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Conferencia leída en el marco del I Festival Internacional de Literatura en Tucumán (San Miguel de

Tucumán: 11 de julio de 2015)

El escritor como “forma-de-vida”

por Daniel Link

Agradezco la invitación de este Festival, que me permite no tanto resolver un


problema sino lanzarme de lleno a él, dejarme atrapar por su viscosidad y
perderme irremediablemente en un laberinto que otros ya interrogaron con
suerte diversa: “¿el escritor nace o se hace?”, “¿qué es un escritor?”, “¿qué es
un autor?” o, según la modulación que hoy podemos darle a las mismas
preguntas: “¿es el escritor una forma-de-vida?”.
Para oponerse al sistema cerrado de Hegel, y a la existencia de mero
contentamiento que se deduciría del final de la historia, Georges Bataille, en
una carta célebre, conceptualizó la vida (la suya) como una “herida abierta”.
Para Giorgio Agamben, ésa es “una aporía que acompana todo el
proyecto de Bataille”1, e incluso va más lejos, al sostener que “las aporías
de la filosofía en nuestro tiempo coinciden con las aporías de este cuerpo
irremediablemente tenso y dividido entre animalidad y humanidad” 2:
Haber intercambiado esta nuda vida independiente de su forma, en
su abyección, por un principio superior - la soberanía, o lo sagrado
- es el límite del pensamiento de Bataille, que lo vuelve inservible
para nosotros3.

Descartada, pues, por inservible y aporística la noción de la vida


(una vida) como herida abierta, ¿qué nos queda? Tal vez, como quería
Deleuze, una vida como potencia, beatitud completa, ese momento que no
es otro que el de una vida que juega con la muerte. Es lo que llamo, contra
(sobre) la herida abierta de Bataille, sutura.

1
Agamben, Giorgio. Lo abierto. El hombre y el animal. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006.
Tr. Flavia Costa y Edgardo Castro, pág. 16
2
op.cit, pág. 28
3
Agamben, Giorgio. L’uso dei corpi (Homo sacer, IV, 2). Vicenza, Neri Pozza Editore, 2014,
pág. 265
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Tucumán: 11 de julio de 2015)

La sociedad del espectáculo, el libro de Guy Debord (no la película, que


lleva el mismo nombre) comienza senalando que "Toda la vida de las
sociedades donde prevalecen las condiciones modernas de producción se
anuncian como una inmensa acumulación de espectáculos”. Todo el libro
de Debord (y, ahora sí, también la película) no dejan de poner el acento de
interrogación en la vida y en sus condiciones de posibilidad en las
sociedades en las que vivimos.
El espectáculo, en el que "aquello que era directamente visto se
transforma en una representación" se define como una "inversión concreta
de la vida", "Cuanto más la vida del hombre se convierte en su producto,
más se separa de su vida" (n. 33). La vida en la condición espectacular es
una "falsa vida" (n. 48) o una "supervivencia" (n. 154) o un "seudo-uso de
la vida" (n. 49). Contra esta vida alienada y separada de si, se esgrime
algo que Debord denomina "vida histórica" (n 139.) y cuyo origen localiza
en el Renacimiento como una "ruptura gozosa con la eternidad"; más
precisamente: "en la vida exuberante de las ciudades italianas ... la vida
se conoce como un goce del paso del tiempo" 4.
Al escribir pretendo (no me animo a usar el plural, porque quién
sabe quién me acompanaría en esa investigación en manada) rescatar la
palpitación de lo viviente en las imágenes y en las escrituras de los
dispositivos que pretenden capturarlo y domesticarlo: el arte y la literatura,
esas instituciones que, por una pirueta sintáctica de profundas
implicancias ideológicas, el capitalismo ha incluido en sus programas de
“Industrias Culturales” subsidiadas por el Estado Universal Homogéneo 5
en la época de la Sociedad del Espectáculo.
La vida como goce del paso del tiempo, la vida histórica, la vida
como potencia y beatitud completa, sobreviven para sostener, si acaso
fuera todavía posible, una ética radical de lo viviente y de lo comunitario.
4
Para un análisis de La sociedad del espectáculo cfr. Agamben. L’uso dei corpi, op.cit.
5
Si la singular Industria Cultural propuesta por Adorno y Horkheimer en la década de
cuarenta del siglo pasado representaba un pozo de aniquilación de las potencias
redentoras, no se comprende bien cómo su plural podría suponer ninguna forma de
mejoramiento de las condiciones de vida.
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Hay arte (o literatura, o espectáculo, en fin: “sistema cerrado”) cuando


