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Giovanni Papini. San Ignacio de Loyola.

Es inútil ocultar la verdad: San Ignacio no es popular. Entre los mismos católicos muchos lo admiran como
a un gran santo pero pocos lo aman.
El pagano Goethe pudo contemplar con agrado la imagen de San Felipe Neri; el protestante Sabatier pudo
consagrarse a San Francisco; el ateo Shaw pudo entusiasmarse por Santa Juana de Arco; pero al creador
de la Compañía de Jesús nadie lo acaricia. Aquellos mismos que lo veneran no saben acercarlo con el
corazón e iluminarlo con la imaginación; algunos lo estiman como político y místico cuando saben, o lo
desprecian como el corifeo de los hipócritas cuando no saben nada de él y de los suyos.

Esta aversión proviene de diversas causas: en pri-mer lugar, como se ha dicho, de la ignorancia; la
se-gunda, del odio hacia la Orden que repercute en su fun-dador y también, creo, por el hecho de que
ningún ver-dadero escritor, después de Daniel Bartoli, ha empleado su arte para representar la belleza de
la vida y del alma de Loyola (1). Pero existe una razón más profunda y menos conocida; esto es, que San
Ignacio, por su naturaleza y por la empresa que eligió es, en cierto sentido, el más absolutamente católico
de los santos. Los enemigos del Catolicismo, los ausentes de Roma y los católicos tibios (que son los más)
se hallan demasiado distantes para comprenderlo plenamente, id est para amarlo.
Entendámonos: entre los santos no existen grados de catolicidad y todos los santos reconocieron y
aceptaron la disciplina de la Iglesia y la autoridad del papa. Pero los más, aun conservando siempre una
adicta reverencia al jefe visible, consagráronse más bien a la oración, a la predicación de la palabra de
Dios, y al consuelo de las miserias del cuerpo y del espíritu. San Ignacio unió más estrechamente estos
ejercicios de la santidad con la defensa directa del cuerpo terrestre de Cristo que es la Iglesia. Esta
originalidad, que constituyó la fuerza y el éxito de la Compañía, y respondía a la urgente necesidad de la
época, es también la razón por la cual aparece tan hosca su alma a los no católicos, atraídos generalmente
por los aspectos humanitarios o pintorescos de la santidad, y también a los católicos, los cuales, prefieren
y aprecian más a aquel que se desvela en curar las heridas y alimentar al hambriento y no comprenden a
aquel que se sacrifica en pro de la conexión necesaria para la salvación de las almas. Ved, para comprender
mejor la novedad y el alcance, la sucesión de las grandes Órdenes que de tiempo en tiempo surgieron
para salvar, ante la inminencia del peligro, la Fe y la Iglesia.
Los hijos de San Benito eran campesinos contemplativos, mas luego, con el tiempo, convirtiéronse en
señores demasiado ricos y poderosos. Surgieron entonces los hijos de San Francisco y de Santo Domingo
que fueron los apóstoles mendicantes: pobres entre los pobres. Mas a principio del siglo xv la gran
revuelta luterana amenazó, por otra parte, toda forma de monaquismo y de ahí que surgieron los hijos
de San Ignacio que fueron maestros y guerreros de acuerdo a las exigencias de los tiempos. Todas estas
órdenes se distinguen entre sí por las diversas empresas exigidas por la época, y por los diversos genios
de los fundadores. De esta manera, para los Benedictinos la virtud característica era la contemplación;
para los Franciscanos la pobreza; para los Jesuitas fue la obediencia. Debían defender y reconquistar; por
consiguiente debían convertirse en soldados y no existe ningún regimiento o ejército que pueda
mantenerse sin la obediencia. Pero entre todas las virtudes cristianas, la que atañe a la obediencia es, en
los tiempos modernos, la más repudiada: y a ello se debe también que la Compañía Ignaciana aparezca
tan opuesta al encarnizado espíritu de rebelión de los últimos siglos y sea, por esta razón, tan impopular.
