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VIENDO ESTOS YERMOS DONDE ANTES HUBO

SIMIENTES DE SABER
Ensayo de hermenéutica musical
Alberto Guzmán naranjo

“La forma como la estética y la filosofía abordan el mundo del arte, no es más que un abuso
del lenguaje”
Émile Cioran: “Valéry face à ses idoles”

“Ética y estética son una y la misma cosa”


“En arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”
Ludwig Wittgenstein: Tractatus

“Bilde Künstler! Rede nicht! Nur ein Hauch sei dein Gedicht”
(¡Produce, artista! No hables! Que sólo un soplo sea tu poema”
Johann Wolfgang von Goethe

El abuso del lenguaje, que menciona Cioran, es el que se produce en los medios
académicos donde algunos especialistas hablan y escriben del arte. Lo raro,
lo menos frecuente, es encontrar a quienes tienen la capacidad de hablar y
escribir desde el arte. Esos son los artistas verdaderos, cuya obra se basta a
sí misma. La cita de Wittgenstein es un consejo para que la estética guarde
silencio mientras clarifica sus conceptos (largo silencio le espera si escucha al
maestro). Goethe no requiere comentario, es absoluto; sólo pedir una dispensa
–por una vez- para hablar de la música, desde la música, tratando de salvar
esa cojera del lenguaje cuando se aventura en su escurridiza naturaleza. Hans
Keller acusaba de falsedad a toda la musicología y toda la crítica musical; hacia
1950 propuso un método que denominó “Wordless functional analysis”. Y es que
la riqueza de lo musical hace aparecer lo verbal como una patética caricatura;
sobre todo porque lo que en los medios de comunicación aparece con la máscara
de ‘crítica’, es sólo eso: una máscara con el carácter efímero que tiene todo lo
relacionado con el periodismo y que hoy campea en la conciencia de la gente, en
las universidades, llenando cada fisura, cada resquicio o hendija, con miles de
millones de palabras que quieren hablar (y sustituir) de libros que nunca serán
leídos y de músicas que nunca serán escuchadas.
La estética que habla desde el arte sólo la pueden ejercer los que llegan a descifrar
el secreto íntimo del espíritu que engendra el poema. Paul Valéry ha señalado
que estos artistas, como el Leonardo que se manifiesta en sus diarios, no se
detienen en la producción de la obra sino que van al fondo de toda búsqueda,
sometiendo el rayo divino de la imaginación a la disciplina crítica del “conócete
a ti mismo”1

El estilo de pensamiento periodista, tan de moda en la academia, ha ido invadiendo


los predios del pensamiento y engullendo las temporalidades del arte. Su voraz
necesidad del instante aniquila la parsimonia y el desinterés de la poesía y
de la música: lo original y lo novedoso son antitéticos. El simplismo de estas
concepciones les hace ver el arte, a veces como una expresión del caos y otras
(suponiendo que es un gran reconocimiento) como productos de un proceso de
investigación que ya quisieran parecido al que caracteriza a las ciencias. No, no
se trata de la mera embriaguez de la inspiración ni de la búsqueda sistemática y
ordenada de conocimientos. La inspiración no es ese caos de libres asociaciones
bretonianas, sino un arduo trabajo sobre materiales que si bien pueden surgir del
azar, son organizados meticulosamente por la inteligencia del artista. El mismo
Valéry confiesa que “Les dieux, gracieusement, nous donnent pour rien tel premier
vers; mais c’est à nous de façonner le second, qui doit consonner avec l’autre,
et ne pas être indigne de son aîné surnaturel” . Hay, además, promovido por
los medios y sus escritores semaneros, un afán de catalogación que ha querido
hacer de la música un gran supermercado con departamentos, confundiendo de
paso las supuestas clases de música, con los géneros (hip hop, folk, pop, rock,
etc.). Quieren descargar sobre los adjetivos una responsabilidad que no están
en capacidad de asumir; es así, pues, como se ha instituido la gran categoría
binaria: Música Clásica y Música Popular. La incomodidad que les produce el
primer adjetivo ha procreado una pequeña fauna de sustitutos: ‘música seria’,
‘música culta’, ‘música erudita’, música académica’, y otros similares.

Carl Dahlhaus y Hans Heinrich Eggebrecht2, en una serie de ensayos tratan


de dar respuesta a una (aparentemente) sencilla y banal pregunta: ¿Qué es
la Música? El primer problema, señalan, está en el uso de la palabra ‘música’,
un sustantivo abstracto unido a adjetivos (lo que se agrega) que lo califican y
le hacen expresar propiedades disímiles: clásica, popular, brillante, ligera, etc.
Una de las proposiciones básicas de estas reflexiones plantea la impropiedad
de utilizar la palabra ‘música’ para referirse, con un valor homogéneo, a una
gran variedad de hechos sonoros, que se dan en contextos étnicos, sociales
1 Jacques Darriulat: La Poïetique de Paul Valéry. http://www.jdarriulat.net
2
Dahlhaus, Carl & Eggebrecht, Hans Heinrich: ¿Qué es la Música? Acantilado, Barcelona, 2012
e históricos heterogéneos. Es evidente, señala Dahlhaus, que una canción de
moda y un cuarteto de cuerdas no pertenecen a la misma categoría. “Nadie
llama “literatura” a un periódico, pese a que ese uso insólito de la palabra no
sería absurdo desde el punto de vista etimológico, dado que el periódico es un
texto impreso. (El concepto genérico que, en lingüística, agrupa los periódicos
junto a los poemas, el de “géneros de texto”, no ha llegado a ser de uso común).
Y la convención lingüística es a la vez causa y efecto del hecho de que no se
suela comparar las funciones sociales y los criterios estéticos de los periódicos
y de los poemas.” La etnología ha mostrado con toda claridad que en muchas
culturas –por fuera del ámbito y la tradición europea- no existe un término
equivalente para la palabra música, porque los fenómenos sonoros que han
elaborado durante muchas generaciones tienen un sentido muy diferente al que
le damos a la palabra música. La antropología cultural introdujo dos conceptos
[emic / etic] para diferenciar el punto de vista del actor y el punto de vista
del observador; es decir, que los hechos de una cultura son percibidos de una
manera por los que viven esa cultura y de manera diferente por los investigadores
(los etnomusicólogos, por ejemplo) que tratan de describir esos hechos. Jean-
Jacques Nattiez (1990) define el enfoque emic como “…un análisis que refleja el
punto de vista de los informantes nativos”, y el enfoque etic como “… un análisis
llevado a cabo mediante las herramientas metodológicas del investigador”.

En la tradición occidental (que es la nuestra) la música ha estado en el centro de


las reflexiones que buscan comprender el mundo; en algunos casos hay, como
dice Steiner, “destellos de revelación discursiva”, en Platón, Agustín de Hipona,
Leibniz, Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Adorno. Para San Agustín
“Musica est scientia bene modulandi”, pensamiento que se sitúa en la tradición de
Arístides Quintiliano. Boetio continúa a Ptolomeo: “Musica est facultas differentias
acutorum et gravium sonorum sensu ac ratione perpendens” (La música es la
facultad de diferenciar con buen sentido los sonidos agudos y graves). Leibniz,
cuyo asombro nace del hecho insólito de que exista algo en vez de nada, dijo:
“Musica est exercitium arithmeticae accultum nescientis se numerare animi”
(La música es un ejercicio aritmético, oculto al alma, que no sabe que está
contando). Estas y otras reflexiones sobre la naturaleza de la música, aunque
pueden tener elementos comunes, hacen parte de un momento histórico, pero
por sobre todas las cosas, están inscritas en la tradición occidental, son un
concepto occidental cuyo registro de nacimiento está en Grecia, que lo gestó con
la combinación de dos ideas que se oponen, se alimentan y se complementan:
la emoción y el conocimiento. El sonido se forma con un movimiento desde el
ruido emocional hasta el arte (Pitágoras); el arte, alumbrado por la teoría y el
número: el logos, la máthesis.3 Así se llaga al concepto de harmonia, en el que
la teoría y la práctica forman un todo, que es la música.

