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TURISMO DE MASAS

Y MODERNIDAD
Un enfoque sociológico

JULIO ARAMBERRI

CIS
Centro de Investigaciones Sociológicas
Madrid, 2011
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TURISMO DE MASAS
Y MODERNIDAD
Un enfoque sociológico

JULIO ARAMBERRI

Centro de Investigaciones Sociológicas


Madrid, 2011
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Título original: Modern Mass Tourism, Emerald, 2010.

© This edition of Modern Mass Tourism, Vol. 14 is published by arrangement with


EMERALD Group Publishing Limited, Howard House, Wagon Lane, Bingley,
West Yorkshire. BD16WA, United Kingdom.

Catálogo de Publicaciones de la Administración General del Estado


http://publicacionesoficiales.boe.es
Primera edición, diciembre 2011
© CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS
Montalbán, 8. 28014 Madrid
www.cis.es
© Julio Aramberri
Diseño de la cubierta: Roberto Turégano
DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
NIPO: 004-11-019-6
ISBN: 978-84-7476-573-1
Depósito legal: M-48040-2011
Fotocomposición e impresión: CASLON, S.L.
Matilde Hernández, 31. 28019 Madrid

El papel utilizado para la impresión de este libro es 100% reciclado y totalmente libre
de cloro de acuerdo con los criterios medioambientales de contratación pública.
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Para Esperanza Saguar


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ÍNDICE

Agradecimientos 11
Presentación a la edición española 15

Introducción 19
Explorando el Continente 19
¿Qué clase de sociología? 28
Un viaje personal 35
Billete de ida y vuelta 40

1. La crisis de las tijeras 45


Entre ingenieros y gurús 45
Las reglas del juego 52
Metáforas 57
Unas pocas normas heurísticas 62

2. El sistema turístico global 71


Introducción 71
Pobres fundamentos 75
Cómo clasificar el sistema turístico global 77
Un sistema turístico global increíblemente reducido 85
¿Qué traerá el futuro? 93

3. La matriz posmoderna 99
Posmodernismo 99
Cómo opera la mente 101
El sonido del silencio 106
Adelante con el deconstruccionismo 112
Pomos, Pocos, Decos 122

4. Un investigador accidental del turismo 131


El último sociólogo y las tripas del último burócrata 131
Una teoría del desarrollo (turístico) 142
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8 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Una teoría de la demanda (turística) 157


Una teoría general de la modernidad (turística) 165

5. Teologías de la liberación 179


Sorpresas nos da la vida 179
La condición weberiana 195
Teologías de la liberación, Acto primero: El rizo de Jafari 207
Teologías de la liberación, Acto segundo: El puente hacia
ninguna parte 217
Teologías de la liberación, Acto tercero: La autenticidad castrada 224
Teologías de la liberación, Acto cuarto: La tentación apofática 247

6. Rostro Pálido se trabaja el sudeste asiático 259


Epifanías 259
Prostitución, ejércitos y tradiciones locales 263
¿Un enjambre ubicuo? 269
Turismo sexual y desarrollo económico 273
La hegemonía cultural de Occidente 277

7. De paseo por el Camino de la Filosofía 283


El Camino de la Filosofía 283
Identidades múltiples 287
¿Qué Japón? 289
Una pluralidad de actores 292
Identidades conflictivas; paradigmas erróneos 297

8. Los lenguajes del turismo 309


De Babel... 309
... al lenguaje del turismo 318
La prueba del algodón 334
Los lenguajes del turismo 340

9. Alternativas al turismo de masas moderno 351


Cualquier cosa menos... 351
La vía mochilera al desarrollo turístico 355
Turismo comunitario y empoderamiento 365
¿Qué clase de sostenibilidad? 380

Epílogo 397
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ÍNDICE 9

Notas para una historia de la sociología del turismo en España


(Epílogo de la edición en castellano 409
Sociedad de masas y turismo en España 409
Perdido en la academia 410
La construcción social del turismo de masas 412
Turismo, imperialismo, populismo 416
Un limitado guiño posmoderno 418
En conclusión 422

Bibliografía 427
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Agradecimientos

Creo firmemente en el trabajo artesanal y trato de practicarlo. Digo artesanal en


su acepción de trabajo de calidad. Sin duda, no soy el mejor juez de mi propia
obra, así que me abstengo de emitir sentencia sobre si este libro llega a lo de-
seado. Eso es algo que deben de hacer otros. Para mí, artesanía de calidad equi-
vale a un sólido conocimiento de los materiales y a pensamiento independien-
te. A mi entender, el «sólido conocimiento de los materiales» se echa a faltar a
menudo en la literatura especializada que llega a mi escritorio. Nuestro campo
de trabajo rebosa de argumentos prestados que, uno considera, muchos de sus
usuarios serían incapaces de reproducir independientemente. Muchos colegas
se limitan a recibir sin mayor desasosiego los que algunos «acreditados» pres-
tamistas han cocinado para ellos. De esta forma, para muchos investigadores
del turismo, «pensamiento independiente» equivale al recitado de diversos
mantras políticamente correctos que aprendieron en el jardín de infancia. En las
páginas que siguen he tratado de derribar algunos de ellos.
En consecuencia, no tengo demasiados agradecimientos que proferir, pues
prefiero usar mi tiempo lejos de tantos colegas que uno piensa tomarían Ser y
tiempo, de Heidegger, por un manual de autoayuda en materia de puntualidad.
La mayoría de mi tiempo la paso leyendo, pensando y escribiendo, con absti-
nencia de participación en conferencias y otros foros públicos, o en ambientes
supuestamente acogedores como los clubes académicos. No he obtenido, ni
tampoco solicitado, ayuda de ninguna institución para escribir este libro.
La dispepsia que me produce el dudoso confort de la vida académica no
implica que no cuente con buenos amigos o que no me haya beneficiado de la
ayuda de algunos colegas que han contribuido con valiosos esfuerzos a los más
bien escasos aportados por mí.
Este libro no habría visto la luz del día sin el apoyo y el estímulo de Jafar
Jafari, el director de la colección en que apareció en inglés. Desde que en 1983
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12 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

nos encontramos por vez primera en el palacete de Nieborow (Polonia), Jafar


me ha abrumado con sus inmerecidas atenciones y su inestimable consejo. Fue
él quien apoyó calurosamente el proyecto de este libro desde sus inicios y quien
ha esperado con paciencia durante los muchos años que me he tomado para
completarlo. Su calma en momentos en los que yo estaba presto a tirar la toa-
lla, especialmente cuando tuve que afrontar el robo de la mochila en la que lle-
vaba mi ordenador y un disco duro que alojaban un avanzado desarrollo del
libro, y tuve que empezar prácticamente desde la primera casilla, fue decisiva.
No sé si con ello Jafar se ha hecho un favor, pero debo expresar mi profunda
gratitud para con él.
La incómoda tarea de editar y corregir mis borradores recayó en Graham
Dann, en calidad de editor adjunto a Jafari. Cualquier lector avisado se perca-
tará de que nuestra visión del turismo es claramente contradictoria y alguna de
mis divergencias con Graham se expresan abiertamente en uno de los capítulos.
Seguramente, habré de esperar una réplica correosa en el futuro, acorde con su
visión y con su derecho. Así avanza el trabajo intelectual. A pesar de esas dife-
rencias, yo no podría, empero, soñar con un editor mejor. Graham es tan insu-
perable en su atención por el detalle como en su visión de conjunto. Él ha hecho
que mi inglés en el original no pareciese demasiado bronco. Aún más importan-
te, Graham nunca trató de imponerme sus opiniones ni de desviarme del cami-
no que yo había elegido. Habrá quien piense que así me dio la cuerda suficien-
te para ahorcarme. Por mi parte, yo creo que su trabajo ha sido una muestra de
honestidad intelectual que no es fácil de imitar.
Gracias sean dadas también a Tejvir Singh, el director de Tourism Recrea-
tion Research. Siempre caballeroso, Tejvir me facilitó el permiso para reprodu-
cir algunos materiales inicialmente publicados en TRR, como la mayoría de
nosotros conoce la espléndida revista académica que él ha publicado en India
desde 1976. Ginger Rogers demostró que una mujer podía bailar tan bien como
Fred Astaire aunque tuviese que hacerlo con tacones altos y de espaldas, y
Tejvir no le va a la zaga en determinación y éxito. Cuando se sabe lo que se
quiere, se concentra uno en ello y se hacen los sacrificios necesarios, uno puede
codearse con los mejores.
Mientras escribía este libro, tuve la recompensa de contar con el respeto
y la deferencia de Phil Handel, mi jefe de departamento en Drexel University.
A veces tuve la impresión de que Phil veía la repetida aparición de mis inaca-
bables trabajos en la revista anual de productividad como cobertura de otras
tareas, tal vez menos importantes, y pensaba que el libro nunca llegaría a puer-
to. Si así lo creyó, nunca lo demostró por activa o por pasiva. Phil siempre se
acomodó a mis necesidades tanto como los estatutos de Drexel lo permitían.
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AGRADECIMIENTOS 13

Otros colegas de la misma Universidad, demasiado modestos para aceptar que


se les nombre, fueron también excelentes apoyos.
La fase final del libro coincidió con mi tenencia como decano de la Uni-
versidad Hoa Sen (Loto, en castellano), en Saigón (Vietnam), una experiencia
excelente en los últimos años de mi carrera académica. Deseo destacar especial-
mente a la Dra. Bui Trang Phuong, su presidenta, por su apoyo continuo y su
paciencia cuando tenía que conciliar mi trabajo con los esfuerzos por acabar a
tiempo el manuscrito.
No puedo clausurar esta lista de agradecimientos sin mencionar al profesor
Xie Yanjun, decano de la Escuela de Turismo y Hostelería en DUFE (Universi-
dad Dongbei de Finanzas y Economía), en Dalian (China), y a la doctora Liang
Chunmei, una de sus miembros. Durante los últimos años he enseñado una serie
de cursos en DUFE y ambos me enriquecieron con largas discusiones teóricas,
con trabajos conjuntos, con su amistad y también con interminables partidas de
mahjong.
Saigón, agosto 2010
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Presentación a la edición española

El original de este libro se publicó en inglés y es hijo del hastío.


Empezaré por lo segundo. A finales de los noventa los azares de la vida die-
ron con mis huesos en una Universidad americana, Drexel University, en Fila-
delfia. La Universidad lleva el nombre de su fundador, Anthony Joseph Drexel,
un banquero y prohombre local que la estableció en 1891 como Instituto Drexel
para las Artes, la Ciencia y la Industria y para dar oportunidades en el terreno de
«las artes y las ciencias prácticas» a hombres y mujeres, especialmente de me-
dios desfavorecidos. Sabedores de mi previo trabajo en la Administración tu-
rística española, sus responsables me ofrecieron un puesto de profesor vitalicio
(tenured professor) y la dirección de un Departamento de Turismo y Hostelería.
Así volví al mundo académico que había abandonado en 1985 tras más de vein-
te años como profesor de Filosofía del Derecho, primero, y de Sociología, des-
pués, en la Universidad Complutense. Era una oportunidad de contar con el ocio
necesario para escribir y, sobre todo, para leer, que es la tarea intelectual a la que
con mayor placer me he entregado a lo largo de mi vida.
Siempre estaré agradecido a Drexel por habérmela dado y por haberse
adaptado a mi evidente excentricidad en el campo académico. El Departamento
que me tocó dirigir, como la mayoría de los de sus especialidad en Estados
Unidos, se ocupaba muy poco del turismo y mucho más de esa rama de la mi-
croeconomía que es la gestión hotelera, algo de lo que no sé ni sabré nunca por-
que no despierta mis mejores pasiones. Así que me encontré dirigiendo a un
grupo de colegas cuyos menesteres me resultaban totalmente arcanos y para
quienes los míos eran al menos tan esotéricos como el estudio de la burocracia
incaica. Había, empero, un terreno en el que nos entendíamos a las mil maravi-
llas, el gusto por la buena comida y por el buen vino. Varios colegas, a los que
siempre recordaré con cariño, dejaban de lado su escepticismo ante mi afición
por los enigmas de la teoría social para unir fuerzas conmigo en desigual com-
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16 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

bate contra ese engendro al que le llaman cocina americana, ya en sus varieda-
des locales, ya en las diversas epifanías de cocina fusión que Dios confunda.
He hablado de hastío y, desde luego, no era ese un sentimiento que me inspi-
rasen mis colegas de departamento. La amenaza tenía otro origen. Por más que las
universidades americanas, especialmente las prestigiosas como Drexel, cuenten
con medios soberbios y bibliotecas fabulosas, la academia local que yo frecuenté
no despertaba mi interés. No ya por los vericuetos de la política departamental,
que en América y en el ancho mundo llevan con frecuencia a la melancolía, sino
por lo que yo creía ser un odioso culto a la diversidad, ese diosecillo de la acade-
mia posmoderna que ha llevado a buena parte del profesorado americano a ali-
viarse para siempre de su carga crítica y hasta de su sentido del humor, no sea que
alguna de sus ocurrencias, aun minúscula, se interprete como poco respetuosa con
el Otro, es decir, con los grupos sociales y las minorías de toda índole que quie-
ren imponer con el silencio un respeto que a duras penas muchos de ellos po-
drían obtener de otra manera. Fue ese hastío lo que me llevó a abandonar mi posi-
ción vitalicia en Drexel y a pasar los últimos años de mi carrera en un país en
desarrollo como Vietnam, menos confortable pero infinitamente más relajado
para con las opiniones que no se metan directamente en la política local.
Un mismo hastío experimentaba al leer las contribuciones de la mayoría
de los académicos dedicados al estudio del turismo. Como trato de exponer en
el texto, mis colegas se dividen entre una bandería enfrascada en pequeñeces,
importantes sin duda para la cuenta de resultados pero no menos limitadas en
punto a reflexión, y unas cuantas sectas proféticas que reniegan de las ganas de
divertirse y de la curiosidad de millones de personas por ver cómo vive la otra
mitad. El turismo moderno de masas es, según ellos, un síntoma más de la ano-
mia de la cultura occidental, que es incapaz de respetar la diversidad, como lo
cree MacCannell, un profeta escatológico; o una oportunidad para librarse defi-
nitivamente de esa misma cultura, como lo fantasean los teólogos de la libera-
ción, sus hermanos en la negación del siglo. Por diferentes que sean sus puntos
de partida y divergentes sus meandros intelectuales, unos y otros concuerdan en
el resultado: el turismo y, por ende, la sociedad de masas y el capitalismo que
lo han engendrado deben desaparecer o, como suele decirse de forma más di-
plomática, han de hacerse sostenibles, es decir, ser sustituidos por otras formas
más humanas de relación. Poco sabemos sobre cuáles sean esas en el caso de
los teólogos liberacionistas, pero MacCannell es mucho más resuelto. El turis-
mo genera, al tiempo que frustra, el deseo de autenticidad que anima a los mo-
dernos, y seguirá haciéndolo hasta que estos no se resuelvan a liberarse de los
intercambios monetarios y, algún día, hasta de la propia división social del tra-
bajo. Bien es verdad que, de creer todo eso, uno podría igualmente defender la
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PRESENTACIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 17

existencia de los Reyes Magos, pero eso es algo que buena parte de mis cole-
gas parecen dispuestos a proclamar. Curiosamente, muchos de los contadores
de habas se dedican a difundir las mismas salidas de sansirolé en cuanto dejan
a un lado los rigores del SPSS. Uno se malicia que repiten a ciegas, y sin haber-
las leído, las runas proféticas de moda o que, de haberlo hecho, no han sacado
en limpio de ellas otra cosa que sus mantras, sin caer en la cuenta de que, de
hacerse buenos estos, ellos serían de los primeros en quedarse sin empleo.
Ese es el hastío que me impulsó a escribir este libro y a dejar constancia de
mi escepticismo. No creo en las explicaciones teóricas que tratan, contra vien-
to y marea, de probar lo improbable. El turismo de masas no es una desagrada-
ble excrecencia de la sociedad capitalista, sino una de las múltiples opciones
para emplear el ocio que esta ha hecho posibles. No es mayormente una rela-
ción entre extranjeros y locales. De hecho, el turismo doméstico es mucho más
importante que el internacional en la mayoría de los países. No es primordial-
mente un nexo entre sociedades ricas y sociedades pobres. La mayoría del turis-
mo internacional circula entre países desarrollados. El turismo de larga distan-
cia hacia destinos en países pobres es relativamente escaso. No coadyuva a
empobrecer aún más a los habitantes de estos últimos. Por el contrario, hace
aportaciones considerables a su PIB, aumenta la probabilidad de que se produz-
can inversiones locales, crea empleo y provee de rentas independientes a mu-
chos trabajadores y, sobre todo, trabajadoras. No impone patrones culturales
occidentales en los lugares de destino que viven bajo otras normas. De hecho,
a menudo potencia las culturas locales dando nuevas oportunidades a artesanos
y artistas cuyo trabajo resultaba cada vez menos atractivo para los consumido-
res locales, que preferían comprar objetos importados o entretenerse con la tele-
visión. No es una conspiración para mantener la hegemonía cultural de los paí-
ses ricos. Cuando muchos autóctonos la aceptan suelen hacerlo sin coacción.
Sencillamente, les gustan muchas de las cosas que ofrece la sociedad de merca-
do porque las consideran buenas para sus intereses. No hay más que ver cómo
gastan su renta disponible. El turismo de masas no es necesariamente insoste-
nible más que para quienes creen que sostenibilidad equivale a desaparición del
capitalismo y del mercado o a regulaciones asfixiantes. Pese a los fervorines de
sus fieles, la sostenibilidad puede definirse de muchas formas y está aún por
encontrar la fórmula mágica capaz de contentar a todos. Muchas de las propues-
tas a favor de la mitigación del cambio climático, que suele equipararse con sos-
tenibilidad, tienen un coste que solo debería aceptarse de saber con seguridad
que sus efectos no crearán problemas aún mayores, algo que desconocemos. El
turismo no es la mayor fuerza globalizadora y sus efectos culturales palidecen
ante los de otros medios de comunicación como la televisión o internet.
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18 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

¿Es el turismo, pues, lo mejor que le ha pasado a la humanidad después del


cultivo del cacao y la elaboración del chocolate? El autor de este libro prefiere
apuntarse a la escuela de Osgood Fielding III, el millonario de Con faldas y a
lo loco, y responder como él lo hacía al enterarse de que la belleza con la que
soñaba casarse por séptima u octava vez era un señor: «Nadie es perfecto». El
busilis de la cuestión es mejorar lo positivo de las cosas y limitar sus efectos
negativos. En el caso del turismo, sus ventajas, tanto económicas como cultu-
rales, suelen exceder a sus inconvenientes. Lo demás es palabrería. Tal es la opi-
nión que he tratado de defender en este trabajo. No es moneda común, y lo sé,
pero, rebasada con mucho la mitad del camino de mi vida, aún me queda la
satisfacción de no haberme asustado de decir casi siempre lo que creía correc-
to, aunque esto último haya cambiado a menudo, y sobre todo la de haber teni-
do la suerte de poder hacerlo sin sufrir excesivamente por ello.
Habrá quien critique que la mayor parte de las cosas que he escrito sobre
sociología del turismo las haya publicado en inglés, incluyendo el original de
este libro. Es el fielato que hoy hemos de pagar si queremos tener una audien-
cia internacional. Como lo he subrayado en el epílogo, algunos colegas españo-
les se adelantaron en varios años a muchas ideas que se han convertido en el
acervo común de la sociología del turismo, pero sus trabajos no tuvieron el re-
conocimiento que merecían por haber sido escritos en español y publicados en
nuestro país. Por otra parte, mi puesto de profesor en una universidad america-
na implicaba que mi trabajo intelectual se hiciera en esa lengua. No me resultó
fácil, pero estoy satisfecho de haber superado esa prueba.
Más razón tendrán quienes me reprochen no haber citado prácticamente
nunca a colegas españoles y no ocuparme de las incidencias actuales del turis-
mo en España. A los primeros puedo responder que, efectivamente, mi contac-
to profesional con sociólogos del turismo españoles ha sido muy limitado. He
leído algunas de las cosas que se publican pero he perdido otras muchas, y de
lo que he visto, poco me ha interesado. Los colegas españoles no parecen ser
inmunes a la crisis de las tijeras a la que me refiero en el capítulo 1.
Para concluir, mi interés por el desarrollo de la industria turística en España
no ha decaído y procuro mantenerme informado de lo que sucede. Sin embar-
go, salvo contadas excepciones, no me refiero al caso español en mis publica-
ciones académicas. He desempeñado algunas responsabilidades en la promo-
ción del turismo hacia España y estoy orgulloso de ello, pero no quisiera que
mis eventuales observaciones pudieran verse como una apología pro domo o
como críticas nacidas del resentimiento. Otros se ocuparán de esas cuestiones
con mayor libertad de la que yo podría concederme.
Saigón, octubre 2011
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Introducción

Explorando el Continente

El turismo de masas moderno, tal es el objeto de esta investigación. A primera


vista, parecería una tarea incongruente. Hoy en día, los viajes y el turismo son
hermanos siameses de la modernidad y de las sociedades de masas. ¿Es menes-
ter subrayar esa obvia conexión?
A menudo, empero, lo obvio no se traduce en una adecuada comprensión
de los hechos. En este trabajo, el turismo de masas moderno (TMM) se refiere
a un conjunto de fenómenos históricos específicos que se examinarán luego en
detalle. Por el momento, la etiqueta se usará para apartarlo de otra serie de fenó-
menos también ligados a la acción de viajar, pero diferentes en propósito y rea-
lizados con medios diferentes. Algunos de ellos pueden ser encontrados aún hoy
y ser practicados por muchos actores, pero no son TMM.
El antónimo obvio de TMM es el turismo de élite, practicado en muchas
sociedades de las que quedan documentos históricos. Los poderosos, los ricos
y los famosos de muchas sociedades premodernas tenían una o más de lo que
hoy conocemos como segundas residencias, a las que viajaban en verano u oca-
sionalmente durante el resto del año. A menudo esos grupos se dedicaban a visi-
tar amigos y parientes (VFR, por sus siglas en inglés), viajando a los palacios y
mansiones de otros nobles, ricos o famosos para visitarlos, buscar apoyos o pre-
sentar sus respetos. Hangzhou, en la descripción de Marco Polo (IMS, 2005);
las Colinas Occidentales de Beijing (Headland, 1909) o Pompeya (Steele, 1994)
son otros tantos lugares de numerosas residencias exclusivas que florecieron en
los imperios más poderosos de la Antigüedad. El Grand Tour, ese rito iniciáti-
co para hijos de familias británicas pudientes en los siglos XVII y XVIII, puede
ser incluido también en este apartado (Black, 1992; Brodsky-Porges, 1981;
Towner, 1985). Hoy en día, el turismo de élite, cuyo despliegue más conocido
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20 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

es el turismo de personajes famosos, implica viajes a hoteles carísimos, yates,


ranchos, mansiones. Sin duda, no es el tipo de viajes de millones de turistas de
masas.
El turismo de masas, empero, no es nada nuevo. De hecho, los humanos
han pasado la mayor parte de su existencia viajando, desde que el homo sapiens
empezó a explorar la faz de la tierra, hará como medio millón de años. La ma-
yoría de cazadores y recolectores eran nómadas en constante movimiento, a la
busca de recursos o refugios. En relación con su número, esas comunidades nó-
madas definitivamente participaban en viajes de masas. Sin embargo, hay un
acuerdo básico en que no pueden ser considerados turistas en el sentido actual
de la palabra. Sus viajes eran una forma de vida, no una ocurrencia ocasional.
Turismo masivo ha existido también en otros muchos contextos históricos
premodernos. Su modalidad más conocida eran las peregrinaciones o la partici-
pación en acontecimientos religiosos (Vukonic′ , 1996; Rinschede, 1992; Swatos
y Tomasi, 2002), pero los viajes de negocios, las visitas a familiares y parientes
(VFR) y los viajes de placer eran también lugares comunes. En India,

diferentes formas vernáculas de viajar (Yatra) y hacer turismo (Ghumna) tenían una
presencia vívida y vigorosa en el país […], ya como turismo religioso, es decir, como
Tirtha (peregrinación), o viajes laicos como Milna (visitas a conocidos) y Dekhna (visi-
tas para conocer un paraje) (Singh, 2004:35).

En la Europa cristiana, durante la Edad Media, Roma y Santiago de Com-


postela, en España, se convirtieron en otros tantos imanes para peregrinos, atra-
yendo incontables flujos que partían desde tan lejos como Rusia. A lo largo de
su camino, expandían el comercio y diseminaban el arte religioso y la cultura
laica. Muchos otros destinos de la cristiandad atrajeron también un considera-
ble número de viajeros, como lo atestiguan los Cuentos de Canterbury de Chau-
cer. En el mundo islámico, la Hajj (uno de los Cinco Pilares del Islam) suele
dirigirse a los santos lugares de Meca y Medina; los musulmanes adultos, hom-
bre y mujeres, tienen que visitarlos al menos una vez durante su vida. Otros pe-
regrinos han afluido a otros lugares sagrados del islam durante siglos desatan-
do dinámicas económicas y culturales similares a las de los países cristianos
(Peters, 1994; Wolfe, 2001). Otros santuarios y mezquitas musulmanes ge-
neraron igualmente significativos flujos de viajeros.
El turismo masivo de fines religiosos tenía muchos parecidos con el TMM.
Movilizaba gran número de participantes y requería una infraestructura no esca-
sa (caminos, hospederías, establos para postas, caravanas). No todos los partíci-
pes se movían exclusivamente por la piedad —de hecho, las compras en merca-
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INTRODUCCIÓN 21

dos y bazares, la adquisición de reliquias (predecesores de nuestros suvenires) y


hasta su miaja de amor venal, como sucede en el turismo sexual de hoy, eran otros
tantos de sus motivos—. Las zonas en torno a los templos (como, por ejemplo, en
Senso-ji, en el distrito tokiota de Asakusa) eran equivalentes a los centros comer-
ciales y ofrecían múltiples productos al viajero exigente. Sin embargo, el turismo
religioso carecía del tejido institucional que requiere el TMM. Más aún, pese al
alto número de participantes, era tan solo el acontecimiento de toda una vida para
la mayoría —no una ocurrencia recurrente, como sucede hoy para muchos—.
Más cerca del presente ha habido otros tipos de turismo de masas. Los regí-
menes totalitarios del siglo XX se percataron de que viajar hacía más llevadera
la vida social y solidificaba el control dictatorial que ejercían sobre sus súbdi-
tos. Las vacaciones pagadas fueron una innovación del Gobierno francés del
Frente Popular en 1936 (fruto de elecciones democráticas), pero en Alemania
los nazis y en otros lugares sus equivalentes fascistas de Italia y España también
aprendieron a ofrecer zanahorias viajeras a las masas. Organizaciones como
Kraft durch Freude (Fuerza a través de la Alegría) (Baranowski, 2004, 2005;
Spode, 2009), Dopolavoro (Tras el Trabajo) (Sgrazzutti y Beltrán, 2005; Liebs-
cher, 2005) y Educación y Descanso proveían, entre otras cosas, esparcimiento,
programas culturales y colonias de vacaciones para los trabajadores honrados.
«En 1933, solo un 18 por ciento de los trabajadores industriales alemanes toma-
ban vacaciones; en 1934, 2,1 millones viajaron de recreo por una semana o más;
en 1938 fueron siete millones» (Overy, 2004: 323). KdF inició la fabricación de
los Coches del Pueblo, los Volkswagen que han llegado hasta hoy.
La Constitución estalinista de 1936 proclamaba que

los ciudadanos de la URSS tienen derecho al descanso y al ocio. El derecho al descan-


so y al ocio vendrá asegurado por la reducción de la jornada laboral a siete horas para
la gran mayoría de los trabajadores, la institucionalización de vacaciones anuales con
paga completa para obreros y empleados y la provisión de una amplia red de sanatorios,
casas de descanso y clubes para acomodar a la clase obrera (artículo 119).

Como el metro de Moscú, esta proclama era un escaparate del régimen para
la mayoría, pero los buenos obreros estajanovistas y sus familias gozaban de
vacaciones generalmente organizadas por los sindicatos o el Komsomol (Liga
de la Juventud Comunista). Con las necesarias adaptaciones, sistemas semejan-
tes se introdujeron en el bloque socialista tras la Segunda Guerra Mundial
(Allcock y Przeclawski, 1990).
En los siglos XIX y XX, en sociedades no totalitarias, algunas familias o los
hijos de familias trabajadoras obtenían paquetes de vacaciones a través de orga-
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22 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

nizaciones voluntarias, como sindicatos, partidos políticos e iglesias. Antes de


la toma del poder por los nazis, el Partido Socialdemócrata Alemán había crea-
do su propia sociedad civil dentro de la sociedad global por medio de redes de
asociaciones y clubes de ayuda mutual que proveían descanso y ocio a sus
miembros, desde conjuntos corales a vacaciones a bajo costo. Este tipo de turis-
mo de masas suele conocerse como turismo social (Lanquar y Raynouard,
1995; Lengkeek, 2009) y constituyó una importante fuente de vacaciones en
Europa hasta los sesenta.
El turismo de masas, pues, tiene una amplia genealogía. Pero si queremos
entender el TMM y comprender en qué se diferencia de sus antecesores, tene-
mos que cualificarlo de alguna manera especial. A mi entender, para distinguir
entre el turismo de hoy tal y como se ha ido moldeando desde los cincuenta y
sus formas previas es menester comprender qué entendemos con el adjetivo
moderno. El turismo actual está íntimamente ligado a la modernidad.
Qué entendemos por moderno y modernidad. En la acepción más general,
el Diccionario Merriam Webster (2002) define esos conceptos de forma crono-
lógica (algo que se extiende desde el pasado hasta tiempos recientes). Ambos
conceptos son, pues, más bien difusos. En la lengua cotidiana, empero, ambos
significan cosas diferentes tales como en boga, de moda, bien diseñado y de-
más. En investigación social, sin embargo, cuando hablamos de modernidad
hay que adoptar valores más concretos. Habitualmente, la modernidad se defi-
ne como aquella forma social que organiza la producción y distribución de bie-
nes y servicios, la creación y difusión del conocimiento, y la toma de decisio-
nes políticas mediante la agencia combinada de los mercados, la ciencia y la
tecnología (I+D), y el imperio de la ley. Básicamente, esas instituciones se apo-
yan en decisiones individuales de compra, investigación o voto. Con un nom-
bre más conflictivo, puede llamarse a la modernidad capitalismo.
La modernidad es un episodio reciente en la historia de la humanidad.
Aunque muchos aspectos de este combinado social (comercio, pensamiento ra-
cional, democracia local) pueden encontrarse aquí y allá en el pasado remoto,
tan solo recientemente se han coaligado todos ellos en una forma específica. La
revolución industrial y la expansión colonial de algunos países europeos que
siguieron a las guerras napoleónicas a comienzos del XIX suelen habitualmente
verse como sus cimientos iniciales. Podemos llamar a este período capitalismo
clásico, capitalismo industrial, fordismo o modernidad 1.0, con un alias en boga
por su parentesco digital. En esta primera etapa, la modernidad se desarrolló tan
solo en un limitado número de países del Atlántico Norte, pero el capitalismo
se extendió por muchas regiones del mundo de forma desigual y forzosa. La
modernidad 1.0 se acabó con la Segunda Guerra Mundial y el subsiguiente pro-
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INTRODUCCIÓN 23

ceso de descolonización que acompañaron a la expansión de la producción y el


consumo de masas. Podríamos llamar a esta segunda etapa con diversos nom-
bres, tales como modernidad tardía/posmodernidad/madura/contemporánea/lo-
que-sea. Aquí usaremos modernidad 2.0, aunque no exclusivamente porque las
etiquetas invariables tienden a desconcertar. En cualquier caso, lo que quiere
significarse es que los mercados fueron —y son—la institución clave para la
producción y el intercambio de mercancías (incluyendo la fuerza de trabajo) en
esos dos períodos. La modernidad 1.0 desapareció víctima de sus propias crisis,
ejemplificadas por la Gran Depresión que siguió a 1929, y de su dinámica ex-
cluyente —niveles de vida relativamente bajos, rígidas distinciones de clase, y
limitados derechos de sufragio en el centro; pobreza y discriminación para las
poblaciones de las colonias; exclusión de algunas naciones poderosas (Alema-
nia y Japón) de los beneficios de la expansión colonial—.
Tras el drama que se desarrolló en Europa, Asia y África se inició una
segunda oleada de modernidad. Su característica básica era la aparición de so-
ciedades de masas, también conocida como capitalismo maduro o modernidad
2.0. Este nuevo tipo de sociedad es más inclusivo que su hermana mayor. Las
sociedades de masas pusieron al alcance de grandes números normas de consu-
mo muy por encima de la reproducción estricta (es decir, de las necesidades
básicas de comida, vivienda, vestido, uso de energía, transporte, etc.); la con-
versión del mercado en el medio clave para la asignación de recursos; una
expansión de las clases medias; y la extensión de la participación política a la
mayoría de sus ciudadanos.
La primera sociedad de masas centrada en el mercado o modernidad 2.0
apareció en Estados Unidos en los primeros años del siglo. Ese país adoptó con
entusiasmo las innovaciones científicas y técnicas. Luego de la crisis de 1929,
Estados Unidos vio en el aumento del consumo de masas el contrapeso a las
tendencias de sobreproducción propias del capitalismo. A pesar de la herencia
de la esclavitud para la población de origen africano y del apartheid que siguió
a su abolición tras la Guerra Civil (1861-1865), la sociedad americana abrió sus
puertas a sucesivas oleadas de inmigrantes, en especial a los europeos que huían
de la pobreza y la opresión en sus países de origen. A finales del XIX, el país ha-
bía comenzado su ascenso espectacular. Desde los cincuenta, la imitación del
éxito americano generó una segunda ola de capitalismo (luego llamada globali-
zación) que aún se desarrolla en sus diferentes versiones (modernidad 2.1, 2.2,
2.3 y muchas beta), también conocidas como los «milagros» acaecidos en di-
versos lugares en la mitad del siglo XX.
La modernidad 2.0 no se asentó sin transitar por múltiples meandros. Des-
pués de 1917, la Rusia soviética desafió a la primera ola modernizadora con una
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24 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

economía centralizada, el control estatal del comercio exterior y la abolición


casi completa de la propiedad privada. Tras la Segunda Guerra Mundial el mo-
delo fue impuesto por la fuerza en la zona de influencia soviética de Europa del
Este, aunque también tuvo genuinos imitadores (China, Cuba, Vietnam). Se su-
ponía que el modelo se enfrentaría primero y sustituiría después a las socieda-
des de masas basadas en el mercado, designadas como el enemigo capitalista.
Muchos países en desarrollo adoptaron algunas de las facetas del modelo: el
sector público como motor de la economía; serios límites a la propiedad priva-
da; sustitución de importaciones para favorecer la industrialización.
El colapso del imperio soviético en los noventa mostró que el modelo alter-
nativo, para decirlo con el lenguaje de moda en estos tiempos, no era sostenible.
Las naciones de Europa del Este lo abandonaron tan pronto como consiguieron
su independencia después, en 1989. Rusia y los nuevos países de Asia Central
aún luchan con el legado de atraso de la planificación central. Otras estrellas en
ascenso, como China, India o Vietnam, empezaron a desmantelar partes de su
sector público en ese tiempo y a expandir el derecho de propiedad, permitiendo
que el mercado se convierta en un importante mecanismo para la asignación de
recursos, pese a las declaraciones oficiales y al mantenimiento de un aún gigan-
tesco sector público. Finalmente, muchos países de Latinoamérica, África, el
Oriente Medio y Asia del Sur que copiaron parte del modelo soviético y aún le
permanecen fieles se han quedado en el limbo de un crecimiento económico dé-
bil, cuando no inexistente, que tratan de dejar atrás a duras penas.
La Alemania nazi constituyó otro desafío a la expansión de las sociedades
de masas basadas en el mercado o modernidad 2.0. Su modelo económico contó
con la fortaleza del sector privado alemán y no trató de reemplazar completa-
mente al mercado. Pero, con la aquiescencia de los escalones superiores de la
clase capitalista y la de la mayoría de la población alemana, los nazis sometie-
ron a la economía a las necesidades de la maquinaria de guerra levantada para
colocar a Alemania en el ápice de la sociedad internacional (Overy, 2004). Aun
por su corta duración, la brutalidad del régimen permite apuntar cuál hubiera
sido su posible evolución de haber ganado la guerra. La meta nazi era cambiar
el orden internacional y sustituir a los viejos imperios coloniales. El trato im-
puesto a los países ocupados de Europa (por no mencionar el intento de exter-
minar por completo a judíos, gitanos, homosexuales y discapacitados allí y en la
propia Alemania) deja pocas dudas acerca de cómo hubiera sido de benigna su
dominación de haber triunfado. Una sociedad de masas basada en el mercado
libre y el imperio de la ley no era exactamente la meta fundamental de las bes-
tias rubias. La Zona de Coprosperidad de la Gran Asia impuesta por Japón a las
naciones asiáticas ocupadas durante la guerra apuntaba en la misma dirección.
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INTRODUCCIÓN 25

A comienzos del siglo XXI, pese a muchas diferencias políticas y culturales,


convertirse en sociedades de mercado y de consumo masivo aún resulta el obje-
tivo que atrae a la mayoría de los países, quizá su única posibilidad para salir
del atraso, y eso pese a la seria crisis económica que comenzó en 2008. Con
diferentes moldes institucionales, diferentes grados de crecimiento y riqueza, y
diferentes políticas, muchos países luchan por acercarse al modelo. Copias del
modelo americano aparecieron en Europa occidental, Canadá, Australia, Nueva
Zelanda y Japón inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
Luego siguieron en la transición hacia mayor opulencia algunos países y terri-
torios en Europa (España, Portugal, Irlanda, Grecia), en el este y el sudeste asiá-
ticos (Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong, Tailandia) y aun en Lati-
noamérica (Chile y México). Como se ha apuntado, China, Vietnam y luego
India iniciaron un camino similar hacia la Gran Convergencia. Inicialmente na-
cida en el oeste, la liga de sociedades de masas, efectivas y aspirantes, incluye
hoy a muchos países y culturas no occidentales.
¿Por qué ha tenido tanto éxito el modelo? Una respuesta breve dice que las
sociedades de masas basadas en el mercado han sido las más capaces de hacer
buenas sus promesas y son más inclusivas que otras (Mickelthwait y Wool-
dridge, 2000). Son ellas quienes han generado un más rápido crecimiento eco-
nómico, reducido la pobreza y extendido el consumo a muy amplios grupos
sociales; quienes crean mayor diversificación social expandiendo las clases
medias y ofreciendo crecientes opciones en educación, salud y ocio a la mayo-
ría de sus miembros. Algunas han incluido a grupos sociales (mujeres) y mino-
rías (étnicas, regionales, lingüísticas, de discapacitados) anteriormente exclui-
dos en el contrato social y la franquicia política. Todo ello ha sucedido, sin
duda, en medio de amplias variaciones nacionales y regionales que adaptan su
expansión a las necesidades y culturas locales. La revolución en las tecnolo-
gías de la información de los últimos veinte años ha globalizado su atractivo y,
al tiempo, ha glocalizado muchos de sus componentes. Los medios globales e
internet la han puesto al alcance del mundo entero, contribuyendo así a la se-
gunda mayor revolución social de la historia —la neolítica de hace treinta siglos
fue la primera—.
TMM ha contribuido de forma significativa, aunque limitada, al proceso.
Las sociedades de masas basadas en el mercado han aumentado formidable-
mente el ocio de sus miembros, ofreciéndoles, ante todo, vacaciones pagadas.
A pesar de la versión neorromántica de que cazadores y recolectores tenían una
mayor vida de ocio (Fernández-Armesto, 2001; Harlan, 1992, 1998), lo cierto
es que las sociedades de masas han extendido la esperanza de vida mucho más
allá de la que nunca conocieran sus predecesoras, dando así mayor tiempo de
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26 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ocio total a sus miembros, por no mencionar las mucho mayores opciones para
emplearlo que proporcionan. Además, han aumentado la renta disponible (la
parte de los ingresos que resta tras pagar por los gastos básicos de mantenimien-
to). Sin duda, quienes no la tienen difícilmente viajarán; pero, como se ha di-
cho, las sociedades de masas han llevado mucho más dinero a los bolsillos de
sus miembros, creando así, de paso, el impresionante crecimiento de TMM.
Finalmente, en ellas ha aparecido una industria global de TMM que provee a
los deseos crecientes sobre la base del mercado. Así pues, TMM es la forma
específica en la que las sociedades de masas organizan la conducta viajera de la
mayoría de sus miembros. Tanto en términos absolutos como relativos, el turis-
mo doméstico y el internacional han crecido exponencialmente desde que la
industria comenzó sus trabajos. A lo largo de los últimos sesenta años, TMM se
ha convertido en parte integrante de las vidas de millones de consumidores de
todo el mundo.
En este punto es difícil escapar a la invocación ritual de algunos datos
macro. El Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC por sus siglas en in-
glés, que se conservarán en el texto), una institución que acoge a las mayores
compañías de viajes del mundo, estimaba que, en 2010, la economía de viajes
y turismo (T&T en lo que sigue) contabilizó, de forma directa e indirecta, 9,2
por ciento del Producto Mundial Bruto, con un total de 5,7 billones de dólares
(WTTC, 2010). En 2009, la Organización Mundial del Turismo (OMT;
UNWTO por sus siglas en inglés, que se utilizarán en el texto para evitar una
acumulación de acrónimos; es una nueva marca para reemplazar a la antigua de
WTO, hoy copada por otra WTO mucho más importante, World Trade Organi-
zation u Organización Mundial del Comercio), una agencia de Naciones Uni-
das, daba una cifra de 880 millones de llegadas turísticas internacionales en
todo el mundo (UNWTO, 2010a).
A efectos de esta introducción, la cifra más significativa, empero, es que el
volumen de llegadas internacionales se ha multiplicado por treinta desde 1950.
Más aún, UNWTO estima que se doblará hasta 2020, cuando subirá a mil seis-
cientos millones de llegadas (UNWTO, 2005). Semejante fuerza impresiona
por tres conceptos. Primero, es contemporánea del surgimiento de las socieda-
des de masas basadas en el mercado. Segundo, su ritmo de crecimiento ha sido
más rápido que el de la economía internacional. Tercero, existe una serie esta-
dística completa del turismo internacional del pasado que permite hacer extra-
polaciones sobre su futuro, lo que pocas veces acontece en otros aspectos de la
investigación social.
Los números, lamentablemente, no están tan claros por lo que se refiere a
la mayor parte del TMM —el turismo doméstico—. Demasiado frecuentemen-
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INTRODUCCIÓN 27

te olvidado por los investigadores académicos, el turismo doméstico aporta


alrededor del 81 por ciento de todo el consumo turístico (WTTC, 2005: 12),
dejando tan solo un quinto al turismo internacional. Pero como la información
sobre el turismo doméstico es limitada, los académicos solo se fijan en el turis-
mo internacional. Esta obcecación está tan enraizada entre los estudiosos que el
Comité de Investigación de la Asociación Sociológica Internacional (ISA por
sus siglas inglesas) que se ocupa del turismo (RC50 de la ISA) aún sigue lla-
mándose Comité de Turismo Internacional (ISA, 2005). Es verdad que, tal vez
para marcar el paso del tiempo, el RC50 de la ISA ha dedicado una de sus re-
cientes sesiones al turismo doméstico (en Jaipur 2009). Como se dirá, tal negli-
gencia afecta al cuadro de desarrollo del TMM reduciendo nuestro campo ópti-
co y oscureciendo una comprensión completa del objeto de estudio.
¿No es acaso una bravuconada identificar los datos estadísticos de UNWTO
sobre turismo internacional con TMM? De hecho, esos datos incluyen a viaje-
ros de países que no pueden considerarse sociedades de masas en el sentido que
aquí se maneja. Más aún, las estadísticas no permiten distinguir entre los núme-
ros del turismo de ocio de otras categorías que han existido desde tiempos pre-
modernos, por ejemplo los viajes de negocios y deferenciales («deferencial»
significa aquí viajes con el fin de rendir pleitesía a determinadas instancias divi-
nas o humanas). De este tipo de viajes, el más común es el de «visitas a amigos
y parientes» (VFR en sus siglas inglesas, que mantendremos), pero conviene
incluir también en ellos los viajes para cumplir con obligaciones políticas o ad-
ministrativas. El turismo religioso puede incluirse también en esta categoría.
No hay mucho que se haya hecho hasta el momento para mejorar esta
sequía estadística y ello afecta a nuestras reflexiones sobre el asunto. Las gene-
ralizaciones deben ser siempre sometidas a escrutinio, pero en el campo turís-
tico eso no resulta fácil dado el estado fragmentario e incompleto de las bases
de datos principales. Sin embargo, el examen de otras fuentes como Eurostat o
los limitados datos accesibles en algunas fuentes privadas proporciona una vi-
sión más rica del fenómeno, con la expectativa de que algún día UNWTO y
otros organismos se tomen en serio el análisis de este aspecto. Por el momen-
to, sin embargo, uno ha de contentarse con lo que tiene a mano. Adicional-
mente, puede apuntarse que el turismo de negocios y el deferencial son hoy
parte de la industria T&T y usan servicios que se compran en los mismos mer-
cados que el turismo de ocio. De esta forma, aquellos condividen con este mu-
chos rasgos que nos permiten incluirlos en TMM, aunque no sean por comple-
to idénticos.
En este punto es menester una última precisión. Además de lo anterior, la
discusión general del TMM en este libro, de acuerdo con el consenso tácito de
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28 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la mayoría de los investigadores, entenderá como TMM, sobre todo, a aquel que
se interesa primordialmente por las vacaciones y el ocio. De hecho, lo que de-
finitivamente creó TMM, lo que lo ha convertido en un importante fenómeno
sociológico y lo coloca aparte de otras formas previas de viaje que se han dado
en la historia es, sobre todo, la extensión del ocio a muchos millones de perso-
nas gracias al crecimiento de las sociedades de masas basadas en el mercado.

¿Qué clase de sociología?

Una aproximación sociológica será lo que se intente a continuación, con un


matiz que explicaremos en seguida. De esta forma, el autor se coloca al margen
de la corriente mayoritaria de la investigación en turismo. Como se argumenta-
rá en detalle a continuación, la investigación turística se halla en medio de una
«crisis de las tijeras». Lo de «crisis de las tijeras» trae su causa de algo similar
que Trotsky identificó en la recién nacida Unión Soviética durante los veinte.
Los precios agrarios e industriales variaban con tan diferente velocidad que in-
evitablemente ponían en discordia a los dos pilares fundamentales de la nueva
sociedad: el campesinado y la clase obrera (Carr, 1958). Algo similar sucede en
el campo de los viajes y el turismo. Por un lado, una mayoría de los trabajos de
investigación se ocupa con técnicas que buscan el aumento de los beneficios.
Los que siguen este camino dan por sentada la existencia del mercado como el
motor básico del TMM y no se preocupan de justificar este predicado con dis-
cusiones sobre su eventual idoneidad básica, su legitimidad, su dinámica social
y otros asuntillos a su entender menores.
Por el otro, aquellos, no pocos en número, que se ocupan del TMM en for-
ma más amplia, usualmente se valen del paradigma posmoderno (pomo en ade-
lante) para categorizarlo. A menudo, la idea de lo posmoderno se entiende como
secuencial, es decir, algo que viene tras de la modernidad, y se usa para mejor
definir o complementar a esta. Esto es un serio error (véase capítulo 3). En rea-
lidad, los pomos van mucho más allá. La suya es una crítica total del TMM y,
por ende, de la modernidad, aunque a menudo esa crítica aparezca sub rosa. Lo
que ellos se proponen es conformar una teoría radical sin tener que molestarse
en sacar sus consecuencias prácticas. Les basta con proponer las sedicentes crí-
ticas a la modernidad y la necesidad de hallarles una respuesta, sin atreverse a
ofrecerla. De esta forma, las llamadas mejores prácticas, algunas formas de tu-
rismo a las que se quiere privilegiar (capítulo 9), definiciones generales del
«turista», o algunas políticas de sostenibilidad que se reputan superiores se pro-
ponen sin entender cómo afectarían a la estructura de las sociedades de masas
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INTRODUCCIÓN 29

ni cómo habrían de reaccionar los consumidores a esos costes añadidos. En rea-


lidad, la propuesta pomo suele plantearse como más allá de la lógica del mer-
cado, aunque no explica cómo sería posible librarse de ella. Los pomos pocas
veces llegan a explicitar las consecuencias de su visión.
La primera estrategia de investigación no parece sentir la necesidad de
investigar cómo y por qué TMM apareció y se abstrae de discutir su especifici-
dad en el mundo actual o sus relaciones con otras esferas sociales. Sus seguido-
res discuten cosas como «las experiencias gastronómicas de los turistas chinos
en Australia y su contribución a la satisfacción de los turistas»; o «la creación
de un programa original para asar pollos en un combinado de asador y cocedor»;
o «los determinantes de los consumidores solitarios maduros cuando van al res-
taurante»; o «un estudio de viabilidad para la inclusión del White Coffee (Café
Blanco, una sedicente forma original de hacer el café en Malasia) en los progra-
mas de denominaciones controladas» (todos ellos apasionantes asuntos discuti-
dos en una de las pocas conferencias a las que ha asistido el autor). Referencias
a sus autores se omiten porque no parezca que son los únicos sospechosos habi-
tuales. Cosas similares aparecen en los programas de muchas otras conferencias.
Tal vez estos trabajos sirvan de alguna ayuda en punto a eficiencia económica,
pero nos dicen muy poco acerca de la verdadera estructura del TMM.
La segunda estrategia de investigación evita examinar la forma en que ope-
ran los mercados y las variadas interacciones entre consumidores y proveedo-
res. Lo que de verdad importa a sus seguidores es la forma en que estos últimos
deberían comportarse. Las discusiones sobre sostenibilidad, por ejemplo, fre-
cuentemente dan por sentado que el turismo sostenible solo puede ser obra de
los mochileros o de los practicantes del turismo en pro de los pobres o del que
se apoya en las comunidades de base (community-based tourism o CBT en sus
siglas inglesas). O se discute el desarrollo turístico sin referencias a la tecnolo-
gía del transporte, a las compañías aéreas o las navieras. Si uno fuera consisten-
te con esta forma de pensar debería sacar la consecuencia de que lugares como
Las Vegas, Orlando, Mallorca, Venecia, Macao, Hong Kong, es decir, aquellos
donde TMM sucede en la realidad, son insostenibles, por más que, por el mo-
mento, eso parece difícil de argumentar. Igualmente podría señalarse que los
mochileros, el CBT o el turismo pro-pobres no son más que una parte mínima
del sistema turístico global. Pese a su importancia, esos segmentos de mercados
tan solo incluyen a unos no cuantificados millones de practicantes en el amplio
mundo de TMM. ¿Piensan realmente sus defensores que se puede llegar a la
sostenibilidad tan solo por medio de esos procedimientos y flujos? Cuando se
cree que la sostenibilidad, más o menos, depende de que los llamados causaha-
bientes (stakeholders) digan la última palabra sobre cómo gestionar un destino
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30 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

o un conjunto vacacional (Sofield, 2003), uno no puede extrañarse si, al final,


los inversores (stockholders) se lo piensan dos veces antes de poner su dinero
en esos esquemas. Pero son pocas las veces en que estos asuntos despiertan la
atención de los denunciantes.
El rápido crecimiento de la investigación turística ha estado entre nosotros
desde los noventa y sigue su curso, al parecer imparable, mientras ambas tradi-
ciones se encierran en un creciente desinterés mutuo y una divergencia total
entre sus métodos y sus perspectivas. A veces, uno se pregunta si Dann (1996a)
y Mackay (2005), al escribir sobre la semiótica del turismo, se refieren de ver-
dad a la misma cosa; o si el turista de MacCannell (1992a, 1999a, 2001b) y los
turistas de Plog (2003) son las mismas personas; o si ese perpetuum mobile de
que hablan Urry (2000, 2003) y su parroquia movilizante tiene la menor seme-
janza con los mercados mayormente estables que rellenan los trabajos sobre
gestión publicados en las revistas académicas tenidas por mejores (cítense dos
instancias entre las muchas que podrían traerse a cuento: Papatheodorou, 2001;
Yang, 2004). A mi entender, ambas hojas de la tijera coinciden en su falta de
interés por los problemas básicos que plantea el funcionamiento de los merca-
dos y las motivaciones de los consumidores. Mientras que los primeros se incli-
nan hacia un puntillismo pragmático, los otros se entregan a un prescripcionis-
mo incontrolable. Entre la gestión de negocios y los estudios culturales de los
pomos y su amplia progenie, los aspectos fundamentales de la existencia y las
funciones del turismo de masas desaparecen.
No debería sorprender que la investigación turística no pueda encontrar un
paradigma compartido, es decir, un marco que satisfaga a la mayoría de las teo-
rías y a los métodos aceptados por los investigadores. La sociología difícilmen-
te podría escapar a la suerte de la investigación social. Con la relativa excep-
ción de la economía, donde el paradigma del mercado es aceptado por la mayo-
ría de sus estudiosos y la discusión se mueve en torno a qué factores explican
mejor las diferentes áreas del sistema (Aghion y Howitt, 1998; Rodrik, 1999;
Romer, 1989) o el futuro del capitalismo (Krugman, 1994; Mankiw, 2002), la
situación es similar en todas las demás ciencias sociales. De hecho, eso revela
las muchas dificultades que estas últimas tienen a la hora de separar hechos y
valores, razón por la que a menudo se las define como ciencias débiles. A dife-
rencia de los economistas, que no pueden escapar a algunos teoremas simples,
como el de la escasez («no se puede consumir siempre más de lo que se produ-
ce»), que dan un cierto aire newtoniano a sus menesteres, la mayoría de las
demás ciencias sociales piensa estar exenta de semejantes estrecheces.
La sorpresa, por el contrario, salta en otra parte: en el feliz estado que
acompaña a las partes en este Mutuamente Asegurado Desinterés o MAD, con
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INTRODUCCIÓN 31

un acrónimo similar al MAD (Mutually Assured Destruction) de tiempos de la


guerra fría. Los economistas escuchan las prédicas contra el consumismo o la
mercantilización —que, por cierto, son su sustento básico— con el mismo inte-
rés con el que uno oye caer la lluvia o ve crecer la hierba. Tal vez suponen que,
por mucho que sus críticos puedan denunciarlas, ambas cosas están aquí para
no marcharse mientras existan los mercados, con lo que su pretendida desapa-
rición no es más que hablar por no callar. A su vez, ellos reciben su merecido
en su misma moneda cuando los académicos pomo ignoran que el turismo
actual no puede separarse de la industria que lo sostiene o piensan que los mer-
cados pueden hacerse desaparecer si se cede a ese deseo o, al menos, que pue-
den ser ignorados.
¿No se iba a tratar aquí de sociología? A qué, pues, tanta atención a la eco-
nomía. Aun a riesgo de desasosegar a quienes creen que existen límites estric-
tos de las disciplinas, sociología se usa aquí no para disponer un fielato entre
esta o aquella otra ciencia social; la palabra se refiere tan solo a una distinción
metodológica. Busca su inspiración en algo ajeno tanto al puntillismo de mucho
de lo que hoy se hace en las escuelas de negocios y quiere hacerse pasar por
economía como a la ceguera emic de mucha de la antropología, psicología so-
cial y... sociología al uso. Trata de encontrar apoyo en las intuiciones de algu-
nos maestros del pensamiento ilustrado (Hume, Smith y, con reservas, Kant) de
que los humanos producen sus vidas bajo el apremio de la escasez impuesta por
su entorno, tanto natural como social, y sus anteriores reacciones a ella. Uno de-
bería añadir que los humanos obran así, además, en medio de la incertidumbre
por el futuro y las imprevisibles intrusiones en sus vidas del azar. La multidis-
ciplinariedad, por desgracia, no da respuesta a esta cuestión. Si las ciencias de
las que uno espera remedio están igualmente plagadas de puntillismo y emici-
dad, el problema solo se multiplica. Lo que aquí se propone, pues, no es dema-
siado nuevo, justo el rechazo a esos dos callejones sin salida.
Resulta difícil evitar sentir que —como dirían los Rolling Stones— cuan-
do tantos colegas «me transmiten más y más / informacón inútil / que tendría
que excitar mi imaginación / […] yo no encuentro satisfacción». Por un lado,
uno tiene escasa paciencia para con los ingenieros de las escuelas de negocios.
Sin duda, tienen derecho a un lugar al sol, pero nada parece menos excitante
para el intelecto que las nuevas técnicas para ahorrar minutos en la entrada a la
cabina de los aviones; o los modelos de entrenamiento en los centros de llama-
das; o la influencia de la etnicidad en los criterios de evaluación a la hora de ele-
gir un restaurante japonés en Estados Unidos (otras tantas contribuciones a la
conferencia evocada anteriormente), por importantes que esas cosas puedan ser
bajo el microscopio. Por su lado, los pomos suelen caer en generalidades sin fin
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32 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

y en un moralismo subsiguiente donde la reiteración toma el lugar de la creati-


vidad.
Lo que aquí se tratará de hacer modestamente es contribuir a un cambio en
la conversación. El trabajo intelectual sobre turismo está dominado por diversas
líneas que convergen en su desprecio por la modernidad y las sociedades de
masas con diversos pero escasos grados de intensidad. Este tipo de pensamiento
les lleva a proponer explicaciones del sistema turístico que carecen de suficiente
apoyo factual, están preordenadas en sus metas y son profundamente normativas.
Ya se ha mencionado esta última cualidad. Hablemos ahora de las otras dos.
El modelo cultural dominante de explicación del sistema turístico ofrece una
visión invertida de la realidad. Basándose casi en exclusiva (cuando aduce algu-
na) en las estadísticas de llegadas internacionales, acaba por ignorar el turismo
doméstico y su dinámica, se olvida del turismo interregional (dentro del mismo
continente) y subraya la importancia del de larga distancia o intercontinental.
Como se argumentará (capítulo 2), sus seguidores se colocan así en el polo
opuesto de lo que sucede en la realidad. El modelo se desliza así hacia la consi-
deración del turismo como otro efecto de los desequilibrios económicos entre un
norte rico y un sur pobre que produce y reproduce la hegemonía cultural de Oc-
cidente sobre el resto del mundo. Es el modelo del turismo como infección.
Sin embargo, lo poco que conocemos del sistema global del turismo apun-
ta en la dirección opuesta. El turismo de masas comienza, sobre todo, dentro de
las fronteras propias, salta sobre ellas hacia destinos y culturas cercanos y solo
establece cruces culturales entre sociedades distantes de forma muy limitada. El
desarrollo del TMM parece un collage de manchas de aceite que crecen hacia
fuera de sus límites exteriores, convergiendo aquí y allá. Desde un interior na-
cional, se expande hacia el exterior cercano y, de forma mucho más limitada,
alcanza algún confín alejado de su perímetro. Así es posible comprender por
qué crece más rápidamente en algunas regiones mientras que se queda atrás en
otras. Así puede verse que no solo viaja —en cifras muy pequeñas, por cierto—
desde el norte rico hacia el sur pobre. Así podemos entender por qué Asia del
Este y del Sudeste crecen —gracias sobre todo al turismo interregional asiáti-
co— o por qué el África subsahariana y Latinoamérica, que no tienen motores
de crecimiento propios (Lew, 2000), se mantienen inmóviles. De acuerdo con
esta falsilla, este libro trata de atemperar nuestro entendimiento del TMM y ha-
llar una explicación diferente a su desarrollo para luego criticar la mayoría de
los prejuicios que se derivan de ignorar sus dimensiones económicas. Mientras
que la cultura es infinitamente elástica, la economía no lo es.
La falta de atención a los hechos entre las explicaciones de TMM que son
predominantes no es accidental. Está preordenada en su ideología. La difusión
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INTRODUCCIÓN 33

de las sociedades de masas ha sido seguida por los ataques del deconstruccio-
nismo y del posmodernismo. Este movimiento neorromántico ha creado una
matriz intelectual basada en la idea de que este mundo —cualquier mundo— es
una construcción social o cultural que refleja distintas situaciones de poder. De
esta manera, la aspiración a alcanzar el menor grado de objetividad es un sueño
imposible. Objetividad no significa más que autoselección de los hechos de
acuerdo con las pautas que favorecen el orden social establecido y benefician a
sus detentadores, sean quienes fueren —Occidente en la arena internacional, los
hombres blancos, los hombres de cualquier raza en la esfera doméstica, los he-
terosexuales frente a los homo y transexuales, y así con toda otra serie de situa-
ciones de poder cuya enumeración sería prácticamente interminable—.
Va de suyo que la objetividad no es totalmente segura dentro de la condición
humana. Sin embargo, en vez de empeñarse en reducir los juicios de valor a una
función marginal y dejar paso a los hechos —lo que es la meta del método cien-
tífico—, la matriz pomo mantiene que es posible desentenderse de ellos —los
propios hechos tienen que ser reconstruidos como cualquier otra relación de
poder—. El frenesí reconstructor ha llegado a todas partes. Baste recordar la tram-
pa que, a ciencia y conciencia, Alan Sokal tendió al enviar a la revista Social Text
un artículo que concluía con que «el contenido y la metodología de la ciencia pos-
moderna aportan un poderoso apoyo intelectual al proyecto político progresista»,
luego de establecer una serie de hipótesis rayanas en la patochada sobre algunos
aspectos de la física y vio cómo el trabajo era publicado (Sokal, 1996a, 1996b).
Que todo refleja una posición de poder es una noción intelectualmente
arriesgada. Tomada en serio, la hipótesis deconstruccionista no puede evitar la
circularidad. Cómo defender que toda proposición factual refleja una propues-
ta de poder y, al mismo tiempo, que algunas de ellas (las más queridas al de-
construccionista de turno) están exentas de esa constricción. En la vida real, los
pomos se olvidan de ese artículo de su fe y aceptan excepciones a la regla pues
los hechos que se ajustan a sus prescripciones, esos sí, son objetivos. La con-
ducta del turista, por ejemplo, dizque ser una construcción social que refleja
diferencias de poder; sin embargo, si se trata de practicantes del ecoturismo, del
turismo sostenible, del CBT o de la vía mochilera y, en general, de cualquier
otra cosa que parezca ir en sentido inverso al mercado o evitar la intervención
de la industria, entonces sí que es la suya una conducta aceptable y la objetivi-
dad de sus practicantes e intérpretes superior a la de cualesquiera otros. El re-
chazo inicial a la objetividad se convierte así en un arma que permite seleccio-
nar lo que se quiera de acuerdo con la decisión de los autores. TMM no es sino
un trampantojo que ayuda a reproducir el orden social occidental, se nos dice,
y así tenemos licencia para olvidar a los mil cien millones de viajeros domésti-
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34 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cos chinos en 2004 (CNTO, 2005), que no hacen una buena figura como agen-
tes imperialistas en su propia nación; o se puede mantener contra toda eviden-
cia que la prostitución actual en el sudeste de Asia es una creación de los turis-
tas sexuales occidentales y/o que es la vía elegida por el Banco Mundial para el
desarrollo estratégico de la zona (Bystrzanowski y Aramberri, 2003).
La solicitud pomo para encontrar interminables sedimentos de significado
en cualquier fenómeno que se les ponga a tiro se paga cara —un moralismo san-
turrón sustituye a los hechos—. Cómo sucedió así en todas las ciencias socia-
les, incluyendo a la investigación turística, puede deconstruirse siguiendo el ca-
mino que llevó a la matriz pomo desde el rechazo indolente del método cientí-
fico (Lévi-Strauss) hasta la confusión entre el poder legítimo y el ilegítimo
(Foucault). Por más que se nos advierta de la necesidad de postrarse ante estos
popes, conviene saber que ninguna investigación vale la pena si no pone en
cuestión el saber convencional. Por esta razón, se ha hecho necesario abando-
nar la investigación turística estrechamente considerada para poner pie en la
teoría sociológica antes de entrar en las consecuencias de aquella sobre esta
(capítulo 3). Semejante desvío resulta imprescindible si se quieren evitar las nu-
merosas trampas que la investigación turística actual tiende aquí y allá.
Pedir ayuda a una sociología tan ampliamente definida como se ha plan-
teado anteriormente puede parecer algo pasado. La investigación social no es
inmune a las modas. Así que cuando uno escuchó a los soixante-huitards pari-
sinos lo de que la liberación colectiva e individual llegaría aquel día en que el
último burócrata fuese ahorcado con las tripas del último sociólogo, uno pudo
pensar que el gremio tenía sus días contados. Como los actuales ingenieros so-
ciales y turísticos, muchos de sus maestros y aprendices se habían dedicado a
celebrar el orden cotidiano realmente existente. No era esa, empero, la inclina-
ción de sus fundadores. Como lo mostró Talcott Parsons en su libro más impor-
tante (1937), desde sus inicios la sociología ha mantenido un estrecho contacto
con la economía clásica y con la ciencia política, tratando de explicar por qué y
cómo la turbamulta de decisiones e intereses individuales, siempre al borde del
conflicto mutuo, acaba por generar algún tipo de orden legítimo. En la medida
en que la investigación social se plantee comprender la parte de V&T en el pro-
ceso, no podrá esquivar las ambiciones —y los límites— que inspiran a la
sociología en combinación con la economía política y la historia. Es decir, por
las ciencias habitualmente degradadas por los estudios culturales pomos. Por
debajo de la crisis de las tijeras, lo que hay es un enfrentamiento entre la socio-
logía así definida, por un lado, y los estudios culturales pomo, por el otro.
Aceptar que la investigación turística es un campo de batalla entre paradig-
mas es desconcertante, así que, en general, los estudiosos prefieren ignorar la
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INTRODUCCIÓN 35

cuestión. ¿No habrá alguna forma de salir del atolladero? Habitualmente, cuan-
do se aborda la divergencia entre paradigmas se invoca a la multidisciplinarie-
dad para sacarnos de él. La rosa de los vientos de las disciplinas turísticas evo-
cada por Jafari (2001) o los más recientes intentos de introducir las movilidades
en este campo (Coles, Duval y Hall, 2005) no son más que expedientes provi-
sionales para desplazar el conflicto entre puntos de vista y disciplinas, tratando
de aparcarlo por un tiempo. La visión de Jafari implica que cualquier perspec-
tiva sobre el turismo es tan válida como las demás. Teología y agronomía, por
ejemplo, pueden contribuir a su estudio en pie de igualdad con la economía y la
sociología. Coles, Duval y Hall creen haber encontrado un modo posdisciplinar
de evitar los conflictos interparadigmáticos mediante la fórmula de concebir el
turismo como parte de un continuo que iría desde los viajes para comprar en el
supermercado, en un extremo, hasta las migraciones, en el otro. Sin embargo,
ninguna de esas propuestas se enfrenta en realidad con el problema de cuál de-
bería ser el peso relativo de los diferentes métodos de estudio.
Nuestra visión se parece más a un dado trucado o a un muñeco tentempié.
Sin duda, la investigación turística se beneficia de múltiples aportaciones naci-
das en diferentes campos, antropología cultural incluida. Sin embargo, no es po-
sible escapar de la decisión final, sea explícita o tácita, sobre si nuestra meto-
dología debe basarse en los hechos o en la interpretación, un dilema que Weber
intentó resolver sin éxito. Llegados a este punto es menester señalar que este
trabajo se inclina decididamente hacia los primeros. Lejos de un castillo hecho
con múltiples naipes, aquí se busca una cierta firmeza estructural. La búsqueda
puede entrar en muy diferentes campos o aceptar múltiples contribuciones, pero
cuando se trata de teoría el autor prefiere seguir la senda más bien determinis-
ta que se basa en la sociología, la economía política y la historia. Solo ellas pro-
veen medios bastantes para explicar por qué determinados fenómenos, T&T en
nuestro caso, han aparecido en un determinado momento histórico y no en otros
o por qué podemos entender su evolución —una asimetría del vector temporal
habitualmente dejada sin explicar por el saber convencional de los estudios cul-
turales actuales—. La sociología así entendida parece el mejor antídoto para
recortar las libertades que la matriz pomo se toma con los hechos.

Un viaje personal

Las introducciones suelen soportar que se hable en primera persona del singu-
lar. Aun cuando ello no aportará ni restará gran cosa a los méritos del argumen-
to que sigue, los lectores esperan que uno les dé alguna pista sobre por qué está
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36 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tratando de llamar su atención. Noblesse oblige. Así pues, explicaré algunas de


las razones que me han llevado a escribir este libro, usando algunos datos per-
sonales, aquí y solo aquí, cuando parecen necesarios para una mejor compren-
sión del argumento. De otra forma, los lectores pensarían que se les obliga a pa-
gar por el libro de memorias de un desconocido.
TMM ha tenido una influencia sustancial en mi evolución personal e inte-
lectual. Llegar a la adolescencia en Madrid durante los cincuenta, no era exac-
tamente lo mismo que en Samoa. La dictadura del general Franco proyectaba
su alargada sombra autoritaria sobre la mayor parte de nuestras vidas, con la
solícita ayuda de la Iglesia católica. Entre otros frutos prohibidos, la educación
sexual brillaba por su ausencia. Si, como era mi caso, uno provenía de una fami-
lia tradicional, carecía de hermanas o parientes próximas del otro género (con
la excepción de la madre, resguardada por un cortafuegos edípico), y estudiaba
en un colegio solo para hombres, no había forma fácil de entender los cambios
que experimentaba su cuerpo y los deseos que engendraban, excepto que se
aceptase la explicación clerical convencional de que no eran sino otras tantas
formas de la sed de mal. El deseo de saber era ilimitado, pero las barreras para
despistarlo también. Algunos compañeros de colegio que habían estado de
vacaciones en la Costa del Sol, una de las metas del incipiente tráfico turístico
hacia España, traían nuevas inesperadas. Se habían encontrado con La Chica
Sueca. Alta, rubia y aparentemente impermeable a los sentimientos de culpa de
las personas honradas, La Chica Sueca les había enseñado unas cuantas cosas
que les ayudaron a estabilizar sus desequilibrios adolescentes y ellos compartí-
an con nosotros esas informaciones. Pese a lo que nos contaban nuestros profe-
sores, el sexo y la felicidad no tenían que ser necesariamente incompatibles.
Más allá de su disponibilidad sexual, los españoles aprendieron otras lec-
ciones de La Chica Sueca y sus compatriotas del norte. Pese a la propaganda de
la dictadura (Spain is different, proclamaban algunas de sus campañas de pro-
moción turística), la libertad no era la causa de todos los males sociales. De he-
cho, lejos de llevarlos al libertinaje en sus lugares de origen, los estilos de vida
más libres de los forasteros parecían más coherentes y atractivos que los im-
puestos por nuestros padres. Cuando nos llegó el turno de viajar al extranjero,
esa conclusión se hizo aún más obvia. Francia se convirtió en el destino más
cercano donde podía comprarse cualquier libro, leer toda clase de periódicos,
encontrar gente interesante y discutir nuevas ideas. En cuanto sonaba algo de
dinero en el bolsillo, nos escapábamos a París para seguir una dieta diaria de
dos, tres y hasta cuatro películas que nunca llegarían a España, gastarnos el
resto de la bonanza en las librerías del Barrio Latino y en probar algún buen res-
taurante cercano si aún quedaba algo.
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INTRODUCCIÓN 37

Otros españoles también estaban de viaje al mismo tiempo, pero no eran


turistas. Eran emigrantes que se marchaban del país en racimos. Iban a Francia,
Alemania, Suiza, Holanda y Escandinavia, a cualquier parte donde pudieran en-
contrar un futuro mejor. Eran españoles como yo, pero su diferencia conmigo
era que a ellos no les había sonreído la suerte. Eran hijos de familias campesi-
nas sin tierras y la agricultura no proveía muchas oportunidades de mejora.
Muchos tenían tan solo las primeras letras, no suficientes para trabajos cualifi-
cados. España estaba inmersa en un proceso de urbanización que los habría em-
pujado a emigrar en cualquier caso y Europa necesitaba esa infusión de mano
de obra barata para consolidar el milagro económico de la posguerra. Pero, así
parecía, su suerte perra era razón suficiente para rebelarse, aunque fuera en la
forma vicaria de un descontento de clase media. Así que me rebelé, alejándome
de los caminos y la fe de mis mayores. Otra fe iba a reemplazarla pronto.
El marxismo parecía un destino natural para aquellos a quienes el despre-
cio por la dictadura no dejaba mucho resquicio para los matices, por más que
nos tuviéramos por intelectuales. Algunos de nosotros elegimos el camino me-
nos frecuentado y encontramos en la extrema izquierda una nueva vía —así lo
creíamos en nuestra ingenuidad culposa— no marcada por los crímenes del es-
talinismo ni los compromisos traicioneros de las burocracias socialdemócratas
y sindicalistas. Al cabo, empero, el mundo se mostraba bastante más correoso
que la maleabilidad de nuestras ilusiones. En junio de 1977, España tuvo sus
primeras elecciones libres desde febrero de 1936 y yo me convertí en candida-
to de un grupúsculo de extrema izquierda hecho de variados grupos de revolu-
cionarios antiestalinistas. Las campañas electorales son grandes maestras. Aún
más que en las fábricas y en las universidades, uno aprendía a marchas forza-
das en los centros comerciales de los barrios obreros. Entre la cacofonía de la
Internacional, que se abría malamente paso desde un altavoz chirriante, uno
podía apreciar que, aun compartiendo la misma lengua, las mujeres de clase
obrera vivían en un mundo diferente del nuestro. No hablaban de la revolución
inminente, sino que mostraban su preocupación por las letras del piso, los anti-
conceptivos, la compra de una lavadora que aminorase sus tareas domésticas o
cómo tener vacaciones en el recién nacido verano.
Tan pronto como las elecciones concluyeron, dejé la política para siempre.
Algo, empero, aprendí en esos años: no culpar al mundo de la frustración de mis
exageradas esperanzas. Si la realidad no se ajustaba a lo que mis principios exi-
gían, era menester cargar la culpa sobre los últimos y no sobre la primera. Des-
pués de todo, esas amas de casa no hacían sino seguir el camino que muchos
otros millones habían escogido en las sociedades de masas por buenas razones.
Algo más me prometí: no recalar en los brazos de otra fe.
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38 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Mis años de trabajo en la Administración española del turismo (1984-1996)


también me ayudaron a reordenar mis prioridades intelectuales. Se hacía difícil
aceptar, por ejemplo, que el turismo no era sino otra forma de imperialismo
(Nash, 1996; Nash y Smith, 1991) y/u otra forma de colonialismo (Crick, 1996;
Karch y Dann, 1981; Turner y Ash, 1975), es decir, las explicaciones más a la
moda del fenómeno en aquellos tiempos y aún hoy. La mayoría de los merca-
dos turísticos de España, a la sazón y todavía, se encontraban en el Reino Unido
y en Alemania. Buena parte de los turistas de esos países provenían de zonas de
composición mayoritariamente obrera (el Ruhr, los Midlands) y eran todos ellos
obreros industriales, es decir, la flor y nata del proletariado internacional.
¿Cómo podía sostenerse sin echarse a reír que se dedicaban a lo mismo que Sir
Cecil Rhodes, Sir Thomas Raffles o Mr. Georges Clemenceau? De hecho, cuan-
to esa corriente teórica predominante en aquel tiempo más trataba de reprodu-
cir el marco conceptual de la escuela de la dependencia, tanto más frágil se
mostraba.
Puede que por la misma razón la posterior persuasión poscolonialista (los
pocos) tampoco me encendiese las pajarillas. Sus seguidores, posiblemente
conscientes de la desmesura apuntada, decidieron romper toda conexión econo-
micista entre turismo e imperialismo y se buscaron nuevos caminos. Los pocos
solo se preocupan de convertir el postulado de la dominación occidental a una
mucho más etérea e inaprensible idea de hegemonía cultural. El turismo contri-
buye a la reproducción de los valores occidentales, luego es parte principal del
imperialismo. La secuencia lógica entre estos términos no está clara. La hege-
monía cultural se define de forma tan vaga que lo mismo sirve para un roto que
para un descosido. En realidad, los pocos no ofrecen un conjunto de indicado-
res fiables que pudieran aplicarse a ese concepto. La escuela de la dependencia
proponía algunos, mayormente erróneos; la hegemonía cultural de Occidente
carece de fronteras.
Aquí y allá se apunta que es algo similar a la tradición judeocristiana. En
realidad, este grandilocuente constructo social de un universo judeocristiano no
se encuentra por parte alguna. Por un lado, ignora las diversas aportaciones del
politeísmo occidental, como la filosofía griega y la jurisprudencia romana; e
ignora que la Ilustración creció en un enfrentamiento con el cosmos teocrático
del judaísmo y el cristianismo. Al mismo tiempo, olvida que en el seno de esas
dos religiones han existido muchas subculturas y subtradiciones que ni coinci-
dían ni coinciden en sus supuestos básicos, hasta el punto de haber sido causa
de serios derramamientos de sangre en sus enfrentamientos. El judaísmo ha sido
terreno abonado para la aparición de escuelas teológicas enfrentadas como
Haskala, Kabala, Hasidismo y otras etiquetas que uno no recuerda. En el cris-
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INTRODUCCIÓN 39

tianismo, por si no fuera suficiente con la Reforma y las guerras de religión, las
disputas entre helenistas y judaizantes en la Iglesia primitiva; o entre los parti-
darios de la escuela del homousios o la del homoiusios acerca de la doctrina de
la Trinidad (los primeros eran partidarios de que Jesús de Nazaret era Dios; los
segundos, de que tan solo compartía naturaleza con Dios); o las múltiples dife-
rencias en el dogma que se enfrentaron hasta el Credo del Concilio de Nicea;
cosas todas ellas que deberían dar que pensar a los pocos si no fueran ellos y
ellas tan simples. El único lazo que une en verdad a judaísmo y cristianismo es
el monoteísmo. Si es esto lo que se quiere apuntar, el cuadro sería más comple-
to con la inclusión del islam en el paquete, aun a riesgo de que Said (1979) y
sus seguidores nos acusen de un delito de leso orientalismo.
En otras ocasiones la noción de lo occidental tiene más recorrido. Entonces
suele valer para descalificar a todo aquello de los que los pocos abominan.
Puede ser la práctica de la esclavitud, pese a que esta sea mucho más antigua
que la misma existencia del oeste, es decir, de las naciones europeas; o la del
patriarcado, que también existía antes de que el judaísmo o la cristiandad apa-
reciesen sobre la faz de la tierra; o la supremacía del macho de la especie, para
la que vale lo mismo. Así fueran los pocos el mismo Procusto y tratasen de esti-
rar su cama al máximo, ni aun así podrían dar cabida en ella a todas esas teo-
rías o instituciones. En los tiempos modernos, eso que llamamos tradición occi-
dental ha sido poco más que un verdadero campo de Agramante de opciones
intelectuales y morales encontradas (Buruma y Margalit, 2004).
Uno desearía que los pocos fueran más precisos. A diferencia de la tradi-
ción occidental, la modernidad tiene un perfil definido y esto es lo que ha sido
objeto de ataque por esa tropa en las tres últimas décadas. A menudo claman
porque ciencia y tecnología amenazan, dicen, el desarrollo sostenible; porque el
consumismo y los mercados convierten a las relaciones humanas en mercan-
cías; o porque el imperio de la ley se ha usado para discriminar a determinadas
categorías sociales como las mujeres o las minorías. Sin duda, todo eso ha suce-
dido, pero la verdad saldría mejor parada si al tiempo se añadiese que la moder-
nidad ha enfrentado todos esos problemas con una determinación que no tiene
parangón en otras formas sociales.
Esas críticas brotan de determinados grupos, fundamentalmente académi-
cos, que actúan dentro de las mismas sociedades en las que la modernidad ha
sido ampliamente aceptada y se reflejan con intensidad variable entre otros gru-
pos que han sido dejados atrás en su despliegue. Para la mayoría de las gentes
en las sociedades de masas o en las que aspiran a serlo, por el contrario, la mo-
dernidad 2.0, con toda su parafernalia, TMM incluso, mantiene su esplendor y
no por accidente o conspiración artera. La modernidad enciende su imaginación
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40 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

y su deseo de gozar de una vida mejor en la que cuenten con más opciones
—entre otras cosas, sobre dónde pasar sus vacaciones—. No deja de sorprender
que tantos académicos vean en ello la prueba de que esas sociedades de masas
en agraz están sojuzgadas por el yugo cultural de Occidente. En el fondo, esa
visión poco, ella sí, es un reflejo deforme de la antigua mentalidad colonial. En
el pasado, los coloniales pensaban que los pueblos no occidentales eran como
niños, incapaces de organizarse bien; de ahí la necesidad de controlarlos, gober-
narlos y explotarlos. Hoy sus pretendidos liberadores los encuentran igualmente
infantiles porque aceptan modelos y conductas similares a los de los occidenta-
les sin la sombra de una duda, con lo que necesitan de la ayuda de los académi-
cos para exorcizar sus demonios interiores. Ellos les marcarán el camino recto.
Semejantes añagazas no pudieron probar su mérito en el pasado. Tampoco pue-
den hacerlo hoy. En el terreno del turismo, como en el del estudio de muchas
otras actividades sociales, es preciso abandonar la habitación en que tantos aca-
démicos persisten en encerrarse con un solo juguete. Tal vez así se ilumine me-
jor un paradigma alternativo.