Sin embargo la obediencia, para un cristiano consciente, tiene tantos derechos a la absoluta admiración
como la castidad y la oración: el pecado original, aun siendo soberbia en la sustancia, manifestóse como
desobediencia. Quien quiera volver a la perfección de Adán en su inocencia, ha de hacer desaparecer de
sí toda resistencia a la divina voluntad y a los que hacen sus veces.
“Renunciar a la propia voluntad — escribió San Ignacio—, tiene más mérito que resucitar a los muertos...”
Palabras que parecen blasfemias a la gazmoñería luterana que también hoy oscurece el entendimiento
de las semibestias modernas, pero palabras muy profundas, puesto que la voluntad propia significa casi
siempre, egoísmo, orgullo, es decir, la quintaesencia de todo delito de lesa divinidad. El famoso perinde
ac cadaver no es más que una imagen violenta, de las que acostumbran los genios, para significar que
hemos de extirpar de nosotros el Adán carnal y soberbio, para que nuestro espíritu logre una mayor
vitalidad y una mayor disposición al trabajo necesario. Pero es así: cuando Epicteto habla del hombre
como de un alma apocada que se arrastra tras un cadáver, todos los espíritus fuertes, los filósofos
desamorados y falsificados exultan y aplauden; si un santo habla de “cadáver” estos mismos jumentos
antropocéfalos se horrorizan y protestan.
Pero esta absoluta obediencia que quiso e impuso San Ignacio era muy necesaria, entonces, por graves
razones, si bien contingentes. La Iglesia, a principios del siglo xv, fue asaltada, asediada y desmembrada
como nunca: había necesidad, más que de orates y de mendicantes, de soldados. El heroico oficial de
Pamplona fue la respuesta victoriosa de la España romana a la Alemania herética y separatista: el
Antilutero.

En el mismo año de la Dieta de Worms (1521), cuando perdióse la esperanza de una posible retractación
del frenético agustino cuyos librejos venenosos fueron quemados por orden de Carlos V, un audaz
caballero vasco, herido en una pierna por un cañón de Francisco I de Francia, era conducido al castillo
paterno de Loyola y durante su convalecencia resolvía abandonar el servicio del Mundo y de los príncipes,
para consagrarse a la divina Majestad y al servicio de la Iglesia. También Lutero, en aquellos mismos
meses, era recluido, aunque no herido en el cuerpo, en un castillo, en Wartburg, pero para mejor aprestar,
libre de todo peligro, sus nuevas agresiones contra Roma.

Y en el mismo año 1534 en que Lutero, aparentemente vencedor, publicaba su famosa Biblia en alemán
vulgar, en una pequeña iglesia de Montmartre, cercana a París, San Ignacio, juntamente con sus
compañeros, formulaba el voto solemne de ponerse a las órdenes del papa y creaba así el primer
escuadrón de la gran legión antiprotestante.
Podrán parecer coincidencias o externas contraposiciones, pero existen más misterios, aun en la
cronología, de lo que sospechan los compiladores de cuadros sinópticos y de jarabes históricos. Y que los
dos atormentados sean en verdad los verdaderos antagonistas de aquel principio de siglo — Carlos V y
Francisco I, en comparación, son como dos chicos caprichosos que riñen por un juguete roto -—, parece
claramente por razones harto más profundas que las ya expuestas; y no solamente por el baluarte que la
compañía ignaciana construyó contra los luteranos en el septentrión sino por el contraste absoluto entre
el espíritu del fraile renegado y el caballero transfigurado.
El concubino de Catalina Bora suscitó por todas partes la revuelta y el orgullo; San Ignacio estableció como
base de su obra la obediencia y la humildad.
El bacilo de la Reforma fue el llamado “libre examen”: como si cada zapatero o margrave pudiera
comprender e interpretar de por sí, por derecho de nacimiento, los libros revelados, sin la ayuda de la
Iglesia que fue depositaría y asistida, desde un principio, por el mismo espíritu que los dictó. San Ignacio,
por el contrario, escribió al final de sus Ejercicios estas precisas palabras: “Debemos siempre tener, para
en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”.