Eggebrecht dice: “La acción conjunta de emoción y máthesis que caracteriza


la música occidental, como concepto y como principio, tiene una historia, y no
sólo en cuanto a la forma concreta en que los dos momentos se manifiestan, se
condicionan mutuamente y se unen, sino también y ante todo respecto al grado
de su vigencia en general”. La historia de esa acción conjunta ha producido el
Canon occidental de la música y tiene en Johann Sebastian Bach la figura cimera
y en su música el campo topológico más grande que se pueda imaginar: tanto
en la asimilación del pasado como en la influencia en todo lo que ha ocurrido con
la música en los 264 años, después de su muerte. El imprescindible estudio de
Harold Bloom sobre el canon de las letras, es cantera de invaluables materiales
para una discusión que, en nuestro árido medio intelectual, apenas se vislumbra.
Si, como dice Bloom, el mundo de la crítica literaria se debate entre una derecha
que cree en los valores morales del arte y una “Escuela del Resentimiento”, que
es el mundo académico-periodístico, que ve en el canon un obstáculo para el
cambio social, entonces el reflejo en nuestra vida cultural (como un eco lejano)
es apenas un disfraz en el que ni siquiera hay debate: todos a una sueñan con
buscarle abrigo a la creación artística en las confortables y seguras instalaciones
de la investigación científica. A pesar de los esfuerzos de nuestros sacerdotes
de la estética para hacernos creer que el nuevo paradigma del arte está en la
ciencia y sus métodos (declaración de principios que no oculta el interés en
los réditos económicos [puntos salariales] de esa pirueta intelectual) el arte
verdadero, el arte de los artistas verdaderos, es irreductible a esa simplificación,
en la que la música quedaría reducida a una temporalidad espuria. Ese es el
efecto que produce la instantaneidad en esas manifestaciones que denominan,
genéricamente, ‘música popular’; un concepto en el que –entre otras cosas-
no es muy claro lo que quiere decir ‘popular’. La visión académico-periodística
que prima en este momento sobre la actividad artística es igualadora: todo
tiene más o menos la misma importancia porque el instante es efímero. Esta
malhadada situación es sencillamente antinómica con el arte; la música (si se
quiere, Música con M mayúscula) es tiempo liberado de la temporalidad. Los
medios de comunicación, sobre todo los que comunican mediante el sonido
(radio, televisión) parecen tenerle un miedo pánico al silencio… y el silencio es
el modo de pensar de la música artística; en el silencio la música reorganiza sus
3
Foucault, Michel: Las palabras y las cosas – Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI
Editores, 1993
movimientos internos.

La Universidad no parece estar interesada en abordar estos conceptos, porque


son reflexiones que no hacen academia. La estética (la que piensa desde el arte)
es, como dice Bloom, “un asunto individual más que social” y la producción
de reflexión alrededor de la estética está infestada de “ciencias sociales”
con los compromisos ideológicos que ello implica. El pensamiento musical es
necesariamente elitista y no una herramienta para las transformaciones sociales
que predica la izquierda.

Un conjunto de expresiones sociales que se quieren agrupar en el elusivo concepto


de ‘músicas populares’ responde, en abrumadora mayoría, a iniciativas de tipo
comercial cuya finalidad es el mercado del entretenimiento. Excluyo de esta
categoría todo lo que tiene que ver con el folclor, cuando no ha sido saqueado por
el negocio de los mass media. En estos mercados son fundamentales los índices
de ‘rating’ y las encuestas de favorabilidad de las que son prisioneros los medios
de comunicación. Todos esos productos, pensados para un consumo inmediato
y con obsolescencia programada, muestran un bajo nivel formal (la extrema
simplicidad es garantía de penetración), una construcción melódica siempre
trivial y previsible, estructuras rítmicas estereotipadas y un principio repetitivo
que no favorece la diferenciación. En la música artística (lo artístico implica la
problematización de la emoción y la máthesis) no entran en consideración ni la
utilidad económica, ni los niveles de consumo; la música artística no tiene prisa.
Reflexiona en silencio sobre la complejidad de las relaciones, la consistencia
interna y todo un conjunto de elementos que nos permiten percibir una
organicidad en el discurso. Un libro puede esperar mil años a que lo descubra un
lector, decía Walter Benjamin; y Hermann Broch solicitaba un principio ético para
la música, a pesar de que Proust se había pronunciado (irónicamente) a favor
de la “música mala” porque es importante para la historia del corazón. Muchas
de esas expresiones tienen un profundo significado social y por lo tanto materia
privilegiada de estudio para la antropología, la sociología o más específicamente
para la etnomusicología, esa rama de la musicología que fue formalizada por
Jaap Kunst en 1950. Esta disciplina, con todas sus herramientas de investigación
ha contribuido de manera notable al conocimiento de muchas tradiciones orales,
la estructura social de las comunidades que producen esos sonidos. Pero, todo
eso tan noble y enriquecedor poco o nada tiene que ver con la música artística.

Durante muchos años la posibilidad de un diálogo estuvo obstruido por los


perniciosos juicios de valor. Muchos musicólogos vieron los estudios étnicos como
la prueba de la ‘superioridad’ de la “música clásica occidental”. Willi Apel en el
Diccionario Harvard de la Música, de 1944, se refería a los estudios musicales
étnicos como “el estudio de la música exótica”, explicando que el término “exótico”
se refería a “las culturas musicales que están al margen de la tradición europea”
. Lo que deberíamos saber hoy, con una mirada tranquila y objetiva, es que ese
diálogo no es pertinente porque cuando se enfrentan las expresiones: música
artística / música popular, la identidad del término música es un espejismo.
La música artística carece de interés (en el sentido kantiano) mientras que las
músicas populares son fenómenos sonoros que cumplen un papel emocional y
funcionan como estímulo acústico que ayuda a sumergirse en los sentimientos
y ensoñaciones del individuo. Para este tipo de situación no cabe juicio estético
alguno. Leo en Gadamer que Heidegger hacía una distinción entre “herramienta
disponible” (zuhandenes Zeug) y “cosa presente” (vorhandenes Ding). Heinrich
Besseler, alumno de Heidegger y de Guido Adler, precisó esa terminología al
hablar de música “de compañía”, como la que se escucha en una ceremonia, o
en un baile, o en cualquier circunstancia donde hay eso: un acompañamiento,
un ‘oír además’ u ‘oír de pasada’, situación que se sustrae, por supuesto, al juicio
estético. Hay un principio de autonomía que implica que la música existe para
ser escuchada, no para ser oída.

Simon Frith4 (1987), aceptando que cualquier aproximación a la música popular


debe partir de la sociología pretende una teoría estética a partir del supuesto de
que escuchar una canción del grupo Abba produce el mismo placer que escuchar
a Mozart. Hasta allí ningún problema, el asunto es subjetivo, pero cuando la
ecuación se organiza a partir de la consideración de las “fuerzas sociales” que
estarían en la base de uno y otro, se abandona el difícil campo del arte para
guarecerse en el hospitalario e ideológico mundo de la sociología.