Billete de ida y vuelta

Hablemos ahora de la estructura de este libro. El punto de partida (capítulo 1)


será la crisis de las tijeras en la investigación turística y su mencionado final en
MAD (Mutuamente Asegurado Desinterés) —una mayoría de estudiosos se
ocupa fundamentalmente de la gestión de beneficios, tomando sin vuelta de
hoja el paradigma del mercado; por su parte, una minoría pomo, muy estriden-
te a pesar de su limitado número, considera a este la cruz de todos los proble-
mas que afligen a las sociedades actuales—. Semejante corte lleva derechamen-
te a una denuncia aún más inquietante, el abismo entre las representaciones que
TMM adopta y las escuelas académicas que lo ven como «el enemigo» (Harri-
son, 2002: 205). El resultado se desliza hacia una rápida conclusión: buena
parte de la investigación teórica sobre el turismo ha caído por ambas vías en una
especie de manierismo carente de ambiciones y repite sin pensárselo dos veces
los mantras de la sabiduría convencional. Los capítulos que siguen se dedican
a analizar algunos de ellos.
Para poder entender cómo se ha gestado esta situación necesitamos acer-
carnos al objeto tan acerbamente contradicho, la modernidad, uno de cuyos vás-
tagos es el TMM. ¿Se parece este último en algo a la forma en que lo definen
sus despiadados críticos? (capítulo 2). Si la respuesta es negativa, ¿cómo fun-
ciona la matriz intelectual que les inspira y en qué se apoyan sus denuestos? Un
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INTRODUCCIÓN 41

análisis de la matriz posmoderna (una matriz no es un paradigma, sino algo al


tiempo más amplio y a la vez astringente) y de su abierto rechazo al TMM sigue
en el capítulo 3.
En el estudio del turismo la matriz pomo ha desencadenado numerosas com-
binaciones. La más conocida la firma Dean MacCannell. Su interés accidental por
el turismo (para él, el turismo no es sino una metáfora del hombre-moderno-en-
general [sic], no un objeto merecedor de un análisis específico) concluye tocando
a rebato contra cualquier muestra de la modernidad y en pro de la vuelta a una idí-
lica Tierra de Nunca Jamás donde las corporaciones, la industrialización y, al
cabo, la división del trabajo no tendrían razón de ser (capítulo 4). Otro grupo de
teóricos han propuesto algo similar a lo que aquí llamamos teologías de la li-
beración. Sus miembros no tienen mucho de teólogos, excepto en la compartida
ambición de dar sentido a algo que, por definición, la mente humana no puede
alcanzar (la tarea propia del Deus Absconditus o Dios celado del Aquinate). Sin
embargo, todos ellos comparten una misma esperanza (o desaliento en el caso de
Erik Cohen) de que el turismo pueda contribuir a liberar a los humanos de su con-
dición esencialmente alienada. Su inspiración la extraen de la diferencia entre
vida ordinaria y extraordinaria en la obra de Victor Turner. Desde este punto de
partida se dibuja un arco que empieza en explicaciones funcionalistas guiadas por
el sentido común y acaba en otras profundamente insensatas (capítulo 5).
En la Vulgata pomo la hegemonía cultural occidental siembra la destruc-
ción doquiera que pasa. Nada parece más obvio a este fin y, al tiempo, más nau-
seabundo para los estudiosos que las vueltas y revueltas del turismo sexual oc-
cidental. Siguiendo una línea que raras veces distingue entre la prostitución
consensual, la trata de blancas o la prostitución infantil, algunos autores han
descubierto las Leyes de Bronce del Turismo Sexual. Esta exótica aventura se
narra en el capítulo 6. El capítulo 7 toma pie en la relación entre turismo y so-
ciedad en Japón y examina otro desafío, aún más ambicioso a la hegemonía cul-
tural occidental, el de la lucha de las identidades por afirmarse.
A lo largo de los primeros años de la tradición investigadora, Graham
Dann ha propuesto una serie de contribuciones bien informadas y amenas a lo
que él llama «el lenguaje del turismo». El capítulo 8 las evoca y critica algunos
de sus fundamentos, apuntando la necesidad de transitar desde la definición de
un lenguaje turístico uniforme al reconocimiento de que existen diferentes «len-
guajes del turismo» y que no todos ellos ejercen un mismo tipo de control so-
cial, o son igualmente arteros y/o engañosos.
Mientras el capítulo 1 se ocupaba de la crisis de las tijeras en el campo
turístico, el capítulo 9 recala en la extraña liga de socorros mutuos compuesta
por varios intentos de ofrecer alternativas al TMM. En este terreno fuman la
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42 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

pipa de la paz los ingenieros sociales de las escuelas de negocios, los aguerri-
dos críticos de la modernidad y las burocracias internacionales, sellando un
pacto no cruento que ha resultado extremadamente conveniente para todos.
Cuando los prohombres de la tribu encuentran motivos para lanzar una fiesta,
las ovejas tienen que empezar a preocuparse. Una o más serán sacrificadas en
el banquete que se prepara. El capítulo formula una serie de críticas que no van
a ganarle universal simpatía a su autor. ¿Rendirán los gastos que esos sabios
consideran imprescindibles para mitigar el calentamiento global su peso en
oro? En un terreno más general, el capítulo se distancia otra vez de la sabidu-
ría convencional. De consuno, los críticos de TMM hacen creer que han encon-
trado cura para los excesos que se le achacan en diferentes formas alternativas
(mochileo, ecoturismo, CBT, turismo pro-pobres, etc.), es decir, en desarrollos
de pequeña escala. Lo pequeño puede ser hermoso. ¿Será el desarrollo limita-
do del turismo tan rentable para sus proveedores como lo ha sido el TMM para
otros destinos?
¿Es esto todo lo que puede decirse sobre las discusiones teóricas en la in-
vestigación del turismo? Con más de setenta publicaciones académicas en inglés
(y la cuenta continúa), aspirar a resúmenes definitivos sería ridículo. Si tan solo
quince años atrás uno podía seguir, aun con dificultades crecientes, la mayor
parte de la producción académica en este campo, la tarea sería hoy sobrehuma-
na. Así pues, este libro recoge y discute una selección de textos que, según su
autor, han aportado las contribuciones más notables al estudio del turismo. Al-
gunos otros habrán sido omitidos involuntariamente. Otros, en cambio, han sido
orillados a propósito. Así sucede con la obra de Urry, que, pese a su populari-
dad, o tal vez por ella, no cuenta con mucho en punto a originalidad.
Su muy citada The Tourist Gaze [La mirada del turista] (1990) no era más
que un prontuario foucaultiano para académicos ansiosos de nuevos horizontes
allende o complementarios con los abiertos por MacCannell y los coautores de
Hosts and Guests [Anfitriones y huéspedes] (1977). Más allá de la adaptación
de los abigarrados conceptos de Foucault al turismés de la nueva episteme
(campo científico o disciplinar en la jerga del francés), Urry no enriqueció de-
masiado la voz de su amo. Los turistas miran a sus objetos a través de construc-
tos sociales. Ese mundo fabricado refleja los puntos de vista de los grupos do-
minantes o hegemónicos de sus sociedades y culturas. Como los turistas son
mayormente viajeros internacionales de sociedades ricas, la suya es una mirada
que solo ve y procura la imposición de los valores y normas occidentales. A tra-
vés de este prisma —pretendidamente objetivo pero, de hecho, al servicio de las
necesidades e intereses de los grupos dominantes—, los turistas ven lo que
quieren ver o, mejor, lo que se les ha dicho que miren.
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INTRODUCCIÓN 43

El turismo es así otra manifestación de la mitología moderna que oculta un


ataque rampante de los poderosos expresado en lenguaje «objetivo» o «cientí-
fico». A partir de ahí y con la ayuda inestimable de Bourdieu, Urry deconstru-
ye los mitos trapaceros en que el turista se envuelve, aunque sus explicaciones
resulten a menudo sorprendentes. Entre otras cosas, el lector descubre que el
sentido de la vista ha sido indebidamente magnificado por sus constructores
occidentales y burgueses. Psicólogos evolucionistas (Crawford y Krebs, 2008),
empero, han recordado con buen acuerdo que la primacía de la vista no es sino
una manifestación del impulso evolutivo para adaptarse a presiones ambienta-
les sentidas por los humanos y otros depredadores como linces y águilas (tal vez
estos últimos animales pertenecen también a otra burguesía, la zoológica) y no
tanto por otras especies (los murciélagos se fían sobre todo del oído, y los pe-
rros del olfato). Este y otros descubrimientos de la misma casta son los que ayu-
dan a Urry a encontrar lo que él considera la perspectiva correcta para entender
a los mirones modernos. Y coloca una cita de Nancy Mitford en el frontispicio
de su libro: El Bárbaro de antaño es el Turista de hogaño.
Urry, empero, reservaba una sorpresa a sus lectores. Pocos años después
(2000), su mundo social había devenido menos construido y más estructural.
«Estructural» en este caso no es la expresión más adecuada, porque este nue-
vo mundo, al límite, carece de estructura —es de una movilidad irrefrena-
ble—. Pero, conviene subrayar, las movilidades de Urry ya no son construc-
tos; el nuevo mundo tiene una realidad objetiva propia y no necesita de la
vieja parafernalia constructivista. Su estructura puede reconocerse con una
simple mirada. La ciencia de la sociedad antaño conocida como sociología se
ha convertido en la ciencia de las movilidades —uno la llamaría kinesiología
si no fuera por temor a ser acusado de intrusismo profesional—. Al unísono
con Zygmunt Bauman (2000, 2010), Urry proclama que nada permanece
igual a sí mismo en este mundo moderno de nuestros pecados. La moderni-
dad es esencialmente líquida. Uno creía haberle oído algo semejante a Herá-
clito en la antigua Grecia y haberlo leído también en La historia de Genji, de
Murasaki Shikibu, escrita en el Japón de Heian en el siglo XI, pese a que la
modernidad no había sido aún concebida en esos tiempos. Esta venerable no-
ción ha desatado recientemente una locura alimentaria entre académicos en
busca de ventajas comparativas y, como es de rigor en tiempos tan móviles,
ha movilizado a sus huestes a escribir un considerable número de libros
(Cwerner, Kesselring y Urry, 2009; Lash y Urry, 1987; Urry, 2003, 2007) y a
engendrar al menos una revista académica apropiadamente cristianada como
Movilidades. El tiempo dirá si esta infatigable kinesiología tiene más cuerda
que otras modas pasajeras.
04-Introducción 12/12/11 12:09 Página 44

44 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El libro se acaba con una suerte de coda sobre el futuro de TMM. La con-
clusión, indudablemente, se desprende de las premisas establecidas. No hay
razón para anunciar su óbito mientras la modernidad siga manteniendo sus pro-
mesas a una creciente multitud. El problema a la hora de escribir esta introduc-
ción resulta de que sus otrora fulgurantes luces se han oscurecido y, todo podría
suceder, esta condición deje de cumplirse en el futuro. La crisis económica que
se inició a finales de 2007 sigue abierta y seguirá un guión aún por escribir.
Cuando Schumpeter cerraba su obra más conocida (1942), no se mostraba espe-
cialmente optimista sobre el futuro del capitalismo y de la modernidad. Lejos
de ser un producto de la Razón divina, la modernidad no es otra cosa que un
arreglo, un apaño social alcanzado con mucho trabajo y no escasos errores. Ha
ayudado a mejorar las vidas de incontables seres humanos y aún sigue siendo
aquello a lo que aspiran muchos otros. TMM ha contribuido, modestamente, a
esos beneficios. Sin embargo, el uno y la otra pueden no ser más que un mo-
mento fugaz en la larga historia de la humanidad. El imperio romano, el britá-
nico, el soviético; las dinastías Tang, Song y Ming, y muchos otros poderes ful-
gurantes han desaparecido sin remisión aunque nadie se hubiera atrevido a
adivinarlo en sus momentos de esplendor. La modernidad y TMM podrían
correr la misma suerte.
Unas pocas palabras de estrambote para confortar a quienes se empeñen en
seguir leyendo el libro. El proyecto inicial que se sometió a la colección de len-
gua inglesa en que apareció hubo de pasar por las horcas caudinas de una revi-
sión a ciegas de dos de mis colegas cuya identidad me resulta desconocida. Uno
de ellos era especialmente beligerante y le amostazaba que el libro no fuese
suficientemente respetuoso con los que Bacon llamaba idola tribus o venerables
de la comunidad académica. No le resultaba divertido. ¿Cómo se había atrevi-
do el autor? Que le corten la cabeza, pedía con la furia sin igual de otra Reina
Roja. El otro (o la otra, a saber) apoyaba con ardor un proyecto que (esas eran
sus palabras) podía sacudir el letargo de la teoría en el campo turístico. Aún me
enternece la rabieta del contrariado por mi estilo contestón y todavía me rubo-
rizo cuando recuerdo los elogios de mi defensor/a. No es tarea mía darle al uno
o al otro (o a la una y a la otra) la manzana de oro que Eris, la diosa griega de
la discordia, lanzó a mi paso. Solo confío en que el aguerrido lector se sienta
igualmente enfurruñado o satisfecho. Uno tiene que preferir siempre flirtear con
Eris antes que con la indiferencia.
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 45

1. La crisis de las tijeras

Entre ingenieros y gurús

Cuando nos ponemos a hablar del turismo se puede sentir una especie de satis-
facción colectiva de los estudiosos que tiene mucho de forzada. Habitualmen-
te, se manejan como un mantra una serie de estadísticas que se proponen mos-
trar que este fenómeno social moderno se ha convertido en la mayor emigración
temporal de la historia. UNWTO suele anunciar cada año aumentos del núme-
ro de llegadas internacionales y de los ingresos por turismo en todo el mundo.
Alguna nube ocasional puede aparecer en el horizonte. Desde el comienzo del
siglo XXI hemos presenciado acontecimientos que han afectado al turismo, tales
como, entre otros, ataques del terrorismo islámico (11 de septiembre de 2001,
Bali y otros), dos guerras internacionales mayores (Afganistán e Irak), dos
anuncios de pandemia (SARS y gripe porcina), el gran tsunami de 2004 y otros
acontecimientos menores que han creado un ambiente menos favorable para su
desarrollo. Sin embargo, incluso este comienzo de siglo tan poco favorable solo
afectó a T&T por breves períodos y se limitó a una reorganización de los desti-
nos de unas áreas a otras. Los turistas parecen siempre dispuestos a comenzar
un nuevo viaje, en casa o en el exterior. The Economist lo resumía así a comien-
zos de 2003:

[Para] los occidentales acomodados, los viajes se han convertido en una adicción […]
Ni las amenazas económicas ni las relativas a su seguridad les llevan a dejar atrás ese
hábito salvo por cortos períodos —especialmente si se les ofrecen gangas—. [Tan pron-
to como esas amenazas desaparecen (JA)] en seguida encuentran tiempo para empacar
y marcharse. Casi a cualquier sitio (2003).

Tanto el hábito social del turismo como la industria que le sirve han demos-
trado ser notablemente resistentes (Aramberri y Butler, 2005).
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 46

46 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Tal vez el futuro no sea tan de color de rosa como lo pintan UNWTO y
WTTC (una organización que agrupa a las mayores compañías de turismo del
mundo). Desde 2007-2008, la crisis económica que sufren las economías más
importantes se ha hecho sentir con fuerza y aún frena al aparentemente impla-
cable ascenso del turismo, doméstico e internacional. Coeteris paribus, uno
puede esperar razonablemente un todavía largo período de crecimiento, jaleado
por colosos demográficos como China e India, que se están uniendo a la ten-
dencia y desarrollan su propia demanda. Hay, pues, muchas aparentes razones
para celebrar un crecimiento que ha aumentado significativamente las opciones
que se ofrecen a los turistas, así como los ingresos y el nivel de vida de los pro-
veedores de esos servicios en el mundo entero.
Cuando llegan las explicaciones teóricas, por el contrario, pasamos del
Martes de Carnaval a las carnestolendas. Así que hagamos saber nuestra opi-
nión desde el principio. El panorama teórico actual en los estudios del turismo
es desalentador. Por decirlo en breve, la producción académica aparece sobre
todo en dos formas básicas: por qué y cómo. A primera vista, uno podría pen-
sar que esta distribución se corresponde con la ya clásica del poskuhnianismo
entre ciencia básica y cotidiana (Lakatos, 1970). La primera provee paradigmas
o sólidas construcciones teóricas que conforman un determinado campo de co-
nocimiento por un largo período —aportaciones que abren nuevas épocas, crean
nuevos problemas y hacen más inquisitivas las hipótesis de investigación—. La
ciencia cotidiana, por su lado, los acepta con fruición, trabaja dentro de su mar-
co y resuelve problemas pequeños o de rango medio, siguiendo una metodolo-
gía de programas de investigación (Lakatos, 1970) que refuerza el paradigma
aceptado. Formula metas para la investigación y diseña experimentos. La cien-
cia cotidiana no es saber del porqué, aunque tampoco sea totalmente una saber
del cómo. Esto último pertenece a la ciencia aplicada que pasa con el nombre
de ingeniería o tecnología.
Lo que aquí se quiere decir es que, por un lado, la investigación turística
actual contiene mucha ingeniería social orientada, según la tradición de las es-
cuelas de negocios, a experimentar con la industria turística (en la que se inclu-
yen cosas como transporte, hostelería, restauración, recreo, compras y otros as-
pectos de la oferta) y mejorar su eficiencia, así como otra ingeniería similar que,
siguiendo la tradición de las burocracias internacionales, busca las mejores prác-
ticas para hacer a lo anterior más llevadero o beneficioso para los proveedores
locales. Ambas formas de acercarse al turismo trabajan usualmente dentro del
paradigma de la modernidad, es decir, de la actual economía globalizada (y sus
fórmulas políticas y culturales), buscando formas de organizarla mejor, bien por
medio de mecanismos más eficientes en tecnología o mercadeo o por medio de
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 47

LA CRISIS DE LAS TIJERAS 47

una mayor regulación de sus actuaciones. La mayoría de los análisis cómo per-
tenecen a esta categoría.
Al otro lado, un considerable número de investigadores prefiere plantearse
los porqués. Suele partir para ello de una especie de epoché husserliana (una
técnica que pretendidamente permite llegar a lo más profundo, a una esencia de
las cosas allende sus propiedades observables) que permite a sus usuarios poner
entre paréntesis el mundo experiencial y, a partir de ahí, proclama conocer los
fundamentos de lo que sea, incluido el turismo. Esta técnica suele ser convin-
cente para quienes aun en su mayoría de edad creen en el ratón Pérez y permi-
ten que otros ingenuos les dejen escapar con su carga de vacuidades. Innume-
rables estudios de casos y unas pocas exploraciones teóricas vienen diseñados
de manera que, en nuestro campo, no sea menester hablar de paquetes turísti-
cos, problemas del trasporte, playas, que con otras muchas atracciones se des-
vanecen en el horizonte. A menudo, la investigación se concentra en otro pos-
tulado husserliano, el de la unidad eidética de las esencias, que proclama, por
ejemplo, que el paradigma de la modernidad debe orillarse por sus poco apete-
cibles consecuencias prácticas. El turismo sería así otra instancia de los torci-
dos arreglos creados por un modelo social que produce, reproduce y sanciona
las desigualdades que laten en el corazón de la modernidad, como las que
enfrentan a pudientes y menesterosos en ámbitos nacionales e internacionales,
a los géneros, a los grupos étnicos y raciales o a las culturas. La matriz pomo
pasa de ahí a predicar que otro mundo es posible o, al menos, que pruebas con-
sistentes muestran que el paradigma de la modernidad no puede alcanzar sus
metas autodefinidas. Lo sepan o no, los turistas y la industria que les sirve de-
sempeñan un gran papel en la reproducción ampliada de la dominación del sur
por el norte, de los oprimidos por los poderosos.
De esta forma, los del porqué solo conciben una forma cabal de definir la
modernidad: como un fraude. Tal es, sin embargo, solo una de las posibilidades.
La corriente porqué piensa que la conjunción de ciencia/tecnología, mercados
y sociedades abiertas a la que llamamos modernidad tiene que ser denunciada
como un engaño. En realidad, esto no es nada nuevo. Con una genealogía que
se remonta a los inicios de las sociedades industrializadas del norte (que, inci-
dentalmente, hoy incluyen también a Japón, Corea del Sur, Taiwán, Australia,
Nueva Zelanda, más algunos aspirantes como Tailandia o Chile), cosas simila-
res se vienen repitiendo desde la crítica romántica de la modernidad a comien-
zos del XIX (Berlin, 1999). El conflicto entre esas dos formas opuestas de ver el
mundo se ha agudizado desde que esas sociedades salieron de una nueva curva
como sociedades de masas a finales de la Gran Guerra y, luego, experimenta-
ron una globalización creciente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tal
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 48

48 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

es la crisis de las tijeras en la que vive hoy la investigación turística (y la mayo-


ría de las ciencias sociales con ella).
No es sorprendente que ella reproduzca un conflicto que ha recorrido a
todas las ciencias sociales por más de dos siglos, pues es una rama de ellas. El
nudo del asunto, empero, es que en la investigación turística los partidarios de
la tradición pro-modernidad han levantado el campo, si es que alguna vez lle-
garon a establecerlo. Mientras que los del cómo dedican sus energías a la mejo-
ra de técnicas de gestión o a la formulación de interminables listas de buenas y
mejores prácticas para la industria y los mercados, los del único porqué han
ocupado la posición intelectual hegemónica. Como en tiempos de la guerra fría,
ambos bandos parecen muy felices con un apaño basado en el MAD (Mutua-
mente Aceptado Desinterés) reconocido y practicado por ambas partes. De esta
forma, los fontaneros del cómo pueden seguir con sus pequeños problemas sin
necesidad de justificar sus puntos de partida ni sus actuaciones. Modelos y
ecuaciones son lo que mayormente les preocupa. Así pueden encontrarse, por
ejemplo, sumarias descalificaciones de la tipología del turismo internacional
formulada por Cohen (1972, 1979) porque pretendidamente carece de base em-
pírica (Sharpley, 1994) y, al tiempo, intentos de elaborar un modelo global del
turismo mediante categorías sociográficas de dudosa base empírica (Swar-
brooke y Horner, 1999: 221-222). La mejor ilustración de esa divergencia igno-
rante de sí misma puede encontrarse en las contribuciones a las dos enciclope-
dias más amplias dedicadas a T&T (Jafari, 2000; Pizam, 2005).
Por su parte, a los críticos culturales se les permite ocupar los altos de la
teoría tout court (Eagleton, 2003) y, con ellos, una superioridad moral que les
dispensa de cualquier carga de la prueba. MacCannell (2001b), por ejemplo,
anunciaba recientemente la desaparición del turismo que conocemos sin apor-
tar otra prueba que su experta opinión, es decir, lo que los catadores de vinos
llaman el olfato o la nariz. Otros tratan malamente de reconciliar a los extremos
encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Los días de entre semana juran
por la rigidez de The Cornell Hotel and Restaurant Administration Quarterly,
pero se lamentan de las vías del mundo según la última homilía de Annals of
Tourism Research los domingos y las fiestas de guardar. Si sus lectores prefie-
ren mantener un grado de escepticismo sobre ambas publicaciones, tendrán que
soportar al tiempo la pedante superioridad moral de los pomos y la menestero-
sa ligereza conceptual de los ingenieros.
Los colegas que no comulgan con los pomos prefieren olvidarse del asun-
to y así evitar la frustración a la que me estoy refiriendo. Otros postulan que el
conflicto de paradigmas no es más que una fase transitoria que se resolverá de
suyo tan pronto como la disciplina se convierta en una verdadera ciencia. Jafari,
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 49

LA CRISIS DE LAS TIJERAS 49

bien solo (1987, 1990, 1997a, 1997b, 2001), bien en compañía (Jafari y Aaser,
1988; Jafari y Ritchie, 1981; Jafari y Pizam, 1996), ha propuesto una media
solución creativa para salir del atolladero. De acuerdo con su visión, la investi-
gación sobre el turismo ha crecido como resultado de la polinización mutua y
sucesiva de un número de hipótesis o «plataformas», como prefiere llamarlas,
que abrieron el camino hacia su cientificación.
La primera fue la plataforma de impulso o de defensa (Advocacy). Los
defensores iniciales del turismo (mayormente corporaciones privadas, organis-
mos públicos y asociaciones industriales) mantenían que el turismo de masas,
especialmente en sus dinámicas económicas, era una bendición sin paliativos
para sus practicantes y sus proveedores. A esta le siguió otra plataforma que era
su antítesis hegeliana —la plataforma precautoria (Cautionary)—. Sus seguido-
res llamaban la atención sobre la capacidad del turismo para traer consigo infor-
tunio, no bendiciones. El turismo no solo no era capaz de fundar un desarrollo
económico sostenible, sino que creaba un gran número de problemas adiciona-
les —sociales, culturales, ambientales—. De esta forma distaba mucho de ser
un camino aconsejable para el bienestar de las comunidades que lo intentaban.
El tiempo acabó por limar las estrías más rígidas de ambas plataformas ini-
ciales. Tanto en la práctica como en la teoría, el turismo siguió un curso con más
meandros. Más allá del turismo de masas se desarrollaron nuevas formas alter-
nativas (bautizadas con muchos nombres rápidamente olvidados como turismo
controlado, alternativo, CBT, ecoturismo, etc.) y discusiones teóricas más pre-
cisas. Así nació la plataforma de adaptación (Adaptancy).
Más cerca de hoy, de forma coincidente con el interés creciente de los aca-
démicos por el asunto, la discusión del turismo se ha hecho más coherente con
la plataforma de base científica (Knowledge-Based). Para ella, el turismo es un
sistema de estructuras y funciones cuya complejidad excede con mucho las sim-
plificaciones iniciales de buenos y malos impactos. La investigación científica
ha llevado a un tratamiento holístico cuya meta principal es la formación de una
ciencia del turismo. Jafari trata de capturar esta dimensión en su amplia defini-
ción de la investigación turística como «el estudio del hombre [sic] lejos de su
hábitat usual, del aparato y las redes turísticas y de los mundos ordinarios (casa)
y no-ordinarios (turismo) y de su relación dialéctica» (Jafari, 2001: 32).
Recientemente, Jafari (2005) ha añadido una quinta plataforma, la del inte-
rés público (Public Interest). Más que un nuevo estadio en la teoría del turismo,
esta última plataforma refleja la creciente influencia entre el público de la pla-
taforma científica y reverbera en muchos sectores sociales que aumentan su
interés por el turismo. Para Jafari, crisis como las secuelas de acciones terroris-
tas, de epidemias imprevistas como SARS o el tsunami de 2004, con su influen-
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50 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cia en la expansión negativa de los viajes, han convertido al turismo en objeto


de atención y debate públicos, lo que parece un buen presagio para su desarro-
llo sostenible.
Más allá de su función analítica, las plataformas de Jafari apuntan también
ciertas claves históricas en el desarrollo del turismo y se asemejan a una versión
turística de la Ley de Moore sobre el poder de computación. Cada diez años
más o menos, las teorías del turismo experimentan nuevos equilibrios que mejo-
ran lo hecho en el pasado y facilitan un rápido crecimiento de la ciencia. La pla-
taforma de promoción apareció en los sesenta, la de cautela en los setenta, la
adaptación teórica de las nuevas formas del turismo sucedió en los ochenta, y
los noventa vieron su definitiva transformación en un conocimiento científico.
La primera década del nuevo siglo ha generado un ascenso del interés del públi-
co que, junto a un mejor conocimiento del fenómeno, puede acarrear discusio-
nes teóricas más complejas y un nuevo posicionamiento del turismo en el cor-
tejo social. La investigación turística —eso es lo que se desprende de las pre-
misas— está en camino de purgar los paradigmas limitados y conflictivos del
pasado y de llegar a un estado más armonioso en el que la discusión científica
permitirá declararlos obsoletos.
Por más que la parábola sea sugestiva, la plástica noción de Jafari sobre la
sucesión de plataformas no puede evitar algunas dificultades que aparecieron en
su recto camino hacia la cientificación. Por ejemplo, la fecha de nacimiento del
nuevo campo de conocimiento le otorga una inesperada e inexplicada dosis de
rejuvenecimiento. No es seguro, por ejemplo, que el interés académico por el
turismo empezase en los sesenta. Para entonces, la École Hôtelière de Lausanne
(fundada en 1893 en Suiza) y el Departamento de Hostelería de la Universidad
de Cornell (fundado en 1922 y convertido después en lo que hoy es su Escuela
de Administración Hostelera) habían estado ocupándose de asuntos relaciona-
dos con el turismo mucho antes de los sesenta y habían tenido muchos imitado-
res en el ancho mundo. Desde sus comienzos, ambas instituciones habían sido
representantes señeros del cómo, con sus programas educativos y de investiga-
ción íntimamente ligados a las necesidades y los avatares de la hostelería. Lau-
sanne seguía el curso de hostelería de alta calidad iniciado por Cesar Ritz.
Cornell reflejaba la aparición de la hostelería de masas que había crecido al
calor de la franquicia Holiday Inn. En ambas instituciones el interés académico
se limitaba mayormente a la gestión hostelera, olvidando otras dimensiones del
turismo y su dinámica social (dinámica se usará aquí con preferencia a dialéc-
tica, un concepto oscuro que acarrea demasiado bagaje). Sin embargo, esas no
son razones suficientes para borrarlas de la investigación académica sobre el
turismo. Retrasar el nacimiento de la disciplina hasta que un grupo de antropó-
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 51

logos anglófonos (Cohen, 2004a; MacCannell, 1999a; Smith, 1989) se acorda-


ron de ella otorga un plus de legitimidad a la idea incorrecta, jaleada hasta la
exageración por los del porqué de que el turismo como disciplina académica
solo puede ser adecuadamente explicado ignorando o degradando sus aspectos
económicos y gerenciales. Adicionalmente, hay que recordar que la sociología
del turismo tiene una más larga tradición, a menudo olvidada, en regiones no
anglófonas de la Europa continental (Dann y Parrinello, 2007).
Hay otro aspecto en el que la hipótesis de Jafari se muestra insatisfactoria.
Es cierto que el estudio del turismo ha devenido más complejo y detallado a
medida que el TMM ha conocido una creciente segmentación. De esta forma,
parece correcto apuntar su creciente sofisticación conceptual y el mejor cono-
cimiento de las nuevas formas de turismo de masas que han ampliado y parcial-
mente sustituido a los iniciales paquetes turísticos, que estaban en la base de la
plataforma de promoción. Sin embargo, que hoy sepamos más acerca de otras
muchas dimensiones del turismo no implica que, al tiempo, hayamos llegado a
un punto en donde los paradigmas alternativos se hayan tornado redundantes.
De esta suerte, el postulado de que la investigación turística se ha afirmado so-
bre fundamentos sólidos (la plataforma científica) a partir de los noventa pare-
ce demasiado optimista, cuando uno considera la tácita aceptación de la posi-
ción precautoria. Nuestros ingenieros, siguiendo una venerable tradición de las
escuelas de negocios, huyen de enfrentamientos teóricos y prefieren limitarse a
asuntos más cotidianos y más deferentes o desinteresados para con la sabiduría
convencional. Pero uno no debería concluir que puedan por ello convivir con el
paradigma pomo. Por mucho que pudieran intentarlo, nuestros ingenieros paci-
fistas difícilmente podrían cohabitar honestamente con el ruido blanco de los
gurús antimercantilización, por ejemplo. Sin mercancías no hay mercados; sin
mercados, quienes se las ingenian para hacerlos más eficientes acabarían por
encontrarse rápidamente en la cola del paro.
Las hostilidades entre los paradigmas de la modernidad y la posmoderni-
dad podrán permanecer encubiertas o silenciadas, pero no por ello han desapa-
recido y nada se gana con mantenerlas sub rosa bajo la especie de que todos sus
seguidores pueden contribuir al crecimiento del saber. Este, sea lo que fuere y
defínase como se quiera, no es una cuenta corriente llamada a crecer indiscri-
minadamente. Semejante artimaña —que un trabajo no sometido a la revisión
de sus pares no contribuye al crecimiento del conocimiento— puede venir bien
a los revisores en busca de argumentos ad hoc para rechazar un manuscrito que
no les gusta, pero de suyo la idea no tiene mucho recorrido, especialmente en
las ciencias sociales. Aún no se ha encontrado un aparato que permita medir
esta dimensión. Datos y más datos no crean necesariamente una ciencia, del
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52 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

mismo modo en que una casa no es un montón de ladrillos. Las ciencias requie-
ren hipótesis, teorías y paradigmas, y estas cosas son mucho más difíciles de
crear en un conjunto informe como las ciencias sociales y de la conducta que
en las físicas y biológicas. Precisamente por esta razón, las primeras son más
susceptibles de convertirse en un campo de batalla de interminables conflictos
entre dos o más paradigmas. Su condición se parece mucho a aquella etapa his-
tórica china conocida como la de los Estados en Guerra.
El conflicto sobre los fundamentos, como se ha notado, ha estado con nos-
otros desde hace mucho tiempo y no desaparecerá porque ingenieros y gurús se
empecinen en no sacarlo a la luz. La idea de conflicto solo debe amilanar a los
pusilánimes. Lo verdaderamente descorazonador en la situación presente de las
ciencias sociales es la falsa idea de una coexistencia pacífica entre paradigmas.
Si los pomos han podido declarar victoria no ha sido por sus méritos, sino jus-
tamente porque los ingenieros han rehusado con altivez, y a sabiendas, entrar
en combate. No ha sido la simpatía por su causa lo que me ha llevado a escri-
bir este libro. Si son incapaces o no quieren defender sus posiciones, bien mere-
cen el desprecio. Mejor será, pues, dejar a un lado a ingenieros y gurús para
habérnoslas con lo que interesa.

Las reglas del juego

Antes de comenzar el debate parece necesario referirse a unas reglas del juego
que no siempre se respetan. Habitualmente, el primer movimiento pomo es un
gambito para evitarlas. Gustan de recordarnos que cualquier cosa que digamos
o hagamos tiene su origen en una práctica, es decir, en un constructo social.
A primera vista la cosa parece baladí, pero si se inspecciona más de cerca quie-
nes lo argumentan deberían saber que eso es una tautología. Si, por definición,
el lenguaje y las instituciones sociales han sido creados mediante interacción
interhumana, eso significa que han sido construidos de alguna manera en un
proceso social. Pero en la jugada pomo hay bastante más de lo que se percibe a
simple vista. Según el libreto, todo constructo social encierra además un poso de
lucha por el poder, lo que podría nuevamente ser aceptable según la definición
de poder que uno crea correcta. Pero ellos dan un paso más allá y postulan que
esas luchas de poder cristalizan en las ciencias sociales como enunciados uni-
versalmente válidos que, en la realidad, no son otra cosa que reificaciones del
poder triunfante. Aunque esto no sea fácil de aceptar, uno podría aún seguir el
argumento. Pero, a partir de ahí, las cosas ruedan por una cuesta abajo. Los ven-
cedores, esos sospechosos habituales que vienen de la modernidad o del oeste o
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 53

del norte, son tipos peligrosos que nunca parecen dispuestos a ceder un ápice.
Pero, afortunadamente, los pomos alardean de tener una mejor causa moral.
Quienes nos colocamos en una posición escéptica no vemos demasiada
consistencia en ese gambito. Si toda teoría es un constructo que refleja y ocul-
ta una situación de poder, eso no puede permitir excepciones de ningún tipo.
Las ideas pomo están tan socialmente construidas como cualesquiera otras y sus
defensores deberían evitar el predicar a una parroquia de adeptos y explicar
para los demás cuáles son sus títulos para colocarse en un plano moral superior.
De esta forma nos topamos con una antigua cuestión, la de los juicios de valor.
¿Pueden las ciencias sociales vivir sin ellos? Ya sabemos lo que piensan los
pomos: para nada. El asunto, empero, es algo más complicado.
La respuesta inicial de los científicos sociales sobre las relaciones entre
hechos y juicios de valor apuntaba algo similar. Al final de su introducción al
Catéchisme Positiviste, el sacerdote de Comte respondía a una pregunta de la
mujer de esta forma:

La religión positivista abarca de un solo golpe a nuestras tres principales construccio-


nes: la filosofía, la poética y la política. Pero la moral siempre le va por encima, ya sea
en el desarrollo de nuestros conocimientos, la expresión de nuestros sentimientos o el
curso de nuestras acciones. La moral dirige de consuno nuestra triple búsqueda de la
Verdad, la Belleza y el Bien (1847: 71).

Pocos años después, en una discusión con otros miembros de la Société


Française de Philosophie (Sociedad Francesa de Filosofía) que se publicó en
1906, Durkheim mantenía que la moral «lejos de relevarnos de la necesidad de
evaluar la realidad nos dota de los medios por los que llegamos a evaluaciones
razonables [cursivas en el original]» (1970: 62). Durkheim mantendría puntos
de vista similares a lo largo de su vida, pese a la nota ligeramente más cauta que
incluyó en una comunicación de 1911 (sobre juicios de valores y enunciados de
realidad) dirigida al Congreso Mundial de Filosofía.
En Alemania y contra la corriente, algunos sociólogos defendieron una
posición opuesta. Max Weber formuló el caso mejor y con más diligencia. En
1904, los editores del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik (Archivo
de Ciencia Social y Sociopolítica), que incluían a Werner Sombart, Edgar Jaffé
y él, abrían el nuevo curso de la revista con un editorial escrito por el propio
Weber que rechazaba de plano la idea de que las ciencias empíricas tuvieran que
rendir pleitesía a consideraciones morales o considerarse obligadas a dotarles de
base. «A nuestro entender, nunca pueden ser tareas de la ciencia empírica el pro-
veer normas e ideales obligatorios de los que se puedan deducir directivas para
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54 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

una actividad práctica inmediata» (1973: 197). Pese a la viva resistencia de otros
académicos alemanes, la llamada Werturteilsstreit (Disputa sobre los juicios de
valor), que se extendió en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, ter-
minó con la victoria de las posiciones de Weber. Si querían ser dignas de su
nombre, las ciencias sociales no tenían por misión decidir valores en conflicto.
Su misión era solo una especie de análisis coste-beneficio de los cursos alterna-
tivos de acción. Adicionalmente, los científicos podrían advertir a los políticos
de las consecuencias previsibles de sus actos, pero nada más. La misma actitud
que Weber volvería a tomar en su conferencia sobre Wissenschaft als Beruf (o
La vocación política) (1973).
Lamentablemente, la distinción no es tan tajante y el propio Weber se daría
cuenta de ello. Cuando razonaba sobre la dificultad de construir una ciencia
social para objetos que carecían de la estabilidad y la regularidad de los fenóme-
nos naturales, Weber tuvo que ungir su cabeza con ceniza. La acción humana no
puede entenderse sin considerar el significado cultural de los acontecimientos
individuales. El análisis causal puede resultar apropiado para las ciencias físi-
cas, pero, por contraste, la acción social necesita ser comprendida. Causalidad y
significado o Verstehen (aprehensión) son igualmente necesarios. De esta forma,
en el campo de la historiografía, la expectativa de que podemos escribir la his-
toria como realmente aconteció (wie es eigentlich gewesen ist, en la fórmula de
Ranke) nos coloca al borde de un ataque de nervios porque es un sueño imposi-
ble. Para entender la historia y la cultura, el científico no puede escapar a una
decisión fundamental —cuál es su punto de vista en la selección de sus materia-
les— y tiene que seguirla hasta el final. Es imposible evitar la selección de un
punto de vista que permita dar una explicación convincente.
¿Cómo reconciliaba Weber este principio del Verstehen con su defensa de
la ciencia libre de valores? Cómo puede una ilimitada latitud subjetiva en la
elección de los puntos de vista con los que construir tipos ideales (1973: 190)
ofrecer fundamentos firmes a la objetividad de las ciencias sociales es todavía
hoy materia de discusión. En este punto, empero, nuestro interés no se inclina
a intentar ofrecer una solución para el teorema, sino a apuntar la dificultad en
deshacerse de los juicios de valor desde la raíz. Los intentos de los positivistas
lógicos para crear una clara distinción entre el contexto de investigación y el
contexto de justificación (Salmon, 1970) no han cumplido con su promesa ori-
ginal. En cierta medida, tanto la idea popperiana de la objetividad como inter-
subjetividad (1980) como la visión de Kuhn sobre las revoluciones científicas
como cambios paradigmáticos de la comunidad investigadora (2001) no pueden
desprenderse del factor humano. Kuhn especialmente se orienta hacia una idea
de la ciencia como sociología de esa comunidad. Posiblemente, la mente huma-
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 55

na no pueda aspirar a una visión de la historia y de la cultura libre de decisio-


nismo, y tenga que abrirse así a la posibilidad de sesgos y juicios de valor. Hay
quien ha argumentado que eso es también válido para las ciencias físicas y de
la vida en la medida en que todas ellas son a la postre formulaciones de perso-
nas (Ziman, 2000). Los pomos, pues, parecen haberse llevado el gato al agua en
esta discusión. ¿De veras?
Una vez que se reconoce la imposibilidad del conocimiento totalmente
objetivo, aún queda un cruce por atravesar. Uno puede conceder su derrota,
incluso celebrarla, o, por el contrario, cortar el nudo gordiano. Los pomos te-
nazmente insisten en que existe una multiplicidad de medios para dar cuenta de
la realidad social y que la lógica del intelecto es tan solo uno de ellos. Esta pági-
na, posiblemente sin que ellos lo sepan, la había escrito ya Hegel y con la mis-
ma tenacidad en sus críticas a la obra de Kant. El razonamiento lógico o cien-
tífico solamente proporciona un conocimiento limitado; es la Razón, definida
de muchas formas tras la muerte del maestro (el espíritu nacional, la cultura
local, la historia, el Zeitgeist y demás), la que ofrece más y mejores panoramas
al conocimiento. Si tan solo pudiéramos olvidar las ilusiones amparadas por el
método científico, se abriría un nuevo mundo de significados y nuestras accio-
nes se revelarían claramente a nuestros ojos —una convicción que se repite
continuamente en la literatura turística—.
Los devotos de la corporalidad, por ejemplo, creen que hasta el momento
el turista ha carecido de cuerpo. No es que los turistas gocen de la preternatu-
ralidad, sino que los estudiosos han decidido descorporeizarlos para concentrar-
se en otros asuntos macroestructurales. Para los estudiosos:

Solamente la pura mente, libre de subjetividad corporal y social, es concebida como el


analista de las experiencias de campo, algo que sucede en la distancia que requiere la lla-
mada objetividad científica desde la posición-en-general (Veijola y Jokinen, 1994: 149).

Esa distancia ignora que cada relación viene configurada por tiempo, espe-
cio y poder, lo que se manifiesta a través de los cuerpos que entran en relación.
Como los cuerpos tienen un sexo, esta posición igualmente ignora que

la economía del imaginario masculino sostiene el orden simbólico occidental: las teo-
rías científicas, amén de otras manifestaciones visibles de esa imaginación, se basan en
imágenes, fantasías e identificaciones cuyas raíces en la experiencia del macho perma-
necen en el inconsciente (Jokinen y Veijola, 1997: 205).

Reflexionando sobre su propio trabajo entre los San Yi de China, Swain insis-
te en que
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56 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

aunque yo no usaba a la sazón la retórica de la «corporalidad», era perfectamente cons-


ciente de que mi cuerpo y el suyo definían una gran diferencia en la forma en que yo
llevaba a cabo mis investigaciones, lo que yo podía aprender de las mujeres empresa-
rias entre los Sani y cómo yo influía sobre sus vidas (2005).

No es fácil entender cómo la economía del imaginario masculino, que en


la cita de Jokinen y Veijola que antecede parece ser válida para todos los hom-
bres en todos los tiempos, puede ser definida en exclusiva por el orden simbó-
lico occidental, pero hay más. La nueva retórica de la corporalidad se presenta
como un cristal oscuro. No es fácil saber en qué consiste. Una posibilidad es
que nuestros escritos rezaran como sigue:

La idea de que si S, entonces P fue inicialmente defendida por Pelegrín Testadiferro, un


macho soltero, de mediana edad, metrosexual, fondón y calvorota, bebedor de cerveza,
amante de la carne roja y fumador empedernido. Su visión obviamente va a contraco-
rriente de la más sugestiva propuesta por Sally Mindtwister, una profesora joven, mo-
derna, lesbiana, descendiente de antepasados Anglo-Tai-Caribeños, amante de la comi-
da vegetariana, el vino blanco, los atardeceres románticos, el jazz, largos paseos por la
playa y conferencias sobre turismo.

Según los gustos del lector, Testadiferro puede ser un cuerpo más atractivo
que Mindtwister o al contrario. Sin embargo, tanta cháchara difícilmente aña-
diría nada nuevo a los argumentos avanzados por ambas partes, aunque sin
duda aumentaría de forma innecesaria la longitud de nuestros textos. Los ver-
des podrían quejarse, con razón, de que eso sería una invitación a talar más
bosques.
Tomemos otro ejemplo. En su por lo demás hagiográfica biografía de Max
Weber, su esposa, Marianne, hace una revelación sorprendente: que el suyo fue
un matrimonio no consumado (Weber, 1975). Si el hecho es correcto, ¿contri-
buiría en algo esta novedad encorporizada a la comprensión de sus ideas sobre
la ética protestante; cobrarían sus escritos sobre la revolución rusa de 1905 o
sobre la metodología de las ciencias sociales o sobre el papel de la religión en
la vida social una nueva luz? Tal vez algunos extravagantes contesten de modo
afirmativo, pero se hace difícil ver la conexión. Incluso si existiese, uno tendría
que explicar cómo esas tesis han podido ser adoptadas sin cambiar su significa-
do por muchos otros y otras que le siguieron, aunque posiblemente tenían una
forma de vivir la sexualidad conyugal distinta de la de Max Weber.
Hay otra forma de interpretar el asunto de la corporalidad que parece estar
más cerca de lo que las autoras mencionadas se proponen. Es una nueva forma
de desarrollar el apotegma de que «lo personal es lo político» para significar
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 57

que cualquier hipótesis o teorema o situación social que no deriva del imagina-
rio masculino merece un plus de credibilidad. De esta forma, los juicios de
valor no solo son bienvenidos en la formulación de teorías, también podemos
saber cuáles son más legítimas. Basta echar un vistazo a los cuerpos que las
emiten. Una visión semejante, sin embargo, es un camino resbaladizo y no de-
beríamos sorprendernos cuando el tiro sale por la culata, como sucede a me-
nudo.
Tomemos un ejemplo fuera del mundo de la investigación turística. Si hoy
Clarence Thomas se sienta en la Corte Suprema de Estados Unidos se lo debe
a eso de la corporalidad. Thomas tenía un breve pero bien documentado palma-
rés de posiciones conservadoras cuando Bush el Mayor le eligió como candi-
dato para el puesto. Sin embargo, como era un hombre negro que había salido
de la pobreza tirando de los cordones de sus zapatos, como sus defensores gus-
taban de decir, la oposición progresista americana no se atrevía a enfrentarse
abiertamente con él. Al final apareció otro cuerpo, el de Anita Hill, una profe-
sora de leyes, también negra, que le acusó de acoso sexual. El resultado del epi-
sodio es bien conocido y no se va a discutir aquí. Propongamos, en cambio, un
contrafactual. Imaginemos que Thomas hubiera visto descarrilar su candidatu-
ra por mor de la acusación y que el presidente hubiera encontrado otro cuerpo
con las mismas características de ser negro, hecho a sí mismo y un ejemplo de
conservadurismo. ¿Debería él o ella haber ganado la nominación? Librar a Tho-
mas del tratamiento que merecían sus ideas y limitarse a que señalaran a su
cuerpo de hombre le aseguró ganar el puesto bajo la especie de que eso signifi-
caba un avance para todos los cuerpos negros y, por ende, para todos los ame-
ricanos.

Metáforas

Algo semejante ocurre con los partidarios de las metáforas. Las metáforas, re-
cuerda Dann, son ubicuas. «Todas las ciencias, fuertes y débiles, dependen de
constructos arbitrarios» (2002: 2), como el cero absoluto, la elasticidad perfec-
ta, la competencia perfecta, la ética protestante y demás. Además, como nues-
tros conocimientos son siempre relativos, «las metáforas ofrecen una capacidad
de comprensión que va más allá de lo literal» (2002: 2). Las metáforas permiten
comparar dos cosas diferentes sobre la base de algunas características compar-
tidas. Si tanto quien habla como quien escucha entienden la comparación, las
metáforas se convierten en el arma más poderosa para hacer cambiar actitudes,
y eso sucede pese a que las comparaciones no son siempre fáciles de establecer
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58 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

dado el carácter polisémico de muchas de ellas. Bajo el paradigma de la moder-


nidad, «el mundo era ante todo un universo bien ordenado para la toma de deci-
siones racionales, un mundo de equivalencias y verdades literales» (2002: 5).
Sin embargo, dado que la posmodernidad borra las divisiones y nubla los perfi-
les claros, las metáforas han devenido aún más necesarias para habérnoslas con
esa realidad difusa. Si «el viajero» era una metáfora de la modernidad que daba
sentido al viaje como educación, como una senda para el crecimiento moral,
como la explotación científica e imperialista de territorios desconocidos, «el tu-
rista», según MacCannell y Urry, se ha convertido en la metáfora clave de la
condición humana en estos tiempos pomo. Si ambas fórmulas merecen alguna
crítica, dice Dann, eso se debe solo a que han fracasado parcialmente en tomar
en cuenta la velocidad del cambio social. La metáfora del turista también ayuda
a entender por qué la investigación «debería proveer modelos más flexibles para
cuestionar los prejuicios científicos y positivistas del pasado. Las nuevas fórmu-
las de teorizar son mucho más lábiles, más relativistas y menos deterministas
por naturaleza» (2002: 5)
Sectores de estudiosos comparten hoy la idea de Dann de que, pese a Hus-
serl, la mente humana no es capaz de alcanzar la naturaleza profunda de la Ding
an sich, la cosa misma kantiana. Eso solo puede esperarse de una mente divina
que algunos piensan que existe realmente. Nuestra mente, la única con la que
malamente podemos entendernos, está limitada por nuestros sentidos y nuestra
impedimenta mental y parece todavía incapaz de comprender la realidad sin la
ayuda de herramientas prácticas, tales como datos sensoriales, metáforas, imá-
genes, conceptos o estereotipos —por más que estos últimos hayan sido muy
maltratados recientemente—, y del razonamiento lógico. Todos ellos contribu-
yen al conocimiento y, aún más importante, a la supervivencia de la especie
(Pinker, 1997).
De ahí a sustituir el razonamiento lógico con metáforas hay un paso muy
grande que Dann postula con ligereza. Las metáforas permiten más subjetividad
y es difícil entender cómo las discusiones académicas, por no hablar de la vida
cotidiana, mejorarían con un cambio similar. Discutir si el turista es un peregrino,
un paseante en corte, un borracho sin techo, una prostituta o cualesquiera otras de
las metáforas coleccionadas por Dann (2005b: 5-6) puede ser un divertido pasa-
tiempo para aliviar el aburrimiento de las salas de profesores con conversaciones
chispeantes, pero no todas las metáforas son igualmente inocentes. Cuando los
medios favorables a los Hutus en Ruanda describían a los Tutsis como cucara-
chas, o los nazis como ratas a los judíos, el genocidio apareció en seguida, con
aún mayor velocidad de la que los cambios se suceden en el mundo posmoderno.
Sin duda, uno podría argüir que, en circunstancias normales, las metáforas se usa-
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 59

rán responsablemente y una medida de autocensura controlará sus «buenos» y


«malos» usos. Pero traten de contar cuentos de hadas políticamente correctos a
los jihadistas que, como los Cabot de Massachusetts, solo hablan con Dios y reci-
ben del mismo Alá órdenes directas para liquidar, entro otros infieles, a los nue-
vos cruzados que se disfrazan de turistas; o dijéranselo al ex presidente Bush el
Chico cuando se preguntaba qué haría Jesús a la hora de ir a la guerra con los paí-
ses del Eje del Mal y, obviamente, encontraba rápida respuesta.
Confinemos a las metáforas, tanto como podamos, en donde deben estar, es
decir, en el lenguaje religioso, artístico y esotérico. Eso es lo que aconseja una
sabiduría ancestral. Así, por ejemplo, hablaba Kukai, el fundador de la rama ja-
ponesa del Shingon Zen: «Las escrituras esotéricas son tan abstrusas que su sig-
nificado solo puede hallarse mediante el arte» (citado en Bary et al., 2002: 172).
Aun así, desgraciadamente, el esoterismo y sus metáforas suelen necesitar de
una autoridad superior a la mente humana para validarse, sea el Dios al que aca-
bamos de referirnos o un profeta cualificado por su nombre para interpretarlas
—justo lo opuesto del librepensamiento que se asocia habitualmente con las
ciencias—. Algunas metáforas son altamente inflamables y hay ya una amplia
evidencia de que, por más que sus resultados resulten frustrantes a veces, el ra-
zonamiento lógico, y no las imágenes supuestamente superiores, es aún el me-
jor medio para luchar contra la ignorancia.
No hay que negarse a aceptar que son decisiones subjetivas, personales, lo
que nos lleva a buscar dónde y cómo iniciar nuestras búsquedas, es decir, que
los juicios de valor no pueden ser totalmente expurgados y que, guste o no,
estos acompañarán siempre a nuestros proyectos de investigación. Tampoco
vale olvidar que es eso lo que hace a nuestros constructos sociales tan frágiles
a los embates de sesgos, manipulaciones, deseos sin base o autoengaños. Igual-
mente, conviene recordar que siempre habrá un enfrentamiento de paradigmas.
Pero todo ello, empero, son otras tantas razones para tratar de hacer la vida de
las metáforas tan dura como sea posible, no al revés. ¿Qué pensaríamos al ver
a los policías dar rienda suelta a los criminales ya que nunca podrá borrarse de
raíz el crimen?
Hay otra razón más para tratar de mantener a distancia a las metáforas, a
saber, que estas abren el camino a las causas políticas preferidas por los in-
vestigadores, y hasta los más ultraístas de los subjetivistas académicos se
duelen cuando se les dice que sus trabajos no son más que discursos promo-
cionales. Se puede hacer mejor. Se puede aceptar la persistencia de la subje-
tividad y, al tiempo, hallar vías para minorar el riesgo de que explote. De he-
cho, esto es lo que el razonamiento científico ha tratado de hacer desde hace
mucho tiempo.
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60 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El propósito suena bien. ¿Podrá acaso mostrar alguna credibilidad? Tal vez
sea necesaria una rápida, ejem, metáfora para ilustrarlo, la metáfora de un jui-
cio penal. Es difícil mostrar más parcialidad que un fiscal o un abogado defen-
sor. A ambos se les paga para probar que el inculpado es culpable sin la sombra
de una duda o inocente como el día que lo cristianaron. Para eso, ambos usarán
de tantas tretas como sean necesarias, innumerables chicanas y más celadas de
cuanto pueda uno encontrar en los libros. Pocas cosas tan subjetivas y emocio-
nales como los alegatos finales. Sí, pero... los abogados no pueden cambiar las
leyes a su conveniencia; los jueces dirigen el procedimiento y aceptan o de-
niegan las pruebas de acuerdo con reglas bien establecidas; y los jurados tienen
que ser convencidos más allá de la duda razonable. ¿Hallan la verdad estos pro-
cesos? No es esta la manera de plantear la pregunta, porque no tiene respuesta.
A veces se demostrará que el veredicto final ha sido equivocado con el descu-
brimiento de pruebas nuevas; y la parte condenada permanecerá habitualmente
convencida de su inocencia. Sin embargo, las sociedades se muestran general-
mente dispuestas a aceptar la seguridad provisional que las sentencias aseguran.
La justicia es liosa, pero estamos dispuestos a aceptar sus limitaciones porque
es un procedimiento mejor que dejar que decida una moneda al aire, leer los po-
sos del café, torturar a los sospechosos para que confiesen u otros igualmente
dudosos.
La investigación académica irá mejor servida si puede contar con un ins-
trumental parejo para reducir la incertidumbre. Lo tiene. No vamos a proveer
largas listas que han sido elaboradas con más paciencia y autoridad por otros
(por ejemplo, Ziman, 2000). Resumamos lo básico, pues. Ante todo, el razona-
miento científico debe basarse en hechos. Los hechos, sin duda, no son fáciles
de construir y se nos puede acusar de circularidad por llamarlos como testigos,
pero esto haría imposible el trabajo científico. Hay muchas formas de obtener
evidencias aceptables en las ciencias sociales (por no hablar de las físicas o bio-
lógicas, donde los investigadores se hallan en una posición más confortable).
Puede documentarse más allá de la duda, por ejemplo, que Colón hizo su pri-
mer viaje a América en 1492 de la era común. Hay un número apreciable de
fuentes que así lo atestiguan. Puede ser más difícil establecer por qué la reina
de Castilla le apoyó. Más aún explicar los motivos privados del almirante, por-
que aunque tengamos cartas y otros documentos personales, no podemos estar
seguros de que reflejan sus verdaderas opiniones, sus sentimientos o el mundo
tal y como él lo veía. Los historiadores han desarrollado durante muchos siglos
un arsenal técnico para probar la autenticidad de algunas fuentes y descartar la
de otras. Los lógicos han aprestado una panoplia de defensas para evitar la arbi-
trariedad. Algo semejante puede decirse para el resto de las ciencias sociales,
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 61

aunque su grado de seguridad varíe. ¿Estaríamos mejor si descartáramos los


hechos y los protocolos de prueba y los reemplazásemos por un número de ele-
gantes metáforas?
En segundo lugar, las hipótesis han de ser formuladas en el nivel de gene-
ralidad apropiado. Atribuir solo algunos rasgos a todos los fenómenos es tram-
poso. Describir, por ejemplo, como patriarcado todas las relaciones en las que
los hombres se hallan en una posición de supremacía sobre las mujeres ha
demostrado ser una mala estrategia de investigación. Adicionalmente, esas
hipótesis generales deben ser susceptibles de falsación, de acuerdo con el canon
popperiano. Si uno cree que el colonialismo es la causa de todos los males en
las sociedades poscoloniales, uno debe además explicar por qué se produce esa
dominación con conceptos menos etéreos que el de la hegemonía cultural de
Occidente, que no puede significar lo mismo en los casos en que se producen o
produjeron intervenciones abiertas o clandestinas en los asuntos de sociedades
no occidentales y en aquellos en que sus miembros adoptan normas de consu-
mo y estilos de vida occidentales sin coacción. La fórmula de la hegemonía no
juega igual en ambos casos. Es una fórmula vaga que no admite ser contraria-
da o falsada. Por mucho que nos desagrade la hegemonía cultural occidental,
como científicos e investigadores, deberíamos abstenernos de entrar en el terre-
no de aquellos que han hecho de la predicación su forma de vida.
Tercero, los protocolos de evidencia han de ser respetados en su totalidad,
sin aceptar excepciones más que en casos verdaderamente justificados. Deman-
dar excepciones culturales para individuos o hechos porque se predica que son
excepcionales bajo este o aquel aspecto, o porque se formulan por géneros,
cuerpos o culturas distintos, no puede aceptarse —precisamente por el argu-
mento de que todos los humanos tienen capacidades lógicas similares—. Sin
duda, las tales pueden perfeccionarse con educación formal y puede discutirse
por qué este último bien público está distribuido de forma tan desigual y/o pro-
poner medidas para cambiar la situación. Pero, por principio, los casos especia-
les no tienen cabida en la lógica de la investigación científica.
Finalmente, debemos fidelidad a nuestras propias premisas. Podemos des-
cartar paradigmas si los encontramos inútiles, pero en tanto se consideren apro-
piados, tenemos que ser coherentes con sus estrecheces lógicas. Si uno adopta
un punto de partida marxista, no puede olvidarse de las clases sociales y de su
supuesta lucha cuando los hechos no se ajustan a esa horma. La investigación
científica, incluyendo la del turismo, es una clase de retórica (capítulo 8); por
tanto, cuenta con procedimientos para regular el lenguaje empleado y sus con-
venciones internas. Esas reglas del juego deben ser aclaradas desde un princi-
pio y deberían (en un mundo ideal) ser aceptadas por todos para evitar que el
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62 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ruido nos ensordezca. Pero una vez que han sido libremente aceptadas, lo legí-
timo es usarlas para desbancar las explicaciones rivales, luchando con todas
nuestras armas mientras nos ocupamos del asunto.

Unas pocas normas heurísticas

Empecemos con algo de determinismo. Por más que los científicos sociales
carezcan de tan buenos apoyos como los de las ciencias fuertes, a uno se le
alcanza que el mundo de los seres vivientes, incluyendo el humano, parece estar
dominado por la evolución o, lo que es lo mismo, el impulso de supervivencia.
El entorno en el que viven diferentes tipos de organismos impone límites espe-
cíficos a sus probabilidades de sobrevivir como especies. Así, las especies de-
sarrollan diversas estrategias para responder a esta desagradable situación. Aun-
que no sean ilimitadas, esas estrategias muestran una sorprendente variedad.
Los humanos no son una excepción a la regla. Como especie, han sido provis-
tos por la evolución —el relojero ciego de Dawkins (1987)— con un estímulo
para copiarse a sí mismos, es decir, para reproducirse, algo que comparten con
las demás especies. Sin embargo, no es posible decir que sus estrategias de su-
pervivencia sean mejores o más exitosas que las de otras especies. Muchos in-
sectos habitaban la tierra muchos eones antes de que apareciesen en ella los
homínidos, y es imposible averiguar qué especies sobrevivirán por más tiempo
en los muchos eones que están aún por venir. Hasta la fecha, los humanos
hemos sido capaces de descifrar las estrategias de supervivencia de otras mu-
chas especies y, por tanto, tendemos a pensar que las nuestras son más sofisti-
cadas que las suyas, pero no hay forma de decirlo con seguridad.
Sin embargo, puede decirse que los humanos han tenido gran éxito en sus
esfuerzos por reproducirse, siendo capaces de resistir en los entornos más difí-
ciles y duros del planeta y crecer hasta los más o menos nueve millardos de
habitantes que se espera que lo ocupen en 2050. Su capacidad como especie
para acomodar fines y medios de forma inteligente y, de paso, comunicar y
transferir sus hallazgos a otros humanos por medio de programas y medios di-
versos parece haber resultado muy eficaz para este fin. Sin embargo, esos éxi-
tos no han disuelto sus lazos con el resto de la biosfera. Las necesidades huma-
nas son muy similares a las de otros seres vivos y, por mucho éxito que haya-
mos tenido como especie, en tanto que individuos tenemos un ciclo de vida
limitado que se desarrolla con ritmos previsibles de nacimiento, crecimiento y
desaparición. Al cabo, tras un ciclo mucho más largo, uno puede estar seguro
de que la especie también se enfrentará con un destino semejante. En este sen-
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 63

tido evolucionista, las expectativas de desarrollo sostenible acabarán por ser


derrotadas, aunque sea imposible predecir cómo o cuándo.
La gestión de recursos escasos es la clave de las estrategias de superviven-
cia para los humanos. Estos o, mejor, las diversas sociedades que conocemos
han llegado hasta las nuestras bajo el peso de diversos grados de escasez de
recursos que, para hacerlo aún más difícil, se han distribuido de forma desigual
a lo largo del tiempo. En nuestra granja especial algunos animales son todavía
más iguales que otros, a pesar de nuestra semejante dotación genética y simila-
res disposiciones para la supervivencia. Incluso quienes mantienen la idea de
que cazadores y recolectores vivían en una Arcadia feliz de la que fueron, la-
mentablemente, desalojados por la revolución neolítica, la industrialización y,
en general, el productivismo (Clark, 2007; Fernández-Armesto, 2001, 2002;
Harlan, 1992) no niegan las profundas diferencias existentes incluso en las más
primitivas de las sociedades por lo que se refiere a la producción y el goce de
los recursos. Sea como fuere, la producción y distribución de bienes ha sido y
es aún hoy la mayor preocupación de los humanos, y el resto de su quehacer
gira en torno a ella. La visión de Marx de que «no es la conciencia de los hom-
bre lo que determina su existencia, sino su existencia en sociedad lo que deter-
mina su conciencia» (Marx, 1904: 27) subraya esa condición humana. La suya
es, sin embargo, una de esas nociones que encierran una trampa bajo su aparen-
te claridad.
Sugestiva y exitosa como lo ha sido, la idea tiene su genealogía en una ge-
neración anterior de pensadores británicos, que incluye a Smith y a Hume, y no
es particularmente marxista. La novedad de Marx fue hacerla dependiente de las
luchas de clases. Salvo eso, una mayoría de economistas liberales se apuntan a
ella aún hoy. En esta versión, la gestión de la escasez ha originado un amplio
número de estrategias complejas —algunas de ellas pueden ser fácilmente atri-
buidas a su raíz económica; otras se han desconectado mucho más de ella— lla-
madas culturas y subculturas. El determinismo económico, empero, solo debe
entenderse como un principio heurístico o una guía para la explicación, no como
una solución que puede aplicarse a cualquier problema. Dar cuenta de sus mani-
festaciones no es asunto sencillo; de hecho, para algunas cosas tales como obras
artísticas y literarias, a menudo parece una tarea imposible. Tómese, por ejem-
plo, la etapa Heian en Japón. Cómo, en el seno de una economía que todo lo más
puede considerarse como ligeramente desarrollada (Sansom, 1999), pudo apare-
cer una cultura cortesana, indudablemente limitada a un estrecho grupo social
—un 0,1 por ciento de los cinco millones de japoneses que vivían entonces
(Morris, 1994)—, en la que las mujeres nobles gozaban del derecho de propie-
dad privada y un alto grado de libertad sexual, algunas de las cuales fueron nota-
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64 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

bles escritoras (Murasaki Shikibu y Sei Shonagon son solo los nombres mejor
conocidos entre más de una docena) hoy reconocidas en el canon de la literatu-
ra universal, sigue siendo un secreto indescifrable para la mayoría de nosotros.
La Vulgata marxista convirtió la subordinación de la mente a las exigencias
del entorno en un par de conjuntos de infra y superestructuras a los que uno podía
fácilmente asignar la totalidad de los fenómenos sociales. Bourdieu, entre otros,
no dudaba en apuntar toda muestra de distinción (capital cultural y habitus) a la
superestructura y, mediante este embeleco, se creía capaz de asignarlas a las frac-
ciones y subfracciones de clase que poblaban su paisaje intelectual (1979). En el
mundo de la teoría, uno preferiría que las cosas fuesen así de simples, pero cuan-
do piensa en el disfrute de la vida, uno da gracias de que no sean así.
La dificultad de aplicar la regla de la dependencia última de la economía a
lo que realmente sucede no debería llevarnos a olvidar la necesidad del enfoque
inicial. El principio cui prodest es fundamental en las novelas policíacas y en la
vida social. Al límite, funciona mejor con su presencia que con su ausencia. La
antropología cultural ha tratado a menudo de alterar este orden de factores,
como si la única razón de la necesidad de comer fuera desencadenar nuestras
funciones intelectuales. Así nos saca del zoológico evolucionista para reclinar-
nos en el sofá del psicoanalista. Desde Douglas (2003), y aun antes, desde el
propio Boas (1962) hasta Lévi-Strauss (véase capítulo 3), Geertz (1973, 2000)
y un largo etcétera, negar cualquier papel significativo de la economía en el de-
sarrollo de la conducta humana se ha convertido en un lugar común. Los antro-
pólogos culturales recuerdan las muchas áreas oscuras de la postura determinis-
ta y, al tiempo, crean muchas otras por su cuenta. Como trataremos de mostrar
al analizar sus contribuciones al estudio del turismo (capítulos 4 y 5), los antro-
pólogos culturales han creado fantasmagorías sin cuento.
Similares razones deberían llevarnos a rehuir la seducción ecléctica. Los
eclécticos tienen un serio problema: que serían unos cocineros lamentables.
Como lo saben hasta los epicúreos amateurs, un plato delicioso no solo requie-
re buenos ingredientes, sino también un protocolo, es decir, recetas y técnicas
que discriminan entre sabores y texturas. El eclecticismo, por su parte, funcio-
na como lo peor de la cocina fusión, incapaz de separar lo crudo de lo cocido,
mezclando miel y cenizas en infeliz confusión de proporciones y con un con-
cepto desenvuelto de las relaciones entre el celo y el zen. Que los ingredientes
tengan todos ellos un sabor propio no implica que cualquier mezcla de buenos
sabores vaya a ser placentera para el paladar. Esta última nota parece tanto más
urgente cuanto la multidisciplinariedad se ha convertido en la moda del día.
Aquí no se pasará por eso. A la zaga de la regla determinista, la ciencia de la
escasez, es decir, la economía, ayudada por la historia social, orientarán mucho
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 65

de lo que a continuación se diga en punto a investigación turística. La antropo-


logía cultural no será bienvenida más que como un adorno solo a veces útil.
Una dosis de modestia debería ser el segundo mandamiento heurístico. El
determinismo requiere una seria determinación, no siempre controlable, de no
caer en autoengaños. La subordinación de la cultura a la forma en que las socie-
dades se ganan la vida actúa de muchas formas inesperadas. De hecho, no hay
huella humana que pueda controlar por completo el entorno. Hay muchas fuer-
zas naturales y sociales con una inclinación descortés a sembrar el caos entre
nuestras expectativas más firmes. Como suelen decir los fondos de inversión,
los resultados del pasado no garantizan la rentabilidad futura del fondo. El azar
confunde a menudo nuestros mejores proyectos. A veces, nuestros actos mejor
diseñados, al modificar el entorno, contribuyen a cambiar la forma en que este
había operado hasta el momento. Muchas de nuestras acciones tienen conse-
cuencias inesperadas pues desencadenan fuerzas que ni siquiera apreciamos
cuando empezaron a aparecer. Cuando así sucede, nuestras armas intelectuales
se quedan obsoletas y es necesario recomponerlas para afrontar la nueva situa-
ción.
Hoy en día, el azar y las consecuencias inesperadas se esgrimen para mos-
trar la futilidad no ya de la ingeniería social, sino de los más humildes planes.
Gray, por ejemplo, quiere sacarnos del sofá del psicoanalista para devolvernos
a un zoológico muy peculiar (2002). Su sempiterno recordatorio de que no es
posible discernir sentido alguno en la historia social y de que, a la postre, esta
carece de él es recomendable. Sin embargo, precisamente porque los humanos
participan en la gallina ciega de la evolución, como individuos y como especie,
necesitan dar sentido a sus acciones y obrar con cierta consistencia. Eso es parte
de su apuesta por la supervivencia. Cuando expresamos esta observación subi-
dos a los zancos de la altisonancia solemos decir que nuestras acciones dan sig-
nificado a la historia, pero esto no es más que retórica disfrazada de verdad.
Nuestras acciones son a menudo contradictorias y suelen desatar cascadas de
consecuencias inesperadas. Sin embargo, en la vida cotidiana o cuando nos ve-
mos obligados a afrontar cambios en el entorno, habitualmente tenemos que
usar reglas y propósitos para evitar las consecuencias que podrían derivarse de
su ausencia.
El azar estará siempre ahí, fruto como es de nuestra limitada condición
humana. Aceptar su existencia y sus imprevisibles caprichos es buena cura para
el dislate de que la historia humana ha sido de alguna manera preordenada por
un diseñador inteligente, sea Dios, la Razón, la Historia, el Zeitgeist (espíritu de
los tiempos), la Nación o cualquier otra de la miríada de ilusiones que continua-
mente acechan. Ninguna estrategia de supervivencia, ninguna cultura, puede
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66 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

aspirar a ser la definitiva. Diamond (1997) ilustró de forma medianamente con-


vincente el papel del azar en el ascenso de la cultura occidental en los tiempos
modernos. Algunas tendencias aisladas que habían empezado a actuar aquí y
allá por caminos inesperados, de repente se fundieron para responder a determi-
nados cambios en el entorno de las sociedades de Europa occidental y proveye-
ron un conjunto de técnicas (ciencia y tecnología; economías de mercado; de-
mocracia e imperio de la ley) que, una vez adoptadas, demostraron su utilidad
(Landes, 1998). Podría haber sucedido así en otros lugares y en otro tiempo.
Durante muchos siglos, los avances tecnológicos y la superior organización so-
cial de China parecían empujarla hacia la supremacía y a convertirla en el mo-
delo a imitar, por ejemplo bajo las dinastías Tang o Ming (Ebrey, 1999; Fernan-
dez-Armesto, 2001; Gascoigne, 2003). No fue así.
La fortuna, empero, no actúa de cualquier manera; también conoce límites.
Cuando nuevas técnicas y estrategias de supervivencia aumentan nuestras opor-
tunidades, los humanos tendemos a usarlas una y otra vez. Una vez que modi-
fican nuestro entorno, no es posible prescindir de ellas. Hay a quien parece la-
mentable que Colón o Vasco da Gama ampliaran los horizontes europeos en
detrimento de las regiones «descubiertas», pero sus viajes no tienen vuelta
atrás. El conjunto de técnicas al que llamamos modernidad podrá algún día lle-
gar a su fin y ser reemplazado por otro más eficiente. Reverdeciendo ideas de
Marx, Desai abogó por el óbito del capitalismo al tiempo que admitía de entra-
da la dificultad de prever la forma precisa en que el proceso podría acontecer
(2002). Muchos de los rasgos de las sociedades actuales desaparecerán algún
día de la misma forma en que aparecieron. Entretanto, actuar consistentemente
bajo la premisa de que el mañana probablemente será similar al hoy resulta una
estrategia de supervivencia eficaz.
Completemos la sagrada Trimurti heurística (la trinidad hindú de Brahma
el creador, Shiva el destructor y Vishnu el restaurador). Con lo que se ha dicho,
cualquier lector avisado podría fácilmente adivinar el siguiente paso —no se
dará aquí demasiado crédito al multiculturalismo—. Guste o no a quienes la
menor mención de que no todas las estrategias de supervivencia o las culturas
son igualmente efectivas, no es así. Tal y como se ha sugerido, durante muchos
siglos China aventajaba a las demás culturas. Dejando a un lado preferencias
por la otra vida y definiciones de la felicidad, si nos limitamos a este mundo
sublunar, aun a falta de estadísticas precisas, los chinos del pasado parecen
haber tenido mayor esperanza de vida y mejores condiciones de existencia que
las gentes de otros lugares, incluyendo a las de la laguna mediterránea (Mote,
2003). Ibn Battuta alabó la seda y la cerámica chinas y apuntó que las gallinas
del país eran más grandes que los gansos de casa (1929). Llegara o no Marco
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 67