Palabras que han hecho erizar los cabellos aun a los pirronianos más descabellados: cuál fue su grado de
correlación 110 lo sabemos, puesto que la doctrina escéptica y todas las filosofías agnósticas y relativistas
comienzan precisamente por establecer en el campo una infinidad de dudas sobre los testimonios de los
sentidos. San Ignacio, de una manera voluntaria y necesariamente paradojal, quiere insistir en la
necesidad de la sumisión a la jerarquía: la libertad del hombre queda siempre incólume puesto que cada
uno elige libremente el estado católico-, pero hecha la primera elección, con segura y absoluta conciencia,
es preciso aceptar honestamente todas las consecuencias. Si a cada uno, sea fraile o fiel, le fuese
permitido declarar blanco aquello que la Iglesia define como negro, derrumbaríase por completo la
disciplina, el orden, la autoridad, es decir, la Iglesia toda. Mas como la Iglesia ha sido fundada por Cristo,
es necesario y justo para quien ha resuelto adherirse a Cristo en el Catolicismo, para la salvación de las
almas, que el creyente, aun desconociendo la infalibilidad de la Iglesia da Cristo, renuncie a su opinión,
que puede ser errónea, más bien que arriesgue los inestimables beneficios que emanan de la autoridad
de la Iglesia. Sería un mal menor correr el riesgo de aceptar lo falso en un punto determinado, que minar
el edificio que nos hospeda y que es el único refugio digno de las almas que aspiran a la definitiva libertad
del cielo. Si tu padre, en un día de intenso calor, te ordena que cierres la ventana por la que penetra una
leve y fresca brisa, indudablemente te parecerá que se equivoca, pero jamás aflorará a tu mente el deseo
de derribar, a guisa de protesta, los muros de la casa paterna.
La doctrina de Lutero, si se advierte bien, tiene como principio la pereza. El carnalísimo monje advirtió,
cierto día, que le era imposible vencer con sus propias fuerzas la bestial concupiscencia que habita en
cada uno de nosotros y entonces, para desembarazarse de todo temor y remordimiento, alteró el sentido
de un texto de San Pablo y afirmó que la concupiscencia es invencible y que sólo los méritos infinitos de
la sangre de Cristo posibilitan la salvación. Es una teoría, como se ve, muy cómoda pues dispensa al
hombre de todo esfuerzo y labor para ser moralmente mejor y digno de la gracia; teoría, como decía,
inventada por la indolencia espiritual para uso de los perezosos.
Según Lutero, La Gracia divina lo es todo, y la voluntad humana no significa absolutamente nada; San
Ignacio, refirmando la doctrina integral y armónica de la Iglesia, no ignora la Gracia, pero insiste
igualmente sobre la cooperación de nuestra voluntad. Más aún, puesto que la Gracia depende
exclusivamente de Dios y sobre Dios no disponemos de otra influencia que la de la oración y de la
correspondencia a sus divinas inspiraciones, insiste principalmente sobre la parte que le corresponde al
hombre. El cristiano debe cooperar con su libre arbitrio sobre el cual tenemos un directo dominio. La
gracia, necesaria para alcanzar la santificación y asegurar la salvación, no podrá faltarnos conforme sea el
grado de nuestra correspondencia. Lutero aguarda, echado y con la boca abierta, que Dios se digne
salvarlo; San Ignacio nos aconseja que recorramos todo el camino que podamos, aun a costa de grandes
sacrificios, con nuestros propios pies, y al final del camino jamás falta el gran consuelo.