La obra se lee por sí misma, sin necesidad de ‘fuerzas sociales’ y es allí donde
se puede comenzar a hablar de una hermenéutica musical, que es esa luz de
la interpretación que se hace con arte. “Las mejores lecturas del arte son arte”
(Steiner: Presencias reales) – La pregunta esencial es si se puede decir algo,
si se puede parafrasear, sobre lo musical comprendido en el pensamiento y la
vivencia. ¿Cómo abordar el problema? ¿Cómo situar esa reflexión en nuestro
medio? De una parte, el pensamiento que ‘habla del arte’, es un fenómeno
de ocurrencia marginal, casi exclusivo del medio académico, en el que –como
4
Frith, Simon: Hacia una estética de la música popular. En “Las Culturas Musicales”, Editorial Trot-
ta, Madrid, 2001
se ha señalado al comienzo de este ensayo- intervienen mayoritariamente ‘no
artistas’. Al mismo tiempo, el pensamiento que ‘habla desde el arte’ está en las
obras y casi no condesciende con la expresión verbal. En el marasmo de nuestras
academias se manifiesta un franco desdén por la investigación teórica, con el
argumento de que la música se dirige fundamentalmente a la sensibilidad –
concepto nebuloso, si los hay- y que resulta pretenciosa y vana la elaboración de
ideas abstractas que pretenden indagar en el sentido de las obras. He escuchado
con asombro a profesores universitarios afirmar que sólo hace música quien toca
un instrumento, desconociendo la inmensa variedad de modelos conceptuales
en que se sustentan las verdaderas interpretaciones. Toda investigación que
pretenda explicar los porqués de algún fenómeno musical, pone en juego
herramientas conceptuales y metodológicas, propone construcciones, modelos,
hipótesis, etc., que no se parecen a la experiencia de tocar un instrumento; pero
no podría entender que sentir y amar la música deba proscribir la búsqueda de
su comprensión, la elaboración de una hermenéutica. El instrumentista está
siempre en función de la vivencia que se genera alrededor de un grupo de
oyentes en una experiencia de elevado contenido emocional; el analista trabaja
en solitario, animado por el deseo de saber, buscando fundamentos teóricos
o filosóficos para la comprensión de la música. Como lo ha indicado Teodoro
Adorno5, el simple hecho de leer una partitura requiere “un acto analítico” y así,
el análisis es “prerrequisito de una interpretación adecuada”.

Es cierto que en la práctica musical, tanto dentro de los medios puramente


artísticos como en los medios académicos, la musicología en general y el
análisis en particular han sufrido de un rechazo embozado en diferentes tipos de
declaración por la ambigüedad de las relaciones que mantienen con su objeto: la
música. Primero porque la musicología es un lenguaje sobre la música, casi un
metalenguaje parasitario. En segundo lugar por el elevado nivel de abstracción
que ostentan los enunciados de las últimas tendencias, que los compositores
observan con desconfianza y a veces con explícito desprecio, por considerar
que hay una falsificación del sentido profundo e inefable de la música. Vladimir
Jankélévitch en “La Musique et l'ineffable” (1961) dice: “La musique signifie
quelque chose en général sans jamais rien vouloir dire en particulier… elle a ceci
de commun avec la poésie et l’amour, et même avec le devoir : elle n’est pas
faite pour être dite, mais pour être jouée… Non, la musique n’a pas été inventée
pour qu’on parle de musique » (La música significa algo en general pero no
quiere decir nada en particular… tiene algo en común con la poesía y el amor,
y aun con el deber: no está hecha para ser dicha, sino para ser tocada… No, la

5
T. W. Adorno : On the Problem of Musical Analysis
música no ha sido inventada para que uno hable de música). Lo curioso es que
esto lo dice alguien que está escribiendo un libro para hablar de música y es
entonces cuando concluye: “Et puisque à notre tour nous prétendons parler de
l’indecible, parlon-en du moin pour dire qu’il n’en faut pas parler et pur souhaiter
que ce soit aujourd’hui la derniêre fois » (Y como en nuestro caso, pretendemos
hablar de lo indecible, hablemos al menos para decir que no se debe hablar y
para expresar el deseo de que hoy sea la última vez). Claro que esta declaración
no le impidió escribir doce libros sobre Chopin, Liszt, Fauré, Satie, y otros.

“En arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”… Y ¿qué
son la teoría y el análisis sino un hablar del arte musical? Siguiendo a Isidoro
Reguera, estudioso de Wittgenstein, podemos estar de acuerdo en que el arte
en este caso es la obra musical; la estética –el hablar sobre el arte- son teoría
y análisis y que la filosofía es el hablar sobre el hablar sobre el arte. Este hablar
sobre el hablar, que es la filosofía, es uno de los más fascinantes tópicos en el
pensamiento de Wittgenstein. Uno se puede sentir muy cómodo en la morada
de Ludwig Wittgenstein cuando el objeto de sus reflexiones es la música, en
parte por su origen y formación: el hogar de los Wittgenstein era frecuentado
por figuras como Johannes Brahms y más tarde por Mahler y Strauss. Para su
hermano Paul Wittgenstein escribió Ravel el concierto para la mano izquierda. De
allí, probablemente, esa sensibilidad exquisita que le permite decir: “A algunos
la música les parece un arte primitivo por sus pocos tonos y ritmos. Pero sólo su
superficie es sencilla, en tanto que el cuerpo que posibilita la interpretación de
este contenido manifiesto posee toda la complejidad infinita que se nos indica
en lo externo de las otras artes y que la música calla. En cierto sentido es la más
refinada de todas las artes”.

La pregunta es: qué significa “comprender” o “interpretar” la música y cómo


podemos hablar de ella. Este es un campo muy fecundo de la reflexión, porque
lo primero que uno encuentra al abordar la pregunta sobre el “sentido” de la
música, es una serie de relaciones entre la música y otra cosa, por ejemplo
las emociones, o la voluntad. Tanto Bertrand Russell en el siglo XX como un
predecesor, John Locke, en el siglo XVII, creían que el sentido de una frase es
una idea, una suerte de imagen interna y privada, que al comunicarse logra
crear en el interlocutor una idea similar. Wittgenstein, discípulo de Russell, se
opuso con firmeza a la idea general de que la significación pueda ser el objeto
al que una frase hace referencia; una teoría no puede postular la comprensión
como un proceso misterioso. Su intuición es que para aproximarse al asunto del
sentido, es necesario, en primer lugar, identificar de qué manera la comprensión
se manifiesta. Roger Scruton6 (1944) en sus exploraciones de la estética (“Art
and Imagination”) señala: “…No tendremos ninguna idea de lo que puede ser el
sentido de la música si no distinguimos entre el que escucha y comprende la música
del que simplemente escucha”. Todo el análisis está centrado en lo que quiere
decir “comprender” y cómo podemos saber que una persona ha comprendido
una obra. Wittgenstein nos recuerda que comprender no es un proceso interno
psicológico y que uno no puede reducir la comprensión a emociones o episodios
mentales. Así, por ejemplo, no podemos decir que alguien no ha comprendido
el Requiem de Mozart porque no siente tristeza cuando escucha la obra. La
comprensión musical, como la comprensión lingüística, es una competencia y
no un estado mental misterioso. En alguna de las lecciones y conversaciones
sobre estética, recogidas por sus alumnos, el filósofo reduce la frase musical a
un gesto: “La frase musical, en mi opinión, es un gesto; se mete en mi vida y yo
me la apropio”. Lo que significa que para la comprensión de la música se debe
recurrir a todo un campo no lingüístico de la comunicación. Wittgenstein dice
que comprender la música es como comprender los rasgos de un rostro en los
que uno reconoce la expresión de la cólera o de la alegría. Sugiere como ejemplo
que si a uno le parece que una pieza de Schubert es melancólica, es como
haberle dado un rostro, experiencia que escapa a cualquier generalización. A mí
me seduce esta reflexión porque exige que la comprensión musical por parte de
un oyente esté mediada por una cantidad considerable de cultura para poder
comparar y apropiarse la expresión de una pieza en particular. Quienes están
habituados a un campo muy limitado de géneros musicales siempre tendrán
una relación de emoción con lo que escuchan y buscarán sistemáticamente las
melodías y ritmos que mejor representan esas emociones.

