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• “El ojo ha sido creado para la luz, el oído para el sonido, toda cosa para su
fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cristo”, (san Nicolás Cabasilas,
La vida en Cristo, II, 90).
• A todo deseo está ligado un placer; de la orientación natural de su deseo hacia Dios, el
hombre recibe una intensa felicidad espiritual.
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• Este “placer (edoné) divino y bienaventurado” (Gregorio de Nisa, Tratado de la
virginidad, 5; san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, 58, escolio 22, llama
así mismo edoné a “la dicha del alma a propósito de la virtud” )
• Es lo que Cristo llama “la alegría perfecta” ( Jn 15, 11) que no podría alcanzar
de ninguna otra manera, porque aparte de Dios, que es infinito, todo lo demás no
aportaría más que un goce parcial y limitado.
• También san Máximo el Confesor nota: “No hay más que una sola felicidad, la
vida común del alma con el Verbo”; “el único placer es el acceso a las cosas
divinas”.
• Dios era para el hombre la fuente única de alegría. “No encontraba sus delicias sino
en el Señor” dice san Gregorio de Nisa.
• No gozaba, en el paraíso, de bienes mezclados, precisa en otra parte, sino que “el
beneficio único de la felicidad concedida [al hombre era], el verdadero Bien en sí
mismo” (san Gregorio de Nisa, Tratado de la virginidad, XII, 4, 8 y La creación del
hombre, XIX y XX).
• (Este rasgo es subrayado muchas veces por los Padres de la Iglesia. Cf. por
ejemplo san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo; Gregorio
de Nisa, Discurso catequético, 6).
• “El diablo por un engaño, persuadió al hombre para que transfiriera el deseo
de su alma de lo que le estaba permitido a lo que le estaba prohibido y se
volviera hacia la transgresión del mandamiento divino” (san Máximo el
Confesor, Comentario al Padrenuestro, 90).
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• El hombre fue tentado por la serpiente a gozar de otros placeres para él todavía
desconocidos, pero más inmediata y fácilmente accesibles (cf. Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 3) que los goces espirituales hacia los cuales su
naturaleza lo hacía tender,
• pero a los cuales no accedía aún sino parcialmente, su posesión perfecta debía
ser obtenida al término de su crecimiento espiritual.
• Adán estaba destinado a gozar de las realidades sensibles en sí mismas (cf. Gn 2, 16;
Macario de Egipto, Homilía, colección II, XIII, 1) pero a gozarlas espiritualmente, es
decir en Dios, por medio de sus “razones” espirituales, de sus logoi.
• dicho de otro modo, a querer como, lo dice san Máximo el Confesor, “a apoderarse
de las cosas de Dios, sin Dios, y antes que Dios y no según Dios” (Ambigua a Juan,
10; cf. Cuestiones a Talasio, 61).
• “Un placer introducido por engaño fue el comienzo de la decadencia”, escribe san
Gregorio de Nisa (Tratado de la virginidad, XII, 4);
• Explicando este proceso, san Máximo el Confesor constata: “El deseo, por la
dulzura del placer de los sentidos, aparta el espíritu de la percepción divina de los
inteligibles que le es connatural” (Comentario al Padrenuestro, PG 90).
• Al dejar de desear y de amar a Dios, el hombre se tiene entonces un amor carnal a sí mismo,
que los Padres y especialmente san Máximo llaman filautía, así como por la realidad
sensible, sacando en delante de sí mismo y de ésta, principalmente por intermedio de los
sentidos y de su cuerpo, todo goce y todo placer.
• Ahora bien, lo que está más próximo es el cuerpo y los sentidos: así apartaron
su espíritu de los inteligibles y se pusieron a considerarse a sí mismos. Se
consideran a sí mismos, se apegan a sus cuerpos y a las otras cosas sensibles,
engañándose, por así decir, en su propia causa, llegarán a desearse a sí
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mismos, prefiriendo su bien propio a la contemplación de las realidades
divinas” (san Atanasio de Alejandría, Discurso contra los paganos, 3).
• Esta desviación del deseo innato de Dios, esta conversión de la “potencia concupiscible” del
hombre hacia la realidad sensible considerada en sí misma,
• “la energía del alma contra la naturaleza no puede tener otro origen para formarse
que la dimisión del alma, cuando ella se descarga de todas las cosas según la
naturaleza” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo y 58; cf.