“Es preciso emplear medios humanos como si los divinos no existiesen; y de los medios divinos como si
no existiesen los humanos”. Esta es la sapiente máxima de San Ignacio, igualmente distanciada de la
jactancia atea de los estoicos como de la indolente doctrina luterana sobre la justificación. Máxima que
refleja la absoluta sabiduría de la Iglesia católica, la cual sabe que todo efecto bueno nace de una
colaboración y que si el hombre tiene una infinita necesidad de Dios también Dios necesita, para salvarlo,
de la voluntad operante del hombre. Qui creavit te sine te —decía San Agustín— non salvabit te sine te.
Me parece inútil seguir explicando el paralelo existente entre los dos protagonistas de la Reforma y de la
Contrarreforma. Quien desee investigar las ulteriores evoluciones del luteranismo advertirá cómo de la
herejía luterana — ya desecada y petrificada en los países de origen — fueron naciendo poco a poco, para
el necesario desmenuzamiento individualista del error, centenares de confesiones, sectas y pequeñas
iglesias; mientras que la Compañía de Jesús, aunque calumniada, perseguida y hasta en un determinado
momento suprimida, logró salvar de la infección a gran parte de Europa y de América, y es, también hoy,
una de las legiones más seguras de 1a Iglesia y una de las mayores potencias intelectuales del mundo.

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Todos ven la elevada fortaleza: los que se consuelan en su contemplación y los que quisieran derribarla.
Pero el capitán y el arquitecto es, menos para los de casa, un desconocido, y su vida más
que un esquema legendario.
Para apurar el final de esta ofensiva ignorancia es necesario leer el documento más auténtico y
significante— juntamente con las cartas — que San Ignacio ha dejado acerca de sí mismo: las memorias
que dictó, desde 1553 al 1555, al P. González de Cámara (2) y al P. Jerónimo Nadal, Estas memorias,
obtenidas después de repetidas insistencias y transcritas con fiel sencillez, remóntanse a los años 1538,
víspera de la fundación de la Compañía y 1512, fecha del asedio de Pamplona. Son diecisiete años, de los
sesenta y cinco vividos por el santo; pero los más decisivos, los más ricos en descubrimientos espirituales:
los años que transformaron al oficial galante y ambicioso en el general de un ejército de ascetas y de
apóstoles.
La vida de San Ignacio divídese en tres épocas: en los primeros treinta años (1491-1521) fue cortesano y
soldado pecador (3); durante los veinte años que siguieron (1521-1540), un apóstol penitente y
peregrinante: en los últimos quince (1541-1556) un gran capitán de almas, legislador y triunfador. Pero
en estos tres estados, que conducen al gentilhombre vasco de la “casa solariega” de Azpeitía hasta el altar
de San Pedro en el Vaticano y al coro de los santos al trigésimo hijo de Don Beltrán Yáfíez de Onas y Loyoía,
permaneció en cuanto a la estructura de su carácter lo que siempre había sido: un caballero. De paje de
Don Juan Velázquez de Cuellán convirtióse (1518) en oficial del Duque de Nájera, virrey de Navarra, y
cuatro años después consagrábase como caballero de la Virgen y soldado de Cristo para convertirse luego,
previo un pro-fundo y largo estudio y el ejercicio de la caridad, en paladín de la Iglesia y comandante en
jefe de una compañía heroica.
Su alma sufrió una transformación radical a los treinta años cumplidos; el galanteador de mujeres y el
esgrimidor de espadas convirtióse en un peregrino descalzo, en un estudiante pordiosero, y, finalmente,
en un santo, pero su forma mentis permaneció siempre caballeresca y guerrera. Su concepción del mundo
es feudal y guerrera. Dios es el Emperador y todo ha de convergir para su mayor gloria; el generalísimo
en la tierra es el papa que debe ser obedecido hasta la muerte; los capitanes del ejército son los superiores
de las Órdenes; los soldados, todos los fieles. En sus tiempos tratábase de conquistar nuevos pueblos para
el reino de Cristo y del papa y de reconquistar aquéllos que se habían rebelado contra Roma; las
conquistas y reconquistas son empresas de guerra que exigen soldados. El caballero del rey de España se
transforma en el caballero del Emperador del Cielo, pero siempre permanece caballero. No se trata de
apoderarse de castillos ni de provincias sino de almas y para ambas hazañas es preciso ser héroe.