las imágenes, los sonidos y las escrituras son arrancadas de sus condiciones
(materiales, pero también imaginarias) de producción comunitaria, de su
particular función en un ritual, de su relación con unos paisajes, unos cuerpos y
unas voces. Pero como tampoco se puede sostener la aporía de la herida
abierta nos conviene detenernos en esos momentos en los que una vida se
juega en su destino con la muerte: ¿de qué otra cosa podríamos hablar?

*
Hace casi diez anos, el 24 y el 26 de octubre de 2005, fui invitado a la Casa-
Refugio de Escritores en México para dar dos charlas en la Escuela Dinámica
de Escritores fundada y dirigida por Mario Bellatin. Mario había resuelto las
preguntas anteriores limpiamente y había disenado un experimento (es decir,
un conjunto de actividades cuyo resultado desconocía) según el cual en la
Escuela Dinámica de Escritores no habría cursos regulares, ni “clínica de obra”
ni, por supuesto, escritura. Los cursos y talleres de la Escuela Dinámica son
por lo general muy breves y los alumnos tienen reglamentariamente prohibido
someter a quienes los dictan a la lectura o evaluación de sus ocurrencias
literarias. Para fundar una “escuela de escritores”, Bellatin anulaba la historia
entera de la escritura como dis-positivo (como negatividad) y colocaba a la
institución bajo el signo de la conversación socrática, como si la única
formación posible para un “escritor” fuera del orden de lo conversacional.
Lo primero que un escritor debería aprender, entonces, es volverse
irreconocible a si mismo, es encontrar en su lugar un espacio vacío,
precisamente eso que lo transforma (que podría llegar a transformarlo) en una
“forma-de-vida”.
Una Escuela de Escritores, en esa perspectiva, es una heterotopía 6. No
un lugar real, ni un espacio utópico (un emplazamiento sin lugar real), sino un

6
Michel Foucault, Michel. “Des espaces autres” (“De los espacios otros”), Conferencia dicada
en el Cercle des études architecturals, 14 de marzo de 1967, publicada en Architecture,
Mouvement, Continuité, 5 (París: octubre de 1984), págs. 46-49. Traduc. Pablo Blitstein y
Tadeo Lima. Foucault no autorizó la publicación de este texto, escrito en Túnez en 1967, hasta
la primavera de 1984.
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diferencial. Las utopías mantienen con el espacio real de la sociedad una


relación general de analogía directa e inversa: una “escuela” (la institución
escolar) supone una utopía (ilocalizable) de escolarización. Pero no se trata de
eso, en este caso.
Existen, por otro lado, lugares efectivos, lugares que están disenados en
la institución misma de la sociedad, que son una especie de contra-
emplazamientos, una especie de utopías efectivamente realizadas en las
cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos que se
pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados,
cuestionados e invertidos. Especies de lugares que están fuera de todos los
lugares, aunque sean, sin embargo, efectivamente localizables, las
heterotopías guardan con las utopías una relación de espejo (o que
constituyen, con ella, una experiencia mixta, medianera).
El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me
veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la
superficie, estoy allá, allá donde no estoy, especie de sombra que me devuelve
mi propia visibilidad, que me permite mirarme allá donde estoy ausente.
Pero el espejo es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo
existe realmente y tiene, sobre el lugar que ocupo, un efecto de disolución. A
partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me
veo allá (en otra parte). A partir de esta mirada que de alguna manera recae
sobre mí, del fondo de este espacio virtual que está del otro lado del vidrio,
vuelvo sobre mí y empiezo a poner mis ojos sobre mí mismo y a reconstituirme
allí donde (no) estoy.
Creo que la Escuela Dinámica de Escritores respondía a esa lógica al
pretender que sus alumnos se desconozcan en ese espejo donde lo que
aparece es la ausencia de si (la escritura) en el lugar en el que se está. Es, por
otro lado, la misma “operación” que Bellatin ha desarrollado en todos y cada
uno de sus libros y proyectos. Como si se nos dijera: lo que te define no es tu
propia práctica, sino un cierto deseo, una inclinación, una atracción, un gusto:
aquello que, precisamente, designa a una “forma-de-vida”:
1 La unidad humana elemental no es el cuerpo-el individuo, sino la forma-de-
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vida. 2 La forma-de-vida no está más allá de la vida desnuda, es más bien su


