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Julio Premat
Université Paris 8
Uno de los atractivos mayores de todo relato es, según Christian Metz, el efecto de
existencia anterior que sugiere en el lector, oyente o espectador, es decir la fugitiva
impresión de que, más allá del significante –texto, imagen cinematográfica, relato oral-
existe una historia absoluta, ya acaecida y completa, a la cual accedemos gracias a un
intermediario ocasional. Esta “otra” historia remite a una “infancia esencial”, es un eco
sordo de la novela familiar olvidada totalmente, y sugiere ese pasado indefinido al que nos
lleva cualquier retroceso imaginario en el tiempo. Por eso el movimiento primitivo de todo
relato es inseparable del tiempo histórico, y en particular el de la novela, en la medida en
que ésta reproduce, prolonga, anula, anticipa el tiempo, recomenzando sin cesar la historia
individual o la Historia colectiva en sus seudo cronologías. La ficción histórica magnifica
este funcionamiento, al proponer las coordenadas de un referente espacial insólito, en
épocas situadas inclusive antes del nacimiento del lector y del escritor; pero,
paradójicamente, a dicha sobrevaloración del artificio corresponde una carga mayor de
ilusión referencial: lo narrado aparece aureolado por la autenticidad de lo sucedido, y las
estrategias textuales de recreación del espacio se ocultan detrás de una verosimilitud que se
podría calificar de imperiosa. La ficción histórica nos propone asistir a lo imposible: a las
escenas del pasado, o mejor dicho, del “antepasado” de todo hombre, invirtiendo
momentáneamente el ineluctable suceder del tiempo.
Desde este punto de vista, las ficciones históricas tradicionales, al igual que ciertas
retóricas realistas, no admiten la incredulidad: la ilusión referencial no es en ellas un efecto
fluctuante, sino el cimiento de una poética que las justifica. Por eso no es casual que la
literatura del siglo XX, marcada por la desconfianza, haya puesto en duda este género, y
sobre todo su “naturalidad”, o su intento de recrear y reflejar cualquier realidad pasada. La
artificialidad convencional del texto literario ha sido, además, expuesta y teorizada por la
narratología de posguerra, lo que explica que buena parte de la producción contemporánea
incorpore ese saber sobre sí misma, utilice el discurso sobre la narración como material de
cierta ficcionalización y exponga las vacilaciones del escritor, pero no para substituirse a la
reflexión crítica, sino para superarla y lograr, como lo afirma Juan José Saer, “espejismos
inéditos”.
En este sentido recordemos que en las últimas décadas han surgido en América
Latina, y singularmente en el ámbito del Río de la Plata, una serie de ficciones históricas
escritas contra o fuera de las leyes del género, ficciones que incluyen una conciencia
explícita de la carga imaginaria que supone toda reconstrucción espacio-temporal. Son
textos que muchas veces ponen en escena una regresión individual, y que si bien dialogan
con las Historias nacionales y con una tradición literaria, no pretenden presentar una
realidad ficcional ajena al mundo interior del escritor. La segunda novela del mendocino
Antonio Di Benedetto, Zama (1956), es una obra precursora de esta tendencia en el marco
argentino, por la espectacular ocupación del espacio narrativo que el imaginario lleva a
cabo, por el abandono de toda pretensión de verosimilitud, por la explícita dimensión de
otredad lingüística y espacial que acrecienta el distanciamiento temporal, y por la
utilización de lo histórico como instrumento para esbozar un mito personal de escritura. La
carga imaginaria de toda ficción desplazada temporalmente es incorporada a sabiendas en
el pacto de lectura: se trata de una obra de una “modernidad absoluta, que se hace preguntas
sobre sí misma en su íntima identidad de texto” según Noé Jitrik, y que prolonga el género
histórico, pero a partir de una atipicidad voluntaria.
La anterioridad
Las primeras palabras de Zama fijan una fecha “Año 1970”: el texto crea así,
perentoria y lacónicamente, una relación temporal distanciada entre escritor/lector y la
acción por narrarse: comenzar la lectura es instalarse en la anterioridad. Esta fecha es el
título de la primera parte y anuncia una progresión en las dos siguientes, “Año 1974” y
“Año 1799”. En el contexto del Río de la Plata, el fin de siglo evocado remite a un período
histórico pobre, entre la Conquista y la Colonización lejanas, la creación del Virreinato en
1776 y los espasmos inminentes de una Independencia que nacerá con el siglo siguiente.