En su juventud Ignacio leía a Amadís de Gaula o El Caballero Cifar; más tarde meditará sobre la Vita Christi
y la Legenda Aurea y en vez de proponerse como modelo al Cid Campeador o Esplandiano procurará
emular a San Francisco y Santo Domingo. A la imitación de los guerreros seguirá en él la imitación de los
santos, pero unos y otros, ¿no son, por ventura, héroes, es decir, hombres capaces de cosas grandes, de
victorias difíciles, y superiores a la muchedumbre de los mediocres? Gracias a la lectura de las aventuras
de caballería Don Quijote convirtióse en caballero errante fuera de tiempo y lugar; San Ignacio, en cambio,
adquirió gran sabiduría y convirtióse en caballero errante de la Virgen y de Jesús, campeón del Rey de
Reyes.
A semejanza de las almas grandes no podía sentirse satisfecho más que en la grandeza, y sólo la halló en
los brazos de su Dios, en la milicia de la más grande Majestad. Había nacido soldado y debía combatir;
pero el expugnador de ciudades y el conductor de infantes muy poco significan en comparación con los
salvadores de almas y los forjadores de apóstoles; hay toda la diferencia existente entre la pobre fama
terrena y la gloria celestial sin fin. San Ignacio, en su amor de la perfección suprema y de la grandeza
absoluta, ha elegido. Sabía que habría de pagar su alejamiento con las humillaciones, las vejaciones,
mortificaciones y con todos los tormentos queridos y gozados por amor, pero un caballero no es digno de
su dignidad eminente sino después de haber soportado las pruebas y las heridas. Siempre dirigió sus ojos
hacia lo alto: la dama de sus pensamientos, del ignorado oficial de provincia, era una reina, Germana de
Foix, viuda de Fernando el Católico, pero ascendió mucho más alto cuando en la noche de Montserrat
ofreció sus incondicionales servicios a la Reina de los Cielos: siempre caballero, pero de la sobrenatural
caballería de los santos.
Y siempre le ha quedado en la imaginación — también en la gruta de Manresa, cuando había renunciado
a todas las pequeñas grandezas del mundo —, el pensamiento dominante de que el hombre noble está
destinado a servir: y en los mismos Ejercicios Espirituales aparece de cuando en cuando la figura de un
Rey que llama a sus gentilhombres a la conquista y a la reconquista.
Y cuando ya en la plenitud de la madurez su genio privilegiado crea los primeros estatutos de la Compañía,
resuelve, por instinto y necesidad, dar a la nueva orden una estructura que se asemeja en ciertos aspectos
a las órdenes militares, precisamente fundados sobre la absoluta autoridad del jefe y bajo una estricta
disciplina militar.
Pero el caballero cristiano, enorme et délicat, tal como lo concibió y lo quiso la Edad Media, no es el asiduo
partícipe de las deslumbrantes fiestas y el remilgado galanteador de gentiles damas: es el que arroja a los
infieles, protege a los débiles y salva las ciudades y las naciones. San Ignacio, en su vida, sublima su misión
de caballero y no sólo lucha contra la herejía, más aún, sirve a los enfermos, socorre a los pobres, libra a
las almas. Todo el aspecto evangélico y amoroso de h vida de San Ignacio aún no es conocido
debidamente. Ya desde su huida a Manresa dedicóse decididamente a la curación de las almas en las
calles y en todos los refugios de los hombres. Vivió de limosna; pero siempre distribuyó la mayor parte
entre los pobres. A veces, en países extraños, distribuyó todo cuanto llevaba encima y hasta llegó a realizar
un largo y penoso viaje a pie para asistir a un compañero que le había despojado del poco dinero que
había ahorrado para costear sus estudios. Pasó largos años en las escuelas y en la Universidad, pero no
movido por el ansia del saber egoísta sino para adquirir armas en defensa de la verdad católica y para
mejor instruir a las almas que se acercaban a él.