Polo hasta Catay o se limitara a contar lo que había oído, el papel moneda, el
Gran Canal entre Beijing y Hangzhou, el uso del carbón o la eficiencia de los
correos imperiales que tanto admiraba no eran caprichos de su imaginación. De
haber sido miembros de un jurado, la mayoría de los humanos de aquel tiempo
hubieran tenido a China por decididamente superior a cualquier otro país.
Algo similar sucede con el peculiar complejo social al que llamamos mo-
dernidad —esa combinación de ciencia y tecnología, mercado e imperio de la
ley—. Habrá quien piense que definir así la modernidad lleva a canonizar sub
rosa a la cultura occidental. Están en su derecho, aunque no estén atinados. No
tienen fácil demostrar la equivalencia, ni que la modernidad sea tan solo un
accidente geográfico al oeste de China y Asia. Hacerlo así lleva a pensar la cul-
tura occidental como una extensión del judeocristianismo. Sin embargo, la mo-
derna noción de ciencia a la que habitualmente llamamos ciencia occidental
tiene su origen en la nueva lectura de Aristóteles por Averroes, un árabe y un
musulmán. Además, tampoco se somete de grado a las imposiciones religiosas.
Ese amplio constructo social de la cultura judeocristiana incluye muchas apor-
taciones de subculturas politeístas del oeste o la idea de raciocinio defendida
por la Ilustración, que llevó a sacar del cuadro la intervención divina en los
asuntos de la naturaleza y de la sociedad, de la misma manera que había pres-
cindido del cosmos cerrado de los griegos. La crítica bíblica iniciada por Renan,
Loisy y otros es tan occidental como aquellas dos religiones monoteístas, lo que
complica que la ciencia pueda convivir pacíficamente con ellas.
¿Qué decir del imperio de la ley y de la democracia? Una buena parte de la
cultura occidental o, mejor, algunas de las subculturas y tradiciones políticas
que a ella pertenecen han sido enemigos jurados de ambas. Hitler y Stalin son
parte de la cultura occidental tanto como lo fueran Churchill y su afamado le-
chero británico. En los tiempos modernos, eso que llamamos la cultura occiden-
tal no ha sido otra cosa que, a veces literalmente, un campo de Agramante, una
encrucijada de opciones intelectuales y morales. Meter a todas ellas en el mis-
mo saco lleva a pensar que todos los gatos son pardos.
A diferencia de la tradición occidental, la modernidad tiene un perfil defi-
nido. Ese es el perfil que ha sido sometido a una brutal cirugía por los pomos
en las tres últimas décadas. A menudo presentan a la ciencia y la tecnología
modernas como amenazas al desarrollo sostenible, cuando no como el peor de
todos los males. Los mercados, dicen, convierten en mercancías las relaciones
sociales; el imperio de la ley y la democracia se han usado a menudo para dis-
criminar contra categorías sociales como las mujeres o las minorías de todo
tipo. En la arena internacional, la modernidad ha contribuido a legitimar toda
clase de empresas imperialistas y lo sigue haciendo.
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 68

68 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Curiosamente, esas críticas provienen de determinados grupos que viven


dentro de las sociedades en donde la modernidad ha ido de suyo durante los dos
últimos siglos, no de las supuestas sociedades sometidas. Gray (2002, 2003),
entre otros, mantiene por ejemplo que la creciente globalización crea toda clase
de amenazas. Con la ayuda del Banco Mundial y el Fondo Monetario Interna-
cional, Estados Unidos ha tratado de organizar una misma clase de capitalismo
en todo el mundo. Esto, arguye, aúna las ilusiones del XIX con la idea peculiar
de que América tiene una misión universal. A Gray se le calienta la boca con lo
de la vieja ilusión. El plan americano de globalizar todo no es más que otra ilu-
sión monoteísta. Hasta la ciencia y la tecnología, dice, contribuyen a esta des-
nortada meta. Son altamente eficientes, pero existe el riesgo de que sus conquis-
tas puedan ser utilizadas letalmente, pues nadie puede en realidad controlarlas
cabalmente.
Como los hermanos Marx en el Oeste, Gray, como los ludditas de antaño,
echa más y más madera a su locomotora particular para hacer creer que no
puede detenerse —nostalgia por los dulces tiempos de cazadores y recolectores
que vivían en armonía con la naturaleza; desaparición de especies bajo la bota
humana; cambios climáticos catastróficos; nuevas epidemias letales; y guerras
crecientemente cruentas—. No hay mal que Gray no prediga. Puede que tenga
razón, pero no es necesario tomar a las aves de mal agüero por todas las galli-
nas del corral. Malthus y sus tristes seguidores se han pasado los dos últimos
siglos argumentando que ninguna de las cosas buenas que han pasado desde
entonces iban a suceder o que el bienestar tenía que acabarse. Algún día acerta-
rán, pues el mundo acabará por desaparecer. Pero cuando han tratado de afinar
en su predicción del cuándo los malthusianos han tenido tanto éxito como los
marxistas al anunciar el fin del capitalismo o las más 3080 profecías que anun-
ciaron el fin del mundo para este año, el pasado o el antepasado (Daniels, 1999;
McIver, 1999).
La modernidad aún persiste y no por azar o conspiración dolosa, sino por-
que anima la imaginación y los deseos de millones. Cuando los estudiantes chi-
nos empezaron su protesta en la plaza de Tiananmen, en abril de 1989, no pare-
cían estar trabados por el rechazo a la libertad occidental y su Diosa de la
Democracia trataba de recordar a la Estatua de la Libertad. El deseo de libertad
no conoce barreras geográficas ni culturales y puede ser sentido por muchos en
circunstancias muy diferentes. Cuando se hundió el imperio soviético, los euro-
peos orientales mostraron un profundo deseo de implementar reformas de mer-
cado y la democracia. Cuando los jóvenes asiáticos se gastan su dinero quieren
comprar marcas reconocidas. Los mercados les parecen el mejor de los proce-
dimientos para distribuir bienes y servicios escasos; las marcas les ayudan a
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LA CRISIS DE LAS TIJERAS 69

orientarse en el mercado y a mostrar su pertenencia a tribus de consumidores


extendidas por el mundo entero. Permítaseme volver sobre la corporalidad por
un momento. Pese a mi edad actual, todavía he pasado más años de mi vida bajo
la dictadura del general Franco, que había ganado la Guerra Civil un par de años
antes de mi nacimiento. Durante esos años, un número creciente de españoles
suspiraban por el día en que su país acabaría por tener una economía moderna
y sistema pluralista a lo occidental. Incluso para quienes, como yo, militamos
en la extrema izquierda, la llegada del socialismo que queríamos se definía en
términos muy similares a una democracia jeffersoniana tocada por la varita
mágica de la igualdad. Todos los anteriores y otros muchos han pensado que la
modernidad ofrece más opciones para más gente que cualquier otra combina-
ción conocida. ¿Estaban, estábamos, tan equivocados? Me resulta imposible de-
fender la afirmativa.
Uno comprende que algunos colegas puedan compartir lo que Swain ha lla-
mado «Culpa Colectiva Colonial». De hecho, demasiados crímenes se han co-
metido bajo la bandera de la modernidad. Swain se flagela por la forma en que
«yo me presentaba, hablaba y actuaba. Yo llevo sobre mí demasiados símbolos
del imperialismo que no puedo esconder. De entrada soy blanca» (2005: 83).
Todo el mundo tiene derecho a sus sentimientos, pero cuando se los quiere con-
vertir en normas de conducta pública la cosa se complica. No hay razones deci-
sivas para adoptar esta nueva forma de culpabilidad por asociación. Que alguien
pueda creerse imperialista justo porque sea blanco, heterosexual o porque fue
concebido en el lado equivocado de su ciudad desafía toda lógica. Es la biolo-
gía como destino, lo que refleja palabra por palabra lo que los auténticos impe-
rialistas decían a favor de su derecho. Más aún, convierte a los pueblos domi-
nados en cómplices de su dominación. Este tipo de razonamiento se ajusta
como anillo al dedo con la práctica de los nazis, del estalinismo y del maoísmo,
de Pol Pot, el hermano número uno. Un rápido repaso a alguna ficción (Gao,
2002; Ha, 2004) y no ficción (Chang, 1991; Overy, 2004) recientes que tratan
de esos regímenes muestra que la culpabilidad por asociación fue uno de sus
principales crímenes. Afortunadamente, ese expediente no puede ampararse
bajo la tradición democrática, una de las razones por las que las sociedades que
no gozan de sus beneficios sueñan con ella.
Los pomos prefieren sentarse entre querubines, serafines y potestades. No
es que disculpen nada de lo anterior, pero inmediatamente recuerdan que otro
mundo es posible y se encuentra más allá de las sociedades totalitarias y de una
modernidad basada en la normalización represiva. Como bien sabía Kant, sus
veinte táleros virtuales parecen exactamente iguales que los de curso legal en
todo menos en su existencia. Nunca sabemos dónde está esta tierra del Preste
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 70

70 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Juan en la que creen, ni nos dicen cómo llegar a ella. Por el contrario, nuestras
sociedades políticas modernas han mostrado sorprendente capacidad de adapta-
ción para integrar la mayoría de las demandas de numerosos grupos sociales
que habían sido dejados a un lado de la corriente principal. No hay razones para
creer que esa flexibilidad no pueda renovarse. Esos son los parámetros con los
que aquí se ha tratado de construir y explicar los tipos ideales de modernidad y
sociedad de masas.
Una advertencia final antes de partir hacia la investigación turística. Por
todas las razones mencionadas, debemos ser enormemente modestos respecto
de nuestro campo de trabajo. Sea o no la mayor industria existente, el turismo
carece de virtudes catárticas. Es una parte importante de la vida en las socieda-
des de masas y en el sistema capitalista actual. Nada más que eso. Ofrece a cre-
cientes números de gente opciones para su esparcimiento, ayudándoles así a
«construir» su felicidad. Para muchos de sus proveedores, la búsqueda de la fe-
licidad también es algo importante que les depara nuevas oportunidades de me-
jorar sus beneficios de todo tipo, como también las ofrece a las comunidades
locales y a las sociedades que se benefician del turismo aun en variadas y no
menos discutidas formas.
Siendo internacional en parte, este aspecto del turismo crea interacciones
entre miembros de culturas distintas. Incluso en casa, los turistas domésticos,
habitualmente más urbanizados y adinerados que los proveedores locales, en-
tran a menudo en contradicción con los estilos de vida de estos últimos. Sin
duda, bajo todas sus formas, el turismo aumenta el intercambio cultural. Para
bien o para mal, esto es tan solo una parte de su dinámica y no la más decisiva.
La globalización, por ejemplo, no se debe al turismo. Funciona con mayor velo-
cidad y por sus propios medios. Fuerzas económicas, procesos políticos, los
medios de comunicación masiva (desde las películas hasta la televisión e inter-
net) contribuyen más al bienestar o la pobreza de las naciones. Aun donde el
turismo internacional es prácticamente inexistente, las radios, la tele por satéli-
te y las redes sociales de internet a las que se entre por el móvil o las compu-
tadoras comunales actúan de forma imprevisible sobre la vida de la gente. El
proverbial grano de sal que debemos poner en nuestras propias fantasías de es-
tudiosos se torna menester, una vez más, tanto en la investigación turística
como en otras muchas tareas científicas.
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 71

2. El sistema turístico global

Introducción

Es sorprendente lo poco que sabemos sobre la estructura del sistema turístico


global. Habitualmente pensamos que existe algo parecido a un sistema. Ade-
más, damos por sentado que ese algo es muy grande. Para mostrar cuán grande
es solemos referirnos a las bases de datos UNWTO (Organización Mundial del
Turismo, UNWTO por sus siglas en inglés). Dada la escasez de otros recursos,
esas estadísticas, que recogen una ya larga serie temporal de llegadas turísticas
internacionales y entradas por divisas, nos inclinan a cometer el error de tomar
la parte por el todo. Vistas en detalle, sin embargo, esas series de turismo inter-
nacional no ofrecen demasiada base para mantener exageradas ideas sobre que
el turismo es la industria global por excelencia y que el TMM es uno de los
motores de la globalización. Menos aún que el turismo internacional solo se
orienta en un único sentido de explotación del sur por el norte.
Ni los flujos de turistas internacionales ni el monto de las entradas por divi-
sas permiten sacar conclusiones semejantes. Las llegadas internacionales en 2009
fueron ochocientos ochenta millones. Con una población mundial de 6,7 millar-
dos, solo una persona de cada ocho (12 por ciento del total) viajó a un país distin-
to. Si uno considera que algunas de esas personas viajaron más de una vez en ese
año y que muchas de ellas cruzaron diferentes fronteras en un mismo viaje y, por
ende, fueron contadas varias veces, la proporción disminuye. Si el pronóstico de
doblar ese número en 2020 se cumple, lo que parece posible, el porcentaje de tu-
ristas internacionales llegará al 20 por ciento de una población mundial de siete
millardos. En 2008 las entradas por divisas llegaron a 944 millardos de dólares,
menos del 1 por ciento del PNB mundial de ese año. Con semejantes fundamen-
tos es difícil argumentar que el turismo es la verdadera industria, y eso en el caso
en que consideremos que es una, lo que tampoco está tan claro (Leiper, 2007).
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 72

72 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Intuitivamente sabemos que el número de turistas es mucho mayor una vez


se suma el turismo doméstico y que el dinero generado por los viajes domésti-
cos y al exterior excede con mucho esa cantidad. Sin embargo, se ha converti-
do en un hábito bien enraizado afirmar que el turismo internacional es una re-
presentación del todo. No habría espacio en un solo libro para citar las numero-
sísimas veces en que ese tropo se ha producido. Solo un ejemplo. Como ya se
ha mencionado, la ISA (International Sociological Association) tiene un solo
comité de investigación que se ocupe del turismo y aparece bajo la etiqueta Tu-
rismo Internacional (ISA, 2005). Ese comité tan solo ha empezado a tener en
cuenta el turismo doméstico en los últimos años (Jaipur, 2009). Hasta entonces
se hubiera dicho que ese tipo de turismo carecía de interés o que no ponía en
marcha dinámicas dignas de mención. La investigación turística paga un alto
precio por esta ilusión metonímica.
Algunas de sus consecuencias son triviales y hasta ridículas; otras, muy
serias. Veamos algunas de las primeras. Tan pronto como se habla de turismo
internacional, las naciones se convierten en personajes clave y su lugar en el
ranking mundial de destinos turísticos se convierte en un reñidero de pasiones
nacionalistas y el prestigio se mide por el número de visitantes internacionales.
Los esfuerzos de algunos países por inflar su número de llegadas son bien cono-
cidos. En los sesenta y los setenta, España, a la sazón bajo la dictadura del gene-
ral Franco, esgrimía abiertamente esos números como fruto de una legitimidad
política de la que carecía (Pack, 2004). Una vez que el país se dotó de una es-
tructura democrática, las llegadas internacionales se desplegaban como muestra
de la aprobación suscitada por el nuevo curso y el deseo de inflar los números
permaneció. Francia es otro caso bien conocido. En 1989, como tributo en el
bicentenario de su Revolución, el país decidió reorganizar sus estadísticas y, de
repente, los números que previamente la relegaban a un segundo plano sobre-
pasaron a los de sus competidores de un solo golpe. Una vez que Francia se hizo
con una ventaja del 30 por ciento sobre su inmediato seguidor, se convirtió en
el primer destino mundial. Ahí ha estado desde entonces.
No parece importar que los prestigiosos números de llegadas internacionales
no suelan ir acompañados de un aumento similar en los gastos que se realizan.
Según UNWTO (2006b), en 2004, Francia tuvo 71,4 millones de llegadas interna-
cionales y obtuvo 40,8 millardos de dólares en ingresos, lo que representa un gasto
medio por turista de 543 dólares. Para España, los números respectivos fueron 52,4
millones de llegadas internacionales, 45,2 millardos de dólares en entradas y 863
dólares de gasto por persona. Cuando se compara a ambos países con el resto de
los diez primeros destinos mundiales (cuadro 2.1), Francia quedaba en el último
lugar en gasto por turista internacional y España ocupaba el puesto número 7.
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 73

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 73

Cuadro 2.1. Gastos por visitante en principales destinos


INGRESOS
(millardos VISITANTES DÓLARES
de dólares) (millones) POR VISITANTE

Australia 13,6 4,7 2.894


Estados Unidos 74,5 46,1 1.616
Alemania 27,7 20,1 1.378
Reino Unido 28,2 27,8 1.014
Italia 35,7 37,1 962
Turquía 15,9 16,8 946
España 45,2 52,4 863
Austria 15,3 19,4 789
China 25,7 41,8 615
Francia 40,8 75.1 543
Fuente: Autor sobre UNWTO (2006d).

Así pues, si en vez del palmarés de llegadas internacionales se ordenan los


destinos por su rendimiento económico (definido en dólares por persona), los
dos países a la cabeza del éxito en llegadas internacionales eran rápidamente
sobrepasados por destinos tan variados como Estados Unidos, Australia, Cam-
boya, Dinamarca, Panamá, India y otros muchos pesos medios. Aunque son los
ejemplos más sobresalientes de esta comedia, Francia y España no son los úni-
cos países que recurren a esta contabilidad creativa.
Otros aspectos de la ilusión metonímica son menos divertidos. La obsesión
por los datos internacionales al definir el turismo global lleva a menudo a verlo
como una de las fuerzas, quizá la fundamental, del proceso de globalización y
recibe por ende todas las críticas por los efectos dañinos de esta última. Buena
parte de la literatura de turismo sobre la globalización la ve de acuerdo con la
falsilla proporcionada en la enciclopedia más conocida sobre este asunto (Jafari,
2000). La globalización, se nos dice allí, supone un nuevo estadio en el desarro-
llo del capitalismo que, a renglón seguido, viene identificado como neoliberalis-
mo. Este proceso afecta a todos y cada uno de los componentes de la actividad
económica y se mantiene sobre la merma del poder económico de los Estados
nacionales y el ascenso de las corporaciones internacionales. La globalización ha
influido profundamente al turismo. Mientras que los viajes han gozado desde
hace tiempo de una demanda global, los nuevos desarrollos han desatado una
oferta global de servicios de turismo provistos por firmas multinacionales, desde
aerolíneas a operadores mayoristas, desde cadenas hoteleras a restaurantes de
comida rápida. Si se añade la política de liberalización a ultranza y el laxo con-
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74 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

trol sobre la entrada de divisas, la nueva cadena de oferta priva a las comunida-
des locales de la mayoría de sus beneficios económicos por el juego de las pér-
didas (leakages) y de bajos multiplicadores. Por su parte, los empresarios de los
países desarrollados carecen de los medios necesarios para pagar los altos costes
de entrada y evitar semejantes consecuencias (Wilkinson, 2000). Esta narrativa
ha sido adoptada sin mayores críticas por buena parte de los autores (Boniface y
Cooper, 2005; Hall, 2006; Harrison, 2001; Nash, 1996; Oakes, 1995, 1996).
La noción no es demasiado sostenible. Puede que haya un número crecien-
te de firmas multinacionales en el mundo del turismo, pero las pequeñas y me-
dianas empresas las exceden con mucho (Smith, 2005), lo que muestra que las
primeras no controlan por completo el sistema y que los costes de entrada para
los empresarios locales no son tan prohibitivos como dicen tantos autores con
escasas pruebas. Aún más importante, la competencia entre las multinacionales
es feroz. Es difícil creer, por ejemplo, que no se da entre las más de seiscientas
aerolíneas miembros de IATA (International Air Transport Association) o que
las grandes cadenas hoteleras no compiten entre sí (Travel Images, 2009). Las
«fugas» del circuito económico local no solo afectan a los países de la llamada
periferia del placer (Aramberri, 2005). La globalización no es tampoco un ca-
mino de sentido único y también suscita cambios en la estructura internacional
del sistema capitalista, como lo prueba el ascenso creciente de muchos países
asiáticos, con China en cabeza de la lista (Bhagwati, 2004). Tampoco hace cre-
cer la pobreza mundial, más bien lo contrario (Barro y Sala i Martín, 1995).
El asunto más interesante se halla en otra parte. ¿Cuál es el lugar en esta
cadena del turismo doméstico en donde, por definición, no hay transacciones
internacionales entre las partes? ¿Qué decir sobre los intercambios culturales
extremos; se dan al modo en que lo quiere la literatura dominante o entre paí-
ses más o menos iguales en poder y que comparten un fondo cultural común?
Por ejemplo, uno de los más llamativos procesos de desarrollo en la industria
turística ha sido el crecimiento del este asiático. Page (2001: 87) ha apuntado
que los antiguos ejes de vuelo que iban de oeste a este entre esa zona y Europa
han sido reemplazados por otro norte/sur, como consecuencia de los números
crecientes de turistas intrarregionales de Japón, Corea, Taiwán y, más reciente-
mente, China, que han transformado el paisaje turístico de la región. Esta reali-
dad ha sido reconocida en el cambio de prioridades de muchas agencias nacio-
nales de turismo que operan en ese área. Mientras que en el pasado Europa y
Estados Unidos eran sus mercados principales, hoy muchas de ellas ponen a
Japón, Australia, Nueva Zelanda, Hong Kong y Taiwán a la cabeza de la lista
(Hall y Page, 2000: 24). Raguraman apunta que el rezago de India en punto a
turismo internacional se debe a una equivocada distribución de sus prioridades
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EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 75

(1998). Similares reflexiones pueden hacerse igualmente en el caso de muchos


países de Europa oriental, que han encontrado en el tráfico doméstico e intra-
rregional uno de los pilares de sus nacientes industrias turísticas. Pero esos
asuntos no suelen ser objeto de la reflexión de los estudiosos
La imaginación posromántica puede desatarse cuando de esta manera se
olvidan estas consideraciones económicas como resultado de la metonimia fun-
damental ya aludida que reduce el turismo a su componente internacional. Des-
de el totémico libro de los setenta (Smith, 1977) sobre la antropología del turis-
mo, se ha convertido en sabiduría convencional que la dinámica del turismo
lleva a la comodificación (Turner y Ash, 1975; Berghoff, 2002; Shaw y Wi-
lliams, 2002), pérdida de identidad de las culturas locales (Burns, 2006), ame-
nazas a los derechos indígenas (Butler y Hinch, 2007; Higgins-Desbiolles,
2007; Johnston, 2006), complicidad con la hegemonía occidental (Pussard,
2005), aumento de los efectos negativos de la globalización (Richter, 2007) y a
ser una irresistible fuerza de pérdida de importancia de los países sometidos
(Morgan y Pritchard, 1998). TMM se ha convertido así en el sospechoso habi-
tual de toda clase de crímenes o faltas, con la única excepción de los de parri-
cidio y buen gusto.
Uno se pregunta, empero, cómo todo esto puede ser dado por bueno sin
pruebas. ¿Puede el turismo soportar tanto entusiasmo crítico? ¿Puede ser en
verdad la causa de tantos males? En realidad, si uno se toma un poco de tiem-
po para investigar su estructura interna, la mayoría de esos vuelos de la imagi-
nación se diluyen como lo que son, puras emisiones de voz mayormente vacías
de contenido.

Pobres fundamentos

La mayoría de las discusiones sobre TMM se apoya en la información de dos


bases de datos UNWTO, especialmente en la dedicada a llegadas internaciona-
les. Esta base de datos tiene una serie de debilidades de las que deberíamos ser
conscientes. Para empezar, depende de los datos recogidos por los gobiernos
que pertenecen a la organización y las técnicas de recogida de muchos de ellos
dejan bastante que desear. Más importante: solo recogen datos del turismo inter-
nacional, es decir, viajes que incluyen cruce de fronteras, y eso está muy lejos
del número real de personas que abandonan su lugar habitual de residencia por
un período de más de veinticuatro horas y menos de un año (que es la base de
la definición estadística del turista). De esta forma, la base UNWTO arrumba
los viajes de residentes dentro de su propio país, algo conocido como turismo
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 76

76 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

doméstico. Eso no importaría demasiado si no fuera por el hecho de que otras


fuentes de datos sobre turismo doméstico son muy limitadas y, en consecuen-
cia, los investigadores tienden a evitar su discusión. De esta forma, como se ha
dicho repetidamente, el turismo internacional se convierte en la definición
taquigrafiada del propio TMM.
Adicionalmente, va de suyo que el número de turistas internacionales ten-
derá a ser más alto en aquellas regiones del mundo que están densamente pobla-
das y, al tiempo, cobijan a una gran cantidad de pequeños y medianos Estados.
Incluso si sus habitantes no tuvieran un alto grado de renta disponible, Europa
seguiría inundando las estadísticas internacionales, como de hecho sucede. Un
viajero que vaya en coche desde Nueva York a Washington por un fin de sema-
na largo no aparece en ninguna estadística. La misma persona que viaje en
coche por el mismo tiempo desde La Haya (en Holanda) a París (en Francia),
más o menos la misma distancia, y pare una noche en Bélgica a la ida y a la
vuelta, será contado como cuatro llegadas internacionales (dos veces en Bélgi-
ca, una en Francia y otra en Holanda). Si el turista se desplaza con su familia,
en total cuatro personas, habrá que contabilizar dieciséis llegadas en la lista por
ninguna durante el desplazamiento en Estados Unidos. No sorprende que la
cuota de Europa en el mercado turístico global se haya mantenido por encima
de 50 por ciento año tras año.
Un rápido experimento mental ilustra la situación aún mejor. Algún día de
un futuro que no debería ser muy distante, la Unión Europea puede convertirse
en una única entidad política cuyos ciudadanos no tendrían que cruzar fronte-
ras cuando viajasen desde, digamos, Alemania a Grecia o desde España a Sue-
cia. Si así fuera, las estadísticas de turismo internacional registrarían un fuerte
movimiento sísmico. En 2009, el número de turistas internacionales se hubiese
partido por la mitad. Si el turismo fuera tan solo el internacional, esto represen-
taría una seria catástrofe. ¿Sería correcta esta conclusión? ¿Habría sufrido la
industria un golpe mortal? La respuesta —por supuesto que no— se le alcanza
a cualquiera.
La cuestión, empero, no es trivial. La costumbre de identificar turismo y
turismo internacional está tan extendida que reduce nuestras perspectivas teóri-
cas y fomenta la aparición de hipótesis seriamente erradas, algunas de las cua-
les se han mencionado ya. Si todos los turistas fueran americanos en ruta a Poli-
nesia o europeos que viajan a Sudáfrica, es decir, turismo internacional de larga
distancia, uno podría encontrar un ápice de apoyo para mantener que el turismo
produce esos intercambios culturales desiguales de los que tanto se habla o que
estos son la esencia del turismo. Sin embargo, los mayores flujos de turismo no
van en esas direcciones.
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 77

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 77

De creerlo así, los relativamente pocos millones de turistas intercontinenta-


les serían más importantes que los 1,7 millardos de turistas domésticos genera-
dos por China en 2007 (CNTO, 2010), o los dos millardos de viajes de ocio que
se pagaron los americanos dentro de Estados Unidos en 2006 (US Census Bu-
reau, 2010). Cualquiera de esos dos flujos implica mucho mayores números que
los de sus colegas internacionales, pero la investigación teórica sobre la com-
pleja dinámica que TMM genera permanece firmemente varada en los de estos
últimos y tiende a ignorar a los primeros. Cuando se habla, por ejemplo, de la
contribución de TMM a la globalización, semejantes prejuicios no hacen sino
estorbar, no solo porque sus conclusiones sean demasiado generales, sino por-
que no lo son bastante. De hecho, el sistema turístico global tiene una estructu-
ra diferente y mucho más intrincada de cuanto esa metonimia permite creerlo.
Si queremos entender el desarrollo actual o futuro de TMM parece obliga-
torio redimensionar todo el fenómeno, y para ello tenemos que clasificar de otra
forma su estructura presente antes de considerar su importancia como fuerza
globalizadora.

Cómo clasificar el sistema turístico global

El de globalización es un concepto sumamente huidizo y, por su uso indiscrimi-


nado, se hace aún más así día tras día. En lo que sigue trataremos de definirlo
de forma más estricta. En términos económicos, globalización puede definirse
como un proceso de integración económica internacional creciente que reduce
las barreras naturales y creadas por los humanos al comercio y otros intercam-
bios y aumenta los flujos internacionales de capital y trabajo (Wolf, 2006: 15).
Tal impulso integrador nunca será completo, es decir, nunca llegará a un esta-
dio donde los costes transaccionales sean cero, porque la actividad económica
se despliega en el espacio e implica la necesidad de transporte. En cualquier
caso, la globalización hace retroceder continuamente esas barreras, crea mayor
interdependencia entre pueblos y países y reduce la posibilidad de que se den
desarrollos unilaterales o autárquicos. Lo que empezó hace muchos siglos con
los primeros comerciantes ha acabado por convertirse en un tinglado donde la
división del trabajo internacional crece junto con la producción global de bie-
nes y servicios.
Así pues, la globalización marchará mucho más rápida —algo que convie-
ne subrayar con firmeza— allí donde los flujos internacionales promueven el
intercambio de bienes progresivamente intangibles, los primeros de ellos los
informáticos. Por otro lado, cuando, como sucede con el turismo, la globaliza-
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 78

78 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ción requiere desplazamientos físicos como uno de sus componentes, esta irá a
la zaga de otros sectores globalizadores. Por importante que sea la dinámica
económica o de otra clase desatada por el turismo, su papel integrador y su ve-
locidad de integración no pueden compararse con los de las finanzas, la banca,
las películas, la televisión o internet.
Así pues, en lo que sigue se irá a la contra de la idea de que el turismo ha
alcanzado un alto grado de globalización. Pese a ser una actividad que aparece
en todo el mundo, dista bastante de ser global. Las Cuentas Satélites de Turismo
(CST o TSA en inglés), que elabora el Consejo Mundial de Turismo y Viajes
(WTTC), ofrecen bastante apoyo a esta perspectiva (2006b). No suelen ser cita-
das a menudo por los investigadores, tal vez porque no tienen el grado de depu-
ración que los estadísticos suelen requerir. Sin duda, los datos WTTC sorpren-
den a veces. Tómese la exagerada participación de Birmania/Myanmar en el
sistema TMM. En 2004, WTTC situaba al país en el número 11 entre otros 174
por el gasto de sus nacionales en viajes personales (viajes que no son de nego-
cios o gastos gubernamentales para el mantenimiento de atracciones turísticas),
en el número 19 por demanda total y en el número 12 por el tamaño de su in-
dustria turística, cosas todas ellas que parecen altamente improbables.
Sin embargo, esas sorpresas no desacreditan necesariamente el cuadro de
conjunto proporcionado por las TSA, que parece mucho más digno de con-
fianza. Así pues, la escasa atención que les prestan los investigadores turísti-
cos resulta sorprendente cuando se considera que esa organización cuenta
entre sus miembros a muchas de las grandes compañías internacionales de
turismo y viajes (líneas aéreas, cadenas hoteleras, operadores mayoristas, ser-
vicios financieros, consultoras y centros de investigación). Sin duda, WTTC
defiende sus intereses, pero no es menos cierto que esas corporaciones toman
decisiones multimillonarias todos los años y uno piensa que, en su trabajo, las
TSA deben ayudarles en esos menesteres. Esa sería una buena razón para que
las usasen los académicos. Si son de confianza, las TSA de WTTC pueden
ayudarnos a ampliar nuestra perspectiva más allá de los esqueléticos datos
UNWTO sobre turismo internacional y a evitar las trampas metonímicas que
estos últimos fomentan. Nuestra visión de la estructura del turismo internacio-
nal mejoraría.
Las TSA no enfocan la conducta viajera internacional de los individuos,
sino que miden la contribución financiera del turismo a la economía mundial o
a la de algunas regiones o países. La discusión de su metodología puede encon-
trarse en la página web de la organización (WTTC/OEF, 2006), así que aquí no
entraremos en este peliagudo asunto. En lo que sigue, las TSA se aceptarán con
la misma fe del carbonero con la que nos aplicamos a los datos UNWTO y se
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 79

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 79

usarán como una herramienta valiosa que ha sido mejorada considerablemente


desde los tiempos en que empezaron a publicarse.
En 2004, WTTC/TSA ofrecían datos sobre la actividad turística en 174 paí-
ses y territorios. Como se ha dicho, el turismo se practica en todo el Globo. Sin
embargo, eso no significa que sea una actividad global en el sentido apuntado
de mayor integración en la economía internacional. Muchos habitantes del pla-
neta pueden gozar de TMM sin que eso signifique que este se haya convertido
en un fenómeno global, pues los residentes que viajan permanecen mayormen-
te dentro de las fronteras propias; la industria es básicamente local; y las inver-
siones de capital o los trabajadores no son mayormente extranjeros. Eso es jus-
tamente lo que sucede en el turismo actual, cuyos componentes globales son
más bien limitados. Al menos, lo son si se pone en relación su PIB (Producto
Interior Bruto) y la parte que se atribuye a la economía en ese dato.
Podemos encontrarla cruzando datos WTTC y del Banco Mundial. Eso
puede hacerse por dos caminos diferentes, bien midiendo lo que WTTC llama
«Demanda T&T (turismo y viajes), es decir, la agregación de todos los gastos
nominales, directos e indirectos, en la economía residente comparados con el
PIB», o podemos hacerlo usando el llamado «Consumo T&T», que solo consi-
dera los gastos hechos por o en beneficio de los turistas, nacionales o extranje-
ros, en el seno de la economía residente. En breve, el Consumo Turístico solo
se ocupa de la dinámica directa generada por el turismo en una economía dada,
en tanto que la Demanda Turística incluye tanto la dinámica directa como la
indirecta. Ambos muestran resultados similares en porcentaje, pero aquí usare-
mos el primero y más limitado porque parece estar más cercano a los movi-
mientos reales de la gente y deja a un lado otros elementos como inversiones en
infraestructuras, gastos de promoción y exportaciones relacionadas con ellos
que, importantes como de hecho lo son, imponen una cierta distancia concep-
tual sobre la conducta turística específica.
En 2004, el PIB de los 155 países y territorios para los que se pueden en-
contrar datos en ambas bases de datos de WTTC y del Banco Mundial (World
Bank, 2006) alcanzó 40,7 billones de dólares a precios corrientes. El Consumo
Turístico mundial en ese mismo año subió a 3,9 billones de dólares, es decir,
alrededor del 10 por ciento del PIB mundial. La contribución media del turis-
mo a las economías nacionales fue del 12,5 por ciento. Parece una proporción
elevada, y así debe anotarse, pero esos son los datos que resultan de la investi-
gación TSA de WTTC. Incluso si fuesen menores, tomados en conjunto, esos
datos no dejan de presentar rasgos interesantes que permiten un intento de ela-
borar una clasificación inicial de los diferentes componentes del sistema tu-
rístico combinando su estadio de desarrollo económico (desarrollados, en de-
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 80

80 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

sarrollo o menos desarrollados, conocidos como LDC —Less Developed Coun-


tries— por sus siglas en inglés) con la investigación TSA del impacto del turis-
mo en sus economías nacionales (cuadro 2.2). De esta forma aparecen tres gru-
pos principales.

Cuadro 2.2. Clasificación del sistema turístico global (2004)


PAÍSES NÚMERO NOTAS

Productores de cabecera 26 18 superiores con un consumo T&T >25% PIB


Destinos exitosos 67 Consumo T/T entre 18-8% PIB
a) Desarrollados 37 PIB alto. Economías diversificadas
b) Estrellas en ascenso 11 Países en proceso de crecimiento rápido
c) Sin tendencia 19 Economías de muy distinto tipo
Destinos atrasados 62 T&T <8% PIB (47 <6,5% PIB)

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

El primer grupo está constituido por los que llamaremos productores de


cabecera. Son un total de veintiséis países y territorios donde el turismo tiene
una alta contribución al PIB. Tras ellos, el resto puede dividirse en otras dos ca-
tegorías. La primera (destinos exitosos) cubre 67 países y va desde la primera
nación industrializada que aparece en el palmarés (Austria, con el número 27
total y una contribución del turismo al PIB del 18 por ciento) hasta Japón (nú-
mero 94, con una contribución turística al PIB del 8 por ciento). El tercer grupo
(destinos atrasados) incluye países con una contribución turística por debajo del
8 por ciento del PIB. En total, se trata de 62 países cuya ratio para la mayoría
(47 países) es igual o inferior al 6,5 por ciento.
En esta clasificación aparecen algunos rasgos notables. Empecemos con
los veintiséis productores de cabecera (cuadro 2.3), justo antes de que aparezca
el primer país desarrollado. Una vez más, conviene apuntar algunas sorpresas
en este grupo: Birmania/Myanmar, Jordania y Siria, que intuitivamente uno ten-
dería a pensar que no deberían estar aquí. El caso de Bahrein, por el contrario,
no es sorprendente porque la isla ha tenido un desarrollo turístico notable (pro-
veniente en gran medida de Arabia Saudita) en los últimos años.
La mayoría de los países de este grupo comparten los rasgos siguientes:

— Islas pequeñas, archipiélagos o territorios reducidos.


— Países poco desarrollados (LDC).
— Bajo PIB en términos absolutos.
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 81

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 81

— Economías escasamente diversificadas.


— Débil demanda interior.
— Cercanos a importantes mercados generadores o con gran popularidad
en algunos de ellos (por ejemplo, las Maldivas en Alemania y Francia).

El segundo grupo incluye a los que llamamos destinos exitosos. En él se


encuentran, entre otros, todos los países desarrollados a excepción de Corea del
Sur, cuya contribución turística al PIB está por debajo del 6 por ciento. Este
segundo grupo es mucho menos homogéneo que el de los productores de cabe-
cera. Dentro de él se hallan tres subgrupos (cuadro 2.3): 32 países desarrolla-
dos, más otros cinco países europeos cercanos a convertirse en países desarro-
llados; once países estrella que ya se han convertido en importantes destinos
internacionales, y un resto de otros diecinueve en los que no se puede hablar
fácilmente de que muestren una tendencia concreta.
Los rasgos comunes al grupo de países desarrollados son:

— Países grandes o de tamaño medio (con excepciones como Hong Kong


y Singapur).
— Países desarrollados o cercanos a ello.
— Economías altamente diversificadas con un importante sector turístico.
— Activa demanda interna.
— En muchos casos su consumo turístico excede del 10 por ciento del
PIB. Solo siete están por debajo de esa marca.
— Son al tiempo importantes generadores de turismo y los principales
destinos del mundo, marcados por un fuerte tráfico mutuo.

Los miembros del segundo subgrupo o estrellas en desarrollo (cuadro 2.3)


también tienen algunos rasgos en común:

— Países continentales.
— En rápido desarrollo.
— Economías crecientemente diversificadas donde el turismo se ha con-
vertido en un ingrediente clave.
— Han alcanzado el estrellato durante los últimos veinte años.
— Cercanos a mercados generadores clave (Túnez, Marruecos, Egipto y
Turquía, a Europa; Costa Rica, a Estados Unidos y Canadá; Tailandia,
Malasia, Camboya e Indonesia, a Asia nororiental y Australia), con las
únicas excepciones de Senegal y Kenia.
06-Capítulo 2

82

Cuadro 2.3. El sistema turístico global (2004)


DESTINOS DE ÉXITO DESTINOS ATRASADOS

PRODUCTORES PAÍSES ESTRELLAS


DE CABECERA DESARROLLADOS EN ASCENSO SIN TENDENCIA 8-6,6% <6,5%
13/12/11

Países % Países % Países % Países % Países % Países %

Maldivas 62,1 Austria 18,2 Túnez 15,4 Papúa-Nueva Guinea 15,8 El Salvador 8,0 Sudáfrica 6,5
14:38

Antigua y Barbuda 55,3 Estonia 17,1 Tailandia 14,2 Kiribati 15,7 Trinidad y Tobago 7,0 República del Congo 6,4
Seychelles 53,8 Islandia 17,0 Marruecos 13,6 Líbano 15,7 Nicaragua 7,8 Benín 6,4
Bahamas 50,2 Portugal 16,9 Costa Rica 12,5 Albania 14,4 Filipinas 7,8 Omán 6,3
Santa Lucía 42,6 Suiza 16,0 Malasia 12,1 Ucrania 14,3 Belarus 7,8 Guatemala 6,3
Página 82

Vanuatu 41,2 España 15,6 Egipto 11,1 Guayana 14,0 Malawi 7,7 Ecuador 6,1
TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Barbados 40,7 Grecia 14,4 Kenia 10,4 Comoros 12,0 Etiopía 7,7 Irán 6,1
San Vicente 30,7 Hong Kong 13,5 Turquía 9,1 Ghana 12,0 Federación Rusa 7,7 China 5,9
y las Granadinas
Granada 30,5 Bélgica 12,7 Senegal 8,9 Surinam 12,0 Ruanda 7,6 República de Corea 5,7
Birmania 28,7 Nueva Zelanda 12,6 Camboya 8,8 Uganda 11,9 Botswana 7,5 Argentina 5,7
Jamaica 28,0 Reino Unido 12,3 Indonesia 8,0 Qatar 11,6 Vietnam 7,5 Níger 5,6
Cabo Verde 27,8 Francia 12,1 Islas Salomón 11,3 Lesotho 7,3 Colombia 5,6
Zimbabwe 27,7 Italia 12,1 Honduras 10,8 Rep. Central Africana 7,2 Haití 5,5
Chipre 27,4 Eslovenia 11,7 Gabón 10,7 Perú 7,2 Paraguay 5,3
Malta 27,1 Dinamarca 11,5 Tonga 10,4 Eslovaquia 7,1 Brasil 5,3
Fidji 26,4 Singapur 11,4 Sri Lanka 10,3 Burundi 7,1 Zambia 5,1
Saint Kitts y Nevis 25,9 Holanda 11,3 Namibia 10,3 Santo Tomé y Príncipe 7,1 Chile 5,1
Gambia 25,4 Australia 11,2 Tanzania 10,2 Letonia 6,8 Rep. Dem. del Congo 5,0
Dominica 22,7 Hungría 10,9 Panamá 10,1 Mali 6,8 Togo 4,9
Croacia 22,5 Luxemburgo 10,7 Kuwait 9,8 Costa de Marfil 6,7 Venezuela 4,9
República Dominicana 21,9 Finlandia 10,6 Nepal 8,9 Macedonia 6,7 Guinea 4,9
Belice 20,3 Suecia 10,5 Laos 8,8 Bolivia 6,7 Sierra Leona 4,8
06-Capítulo 2

DESTINOS DE ÉXITO DESTINOS ATRASADOS

PRODUCTORES PAÍSES ESTRELLAS


DE CABECERA DESARROLLADOS EN ASCENSO SIN TENDENCIA 8-6,6% <6,5%
13/12/11

Países % Países % Países % Países % Países % Países %

Bahrein 19,7 República Checa 10,3 Madagascar 8,7 Swazilandia 6,7 Camerún 4,7
14:38

Jordania 19,6 Alemania 10,2 Uruguay 8,6 México 6,6 Burkina Faso 4,6
Bulgaria 19,2 Canadá 10,1 E. Árabes Unidos 8,0 Yugoslavia FR 4,3
Siria 18,9 Noruega 9,4 Yemen 4,3
Estados Unidos 9,4 Rumanía 4,2
Israel 9,3 Pakistán 4,1
Página 83

Irlanda 8,8 Bosnia-Herzegovina 4,0


Lituania 8,2 India 3,8
Polonia 8,1 Arabia Saudí 3,4
Japón 8,0 Libia 3,4
Bangladesh 3,3
Nigeria 3,3
Chad 3,0
Argelia 2,7
Sudán 2,4
Angola 2,2

Porcentajes obtenidos dividiendo lo que WTTC/OEF (2006) llama Consumon T/T 2004 (incluye T/T Personaly de Negocios, T&T y Visitor Exports) por los datos de PIB del
World Bank 2004.
Fuente: Autor sobre WTTC (2006c) y World Bank (2006).
EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL
83
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 84

84 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Los diecinueve países restantes en este grupo carecen de tendencias detec-


tables (cuadro 2.3) y tienen rasgos similares a algunos de los mencionados arri-
ba. Algunos países son islas o archipiélagos con economías poco diversificadas
(Kiribati, Tonga, las Islas Salomón, Comoros, Qatar, Kuwait, Emiratos Árabes
Unidos); otros son más desarrollados y se encuentran en la vecindad de impor-
tantes mercados generadores (Ucrania, Uruguay); algunos son estrellas ascen-
dentes que pueden pasar al subgrupo anterior pronto (Namibia, Papúa-Nueva
Guinea, Tanzania, Nepal, Laos, Madagascar). Su situación de fluidez podría
consolidarse hacia arriba o, tal vez, llevarlos a unirse al pelotón rezagado.
Este último grupo (cuadro 2.3) está formado por 62 países que no son de-
sarrollados o tienen menos de un 8 por ciento de incidencia del turismo en su
PIB. Una vez más aparecen aquí sorpresas de no fácil explicación. México, am-
pliamente considerado como uno de los principales mercados turísticos de las
Américas, tiene en apariencia una baja penetración del turismo en su PIB (6,6
por ciento), igual que China (5,9 por ciento) en Asia. Muchos países de esta
categoría tienen, sin embargo, importantes semejanzas:
— Situados en áreas de lento desarrollo en el mundo (África, Latinoamé-
rica, Oriente Medio, Asia del Sur).
— La mayoría son países de bajo desarrollo (LDC).
— Bajo PIB.
— Economías escasamente diversificadas.
— Lejanía de los principales mercados emisores.
Si estos datos son correctos, se puede defender la correlación entre turismo
y desarrollo. De hecho, todos los 37 países desarrollados o casi desarrollados,
con la excepción de Corea del Sur, tienen un segmento turístico muy importan-
te, una oferta turística muy diversificada y áreas activamente orientadas hacia
el turismo extranjero. El turismo es un complemento básico de otros de sus sec-
tores económicos y genera una importante demanda interna y exterior. Por el
contrario, el pelotón de cola está formado en su mayoría por LDC. El segundo
factor decisivo para contar con una economía turística activa o globalizada son
las políticas locales. Cada una de las once estrellas ascendentes ha puesto en
práctica políticas de desarrollo y promoción de forma consistente. Muchos de
esos países se orientan sobre todo al mercado exterior, pero en algunos casos
(Tailandia, Malasia y Turquía) una parte creciente de sus destinos turísticos
crece al calor de la demanda interior. Finalmente, la cercanía a mercados gene-
radores clave (Europa, Norteamérica y Asia nororiental) cuenta decisivamente
para la aparición de una economía turística activa. Las islas del Caribe son un
claro ejemplo de esta tendencia.
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 85

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 85

Así pues, por más que puedan presentarse numerosos ejemplos de éxito
turístico en algunas áreas del mundo, conviene tener en cuenta que una mayo-
ría de países tienen baja presencia del turismo en sus economías. Pese a que
para muchos su riqueza se beneficiaría considerablemente con el desarrollo del
turismo, por el momento la globalización no ha llamado a su puerta.

Un sistema turístico global increíblemente reducido

Para todos los países en general existe un tercer elemento, además de su grado
de desarrollo y de la incidencia del turismo en su PIB, que aparece constante-
mente. Nos referimos a su situación respecto de los mercados emisores clave.
Tratemos de arrojar algo de luz sobre este último aspecto. UNWTO presentaba
una imagen altamente estructurada del mercado mundial por lo que se refiere a
la cuota de mercado de llegadas internacionales en 2005 (figura 2.1)
Europa va a la cabeza, con un 54 por ciento de llegadas, seguida de las
Américas y de Asia-Pacífico, con un peso similar (17 y 19 por ciento, respecti-
vamente). África y Oriente Medio se encuentran al final de la tabla, con un 5
por ciento cada uno. Señalando una vez más que las TSA no se refieren direc-
tamente a movimientos de personas, WTTC llega a conclusiones distintas por
lo que se refiere a la forma en que las diversas regiones del mundo producen su
turismo (figura 2.2). La generación del producto turístico tiene su cima en las

Figura 2.1. Llegadas internacionales por región (%)

5%
5%

Europa
19% América
Asia-Pacífico
54%
África
Oriente Medio
16%

Fuente: UNWTO (2006c).


06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 86

86 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Figura 2.2. Cuota de mercado mundial (2006)

2% 1%

22% Europa
40% América
Asia-Pacífico
África
Oriente Medio

35%

Fuente: WTTC (2006c).

Américas (40 por ciento del producto mundial), seguidas de Europa (35 por
ciento) y Asia-Pacífico (22 por ciento). África (2 por ciento) y Oriente Medio
(1 por ciento) permanecen muy lejos de esas tres regiones.
Aun teniendo en cuenta que la metodología de ambos gráficos difiere y que
comparan cosas distintas, este dato abre, sin embargo, las puertas a algunos as-
pectos interesantes. El más importante, por más que ya podamos esperarlo, es
la exagerada importancia de Europa en las bases de datos UNWTO, a la que ya
nos hemos referido. Pero, para nuestros objetivos, aún más importante es que
dos grandes regiones geográficas y económicas (África y Oriente Medio) tienen
a la vez un muy bajo grado de llegadas internacionales y de incidencia econó-
mica del turismo. Eso permite concluir que el turismo (tanto internacional como
doméstico) solo crece rápidamente en algunas zonas del mundo. Pero esto in-
cluso no es más que el principio. Si uno desagrega las cinco regiones a las que
nos hemos referido en subáreas o subregiones, el resultado deviene aún más
desequilibrado (figura 2.3).
Juntas, Norteamérica (33 por ciento), la Unión Europea (31 por ciento) y
Asia del Noroeste (15 por ciento) representan el 79 por ciento de la producción
turística mundial. Si se les añaden las áreas adyacentes del resto de Europa, su-
deste asiático, África del Norte y el Caribe, el total aumenta en otro 10 por cien-
to, llegando al 90 por ciento de la producción mundial. Por su parte, Latino-
américa, Oriente Medio, Asia meridional y África subsahariana representan tan
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 87

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 87

Figura 2.3. Cuota de mercado mundial por subregión (2006)

12% Norteamérica-Caribe
2%
2%

Cuenca
mediterránea-europea
34%
19% Este y sudeste asiáticos

Oceanía

Resto
32%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

solo el 7 por ciento del total. Oceanía (3 por ciento) presenta, como se verá, se-
mejanzas con este resultado.
La distribución regional permite defender la hipótesis de la escasa globali-
zación del sistema turístico global. Lejos de una generalización de esta tenden-
cia entre sus componentes, parece que el turismo deviene más y más integrado
tan solo en algunas zonas del mundo: Europa y el Mediterráneo africano del
sur; Norteamérica y el Caribe; y Asia nororiental y el sudeste asiático. El caso
de Oceanía, donde Australia y Nueva Zelanda actúan de anclaje de un sistema
subregional reducido que incluye las islas de los Mares del Sur, resulta ser una
miniatura de la imagen más amplia y de sus tendencias internas (figura 2.4).
El sistema turístico mundial se presenta así estructurado en torno a tres re-
giones principales, cada una de ellas con su hinterland. En cada una de ellas, un
núcleo o centro de países desarrollados o en rápido desarrollo tiene una impre-
sionante producción turística interna y, al tiempo, genera grandes flujos turísticos
hacia el resto de la zona, es decir, hacia su periferia, ya esté esta formada por
LDC, países en desarrollo o países desarrollados. Cada uno de esos núcleos actúa
como un motor del crecimiento que asegura el desarrollo del turismo. En suma,
cada uno de esos motores de desarrollo cuenta con una gran población que dis-
pone de una alta renta disponible. Allí donde, como sucede en Latinoamérica,
África u Oriente Medio, no existen núcleos o centros semejantes o están a consi-
derable distancia geográfica y cultural, el desarrollo del turismo permanece a un
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 88

88 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Figura 2.4. El sistema turístico global: sectores principales

Fuente: Autor sobre mapa en http://en.wikipedia.org/wiki/File:Worldmap_LandAndPolitical.jpg.

nivel muy bajo. Si Brasil, con sus ciento noventa millones de habitantes, tuviera
una renta per cápita cercana a la media de la Unión Europea, no hay duda de que
el turismo sudamericano tendría un crecimiento muy superior al que ha conoci-
do hasta ahora. Chile, el país con más alto desarrollo de la zona, no puede asegu-
rar ese resultado con solo sus diecisiete millones de habitantes.
Desde un punto de vista económico, tanto los países desarrollados del cen-
tro como sus periferias inmediatas tienen un tráfago creciente y se benefician
de esos intercambios turísticos. El resto, empero, permanece mayormente ex-
cluido. Si esta configuración genera intercambios desiguales, como gustaba de
decir la escuela neocolonialista, o refleja una relación hegemónica entre cada
uno de los socios más influyentes y su «periferia del placer» (Turner y Ash,
1975), como lo entiende la hipótesis poscolonial, no es asunto que se trate en
este capítulo. Tan solo un punto de atención: una periferia del placer, desde el
punto de vista económico, es una expresión que no tiene más sentido que nom-
brar una o más áreas que proveen un gran número de servicios de ocio y turís-
ticos, de la misma forma en la que se podría hablar de una periferia del petró-
leo o del acero o de cualquier otro bien cuya producción se ha convertido en un
elemento central de su economía. El tono peyorativo con que tantos autores se
refieren a la periferia del placer solo revela la actitud puritana de muchos de sus
usuarios (Butcher, 2002; Turner y Ash, 1975), como si ciertas zonas de la pirá-
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 89

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 89

mide masloviana de las necesidades fueran más legítimas que otras. Lo de la


periferia del placer, pues, debe ser utilizado con mucho cuidado si deseamos
que tenga algún significado. Si no, uno puede ver periferias del placer en cual-
quier playa soleada o en los parajes placenteros de cualquier costa, sea en
Taiwán (Lin, 2004), en las islas exteriores de Holanda (Ashworth, 2007) o en
cualquier otro lugar en el que la gente se divierta.
En cualquier caso, la discusión tendría mayor sentido si supiéramos más
sobre la relación entre turismo doméstico e internacional en su doble dimensión
de intrarregional y lejano. Por desgracia, este asunto está envuelto en gran oscu-
ridad. Tratemos, pues, de proyectar la mejor luz posible que nos sea dada. La
mayoría de las llegadas turísticas internacionales medidas por UNWTO (2006c)
sucede mayoritariamente en el mismo continente de su origen o, en su jerga,
consiste en llegadas intrarregionales, mientras que las de largo alcance (jerga
para saltos intercontinentales) son mucho más reducidas en número y porcenta-
je. La mayoría de los turistas internacionales africanos permanece en África, la
mayor parte de los asiáticos en Asia y así de seguida. Según UNWTO (cuadro
2.4), en todas las cinco regiones del mundo que considera, más del 70 por cien-
to de los turistas internacionales viajan dentro del continente de origen. Como
podría esperarse, esto es especialmente cierto en Europa, dadas sus especiales
características de densidad de población y escaso tamaño de las naciones que la
componen, algo ya mencionado.

Cuadro 2.4. Llegadas intrarregionales (2004)


REGIÓN %

África 71,4
Américas 71,3
Asia-Pacífico 78,4
Europa 86,1
Oriente Medio 77,3

Fuente: UNWTO (2006c).

En su proyección de desarrollo turístico hasta 2020, UNWTO (2006a)


apunta rasgos similares. La división entre turismo intrarregional y de larga dis-
tancia habrá cambiado para hacer a este último algo mayor. Sin embargo, si en
1995 su ratio mutua era 80/20, en 2020 aún se mantendrá cercana a 75/25.
Cómo están relacionados el turismo internacional y el doméstico es cues-
tión aún más peliaguda. De hecho, no existe un cálculo satisfactorio de su peso
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 90

90 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

relativo. Las TSA de WTTC ofrecen algunas pautas para hacer anotaciones de
cierta relevancia. El gasto turístico más cercano al movimiento físico, domésti-
co o internacional son las categorías denominadas «viajes personales» y «via-
jes de negocios», por un lado, y las «exportaciones a visitantes», por el otro
(WTTC/OEF, 2006). Aunque en el nivel de los países individuales no coincidan
con exactitud, la suma de las dos primeras se halla más cerca de los gastos en
viajes domésticos, mientras que la tercera es el dinero que gastan en el destino
los turistas internacionales.
WTTC estima que, en 2006, el total de gasto en viajes personales y de ne-
gocios llegó a 3,51 billones de dólares, mientras que las exportaciones turísti-
cas llegaron a 896 millardos de dólares. El total de gastos en viajes individua-
les estaría así en torno a los 4,4 billones de dólares. Eso sugeriría (figura 2.5)
que las exportaciones a visitantes, estrechamente unidas al turismo internacio-
nal, representan un quinto de todos los gastos individuales en viajes.
Si dividimos las exportaciones a visitantes entre intrarregionales y de larga
distancia según la ratio 75/25 esperada por UNWTO en 2020, llegaríamos al re-
sultado siguiente. El turismo doméstico genera un 80 por ciento del total de gas-
to mundial en T&T, mientras que el turismo internacional intrarregional (den-
tro del mismo continente) contaría con un 15 por ciento del total, y el de larga
distancia tan solo con un 5 por ciento.

Figura 2.5. El sistema turístico global (2006)

5%

15%

Interno
Intrarregional
Larga distancia

80%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).


06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 91

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 91

Si estos cálculos se sostienen hay que concluir que el turismo es una acti-
vidad mucho menos global de lo que se supone. Y eso debería llevar a una re-
consideración de lo que eso significa para la incesante prédica sobre la distan-
cia social y cultural entre los turistas y los proveedores de bienes y servicios
turísticos. De hecho, esa distancia sería máxima en tan solo un 5 por ciento de
los casos. Los contactos intrarregionales serían mucho más frecuentes (15 por
ciento), con una disminución correlativa de la distancia cultural. El turismo do-
méstico se llevaría la parte del león, reduciendo así aún más las oportunidades
de disonancia cultural entre turistas y proveedores locales.
Los datos UNWTO sobre llegadas internacionales apuntan en el mismo
sentido. Los viajes de larga distancia son 139,5 millones, lo que no es un grano
de anís. Pero si nos fijamos en la letra pequeña, la idea de que el turismo inter-
nacional es un torbellino de intercambios entre culturas extrañas o «encuentros
de la tercera fase» resulta altamente improbable (cuadro 2.5).

Cuadro 2.5. Turismo de larga distancia (2004)


CONTINENTE DE ORIGEN MILLONES

Mundo 139,5
África 5,3
Américas 37,5
Asia-Pacífico 31,7
Europa 60,4
Oriente Medio 4,6

Fuente: UNWTO (2006d).

El cuadro 2.5 se ha calculado de acuerdo con los datos UNWTO sobre tu-
ristas intrarregionales y de larga distancia para 2004. Según eso, el 79,8 por
ciento del turismo mundial aconteció dentro del mismo continente y el 20 por
ciento restante fue de larga distancia (18,3 por ciento) o de carácter no especi-
ficado (1,9 por ciento). De esta manera se han calculado los 139,5 millones de
turistas de larga distancia. Si excluimos los diez millones generados en África
y Oriente Medio, el resto de los ciento treinta millones (90 por ciento de los tu-
ristas de larga distancia) procedió de las Américas, Europa y Asia-Pacífico. Los
intercambios entre las Américas y Europa, que no son precisamente áreas extre-
madamente extrañas entre sí por lo que a sus culturas se refiere, fueron de 47,5
millones (25,8 millones de turistas vinieron a Europa desde las Américas y 21,7
millones de europeos viajaron en sentido opuesto), dejando un resto de 82,5
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 92

92 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

millones de turistas de larga distancia que podrían desatar el tipo de dinámica


cultural en la que piensan las hipótesis neo y poscolonialistas. De ese total ha-
bría que descontar igualmente los 24,6 millones de turistas de Asia-Pacífico a
las Américas y a Europa, más los 7,1 millones de flujos de Asia-Pacífico a Áfri-
ca y Oriente Medio, pues no son los habituales sospechosos «occidentales», con
lo que el número de intercambios culturales extremos se reduciría a 47 mi-
llones.
Así pues, los países desarrollados generan la mayor parte del tráfico de
larga distancia, pero la mayoría de este se queda en su seno. La larga distancia
entre ellos y el resto del mundo, aunque no escasa, se reduce a un 6-7 por cien-
to del tráfico internacional si estos cálculos son correctos. Eso no significa que
no se den encuentros culturales entre los turistas y los habitantes de sus regio-
nes de destino en las tres áreas principales, pero uno debería armarse de precau-
ción antes de proclamar que toda actividad turística es otra forma de colonialis-
mo (Gmelch, 2003; Nash, 1996); o que es una de las armas principales de que
se vale Occidente para imponer su hegemonía al resto del mundo (Burns,
2001b; Hall, 2007a); o que es una de las más poderosas formas de globalización
(Mowforth, 1997; Mowforth y Munt, 2003; Weaver, 2005). La mayoría del an-
cho mundo se halla fuera de los dominios del turismo internacional.
Si nos fijamos en otras categorías utilizadas por UNWTO para clasificar el
turismo internacional, el panorama se revela muy similar. Las gentes de nego-
cios habitualmente entran en contacto con sus congéneres y no participan en
muchas otras actividades turísticas. Quienes visitan a amigos y familiares se
mueven en un medio cultural bien conocido y forman parte de la cultura local.
Los turistas de salud y por motivos religiosos están mayormente interesados en
alcanzar sus fines, no en mezclarse con la cultura local. Así pues, son los turis-
tas de ocio quienes cargan con la mayor parte de la dinámica cultural del turis-
mo. En 2004, la mitad de los turistas internacionales se movieron en busca de
ocio; 15,6 por ciento por negocios; 26 por ciento para visitar a amigos y parien-
tes, o por motivos religiosos o de salud y otros; un 8,4 por ciento no especifica-
ba motivos. Si aplicamos la mencionada distribución 80/20 de viajes intrarregio-
nales y de larga distancia, de los ciento cincuenta millones de turistas de larga
distancia, solamente 76,6 millones lo fueron por motivos de ocio (cuadro 2.6)
No parece que estemos ante una invasión de los ultracuerpos como la que
anuncian de consuno neo y poscolonialistas.
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 93

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 93

Cuadro 2.6. Turistas de larga distancia según motivo de viaje (2004) (millones)
TOTAL OCIO NEGOCIO VFR Y OTROS NA

Mundo 152,8 76,6 23,9 39,5 12,7


África 6,7 3,7 1,0 1,6 0,4
Américas 25,1 11,2 2,9 4,0 7,0
Asia-Pacífico 29,1 13,4 4,3 6,1 5,3
Europa 84,6 43,9 14,7 26,0 0,0
Oriente Medio 7,3 4,5 0,9 1,8 0,0

Fuente: Autor sobre UNWTO (2006d).

¿Qué traerá el futuro?

Las hipótesis sobre el futuro del turismo deberían tomar en cuenta su verdadera
estructura. Obtener una imagen mejor ha sido el motivo de la discusión anterior.
Ahora debemos preguntar si la evidencia disponible revalida la expectativa de
que, en ausencia de crisis serias e inesperadas, a medio plazo, T&T permanece-
rá más o menos igual a como lo es hoy. La respuesta debería ser un cauto «sí».
Cauto no tanto porque quepan dudas respecto de su desarrollo, sino porque el
futuro posiblemente aporte mejores medios de conocimiento sobre su estructura
y, así, fuerce un cambio a mejor en nuestra descripción.
La primera hipótesis se refiere a las llegadas internacionales. A menos que
la Unión Europea se convierta en una sola entidad política, la estimación
UNWTO de que se doblarán en los próximos diez años, para llegar a 1,6 millar-
dos de llegadas en 2020, parece verosímil (UNWTO, 2006a), a pesar de la ac-
tual crisis económica. WTTC llega a una conclusión similar. En términos mone-
tarios corrientes, la demanda mundial de T&T casi se doblará entre 2006 y
2016, pasando de 6,5 a 12,1 billones de dólares. ¿Se habrá convertido así el tu-
rismo en una fuerza más global de cuanto se ha descrito?
Repitámoslo una vez más. No hay demasiada evidencia sólida en la que
apoyarse. Sin embargo, los datos WTTC aportan una sorpresa no demasiado in-
esperada. En los próximos años, la cuota de mercado T&T por continentes (fi-
gura 2.6) traerá una disminución relativa en las Américas (–3 por ciento) y otra
mayor en Europa (–6 por ciento), mientras que Asia y el Pacífico subirán ocho
puntos (del 22 al 30 por ciento). África y Oriente Medio se mantendrán al final
de la clasificación (2 por ciento, respectivamente).
La clasificación subregional (cuadro 2.7) tendrá su mayor crecimiento por-
centual en Asia, donde las tres regiones de noroeste, sudeste y sur doblarán la
cantidad de dólares corrientes que generaron en 2006.
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 94

94 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Figura 2.6. Cuota de mercado mundial (2016)

2%
2%

Europa
30%
34% América
Asia-Pacífico
África
Oriente Medio

32%

Fuente: WTTC (2006c).

Cuadro 2.7. Cambio regional 2006-2016 (millardos de dólares)


T&T INDUSTRIA T&T INDUSTRIA INCREMENTO
REGIÓN (2006) (2016) (%) DIFERENCIA

Norteamérica 601,8 964,5 1,6 362,7


Unión Europea 437,5 676,4 1,5 238,9
Noroeste asiático 260,7 577,4 2,2 316,7
Sudeste asiático 75,4 151,6 2,0 76,2
Otros de Europa 56,6 87,3 1,5 30,7
C&E Europa 38,2 74,1 1,9 35,9
Oceanía 50,9 73,3 1,4 22,4
América Latina 48,1 72,7 1,5 24,6
Oriente Medio 27,3 58,9 2,2 31,6
Asia Sur 22,0 42,0 1,9 20,0
África Norte 19,4 35,9 1,9 16,5
África subsahariana 16,9 33,1 2,0 16,2
Caribe 11,6 23,7 2,0 12,1

Fuente: Autor sobre UNWTO (2006c).

Oriente Medio, África subsahariana y el Caribe pueden también esperar


que se doble la producción de T&T. Por comparación, el resto del mundo per-
derá velocidad, con un crecimiento muy lento en Norteamérica y América Lati-
na, Europa y Oceanía. La figura 2.7 muestra la nueva distribución hacia 2016.
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 95

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 95

Figura 2.7. Cuota de mercado mundial por subregión (2016)

3%
3% 7%
Norteamérica-Caribe

Cuenca
mediterránea-europea
34%
25% Este y sudeste asiáticos

Oceanía

Resto

33%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

Pese a ello, no hay que esperar grandes cambios en la imagen general hacia
2016. Las tres grandes áreas de Norteamérica y Caribe, Europa y la cuenca
mediterránea y Asia nororiental y sudoriental aún seguirán manteniendo un 90
por ciento del total mundial. Oceanía, el 3 por ciento, y el resto se quedará con
solo un 7 por ciento. Exactamente, como si el paso del tiempo no tuviera impor-
tancia.
Finalmente, el sistema turístico global permanecerá estructurado de la mis-
ma forma que hasta ahora (figura 2.8). El turismo doméstico perderá un par de
puntos a favor del intrarregional, mientras que el de larga distancia se quedará
en el 5 por ciento que tenía en 2006.
El turismo será, pues, una de las vías por las que la globalización se desli-
zará en el futuro cercano. Pero no será su principal sustento. Los flujos de via-
jeros no saltan fácilmente las fronteras nacionales; cuando lo hacen, los turistas
suelen quedarse en su continente de origen y solo una pequeña minoría viaja a
larga distancia. Adicionalmente, este último grupo no solo viaja a destinos exó-
ticos. Una parte importante de los viajes de larga distancia se hacen por nego-
cios entre Europa, Norteamérica y Asia oriental. Los viajeros de larga distancia
probablemente crecerán, al paso que un número creciente de personas goce de
mayor renta disponible, pero la mayoría se quedará en las tres grandes regiones.
De esta forma, la percepción de que el turismo es una actividad global sin palia-
tivos, que conecta mayormente a las zonas más ricas del mundo con las más
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 96

96 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Figura 2.8. El sistema turístico global (2016)

5%

17%

Interno
Intrarregional
Larga distancia

78%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

pobres periferias del placer, no es más que otra muestra del imaginario pos-
romántico colectivo que tanto ha prendido en la investigación turística, pese a
no poder sostenerse sobre ninguna base seria.
Si, por el momento, no es posible apoyarse en algo más sólido, sí parece
posible apuntar hacia dónde deberían dirigirse los esfuerzos de la investigación
futura. Mejores estadísticas son una necesidad inescapable si queremos entender
cómo se estructura «la mayor industria mundial». Eso es más fácil de decir que
de hacer, como lo muestran las limitaciones de UNWTO en establecer un sistema
TSA. Pero hay mucha más información estadística de lo que parece. Si nuestro
conocimiento es limitado, eso se debe a la escasa diseminación de conocimien-
tos. Más allá de las bases de datos generales o sistémicas, un número creciente de
países ofrecen una cantidad razonable de información que, sin embargo, es difí-
cilmente alcanzable sin búsquedas a menudo frustrantes en sus páginas de red. Si
se pudiese encontrar esa información de forma centralizada, eso supondría un
avance importante. UNWTO también tiene una vasta red de datos que podría ayu-
dar a los investigadores. Pero, pese a ser una organización pública que se finan-
cia con el dinero de los contribuyentes del mundo, UNWTO insiste en hacer
pagar a los usuarios, limitando así la utilidad de sus bases de datos.
Mejor conocimiento suele convertirse en mejores políticas. Nuestra segun-
da expectativa camina en ese sentido. Una parte importante de la investigación
turística gira en torno a las llamadas «experiencias» o encuentros limitados en-
tre clientes y proveedores. Políticas basadas en tan elementales fundamentos, si
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 97

EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL 97

Cuadro 2.8. Llegadas por continente de origen y destino (2004) (%)


ORIGEN

ASIA- ORIENTE
DESTINO MUNDO ÁFRICA AMÉRICAS PACÍFICO EUROPA MEDIO NA

Mundo 100 100 100 100 100 100 100


África 4,4 71,4 0,8 0,7 2,7 8,3 33,1
Américas 16,5 2,1 71,3 5,7 5,0 1,0 14,9
Asia-Pacífico 19,0 4,5 7,3 78,4 4,0 4,3 14,8
Europa 55,4 13,9 19,8 11,1 86,1 9,2 23,9
Oriente Medio 4,7 8,1 0,8 4,2 2,2 77,3 13,4

Fuente: UNWTO (2005).

se los toman en serio, suelen fallar en su intento porque ignoran cómo funcio-
na el sistema. Mejores fuentes estadísticas que aporten datos correctos sobre las
tendencias del mercado y el impulso hacia la consolidación de la industria (por
ejemplo, las fusiones y adquisiciones de cadenas hoteleras o las crisis recurren-
tes de las compañías aéreas) ayudarían a políticos, inversores y causahabientes
a actuar con mayor eficacia y, por supuesto, a que los investigadores pudiesen
desarrollar mejor sus tareas. Por ahora, sin embargo, a menudo nos encontra-
mos con un Catch-22 donde la falta de bases de datos fiables empuja a los últi-
mos hacia diferentes áreas de discusión, al tiempo que su síndrome de falta de
atención les hace disculpar la falta de mejores bases de datos.
Finalmente, un mejor conocimiento de nuestro objeto intelectual ayudaría
a discutir mejor cosas tales como si el sistema turístico global evolucionará co-
lectivamente hacia un desarrollo según la teoría de los ciclos vitales o, tal vez,
seguirá la pauta de los sistemas mundiales. Mientras que lo primero tiende a ver
el desarrollo a través de un esquema cerradamente evolutivo, lo segundo pare-
ce resultar más abierto al juego de factores económicos y sociales que pueden
enriquecer nuestra idea de las dinámicas que desata TMM. Estas y otras cues-
tiones similares beneficiarían ampliamente a nuestros esfuerzos por compren-
der el sistema turístico global y su papel en el proceso de globalización.
Lamentablemente, uno no percibe demasiado interés por basar la investi-
gación turística en un conocimiento más adecuado del sistema turístico global.
Cuando el puntillismo de los ingenieros sociales y sus acompañantes habituales
(estudios de casos, mejores prácticas) no nos ahogan, suele ser porque los que
se ocupan de asuntos más generales dejan volar su imaginación sobre una
región de constructos teóricos que han vuelto la espalda al mundo real. Esa es
la falta principal de la matriz pomo (capítulo 3) y de sus principales ramifica-
ciones en el paradigma de la investigación turística (capítulos 4 y 5).
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 98
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 99

3. La matriz posmoderna

Posmodernismo

El divorcio entre lo que sabemos sobre el sistema turístico global y la imagen


que de él proponen tantos investigadores no brota de los errores de muchos de
ellos al trabajar con independencia del resto de las ciencias sociales. Hunde sus
raíces en la revolución cultural que se precipitó en los sesenta. Con ella asisti-
mos al triunfo de una nueva matriz o marco especialmente pensado para las
ciencias sociales y basado en la primacía explicativa de factores culturales, es
decir, construidos socialmente. La nueva matriz promovió un amplio giro en la
forma de organizar las ciencias sociales y afectó a todas ellas. Aquí nos referi-
remos a ella como la matriz posmoderna o pomo.
Hoy el sustantivo posmodernismo y el adjetivo posmoderno han devenido
expresiones familiares en la vida cotidiana. Con esa popularidad creciente han
perdido bastante de su precisión semántica. Con frecuencia, se usan para desig-
nar estilos de vida que miran con recelo a la sabiduría establecida; irónicos en
su distante contemplación del mundo; y abiertos a fusiones, hibridaciones o
negociación. Por lo general, este estilo intelectual coincide con lo que Susan
Sontag empezó a llamar camp —el comportamiento correcto del dandy en estos
tiempos de cultura de masas (2001a: 275-292)—. Así hablamos de estética
pomo, amor pomo, arquitectura pomo y cualquier otra cosa pomo (viajes, gas-
tronomía, música y demás). La perspectiva pomo se ha tornado fundamental
para cualquier intento que se respete por mantener el lugar propio en la jerar-
quía social —una marca de identidad de la distinción en tiempos modernos—.
Pomo tiene otros significados cuando se aplica a las ciencias sociales. En
este terreno establece una forma de pensar respecto de teorías producidas en
masa y consumidas masivamente sobre la vida, el mundo, la sociedad, la ética,
es decir, la matriz pomo es un conjunto de enunciados filosóficos, para decirlo
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 100

100 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

con una expresión tradicional. Así se indica que pomo es un estilo de pensa-
miento surgido tras de la modernidad, a veces como corrección a esta, otras
—la mayoría— como su negación. Este rasgo secuencial/antagónico necesita
para ser entendido de una definición de modernidad y de lo moderno. Como se
ha apuntado, la matriz pomo equipara a ambos conceptos con las teorías y prác-
ticas nacidas con el ascenso de la sociedad de masas. En suma, las describe
como un conjunto intelectual fundado en nociones equivocadas sobre cómo
opera la mente, en un historicismo sesgado, en una serie malformada de priori-
dades teóricas y, por ende, en una visión ética falsa. De esta forma, la matriz
pomo se propone llevar a cabo un cambio sustancial en metodología, al tiempo
que busca y propone una nueva textura para la sociedad y una forma distinta de
concebir las tareas morales con las que se enfrenta la humanidad.
Conviene señalar que, como no es un paradigma, la matriz pomo fluye en
muy distintos sentidos y a menudo en corrientes divergentes. Sus orígenes pue-
den rastrearse en la producción de un grupo de pensadores franceses en la etapa
posterior a la Segunda Guerra Mundial, todos los cuales comparten un conjun-
to de teoremas comunes a pesar de sus distintos orígenes intelectuales y de sus
intereses de investigación. Nombres como los de Lacan, Lévi-Strauss, Barthes,
Althusser, Foucault, Baudrillard, Deleuze y Derrida vienen a la mente, entre
otros. Pero los pomos tienen intereses cruzados con los de otras escuelas de pen-
samiento como los francfortianos, Norbert Elias, el relativismo o particularis-
mo histórico boasiano (Harris, 1968) y sectores de interaccionistas simbólicos.
Todos ellos confluyen para formar eso que, con gran facundia, Eagleton (2003)
ha bautizado como La Teoría, con mayúsculas. Al parecer, tras la matriz pomo,
si no la historia, al menos la filosofía ha llegado a su fin.
Las llamadas ciencias sociales débiles —todas excepto la economía— han
experimentado el peso notable de los pomos. En algunos campos de reflexión
que se han institucionalizado hace poco, como la publicidad, las relaciones pú-
blicas, la sociología del consumo o del ocio y, por supuesto, la investigación
turística, el estilo pomo se ha convertido en la ideología por excelencia y ha ex-
pulsado a las tinieblas exteriores a cualquier otra alternativa. Si queremos en-
tender los temas de reflexión y la jerga corriente en la investigación turística
actual es menester examinar las raíces intelectuales de la matriz pomo y su pro-
longación en este campo. Eso es lo que se intenta en este capítulo, al que siguen
otros (capítulos 4 a 9) en donde se examinan ejemplos de cómo la matriz pomo
suele inspirar la mayoría de los teorías que se tienen por fundamentales.
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 101

LA MATRIZ POSMODERNA 101

Cómo opera la mente

Si nos remontamos en el tiempo, la formulación inicial de la nueva corriente


corresponde a Claude Lévi-Strauss. Al comienzo de su trabajo sobre el pensa-
miento salvaje, Lévi-Strauss compara la lógica de la modernidad, eso que solía
llamarse pensamiento científico, con la de la mente salvaje.

