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imprime: Imprenta Narcea

apunto comunicación | Juan Hernaz


diseño y maquetación:
Mercedes Judith García Martínez y Miguel Rodríguez Acebedo
coordinación editorial:
El Área de Medio Ambiente del Ayuntamiento
Ayuntamiento de Gijón/Xixón - Área de Medio Ambiente de Gijón ha publicado este libro con motivo
edita y coordina: Textos de
de la conmemoración del bicentenario
Miguel Rojo
Oficina Municipal de la Llingua de Xixón
del nacimiento de Charles Darwin
traducción al asturiano: Ilustraciones de
y los 150 años de la aparición de su obra
© ilustraciones: Juan Hernaz Juan Hernaz El origen de las especies, en donde este
© texto: Miguel Rojo
La [R]evolución de Darwin insigne naturalista inglés expuso su teoría
sobre la evolución de las especies a través
de la selección natural.

Esta teoría supuso un cambio radical en


el pensamiento de la humanidad, pues aportó
una explicación científica acerca de nuestros
orígenes y el de los demás seres vivos
que habitan nuestro planeta, penetrando
en todos los sectores del pensamiento
y por tanto de la sociedad; no sólo lo hizo
en la biología, cuestión irrefutable y propia
de un naturalista, sino que influyo en diversos
campos como el de la filosofía, la sociología,
la historia…

Esta publicación nace con el fin de de dar


a conocer esta teoría que marco un hito en
la historia del pensamiento científico y acercar
a los más jóvenes la figura de este famoso
naturalista.
la
evolución
de Darwin
Textos de
Miguel Rojo
Ilustraciones de
Juan Hernaz
mpezaré por presentarme, que es lo que siempre se suele hacer
en estos casos: me llamo Charles Darwin.
Supongo que ya habréis oído hablar de mí, hace tiempo que
estoy en boca de todos, y algunos para no ponerme muy bien...
Incluso han hecho unas caricaturas en las que aparece un mono
con mi cara. Lo siento por el mono, por lo feo que ha salido.
También es verdad que hay gente que viene a mi casa a
saludarme o me envía cartas de admiración desde los más apartados
lugares de la Tierra... Y es que yo, a mi edad, apenas si salgo ya.
Pero hubo un tiempo en que no paraba, hasta hice un
crucerito de nada en barco... Sólo cinco años duró el paseo. 5

Aquellos sí que fueron buenos tiempos, dando la vuelta al


mundo y visitando lugares en los que nunca antes había estado un
blanco... Recuerdo una vez en que me tuve que enfrentar yo solo...
Pero bueno, qué estoy haciendo, si he de contaros mi vida
y mis descubrimientos, habré de empezar por el principio. ¿No os
parece? Si es que me lanzo y a veces, como decís vosotros, se me va
un poco la olla... ¿Pero qué se puede esperar de un viejo de casi 73
años que está al final de sus días?

Así que perdonadme la chochera y vuelvo al principio.

