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De emociones, pasiones y padecimientos

En un primer sentido, el del griego πάθος o el latín passio, la «pasión» puede entenderse
como una afección, al modo de la categoría aristotélica del mismo nombre (πάσχειν),
contrapuesta a la categoría que Aristóteles denomina «acción» (πο εῖν). Se trataría, pues, de
una situación en la que algo se ve afectado y modificado, de forma pasiva –diríamos– por
una determinada acción. Eso es justamente lo que dice Descartes, aun cuando al hacerlo
abriga la pretensión (tan frecuente en él) de estar recorriendo un camino que nunca antes
había recorrido nadie:

«considero que todo lo que se hace u ocurre de nuevo es llamado generalmente por los
filósofos una pasión respecto al sujeto a quien le ocurre y una acción respecto a aquél que
hace que ocurra. De modo que, aunque el agente y el paciente sean a menudo muy
distintos, la acción y la pasión no dejan de ser siempre una misma cosa que tiene estos dos
nombres, debido a los dos distintos sujetos a los que puede referirse» [Tratado de las
pasiones del alma, Art. 1].

De este modo, cabría decir que una pasión es algo, sencillamente, que se padece; y en ese
orden de cosas, tan pasión sería un dolor de muelas como un amor a lo Romeo y Julieta.
Pero muy pronto el concepto comenzó a utilizarse para designar, precisamente, esos
intensos estados afectivos que provocan una importante alteración del ánimo.

«Entiendo por pasiones –escribe Aristóteles–, apetencia, miedo, ira coraje, envidia, alegría,
amor, odio, deseo, celos, compasión y, en general, todo lo que va acompañado de placer o
dolor» [Ética a Nicómaco, II: 1105 b].

Alteración del ánimo, sí, mas también, como señala el propio Aristóteles, del cuerpo:

«el alma –dice– no hace ni padece nada sin el cuerpo, por ejemplo, encolerizarse,
envalentonarse, apetecer, sentir en general […] parece que las afecciones del alma se dan
con el cuerpo: valor, dulzura, miedo, compasión, osadía, así como la alegría, el amor y el
odio. El cuerpo, desde luego, resulta afectado conjuntamente en todos estos casos» [Sobre
el alma, I: 403 a];

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una forma de entender la pasión, en suma, acaso similar a las emociones; lo que, con todo,
no es demasiado exacto, porque la pasión, si bien de una enorme intensidad, tal vez no lo es
tanto como las emociones, y sí, en cambio, mucho más duradera que éstas, lo que la acerca
a los sentimientos, de los que la distingue, sin embargo, la intensidad, mucho menor en
éstos. Kant ha reparado con pleno acierto en esta diferencia entre emociones y pasiones:

«La inclinación difícil o absolutamente invencible por la razón del sujeto –escribe– es una
pasión. Por el contrario, es el sentimiento de un placer o desplacer en el estado presente,
que no permite se abra paso en el sujeto la reflexión (la representación racional de si se
debe entregarse o resistirse a él), la emoción» [Antropología, § 73].

Las dos son siempre, según él, enfermedades del alma, pero la diferencia entre ambas es
muy sutil: por una parte, la emoción se halla siempre referida al presente, en tanto que la
pasión se extiende también al futuro, lo que apunta al carácter pasajero de la primera y
marcadamente persistente en el caso de la segunda. Y por otro lado, si bien la pasión ejerce
un dominio prácticamente absoluto sobre la razón del individuo, eso no significa, empero
que, como la emoción, sea irreflexiva. Si ésta, como dice Kant, «es una ataque por sorpresa
de la sensación», lo que la torna precipitada y de una intensidad tal que imposibilita la
reflexión, la pasión, en cambio, se toma su tiempo y reflexiona sobre los medios para
alcanzar su fin. Porque si las emociones son nobles y francas, las pasiones son astutas y
solapadas. Y así, por ejemplo, lo que la ira, en tanto que emoción, no hace en el momento,
ya no lo hará; por el contrario, la pasión del odio puede dejar transcurrir un tiempo
considerable antes de asestar el golpe al odiado, y ello no sin antes haber examinado
cuidadosamente el cuándo, el dónde y el cómo:

«La emoción –escribe Kant– obra como el agua que rompe su dique; la pasión, como un río
que se sepulta cada vez más hondo en su lecho […] La emoción debe considerarse como
una borrachera que se duerme; la pasión como una demencia, que incuba una
representación que anida en el alma cada vez más profundamente» [Antropología, § 74].

Mas si la pasión es una demencia o una enfermedad que, además, como añade Kant,
rechaza todo tratamiento médico –aunque, por lo demás, resulta dudoso que lo haya–; si eso

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es así, entonces no cabe duda que frente al aturdimiento irreflexivo, pero momentáneo de la
emoción, la pasión es enfermedad del alma más grave y de peor pronóstico.

Luego volveremos a Kant. Como quiera que sea, este sentido en el que hablamos, a saber:
la pasión como algo muy próximo, sino idéntico, a la emoción fue el predominante durante
mucho tiempo, y frente a las pasiones así entendidas es contra las que reclamaban los
estoicos el apoyo de la razón para lograr eliminarlas y alcanzar, precisamente, la apatía, es
decir, la ausencia de pasiones, en tanto estados encontrados con nuestra naturaleza, vale
decir, con nuestra razón:

«no ceder ante las pasiones corporales –considera Marco Aurelio uno de nuestros deberes–,
porque es propio del movimiento racional e inteligente marcar sus confines y no dejarse
vencer por el movimiento sensorial e impulsivo; estos dos movimientos son propios de
animales, pero frente a ellos quiere ser preponderante y no resultar inferior el inteligente,
quien con justicia es por naturaleza quien los utiliza» [7.55].