La idea de la inefabilidad de la música germinó en las tierras fértiles del


romanticismo alemán y fue desarrollada como una estética de la autonomía
musical por críticos tan eminentes como Eduard Hanslick (1825-1904). Esa
concepción formalista en la que la música depende exclusivamente de sus
propiedades intrínsecas, pues la música no se refiere más que a sí misma,
encontró discípulos de excepción en Stravinsky, Webern y Pierre Boulez, quienes
han admitido que la música posee una dimensión semiológica sólo de carácter
intrínseca, es decir, que los sonidos sólo se refieren a sonidos. “El significado de
la música es la forma en movimiento” es una tesis central de Vom Musikalisch-
Schöenen ("De lo bello en la música"), la obra que ha dado perdurabilidad a
6
Roger Scruton: Understanding Music: Philosophy and Interpretation. Bloomsbury Academic Trade
(2009)
Hanslick, el enemigo de Wagner.

Todo este conjunto de observaciones parecieran indicarnos que estamos


abocados a un silencio porque resultan vanos nuestros intentos de hablar de
la música; la crítica musical sería inútil y el análisis una agradable quimera. No
podemos negar, sin embargo, que cuando se produce un comentario sobre una
obra, todos estaríamos de acuerdo en la probable o improbable oportunidad
de lo que se dice. Si alguien dijera que el segundo movimiento de la sinfonía
Heroica de Beethoven es una pieza alegre y jubilosa, seguramente pensaríamos
que esa persona no entendió la obra. De muchas obras podremos afirmar con
seguridad su alegría, solemnidad, su nostalgia o melancolía y tendremos que
aceptar que hay allí una dimensión semántica, aunque es indispensable situar
esas obras en un contexto para poder comprenderlas, porque la música, por sí
misma, es incapaz de contar una historia. Wittgenstein sugiere que sí podemos
explicar el sentido de la música, pero mediante símbolos que no recurran a
medios lingüísticos, por ejemplo gestos, expresiones faciales, pasos de baile,
etc. Wittgenstein acepta que se puede hablar de la música pero de manera
indirecta y que lo determinante no son las experiencias de lo que se siente
frente a una obra sino la comparación, herramienta esencial para quien quiere
comprender una obra de arte. Ello requiere el dominio de un conjunto de normas
y de estándares culturales en las que es posible establecer la conformidad, el
“uso correcto” dentro de un contexto particular7. La comparación estilística es la
base del trabajo musicológico. Teodoro Adorno ha señalado que la sustancia de
todo lenguaje en el arte es su estilo, y que las obras, en relación dialéctica con
él, son campos de fuerza.

Hablar de hermenéutica musical no es fácil. La mera noción de “teoría musical”


es problemática porque un grupo de investigadores considera que la teoría
musical es una rama de la musicología y la consideran, consecuentemente, una
disciplina científica; otros, tan numerosos como los primeros, piensan que lo que
denominamos teoría musical no es más que un término cómodo para referirnos
a un conjunto de actividades entre las que se pueden mencionar la armonía, el
desarrollo auditivo, la lectura, el dictado, etc. Sin necesidad de entrar a militar
en uno u otro bando, yo creo que todas las actividades de reflexión teórica en
la música son una búsqueda de conocimiento, y ello no debería avergonzarnos
por más que sea una búsqueda más difícil o menos promisoria que otras. En el
prólogo de “Le Cru et le Cuit” Lévi-Strauss dice que la música es el supremo


7
Sebastian Aeschbach: “Peut-on dire la Musique?”
misterio de las ciencias humanas, misterio contra el que siempre se estrellan y
que guarda la llave de su progreso.

El término musicología hizo su ingreso en la historia en 1827, año de la muerte de


Beethoven, un momento en que aparece la Gebrauchsmusik (música utilitaria),
la música de diversión (Johann Strauss) separada de la música “seria”. Es el
momento en el que los conciertos introducen, por primera vez, músicas del
pasado (Mendelssohn y La Pasión según san Mateo de Bach) adquiriendo una
conciencia de la historicidad de las obras. Es el momento en que teóricos como
Czerny, Reicha y Marx se ocupan de sistematizar una descripción de la forma
sonata. La musicología aparece porque el público necesita comprender lo que la
música le ofrece. La teoría existía desde mucho antes (Rameau) para enseñar
técnicas de escritura; ahora será necesario explicar la música a los oyentes legos.
Aparece la “Guia para la sala de conciertos” de Kretzschmar, que es el texto
fundador de la hermenéutica musical y que trata de explicar las emociones que
transmiten las obras. En 1885, Guido Adler publicó el artículo “Alcances, métodos
y fines de la musicología”, que se ha considerado como el acto fundador de la
musicología moderna. Adler dividió la musicología en dos grandes campos: La
musicología histórica y la musicología sistemática. En la primera hizo converger
las formas y su evolución, la paleografía musical, la organología y las reglas de
composición; en la segunda, trata de las leyes inscritas en la historia (armonía,
ritmo, melodía) y comprende la estética y la psicología de la música; la educación
musical y lo que hoy se denomina etnomusicología. A este gigantesco programa
habría que agregar hoy, cien años después, la lingüística, la antropología, la
informática y las ciencias cognitivas. Lo que ha sucedido es que la musicología
se ha dividido en múltiples disciplinas. Se ha hablado de musicología comparada,
que se convirtió en la etnomusicología de los años cincuenta; en la medida
en que los modelos analíticos se van convirtiendo en herramientas altamente
sofisticadas, poniendo el acento más en las estructuras inmanentes de las obras
que en la historia de las formas, aparecen los modelos de Schoenberg, Schenker,
Réti, y más recientemente Nicholas Ruwet, Allen Forte, Leonard Meyer y Lerdahl
& Jackendoff.

