visto.
En la guerra de Washington no importan los “éxitos”, desde aquella invasión de Afganistán en 2001
y la toma de Bagdad en 2003 hasta la reciente destrucción del “califato” del Daesh en Siria e Iraq
(o, al menos, la mayor parte de él; en este momento, los aviones de EEUU siguen bombardeando y
lanzando misiles en zonas de Siria): los conflictos no hacen más que transformarse y dar vueltas.

Estamos en una era en la que las fuerzas armadas de Estados Unidos son el elemento principal –con
demasiada frecuencia, el único– de lo que acostumbraba llamarse la “política exterior” de este país
y en la que el departamento de Estado está viendo drásticamente reducido su tamaño. Solo en 2017,
las fuerzas de Operaciones Especiales estadounidenses se han desplegado en 149 países, y EEUU
tiene tantas tropas en tantas bases en cualquier lugar de la Tierra que al Pentágono le resulta
imposible informar sobre el paradero de 44.000 de sus militares. De hecho, es posible que no haya
manera de trazar un verdadero mapa de todo esto, pese a que el del Proyecto Costo de la Guerra es
un triunfo informativo.

Mirando hacia el futuro, roguemos una cosa: que la gente de ese proyecto tenga mucho aguante ya
que es sabido que en los tiempos de Trump (y posiblemente durante bastantes años más), los costos
de la guerra no harán más que aumentar. La primera asignación presupuestaria de la administración
Trump, aprobada unánimemente por los dos partidos principales en el Congreso y refrendada por el
presidente es pasmosa: 700.000 millones de dólares. Mientras tanto, los principales jefes militares y
el presidente, intensificando los enfrentamientos armados en países como Niger y Yemen, como
Somalia y Afganistán, dan la impresión de estar en la búsqueda permanente de más guerras.

Por ejemplo, señalando a Rusia, China, Irán y Corea del Norte, el comandante del cuerpo de
infantería de marina, general Robert Neller les ha dicha hace poco tiempo a las tropas desplegadas
en Noruega que se espera una “fuerte lucha” en el futuro, y agregó: “Ojalá esté equivocado, pero
veo guerra en el horizonte”. En diciembre, el asesor en seguridad nacional, teniente general H.R.
McMaster sugirió también que la posibilidad de una guerra (es de imaginar que sea nuclear) con la
Corea de Kim Jung-un estaba “aumentando cada día que pasa”. Mientras tanto, en una
administración en la que abundan los iranófobos, el presidente Trump parece estar preparándose
para romper el acuerdo nuclear con Irán, posiblemente en este mismo mes.

Dicho de otro modo, en 2018 y más allá, es posible que sean necesarios unos creativos mapas de
varios tipos solo para empezar a ocuparnos de las guerras de Estados Unidos. Pensemos por
ejemplo en una información reciente del New York Times de que unos 2.000 empleados del
departamento de Seguridad Interior ya han sido “enviados a más de 70 países del mundo” cobre
todo para prevenir ataques terroristas. Así están las cosas en el siglo XXI.

Demos la bienvenida entonces a 2018, otro año de guerra eterna, y ya que estamos en tema, una
pequeña advertencia a nuestros líderes: dados los últimos 16 años, sed cuidadosos con vuestros
deseos.

* Este mapa es el que el autor incluyó en su nota original en inglés. Si el lector desea verlo más
claro y detallado puede hacerlo picando en:
http://watson.brown.edu/costsofwar/files/cow/imce/papers/Current%20US%20Counterterror%20W
ar%20Locations_Costs%20of%20War%20Project%20Map.pdf (N. del T)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y
de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del
Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow
Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World

Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/176369/tomgram%3A_engelhardt%2C_seeing_our_wars_for_th
e_first_time/#more

La desmovilización de la sociedad estadounidense


Las guerras de las que nadie se entera
Stephanie Savell
TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Los costos ocultos de las guerras de Estados Unidos