Y de modo similar dirá Cicerón que

«toda pasión es un movimiento del espíritu que carece de razón o que la desobedece»
[Tusculanas, III: 24].

Aristóteles, en cambio, no las considera malas en sí mismas, sino que, al contrario, pueden
ser buenas siempre que se hallen controladas por la razón y contenidas en un justo término
medio alejado de todo extremo, sea por exceso o por defecto.

Santo Tomás de Aquino, que parece seguir en este punto, como en tantos otros, el
pensamiento de Aristóteles, resume acertadamente las diferencias entre la posición de éste
y la de los estoicos:

«Sobre esta cuestión los estoicos y los peripatéticos tuvieron diferentes opiniones, pues los
estoicos afirmaban que todas las pasiones eran malas y los peripatéticos decían que las
posiciones moderadas eran buenas […] los estoicos no distinguían entre el sentido y el
entendimiento, y, en consecuencia, tampoco entre el apetito intelectivo y el sensitivo. Por
eso no distinguían las pasiones del alma de los movimientos de la voluntad, por cuanto las

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pasiones del alma están en el apetito sensitivo y los simples movimientos de la voluntad se
hallan en el intelectivo; más llamaban voluntad a todo movimiento razonable de la parte
apetitiva, y pasión al movimiento que salía de los límites de la razón. Y, por eso, Tulio,
siguiendo la opinión de éstos en III De tusculanis questionibus, llamaba a todas las pasiones
enfermedades del alma. Por lo cual arguye que los que están enfermos no están sanos, y los
que no están sanos son insipientes. De ahí que a los insipientes también les llame insanos.
En cambio, los peripatéticos llaman pasiones a todos los movimientos del apetito sensitivo.
Por eso las juzgan buenas cuando están reguladas por la razón, y malas cuando no están
gobernadas por ella. Por lo cual Tulio, en el mismo libro, condena sin razón la opinión de
los peripatéticos, que aprobaban el justo medio de las pasiones, diciendo que debe evitarse
todo mal, aun el moderado; pues así como el cuerpo, aunque esté ligeramente indispuesto,
no está sano, así esa mediocridad de las enfermedades o pasiones no es sana. Pues las
pasiones no se llaman enfermedades o perturbaciones del alma, sino cuando les falta la
regulación de la razón» [Suma Teológica, I-IIae (Prima Secundae), q. 24].

Por otra parte, es obvio, sin embargo, que el término nace preñado de una cierta
ambivalencia y ambigüedad, ya que, por ejemplo, no todas las que Aristóteles consideran
pasiones son indeseables o atentan contra la razón, obligando a ésta a intentar ponerlas en
su sitio; al contrario: algunas se despliegan, precisamente, para asistir a la razón en su
domino de aquéllas más bajas. Tal como encontramos en el célebre mito platónico del carro
alado para explicar la estructura de la psique o alma humana, al lado del caballo negro, es
decir, del alma concupiscible, sede de esas bajas pasiones, se encuentra el alma irascible,
simbolizada por el caballo blanco, no menos pasional que la anterior, aunque poseedora de
pasiones muy distintas (valor, fortaleza) y no sólo deseables, sino enteramente necesarias
para ayudar a la razón (el auriga del mito) a controlar nuestra dimensión concupiscible;
pasiones, por tanto, que no sólo no están contra la razón o la desobedecen, sino, antes bien,
son su más firme aliado en su lucha contra el dominio de nosotros mismos.

Por lo demás –tiene razón Kant–, frente a la ciega emoción, la pasión no es nunca
irreflexiva, y eso por mucho que sea la razón la que se encuentre al servicio de ella,
buscando siempre los medios para tratar de satisfacerla, en lugar de ser la pasión la que,
como en la concepción platónica de las pasiones nobles, le sirva a ella. Pero Kant se mueve

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en una concepción de las pasiones muy distinta a aquella que considerándolas, en gran
medida, equivalentes a las emociones, domina en la Antigüedad y aún mucho tiempo
después.

Y así, Descartes las definirá

«como percepciones, o sentimientos, o emociones del alma que se refieren particularmente


a ella y que son motivadas, mantenidas y amplificadas por algún movimiento de los
espíritus» [Tratado de las pasiones del alma, I. Art. 27]

(es decir que no son, propiamente hablando, voluntarias ni causadas por el alma misma); y
aun añadiría Descartes que es emociones el término que con más precisión las definen. Mas
las pasiones –dirá el filósofo francés– son todas buenas en su propia naturaleza, siempre
que pongamos mucho cuidado en evitar su mal uso o su exceso:

«el alma –escribe Descartes– puede tener sus placeres aparte, pero los que le son comunes
con el cuerpo dependen enteramente de las pasiones; de suerte que los hombres a los que
más pueden afectar son los que tienen más posibilidades de gozar en esta vida. Cierto que
también pueden hallar en ella las mayores amarguras cuando no saben emplearlas bien y la
fortuna les es contraria, pero en este punto la cordura muestra su principal utilidad, pues
enseña a domeñar de tal modo las pasiones y a manejarlas con tanta habilidad que los males
que causan son muy soportables e incluso es posible sacar gozo de todos ellos» [Tratado de
las pasiones del alma, III. Art. 212].