Tradicionalmente se ha entendido la hermenéutica como el arte de comprender


mediante la aplicación de la exégesis (textos canónicos y clásicos). Schleiermacher
amplió el campo de esta disciplina al fundar la hermenéutica universal. Gadamer
está en el origen de la hermenéutica filosófica y Jauss8 de la literaria. El Dios


8
Hans-Robert Jauss, conocido por la Teoría de la Recepción
Hermes, mensajero entre los dioses y los seres humanos, está en el origen
de la palabra hermenéutica. Quien interpreta una obra descifra y comunica un
significado. El intérprete es el primer –probablemente el más importante- crítico
artístico. El actor que realiza un personaje o el instrumentista que da vida a
una obra musical está en la nuez, la esencia de la crítica, entendida como algo
sustancial, lo que da sentido. La hermenéutica artística está, en primer lugar,
en la representación, en la ejecución. En muchos casos la obra de arte es una
experiencia crítica: El Ulises de Joyce es una crítica de la Odisea, una lectura de
Homero (Steiner). En la educación actual se ha sustituido el ejercicio espiritual de
la memoria por las bases de datos informatizadas, un recurso fácil que remplaza
la sensibilidad y el pensamiento. Samuel Johnson hablaba de la ‘ingestión’, algo
totalmente opuesto al ‘consumo’. Ahora sólo se consume y nada se interioriza.
La hermenéutica musical, forjada por Hermann Kretzchmar (1902) [término
tomado de Dilthey, aunque sus implicaciones teóricas no tienen mucho que ver
con los instrumentos conceptuales del historicismo] abrió nuevas perspectivas
musicológicas. Su obra teórica está en la línea romántica de Adolf Bernhard
Marx y, evidentemente, en contravía del formalismo de E. Hanslick. Las prácticas
de Kretzchmar son una transposición de la estética del genio al campo de la
hermenéutica. Para él se trata del arte de interpretar, elaborado mediante la
exégesis de los textos musicales, una práctica que consistiría en descifrar el
sentido oculto de las ideas que están en la forma.

“Hear melodies are sweet, but those unhears are sweeter”


John Keats, Ode on a Grecian urn

¿Cómo pensar la interpretación en esta segunda década del siglo XXI? Una
referencia ineludible es, probablemente, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer,
discípulo de Heidegger, para quien la hermenéutica apunta a las comprensión
de las ciencias del espíritu, más allá de sus metodologías. En su obra Verdad
y Método, se ocupa de manera muy especial en indagar sobre la verdad en
la experiencia del arte: “… la experiencia de la verdad del arte implica un
comprender, esto es, representa por sí misma un fenómeno hermenéutico y
desde luego no en el sentido de un método científico”. Esta reflexión es muy
importante para situar en su verdadero lugar a la especie que en la academia
propone asimilar la creación artística a los procesos de investigación científica.
Es inobjetable: la comprensión e interpretación de lo artístico no es el campo
de lo científico. En un pequeño ensayo9, “La Música y el Tiempo”, Gadamer dice
9
Hans-Georg Gadamer: “La Música y el Tiempo”, traducción de José Francisco Zúñiga, Barcelona,
Paidós, 1998
que el mundo de los sonidos está “allí donde el lenguaje no va por delante, sino
que queda rezagado”. La diferencia esencial que hemos señalado al principio de
este ensayo entre: “hablar del arte” y “hablar desde el arte”, es lo que Gadamer
constata como una contradicción entre sujeto y objeto con relación a la verdadera
experiencia del arte. En “La Actualidad de lo Bello”, dice que la estética clásica
no es el medio para comprender la naturaleza de esta experiencia del arte: “…
hace falta retroceder hasta experiencias humanas más fundamentales. ¿Cuál es
la base antropológica de nuestra experiencia del arte? Esta pregunta tiene que
desarrollarse en los conceptos de “juego, símbolo y fiesta”. El juego no tiende
hacia una finalidad o una meta, “sino al movimiento en cuanto movimiento” (La
actualidad de lo bello).

Influidos en muchos sentidos por el pensamiento de Heidegger y su discípulo


Gadamer, se han elaborado matices en las concepciones de la interpretación.
En los países anglosajones han tomado mucha fuerza los Performance Studies
(Ver a Jonathan Dunsby, John Rink y Nicholas Cook) que abarcan campos
desde la teoría del drama a la antropología, pasando por la comunicación y la
sociología. Se trata de una aproximación a la interpretación de los eventos;
el análisis aplicado a la interpretación (musical analysis for performance) y el
estudio de las fuentes sonoras. John Rink denomina ‘forma sonora’ (shape) al
análisis del motivo, un fenómeno percibido por los sentidos, que se manifiesta
en nuestra consciencia pero no como una estructura. Se utilizan como métodos
para la identificación de la ‘forma sonora’ el análisis del gesto instrumental, la
visualización por computador. Hay, por supuesto, los que alientan la idea de que
la obra ya no existe, olvidando que la hermenéutica es la que funda la unidad
de la obra.

En Francia Jacques Viret aboga por una ‘cultura de la audición’, complementaria


del análisis de la partitura. Hay grupos que trabajan en ‘Musicología de la
Interpretación’, donde la palabra ‘interpretación’ debe ser entendida en dos
acepciones: de una parte el hecho de tocar de una cierta manera una obra y de
otra, la acción de dar una significación a un hecho, a un texto, a una imagen o a una
serie de sonidos. Allí está la hermenéutica, dominio esencial para la comprensión
de las obras. El estudio de los fenómenos artísticos requiere el análisis de las
obras, la realidad socio-histórica y una musicología de la interpretación. Es lo
que denominan en Francia La Nouvelle Herméneutique Musicale (NHM)

El principio de disociación de la hermenéutica de la objetividad proviene de


Gadamer (Wahrheit und Methode) y consiste en que no existe comprensión
desprovista de ‘prejuicios’; es decir, de juicios que operan antes de una verificación
y que pueden, en consecuencia, ser falsos o verdaderos. De otra parte, la escuela
francesa ha introducido el neologismo ‘multiversalidad’ para remplazar el de
‘transversalidad’ y aplicado a lo que contiene inter y transdisciplina. Se considera
que la emoción, la sensibilidad y la imaginación son tan importantes como los
criterios de identidad social, nacional o local. Esta hermenéutica propugna por
una musicología plural que se sirva del análisis de las obras, de lo vivido y de las
realidades socio-históricas.

En Alemania, los análisis semánticos de Constantin Floros y la sociología musical


de Martin Geck o Peter Schleuning; en Francia, la Escuela de Aix de Bernard
Vecchione y los métodos de escucha de Jacques Viret; en Italia, los estudios de
Augusto Mazzoni. Están cerca de la hermenéutica las investigaciones consagradas
a la percepción musical (Michel Imberty), a la narratología (Marta Grabocz), el
estudio de los mitos (Eero Tarasti).
Gianni Vattimo ha afirmado que la hermenéutica se ha transformado en una
especie de koiné (lengua común) del debate filosófico europeo. La actual
hermenéutica musical ha promovido un proyecto que va más allá de una simple
explicación de las estructuras y pretende lograr una comprensión global de las
obras, basada en los resultados de disciplinas como la sociología, la pedagogía,
la didáctica, la etnomusicología, etc. En un congreso de 1973, Carl Dahlhaus
señalaba la necesidad de tener en cuenta las implicaciones del modelo teórico
elaborado por Hans Georg Gadamer en su Wahrheit und Methode. La principal
pregunta consiste en saber si se puede conjugar una comprensión del contenido
de verdad con una análisis profundo de la obra y sus estructuras. En ese sentido,
el análisis de la obra de Mahler emprendido por T. Adorno parece ejemplar.
Él parte del supuesto de que en las metamorfosis de los materiales sonoros,
que reflejan todas las componentes formales del discurso (totalidad, desarrollo,
logros, etc.) se puede ver la filigrana de los perfiles y conexiones históricas y
sociales. Esta tesis, no obstante, no presenta un criterio de verificación válido en
el plano epistemológico y saca a la luz un presupuesto idealista. Es indiscutible
que Adorno logra desvelar aspectos que serían muy difíciles que aparecieran en
un simple análisis formal.