El hombre del neolítico o de la protohistoria es, pues, el heredero de una larga tradición
científica; […] [La mente salvaje y la ciencia moderna (JA)] son dos modos distintos
de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas des-
iguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la
naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamen-
te ajustado al de la percepción y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias
que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna— pudiesen alcan-
zarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra
más alejada (1964b: 33).

Si por ciencia se entiende cualquier aderezo de medios y fines, la mente


salvaje la estaba produciendo ya muchos siglos antes de que los modernos lo
considerasen posible. Para remachar la idea, Lévi-Strauss recuerda que incluso
en el mundo moderno la ciencia cohabita con el bricolage, una palabra france-
sa que carece de traducción fácil al castellano pero que apunta a la habilidad de
crear artefactos a partir de retales o materiales de desecho.

El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero, a dife-


rencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de materias primas y
de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto. Su universo instru-
mental está cerrado y la regla de su juego es la de arreglárselas con «lo que uno tenga»
[…] El conjunto de los medios del bricoleur no se puede definir, por lo tanto, por un
proyecto […]. Se define solamente por su instrumentalidad o, dicho de otra manera y
para emplear el lenguaje del bricoleur, porque los elementos se recogen o conservan en
razón del principio de que «de algo habrán de servir» (1964b: 36-37).

Ciencia y bricolage son otras tantas vías posibles de conocimiento cuya rela-
ción no puede describirse por medio de un gradiente de desarrollo.
Con semejante desenvoltura, empero, Lévi-Strauss no solo amenaza con
dar al traste con la noción moderna de ciencia, sino de paso también con la dife-
rencia entre δο′ ξα (percepción e imaginación) y επιστεμε (conocimiento rigu-
roso), tan importante ya para los antiguos griegos. Cuando alguien contradice a
una mayoría de filósofos y de historiadores de la ciencia que aprecian la dife-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 102

102 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

rencia básica entre conocimientos basados en principios sólidos o necesarios y


saberes que solo resultan de opiniones o caprichos diversos, ese alguien debe
aportar razones suficientes para hacerlo.
Esperarlas de Lévi-Strauss es una vana ilusión. En realidad, él prefiere
orientarse hacia otro argumento por completo diferente en el que la ciencia y la
racionalidad de los salvajes representan nada más que dos formas distintas de
razonar. De ahí salta con ligereza hacia su conclusión.

El pensamiento mítico, ese bricoleur, elabora estructras disponiendo acontecimientos,


en tanto que la ciencia «en marcha» por el simple hecho de que se instaura, crea, en for-
ma de acontecimientos, sus medios y sus resultados gracias a las estructuras que fabri-
ca sin tregua y que son sus hipótesis, sus teorías. Pero no nos engañemos: no se trata de
dos etapas, o de dos fases, de la evolución del saber, pues las dos acciones son igual-
mente válidas (1964b: 43).

Evolución o no, uno debería sentirse seriamente mosqueado si un oftalmólogo


le propusiese operarle los ojos con un hacha de sílex en vez de con un láser so
capa de que ambos son igualmente instrumentos cortantes, pero de seguir la
lógica de Lévi-Strauss uno no podría resistirse. Al cabo, ciencia y pensamiento
salvaje son dos opciones igualmente válidas de la mente en acción. Para Lévi-
Strauss, que desde el principio de su carrera gustó de presentarse como un ene-
migo acérrimo del historicismo y del evolucionismo en las ciencias sociales, la
evolución biológica puede ser una hipótesis altamente probable, pero no lo es
la cultural, donde evolución es tan solo una metáfora (1956: 131). Lejos de de-
sarrollarse sobre un eje único, la cultura no conoce progresos. No es más que
una serie de discontinuidades y rupturas sin fin. Solo eso.
¿No era este también el estribillo constante de la escuela funcionalista? Sí
y no. De hecho, Lévi-Strauss se apropia de su noción de contexto, pero la usa
de forma distinta a como lo hacen Malinowski y sus seguidores. Los funciona-
listas ven a las culturas como colecciones de hechos que pueden analizarse por
procedimientos empíricos (descripción etnográfica, observación participante,
técnicas estadísticas y demás). Para Lévi-Strauss, eso es «una forma preliminar
de estructuralismo» (1948: 357) cuya confianza en esos métodos empíricos se
volvía en su contra. El funcionalismo premiaba a la etnografía cuando, por el
contrario, lo que necesitamos es una antropología estructural (1958: 19-25). Los
hechos son criaturas del azar. Nada se gana con describir un sistema de paren-
tesco, un rito o un mito si desconocemos la lógica de conjunto de la mente que
los estructura. Al cabo, los hechos no son más que signos y, como estos, nece-
sitan de interpretación, lo que a su vez requiere de un código, de una gramática
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LA MATRIZ POSMODERNA 103

que los preceda, ilumine y haga inteligibles. La antropología y el resto de las


ciencias sociales necesitan una reformulación similar a la experimentada por la
lingüística.
Las palabras parecían moverse en el reino del capricho hasta que Saussure,
Jakobson y el Círculo de Praga encontraron una salida hacia el racionalismo.
Para Saussure, la antigua discrepancia entre significante y significado, entre
sonido y concepto, podía ser salvada por medio de una descripción correcta de
la combinación de sílabas dentro del área definida por un lenguaje. La antropo-
logía tiene que adoptar cambios similares. «En otro nivel de realidad [la cursi-
va es de Lévi-Strauss (JA)], los fenómenos de parentesco son fenómenos de la
misma clase que los lingüísticos» (1958: 41). Los hechos etnográficos tienen
que ser igualmente entendidos como otros tantos elementos de un sistema, de
una semiología universal. Esta es la diferencia crucial con el atomismo lógico
al que se aferraba el funcionalismo. La gramática tiene que preceder a los he-
chos y la razón ha de mantener en jaque a la historia. Eso es lo que Barthes ha-
bía dicho al establecer una distinción aparentemente banal entre las expresiones
francesas le structural y le structurel. Para Lévi-Strauss, esta nueva semiología
que ya había mostrado su valor al convertir a la lingüística en la única ciencia
social capaz de ponerse a la altura de las ciencias exactas y naturales (1973:
344), puede extenderse al resto de las ciencias sociales.
Los hechos sociales se han tornado en signos, pero signos de qué. Lévi-
Strauss tiene la respuesta. Son signos del Subconsciente. Con ese santo y seña
se diría que Freud ha hecho una entrada triunfal, pero en Lévi-Strauss su pre-
sencia no es más que la de un actor secundario. Es cierto que fue Lévi-Strauss
quien dijo que el psicoanálisis, junto con el marxismo y la geología, era una de
sus tres amantes (1968a), pero su Subconsciente, como el de Bachelard (1972,
1973), solo tiene el nombre en común con el de Freud. No es el Id, ese infati-
gable buscador del placer al que Edipo trata de doblegar en vano, ni tiene nada
que ver con los impulsos sexuales reales experimentados por hombres y muje-
res a lo largo de la historia ni con su represión, no. Esta amante de Lévi-Strauss
no parece que le concediera muchos placeres carnales. Tampoco el marxismo
parecía ofrecerle la seducción de la revolución porque el Subconsciente de
Lévi-Strauss tiene muy poco que ver con las relaciones de sumisión que las
gentes aceptan, voluntariamente o no, para producir y reproducir sus vidas.
Aquí no hay nada del famoso fetichismo de las mercancías que destacara Marx.
Tampoco puede su Subconsciente equipararse al Espíritu hegeliano que, en su
incansable afán de encontrarse a sí mismo, va tejiendo la historia universal. En
Lévi-Strauss ese agente es algo menos embelesante, tan solo un algoritmo de
algoritmos, es decir, la textura lógica de la Mente entendida no como un atribu-
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104 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

to de los seres humanos tomados individualmente, sino como El Sistema Infini-


to de variaciones lógicas y sus subsistemas combinatorios. Todo acontecimien-
to o artefacto cultural no es más que un símbolo específico de esa combinato-
ria potencialmente inagotable. «No trataremos de mostrar cómo los hombres
piensan a través de los mitos, sino cómo los propios mitos se piensan a través
de los hombres aunque estos no lo sepan» (1964a: 20).
Con el tiempo, Foucault se ha hecho más popular que Lévi-Strauss, tanto
que su influencia se ha convertido en un culto. Al igual que Lévi-Strauss, sin
embargo, Foucault se empeñó en mostrar que los vericuetos de filosofía y cien-
cia no se pueden explicar cabalmente tan solo por medio de su genealogía his-
tórica, sino por las condiciones lógicas que los hacen posibles en un punto con-
creto del tiempo. En esto no existen diferencias entre él y Lévi-Strauss.
Desde las primeros compases de su leçon inaugurale (primera clase) como
conferenciante en el Collège de France (el Colegio de Francia es la más distin-
guida institución de educación superior en ese país), el 2 de diciembre de 1970
(1971), Foucault mostraba su oposición a los pensadores del XIX que creían que
el tiempo era un vector cumulativo de cambio. La tradición historicista daba por
sentadas un número de oposiciones binarias (razón/locura; verdad/error; nor-
mal/patológico) al tiempo que excluía otras supuestamente bien definidas prác-
ticas (los investigadores deben dejar a un lado la política, los juicios de valor,
los asuntos morales), pero es precisamente allí donde se supone que esas nor-
mas empezaron a aparecer libremente por primera vez en la historia cuando
estas revelan ser víctimas de la misma condición que, según Rousseau, aherro-
jaba a los humanos —«encadenados allí donde los veamos»—, pues el discur-
so de la libertad se ha convertido en el ritual de la palabra (1971: 47).
A la inversa, un correcto análisis del discurso debe proyectar sombras sobre
este panorama idílico e introducir «en sus mismas raíces, el azar, la discontinui-
dad y la materialidad» (1971: 61) para evitar caer ya en «la infinita generosidad
del sentido, [ya] en la monarquía del significante» (1971: 72). Tal es, en suma,
el programa de lo que él llamó «una arqueología del conocimiento» (1972).
El rótulo se refiere a la necesidad en que se encuentran los investigadores de
sobrepasar los límites de los materiales con que trabajan de ordinario —do-
cumentos cuyo sentido se proponen interpretar—. Por el contrario, esos materia-
les deberían ser tratados como monumentos, es decir, discursos trufados de dis-
continuidad y, hasta cierto punto, de elementos impredecibles. Y concluye: «Lo
que, en suma, nos proponemos es librarnos de las “cosas”. Depresentificarlas»
(1972: 47). Lo que cuenta es la dispersión de las posibilidades lógicas por oposi-
ción a los hechos empíricos o los acontecimientos históricos, que, para Foucault,
no representan otra cosa que el azar, la discontinuidad y la materialidad.
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LA MATRIZ POSMODERNA 105

El cabezazo inicial al azar, la discontinuidad y la materialidad, pues, se


acaba tan pronto como se enuncia. Foucault se limita a quitarse el sombrero al
pasar rápidamente ante ellas para concentrarse a renglón seguido en lo verda-
deramente importante, las relaciones lógicas entre esos signos dominadas por
una estructura invariante que precede a todo lo demás. Sin duda, los discursos
o conjuntos de condiciones lógicas varían con el tiempo, pero se convierten en
invariantes tan pronto como cristalizan —o, con el nombre más bien confuso
con que las bautiza, se convierten en formaciones históricas a priori, positivida-
des o epistemes—. Por efímeras que puedan ser, esas formaciones no son más
que instancias de lo que Foucault llama el Archivo (un equivalente del Subcons-
ciente de Lévi-Strauss) o «la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que go-
bierna la apariencia de los enunciados como eventos únicos» (1972: 129), la
suma de todas las formaciones a priori, positividades o epistemes posibles. En
una obra anterior (1970), Foucault trató de dar un ejemplo de esta secuencia.
Tras haberlo intentado con la formación de discursos en medicina (1973) o en
psiquiatría (1965), Foucault se proponía ahora mostrar que lo que habitualmen-
te es visto como la historia de las ciencias no es más que la puesta en escena de
diferentes positividades racionales en lingüística, biología y economía y de sus
discontinuidades horizontales.
Eso es algo difícil de sostener. Por un lado, se nos anima a ver que las for-
maciones lógicas se siguen unas a otras y que este orden es secuencial, no cau-
sal. Pero, al reclamarlo, Foucault tiene que pagar peaje y renuncia a explicar
cómo o por qué esos cambios llegaron a ser. Para él, tan solo están ahí, en un
Dasein propio de Heidegger. La mente, el subconsciente o lo que sea ese de-
miurgo que él y Lévi-Strauss se traen entre manos carece de un primer motor.
¿Por qué habrían de expresarse a través de diversas metonimias, de la Metáfora,
del Archivo o de Lo que sea? ¿Por qué no permanecen eternamente iguales a sí
mismas, tal y como apuntara Parménides? ¿Cómo es posible el cambio? ¿Pode-
mos dar cuenta de esas cosas sin hallar un hueco para el impacto del tiempo, de
la historia, de los intereses materiales; en suma, de la verdadera discontinuidad?
¿Podríamos, por ejemplo, explicar la globalización sin referirnos a los cambios
tecnológicos y económicos que la han hecho posible? Cuando se encuentran
con estos problemas, los estructuralistas apuntan que la Mente, como un calei-
doscopio, crea diferentes combinaciones, todas ellas simétricas, reordenando
los elementos previamente existentes. Pero los caleidoscopios no cambian de
forma sin un impulso exterior, ya sea consciente o accidental. Dejados a sí mis-
mos, permanecerían iguales en su sempiternidad.
A menudo se ha dicho que cuando se carece de explicaciones para enten-
der el cambio, uno acaba por canonizarlo como los designios de una mente
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106 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

superior, ya siga un plan, como en las formulaciones hegelianas, o no, como


sucede con las interminables combinaciones a priori de la Mente. No es total-
mente exacto. Como se dirá, La Teoría tiene un lado inconformista, hasta radi-
cal. Pero lo que importan señalar es que, sean cuales fueren sus consecuencias
prácticas, aún más peligrosa es la metodología deconstruccionista que la funda,
porque permite entregarse a toda clase de manipulaciones.

El sonido del silencio

Lévi-Strauss es también la verdadera fuente de la nueva metodología. Él no la


denominaba deconstruccionismo en su obra, pero proveía la semilla de la que
habría de brotar un árbol frondoso. La nueva metodología se propone descubrir
la gramática que articula el universo, habitualmente caótico, de los objetos de
cultura y mostrar cómo cada uno de ellos tiene su lugar en un orden lógico
preexistente, al que se suele llamar discurso o, más recientemente, narrativa. La
gramática permitirá colmar los vacíos que los hechos, habitualmente descuida-
dos, omiten o silencian.
Los orígenes del nuevo método pueden rastrearse en dos de las obras más
conocidas de Lévi-Strauss, el ya citado estudio del pensamiento salvaje y otra,
más técnica, sobre el totemismo, ambas publicadas en el mismo año (1962). En
ambas uno puede apreciar hasta dónde llega Lévi-Strauss en su intención de
reintegrar cada acontecimiento, artefacto o semema en el lugar discursivo que
les corresponde. Imaginemos, dice Lévi-Strauss, una tribu (llamémosla Tribu A)
que inicialmente se estructuraba en tres clanes, cada uno de ellos bautizado con
el nombre de un animal que simbolizaba un elemento natural. Algo similar a la
figura 3.1.
En realidad, dice Lévi-Strauss, los antropólogos no suelen encontrarse con
sociedades que se hallan en su estado inicial. Más bien sucede que a menudo
las cosas hayan cambiado por causas demográficas; por ejemplo, que uno de los
clanes iniciales haya desaparecido y otro haya tenido tanto éxito reproductivo
que se haya escindido en dos. Algo así sucedió en la Tribu A con el clan de los
Osos (desaparecido), mientras que el de la Tortuga ha dado lugar a dos nuevos
clanes, Tortuga Amarilla y Tortuga Gris, que ahora aparecen como independien-
tes uno de otro porque su origen se ha perdido en la bruma del pasado. Un antro-
pólogo que se dedicase a estudiar a la Tribu A se encontraría con que su estruc-
tura social actual sería como en la figura 3.2.
¿Cómo puede ese antropólogo re o deconstruir el proceso olvidado que ha
dado paso a la nueva situación? A Lévi-Strauss ni se le ocurre pensar en la iro-
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LA MATRIZ POSMODERNA 107

Figura 3.1. Estructura original de la Tribu A

Tribu A

Oso Águila Tortuga


Tierra Cielo Agua
Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).

Figura 3.2. Estructura actual de la Tribu A

Tribu A

Águila

Tortuga Tortuga
Amarilla Gris
Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).

nía de que el problema que propone no habría existido de no haberse dado un


azar histórico y, por tanto, esa posibilidad ni la plantea. Para él lo importante es
algo diferente: una nueva forma de «lectura» del proceso. Con la ayuda de la
lectura en rejilla, es decir, seleccionando el material sin reparar en su inmedia-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 108

108 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ta apariencia histórica, el antropólogo puede sustanciar sus silencios o sus mis-


terios recurriendo a las oposiciones binarias de significantes con las que
Saussure pensaba —al menos así lo creía— poder colmar el hiato entre el soni-
do de las palabras y su significado en un lenguaje determinado.
Cómo podemos escuchar el sonido del silencio —el título de la canción de
Simon y Garfunkel viene como anillo al dedo— que envuelve a tantos hechos
antropológicos. Basta con mirar a la figura 3.3.
Siguiendo la regla de las oposiciones binarias, es decir, siguiendo el rastro
de las ilimitadas divisiones y contrastes del material de estudio, no su conteni-
do, podemos seguir su desarrollo y entender que no solo el estadio inicial ha pa-
sado por una serie de cambios, sino también por qué estos han de ser así. Si la
primera conclusión parece particularmente incierta —¿cómo podemos saber sin
atender a los procesos materiales de cambio que estos se produjeron, cuál fue
su número, su intensidad, su extensión?—, la segunda es misión imposible. No
gana uno demasiado mérito en comprender el resultado de la figura 3.3; de
hecho, ya se nos había advertido de los cambios habidos entre el Tiempo 1 y el
Tiempo 2 y de su dirección. Es bastante improbable, sin embargo, que otros
antropólogos hubieran podido descubrir la misma secuencia específica de cam-
bio solamente por medio de oposiciones como

(Amarillo: Gris) :: (Día: Noche) :: (Agua: Aire)

que contradicen/afirman, primero, los subclanes de Tortugas y, luego, su rela-


ción con el clan de las Águilas. Es posible que alguien sobradamente perspicaz
hubiera advertido que esos tres clanes misteriosamente representan tan solo a

Figura 3.3. Lectura en parrilla de la Tribu A

Tiempo 1 Oso Águila Tortuga

Tiempo 2 Águila Amarilla Gris

Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).


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LA MATRIZ POSMODERNA 109

dos elementos naturales y que, lógicamente, debería haber un tercero emparen-


tado con la Tierra. Pero ni un archi-Sherlock Holmes podría saber con estos da-
tos que la clave del acertijo está en los Osos. ¿No podrían ser unas Lagartijas o
unas Hormigas igualmente extintas? Si esto sucede en un sistema que solo ha
experimentado un cambio dentro de una estructura muy limitada de cuatro va-
riables (Osos/Águilas/Tortugas Amarillas/Tortugas Grises), uno puede fácil-
mente imaginar lo que sucedería en un universo de variables ilimitadas dentro
de una cadena temporal de duración ignota. La duplicación y la replicabilidad,
habitualmente consideradas rasgos fundamentales del trabajo científico, se ha-
brían evaporado.
Eso es exactamente lo que sucede en la obra maestra de Lévi-Strauss sobre
los mitos. Si, como yo lo hice, el lector selecciona al azar uno de los 385 mitos
que examina en L´homme nu, el cuarto volumen de la serie Mythologiques, pue-
de encontrarse con M#661a y M#661b. Se trata del mito de los Dos Hermanos
en la versión de la tribu Nez Percé. La historia cuenta las aventuras de un per-
sonaje que asciende hacia lo alto del cielo propulsado por el repentino creci-
miento de una planta o un árbol, como la mata de habas de Jack en el cuento
inglés (Jack and the beanstock).
Lévi-Strauss se abandona aquí, como en otros lugares de su obra, a una
minuciosa exploración del mito (1971: 304-314). Para decirlo en corto, su con-
clusión es que este mito representa una célula regulatoria (1971: 313) que trans-
mitía a los habitantes de su área de difusión cómo evitar la guerra y cómo entre-
garse a menesteres más pacíficos. Bien está lo que bien acaba. Sin embargo,
para llegar a esa conclusión, uno tiene que seguir dieciséis tipos de simetrías/
discontinuidades entre las diferentes secuencias de la historia y seguir a Lévi-
Strauss en sus repentinos saltos mortales entre una y otra. De hecho, la proba-
bilidad de que cualquier otro investigador hubiera llegado a similares conclu-
siones partiendo del mismo material de Lévi-Strauss debe contarse como una
entre varios millones.
Foucault le salta a la rueda, aunque no se preocupe de antropología. Lo que
comparte es la visión de conjunto, lo que no debe sorprendernos a estas alturas.
Al cabo, él y Lévi-Strauss formaban parte de un medio intelectual común y
compartían una herencia de pensamiento y una estructura mental similares.
Foucault, sin embargo, es más desenvuelto y, aparentemente, va más al grano,
tomando un atajo por entre la jerga estructuralista. Para decirlo con una expre-
sión de Althusser (Althusser y Balibar, 1970: 22), se muestra partidario de una
lectura sintomal, no expresiva, de sus materiales. Está encantado con la música
de la lectura en rejilla, pero no quiere meterse en la contradanza de oposiciones
binarias que estaba de moda chez Lévi-Strauss. A él le basta con decir no. No
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110 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

al significado con que documentos y textos quieren seducirnos, no a su conte-


nido positivo. Más importa lo que no dicen. El silencio (nuevamente suena la
canción de Simon y Garfunkel) dice más porque ilumina mejor los materiales,
incluso cuando concluimos justamente lo opuesto a lo que aquellos parecen
decir. Basta con colocarlos en la parrilla de sus precondiciones lógicas. La téc-
nica se ha repetido hasta la náusea en el análisis pomo de casi todos los campos
semióticos, desde la crítica literaria hasta el discurso sobre la moda. Lo discuti-
ble es si su fiabilidad está a la altura de su popularidad. La lectura en rejilla
acaba bien en una regresión infinita, bien en la afirmación caprichosa.
El texto, ese paquete de datos finitos y positivos, tiene que ser interpreta-
do por el silencio, es decir, por todo aquello que no es. Tomemos un ejemplo de
moda, obviamente inspirado por la lectura en rejilla, la Declaración americana
de independencia, escrita por Thomas Jefferson y aprobada por el Congreso el
4 de julio de 1776, cuando dice que

creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales,
que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se
cuentan el derecho a la vida, a la libertad y a la busca de la felicidad. Que para asegu-
rar esos derechos, se han constituido los gobiernos entre los hombres, gobiernos que
derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando una for-
ma de gobierno atenta contra esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarlo o a abolirlo
y a formar un nuevo gobierno basado en esos principios y a organizar sus poderes de la
forma que le parezca más capaz de defender su seguridad y su felicidad (USA 2003).

En una lectura expresiva, ese es un documento revolucionario que funda su in-


culpación de la corona británica y la necesidad subsiguiente de crear una nación
libre e independiente en un conjunto de axiomas fácilmente comprensibles por
todos. El texto parece haber sido dictado por una Razón universal. Las cosas
cambian, empero, cuando se lee de forma sintomal o en rejilla.
Con esta herramienta en la mano, puede decirse que la Declaración brota
en medio de un par de elocuentes silencios. Se dirige a los hombres, no a las
mujeres, que, incluso tras la independencia, iban a ser consideradas ciudadanas
de segunda clase y privadas del goce de esos derechos inalienables. Además, el
Congreso estaba mayoritariamente compuesto por plantadores y granjeros
acaudalados que no podían aceptar la posibilidad de que sus esclavos pudieran
ser sujetos de esos derechos universales. La Declaración aparece así como un
documento universalista y humanista, pero al leerla en rejilla se revela como
un acto de exclusión. La universalidad de los derechos proclamados en ella no
es más que una garantía de los intereses particulares de esa clase.
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LA MATRIZ POSMODERNA 111

No es necesario entrar a argüir que los derechos aludidos pueden ser con-
siderados universales, aunque entonces no lo fueran, y que, de hecho, la poste-
rior evolución, llena de meandros y pasos atrás, de la sociedad americana acabó
por abolir la esclavitud, primero, y el apartheid, después. Lo que es más llama-
tivo es la insistencia de los sintomalistas en que esos son los dos únicos silen-
cios posibles. De hecho, la Declaración tampoco se refiere a los derechos de los
homosexuales, ni a los de las futuras oleadas de inmigrantes, ni al trato de los
discapacitados. Si nos ponemos a pensar, tampoco dice nada de las razones que
Jorge III pensaba que le asistían en su derecho a gobernar las colonias, priván-
dole con ello de su derecho de defensa; ni de la opinión de sus firmantes sobre
la física newtoniana; ni sobre los derechos de la gente que en las trece colonias
pudiera no estar de acuerdo con el creacionismo de sus autores; ni sobre el esta-
do del tiempo en Filadelfia aquel 4 de julio que pudo haber influido el humor
de los Padres de la Patria; ni sobre otras infinitas posibilidades igualmente no
formuladas. Por qué la única lectura en rejilla que puede considerarse legítima
habría de referirse a esos dos silencios y nada más.
Si se hubiese intentado hacerlo, empero, no podría haber evitado nuevas
acusaciones formuladas desde el silencio, causando así una regresión infinita.
A menos que nos sintamos tentados por la promesa («Serás como Dios») de ser
capaces de percibir todo al tiempo, así como todas sus inacabables ramificacio-
nes (eso que los escolásticos cristianos de la Edad Media conocían como los
futuribles, es decir, todo aquello que puede ser tenido por posible en el futuro)
en tiempo real, un propósito que excede la condición humana. Tal vez eso sea
posible para la Mente estructuralista, pero no lo es para los humanos por cuyo
medio se expresa. Esos humanos y humanas tienen que soportar, quiéranlo o no,
las limitaciones del lenguaje y las discontinuidades de su contenido o, en caste-
llano recto, la especificidad de los discursos, exactamente lo que las lecturas
sintomal o en rejilla creen posible evitar. Pero por qué razón habríamos de acep-
tar a pies juntillas la pretensión foucaultiana de ser el profeta de una nueva
Revelación.
La circularidad, empero, sería el menor de los dos males desencadenados
por esta artera forma de leer. La otra, mucho más letal, es su uso como una espe-
cia de licencia para matar, al estilo James Bond, todo aquello que no se ajuste
a lo que la agenda de los investigadores considera correcto. Ha sido precisa-
mente este el camino más transitado por los pomos. Un ejemplo entre mil otros
que podrían traerse al caso es la exégesis de Derrida a la narrativa marxista del
fetichismo de la mercancía (1994: 110 ss.). De repente, Marx ha dejado de ha-
blar de los diferentes modos de producción, o El capital ya no pretende mostrar
cómo su evolución acabará por acarrear el fin del capitalismo. El fetichismo de
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112 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la mercancía se ha tornado una historia de fantasmas. De acuerdo con la retóri-


ca abstrusa de Derrida,

«esta densidad leñosa y testaruda [recuérdese que Derrida está hablando de una mesa
(JA)] se ha convertido en un ente supranatural, una cosa sensible no-sensible, sensible
pero no sensible, sensitivamente suprasensible», es decir, una mercancía como las
estudiadas por Marx que ilustran el papel de la ideología en general, no el de las rela-
ciones sociales contraídas mediante el trabajo. «La cuestión del fetichismo de las mer-
cancías merece ser presentada de otra manera […] Ellas estarán siempre ahí, como
espectros, incluso cuando no existan, cuando ya no se vean, cuando hayan dejado de
estar» (1994: 104).

La conclusión no podría distar más de la idea defendida por Marx. En vez de


formas sociales llamadas a desaparecer algún día con el fin del capitalismo, las
ideologías están ahí para quedarse; incluso tienen mucho que enseñarnos, según
Derrida. Tal vez tenga razón, pero lo que hace al caso es que su lectura en reji-
lla, ávida oyente del sonido del silencio, le permite apuntar que lo que Marx
realmente dijo es exactamente lo que Marx no dijo —o lo contrario—.
La memoria en rejilla trae a la mente el recuerdo de otra técnica para pre-
sentizar lo olvidado o reprimido, eso que se llamó terapia regresiva o síndrome
de la memoria recobrada (Hunter, 2000; Tebbetts, 1987). Dicha técnica alar-
deaba de hacer recordar a sus pacientes los vacíos de sus recuerdos, es decir,
revivir, a menudo bajo hipnosis, episodios borrados de su infancia o primera
adolescencia. La técnica se usó con frecuencia en los noventa en relación con
casos de pretendido abuso sexual o incesto en Estados Unidos, Gran Bretaña y
Canadá (Prendergast, 1996: 283-321) y fue pronto objeto de escrutinio por dife-
rentes agencias científicas que acabaron por desacreditarla. Las consecuencias
de este llamado síndrome eran demasiado agresivas para con la protección legal
de los acusados (Brandon et al., 1998; Loftus y Ketchum, 1996). La lectura en
rejilla, lamentablemente, no ha sido objeto de un escrutinio semejante, pero su
tan peculiar como incontrolada forma de rellenar los espacios en blanco y hacer
hablar al silencio no debería hallar cobijo entre quienes deben hacer del escep-
ticismo su primera regla en materias de ciencia. La lectura en rejilla parece otra
sospechosa forma de matanza en masa. Pronto los pomos empezarán a disparar.

Adelante con el deconstruccionismo

Es altamente dudoso que por sí mismos el estructuralismo y la lectura en rejilla


con su sorprendente modo de articular el sonido del silencio pudieran haber
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LA MATRIZ POSMODERNA 113

propulsado a la matriz pomo a un reconocimiento general. Para que así sucedie-


se iba a ser menester aportar otro ladrillo más al edificio, pues los teoremas
metodológicos, sociales y éticos iniciales solo interesaban a algunas élites de
intelectuales. Lo que al final atrajo a muchos otros y le dio una audiencia masi-
va fue el deconstruccionismo. Esa técnica integra muchos otros elementos de
origen no directamente francoestructuralista y se lleva muy bien con ciertas
variantes americanas de interaccionismo simbólico. También coincide parcial-
mente con las tesis de Norbert Elias y de la escuela de Fráncfort.
Desde su Historia de la locura en la época clásica (2001) hasta los últimos
volúmenes de la Historia de la sexualidad (1978, 1985, 1986), Foucault se pro-
puso leer y explicar la variada genealogía intelectual de todas las especies de
represión bajo la modernidad. Uno podría preguntarse el porqué de su silencio
sobre otras épocas y otras geografías, pero esta es cuestión que se dejará apar-
te por el momento. La Historia de la locura traza la forma en que la moderni-
dad construyó ese concepto en sucesivas fases. El Renacimiento (siglos XV y
XVI) tenía un concepto relativamente benévolo de la locura como un intento de
alcanzar una (falsa) sabiduría. El género artístico de la Narrenschiff o nave de
los locos de aquellos tiempos muestra un paisaje delicioso donde el deseo reina
de forma absoluta. Pero, al tiempo, los renacentistas reputaban a la locura como
el principal de los vicios humanos. Tal era su forma peculiar y contradictoria de
hacerla inteligible.
El siglo XVII vio la fundación del hospital general de la Salpetrière, en Pa-
rís. Según Foucault, esa institución no respondía a ninguna necesidad médica y
no era más que una forma de imponer el orden monárquico y burgués que se ge-
neró en Francia sobre esa época. Desde entonces, a los locos se les iba a impo-
ner el confinamiento, que es la verdadera razón de la existencia de ese hospital
y otros muchos que le imitaron en el resto de Europa. De esta forma, los locos
quedaban separados de los cuerdos, lo que traía consigo una doble consecuen-
cia: por un lado, absorbía el paro o, al menos, hacía menos visibles sus conse-
cuencias sociales. La nueva moralidad no solo encerraba a los locos, sino tam-
bién a los pobres, las prostitutas, delincuentes de baja estofa y otras órdenes
menores. Pero, además, les convertía a todos ellos en responsables de su propia
desviación. La locura se convirtió en la letra escarlata que denotaba un fracaso
moral.
Con una alianza/disputa entre psicología y moral entra en el escenario la
«psiquiatría científica» del XIX. Esa llamada ciencia imponía una definición
más estricta de la locura. Muchos economistas del XVIII habían creído que una
población numerosa y activa haría crecer la riqueza de las naciones. El confina-
miento tenía, pues, que ser abandonado porque limitaba el crecimiento de la
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114 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

fuerza laboral. Por otra parte, las organizaciones de caridad, cuya misión tradi-
cional había sido mitigar la pobreza, estancaban una buena parte del capital que
podría ser movilizado para crear riqueza adicional. Los pobres, especialmente
los pobres que luchaban contra su pobreza, tenían que ser separados de otros
grupos desviados. Pero liberar a una parte de la población que estaba vigilada
requería otros tipos de control. Los nuevos frenopáticos al estilo de la Retreat
de Tuke no se basaban exclusivamente en la violencia física, sino que preferían
convertir a los locos en menores de edad. Los menores necesitan a sus padres y
los nuevos manicomios se aprestaron a desempeñar el mismo papel de los
padres en la familia burguesa. La locura era antaño una falta individual; ahora,
las familias decadentes, incapaces de alcanzar los desiderata de la moralidad
burguesa, aparecían como responsables de la conducta enloquecida. Así, según
Foucault, se selló la reconciliación final entre las concepciones crítica y médi-
ca de la locura, que alcanzaría su cénit con Freud. Con él, la locura brota dere-
chamente del confinamiento y la violencia, aunque sea al precio de entregar a
los médicos un estatus cuasi-divino. Freud también aporta una visión de la locu-
ra como falta de ajuste a la normalidad socialmente construida.
Erving Goffman estaba apuntando lo mismo más o menos al mismo tiempo
(1961). Tras revisar las carreras de muchos pacientes mentales, llegó Goffman a
conclusiones parecidas.

El investigador de hospitales mentales puede descubrir que la locura o «conducta enfer-


miza» que se impone al paciente mental es, por lo general, producto de la distancia
social de quien la impone respecto de la situación en que se encuentra el paciente y no
primordialmente un producto de la enfermedad mental (1961: 130).

Las instituciones mentales operan como un sistema de «pabellones» cuya meta


principal es mostrar que «todo lo que el paciente haga por sí mismo pueda ser
definido como un síntoma de su trastorno o de su convalecencia» (1961: 206).
Goffman anticipaba así la carrera letal de Randle Patrick McMurphy en One
Flew over the Cuckoo´s Nest (Kesey, 1973). Catch-22: si uno se somete al esta-
blecimiento psiquiátrico, eso prueba su necesidad de curación y la sabiduría de
los psiquiatras; si se resiste, evidencia la necesidad de que se le someta a trata-
miento.
Goffman iba a extender posteriormente la misma metodología a otras situa-
ciones sociales más genéricas en su discusión del estigma. Las sociedades cla-
sifican a la gente según ciertos atributos que se supone poseen los miembros de
cada categoría. Cuando nos encontramos con extraños anticipamos que pueden
ser clasificados de la misma forma. Si esas expectativas no se cumplen, tende-
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LA MATRIZ POSMODERNA 115

mos a pensar que la persona en cuestión acarrea un estigma, es decir, una dife-
rencia poco deseable.

Así pues, por definición, creemos que la persona estigmatizada no es plenamente huma-
na […] Construimos una teoría estigmatizadora, una ideología que explica su inferiori-
dad y da cuenta del peligro que representa, a veces como racionalización de una animo-
sidad basada en otras diferencias, por ejemplo, de clase social (1963: 5).

El estigma permite habérselas con todo aquello que se desvía de las normas
sociales de normalidad y es un producto de la interacción cognitiva disfuncio-
nal. No es una marca que la naturaleza haya reservado para algunos individuos
o grupos, sino un rito degradante que se extiende a grupos y comunidades obli-
gados a portarlo.
Goffman, sin embargo, es muy cauto cuando habla de enfermedades men-
tales y estigmas y no las ve como algo exclusivamente basado en prácticas arbi-
trarias socialmente construidas. Todo lazo social impone restricciones basadas
en presunciones no explícitas (1961: 174) que desatan sanciones si no se respe-
tan, se ignoran o se omiten. Aunque no aventura una explicación, reconoce que
el uso de estigmas ha acompañado a la vida en sociedad desde hace siglos y se
muestra escéptico sobre la posibilidad de que alguna vez pueda erradicarse. Sin
embargo, deja sin resolver el asunto de si puede entenderse que exista algo a lo
que llamar enfermedad mental más allá de sus componentes sociales. Uno diría
que regularmente aparecen disrupciones efectivas de la comunicación entre se-
res humanos y que muchas de ellas parecen ser irreparables (esquizofrenia, sín-
drome de Down o de Alzheimer, algunos tipos de autismo, etc.). Incluso si
pudiésemos probar más allá de toda duda razonable que no son más que cons-
tructos sociales y que la familia nuclear o la sociedad en general merecen ser
criticadas por esos resultados, los individuos así estigmatizados necesitarían
aún de especial atención, es decir, de tratamiento psiquiátrico. Sus heridas, tal
vez infligidas por los demás, no se curan y les impiden desarrollarse.
Las ideas de Goffman experimentaron un cambio drástico en la antipsi-
quiatría de Laing y su insistencia en que toda enfermedad mental, incluso en ca-
sos de mayor disonancia comunicativa, por ejemplo la esquizofrenia, es un
constructo social (1998a). No hay que buscar sus causas en los pacientes, sino
en las instituciones que moldean sus reacciones, como la familia nuclear bur-
guesa y la sociedad (moderna) en general (1998c, 1998d). Ken Loach ilustró ví-
vidamente el asunto en su película Family Life.
Para Laing, la única forma apropiada de tratar a las personas con desórde-
nes mentales era reconocer su sanidad mental interior, e incluso dejarles aban-
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116 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

donar las instituciones mentales, donde sus síntomas empeoraban (1998b). Sin
duda, una parte de la psiquiatría moderna ha proclamado de forma grandiosa su
capacidad de diagnosticar y curar la locura con técnicas muy agresivas (desde
la violencia física, pasando por el uso de drogas psicotrópicas y llegando hasta
la lobotomía). Muchos de esos procedimientos han sido debidamente criticados
y desacreditados, pero es difícil concluir de su uso que la psiquiatría es una for-
ma de brujería que habría que proscribir sin dilación. Tal vez valdría más pen-
sar que se necesitan mejores teorías y menos exorcismos. La defensa de conjun-
to de la antipsiquiatría puede crear más problemas de los que resuelve. Por
ejemplo, se convirtió en una coartada adicional para los recortes masivos de
ayuda federal a los ayuntamientos impuesta por Reagan. «En 1980 los dólares
federales subsidiaban un 22 por ciento de los presupuestos municipales. A fines
de la era Reagan, solo llegaban al 6 por ciento» (Dreier, 2004). Una caída tan
vertiginosa creó grandes problemas a escuelas, bibliotecas, servicios contrain-
cendios y otros servicios municipales. El cierre consiguiente de muchos hospi-
tales y clínicas públicas contribuyó al aumento de personas sin techo, pero no
disminuyó el número de personas necesitadas de asistencia psiquiátrica. Solo
les privó de ella.
Los intereses de Foucault van más allá de la crítica a la psiquiatría. Lo que
comenzó como una evaluación de la historia de la enfermedad mental, final-
mente se convirtió en una causa general contra la modernidad. Su crítica del tra-
tamiento de la locura devino un llamamiento a cambios sociales radicales. El
resto de la historia es bien conocido. Pueden trazarse narrativas de dominación
en todos los ámbitos sociales. Vigilar y castigar (1977) arguye que el sistema
penitenciario moderno tiene su raíz en prácticas previas de retribución social
por medio de tortura y ejecuciones. Es una forma más débil de hacer que los
desviados acepten el orden social, pero no acaba con la represión. De hecho,
para Foucault, esta nueva forma de castigo se ha convertido en la norma para
todas las formas sociales de control social. El Panóptico de Bentham como
ideal de estabilidad penitenciaria mediante vigilancia a distancia se ha extendi-
do a todas las actividades sociales y contribuye a la dominación de los poderes
existentes al hacerlos aceptables al tiempo que invisibles.
Uno puede encontrar una salida a esta situación al parecer desesperada,
cree Foucault. Una forma distinta de locura apareció en el siglo XIX, la locura
como lucidez. Esa nueva locura lúcida permitió a los humanos alcanzar el lími-
te de su extrañamiento respecto de sí mismos, al que habían llegado en las so-
ciedades occidentales. Por vez primera en la historia, la locura fuerza al mundo
a sentarse en el banquillo de los acusados, no en el de los fiscales. Ese nuevo
tipo de alienación permite a la humanidad hallar caminos, a menudo como a tra-
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LA MATRIZ POSMODERNA 117

vés de un espejo oscuro, para abandonar las normas previas que exigían un
aumento creciente de la represión. Así que Foucault no se limita a proveer un
análisis de las causas de la locura, sino que abre un dispensario en el que hallar
remedios para librarse de ella.
La primera parte del argumento necesita de mayor ponderación porque
corre al bies de lo que intuimos. Uno diría que, a primera vista, existen ciertas
diferencias entre la violencia bárbara y gratuita de las ejecuciones y torturas
descritas en la obertura de Vigilar y castigar y los sistemas punitivos modernos.
Las sociedades europeas modernas, por ejemplo, se enorgullecen de haber saca-
do la pena de muerte de los códigos penales. Foucault no lo desconoce, pero
nota que las imágenes vívidas de castigos llamadas a provocar temor y temblor
entre los espectadores de la edad clásica —representaciones ejemplares las
llama Foucault, como en las procesiones de convictos desde la prisión de
Newgate hasta el patíbulo de Tyburn, en Londres (Linebaugh, 1977)— han sido
sustituidas por un nuevo orden punitivo basado en la modificación de las con-
ductas. «Más que sobre un arte representativo, esta intervención punitiva se basa
en una bien estudiada manipulación de los individuos» (Foucault, 1992: 128).
¿Por qué? El mecanismo disciplinar busca el castigo como parte de un sis-
tema de normas, habitualmente conocido como imperio de la ley. Individuos y
cuerpos, como los llama Foucault, se han estandarizado, es decir, han sido nor-
malizados. En las sociedades que así los tratan, los individuos pierden su razón
de ser, creándose así un continuo disciplinario que reposa, por un lado, sobre las
instituciones de confinamiento y, por otro, en mecanismos funcionales que ha-
cen del poder algo más ligero, sutil, aceptable y, por ende, más eficaz. La domi-
nación mediante técnicas científicas se ha convertido en un elemento básico del
control sexual y de la disciplina de los cuerpos que Foucault narra en la Historia
de la sexualidad. El poder llega a su cénit cuando, como sucede en la mayoría
de las conductas sociales, el ímpetu subversivo, ya sea como sexualidad o como
formas alternativas de vida, queda domado mediante la difusión de las llama-
das nuevas ciencias sociales (psicoanálisis, sexología, marketing, publicidad,
moda, etc.). Opiniones similares han sido circuladas por un amplio número de
pensadores franceses que se mueven en la órbita foucaultiana (Bourdieu, 1984;
Derrida, 1994, 2002; Deleuze y Guattari, 1977, 1987) y la Vulgata que han ge-
nerado.
Sin embargo, hay una duda que persiste en el lector. ¿Es posible que no
exista diferencia entre la dominación por la violencia o represión, como suce-
día en la época clásica, y la aceptación voluntaria, por pasiva que sea, de la do-
minación en las sociedades democráticas? Hay una ya antigua tradición del
pensamiento occidental, desde Hobbes y Locke hasta Mills y Weber, llegando
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118 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

a la visión del poder en Nye (2004), que distingue entre ambas cosas. Weber
explicaba en muchos lugares de su obra el conflicto entre Macht (poder desnu-
do o violento) y Herrschaft (dominación), o formas legítimas e ilegítimas de
dominación (1971: 16, 122-176, 541-550). La clave de la dominación está en el
consentimiento prestado por la mayor parte del cuerpo político. Luego de We-
ber, Tilly ha señalado cómo es precisamente la ruptura en la creencia de legiti-
midad lo que contribuye poderosamente a los conflictos sociales (1978), mien-
tras que su mantenimiento torna a la dominación en algo estable y sostenible
(2001). Otra tradición, que se remonta a Constant (1980) y Tocqueville (1866),
considera precisamente el imperio de la ley o la existencia de un orden norma-
tivo como la diferencia fundamental entre el Antiguo Régimen y la libertad de
los modernos. Foucault no se reconoce en ninguna de esas tradiciones. Legítima
o no, la dominación es dominación; el poder, poder. ¿Incluso cuando las prefe-
rencias del público se manifiestan en elecciones libres? Incluso entonces.
Esta visión desenvuelta desemboca en un callejón sin salida. Si seguimos
a Foucault en su explicación del poder, la diferencia entre democracia y auto-
ritarismo y/o regímenes totalitarios carece de sentido. Todas esas formas son
ejercicios de poder que se imponen por igual a los cuerpos, a sus súbditos. Pero
la lectura de Foucault evoca un anacoluto. En su obra existe una tensión irre-
suelta entre, por un lado, la inevitabilidad de las luchas por el poder que for-
man la esencia de todo discurso y de todas las prácticas sociales y, por otro, la
necesidad de fundamentar su asimetría. Si aceptamos la primera parte del dile-
ma, Foucault no puede evitar la reductio ad Hitlerum, es decir, que Hitler y su
régimen eran, en el fondo, lo mismo que la Inglaterra de Churchill o los Esta-
dos Unidos de Roosevelt. Borrando las diferencias entre poderes y regímenes
políticos acabamos por desembocar en la incoherencia de ver a Hitler tan le-
gítimo (o ilegítimo) como a cualquier otro líder político, que no hizo sino ejer-
cer su poder como todos ellos hacen. En resumen, Hitler codiciaba poder tanto
como cualquier otro dirigente o cualquier otro participante en cualquier otra
interacción social, aunque tuvo más éxito que otros muchos. De esta forma, la
posibilidad de elegir entre víctimas y verdugos desaparece. Todos son la misma
cosa.
En el campo de lo punitivo se llega igualmente a un horizonte cerrado. Si
no es posible distinguir entre tortura y prisión, pues ambas son formas de repre-
sión, hay que suspender el juicio sobre cualquier ejemplo de genocidio y otros
crímenes y abusos de poder. Con esa lógica, cómo pueden condenarse las tor-
turas en la cárcel de Abu Ghraib durante la presidencia de George W. Bush. ¿Se
diferencian acaso del procedimiento judicial ordinario o del juicio por jurado si
se considera también a estos últimos como ejemplos abultados de represión?
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LA MATRIZ POSMODERNA 119

Foucault devuelve a sus lectores a un estado de naturaleza al estilo de Hobbes,


una confrontación perpetua de poderes, de acción y resistencia, de culturas y
contraculturas opuestas, donde no queda resquicio parar el juicio moral.
Foucault no desconoce que ese principio de equivalencia supone una con-
dena a muerte de su crítica de la modernidad. ¿A qué criticar la dominación de
los cuerpos, o la pretendida represión de la locura o de la sexualidad, cuando
todos los poderes son simétricos, es decir, pueden hallarse en todas y cada una
de las prácticas sociales? Como recordarán más tarde (capítulo 4) Dean y Juliet
MacCannell, tanto el violador como su víctima participarían en un mismo juego
de poder. ¿Cómo exonerar al Otro de apurar este cáliz tan amargo como inexo-
rable? Si toda identidad, o discurso, o narrativa, o cualquier otra abreviatura si-
milar del poder valen tanto como su contrario, ¿qué puede legitimar la petición
de cambios en las estructuras presentes de poder? Tal vez todo fruto de la razón
lleve a la represión; pero, de ser así, por qué habríamos de creer a Foucault
cuando apunta que la locura liberadora no es el mismo perro con un collar dife-
rente. Tal vez todo haya fallado, como Foucault cree, pero entonces hay que
concluir que no es seguro que nada vaya a cumplir sus promesas. El escéptico
tiene derecho a sospechar del otro mundo es posible de Foucault. Bouvard y
Pécuchet se entregaban con celo a proyectos que acababan por revelarse aún
más calamitosos que los anteriores. Las simpatías de Foucault por la revolución
teocrática de Khomeini no decía mucho y bien de su sabiduría política (Afary
y Anderson, 2005).
Al fondo, Foucault solo puede proceder por un ucase de su real gana. A él
no le interesa explicar cómo suceden las cosas, sino tan solo predicar cómo
deberían ser. Aquí y allá, Foucault se hace con expresiones tomadas a préstamo
de Marx, pero sus explicaciones económicas solo le interesan de forma lateral.
Así, revuelve a la gente afectada por las sucesivas Leyes de Pobres en Inglate-
rra con la población considerada loca para decir que esta última aumentó con-
siderablemente la fuerza de trabajo sin aportar un solo dato concreto. En 1685,
empero, la población de Inglaterra se estimaba en cinco millones, de los cuales
algo más de tres millones eran granjeros, braceros, sirvientes y pobres. El nú-
mero de vagos y maleantes, entre quienes uno debería encontrar a la mayoría de
los tenidos por locos, era de unos treinta mil (Trevelyan, 2000), es decir, menos
de un 1 por ciento del total de la población trabajadora y pobre —un número
ridículamente pequeño para ser tenido como una aportación importante a la
fuerza de trabajo—. Foucault explica el comienzo de la represión de la locura
mediante una indefinida alianza entre monarquía y burguesía, sin precisar quié-
nes formaban esta última ni cuál era su poder económico y político en la Fran-
cia del XVII. Evita decidir si los economistas clásicos tenían razón al identificar
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120 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

a las instituciones de caridad, a los monasterios o a las manos muertas como


obstáculos mayores para el desarrollo económico. Esos detalles, a Foucault le
salen por una higa y, a diferencia de Marx, él no tiene interés en desentrañar las
piezas grandes y pequeñas que conforman la economía capitalista, como tam-
poco en entrar en la cuestión del peso relativo de los distintos grupos sociales y
su relación de fuerzas. Los hechos no le interesan, lo que no debe sorprender
cuando se consideran los extremos a los que llegaba en sus escritos epistemo-
lógicos para extirparlos del horizonte estructuralista. Algo que posiblemente ex-
plica también su desinterés por la historia de la represión en las sociedades no
modernas o no occidentales. Pese a su total desprecio por la visión evolucionis-
ta de la historia, al lector no se le escapa que Foucault acaba por ver un hilo rojo
de desarrollo del poder, una carrera hacia lo más bajo cuyo nadir se alcanzó con
la modernidad occidental. ¿Para qué ocuparse de otra cosa que de la biografía
de semejante fracaso?
Hay grandes coincidencias entre esta narrativa y la de otras corrientes del
pensamiento contemporáneo. Foucault y la escuela deconstruccionista francesa
no están solos a la hora de singularizar en exclusiva a ese tipo de modernidad
que llamamos Ilustración. De hecho, esa fue también la cacería favorita de la
Escuela de Fráncfort. Aun cuando para ellos las llagas de la civilización occi-
dental se encontraban en otras áreas de las relaciones sociales, sus conclusiones
eran similares a las de Foucault. Horkheimer y Adorno veían en la tecnología y
la noción ilustrada de la ciencia y en su afán de domeñar a la naturaleza los
pecados capitales de la modernidad (1972); seguidos luego de los intentos de
manufacturar personalidades autoritarias (Adorno, Frenkel y Levinson, 1964).
La eliminación de Eros (1955) y la subsiguiente unidimensionalidad de la vida
social bajo el capitalismo avanzado (1966) le encendían las pajarillas a Marcuse
cuando ponderaba los trabajos de la civilización. Con el capitalismo, las socie-
dades de masas y su cultura liberal-represiva, Occidente había alcanzado las
más altas cumbres de la miseria.
Norbert Elias parece ser el más cercano a la deriva foucaultiana. La Zivi-
lization, a saber, el proceso que acarreó nuestras sociedades modernas y bur-
guesas, disparó una completa reorganización de la economía de afectos y emo-
ciones. En Europa, desde la Alta Edad Media hasta el Renacimiento, la era
absolutista y la sociedad burguesa del XIX y del XX, la civilización vino acom-
pañada de una amplia represión de los impulsos naturales por medio de nuevas
formas de control.

Hoy el círculo de estándares y reglas pesa tanto sobre los hombres; el control y la pre-
sión de las relaciones sociales ínsita en sus costumbres es tan pesada que solo abre una
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LA MATRIZ POSMODERNA 121

alternativa […]: o someterse a las reglas de conducta esperadas o situarse fuera del
ámbito de la vida civilizada (1997: I, 283).

Los nuevos subsistemas de control de las conductas fueron inicialmente adop-


tados por los escalones más altos de la escala social para ser luego internaliza-
dos por las órdenes menores. Elias ofrece un amplio espectro de ejemplos de
ellos en campos habitualmente alejados de la investigación académica como el
consumo de carne, la dieta, las buenas maneras de mesa, la privacidad del ho-
gar, las costumbres amatorias, la desnudez pública y demás (1997: II, 379-392).
Los cambios siguieron un gradiente en aumento hacia el autocontrol más o
menos automatizado, imponiendo una sujeción creciente de los impulsos y
emociones a la norma mecánica de la satisfacción diferida con una creciente
parafernalia del Super-Ego, cada vez más profusa y rígida. La sociedad «civili-
zada» moderna finalmente ha aumentado exponencialmente el papel social de
la inseguridad y la vergüenza como medios de control sobre los individuos. La
conclusión de Elias se sigue inconsútil de esas premisas. La oposición académi-
ca entre vida «natural» y vida «civilizada», con la consiguiente primacía de la
última, no se tiene en pie. Por el contrario, los humanos estaban en mejores tér-
minos consigo mismos en las sociedades que precedieron a la modernidad.
¿De verdad? Duerr ha apuntado que las pruebas aportadas por Elias para
sostener su tesis son, como mínimo, inconsistentes. La mayor parte de las socie-
dades no civilizadas utiliza un andamiaje de vergüenza provocada, situaciones
embarazosas, pérdida de cara y demás muy similares a las que se encuentran en
las civilizadas para controlar las muestras de emociones en público. Incluso en-
tre los grupos donde desnudez o cuasi-desnudez son aceptadas, existen claros
límites a la forma en que unos y otras pueden mirarse (Duerr, 1992). Adicio-
nalmente, la epifanía elísea de una represión creciente de desnudez y relaciones
sexuales dentro de la economía afectiva occidental no ha envejecido con deco-
ro. Dejando a un lado fiestas de primavera, carnavales y otras ocasiones simi-
lares para la licencia socialmente aceptada, la exposición del cuerpo femenino
(topless en playas y otros lugares públicos) y la existencia de colonias o áreas
nudistas en muchas costas son tan comunes que ya no atraen la atención del
público o de los medios. Algo similar ha sucedido con los clubes de intercam-
bio de parejas y otras formas de entretenimiento para adultos. Por alguna razón
aún inexplicada, la deriva civilizatoria hacia el control creciente del Super-Ego
y la represión de los instintos se vio súbitamente sorprendida por la llamada
revolución sexual, tan solo veinticinco años después de que Elias proclamara su
irresistible ascenso y, tras el Verano del Amor 1969, cuando los hijos de la bur-
guesía de San Francisco se dedicaron a hacer de las suyas por las calles, las pre-
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122 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

dicciones del ascetismo congénito de la sociedad civilizada han dejado de ser


mantenidas en serio.
La matriz pomo ha viajado así desde un programa fuerte de relativismo sin
límites hasta la formulación de principios morales y políticos firmes sin dotar-
se de un mapa adecuado. Por un lado, refutación de la objetividad, lectura en
rejilla, la ilegitimidad de todos los poderes; por el otro, liberación del Otro, re-
sistencia a todo cuanto huela a modernidad, nostalgia por el pasado premoder-
no. Elias, como Foucault, han hecho una contribución notable al imaginario
neorromántico de los pomos. El nuestro es un mundo desnortado en una edad
de inocencia perdida e incontrolables abusos de poder. Hubo, sin duda, otro
tiempo en que esto no sucedía. Y si no lo hubo, al menos puede ser imaginado.
Desde los sueños de Passolini sobre las comunidades medievales libres de la
moderna economía afectiva (Decamerón, Cuentos de Canterbury) hasta el Có-
digo Da Vinci (Brown, 2003) con su evocación de un paganismo liberador, pre-
cristiano o prejudío o premonoteísta o pre-lo-que-sea, una parte no insignifican-
te de la cultura de masas refleja esa nostalgia por aquellos tiempos en los que
Arcadia Felix era algo más que una buena marca para un parque temático. La
historia humana está, sin duda, llena de rebeldes que creían tener una causa;
cuando se mira por el retrovisor, empero, uno se pregunta si tuvieron algún
efecto. Eso es lo que debemos explorar a continuación.

Pomos, Pocos, Decos

La segunda mitad del siglo XX fue un tiempo de portentos. Presenció el hundi-


miento de los imperios coloniales de Occidente, incluyendo el soviético; un im-
presionante proceso de descolonización; y el despertar de grandes categorías
sociales que hasta entonces, mal que bien, habían aceptado un estado de subor-
dinación. Las mujeres; las minorías étnicas, culturales y religiosas; gais, lesbia-
nas y transexuales; impedidos e impedidas; inmigrantes: todos ellos y ellas
unieron fuerzas en la lucha contra la discriminación, con éxitos especiales en
las sociedades occidentales.
Como se ha dicho, la matriz pomo ofrecía a todos esos movimientos una
metodología crítica —eso que se ha dado en llamar formas de lectura alternati-
vas o deconstruccionismo—. También proveía un objeto definido para sus crí-
ticas: la modernidad. Pero el blanco era demasiado abstracto. Cuando Foucault
se ponía práctico, hablaba de poder, de represión y otras cosas igualmente vagas
que, a su entender, constreñían a los cuerpos y les hacían aceptar definiciones
socialmente construidas que acababan por frustrar infaliblemente sus mejores
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LA MATRIZ POSMODERNA 123

expectativas. Quién se aprovechaba de ello y hasta qué punto; cómo podían des-
bordarse esos límites; con qué estrategias y qué tácticas; todas esas cosas esta-
ban por responder. Ideas y teorías, sin embargo, necesitan del catalizador de la
práctica para ganar las mentes y los corazones de grupos significativos. Así que
el deconstruccionismo (deco) pasó a ocupar el centro del escenario.
En el pasado, el marxismo había criticado con ferocidad los sistemas polí-
ticos occidentales y, en especial, sus economías capitalistas. Durante casi un
siglo, el marxismo se erigió en la única alternativa sostenible a las ideologías
occidentales dominantes. Tenía una teoría de la historia, una economía políti-
ca y una maquinaria para la ejecución de lo que se suponía ser un orden social
equitativo al que llamaba socialismo. No es coincidencia que algunos de los
primeros esbozos para explicar la sujeción de otras categorías sociales aparte
de la clase obrera echasen mano de conceptos y métodos marxistas. Beauvoir
encontraba equivalencias entre la explotación del proletariado y la de las muje-
res (1949), y otras teorías feministas posteriores iban a explorar un llamado
modo doméstico de producción (Rowbotham, 1973; Rowbotham, Segal y
Wainwright, 1981; Hartsock, 1983). Antes de ellas, algunos escritores negros
americanos habían pasado por una etapa similar. Con diferentes grados de in-
tensidad y de compromiso, W. E. B. DuBois, Langston Hughes y Claude
McKay, entre otros, habían buscado en el marxismo y en el socialismo las he-
rramientas teóricas para explicar el apartheid al que los negros americanos se
veían sometidos en Estados Unidos. Pronto, empero, unos y otras iban a darse
cuenta de que raza, género y clase social no eran colegas fáciles. Pronto empe-
zó a sentirse que el marxismo impedía otra clase de crítica y daba fácilmente
en etnocentrismo y patriarcalismo. La clase obrera industrial era, sobre todo,
un conglomerado de hombres blancos y occidentales que no podía encontrar-
se fácilmente en otras partes del mundo. Los obreros a menudo compartían
pautas de conducta similares a las de los otros machos de la especie. Pronto,
muchos negros americanos se volvieron hacia un nacionalismo étnico radical
y las narrativas feministas iban a llamar a otras teorías en su ayuda (Mitchell,
1974, 1984).
Igualmente puede apreciarse un cambio en la actitud hacia los modelos
occidentales en los teóricos de la descolonización. Muchos marxistas colonia-
les anteriores habían seguido ciegamente la definición leninista del imperialis-
mo como el estadio senil del capitalismo y sus ideas sobre la autodetermina-
ción. La generación siguiente iba a virar en otra dirección. Césaire, Memmi,
Fanon, eran todos coloniales y pronto su radicalismo iba a sustituir las explica-
ciones económicas con otras de raíz cultural. El cambio es claramente aprecia-
ble en Franz Fanon. Su obra teórica más conocida (1968) rebosa de terminolo-
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124 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

gía marxista, pero al tiempo muestra un decidido intento por aportar una base
teórica diferente al proceso de descolonización (1988, 1991).
El mundo colonial, según Fanon, es un ente maniqueo. La colonización
empezó de consuno con la desposesión forzada de la tierra de los nativos, de sus
riquezas y, desde luego, de su herencia cultural, creando dos categorías huma-
nas opuestas, los colonos y los colonizados. Esos dos mundos iban a permane-
cer separados y a ser mutuamente exclusivos mientras existiera el colonialismo.
La asimetría entre los poderes exteriores y las naciones sometidas, empero, no
es un asunto de poder tan solo. Sin duda, los colonos cuentan con el ejército y
la policía para afrontar cualquier amenaza significativa hacia su orden. Pero,
más allá, el colonialismo es un mundo de culturas opuestas. La meta cultural de
los colonizadores es meridiana: privar a los nativos de su humanidad. A ojos de
los colonizadores, las sociedades colonizadas eran un mundo desprovisto de
valores y, por tanto, un mundo devaluado. Un mundo que había de ser destrui-
do y reemplazado por la civilización superior que los colonizadores traían con-
sigo.
La liberación nacional es el polo opuesto a esta estrategia. El orden colo-
nial, brutal y violento desde sus raíces, debe ser sustituido por una fuerza supe-
rior que no debe limitarse tan solo al orden político, sino abarcar el frente cul-
tural. Las colonias liberadas no pueden usar las ideas y las instituciones del anti-
guo poder colonial. La extirpación de sus estructuras culturales alienígenas
debe ser tan minuciosa y detallada como lo fue el ataque colonial a las formas
de vida locales. Incluso cuando presta atención ocasional a los intereses diver-
gentes de las diferentes fracciones del poder colonial, a las tensiones entre los
colonos y sus gobiernos metropolitanos y a la restringida solidaridad de los tra-
bajadores metropolitanos con los de las colonias, Fanon ignora habitualmente
que esas realidades hacían al compacto colonial bastante menos monolítico de
lo que él estaba dispuesto a conceder. Para él, los luchadores anticoloniales de-
bían evitar cualquier apaño o acomodo con los poderes colonizadores y sus cul-
turas, pues representaban una influencia letal para la identidad colonial. Fanon
miraba transido de sospecha a los sectores de los países recién descolonizados
que habían sufrido más directamente la influencia de la metrópoli, pues estaban
más dispuestos a aceptar compromisos políticos o culturales con el antiguo or-
den. Las burguesías nacionales, los intelectuales, incluso los trabajadores ur-
banos nativos, no podían ser objeto de confianza para los movimientos de libe-
ración nacional porque habían sentido de cerca la influencia corruptora de los
poderes extranjeros. En el fondo, Fanon —como Mao, como Pol Pot— solo
confía en los campesinos y sus equivalentes, las masas de parados urbanos,
igualmente inmunes a las trampas de la cultura colonial. Con Fanon, el peligro
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LA MATRIZ POSMODERNA 125

mayor para las nuevas sociedades poscoloniales brotaba menos de las raíces
económicas de la dominación colonial que de su ascendiente cultural.
De esta forma, Fanon se alejaba de las teorías neocoloniales más influyen-
tes en los setenta y ochenta. La escuela de la dependencia adoptaba una pers-
pectiva más ortodoxamente marxista, apuntando especialmente al papel del ter-
cer mundo en el orden económico internacional (Baran, 1957; Baran y Sweezy,
1966), los términos de intercambio entre centro y periferias (Amin, 1973, 1976;
Emmanuel, 1972; Frank, 1975, 1981; Wallerstein, 1974, 1980) o la estabilidad
de la dominación política en la economía mundial (Bettelheim, 1975; Santos,
1991). Sin embargo, la visión de Fanon del colonialismo como una fuerza ma-
yormente cultural que incluye y sobrepasa el campo de la economía estaba lla-
mada a cobrar un nuevo impulso.
Said importó las estructuras conceptuales de Fanon al mundo académico.
Para él (1996, 2000), el largo debate de los intelectuales occidentales sobre la
realidad económica y política del imperialismo «había prestado escasa atención
a lo que yo considero el papel privilegiado de la cultura en la moderna expe-
riencia imperial» (1994: 5). Para mejorar esa situación, Said aboga por la técni-
ca pomo de colmar los silencios del debate mediante lo que él denomina lectu-
ra contrapuntal. No es nada sorprendente que, armado con ella, Said crea que
puede penetrar mejor los debates de los estudiosos occidentales modernos sobre
el mundo no occidental (1994). Sus silencios revelan un imperialismo de la
mente que toma como punto de partida la idea de la superioridad occidental que
él había denunciado en su Orientalismo (1979).

Las ideas, las culturas y las historias no pueden ser seriamente entendidas o estudiadas
sin su forma o, más precisamente, sin sus configuraciones de poder […] La relación
entre Occidente y Oriente es una relación de poder, de dominación, de los grados varia-
bles de una hegemonía compleja (1979: 5).

Las miradas occidentales solo reflejan lo que quieren ver, es decir, los signos de
su superioridad sobre el resto de las culturas. Eso, para Said, no es tan solo o
ante todo la interacción de fuerzas económicas, sino un derivado atributo de la
mentalidad occidental.
Para Said, la superioridad de la Nueva sobre la Vieja Izquierda reside en su
capacidad de detectar los grilletes impuestos por esa cultura. Los investigado-
res economicistas, piensa uno, se veían obligados a llevar a cabo trabajosos es-
tudios basados en hechos para probar sus tesis, fueran estos aportados certera-
mente o no. Said y sus numerosos seguidores enfilan un atajo. Les basta con
probar que este o aquel escritor o esta o aquella escuela cultural es occidental u
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126 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

occidentalizada para condenarla, lo que hace sus tareas indudablemente más


sencillas. Al cabo, Said comparte con Fanon la visión dualista y maniquea de
que la verdadera liberación de las estructuras del pensamiento colonial requie-
re una completa cesura respecto de la totalidad de la cultura occidental y la fun-
dación de otra nueva.
Said muestra una habilidad más bien desenvuelta para encontrar doquiera
que lo desee las maniobras de un Occidente artero que trata de desposeer al res-
to del mundo de su peso cultural. Lo hace, sin duda, al precio de adoptar nocio-
nes escasamente limpias y coherentes. El orientalismo occidental carece de una
historia inteligible y unificada. En diferentes lugares de sus dos libros principa-
les, Said lo refiere al siglo XVI y a los relatos de viajeros posteriores (1979: pas-
sim); al Concilio de Viena, en 1312 (1979: 49-50); a Las Bacantes, de Eurípides
(1979: 56-57); al mismo Homero (1979: 85). A veces, orientalismo se traduce
como el miedo a los conquistadores árabes u otomanos (1979: 58-63; 1994:
111-114); a veces, es un producto de la ignorancia occidental o del desprecio
que esta cultura siente hacia todas las demás (1994: 132-169). Aquí se limita al
imaginario occidental sobre las culturas islámicas (1979: 282-283; 1994: 81);
allá incluye al resto del mundo no occidental (1979: 224-229; 1994: 286-291).
Como el queso crema, el orientalismo es tan extensible que resulta increíble. Lo
que cuenta, al cabo, es que Said no aporta una verdadera explicación del proce-
so. Como el Oriente de sus orientalistas, como las metrópolis de Fanon, su Oc-
cidente carece de diversidad, de conflictos, de subcorrientes, de divisiones. Es
un adefesio mental.
La última parte de Cultura e imperialismo acaba por extraer las consecuen-
cias que Orientalismo se había dejado en el tintero. La nueva cultura que se pro-
pone tiene como misión clausurar de una vez por todas las plantaciones de la
mente. La nueva marca se define como resistencia a toda dominación y viene
con su marketing mix incluido. Ante todo, se presenta como el derecho a consi-
derar la propia cultura como un todo consistente, como una colección de ricas
identidades que espera ser construida. «Las narraciones locales de los esclavos,
las autobiografías espirituales, los recuerdos de cautiverio forman un contra-
punto a las historias monumentales de los poderes occidentales, de sus discur-
sos oficiales y de sus perpectivas panópticas cuasi-científicas» (1994: 215).
De esta suerte, Said no solo reifica las culturas sino que además se priva de
los instrumentos para comprender su diversidad interna. Para él, toda narrativa
cultural es una lucha de poderes y la hegemonía gramsciana desempeña el mis-
mo papel que el poder tenía en Foucault, oscureciendo cualquier diferencia en-
tre Macht y Herrschaft y con las mismas ridículas consecuencias. Por un lado,
aparecen así numerosas razones para leerle contrapuntalmente como Hunt-
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LA MATRIZ POSMODERNA 127

ington vuelto del revés. Las identidades no solo permanecen estancadas e igua-
les a sí mismas a lo largo del tiempo; son también inexplicables y están llama-
das a chocar inexorablemente unas con las otras. Ya se acepte el punto de vista
imperialista (Huntington 1996; 2004), ya el de los coloniales, según Said, el re-
sultado es bien parecido. Ambos comparten un completo desprecio por la comu-
nicación intercultural y una autoafirmación chulesca. Ambos están igualmente
seguros de poder distinguir sin la menor duda el trigo de la paja.
Los estudios poscoloniales (pocos) han empujado las tesis de Said un paso
más allá. Como lo dice uno de sus más conocidos defensores,

poscolonialismo se usa hoy de formas amplias y diversas que incluyen el estudio y aná-
lisis de la conquista territorial europea, las instituciones varias del colonialismo eu-
ropeo, las operaciones discursivas del imperio, los matices de la construcción del suje-
to en el discurso colonial y la resistencia de esos sujetos; además de, lo que es aún más
importante, las respuestas diferenciales a esas incursiones y su legado colonial contem-
poráneo tanto en las naciones y comunidades pre como posindependientes (Ashcroft,
Griffiths y Tiffin, 1988: 197).