Nací en Inglaterra en el año de 1809. De mi infancia pocas


cosas que contar. Ya sabéis, lo que hacen todos los niños: jugar,
armar trastadas... Bueno, y algo que no es tan habitual, hacer
colecciones. Coleccionaba cualquier cosa que cayera en mis manos:
sellos, conchas, monedas, mariposas... hasta hermanos. Me chiflaba
esto de clasificar y ordenar.
A los nueve años murió mi pobre madre y todo se volvió un
poco más triste. Menos mal que mi padre, al que siempre adoré,
estaba a mi lado en aquellos duros momentos. Era médico y, como
todos los padres típicos, se empeñó en que tuviera su misma
profesión. Os suena esto, ¿verdad?
Pero a mí, qué queréis que os cuente, lo de la sangre, las
operaciones y todas esas “alegrías” no me iban nada... Con deciros
que, cada vez que asistía a alguna operación, mis compañeros de clase
me tenían que sacar medio arrastras antes de que me desmayara.
Ante mi poco entusiasmo por la medicina, mi padre me
convenció para que estudiara la carrera eclesiástica; vamos, que
me hiciera un cura rural.
La verdad es que la idea no me motivaba mucho, mi vocación
religiosa era más bien escasilla, pero con tal de no seguir abriendo
cadáveres cualquier cosa era mejor.
Así que cogí mis bártulos y me fui a la Universidad de
Cambridge. ¡De religión no aprendí mucho, la verdad, pero lo que
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es de botánica, de animales, de geología... ni os cuento!
Aquellos fueron buenos tiempos. No todo en la vida ha de ser
estudiar, ¿verdad? Con mis compañeros iba de caza y de juerga.
Nos enzarzábamos en filosóficas discusiones sobre el origen de la
vida, preguntándonos de dónde habíamos salido, si siempre había
sido todo igual en la Tierra desde el principio de los tiempos... Nos
lo pasábamos en grande. Creo que fue por esa época cuando casi me
trago un escarabajo vivo. Os lo contaré porque fue muy divertido:
Andaba yo como siempre buscando animales para mis
colecciones. Mi curiosidad no tenía límites. Aquel día les
había tocado el turno a los pobres escarabajos. Llevaba ya
un ejemplar en cada mano, cuando descubrí uno nuevo en
el suelo. Como no tenía donde guardar los que ya
llevaba, no se me ocurrió otra majadería que meterme
uno en la boca... ¿Adivináis lo que pasó? Seguro que
no. El condenado soltó un liquidillo defensivo que
me puso la lengua como si estuviera masticando un
carro de guindillas rojas. ¡Aahh! Tuve que sacarlo
rápidamente de la boca antes de que ésta se me
incendiara como un horno de leña… ¡Un desastre!
Cuando me di cuenta los había perdido a todos...
Pero lo mejor de mi época de estudiante en Cambridge fue
que un profesor me propuso hacer el viaje de mi vida: ¡¡Dar la vuelta
al mundo en barco como naturalista recogiendo y estudiando
los animales y las plantas...!!

¿Os imagináis cómo me puse?

No, no os lo podéis ni imaginar. Imposible. Pegué tantos


saltos que creyeron que me había dado un telele. Conocer islas
como las Canarias, Cabo Verde... Descubrir los misterios que
debían de esconderse en Brasil o Argentina, la exótica Tahití, la
tierra de los aborígenes australianos, la peligrosa África...

¡¡Uff! ¡¡Casi me vuelvo loco con la noticia!! 7

l barco se llamaba Beagle.

Quizás no era el velero más grande del mundo ni el que más


cañones llevaba, pero a mí, qué queréis que os diga, cuando aquella
brumosa mañana del 27 de diciembre de 1831, lo vi balacearse
suavemente sobre las aguas del puerto de Devonport, me pareció
el más hermoso bergantín jamás construido.
¡Ay!, pero las alegrías bien poco duran en el corazón de los
ingenuos: las comodidades en el barco escaseaban y, lo que era peor,
aquel endiablado mar Cantábrico me obligó a pasar los primeros
días de viaje expulsando por la borda todo lo que ingería. ¡¡Por un
momento temí echar hasta las mismas tripas!!
Por fin avistamos las Canarias. Era nuestra primera escala y yo
tenía unas ganas locas de desembarcar y hacer una excursión hasta
el Teide. ¡Pluf! Así me quedé, como un globo deshinchado, cuando me
enteré que por culpa de una epidemia no podíamos bajar del barco.
Por fortuna, a partir de aquí, todo comenzó a ir bien. Cuando
cruzamos el ecuador, los marineros del barco me vendaron los ojos
y tuve que caminar a ciegas entre cubos de agua que retumbaban con
gran estrépito. Esa era, me explicaron, la ceremonia que se debía
de pasar la primera vez que alguien cruzaba el ecuador. La verdad
es que era una tontería, pero teníamos tan pocas cosas con las que
divertirnos…