polarización íntima. 3 Cada cuerpo está afectado por su forma-de-vida como por
un clinamen, una inclinación, una atracción, un gusto. Aquello hacia lo que
tiende un cuerpo tiende asimismo hacia él. Esto vale sucesivamente para cada
nueva situación. Todas las inclinaciones son recíprocas”7.

Tal vez ese modelo sea imposible de ser copiado (porque la misma
noción de “copia” parece impertinente en relación con los espejos
heterotópicos), pero merece ser tenido en cuenta porque el clinamen (esa
desviación espontánea en el desplazamiento de los átomos) bien puede ser la
característica más saliente del “escritor”, tal como podemos considerarlo hoy,
después de tantos avatares y tantas desapariciones.
Yo mismo, aquella vez, en la Casa-Refugio de Escritores dirigida por
Philippe Olle Laprune (institución cuyo nombre no quiere decir tanto que el
escritor sea una especie en extinción, lo que tal vez sea cierto, sino que el
escritor es siempre un perseguido o un expulsado –así en la utopía platónica
como en las heterotopías contemporáneas), yo mismo hablé con los alumnos
sobre el azar y la coacción como motores (como únicos motores) de escritura.
Esa hipótesis, que puede sonar surrealista, nos viene más bien del
epicureísmo, que aceptó el materialismo atomista en lo que se refiere a la
caída de los átomos como consecuencia de su peso, pero sostuvo, al mismo
tiempo, que éstos tienen la capacidad de desviarse de su inclinación natural
(clinamen), formando así combinaciones imprevistas con otros cuerpos.
Lucrecio, el más grande de los epicúreos (¿o deberíamos decir “el más grande
de los escritores”?) supo que, de ese modo (y sólo de ese modo) podía evitarse
el terror pánico ante el destino. “Escritor”, entonces, no se nace ni se hace: no
es algo en el registro de lo real o lo simbólico, sino algo en el registro de lo
imaginario.
Dominada la práctica del escritor (la escritura) por la coacción (lo que no
se puede sino hacer) y el azar (lo que se hace al acaso, sin razón alguna), esa
forma-de-vida que el escritor sería no es el juguete de un destino pero tampoco
el producto de su voluntad: su lugar es el (entre)dicho.

7
Tiqqun. Introducción a la guerra civil, op. cit.
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Ningún heroísmo (estamos hartos de toda forma de heroísmo) pero