Así pues, a diferencia de la escuela de la dependencia, los pocos creen que los
conflictos entre sociedades y naciones tienen raíces mayormente culturales. De
ahí que, a diferencia de los marxistas, piensen que los aspectos económicos
cuentan escasamente en la aparición de los conflictos y que no necesitan ser ob-
jeto primordial para la investigación y para la acción. De ahí que tiendan a igno-
rar los procesos que se desarrollan en la realidad del mundo poscolonial. Para
ellos, la China actual o la del XIX están igualmente presas en la hegemonía occi-
dental. Ya fuera impuesta por los tratados desiguales y la intervención imperia-
lista o por el consumismo de que sus habitantes hacen gala hoy, ambas situacio-
nes reflejan un mismo trasfondo de dominación. ¿Por qué no se molestan los
pocos en averiguar qué es lo que quieren los chinos y por qué? Curiosamente,
en el imaginario poco no hay sitio para ellos, que parecen tan incapaces de en-
tender su actual dominación como sus antepasados lo eran de la incapacidad de
gobernarse a sí mismos que les atribuían los pensadores occidentales. El impe-
rialismo cultural es tan poderoso que acaba por expresarse hasta en la propia
visión poco, pues el poscolonialismo, como se ve, es la versión imperialista
atada por el rabo.
La estructura permanente que subyace en todos los juegos de poder impe-
rialistas resulta muy similar a la descrita por Lacan en sus escritos psicoanalíti-
cos (1966). La construcción de la identidad, según Lacan, requiere desde sus
inicios la presencia del otro (en minúsculas). Ese otro es todo aquello que no es
el yo, todo lo que se encuentra más allá del propio cuerpo, incluyendo su ima-
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128 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

gen en el espejo. El estadio especular abre un abismo entre el yo y el resto del


mundo. La esfera del no-yo triza la indiferenciación inicial del sujeto, sirvien-
do al mismo tiempo como afirmación del yo y como la pérdida del confortable
todo representada por la unión con el cuerpo de la madre. La pérdida de esa to-
talidad unida al deseo de volver al seno materno ya no abandonará nunca al in-
dividuo durante su vida. Sin embargo, hay otro Otro (con mayúsculas esta vez),
al que Lacan denomina el gran Otro. Aunque la descripción lacaniana del Otro
es más bien tortuosa, el otro Otro es una entidad simbólica que reemplaza a la
madre y su Ley del Deseo, al tiempo que encadena al yo a las exigencias del
orden racional. Aunque este otro Otro recibe el nombre de la Ley del Padre, esa
atribución, igual que sucedía con la Madre, no responde a un estar-ahí indivi-
dual o mediado por la historia. Es una posición estructural permanente del In-
consciente entendido al modo de la mente combinatoria de Lévi-Strauss. Los
individuos pueden someterse a esa Ley del Padre o romper con ella, pero a la
postre no hay escapatoria al Nombre del Padre. Todo nuevo orden simbólico
será sustituido por otro igualmente represivo.
Aunque el pesimismo ontológico que traspasa a la noción lacaniana de
identidad no es precisamente reconfortante para su proyecto emancipatorio, los
pocos lo adoptaron con entusiasmo y lo importaron a su campo de investigacio-
nes. La estructuración de la identidad individual no diverge sustancialmente de
la de su contraparte colonial (Bhabha, 1990, 1994; Spivak, 1988, 1999). Los co-
loniales se ven marginados de y separados por un lenguaje imperial que los
otrea o mundea (como en la expresión tercer mundo) y les deniega su culmina-
ción, convirtiéndolos así en súbditos. Los coloniales tienen, pues, las mismas
opciones que los cuerpos. Bien pueden refugiarse en la ley del deseo y dejarse
nutrir por la metrópoli, esa madre imperial; bien pueden comprender que el
orden colonial simboliza la Ley del Padre, es decir, un poder ajeno que puede
ser destronado. Habitualmente, los pocos se mantienen en este estadio especu-
lar, es decir, se limitan a denunciar las imposiciones que, a su juicio, reprodu-
cen la omnipresente dominación imperial y a apuntar cómo se hallan presentes
doquiera que dirijamos la mirada. Un marco similar de razón, deseo y poder ha
sido adoptado por el posfeminismo, la teoría del otro género y otros críticos
pomo de la cultura moderna. Todos ellos estudian la espesura intrincada en que
se mueve la construcción de la identidad individual o colectiva y las combinan
con la situación especial de mujeres, gais y lesbianas dentro de las sociedades
imperiales y de las poscoloniales. Por más que hayan proliferado con rapidez,
esas explicaciones han sido incapaces de evitar una creciente fragmentación de
su campo de hipótesis, reforzada por una jerga abstrusa y una habilidad espe-
cial para encontrar siempre nuevas capas de dominación en las situaciones más
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LA MATRIZ POSMODERNA 129

comunes. Así, la mente posmoderna se pasea cada vez más con los ojos bien
cerrados por un jardín de senderos que se bifurcan y acaba por dar en un manie-
rismo impotente que banaliza la matriz pomo en unos cuantos eslóganes repeti-
dos sin ton ni son.
Al cabo, la matriz pomo se ha endosado una formidable armadura de ilusio-
nes autofabricadas. Empezó con una definición de la realidad que hace desapa-
recer a la historia y a los intereses del paisaje en beneficio de una gramática de
la Mente que se torna incapaz de explicar el cambio. A partir de ahí construye
—o deconstruye— una metodología para seleccionar a su antojo sus hipótesis.
Dejando a un lado la reflexión sobre cómo ese punto de partida se torna rápida-
mente en un argumento circular, lo adopta sin mayor miramiento y se sirve de él
para definir la realidad mejor —así lo suponen sus seguidores— que el método
científico. La realidad se convierte así en un universo de luchas culturales pobla-
do por buenas y malas narrativas definidas según el gusto. De esta forma, lo que
gana en autopersuasión lo pierde en comprensión del mundo externo. A la pos-
tre, la matriz pomo paga un alto precio por su falta de autocontrol. Los hechos
de los que con tanta facilidad como inconsciencia se ha desembarazado retornan
como una realidad descompuesta que no puede explicar ni controlar. Veámoslo
a continuación en sus derivaciones en la investigación turística.
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4. Un investigador accidental
del turismo

El último sociólogo y las tripas del último burócrata

La teoría de Dean MacCannell sobre el turismo y los turistas es lo más pareci-


do a una teoría general en un campo del conocimiento en el que no es fácil
encontrar propuestas ambiciosas. No es, pues, un azar que su trabajo sea usado
con reverencia y profusamente citado. Semejante éxito no implica necesaria-
mente que sea un modelo definitivo que haya de ser adoptado sin mayor esfuer-
zo. De hecho, la visión de MacCannell ha sido el origen de numerosas presun-
ciones que han sido una plaga para esta parcela de investigación durante años.
La reconsideración de su aporte sigue, pues, pendiente.
La obra de MacCannell, como se ha dicho, es una parada recurrente para
cualquier debate sobre la naturaleza del turismo. Sin embargo, como el propio
MacCannell se ha encargado de hacer notar a menudo, El turista no es un libro
sobre turismo. Si algo podría sorprender a MacCannell es que se le considere
como un experto en turismo. En un breve apunte autobiográfico, MacCannell
señalaba que toda su vida profesional ha transcurrido en otros campos (1990b)
o, uno se atrevería a corregir, que se ha dedicado a labrar los diferentes terrenos
de un mismo amo. Pese a su interés inicial por la antropología, parte de su carre-
ra se dedicó a la sociología rural. Sin embargo, tanto una como otra se le hicie-
ron excesivamente estrechas, así que se pasó a la semiología. Según su página
web (MacCannell, 2008), su búsqueda aun cubre otros campos, tales como el
paisajismo, el inconsciente y el futuro de la ciudad.
Para saber cómo encaja el turismo en esta topografía tan impresionante
como intrincada bastará con seguirle la pista en ese apunte. A MacCannell no le
interesa lo que la investigación turística pueda aportar a una teoría general de la
sociedad; por el contrario, lo que busca (y en el momento en que encontró
apoyo en la semiología se ha dedicado a aventar) es una explicación global de
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132 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la modernidad desde distintos puntos de vista específicos. Su obra más conoci-


da se ocupa del turismo, pero MacCannell ha cubierto muchas otras áreas de
estudios culturales: el culto a las estrellas cinematográficas (1987a); la política
(1984; MacCannell y MacCannell, 1993b); la pornografía (1989a); el paisajis-
mo (1992b); el género negro en cine (1993); el urbanismo (1999b, 2005); la
semiótica (1989b; MacCannell y MacCannell, 1982); el mercadeo (2002); el
estructuralismo y el interaccionismo simbólico (1986, 1990a; MacCannell y
MacCannell, 1993a); más El turista (1976 y 1999a) y Empty Meeting Grounds
[Lugares de encuentro vacíos] (1992a), que es una suerte de síntesis de casi
todo lo anterior.
Pero MacCannell apunta más allá del dominio de muchos campos. Pese a
su aparente falta de cohesión, él, como el erizo de Arquíloco, solo quiere saber
acerca de una cosa grande: la textura de la modernidad con todos sus lazos y
sus trampas. Como los trovadores medievales, MacCannell se interesa mucho
más por al Amor que por los amoríos específicos (Rougemont, 1983). El turis-
ta le interesa tan solo porque «es uno de los mejores modelos disponibles del
hombre-moderno-en-general» (1999a: 1).
Las autobiografías no necesariamente muestran la totalidad de la psique de
sus autores, pero, obviamente, apuntan cómo quieren estos ser vistos por los
demás. Si llegáramos a ser tan ingenuos como para dar por buena la bravuco-
nada deconstruccionista de que las obras de arte o las creaciones literarias
muestran por lo que ocultan (o al revés, que lo mismo da), las autobiografías
serían su muestra perfecta. Siempre es interesante preguntarse por lo que sus
autores desean mostrar de sí mismos. MacCannell pintó su autorretrato en una
obra colectiva publicada por la Universidad de California. Allí cuenta varias
historias interesantes sobre los momentos más importantes de su carrera acadé-
mica y su visión de la vida. Para nuestros intereses aquí, lo que importa desta-
car son sus estrategias de investigación.
La suya no es una apuesta para pusilánimes, pues no quiere detenerse sin
hallar una adecuada comprensión de todo el tejido de la sociedad moderna.
MacCannell no trata de proveer nuevas recetas para esta o aquella parcela de la
vida social, como el turismo, que no es más que un aspecto de la experiencia
moderna. MacCannell quiere medirse con los grandes teóricos sociales como
Marx o Lévi-Strauss con diversas paradas en Durkheim, Weber, Goffman y
Foucault. Y, con todo, esto sería poco y limitaría el alcance de su obra de forma
inmerecida. Pues la teoría no es sino el umbral de la acción, y es esta la que
cuenta.
Como lo dice abruptamente en otro lugar, el fundamento de su obra repo-
sa sobre el turismo (entendido como una metáfora de la modernidad en general,
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 133

como se ha dicho) y sobre la revolución, esos «dos polos de la consciencia


moderna: el deseo de entender las cosas tal y como son, por un lado, y el de
transformarlas, por el otro» (1999a: 3). Désele al turista, es decir, al hombre-
moderno-en-general, un agarradero sólido y será capaz de abandonar el laberin-
to en que se encuentra atrapado. Por alguna razón, empero, como el propio
MacCannell se encarga de subrayar, este segundo aspecto tiene que ser aplaza-
do (más sobre esto en adelante). Así que tomemos a MacCannell por su pala-
bra, acompañémosle en su atrevido viaje y decidamos por nosotros mismos si
valía la pena. A la postre, aunque el precio parezca inmoderado, acompañarle
en su odisea es mucho más divertido que leer los fofos rimeros de estudios de
casos que se presentan como investigación turística en las revistas académicas
especializadas.
¿A qué llama MacCannell modernidad? Para él, se trata de un cambio de
período histórico y de una reorganización de la totalidad de la vida social opues-
ta a la sociedad industrial previa, donde el trabajo era el elemento predominan-
te que centraba el resto de los menesteres humanos. En la modernidad, el traba-
jo ha sido sustituido por el ocio. La sociedad industrial tuvo en Marx a su mejor
intérprete, que la vio como un universo de mercancías materiales. Por su lado,
la modernidad ha abandonado ese orden. Las mercancías pueden encontrarse
aún en el mundo de la producción, pero crecientemente se han extendido por el
mundo de la cultura. Producción quiere decir hoy, sobre todo, producción cul-
tural, como cuando decimos «Lagaan (una película de Bollywood que tuvo
gran éxito en 2001) fue una gran superproducción».
Entre ambas eras históricas media un gran abismo. MacCannell lo define
de varias formas pero, en el fondo, todo gira en torno a la propiedad. Las mer-
cancías clásicas pertenecían a individuos concretos, pero la modernidad no
admite tanta latitud.

Una precisa característica de los destinos turísticos, por ejemplo, parajes naturales fa-
mosos, ciudades, culturas, patrimonio, tradición, diferencias étnicas y raciales es que to-
das ellas no son susceptibles de intercambio. Los turistas las visitan, pero no pueden
comprarlas, ni llevárselas a casa, ni revenderlas (2002: 147).

De esta forma, MacCannell muestra lo que se propone investigar —el ocio y las
mercancías culturales o, mejor, el papel social de las mercancías modernas—
con una estrategia doble.
A MacCannell no le arredra hacer algunos pronunciamientos altisonantes
cuando le vienen bien, pero esas dos cosas parecen claramente exageradas. ¿Es
cierto que el trabajo haya tocado a su fin con la llegada de la modernidad? ¿Se
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134 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

convirtió el ocio en la actividad predominante de los 6,7 millardos de personas


que poblaban el planeta en julio de 2008? Sin duda, MacCannell no puede estar
refiriéndose a los millones que disfrutan del ocio forzoso de no tener trabajo; ni
a los trabajadores agrarios de países en desarrollo que cultivan sus campos de
sol a sol; ni a los obreros fabriles de China y del sudeste asiático que trabajan
más de cincuenta horas por semana; ni a aquellos que han renunciado a su dere-
cho a vacaciones pagadas (cuando las tienen) para poder llegar a fin de mes.
Incluso en los países desarrollados, sus noticias sobre la desaparición del
trabajo parecen ser muy exageradas. Entre los países OCDE, los surcoreanos
trabajan 2537 horas por año; los griegos, 2052; los mexicanos, 1883; los italia-
nos, 1800, y los americanos, 1797 (Forbes Magazine, 2008). Eso supone 45,3
horas semanales para los surcoreanos, 39,4 para los griegos, 36,2 para los mexi-
canos, 34,6 para los italianos y 35,5 para los americanos, 52 semanas al año. Si
descontamos las vacaciones pagadas, los fines de semana y las fiestas, la inten-
sidad del trabajo alcanza grandes proporciones, de forma que la presunción de
que el ocio ha sustituido al trabajo como la principal ocupación del hombre-
moderno-en-general parece difícil de sustentar. La idea es tan descabellada que
incluso tildarla de etnocéntrica sería poco apropiado. Si acaso, solo puede apli-
carse a una minoría de personas ricas —esas a las que MacCannell llama nueva
clase ociosa— y poco más. El hombre-moderno-en-general no se cuenta entre
ellas. MacCannell se enorgullece de sus habilidades estadísticas (1990b). Qué
le impidió hacer siquiera cuentas tan sencillas.
¿Han cambiado tanto las mercancías en la edad de las producciones cultu-
rales que ya no puedan ser compradas o vendidas? No hay que discutir que el
ámbito de las producciones culturales, incluyendo las atracciones turísticas, se
ha extendido rápidamente en los últimos ciento cincuenta años. ¿Han perdido
por ello su relación con sus productores y sus propietarios? ¿No están acaso
sujetas a intercambio, habitualmente por una relación monetaria?
Hoy en día es difícil encontrar sobre la faz de la tierra eso que los juristas
romanos clásicos llamaban res nullius (cosas sin dueño). Todo, excepto los
mares y la Antártida, ha sido apropiado. Los Iris de Van Gogh, la Mona Lisa, la
cordillera del Karakorum, hasta la ciudad de Nueva York, pertenecen a perso-
nas o entidades específicas. Los Iris forman parte de la colección propia del
Museo de Arte Moderno de Nueva York, una institución benéfica creada en
1929. Adele Levy le donó el cuadro en 1959. Ella o sus antepasados lo compra-
ron en alguna parte. La cordillera Karakorum se reparte entre Pakistán, India y
China. Cada uno de esos países ejerce su soberanía sobre las áreas que les son
propias de acuerdo con tratados internacionales. Habitualmente, las constitucio-
nes modernas y las leyes nacionales dicen que esas u otras zonas semejantes son
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 135

propiedad del pueblo o de la nación que las tiene en su territorio. La legislación


nacional, por su parte, confía su gestión a determinadas agencias del gobierno.
La Mona Lisa (que, según se dice, fue comprada por cuatrocientos escudos por
Francisco I de Francia en el siglo XVI) ha pertenecido desde entonces a Francia
y se exhibe en el Museo del Louvre a cargo de una entidad estatal. La ciudad
de Nueva York fue fundada en 1613 e incorporada, de acuerdo con la ley del
Estado de Nueva York y la de Estados Unidos, en 1898. Su extensión geográfi-
ca está apropiada en parte por instituciones públicas y en parte por propietarios
urbanos. De esta manera, todo objeto tangible (y muchos intangibles) pertene-
ce hoy a alguien. Si eso es lo que define a las mercancías, la mayor parte de las
cosas que vemos y tocamos son mercancías, lo que incluye a las atracciones
turísticas. Bajo este aspecto, estas últimas no son diferentes de un coche, de una
pieza de seda, de un kilo de carne o de una marca.
¿Por qué entonces no pueden comprarlas y venderlas los turistas? Una
razón sencilla: porque algunas, por razón de su estatus legal, son extra commer-
cium (no transables), como ya lo sabían los juristas romanos clásicos. Sin em-
bargo, esa situación legal puede cambiar y a menudo lo hace. De hecho, esas
cosas cambian de manos. Si son objetos móviles pueden ser confiscados o roba-
dos para ser vendidos una vez que se han trasladado a otra jurisdicción. Pién-
sese en las antigüedades menores de Camboya que uno puede encontrar en las
trastiendas de los anticuarios de Charoeng Krung, en Bangkok. Piénsese en los
nazis. Göring tiene un lugar de honor en la lista de expoliadores históricos.
Arrambló con tantas obras de arte europeas como pudo.
Por más que fueran inmuebles, algunas áreas geográficas y las atracciones
que se encontraban en ellas han sido históricamente transferidas a otra entidad
soberana. Hitler se anexionó Austria, los Sudetes y Checoslovaquia. Él y su
cuate de un tiempo, Stalin, se dividieron Polonia en 1939. Luego de la guerra,
Polonia y otros muchos países reajustaron sus fronteras y algunas atracciones
turísticas encontraron nuevos dueños. Cuando se trata de intangibles —como
una cultura, una religión o una tradición— puede intentarse acabar con ellas eli-
minando a sus practicantes y obliterando cualquier resto de su cultura material.
El Holocausto es el mejor ejemplo de un intento de destruir al judaísmo de una
vez por todas mediante la exterminación de sus seguidores. Se trata, sin duda,
de un ejemplo extremo que, por lo demás, no consiguió su meta, pero muestra
que las producciones culturales y las atracciones turísticas, incluso aquellas que
no son reductibles a intercambio comercial, tienen propietarios.
Por otro lado, muchas atracciones y obras de arte son compradas y vendi-
das. Vender obras de arte y otros objetos de distinción es el objeto social de
compañías como Sotheby’s, Christie’s y otras menores. Cuando un académico
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136 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

acaba un libro, firma un contrato con su editor y el libro será vendido como
cualquier otra mercancía. En 1990, Minuro Isutani, un inversor japonés, com-
pró la Pebble Beach Company, propietaria de campos de golf en el condado de
Monterrey, en California. Los campos eran y todavía son (bajo nuevos dueños)
una atracción famosa para turistas adinerados. Incluso la franquicia Disney pue-
de algún día cambiar de manos.
Es cierto que los turistas no tratan habitualmente de vender o comprar
atracciones turísticas. Como MacCannell lo hace notar a menudo, se contentan
con «experimentar» (sea eso lo que fuere) la atracción. Quieren ver Angkor
Wat, o la nueva Tate Gallery en Londres, o escuchar a Bruce Springsteen en
concierto, o —si pertenecen a la crema— pueden incluso comprarse entradas
para ver Rigoletto en el Metropolitan de Nueva York. Muchos disfrutan de una
mercancía cultural como Some Like it Hot [Con faldas y a lo loco] viéndola
hasta tres veces en un fin de semana, pero eso no significa que la cinta (o, mejor,
el derecho a reproducirla y visionarla) carezca de propietario. The Mirish Com-
pany, que la produjo inicialmente, y sus sucesores legales tienen esos derechos.
La persona que compró el DVD con la película posee esa pieza de montaje y
puede verla sola o en compañía bajo las condiciones del contrato de compra-
venta que firmó al comprarla. Hasta un concierto en vivo que no ha sido graba-
do tiene o tenía dueños —los músicos para sus canciones y su valor, y sus orga-
nizadores para una parte de los beneficios—.
Sin duda, una mayoría de personas no se cuenta bajo esas categorías. Lo
que esperan de una atracción y por lo que habitualmente pagan son tan solo
algunos beneficios de un contrato de servicios (como quiera que estos sean defi-
nidos) por adhesión, y poco más, de la misma forma en que esperan que sus
habitaciones sean hechas por los camareros del hotel en que se hospedan. Así
con la mayoría de los destinos o atracciones turísticos. MacCannell recuerda
que millones de personas visitaron Roma en 1975. «Millones de dólares cam-
biaron de manos en hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos, visitas guiadas,
etc. Roma era la atracción, pero ¿acaso Roma cobraba por el derecho de admi-
sión? No» (1999a: 195). ¿De verdad? Si por Roma entendemos un área geográ-
fica en la que han sucedido determinados acontecimientos históricos, eso es
verdad porque Roma aquí no es nada. Solo un flatus vocis, las vibraciones de
aire que pasan a través de las cuerdas vocales al decir el nombre. Pero si Roma
es el área en que viven miles de romanos, la cosa varía. ¿Acaso no cargó a los
turistas impuestos de ocupación hotelera y otros la municipalidad romana?
¿Acaso no les cobró por aparcar sus coches o por visitar las muchas atracciones
que «Roma» posee? Otrosí puede decirse de los bienes y servicios que, como
reconoce MacCannell, supusieron millones de dólares en tráfico turístico.
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 137

Incluso cuando, como sucede en algunos países europeos, los turistas pue-
den acceder libremente a playas, edificios públicos y museos, no por ello se ven
libres de soportar costes de transacción para «consumir» la experiencia. Los tu-
ristas tienen que pagar por su transporte, aparcamiento, los eventuales servicios
de un guía y demás. No hay invitaciones gratis a La última cena. A diferencia
de lo que sucedía con las estadísticas, MacCannell no se enorgullece de sus co-
nocimientos jurídicos, pero le hubiera sido fácil consultar a algún experto para
entender los detalles de la ley. ¿Por qué no se tomó el trabajo? No es asunto
baladí, pues en realidad este malentendido forma parte del meollo de su inves-
tigación. Si damos por sentado que el ocio sin contrapartidas se ha convertido
en el rasgo principal de la vida social bajo la modernidad, o que las atracciones
no tienen dueño, o que no se paga un precio por disfrutarlas, a MacCannell le
resulta mucho más fácil probar el resto de su argumento.
Otros muchos detalles de su análisis provocan igualmente la sorpresa por
injustificados. Según nos dice, MacCannell llegó a sus conclusiones por medio
de una mezcla de métodos etnográficos. Hizo observación distante o participa-
toria de conductas turísticas; coleccionó y seleccionó noticias y comentarios so-
bre atracciones turísticas, recogiendo las de diversos medios impresos; recons-
truyó un par de guías de París de comienzos del siglo XX (la Anglo-American
Practical Guide to Exhibition Paris: 1900 [Guía práctica anglo-americana a la
exposición de París 1900] y la entonces famosa Paris and Environs with Routes
from London to Paris: Handbook for Travelers [París y sus alrededores con
rutas de Londres a París. Un manual para viajeros], de la serie de guías Bae-
deker). Ninguna de esas técnicas es fácilmente reproducible de forma indepen-
diente. Su explicación: «Cada formato especial de información presupone un
conjunto de métodos y tiene su propia medida de confianza, validez y totalidad»
(MacCannell, 1999a: 135), lo que significa que MacCannell considera que tenía
licencia para decir lo que se le ocurriera. Por ejemplo, que las visitas turísticas
«se hacen habitualmente en pequeños grupos íntimos»; que el consenso sobre
la estructura del mundo moderno creada por el turismo y el ocio masivo es el
consenso más firme y amplio conocido en la historia (1999a: 136-139); que los
turistas a menudo se situaban en lugares de crímenes o milagros históricos no
reconocidos, aunque, bueno, tal vez no todos lo hacen porque eso es solo «una
especie de ideal para ciertos turistas de la clase media-alta» (1999a: 194); que
«los aztecas construyeron el imperio más poderoso no indo-greco-europeo»
(1992a: 54). Al parecer, MacCannell no ha oído nunca hablar de la Sublime
Puerta o del Imperio del Centro. Similares exageraciones pueden encontrarse en
buena parte de su obra. Pocas barreras se interponen entre MacCannell y un ar-
gumento que considera crítico para sus intereses específicos en algún momen-
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138 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

to. Pero incluso estos detalles palidecen cuando se llega al siguiente peldaño
metodológico —un adecuado tratamiento semiótico que supere estos pequeños
resbalones del procesador de textos—.
¿Qué significa la semiótica para MacCannell? Ante todo, una herramienta
que dibuja un mapa para escapar de los caminos desacreditados de las ciencias
sociales —antropología, sociología y, sobre todo, economía—. Este estribillo
que uno encuentra por doquier en su obra le saltó a la vista leyendo las Reglas
del método sociológico de Durkheim:

Al leer «explicar un hecho social por medio de otro hecho social», experimenté el hun-
dimiento de una anticuada forma de ver el mundo y percibí un nuevo cauce para el pen-
samiento y las ideas. Tras esta formulación, pensé, tan solo sería necesario un corto
período de tiempo para poder limpiar los últimos vestigios de la mistificación psicoló-
gica y las excrecencias políticas asociadas con ella en el individualismo burgués
(1990b: 73).

No es, pues, necesario que las ciencias sociales graviten en torno a una visión
deforme de la realidad. Cuando así sucede —y sucede a menudo— se debe a
sus limitaciones metodológicas y, a la postre, a sus lazos de clase. Están sobre-
determinadas por una perspectiva «burguesa» que hace aparecer a las socieda-
des tan solo como una colección de individuos y que especula que son ellos
quienes deben tener precedencia a la hora de entender la interacción social.
En consecuencia, MacCannell carga contra las malas hierbas que han colo-
nizado a las ciencias sociales. Carga contra la planificación urbana:

En breve, cualquier conexión causal que pueda haber entre X e Y carece de relevancia
para la estadística. Así, estadísticamente, tenemos vecinos que son como nosotros en
determinados aspectos socioeconómicos —color de la piel, nivel de renta, estadio vital,
tamaño de sus familias y demás— sin que reparemos en ellos para algo más que un
intercambio cortés de formalidades. Mientras nada altere el equilibrio de la vida en los
vecindarios posmodernos, quienes residen en ellos pueden pretender que las relaciones
estadísticas significativas que se tejen entre ellos son igualmente significativas en el
plano social (1999b: 121; 1992b).

Carga contra el mercadeo porque se alimenta de los instintos narcisistas de


nuestra personalidad (1987a, 1987b, 2002). Carga contra la antropología mo-
derna por haber renunciado a comprender el peso de la dependencia y del atra-
so entre los pueblos del tercer mundo. Carga contra el foco excesivo de la socio-
logía convencional sobre la clase obrera occidental, incluso cuando ha perdido
su peso a la hora de explicar la pobreza, la opresión y la falsa conciencia
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 139

(1990b). Pero, sobre todo, carga contra la economía. Cuando la guerra de Viet-
nam tocó a su fin,

yo también sabía que el Gobierno de Estados Unidos acabaría por vengarse de las uni-
versidades e iniciaría una represión académica que iba a durar por lo menos diez años
o hasta que la coalición formada por intelectuales, científicos sociales occidentales,
pueblos del tercer mundo y grupos domésticos marginales se rompiese […] Yo era in-
cluso capaz de imaginar de antemano la forma precisa que adoptaría esa represión, a
saber, como una redefinición del desarrollo en términos exclusivos de estudios de nego-
cios, de economía y otras materias técnicas, para arrumbar cualquier consideración cul-
tural o socialmente concienciadora seria y ver a estas como obstáculos a derribar
(1990b: 183-184).

La economía de mercado se revelaba así no solo como una estrategia cognosci-


tiva incorrecta, sino también como cómplice del programa de represión acadé-
mica planeado por el Gobierno americano. Si esto parece paranoia, piensa uno,
es porque en realidad lo es. De hecho, quienes en aquellos años vivían en me-
dios académicos más autoritarios que Estados Unidos se hubiesen sentido extre-
madamente contentos de verse reprimidos por una persecución que permitía a
MacCannell y a otros muchos de sus mismas convicciones permanecer como
profesores de por vida sin mayores problemas.
Una oportuna estadía en Francia en los días dorados del Mayo 68 puso a
MacCannell en la pista de lo que habría de ser una nueva especie de sociología,
verdaderamente internacionalista y dispuesta a recuperar las excelentes herra-
mientas inventadas antaño por la antropología y la sociología académica para
analizar los aspectos movedizos de sus fundamentos, aunque luego se les per-
mitiese perder su filo. Las escamas en los ojos de MacCannell se habían ya me-
dio desprendido bajo la influencia de Goffman.

Si seguimos a Goffman hasta la cesura entre expresión y formas sociales, entre causa y
efecto, en un espacio que requiere dejar atrás nuestros egos y descubrir al otro sin la
cadena del determinismo, la sociología se convierte en una rama de la semiótica (1990a:
34, 1992b).

Pero la liberación final de su vista tuvo que esperar hasta el fascinante descu-
brimiento de la obra de Barthes. La semiótica finalmente se revelaba como la
verdadera raíz del nuevo árbol de la ciencia.
La de MacCannell era una forma peculiar de semiótica que nos resulta ya
conocida: esa ciencia general de la comunicación propuesta por Lévi-Strauss
como el gran descubrimiento que iba a transformar las ciencias sociales. El giro
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140 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

que le aporta MacCannell iba a venir por la vía de Barthes. La semiótica tiene
que romper con su jaula teórica para colmar el abismo que de consuno ha ale-
jado a sus seguidores de la práctica. De esta forma, MacCannell pertenece y no
pertenece al molde convencional del estructuralismo francés. Solo aceptará la
semiótica si esta añade la revolución a su programa de investigación. Una vez
que contamos con la clave que permite descifrar toda clase de mitologías, ha
llegado la hora de ahorcar al último sociólogo con las tripas del último burócra-
ta o de quien quiera que sea que impide a la sociedad moderna salir de su esta-
do de postración presente. Con sus palabras,

la deconstrucción nos permite entrar en el reino de la absoluta posibilidad en la teoría,


en la imaginación y, donde quiera que exista, en la vida. Pero todavía es menester una
sociología aliada de la interacción y/o del diálogo para poder entrar en el reino de la
contingencia y del determinismo y, especialmente, en el de la resistencia y las luchas
contra el determinismo (1992a: 3).

Lamentablemente, no parece probable que esa perspectiva tan ilusionante pue-


da ponerse pronto en práctica, así que dejémosla de lado provisionalmente hasta
un estadio posterior de nuestro examen, una vez que hayamos considerado el
resto de su obra y visto cómo ambas cosas podrían articularse.
¿Qué hay en la comunicación que hace a MacCannell y a tantos alentar
tamañas esperanzas? La comunicación es, sin duda, fenómeno humanísimo,
aunque la humanidad lo comparta con muchas otras especies. Pero puede decir-
se que, al menos hasta que haya más evidencia en contra, los humanos la explo-
tan de la forma más rica. El Diccionario la define como «un proceso mediante
el cual se intercambian significados entre individuos dentro de un sistema co-
mún de símbolos (como el lenguaje, los signos y los gestos)» (Merriam Webs-
ter, 2002) o, en breve, como información mediante signos escritos, hablados o
transmitidos por otros medios. Los signos hablados y escritos, además de la gra-
mática, para su uso habitualmente configuran lo que conocemos como un len-
guaje.
Hasta ahora no existe una sola teoría del lenguaje y su papel en la ex-
periencia humana. La escuela estructuralista francesa que tanto enardeció a
MacCannell no se preocupa mucho de sus orígenes. Después de todo, estos no
serían sino piezas de un rompecabezas histórico que distraerían nuestra aten-
ción de lo que verdaderamente importa: la azarosidad de los signos, es decir,
cómo las palabras y las frases que nos ayudan a construir nuestras experiencias
y a darles sentido están desencajadas respecto de sus objetos. El papel en el que
estoy escribiendo se llama sheet en inglés, Blatt en alemán, página en español;
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 141

la forma en que los hablantes de chino organizan sus frases difiere considera-
blemente de la de los franceses. Los signos, pese a ello, son herramientas de
comunicación necesaria gracias a la gramática que los aúna y les hace cobrar
sentido entre sus usuarios. La gramática de todas las gramáticas nos permite
manejar cualquier combinación de signos mientras que, al tiempo, permanece
alejada de los objetos combinados por ella. Se trata de una estructura mental en
la que la historia y la contingencia no se atreverían a pisar. Así se expresa la pri-
mera parte de la teoría de MacCannell, aunque uno tiene la impresión de que su
corazón está en otro sitio, al menos parcialmente.
¿Qué decir de la comunicación prelingüística? ¿Se basa en signos igual-
mente arbitrarios? MacCannell explora el asunto con un estudio de las expre-
siones faciales en la imaginería pornográfica. Antes de aprender a escribir, antes
incluso de dominar sus lenguajes, nuestros antepasados obviamente mantenían
relaciones sexuales. Una vez que se inventó el lenguaje, ellos tuvieron que to-
mar una decisión fundamental: hablar o no al tiempo que hacían el amor. La res-
puesta, como sabemos, fue un enfático no. Desde entonces, la comunicación
verbal entre compañeros sexuales es ya técnicamente carente de sentido, ya
totalmente dependiente de un texto que se nos escapa (MacCannell, 1989b).
Esto parece conectar con la idea de Freud de que nuestros antepasados forma-
ban pequeñas bandas de íntimos que compartían tanto lazos genéticos como
intercambio sexual, sin prestar demasiada atención al tabú del incesto. El inter-
cambio de individuos entre esos grupos debe haber empezado con el vagabun-
deo, el robo de niños y la violación, o como el peregrinar solitario de persona-
lidades mal contentas que trataban de hacerse aceptar en un grupo distinto.
Ninguna de esas formas favorecía el intercambio de palabras. El lenguaje debe
haber comenzado en un estadio posterior, cuando la exogamia se convirtió en
la norma de las alianzas maritales y del comercio, actividades que requieren
complejas negociaciones y, por ende, la presencia de comunicación articulada.
El tabú del incesto se convirtió así en obligatorio para regular los intercambios
sexuales intergrupales.

El sexo en el marco de los primeros matrimonios era similar al sexo con un extraño. El
sexo exogámico es un sacrificio que la gente ofrece a la comunidad del lenguaje y, al
parecer, la humanidad no se ha ajustado nunca a que las relaciones sexuales sean en-
marcadas por el lenguaje (1989b: 158).

El precio de hacer aparecer a Edipo en escena no fue exactamente calderilla. El


sexo preedípico de las hordas primitivas permanece en el sexo posedípico de la
pornografía.
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142 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

«La diferencia elemental entre el plano pornográfico y la vida social de cada día estri-
ba en que la pornografía representa conductas que se hallan específicamente reprimidas
en la conducta pública habitual» (1989b: 158).

La pornografía ofrece así una clave para entender la libertad explosiva del
sexo en las sociedades primitivas y las restricciones que se han impuesto en la
vida de familia desde el Neolítico. Refleja así el trauma sexual que acompañó
a la invención del lenguaje y que expulsó allende los límites de lo aceptable
todas las actividades sexuales que no confirmaban las nuevas normas matri-
moniales.
La conclusión no se hace esperar. La vida social que conocemos «está por
completo organizada en torno a una falsificación impuesta de no-envolvimien-
to» (MacCannell, 1989b: 171). El lenguaje escindió las previas formas auténti-
cas y directas de expresión sexual de nuestras formas «tolerantes» que imponen
múltiples represiones, de los poderes intersubjetivos del habla y de la solidari-
dad basada en la sexualidad, ahora considerada como pornografía.

Todo ello es una respuesta técnicamente reaccionaria a la invención del lenguaje, una
reacción de proporciones masivas que ha conformado todas y cada una de las institu-
ciones sociales y del inconsciente por más de treinta mil años (1989b: 173).

Más o menos, el tiempo desde que la humanidad perdiera su anclaje, que, por
cierto, parece haber aparecido mucho antes de la modernidad, para sufrir todo
lo que pasó tras la desaparición de los cazadores y los recolectores primitivos.
MacCannell aúna así una ambiciosa estrategia de investigación, pero lo
hace a un alto coste. Como veremos, no puede escapar de, por un lado, la cons-
tricción de una ortodoxia estructuralista antihumanista que, al mantener la con-
tingencia a priori de los signos, desposee de sentido a la historia del significa-
do y, por otro, de su determinación de luchar contra la presunta inhumanidad de
la modernidad hasta agotarla. Esta contradicción inunda su visión del desarro-
llo económico y del consumo y, finalmente, le lleva hasta los límites extremos
de la distopia.

Una teoría del desarrollo (turístico)

Como se ha dicho, es fácil caer en falta y pensar que MacCannell se preocupa


sobre todo de entender mejor ese tipo de conducta social al que llamamos turis-
mo. Sin duda, le presta gran atención, pero no se propone limitarse a su estudio.
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 143

Estudiar el turismo, para él, es una forma privilegiada de habérselas con la vida
moderna en general. A su entender, las atracciones llevan al desarrollo turístico
por el ronzal. Una atracción, dice, es la relación entre un sitio y un espectador,
entre una mirada y quien mira, habitualmente un turista. Sitios y turistas conec-
tan entre sí por medio de marcadores o signos que tienen diversas funciones. Si
esto fuera todo, la posición de MacCannell no sería especialmente relevante y
muchos podrían estar de acuerdo con él. Sin embargo, en su obra hay mucho
más y no todo ello permite una digestión igualmente sencilla. Mirar requiere de
una perspectiva y toda perspectiva implica posición. Hallar la propia posición
ha sido —todavía lo es— una tarea complicada para los humanos, así como para
muchos otros miembros del reino animal. Una buena posición es a menudo cru-
cial para la supervivencia y las actividades complejas que la hacen posible. En
el pasado, saber hallar los cazaderos apropiados, cobijo seguro, rutas comercia-
les o militares dio a algunos grupos ventajas comparativas para con otros.
Así sucede aún hoy. Desde un puerto cercano, cuando una tromba aparece
en el horizonte, pasando por el bombardeo inteligente y llegando a los sitios para
construir hoteles (situación, situación, situación que decía el original Mr. Hil-
ton), necesitamos conocer las posiciones mejores. Inicialmente, nuestros ante-
pasados lo hacían de forma poco rigurosa, pero con el tiempo se han desarrolla-
do mejores técnicas. Los polinesios y los vikingos sabían cómo determinar la
latitud, es decir, la posición relativa respecto de un punto fijo, finalmente encon-
trado en el ecuador. Las observaciones del capitán Cook en sus viajes hicieron
posible medir la longitud (la diferencia espacial de un punto en un eje este-oeste
respecto de otro fijo) de forma mucho más correcta que hasta entonces
(Richardson, 2005). En 1884, una conferencia internacional sobre meridianos
acordó hacer de Greenwich, en Inglaterra, ese punto fijo universal y que el día
comenzase llegada la medianoche sobre el meridiano de Greenwich. Desde en-
tonces, cada lugar del planeta ha tenido un marcador determinado en grados,
minutos y segundos de arco respecto de su latitud y su longitud.
Orientarse puede parecer algo simple, pero no lo es necesariamente. Los
marcadores no son siempre fáciles de entender, especialmente cuando se visita
un lugar por primera vez. Pese a su utilidad, si uno es un turista chino que está
solo en Roma y no es demasiado conocedor del alfabeto latino, puede haber en
la ciudad muchos marcadores para el Panteón, pero él aún tendría difícil llegar
a él. No hace muchos años, solo las estaciones de metro del centro de Tokio es-
taban marcadas con caracteres occidentales, de suerte que navegar por el siste-
ma para quienes no conocían la escritura japonesa era una pesadilla. Hoy, con
los sistemas de posicionamiento global, o GPS por sus siglas inglesas, se ha
hecho mucho más fácil encontrar con precisión cualquier lugar de la tierra usan-
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144 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

do marcadores de longitud y latitud. Si uno quiere llegar a la Piazza Navona, en


Roma, no tiene más que introducir sus coordenadas (latitud 41º 53’ 66’’ N; lon-
gitud 12º 28’ 22’’ E) en un navegador y será conducido correctamente a su des-
tino. Cada punto del planeta puede encontrarse adecuadamente.
La necesidad de posicionamiento correcto crea una serie de relaciones en-
tre los turistas y las atracciones. La más obvia, recién descrita, es la de recono-
cimiento —un marcador es un signo de navegación hacia un sitio—. En este
modo de reconocimiento, el marcador pronto cede su lugar a la atracción. El tu-
rista recién llegado descubre objetos que no había visto o experimentado (en el
sentido que Dilthey le daba a Erlebniss), y que solo conocía a través de fotos,
guías turísticas, narrativas de amigos, o el viejo conocedor restaura sus lazos
con ese lugar familiar. A veces, empero, un sitio puede carecer de marcador o
el visitante puede no tener la información necesaria sobre él. MacCannell de
forma un tanto confusa se refiere a esto como intimidad con el sitio, aunque de-
bería ser más apropiadamente descrito como su carencia y el reconocimiento se
torna ignorancia.
Los marcadores, según MacCannell, tienen un segundo estatus. Son tam-
bién signos y símbolos. Cuando uno busca San Francisco en Google Earth, in-
voca el marcador de una localidad situada en la punta norte de la península cali-
forniana de San Francisco. Uno puede encontrar fácilmente sus coordenadas
geográficas si se lo propone. Pero esto no bastaría para entender la atracción. El
condado de San Francisco cubre 46,69 millas cuadradas y, según el Censo ame-
ricano del 2000, 776 733 personas tenían allí su casa. Lo que hace imposible
para una mente humana dar cuenta de lo que les sucede a todas ellas en un de-
terminado momento.
Cuando los turistas dicen que han pasado el verano en San Francisco, dicen
bien si con ello significan que estuvieron un cierto número de días dentro de
esas 46,69 millas cuadradas. Pero si implican que eso les dio un conocimiento
completo de San Francisco, se equivocan. Los turistas pueden pensar que cono-
cen el lugar porque visitaron Fisherman’s Wharf, Chinatown, Union Square,
Haight-Ashbury, Lombard Street o el vecindario de Castro, pero de hecho Fris-
co, como cualquier otra atracción (por ejemplo, la Piazza Navona, que es mu-
cho más pequeña), es inaprehensible como totalidad y nuestros sentidos y men-
tes limitados no pueden apoderarse de ella por completo. Incluso las gentes que
han pasado allí toda su vida no pueden aspirar a ello.
Con sus exigentes presupuestos de tiempo y sus medios financieros limi-
tados, los turistas solo encuentran determinados sitios y experiencias entre los
muchos posibles. Ellos, igual que los habitantes del lugar, tienen que selec-
cionar lo que quieren ver y hacer. De esta forma, la experiencia de San Fran-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 145

cisco diferirá de un turista al siguiente, del mismo modo que difiere para los
locales. San Francisco se convierte así en un símbolo taquigráfico para la rela-
ción entre mi experiencia individual y la totalidad que trato de abarcar con
una mirada necesariamente limitada. Hay tantos San Franciscos como perso-
nas que hayan estado o planeen estar en el lugar. Por eso, los marcadores no
solo ayudan a los turistas a localizar sus atracciones, sino que también simbo-
lizan toda mi experiencia del lugar. De esta forma, San Francisco deviene un
símbolo del conocimiento que obtengo cuando paso algún tiempo allí o para
lo que anticipo cuando aún no lo he visitado. El marcador de la ciudad se con-
vierte en una sinécdoque que me permite organizar y expresar mis pasadas o
futuras estancias en el lugar y compararlas con las de otros, transeúntes o resi-
dentes, vivos o fallecidos.
A partir de ahí, MacCannell pierde crecientemente su relación con los mar-
cadores como señuelos espaciales para destacar su iteración simbólica con el
lugar. Según él, esta relación se presenta bajo muchas formas. Por ejemplo,
cuando alguien convierte a los pósteres de una atracción en parte de su vida per-
sonal, al utilizarlos como decoración interior, se está produciendo una identifi-
cación simbólica positiva con el lugar, incluso aunque su usuario no lo haya
visitado. A veces, los marcadores pueden ser utilizados para desacreditar a la
atracción (por ejemplo, cuando se dice que la Torre Eiffel no es más que un
montón de chatarra o que el Gran Canal de Venecia es un estanque apestoso) y
la identificación se torna negativa. Hay también momentos en los que quienes
participan en un acontecimiento se tornan en marcadores y atracciones ellos
mismos. Los espectadores en el Sambódromo de Río forman parte de la atrac-
ción tanto como las escuelas de samba. Cuando esto sucede, el lugar y el mar-
cador alcanzan el punto más alto de identificación simbólica.
A partir de ahí, MacCannell da rienda suelta a su imaginación. Hasta cier-
to punto, dice, el marcador no solo confirma la atracción, sino que la crea. Una
pequeña piedra no suele atraer la atención de quienes la encuentran en su cami-
no, pero si se exhibe en un museo con una etiqueta que la marca y la separa
como parte de la colección traída de la luna por la tripulación del Apolo 11, el
marcador la hace diferente de otras piedras comunes. En este caso, el marcador
se hace tan importante como el propio objeto. El turista ve algo tan poco inte-
resante como cualquier otro guijarro, pero se le advierte de que este en concre-
to viene directamente de la luna y que merece ser apreciado como tal. «Incluso
cuando hay algo que ver, un turista puede elegir excitarse con el marcador en
lugar de con la atracción» (1999a: 115). Y, con eso, MacCannell salta rápida-
mente a la conclusión de que los marcadores crean la atracción o el signo la mi-
rada. De esta forma, se libra de toda referencia concreta a la geografía o a su
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146 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

historia. Los marcadores, pues, son más que pistas; son símbolos. Un marcador
de San Francisco, a menudo expresado en la taquigrafía de un solo objeto (una
miniatura o un póster de la Golden Gate, por ejemplo), vale por el todo que solo
puedo evocar, sin apoderarme de él. Para MacCannell, esta faceta simbólica de
los marcadores conforma el verdadero acto del mirar turístico.
El análisis semiótico de MacCannell no tiene gran originalidad. Como sig-
nos, sigue él diciendo, los marcadores turísticos tienen su propia gramática o,
mejor, su gramática coincide con la gramática universal de la semiótica estruc-
turalista. Con eso, MacCannell repite lo ya dicho por Saussure, Jakobson,
Peirce, Lévi-Strauss, Foucault y presta especial atención al análisis barthesiano
de los mitos (1957). Para Barthes, un mito es un sistema de comunicación, ya
esté formado por una frase, un escrito, un icono, una danza folclórica, un cua-
dro; en realidad, cualquier creación humana. Los mitos tienen la misma estruc-
tura que el lenguaje, es decir, están hechos de significantes y significados. En
el lenguaje, los significantes son estructuras materiales (sonidos, escritura, ico-
nos y demás) a través de las cuales un sentido o significado se transmite del co-
municador a su audiencia. Significantes y significados están unidos por una
relación arbitraria que, una vez creada y estabilizada, se convierte en su signo
estable. Que un elemento flotante sea llamado ship, bateau, buque o con tàu no
tiene relación con su función o su naturaleza, con el objeto que esas palabras
nombran, pero un oyente familiarizado con la peculiar estructura de sentido del
lenguaje en cuestión puede descifrar fácilmente el mensaje que portan.
Pero en los mitos hay algo más. Ellos toman sus significantes del mundo del
lenguaje pero lo reelaboran en un nuevo material comunicacional que crea otro
símbolo. Según Barthes, al hacerlo así, los mitos interpretan hechos y aconteci-
mientos para sus audiencias utilizando una técnica ideológica. El mito desposee
a las narrativas de sus aristas políticas convirtiendo, según la fórmula barthesia-
na, a la historia en naturaleza, al presente en eternidad. En un mundo definido
por el capitalismo y la hegemonía política de la burguesía, los mitos ayudan a
ocultar que la libertad porta cadenas; que la desigualdad cerca a la igualdad; y
que la fraternidad bien entendida significa autointerés. Mitos como la mano invi-
sible, o la sabiduría de los mercados, o la libertad de elección de los consumido-
res desempeñan a la perfección el papel de explicar el orden presente de las cosas
como un resultado de una naturaleza humana que desconoce el cambio y cierran
la puerta a cualquier agencia activa para reemplazarlos con un nexo más confia-
ble. La sociedad burguesa (sea esto lo que fuere, porque Barthes no deja claro su
significado) necesita ocultar su esencia, pues de otra forma esta podría ser fácil-
mente resistida por aquellos a quienes les da las peores cartas. Símbolos y mitos
nos empujan a aceptar como invariante todo aquello que no puede ser justifica-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 147

do racionalmente. Los mitos son el suplemento de falsa conciencia que la socie-


dad burguesa exige para apartar a la mayoría de sus miembros de sus problemas
fundamentales.
La hipótesis de Barthes deja sin resolver algunos extremos importantes que
parecen no haberle interesado siquiera. El primero se refiere al papel de la his-
toria en la explicación social. Lo limitado de la forma en que se definen los
mitos —como baluartes de la sociedad burguesa— no permite entender su exis-
tencia en otras formas sociales del pasado. ¿Cuáles eran sus funciones en lo que
Polanyi (1957, 1968) llamó economías arcaicas o primitivas y por qué? ¿Perma-
necerán vivas una vez que el capitalismo haya desaparecido? Con un sorpren-
dente desinterés por la naturaleza del mito, Barthes evita la cuestión con una
prosa exuberante y copiosa que ha envejecido prematuramente. Al parecer, es-
peraba firmemente que las llamadas sociedades poscapitalistas, como la Unión
Soviética o la China maoísta, acabarían por dar al traste con el mito. Lamen-
tablemente, murió demasiado pronto para poder ver lo que pasaba con sus espe-
ranzas.
La otra cuestión irresuelta se refiere a su metodología. Barthes tenía total
confianza en que la suya era la única forma correcta de leer e interpretar los
mitos. Eso es sorprendente porque la clase de semiótica que él defendía mala-
mente podía hacer buena esta promesa. Cómo se puede saber qué signos son en
realidad mitopoyéticos mientras otros pueden ser clasificados fuera de esa casi-
lla sin haber definido previamente qué es un mito. En realidad, Barthes se per-
mitía hacerlo basado en su propio y, a menudo, ligero juicio sobre su carácter
burgués o no.
Si tenemos que señalar estas limitaciones de Barthes es porque
MacCannell las acepta sin pestañear, de la cruz a la raya. Su idea de la relación
iterativa entre marcadores, atracciones y cambios en estas últimas en la expe-
riencia turística es poco más que una repetición literal de la semiótica barthe-
siana. Una atracción (la Torre Eiffel, por ejemplo) es un marcador o un símbo-
lo de París así se encuentre en la mente del turista o sea el resultado de una ima-
gen recogida por otros medios. De la intercambiabilidad entre el marcador y la
atracción, poco a poco, MacCannell, en la senda de Barthes, construye la misma
certeza de que, pese a su variabilidad, los marcadores pueden ser interpretados
de una sola manera y solo una, una vez que nos hayamos familiarizado con las
reglas básicas de la mitopoyesis de los mitos, es decir, de la forma en que se
construyen los marcadores. Esa conclusión no está bien fundada. Aunque tam-
bién para ellos sea difícil reducir el mundo exterior a una gramática de signos,
los lingüistas tienen mejores apoyos que Barthes o MacCannell. Como muchos
aspectos de la adquisición y uso del lenguaje permanecen aún sin explicar, los
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148 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

lingüistas pueden así mantener hipótesis contradictorias y la idea de que las que
uno prefiere pueden estar bien asentadas. Olvidando las diferencias entre los
medios finitos de que nos provee el lenguaje (en el sentido de la gramática uni-
versal generativa de Chomsky, 1975) y la expresión de estados mentales y de
asertos sobre el mundo exterior que son potencialmente infinitos en número
(Chomsky, 2002), algunos lingüistas —y muchos deconstruccionistas en su es-
tela— pueden pretender hallar infinitos niveles de sentido en cada signo lin-
güístico y, en cierta medida, en cualquier otro símbolo. En el caso del turismo,
sin embargo, encontrar las pruebas es bastante más complicado. Sabemos más
o menos cómo se generan las atracciones y ese proceso no empieza con una gra-
mática de marcadores y símbolos, antes al contrario.
Ciertamente, el turista necesita marcadores, sean mapas, guías, folletos, o
la ayuda de los llamados antiguamente cicerones. Todos ellos pueden simboli-
zar lo que nos parezca (la estatua neoyorquina de la Libertad puede significar
el país de la libertad o su contrario, hay gustos para todo; Wimbledon puede ser
visto o no como la más alta expresión del tenis), pero todos ellos son, ante todo,
marcadores para atracciones concretas y fines específicos. Los ciudadanos del
barrio de Golders Green, en Londres, pueden desplazarse fácilmente por una
vecindad que conocen, pero a menudo se pierden si tratan de encontrar el All
England Lawn Tennis and Croquet Club, en Wimbledon. Si tienen entradas para
ver un partido de tenis allí, lo que verdaderamente necesitan son marcadores es-
paciales, no reflexionar sobre si Wimbledon es un símbolo de ese juego. Si no
encuentran su camino hacia el Club habrán perdido su platita y su tiempo. Ne-
cesitan un referente posicional, no una discusión de los niveles de simbolismo
que Wimbledon como taquigrafía del tenis puede abrir.
MacCannell puede estar dispuesto a perder contacto con estos elementos
materiales para poder dar brillo a su caso, pero los marcadores nos persiguen con
terquedad. Su uso principal no es el simbólico («Estas son las torres Petronas.
Bienvenido a Malasia»), sino dirigir al turista a los lugares que se propone ver o
disfrutar («Esta de aquí —y no aquella— es la torre Jin Mao de Shanghai. Estás
en el sitio correcto, querida»). Los marcadores, especialmente cuando se trata de
monumentos o paisajes canónicos, pueden tener otras funciones, sin duda. Pue-
den confirmar la distinción del turista mostrando que su parte de capital finan-
ciero o cultural ha hecho posible el viaje («Esto es Taipei 101, uno de los edi-
ficios más altos del mundo. No muchos americanos han estado aquí. Bueno, en
esta panorámica yo soy ese pequeño punto de la derecha»). O pueden servir
como símbolos de mundos imaginados u otros objetos de deseo («Este es un pós-
ter de la Gran Muralla. Algún día iré allí»). Pero los marcadores no pueden crear
atracciones de la nada. Detrás de la excusable roca de la luna está el vuelo his-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 149

tórico del Apolo 11. Eso, y no el marcador, es lo que convierte a esa roca, per-
fectamente igual a otras, en algo diferente y atractivo. Si no hubiera sido porque
Wyatt Earp, sus hermanos y Doc Halliday se pelearon allí a tiros con los
McLaury y los Clanton el 26 de octubre de 1881, el marcador del 326 Allen
Street, en Tombstone, Arizona (el sitio en donde estaba el OK Corral), no atrae-
ría muchos visitantes. Es la más famosa balacera de la historia del Oeste (pun-
tualmente revivida a las dos de la tarde de cada día), y no el marcador, lo que
atrae allí a las multitudes. De no ser por ello, Tombstone sería tan poco intere-
sante como cualquiera otra de las antiguas ciudades mineras de la zona. Los mar-
cadores, pues, se limitan a soportar y anunciar la atracción. Nunca la generarán,
con lo que su suerte es la de ser siempre un segundo violín ontológico.
Su posición subordinada no impide que los marcadores puedan despertar
nuestra imaginación simbólica. Un póster del OK Corral o una visita al lugar
puede desencadenar toda una colección de señales y reflexiones diferentes. Los
vaqueros pueden adoptar muy distintos significados. «Por décadas, los ameri-
canos hemos pintado al hombre a caballo con tantos colores que lo hemos con-
vertido en todo un repertorio de personajes» (Erickson, 1999: 64). Para algunos,
los Earp y Doc Halliday representan el lado oscuro del cumplimiento de la ley,
no especialmente atractivo pero necesario en la doma del salvaje Oeste (An-
derson y Hill, 2004). O, por el contrario, los clanes McLaury y Clanton pueden
ser presentados como empresarios eficientes que tenían escaso respeto por la
letra pequeña de la ley, como tantos otros vaqueros (Wright, 2001). Más allá,
algunos los han presentado como representantes del individualismo propio del
Oeste (Aquila, 1996) o han visto su básica falta de respeto por la ley como un
ejemplo de la violencia desplegada por el hombre blanco contra los indígenas
(Limerick, 1987). En la complaciente plasticidad de la semiótica, todos esos
símbolos y otros muchos disfrutan de una intercambiabilidad de la que carecen
los hechos. Pero el simbolismo no podría fluir si los sitios que denotan los mar-
cadores y las acciones que ocurrieron en ellos no se hubiesen producido. Esos
hechos tienen precedencia sobre sus significados, que, por lo demás, pueden ser
raramente interpretados de una sola forma. Muchos católicos, protestantes, ju-
díos, musulmanes y otros creyentes y no creyentes disfrutan viajando al monas-
terio de El Escorial, erigido por Felipe II de Austria para conmemorar el triun-
fo militar español en San Quintín (1557). Algunos lo verán como un símbolo de
la intolerancia española, mientras que para otros representa una legítima mues-
tra de la defensa de la verdadera fe. Los marcadores para el pueblo de San Lo-
renzo de El Escorial y las opiniones que los turistas se forman acerca de la
atracción no son reductibles los unos a las otras, mucho menos pueden ser pro-
ducidos a voluntad.
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150 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

MacCannell parece haber notado la dificultad y, por ello, busca un camino


para escapar de la rígida condición de que los marcadores generan las atraccio-
nes. Inicialmente, según él, la roca lunar antes mencionada se tornaba inteligi-
ble porque estaba dotada de un marcador. Ahora, los focos se dirigen a otro
lugar. Una vez que ha perdido su primer gambito —que los marcadores pueden
crear las atracciones de forma arbitraria—, MacCannell nos apremia al cons-
tructivismo como segunda opción. Al hacerlo así, canta con una música que se
ha hecho muy popular en los últimos cincuenta años, que toda clase de realidad
(atracciones turísticas inclusive) no es más que una construcción social. Lo que
importa ahora es el consenso establecido entre los etiquetadores (es decir, los
fabricantes de marcadores, no los marcadores mismos) y sus audiencias. La fe-
nomenología cabalga en defensa de la semiótica.
A primera vista, no hay nada que objetar.

El mundo de mi experiencia diaria no es de ninguna manera un mundo privado, sino


que es intersubjetivo desde sus mismos comienzos, un mundo compartido con mis cole-
gas humanos, experimentado e interpretado por Otros; en suma, es un mundo común a
todos nosotros. La situación biográfica única en la que yo me encuentro dentro del
mundo en cualquier momento de mi existencia no es obra mía más que en una peque-
ña parte (Schutz, 1973: 312).

El mundo intersubjetivo deviene posible mediante el uso de lenguajes, gestos,


movimientos expresivos y mociones miméticas (Snell, 1952). El habla y la
escritura, hechas de símbolos lingüísticos, son las formas más eficientes, y por
eso las solemos llamar lenguaje en singular. De hecho, la mayor parte de la co-
municación humana comienza con algún tipo de lenguaje que nos saca de nues-
tra mónada interior. Eso permite compartir experiencias y, por supuesto, apren-
der. Incluso cuando reflexionamos sobre nuestras propias experiencias en el
seno de nuestro propio flujo de conciencia, usualmente hablamos con nosotros
en nuestra lengua materna. El lenguaje es el constructo social originario y, en
este sentido, hablar de constructivismo social es un truismo. El problema no es
ese, sino otro, a saber, cómo se construyen los constructos sociales, valga la re-
dundancia, y, en el caso del turismo, por qué las atracciones suelen establecer-
se de manera similar en muchos grupos humanos.
Por el tiempo en que MacCannell estaba escribiendo su obra más citada,
Alvin Gouldner había puesto en circulación la hipótesis de una sociología de la
sociología (1973). Tras las aparentemente tersas y consistentes teorías de los
sociólogos (y con este sustantivo Gouldner se refiere a todos los científicos so-
ciales), es decir, detrás de sus fórmulas explícitamente enunciadas, hay
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 151

otro conjunto de presunciones no postuladas y no formuladas […] [que] permanecen en


la trastienda del interés de los teóricos […]. Desde el comienzo al fin, estos predicados
no enunciados influyen en la formulación de la teoría y en los investigadores que la
usan (1973: 29).

Con esto, Gouldner ponía en cuarentena la más sagrada de todas las creencias
teóricas: que los resultados de la investigación reflejan los objetos estudia-
dos sin interferencias de los valores o preconceptos propios del investigador.
Gouldner cautamente limitaba sus observaciones a algunos teóricos y escuelas
de pensamiento individualizadas (básicamente lo que él llamaba Funcionalismo
Americano), pero MacCannell no muestra la misma sindéresis.

En un nivel más complejo, el campo de la sociología del conocimiento ha empezado a


entender que las teorías científicas, además de ser reflejos de la realidad empírica, refle-
jan también ellas mismas la estructura de los grupos y clases en los que se originan
(1999a: 118).

Aunque esta formulación suena a marxismo ortodoxo, la referencia genérica a


«grupos» abre la puerta a la inclusión de categorías diferentes de las clases,
como los géneros, la condición étnica, la nacionalidad, la orientación sexual y
demás. Este es un constructivismo extremo que presenta serios problemas. Ini-
cialmente configura el campo de la teoría como un campo de Agramante de
contradicciones que no pueden ser resueltas de forma racional. Todos somos
como los epónimos Humpty-Dumpty que deciden lo que significan las palabras
en cada oportunidad. Pero en el siguiente movimiento MacCannell se contradi-
ce. Finalmente, sí es posible distinguir el grano de la paja. Lo que una mano da,
la otra lo quita.
Esta posición teórica tiene su fundamento. Por mucho que se haya intenta-
do derrotar el impulso de los humanos a rodearse de prejuicios, ninguno de
esos esfuerzos bienintencionados ha sido particularmente exitoso. El objetivis-
mo de buena parte de la filosofía clásica y escolástica era poco más que la acep-
tación ingenua de los datos sensoriales o de la autoridad religiosa. Más cerca
de nosotros, la corriente hegeliana trató infructuosamente de montar una tram-
pa objetivista. En su derecha, el maestro mismo y muchos de sus sucesores se
lo regalaban a las decisiones de las burocracias estatales o, con Mannheim, a
comunidades académicas milagrosamente libres de prejuicios. A la izquierda,
el marxismo, con Lukacs por mascarón de proa, concluía que una vez que el
proletariado se convirtiese en la clase universal, libraría a la humanidad de las
cadenas impuestas por las creencias y las opiniones. Ninguno de esos dos mo-
vimientos logró evitar un fracaso resonante.
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152 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Lamentablemente, no es posible escapar de la ratonera por métodos exclu-


sivamente lógicos. Si todos los puntos de vista están viciados, ¿cómo evitar que
el mío no sea también parcial o subjetivo? Parecería que a la postre toda inves-
tigación teórica y hasta el mismo proceso de conocimiento fueran una vana ilu-
sión, si es que pudiéramos definir lo que «vana» e «ilusión» significan. Tratan-
do en vano de confutar al escéptico, lo mejor que se le ocurrió a un Aristóteles
presa de la frustración fue una respuesta práctica (1952: Libro IV, Sección IV).
¿Por qué los escépticos se empeñan en tomar el camino de Megara (una ciudad
cercana a Atenas) en vez de quedarse en el punto de partida imaginando que lo
están haciendo; por qué se esfuerzan en evitar caer en un pozo si no saben si eso
sería bueno o malo? Recientemente, Nozick ha argumentado algo similar con
una jerga más moderna. Posiblemente, la búsqueda de un mundo objetivo exen-
to de cambios sea solo una quimera. Muchos aspectos del mundo que conoce-
mos tienden a cambiar con el tiempo o con la forma en que los estudiamos con
nuevos métodos. La forma inmediata de habérselas con ese problema consiste
en actuar con nuestras elecciones en la creencia de que, si todo sigue igual, las
estructuras del mundo que nos resulta conocido permanecerán invariables hasta
nueva orden. Esto puede parecer de gran levedad, pero no es caprichoso. «La
evolución proveyó a nuestros antepasados con una capacidad fija (bien ancla-
da) para dar cuenta de algunas clases de variables específicas […] La concien-
cia tiene su papel en la adaptación flexible de la conducta a la circunstancia»
(Nozick, 2001: 179). La conciencia hace así posible que aprendamos conductas
discriminatorias para mejorar las posibilidades de supervivencia individual o
colectiva, evitando, por ejemplo, como lo apuntaba Aristóteles, que caigamos
inopinadamente en un pozo o no dejando a los pequeños jugar en un río infes-
tado de cocodrilos.
La construcción social de las atracciones, pues, aparece como la mejor
opción una vez que se ha dejado sin fundamento la pretensión de objetividad.
Las atracciones reflejan una multiplicidad de intereses y, por tanto, resisten los
intentos de ordenarlas jerárquicamente. Las que el grupo A considera ser las
más importantes, solo tendrán un rango secundario para los grupos B o C. Al
mismo tiempo, parece que en la mayoría de las sociedades se respeta un orden
jerárquico de las mismas que tiende a atribuirles un rango similar. Así sucede
en nuestras culturas modernas. Así sucedía también en otras pasadas diferentes
de la occidental.
¿Cómo resolver esta aparente contradicción que amarga todo intento de
decidir el rango de una atracción y, más ampliamente, de cada una de nuestras
actividades sociales? Aparentemente, la solución —siempre débil y proviso-
ria— requiere una definición aceptable del problema y, al menos, dos condicio-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 153

nes subsiguientes y una regla básica del juego. La regla básica excluye los argu-
mentos circulares. Es básica porque sin ella no puede haber discusión racional
alguna.
El enunciado ampliamente aceptable no puede ser otro que el que hemos
venido discutiendo hasta ahora. Sí, cualquier enunciado que consideremos sa-
grado no es más que un constructo social. Es posible que un determinado indivi-
duo pueda explicar en su mente una o muchas cuestiones mejor que los construc-
tos aceptados socialmente; pero su éxito no tendrá gran trascendencia si se lo
queda consigo y se lleva el secreto a la tumba. Sin comunicación y discusión, no
hay constructos sociales que valgan. Como creía Popper, incluso para las cien-
cias duras, la objetividad no es más que intersubjetividad, es decir, las creencias
de una determinada comunidad científica en un punto del tiempo. Para grupos
menos orientados a la verdad eso significa, más o menos, que el mundo cotidia-
no de la política, el gusto y, por supuesto, la moral se alinea con los constructos
(en tiempos menos ilustrados se las denominaba tendencias) de la opinión públi-
ca. En otras palabras, como sería extremadamente ineficaz replantear todas las
necesidades de la vida en cada mañana, confiamos en constructos que han teni-
do éxito en el pasado. De esta forma, la mayoría de nuestras opiniones o cons-
tructos se basan en la confianza de que el mundo de hoy tendrá por lo general los
mismos contornos que el de ayer, y que podemos seguir adelante con nuestras
ocupaciones dando por sentadas sus leyes básicas tal y como las expresan los
constructos que mayoritariamente consideramos exitosos.
Esta condición inicial no probaría su valor sin la concurrencia de dos con-
diciones adicionales. La primera establece que tenemos que aceptar la existen-
cia de diversos y a menudo contradictorios constructos sociales, aproximacio-
nes teóricas o como quiera que se les llame. Incluso en los mejores momentos,
incluso en las ciencias más rigurosas, por no hablar de las débiles o de las mate-
rias de la vida cotidiana, es muy difícil que un conjunto de constructos sociales
o teoría obtenga aceptación general. Incluso las más altas teorías o constructos
hipotéticos que, con Kuhn, podemos llamar paradigmas son esencialmente pro-
visionales —valen en tanto que pruebas en contrario no los tiren por tierra y
acarreen un cambio de paradigma—. La desafortunada realidad de que no exis-
ten constructos sociales que puedan ser tenidos por universalmente válidos es
difícil de aceptar, pues supone que incluso aquellas creencias que consideramos
más necesarias pueden no ser tenidas por tales por la mayoría. No es una sor-
presa que en el fondo de nuestras mentes se cimbree la tentación de sobrepasar
esa desagradable pluralidad escudando a nuestros constructos en argumentos de
autoridad, ya religiosos, ya profanos o con un solipsismo autosatisfecho. Por
muy heroicos que queramos ser en todos esos planos, no podemos aceptar que
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154 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la puesta entre paréntesis de todo lo que nos parezca inconveniente pueda ser
una respuesta satisfactoria. Algunos constructos sociales tienen más aceptación
que otros con independencia de que nos gusten, posiblemente porque permiten
a una mayoría organizar sus vidas de forma más satisfactoria.
La segunda condición no es menos exigente. Para ser satisfactorios, los
constructos sociales deben superar la carga de la prueba. Ganan aceptación
demostrando que pueden explicar mejor un amplio conjunto de hechos de lo
que lo hacen otros. Sin duda, habrá quien trate de hacer valer contra esta regla
la excepción de que los hechos también son constructos sociales. Pero este es
un argumento circular prohibido por la regla básica del juego. Tanto en las cien-
cias duras y en las más anafóricas y débiles como en la sabiduría cotidiana he-
mos aprendido con el tiempo a juzgar el valor de verdad de las diferentes cla-
ses de prueba.
Bajo estas condiciones podemos ahora tornar al asunto más modesto de las
atracciones. MacCannell se equivoca al pensar que cualquier cosa puede con-
vertirse en una atracción, «incluso las florecillas o las hojas del camino cuando
se le muestran a un niño, incluso un limpiabotas o una cantera» (1999a: 192).
Todas esas humildes cosas pueden ser indudablemente de interés para un niño
o para grupos reducidos; es muy dudoso que puedan convertirse en atracciones
de éxito. Cuando Kramer, uno de los personajes de la serie televisiva Seinfeld
(una comedia de los noventa que gozó de gran éxito), trató de convertirse en un
marcador de sí mismo y vender excursiones a los lugares en los que había pasa-
do su vida, pronto iba a encontrar que la atracción no tenía demasiados compra-
dores. Los pocos turistas a los que consiguió interesar acabaron por quejarse de
que el asunto carecía de interés, de la mala calidad de la comida ofrecida, del
pésimo servicio, de la incompetencia del guía, de su ignorancia de la historia de
Kramer, a pesar de que el guía era el mismo Kramer.
La noción de que cualquier cosa puede convertirse en una atracción se ha
tornado letal para muchos destinos que han visto cómo su dinero y sus esfuer-
zos de mercadeo no han valido de nada. Sin duda, casi todos los destinos tienen
atracciones, pero el revés de la moneda es que muchos otros también las tienen.
No se puede asumir ingenuamente que puesto que todos los destinos tienen
atracciones, los turistas los ven a todos ellos como igualmente merecedores de
un viaje. El resplandor de París, Nueva York o Tokio no se improvisa. Incluso
en las edades clásicas eso ya se sabía. En nuestro tiempo ha habido muchos
intentos de determinar las Nuevas Siete Maravillas del mundo (por ejemplo, los
de la New Open World Corp., USA Today, CNN y hasta la Sociedad Americana
de Ingenieros Civiles), pero las Siete Maravillas no nacieron ayer. La existen-
cia de rangos clasificatorios es un hecho de la vida, no solo bajo la modernidad,
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 155

no solo en Occidente. Ningún esfuerzo aislado, ningún marcador propuesto por


cualquiera podrá crear atracciones de la nada, como parece creerlo MacCannell.
No se trata solo de que las atracciones hayan sido clasificadas en numerosas
culturas; el caso es que esas clasificaciones se parecen mucho unas a otras. Casi
todas confluían en lo mismo que las guías modernas suelen considerar digno de
verse. Herodoto no escribió una guía Lonely Planet, pero su Historia (1987)
recoge una gran cantidad de lo que hoy consideraríamos información antropoló-
gica sobre los países vecinos de Grecia (Egipto, Escitia, Arabia, Libia, Persia y
otros) que podrían convertirse en adversarios, sobre sus costumbres, sus riquezas,
sus centros de poder, su forma de gobierno, sus ciudades; es decir, sobre todo
aquello que el autor considera un repertorio bien organizado de datos que trata de
separar lo sustancial de lo banal. Igual que hacen las guías modernas.
En China, el cambio de siglo entre el IV y el V de la era común fue un tiem-
po de turbulencia política. Tal vez a causa de ello florecieron varios autores de
lo que hoy conocemos como escritos de viaje, muchos de ellos prófugos en
busca de destinos más seguros que el propio. El más conocido resultó ser Fu-
Hsien o Faxian (2005). Junto con un grupo de discípulos, Faxian se marchó de
Chang’an (el Xi’an de hoy) en 399 y mantuvo un largo peregrinaje de quince
años por santuarios y monasterios budistas por la cordillera del Pamir, Cache-
mira, Kabul, el valle del Indo, Sri Lanka o Ceilán y Sumatra, desde donde vol-
vió a Cantón (Guangzhou). En su descripción del viaje destaca lo que cree ser
de mayor interés: los monasterios más importantes y sus actividades, pero tam-
bién encontramos descripciones de ciudades, monumentos, costumbres forá-
neas, lugares de poder y demás. Faxian hizo una considerable contribución a
la construcción social de un mundo extranjero entre muchos chinos cultos,
enseñándoles qué era lo importante en cada una de sus partes.
Ibn Battuta parece estar aún más cerca de la noción de viajero informado
que manejamos hoy. En su descripción de los numerosos viajes que hizo por el
mundo musulmán (1325-1354) no detalla las razones que le llevaron a moverse
tanto. Sabemos que su odisea empezó con una peregrinación o hajj a La Meca,
uno de los cinco deberes de los musulmanes piadosos. Pero no da demasiadas
pistas sobre cómo decidió ir de un destino a otro o por qué eligió algunos luga-
res y monumentos por encima de otros para su memorial. Lo que sabemos de
ello se limita a lo dicho por Ibn Juzayy, a quien dictó sus recuerdos viajeros.
A saber, que

el muy culto y veraz viajero […] conocido como Ibn Battuta […], que viajó por el
ancho mundo y visitó sus ciudades con sumo cuidado y atención y que estudió las dife-
rencias entre naciones y se familiarizó con las costumbres de árabes y extraños, dejó su
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156 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

bastón de peregrino en esta noble metrópoli [Granada (JA)]. Una graciosa orden le
impuso que dictara sus recuerdos de las ciudades que había visto en sus viajes, de los
acontecimientos de interés que guardaba en su memoria y de los gobernantes de esos
países, de sus gentes ilustradas y de los santos piadosos con quienes se había encontra-
do (Ibn Battuta, 1929: 41).

Ibn Battuta siguió esa orden del Califa al pie de la letra y así nos dejó recuerdo
de gran número de ciudades, monumentos, costumbres y tradiciones y apuntes
sobre muchos personajes, es decir, estableció una clasificación de atracciones y
una diferencia entre lo notable y lo insignificante tanto para él como para sus
lectores.
Algo similar a las prescripciones de Francis Bacon para quienes iban a par-
ticipar en un Grand Tour.

Lo que se debe ver y observar [en los viajes por el extranjero] son las cortes de los
príncipes, especialmente cuando dan audiencia a los embajadores; los tribunales de jus-
ticia cuando están en sesión; igualmente con los consistorios eclesiásticos; las iglesias
y monasterios con los monumentos que contienen; las murallas y fortificaciones de ciu-
dades y villas; también sus puertos y ensenadas; sus antigüedades, ruinas, bibliotecas y
universidades con sus cursos y actividades académicas allí donde se celebren; flotas y
barcos; casas y villas de boato y placer cerca de las grandes ciudades; armerías, arsena-
les, almacenes, lonjas, bolsas; ejercicios de destreza cabalística, de esgrima, de entrena-
miento militar y cosas semejantes; los teatros y las personas que los frecuentan; los
tesoros de joyas y ornamentos; gabinetes y exhibiciones de cosas raras; y, en conclu-
sión, todo lo que sea memorable en los lugares visitados; de todo lo cual sus tutores y
sirvientes deberían proporcionarles amplia información. Por lo que se refiere a proce-
siones triunfales, bailes de máscaras, fiestas, bodas, funerales, ejecuciones capitales y
otros espectáculos similares, los viajeros no necesitan dedicar especial atención, aunque
tampoco sea necesario olvidarlos (1951: 21-22).

Ninguno de estos autores, ni otros muchos, distaban demasiado de apuntar


a lo que las guías, escritores de viajes y turistas modernos consideran «merece-
dor de un desplazamiento». La conclusión, pues, parece ser no tanto que las
atracciones sean constructos sociales —lo son—, sino por qué sus constructo-
res comparten similares puntos de vista a la hora de construirlas. MacCannell
dedica el capítulo 3 de su Turista al «ocio alienado», es decir, a las atracciones
que proponen visitas a centros de trabajo (de ahí el remoquete de alienado). Sin
duda que son atracciones, pero lo que cuenta es que tienen un interés mucho
menor para los consumidores que Notre Dame, la Torre Eiffel o el Museo del
Louvre. Todas ellas son constructos sociales en cuanto atracciones, pero no
todas son tan exitosas. Yo podría tratar de hacer pasar por una atracción la resi-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 157

dencia de la Cité Universitaire de París, donde pasé la mayor parte del verano
de 1960, o la calle parisina donde vivía mi novia de entonces, pero es dudoso
que eso pueda interesar a nadie más que a mis familiares o amigos cercanos. Si
es que les interesa.

Una teoría de la demanda (turística)

Para bien o para mal, la contribución de MacCannell a la investigación turísti-


ca ha quedado unida a la noción de autenticidad con un nudo perdurable.
Signifique lo que sea, todo el mundo en este campo sabe que, para él, el primer
motor del turismo es la autenticidad, y muchos han acabado por considerarla
una buena explicación de sus motivaciones. No debe sorprender, pues, que el
concepto haya recibido muchas manos de pintura que a menudo lo hacen irre-
conocible o lo usan de forma contradictoria. Pero sí es una sorpresa que Cohen
(2007) tenga razón cuando duda de que bucear en las profundidades de la auten-
ticidad fuera nunca la verdadera intención de MacCannell.
Una lectura atenta de El turista hace razonable la opinión de Cohen. En su
capítulo 5, titulado «Autenticidad escenificada», MacCannell toma el concepto
por sabido, es decir, no muestra urgencia en definirlo. Tras otra rápida mirada
para separar al Hombre Industrial (cuyos lazos de unión con el mundo eran
sobre todo el trabajo y el lugar) del Hombre Moderno (que ha perdido su rela-
ción con el trabajo al hacerse «ocioso» e interesarse más en la «vida real» de
los demás), MacCannell continúa sin mayores explicaciones su intento de mos-
trar que el interés del turista por penetrar hasta el último reducto de las atrac-
ciones, es decir, por darse de bruces con su autenticidad, se convierte en un
sueño imposible y, para entender esta condición, se vuelve hacia Goffman.
Uno de los fundamentos del análisis de la dramaturgia del ego en Goffman
se refiere a la separación entre el frente y la trastienda en la vida cotidiana.
Mientras que individuos e instituciones sociales (incluyendo a las atracciones
turísticas) permiten a los demás observar determinadas áreas de su vida, cierran
cuidadosamente otras de la inquisición pública. De esta forma podemos decir
que toda realidad social, empezando por el modo en que nos presentamos a los
otros, requiere un cierto grado de mistificación. La búsqueda de autenticidad
engendra ocultación. ¿Es esta situación tan solo una cuestión de grado, de for-
ma que resulte posible distinguir a una de la otra y nos permita saber con cier-
ta seguridad cómo se mezclan en cada situación concreta? ¿O se trata de otro
nombre para una herida jungiana que nunca curará? ¿Es la mistificación un ras-
go estructural de nuestra psique y de los condicionamientos sociales en que se
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158 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

mueve nuestra vida o admite tan solo un cierto grado de simulación que puede
ser investigado y explicado?
La existencia de un frente y una trastienda crea toda clase de conflictos en
nuestras relaciones con los demás. Tanto para Ego como para Alter es difícil sa-
ber dónde están esos límites; cuánto de la trastienda se deja en realidad ver; qué
clase de imagen queremos proyectar y para quién; o cómo contener el deseo aje-
no de entrar hasta el fondo de nuestra personalidad. El allanamiento se presen-
ta como una constante amenaza para el ego, al tiempo que empuja la insaciable
voluntad de saber del otro. Las regiones traseras incitan a la curiosidad y los se-
cretos que supuestamente celan aumentan la curiosidad de los observadores. De
esta manera, nos separan de los demás. Al otro extremo, cuando por alguna ra-
zón el muro de la trastienda se viene abajo o, al menos, se hace permeable, esa
apertura crea un excitante sentimiento de fusión que empuja a las partes a gra-
dos inexplorados de intimidad. Frente y trasera pueden también fundirse. ¿Po-
dría, pues, su división ser sanada por una completa reconciliación? Como vere-
mos, MacCannell tropieza y balbucea hasta que finalmente decide que podemos
escapar de ese sino.
A primera vista, la reconciliación parece ser posible. Por cierto, no todos
los turistas muestran el mismo interés, pero muchos tratarán de encontrar lo
que creen oculto, tratando de penetrar en la trasera de la vida local tal y como
realmente se vive esta por sus habitantes. Estos son los turistas que atraen a
MacCannell, pues tratan de alcanzar «una experiencia cuasi-auténtica» que les
permita recobrar la excitación primaria del descubrimiento. Pero, más de cerca,
esa reconciliación no es más que una ilusión pasajera.

La conciencia del turista está motivada por el deseo de experiencias auténticas, y el


turista llega a pensar que se mueve en esa dirección, pero a menudo resulta muy difícil
saber si la experiencia es verdaderamente auténtica. Siempre es posible que lo que se
toma por una entrada a la región trasera no sea sino otra entrada hacia uno de los fren-
tes, totalmente escenificada previamente a la visita turística (1999a: 101).