Nos encontramos, pues, ante una forma de concebir las pasiones muy similar a la antigua y
medieval, aunque en Descartes haya cambiado la valoración de las mismas, especialmente
en relación con la condena sin paliativos que de ellas hacen los estoicos o Cicerón, aunque
muy próximo, según creo, a la posición aristotélica.

El estoico Espinosa vuelve, en cambio, a valorarlas de un modo negativo, considerándolas


ideas inadecuadas o nacidas de ellas:

«Las acciones del alma surgen sólo de las ideas adecuadas; las pasiones, en cambio, sólo
dependen de las inadecuadas» [Ethica, III: III].

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Es decir, las acciones son deseos que se refieren al alma en tanto posee ideas adecuadas,
mientras que las pasiones son deseos que no se refieren al alma más que en la medida en
que concibe las cosas de forma inadecuada, y nacen no de la potencia del hombre, sino de
las cosas externas a él.

«De ahí que aquéllos se llaman acciones y éstos, en cambio, pasiones; pues aquéllos
indican siempre nuestra potencia y éstos, al contrario, nuestra impotencia y conocimiento
mutilado» [Ethica, IV, Apéndice: Capítulo 2].

Por lo demás, si esas acciones de las que hablamos son siempre buenas, el resto pueden ser
tanto buenas como malas. Las pasiones, en cambio, son siempre malas, en tanto que
disminuyen o anulan nuestra potencia de actuar, es decir, de actuar conforme a la razón, De
ahí que incluso en el caso de aquéllas acciones que pudiendo ser tanto buenas como malas,
si nos encontramos con alguna que es buena, más nacida de una pasión, la pasión misma es
innecesaria porque igualmente nos habría conducido a ella el uso de la sola razón. Al
menos, creo yo que así puede interpretarse la siguiente proposición:

«A todas las acciones a las que somos determinados por un afecto que es pasión, podemos
ser determinados sin él, por la razón» [Ethica, IV: LVIIII].

Tenemos pues que, si yo interpreto bien, las pasiones, según Espinosa, son siempre malas e
innecesarias. La pasión –como se dice en la «Definición general de los afectos», en la
Tercera parte de la Ethica– no es más que una idea confusa que debemos sustituir por
razones –en cuyo caso dejará de ser pasión–:

«Un afecto que es pasión, deja de ser pasión tan pronto como formamos de él una idea clara
y distinta» [V: III].

Y si eso no es posible, condenarla sin paliativos y abandonarla del todo.

¿Y cuáles son esas pasiones, o, por mejor decir, las pasiones primordiales?

Según Espinosa, en quien, como acabamos de ver, encontramos también una ajustada y
estrecha correspondencia entre acción y pasión, las pasiones básicas son alegría, deseo y
tristeza; el resto de pasiones y afectos surgen de la combinación de éstas.

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Pero existen muchas otras clasificaciones. Así, Descartes, además de las tres apuntadas por
Espinosa, considera fundamentales también la admiración, el amor y el odio. Por otro lado,
hemos visto ya las que señala Aristóteles, y Cicerón, siguiendo en esto a los estoicos,
distingue cuatro: dos referidas al bien: deseo y placer; y otras dos referidas a un mal: miedo
y aflicción. Bien y mal futuros, en el caso del deseo y del miedo, y presentes en el del
placer y la aflicción. Kant, por su parte, distinguirá dos géneros de pasiones: las pasiones
ardientes, que nacen de la inclinación natural o innata (inclinación a la libertad e
inclinación sexual), y pasiones frías, procedentes de la cultura y, por tanto, adquiridas (afán
de honores, afán de dominación y afán de poseer). El resto de las pasiones concretas
encajarían siempre en alguno de esos cinco grandes grupos [Antropología, 81]. Y, en fin, en
la Escolástica, y concretamente Santo Tomás se distinguirá entre pasiones irascibles y
concupliscibles, siendo el objeto de la potencia concupiscible el bien y el mal sensible, en
el sentido de lo deleitable y lo doloroso, y ocupada asimismo la potencia irascible del bien
y el mal, mas en tanto que pueda resultar arduo o dificultoso conseguir uno y evitar el otro.

«Así, pues, es evidente que en el concupiscible hay tres combinaciones de pasiones; a


saber: amor y odio, deseo y huida, gozo y tristeza. Igualmente hay tres en el irascible; a
saber: esperanza y desesperación, temor y audacia, y la ira, a la que no se opone ninguna
pasión. Hay, por tanto, once pasiones diferentes en especie: seis en el concupiscible y cinco
en el irascible, bajo las cuales quedan incluidas todas las pasiones del alma.» [Suma
Teológica, I-IIae (Prima Secundae), q. 23].