Y estos veinte años de sacrificios y de amor activo, fueron recompensados con visiones, con visiones
beatíficas y celestiales revelaciones. La santidad de San Ignacio no consiste únicamente, como muchos
creen, en haber fundado la Compañía de Jesús, sino en haber sido, desde los treinta años hasta su muerte,
un asceta despojado de todo lo terreno, un mendigo caritativo con los demás, un enfermo que curaba a
los enfermos, un padre amoroso de sus hermanos, un perdonador de sus enemigos que ha pagado con
una vida de renunciamiento y de bondad las gracias espirituales que Dios quiso otorgarle. Para
comprenderlo debidamente, no hay que contemplar en él solamente al general legislador tal como
aparece en Roma, en el momento de la victoria, fundador aclamado por una legión apostólica y papal,
sino al peregrino descalzo, al imitador de la humildad, de la pobreza y de la caridad del Evangelio y,
finalmente, a aquel profundo místico que aparece en los fragmentos del Diario de los Cuarenta Días o en
los Ejercicios.

Los Ejercicios Espirituales son, a semejanza de quien los compuso, más famosos que conocidos. Si bien
sobresalga entre los diez o doce libros de piedad católica que se destacan por su valor esencial, para los
mismos devotos no son tan familiares como los otros. Quien busca la efusión de un corazón convertido y
apasionado lee las Confesiones de San Agustín o los Pensées de Pascal; quien desea la sublime calma de
la regla cristiana le basta la Imitación de Cristo o la Introduction a la Vie Devote de San Francisco de Sales;
quien suspira en alcanzar los elevados grados de la mística, medita el Itinerario de San Buenaventura o el
Castillo Interior de Santa Teresa; quien ama la candidez de las vidas santas deleitase con la Leyenda Aurea
o con las Florecillas de San Francisco. Pocos, a excepción de los hijos de San Ignacio, aprecian el verdadero
valor de los Ejercicios Espirituales. Porque pocos son los que han comprendido el verdadero espíritu y el
fin particular de este imponderable libro.
Los más, acostumbrados a los sentimientos patéticos y a los consejos morales son incapaces de
aclimatarse a la atmósfera seca y austera que se respira en los Ejercicios. Aquellas distinciones, aquellas
divisiones de hora y de día, aquellas instrucciones lacónicas e imperativas dan la idea de un horario de
devociones más bien que de la elevación del alma hacia Dios. Sin embargo, también los Ejercicios, con una
estructura diversa, constituyen uno de los puentes más seguros y admirables que haya construido un
santo para unir la tierra con el cielo.
La primera dificultad en comprenderlos estriba en que los Ejercicios no están destinados a ser leídos sino
practicados. La obra maestra ignaciana no es un texto que se ha de meditar sino un reglamento espiritual
que debe seguirse y practicarse exactamente durante un período determinado de tiempo. Es un manual
instructivo que es para el director de provechosa memoria y para el ejercitante como guía cotidiana. San
Ignacio no se conmueve ni pretende conmover, no se esfuerza en presentar conceptos nuevos de un
modo bello: sólo se propone conducir, hora por hora, día por día, al alma ciega hacia la luz, al alma tibia
hacia el fuego, al alma distraída ante la presencia y la visión de Cristo, al alma insegura y floja al ansia del
apostolado. Es un prontuario pedagógico compuesto de las lecciones del maestro y los deberes del
discípulo: el texto completo se asemeja a la práctica integral como un mapa geográfico a la riqueza
efectiva y concreta del país representado. Quien lo considera como un simple libro de lectura comete el
mismo error que el que pretende juzgar la belleza y la vida del hombre a través del estudio de su
esqueleto.