Dionisio Areopagita, Sobre los nombres divinos, IV, 16).
• Es por esto que los Padres hablan frecuentemente de la “enfermedad del placer” y
consideran el amor del placer, filedonía, como una de las primeras y más importantes
enfermedades espirituales del hombre caído.
• Pero es igualmente posible insistir sobre el otro punto de vista. Hay una interacción de las
dos causas, una dialéctica que san Máximo evoca en ese otro pasaje que describe el proceso
de la caída, donde se ve que el deseo de lo sensible y de su goce por una parte, y la
ignorancia de Dios por otra parte (pero igualmente ese mismo deseo y la filautía), se
acrecientan correlativamente, se condicionan recíprocamente y se refuerzan mutuamente:
• “Cuanto más el hombre se inclinaba hacia las cosas sensibles solamente a través de
sus sentidos, más le abrumaba la ignorancia de Dios; más estaba encadenado por la
ignorancia de Dios, más se entregaba al goce de las cosas materiales conocidas
empíricamente; más se impregnaba de este goce, más excitaba la filautía que es su
consecuencia; más cultivaba la filautía, más inventaba múltiples medios para obtener
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placer, fruto y meta del amor propio” (San Máximo el Confesor, Cuestiones a
Talasio, prólogo; cf. 65).
• Las múltiples formas de deseo por las cuales el hombre caído busca de diversas maneras
obtener el placer sensible, al cual en adelante dedica su existencia,
• pero también los medios que utiliza psicológica y físicamente para alejar el dolor,
tanto físico como psíquico que están vinculados a aquél (al placer sensible),
constituyen las pasiones, las cuales aparecen como invenciones del hombre para
responder a sus nuevas necesidades.
• Los deseos espirituales, convergiendo en el deseo de Dios y los deseos sensibles, “carnales”,
no constituyen como se podría creer a primera vista, dos formas de deseos diferentes por su
fuente: el hombre dispone en su ser de una potencia única de deseo (epithymía,
epithymetikon, epithymetike, dynamis).
• Los deseos sensibles que aparecen en el hombre caído y pecador, no son otra cosa, en su
naturaleza profunda, que ese mismo deseo que, desviado de su fin divino normal, se orientó
contra la naturaleza y se re-ocupó (encontró una nueva ocupación) en la realidad sensible,
dividiéndose en su multiplicidad.
• El placer sensible que el hombre obtiene por ellos (los deseos por las cosas) no es sino un
simulacro y una falsificación del gozo espiritual y del verdadero bien.
• “Ni el amor ni la alegría pueden ser excitados por los bienes de este mundo, que no
son sino falsas imitaciones; lo que parece bueno no es más que un simulacro de
bien”, escribe Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, II, 91.
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• Una multiplicidad de enseñanzas patrísticas apoyan esta concepción. La relación con
la carne, escribe san Máximo el Confesor, “divide el amor que debemos solamente a
Dios”.
• Orígenes, indicando las dos direcciones divergentes que puede tomar la única
facultad erótica que está en el hombre, escribe con más precisión:
• Una característica esencial de la facultad de deseo, que testimonia que el deseo del hombre es
fundamentalmente único, es que ella no podría dividirse entre Dios y la realidad sensible.
• “Un mismo corazón no puede abarcar muchas pasiones. Una pasión descarta la
otra, y estando dividido, se vuelve más débil: la pasión dominante atrae todo hacia
sí” (san Juan Crisóstomo, Comentario a san Juan, II, 5).
• Y san Isaac el Sirio afirma: “Nadie puede poseer juntos el amor de Dios y el deseo del
mundo” (Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, 4; cf. 44).
• “Nuestra potencia de deseo no es de naturaleza tal que pueda servir al mismo tiempo
a las voluptuosidades corporales y al matrimonio espiritual” (san Gregorio de Nisa,
Tratado de la virginidad, XX, 2-3).
• Conviene recordar aquí la enseñanza del mismo san Pablo: “La carne tiene deseos
contrarios a los del Espíritu, y el Espíritu contrarios a los de la carne; son opuestos,
de modo que ustedes no hacen lo que quieren” (Gál 5, 17).
• Así, cuando el hombre más desea y ama los objetos sensibles, menos desea y ama a Dios.