No tiene seguramente demasiado interés continuar recogiendo clasificaciones. Sí lo tiene,


en cambio, señalar que hacia el siglo XVII y a lo largo del XVIII encontramos un nuevo
concepto de pasión, tal como lo hallamos reflejado en los moralistas de la época; o acaso
cabría decir con más justicia que, como opina Abbagnano, son precisamente ellos quienes
lo crean. Las pasiones serán vistas ahora como inclinaciones o tendencias dotadas de una
gran intensidad, por las que el sujeto se ve dominado e incluso arrastrado, aun en contra de
su voluntad. Esa inclinación (tal vez un afecto, una emoción, un deseo, un sentimiento
incluso) controla y dirige la vida del individuo, convirtiéndose en el rasgo más destacado de
su personalidad, toda la cual se encuentra al servicio de ella, pues el sujeto no vive,
diríamos, más que para satisfacer la pasión que le domina, de tal manera que si la mera

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emoción no tiene otro horizonte que el momento presente (el momento, podríamos decir, en
que se experimenta), la pasión, por el contrario, se halla siempre orientada hacia el futuro.

Es, sin duda, en este sentido de pasión en el que está pensando, por ejemplo, La
Rochefoucauld cuando afirma que

«La duración de nuestras pasiones depende tan poco de nosotros como la duración de
nuestra vida» [Máximas, 5].

Y el mismo, seguramente, en el que Vauvenargues, advirtiendo ese profundo dominio que


sobre la personalidad de un individuo ejercen sus pasiones, advierte que

Les passions des hommes sont autant de chemins ouverts pour aller jusqu´à eux
[«Las pasiones de los hombres son caminos abiertos para llegar a ellos», Réflexions et
maximes, 483];

idea ésta que, según creo recordar, se encuentra también en Pascal: conocer la pasión
dominante de un individuo es un medio seguro para poder agradarle, e incluso, habría que
añadir, para dominarlo y subyugarlo a su vez.

Y ése es también el sentido que se encuentra tras la condena kantiana de las pasiones:
pasión es equivalente de afán (de honores, de poder, de venganza, &c), es decir, de una
inclinación que gobierna sobre todas las demás:

«La inclinación que impide a la razón compararla, en vista de una cierta elección, con la
suma de todas las inclinaciones, es la pasión» [Antropología, § 80].

Por eso la pasión –hemos insistido ya en ello– no es nunca irreflexiva ni irracional; al


contrario: subyuga a la razón hasta tal punto que ésta poco más puede hacer que dedicarse a
buscar los medios tendentes a satisfacerla. De ahí que, dirá Kant:

«La pasión supone siempre una máxima del sujeto, la de obrar según un fin que le prescribe
la inclinación» [Antropología, § 80].

Y Kant la condenará sin el menor titubeo. Si la emoción priva momentáneamente de la


libertad y el dominio de uno mismo, la pasión nos torna, sin más, en esclavos. De manera

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que las pasiones no son sino «cánceres de la razón pura práctica» (y casi siempre
incurables, puesto que quienes los padecen ni siquiera experimentan el menor deseo de
curación), hasta tal punto que incluso en el caso de que una pasión engendre una acción
virtuosa, no por eso será menos culpable desde el punto de vista moral. Parece, pues, que
carece de sentido la distinción entre pasiones nobles y bajas: ninguna es buena, por
definición. Porque las pasiones no son simplemente,

«como las emociones, sentimientos desgraciados, que están preñados de muchos males,
sino también malas en sí, sin excepción, y el apetito de mejor índole, aunque se dirija a lo
que corresponda (por la materia) a la virtud, es (por la forma), tan pronto se convierte en
pasión, no perjudicial de un modo meramente pragmático, sino también recusable desde el
punto de vista moral» [Antropología, § 81].

Pero si la condena kantiana de las pasiones es absoluta, no menos absoluta será la


vindicación y ensalzamiento que de ellas hará el romanticismo. Me parece, sin embargo,
que ya en los moralistas se vislumbra también algo de eso.

Nous devons peut-être aux passions les plus grands avantages de l´ esprit
[«Quizá debemos a las pasiones los logros más grandes del espíritu»],

escribe Vauvenargues en 1747 [Réflexions et maximes, 151] del mismo modo que se
pregunta si habríamos cultivado las artes sin las pasiones, o si la sola razón no habría
llevado a conocer nuestras necesidades y nuestros recursos [153], al tiempo que deplora es
falsa filosofía que, con el pretexto de liberar a los hombres de las pasiones, les aconseja la
ociosidad, el abandono y el olvido de ellos mismos [145].

La pasión parece entenderse, pues, como uno de los motores esenciales e inexcusables del
conocimiento y de las creaciones más nobles, similar, si no superior a la propia razón –una
concepción muy próxima a la romántica–. De hecho, escribirá Vauvenargues:

Les passións ont appris aux hommes la raison


[«Las pasiones han acercado la razón a los hombres», 154]

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Mas no por ello deja de mostrar Vauvenargues una cierta prevención hacia ella, hacia su
dominio absoluto, diríamos, similar a la que poco después encontraremos en Kant:

L´intérêt d´une seule passion, souvent malheureuse, tient quelquefois toutes les autres en
captivité; et la raison porte ses chaînes sans pouvoir les rompre
[«El interés de una sola pasión, a menudo desdichada, mantiene algunas veces a las otras en
cautividad; y la razón carga con sus cadenas sin poder romperlas», 845].

Y algo muy parecido encontramos en La Rochefoucauld. El elogio de la pasión:

«Parece como si la naturaleza hubiera ocultado en el fondo de nosotros talentos y


capacidades que no conocemos; sólo las pasiones pueden sacarlos a la superficie,
proporcionándonos a veces ideas más certeras y completas de lo que hubiera sido posible
obtener valiéndonos de un método» [Máximas, 403],

seguido de la prevención:

«Las pasiones contienen una injusticia y un interés propio que hace que sea peligroso
seguirlas, y que convenga desconfiar de ellas, incluso cuando parecen muy razonables» [9].