Toda esta operación está determinada por un presupuesto fundamental: la


música refleja (o critica) la progresión histórica de una comunidad en la media
en que, en última instancia, es una forma de lenguaje. Este parentesco con el
logos se funda en un ejercicio crítico e interpretativo cuyas premisas están cerca
de la ‘paraphrase poétisante’ de los Románticos, inaugurada por Hoffman en su
estudio de las sinfonías de Beethoven.

El nudo de toda la cuestión hermenéutica reside en la posibilidad de una clave que


relacione la estructura musical con su descripción verbal. Kretzschmar suponía
que la música expresa de manera directa el contenido de una pasión y para ello
recurre a las figuras retóricas de la teoría de los afectos. Es de allí de donde
surge la ambigüedad de una disciplina que busca descifrar las intenciones de la
musicología histórica al tiempo que expresa las ambiciones de una musicología
sistemática.

Coexisten una multiplicidad de teorías y un sentimiento de incertidumbre


sobre el porvenir de la musicología que hace imprescindible establecer metas
precisas para los retos que nos plantea el pensamiento musical y la consecuente
actividad de formación que prometen los programas académicos. Un concepto de
hermenéutica musical, más amplio y más cercano a nuestras realidades, debería
ocuparse de una resuelta autocrítica de lo que hacemos en el medio académico.

Creo que en beneficio de un orden conceptual y en beneficio de la claridad de


los programas académicos, la musicología debería ser el término que signifique
un gran campo disciplinar en el que se desarrollen todas las reflexiones
teóricas, el análisis musical como un campo específico de esa investigación,
las indagaciones propias de la musicología histórica y todo esto dentro de una
perspectiva hermenéutica de amplio espectro. Digo en beneficio de la claridad
de los programas académicos, porque nos hemos acostumbrado a pensar en la
musicología como una especie de dependencia de segunda categoría donde se
nos surte de cursos de historia de la música, de apreciación musical, y que sólo a
veces encuentra su especificidad con cursos de antropología, metodología de la
investigación y etnomúsica. Se trata, como afirma Julio López10, de un complejo
en el que “… gravitan preocupaciones ontológicas (la realidad del objeto de la
historiografía), epistemológicas (el conocimiento del objeto) y metodológicas (la
interpretación o hermenéutica del objeto)”.

Esa “nueva inteligibilidad del Ser” –Gadamer (1960)- debe definir el análisis
musical como uno de los elementos formantes de una estructura curricular
compleja en la que se forma el pensamiento musical, es decir, un concepto que
10
Julio López: “La música de la posmodernidad – Ensayo de hermenéutica cultural”, Anthropos,
Barcelona, 1988
esté presente en todos los procesos de formación musical. Como disciplina, el
análisis surgió como respuesta a necesidades específicas de la musicología, y ha
experimentado un crecimiento extraordinario durante los últimos cien años, si se
observa la cantidad de corrientes teóricas que se han generado con el concurso
de otros saberes: la fisiología, la acústica, la psicología de la percepción, la
semiología, etc. En poco tiempo se ha enriquecido tanto este campo teórico que a
la idea inicial, expresada por Ian Bent en su famoso texto para el The New Grove
Dictionary of Music and Musician, (1980), según la cual el análisis sólo responde
a la pregunta “¿Cómo funciona?” sin inquietarse por saber si funciona bien o
mal, se han agregado otras preguntas que han revolucionado el pensamiento
musical: ¿Qué significa?, ¿Qué significa para una comunidad en particular?,
que son preguntas más fluidas y que han abierto nuevas dimensiones desde la
semiología y las ciencias cognitivas. El sujeto del análisis se amplía y ya no es
solamente la partitura o su representación sonora, sino, además, lo que pasa con
el compositor, las experiencias del oyente, el significado de la obra en términos
de una hermenéutica musical. El formalismo y el estructuralismo, con diversas
metodologías, se centraron en la descomposición de una pieza en segmentos cada
vez más pequeños: la exposición, el desarrollo y la reexposición en una sonata;
el antecedente y el consecuente en una frase; el tema, el motivo, los acordes,
etc., una función taxonómica11 que se propone clasificar los diferentes segmentos
musicales. Los métodos de análisis musicológico de Nicolas Ruwet (1932-2001),
fuertemente influido en su visión por las obras de Roman Jakobson y Noam
Chomsky, son una taxonomía supremamente elaborada que se fundamenta
en la obra de Saussure. Saussure distingue en el lenguaje lo que denomina
relaciones in praesentia y las relaciones in absentia. A las primeras les dio el
nombre de relaciones sintagmáticas y a las segundas relaciones asociativas que
dibujan lo que posteriormente se ha llamado eje paradigmático. Esta especie de
galimatías lo explica Jean-Jacques Nattiez con un ejemplo sencillo. Si pensamos
en el verso de Paul Éluard12: “la terre est bleue comme une orange» (la tierra
es azul como una naranja), podemos observar que los signos de ese verso se
suceden en un cierto orden sintagmático: un sustantivo que designa un planeta,
un verbo, un adjetivo que designa un color, y luego una comparación. Desde un
punto de vista semántico, es posible asociar paradigmáticamente esos signos
según dos ejes: el eje de los colores (azul/naranja) y el eje de los cuerpos
esféricos (tierra/naranja). Todo el efecto poético viene de la pertenencia de la
palabra naranja a dos relaciones paradigmáticas posibles y el poeta juega con
el contraste entre los dos colores y la analogía de forma de los dos objetos
Taxis en griego significa poner en orden, arreglar.
11


12
Paul Éluard (1895-1952) uno de los fundadores del surrealismo
comparados. Pues bien, la gran ocurrencia de Nicolas Ruwet fue introducir en
musicología una metodología de análisis similar, que consiste en reescribir, unas
encima de las otras, las unidades análogas o idénticas de una melodía con el
fin de hacer aparecer la organización estructural de la pieza según una serie de
reglas precisas que permitan construir el paradigma.

Ruwet fue una autorizada voz del estructuralismo en el análisis musical, una
tendencia que pretendía la absoluta objetividad basando sus observaciones en
la sintaxis, sin referencia a ninguna fuente externa. Sus aportes han quedado
marcados por la rúbrica del “análisis paradigmático”.