Las coordenadas temporales instauran por ende una indeterminación, reforzada por la
lectura de las primeras páginas de la novela: al silencio toponímico (sólo por deducción y
descarte el lector logra identificar la ciudad en la que se desarrolla la acción con Asunción),
se le agrega una focalización estricta en el narrador-protagonista, fuente de información
reducida y parcial, y una red de acontecimientos que excluye toda heroicidad del itinerario
de don Diego Zama, asesor letrado del gobierno colonial, cuya decadencia, física, social y
psíquica es el nudo argumental de la novela.
El texto comienza con una puesta en abismo: el protagonista observa el cadáver de
un mono que flota en el río, atrapado entre los palos de un muelle decrépito; la observación
de lo que sucede fuera del yo termina, como casi siempre en la novela, en una
introspección:
El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle
decrépito y ahí estaba él, por irse y no, ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
El comentario final alude a la situación de Zama, funcionario criollo que, a pesar de una
foja de servicios brillante, ocupa un lugar indigno de su valor que lo aleja de su familia y le
impone cierta indigencia económica. La primera parte de la novela va a girar alrededor de
dos núcleos: por un lado, los trámites para conseguir una nominación en Buenos Aires,
Santiago, y por qué no, España; por el otro, la manifestación cada vez más imperiosa de un
deseo sexual que desestabiliza la imagen idealizada que Zama tiene de sí mismo. Los
cuatro años que separan la primera parte de la segunda marcan la pérdida de muchas
ilusiones: las dificultades humillantes para su condición, y la lucha entre conciencia y
pulsiones, o ante la presión del delirio y las pesadillas. La tercera parte introduce un cambio
radical: Zama se alista en una expedición militar que parte hacia el norte, es decir hacia la
selva profunda, en busca de un bandido. La expedición, luego de varios encuentros con los
indios y una serie de peripecias que hacen perder de vista su objetivo aparente, culmina en
la zona más densa de la vegetación, en donde Zama, después de haber sido mutilado por sus
compañeros, se queda solo.
O sea que el primer impulso hacia el pasado, que marca la distancia entre la época
de la escritura y de la obra y la época de la intriga, es sólo un primer nivel de retroceso
temporal, ya que desde ese siglo XVIII colonial, en sí primitivo, pasamos a un universo de
pura anterioridad fuera del tiempo. La evolución del personaje (de hombre respetado a
cuerpo dependiente de los demás para sobrevivir) y de la acción (de una época definida por
fechas y escritura a una “eternidad” ahistórica), avanzan entonces a contramano de la
sucesión temporal indicada por la datación de la novela.
Pero la presencia de lo regresivo supera el esquema recién esbozado. En realidad, la
obra está dominada por una ficcionalización multiforme de la anterioridad como imagen de
una otredad: lo que está más allá de la conciencia, el mundo inconsciente de pulsiones, se
metaforiza así como un ámbito primitivo, situado no dentro del hombre, sino detrás, en un
otrora sin fechas. La figura del mono ya mencionada, ascendiente absoluto y reflejo del yo
“animal”, da comienzo a una serie de proyecciones “anteriores” del personaje: los indios
por ejemplo, con los que se encuentra en la selva, antepasados olvidados por los argentinos,
o el niño rubio, personaje enigmático que surge varias veces en la novela, y para quien el
tiempo no pasa: siempre andrajoso y de la misma edad, el niño funciona como la
persistencia de una problemática psíquica situada en la infancia, contra el aparente paso del
tiempo para el Zama consciente.
Lo arcaico
Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz
de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros,
de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego.
América, tierra arcaica; América, continente imaginario; América mundo que hay que
inventar y vivir antes de explicarlo; estos valores conocidos, son aquí puestos al servicio de
la representación de una subjetividad exacerbada. En esa tierra llana, Zama parece
encontrarse en un pozo; está prisionero en la selva tropical como quien se halla perdido en
una expansión de la propia interioridad.