Brasil fue el país de América donde atracamos después de


cruzar el ancho Atlántico. ¡Qué alegría! Después de tantos días
de viaje en el mar, al pisar tierra parecíamos borrachos
tambaleándonos por las calles… ¡Y qué hermosura! No sé lo que
estaréis pensando, pero yo me refiero a la naturaleza: plantas 9
trepadoras que se enredaban entre sí, bellas mariposas de alas
enormes, ranas de colores imposibles... Había llegado al paraíso
del naturalista. Sólo los pobres esclavos que veía por la calle,
encogían mi corazón. Espero que un día puedan llegar a reafirmar
sus derechos y a olvidarse de tanta injusticia.
Pero el Beagle no se detenía. Recorríamos la costa arriba
y abajo haciendo mapas, recogiendo muestras que yo clasificaba
para luego mandar a Londres.
En una de las escapadas que hice tierra adentro, descubrí algo
que me dejó muy impresionado: eran unos huesos enormes que
no pertenecían a ninguna especie actual y que se parecían a los de
un rinoceronte.
¿Por qué había desaparecido? ¿Dónde se quedaban las teorías
que aseguraban que Dios había creado el mundo y sus animales
de una forma fija e inmutable?
Mi cabeza no paraba de dar vueltas como una peonza loca
sobre estos asuntos.
Cada vez era más osado y me gustaba alejarme por más tiempo
del Beagle y recorrer aquellos países llenos de misterios y de gentes
de costumbres extrañas.
En La Argentina descubrí que la tierra se había levantado
varios metros por encima del mar, por lo que era fácil encontrarse
fósiles de ostras y otros moluscos a mucha distancia del mar.
¡Aquello era alucinante! La Tierra también había cambiado a lo
largo de los tiempos...
Si alguno de mis viejos profesores de Cambridge pudiera ver
lo que mis ojos veían y lo que eso implicaba en su anticuada
concepción del mundo, se quedarían bizcos.
Igual que si me hubieran visto cabalgar detrás de los orgullosos
gauchos por las inmensas extensiones de la pampa, o dormir
alrededor de una fogata mientras las estrellas brillaban en el cielo
como pequeños diamantes azulados... Unas estrellas que, por cierto, al
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encontrarme en el hemisferio sur de la Tierra, eran muy distintas a
aquellas que yo veía de pequeño desde mi cuarto de Shrewsbury.
Pero el cielo no siempre se mostraba tan despejado. Una
noche, de repente, pareció que todo el firmamento se derrumbaba
sobre nuestras cabezas. En medio del estrépito de los truenos,
comenzó a granizar como yo nunca antes había visto. El granizo
tenía el tamaño de manzanas pequeñas. ¡No exagero! Tuvimos
que correr a refugiarnos para evitar que alguna de aquellas bolas
nos diera en la mollera y nos dejara K. O.
Al día siguiente el campo estaba lleno de gallinas
muertas por culpa de la granizada; pero lo más curioso
fue ver a las avestruces petise, como las llaman los
gauchos, corriendo y chocando unas con otras,
golpeándose contra los árboles… Nos partíamos de
risa, parecía que cada una se hubiera bebido medio
tonel de sidra. Entonces descubrimos horrorizados
que el granizo les había sacado los ojos y por eso,
las pobres, chocaban de esa manera...
Sí, no cabía duda de que aquel viaje estaba
resultando alucinante. Y aún quedaba mucho
por ver.
El Beagle se dirigió entonces hacia el extremo sur de América
para cruzar el estrecho de Magallanes.
Desde el barco, en la noche, podían verse cientos de puntos
luminosos en tierra como si fueran diminutas luciérnagas volando
en la oscuridad: eran las fogatas que prendían los nativos para
calentarse del terrible frío que hacía. Por eso se les llamaba
fueguinos a los habitantes de aquella tierra tan poco acogedora.

¡¡Bbrrr!! Después de tantos años, sólo con pensar en aquel frío


se me ponen de punta los pocos pelos que tengo...