Quienes piensan que la música es algo más fluido y más complejo (un ente
histórico) que la simple partitura, el “texto”, han abierto nuevos espacios en los
que es necesario considerar el entorno de la obra, el contexto de la práctica cultural
y las transformaciones de la obra en su devenir13. Aquí se encuentran diversas
corrientes de la hermenéutica musical y la sociología de la música14, la psicología
de la percepción que ha insinuado que el sentido de las obras no está en el texto
sino en la percepción que se tiene de él, lo que involucra de manera decisiva los
mecanismos psicológicos de la audición. En los últimos veinte años la tendencia
es hacia la búsqueda de una complementariedad de estas visiones, y un rechazo
generalizado al concepto de la obra como algo autónomo y completo. Lo que
se observa es un equilibrio entre el análisis formal y la hermenéutica. Nicholas
Cook (1996) dice que la complementación de las diferentes interpretaciones
debe iluminar una gran variedad de aspectos, pues nadie tiene el monopolio
de la verdad. Desde la década de los años cincuenta la etnomusicología había
señalado que la música es una síntesis de procesos cognitivos particulares de una
cultura y de su maduramiento en el contexto social y, consecuentemente, tiene
que existir una correspondencia entre normas de organización social y normas
de organización musical.15 Este enfoque antropológico asume, además, que los
comportamientos musicales se estructuran en relación con procesos biológicos,
psicológicos, sociológicos o puramente musicales y es deber del analista identificar
todo aquello extra musical que sirva para explicar lo que ocurre en la música.
Los desarrollos posteriores han ido estableciendo que los modelos analíticos no
son autosuficientes y que requieren acciones interdisciplinarias desde la historia,
13
Borges, hablando sobre la “Comedia” de Dante, mostraba las diferentes lecturas que se han hecho
de la obra en diferentes momentos de la historia.
14
Las propuestas de T. W. Adorno en este sentido han sido muy fecundas.
15
Ramón Pelinski: Relaciones entre teoría y método en etnomusicología: los modelos de J. Blacking
y S. Arom, Ponencia presentada en la Conferencia Europea de la Música, Toledo, 1991.
la filosofía, la antropología, las ciencias cognitivas. La “Nueva Musicología”,
una tendencia con mucha fuerza en Norteamérica, ha propuesto nuevas vías
para el análisis con una actitud francamente anti formalista y anti dogmática,
propugnando por la incorporación de recursos metodológicos de la semiología,
la narratología y el criticismo cultural. Otra reacción a la falta de historia en las
corrientes estructuralistas es la denominada “teoría de la recepción”; Carl Dalhaus
ha insistido en la necesidad de recuperar la dimensión de la experiencia estética.
Jean-Jacques Nattiez, por su parte16, ha señalado la urgencia de complementar
lo que considera las dos grandes familias en el análisis: la taxonómica, que se
ocupa de la descomposición de una pieza en segmentos cada vez más pequeños
(tema, motivo, célula, etc.) y la lineal, aparentemente derivada de los métodos
de Schenker, que no se ocupa de lo que segmenta sino de lo que une el tejido
musical. Propone como ejemplo de combinación de ambas familias, los trabajos
de Célestin Deliége, especialmente Les fondements de la musique tonale (1984)
y la Teoría generativa de la música tonal de Lerdahl y Jackendoff (1983).

El propósito de cualquier análisis es encontrar el “cómo” de una obra, para llegar


luego a una pregunta más difícil: “¿por qué?”. El análisis ayuda a la percepción y,
según la insistencia de Adorno17, sólo el análisis nos puede conducir al verdadero
contenido de una obra: “El análisis no es un meso sustituto, sino un elemento
esencial del arte mismo… El análisis tiene que ver con un excedente {das Mehr}
en el arte; tiene que ver con una cantidad de contenidos que sólo se despliegan
mediante el análisis”. Pero no se puede concebir el análisis como algo acumulativo
en el sentido positivista; el propósito de un nuevo análisis de una sinfonía de
Beethoven no es un incremento de conocimiento sobre los análisis anteriores. Por
otra parte, más allá de sus manifestaciones evidentes, el conocimiento analítico
se resiste a una síntesis verbal; el mero ejercicio de dar forma escrita al trabajo
es un empobrecimiento de la experiencia estética. Las revistas especializadas
han sucumbido a la moda del abstract y las “palabras clave”, esa otra manía
positivista que le han colgado al pensamiento científico, y que para el caso es
como si se le exigiera a un instrumentista que antes de ejecutar el concierto para
violín y orquesta de Beethoven, toque un abstract de la obra

Jean Molino, el famoso semiólogo francés, profesor de Jean-Jacques Nattiez,


elaboró la famosa teoría de la tripartición, que considera la música bajo tres
perspectivas: como un objeto arbitrario aislado, como algo producido y como

16
Jean-Jacques Nattiez : Comment écrire l’histoire de la musique à l’âge postmoderne.


17
T. W. Adorno : On the Problem of Musical Analysis
algo percibido. El modelo permite ver la obra como (1) un texto; (2) como un
proceso compositivo; (3) como un fenómeno de interpretación y percepción. La
tradición formalista reducía el análisis al hecho musical inmanente; el aporte
de la semiología es la inclusión de los procesos de creación y recepción, como
momentos constitutivos de la obra total. Estos tres niveles reciben el nombre
de: 1. Nivel neutro o inmanente, 2. Nivel poíetico, y 3. Nivel estésico.

Quien más fecundamente ha explorado las posibilidades y consecuencias de


la teoría de Molino es el musicólogo francés Jean-Jacques Nattiez18. El modelo
tripartito se desarrolla tomando en consideración varios aspectos: El análisis
de las estructuras inmanentes por sí mismas. Como ejemplo clásico se puede
citar el análisis del ritmo en Le Sacre du Printemps, de Igor Stravinsky, hecho
por Pierre Boulez. Allí se consideran solamente las estructuras presentes en la
partitura y Boulez afirma que esto basta para dar cuenta de la obra musical.
Si se considera que esto no es suficiente y que es necesario tener en cuenta el
proyecto del compositor, entonces se puede comenzar en la partitura, formular
hipótesis sobre el proceso composicional, observando la recurrencia de un cierto
número de estructuras. Por ejemplo, el trabajo de análisis que hace Rudolf Reti
en su The Thematic Process in Music de La Cathédrale engloutie de Debussy.
Allí está ese famoso tema que se repite durante toda la primera página de la
partitura. El mismo motivo: re-mi-si. Es decir, que hay algo en la organización
de las estructuras que nos da acceso a las estrategias composicionales.
El otro aspecto es el de la musicología histórica que busca entre la correspondencia,
los diarios, los bocetos, un indicio del proceso composicional y ponerlo enseguida
en relación con las estructuras del texto. Es lo que Nattiez denomina poïesica
externa.

Se trata ahora de saber cuál es el lugar del discurso en relación con la totalidad
del fenómeno musical, es decir, tanto la estructura de los objetos musicales
como el proceso creador, la interpretación y la recepción. Debemos suponer
que detrás de los sonidos hay un sistema de pensamiento, así la historia nos de
ejemplos de que la sistematización viene a veces tarde, después del concierto,
como es el caso en las teorías de Jean-Philippe Rameau, la fuga de escuela del
siglo XIX o la historia de la concepción de la forma sonata. Si el discurso sobre la
música es un metalenguaje, esto quiere decir que ese discurso no es la música
y que su manera de ser es lingüística, producido por alguien que pertenece a
un medio cultural determinado. El discurso sobre la música es, pues, una forma


18
Jean-Jacques Nattiez : « La Musique, la Recherche et la Vie », Leméac Éditeur Inc. 1999
simbólica específica, distinta de esa otra forma simbólica que es la música.

Como el discurso es distinto a la música sobre la que está construido, se


podría pensar que el discurso es totalmente extranjero a la música y que el
compositor no sabe de lo que se está hablando; es el último en enterarse sobre
el resultado de su creación. Por otra parte, la musicología histórica desarrolló un
auténtico fetichismo de los materiales que se podían recuperar sobre las obras;
se pensaba que recoger cartas y textos de los compositores podía substituir el
análisis musical. El mismo fenómeno se ha observado recientemente con los
desarrollos de la antropología cognitiva y las etnociencias, traumatizados por
el etnocentrismo, que han comenzado a sugerir que la palabra de los actores
autóctonos es necesariamente más fiel (“verdadera”) que la del observador
externo (ver antes: emic/etic). Sin ir muy lejos, en un texto de Henri Pousseur,
el compositor belga señala la contradicción entre lo que Alban Berg dice de su
música y lo que, con el paso de los años, sabemos de esas obras: su discurso está
retrasado con relación a sus reales innovaciones musicales, que hoy podemos
evaluar con mayor propiedad. A propósito de la forma sonata Charles Rosen dice:
“I have not relied entirely on 18th century theorist (they misunderstand their
time just as we do ours), although I have often found their views stimulating
and useful”

La idea de que el discurso sobre la música constituye una forma simbólica


particular, toda vez que la refleja pero por intermedio de estructuras lingüísticas
específicas, hace que Nattiez (1999) defienda la construcción de una semiología
de la música. “Por semiología del discurso sobre la música, entendemos el
estudio de las condiciones específicas según las cuales el discurso considerado
comporta un conjunto de significaciones con relación a un hecho musical, y el
estudio que establece la naturaleza y el contenido de estas significaciones”. De
todas formas el análisis no puede quedarse en un discurso impresionista sobre la
música; debe ostentar una metodología rigurosa y reproductible con reglas que
describan el funcionamiento del modelo.