En Hume volvemos a encontrar un concepto de «pasión» bastante lato, en el que no parece


establecerse una distinción nítida entre las pasiones y los afectos en general, ni tampoco,
por supuesto, entre aquéllas y las emociones. Sin embargo, resulta obligado referirse al
famoso slave passage del Tratado, por cuanto que pudiera pensarse que en con él se lleva a
cabo no ya una reivindicación del mundo pasional, frente a tantos detractores como ha
tenido, sino incluso su entronizamiento por encima de la propia razón:

«No nos explicamos estrictamente ni de un modo filosófico –leemos– cuando hablamos del
combate entre la pasión y la razón. La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y
no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas» [Tratado de la naturaleza
humana, II: III-III, 415].

Mas tales palabras no han de ser entendidas, seguramente, como una abdicación de la razón
en general o como la afirmación de que siempre actuamos guiados por la pasión.
Probablemente Hume no quiere decir que la razón se halla sometida de hecho (y de

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derecho) al imperio de la pasión, sino únicamente (y yo no digo que sea poco decir) que en
topando con las pasiones no le queda más remedio que plegarse a ellas, esto es, que cuando
razón y pasión coinciden en un mismo objeto y se enfrentan, podríamos decir, a causa de él,
la primera no tiene otra alternativa que dejar paso a la segunda.

La explicación es ésta: según Hume, la razón no puede ser nunca motor de la voluntad ni
causa, por tanto, de una acción voluntaria. Todas las operaciones del entendimiento se
reducen a dos: la consideración de relaciones entre ideas y de cuestiones de hecho. Ahora
bien, el primer tipo de razonamiento tan sólo señala y constata una verdad o falsedad, mas
no produce juicios morales, por lo que no puede ser causa de una acción; y en cuanto al
segundo, es cierto que cuando consideramos un determinado objeto desde la perspectiva del
placer o dolor que esperamos de él, nos encontramos naturalmente inclinados a desearlo o a
rehuirlo, es decir, experimentamos hacia él inclinación o aversión; y es cierto igualmente
que no nos quedamos en esa mera emoción –como la denomina Hume–, sino que de
manera automática se pone en marcha una razonamiento estableciendo relaciones de causa
y efecto entre tal objeto y otros conectados con él, y en función de tal razonamiento nos
conduciremos en un sentido y otro. Pero es evidente, piensa Hume, que en ese caso, el
impulso para la acción no surge de la razón, sino que únicamente es dirigido por ella: de
donde realmente nace la inclinación o aversión hacia algo es de la perspectiva del placer y
el dolor, y de ahí se extiende a las causas y efectos de ese determinado objeto, tal como nos
señala no sólo la razón, sino también la experiencia. Mas si los objetos mismos nos
resultaran indiferentes sus conexiones causales no nos afectarían en lo más mínimo, y si es
claro que la razón no alcanza más que a descubrir esas conexiones causales, es claro,
asimismo, que no nacen de ella ni la volición ni la acción subsiguiente.

En su Disertación sobre las pasiones [Sección V, 161.1], expone esto mismo Hume de
forma mucho más breve y simple:

«Parece que la razón, en un sentido estricto, significando el discernimiento de la verdad y


falsedad, no puede nunca por sí misma ser un motivo para la voluntad, y no puede tener
influencia alguna sino en cuanto que afecte a alguna afección o pasión. Las relaciones
abstractas de ideas son objeto de curiosidad, no de una volición. Y las cuestiones de hecho,
como no son ni buenas ni malas, ni provocan deseo ni aversión, son totalmente indiferentes,

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y, ya sean conocidas o desconocidas, ya aprendidas errónea o correctamente, no pueden ser
consideradas como motivos para la acción».

La conclusión de todo esto es obvia:

«Dado que la sola razón no puede nunca producir una acción o dar origen a la volición,
deduzco que esta misma facultad es tan incapaz de impedir la volición como de disputarle
la preferencia a una pasión o emoción» [Tratado, II: III-III, 414].

Una pasión sólo es irrazonable cuando se basa en suposiciones falsas o no elige los medios
suficientes y adecuados para alcanzar su objetivo; mas en ese caso, la pasión acata de
inmediato el dictado de la razón y se somete a ella. Es absurdo, pues, creer que pasión y
razón se hallan enfrentadas siempre, disputándose el dominio sobre la volición y la acción:
cuando una pasión es irrazonable, acepta de inmediato el veredicto de la razón, mas en
tanto no lo sea (y sólo lo es en alguno de los dos casos que acabamos de señalar), la razón
no puede ni condenarla ni justificarla, porque ni es contraria a ella ni implica nunca una
contradicción. Como dice Hume, no es contrario a la razón preferir la destrucción del
mundo antes que sufrir un simple rasguño en un dedo.

No se trata, pues, de una suerte de batalla entre la razón y la pasión, que se dirime siempre
–y debe dirimirse– a favor de la última. De hecho, dirá Hume, existen deseos, tendencias y
disposiciones apacibles y nobles, que no provocan desorden alguno en el espíritu, sino
calma y tranquilidad, y que siendo, como son, verdaderas y genuinas pasiones, como
cualquier otra menos noble y tranquila, se consideran, sin embargo, determinaciones de la
razón, siendo así que su génesis es exactamente la misma.