Lo mismo me ocurre cuando recuerdo el paso del estrecho


de Magallanes. Las olas se levantaban sobre el Beagle como fauces
dispuestas a tragarnos para siempre. El barco crujía por todas sus juntas 11

como si estuviera a punto de saltársele todos los clavos y llevarnos con


él al fondo del rugiente mar. Por momentos creí que nunca más
volvería a ver mi dulce patria.
Sin embargo, gracias a la pericia del capitán Robert Fitzroy
y de los marineros, porque yo poco ayudé escondido como una rata
en mi camarote, logramos llegar sanos y salvos al océano Pacífico.
Tantas emociones y sacrificios acabaron por hacer mella en mi
salud. Yo, por entonces, no era el viejo achacoso que ahora veis, sino
que era un joven de 26 años robusto y lleno de energía. Pero, al llegar
a Chile, caí enfermo presa de unas fiebres que hicieron pensar a más
de uno que aquellos iban ser los últimos cielos que viera.
Pero se equivocaban. Al poco tiempo ya organizaba una
expedición de más de 700 kilómetros con una recua de mulas
por el interior de Chile, ascendiendo los imponentes Andes.
Recuerdo que, agotado por la falta de oxígeno, en la
trasparencia de aquel aire cristalino, no dejaba de admirarme
de la cantidad de seres vivos que pululaban a mi alrededor.
La pregunta que me venía a la cabeza una y otra vez era:

¿Cuál es el origen de toda esta variedad


de seres vivos?
Cuando mi amigo, el bueno del capitán del Beagle, me dijo
que abandonábamos el continente americano para dirigirnos hacia
el pequeño archipiélago de las Galápagos, no podía imaginarme
que allí estaba la respuesta a mi pregunta.
Pero fui lo suficiente estúpido como para no darme cuenta
de lo que tenía delante de mis propias narices. Sólo muchos años
más tarde, en la tranquilidad de mi casa, comprendí el tesoro que
había hallado en aquellos peñascos situados en medio del Pacífico.

Pero vayamos por partes, que se me vuelve a liar la olla y


me adelanto a los acontecimientos.

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Las islas se llamaban así por la gran cantidad de galápagos
que allí vivían. Eran unas tortugas gigantes. Algunas, ni siquiera
seis forzudos marineros de los de pelo en pecho eran capaces de
levantarlas... Las utilizábamos para alimentarnos. Su carne asada,
sin ser un delicioso roastbeef envuelto en salsa de oricios, se dejaba
comer... Si cierro los ojos, aún recuerdo el olor que desprendían
cuando las asábamos al caer la tarde en la playa y...
Bueno, bueno, que ya se me va otra vez la pota, eh, quiero decir
la olla... Me llamó mucho la atención que los españoles podían
decir perfectamente en qué isla se había cazado cada tortuga.
Y es que en cada isla había un tipo distinto. Al principio, a mí todas
me parecían iguales. Sin embargo, tenían pequeñas diferencias en
el caparazón y eran de diferente especie. Aquello era muy raro.
¿Cómo era posible que Dios se hubiera entretenido en hacer
animales tan parecidos, que apenas si se distinguían entre sí, con el
trabajo que debió de tener allá arriba con el asunto de la creación?
Lo mismo ocurría con los pinzones. Los pinzones eran unos
pajarillos muy simpáticos que andaban por todos lados volando y
armando un buen alboroto. Pues bien, en cada isla de las Galápagos
había un tipo distinto de pinzón. E incluso dentro de la misma isla
unos tenían el pico más pequeño, otros más curvo, otros más afilado…
Marchena