tampoco ninguna cárcel, ninguna condena. Se trata, apenas, de un clinamen,
una atracción recíproca: la del escritor respecto de un tono, un registro, un
tema, unos caracteres, una música, un vocabulario, unas imágenes; y las del
tono, el registro, el tema, los caracteres, la música y el vocabulario respecto del
escritor. Al mirarse en el espejo de su propia escritura, el escritor debería ser
capaz de descubrir, sobre todo, su propia ausencia en el lugar que ocupa.
Eso, que se deduce de una pedagogía heterotópica (o una pedagogía de
la heterotopía, para el caso es lo mismo), también fue planteado, a su modo,
por la teoría crítica.
Aunque sé que podrían senalarse abismos de separación entre el
“escritor” como forma-de-vida y el “autor” como figura jurídica, me gustaría citar
aquí la célebre conferencia que Michel Foucault pronunció en 1969, “¿Qué es
un autor?”, donde insiste en que “La ausencia es el lugar primario del discurso”.
No es en dirección al análisis y al analizado (lo que sería legítimo) hacia donde
me gustaría llevar esa sentencia, sino en dirección a la (igualmente
foucaultiana) heterotopía discursiva.
La pregunta por el autor, decisiva en cualquier teoría moderna de la
literatura y el discurso, había sido formulada en 1968 por Roland Barthes en
“La muerte del autor”. Tal vez el objetivo de la conferencia de Foucault fuera,
como ha sido senalado, aniquilar la hipóstasis trascendental de la escritura (el
mundo como escritura, como quien dijera: el determinismo de la “inclinación
natural” de los atomistas) que él cree leer en el epitafio barthesiano, donde se
oponen “la obra” y “la escritura”.
Barthes abandonará su irreparable desdén por una de las figuras más
reificadas del trash de la cultura industrial poco a poco. En 1971 publicará “De
la obra al texto”, donde si bien sigue constatando el malestar de la clasificación,
resuelve ese malestar en favor del texto y no de la escritura. “El texto plantea
problemas de clasificación porque implica siempre una determinada
experiencia de los límites (...). El texto es lo que llega hasta los límites de las
reglas de enunciación, la racionalidad, la legibilidad, etc.; no es una idea
retórica, no se recurre a él para resultar heroico”. Las resonancias
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foucaultianas son evidentes: el texto, que no es el efecto de una voluntad,


tampoco es totalmente interior a las reglas de enunciación: la ausencia es su
lugar primario, es una heterotopía. En 1971, en Sade, Fourier, Loyola
anunciará el “retorno amistoso del autor”, tema al que dedicará una sesión de
su curso La preparación de la novela, dictado en 1979-1980 en el Collège de
France.
Allí Barthes resolverá el misterio del “escritor” como forma de vida (y de
su posible escolarización) a través de la distinción entre la Persona (la
identidad civil, jurídica), el Scriptor (el escritor como imagen social, aquel de
quien se habla, que es clasificado en una escuela, un género, un manual, un
“perfil grafológico”), el Auctor (el “yo” como responsable de su obra y garante
de lo escrito) y el Scribens (el que vive cotidianamente la escritura) 8. Todos
estos “yoes” están tejidos, forman un muaré en la escritura. La célebre frase
“soy mario bellatin y odio narrar”9 establece una distancia infinita entre la
Persona, el Scriptor (“eso, que para muchos podría parecer encomiable y hasta
motivo de elogio”) y el Scribens (“esta actividad tan absurda, que me obliga a
permanecer interminables horas frente a un teclado o delante de las letras
impesas de los libros”) y ya sabemos, por otro lado, y para citar sólo dos
ejemplos, a qué tortuosas mutilaciones sometió Alejandra Pizarnik a la Persona
en nombre del Scribens.
Eso explicaría, entonces, la distancia entre un “Taller literario” o “Taller
de escritura” y una “Escuela de escritores” (al menos, como la que dirigía Mario
Bellatin) o una “Clínica de obra” pero, al mismo tiempo, la dificultad de articular
un programa destinado a “escritores” con cualquier definición moderna de esa
función.
¿Qué ensenarle al escritor (esa figura compuesta), además de Modales
(por ejemplo: es inaceptable que el escritor se rehuse a escuchar la palabra de
quien ha sido invitado a hablar para él), Modas (por ejemplo: cómo detectar
una corriente emergente y cómo decidir si participar o no de ella, qué
accesorios lucir públicamente), Expresión Corporal (por ejemplo: cómo posar
8
La preparación de la novela, pág. 279-280
9
En Underwood portátil. Modelo 1915. Icluida en Obra reunida (México, Alfaguara, 2005),
pág. 502
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para las fotografías de solapa, cómo gesticular en una mesa redonda para las
cámaras de video)? Por supuesto, una ética de la escritura y de la función-
escritor. O, lo que es lo mismo: una ética de lo viviente.
Escribir no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida, a
unas ideas asumidas, a unos pareceres. La literatura se decanta más bien
hacia lo informe, o lo inacabado. Escribir es, en definitiva, devenir otra cosa que
escritor. Por eso, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias,
incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.
Escribir es situarse en el lugar de la ausencia, es un asunto de devenir,
siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible
o vivida. Es un proceso, es decir: un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo
vivido.
Escribir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, mimesis).
Incluso perseguirla (“yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”) es una
manera de saberla inalcanzable. Escribr es encontrar la zona de vecindad, de
indiscernibilidad o de indiferenciación tal, que ya no se sepa más de qué lado
del espejo uno está.
No hay líneas rectas (siempre hay clinamen) ni en las cosas ni en el
lenguaje. La escritura es el conjunto de caminos indirectos que permiten poner
de manifiesto la vida en las cosas.
La escritura se presenta entonces como una iniciativa de salud (que, en
algún sentido, explica la pertinencia de la noción de “clínica”, tan ambigua y tan
de moda). Pero la salud no es exterior a la escritura (¿cómo podría serlo si no
hay interior ni exterior, si todo es una intemperie y un afuera: heterotopía?) sino
que es el único estado de salud posible. Al revés: el mundo es el conjunto de
síntomas que atan la enfermedad al hombre). La salud de la escritura es la
invención de un pueblo que falta, es decir: una posibilidad de vida. Se escribe
por, para, con la intención de ese pueblo en falta. Se escribe para devenir (del
otro lado del espejo) ese pueblo, esa nada: un átomo de vida.