No hay, pues, seguridad de saber que estamos en lo cierto y el turista de


MacCannell se encuentra en la misma desesperada posición que el lector de
Belleza y tristeza, una novela de Kawabata, el escritor japonés y premio Nobel,
que puede servir para ilustrar este punto. Vamos a resumirla con cierto detalle.
Cuando le encontramos por vez primera, Oki Toshio, un escritor de Ka-
makura ya entrado en años, se dispone a partir hacia Kioto para escuchar el cari-
llón del Año Nuevo. Al menos, eso fue lo que dijo en casa, aunque de hecho en
la trasera de su mente se mueve algo distinto. Posiblemente, allí se encuentre de
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 159

nuevo con Otoko, su antigua amante. Otoko tenía dieciséis años cuando dio a
luz a su hija, una niña que murió después del parto. En aquellos tiempos, hace
veinticuatro años, Oki tenía treinta, quince más que Otoko, y estaba casado y
era padre de un hijo. La hija de Otoko quizá hubiera sobrevivido si Oki la hu-
biese llevado a un hospital mejor para el parto, pero decidió no hacerlo, aunque
tenía dinero suficiente.
Luego del incidente, Otoko trató de cometer suicidio y Oki se apresuró a
su lado, pero rechazó la sugerencia de la madre de Otoko, que le invitaba a que
se casase con ella. Cuando Otoko estuvo repuesta, Oki volvió con su mujer.
Otoko, actualmente una pintora de creciente éxito, vive en el recinto de un tem-
plo de Kioto compartiendo su apartamento del jardín con Keiko, una joven ar-
tista y, pronto lo sabremos, su amante. Al llegar a Kioto, Oki las invita a escu-
char con él el carillón de Año Nuevo. Cuando se dispone a tomar el tren de vuel-
ta a casa al día siguiente, todavía confía en que Otoko vaya a la estación para
decirle adiós, pero es Keiko quien se presenta en su lugar. De Keiko, aún en-
vuelta su belleza en el mismo kimono de la noche anterior y que Oki tanto había
ensalzado, efluye una pérfida fascinación. Pocos días después, Keiko se dejaría
caer por case de Oki, en Kamakura, llevando dos de sus pinturas como regalo.
Como Oki no estaba en casa, se limitó a dejarlas allí y se marchó a la estación
acompañada de Taichiro, el hijo de Oki. A Taichiro le llevó mucho tiempo vol-
ver a casa. La había acompañado en su visita a la ciudad, dijo.
De vuelta a Kioto, Keiko confía a Otoko que quiere tomar venganza en su
nombre. Tiene un plan: seducirá al padre. O al hijo. O a ambos. Quiere destrozar
esa familia. Es un plan muy enrevesado pues, según dice, no le importa tanto dañar
a Oki como castigar a Otoko por el amor que siente por él. Tras de tanto sufrimien-
to, tras tantas penas de años, Otoko aún parece incapaz de apartarse de él.
Poco después, Keiko visita inesperadamente a Oki y, siguiendo su plan, le
seduce. «Parece tener experiencia en hacer el amor», piensa él cuando ella le
prohíbe tocar su pecho izquierdo. Luego, en medio de su abrazo, oye a Keiko
llamar, como con un lamento: «Otoko, Otoko». Cuando su ardor se desembra-
vece, Keiko le empuja a un lado.
Cuando Keiko le cuenta esta historia, Otoko se estremece como hendida
por un rayo. ¿Acaso habrá Oki despertado en su amante los sentimientos que
ella tuvo un día por él, esos mismos que aún se guarecen en su pecho? Ahora es
Otoko quien siente celos; celos que también se sienten al otro lado de la trama.
Recordando su noche con Keiko, Oki repentinamente se ve asaltado por el
miedo —Taichiro no debe nunca acercarse a ella—.
Demasiado tarde. Taichiro acaba de tomar un vuelo a Kioto. Tiene un tra-
bajo que hacer allí, pero también es cierto que desde que la conoció en Kama-
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160 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

kura ha estado en contacto con Keiko, que le espera ahora en el aeropuerto.


Desde su llegada, Keiko toma el mando, haciéndole plegar sus planes a los de
ella y sugiriéndole alquilar un barco a motor en el cercano lago Biwa al día
siguiente. Una vez instalados en una casa de té junto al río, el lector sabrá que
ninguno de los dos ha advertido a sus padres ni a Otoko de su relación. Cuando
su charla finalmente se detiene en ella, Keiko habla de su sed de venganza con-
tra Oki porque Otoko aún sigue amándole. Y si se trata de venganza, dice, nada
podría mejorar el hacer caer en su red al propio hijo de Oki, ¿no? Pero, apunta,
tal vez lo que le pasa es que se está enamorando de él, de Taichiro.
Esa noche, Otoko oye a Keiko volver a casa de madrugada. Cuando se en-
cuentra con ella al día siguiente, Keiko deja caer que va a volver a encontrarse
con Taichiro más tarde y no ceja aunque Otoko la anima a dejarlo. Si vas, le dice
Otoko, «no vuelvas a casa», pero Keiko se marcha sin siquiera probar el des-
ayuno. La muchacha decía que odiaba a los hombres, recuerda Otoko, pero era
mentira.
De nuevo en la casa de té, Keiko dice a Taichiro que le parece como si una
etapa de su vida hubiera llegado a su fin. «No es así; acaba de empezar», res-
ponde él. Más tarde, en un taxi, los dos se van a visitar el antiguo panteón Sane-
taka, que era la excusa inicial de Taichiro para justificar su viaje a Kioto, pues
su especialidad académica es la literatura medieval japonesa. En los bosques
apartados que rodean el monumento, ella avanza poco a poco su trabajo de
seducción. Pero mientras le acaricia el pecho derecho, algo le hace pensar a
Taichiro que no es la primera vez que la haya tocado un hombre. Luego se van
a un restaurante y después Keiko le invita a un hotel a orillas del lago Biwa. «Es
estremecedor ver a una mujer entregarse por completo», le susurra al oído al
entrar en la habitación que ella había reservado con anterioridad. Mientras él se
cambia para ir a nadar al lago, Keiko telefonea a su madre y le hace venir al
teléfono para que confirme que están juntos. En la breve conversación, su ma-
dre informa a Taichiro de su sospecha de que Keiko ha tenido una aventura con
su padre y le pide que no se deje engatusar. Si no vuelve inmediatamente a casa,
ella y su padre volarán para traerlo de Kioto.
Pero Taichiro no se deja convencer. Quiere saber. ¿Sedujo Keiko a su pa-
dre?, le pide que le explique. Y ella responde con otra pregunta («¿Te he sedu-
cido yo acaso? ¿Te he seducido yo?»), al tiempo que rompe en sollozos. En su
agitación, la hombrera de su traje de baño blanco resbala bajo la mano de Tai-
chiro. Su pecho izquierdo queda al descubierto mientras él comienza a besarlo.
Tiempo después, ambos se van a dar el paseo en barca por el lago.
En el último capítulo de la historia, Otoko y el matrimonio Oki llegan por
separado a un hospital. Les han llamado como consecuencia de un accidente en
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 161

el lago. Taichiro está desaparecido, pero Keiko ha sido rescatada y está ahora
en la cama bajo los efectos de un sedante. Con Otoko a su lado, sus ojos se lle-
nan de lágrimas cuando despierta.
Unas pocas y torpes palabras malamente sustituirían el hechizo de la prosa
de Kawabata, pero permiten seguir la discusión de la forma inicial en que
MacCannell entiende la relación entre frente y trasera. Uno podría pensar que
la dificultad en saber quién de entre los personajes principales permite a su tra-
sera alinearse con su frente brota de los sutiles juegos de Kawabata con el lec-
tor, pero la cosa parece tener más enjundia.
Tomemos a Keiko, que parece ser el caso más fácil. Keiko impulsa su pér-
fido plan con seria determinación, pero no lo puede llevar a cabo sin una buena
dosis de engaño, de la que ni siquiera ella misma se libra. ¿Engaña a Oki cuan-
do le hace creer que ha sido él quien la ha seducido, cuando en realidad es su
previsible ego machista el que muerde el cebo hasta las heces? ¿Engaña a Tai-
chiro con una relación no menos turbia? ¿Miente cuando le dice que solo le que-
ría para vengarse del amor perdurable de Otoko por Oki o cuando le confiesa
que ha roto con ella para darse a él «por completo»? ¿Por qué demonios le deja
tocar ese pecho izquierdo que había sustraído a las caricias de su padre? Su
insistencia para dar un paseo en barco de motor por el lago Biwa a sabiendas de
que Taichiro nunca ha pilotado uno, ¿es una astucia o solo un capricho del des-
tino? También engaña a Otoko. «Nunca he querido ocultarte nada. Nunca voy
a guardar secretos contigo», le dijo al comienzo de su historia, pero es la misma
Keiko que le esconde su relación con Taichiro. Puede que hasta se engañe a sí
misma. Cuando la novela se cierra, ¿brillan las lágrimas en sus ojos con la belle-
za de su venganza recién cumplida o con la tristeza de haber perdido a Taichiro?
Nunca lo sabremos.
¿Qué decir de Otoko? El suyo es el papel de la parte afrentada, de la vícti-
ma que no cesa de serlo; pero ¿está ella libre de duplicidad? Mandar a Keiko a
despedir en su nombre a Oki al volver a Kamakura, ¿fue un puro azar o una
maniobra bien calculada; una señal para Oki de que su imperecedero amor por
él no se pararía siquiera ante permitirle que poseyese a su amante? ¿O estaba
con ello marcándole a Keiko la presa a batir? Como Kawabata traduce la vida
al arte tan bien, es muy posible que Otoko o Keiko se vieran en dificultades a
la hora de elucidar sus motivos reales. Los lectores tampoco pueden ir más allá.
Todo lo cual parece reforzar la posición inicial de MacCannell. Autenticidad y
mistificación, con la expresión china, se necesitan como los dientes y los labios.
Pero, en este punto, la hidra apunta una nueva cabeza. Si la autenticidad, esce-
nificada o genuina, no puede alcanzar la esperada transparencia estructural,
entonces se convierte en un oxímoron o, al menos, en un jeroglífico. No hay en
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162 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ella ningún valor de verdad. La autenticidad no sería otra cosa que una intui-
ción, un sentimiento que no es solo difícil de interpretar; sería también un espe-
jismo ontológico. Tan pronto como empieza a realizar su proyecto de apoderar-
se de ella, de repente el hombre-moderno-en-general percibe que la verdad no
es más que una mezcolanza de experiencias dispares o, con una jerga más téc-
nica, que la autenticidad solo puede ser existencial y mutable. De esta forma, la
primera noción de autenticidad se torna en un remedo de la confianza. Solo po-
dremos alcanzarla bien confiando en nuestra propias e intransferibles experien-
cias o en las que nos narran otros con su palabra —un sello de garantía que se
presenta bajo demasiadas formas, a menudo hasta contradictorias, como para
satisfacer la mente inquisitiva de MacCannell—.
Esa puede ser la razón de que, tras haber tocado fondo, uno siente que
MacCannell necesita rebajar la exigencia de la prueba para que su noción de
autenticidad pueda pasarla. ¿No será posible que autenticidad y mistificación se
relacionen de otra manera, de una forma que no sea exclusivamente estructural;
será tal vez la suya una relación que fluye en el tiempo y, así, se refiera tan solo
a condiciones de conducta modernas que son diferentes de las que se daban en
el pasado y de las que pueden darse en el futuro?

Los primitivos que viven su vida totalmente expuestos a sus «otros significativos» no
experimentan ansiedad por la autenticidad de sus vidas […] Su opuesto —un sentido
debilitado de la realidad— aparece con la diferenciación de la sociedad entre frente y
trasera. Una vez establecida esta división ya no puede volverse al estado de naturaleza.
La propia autenticidad se mueve para revestirse de mistificación (1999a: 93).

En buena hora, porque MacCannell necesitaba de esta excepción a gritos.


La existencia de autenticidad desprovista de mistificación, aun confinada a un
pasado neblinoso, le ofrece una doble salida del callejón en que se había meti-
do. Primero, porque le proporciona una vara de medir muy necesaria para com-
prender hasta qué punto un espacio turístico se halla escenificado. Como por
ensalmo, ahora se siente capaz de catalogar una limitada fenomenología de au-
tenticidades basada en la latitud que se da a los turistas para penetrar, y hasta
dónde, en ese espacio desde los meros frontispicios hasta el intrigante Estadio
Seis, en donde concede que el turista pueda alcanzar las regiones de atrás de las
que hablaba Goffman. Entre medias se encuentra otra serie de situaciones que
alternan entre regiones traseras limitadamente abiertas a los turistas y escena-
rios que se han planificado para parecer regiones traseras de verdad. Mostrar las
transiciones eventuales entre esos veneros se ha convertido en el pasatiempo tri-
vial de una industria académica manierista crecida al calor de la autenticidad.
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 163

En segundo lugar, la nueva definición de autenticidad le sirve a


MacCannell de gradiente que apunta al punto de mayor concentración. Desde
unos modestos orígenes en el Neolítico, la autenticidad escenificada ha alcan-
zado su cima más alta bajo la modernidad. ¿Estamos aquí ante un eco de Nor-
bert Elias, es decir, ante la convicción ejemplar de que cuanto más crece la civi-
lización occidental tanto más miserables se tornan las vidas de las gentes a las
que sofoca? Hasta cierto punto —y esto es algo que ocurría en el mundo cre-
cientemente represivo de Elias—, MacCannell quiere permitirse la audacia de
la esperanza. Lo que el hombre ha creado, el hombre lo puede cambiar. Pero a
esto se volverá más tarde.
En esta progresión teórica aparecen una serie de transiciones no bien expli-
cadas. Uno se pregunta cómo ha podido llegar MacCannell a saber que sus pri-
mitivos genéricos habían llegado a su estado de felicidad. ¿En qué consistía eso
de exponerse totalmente a los demás? ¿En el hecho de que vivían en pequeños
grupos y se veían cara a cara con sus colegas más a menudo que la gente moder-
na? Si así fuera, esa autenticidad que se les postula no sería otra cosa que mayor
visibilidad, pero por sí solo nuestro sentido de la vista tiene que contentarse con
lo que sucede en la superficie. Podemos ver a los otros, pero su esencia autén-
tica, sea esta lo que fuere, puede permanecer opaca a nuestra mirada.
Tomemos un ejemplo más cercano que los borrosos primitivos de
MacCannell. El cotilla del duque de Saint-Simon nos ha familiarizado con los
ritos de la corte de Luis XIV. Aquí y allá se refiere a lo rígido de su etiqueta y
da muchos detalles de cómo las actividades del rey se organizaban de acuerdo
con un protocolo estricto (2001). Uno de los rituales que aún hoy despierta la
fantasía del lector es el de la toilette du roi, el ceremonial de preparar al rey para
la vida diaria. Según Saint-Simon, participar en la ceremonia constituía un gran
honor para aquellos que estaban autorizados para seguir su liturgia.
El primer gentilhombre despertaba al rey a las ocho de la mañana. Una vez
que las puertas del dormitorio real se abrían, un paje daba entrada a los invita-
dos. Estos iban entrando en oleadas sucesivas (les entrées) y solo a los más alle-
gados al rey se les permitía seguir todo el ceremonial. El círculo de los íntimos
podía entrar por una puerta trasera, siempre que el rey no estuviera reunido en
consejo, y podía permanecer en el dormitorio cuando el rey oía misa y hasta
cuando estaba postrado (Elias, 1998). Quienes lo tenían permitido podían asis-
tir a cada una de las etapas del ritual, que incluían ver cómo le lavaban, afeita-
ban y vestían; acompañarle durante la misa; verle comer su primera colación
del día y hasta observar cuando hacía de vientre. Parece difícil poder encontrar
una inmersión mayor en la trastienda de nadie. Todo lo que sucedía era visible
para los invitados.
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164 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Visible sí, pero no necesariamente transparente. Cuando el rey miraba a sus


cortesanos, muchos ignoraban si habían bajado o subido en la escala de la real
gracia; a otros muchos no se les permitía participar en los más importantes
asuntos reales, como las reuniones de su consejo; y, por supuesto, la mayoría no
acompañaba al rey cuando se encontraba con alguna de sus amantes. Tal vez
muchos se imaginaban que podían así seguir al rey hasta en sus más íntimas ac-
tividades, pero la ilusión era solo suya. La verdadera transparencia o autentici-
dad permanece más allá del poder de los humanos y la omnisciencia solo se pre-
dica de algunos entes preternaturales, no de los simples mortales. Así hubieran
obtenido los cortesanos acceso completo a sus respectivas traseras por gracia de
uno de esos benévolos entes, tampoco hubieran alcanzado con ello una comple-
ta exposición a los demás. Las órdenes menores de la corte y el pueblo francés
en general hubieran continuado aún fuera del círculo de los enterados. Es difí-
cil comprender cómo los primitivos de MacCannell hubieran podido librarse de
esa desagradable composición de lugar.
Esta reflexión otorga una medida de tranquilidad al lector porque el sueño
de MacCannell sobre la transparencia/autenticidad es inquietante. De hecho,
supone que en su búsqueda de la autenticidad el turista y el-hombre-moderno-
en-general tienen derecho a meterse en la trasera de cualquiera o, lo que es lo
mismo, que la inexistencia de vida privada haya de ser condición necesaria de
las relaciones sociales auténticas. Su confusión entre transparencia y visibilidad
crea un legítimo sentimiento de ansiedad por lo que tiene de totalitario.
El deseo de acceder sin trabas a la trasera de todo quisque que se cruce en
nuestro camino es sospechoso. La erosión de la privacidad es propia de las so-
ciedades totalitarias. El irreprimible panóptico que atormenta a tantas almas be-
llas a lo Foucault, cuando se trata de algo más que de un pasatiempo para ali-
viar el aburrimiento de los clubes académicos, no puede ser impuesto en las
sociedades democráticas. Nadie tiene derecho de acceso a más espacio de la tra-
sera que el que su contraparte quiera darle. En segundo y no menos importante
lugar, incluso en las sociedades totalitarias resulta muy difícil penetrar en la
intimidad de los otros. Hay muchos ejemplos de individuos que no consintieron
en ver su privacidad violada incluso bajo los más terribles tormentos, y son
ellos y ellas quienes confirman el valor de que un grado de incertidumbre acom-
pañe siempre a los intercambios sociales.
Por consiguiente, el truco de la excepción con la que MacCannell disfraza
a sus primitivos no le ayuda a escapar fácilmente del laberinto en el que se ha
metido con lo de la autenticidad. Quiere hacernos tragar que toda autenticidad
está trufada de un cierto grado de mistificación y, al tiempo, que ese pecado ori-
ginal puede lavarse si nos dotamos de la necesaria perspectiva histórica. Auten-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 165

ticidad y mistificación se convierten así en siameses unidos por la cadera de los


elementos estructurales de todas las sociedades y, a la vez, ausentes en otras.
Pero la única evidencia que aporta para defender su gambito —menos amable-
mente, Popper le hubiera acusado de razonamiento ad hoc— se reduce a la
leyenda urbana del buen salvaje, tan popular entre las clases de tropa de los sec-
tores más crédulos de la cofradía antropológica como desprovista de fundamen-
to (Barley, 1984, 1986).
Entonces, por qué estoy manteniendo que MacCannell quiere permitirse la
audacia de la esperanza. Como Sigfrido el Welsungo, todos los buenos román-
ticos creen que siempre habrá una forma de recomponer a Notung, la espada
rota que ultimará al dragón y despertará a la Valquiria a una nueva vida.

Una teoría general de la modernidad (turística)

Resumamos el argumento hasta ahora. MacCannell es un investigador acciden-


tal del turismo. Aunque su obra más conocida y citada se ocupa de este tipo de
conducta social, el autor solo se interesa por ella en cuanto que el turista es la
mejor metáfora del hombre-moderno-en-general. Todo lo que podamos decir de
los turistas se le puede aplicar también a él. Para entender al hombre moderno
(que, por supuesto, es una expresión taquigráfica para designar a hombres y
mujeres) necesitamos una metodología ambiciosa que nos libre de las limitacio-
nes de la visión individualista, burguesa y llamada a autodestruirse que asola las
ciencias sociales, a menudo por intereses políticos de corto radio. Las ciencias
sociales solo pagarán sus promesas cuando se coloquen al servicio de las mayo-
rías del mundo entero.
A partir de ahí, MacCannell examina cómo el turismo se desarrolla en bus-
ca de atracciones. Las atracciones no reflejan ningún interés sustantivo de la
gente por determinados objetos. Se convierten en atracciones porque son mar-
cadas como tales por un proceso de construcción social. Así que son los marca-
dores los que las crean. Por cierto, algo debe haber detrás de esos marcadores;
alguien debe estar detrás de ellos. ¿Quiénes son y por qué aceptan las turistas
bailar con la música que ellos tocan? MacCannell no ha desarrollado este aspec-
to —todavía—.
¿Por qué aceptan los turistas gastar su platita y su tiempo en busca de atrac-
ciones? Las nuevas clases ociosas responden ante todo a una fuerte presión.
Tras haberlas creado, la modernidad ha dejado a sus vidas sin ancla. Cohen, si-
guiendo a Eliade, prefiere llamarla un centro, es decir, un espacio nocional «que
para el individuo simboliza significados fundamentales» (2004a: 67). Ancla o
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166 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

centro, los turistas lo buscan en eso que MacCannell llama autenticidad. Como
la deja sin definir, eso nos hace pensar que ese concepto se refiere a algo así
como apurar hasta las heces a la atracción experimentada. A la rastra de Goff-
man, MacCannell apunta que autenticidad significa ser admitido en la trastien-
da de las atracciones, aunque a renglón seguido pone en duda que eso sea posi-
ble. La autenticidad suele aparecer siempre trufada de mistificación. Si tal es su
estructura, entonces su búsqueda se revela como una pasión inútil. Llegado a
este punto, sin embargo, MacCannell se permite vislumbrar una esperanza.
Bajo circunstancias especiales (como la vida de los primitivos, sea eso lo que
fuere), la autenticidad fue posible. ¿Podremos conjurar otra vez ese espacio
mágico?
Siguiendo su pensamiento lleno de meandros, he apuntado las muchas ba-
rreras empíricas que MacCannell trata de saltar, aunque sin demasiado éxito. En
algunas ocasiones empuja nuestra credibilidad hasta límites difíciles de aceptar;
en otras, claramente se inventa los hechos. ¿Quiénes son esos primitivos a los que
parece conocer tan estupendamente? ¿Dónde pueden hallarse noticias de ellos?
MacCannell se refiere a los mismos como si fueran cuates con los que se encon-
trase todos los días en un bar, tan familiarizado está con sus expectativas y con
su conducta, tan bien sabe que ellos están permanentemente expuestos unos a
otros. Pero, con expresión de Heidegger, dejemos a un lado estas minucias ónti-
cas para no desviar nuestra atención de los problemas estructurales que plantea.
Lamentablemente, en este aspecto la cuenta tampoco le sale. Pese a su no-
ble pedigrí estructuralista, la idea de que los marcadores crean las atracciones
es una creencia taumatúrgica. Precisamente esa es la causa de que no pueda
explicar por qué las atracciones fundamentales han sido construidas de forma
muy parecida en las culturas más desarrolladas y en todas las épocas históricas;
también lo es de su incapacidad para explicar por qué algunas atracciones tie-
nen éxito y otras no. Su noción de autenticidad adolece del mismo mal. No es
el primero, y seguramente tampoco será el último, que para animar la monoto-
nía de los quehaceres académicos eche mano del fantasma juguetón del Noble
Salvaje de Rousseau, llamado a redimirnos de las bajezas del presente y de
nuestra distancia de la Edad de Oro, ese genuino mito barthesiano en donde los
haya, tan prolífico desde que lo pusiera en circulación Tassoni en La Secchia
Rapita (Bury, 1920).
También hemos señalado cómo MacCannell podría pisar terreno más firme
de haber descartado ambas nociones (los marcadores como generadores de las
atracciones y la autenticidad inmaculada por la mistificación). Nada le obliga-
ba a darles culto. Podía haber confiado en una definición diferente del construc-
tivismo y de la autenticidad, considerándolos como resultados y no como con-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 167

diciones, pero no lo hizo. Con ello, pues, nos obliga a examinar las conclusio-
nes a las que necesariamente le lleva este doble carril y a entender por qué tiene
que elegir el destino que le imponen. A la postre, MacCannell se conformará
con mantener sus esperanzas contra toda esperanza. Y aquí es donde la idea de
la revolución, provisionalmente aparcada al comienzo de esta evaluación, hace
un impresionante bis a la escena. Volvamos, pues, al principio.
Cuando las metas son tan ambiciosas como las de MacCannell, uno no se
preocupa de establecer compromisos con otras de menor cuantía; uno arremete
contra ellas. Sus escritos sobre turismo y, en general, sobre cualquier otro tema
rebosan con toda clase de batallas de ideas, todas ellas muy razonables en esta
perspectiva. Su primer objetivo en El turista es la idea de pseudoacontecimien-
tos desarrollada por Boorstin. The Image (1961), un libro de Boorstin, comien-
za con una parábola. Tratando de mejorar su negocio, los propietarios de un
hotel contratan a un consultor de relaciones públicas para que venga en su ayu-
da. En el pasado, dice Boorstin, el consultor habría desarrollado ideas tales
como buscar un nuevo chef, mejorar la fontanería, pintar las habitaciones. No
en estos tiempo nuestros. Lo que el consultor propone ahora es la celebración
del trigésimo aniversario del hotel. Se forma un comité de notables locales, se
da amplia publicidad al hecho, y los medios locales radian o escriben sobre el
banquete que celebra el acontecimiento. Esa es la textura de los pseudoeventos:
mucho ruido y pocas nueces. Los pseudoeventos no son espontáneos; se produ-
cen para ser publicitados; medran con la ambigüedad —en realidad, nunca
sabremos si el trigésimo aniversario existe o no—; sus motivos quedan siempre
en la oscuridad; siempre se muestran satisfechos de haber alcanzado sus objeti-
vos. La imagen sustituye a la sustancia. «Las imágenes son perdurables. Las
imágenes anestesian. Un acontecimiento que se conoce a través de las fotogra-
fías se torna más real de lo que hubiera sido de no haber sido fotografiado»
(Sontag, 2001b: 22). La representación oscurece su realidad. Los pseudoeven-
tos carecen de significado. Boorstin enumera y clasifica diversas muestras en
muchos ámbitos de la vida social americana, uno de los cuales, por cierto, es el
del turismo. ¿Cómo han llegado a convertirse en parte tan principal de la mo-
dernidad?
En el período de entreguerras del siglo pasado, uno podía observar el evi-
dente malestar que se reflejaba en algunos círculos intelectuales. Así abría Or-
tega y Gasset su ensayo sobre el asunto:

Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública euro-
pea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío
social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia,
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168 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave cri-
sis que a pueblos, naciones y culturas cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de
una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se
conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas (1996: 53).

De repente, las masas habían ocupado un lugar al sol en todas partes. Bueno, no
en todas. Las masas ocupan «los lugares mejores, creación relativamente refi-
nada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a
minorías» (1996: 55). Sería un error representárselas como las clases meneste-
rosas o como la clase obrera; eran algo más que eso, eran la gente común o, en
la jerga de mercadeo actual, los consumidores.
El resto del argumento es bien conocido. Las sociedades han estado siem-
pre divididas entre las élites dirigentes y el resto. Pero en esta nueva era, como
en otros tiempos convulsos del pasado, ese resto está tratando de minar el orden
de la naturaleza. Las masas, en fin, no traen nada estimulante en su agenda
—tan solo su rechazo de aquellos mundos antiguos, más confortables—. La po-
lítica, la vida cultural, la economía, funcionarán mejor una vez que las masas
sean amablemente invitadas a aceptar su verdadero lugar y los aristócratas del
intelecto vuelvan por sus fueros.
Las ideas de Ortega, inicialmente expresadas en una serie en el diario El
Sol (1926), iban a reverberar rápidamente en la cámara de ecos de la República
de Weimar. Solemos mirar a este tiempo de la historia alemana como un hiato
placentero y lleno de energía entre el fin de una guerra terrible y la llegada del
no menos horrible orden nazi, pero hay más cosas que no salen en esta imagen.
Weimar, como lo diría Josep Pla (2006) de su pariente lejana, la Segunda Re-
pública española, de 1931-1936, era una república sin republicanos. De hecho,
las élites intelectuales no sentían gran cariño por ella, en especial en la parte de
quienes habían abrigado grandes esperanzas sobre su futuro. Esto era aún más
cierto entre los Vernunftsrepublikaner (republicanos de razón), que habían con-
traído con ella un matrimonio de conveniencia, no de amor, y que sentían tam-
bién temblar el suelo bajo sus pies. Así que tanto a la izquierda como a la dere-
cha había demasiada gente en busca de un divorcio (Gay, 2001). Ya vistiendo la
camisa parda de las SA, ya saludando con el puño cerrado de socialistas y co-
munistas, las masas habían ocupado el proscenio.
A la izquierda, los autores a los que hoy agrupamos con la divisa de la Es-
cuela de Fráncfort querían buscar una explicación del fenómeno en Marx. El
suyo era, empero, un marxismo que trataba de mantener alejado al proletariado.
Uno nunca sabe si esos héroes malolientes de los que hablaba Flaubert en La
educación sentimental se han duchado y puesto muda limpia esa mañana. Si
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 169

algo podría librarnos de un capitalismo acabado, eso tenía que ser una anti-
Ilustración ilustrada o esa dialéctica negativa que Adorno, Horkheimer, Ben-
jamin y Marcuse trataron en vano de defender de forma consistente. A veces se
inclinaban por una tibia comprensión hacia la Unión Soviética; en otras, por la
crítica a la Ilustración. Muchos intelectuales americanos firmaron más tarde por
su izquierdismo elitista y adoptaron las opiniones de los francfortianos. Basta
con pensar en Lionel Trilling (2000, 2008) y en buena parte de los escritores de
la Partisan Review.
En un sentido amplio, esta es la tradición con la que Boorstin se identifica
y a la que MacCannell desprecia. ¿Por qué? La razón principal es su elitismo o
lo que él llama «actitud intelectual», algo así como el individualismo burgués al
cuadrado. Para Boorstin, los pseudoacontecimientos basan su éxito en dar a las
mentes ingenuas la idea de que lo real o lo auténtico se manifiesta en su inme-
diatez. Uno se queda con lo que ve. Por el contrario, los intelectuales entienden
las cosas mejor y, en consecuencia, tienen derecho a dirigir. Como MacCannell
dice con una fórmula inusualmente torpe, para los elitistas, «la experiencia turís-
tica que proviene del espacio turístico se basa en la inautenticidad y es, por ende,
superficial por comparación con el estudio riguroso» (1999a: 102). En suma, los
intelectuales aspiran a conocer las estructuras sociales mejor que nadie, inclu-
yendo a los turistas, es decir, a los-hombres-modernos-en-general. Aquellos
creen en su capacidad para explicar directamente la interacción entre frente y tra-
sera, en tanto que el vulgo es incapaz de penetrar bajo la superficie. Lo que fas-
tidia a Boorstin y a los de su calaña es la superficialidad del turista que revela ser
ignorante, vulgar, chabacano. Frente a él, los intelectuales se pavonean o, en la
expresión de Husserl, avizoran desde su torre las apariencias y saben distinguir-
las de las esencias intuidas por medio de una mirada instruida.
Para MacCannell, la verdad está en otra parte. Los intelectuales aspiran a
conocer la realidad mejor, pero en realidad ellos, como los turistas, caen en el
engaño del frente y la trasera. Piensan que han obtenido un salvoconducto hacia
la verdad por el mero hecho de proclamarse intelectuales, pero no logran supe-
rar las estrecheces de la vida moderna y de la realidad mistificada.

Boorstin solo expresa una antigua actitud antiturística, un pronunciado desdén que bor-
dea el odio hacia los otros turistas, una actitud que enfrenta al hombre con el hombre
como en la ecuación «ellos son turistas; yo no» (1999a: 107).

Cohen quita hierro a la discusión y la convierte en un enfrentamiento gene-


racional. Mientras que un grupo inicial de críticos de la sociedad tendía a des-
preciar el turismo por verlo como una actividad frívola, «una generación poste-
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170 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

rior de científicos sociales, guiados esencialmente por su identificación estruc-


turalista, apuntaba en la dirección opuesta e identificaba a los turistas como
peregrinos de la modernidad seriamente en pos de su autenticidad» (2004b: 88).
Cohen regaña a MacCannell por tomarse la cosa demasiado en serio y, así,
acaba por no entender hasta qué punto esta se ha convertido para él en una cues-
tión clave. Para MacCannell, no basta con señalar que el turista actúa con serie-
dad. Hay que mostrar, al tiempo, que su condición es mucho peor, porque su
búsqueda se ve perpetuamente frustrada por la incapacidad estructural de la
modernidad para evitar la mistificación. MacCannell no es un rebelde sin causa
que, como James Dean en la película de ese título, piensa que la valentía con-
siste en ser el último gallina. Como Thelma y Louise, MacCannell conduce has-
ta el borde del precipicio y al llegar allí pisa el acelerador. «Una vez que los tu-
ristas han hallado el verdadero espacio turístico ya no pueden remediar su deseo
de hallar la autenticidad. Cerca de cada espacio turístico hay otros exactamen-
te parecidos» (1999a: 106). De nada vale negar la evidencia.
Si la interpretación de Cohen fuera correcta, el ligeramente maleducado
empentón de MacCannell a Urry no tendría sentido. Ambos autores pertenecen
más o menos a la misma generación y tienen puntos de vista muy similares so-
bre el constructivismo como metodología. Sin embargo, MacCannell ve a Urry
como otro ejemplar de la tradición liberal (2001a). ¿Por qué? Urry tiene razón,
según MacCannell, al apuntar que la investigación sobre el turismo se ha inte-
resado mucho más por su producción que por su consumo. Su hipótesis sobre la
mirada del turista trata de superar ese conflicto. Inicialmente, la mirada nos re-
cuerda que sujetos diferentes miran de forma diferente a sus objetos —los cons-
truyen de forma diversa—. Pero, una vez dicho esto, Urry comienza a titubear.
Define al turismo como una actividad anclada en la separación entre vida ordi-
naria y extraordinaria y explica que el papel de las atracciones consiste precisa-
mente en su capacidad de mantener a esas dos zonas independientes entre sí.

La mirada del turista según Urry, en la forma exacta en que él la formula, se presenta
como un proyecto para la transformación del sistema global de las atracciones en un
enorme juego de espejos que sirve a las necesidades narcisistas de unos egos fofos […]
En la medida en que esa mirada deviene institucionalizada en los tinglados organizados
para los turistas, lo que se construirá en nombre del turismo no será otra cosa que la con-
gruencia de unos pequeños yos y una representación social vacua, un nuevo cinturón de
hierro de determinismo narcisista (2001a: 206).

En corto, Urry se gana un premio por su bienintencionado constructivismo,


pero la suya no es una radicalidad suficiente —tan solo una raíz secundaria—.
Nadando en la estela de Foucault, Urry acaba por ahogarse. Como la de Fou-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 171

cault, su mirada, por muy socialmente construida que resulte, se queda en la su-
perficie. Las superficies pueden parecer diferentes para distintos observadores,
pero así no se consigue penetrar en ellas. La hipótesis de Urry se queda en el
mismo grado de superficialidad que las guías de Lonely Planet.
Es muy dudoso que esa mirada pueda desmontar lo que MacCannell llama
determinismo, es decir, la supuesta imposibilidad de alcanzar la verdadera au-
tenticidad, es decir, de ascender al reino de la libertad. Los turistas de Urry se
mueven, sin lugar a dudas, en un espacio estructurado en términos de jerarquías
sociales celosamente guardadas por sus beneficiarios. Sin embargo, a pesar de
que son prisioneros de estas estrecheces, los turistas de Urry, como los cuerpos
de Foucault, se hacen la ilusión de que pueden decidir libremente. Su libertad,
así, es puramente subjetiva. Se necesita otra mirada, una segunda forma de ver.

Esta segunda mirada sabe que ver no es creer. Que ciertas cosas siguen estando celadas
para ella […] La segunda mirada devuelve al sujeto que mira la responsabilidad ética
de la construcción de su propia existencia. Rechaza abandonar esta construcción en las
corporaciones, el estado, y el aparato de representación turística […] Busca lo inespe-
rado, no lo extraordinario: objetos y acontecimientos que puedan abrir ventanas en la
estructura, la oportunidad de dar un vistazo a lo real (2001a: 136).

La formulación de MacCannell resulta demasiado blanda y desprovista de con-


tornos: ¿cómo podemos abrir ventanas en la estructura cuando se dice que la es-
tructura permanece siempre ahí, invariable? —pero no adelantemos la conclu-
sión—.
Se ha dicho que el radicalismo de MacCannell debe más al Barthes luchador
que al tibio Foucault y él no se muestra reacio a confirmarlo. A la crítica a Fou-
cault que acabamos de incluir, MacCannell iba a añadir algo aún más venenoso.
En un capítulo de un libro colectivo escrito en colaboración con su esposa, Juliet
Flower MacCannell (1993a), ambos revelan su insatisfacción con el maestro.
Foucault, dicen, entiende el poder como un mecanismo neutral, es decir, un pro-
ceso que se desencadena igualmente por todos y cada uno de los sujetos.

A Foucault le resulta indiferente quién inicie el juego de poder, quién lo accione, y por
cuánto tiempo: el Poder se convierte en el Gran Igualador. Al caracterizar como un «lo-
cal» a todos los sujetos de un saber sojuzgado, los disminuye irreflexivamente por ser
minoritarios, no solo en relación a sus opresores específicos, sino en general en relación
a un poder idealizado (MacCannell y MacCannell, 1993a: 231).

Son aproximadamente las mismas palabras que MacCannell había empleado


para criticar a los científicos liberales y burgueses. Eso escuece.
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172 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Los MacCannell ponen en su sitio a Baudrillard aun con menos miramien-


tos. En pocas palabras: bien por descuido o por desesperación, Baudrillard llega
a la conclusión de que el desencuentro entre autenticidad y voluntad humana es
una herida de imposible curación. Para el posmoderno, el mundo social es un
erial, un campo vacío. Las trastiendas han sido fagocitadas y solo queda una su-
perficie rígida que resiste cualquier intento de penetración. Como desenmasca-
rar los simulacros que nos asaltan en cualquier rincón de la realidad se revela
un sueño imposible, Baudrillard acaba por plegarse a ellos. Este es el punto
neurálgico. Baudrillard merece deferencia por haber catalogado las nuevas for-
mas de explotación capitalista que han introyectado la vieja estructura de clases
en el seno de la posmodernidad, pero se niega a examinarlas críticamente. La
incertidumbre que así crea puede hacer de su obra un cómplice de esas nuevas
formas de explotación en vez de exponer la necesidad de su eventual desapari-
ción.

En última instancia, tanto Baudrillard como Mickey Mouse insisten de forma general
sobre la posible existencia no de códigos, lo que es efectivamente algo subversivo, sino
de un Código, un marco de referencia único que ya existe para todo (MacCannell y
MacCannell, 1993b: 141).

Ser denunciado como un gemelo de Mickey Mouse es, sin duda, un insulto mu-
cho peor para cualquier deconstruccionista que se respete que serlo por cómpli-
ce del Gobierno represor de Estados Unidos. Eso debe escocer aún más.
Uno puede apreciar aquí el viaje de MacCannell desde aquellos tiempos
remotos en que creía que la semiótica y el interaccionismo simbólico podían
enriquecerse mutuamente por medio de la polinización cruzada. En aquellos
tiempos (finales de los ochenta), MacCannell se las había tenido tiesas con Les-
ley Harman, que prefería mantenerlos tan apartados al uno de la otra como fuera
posible. La razón de que MacCannell se sintiese más optimista respecto al de-
construccionismo (citaba específicamente a Baudrillard), sin embargo, es exac-
tamente la inversa de la que iba a usar para atacarlo posteriormente.

Hay amplias pruebas de que el neocapitalismo se reproduce simbólicamente no solo en


el nivel del signo semiótico concreto, sino también en las conversaciones y en la cons-
ciencia en general. Sin duda es un éxito del capitalismo el poder empujar la intenciona-
lidad y el simbolismo a expandirse por medio del deseo; y el poder conformar hasta
nuestras conversaciones a su propia imagen (1986: 167).

Esa cita no se incluye para dejar a MacCannell por caprichoso; por el contrario,
se usa para mostrar que su evolución intelectual respecto del valor del decons-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 173

truccionismo gira siempre en torno al mismo pivote —la maldad intrínseca del
capitalismo, especialmente en su último estadio—. Pero antes de cerrar el argu-
mento hemos de seguirle en lo que parece ser la última vuelta provisional de la
tuerca.
El tortuoso viaje intelectual está a punto de concluir. Antes de ello, una vez
más, MacCannell necesita recordarnos la diferencia entre modernidad y otras for-
mas de estructuración social. Y lo hace con su ya conocida habilidad para la exa-
geración. «Algo específicamente único en el mundo moderno es su capacidad
para transformar una y otra vez las relaciones materiales en expresiones sim-
bólicas, al tiempo que continúa diferenciando o multiplicando las estructuracio-
nes» (MacCannell, 1999a: 145). Uno se pregunta si el homo sapiens y tal vez in-
cluso alguno de sus antepasados tuvieron a faltar las destrezas simbólicas que les
permitían distinguir lo crudo de lo cocido, y si nuestros queridos amigos primiti-
vos no multiplicaban las estructuraciones (posiblemente, MacCannell designa
con esta fórmula a la división social del trabajo, aunque eso no quede meridia-
namente claro en la cita). Pero pongamos entre paréntesis estos triviales excesos
del procesador de textos y no nos dejemos ofuscar por su pretendida falta de serie-
dad; si MacCannell los incluye ahí es tan solo para hacer más plausible el argu-
mento que les sigue, y es precisamente a este al que tenemos que atender.
La duda preternatural sobre si la búsqueda de la autenticidad es de alguna
manera plausible puede ahora embalarse hacia un final feliz. Impertérrito ante el
fantasma goffmaniano del frente y la trasera y su profundo desfase, MacCannell
se refugia ahora en el consuelo sospechoso que le ofrece la economía. «La línea
divisoria entre la estructura genuina y la espuria es el terreno de lo comercial»
(MacCannell, 1999a: 155). La industria casera académica que se ha nutrido de
las nociones de lo auténtico y lo genuino ha leído este oráculo como un rechazo
de la comercialización, la mercantilización y el consumismo en general. Aunque
esas nociones suelen dejarse en el limbo, es a los sentidos 3 y 4 que Merriam
Webster ofrece al término comercialización, a saber, «participar en, dirigir, prac-
ticar o hacer uso de bienes por motivos de provecho o beneficio se distinguen de
la que difieren de la participación, práctica, o uso de ellos para fines espirituales
o recreativos o para otra satisfacciones no pecuniarias», o «rebajar la calidad,
hacer más convencionales y faltas de originalidad, o emplear mercancía con pro-
pósitos inferiores con el fin de asegurarse un provecho mayor o más cierto»
(2002), a los que, al parecer, aquí se está refiriendo MacCannell.
Sin embargo, después de lo que sabemos, esta noción aguada no puede ser
la suya. Aunque a veces rebaja la mercancía, en general es un radical furibun-
do. Cuando dice que «en lo más profundo, el contacto final entre el turista y una
verdadera atracción, como la Casa Blanca o el Gran Cañón, puede ser verdade-
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174 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ramente puro» (1999a: 156-157) no se está traicionando a sí mismo. Esta cursi


expresión neoplatónica va más allá del habitual desprecio por lo kitsch de los
productos y servicios bastardizados que cuadra mejor a los Boorstins de este
mundo. Lo que MacCannell propone es nada menos que todas las relaciones hu-
manas dejen de regirse por el interés —una propuesta radical raramente toma-
da en serio por sus seguidores confesos—.
MacCannell sabe que uno no puede dejar de pagar costes transaccionales
cuando hace turismo. Los turistas tienen que pagar por sus viajes, su comida, su
alojamiento, sus equipos y todos los demás gastos relacionados con esa actividad.
A menudo, esos costes incluyen también las entradas de acceso a la atracción.
Pero, para él, todo eso es irrelevante cuando se considera la fusión entre el visi-
tante y lo visitado. «Esta es una muy fina distinción que puede parecer no muy
importante desde el punto de vista del sentido común, pero como todas las distin-
ciones de matiz resulta absolutamente necesaria» (1999a: 157). La vista de Seattle
desde la Space Needle, como en el anuncio de Mastercard, no tiene precio.
No se necesita ser el proverbial científico nuclear para caer en la cuenta de
que esta fina diferencia no se tiene de pie. Si no fuera por el coste de las entra-
das que sufraga al menos una parte de su conservación, la Space Needle pronto
se deterioraría. Incluso cuando no hay que pagar la entrada, como sucede en la
Casa Blanca, el lugar se mantiene por el presupuesto público financiado por los
contribuyentes americanos. De otra forma, la experiencia sin precio del visitan-
te sería imposible. El argumento de que las experiencias no tienen precio o pue-
den vivir allende el intercambio económico no puede ser probado fácilmente.
Pero MacCannell tiene en mente una alternativa al nexo monetario. Justo
al final de su epílogo a la edición de 1999 de El turista evoca a su tío materno,
Mr. Elwood Meskimen, propietario de un almacén de chatarra que operó duran-
te toda su vida sobre la base del trueque, y a la fotógrafa Ann Chamberlain, que
en lugar de hacer su propio reportaje de un barrio de Nueva York complemen-
tó su propia obra con fotos viejas provistas por los vecinos. Son gestos como
estos los que MacCannell recomienda como expresión de un turismo, es decir,
de unas relaciones sociales que actúan fuera del nexo monetario. «Hay millo-
nes de ejemplos similares para quien los quiera ver» (1999a: 202). Uno puede
dudar de que así sea y querría que se suministrasen pruebas de esos millones; o
de que el honorable Mr. Meskimen pudiese usar su chatarra como moneda de
curso legal para las provisiones que necesitaba comprar en el supermercado de
enfrente; o mostrarse escéptico de que la innovadora Ms. Chamberlain pudiese
pagar su exposición fotográfica sin alguna ayuda.
Dejemos por un minuto a MacCannell excusarse de estas minucias ónticas
y seguir su lógica; dejémosle usar su varita mágica y, magia potagia, deshacer-
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 175

se de una vez por todas del dinero. MacCannell, que es muy versado en socio-
logía francesa, de seguro que leyó lo que Marcel Mauss tenía que decir sobre
las donaciones. Mauss ciertamente no se sentiría muy satisfecho con la idea de
que existe una economía natural en la que el intercambio no necesita gobernar-
se por la simetría entre los bienes y servicios intercambiados y donde estos se
ofrecen sin contrapartida a sus miembros. Según Mauss, cuando los mercados
no existían, los genéricos primitivos de MacCannell los organizaban aparente-
mente por medio de trueque y donaciones. Sus comunidades, habitualmente re-
presentadas por sus caciques, intercambiaban bienes y otros valores económi-
cos, así como cortesías, diversiones, mujeres, niños, bailes y fiestas. Pero, dice
Mauss, esto no es más que superficie del trueque, y concluye:

Aunque las prestaciones y contraprestaciones se desarrollen bajo una apariencia de vo-


luntariedad, son esencialmente obligatorias y están sancionadas por la guerra privada o
abierta (Mauss, 1970: 4).

Con una forma de expresión más moderna: no hay invitaciones gratis. Con
moneda o no, los múltiples intercambios que hacen posible la vida social se
basan en la convicción de que la gente intercambia cosas de igual valor que
se miden en dinero. Algunos bolcheviques pensaban, en plena Guerra Civil
rusa (1917-1922), que los benditos tiempos en que el dinero como medida de
valor iba a desaparecer habían llegado finalmente, pero pronto cayeron en la
cuenta de que tenían que volver al antiguo orden monetario, ahora conocido
como la Nueva Política Económica (NEP), si querían evitar el colapso de la
revolución.
La idea distópica de una sociedad en la que no solo el dinero, sino los inter-
cambios de valor simétricos llegarían a ser innecesarios no es nueva en la filo-
sofía social. Tomás Moro, por ejemplo, describe su posibilidad en la ciudad de
Amaurote, la capital de la isla Utopía.

Quienquiera que lo desee puede entrar en las casas pues no hay nada en ellas que sea
privado o de uno solo de ellos. Y cada diez años se cambia de casa según una lotería.
Sus habitantes se preocupan mucho del buen mantenimiento de sus jardines y huertas
donde cultivan viñas, toda clase de frutas, hierbas y flores, tan placenteras, tan bien pro-
porcionadas y bien cuidadas que nunca he visto nada tan provechoso, ni mejor cuidado
en parte alguna. Su presteza y diligencia no son solo resultado del placer, sino también
de una cierta competitividad templada por la colaboración entre calle y calle en lo que
se refiere a la poda, cuidado y mantenimientos de sus jardines; cada cual contribuye su
parte. Y en verdad no se encontrará fácilmente en la ciudad nada que sea más generoso
o más provechoso para sus ciudadanos o más placentero (More, 2001: 48).
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176 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Que algo así solo puede suceder en una sociedad preterhumana era una
convención de la literatura utópica hasta el siglo XIX, pero eso iba a cambiar con
la ola romántica (Berlin, 1997). En 1808, Fichte pronunciaba en un Berlín ocu-
pado por los franceses sus Discursos a la nación alemana. En su proyecto pre-
vio a la fiebre nacionalista que pronto habría de inflamar a Alemania y a la
Europa del Este (Berlin, 1990), Fichte llamada a los ciudadanos de la futura
Alemania a esquivar cualquier trato comercial con las naciones extranjeras.

Ojalá entendamos de una vez que todas esas trapaceras teorías sobre el comercio inter-
nacional y la producción para un mercado mundial, por más que convengan a los ex-
tranjeros y formen parte del arsenal con el que siempre han cargado contra nosotros, no
tienen aplicación alguna para los alemanes; y que, junto a la unidad de los alemanes en-
tre sí, su autonomía interior y su independencia comercial constituyen la segunda arma
para su salvación, y con ella para la salvación de Europa (Fichte, 1922: 231-232).

Estas ideas no eran mucho más que una nueva versión del mercantilismo die-
ciochesco pero, aliadas con la idea de una identidad nacional, han asolado a
muchos movimientos sociales en el ancho mundo. El comercio, las mercancías
y el dinero forman así una red indefinida, pero no menos traidora, que puede
atrapar a la auténtica esencia de un pueblo, de una nación o, en la versión de
MacCannell, al hombre-moderno-en-general.
Comparados con esta amenaza ontológica, los ataques siguientes de
MacCannell a las grandes corporaciones como armas principales de la mistifi-
cación en las sociedades modernas suenan en falsete. A su entender, el cambio
más importante que había afectado al turismo entre 1976, el año de la primera
edición de El turista, y el epílogo que añadió en 1999 había sido la agresiva
invasión del campo por grupos corporativos dedicados al entretenimiento. En lo
que posteriormente se ha convertido en un cliché, MacCannell avisa de que las
corporaciones comodifican, empaquetan y venden a los destinos de forma que
el lazo entre el turista y la especificidad de los lugares visitados se pierde. Si
esta deriva tiene éxito, podemos legítimamente preguntarnos si «no acabará por
destruir las razones para viajar» (2001b: 380). La cuestión, empero, no parece
tanto deberse a las fechorías de las corporaciones, sino a que, por mucho que lo
intenten, nunca resolverán el enigma de que la economía de las atracciones de-
pende en última instancia de una relación no económica.
Por qué, pues, se siente uno con derecho a preguntar, las corporaciones y
su definición del turismo, en la metáfora maccanelliana de la modernidad, han
tenido tanto éxito que ni siquiera MacCannell lo pone en duda. Poco citada, su
respuesta nos lleva al meollo de la relación entre las mercancías culturales y el
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UN INVESTIGADOR ACCIDENTAL DEL TURISMO 177

sujeto que las consume. «Las atracciones que gozan de éxito comercial son
aquellas moldeadas de acuerdo con la estructura del ego, las que establecen una
relación narcisista entre el ego y la atracción» (2002: 147). El universo corpo-
rativo de Disney, por ejemplo, ha desarrollado parques temáticos de éxito y
también comunidades residenciales como Celabration, en Florida, reflejando
las propiedades de nuestros egos.

Son propiedades bien definidas, organizadas, atractivas, limpias, bien hechas, autosatis-
fechas, y divertidas. Son todo lo que un ego maravillado de sí mismo puede pedir y el
lugar perfecto para egos en vacaciones. Solo reflejan al ego aquello que le permite que-
dar satisfecho consigo mismo. Son un campo abierto para el narcisismo ilimitado
(MacCannell, 2002: 149).

Los egos son el mejor campo abonado para que se perpetren todas las fecho-
rías corporativas. El de los egos y las corporaciones es un matrimonio concebi-
do por el cielo.
¿Qué es un ego? Deberíamos saberlo ya a estas alturas: nada más que un
constructo que es a la vez la base pétrea de todo proyecto identitario. Su pro-
puesta de identidad firme refleja los terrores que nos han asaltado desde la
niñez. Ni siquiera el miedo a la oscuridad o a perdernos en el centro de un bos-
que puede compararse con el terror ilimitado a perder nuestra identidad. Esa es
la razón por la que la gente se aferra a ella tan ansiosamente. Pero ese funda-
mento pétreo es bastante movedizo. En el pasado había un muro de fuego que
lo rodeaba y mantenía bajo las normas férreas del superego. Al oponerse a la
inestabilidad y a los excesos del ego, el superego aseguraba el mantenimiento
del orden sociosimbólico. Sin embargo, desde hace ciento cincuenta años, esa
estructura ha cambiado dramáticamente. El superego ha sido absorbido por el
ego; el orden moral se ha disuelto en la voluntad o en las necesidades del ego.
El consumo ha fagocitado a la moral en un mundo en el que las marcas han aho-
gado toda diferencia significativa.
Pero no debemos perder la fe. Aún podemos permitirnos la audacia de es-
perar. La construcción corporativa de nuestros egos se enfrenta con un cierto
número de barreras. Para empezar, nuestros egos tienen que habérselas todavía
con problemas complejos como la sostenibilidad, el futuro, su reproducción y
demás, que no son fácilmente reductibles a guiones prefabricados. Por otra par-
te, la insensata carrera de ratas del consumo ilimitado acaba por romper a menu-
do los presupuestos de los consumidores, creando el deseo de escapar de las
estructuras corporativas. Finalmente, el ego se está pasando de moda. El deseo
de conservar, de vivir simplemente, y otros similares van mermando de forma
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178 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

creciente al ego y sus exigencias. En conclusión, el ego es tan solo una de las
posibilidades de organizar a las personalidades individuales (otras son el
inconsciente, la neurosis, la psicosis, las perversiones y la ética del placer). No
es en manera alguna un modelo definitivo.
De nuevo, MacCannell no se resiste a exagerar tan pronto como encuentra
una ocasión. La revolución, finalmente, hace acto de presencia como una exi-
gencia de cambiar nuestras personalidades.

El tipo humano que se presenta como un ideal por las corporaciones del siglo XXI en
Occidente es duro, plano, adquisitivo, acrítico, hedonista, chauvinista, egoísta y mez-
quino. Es muy diferente del ideal asiático de un ejecutivo que también sabe contribuir
a la filosofía clásica, a la poesía o a la pintura (2002: 151).

Si la búsqueda de la autenticidad ha visto frustrarse todos los esfuerzos


humanos por resolver su enigma, ahora sabemos por qué —su causa es el nuevo
rumbo tomado por Occidente hace ciento cincuenta años—. Se trata de una cro-
nología, la de MacCannell, altamente adaptable. Como el texto citado data de
2002, habrá que buscar la causa del hundimiento del hombre-moderno-en-gene-
ral hacia mediados del XIX para seguirle la pista. Aquí, pues, los egos malfor-
mados tienen su origen en la revolución industrial; en otros lugares, como cuan-
do se ocupaba de las relaciones entre pornografía y los orígenes del lenguaje, se
remontaban a unos treinta mil años o, como sucedía con la división del trabajo,
a la revolución neolítica; más allá, al relacionar pensamiento humano y simbo-
lismo, había que retroceder a los orígenes de la especie. En cualquier caso, las
corporaciones que MacCannell proclama tan necesarias para el desarrollo de la
economía capitalista actual no existían hace ciento cincuenta años, luego no
pueden ser directamente responsables de los resultados que MacCannell tanto
deplora. Pero, de hecho, no son tanto las corporaciones o las identidades corpo-
rativas la causa última de su agobio. MacCannell detesta cualquier tipo de mo-
dernidad occidental y le echa encima todo lo que cree que pueda ser adaptable.
Incluso el probable retrato de Mao Zedong (el ejecutivo asiático modelo de más
arriba) que hasta el propio Gran Timonel encontraría demasiado adulatorio.
Llegamos así al final del argumento. La crítica teórica necesita de la revolu-
ción, es decir, de un cambio total en la forma en que se establecen las prioridades
sociales y se construyen los egos. Esa es la historia que narra el turista, es decir, el
hombre-moderno-en-general, a quien tenga paciencia para escucharle atentamen-
te. MacCannell no descansará hasta que teoría y revolución acaben por firmar la
paz. Solo cabe desearle buena suerte en esta misión tan improbable como extra-
mundana que hoy solo comparte un puñado de envejecidos Soixante-Huitards.
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5. Teologías de la liberación

Sorpresas nos da la vida

Una poderosa corriente en los estudios antropológicos y sociológicos en gene-


ral, y por ende en la investigación turística, parte de la idea de que sus asuntos
de interés pueden ser estudiados separadamente de su contexto económico. De
hecho, tanto en la tradición funcionalista como en la fenomenológica hay esca-
sas referencias a la economía y su importancia para la vida social. De esta
forma, las modernas ciencias sociales viven de la ilusión de que la forma en que
las sociedades sobreviven puede ser explicada satisfactoriamente a partir de
procesos mentales o por la cultura que la gente comparte. Como cultura es una
palabra con demasiados significados, algunas de esas tendencias ni siquiera se
molestan en definir su contenido. Esta ruptura con la economía clásica (Adam
Smith, David Ricardo, Davis Hume, John Stuart Mill) es una consecuencia del
movimiento romántico. Desde su entrada en escena, la economía abandonó su
aspiración de convertirse en una economía política, mientras que sociología y
antropología se preocupaban por cosas como el poder, las mentalidades, la gra-
mática general de la mente, la semiótica y cualquier otro asunto que aparente-
mente pudiera excluir una visión económica. Tal es la base de la crisis de las ti-
jeras que asola a las ciencias sociales modernas, incluyendo la investigación
turística.
Sin embargo, las formas sociales, incluyendo la modernidad, que no es sino
el más reciente desarrollo de la sociabilidad, y las relaciones interhumanas no
sufren ese desgarro con mansedumbre. Se quiera o no, esas formas sociales
constituyen un todo que, incluso cuando puede ser legítimamente estudiado
desde distintos puntos de vista (las disciplinas), al final acaba por tener que so-
meterse a la necesidad de un tratamiento holístico, aunque muchos investigado-
res crean que pueden sustraerse a él. Ya se ha visto que bajo la predicada bús-
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 180

180 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

queda de la autenticidad de MacCannell lo que late es una exigencia de cambio


completo en la forma en que la sociedad moderna produce y reproduce su exis-
tencia. Mientras que el dinero sea el nexo social fundamental, mientras que la
gente se relacione básicamente mediante intercambios de mercancías, la auten-
ticidad será una quimera. Los humanos no podrán ejercer su verdadera libertad
y dar lo mejor de sí mismos a los demás a menos que sustituyan intercambios
y comercio con un modelo relacional más completo. Es a este cambio a lo que
él llama revolución y, sin duda, lo sería si alguna vez pudiera ser puesto en prác-
tica. Para dar lo mejor de sí misma, la humanidad necesita abandonar el capita-
lismo. No solo el capitalismo. Con él deberían salir de escena la industria y la
agricultura, ni más ni menos, pues a la postre todos ellos no son otra cosa que
subproductos de la división del trabajo, que es la causa de todos los males. Dado
su entusiasmo por una indefinida mente salvaje, uno debería concluir que
MacCannell, como Sahlins, se propone reemplazar las revoluciones neolítica e
industrial con el retorno a la Edad de Piedra.
El de MacCannell, empero, no es más que uno de los dos grandes paradig-
mas culturalistas para explicar la modernidad y el turismo. A veces imbricado
con él, a veces en clara oposición con MacCannell, hay un segundo grupo de
teorías sobre el turismo al que tenemos que volver ahora nuestra atención y
cuyo linaje directo se halla en la obra de Victor Turner.
En el campo del turismo, la obra de Turner no es citada tan frecuentemen-
te como la de MacCannell. Después de todo, la relación de Turner con el turis-
mo es más periférica que la de este último. Sin embargo, a menudo sin que lo
sepan quienes usan su paradigma, Turner ha inspirado buena parte de lo que lla-
maremos teologías de la liberación. Nuestro acento crítico se referirá ante todo
a la primera parte de la expresión. Estas posiciones teóricas comparten con la
sabiduría teológica la idea de que su objeto está más allá de las posibilidades de
la mente humana. De esta suerte aparecen en su seno un montón de posibles in-
terpretaciones del mismo, a menudo contradictorias; ofrecen soluciones iluso-
rias a la mayoría de los difíciles problemas con los que se enfrenta nuestro pen-
samiento; y, precisamente por ello, no pueden ser falsadas. Tampoco probadas.
La teología es cosa de creencias —no de la discusión racional—. Las teologías
laicas de la liberación son uno de los muchos brotes del pensamiento mágico
que aún sobreviven.
Esta corriente intelectual ocupa los límites opuestos al territorio de
MacCannell al tratar de explicar las relaciones entre la extraña pareja formada
por la modernidad y el turismo. Para MacCannell, la modernidad ha acarreado
la muerte de nuestra verdadera personalidad a manos del ego moderno, redu-
ciéndonos a ser consumidores insaciables e incapaces de crear auténticos lazos
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 181

con los demás. La modernidad florece sobre la muerte de la libertad y la crea-


tividad. Para la variopinta tribu de investigadores inspirados por Turner, la con-
clusión debe ser la opuesta. La modernidad y el turismo abren ventanas a la
libertad individual y a la liberación o, al menos, para una mejor integración
social. No es necesario esperar a que se produzca un cambio total del decorado
que trajo la división del trabajo, el Neolítico y el capitalismo. Basta con apren-
der a utilizar razonablemente las ventajas de la modernidad. Ahora toca, pues,
recuperar las ideas básicas de Turner para comprender las sorpresas que nos da
la vida mejor que con la devoción maccannelliana por la autenticidad.
En 1909, Arnold van Gennep publicó un libro hoy bien conocido sobre los
ritos de paso (1961). Con ese trabajo, Gennep trataba de entender mejor una
serie de rituales a los que se somete la vida de los individuos que forman parte
de un grupo social específico. La vida en general no es más que una serie de
transiciones, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la maternidad, las
diferentes actividades ocupacionales y, finalmente, la muerte. Cuando se llega
a uno de esos momentos, la gente los marca con una serie de ritos que señalan
el acceso a un nuevo nivel. De esta forma, la vida humana se inscribe dentro
del ciclo de la naturaleza, pues el universo está igualmente conformado por
ciclos y repeticiones, etapas y transiciones, períodos de gran actividad y otros
de relativa calma. Los ciclos naturales dejan a menudo su huella en las socie-
dades, por ejemplo cuando las sociedades siguen los ritmos de la luna o del sol
en sus calendarios, creando así una especie de continuidad entre naturaleza y
sociedad.
Esta gradación de etapas puede encontrarse en la mayoría de las socie-
dades. Sin embargo, las transiciones y los ritos que las marcan aumentan en
importancia a medida que bajamos en la escala de lo que Gennep llama el de-
sarrollo de la civilización. Probablemente, eso se deba al predominio de lo reli-
gioso sobre la secularización en las sociedades más primitivas. En las co-
munidades más simples todo cambio genera acciones y reacciones entre lo
sagrado y lo profano, pues ningún acto se encuentra libre de relaciones con lo
sacral. Cada llegada a un nuevo estadio va unida a una serie de ceremonias que
ayudan a las sociedades a situar a los individuos en un conjunto de posiciones
específicas o roles. Todas esas ceremonias tienen una estructura similar aunque
no coincidan en sus objetivos.
Hay tres clases fundamentales de ritos de paso: separación, transición e in-
corporación. Los primeros marcan el tránsito de un individuo o de un grupo
respecto de una previa subcategoría de su vida social como, por ejemplo, lo
hacen los funerales, mientras que el matrimonio significa la incorporación a
una nueva categoría. Los ritos de transición delinean el paso de un estatus espe-
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182 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cífico, por ejemplo la niñez, a otro, por ejemplo la pubertad. En las diferentes
sociedades todos esos ritos tienen diferente importancia y diferentes grados de
elaboración. Gennep también clasifica los ritos según otras líneas binarias que
resultan por completo arbitrarias para la razón moderna (por ejemplo, dinámi-
co/animista, simpático/contagioso o positivo/negativo). El resto de su trabajo
ofrece numerosos ejemplos tomados de la etnografía de su tiempo para ritos de
transición espacial, gravidez y partos, de iniciación, funerarios y demás. No es
este último elenco el que ha atraído la atención de tantos antropólogos a su
obra.
Lo que interesó a Turner y sus seguidores fue la simplificación por Gennep
de múltiples rituales complejos y aparentemente desligados unos de otros.
Gennep hace manejable su diversidad a través de su unificación en categorías
que hacen más sencillo comprender la diversidad de las experiencias. Al prin-
cipio de su clasificación, Gennep mantiene que un catálogo completo de los
ritos de paso incluye teóricamente tres grandes tipos: ritos preliminales (o de
separación), ritos liminales (o de transición) y ritos posliminales (o de incorpo-
ración). Es una observación al paso y no elaborada en el resto de su obra.
Gennep prefiere mantenerse dentro de la trilogía de ritos de separación, transi-
ción e incorporación y solo en el último capítulo del libro menciona, igualmen-
te de pasada, «la existencia de períodos transicionales que a veces adquieren
una autonomía propia» (1961: 191). Es esta propiedad, sin embargo, la que los
hace tan atractivos para la escuela liberacionista.
Empecemos, pues, por donde su principal representante se encontró con
ella. El trabajo de campo de Turner comenzó con un período de estancia entre
los Ndembu, un grupo étnico que habitaba un área de África a caballo entre la
Zambia moderna y la actual República Democrática del Congo.

Desde el mismo principio de mi estancia entre los Ndembu fui invitado a presenciar fre-
cuentes reiteraciones de los ritos de pubertad de las adolescentes (Nkang’a) y traté de
describir lo que había visto de la forma más correcta posible. Pero una cosa es observar
a otras gentes cuando actúan con gestos estilizados y cantan los aires crípticos del ritual
y otra muy distinta alcanzar una comprensión adecuada de lo que esos movimientos y
palabras significan para ellos (Turner, 1969: 7).

Si aprehendemos el significado que las diferentes ceremonias de transición tie-


nen para sus practicantes y, adicionalmente, llegamos a la conclusión de que
representan determinados rasgos permanentes que se hallan en todas las socie-
dades, probablemente nos resulte más sencillo entender la forma en la que las
sociedades cristalizan o cambian. Esto no es sino otra forma de describir la in-
clinación de Turner por la posición emic en antropología.
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 183

En The Ritual Process (1969), si no su obra principal (véanse igualmente


1973, 1974, 1978 y 1982), sí la más estructurada, Turner, una vez acabada su
descripción de diversos rituales de los Ndembu, se vuelve hacia Gennep para
recapitular sus propias conclusiones.

Van Gennep mostró que todos los ritos de «transición» tienen tres fases: separación,
marginamiento (o en latín limen, es decir, un umbral bien delineado) y agregación […]
Durante el período «liminal» intermedio, las características del sujeto ritual (el «pasa-
jero») son ambiguas; pasa a través de una zona cultural que tiene pocos o ninguno de
los atributos de la etapa pasada o de la venidera (Turner, 1969: 94-95).

Tras la fase de reagregación o incorporación, el proceso de paso se ha comple-


tado.
Sin embargo, esta no parece ser una versión cuidadosa del pensamiento de
Gennep. Lo que a él le interesaba, como se ha dicho, era la descripción de las
diferentes transformaciones o pasajes, sí, pero especialmente porque ayudaban
a dejar atrás el estadio inicial y a alcanzar lo que Turner denomina estados sóli-
dos, es decir, los estadios 1 y 3. Para Turner, por el contrario, los ritos de paso
se definen tanto por los elementos fijos que se hallan al principio y al final
como, sobre todo, por el estadio intermedio, que es flexible y abierto. Lo que en
Gennep parecía ser nada más que la designación de un momento fugaz, es decir,
la liminalidad, se convierte para Turner en el núcleo de todo el proceso. La limi-
nalidad es el otro o, como gusta de llamarle, la antiestructura de las rigideces de
la vida cotidiana.

Los atributos de la liminalidad o de las personae liminales («la gente del umbral») son
necesariamente ambiguos, pues esta condición al igual que la de las personas que la tie-
nen elude a o se escapa por la red de clasificaciones que normalmente establecen las
posiciones y los estados del espacio cultural. Los entes liminales no están ni aquí ni allí;
están entre y de por medio de la posición asignada y establecida por la ley, la costum-
bre, las convenciones y el ceremonial (Turner, 1969: 95).

Son una tabla rasa, presta a acoger cualquier escritura o grabado. La liminali-
dad es potencial, movimiento, libertad. Y es este estado de desposesión el que,
a su vez, hace que los neófitos sientan una profunda camaradería mutua. Como
decía Schiller en su Oda a la alegría, la alegría (léase libertad o liminalidad) es
el poder mágico que funda todo lo que la costumbre ha dividido, el espacio en
el que todos los hombres se convierten en hermanos.
Así brilla el poder especial de la liminalidad. Es un momento en que la ri-
queza y la pobreza, la cotidianeidad y lo sagrado se hacen uno y los sujetos dis-
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184 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

frutan de un vínculo especial que ignora los límites del estatus o de los roles y
los funde en una unidad. La fusión de los muchos en uno acompaña a la limi-
nalidad sin excepciones. De esta forma, cada grupo o cada comunidad o cada
sociedad está hecho de unión y separación, de estados diversos y de la experien-
cia unificadora a la que Turner llama communitas. Es aquí, en la communitas,
donde brilla el lazo genérico que hace de todos nosotros seres humanos de for-
ma indistinta. Es el momento de la liberación respecto de la vida diaria y donde
la libertad nos recompensa con el sentimiento profundo al que llamamos amor.
Es también un momento de igualdad. Antes de ser instalado como tal, el supre-
mo líder Ndembu tiene que pasar por una serie de ritos de humillación. Viste
ropa de baja calidad; se aloja en una modesta choza lejos del pueblo; tiene que
aceptar las salidas descorteses de sus futuros súbditos, que le cantan las cuaren-
ta; tiene que hacer una serie de tareas humildes que no volverá a ejecutar una
vez instalado. Por supuesto, acabado el rito, se le entroniza con toda clase de
pompa. En otros ritos diferentes, los neófitos o novicios tienen que adoptar la
misma posición sumisa hasta que pasan el umbral donde ya no son la imagen
misma de la ausencia de rasgos positivos, sino sujetos de derechos. Este mo-
mento de la sumisión «implica que los de arriba no podrían estar ahí sin la exis-
tencia de los de abajo y que quien se halla arriba puede algún día estar abajo»
(1969: 97).
La communitas muestra nuestra común unidad y nos libra de la alienación y
de los estadios rígidos que separan a los humanos. Dignifica nuestra verdadera
esencia humana. Sigue una moraleja. La vida social no puede considerarse como
un proceso disyuntivo (o esto o aquello) o de separación; por el contrario, expre-
sa la dialéctica de lo sagrado y lo profano, de la homogeneidad y de la diferen-
ciación, de communitas y estatus, de igualdad y desigualdad, de la cooperación y
la competencia, diríamos con lenguaje más evolucionista. Todo paso de un esta-
tus rígido a otro necesita de una etapa de carencia de estatus en la que los opues-
tos se reconcilian. «Toda experiencia de vida del individuo contiene momentos
de estructura y de communitas, de estatus y de transiciones» (1969: 97). Para es-
capar de la trampa parmenídea de una estabilidad perdurable hay que entender
que el cambio representa la verdadera urdimbre de la vida. Eso es lo que los he-
gelianos, primero, y, luego, los marxistas solían llamar dialéctica. Hoy, otra co-
rriente intelectual emparentada con ellos habla de movilidades (Urry, 2000).
Turner se extiende mucho y hasta se pone lírico al hablar de las diferencias
entre esas fases de la vida social.

En muchos episodios de liminalidad se atribuye una fuerza mística al sentimiento de


comunidad humana y en muchas culturas se considera que este estadio transitorio está
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 185

estrechamente relacionado con la creencia en el poder protector y punitivo de seres o


poderes divinos o preterhumanos (1969: 105).

De esta forma, la liminalidad reconcilia la diversidad y las contradicciones de


todos los aspectos de la vida social. Es el momento de la fusión entre seres cuyo
único atributo es el de ser iguales. ¿Por qué adopta habitualmente la liminali-
dad en la mayoría de los grupos un aura sagrada mientras que, al tiempo, se la
percibe como algo peligroso o perturbador? La respuesta no debería ser com-
plicada. La communitas revela la fortaleza de los débiles; es la antiestructura
que pone de manifiesto la fragilidad o la impermanencia de las estructuras que
aparentan ser las más fuertes. Póngase por caso el poder de los bufones de las
cortes, el de los mendigos sagrados, el de los tontos del pueblo. Todos ellos re-
presentan los límites de los poderes existentes y ejemplifican la communitas.
Para Turner, hay muchos ejemplos de esos elementos antiestructurales en la his-
toria. Uno especialmente poderoso lo apuntan los movimientos milenaristas que
habitualmente niegan las diferencias y desigualdades, la propiedad privada, los
límites sociales al amor sexual, mientras que demandan las virtudes opuestas de
sus seguidores: ausencia de rangos, humildad general, altruismo, total obedien-
cia a los líderes, amor libre. «La communitas o la “sociedad abierta” difiere de
la estructura o de las “sociedades cerradas” en que potencial o idealmente puede
extenderse hasta el límite de la humanidad» (1969: 112). Dejándose llevar del
poderoso flujo de los setenta, los años en que estaba desarrollando su trabajo
inicial, Turner encontraba un claro ejemplo de communitas en el movimiento
hippie.

Los hippies se interesan más por las relaciones que por las obligaciones sociales y en-
tienden la sexualidad como un instrumento polimórfico de communitas inmediata más
que como la base de una duradera estructura social (1969: 112-113).

El mecanismo básico del pensamiento de Turner no tiene muchos más ele-


mentos. El resto de su libro principal provee variaciones sobre el mismo tema.
Pero poco a poco va dando otra vuelta de tuerca para llevarnos hacia una no-
ción de communitas que choca con su punto de vista inicial. Tras sus trabajos
entre diferentes tribus africanas, Turner no solo encuentra que todas ellas tienen
ritos de paso muy similares, sino que da un paso más. No solo son las tribus que
había estudiado, sino todo el mundo que se encuentra en situaciones liminales
quien tiene rasgos similares en común: o bien se escurren entre los intersticios
de la estructura social, o bien moran en sus márgenes, o bien ocupan los esca-
lones más bajos. De esta forma, cuando Turner habló al principio de la commu-
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186 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

nitas lo hacía para subrayar que esta tenía por misión oscurecer algunos rasgos
menores del estatus para poder subrayar la humanidad común de todos los
miembros de una sociedad, al menos en algunos momentos de su historia. Hasta
los poderosos tenían que ser humillados para probar su comunidad con el resto,
como sucedía a los caciques Ndembu.
Ahora esta condición ha desaparecido. La verdadera communitas es una
llamada a la liberación de los débiles, los enfermos y los oprimidos. La commu-
nitas puede abarcar a todos los miembros de una sociedad, pero estos han hecho
una elección definitiva. Y aquí recurre a Martin Buber. La comunidad, más que
ningún otro instrumento de humanidad compartida que todos pueden experi-
mentar, pasa a ser un lugar de encuentro espiritual y desestructurado para quie-
nes han decidido dejar atrás los rigores de la estructura con sus categorías
opuestas de Nosotros Contra Ellos para disfrutar los placeres del encuentro en-
tre Yo y Tú.

La communitas, con ese carácter desestructurado que representa el lado «rápido» de la


interrelación humana, eso que Buber llamaba lo Zwischenmenschliche [lo interperso-
nal], podría ser representada por «el vacío en el centro», que es en cualquier caso indis-
pensable para el funcionamiento de la estructura (1969: 127).

Y para que no cometamos equivocaciones, Turner nos recuerda que la commu-


nitas no es tan solo una pulsión biológica, sino el producto de cualidades espe-
cíficamente humanas como la racionalidad, la voluntad y la memoria. Al mismo
tiempo que apuesta a favor de ciertas cualidades humanas que todos encerra-
mos, la communitas es en cierta medida una opción y, por tanto, una ocasión
para la liberación.
Pero Turner no es un radical. Después de haber abierto este camino se
resiste a adentrarse en él. A la postre, estructura y communitas se necesitan una
a la otra para que la sociedad pueda crecer de forma armoniosa. Exagérese lo
estructural y estaremos a punto de caer en la inestabilidad; exagérese la com-
munitas y abriremos la puerta al despotismo, a la hiperburocracia o la rigidez
estructural.