Todo muy extraño. Como


no entendía nada, no hacía otra
cosa que andar detrás de ellos San
dibujándolos y tratando de cazarlos
para llevarlos conmigo y estudiarlos más
lentamente cuando llegara a casa.
Supongo que los marineros del Beagle debían de
pensar que estaba como una cabra viéndome todo el día perseguir
animales con mi cazamariposas o a perdigonazo limpio; todo el
santo día recogiendo hierbajos y flores, ocupando el barco con mis
frascos llenos de bichos repugnantes.
Sí, seguro que pensaban que estaban con un naturalista loco
14 de atar. Un maniático peligroso que cualquier día empezaría
a perseguirlos a ellos para meterlos en formol. ¡Uuuh! ¡¡Uuhhh!
¡Qué os atrapo con mi cazamariposas gigante!
Pero bueno…Por lo que recuerdo, ellos tampoco tenían muy
buen aspecto: esmirriados, barbudos y con la piel quemada por
el sol después de cuatro años de andar dando tumbos por medio
mundo, lo cierto es que no estaban para presentarlos en ningún
salón de Londres con chicas perfumadas.
Estuvimos cuatro semanas en las Galápagos, luego pusimos
rumbo hacia Tahití.
Todos estábamos cada vez más cansados y con ganas de
regresar a casa. Por eso fue una bendición inesperada la llegada a
Tahití y hallarse con sus gentes que nos recibieron con cantos y
bailes en la playa.

El 12 de enero de 1836 llegamos a Australia. Recuerdo la


alegría que me produjo: era ya un poco como estar en casa.
Australia es un país tan grande que resulta inabarcable. Y super
curioso. Allí pude ver al famoso ornitorrinco. ¡Qué lío de bicho!
¡El pobre parecía estar hecho de las sobras de otros animales!
Recuerdo la historia que se contaba de la primera vez que
en 1797 llegó a Londres un ejemplar disecado. Cuando abrieron
la caja, los científicos se morían de risa imaginando la broma que
sus colegas de Australia les habían querido gastar. ¿A quién se le
ocurría mezclar en un solo animal la piel de un topo, la cola de un
castor, las patas de una rana, el espolón de un gallo, el pico de un
pato con dientes? ¡Y además ponía huevos y amamantaba a las crías!
Pero no era ninguna broma, allí estaba yo contemplando a un
ornitorrinco nadando feliz en las aguas de un río. Y es que lo que
no se viera en Australia… ¿Qué me decís de los canguros, esos
animales que llevan a las crías en unas bolsas como si vinieran de
hacer la compra?
En Australia uno no puede dejar de tener la
sensación de que allí el Creador fue distinto al del 15

resto del mundo… La pregunta de cuál podría ser el


origen de aquellas especies, o de por qué el lobo
marsupial era distinto y a la vez tan parecido
a los lobos que había en el resto del mundo,
me atormentaba. Preguntas, preguntas,
preguntas que parecían no tener respuesta.

Por fin, pusimos rumbo a casa. Había


recogido tantas anotaciones, hecho tantos
dibujos, almacenado tantas muestras a lo largo
de esos años de peregrinaje por el ancho mundo, que no podía dejar
de tener la sensación de que toda aquella información me iba a
sepultar vivo. ¡Tenía entretenimiento para una buena temporadilla!
Cinco años después de haber dejado Inglaterra, el querido
Beagle atracó de nuevo en sus costas. Recuerdo que mi pobre padre,
que en paz descanse, cuando me vio entrar por la puerta exclamó:

¡Te ha cambiado por completo la forma de la cabeza!

Siempre me quedó la duda de si era una forma sutil de


llamarme “cabezón”.
ogar dulce hogar. Nunca podré olvidar la agradable sensación
de estar de nuevo con los míos, pasear a caballo, las charlas con
los viejos amigos y también, cómo no, buscar una mujer que tuviera
el valor de casarse con un tipo tan estrafalario como yo…
Pero bueno, ya sé que os estáis impacientando. Pensáis que
debía dejarme de hablar de tonterías e ir al grano. Seguro que os
preguntáis cuando surgió en mí la idea de la evolución que dio lugar
a mi libro más famoso: El origen de las especies... ¿A que no ando
muy equivocado?

Paciencia, chicos. Todo a su tiempo.