*
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¿De quién es mi cuerpo? No mío, naturalmente, porque eso supondría adherir


a una teoría del yo y de la propiedad (haberla desarrollado, previamente)
completamente liberal, capitalista. No, mi cuerpo no es mío sino de aquellos a
quienes amo (y de quienes supongo un amor recíproco, aún cuando me esté
equivocando en esa suposición).
Un poco por eso, cuando uno muere (mi vida no está en juego, pero la
praemeditatio malorum nos obliga a considerar incluso esa circunstancia), su
cuerpo (o los restos de él, pulvera) quedan bajo la responsablidad de los
deudos: lleven mis cenizas a Córdoba (Andalucía), donde fui tan feliz, o a
Córdoba (Argentina), donde empezó mi historia.
"Hay un momento que es simplemente el de una vida jugando con la
muerte. La vida del individuo ha dado lugar a una vida impersonal y sin
embargo singular que desencadena un puro acontecimiento liberado de los
accidentes de la vida interior y exterior, es decir de la subjetividad y la
objetividad de lo que sucede. Homo tantum al que todo el mundo compadece y
que alcanza una especie de beatitud", escribía Deleuze en el artículo de la
muerte10.
Mi cuerpo es el efecto de esa compasión universal y de esa beatitud
singular y por eso nos duele el abandono de nuestro cuerpo por parte de
aquellos que amamos (La Celestina: "¿por qué te mostraste tan cruel? ¿Por
qué me dejaste, cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado?
¿Por qué me dejaste, triste y solo, in hac lachrimarum valle?")
Abandonado por el amor de quienes creíamos que poseían nuestro
cuerpo, esos nombres, la carne se deshace, el sentido me abandona, me
abismo y el puro acontecimiento de una vida se desdibuja.
De allí la estremecedora eficacia de aquellos versos de Osvaldo
Lamborghini:

Y no me abandones
Prematuramente
No te comportes
Como un ingrato

10
“L' inmanence: une vie...”, Philosophie, 47 (París: el 1 de septiembre de 1995). Hay
traducción castellana de Consuelo Pabon publicada en Sociología, 19 (Medellín: 1996)
Conferencia leída en el marco del I Festival Internacional de Literatura en Tucumán (San Miguel de
Tucumán: 11 de julio de 2015)

Recuérdame siempre
Yo soy tu proveedora de droga11

Abandonado por quienes (porque los amo) son los duenos de mi cuerpo,
mi cuerpo se volvería mero territorio de experimentación, laboratorio, campo de
batalla. Como no habría "yo" que pudiera hacerse cargo de este cuerpo (no
mío, sino tuyo), que fuera abandonado a su suerte sería como haberlo matado
para siempre.

Buenos Aires, junio de 2015

11
“Canción de la Madre Hoggart” en Poemas, Buenos Aires, Sudamericana, 2004

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