Introducción de Tom Engelhardt

Tratándose de las guerras de Estados Unidos, al fin –después de 16 años– nuestros generales
tienen sus victorias. Por supuesto, no en tierras lejanas en las que esos conflictos bélicos son
machaconamente interminables, sino en el sitio que importa: Washington. ¿Podría haber una señal
más asombrosa que el ascenso de tres de esos generales a puestos claves en la administración
Trump? Si cualquiera de ellos se viniera abajo en poco tiempo, las guerras que este país ha estado
librando en el extranjero no serían las responsables, aunque un comandante retirado, John Kelly –
ahora jefe de personal en la Casa Blanca– fuera tocado la semana pasada cuando hizo una última
tentativa contra el movimiento #MeToo.

En todo caso, las últimas semanas han brindado una notable evidencia de lo victoriosos que
realmente pueden ser los más perdidosos jefes militares y sus colegas cuando están en la capital de
nuestro país. En el estilo bipartidista que en estos días por lo general se reserva solo a las fuerzas
armadas de EEUU, el Congreso acaba de acordar el otorgamiento al Pentágono de 165.000
millones de dólares adicionales en los próximos tres años como parte de una fórmula para
mantener el funcionamiento del gobierno. Casualmente, el presupuesto de 2017 para el Pentágono
ya era tan abultado como el de la suma de los siete países que siguen al nuestro en gasto militar. Y
eso fue antes de que todas esas decenas de miles de millones de dólares extras hicieran que el
presupuesto militar para 2018 y 2019 superara los 1,4 billones* de dólares.

Esta es una suma de dinero que solo se destina a los ganadores, no a los perdedores. Dado el
deprimente historial de las fuerzas armadas en la realidad de las guerras libradas por Estados
Unidos desde el 11-S, si al lector todavía le parece un poco extraño lo único que puedo decirle es:
no mencione este tema. Hace mucho tiempo que no es educado ni apropiado quejarse de nuestras
guerras, de quienes las libran y de cómo las financiamos; esto no debe suceder en una época en la
que cada soldado estadounidense es un “héroe”, es decir, que todo lo que ellos están haciendo en
Afganistán, Yemen, Siria y Somalia es ciertamente heroico.

En un país en el que no existe el servicio militar obligatorio, de quienes no forman parte de


nuestras fuerzas armadas ni están relacionados con ellas solo se espera que les den las “gracias”
a los guerreros y nos ocupemos de nuestros asuntos como si sus guerras (y el caos que continúan
provocando más allá de nuestras fronteras) no fuesen asuntos de la vida de todo el mundo. Esto es
la definición de una sociedad desmovilizada. Si sucede que en estos días usted es la más extraña de
las criaturas de nuestro país –alguien que se opone activamente a esas guerras–, tiene un
problema. Esto significa que Stephanie Savell, que codirige el Proyecto Costo de la Guerra y
periódicamente entrega información bien documentada y devastadora sobre la propagación de
esas guerras y el dinero constantemente dilapidado en ellas, realmente tiene un problema. Ella es
muy conciente de ello; hoy lo describe vívidamente aquí.
Hablar a un país desmovilizado

Tengo entre 30 y 40 años; eso quiere decir que después de los ataques del 11-S, cuando este país
empezó la guerra en Afganistán e Iraq –lo que el presidente George W Bush llamó la “Guerra
global contra el terror”, yo todavía estaba estudiando. Recuerdo que participé en un par de
manifestaciones contra la guerra en un campus universitario y, en 2003, mientras trabajaba de
camarera, haber disgustado a algunos clientes que pedían “patatas de la libertad” en lugar de
“patatas a la francesa” para protestar contra la oposición de Francia a nuestra guerra en Iraq (da la
casualidad que mi madre es francesa; por lo tanto, yo sentía aquello como una ofensa doble).
Durante años, como muchos estadounidenses, eso fue lo único que pensaba de la guerra contra el
terror. Pero una elección de carrera me llevó a otra, y en estos momentos codirijo el Proyecto Costo
de la Guerra en el instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad Brown.