Es, de acuerdo con los legítimos y verdaderos libros cristianos, un manual de ascética, pero de una
aplicación puramente personal; en lugar de narrar las elevaciones de un espíritu privilegiado, invita a las
almas a realizar una severa y disciplinada experiencia.
El fin principal que se proponía San Ignacio con sus Ejercicios fue el de formar perfectos apóstoles, o más
bien, dilucidar los espíritus para forzarlos a optar lúcidamente entre el servicio del Mundo y el servicio de
Dios. La práctica de los Ejercicios era a modo de un examen espiritual que debía decidir la admisión o el
rechazo de quienes se sentían atraídos por Dios. Quien perseveraba, con los consiguientes efectos
experimentados y previstos por San Ignacio, y elegía con plena conciencia y libertad su camino, podía ser
admitido seguramente en la milicia de Jesús.
Los Ejercicios tienen, por consiguiente, un carácter propio que los distingue de las demás obras,
diversamente admirables y preciosas, que hemos ya recordado. Se ha dicho que San Ignacio, cuando
comenzó, en la soledad de Manresa, a escribir los Ejercicios (4) conoció el Ejercitatorio de la vida espiritual
(1500) del benedictino García Giménez de Cisneros, y que de ellos emanó su inspiración. Es posible que
así sea, si bien permanece en el terreno de las conjeturas.
Pero la poderosa originalidad del libro de Loyola no reside en el hecho de haber reducido a un método
regular la autoeducación espiritual, sino, según creo, en el principio fecundísimo de la Presencia. San
Ignacio no apela únicamente al corazón o al entendimiento, sino a todos los sentidos. Su descubrimiento
consiste en sugerir al fiel la evocación total y viva de los misterios que han de inspirarlo y elevarlo. S.
Ignacio recurre, para esta operación audaz y necesaria, a la llamada “composición de lugar” y a los
“coloquios”. Quien medita sobre la Pasión de Cristo, no debe conformarse con leer las palabras del
Evangelio o deducir las consecuencias morales o místicas: debe verla, evocarla palmariamente en todas
sus formas exteriores y reales. El cristiano debe reconstruir ante sí, con el poder de la imaginación, el
aspecto del país, de las calles, de las casas, de las personas; debe hacer resurgir los colores de la vida;
escuchar las palabras y los lamentos; en una palabra debe ver a Cristo ante sí como si estuviese vivo, entre
nosotros, hoy, en su camino de martirio y de gloria. Y de tal modo ha de posesionarse de esta divina
presencia, que debe hablar con Jesús y María como si estuvieran allí, en la oscuridad de su aposento, y
como si él fuese el testigo contemporáneo de sus vidas; y solicitarles lo que necesite, confiarse a ellos y
escuchar sus amorosas respuestas. San Ignacio, de todos sus antecesores, incluso el Buenaventura de las
Meditaciones, fue el que dio mayor importancia a la presencia imaginaria, pero casi real, producida por el
poder convergente del alma enamorada.
La voluntad excita la imaginación y hace uso de los sentidos a fin de obtener, en lugar de una fría lectura
o de una reflexión puramente teórica, la visión completa y eficaz de la vida de Cristo en sus
manifestaciones terrenales. Propósito muy natural: para un cristiano Jesús está siempre vivo y el pasado,
en cierto sentido, no existe; Dios no es una abstracción lejana de los filósofos sino el Padre que está
siempre dispuesto a conversar, también hoy, con el alma que sabe invocarle y comprenderle.
Este propósito de presentar visiblemente a los ojos corporales — vehículos de la visión interior —, la
representación de la Redención, era confiado en la Edad Media a la pintura mural de las iglesias, a las
esculturas de las catedrales y más tarde, a las rústicas xilografías de la Biblia pauperum. La cristiandad,
inculta pero sumamente afectiva, conocía la historia de Dios y de sus profetas y apóstoles asaz mejor que
los tragalibros de nuestros actuales tiempos. En tiempo de San Ignacio el arte comenzaba a decaer;
todavía seguía representando temas cristianos pero con espíritu pagano; procurábase hacer resaltar la
belleza material de las formas antes que la fidelidad inteligible y la expresión espiritual. Los artistas
abandonaban poco a poco su condición de humildes artesanos, o en todo caso de humildes ilustradores
de la fe para convertirse en maestros orgullosos al acecho de pingües ganancias, de gloria y de novedad.