De esta manera, la mayoría de los movimientos milenaristas tratan de abolir la propie-


dad o de poseerlo todo en común. Habitualmente eso solo sucede por un corto tiempo
—hasta que aparece la fecha prevista para la llegada del milenio o de los cargos ances-
trales—. Cuando la profecía falla, propiedad y estructura vuelven por sus fueros y el
movimiento se institucionaliza o, por el contrario, se desintegra y sus miembros se fun-
den con el orden social del entorno (1969: 129).
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 187

Desde los ritos de paso entendidos como momentos puntuales de la expe-


riencia social hemos desembocado en una teoría del cambio social. Sociedades
y comunidades se mueven según un ritmo binario de estructura y antiestructu-
ra. En cualquier punto del tiempo ambas aparecen como entidades diferentes
compuestas por agregados diferentes de roles y estatus. Pero si las seguimos a
lo largo de un período caeremos en la cuenta de que su estabilidad es solo rela-
tiva. Repentinamente, ambas comienzan a experimentar desequilibrios internos
que les empujan en direcciones diversas y hasta opuestas a lo anterior. Las fuer-
zas de la antiestructura empiezan a hacerse notar. Una vez que ocurre un cierto
número de cambios (cuyos límites pueden variar desde los pequeños y parcia-
les hasta abarcar a todo el conjunto) o son impuestos por acciones conscientes,
una nueva estructura aparece. Las fuerzas de la estabilidad se ven confrontadas
por las del cambio; la estructura por un sentimiento de communitas que, luego
de un tiempo, se solidificará en una nueva estructura. Y así sin fin, en ciclos,
para siempre. Perpetuum mobile. Una movilidad que, empero, aparece como
algo caprichoso. Turner ve que existen en la historia cambios profundos o an-
tiestructuras en marcha, pero adopta una posición pasiva respecto de su movi-
miento. ¿Por qué los movimientos milenaristas muestran una inagotable inca-
pacidad para abolir la propiedad privada o imponer el acceso sexual sin límites
entre sus miembros? ¿Por qué repiten periódicamente esa danza ritual como las
polillas atraídas por una llama? ¿Por qué la gente no aprende nunca de sus erro-
res anteriores? De hecho, Turner carece de una explicación seria del cambio
social.
Aunque la oposición aquí es binaria (estructura/antiestructura), el mecanis-
mo huele claramente al continuo weberiano de tradición/carisma/burocracia o,
en términos más generales, statu quo/carisma/rutinización. La mediación de lo
que Weber llamaba carisma y Turner llama communitas o liminalidad maquilla
una mera enumeración de acontecimientos en busca de una explicación. Weber
nunca explicó en qué consistía el famoso carisma. Para él, carisma es cualquier
característica tenida por extraordinaria o una personalidad dotada de fuerzas
sobrenaturales o sobrehumanas o, por lo menos, extracotidianas (Weber, 1971).
El carismático dice «Se os ha dicho que hicierais X o Y, pero yo os digo que
hagáis Q y R». Lo que realmente cuenta no es lo que hay que hacer y por qué,
sino el hecho de que el mandato sea obedecido por fieles y devotos. ¿Por qué
lo hacen? ¿Por qué siguen a ese líder carismático y no a otro? La communitas
turneriana se mantiene en la misma indefinición. Sabemos que florecerá donde
haya gente mayormente aherrojada que se relaciona con otra igualmente vacia-
da de cualquier otra característica que no sea su común humanidad, como cuan-
do Yo se cruza con Tú sin esperar ninguna otra cosa. El viento de la antiestruc-
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188 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tura sopla donde quiere, cuando lo cree conveniente. Pero ¿podemos anticipar
sus movimientos? Lamentablemente, solo lo sabremos post-facto.
Inicialmente, la communitas representa un momento inspiracional sin for-
mas definidas que permite a los participantes mirarse unos a otros sin filtros
estructurales, para apoderarse del Otro esencial, de la misma manera en que
Hans Castorp entendió en el Berghof, cuando su mirada cruzó por vez primera
la de Clavdia Chauchat (Mann, 1996), que su Usted (un marcador de distancia
social) se había desvanecido ante un Tú más cercano y real (proximidad simbó-
lica). Turner llama a esta experiencia communitas existencial o espontánea y,
como se ha dicho, con ella entramos en el primer estadio de los cambios socia-
les. Pero la brevedad es parte de la naturaleza de este flash que se impone a los
protagonistas como un rayo caído del cielo. Si se propone ir más allá de lo inter-
personal para convertirse en un agente de cambio necesita dotarse de formas
menos transitorias y más estables. Una communitas duradera requiere una di-
mensión temporal y normativa para envolver a los participantes en un movi-
miento duradero y convertirse en una antiestructura real. De ahí que la commu-
nitas pueda tener un segundo aspecto, una estructura normativa

donde bajo la influencia del tiempo, y la necesidad de movilizar y organizar los recur-
sos y de control social sobre los miembros del grupo para alcanzar sus fines, la comu-
nidad existencial pueda organizarse como un verdadero sistema (1969: 132).

Toda verdadera antiestructura tiene que imitar, de alguna manera, la estructura


a la que está tratando de desplazar y se ve tentada de adoptar las mismas formas
que mantienen estables a las estructuras. Como se ha hecho notar, a eso es a lo
que Weber llamaba rutinización. Para llegar a ser una iglesia, el grupo apostó-
lico en torno a Jesús y las nacientes comunidades cristianas (comunidades exis-
tenciales) tuvieron que esperar al talento organizativo y de mercadeo de Pablo
de Tarso, que las transformó en comunidades normativas. Todo movimiento de
transformación social reproduce en sí mismo la forma de toda estructura. Turner
también habla de un tercer tipo de communitas, a la que llama «ideológica»,
pero esta adición solo tiene la misión ancilar de ser una etiqueta adosada a dife-
rentes tipos de modelos utópicos de sociedades basadas en la comunidad exis-
tencial.
La historia de la orden franciscana es un buen ejemplo del proceso. Fran-
cisco de Asís y su círculo inicial de seguidores representan el estadio fusional o
liminal. Ellos celebraban la pobreza, es decir, la ausencia de sumisión a las co-
sas materiales que les permitía concentrarse en la verdadera naturaleza del alma
humana —el anhelo de comunión con la naturaleza y con Dios—. Sin embar-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 189

go, a medida que la nueva orden crecía en número y en influencia, empezó a


desarrollar un aparato técnico y burocrático de devotos y superiores y una
estructura política que atraían dinero y poder. Francisco podía decir que los
monjes no debían prestar más atención al dinero que al polvo del camino que
levantaban sus sandalias, pero efectivamente los monasterios con su trabajo
duro y bajo consumo no podían librarse de acumular capital, incluso sin contar
las donaciones y las herencias que les dejaban sus fieles. De esta forma, al poco
tiempo, la orden se dividiría entre los Espirituales, leales a la voluntad de pobre-
za del fundador, y los Conventuales, más abiertos a compromisos con las nue-
vas riquezas. Ambos se disputaban a Francisco y querían tenerlo de su lado,
pues había sido él quien dijo que los monjes tenían derecho a usar de bienes
materiales para sobrevivir. Para los Espirituales, el consumo tenía que restrin-
girse al mínimo imprescindible; los Conventuales, por su parte, definían ese mí-
nimo de forma más amplia. Algunos de los Espirituales murieron a causa de su
duro ascetismo. Otros acusaban a los Conventuales de vivir constantemente en
pecado mortal. El conflicto estaba llamado a estallar y así sucedió al cabo de un
tiempo.
Hay muchos ejemplos de la misma dinámica. Turner se refiere a los cultos
Sayahiya de Krishna, que florecieron en la Bengala de los siglos XVI y XVII. Su
rito central eran las relaciones sexuales entre seguidores masculinos y femeni-
nos, que emulaban el amor entre Krishna y Rada. Tras un período inicial en el
que los miembros del culto desarrollaron esas relaciones sexuales espontánea-
mente y se entregaron a prácticas de fusión, también apareció entre ellos la ne-
cesidad de imponer restricciones normativas para evitar sanciones sociales ex-
ternas, con lo que el movimiento pronto se dividió entre facciones opuestas,
cada una de las cuales desarrolló su propia estructura e impuso normas diferen-
tes a sus seguidores.
Ambas historias se enfrentan con el dilema eterno entre lo que Weber llamó
ética de la convicción (Gesinnungsethik), que solo se guía por las propias con-
vicciones, y la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que responde
a las presiones del medio (Weber, 1974). Para Turner, la lección está clara.
Franciscanos y Sayahiyas parecen actuar sobre elementos diferentes de la con-
ducta. «Los Franciscanos renunciaban a la propiedad, uno de los pilares de la
estructura social; los Sayahiyas el matrimonio y la familia, otro de sus pilares»
(1969: 164). Pero todos ellos seguían un mismo camino, desde la antiestructu-
ra y la communitas existencial hasta llegar a un estadio normativo de aceptación
del mundo. «La communitas desestructurada puede unir y mantener unida a la
gente tan solo momentáneamente» (1969: 153). El cambio social sostenible está
en la misma relación con las leyes y las instituciones como lo están los labios y
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190 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

los dientes, diría uno en una muestra de sabiduría pseudoconfuciana. Más aún,
se diría que aparece una nueva astucia de la razón —la liminalidad engendra
communitas para poder saltar a un nuevo estadio de estructuración—.
Turner insiste. La fusión del Yo y del Tú en un Nosotros esencial tiene que
ser liminal, es decir, marginal, pues la duración en el tiempo implica institu-
cionalización y repetición. De esta forma, toda antiestructura está llamada a
recoger algunos de los caracteres de las estructuras que se propone subvertir.
A diferencia de MacCannell, Turner carece de ilusiones sobre la posibilidad de
recuperar la forma original de sociabilidad propia de la Edad de Oro. Todo fu-
turo que emerge acaba por exigir normas. «La communitas espontánea no es
más que una fase, un momento; no puede ser una condición permanente»
(1969: 140). Al fulgor inicial le siguen normas y leyes que Turner no conside-
ra como una malvada apostasía, más bien como «muy apropiados medios cul-
turales que preservan la dignidad y la libertad, amén de la supervivencia fí-
sica, de cada hombre, mujer y niño» (1969: 140). La anarquía, ya futura, ya
propia de un pasado idealizado, no es para los turnerianos de pro un marcador
de la dignidad y la libertad humanas. Turner creía en los poderes civilizadores
del contrato social más que en las pretendidas virtudes redentoras del estado
de naturaleza.
Turner tuvo un viaje iniciático largo y lleno de meandros. Su impulso ini-
cial apuntaba a una gran ambición, la de revelar las leyes fundamentales del
cambio social y la historia. La dinámica social seguía los contornos de estabili-
dad y cambio presentes en algunos momentos y en muchas sociedades. To-
mando impulso en el estudio de Gennep sobre los ritos de paso, Turner conci-
bió el mecanismo de cambio social como un continuo que comienza en un
determinado nivel de estabilidad y seguido de otro lleno de incertidumbre o
libertad al que llamaba liminalidad para acabar en la fase final con nuevo equi-
librio de fuerzas. Cada una de esas fases, empero, tiene un peso distinto. El
duende dentro de la máquina es la liminalidad, pues es la única instancia en la
que el cambio puede manifestarse. Aporta su antiestructura a la rigidez de la
vida social anterior y alimenta el fuego interno que acaba con toda resistencia a
los cambios. Crea una profunda comunalidad entre sus partidarios, un torrente
de communitas espontánea de los iguales. Esa communitas generalmente inte-
gra a los carentes de poder, a los marginados y a toda la demás gente de otros
estratos sociales que deciden poner su suerte en sus manos. Pero la liminalidad
y la comunidad no pueden ser permanentes. La communitas existencial de her-
manos, hermanas y demás creyentes pronto genera una nueva estructura, luego
seguida de otra liminalidad de la que brota otra una nueva estructura, otra limi-
nalidad y otra vuelta de tuerca. Y así hasta el infinito.
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 191

Este mecanismo teórico se proponía explicar el cambio y, más allá, las


estructuras de la historia. Pero lo hacía al precio de homogeneizar todo en un
pasodoble cuyas nuevas figuras obtendrían juventud perdurable por medio de
continuos estadios de liminalidad. Todo eso suena un tanto confuso. ¿En qué
consiste a la postre esa misteriosa liminalidad? Como no es un estadio, sino una
fase; como no es descanso, sino movimiento; como ha comenzado ya pero no
ha llegado a su fin; como no es de aquí ni de allí, sino que está entre medio y
entre tanto, Turner no se preocupa de más. La liminalidad aparecerá doquiera
que haya un espacio para el cambio, para la libertad. En sí, la liminalidad no
tiene ella misma historia, con lo que podemos encontrarla allí donde nos plaz-
ca, en cualquiera de las sorpresas que nos da la vida. Los procesos sociales
hacen mutis por el foro y la inicial promesa de una imponente sociología del
cambio se convierte en una teología de la liberación que, como todas las teolo-
gías, prefiere la verdad revelada al uso de la razón.
Turner, empero, parece ser consciente de la debilidad de esta explicación,
de que es un trampantojo para aceptar que el cambio existe sin tener que expli-
carlo. Tal vez por eso, acaba por introducir una cláusula definitoria. Hay una di-
ferencia entre la liminalidad que aparece en los ritos de desviación del estatus y
en los de rechazo del mismo. En los primeros el novicio salta de una vez por
todas desde una posición inferior a otra superior en el orden social. Son momen-
tos definitivos para los que no hay vuelta atrás. El segundo tipo de liminalidad
aparece más a menudo de forma cíclica en determinados momentos del calen-
dario, en rituales que se celebran en momentos determinados del ciclo de las
estaciones. Algunas categorías sociales de bajo estatus son autorizadas, incluso
animadas, a ejercer autoridad ritual sobre los poderosos. Esos rituales suelen ir
acompañados de cierta violencia, verbal y no verbal, para con los superiores que
la aceptan con benevolencia. «Los fuertes se tornan débiles; los débiles actúan
como si fueran fuertes» (1969: 168). Pero a Turner no se le escapa que estos ri-
tuales de desviación solo dan paso a una fantasía de superioridad estructural.
Turner dispensa mucho menos entusiasmo a los rituales de rechazo que la
mayoría de sus seguidores. Esos rituales y las licencias que los acompañan
pronto se desvanecen, en tanto que las estructuras existentes perduran en el
tiempo.

El disfraz de los débiles como fuerza agresiva y el subsiguiente disfraz de los fuertes
como humildad y pasividad son medios de limpiar a la sociedad de los «pecados»
engendrados por su estructura […] Se amuebla así la escena para que se desarrolle una
experiencia extática de communitas seguida de un sobrio retorno a una estructura que
ha sido así purgada y renovada (1969: 188).
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192 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Los ritos de desviación no son más que un fuego fatuo, no ocasiones para cam-
bios reales (Caro Baroja, 1979a, 1979b).

La liminalidad de la desviación de estatus puede ofrecer una oportunidad para escapar


de la communitas de la necesidad (que es por supuesto inauténtica) hacia una pseudo-
estructura en la que cualquier extravagancia de conducta resulta posible. Pero […] lo
que resulta es una especie de media social, una posición como la del punto muerto en
una caja de cambios, desde donde se puede proceder en diversas direcciones y a dife-
rentes velocidades en un nuevo movimiento (1969: 202).

Pero esto tampoco resulta completamente satisfactorio. Los ritos de desvia-


ción y de rechazo se han dado a lo largo de toda la historia. Algunos de ellos se
convirtieron en movimientos comunales y engendraron nuevas estructuras ¿Por
qué tuvieron éxito unos y fracasaron otros? ¿No hay rasgos que nos permitan
entender su proceso de forma más satisfactoria? Aquí es donde Turner aparece
con una nueva diferencia entre lo liminal y lo liminoide. Lo liminal caracteriza
a las sociedades cíclicas y repetitivas que ignoran las ideas innovadoras y el
cambio tecnológico. Estas dos últimas cosas solo pertenecen propiamente a la
modernidad, que ha establecido una clara división entre trabajo y juego que
llega hasta las áreas más remotas de la vida social. Las otras sociedades son el
reino de la necesidad, la modernidad es la región del cambio.
La linde histórica entre estas dos formas de experimentar la communitas o
el momento de la antiestructura vino dada por la revolución industrial. Nue-
vamente, Turner da la impresión de que está cambiando su visión anterior.

La falta de distinción entre sistemas y géneros simbólicos pertenecientes a culturas que


se desarrollaron antes y después de la revolución industrial puede crear gran confusión
tanto en el terreno teórico como en la metodología operacional (1982: 30).

Esta seria advertencia recuerda al lector que existe un abismo básico entre las
formas que el trabajo, el juego y el ocio adoptan en cada una de esas formas
sociales. Turner arrumba así su idea inicial del cambio como una infinita regre-
sión de la misma fórmula y adopta una visión del mismo como desarrollo, ya
lineal, ya en espiral.
Pese a las muchas diferencias entre los miembros de esta clase, las socie-
dades preindustriales concebían el trabajo como los trabajos de los dioses, es
decir, el trabajo es la forma en la que los humanos participan en un orden cós-
mico preordenado por instancias extrahumanas. Sean cuales fueren los detalles
que aportan todas y cada una de ellas, lo que cuenta es el ajuste entre el traba-
jo del hombre y el de Dios, con lo que la relación sagrado/profano se convierte
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 193

en la estructura simbólica básica. Los ritos enlazan a ambas áreas en formas


armónicas o polémicas. Un ritual mal hecho puede servir de ocasión para que
la divinidad muestre su enfado bajo la forma de una mala cosecha, una sequía
o cualquier otro infortunio, mientras que las buenas cosechas muestran que los
hombres están haciendo el trabajo que agrada a los dioses. Añádase a esto otro
trazo importante: que el trabajo incluye a toda la comunidad. Todos sus miem-
bros están atados a él y no pueden elegir abstenerse del binomio trabajo/ritual.
Las sociedades industriales, por el contrario, funcionan con una lógica dife-
rente. Sus dos extremos son el trabajo y el juego. Turner recuerda los muchos
aspectos lúdicos del trabajo en las sociedades tradicionales, pero inmediata-
mente los cualifica. Lo que a los observadores externos puede parecer un juego
es otra forma de seriedad. Los Ndembu del trabajo inicial de Turner mezclaban
sus ritos para controlar el nacimiento de gemelos con una fuerte dosis de apa-
rente lascivia y una sexualidad agresiva. Dar a luz gemelos suponía para ellos
una rareza que ponía en peligro el orden cósmico y necesitaba de un poderoso
exorcismo. Si naciesen muchos gemelos, eso podría representar un desequili-
brio económico en una sociedad con escasos recursos, amén de confundir el res-
peto por la edad. ¿Cuál de los gemelos tenía derecho a la precedencia? El mu-
cho humor y la inventiva que se incluían en el ritual servían para recordar a los
Ndembu la seriedad de la ocasión.

Bromear es divertido, pero es también una sanción social. Hasta las bromas tienen que
respetar el «segmento áureo», lo que es una característica ética típica de «sociedades
cíclicas y repetitivas» que aún desconocen el equilibrio entre ideas innovadoras y cam-
bio tecnológico (1982: 32).

Eso está a una distancia sideral del flujo de las sociedades modernas donde el
aspecto liminal de los ritos los torna en opuestos liminoides regulativos. En el
orden industrial o capitalista la línea divisoria básica no corre entre el trabajo
divino y el humano, sino que marca al trabajo como algo distinto del juego y
del ocio.
¿Qué es el juego? Mientras que el trabajo delinea un campo de acción ins-
trumental que une medios y fines por medio de un enlace formalmente racional,
el juego apunta en la dirección opuesta, a un tipo ideal de acción separada de
esta clase de racionalidad. El juego es una actividad subjetiva cuyos componen-
tes no están sujetos a cálculo, es decir, a racionalidad formal. Mientras que esta
última apunta a la esfera del beneficio económico o una orientación hacia el
interés propio, el juego ignora esas dimensiones (Dumazedier, 1962; Dumaze-
dier y Rippert, 1966). De esta forma, la diferencia entre trabajo y juego es una
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194 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

idea por completo moderna. No hay nada semejante a una clase entregada al
ocio (Veblen, 2001) en las sociedades premodernas.
Esto parece ir en contra de la experiencia histórica (Aranguren, 1961;
Grazia, 1964), pero, en la estela de Dumazedier, Turner se aferra a la noción y
eso no es un capricho banal. El ocio significa libertad en los dos sentidos que
Isaiah Berlin daba al término. Es libertad de los ritmos de la factoría o la ofici-
na, y es libertad para generar nuevos mundos simbólicos y para jugar a todas
clases de entretenimiento. Esta estructura no existía antes de la llegada del capi-
talismo, pues solo en él puede florecer la solidaridad orgánica de Durkheim, es
decir, una compleja división del trabajo.
La sociedad moderna ofrece mucho más espacio para la discusión, la críti-
ca y hasta el radicalismo del que jamás pudieron imaginar las sociedades tradi-
cionales.

Las fases liminales en las sociedades tribales invierten, pero no subvierten el statu quo,
la forma estructural de la sociedad; el rechazo señala a los miembros de una comunidad
que el caos es la alternativa al cosmos, así que más les vale estar con el cosmos, es decir,
el orden tradicional de la cultura, aunque puedan ocasionalmente disfrutar del caos
(1982: 41).

La modernidad no solo reconoce la diversidad y la libertad, sino que les impo-


ne un aura permanente y sagrado. Mientras que lo liminal dura un suspiro, lo
liminoide es mucho más estable. Mientras que la liminalidad tradicional apare-
ce como una llamarada que se extingue con rapidez, la libertad es parte inte-
grante del orden de la modernidad. Poniendo un nuevo clavo en el ataúd de
MacCannell, Turner concluía que las semillas de la transformación cultural, del
descontento y de la crítica social implícitas en la liminalidad tradicional se han
tornado en rasgos permanentes y estructurales de la modernidad. Esas cualida-
des liminoides no solo actúan a escala de la sociedad entera, sino que dan mu-
cha más cancha a la creatividad individual de la que esta podía encontrar en las
sociedades tradicionales. Lo liminoide echó raíces con la revolución industrial
y maduró en el entorno contractual que engendró las sociedades liberal-demo-
cráticas de Europa y América en el siglo XX. Y Turner concluía:

Para una mayoría de la gente lo liminoide resulta ser más libre que lo liminal, una cues-
tión de elección libre, no una obligación. Lo liminoide se asemeja más a una mercancía
—de hecho, a menudo no es más que una mercancía que uno elige y paga— que lo limi-
nal, que inspira lealtad y que está ligado a la calidad de miembro, o del deseo de serlo,
en un grupo altamente corporativo (1982: 55; cursivas de Turner).
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 195

Hemos entrado así en un territorio que no puede estar más lejos del de
MacCannell.
Turner era bien consciente de que al escribir estas reflexiones estaba ini-
ciando un nuevo camino, pero la muerte le salió al encuentro antes de que pu-
diera adentrarse mucho en él. No se ocupó del turismo y los viajes en general,
pero trató de ofrecer hipótesis que permitan comprender su relación con los tra-
bajos de la modernidad. Cuando se trata de esta última, Turner parece haber
promovido las conclusiones correctas, aunque no podamos estar seguros de que
lo hiciera por las razones correctas. Incluso al final de su obra, Turner parece no
poder escapar del ensalmo de que trabajo y ocio obedecen a pulsiones contra-
dictorias y que solo el segundo es verdaderamente humano. De esta manera,
Turner mantuvo el mismo abismo entre la vida ordinaria y la extraordinaria que
ha sido la plaga de la sociología occidental por largo tiempo y cuyo rastro puede
encontrarse en la obra de Max Weber.

La condición weberiana

Aunque no le cite explícitamente, uno no puede dejar de oír ecos de Weber en


la dicotomía de Turner entre el trabajo y el juego. El trabajo no es sino la pues-
ta en práctica de la racionalidad formal, de la adecuación entre medios y fines
con vistas al beneficio económico. Por otro lado, aunque Turner no define cla-
ramente lo que entiende por juego, sí apunta que está libre de semejantes limi-
taciones. Para entender las implicaciones del argumento tenemos que ir a las
fuentes, que no son otras que las tesis tan alabadas sobre las raíces del capita-
lismo en algunas corrientes del protestantismo tal y como las expuso Max
Weber. No solo esperaba Weber haber contribuido así a la mejor comprensión
posible de la dinámica del capitalismo y su aparición; también creía haber
demostrado que la cultura es el motor decisivo de la historia y del cambio.
La tesis se ha convertido en parte de la sabiduría convencional y ha sido
aceptada con reverencia desde que alcanzó su estadio canónico. En esencia,
plantea que la teología calvinista fue la primera en perseguir el éxito económi-
co por medio de una lógica instrumental o formal. Más tarde, este tipo de racio-
nalidad instrumental cambiaría su piel teológica para convertir al mero cálculo
racional en la finalidad decisiva del capitalismo maduro. La insistencia de We-
ber en las dimensiones ideales (el adjetivo es suyo; hoy diríamos culturales) del
Big Bang que creó el mundo moderno implicaba una categórica apuesta contra
la que en su tiempo se llamaba la teoría materialista de la historia. La tesis del
protestantismo era una tesis de combate que, bajo la etiqueta antimaterialista, se
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196 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

pronunciaba no solo en contra del marxismo, sino de todas las explicaciones


que tuvieran a la economía por el motor fundamental de la acción humana.
Ese no fue, empero, el paso inicial de Weber. Al comienzo de su carrera,
antes de la depresión nerviosa, entre 1898 y 1904, Weber se mantuvo más cerca
del luego descartado materialismo. No es que fuera en modo alguno un positi-
vista de pro incluso en esa época, pero a la sazón trataba de encontrar una vía
media entre las concepciones de la historia de Roma defendidas, respectiva-
mente, por Karl Bücher y Edouard Meyer, que encabezaban la historiografía
economicista y la culturalista. En una lección pronunciada en 1896 en la Acade-
mische Gesellschaft (Sociedad Académica) de Friburgo, Weber expuso sus opi-
niones sobre la causa del declive romano. Por un lado, defendía la bien conoci-
da tesis historicista de Meyer de que los períodos históricos son unidades com-
plejas que no pueden ser comparadas fácilmente con otras. Cada una ha de ser
estudiada a través de sus propios valores o, en jerga más moderna, con una vi-
sión emic. Sin embargo, Weber también sentía las razones de Bücher. La deca-
dencia romana ha de ser estudiada a través de la evolución de las instituciones
sociales básicas del imperio, especialmente la de la decadencia de la esclavitud
como motor de la economía.
El final del ciclo histórico que se conoce como Antigüedad Clásica vino
marcada por la incapacidad de la esclavitud para proporcionar sus antiguos be-
neficios económicos en un entorno que había cambiado por completo. A lo lar-
go del período clásico, la esclavitud había proporcionado mano de obra barata
a los latifundios de la época, impidiendo un eventual desarrollo del comercio
urbano como alternativa para la economía. Con el paso del tiempo, pues, la es-
tabilización de las fronteras imperiales produjo un cuello de botella en la ofer-
ta. Los esclavos eran sobre todo prisioneros de guerra, así que el mercado de
trabajo sufrió cuando las guerras llegaron a una relativa parálisis. Los esclavos
dejaron de ser tan baratos como en los siglos anteriores y, a resultas de ello, con-
seguir hacer de la agricultura un buen negocio fue cada vez más difícil. Incluso
cuando se convirtió a los esclavos en colonos libres, transfiriéndoles así el cos-
te de su mantenimiento y reproducción, la situación no mejoró. Tan pronto
como las fincas fueron divididas en unidades más pequeñas se hizo imposible
producir para los mercados urbanos y la tenue red comercial que había sido
posible en el tiempo pasado se desgarró y desapareció al poco. La antaño flore-
ciente vida urbana se vino abajo y el ejército se convirtió en una fuerza merce-
naria interesada sobre todo en labores de policía y en las intrigas políticas.
Así lo resume Weber:

La ruptura del imperio romano fue la inevitable consecuencia de un hecho económico


fundamental: la desaparición del comercio y la expansión del trueque. En esencia, esa
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 197

desintegración pareció ser la causa del colapso del sistema monetario y administrativo
y de la superestructura política del imperio, que ya no se podían adaptar a la infraestruc-
tura de la economía natural (1973: 235).

A pesar del lenguaje, la explicación weberiana de este proceso histórico no


traía consigo un equipaje marxista. De hecho, la explicación resulta estar muy
próxima a la tendencia central de la economía política (Gibbon, 1909; Smith,
2002, 2007). Mientras que Marx insistía en la lucha de clases como primer mo-
tor, los economistas clásicos subrayaban que las sociedades básicamente evolu-
cionan al elegir, a menudo sin conocerlas, entre las opciones económicas que se
les presentan. Que esa elección vaya a ser la acertada no está escrito en parte
alguna.
Para 1904, la fecha en que publicó dos importantes ensayos sobre la ética
protestante en el Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik (Archivo de
Ciencias Sociales y Política Social), en cuyo consejo editor había entrado, We-
ber adoptaba una posición por completo diferente. Ido para el resto de sus días
el coqueteo con las explicaciones economicistas. A lo largo de los siguientes
dieciséis años solo iba a interesarle entender por qué solamente el puritanismo
había conseguido abrir el camino a la racionalidad formal que tanto se había re-
sistido a otras religiones mundiales (hinduismo, budismo y confucianismo).
La explicación, como es bien sabido, discute algunas abstrusas nociones
teológicas sobre el libre albedrío, la gracia y la predestinación. Los católicos ro-
manos y los luteranos pensaban que la salvación de las almas vendría, respec-
tivamente, por sus buenas obras o por la fortaleza de su fe, pero ambas cosas
suponían una inconcebible limitación a la libertad divina tal y como la conce-
bía Calvino. Tan solo Dios, con su propia e insondable lógica, podía conceder
o negar el don de su gracia. Él había decidido desde toda la eternidad quién
habría de salvarse y quién correría a su condenación.
¿Cómo se las habían los calvinistas con ese duro destino? Uno se imagina
que habrían de caer en la más absoluta desesperación. ¿Para qué gastar tiempo
y esfuerzos en tener una vida de decencia cuando eso de ninguna manera mejo-
raría sus oportunidades de salvación? ¿Cómo respetar a un Señor tan capricho-
so? Ninguna teología puede celar un corazón tan frío y los puritanos trataron de
encontrar alguna rendija en la puerta. El desconocimiento de su papel en el plan
de su Dios podía ser el estado natural de los peregrinos, pero estos no podían
quedarse ahí. Los fieles deberían olvidarse de esas estrecheces y obrar como si
no existiesen. Las buenas obras pueden ser innecesarias para la salvación, pero
ayudan a librarse de la angustia. Aunque ninguna criatura conocerá su destino
hasta encontrarse con su creador, el éxito terrenal puede ofrecer un atisbo de
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198 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

luz. Cuanto más estrictas sus vidas, cuanto más cercanas a la ética de su fe, tan-
tas más oportunidades de salvación se ofrecían a los calvinistas. El éxito en la
propia vocación reconcilia a la predestinación con la necesidad puritana de una
moral intramundana.
Eso es lo que proporciona su fuerza al verdadero creyente —su disposición
a colaborar en la economía de la salvación de forma ordenada y sistemática—.
No son tanto las acciones las que cuentan, sino la forma en que se ejecutan. El
orden, la regularidad, el sistema, tienen que tomar el lugar de la bondad. Así, la
suprema norma de una aparentemente imposible moral calvinista viene a dar en
el respeto a la ley y a los contratos y en una conducta ajustada a ellos. Su acep-
tación generalizada favorecería de forma inconsútil los tipos de conducta orien-
tados metódicamente al beneficio, que son la piedra de toque del capitalismo
para Weber. ¿Por qué esta conversión de la angustia en moral representó un
punto tan importante en la historia? Porque se trataba de aumentar la producti-
vidad de la acción aunque no se la designase con ese nombre, en el doble sen-
tido de aversión al exceso y de devoción por el trabajo metódico. Los excesos
de los nuevos ricos están tan lejos de eso como del amor caballeresco por las
dádivas o por el honor. Para Weber, la ética puritana se impuso por su metódi-
ca aplicación al trabajo, por su sentido de la proporción entre fines y medios,
por su afición al ahorro.
Para el justo, el rechazo de todo cuanto sea improductivo debe alcanzar a
todas las relaciones sociales. No existe una jerarquía objetiva entre los distintos
trabajos pues tienen todos ellos la misma dignidad. Lo que cuenta es realizarlos
con eficacia, dejando de lado el esfuerzo excesivo y la falta de asiduidad. De
esta manera, la distinción entre trabajos puros e impuros que impedía la activi-
dad provechosa en las sociedades tradicionales queda desprovista de sentido. El
ocio y el esparcimiento también tienen su lugar en la economía divina, pero
deben ser rechazados si no contribuyen a la conducta ordenada. Las relaciones
sexuales, por ejemplo, solo pueden aceptarse cuando tienen por finalidad la re-
producción; todo lo demás genera perdición. Las acciones, pues, no cuentan; lo
que cuenta es su forma. De esta manera, la convicción interior de la salvación
propia se desliza sin esfuerzo hacia la mentalidad capitalista.
La fuerza del puritanismo se derivó de esta fijación con el orden y el siste-
ma. Los peregrinos ayudaron a destruir el orden tradicional que no respetaba la
relación entre medios y fines. El puritano solo creía en los resultados, así que
no tenía razones para respetar las soluciones de sus antepasados cuando estas
interferían con la lógica racional. Tómese, por ejemplo, la historia de la usura.
Durante siglos había habido gran resistencia a aceptar que el dinero pudiera
parir dinero y la mayoría de las religiones lo consideraban como una transgre-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 199

sión moral. No así el puritanismo. Prestar dinero a interés perdió su infausto


linaje y se convirtió en una profesión tan respetable como vestir la púrpura,
tener una tienda o cultivar los campos. Así, el puritanismo se aprestaba a derruir
todas las barreras a la racionalidad económica, condenando a todas las formas
sociales previas que no la habían respetado. Nada personal, pero si por la causa
de la productividad fuere menester acabar con las viejas tradiciones, que así sea.
Como la mayoría de las grandes hipótesis, la tesis de la ética calvinista ha
recibido numerosas críticas. Algunas la consideran demasiado simple al conver-
tir a todas las sociedades precapitalistas en una nebulosa carente de límites cla-
ros. Sin duda, la racionalidad formal no desempeña el mismo papel en la Anti-
güedad Clásica, en la India o en China que en la Inglaterra victoriana, pero esa
limitada presencia no significa que esas culturas fueran tan solo formas imper-
fectas de esta última. Semejante conclusión solo puede ser defendida al precio
de convertir a la razón instrumental en la única y verdadera conquista de la hu-
manidad, lo que parece dar demasiadas facilidades a la idea de la supremacía
occidental. Por fundada que sea (Polanyi, 1957; Tönnies, 2001), esta objeción
yerra su blanco, al limitarse a requerir una mejor comprensión de la evolución
histórica, dejando de lado por qué la acumulación de capital hubiera de tener su
cuna y su éxito inicial en Europa occidental, tras las guerras de religión de los
siglos XVI-XVII, y no en otras geografías del ancho mundo.
Otras críticas aceptan que la hipótesis del calvinismo es correcta y ha teni-
do amplias consecuencias culturales. Como se ha dicho, esa confesión reduce
la razón al cálculo instrumental. Si tras de ello uno identifica esa lógica instru-
mental con el capitalismo o la modernidad, es sencillo concluir que no hay lugar
en el mundo para cualquier otra opción que no pueda ser sometida a cálculo. El
Logos de la modernidad es ajeno a la pasión, a la poesía, a la imaginación, a
Eros —todas ellas pulsiones que integran la experiencia humana—. La moder-
nidad libra así una batalla perdida porque siempre habrá una Hester Prynne dis-
puesta seguir a su corazón por sobre sus intereses, y hasta Arthur Dimmesdale,
su cobarde amante, acabará por reconocer al fin que hallaba más satisfacción en
el pecado que en la conformidad con la virtud. La lógica de la modernidad es
una guerra despiadada en la que la racionalidad formal, como el dios azteca
Huitzilopotchli, exige que sean sacrificados más y más prisioneros para que la
comunidad siga su curso.
Esta línea argumental tiene versiones radicales y versiones ligeras. El pro-
pio Weber miraba con recelo los pretendidos encantos de la modernidad. La
sumisión a la racionalidad formal acabaría por confinarnos en la jaula de hierro
de la uniformidad burocrática. Para Freud, los conflictos del individuo acaban
siempre por imponerse al lado represivo de la civilización, aun a costa de sufrir
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200 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

una patología mental. Norbert Elias veía cada avance de la civilización moder-
na como una pérdida en la economía libidinal del yo. Otros, como Huizinga y
Turner, hablaban de una fuerza centrífuga, ya sea el juego, ya la liminalidad,
que compensa a los modernos de los pesados sacrificios que tienen que ofrecer
en el altar de la racionalidad. En ambas versiones, la radical o la moderada, la
dicotomía Logos/Eros parece incapaz de explicar por qué el proceso se mani-
festó en una determinada coyuntura histórica y solo en ella.
La insistencia de Weber en el espíritu metódico del capitalismo moderno
no resuelve el enigma de la acumulación. En la realidad, el capitalismo moder-
no ha conseguido escapar de la trampa maltusiana (Clark, 2007) y establecer
una Gran Divergencia con las formas de economía que le han precedido. Así
hizo posible un crecimiento económico que no tiene igual en otros tipos de so-
ciedad y, pese a los teóricos del intercambio desigual, ha ampliado el bienestar
económico mucho más allá del lugar de su cuna. Cuando Weber le da a la acu-
mulación el puesto de segundo violín respecto de la racionalización ascética de
la vida profesional, o cuando mantiene que el poder del calvinismo provenía de
su modelo racional de conducta, no de su capacidad de reproducir en futuros
ciclos de crecimiento la producción de bienes y servicios, Weber añade su voto
al de quienes se proponen mantener intacto el misterio del capitalismo, con lo
que cae en sus mismos errores. A la postre, el desarrollo económico no es más
que el fruto del trabajo y el ahorro, es decir, es una racionalización formal del
futuro. Ese es el fertilizante que, según Weber, propició el florecimiento del ca-
pitalismo.
Es una inferencia sospechosa, y más aún si se la extiende a todo el pasado.
La vida monástica en las tradiciones cristiana y budista defendía el ascetismo y
el consumo frugal. Sin embargo, con el tiempo, los monasterios entraron en un
ciclo infernal. Los monjes producían más de lo que consumían y sus riquezas
aumentaban así; el voto de pobreza dejaba de practicarse; el exceso se conver-
tía en norma. Los conventos florecían económicamente, pero esa pleamar no
hacía subir a todos los barcos. La acumulación no se extendía más allá de sus
muros, que se tornaban oasis de opulencia en un desierto de pobreza. Tras ello
aparecían nuevos reformadores con sus propuestas de volver al pasado ascetis-
mo; fundaban nuevas órdenes monásticas; y el ciclo volvía a empezar. El asce-
tismo era incapaz de generar la acumulación de capital a escala de toda la so-
ciedad.
El puritanismo aparentaba ofrecer una vía de escape a este séptimo círculo
con su nueva forma de entender la riqueza. Lejos de ser el peor de los pecados,
hacerse rico era algo glorioso, como diría Deng Xiao Ping siglos más tarde. Ha-
ciéndose ricos, los puritanos cumplían con los planes divinos, así que deberían
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 201

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 201

estar satisfechos de serlo. Posiblemente, semejante percepción traía un poco de


serenidad psicológica a los peregrinos que durante siglos habían oído que el
camino del infierno estaba pavimentado con dinero. Pero la acumulación tiene
poco que ver con la psicología individual. Lo que realmente cuenta es el fantas-
ma dentro de la máquina que transformaba las riquezas ociosas de los conven-
tos dentro de un tipo de economía que ofrecía grandes recompensas a la mayo-
ría. ¿Era ese valor tan solo un estallido de ascetismo puritano?
Lo más probable es que no. Al menos, así se ha apuntado antes y después
de Weber. No hay motivos serios para mantener que el ahorro ascético abrirá un
atajo a la acumulación. La tesis cae en lo que Keynes llamaba la paradoja del
ahorro. Ahorrar beneficia a los individuos, pero daña a la sociedad.

Pues aunque un aumento del ahorro individual parece incapaz de tener una influencia
significativa en su propia renta, la influencia del nivel de su consumo sobre la renta de
los demás hace imposible que todos los individuos puedan a la vez ahorrar sumas sig-
nificativas. Cada nuevo intento de reducir el consumo afectará de tal manera a las ren-
tas que acabará por derrotarse a sí mismo necesariamente (1936: 84).

Weber no tiene una respuesta suficiente a esta objeción y su ademán implican-


do que «está ahí» no puede considerarse que lo sea.
Si se toma en serio, como indudablemente lo hacía Weber, la tesis del pro-
testantismo debería desembocar más bien en el estancamiento que en la acumu-
lación. Imaginemos una comunidad autosuficiente que cada año produce más
que el anterior, aumentando así el bienestar de los comuneros. Imaginemos que,
procedentes de otra galaxia, llegan allí unos cuantos hugonotes franceses hu-
yendo de la revocación del edicto de Nantes y que estos puritanos acaban por
convertir a la población original a sus creencias. La racionalidad instrumental y
el ascetismo mundano se convierten en el nuevo credo y la gente local aumen-
ta su productividad, por un lado, y reduce su consumo, por el otro. El resultado
no tiene vuelta de hoja. Los productores permanecerán sin poder vender sus
mercancías y los consumidores reducirán sus compras aún más. Orden y siste-
ma regirán la vida económica, pero a costa de aumentar la pobreza. Ascetismo
y acumulación no son buenos compañeros de cama.
Mandeville había dado ya en este blanco con su Fábula de las abejas
(1997). Allí cuenta la historia de una floreciente colmena bien dotada de abejas
que vivían con lujo y sin estrecheces. Pero no era perfecta. En cada uno de los
oficios había quien trampeaba y ninguna profesión permanecía sin mancha. Los
abogados cargaban demasiado por sus escasos esfuerzos; los médicos preferían
la fama y el dinero a la salud del paciente; había muchos ignorantes entre los
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 202

202 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

letrados y los clérigos; algunos generales se dedicaban marcialmente a derrotar


al enemigo, pero otros se quedaban en la corte y se dejaban sobornar para no
luchar; los ministros eran corruptos, y los jueces dejaban que les untasen la
pata. Pero el perverso vicio de la avaricia estaba sometido a la más noble virtud
de la prodigalidad y el lujo empleaba a miles de pobres. De esta forma, el vicio
agudizaba el ingenio, lo que, junto con el trabajo duro, hacían crecer el confort
y los placeres de tal forma que los más pobres vivían como los ricos de antaño.
Lamentablemente, las abejas ignoraban que la perfección no es cosa de este
bajo mundo, así que criticaban los malos hábitos de los demás y denunciaban su
deshonestidad y su codicia con tal pasión que un Júpiter irritado decidió librar a
la revoltosa colmena del fraude y del vicio. Con ello, picapleitos y jueces se
hicieron innecesarios porque nadie se entregaba al fraude; los doctores carecían
de incentivo para buscar nuevos y mejores remedios, con lo que sus pacientes
morían en mayor número; los burócratas arrepentidos se limitaban ahora a sus
salarios y no tenían interés en aumentar su productividad. La colmena volvía así
por sus antiguos fueros morales. Y con ello vino el desastre. El precio de la tie-
rra y de las casas cayó; millones se quedaron sin trabajo; los fieles de la nueva
moral se negaban a consumir; los restaurantes, los bares, las casas de modas y
los lugares de ocio nocturno se quedaron sin clientes; como no había dinero, los
bancos no encontraban a quién prestárselo y los aspirantes a empresarios no
gozaban del crédito. La moraleja de Mandeville es bien sabida:

Dejemos a un lado las quejas; solo los bobos se esfuerzan


En hacer honrada a una gran colmena.
Disfrutar de las cosas buenas del mundo,
Y ser famoso en la guerra mientras se vive en abundancia,
Sin grandes vicios, es una vana
EUTOPIA asentada en el cerebro.
Fraude, lujo y competencia tienen que pervivir
Para que podamos recoger sus beneficios
[…]
La mera virtud no puede garantizar a las naciones
Una vida de esplendor y aquellos que quieran revivir
La edad de oro, tienen que librarse
Tanto de las bellotas como de la honestidad.

Mandeville estaba aún preso de una vieja tradición que había visto al lujo
como la otra cara del fraude, así que no establecía rígidas distinciones entre am-
bos. Sin embargo, fue uno de los primeros pensadores en romper con la idea de
que el lujo debería ser sospechoso (Berry, 1994). El lujo no solo no favorecía la
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 203

ociosidad y el afeminamiento (un término común en los días de Mandeville


para afear la debilidad de carácter, que era considerada impropia del hombre y,
por tanto, algo pernicioso), sino que mostraba favorecer el empleo.
Las ideas de Mandeville propiciaron un animado debate sobre el lujo en el
XVIII. Adam Smith y David Hume le siguieron de cerca en lo que se refiere a los
beneficios económicos que se derivan del lujo (la idea del consumo de masas, es
decir, del lujo al alcance de la mayoría, aún no era conocida en su tiempo) y aun
le mejoraron. Mientras que es difícil saber si en Mandeville el lujo puede ser pa-
trimonio de alguien más que de las clases altas, Hume adoptó una posición más
amplia y más radical. Hasta las clases bajas podían beneficiarse de su impulso al
crecimiento económico (Shovlin, 2008). Smith se hacía lenguas de las inversio-
nes productivas en educación y en tecnología como motores del desarrollo. Ade-
más, él, así como otros autores de su tiempo, alababan el consumo porque aumen-
taba el nivel cultural social en general, propiciando avances en las artes y el refi-
namiento de las costumbres. Así se abría paso una importante visión, a saber, que
la diferencia entre bienes de consumo esenciales (lo que llamamos gastos básicos
o de supervivencia) y bienes de «lujo» (en el sentido de renta disponible) no está
esculpida en mármol. Smith y otros economistas ilustrados entendían que los lu-
jos de una época no son más que el anuncio de lo que la siguiente considerará
como imprescindibles o necesidades básicas (Perrotta, 2004).
En la misma línea, Sombart estampaba una doble crítica al argumento de
Weber. En primer lugar, apuntaba que la racionalidad instrumental no era un le-
gado exclusivo del puritanismo. El ahorro sistemático y el ascetismo tienen una
más rancia alcurnia en otros grupos religiosos. Si eso es todo lo que lo define,
el capitalismo nació mucho antes de la reforma protestante. Ese espíritu burgués
se desarrolló ampliamente en el judaísmo (2001) y algunos teólogos escolásti-
cos lo defendieron abiertamente en la Baja Edad Media (1913). La cosa le resul-
ta a Sombart tan obvia que acaba por ver capitalistas en los tiempos y lugares
más sorprendentes, con la excepción de los que Weber había señalado. Esta es
la parte más banal de su argumento. Definir al capitalismo exclusivamente en
términos de la propensión al ahorro puede llevar a verlo en acto hasta entre los
adictos al potchlatch.
La segunda crítica tiene mejor fundamento. Aumentar el número de consu-
midores de los bienes y servicios que buscaban las abejas de Mandeville puede
evitar un colapso del mercado. El consumo, no el ahorro, es el verdadero motor
de las sociedades capitalistas (1987). Para sostenerse, la modernidad requiere
aumentos del consumo. Lo que plantea la pregunta siguiente: ¿qué fue lo que lo
hizo posible a finales del XVIII? Sombart apunta sobre todo al cambio de esta-
tus de las mujeres occidentales (1967). En la Edad Media y en la Antigüedad
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 204

204 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Clásica, el foco natural del sexo reproductivo era el matrimonio y estaba some-
tido a muchas normas favorecedoras de los embarazos. Más allá de estos lími-
tes bien demarcados el sexo no tenía justificación. No era otra cosa que pecado
y los justos deben abstenerse de pecar. Sin embargo, desde el Renacimiento,
erotismo y pasión sexual encontraron espacios fuera del matrimonio y a menu-
do estuvieron en abierta contradicción con él. Matrimonio y amor poblaban
mundos distintos que solían estar en contradicción mutua. Con anterioridad la
gente se casaba urgida por el deseo sexual y por el cálculo económico. Los bue-
nos esposos debían proscribir el amor y gozar de su amistad. Incluir amor era
dar curso a un interruptor del matrimonio que, de alguna manera, profanaba sus
fines. Por esa misma época, cortesanas y prostitutas empezaron a gozar de acep-
tación social, tanto en las cortes como en la sociedad en general. Muchos hom-
bres vivían con sus amantes en vez de con sus esposas e incurrían en fuertes
gastos para atraer y conservar su fervor. Esto derivaba en un aumento del patri-
monio de los proveedores de esos servicios, que así se convirtieron en una clase
de empresarios capitalistas.
¿Por qué este aumento del gasto suntuario no hizo buena la profecía del
duque de Saint-Simon de que el gusto por la munificencia en todas las cosas iba
a llevar a una «ruina general»? (1857: 143). La respuesta de Sombart es senci-
lla. Las muestras de lujo aristocrático proveían empleo para un número crecien-
te de artesanos y artistas. Se creó así una naciente burguesía que, a su vez, em-
pezó a disfrutar los placeres del consumo. El impulso inicial provino, pues, de
grupos sociales que despreciaban el valor de la moneda y no sabían qué era eso
del ahorro. Es el lujo lo que explica la aparición de la acumulación capitalista.
Sombart creía haber encontrado la solución al enigma de la acumulación
capitalista, aunque inmediatamente después perdió la pista. Permitía así al capi-
talismo cancelar sus deudas con la tecnología, la productividad, la competencia,
las ventajas comparativas, la propiedad y el trabajo asalariado. Sombart consi-
dera al capitalismo como otro producto de la mente —el cerebro reptiliano en
su caso—. Sin embargo, como el ahorro, el lujo existió en muchas otras cultu-
ras anteriores al Renacimiento europeo, pero, al igual que el ahorro, el lujo no
engendró capitalismo hasta que se dio ese largo proceso al que Marx llamaba
acumulación primitiva y que envolvió en un tortuoso y desgarrador itinerario a
millones de personas, no solo a un relativamente reducido número de cortesa-
nos con sus amantes.
En 1906, Sombart se había preguntado por qué no había socialismo en
Estados Unidos. En ese tiempo era un simpatizante del socialismo y le resulta-
ba difícil entender por qué, frente a las expectativas de Marx, el socialismo
prácticamente era inexistente en la más avanzada de las sociedades capitalistas.
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 205

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 205

Si hay un lugar en alguna parte de Estados Unidos donde la búsqueda incansable del
beneficio, el disfrute completo del impulso comercial y la pasión por los negocios sean
más respetados hay que buscarlo en el obrero que quiere ganar tanto como sus fuerzas
se lo permitan y estar libre de trabas tanto como sea posible (1976: 20),

decía, con un quiebro que seguía dejando el asunto en las nubes.


¿Por qué reaccionaban los obreros americanos de esta forma inesperada?
En 1908, dos años después del librito de Sombart, Henry Ford comenzó a fabri-
car su coche modelo T. Posiblemente, Ford nunca leyó a Weber, aunque Weber
podría haberlo usado como ejemplo de empresario capitalista. Como muchos de
sus contemporáneos, Ford pensaba que solo el trabajo daba sentido a la vida;
odiaba el tabaco; «la idea misma del ocio por sí mismo o, aún peor, la de una
cultura del ocio le resultaba anatema» (Halberstam, 1986:60); era muy frugal y
posiblemente había comenzado ahorrando mucho; incluso llegó a decir que la
verdadera causa de la Gran Guerra era el alcohol —bebedores de cerveza ale-
manes enfrentados a amantes del vino franceses—. Hasta el final de sus días,
Ford iba a tener otras salidas ridículas, pero en general sus ideas eran también
bastante sobrias. Se le suele recordar por la creación de la cadena de producción
y la adopción de los estudios T/M (tiempo y movimiento) de Frederick Taylor,
que hicieron posible aumentar la productividad de sus fábricas y, con el tiem-
po, rebajar el precio de venta de sus coches. Habitualmente se define al fordis-
mo por su impulso a la producción masiva y altos rendimientos basados en la
maximización de beneficios, la estandarización de la producción y la reducción
al mínimo de los costes, pero esto es solo la mitad de la historia. Tal vez porque
no era calvinista (de hecho era episcopaliano), Ford entendió pronto que los jus-
tos no pueden vivir sin los pecadores o, con la jerga económica, que la produc-
ción masiva necesita de un número creciente de consumidores. ¿Dónde encon-
trarlos? En 1914 dobló los salarios de sus trabajadores a cinco dólares diarios y
pronto ellos se convirtieron en sus mejores consumidores. El consumo de masas
había empezado así una carrera prodigiosa que iba a llevarlo a los más recóndi-
tos lugares del planeta e iba a adoptarse en todas las actividades productivas. El
moderno turismo sería impensable sin él. Provisionalmente o para siempre —la
discusión sigue abierta, aunque ha perdido mucho de su vigor—, el socialismo
de Sombart tendría que esperar hasta nueva fecha.
Ahora podemos recapitular. Aunque probablemente Turner ignoraba su im-
pacto, inspiró una idea de modernidad llamada a influir considerablemente en
la investigación turística. En el fondo, la cultura moderna permite a los huma-
nos librarse de la rutina de una vida cotidiana dominada por el trabajo y refor-
zar los elementos positivos del ocio y el juego. Turner creó así una disyuntiva
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 206

206 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

de esto/aquello que priva al trabajo de cualquier papel significativo en la cons-


trucción de una sociedad humana digna de ese nombre. Esta noción tenía su ori-
gen en la visión de Weber sobre las relaciones entre modernidad (usualmente
denominada por él como capitalismo) y la ética protestante. La primera florece
con el ascetismo intramundano de la segunda. Al subrayar la necesidad del tra-
bajo sistemático y del ahorro orientado al beneficio (junto con otras innovacio-
nes como la contabilidad por partida doble), la mentalidad protestante hizo po-
sible el capitalismo. Al tiempo, ese proceso desató una orientación mucho
menos deseable hacia la rutinización y las soluciones burocráticas que, a la pos-
tre, acabarán por recluir a los humanos en una jaula de hierro.
En la investigación turística, MacCannell utilizó esta última idea para
transmitir su convicción de que solo el abandono de la lógica del beneficio pue-
de permitir a los turistas y al hombre-moderno-en-general crear un entorno ver-
daderamente humano. A diferencia de él, Turner y sus seguidores sostienen, con
diferentes grados de convicción, que existen ya oportunidades de liberación
provistas por todos o algunos de los aspectos de la estructuración moderna. Pero
eso tiene su precio: ignorar la complejidad de los mercados o, con jerga más
solemne, de la modernidad. Ellos aún consideran el trabajo desde la maldición
bíblica que abre nuestras vidas a un duro destino. Eso es lo opuesto del ocio o
del juego, esas dimensiones extraordinarias de la vida. Los valores hedonistas
solo pueden disfrutarse en ausencia del trabajo. Sea un rápido interludio, sea
algo más estable, el placer excluye por definición al trabajo.
Eso no es lo que los economistas clásicos pensaban. El trabajo productivo
es el motor inicial o la necesaria vía de escape de la trampa maltusiana, pero no
habría llevado a los humanos a ninguna parte de no haber aumentado su consu-
mo. Trabajo y consumo pueden vivir vidas separadas, pero no irán muy lejos el
uno sin el otro. Tal es la pieza fundamental del fordismo y la clave de su éxito.
Sin pecadores, el justo no ganaría dinero y su ahorro solo ahondaría el agujero
de la pobreza común; sin el justo y su duro trabajo, los pecadores no tendrían la
oportunidad de consumir más. La oferta crea la demanda, que, a su vez, requie-
re más y mejor oferta. Para comprender la acumulación, ya primitiva, ya madu-
ra, hay que aferrarse a los dos extremos de esa cadena.
No es fácil seguir esta lógica capitalista porque resulta contraintuitiva. Por
un lado, puede pensarse, el trabajo y el ahorro deberían excluir el consumo; por
el otro, el consumo hace aparecer como innecesarios e insensatos el trabajo y el
ahorro. Sin embargo, la historia de la modernidad enseña que, para tener éxito,
esos opuestos se necesitan en un proceso de reequilibrio muto que puede fácil-
mente descarrilar. Demasiado ahorro puede llevar a sobreproducción, demasia-
da demanda puede desencadenar inflación y crisis financieras. Sea como fuere,
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 207

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 207

empero, la modernidad, que no puede mantenerse sino sobre este equilibrio


inestable, ha sabido combinar hasta ahora esas fuerzas opuestas y ha aprendido
a controlarlas mejor incluso ante la presencia de fuertes crisis.
¿Podrá la modernidad tener siempre éxito? Esa es una cuestión espinosa.
Es posible que un día el equilibrio se pierda por completo. También, que la mo-
dernidad pueda encontrar nuevas formas para rejuvenecerse. Por el momento,
esto último parece lo más plausible. Así que concentrémonos en lo que su sos-
tenibilidad puede representar para entender el moderno turismo de masas.

Teologías de la liberación, Acto primero: El rizo de Jafari

El de Turner no es un paradigma, sino una matriz. Un paradigma combina un


conjunto de hipótesis y teorías en una explicación general de una cuestión o un
campo de investigación. El objeto de análisis debe amoldarse a las pautas de
conducta que se prevean y solo, dice Kuhn, cuando los científicos encuentran
que no opera de acuerdo con él empezarán a buscar explicaciones alternativas
y mejores formas de comprenderlo. Una matriz es algo más flexible. Es un con-
junto de hipótesis que se refieren a un área de conocimientos, aunque no nece-
sariamente puedan explicar todos ellos ni sean consistentes al cien por cien.
Una matriz ofrece un cobijo más amplio y flexible en donde pueden encontrar
inspiración y abrigo muy diferentes estilos de pensamiento.
En breve, Turner trató de proveer una herramienta (inválida) para explicar
el cambio social o la historia. Su fulcro era la idea de liminalidad, ese momento
en que los humanos deciden usar de su libertad para construir nuevas estructu-
ras o cambiar sus formas de vida anteriores. La liminalidad fecunda a la acción
con su libertad. Es una fuerza excepcional, y también ocasional, que permite a
determinados grupos unidos por un lazo comunal librarse de sus cadenas. En
tiempos premodernos aparecía bajo dos formas. La primera eran los rituales de
desviación, tras los cuales el nuevo orden o estatus se convertía en perdurable.
La segunda eran los rituales de rechazo, que se limitaban a una agitación fugaz
de la estructura del poder, en el bien entendido común a ambas partes de que el
viejo orden de cosas habría de volver a ser el normal una vez que su breve pues-
ta en cuestión agotase su tiempo.
Esta distribución antañona cambió con la llegada de la sociedad industrial,
el capitalismo y la modernidad. Lejos de un destello momentáneo de la liber-
tad, lo liminal se institucionalizaría de forma duradera o, en las palabras de
Turner, se vería aceptado y organizado en su liminoidez. La posibilidad de dis-
crepar, de criticar y de proponer cursos alternativos de acción, es decir, de ejer-
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208 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cer la libertad, se convirtió en un rasgo definitorio de la modernidad y halló


muchos medios de expresión (partidos políticos, medios de comunicación, en-
cuestas de opinión, etc.). Eso marcó la gran división con la coercitividad de
la vida social en las sociedades premodernas, aunque no curó por completo la
herida en el costado de la vida social —la diferencia entre algunas áreas de
la vida (por ejemplo, el trabajo) que pueden ser consideradas como ordinarias
en su cotidianeidad y otras menos significativas (como el ocio y el juego) que
pueden ser tenidas por extraordinarias y liberadoras, que subyacen a la moder-
nidad—. Cómo se conceptualizan esos dos ámbitos de acción ha creado gran-
des diferencias entre las tribus turnerianas, como se pondrá de manifiesto.
Pero antes de continuar conviene hablar algo sobre si la postulada distan-
cia entre trabajo y ocio, vida ordinaria y extraordinaria, sujeción y libertad tiene
algún soporte fáctico. ¿Qué sucede en el mundo real? Solo una dosis excesiva
de imaginación puede llevarnos a pensar que el trabajo absorbe la mayoría de
la vida cotidiana de la gente y que el ocio vuelve del revés la situación en los
tiempos de vacaciones. Un estudio del ocio llevado a cabo por la OCDE (2009)
entre sus miembros sugiere una historia más complicada. El estudio define el
máximo tiempo de ocio como aquel que no se dedica a realizar trabajo pagado.
Aunque esta definición tiene obvias limitaciones (el trabajo no pagado y el
tiempo de desplazamiento al trabajo no reciben tratamiento especial y son con-
siderados como integrantes del tiempo de ocio), el estudio permite hacer com-
paraciones sobre las horas efectivas de trabajo para un gran número de países
OCDE y largos períodos de tiempo. Tomando 2006 como año base, la media de
horas de trabajo anual en veinticinco de sus países miembros era de 1595, mien-
tras que las horas residuales de ocio eran 7165. A lo largo del año, el tiempo de
trabajo pagado representa, pues, un 18,2 por ciento del tiempo total y el de ocio
el 81,8 por ciento (recordemos, una vez más, que el trabajo no pagado y el tiem-
po de desplazamiento se contabilizan como ocio, contribuyendo así a inflar esta
categoría).
Adicionalmente, algunos países claves de la OCDE muestran un pronun-
ciado declive en el número de horas trabajadas desde 1970. Japón las recortó en
trescientas, Noruega en cuatrocientas, Francia en más de cuatrocientas cincuen-
ta. Estados Unidos, el país que muestra menor reducción en el tiempo, limó cien
horas entre 1970 y 2006. Esto debería hacer pensar a quienes ven el trabajo
como la ocupación dominante del tiempo bajo la modernidad, al menos en los
países desarrollados de la OCDE. Este descenso significativo, aun cuando
pueda estar magnificado por las cifras de desempleo en Europa, va en contra de
la tendencia al supuesto dominio del trabajo en el orden social moderno. Pero,
aunque se acepte su relativo debilitamiento, uno podría recordar la importancia
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 209

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 209

del trabajo en los períodos no vacacionales. ¿Es esta una observación válida?
Para seguir la cuestión conviene recurrir a los estudios sobre presupuestos de
tiempo. En la segunda parte del trabajo, la OCDE ofrece datos comparables
para dieciocho de sus miembros.
Un día medio en esos países OCDE puede distribuirse en cinco categorías:
ocio, cuidado personal, trabajo pagado, trabajo no pagado y un resto no especi-
ficado. Entre ellas, los «cuidados personales» (que incluyen el sueño, el tiempo
dedicado a las comidas o a beber, y los servicios médicos y personales) se lle-
van la parte del león, con un 45,3 por ciento del día de los ciudadanos de esos
países OCDE. El «ocio» incluye el tiempo dedicado a los hobbies, juegos, tele-
visión, uso de ordenadores, jardinería recreativa, deportes, visitas a amigos o fa-
miliares, participación en eventos y demás, y llega al 21,6 por ciento de media.
El «trabajo pagado» cuenta los trabajos a tiempo completo y parcial, los tiem-
pos muertos en el lugar de trabajo, el tiempo de desplazamiento, el empleado
en buscar empleo, el tiempo en la escuela, el tiempo de desplazamiento a la
escuela y el empleado en tiempo pagado en el hogar. Esta categoría sube al 16,5
por ciento del día. El trabajo «no pagado» (tareas domésticas, como cocinar,
limpiar, cuidar de los niños y otros miembros de la familia o ajenos a ella, tra-
bajo voluntario, compras y demás) llega al 15,3 por ciento. El restante 1,4 por
ciento se emplea en tareas «no especificadas».
La media del día OCDE se distribuye, más o menos, en diez horas y cin-
cuenta minutos para el cuidado personal; cinco horas y diez minutos para el
ocio; cuatro horas para el trabajo pagado; y tres horas y cuarenta minutos para
el no pagado, con un resto de veinte minutos sin especificar. Recordemos que
esta distribución considera el uso del tiempo por toda la población mayor de
quince años, incluyendo a quienes no tienen ninguna clase de trabajo pagado,
por ejemplo muchas amas de casa y jubilados. Sin duda, también la distribución
real del tiempo varía considerablemente entre los diferentes grupos sociales.
Las horas de trabajo subirían para la población ocupada, masculina o femenina.
Habitualmente, la mayoría del trabajo no pagado lo hacen las mujeres casadas.
La diferencia entre un día de trabajo y otro de vacaciones no haría cambiar
drásticamente estos datos para el total de la población, aunque los empleados
notarían cambios en sus actividades diarias. El resto distribuiría su tiempo más
o menos de la misma manera. De esta suerte, en los países OCDE la supuesta
estructura del tiempo propuesta por los turnerianos no se tiene en pie. El traba-
jo no domina las vidas de la mayoría aun en tiempo de mucho empleo y su dura-
ción ha disminuido en los últimos 35 años en muchos Estados miembros de la
OCDE. A falta de datos sobre otros países se hace difícil componer un argumen-
to serio en uno u otro sentido, aunque uno podría seguir su intuición de que el
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210 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

trabajo representa una carga mayor en los países emergentes. Pero eso no inva-
lida el argumento escéptico. La hipótesis turneriana se basa en la separación
entre trabajo y ocio, pero no parece cobrar fuerza precisamente en los países en
los que el tiempo libre y el juego ocupan gran parte del día. En cualquier caso,
la muy manida oposición entre trabajo y ocio como un componente estructural
de la modernidad se difumina ante la conducta real de las poblaciones exami-
nadas.
La necesidad de sostener la división turneriana entre la parte ordinaria o
alienada de la vida humana y esos recesos extraordinarios donde la libertad
puede aparecer inesperadamente no tiene una agonía rápida. Cohen ha alabado
la importancia de la visión de MacCannell sobre el turismo, pero pronto cuali-
fica su posición con un giro turneriano.

La posición de MacCannell necesariamente excluye explicar un aspecto esencial de la


conducta en las situaciones turísticas: la suspensión de las obligaciones ordinarias, la li-
bertad de que disfrutan los turistas, y su licencia para entregarse a conductas «no se-
rias», permisivas y juguetonas […] Semejante conducta atestigua la «soltura» de las si-
tuaciones turísticas, bien capturada en los conceptos de liminalidad y, particularmente,
de liminoidez de Turner (Cohen, 2004b: 125).

Cohen no debería sorprenderse. Como se ha explicado en el capítulo 4, este


es precisamente el punto de ruptura de MacCannell con el turismo y con sus
más serios y profundos investigadores. No puede haber «soltura» o libertad en
arreglos sociales sustancialmente coercitivos o no libres, como la interacción
social basada en el dinero y la división del trabajo. En este punto, MacCannell
no ceja bajo ninguna circunstancia. En su estentóreo desacuerdo con Urry, re-
cordado en el capítulo 4, desarrolla su argumento en detalle. Los turnerianos
—y en este asunto Cohen parece seguir la línea del partido— ven al turismo
como un tipo especial de conducta social que es suelta, inhabitual, fuente de li-
bertad, cosas todas ellas necesarias para entender su sustancia. La conexión en-
tre turismo y libertad es un requisito de la doctrina turneriana, pero eso la pone
en las antípodas de MacCannell.
Los seguidores de Turner, sin embargo, no concuerdan por completo en su
naturaleza. Siguiendo la matriz que él dejó en herencia, uno puede contemplar
el turismo desde, al menos, cuatro perspectivas diferentes. Las hemos llamado
teologías de la liberación no porque tengan algún lazo específico con la corrien-
te teológica que ve la vocación del cristiano como una llamada a participar en
la liberación de las gentes de la injusticia y a tomar partido por la lucha de cla-
ses (Boff, 1997; Küng, 2008). La razón para el rótulo estriba en que tanto los
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 211

auténticos teólogos de la liberación como el grupo de autores que vamos a eva-


luar creen tener derecho a aprehender como indiscutibles algunas esencias o
conceptos que, por su propia definición, están más allá de los límites de la men-
te humana.
La primera corriente adopta una posición cuasi-funcionalista. Lo extraordi-
nario del turismo es su capacidad para hacer que la gente revierta a su vida ordi-
naria con renovada energía. Esto es, Liberación, Acto Primero y Liberación,
Acto Segundo adoptan una idea más optimista de que el turismo es una de las
grandes oportunidades para que sus practicantes se adueñen de su libertad y
acaben por «liberarse» a sí mismos. El Acto Tercero corre a cargo de una co-
rriente ecléctica que no quiere estar ni aquí ni allá y ve la separación entre tra-
bajo y ocio al tiempo como un rasgo básico de una realidad ambivalente y como
una oportunidad de superar esa ambivalencia. La liberación debe evitar nadar
en aguas que superan sus habilidades natatorias, pero siempre será mejor algo
de liberación que la no liberación. Finalmente, Liberación, Acto Cuarto es una
especia de teología negativa al estilo de la del pseudo-Dionisio Areopagita. Tie-
ne una visión más agnóstica sobre las posibilidades taumatúrgicas del turismo,
pero no puede desprenderse de la esperanza de que la posición de Turner per-
mita entender mejor las formas en las que la gente reacciona contra las estre-
checes de la modernidad. La vida extraordinaria, empero, seguirá siendo una
exclusiva de la gente extraordinaria. Pese a los diferentes colores con que pin-
tan a la liberación, todas esas corrientes parecen igualmente incapaces de ofre-
cer una teoría sostenible sobre el moderno turismo de masas.
La Liberación, Acto Primero puede encontrar su mejor expresión en un tra-
bajo, ya antiguo pero en absoluto obsoleto, de Jafari (1987). De hecho, buena
parte de la literatura especializada durante el siguiente cuarto de siglo se apoyó
en su solidez berroqueña. Las ambiciones de Jafari en este artículo eran tan altas
como para pensar que podía entender los aspectos fundamentales de la conduc-
ta turística y, además, ofrecer un marco teórico general para el estudio sociocul-
tural de todo el sistema turístico. Hay una fuerte convicción por parte de Jafari
de que el turismo saca a sus practicantes de su entorno ordinario y los devuel-
ve a él en un movimiento que podría definirse como una espiral o, en sus pala-
bras, un rizo.
Veámoslo. Según Jafari, rizar el rizo es una afortunada descripción de la
conducta de los turistas en el tiempo de sus vacaciones. Inicialmente dan un sal-
to que les saca de la vida ordinaria, que es el terreno del que se nutre la necesi-
dad de abandonarlo temporalmente. Sea cual sea la razón para ello, el turista de-
cide volar más allá. Su impulso ascendente trae una suerte de emancipación de
las rigideces de la vida cotidiana. Una vez que han alcanzado su altura de cru-
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212 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cero, los turistas adoptan un nuevo papel que se desarrolla en «un claramente
no-ordinario tiempo-espacio exterior». Esta etapa viene sucedida por el «inevi-
table» retorno desde esa posición «temporal» a la realidad «constante» del lugar
de partida. El final llega con la vuelta a casa y la necesidad de ponerse al cabo
de las novedades que puedan haber ocurrido desde el comienzo del rizo. En esta
metáfora aeronáutica, los turistas experimentan una serie de cambios desde el
momento en que se incorporan al espacio-tiempo no ordinario en donde se en-
cuentra la médula de su vacación. De esta forma, para Jafari, el turismo cobra
una cierta dimensión sagrada, pues sacralidad y religión coinciden en venir de-
finidas por su extraordinariedad (1987: passim).
Tras el despegue y alcanzada la altura de crucero, el turista entra en una
fase emancipatoria. No solo se distancia de su lugar de residencia habitual, sino
también, y esto es mucho más importante, de su entorno sociocultural. El novi-
cio es reconocido como tal por los demás una vez que entra en ese espacio ex-
traordinario. Una vez allí, el turista flota en la nueva cultura en la que puede
definir y redefinir sus reglas, sus roles y sus expectativas. El nuevo espacio
turístico es un espacio antiestructural. A medida que progresa en él, el turista se
siente capaz de definir su nueva identidad que le abre la entrada a la cultura
turística. En este nuevo medio, no solo puede desembarazarse de su propia cul-
tura, sino también prestar poca atención a las normas de conducta de su desti-
no. La nueva cultura se torna en una especie de Mundo Bizarro (como los te-
beos de Supermán llamaban a la inversión de la identidad de su protagonista)
en el que el turista no está propiamente ni aquí ni allí, sino en medio y al bies,
como solía decir Turner. Así se siente como suspendido en el aire o en la cres-
ta de una gran ola. Este espacio de fantasía al que Jafari llama etapa de anima-
ción de la experiencia turística es

la tinta con la que está escrito el guión del turismo y trazado su magnetismo. Mientras
se encuentra en este trance turístico, el turista entra en el cielo «prometido» por la Biblia
pese a hallarse aún en la tierra, y aunque a menudo se sienta verdaderamente fuera del
mundo (1987: 153).

Por desgracia, el tiempo pasa y la realidad llama de nuevo a la puerta con


testaruda pertinacia. Nuestro turista tiene que regresar a casa y el escenario
cambia radicalmente. Todo lo que sube, baja. Y empieza a sentir la nostalgia de
la guarida. El turista comprende que tiene que volver y someterse de nuevo a
las viejas normas. Su antiguo yo resucita y sale de su provisional tumba, mien-
tras que su cultura de origen agita las cadenas que le impondrá de nuevo y él se
apresta a aceptarlas con mansedumbre. Otra vez se encuentra en su domicilio.
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 213

Tiempo de leer los diarios ya envejecidos, de abrir la correspondencia que se


apila en el buzón, de volver a encender el ordenador, de pagar las cuentas que
se habían olvidado antes de la partida a pesar de haber planeado su viaje tan
bien. Pues, mientras estuvo fuera, el reloj local siguió marcando las horas y el
resto de la gente no esperó a su vuelta para tomar decisiones que posiblemente
iban a afectarle. Llega la hora de incorporarse a la vida cotidiana.
Así funciona el rizo turístico. ¿Por qué se meten en él los turistas? ¿Qué es
lo que les hace partir? ¿Cuál es la relación entre su conducta y el sistema social
en el que se desenvuelven? La respuesta es muy funcional. Las lindes ordina-
rias de ese sistema son incapaces de acomodar «la disolución de algunos lazos
endógenos»; por consiguiente, sus componentes necesitan reequilibrar el orden
de sus necesidades. Pese a que su supuesta función es servir a la gente que vive
dentro de él, el sistema los sobrecarga de forma que acaben trabajando para él
y eso drena el físico y la mente de sus integrantes. Para poder seguir trabajan-
do necesitan lubricar sus propios egos y reducir la sequedad de sus vidas. Ne-
cesitan un chute de droga o de extraordinariedad para poder seguir funcionan-
do adecuadamente.

Para algunos de sus miembros, el tratamiento de extraordinariedad se orienta a la re-


creación de un físico exhausto. […] Para otros, lo que hay que tratar es la propia ano-
mia: convertirse en reyes o reinas por un día, en alguien importante o en un don nadie,
según lo que requiera el sentirse de nuevo entero y verdadero. […] Cuando el proceso
termina, esos trabajadores re-creados están «dispuestos» para volver al lugar que ocu-
paban en el antiguo sistema (1987: 157).

De esta manera, el turismo se presenta como la condición funcional para el


mantenimiento no ya de los individuos, sino del sistema. Pero ¿qué sucede en
el destino turístico? Tampoco puede mantener la integridad de su propia cultu-
ra «local», pues está sometido a la dinámica provocada por nuevos factores, la
cultura «turística» que los turistas crean para sí mismos y la cultura «residual»
que traen de casa. Se forma así un conglomerado nada fácil de manejar y la cul-
tura del destino puede encontrarse con serias dificultades para habérselas con la
nueva situación.
En cualquier caso, la experiencia turística no permite ya que la cultura de
origen y la de destino se ignoren mutuamente y las transforma, quiéranlo o no,
con una nueva relación desigual. Al enviar a sus miembros lejos de su cultura
de origen, el sistema espera que la fuerza de trabajo así re-creada sea capaz de
emplear sus nuevas energías en mantenerlo gracias a la ayuda que reciben de
sus anfitriones. En consecuencia, los mercados generadores están en deuda con
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214 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

sus destinos y, en el marco de un intercambio justo, deberían pagar su deuda con


ellos.

Esto plantea para las sociedades que los generan la necesidad de una cooperación sis-
témica, de un intercambio financiero más allá de los gastos de los turistas, y para los
operadores turísticos la necesidad de realizar mayores inversiones en los destinos
(1987: 158).

Partiendo de las díadas ordinario/extraordinario, sagrado/profano, trabajo/


ocio, sujeción/libertad y demás hemos transitado así del individuo al sistema en
el que vive y a la arquitectura intersistémica. El rizo del universo turístico se
completa con la vuelta a casa de los individuos, aunque estos pueden elegir
entre volver o no. Las reflexiones finales sobre las incidencias del comercio in-
ternacional no tienen mucho que ver con el modelo básico. Son nada más que
una coda práctica que no le añade sino buenas intenciones.
La necesidad de turismo, pues, remite al descanso y a la re-creación de los
individuos y ambos se convierten en una necesidad para estos por las exigen-
cias que les impone el sistema en el que viven. Lo que significa eso del «siste-
ma» no queda muy claro, empero. Uno de sus significados puede referirse a la
interacción entre genotipo y fenotipo. Ningún animal, incluyendo a la gente cul-
ta, puede permanecer indefinidamente sin entregarse al descanso. La naturale-
za o, con otras palabras, nuestras limitaciones genéticas imponen un alto tras un
período de gasto energético. Pero en el modelo de Jafari el sistema parece ir más
allá de la biología, pues es el trabajo, una actividad social, lo que hace que algu-
nas partes de su «generador» empiecen a tener rendimientos decrecientes. Uno,
pues, entiende que el «sistema» es esa estructura básica de las relaciones socia-
les a la que llamamos modernidad o capitalismo, y que ese «sistema» de algu-
na forma no solo impone la necesidad de descansar, sino que también propor-
ciona a sus miembros los medios para hacerlo (habitualmente en la forma de
vacaciones pagadas). ¿Qué hay de extraordinario en ello? ¿Cómo hablar de ex-
traordinariedad?
Empecemos por la segunda cuestión, los elementos lúdicos o liberadores
que el turista combina en la cultura turística durante la llamada etapa de anima-
ción.