Ahora, cuando voy a cenar con amigos y les cuento cómo me gano la vida, me he acostumbrado a
las miradas perdidas y comentarios vagamente aprobatorios como “qué bonito”, mientras la
conversación toma otros rumbos. Si empiezo a hablar con vehemencia sobre el sorprendente
alcance mundial de las actividades antiterroristas de las fuerzas armadas de EEUU o de la enorme
deuda de guerra que estamos dejando desconsideradamente a nuestros hijos, la gente tiende a
seguirme la corriente. Sin embargo, en términos de compromiso, mis oyentes me hacen preguntas
agudas y se sienten mucho más interesados por otra investigación mía: la actuación policial en las
grandes favelas o los barrios bajos de Brasil. No quiero decir que a nadie importan las interminables
guerras de Estados Unidos, solo que 17 años después de que empezara la guerra contra el terror es
una cuestión que parece interesarnos a unos pocos, mucho menos lanzarnos a la calle para
manifestarnos, como pasó en los tiempos de la guerra de Vietnam. El hecho es que desde entonces
ha pasado dos décadas; aun así, la mayoría de nosotros no nos vemos como “en guerra”.

No llegué a este trabajo que hoy llena mi vida desde el activismo pacifista o el antibelicismo
apasionado. Llegué por un camino más largo: todo comenzó cuando me interesé por la
militarización de la policía, durante la elaboración de mi trabajo de graduación en antropología
cultural en la Universidad Brown, donde tiene su sede el Proyecto Costo de la Guerra. Estando en
ello, me uní a las directoras Catherine Lutz y Neta Crawford, que juntas habían creado el proyecto
en 2011 en el 10º aniversario de la invasión de Afganistán. Su objetivo era centrar la atención en los
costos –ocultos y no reconocidos– de nuestras guerras contra el terror en Afganistán, Iraq y unos
cuantos países más.

En estos momentos, sé –y me importa– más que lo que nunca había imaginado sobre la devastación
ocasionada por las guerras de Washington posteriores al 11-S. A juzgar por las reacciones
suscitadas por nuestro trabajo en el Proyecto Costo de la Guerra, veo que mi indiferencia anterior
no era algo raro. En la época que siguió al 11-S ha sido todo lo contrario: la indiferencia ha sido lo
fundamental en nuestro país.

Unas cifras pasmosas

En semejante clima de falta de compromiso, me he dado cuenta de que al menos hay algo que
despierta la atención de los medios. En lo más alto de la lista están las cifras que te dejan con la
boca abierta. Por ejemplo, contrastando con las relativamente limitadas estimaciones dadas a
conocer por el Pentágono, el Proyecto Costo de la Guerra se ha presentado con una estimación
exhaustiva de lo que ha costado realmente –desde 2001– la guerra contra el terror a este país: 5,6
billones de dólares. Por lo desmesurada, es una cifra casi incomprensible. Aunque, imaginemos si
hubiésemos invertido esos dineros en investigar más el cáncer o en la reconstrucción de la
infraestructura de Estados Unidos (entre otras cosas, los trenes de Amtrak** no habrían tenido
tantos accidentes mortales como los que hoy tiene).

Esos 5,6 billones de dólares incluyen tanto el dinero necesario para cuidar a los veteranos tras el 11-
S como lo que se gasta en la prevención de ataques terroristas en territorio estadounidense (la
“seguridad interior”). Este guarismo y sus actualizaciones anuales son noticia en medios como el
Wall Street Journal y la revista Atlantic, y mencionadas habitualmente por algunos periodistas.
Sospechamos que incluso el presidente Trump las conoce; en su peculiar modo, exageró nuestro
trabajo cuando en su comentario a fines del año pasado dijo que EEUU había “gastado tontamente 7
billones de dólares en Oriente Medio” (apenas unos meses antes –más en línea con nuestra
estimación– había dicho 6 billones).