Y el espacio urbano por excelencia, la casa, sufre una serie de transformaciones que
lo inscriben en el ámbito de un lugar del pasado; no sólo porque las condiciones de
alojamiento, que ocupan buena parte de las preocupaciones del protagonista, se degradan al
mismo ritmo que se pervierte la imagen de su yo idealizado, sino porque las causas diurnas,
luminosas y seguras son reemplazadas progresivamente por casas situadas en los límites de
la ciudad, cerca de la selva, por casas que una vegetación incontrolable ocupa, por casas
oníricas que se desdoblan misteriosamente en dos conjuntos simétricos, y sobre todo por
casa en ruinas. Casas sin techo y envueltas de telarañas, restos de una vida anterior: la
evidente metáfora de la conciencia que estos edificios sugieren conlleva una repetición de
lo pasado como verdad que, en todos los niveles, surge y se impone al protagonista.
Lo mismo puede verificarse en lo que concierne al imaginario material, en esa agua
omnipresente que rodea y hasta encierra la ciudad, asociada tanto al goce erótico como a
los flujos de una conciencia profunda, y a la muerte. Las múltiples modalidades de lo
líquido, relacionadas a la vez con el deseo y con lo arcaico, van a la par de una pastosidad
que atrae negativamente, la de tierra “fofa” e inconsistente, que no sólo remite al barro de la
creación esencial y de la tumba, sino también a la falta de solidismo del protagonista. Esto
permite resumir la esencia de la materia en la novela como una viscosidad, que es, al
mismo tiempo, la imagen álgida de lo disfórico en Di Benedetto. El riesgo de la dilución en
lo indeterminado, la amenaza de una inconsistencia avasalladora, son los fantasmas que los
conflictos de identidad y la irrupción de lo primitivo producen en el área de la percepción.
Pero la viscosidad sugiere también una relación con la comida, ya que si comer es
consumir la consistencia, vemos cómo los alimentos en la novela se definen por su falta de
solidez y su blandura casi acuática, como la del pescado, signo de una negatividad de la
materia que no concierne solamente a lo exterior, sino al propio cuerpo (puesto que los
alimentos son una exterioridad que se asimila). Y si nos referimos a las diferentes imágenes
del cuerpo en la novela, comprobamos que éstas repiten una percepción disfórica hecha de
viscosidad repelente, lo que establece una nueva identidad entre el afuera y el adentro del
yo: el paisaje refleja la conciencia, de la misma manera en que hay una unidad entre la
materia del yo y la del no yo. La representación del espacio arriba comentada lleva la marca
de una visión magnificada del cuerpo.
Esta afirmación, pobre por su valor general en este caso adquiere una pertenencia
particular ya que, además de los espacios arcaicos que hemos mencionado, en la novela hay
repetidas alusiones al espacio y la vida intrauterinos, cuando por ejemplo un personaje
afirma llevar cicatrices de golpes recibidos por su madre embarazada (episodio del cual la
memoria ha perdurado), o cuando Zama narra un sueño (o una fantasía despierta) de
claustrofobia y competencia con otro hombre del vientre materno, sueño que lo condena a
permanecer “encerrado” esperando una hipotética ocasión de nacer. En este sentido, la
regresión temporal que caracterizaba el viaje de la tercera parte, y que reproducía la
anterioridad definitoria de toda la novela, es interpretable entre otras cosas como un
fantasma de regresión esencial al vientre materno; interpretación justificada también por la
acentuada dimensión de penetración que el desplazamiento en la selva posee, por la
interioridad que define el lugar en que culmina la novela, y por la situación física de Zama
en las últimas líneas, citación explícitamente asociada con un nacimiento próximo.
Escribo porque siento necesidad de escribir, de sacar afuera lo que tengo en la cabeza.
Guardaré los papeles en una caja de latón. Los nietos de mis nietos lo desenterrarán.
Entonces será distinto.
Sin embargo, yo veía el pasado como algo visceral, informe y, a la vez, perfectible. Por los
elementos nobles no dejaba de reconocer algo –lo más- pringoso, desagradable y difícil de
capturar como los intestinos de un animal recién abierto. No renegaba de eso; lo tomaba
como una parte de mí, incluso imprescindible, aunque no hubiese intervenido en su
elaboración. Más bien, yo esperaba ser yo en el futuro.