• “¿De dónde viene que nuestro amor por Jesucristo sea tan débil sino porque
agotamos toda la fuerza de nuestra alma en vanas pasiones?” (san Juan
Crisóstomo, Comentario a san Juan, IV, 9).
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• Quien no desea a Dios, necesariamente desea los seres sensibles y ama el mundo:
“Quien no sabe caminar en el camino espiritual (...), concentra todos sus esfuerzos
en la carne”, afirma san Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad, IV, 65.
• Inversamente, quien desea y ama a Dios verdaderamente, no podría desear ningún objeto
sensible ni experimentar deseos pasionales, porque coloca en Él y en las realidades
espirituales toda la potencia de su deseo.
• “En aquel que se alimenta del amor divino, ¿qué deseo de los bienes de este
mundo quedará?” (Diádoco de Fótice, Cien capítulos gnósticos, 90).
• San Simeón el Nuevo Teólogo, escribe por su parte: “El alma unida a Dios
por el amor no podrá ser arrastrada por los placeres y los apetitos del
cuerpo, ni siquiera hacia ningún otro deseo por algo visible o invisible, sea
objeto, sea pasión, porque el dulce amor de Dios tiene ligado el impulso de su
corazón, o para decirlo mejor, toda inclinación de su voluntad. ¿Cómo podría
ésta, una vez unida a su propio Creador, arder de fiebre por las cosas
corporales, o realizar aunque fuera en algo sus propios deseos? De ninguna
manera” (san Simeón el Nuevo Teólogo, Catequesis, XXV, 109-121; cf. III,
175).
• Al hablar del deseo pervertido del hombre caído, san Basilio el Grande escribe: “El deseo es
la enfermedad del alma (epithymía nosos esti psykés)” (Basilio de Cesarea, Cartas, 366).
• Al apartar su deseo de Dios, que es su fin propio y natural, para orientarlo a sí mismo
y los seres sensibles y gozar de ellos fuera de Dios; el hombre cambia indebidamente
su uso, ya no lo dirige conforme a su naturaleza, obra contra la naturaleza (Cf.
Gregorio de Nisa, Tratado de la virginidad, XVIII, 2; 3).
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encuentra a través de la experiencia de la parte exterior y corporal de su naturaleza,
una creación que eleva al lugar de Dios porque responde mejor a las necesidades de
su cuerpo” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo).
• El hombre se hace entonces de las realidades sensibles, una multitud de falsos dioses,
ídolos, que son de la naturaleza de sus deseos pervertidos y a su medida.
• En sus relaciones con las criaturas, el hombre ya no tiene a Dios en vistas, sino su propio
placer, y
• ya no tiene por norma sino sus propios deseos sensibles. Ya no considera ni trata
los seres en relación a sus logoi, “sus razones espirituales”, sino en relación al
grado de su deseo respecto de ellos, y define su importancia y mide su valor según
la intensidad de placer que puede extraer de ellos.
• Por el pecado él prueba el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal:
por su deseo del goce sensible, abandona el Bien absoluto y único para hacer
la experiencia del mal e inaugurar un modo de existencia donde el bien y el
mal vienen a confundirse para él.
• El mal, en la conciencia del hombre caído, ya no es considerado como tal, sino que,
frecuentemente, es tomado por bien.
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• La expresión utilizada por la Escritura como “conocimiento del Bien y del
mal” para designar la nueva aptitud que el hombre adquiere por su pecado, no
significa otra cosa —según san Gregorio de Nisa— que esta confusión del
falso bien hacia el cual se inclina el deseo sensible con el bien verdadero;
• “ya que la mayoría pone el bien en lo que encanta a los sentidos y que
una misma palabra designa el bien real y el bien aparente, el deseo
que lleva hacia el mal como si fuera un bien es llamado por la
Escritura “conocimiento del bien y del mal” esta palabra
“conocimiento” quiere expresar esta disposición interior y esta
mezcla” (san Gregorio de Nisa, La creación del hombre, XX).
• Este estado donde el hombre confunde el mal y el bien y toma el uno por el otro, puede ser
considerado como un verdadero estado de delirio, lo que señala a su manera san Atanasio:
• “Al ver que el placer era un bien para ella, el alma en su error, abusó del nombre
del bien, y pensó que el placer era el bien absoluto y verdadero: igual que un
hombre que, alcanzado por la demencia, reclamara una espada para golpear a los
que encuentre y creyera que eso fuera la sabiduría” (Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 4).