Es usual que los medios utilicen otro conjunto de sorprendentes cifras que nosotros publicamos:
nuestros cálculos de bajas –tanto de estadounidenses como de extranjeros– en Afganistán, Pakistán
e Iraq. Respecto de 2016, alrededor de 14.000 soldados y contratistas de EEUU y 380.000
habitantes de esos lugares resultaron muertos. A estas estimaciones es necesario agregar la muerte
de por lo menos 800.000 afganos, iraquíes y pakistaníes más, víctimas indirectas del desastre
causado por las guerras en sus respectivos países; entre otras cosas, por desnutrición, enfermedad y
degradación ambiental.

Sin embargo, aunque el lector logre superar el impacto de las cifras, es mucho más difícil conseguir
la atención de los medios (o la de cualquiera) en relación con las guerras de Estados Unidos.
Ciertamente, los costos humanos y políticos en tierras lejanas interesan muy poco en nuestro país.
Hoy en día, es difícil imaginar la portada de un medio hegemónico de prensa con una foto de una
guerra devastadora, mucho menos de una estimulante manifestación, como las que se hacían –hoy
convertidas en icónicas– en los tiempos de la guerra de Vietnam.

En agosto, por ejemplo, el Proyecto Costo de la Guerra publicó un informe en el que se revelaba la
dimensión de explotación a la que eran sometida trabajadores inmigrantes en zonas de guerra de
Iraq y Afganistán. Llegados de países como Nepal, Colombia y Filipinas, trabajan para las fuerzas
armadas de Estados Unidos y sus contratistas privados desempeñándose en la cocina, la limpieza y
las guardias de seguridad. Nuestro trabajo documentaba la servidumbre y las violaciones de
derechos humanos con los que se enfrentaban cada día. Por lo general, los inmigrantes debían
permanecer allí y vivir en condiciones peligrosas y precarias, recibiendo una paga mucho menor
que la prometida en el momento de ser reclutados y sin posibilidad alguna de solicitar protección
por parte de las fuerzas armadas estadounidenses, los funcionarios civiles o las autoridades locales.

Aunque las revelaciones de nuestro informe eran –pensaba yo– dramáticas, en su mayor parte
permanecieron desconocidas en la sociedad de EEUU; una razón más para exigir el fin de nuestras
interminables guerras en Afganistán e Iraq. Eran también un importante demérito contra las
empresas de contratistas privados que durante años tanto se han aprovechado de esas guerras. No
obstante, el informe apenas conseguía cobertura mediática, tal como siempre sucede cuando se trata
del sufrimiento humano en las zonas de guerra (al menos cuando lo que sufren no son los soldados
de Estados Unidos).

¿Es acaso verdad que a los estadounidenses no les importa? Al menos, esa parece haber sido la
opinión de los muchos periodistas que recibieron nuestro comunicado de prensa sobre el informe.

La verdad es que esto se ha convertido en algo parecido a una realidad de la vida de hoy en Estados
Unidos, una realidad que solo se ha hecho más extrema debido a la fascinación total de los medios
con el presidente Donald Trump –desde sus tweets hasta sus insultos y sus disparatadas
afirmaciones–. Él –o mejor dicho, la obsesión de los medios por cada uno de sus gestos– solo
representa el último desafío para prestar alguna atención a lo que realmente nos cuestan (y le cuesta
a todo el mundo) las guerras de nuestro país.