¿Nos hallamos, entonces, ante una valoración positiva del mundo pasional, tantas veces
denostado, o sucede, simplemente, que Hume está hablando de otra cosa distinta de lo que
frecuentemente se entiende por pasión? Un problema similar me parece a mí que lo
tenemos con Hegel.

Hegel entiende por pasión la actividad guiada por intereses particulares –y hasta egoístas– y
fines especiales, en los que se concentra toda la energía de la voluntad y el carácter y a los
que se sacrifica todo lo demás; pero en la medida en que esas determinaciones de la

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voluntad no tienen un contenido meramente privado, sino que impulsan actos universales.
De ahí que no hay por qué pensar que las pasiones sean siempre ni necesariamente opuestas
a la moral. Es verdad que en tanto que miran al interés propio podrían parecer egoístas y
malas, pero que el interés sea particular no implica que se oponga al interés universal. Es
más:

«Lo universal debe realizarse mediante lo particular […] Y si llamamos pasión al interés en
el cual la individualidad entera se entrega –con olvido de todos los demás intereses
múltiples que tenga y pueda tener– y se fija en el objeto con todas las fuerzas de su
voluntad, y concentra en este fin todos sus apetitos y energías, debemos decir que nada
grande se ha realizado en el mundo sin pasión» [Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal, 2: 2. a].

Kant [Antropología, § 81] ya había utilizado antes esa misma idea –«jamás se ha hecho
nada grande en el mundo sin pasiones –y añade– «violentas»–, pero para rechazarla por
completo.

El concepto de pasión manejado por Hegel se encuentra, sin duda alguna, mucho más
próximo que el de Hume a lo que hoy suele entenderse por pasión: una suerte de deseo o
sentimiento intenso que acaso llegue dominar la vida toda del individuo; pero, ¿supone su
posición una valoración positiva y vindicativa de las pasiones como tal, al modo como lo
harán los románticos, ligándolas indisolublemente a la creación, o, como sospecho que
sucede con Hume, estamos hablando de algo distinto?

¿Y qué decir de todo este vasto panorama que acabamos de contemplar? Pues, primero,
que, como señalaba La Bruyère, no es fácil, después de tanto tiempo que hay hombres que
piensan y que escriben, sugerir nada nuevo; y segundo, que ni siquiera lo voy a intentar: me
conformaré, como siempre hago, con dar mi parecer.

Por lo pronto, lo que ante todo sorprende es la diversidad de sentidos en los que se ha
entendido la pasión misma. Y así, no es extraño que, partiendo del suyo propio, sea
menester reconocer a cada época, e incluso a cada autor, una parte de razón. Por ejemplo, la

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posición de Esopo (la razón debe ser dueña de las pasiones) y la de Hume (la pasión es y
debe ser dueña de la razón) sólo serían realmente antitéticas en el supuesto de ambos
estuvieran hablando de lo mismo; pero eso es enormemente discutible. El primero parte de
la consideración, frecuente e incluso dominante en la Antigüedad, de que las pasiones son
emociones violentas que denotan debilidad del entendimiento y que es preciso controlar,
dado que se parecen más a un tipo de locura o enfermedad que a otra cosa (concepción que
se mantiene asimismo en muchos momentos de la época moderna: Descartes o Espinosa,
por ejemplo). En tanto que el segundo es muy dudoso que sugiera que es bueno que nos
dejemos dominar por la ira, la ambición, la avaricia o cualesquiera otros afectos similares,
sino que más bien parece estar refiriéndose al resorte último de nuestra voluntad y de
nuestra acción, para acto seguido sugerir (no entro ahora en si acertada o erróneamente) que
tal resorte tiene que ver no tanto con la razón, que ni cuando juzga sobre relaciones de ideas
ni cuando considera cuestiones de hecho puede considerarse motor de la acción ni de la
voluntad, sino con otra instancia donde radica la preferencia y la no indiferencia hacia algo,
cuyo motivo último son acaso los sentimientos de placer y dolor, que engendran deseo o
aversión hacia determinados objetos. Pues bien, la pasión no parece ser en Hume otra cosa
que ese deseo y aversión mismos, y como nunca, ninguno de ellos, implica contracción,
ninguna pasión es contradictoria, por lo que la razón no puede sino permanecer muda y
someterse a ella.

El problema es que, a fin de cuentas, esto no es del todo cierto: la razón, al fin y al cabo, ni
permanece muda ni se somete sin protesta el dictamen de la pasión, puesto que cuando
Hume examina el mundo de los afectos y las pasiones, juzga, evidentemente, sobre todo
ello, considerando que algo es malo, bueno o indiferente, efectuando recomendaciones o
prevenciones, aconsejando o desaconsejando (ciertamente, en ningún momento dice que
cada cual deba someterse a aquella pasión que le domina, incluso si es mala), y es obvio
que tales juicios nacen de la razón (a menos que se nos quisiera convencer que son
producto, a su vez, de otra pasión). Pero esto, más que poner de relieve lo inconsistente de
la posición de Hume, alimenta la sospecha de lo peculiar de su concepto de pasión cuando
habla de ella como el motor de la volición, esto es, que estamos hablando en este caso de
algo distinto: una pasión no conlleva nunca una contradicción, de ahí que cuando alguien
intenta oponerse a aquélla que le domina o amenaza con dominarle, la resistencia nace no