Mis profesores me habían enseñado que hacía unos 6000 años


16
Dios había creado el mundo con todos sus seres vivos; desde
entonces, éstos habían permanecido iguales y sin cambios hasta
hoy. Pero ya había voces en contra de estas ideas. Sin ir más lejos, mi
abuelo, o el francés Lamarck, afirmaban que las especies habían ido
cambiando, evolucionando a lo largo del tiempo.
Durante mi viaje en el Beagle había tenido la corazonada
de que eso era así. Pero no fue hasta que revisé las muestras traídas de
las islas Galápagos cuando se me hizo la luz. ¡Claro, allí estaba!
Lo había tenido al alcance de la mano y, sin embargo, había
tenido que transcurrir un montón de años para que me diera cuenta.
La pregunta era por qué en cada isla había una especie
de pinzón diferente. ¿Os acordáis de los pájaros de las Galápagos de
los que ya os hablé? Todos eran casi iguales, pero tenían pequeñas
diferencias entre sí. ¡Ahora lo entendía! Lo que había ocurrido
es que hacía mucho tiempo había llegado una especie de pinzón
a una isla; con el paso de los años, alguno de estos pájaros emigró a
otra isla y allí, sus descendientes, fueron cambiando poco a poco
hasta dar lugar a un animal diferente.

¡¡Hurraaaa!! ¿Os dais cuenta?


Lo que había ocurrido es que habían e-vo-lu-cio-na-do.
Guardaba muchas pruebas de esto que decía. Pero si
Dios ya no estaba detrás de todo este asunto, tenía que descubrir
qué fuerza era la que producía aquel cambio si no quería que me
hicieran pedazos algunos de mis colegas de ciencia o los
representantes de la Iglesia. Ellos llevaban siglos explicándolo
todo según las enseñanzas de la Biblia. Mis ideas dejaban por los
suelos aquellas fantasías sin ninguna base científica.
Pero pasaba el tiempo y seguía sin dar con la clave de ese
motor de la evolución. Un día cayó en mis manos un libro
que hablaba de los problemas que tendría la población
humana si seguía creciendo: la comida acabaría por
agotarse. Había un término en el libro que ya no se me iba a
olvidar en la vida: “la lucha por la existencia”.
18 ¡Claro! ¡¿Cómo no me había dado cuenta?! En la naturaleza
ocurría lo mismo. Las parejas tenían muchos descendientes pero
ninguno era exactamente igual. Cada uno tenía sus habilidades
y sus defectos y debían de luchar entre sí por su existencia.

¿Y quién era el árbitro de esta competición?, os estaréis


preguntando si es que tenéis una pizca de curiosidad.

La naturaleza, of course, que se encargaba de ir seleccionando


muy lentamente -¡lenta pero con gran eficacia, después de millones
de años de paciente trabajo!- a los mejor adaptados y eliminando
a los que peor lo estaban.
Efectivamente. Era la selección natural la que hacía que los
seres vivos evolucionaran en una dirección o en otra. Ahora ya tenía
el motor de la evolución.
Eso mismo fue lo que ocurrió con mis pajaritos de las Galápagos:

Una especie de pinzón llegó a una de las islas. Años después


emigró a otra donde su alimento estaba formado por semillas más
duras. ¡Vaya faena! Muchos no pudieron abrirlas y se murieron…
pero había algunos pinzones que poseían el pico un poco mayor
y sí que fueron capaces de alimentarse y reproducirse.
Al cabo de mucho tiempo, en aquella isla, sólo había pinzones
de pico grande: había nacido una nueva especie gracias a la
selección natural que había favorecido a los más adaptados.
Ya lo tenía, pero la verdad es que me daba miedo hacer
públicas mis conclusiones. Iban a ser una auténtica revolución
científica y social… Y luego estaba el espinoso asunto de la especie
humana. Aquello de que Dios nos había creado a su imagen y
semejanza modelándonos en barro, y Eva naciendo de la costilla
de Adán… ¡Cuentos chinos! Estaba claro que nosotros no podíamos
ser la excepción en la naturaleza: habíamos evolucionado de otras
especies anteriores; descendíamos, igual que nuestros primos
los chimpancés, de algún primate en común que hacía millones
de años andaba colgado de los árboles africanos.
¡Ufff! ¡Cómo se iba a poner la sociedad inglesa bien pensante! 19
¡El grito que iban a dar aquellas señoras encopetadas cuando se
enteraran de que su tatarabuelo había sido un primate peludo
que andaba despelotado por la sabana! ¿Y la iglesia, qué diría? Si no
me chamuscaban en la hoguera era porque ya no estaba de moda...
Tengo que confesaros que no sé si me hubiera atrevido a
publicar mis descubrimientos… Pero entonces ocurrió algo
inesperado: una mañana llegó a casa una carta de un tal Wallace.
Aquel desconocido me decía que había llegado a la conclusión
de que la evolución de las especies se producía por un
mecanismo de selección natural. Me quedé patidifuso.
¡Por las barbas de mi abuelo, aquella era mi propia teoría!
No me quedó más remedio que publicar mis
descubrimientos, si no quería que otro se me adelantara.
El libro lo titulé: El origen de las especies. Era el año
de 1859. Para mi gran sorpresa, fue un éxito espectacular:
los 1.250 ejemplares que sacamos se agotaron en un solo
día. La gente hacía cola para comprarlo…
Después, como ya suponía, vinieron los ataques,
los insultos, las caricaturas... Cuando pienso en esa época
la recuerdo con cierta amargura. Algunos de mis amigos
dejaron de serlo. Incluso tuve problemas con mi mujer,
que era muy religiosa. Pero también es cierto que encontré a mi lado
a los mejores científicos del país apoyándome y defendiéndome ante
tanto insulto.
Al final, poco a poco, mi teoría de la evolución se fue imponiendo
y hoy en día ya casi nadie se atreve a oponerse a ella con argumentos
científicos.

Han pasado ya bastantes años desde entonces. Ahora sólo soy


un viejo achacoso y cascarrabias. Sin embargo, cuando miro hacia
atrás creo que mi vida ha sido plena y llena de emociones.
Sobre todo cuando recuerdo el viaje en el Beagle. Fue lo mejor
que me pudo pasar en la vida.
Además, y perdonadme la falta de modestia, he sido siempre
20 un hombre honrado y trabajador, empeñado en buscar la verdad,
sólo la verdad.
Y, ya puestos a echarme flores, os diré que cuando pienso
en mis investigaciones, creo que con ellas he ayudado a responder
a alguna de esas preguntas que nos trae de cabeza a los humanos:

¿Quiénes somos y de dónde venimos?

Ahora supongo que está un poco más claro, ¿no?


La tercera cuestión, esa que pregunta hacia dónde vamos, os diré,
ejem, que es un poco más complicada de responder, y que yo,
con vuestro permiso, a donde me voy es a descansar un poco…
que molido me tenéis con tanta charla.
Así que aurrevoire, que dicen los franceses. Hasta siempre,
queridos amigos, fue un placer poder contaros la historia de mi vida
y la de mis descubrimientos. Espero no haberos aburrido.

En Xixón, en el 200 aniversario del nacimiento de


Charles Darwin, y en el 150 de la aparición
de El origen de las especies.
Charles Robert
Darwin (12 de febrero de
1809 - 19 de abril de 1882)
fue un naturalista
inglés que postuló
que todas las
especies de seres vivos
han evolucionado con
el tiempo a partir de un
antepasado común, mediante
un proceso denominado selección
natural. Su teoría, en un principio fue
muy contestada; aunque posteriormente
Charles Darwin consiguió la aceptación por la mayoría de
fotografiado en 1869
por J. M. Cameron la comunidad científica y por buena parte
del público hacia 1877, en vida de Darwin,
concediéndole los honores durante tanto tiempo
negados. Actualmente, constituye la base de la
evolutiva moderna y es la piedra angular de la
Biología, pues unifica el conocimiento de diversas
ramas como Genética, Citología, Botánica y
Paleontología. Aunque su fama mundial se debe
a la publicación de El origen de las especies
por medio de la selección natural, muchas
otras como El origen del hombre y
sus estudios sobre Geología,
Zoología y formación
de los corales,
serían sufi-
cientes para
incluirlo
entre los
más emi-
nentes
natura-
listas.

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