Una forma que encontramos de sortear el torbellino mediático es acudiendo a comunidades de


interés ya existentes, como los grupos de veteranos. En junio de 2017, por ejemplo, publicamos un
informe sobre las injusticias que debieron enfrentar los veteranos de las guerras iniciadas tras ell 11-
S, que fueron dados de baja de las fuerzas armadas con “mala documentación” o expulsados,
normalmente por actos de mala conducta de poca importancia, actos que a menudo son
consecuencia de traumas sufridos en el servicio militar. Esa documentación mala hace que los
veteranos no puedan acceder a la asistencia sanitaria, educacional y habitacional del departamento
de Asuntos de los Veteranos. Mientras el informe consiguió muy poca atención de los medios, las
noticias relacionadas con él circularon mucho en los blogs que se ocupan de los veteranos, en las
páginas de Facebook y en Twitter, creando mucho más interés y comentarios. Fue incluso –lo
supimos más tarde– utilizado por esos grupos en su intento de influir en la legislación relacionada
con los veteranos.

Guerra hasta el horizonte, y una sociedad y un Congreso desmovilizados

En el fondo, sin embargo, fuera cual fuese nuestro limitado éxito, continuamos enfrentando una
desalentadora realidad en este momento del siglo XXI, una realidad que existe desde mucho antes
de la presidencia de Donald Trump: la falta de conexión entre la sociedad estadounidense (incluso
yo misma alguna vez) y las guerras en tierras remotas que se libran en nombre de nosotros.
Lógicamente, esto va de la mano de otra realidad: para tener un conocimiento cabal de lo que está
pasando realmente en los conflictos que en estos momentos se extienden desde Pakistán hasta el
corazón de África, debes meterte totalmente en el mundo de la guerra, debes ser alguien que esté
siguiendo casi sin cesar lo que está sucediendo.

Después de todo, hoy en día en Washington, el secretismo es lo fundamental; su necesidad se


invoca en aras de la “seguridad” de Estados Unidos. Como investigadora en estas cuestiones, me
veo continuamente enfrentada con lo impenetrable de la información gubernamental en relación con
la guerra contra el terror. Hace poco tiempo, por ejemplo, dimos a conocer un proyecto en el que he
estado trabajando durante varios meses: un mapa de los lugares en los que –de una manera u otra–
las fuerzas armadas de EEUU están realizando alguna operación contra el terrorismo; ¡son 78
países!, el 40 por ciento de los que hay en el planeta
(http://www.rebelion.org/noticia.php?id=236423&titular=el-mapa-de-un-mundo-infernal-).

Por supuesto, aunque parezca extraño, en estos momentos, cuando nuestro gobierno es tan poco
transparente en muchas cosas, el hecho de estar investigando la guerra contra el terror ha
significado un marcado alivio para mí. Me dejó atónita lo difícil que puede ser encontrar la
información más elemental, desperdigada en muchas páginas web –a menudo de acceso
restringido–, y algunas veces imposible de localizar. Por ejemplo, una fuente poco conocida pero
fundamental para confeccionar nuestro mapa, resultó ser un catálogo del Pentágono llamado Global
War on Terrorism Expeditionary Medals Approved Areas of Eligibility (Requisitos aprobados para
autorizar las medallas en la guerra contra el terror). A partir de este catálogo, mi equipo y yo
pudimos saber que las fuerzas armadas consideraban que sitios como Etiopía y Grecia formaban
parte de esa “Guerra contra el terrorismo”. Después pudimos verificar esta información con la
publicación Country Reports on Terrorism del departamento de Estado, que documenta
oficialmente –país a país– los incidentes terroristas ocurridos y lo que hace el gobierno de cada país
en materia de contraterrorismo.

Este trabajo de investigación hizo que me diera cuenta cabalmente de que la indiferencia que
sienten muchos estadounidenses en relación con las guerras posteriores al 11-S se corresponde con
la opacidad de la información gubernamental acerca de esas guerras –incluso se alimenta de esa
opacidad–. Sin duda alguna, esto proviene –al menos, en parte– de una tendencia cultural: la
desmovilización de la sociedad estadounidense. El gobierno no le reclama nada a la gente, ni
siquiera una acción mínima como sería la compra de bonos de guerra (como se hizo durante la
Segunda Guerra Mundial), lo que permitiría no solo compensar la cada vez mayor deuda por el
gasto militar, sino también provocaría una preocupación e interés reales por esas guerras (aunque el
Estado no gastara un dólar más en sus conflictos bélicos, nuestra investigación muestra que aún
deberemos pagar unos pasmosos 8 billones de dólares adicionales en intereses por préstamos de
guerra hasta fines de los años sesenta de este siglo).