Cada uno de ellos quería afirmar, como hoy se dice, la propia personalidad y, por exhibicionismo o por
otras ambiciones relegaban a segundo plano la instrucción del pueblo y sólo le interesaban su capricho y
su fama. Y bajo el nombre de Madonne se complacieron en retratar a sus amantes y se sirvieron de la
Crucifixión y de la Resurrección para exhibir su sabiduría anatómica, los efectos inusitados de colores, los
contrastes geniales de sombras y de luces. El arte, bajo cierto aspecto, salió ganancioso —por el placer
sensual de los ojos— pero acusó una sensible pérdida en su esplendor espiritual: todas las pinturas
religiosas de Rafael no tienen el valor, como interpretación y visión mística, de un solo fresco de Giotto. Y
el arte, en vez de ser el texto iluminador para uso del pueblo, convirtióse poco a poco en el lujo y
voluptuosidad de los ricos.
A la carencia del arte que iba encuadrándose en perfiles netamente paganos remedió —sin pensarlo de
un modo claro, ya que los santos no se ocupan de estética — el genio de San Ignacio. Sustituyó las pinturas
materiales y perecederas de los muros con las pinturas, siempre nuevas y eternamente evocables de la
fantasía. Y de esta manera volvió a conducir y conduce a los cristianos a la familiaridad visible, casi
palpable y aspirable, de Cristo hijo del Dios vivo; su método suprime la ilusión de los siglos y convierte a
los cristianos obedientes en contemporáneos de Pilato y de San Juan.
Él sabe que los hombres, atados a la servidumbre de los sentidos, aman profunda y únicamente las cosas
que ven, sienten y palpan, y sabe que su memoria es débil y su espíritu difícil de encender. Y quiere
extender a todos los cristianos, nacidos miles de años más tarde el supremo privilegio de los apóstoles,
de los pescadores de Galilea y de los habitantes de Jerusalén. Ver a Cristo y amarle; verle sufrir y querer
sufrir con El y por El es una sola cosa, y es el objetivo que persigue la práctica perfecta de los Ejercicios.
Ellos suprimen, en el plano de la vida espiritual, las distancias de tiempo y de espacio que nos separan
sólo por una ilusión nuestra, de la presencia actual del Señor. Y no son solamente, como muchos
reconocen, un prodigio de sabiduría psicológica, sino uno de aquellos caminos simples, pero milagrosos,
que los santos han trazado para acompañar a las almas sumergidas en el lodo ante la faz informe de Dios.

(1928)

“La escala de Jacob”

(1) No conozco el tratado del gran poeta católico inglés Francis Thompson, publicación póstuma de J.
Hungeford Pollen, S. J. (London, Burnsa Oates, 1909).
(2) Están publicadas en el texto original (parte en español y parte en italiano) en los Monumenta Histórica
Societatis Jesu (Monumenta Ignatiana, Serie iv. Vol. i, Madrid, 1904, pp. 31-38). Existe una traducción
francesa de E. THIBAUT S. J. (Museum Lessianum. Bruges, Beyaert, 1922 y 1924), una española de I. M.
March S. J. (Barcelona, R. Casulleras, 1920), una inglesa de E. M. Rix (London, 1900), una alemana de A.
Feder (Regensburg, 1922) y una italiana (Florencia, Librería Edit. Florentina, 1928).
(3) En 1515 viose complicado en un proceso cuyo resultado nunca se ha aclarado.
(4) El texto de los Ejercicios fue compuesto entre el 1522 y el 1526.

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