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tanto de la razón misma como de otra pasión inversa, sin perjuicio de que la razón aporte
argumentos (estableciendo, por ejemplo, relaciones de causa y efecto), a partir del cuales
nos conduciremos en un sentido u otro, pero, en último término, el hacer frente a la pasión
que nos subyuga no nace de la razón como tal, sino de los propios sentimientos de deseo o
aversión, placer o dolor, que nos hacen no mostrarnos indiferentes a la situación en que nos
hallamos y sus posibles alternativas o consecuencias, esto es, nace, en suma, de otra pasión.
Tal es, me parece lo que quiere decir Hume, lo que tiene que ver muy poco (entiendo yo)
con lo que están pensando un Esopo, un Marco Aurelio o un Cicerón cuando hablan de
pasiones.

Algo similar ocurre en el caso de Kant y Hegel. En el primero, las pasiones, concebidas
como «cánceres» de la razón, son condenadas sin el menor titubeo, con lo que, al tiempo, se
rechaza por completo eso de que nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión. Ahora
bien, cuando Hegel hace suyas esas palabras, pero para considerarlas plenamente acertadas,
de nuevo es discutible que los dos estén hablando de lo mismo. O si se quiere decir de otro
modo, es probable que Hegel tenga la vista puesta en el todo, esto es, en las consecuencias
que para la historia universal y la humanidad tenga una determinada pasión de un
determinado individuo, con independencia de que la pasión en sí misma pueda ser
considerada buena o mala, noble o baja. Nos hallamos ante otra perspectiva y ante otra
consideración completamente distinta. Y si podemos seguramente concordar con Kant
cuando nos colocamos en la suya, también nos vemos obligados a estar de acuerdo con
Hegel cuando nos ponemos en la de él. Casi con toda seguridad detrás de toda gran gesta
histórica se encuentra una gran ambición, y es evidente, asimismo, como subrayarán los
románticos, que todas las grandes creaciones del espíritu, desde el arte a la filosofía y la
ciencia, pasando por la propia religión, son impensables al margen de la pasión, aunque no
sea otra que la pasión por saber (según Benedicto XVI, la vida de san Agustín puede
definirse como una inmensa pasión por la verdad). No sé puede, desde luego, crear una
hermosa obra poética como un funcionario rellena impresos. Ahora bien, si es verdad que
nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión, también lo es que nada grande se ha hecho
sólo con ella: la pasión así entendida no es más que una fuerza ciega que acaso acabe por
estrellarse consigo misma, a menos que la razón le señale el camino y los medios (presa de
grandes emociones no se escriben grandes poemas). Aunque Kant no lo admita, es posible

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que, en el sentido en que ahora estamos hablando, tenga razón Pope cuando dice que si las
pasiones son los vientos, la razón es la brújula.

Yo entiendo que si la pasión se considera en lo que se podría entender como su sentido


estrictamente etimológico (quizás aquél asociado a la categoría aristotélica así
denominada), es decir, algo que se padece, y que no tendría por qué ser sólo ni
necesariamente un dolor, puesto que supongo que también un placer (en esta forma
genérica en la que ahora hablamos) podría ser considerado una pasión, aunque bien sé que
el término padecimiento ha terminado por asociarse al primero, no al segundo; si la
consideramos en esos términos –digo–, supongo que poco es lo que hay que decir, sino que
si de un placer se trata, disfrutémoslo sin culpa ni remordimiento (no acabo de entender a
aquéllos que parecen concebir la vida virtuosa inseparable del sacrificio y hasta del
malestar), y si, por el contrario, hablamos de un dolor, no otra cosa se puede recomendar
más que hagamos lo posible por evitar aquéllos de los que, en alguna medida, nosotros
somos su causa, y que nos mantengamos firmes y dignos frente a los que no se encuentra en
nuestra mano el evitar. Y si de dolor físico hablamos, confiemos en que Epicuro tenga
razón y que de ser moderado nos acostumbremos a él, en tanto que uno intenso sea breve.

Mas si ahora venimos a identificar pasión con emoción (Descartes considera ésta como una
suerte de subespecie de la pasión), lo primero que hay que decir (y ya lo hemos dicho) es
que tal identificación no es muy acertada, por no afirmar rotundamente que es falsa: ambas
son estados afectivos muy intensos (quizás aún más las emociones), pero las emociones son
poco duraderas (con independencia de las veces que a lo largo de la vida pueda
experimentarse una misma emoción), en tanto que las pasiones son mucho más duraderas
(tanto como los sentimientos, y en ocasiones más aún que estos). Por lo demás, la emoción
es siempre pasiva e involuntaria, de tal manera que no depende de nosotros el evitar
experimentarla, en cambio la pasión nunca es lo primero (no nos limitados a tener una
determinada pasión, sino que la alimentamos de continuo), y sólo hasta cierto punto, y en
algunos casos, lo segundo (seguramente es cierto que muchas de ellas se nos imponen al
margen de nuestra voluntad, de manera que tal vez pueda decirse que no hay pasiones
voluntarias, pero una vez que se ha instalado en nosotros y nos habita, nuestra voluntad no

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queda hasta tal punto anulada que no pueda siquiera intentar combatirla; otra cosa distinta
es que la pasión la domine). Probablemente el diferente papel que la voluntad pueda jugar
en un caso y en el otro se deba a la distinta intensidad de ambos estados anímicos: la
brevedad de la emoción no suele dejar muchas veces que la voluntad, y a veces tampoco la
razón, reaccione y tenga tiempo de entrar en escena, en tanto que la duración mucho mayor
de las pasiones permite, desde luego, que la razón y la voluntad se hagan cargo de la
situación, aunque muchas veces no sea sino para ponerse al servicio de la pasión misma y
buscar los medios de satisfacerla.