De hecho, nuestro mapa de la guerra contra el terror obtuvo cierta atención mediática pero, como
ocurre tan frecuentemente, aunque llegamos a algún congresista teóricamente comprensivo, no
tuvimos respuesta alguna del exterior de nuestro entorno: ni pío. Eso es lógico, por supuesto, ya que
al igual que la sociedad estadounidense, el Congreso ha sido en buena parte desmovilizado en
relación con las guerras de Estados Unidos (aunque no sea ese el caso cuando se trata de invertir
todavía más dinero federal en las fuerzas armadas de este país).

En octubre del año pasado, cuando los medios se ocuparon del asesinato de cuatro Boinas Verdes
por parte de una filial de Daesh en un país del oeste de África, los debates en el Congreso revelaron
que los legisladores estadounidenses apenas tenían idea de en qué lugar del mundo estaban
destacados nuestros soldados ni qué estaban haciendo allí; tampoco de la extensión de la actividad
antiterrorista entre los varios comandos del Pentágono. Aun así, la mayoría de esos representantes
continúa apresurándose a firmar cheques en blanco a pedido del presidente Trump para alimentar el
cada vez mayor gasto militar (como también lo hacía a solicitud de los presidentes Bush y Obama).

En noviembre, después de haber ido a algunas oficinas de congresistas, mis colegas y yo caímos en
la cuenta de que hasta los más progresistas entre ellos estaban hablando de asignar un poco –
subrayo, un poco– menos de dinero al presupuesto del Pentágono, o ayudar a algunas menos de los
cientos de bases militares que Washington mantiene en todo el mundo. La idea de que sería posible
avanzar hacia el final de las “guerras eternas” de este país era absolutamente tabú.

Un tema como este solo podría acontecer si los estadounidenses –sobre todo los más jóvenes– se
entusiasmaran con la tarea de poner freno a la propagación de la guerra contra el terror,
últimamente considerada prácticamente una “lucha generacional” por las fuerzas armadas de
Estados Unidos. Para que nada de esto cambie, el apasionado apoyo del presidente Trump al
crecimiento de las fuerzas armadas y de su asignación presupuestaria, además de la inercia –basada
en el miedo– que conduce a los legisladores al apoyo incondicional a cualquier campaña militar,
tendría que toparse con una vigorosa reacción. A partir del compromiso de un significativo número
de ciudadanos preocupados se podría revertir la realidad de la guerra a cualquier costo y contener el
crecimiento de la marea del contraterrorismo bélico de EEUU.

Con esta finalidad, el Proyecto Costo de la Guerra continuará diciéndole a quien quiera escuchar
cuál es el costo la guerra más larga de la historia de Estados Unidos para los estadounidenses y para
quienes habitan este planeta.
* Resulta difícil imaginar esta cantidad; para que el lector tenga una idea, un billón se escribe con la
unidad seguida de 12 ceros. (N. del T.)

** Amtrak es la red estatal de ferrocarriles de Estados Unidos (ver


https://es.wikipedia.org/wiki/Amtrak). (N. del T.)

Stephanie Savell es codirectora del Proyecto Costo de la Guerra del Instituto Watson de Asuntos
Internacionales y Públicos con sede en la Universidad Brown. En su calidad de antropóloga, ha
investigado acerca de la seguridad y el compromiso cívico tanto en EEUU como en Brasil. Es
coautora del libro The Civic Imagination: Making a Difference in American Political Life (La
imaginación cívica: su influencia en la vida política estadounidense).

Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/176386/tomgram%3A_stephanie_savell%2C_the_hidden_costs_
of_america%27s_wars/#more

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