• “El alma pone su placer en las pasiones del cuerpo y únicamente en los bienes
presentes, al mirar sus apariencias, cree que no existe sino lo que se ve, y que
sólo las cosas pasajeras y corporales son el bien” (Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 8).
• En efecto, comienzan a divinizar y a adorar las pasiones que Dios incluso les
había prohibido concebir “honran así la causa misma de la destrucción de su
existencia y persiguen, sin saberlo, la causa de su corrupción”, san Máximo el
Confesor.
• San Gregorio de Nisa afirma por su parte que “el impulso que arrastra al mal a
los seres vivientes es una enfermedad de nuestra naturaleza” (Discurso
catequético, 16).
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• Al consagrar todos sus cuidados a las cosas indeseables, el hombre “altera las
facultades de su alma, que sigue las cosas perecederas sin discernimiento y sin
tener consciencia de su perdición, como consecuencia de su total ceguera
respecto de la verdad” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio,
prólogo).
• Los efectos de la inversión del deseo se hacen sentir en primer lugar sobre la
inteligencia. Hemos examinado su patología en el capítulo precedente.
• Notemos solamente aquí que, cegada por el placer y engañada por él, ya no ejerce
su función natural de conocimiento, de contemplación y de discernimiento;
• En la condición primera de Adán, el deseo del hombre, al tener a Dios por único
objeto y tender sin cesar y enteramente hacia Él, se encontraba perfectamente
unificado;
• “Al apartarse de la consideración del deseo del Uno y del Ser, quiero
decir de Dios, los hombres se empeñaron en la diversidad y la
multiplicidad de los deseos corporales”, escribe san Atanasio de
Alejandría, Discurso contra los paganos, 3-4).
• Arrastrada por todos lados por sus múltiples deseos sensibles, el alma entera se
dispersa por todos lados y se divide.
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• La inteligencia se derrama en numerosas direcciones, corriendo y
dispersándose a cada instante hacia lo que agrada a los sentidos.
• De una manera general, el hombre, presa de los deseos y los placeres sensibles se aliena
completamente.
• Del encadenamiento del hombre a la carne por el placer, viene para él la corrupción y
la muerte.
• “el instinto brutal e irracional, que les empuja a la impureza, les hace olvidar la
naturaleza humana”; “el alma se inclina hacia los placeres del cuerpo como las
bestias sobre su forraje” (Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, II, 302; Tratado de
la virginidad, IV, 5).
• Al desviar de Dios su potencia de deseo para volverla hacia las realidades sensibles, a fin de
encontrar un placer más accesible e inmediato, el hombre ve su esperanza de goce
profundamente defraudada.
• Desde que ha hecho la experiencia del placer sensible, el dolor, en efecto, hace
para él su aparición.
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• El hombre no sólo hace la experiencia del dolor físico, sino también y sobre todo de un
sufrimiento psíquico y moral que toma la forma de tristeza.
• “La tristeza, lype, del alma es la consecuencia del placer de los sentidos. Porque
la tristeza del alma está suscitada por ese placer” afirma san Máximo el
Confesor, Cuestiones a Talasio, 58, escolio 3.
• Pero esta tristeza viene igualmente del hecho que el objeto del deseo y el
placer obtenido son desproporcionados a la naturaleza de la facultad que
desea, y a la felicidad a la que ella está destinada.
• Vimos que el deseo del hombre ha sido creado en vistas a Dios. “Nuestra
capacidad de deseo ha sido adaptada y proporcionada a la inmensidad de
ese objeto de nuestros deseos” precisa san Nicolás Cabasilas, La vida en
Cristo, II, 90; VII, 60-61.
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esta agua tendrá todavía sed” (Jn 4, 13) [san Nicolás
Cabasilas, La vida en Cristo, II, 90; VII, 60-61].
• Al evocar la relación del dolor con el placer en la sensibilidad del hombre caído,
san Máximo el Confesor escribe:
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confirmamos aún más el aval que estos movimientos han dado
al placer, incapaces como somos de tener en nosotros el placer
libre del dolor y de las penas” (san Máximo el Confesor,
Cuestiones a Talasio, 61).
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