En los países en los que el análisis ya no admite discusión como herramienta


de trabajo en musicología y en la pedagogía musical, uno puede observar que,
superada la etapa de los dogmatismos, muchas prácticas pedagógicas se han
transformado y pueden exhibir resultados interesantes. La situación en nuestra
Alma Mater requiere empezar por la aclimatación de una cultura de la investigación
(sin traficar con demagogias epistemológicas que quieren entronizar la ecuación:
creación artística = investigación) y un llamado urgente para que los docentes
de conservatorios y universidades actualicen sus competencias y poder ofrecer
mejores alternativas a los estudiantes.

Los procesos de formación musical se han apoltronado en la comodidad de la


llamada “práctica común”, pero la verdad es que el pluralismo de los últimos cien
años ha estado marcado por un alto grado de autoreferencia, según el término
propuesto por Milton Babbitt. La sintaxis de un trabajo particular a veces sólo
se refiere a esta obra específica, con todo lo problemático que vuelve el acto
comunicativo. Es famosa y significativa la declaración de Robert Craft en uno de
sus libros cuando dice que para la época de la muerte de Schoenberg, en 1951,
Stravinsky no conocía prácticamente nada de la música de Schoenberg, aunque
habían vivido durante diez años en la misma ciudad: Los Angeles.

En una entrevista que Pierre Boulez concedió a Jean-Jacques Nattiez en 1992, dijo:
“A partir del inicio del siglo XX comienzan las dificultades reales y el individualismo
de los compositores se ha exacerbado al punto que hemos llegado al límite de
lo aceptable”. Dahlhaus habla del culto a la originalidad con una tendencia a
buscar cada vez más y con obsesión una separación de las convenciones en la
construcción del pensamiento musical. Esto ha producido un fenómeno muy
curioso: los análisis que se ocupan de estas obras terminan enredados en unos
niveles de exagerada abstracción y de peligrosa segmentación, con muy poca
relación con todos los niveles del discurso.

Uno se pregunta hasta qué punto los colectivos académicos de las universidades
se reúnen para proponer una reflexión sistemática sobre temas bien concretos
de la enseñanza musical. Por ejemplo: ¿A qué propósito corresponde el renovado
interés que muestran muchas universidades americanas y europeas por el estudio
del bajo cifrado? ¿El estudio de la armonía debe tener una orientación más lineal
que vertical, como lo recomiendan Edward Aldwill & Carl Schachter? ¿Se debe
enseñar el contrapunto en el marco histórico de la simulación estilística, o bien
según los procedimientos no estilísticos de la escuela de Schenker? ¿Cómo se
utilizan los materiales de la música contemporánea para el desarrollo auditivo?
Y en las áreas instrumentales, donde se mira con mayor desconfianza a los
teóricos, no sería importante preguntarse hasta qué punto el análisis podría ser
una herramienta de la interpretación. En un ensayo sobre las perspectivas de
la nueva música (1969), Edward T. Cone dice que el único análisis completo y
fidedigno de una obra es el que legitima la interpretación. La verdad es que la
musicología histórica no se ha interesado en las relaciones analíticas de una obra
y su interpretación. Gianfranco Vinay sugiere que hay tres niveles de relación:
1. La obra musical como objeto de arte fijado por la escritura, 2. La obra musical
como objeto sonoro constantemente renovado por la interpretación y 3. Las
reacciones perceptivas, emocionales y estéticas de los lectores de la partitura
(intérpretes y musicólogos) y de los oyentes19. Las teorías de la recepción y el
gestaltismo musical se han ocupado ampliamente de las relaciones entre la obra
musical fijada en la interpretación y las reacciones de los oyentes.
¿Cuál es la relación entre un análisis musical y la forma como se escucha la obra?
Mark DeBellis (1999) en sus “Paradojas del Análisis Musical” sugiere que tanto el
análisis como la audición de una obra son representaciones; en el primero se le
atribuyen ciertas propiedades a la obra y ciertas relaciones entre las partes que
la conforman; en la audición, similarmente, hay una representación mental en la
que los sonidos tienen ciertas cualidades que dan lugar a relaciones.
Utilizar un análisis para inducir una cierta manera de escuchar es un fenómeno
más amplio en el que se usa una representación para caracterizar otra. Es decir,
que utilizamos el significado de una expresión –lingüística o simbólica- para
explicar otra que es perceptual.
En la práctica sabemos que muchos elementos de la percepción (por ejemplo
elementos alrededor de los fenómenos tímbricos) no son objeto del análisis;
por el contrario, muchos elementos que hacen parte del análisis no se oyen.
Sin embargo, esperamos que el análisis sea iluminador, revelador de ciertos
fenómenos que deberían aparecer en la audición.

Hoy, cuando la auténtica reflexión desde el arte quiere ser suplantada por una
‘negociación’ entre la creación y la investigación, con el mero propósito de
encontrar un nicho en las estructuras gubernamentales que garantizan recursos,
puntos salariales, escalafón y reconocimiento, es necesaria una cruzada para
recuperar la plena vitalidad del arte musical en todas las fases de su existencia:
como invención y como teoría; la primera al servicio de la creación y la segunda
orientada hacia la formación de nuevas generaciones de músicos. En ambos
casos se trata de la creación de mecanismos que permitan generar acciones
comunicativas; acciones que se producen solamente cuando hay fluidez en los
eslabones que conforman la cadena creativa: el compositor, el intérprete y el
público. Un consenso racional en el campo teórico, entendido como el campo de
la reflexión y la formación, tiene que revisar los criterios de eficacia y eficiencia
que se han enquistado en la educación, la pública y la privada. No creo que sea

19
Le Teoría de la recepción surgió en el campo exclusivo de la literatura. Actualmente se ha llevado
esta vertiente filosófica a diferentes aspectos de la música.
posible la educación sin puntos de referencia en los paradigmas y cánones de la
cultura; no podemos seguir aceptando una situación en la que se convierte en
vergüenza la cultura profunda y en irrisión la verdad. Nuestras aulas de clase
se han llenado de la ramplonería de un relativismo que predica que todo se
vale, que todo es bueno, que cualquier opinión es interesante. Muchos docentes
parecen activistas –a veces sin saberlo- de esa ideología que se abrió campo en
la etnomusicología y que proclama que todas las culturas tienen el mismo valor
y que no hay nada que se pueda considerar superior o inferior. En medio de esa
objetividad ilusoria no quedan problemas por resolver; es la calma chicha en la
que no se mueve ni el viento de la verdad ni el viento de la mentira. El siglo XX
ha sido suficientemente problemático como para que la academia del siglo XXI
viva como alelada en el país de cocaña del cuadro de Brueghel y de la escala de
Do mayor de los solfeos de Lavignac.

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