Ahora bien, si se persiste en identificar pasión y emoción, yo diría que es menester, ya que
no podamos evitarla, tratar, al menos, de no dejar que nos domine. Ser marioneta en manos
de las emociones no es sino síntoma de un profundo infantilismo. Cuando una emoción nos
empuja con fuerza a una determinada acción, conviene que no nos dejemos llevar de
inmediato por ella: dejémosla enfriar y observemos luego si el acto que nos dictaba nos
continúa pareciendo igual de justo, lógico o razonable de lo que nos parecía cuando la
emoción nos tenía entre sus garras. Y lo mismo conviene hacer en el caso de las pasiones:
dominados por cualquiera de ellas (emociones o pasiones) es fácil que se produzca un
estado de ofuscación que impida que se abran paso los contenidos puramente racionales,
máxime si se tiene en cuenta que bajo su efecto se pierde objetividad y es fácil que se
produzca una deformación de nuestras ideas, de modo que sobrevaloremos aquello acorde
con ellas y se infravalore lo que no lo está; es fácil, incluso, que se pudiera llegar hasta una
auténtica catatimia o deformación de la percepción. Es aconsejable por ello dejarlas reposar
en lugar de llevar inmediatamente acabo la acción a la que nos impulsa. Eso es justo, según
nos refiere Plutarco, lo que hizo Cárilo, rey espartano, cuando habiendo sido gravemente
por alguien le dijo:

«Sí, por los dioses, te mataría si no estuviera tan enfadado» [Moralia, III. «Máximas de
reyes y generales», 189F].

Es más, sospecho (y no sé si es bueno o malo, deseable o no) que quien es capaz de grandes
emociones tal vez sólo experimente pasiones tibias, porque la pasión, entendida como esa
fuerte tendencia o inclinación firmemente arraigada en el espíritu de un individuo, es
seguramente incompatible con esos temperamentos fácilmente impresionables y que se ven

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arrastrados de una emoción a otra, sin que ningún afecto cale tan hondo ni deje su impronta
hasta el punto de convertirse en pasión.

Por lo demás, aunque en muchos casos es cierto que lo que un individuo es puede ser
definido a partir de su pasión dominante, es erróneo pensar (y algunos parecen pensarlo)
que cuando una de ellas ha establecido en nosotros su imperio eso mismo nos libra de tener
otra, como si fuesen amas celosas incompatibles con otras. Mas bien, al contrario, no pocas
veces son más de una las que, como perversos demonios, toman posesión de nuestro ser. Y
si algún consuelo, después de todo, pudiera extraerse de esto, tal vez podamos pensar que el
tener muchas es el mejor medio para evitar que nos domine una sola. Y si, como decía
Oscar Wilde, el procedimiento más seguro para vencer una tentación es sucumbir al ella, el
mejor para no ser víctima de una sola pasión es tener varias, máxime si se tiene en cuenta
que no por fuerza todas ellas han de ser malas o indeseables.

Por otra parte, yo no sé si se ha reparado suficientemente en el hecho de que cada pasión


apunta a algo enteramente deseable y razonable, siempre que se halle contenido en unos
justos límites: la pasión, entendida como afecto reprobable o indeseable, será, en todo caso,
el exceso o el defecto de aquello a lo que la pasión se refiere (yo en estos asuntos cada vez
siento más aristotélico). Por eso, yo no sé si es enteramente certero contraponer (como
tantas veces se hace) la pasión o la razón: las pasiones (aunque sean malas) no son, en sí
mismas, irracionales (¿qué se quiere decir con eso? ¿En qué sentido podrían serlo?) ni
pueden, aunque quisieran, prescindir de la razón para realizarse como tales; y que puedan
llegar a dominarla es la mejor prueba de ello. Mas si por contrarias a la razón se refiere a
ese dominio que pueden llegar a ejercer sobre ella, convengo en que eso casi siempre es
malo o no deseable, pero no irracional, y en cuanto al contenido mismo al que la pasión se
refiere, me parece que la mayoría de las veces es no sólo perfectamente racional, sino
también bueno y deseable, cuando se encuentra establecido en una justa proporción.

Lo malo no es, pues, seguramente la pasión como tal, quiero decir aquello a lo que se
refiere, sino que se nos imponga con la fuerza de una losa y de una servidumbre. Y justo es
reconocer que no pocas veces así es, en efecto: cuando una pasión, fatalmente, arraiga en
nosotros y nos posee, suele ser –tiene razón Kant– enfermedad incurable, de la que si por
casualidad llegamos a curar, antes será por su poca gravedad que por nuestra fuerza.

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«Si resistimos a nuestras pasiones, ello se debe más a su debilidad que a nuestra fuerza»
[La Rochefoucauld, Máximas, 122].

Sí, y primero nos abandonará ella que la abandonemos nosotros.

Notas:
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2009/n086p03.htm

© 2009 http://www.nodulo.org

SPAIN. Abril de 2009

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