El turista puede ahora actuar de acuerdo con cualquier papel que haya elegido, desde
los juegos infantiles y las bromas a los que se entregan las gentes de mediana edad que
participan en un congreso que se desarrolla en un hotel, hasta la llamativa camisa
hawaiana que se endosa un muy conservador presidente de banco o la participación en
diversas formas de esparcimiento turístico (por ejemplo, la abuela y el nieto que se su-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 215

ben en las mismas montañas rusas en Orlando), hasta los «muertos de hambre» que se
hacen pasar por personajes ricos o «adinerados»; o los encuentros sexuales de hombres
felizmente casados con mujeres que se los proponen o las turistas que buscan su «expe-
riencia negra». Todos ellos saben que se están desviando de los límites de su culturan
de origen: «¿imaginas que nos vieran en Don Benito?» o «me tendrían por un paria si
hiciese esto en Donostia» (1987: 153).

¿Se ha convertido así la «cultura turística» en lo que Turner llamaba un rito de


desviación que marca un punto de no retorno en la trayectoria de un individuo
o en la de su sociedad de origen?
Sería difícil sostenerlo. Algunos turistas pueden entregarse a lo que se ha
llamado turismo extremo o de zonas de combate, donde las normas habituales
de seguridad y prácticamente todas las demás se ponen cabeza abajo. Viajan a
lugares donde se producen revueltas o guerras para ser testigos de lo que pasa
y, a veces, para participar en los acontecimientos. Muchos de ellos no alcanza-
rán su destino porque se han convertido en lugares demasiado peligrosos; otros
que lo consiguen participan en las turbulencias. Pero su número es tan limitado
que difícilmente pueden ser considerados un parangón de la «cultura turística».
En cualquier caso, en muchas de esas experiencias, por ejemplo la de John Reed
durante la revolución rusa de 1917, no es el gusto por el turismo lo que les lleva
a esos destinos convulsos y a abandonar la vida ordinaria de sus sociedades de
origen, sino todo lo contrario. Viajan a sus metas de revolución porque previa-
mente se han desencantado o se sienten ambivalentes para con sus sociedades
de origen. En estos casos, el paradigma funcional no se aplica.
Cuando inesperadamente se encuentran en medio de una situación de serio
conflicto o ante desastres naturales imprevistos, la mayoría de los turistas busca
la forma más rápida de salir de sus destinos. Así sucedió en Kenia en 2007-2008
y en Tailandia en 2009-2010, cuando las tensiones políticas en ambos países
llevaron a la mayoría de los turistas a tratar de regresar a sus casas. Para sus des-
tinos, esa cultura turística de la seguridad resultó ser muy inconveniente. Espe-
cialmente en el caso de Tailandia (abril-junio 2009), cuando los turistas se
vieron ante la imposibilidad de hacerlo porque el aeropuerto internacional de
Bangkok estuvo cerrado por largos días tras una serie de manifestaciones que,
junto con la crisis económica internacional, contribuyeron a un fuerte descenso
de su industria turística en ese año. Los turistas suelen preferir sus normas sua-
vemente mezcladas, no agitadas. No son Bond, James Bond.
¿Cuáles son esas normas que prefieren ver suavemente mezcladas mien-
tras se hallan de vacaciones? ¿Buscan los turistas una ruptura completa con las
normas de sus culturas de origen o con las de sus destinos? Hay una abundan-
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216 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

te literatura sobre los excesos que la gente acomete en sus vacaciones. Algunos
turistas gastan más de lo que pueden; siguen horarios erráticos; comen y beben
más de la cuenta; y tienden a enredarse con facilidad en relaciones sexuales oca-
sionales. Pero se hace difícil generalizar que esos excesos representan una sub-
versión en sus conductas. En muchos casos, no son más que la expresión de
subculturas juveniles que se dan tanto en vacaciones como en la llamada vida
ordinaria. Algunos fans de equipos de fútbol beben brutalmente, se entregan a
conductas mal vistas, chocan con la policía, se atacan entre sí, exhiben símbo-
los chauvinistas o profieren gritos nacionalistas en los partidos internacionales;
pero actúan de la misma manera en que lo hacen en casa cuando se enfrentan
dos equipos locales. No necesitan viajar para buscar bronca. Algunos jóvenes
pueden escandalizar a algunas personas en sus destinos (ya sea en Ibiza, en
Creta, en Goa o en Fort Lauderdale) con exhibiciones públicas de desnudez o
de relaciones sexuales, ebriedad, uso de drogas, malas maneras; pero ninguna
de esas cosas es desconocida en algunas áreas de sus propias comunidades re-
sidenciales en tiempo «ordinario». A menudo con los mismos protagonistas.
¿Suponen esas conductas desviaciones de los códigos sociales básicos?
Turner veía las cosas mejor. Todo eso no son más que ritos de rechazo. Como
el Carnaval de Río, como las Saturnalia romanas, como el festival hindú de Holi
y otros muchos similares en diferentes culturas, todos ellos proveen ocasiones
para algunos cambios temporales de algunas conductas permitiendo actividades
hedonísticas de sexo, comida y bebida, faltas de respeto a las autoridades, cán-
ticos y posturas obscenas y poco más. Normas básicas consideradas mucho más
importantes como el respeto por la vida, la propiedad, los contratos y el tráfico
ordenado se mantienen sin que se consientan transgresiones. Uno puede discu-
tir sobre su significado hasta el día del juicio, pero no es sencillo mantener que
esas ocasiones representan una ruptura y, mucho menos, una suspensión de la
vida ordinaria.
Por el contrario, actividades semejantes no suelen aparecer en los destinos
frecuentados por familias. Allí, padres e hijos siguen rutinas similares a las que
mantienen en casa durante los fines de semana. Sin duda, hay más tiempo para
el ocio que en los tiempos de trabajo, pero esos turistas respetan las leyes y las
costumbres de sus destinos, domésticos o internacionales, como lo hacen en
casa. Sería difícil mantener que comer de más o tener más tiempo para hacer el
amor o vestir una llamativa camisa hawaiana crean anomia; aumentan la ambi-
valencia para con la sociedad de origen; o, menos aún, abren las puertas a una
vida de delincuencia. No son más que expansiones que hacen que los ciudada-
nos de esas sociedades las consideren como razones para estar contentos con su
vida «ordinaria». No son sino una parte de esta última. Y, además, esos excesos
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 217

son escasamente diferentes de los que se permiten en su sociedad de origen. Los


fines de semana, especialmente cuando hay un puente, u ocasiones especiales,
como Thanksgiving en Estados Unidos, o Navidades o Semana Santa en países
cristianos, o el Festival de Primavera (Año Nuevo) en China, o Tet en Vietnam,
suelen ir acompañados de excesos y gastos suntuarios parecidos.
Llama la atención que haya tantos antropólogos que no perciban cómo tra-
bajo y ocio no están tan lejos el uno del otro en la vida cotidiana de las socie-
dades modernas. Claro que, de hacerlo así, se verían obligados a reconsiderar
sus fantasías y a dejar de considerar a la jornada de trabajo como algo semejan-
te a una colonia penal. Incluso en los peores momentos de la acumulación pri-
mitiva de capital (como se deja ver en el Germinal de Zola), incluso bajo la dis-
ciplina fordista de la cadena de montaje, trabajo y ocio, ascetismo y exceso, su-
jeción y libertad son momentos de los ritmos de la vida cotidiana para la mayor
parte de la gente. No pueden ser arbitrariamente separados unos de los otros sin
explicar cómo y por qué los rigores del lugar de trabajo no causan explosiones
del «sistema», sino que lo hacen prosperar y ganar en respeto. Y cómo y por qué
sus integrantes solo pueden disfrutar de una combinación diferente de trabajo y
ocio (las vacaciones) allí donde «el sistema» les ofrece mayor renta disponible,
vacaciones pagadas y buenas ofertas de viaje. En suma, ni la libertad puede per-
vivir separada de las obligaciones, personales y sociales, ni podrían ser las va-
caciones algo que millones de personas pueden disfrutar sin el éxito económi-
co de los mercados, el capitalismo y la modernidad.

Teologías de la liberación, Acto segundo:


El puente hacia ninguna parte

Algunos visionarios de ojos llenos de estrellas piensan que los excesos en co-
mer, beber, comprar y hacer el amor, especialmente estos últimos, tienen el po-
tencial de liberar a los individuos de sus cadenas y/o hacer estallar el orden
social. Lo que nos lleva al Acto Segundo de la Liberación. Lejos del tono fun-
cionalista y pesimista que subyace al rizo de Jafari, el turismo (así lo piensan
estos videntes) puede convertirse en un instrumento activo para la emancipa-
ción social y, sobre todo, para la personal. Esta perspectiva la ha defendido
Ryan con una dosis especial de desenfado y, al parecer, con considerable éxito.
Por esa razón vamos a dedicarle mayor atención que a las de otros cientos de
«teólogos» de la liberación.
Para Ryan, el turismo no solo ofrece oportunidades para reversiones mar-
ginales, sino que tiene potencial para cambiar las vidas. Más aún, puede inclu-
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218 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

so revolucionar a las sociedades. Tomando el nombre de la protagonista de una


obra teatral de Willy Russel, Ryan se refiere a esto como el síndrome de Shirley
Valentine. En la obra, la protagonista —una mujer de clase media baja obvia-
mente cansada de sus tareas domésticas repetitivas y de un matrimonio ya ajado
por el aburrimiento— acepta la invitación de una amiga para pasar unas vaca-
ciones en Grecia, se encuentra consigo misma tras un romance con uno de los
locales y se decide a quedarse en el destino de una vez por todas y empezar así
una nueva vida.
Cosas semejantes no solo ocurren en el teatro. Ryan construye su hipótesis
con casos reales similares de los que dice haber sido testigo. Más de un opera-
dor turístico local empezó así: con turistas enamorados de su destino geográfi-
co, de sus habitantes, de uno o una de ellos, o de todas esas cosas a la vez y que
se decidieron a cambiar sus vidas como consecuencia. Ryan recuerda cómo
mientras hacía trabajo de campo para una investigación se encontró con uno de
esos episodios apasionantes. Una mujer a la que estaba entrevistando le reveló
que ella también había contraído el síndrome de Shirley Valentine. «Se había
ido de vacaciones a Mallorca hacía diez años, había vuelto a casa en Inglaterra,
había dejado a su marido y se había ido nuevamente a la isla para organizar su
nueva vida» (2002: 2).
Uno tiene derecho a preguntarse a renglón seguido qué tienen las vacacio-
nes para desencadenar tamaños cambios. Incluso aunque no podamos pensar
que Shirley Valentine pueda convertirse en la norma para todos los turistas, ad-
vierte Ryan, la puesta entre paréntesis de la vida ordinaria tiene gran potencial
para cambiar los estilos de vida de la gente. Se trata de los poderes liminoides
del turismo, que, en autocita de un trabajo que había desarrollado con Hall
(Ryan y Hall, 2001), Ryan mantiene que permean a todas las actividades turís-
ticas.
¿Por qué es liminoide el turismo? Porque: (1) es individual y contractual;
(2) sucede allende el flujo ordinario de procesos naturales y sociales; (3) coe-
xiste con y depende de procesos sociales totales y representa su subjetividad y
su negatividad; (4) es profano y consiste en una reversión de papeles, una antí-
tesis de lo colectivo, al tiempo que posee sus representaciones colectivas pro-
pias; (5) es idiosincrático, no convencional y lúdico; y (6) sus símbolos dejan
de ser eufuncionales [positivamente funcionales es lo que parece querer decir
con este pleonasmo (JA)] y se convierten así en un instrumento de crítica social
que denuncia las injusticias, la ineficacia y las inmoralidades de las estructuras
económicas y políticas prevalentes. Si, pese a esa larga serie de cualidades, el
lector aún cree no haber entendido el significado de lo liminoide no debe auto-
flagelarse. Cómo pueden sus autores mezclar todos esos atributos en un solo
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 219

párrafo sin contradecirse es un misterio. La música suena turneriana, pero la


letra es un galimatías total. (1) y (3) son mutuamente excluyentes; (4) no expli-
ca por qué una reversión de papeles tiene que ser profana y, por tanto, una antí-
tesis de lo colectivo; (2) implica que hay algo real que existe más allá de la rea-
lidad (aun cuando uno tiende a pensar que no hay nada tangible más allá del
mundo natural y del social); no hay relación entre (5) y (6). Por qué el turismo
debiera ser (6) y no su opuesto, es decir, una actividad que favorece el confor-
mismo, como lo han señalado tantos de sus críticos, es un misterio insondable.
La definición de lo liminoide según Ryan puede carecer de la majestad
impresionante del enigma que la Esfinge propuso a Edipo, pero le gana de lejos
en oscuridad. A la postre, tras tanta palabrería se limita exclusivamente a reite-
rar lo que ya se nos había dicho, que lo liminoide es lo liminoide, algo real y
verdaderamente impresionante, tanto que Ryan tiene que renunciar a explicar-
lo. Todos esos elementos variopintos que mete en su mixtura son cualquier cosa
menos una definición.
Uno podría ser benevolente con tanta palabrería; o excusar a Ryan de sus
frecuentes patadas a la gramática como, por ejemplo, «Mill y Morrison […] y
Leiper […] han escrito ambos (sic) varios libros sobre el Sistema Turístico»
(2002: 20); o incluso olvidarse de su prosa de agencia de publicidad como cuan-
do trata de demostrar la capacidad del turismo para engendrar cambios de roles,
como en

gimnasios, spas y duchas han invadido el espacio físico de las oficinas, y en las nuevas
industrias imaginativas dedicadas al software sus jóvenes trabajadores pueden crear
espacios donde dedicarse al skateboarding (2002: 6).

Seguramente, en esos nuevos espacios el trabajo y el ocio finalmente se han


fundido bajo la modernidad, aun cuando era precisamente su supuesta separa-
ción estricta lo que dio impulso a Ryan para entregarse a sus diatribas.
Otros problemas más serios aparecen, por desgracia, cuando, dejando de
lado la advertencia de que no deberíamos tomar a nuestra finalmente bien
amada Valentine como la norma del comportamiento turístico, Ryan apunta que
el síndrome es universal, pues «el turismo como proceso educativo, e incluso
como un medio de relajación, implica que es un proceso de autorregeneración»
(2002: 26). Traducido al español: turismo y liberación personal no pueden en-
tenderse uno sin la otra.
Alguna prueba le vendría bien a tanto charloteo, pero parece que a Ryan se
le escapan los hechos. Sería indudablemente injusto olvidar que, como él lo
subraya, hay gente que se decide a abrir un nuevo período en sus vidas tras una
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220 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

estancia turística. Basta con mentar a Shirley y a otros ejemplos que él apunta.
Pero Ryan pronto cae en la trampa metonímica que se ha tendido él solo. Unos
pocos ejemplos valen para la totalidad. Que un antiguo mando intermedio de
Marks and Spencer se decida a ejercer de profesor de windsurf en Grecia des-
pués de unas vacaciones significa que así podrían o deberían obrar el resto de
los turistas aunque no sean antiguos mandos intermedios de esa firma comer-
cial.
Pongamos por testigos a Proust y su madeleine.

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el
drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi ma-
dre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una
taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo.
Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas,
que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abru-
mado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de mag-
dalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi
paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi inte-
rior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me
convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su bre-
vedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia
preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le
excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué sig-
nificaba?

Probar la magdalena fue, sin duda, un acontecimiento importantísimo para


Proust, algo que alguien como Ryan pensaría que le llevó a cambiar de vida y
a darnos posteriormente su Recherche. Siguiendo la lógica de Ryan sobre el
turismo liminoide, uno podría conferir los mismos poderes regenerativos a to-
dos los ejemplares de una humilde pieza de pasta para bollos —un caso de post
hoc, propter hoc—. Algunos cambian de vida luego de irse de vacaciones, así
que el turismo es una fuerza que alienta los cambios de estilos de vida. En el
pasado eso solía llamarse magia simpática; hoy lo llamamos posmodernismo.
Pero ¿acaso se sienten igualmente impresionados todos los comedores de mag-
dalenas como se sintió Proust y con los mismos excelentes resultados? ¿Dónde
quedan quienes prefieren los croissants? ¿Recuerda Ryan que el escritor fran-
cés que se dio ese tripi inducido por la magdalena se pasó buena parte de su vida
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 221

confinado en su dormitorio y que, en general, viajó poco? Tal vez no sea el


turismo el único motivo por el que uno se decide a valentinizarse. ¿A qué viene
tanta magnificación?
Una pregunta similar surge al considerar el número de aquellos para quie-
nes el turismo no parece suscitar cambio alguno en sus vidas. Posiblemente,
Ryan no pudo hacerse con estadísticas rigurosas, pero si hubiese echado un vis-
tazo al número de pasajeros que ofrecen las diferentes compañías aéreas podría
haber notado que el número de partidas es bastante semejante al de regresos.
Sin duda, algunos turistas se quedaron atrás o decidieron establecerse en una
nueva morada. Pero parecen ser una tropa tan escasa como los Prousts que es-
criben después de zamparse una magdalena. Para la mayoría, el rizo de Jafari
es solo un rizo. A diferencia de las flechas, la curva de Ryan es la de un boome-
rang que vuelve siempre al mismo sitio.
Sin embargo, el asunto del tamaño de esa minoría de futuros expatriados
no es cuestión baladí. Si las Shirley Valentines de este mundo son solo unas po-
cas docenas o cientos de miles influye sobre la plausibilidad de la hipótesis de
que el turismo es una fuerza liberadora. Ocasionalmente, los números pueden
crear una masa crítica, pero por debajo de ese umbral no se los puede conside-
rar desencadenantes de cambios significativos. Tal vez algunos estudiantes de
máster pudieran dedicar sus tesis a contar el número de Valentines y así ayudar-
nos a obtener una posición más sólida en la seriedad de las consecuencias que
Ryan da por sentadas. Hasta que no sepamos más, soñar con Shirley y su libe-
ración parece poco más que charleta insustancial basada en unas cuantas anéc-
dotas.
Lo que nos lleva a otro asunto. ¿Puede considerarse como liberación todo
cambio súbito en la propia vida, incluso cuando ese cambio se haya producido
a resultas de una estancia en un destino turístico? En realidad, eso depende de
cómo hayamos definido cada una de esas variables y, como se ha visto, esa no
es una tarea que Ryan considere principal. Parece que para él la liberación viene
en dos gustos. A veces, parece no ser otra cosa que el cambio por el cambio.
Otras, la liberación se reviste de pontifical, como una ruptura definitiva con la
vida ordinaria, como lo opuesto del lujo.
Empecemos por lo primero. Según la cartilla de Ryan, cuando deseamos
algo con ansia y lo conseguimos nos acercamos a la liberación. Shirley Valen-
tine es una criatura de ficción y podemos dejarla gozando de su nuevo estado
con el deseo de que ella y su nuevo compañero griego sean felices y coman mu-
chas perdices. Pero, más cerca de la realidad, uno puede recordar a Corinne
Hofmann, la Maasai blanca (Hofmann, 2006, 2009). Hofmann viajó a Kenia
con su entonces novio y se dio de manos a boca con Lketinga, un sueño de gue-
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222 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

rrero maasai, y cayó con el síndrome de Valentine. Tras un viaje a Suiza para
arreglar sus asuntos, Hofmann volvió a Kenia, se casó con su guerrero y tuvo
una hija con él. Las cosas, sin embargo, no se ajustaron a su falsilla imaginaria
y, años más tarde, rompió con el guerrero y se volvió a su país de origen llevan-
do consigo a su hija. Hofmann ha escrito varios libros de éxito describiendo su
experiencia, pero no parece que las muchas ventas hayan generado un efecto de
imitación entre otras mujeres occidentales y blancas. No se ha reportado ningu-
na carrera hacia Kenia en busca de guerreros, así que parece que muchas vie-
ron sus famosos libros como una advertencia. En cualquier caso, lo que impor-
ta señalar es que ella ve ambos cambios (matrimonio con Lketinga y ruptura
con él) como igualmente liberadores, es decir, como el abandono de un exceso
de equipaje con el que no estaba dispuesta a seguir cargando. Si eso es todo lo
que liberación significa, su turismo exótico inicial parece haber contado bien
poco en ella, no más de un cincuenta por ciento. Por razones que solo ella cono-
ce (a pesar de lo mucho que habla de sí misma en sus libros), Hofmann se sen-
tía tan infeliz con su vida en la rica Suiza como después de decidir casarse con
su noble guerrero y marcharse al Maasai Mara.
Cohen ha descrito algo similar en un artículo sobre las experiencias de tu-
ristas sexuales que finalmente se casaron con sus amantes tailandesas (2003).
Muchos veían su nuevo estado no solo como una liberación, sino como un rega-
lo del cielo. El hombre, generalmente mayor o mucho mayor que su compañe-
ra oriental, pensaba haber encontrado un hontanar para sus necesidades sexua-
les y/o afectivas, no fácilmente satisfechas al parecer en su lugar de origen. Por
su parte, ella podía dejar la prostitución, mejorar su situación financiera y subir
en la escala social. Tal vez, en algunos casos, podía también encontrar una solu-
ción para sus necesidades sexuales y/o afectivas. Pero los obstáculos para lle-
gar al estado de gracia son numerosos y no solo por las estafas económicas que
han sufrido numerosos Don Juanes. La heterogamia extrema de estas uniones
se refuerza con las enormes diferencias culturales entre los esposos, que suelen
hacerse notar después de la boda. Por un lado, la sociedad tailandesa sospecha
que todas las tailandesas casadas con farangs (extranjeros) son antiguas prosti-
tutas, aun cuando este no sea siempre el caso, lo que crea muchas situaciones
embarazosas y muchos malos entendidos para ellas y para sus cónyuges. Por
otro, los hombres occidentales no suelen apreciar que se espere de ellos que se
conviertan en el pilar económico fundamental de una familia extensa; que sus
mujeres estén tan ligadas a sus familias; que tomen decisiones importantes so-
bre la base de prácticas adivinatorias despreciadas en Occidente; o que los arre-
glos financieros entre los esposos puedan ser fácilmente utilizados contra los
maridos debido a las exigencias de la ley del país. Habitualmente,
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 223

el marido extranjero se encontró con su futura mujer en un contexto […] radicalmente


distinto del de sus orígenes rurales. La veía por tanto como liberada […]. Pero las más
de las veces ella se sigue viendo como parte de su grupo familiar, manteniendo con él
[…] no solo lazos emocionales; su familia es también el puerto de refugio en que puede
hallar abrigo si el matrimonio fracasa (2003: 73).

Ryan, por su parte, parece estar tan embriagado por la idea de que la libe-
ración viene definida por cualquier cambio en los estilos de vida que perma-
nece ciego ante el hecho de que estos sean reversibles y que a menudo la libe-
ración no es más que el acto de librarse de una liberación previa. Sea como
fuere, no resulta fácil ver la mano del turismo en esos dramas de la vida per-
sonal. En realidad, puede haber tantas liberaciones como seres humanos, pues
solo cada uno de ellos puede decir qué es lo que le hace sentirse libre. Y la li-
beración personal puede ser redefinida muchas veces a lo largo de una vida.
¿Puede ser el turismo el factor principal de todas y cada una de ellas? Tan solo
si alienta los mismos sueños que Hofmann y los maridos de las chicas de barra
tailandesas alentaban cuando luchaban por encontrar su propia medida de libe-
ración.
¿Qué decir de la segunda especie de liberación personal? Siguiendo la que
cree ser la vulgata turneriana, Ryan se refiere a la liberación de una segunda
manera —como una ruptura con la vida ordinaria, tal y como la define el traba-
jo—. Sin embargo, ninguno de los personajes de la vida real a los que se refie-
re como ejemplos pasa el examen. Convertirse en profesor de windsurf o iniciar
un negocio turístico propio o una compañía de alquiler de motos, coches o bar-
cos no les libra de trabajar. Su nuevo trabajo puede ser experimentado como
más placentero, menos exigente, más divertido, más provechoso o todo eso a la
vez y algunas cosas más, pero la mayoría de los humanos no se pueden librar
de él. Cuando la liberación se define como ausencia de trabajo y de esfuerzo, se
torna una proposición imposible en términos sociales.
Ryan viaja hacia una tercera y última clase de liberación. Siguiendo su de-
finición de lo liminoide, la liberación ocurre también cuando el turismo y sus
símbolos (véase arriba) dejan de ser eufuncionales y se convierten en crítica so-
cial y en denuncia de la injusticia de las estructuras básicas de la economía y de
la política. Ryan nos había enseñado hasta ahora cómo excitar a la multitud con
promesas de liberación personal por el precio de un paquete turístico, pero la
eufuncionalidad de esta última fórmula no deja de sorprender. No es el prime-
ro en recomendar que los turistas miren críticamente a sus experiencias y a la
industria que se las proporcionan; buena parte de la sabiduría convencional en
este campo rebosa con advertencias similares.
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 224

224 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Pocos, sin embargo, han sido tan osados como para recomendar a los turis-
tas y a sus símbolos el oficio de profeta. Afortunadamente. Imagínese que algu-
nos de ellos siguieran su consejo y buscaran liberarse denunciando públicamen-
te las injusticias del Partido Comunista de China en un viaje por el Tíbet, o las
inmoralidades de las estructuras económicas existentes en Cuba con motivo de
un viaje en busca de sexo en La Habana, o las atrocidades contra la oposición
política que defiende el Líder Supremo de la teocracia militar iraní a su paso por
Qum. Pronto antes que tarde, esos ejercicios liberatorios acabarían en un viaje
algo menos excitante por las prisiones locales. Tal vez, Ryan se esté refiriendo
a ejercer la crítica social y política en las sociedades democráticas y tal vez sea
eso a lo que se refería al hablar de llevar el turismo hasta el final. En ese caso,
empero, no es menester insistir en la grandilocuencia de la «liberación» para lo
que no es más que una ocurrencia ordinaria, legítima y cotidiana en esas estruc-
turas económicas y políticas. Esa era precisamente la diferencia fundamental
para Turner entre lo liminoide de la modernidad y la liminalidad de las socie-
dades preindustriales
Ryan parece leer mucho; al menos sus escritos están apoyados en largas lis-
tas de referencias. Pero uno duda de que entienda lo que lee. Para explicar el
significado de liminoide se autocita, como se ha dicho, en un texto sobre turis-
mo sexual que escribió junto con Hall (2001). En la primera edición los autores
proclamaban a Foucault y a Marx como las fuentes de su inspiración, aunque al
tiempo no incluían una sola referencia a libros del primero y se equivocaban en
las dos citas del segundo, rejuveneciendo al Manifiesto comunista en cuatro
años, pues lo fechaban en 1844, y convirtiendo a Engels en coautor de los Ma-
nuscritos de 1844. Como se ha dicho, si Ryan hubiera leído a sus clásicos, ha-
bría caído en la cuenta de que lo que él incluye en ese horroroso adjetivo de
liminoide que Turner puso en circulación tiene justamente el significado opues-
to al que él le da. Para Turner, lo liminoide es otra forma de iluminar la íntima
relación entre la libertad institucionalizada de las sociedades modernas y la vida
cotidiana de las democracias. No es eso lo que Ryan tiene en las mientes.

Teologías de la liberación, Acto tercero:


La autenticidad castrada

Wang se propone examinar la relación entre turismo y modernidad desde una


perspectiva sociológica y general. Algo digno de encomio pues su libro mantie-
ne que las explicaciones al uso desde esta perspectiva (y desde la antropológi-
ca) resultan a menudo limitadas y sesgadas. Igualmente comienza con una ad-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 225

vertencia correcta al expresar su creencia de que la historia tiene que formar


parte de la relación entre ambos, pues el turismo, a diferencia de los viajes, es
una actividad que solo aparece en tiempos modernos. No le pone fecha a su par-
tida de nacimiento, pero uno imagina que aceptaría la del final de la Segunda
Guerra Mundial, pues a menudo se refiere a ese período aunque lo haga de for-
ma vaga (Wang, 2000: 1). Su tratamiento del fenómeno, sin embargo, no colma
tan altas expectativas.
Su definición inicial del turismo invoca algunos nombres sagrados en la
disciplina (con una reverencia inicial hacia MacCannell y a Graburn), que nos
debería hacer pensar. Como se dirá luego, Wang toma el nombre de MacCannell
en vano. Por su parte, la idea peregrina de Graburn de que el turismo es otra for-
ma de peregrinación o de ritual religioso no puede ser menos rigurosa, con lo
que adoptarla no sirve de gran ayuda. Wang, sin embargo, parece seguirle en el
camino de la fenomenología, es decir, en no preocuparse demasiado de los atri-
butos del objeto a definir y en encontrar atajos hacia su esencia. Aunque Wang
no reclame con especial énfasis el manto de la fenomenología, no deja de escu-
darse en su amplitud.
Nacida con el cambio del siglo XX en Alemania, la fenomenología compar-
tía el antiguo impulso hegeliano por librar a la filosofía de los rigores de la in-
vestigación científica. A lo largo de su obra, Hegel se encargó de atacar y deva-
luar el método científico tal y como Kant lo había descrito en su Crítica de la
razón pura, por considerar que se apoya en los poderes menores de nuestras
mentes —el intelecto o, en la expresión alemana, der Verstand— por oposición
a la razón, también conocida como die Vernunft, es decir, la capacidad más alta
de nuestras mentes. Mientras que el intelecto se atocha en las determinaciones,
en las diferencias y en los detalles, la razón es el inefable reflejo en la mente
individual de la forma en que una entidad suprema, a la que Hegel conoce como
el Espíritu (der Geist), se apodera de sí mismo a través de un proceso de la natu-
raleza y de la cultura al que llamamos historia y que él bautizó como fenome-
nología del espíritu (Phänomenologie des Geistes). La razón nos permite com-
prender la totalidad de la experiencia humana y superar los límites de las cien-
cias particulares que florecen en el estrecho mundo de la causalidad y castran
nuestros mejores deseos de conocer y explicar la totalidad de nuestra experien-
cia y el mundo de ahí afuera. Lamentablemente, Hegel nunca proveyó una guía
adecuada para este menester, con lo que pronto el Geist universal se convirtió
en una herramienta lábil que llevó a la derecha y a la izquierda hegelianas a en-
redarse en cruentas batallas intelectuales sobre la herencia del maestro.
La fenomenología poshegeliana no mejoró las cosas, pero sí mostró su
deseo de ampliar las expectativas de los fenomenólogos hasta límites previa-
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226 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

mente insospechables. Husserl no ocultaba su confianza en poder hacer bueno


todo aquello que Hegel había sido incapaz de demostrar y abrió las puertas a la
audacia de la esperanza. Mientras que Platón advertía a los humanos de que se
cegarían si trataban de mirar de frente a las esencias puras porque sus limitadas
mentes tenían que contentarse con recordar las sombras que aquellas proyecta-
ban en las paredes de la caverna en que estaban recluidos, Husserl prometía tan
campechano sacarles de esa caverna y ver la realidad en su desnudo esplendor
si se atrevían a librarse de sus cadenas racionalistas. Racionalismo, para Hus-
serl, es el mundo del determinismo, es decir, de las ciencias particulares que
solo captan aspectos y accidentes del reino del Ser. Cuando brillan con mayor
luz, estas ciencias solo pueden explicar cómo sucedieron las cosas, no su esen-
cia. Tan solo podremos llegar a la verdad si se dejan de lado esas muescas del
Ser, tan útiles para la vida cotidiana como ontológicamente triviales. La técni-
ca de la epoché, que pone entre paréntesis el mundo de las apariencias, es la
mejor herramienta disponible y Husserl se la propone como un ábrete sésamo
a los honrados buscadores de la verdad. La epoché permite salir del determinis-
mo y la particularidad para bucear en las más hondas profundidades del Ser.
Lamentablemente, la varita mágica de Husserl estaba tan averiada como la de
Hegel y no daba a sus seguidores muchas pistas sobre cómo hacerse con ese
Tarnhelm epistemológico de colorín con el que, como Alberich en El anillo del
Nibelungo, sus usuarios pueden ver cosas vedadas al resto de los mortales. La
larga exégesis husserliana sobre conceptos tales como intencionalidad, empatía,
intuición de esencias, Lebenswelt y otras curiosidades y noemas que alegraban
las pajarillas de sus creyentes no llevaba demasiado lejos ni permitía que los
observadores del Ser llegasen independientemente a las mismas conclusiones ni
las viesen desde la misma atalaya. Pero, si uno cierra los ojos, es firme en su
deseo de ver y salmodia los mantras adecuados, la epoché le devuelve un pla-
cer único: creer que la propia definición del objeto contemplado es la única
definición posible de su esencia.
La fenomenología se ha ajado considerablemente con su uso. Como Hegel,
Husserl no preparó a sus fieles para la tribulación de ver cómo los oráculos
implosionaban en versiones mutuamente excluyentes tan pronto como eran
dados a la imprenta. La misma epoché inspiraría las versiones opuestas de Hei-
degger y Sartre sobre la esencia del hombre y su relación con el mundo-de-ahí-
fuera. Pero, entre algunos sectores, la fenomenología no ha perdido por com-
pleto su poder seductor. Por mucho que la tribu fenomenológica se haya disper-
sado en un alud de fuegos fatuos, aún puede permitir a los elegidos hacerse con
algo muy valioso: la confianza en que, por mucho que la epoché pueda empu-
jarlos a campos opuestos, ese yelmo mágico sigue siendo un gambito inaprecia-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 227

ble cuando se trata de definir las reglas del juego. ¿Quién se atrevería a poner
en cuestión las runas de aquellos valientes que se atreven a mirar cara a cara a
las esencias?
Todo esto nos devuelve a Wang y su idea del turismo, de la modernidad y
de los sutiles lazos con que enredan el uno y la otra. Wang no tiene demasiado
tiempo que perder en distingos estadísticos entre viajes de ocio o de negocio o
deferenciales, o las diferencias entre turismo internacional y doméstico. Tam-
poco le preocupan mucho sus flujos y los cambios de tendencia, que no son más
que preciosismos matemáticos. «En términos generales, la definición oficial,
industrial o económica del turismo tiende a ser técnica o estadística» (2000: 5).
Por su parte, Wang prefiere captar la verdadera esencia de ese fenómeno
mirándolo desde la epoché. Para él, el turismo es una especie de actividad e ins-
tituciones rituales cuasi-religiosas

que, por medio de la sacralización de las atracciones, crea un mundo de esperanza, de


promesas y de «salvación», es decir, «otro mundo» que se encuentra a cierta distancia
de «Este Mundo». ¿Por qué querría la gente participar en esta acción distanciadora? Po-
demos dar al menos dos razones. En primer lugar, porque tienen algunos problemas con
«este mundo», o con sus condiciones existenciales. En segundo, y como resultado de lo
anterior, la gente pone en cuestión las condiciones preestablecidas de la existencia en
las que se encuentran y renegocian el significado de sus vidas distanciándose —espiri-
tual, social y espacialmente— de la vida cotidiana y de su normalidad de forma anual
(o semianual) (2000: vii).

Si la definición parece una bocanada fenomenológica es porque efectiva-


mente lo es. Ahí mezcla Wang religión, anomia y renovación lustral de forma
un tanto grandilocuente, pero nos deja ayunos de saber cómo la gente llega a
actuar así, pese a que el sentido común parece apuntar que los turistas se com-
portan de muy diferentes formas y que los propios rituales adoptan manifesta-
ciones muy distintas. Algunas de ellas podrían ser rituales que suceden en entor-
nos religiosos, como Wang, en la órbita de Graburn, querría que sucediese con
los turistas. Pero cuando Paul Theroux cuenta que Andy Parent, el protagonista
de My Secret Life, había convertido «en un ritual» el visitar diariamente el bur-
del del pueblo africano al que el Peace Corps (una agencia americana de volun-
tariado) le había destinado, posiblemente no se está refiriendo a los mismos
ritos. La gente normal suele establecer la diferencia entre frecuentar un templo
por motivos religiosos o visitar una atracción turística (que puede ser un tem-
plo) con bastante facilidad. ¿Qué se gana con oscurecer la diferencia?
Si dejamos la metonimia religiosa a un lado, el resto de la definición se torna
aún más inverosímil. ¿Acaso son solo los turistas quienes tienen problemas con
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228 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

sus condiciones existenciales en este mundo? ¿Espera la gente la llegada de las


vacaciones (anuales o semianuales) para manifestarlos? ¿Qué sucede con quie-
nes no pueden permitirse vacaciones porque están enfermos, en la cárcel o no
tienen dinero o no tienen vacaciones pagadas? ¿No pueden poner en cuestión sus
condiciones de vida ni replantearse el significado de su existencia? ¿Tienen que
esperar a las vacaciones para hacerlo? Parece dudoso. La Revolución francesa
llegó a un punto de no retorno en julio de 1789, pero no porque los sans-culot-
tes se hubiesen encontrado con que sus hoteles de la Costa Azul estaban sobre-
rreservados. Nadia ha planteado —todavía— que la toma del Palacio de Invierno
en el Petrogrado de la época se debió a que Lenin y los bolcheviques hubiesen
decidido renegociar sus vidas tras unas merecidas vacaciones en el verano de
1917. Sus datchas en Crimea iban a llegar mucho más tarde. ¿Por qué necesita
Wang hablar del turismo en estos términos rimbombantes?
Habrá que mirar su pedigrí fenomenológico. Para él, el turismo es un rasgo
definitorio de la modernidad que necesita de la totalidad para ser explicado. Al
cabo, no hace sino tejer el contexto básico de la vida social en el presente.
¿Cómo, pues, definir la modernidad? «En resumidas cuentas, “modernidad” se
refiere al período histórico posterior al Renacimiento y por ello ha sido asocia-
da a procesos de desaparición de las sociedades tradicionales (premodernas)»
(2000: 15). La modernidad es, pues, un fenómeno aparecido en Occidente, aun-
que con posterioridad haya permeado al resto del mundo, creando nuevos arre-
glos institucionales como el capitalismo, el monopolio de la violencia por el Es-
tado (Wang no menciona el imperio de la ley o la legitimidad democrática), la
ciencia y el progreso tecnológico, la urbanización, la globalización. ¿Hay algún
principio básico que vertebre ese montón de cambios, alguna estructura que
permita que el resto ocupe un sitio determinado en la procesión social? Para
Wang, la contestación ha de ser afirmativa —eso es lo que Weber llamaba racio-
nalización, «un proceso por el que las costumbres tradicionales son reemplaza-
das por la forma contemporánea de hacer las cosas» (2000: 15)—. No es esta
una definición demasiado clara. Mientras que, aun embrollada, la del turismo
decía algo, la de la modernidad la mantiene indefinida. La modernidad de Wang
no es otra cosa que la desaparición de lo tradicional a través de la racionaliza-
ción, que, a su vez, es la aparición de lo moderno, es decir, algo que se define
por lo que tenía que ser definido. Una noción circular.
Esto es, sin embargo, una nadería. Más importante en la referencia a Max
Weber es la voluntad de definir la modernidad, sobre todo, como un proceso cul-
tural, una nueva conformación de la mente colectiva que aún no ha llegado a su
fin. Wang no ve razones importantes para mantener que la posmodernidad (una
serie de cambios en su esencia que pretendidamente han acabado con la moder-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 229

nidad en la segunda mitad del siglo XX) represente una ruptura con su anteceso-
ra inmediata. Los críticos posmodernos han denunciado algunas fallas funda-
mentales en la estructuración de la modernidad y la necesidad de buscar nuevos
hitos en un desarrollo marcado por la ambivalencia y, de creer a Baudrillard, por
el triunfo de los simulacros. Wang, por su parte, mantiene una posición menos
conformista. En realidad, los críticos posmodernos deberían reconocer que des-
de sus inicios la modernidad se adornó con la misma ambivalencia contra la que
ellos nos previenen ahora. Ambas, modernidad y posmodernidad, se asientan
sobre un mismo orden racional creador de ambivalencia y contradicciones. Para
Wang, ambas forman una estructura perdurable que es básicamente cultural, es
decir, ajena a la forma en la que la gente produce y reproduce sus vidas. El abis-
mo entre la dinámica cultural de la modernidad y sus componentes económicos
se reproduce una vez más con la misma fuerza que tenía para el Weber posterior
a 1904. Con ello, Wang se pone al cuello su misma piedra.
La noción de ambivalencia proviene de la psicología, pero ha sido adopta-
da con predilección por algunos sociólogos. De hecho, no dista tanto de la de
contradicción, es decir, que los fenómenos complejos tienen rasgos y conse-
cuencias que no siempre componen un todo lógicamente consistente. Distintos
observadores pueden apreciarlas de forma diferente en tiempos cambiantes, de
igual manera que la catedral de Reims pintada por Monet a distintas horas del
día. La modernidad, para Wang, es profundamente ambivalente, como lo será el
turismo, que, a la postre, no es sino su criatura.
Ambivalencia y contradicción, aunque eso no guste a Wang ni a los feno-
menólogos, pueden ser formuladas en lenguaje económico. Nuestras necesida-
des tienen muchas facetas, pero los bienes y servicios que pueden satisfacerlas
no solo son escasos, sino que también, cuando se consiguen, tienen escasa capa-
cidad para mantener nuestra satisfacción. El deseo supera con mucho a la ofer-
ta y la escasez relativa tendrá siempre en jaque al deseo, porque los recursos son
limitados y/o finitos. Los economistas tienen su forma de proponer equilibrios
entre deseo y escasez. Esa es la función del análisis coste/beneficio. Pareto dise-
ñó las llamadas curvas o mapas de indiferencia para entender las combinacio-
nes de bienes que un consumidor puede preferir dentro de sus medios limitados.
Pero nada de esto conmueve a Wang. La suya es una noción de ambivalencia
muy borrosa y a menudo causa de serios errores.
La más visible manifestación de la ambivalencia en el turismo, avisa, se
deriva de la interacción entre el turista como consumidor y la industria turísti-
ca. Pero a Wang esto no le interesa demasiado. Para comprender esa manifesta-
ción de ambivalencia es menester que vayamos más allá de una perspectiva
economicista. En realidad, ese conflicto de expectativas entre consumidores e
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230 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

industria tiene su origen más allá, en la contradicción básica entre la gente y sus
deseos, entre Logos y Eros. Solo cuando lo hayamos entendido estaremos en
vías de elucidar la contradicción entre la búsqueda de autenticidad por parte de
los turistas y los productos ofrecidos por la industria.
A primera vista, dice, el turismo se presenta como una totalidad armonio-
sa. Las economías que funcionan bien generan una alta productividad que, a su
vez, permite la aparición de renta disponible que, finalmente, reverbera en la
expansión de los viajes. El turismo se convierte así en un indicador de la rique-
za y el bienestar social —incluso de la felicidad colectiva—. Sin embargo, en
un nivel fenomenológico más profundo, uno puede también encontrar en él la
expresión de los aspectos oscuros de la modernidad. El turismo puede también
llevar al desencanto con la degradación del medio ambiente, con la monotonía
de la vida y su homogeneización. Wang sigue en un impetuoso crescendo. Des-
de su formulación condicional inicial («El turismo puede generar P o T») salta
a enunciados de hecho. El turismo es una crítica no verbal de P y T. Más aún,
con el cambio que las vidas de los turistas experimentan en vacaciones, al esca-
par, al buscar lo extraordinario, al darse a los excesos, al disfrutar con la ano-
mia, el turismo es un intento para cambiar las condiciones de existencia de la
gente. Tal vez no sea una revolución, pero choca con el orden existente de las
cosas, trata de romper normas y de escapar hacia un espacio cualitativamente
distinto. Produce el cambio, pero, lamentablemente —Wang es menos optimis-
ta que Ryan—, los cambios que induce son solo fugaces, no permanentes.
Tal vez, pero parece que Wang se deja llevar por la plasticidad de sus pala-
bras. El turismo puede sin duda llevar a P o T, pero también a G o Q, y a otras
muchas combinaciones de rasgos y propiedades diferentes. Lo que cuenta,
pues, no son los sentimientos que los investigadores anticipan que la gente po-
dría o debería perseguir; por el contrario, lo importante es si la gente realmen-
te los experimenta y actúa consistentemente en relación con ellos. ¿Ven real-
mente los turistas sus vacaciones como una oportunidad para el cambio de las
normas sociales preexistentes? ¿Acaso tienen la menor idea de que lo que hacen
no es otra cosa sino criticar de forma no verbal su existencia ordinaria, es decir,
imponer profundos cambios sociales, o lo que suele llamarse una revolución?
Al discutir la posición de Jafari, se sugirió que la hipótesis de que el turismo es
un fenómeno liminal autosostenible no se puede mantener. Wang sería más con-
vincente si aportase alguna prueba de sus conjeturas, pero no lo hace. De forma
intuitiva, empero, uno ve que tras sus vacaciones la gente en general no mues-
tra ninguna resistencia activa a volver al orden social que abandonó hace pocos
días, ni habitualmente expresa deseos abiertos de cambiarlo. Si acaso, la nego-
ciación colectiva de las condiciones de trabajo, parte importante de esas condi-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 231

ciones existenciales de las que habla Wang, suele requerir más vacaciones pa-
gadas, no cambios fundamentales al sistema que las proporciona. Para usar la
torpe expresión de Ryan, las vacaciones mayormente tienden a ser eufuncio-
nales.
Wang añade una segunda capa de fenomenología a la relación macro entre
turismo y modernidad —que intensifica la racionalidad del Logos a expensas de
otras fuentes de la conducta que no están directamente definidas por el cálculo
de intereses o la adecuación racional entre medios y fines, a las que subsume
bajo la etiqueta de Eros—. Wang avisa de que la ambivalencia entre realidad y
deseo (Freud solía llamarles principio de realidad y principio de placer y creía,
como Wang, que eran un componente estructural de los arreglos internos que for-
man parte del ser humano) también aparece en las sociedades tradicionales,
como lo hace la separación entre trabajo y ocio, pero inmediatamente introduce
una cláusula ad hoc: que en la modernidad esa separación es más profunda y evi-
dente; que el abismo entre ellas crece decisivamente.

Mientras que las instituciones industriales, capitalistas, comerciales y burocráticas son


los lugares en que habita la Logos-modernidad, es en las instituciones del ocio y de la
cultura donde reside la Eros-modernidad, aunque ocio y cultura no estén exclusivamen-
te orientados al Eros (2000: 39).

Sea como fuere, para Wang, la oposición turneriana entre la vida ordinaria y la
extraordinaria, la primera bajo control del Logos, la segunda en busca de la gra-
tificación erótica, es el rasgo clave de la modernidad y los turistas definitiva-
mente experimentan esas derivas contrapuestas.
¿Pueden cohabitar ambas bajo el mismo techo? Después de lo que Wang ha
dicho, uno esperaría una respuesta negativa. ¿No era por ventura el turismo una
crítica no verbal de la sociedad tal y como la conocemos? Milagrosamente, aho-
ra la vida extraordinaria del turista, su Id consumista permanentemente descon-
tento, no desencadena la represión del Logos.

Los impulsos y deseos eróticos de una persona pueden hallar gratificación o ser perse-
guidos en la actividad turística […] La gratificación del Eros por y a través del turismo,
pues, relaja las tensiones causadas por la autoimposición de barreras y controles con los
que Logos controla a Eros. De esta forma, el turismo ayuda a reforzar el orden de la so-
ciedad de origen que Logos desea […] El turismo, por así decir, es una especie de Eros-
modernidad que se coordina orgánicamente con la Logos-modernidad (2000: 41).

Y cita a Urry para reforzar la idea de que las desviaciones temporales de los
turistas refuerzan la normalidad de casa. Pese a todo, se diría que Jafari no esta-
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232 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ba tan lejos de esta conclusión. Siguiendo a Wang, uno tendría que aceptar por
fas o por nefas que el turismo tiene un lado funcional. Pero esta es una moder-
nidad realmente misteriosa. Es la ambivalencia al cuadrado. Por un lado, se pre-
dica un conflicto insoluble entre Logos y Eros. Por el otro, al irse de casa, los
turistas pueden hallar una vía de superar la contradicción estructural. La moder-
nidad se compone en principio de partes mutuamente exclusivas, pero a la pos-
tre, con el toque de la varita mágica de Wang, una y otra no están en una con-
tradicción insuperable.
Cuando analiza el turismo desde el punto de vista micro, es decir, a partir
de su despliegue institucional o comercial, Wang se hace entender mejor, aun-
que al precio de hacerse más incoherente. La industria turística es la encarna-
ción de la Logos-racionalidad con su fundamento en la obtención de beneficios,
en tanto que el turista se orienta hacia Eros, que le impulsa a preferir viajes ro-
mánticos, auténticos y exóticos. La industria, sin embargo, le ofrece experien-
cias estandarizadas, manufacturadas y mercantilizadas.
En el terreno social general, como se acaba de decir, no puede haber para
Wang verdadera ambivalencia entre los turistas y su sociedad. A la postre,
aquellos solo pueden satisfacer los impulsos de su Id reproduciendo el orden
social que conocen. Pero cuando hablamos del consumo la industria anda siem-
pre al acecho para frustrar sus pasiones eróticas. Cómo llega a un desenlace
esta ambivalencia o contradicción es un misterio. En la perspectiva más ele-
mental podría pensarse que la contradicción desaparecería si la industria cum-
pliera lo que promete. Por ejemplo, cuando los servicios anunciados en los fo-
lletos de viajes fueran iguales a los realmente ofrecidos en destino. En otra algo
más ambiciosa podría proponerse que la industria deje de ofrecer mercancías,
lo que necesitaría de razonamientos algo más elaborados. Finalmente, podría
defenderse que los consumidores acabaran con la industria y con el andamiaje
social que la sostiene. Como se ha hecho notar en el capítulo 4, MacCannell,
haciendo honor a su corazón de león, se muestra partidario de la última solu-
ción. Mucho más precavido, Wang prefiere colocarse entre las dos primeras
líneas de acción.
Para entender por qué es ese el caso es menester tomar un desvío y exami-
nar el tratamiento de Wang a cosas como la autenticidad y la mercantilización.
Tras un primer cabezazo ritual ante MacCannell, Wang se achanta e informa al
lector de que la discusión de la autenticidad tiene que ser llevada más allá de
sus límites establecidos. ¿Por qué? Porque con tanta cita y tanto uso indebido,
la autenticidad de MacCannell se ha convertido en un concepto en exceso poli-
sémico. Mansamente, Wang empuja al lector desde la épica del yo-contra-el-
mundo hacia la meta, más mundana y limitada, de la publicidad fidedigna.
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 233

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 233

Algunos autores, MacCannell incluso, ven la autenticidad como algo que


revela la esencia de una atracción o de una experiencia. Los turistas llegarían a
una experiencia auténtica si llegasen a poseer su verdad interior o, más modes-
tamente, a consumir un producto genuino, es decir, la cosa en sí o algo que
reproduce sus rasgos esenciales. La frase «Este cuadro de un andrógino sonrien-
te que estoy viendo es obra de Leonardo da Vinci» apunta a algo real. Por su
técnica, por pruebas históricas o por cualquier otro tipo de corroboración más o
menos anecdótica, el retrato de Mona Lisa se convierte en la obra única de un
individuo histórico que la opinión colectiva ha construido como uno de los
grandes maestros renacentistas.
Esa es la mirada del experto de museo a la que Wang llama autenticidad
objetiva, que según él plantea una definición estrecha del problema de la auten-
ticidad. Si esta fuera la autenticidad que la gente busca al viajar, estaríamos
ante el intento de lanzar una mirada libresca o epistemológica sobre el objeto
—cómo relacionar las experiencias del turista con determinados originales o
prototipos—. Para Wang, por el contrario, este proceso llevaría a hacer que la
experiencia turística girase en torno a su objeto. La verdadera búsqueda de la
autenticidad está necesitada de una revolución copernicana. La autenticidad no
puede hacerse depender de los objetos o de los lugares visitados, sino que debe
tomar en cuenta las experiencias de los turistas. Uno duda de que MacCannell
pudiese aceptar semejante falta de aprecio por la imposibilidad objetiva en que
se encuentran los turistas a la hora de alcanzar por sí mismos los más pro-
fundos estratos de la realidad. La desaparición de la autenticidad es, para
MacCannell, una consecuencia de la forma maldita en la que la modernidad
construye e impone una realidad ajena al turista; para Wang, no es otra cosa que
un obstáculo a salvar por cada uno de los individuos, algo carente de anclaje
estructural.
¿Por qué no deberían los turistas interesarse en la autenticidad objetiva?
Después de todo, buena parte de sus experiencias se basan en ella, por razones
económicas muy sólidas. Las atracciones cuentan con un doble valor objetivo.
Uno de ellos se refiere al precio. De las obras maestras de todas clases que visi-
tamos en los museos suele decirse que no tienen precio, es decir, que su valor
es inconmensurable; pero eso no significa que carezcan de relevancia económi-
ca, sino más bien que su precio es habitualmente astronómico. Lo que quere-
mos decir cuando usamos esos adjetivos es que su valor de mercado es difícil
de evaluar no porque no tengan precio, sino porque habitualmente no aparecen
en los mercados. Cuando se ponen en venta son extremadamente caras, pero
no carecen de precio. Hombre andando 1, una estatua en bronce de un hombre
creada por Alberto Giacometti en 1960, alcanzó recientemente un precio de
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 234

234 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

104,3 millones de dólares en una subasta en Sotheby’s, de Londres, acaecida


en febrero de 2010. El precio más alto anterior lo tuvo el Muchacho con una
pipa, un lienzo de Picasso pintado en 1906, con un precio de 104,2 millones de
dólares (Crow, 2010). Esos altísimos precios son una función de su escasez y,
en el caso de obras maestras individuales, de su unicidad. No hay demasiados
Leonardos por ahí, así que mientras se le puedan atribuir y mientras Leonardo
mantenga la altísima estima que sienten por él los líderes de opinión y los con-
sumidores bien informados, su precio seguirá alcanzando alturas siderales. Hay
además un segundo tipo de valor económico de las atracciones para sus consu-
midores individuales. Es su coste de oportunidad. Las obras de arte pueden ser
copiadas y aun reproducidas de forma mecánica, pero solo hay una Mona Lisa
que haya pintado Leonardo y esa solo puede verse en el Louvre de París. Ese
es el objeto auténtico que la gente quiere ver. Y para experimentar su autenti-
cidad de primera mano están dispuestos a pagar por la visita al museo más el
viaje a París. Consumir o tan solo mirar objetos auténticos no es nada barato,
pero algunos consumidores eligen hacerlo aun a costa de renunciar a otros posi-
bles bienes.
Pese a los innumerables fraudes que asolan el mercado del arte, la autenti-
cidad objetiva no es solo posible para las obras maestras creadas por artistas
individuales, como lo atestigua el caso de obras de colección que fueron produ-
cidas en serie y no son atribuibles a un creador individual. Si de paseo por Ho-
llywood Road, en Hong Kong, me dan ganas de comprar un par de lokapalas o
la estatuilla de un dromedario de tiempos de la dinastía Tang (o tan solo me in-
tereso por darles un vistazo), puedo ignorar para siempre quién los hizo, pero
puedo decir que justamente la figura que quiero comprar o ver ha sido certifi-
cada como hecha en esa época gracias a unas pruebas de luminosidad hechas
por una agencia legítima. Eso las hace diferentes de otras similares que no son
fácilmente discernibles como modernas para el ojo de un consumidor no bien
informado. Así pues, las compraré a un galerista que pueda proveer el certifica-
do correspondiente y no a un chamarilero que parece vender otras iguales pero
sin certificado unos metros más abajo de la calle. Y haré bien en considerarlas
como piezas auténticas de los tiempos de la dinastía Tang. La mía será una ex-
periencia objetivamente auténtica.
Cuando se trata de cosas producidas en serie en el presente, la autenticidad
objetiva se hace más complicada, pero es aún posible. Esas cosas pueden ser
falsificadas con facilidad, es decir, pueden perder fácilmente su unicidad. Sin
las leyes de propiedad intelectual que protegen a los diseñadores o las etiquetas
de denominación de origen como AOC (appelation d’origine controlée), para
los vinos franceses, o DOC (denominazione d’origine controllata), para los ita-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 235

lianos, sería prácticamente imposible saber si este Chablis o este San Giovese
que estoy bebiendo, o el bolso de Louis Vuitton que acabo de comprar, son real-
mente auténticos. En este caso, auténtico significa que los vinos se han hecho
con uvas vendimiadas en Borgoña o en Toscana, o que se deben a la maestría
única de la casa Vuitton. Una vez más, la razón para evaluar su autenticidad se
remite a razones económicas. Todos esos bienes tienen precios altos porque son
relativamente raros o escasos. Si son falsos, y por tanto más abundantes, todos
los bienes similares, auténticos o no, perderán valor y se venderán por menos
precio. Los consumidores que valoran el dinero que pagan serán reacios a com-
prarlos por más de lo que valen los falsos. Por eso es necesario que lleven sus
marcadores de legitimidad.
¿Qué decir del deseo, tan caro a las revistas de estilos de vida americanas,
de buscar los croissants parisinos legítimos, el verdadero pho?’ de Hanoi o el más
auténtico sushi japonés? Muchas de esas cosas se encuentran en muchos otros
lugares del mundo y no tienen un original con el que puedan ser comparadas,
pero son también relativamente escasas. Luego consumir estas últimas será
más caro o tendrá un mayor coste de oportunidad. No tanto en relación con las
versiones del lugar en que uno vive, sino en relación con los costes transaccio-
nales que los turistas están dispuestos a pagar por consumirlas. Así pues, son
relativamente más caras. La llamada autenticidad objetiva no es un sueño impo-
sible o algo limitado a unos pocos ejemplares muy escasos. Por medio de los
complicados lazos entre dinero, turismo y el prestigio social que ambos otorgan
a algunos consumidores, visitar o consumir productos objetivamente auténticos
está rodeado de un aura de superioridad respecto de otras experiencias más fáci-
les de llevar a cabo. Nadie volverá a probar los kipferl o ruggelach transforma-
dos que August Zang fue, al parecer, el primero en cocer en su Boulangerie
Viennoise de París, en el 92 de la Rue Richelieu, hacia 1839, y que ganaron
prestigio local bajo el nombre de croissants. Hoy en día, mejores croissants, es
decir, posiblemente más cercanos al original y por tanto más auténticos, pueden
encontrarse en algunas patisseries de Roppongi Hills, en Tokio, que en la mayo-
ría de los comptoirs parisinos. Sin embargo, la gente se mantiene fiel a la ver-
sión francesa porque les recuerda los originales (austríacos) de París, en donde
se hicieron populares por primera vez. Su experiencia auténticamente objeti-
va les dirá que no hay mejor sitio que Francia cuando se trata de comer crois-
sants. El pho?’ ya no puede ser probado en el antiguo restaurante de la esquina
de Nguyen Du y la calle Hue, en Hanoi; se ha convertido en un banco. Muchos
locales, sin embargo, juraban que aquel era el lugar en donde comer el auténti-
co pho?’ y la gente local y los turistas pagaban por ir allá. El sushi puede comer-
se bajo muchas formas deliciosas, pero los turistas quieren probarlo en Uogashi
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 236

236 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Senryo, un restaurante en el mercado de Tsukiji. Cuando comen croissants en


Francia, pho?’ en Hanoi o sushi en Tokio, su escasez relativa les confiere mayor
prestigio que si solo pueden probar las variedades locales en Alcorcón o en Sant
Boi. La autenticidad objetiva, pues, no es tan solo una quimera de la imagina-
ción de los turistas.
Wang habla de un segundo tipo de autenticidad: la autenticidad construida.
Aquí lo auténtico es definido como las proyecciones que los turistas o las fábri-
cas de vacaciones lanzan sobre sus objetos de deseo, sean expectativas, imáge-
nes, preferencias, etc. La autenticidad construida no es santo de la devoción de
Wang; la critica porque lleva a pensar que no existe una realidad independiente
allende la mente individual o el imaginario colectivo. El constructivismo no res-
peta la correspondencia entre la mente y la realidad exterior a ella que hay que
descubrir. Los múltiples significados de y sobre las mismas cosas serían igual-
mente posibles y «los humanos podrían adoptar diferentes significados, todos
ellos constructos, dependiendo de su situación contextual particular o de su posi-
ción intersubjetiva» (2000: 52). Esta es una argucia, empero, simple en exceso,
con la que Wang trata de desembarazarse del problema de la objetividad cons-
truida (sobre esto se hablará en el capítulo 7). La autenticidad objetiva no era de
fiar porque solo podía aplicarse en algunas, muy raras, ocasiones; la construida
adolece de la enfermedad opuesta y, aún peor, sirve de campo abonado para las
exageraciones de los expertos en mercadeo. Wang solo acepta el construccionis-
mo de forma muy limitada, lo que le enfrenta con la corriente pomo.
Así que introduce una tercera variedad de la autenticidad. La llama existen-
cial para distinguirla de las otras dos especies: objetiva y construida. Es

un estado existencial potencial del Ser que se activa con la conducta turística. En con-
secuencia, las experiencias turísticas auténticas permiten alcanzar ese estado existencial
activado del Ser dentro del proceso liminal del turismo. La autenticidad existencial tie-
ne poco que ver con la autenticidad de los objetos visitados (2000: 49).

Lo que cuenta es lo que el ego experimenta como auténtico una vez que se apar-
ta de los significados impuestos por las instituciones dominantes y crea su pro-
pio espacio manteniendo el equilibrio entre responsabilidad y libertad, trabajo
y ocio, roles públicos y egos auténticos. Siempre cauto, Wang advierte contra
la ensoñación de enfatizar en exceso la importancia de esta nueva variedad.
Solo se la puede hacer buena en lugares y en tiempos liminales; la autenticidad
existencial no puede aspirar a desembarazarse definitivamente del Logos, del
orden social, de la rutina y de las normas. La autenticidad existencial del turis-
ta enfila a la postre hacia su casa; como McArthur en Filipinas, se propone vol-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 237

ver a la rigidez de la vida cotidiana. Wang cree que esta noción provee a los
turistas y a los investigadores de un término medio entre las otras dos especies.
Esta autenticidad permitiría comprender al turismo como un compuesto de libe-
ración, por un lado, y de funcionalidad, por otro. Uno se teme, empero, que,
como el asno de Buridan, sus turistas puedan ver las ventajas de ambas teolo-
gías de la liberación, pero acaben por morir en su indecisión sobre las ventajas
de cada una de ellas sin poder experimentar sus beneficios.
Más que un puerto de refugio, lo que Wang ha creado es un puzle. Por un
lado, la modernidad impone ambivalencia a quienes viven dentro de ella por-
que han de someterse a las estrecheces impuestas por el Logos, la racionalidad,
la productividad y el trabajo. Por el otro, se protegen del Logos con la ayuda de
Eros, ocio, diversiones, turismo. Sin embargo, todas estas últimas cosas amena-
zan y a la vez no amenazan al orden del Logos. Son tan solo un espacio liminal
de libertad llamado a esfumarse tan pronto como el Logos indique que el tiem-
po de juego se ha acabado. Ha terminado el partido y la gente puede volver a
su antiguo estado de sumisión, tal vez algo más contenta que al comienzo. De
esta forma, las pulsiones eróticas del placer que se mueven en dirección opues-
ta al Logos no son sino otra astucia del Logos. La liberación acaba por generar
sometimiento. Con menos prosopopeya, no era otra cosa lo que la escuela fun-
cionalista solía decir.
El tiempo libre se convierte así en un cimiento de la vida de trabajo. La
gente descansa o se va de vacaciones para seguir trabajando más y mejor, todo
lo cual no parece aportar demasiado en defensa de la liberación. MacCannell
despotricaba contra la hipótesis de la libertad liminal en Urry porque la libertad
o bien es un estado perdurable, y por tanto reconfortante, o bien una ilusión. Por
tanto, la tercera vía de Urry y de Wang no es sino un camino errado. Como aspi-
ración a la libertad, la autenticidad solo llegará a su culmen cuando los huma-
nos se liberen de sus cadenas objetivas —el dominio de las corporaciones, de la
economía capitalista, del comercio y, al fin, de la propia división del trabajo—.
La libertad y la humanidad plena que promete no pueden gozarse en pequeñas
dosis, dos semanas al año o cada seis meses. Uno no tiene que aceptar el argu-
mento de MacCannell en su totalidad para saber que su conclusión tiene bastan-
te de cierta. ¿Qué clase de libertad sería esa que puede ser otorgada y retirada
sin previo aviso? ¿Aviso de quién? Wang apunta que, a la postre, la liberación
no es más que un sueño. Entonces, ¿a santo de qué tanta rapsodia sobre la auten-
ticidad existencial cuando se sabe que no puede contarse con Eros como una
fuerza genuinamente liberadora?
En realidad, la autenticidad existencial se presenta como una argucia para
quitar hierro a la posición radical de MacCannell en lo que toca a la mercanti-
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238 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

lización de las relaciones del hombre-moderno-en-general. Una vez más con-


viene recordar que MacCannell denunciaba al turismo por haberse convertido
en un subproducto corporativo, pero eso no era más que los entremeses. La pro-
ducción corporativa del turismo es tan solo la última innovación en la senda que
lleva al encarcelamiento y a la supresión de lo verdaderamente humano bajo el
régimen de la modernidad. Pero esta última finalidad es muy anterior a la apa-
rición de las grandes corporaciones. Lo sepan o no, las corporaciones solo
siguen la astucia de los siglos. Solo cuando el comercio y el nexo monetario
desaparezcan podrán las gentes empezar a comportarse libremente. Uno puede
estar de acuerdo con MacCannell o no, como es mi caso, pero pese sus ideas
hinchadas y distópicas, estas muestran una consistencia y hasta una grandeza
claramente ausentes en Wang y otros muchos que han convertido la idea de la
mercantilización en un partido de tercera división. De ser el drama prometeico
de la humanidad, el mercantilismo deviene para ellos un término medio. Tras
todas las críticas con que Wang le carga, si se dota de una cierta dosis de com-
prensión, de juego limpio, de respeto por el Otro o de cualquier otra combina-
ción bondadosa de palabrería, el turismo puede al fin convertirse en un arma de
redención.
Ese es el siguiente descubrimiento de Wang. La modernidad, ahora bajo su
nombre real de capitalismo moderno, necesita de la mercantilización de los pro-
ductos y del trabajo. Ambas son intercambiables. Uno vende su trabajo para
comprar bienes y servicios que se consumen para seguir trabajando, es decir,
para vender su fuerza de trabajo, recibir la paga y comprar nuevos bienes y ser-
vicios que, como se ha visto, pueden incluir algún tiempo de vacaciones. Tal es
la condición humana bajo la modernidad capitalista. ¿Así que los bienes, inclu-
yendo la propia fuerza de trabajo, se han convertido en mercancías? En reali-
dad, eso no es nada específicamente moderno. Las mercancías son bienes pro-
ducidos para no ser inmediatamente consumidos, sino para ser cambiados en
trueques o por dinero. De esta manera, la producción de mercancías es anterior
a la modernidad en muchas lunas. Se la puede encontrar en el antiguo Egipto,
en la Grecia clásica, bajo el imperio romano. Durante muchos siglos contribu-
yó en no escasa medida a la economía china bajo diferentes dinastías. La pro-
ducción limitada de mercancías contribuyó en gran medida al bienestar de mu-
chas de esas sociedades.
En un aspecto, Wang tiene razón. La gran diferencia entre la modernidad y
las formas sociales premodernas estriba en lo que ha sucedido con el trabajo
—que también se ha convertido en una mercancía—. Esta es una característica
especial de la modernidad que habitualmente choca como una horrible algara-
bía con las castas mentes pomo. Dejemos por un momento a un lado su escán-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 239

dalo y su horror y tratemos de entender qué significa en realidad lo de mercan-


cía con un desvío por Marx, que fue el originador de la idea de mercantilización.
En tiempos remotos, los humanos cubrían sus necesidades, como lo hacen
animales de muchas otras especies, depredando a otras, comiendo carroña o re-
colectando raíces, vegetales y frutas. El trabajo humano consistía mayormente
en cazar y recolectar, y los antropólogos han mostrado la enorme variedad de
formas sociales que existieron bajo esa etiqueta. En cualquier caso, el trabajo
solía ser intermitente, colectivo y en gran medida orientado hacia el consumo
inmediato. Con el tiempo, los cazadores y recolectores aprenderían que podía
ser más provechoso hacer que otros humanos trabajasen para ellos de forma
coactiva. Los perdedores devenían esclavos y sus mujeres darían a luz a los hi-
jos de sus nuevos amos. La esclavitud obligaba a los hombres y mujeres derro-
tados a trabajar para otros, sus amos, que les proveían de los más elementales
medios de subsistencia como comida, vestido y cobijo. Los esclavos, como el
ganado, eran la propiedad de sus amos y, en general, no podían abandonar su
servicio sino cuando eran vendidos a otro dueño. Pronto la esclavitud iba a con-
vertirse en el tipo de trabajo más común y así lo ha sido en muchos períodos
históricos. Aún no ha sido totalmente erradicada.
La esclavitud estuvo estrechamente ligada a la revolución neolítica y el
ascenso de la agricultura, cuya productividad aumentó considerablemente. En
algunos lugares, la agricultura sería más eficiente cuando se desarrolló por otros
medios: en concreto, la aparición de granjeros libres; sin embargo, estos gran-
jeros necesitaban protección de los bandidos, de los invasores y de los señores
que competían con el suyo. A cambio de ella, los señores feudales en Europa y
en otras áreas les cargaban con rentas y servicios personales. En China pagaban
impuestos a las burocracias centralizadas, que eran más eficaces. Muchos agri-
cultores se convirtieron así en siervos, en principio libres pero, de hecho, no
autorizados a abandonar su tierra y, menos aún, a venderla sin permiso de sus
señores.
Solo ha sido recientemente cuando ha aparecido el trabajo asalariado con
el capitalismo moderno. Como Wang subraya, siguiendo a Marx, los modernos
trabajadores asalariados no están ligados a la tierra ni tienen que vender forzo-
samente su fuerza de trabajo. Cuando deciden trabajar (y más les vale hacerlo
en la mayoría de los casos, pues solo mediante su trabajo pueden proveer a sus
necesidades y eventualmente a las de sus familias), reciben un salario con el que
comprar bienes y mercancías necesarios para su supervivencia. De esta forma,
bajo el capitalismo moderno, el trabajo se ha convertido en una mercancía más.
No sucedió así por azar o por capricho. Un largo proceso de prueba y error (que
indudablemente incluyó mucha fuerza y violencia) mostró que era la técnica
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240 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

más eficiente para el crecimiento de las economías, así que el trabajo asalaria-
do se convirtió gradualmente en la forma más extendida en amplias regiones del
mundo. Uno podría concebir otras formas de usar la fuerza de trabajo y de que
las sociedades se reprodujeran, pero hasta la fecha los intentos de aplicarlas han
sido baldíos. La planificación central y la colectivización, al menos en sus ver-
siones socialistas, no han funcionado. No pudieron organizar a una fuerza de
trabajo móvil, ni aumentar significativamente el nivel de vida de los trabajado-
res, ni evitar la rutina y el estancamiento. Todo esto puede explicar el éxito del
trabajo asalariado, es decir, de su conversión en mercancía.
Marx esperaba que el desarrollo del trabajo asalariado mantendría en un
mínimo la llamada norma de consumo, es decir, la cesta de bienes y servicios
que compraban con su salario y necesaria para reproducir a los obreros y a sus
familias. Sin embargo, nuevamente a través de intentos y errores (que incluye-
ron mucha fuerza y violencia), el Logos del capitalismo moderno ha ampliado
considerablemente esa norma de consumo. Redujo la jornada de trabajo; au-
mentó los salarios y la renta disponible, es decir, la parte del salario que puede
ser gastada en bienes no esenciales; creó una serie de ventajas socializadas,
desde jubilaciones pagadas, pasando por el seguro de enfermedad y llegando a
las vacaciones también pagadas. Hizo posible una mayor gratificación erótica,
en el sentido que Wang da al término. Esas son las razones por las que millones
de personas pueden hoy disfrutar del turismo y de los viajes. El Eros moderno
sería impensable sin la conversión en mercancía del trabajo y, en general, de
casi todos los bienes y servicios —algo usualmente olvidado por nuestros po-
mos pero no por Marx—.
MacCannell, como se ha dicho, no querría nada de eso. Mejor volver a un
estado de felicidad como cazadores y recolectores. Marshall Sahlins le había
enseñado que solo las economías de la Edad de Piedra proveían de verdadero
ocio a sus miembros. Wang y otros críticos no han sabido crecer hasta ahí. No
reniegan de los beneficios del turismo moderno; solo denuncian la castración de
las promesas incumplidas del capitalismo, sus déficits no solo en la libertad,
sino sobre todo en lo que se refiere a la igualdad y el amor fraterno entre huma-
nos, su falta de interés por el Otro. A eso es a lo que Wang llama el lado oscu-
ro o reprimido del erotismo moderno y la razón por la que la búsqueda de la
autenticidad existencial demanda que se frene al Logos o, con jerga más mun-
dana, a la mercantilización. Pero ¿cómo frenar al Logos sin a la vez detener la
satisfacción de Eros que la mercantilización ha posibilitado?
Si Wang y otros críticos del turismo de masas no exigen su total desapari-
ción, ¿qué es lo que proponen en su lugar? Ante todo, una nueva forma de en-
tender las relaciones entre huéspedes y anfitriones, es decir, la renegociación
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 241

del exotismo y del Otro. Desde sus comienzos, la expansión capitalista occiden-
tal no solo vio a los lugares distantes o exóticos como productores de las mer-
cancías que deseaba, como las especias o la seda. Impuso y justificó intercam-
bios forzosos con las poblaciones del resto so capa del modelo civilizatorio uni-
versal —y superior— que mercaderes y misioneros llevaban consigo. La idea
romántica del exotismo amplió ese significado. Ahora los valores y los estilos
de vida de las culturas distintas y distantes se consideraron como iguales o su-
periores a los occidentales. Esta nueva estructuración «orientalista» (Said,
1979), empero, no exigía el abandono de los fines del colonialismo. En cierta
medida, los servía de forma más eficaz, pues la devoción por el exotismo no
implicaba que se pidiesen cambios a las sociedades tradicionales; mejor que se
quedasen como estaban. Era un abrazo de las culturas diferentes que las asfixia-
ba hasta dejarlas sin respiración. Para Wang, el capitalismo occidental es culpa-
ble si imponía su modelo y, al tiempo, culpable por no imponerlo.
Ambas concepciones del exotismo, según Wang, no son mutuamente ex-
clusivas; a menudo van de la mano, incluso en la actualidad. Cuando los turis-
tas muestran su desazón con algunos aspectos frustrantes de la modernidad oc-
cidental, a menudo idealizan a los destinos exóticos como lugares prístinos en
los que uno puede encontrarse con nobles salvajes, es decir, personal de los te-
beos que no deberían malograr nunca las expectativas que se proyectan sobre
ellos. Pero, como sucede a menudo, cuando los nativos no reaccionan de la for-
ma esperada, los turistas claman contra sus previamente ensalzados amigos
exóticos por su barbarie y por su atraso. Una vez más la codicia le pierde a
Wang, que convierte en una gran montaña cualquier grano de arena, lo que
necesitaría de mejores pruebas (como esa afirmación de que algunos turistas
idealizan a sus exóticos objetos de deseo para revolverse contra ellos cuando no
cumplen con el papel que les han asignado). Lo miremos como lo miremos, el
turismo moderno comparte una visión deformada del exotismo que, al cabo,
refleja su incapacidad para entenderlo. La mirada turística no puede librarse de
ese pecado original. Siempre está viciada porque los turistas estructuran sus
destinos en términos de clasificaciones culturales binarias (desarrollado vs.
emergente; civilizado vs. primitivo; blanco vs. negro, y así sucesivamente) pro-
vistas por su propia cultura turística. «Una imagen turística es, pues, una ima-
gen utópica construida social y culturalmente» (2000: 164). En otras palabras,
es un estereotipo. Said no podría haberlo dicho mejor. Los turistas modernos,
occidentales en su mayoría, no se enteran de nada. Siempre reducen sus obje-
tos de interés a conductas banales o fabricadas.
Sin embargo, no todos los estereotipos, incluyendo los de los turistas occi-
dentales, han sido creados iguales. El Diccionario Merriam Webster los define
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 242

242 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

de dos maneras. Una: «Algo repetido o reproducido sin variaciones; algo que se
amolda a una pauta fija o general y carece de marcas o cualidades que distin-
gan a los individuos». Otra: «Una pauta mental estandarizada adoptada por el
común de los miembros de un grupo y que representa una opinión supersim-
plificada, una actitud afectiva o un juicio acrítico (de una persona, de una raza,
un asunto o un acontecimiento)» (Merriam Webster, 2002). En la primera acep-
ción, todos los conceptos genéricos, tales como macho, hembra, perro, árbol,
virtud, dios, democracia, economía, erotismo, pan y millones de otros, no son
más que estereotipos. Sin ellos, empero, la comunicación sería fácilmente em-
brollona e innecesariamente verbosa. Imagínese diciendo «el vigésimo séptimo
día del cuarto mes del calendario gregoriano en el año 2008 de la era común, el
colectivo de filamentos que sobresalen de la piel de los humanos y otros mamí-
feros en la parte superior de la cabeza se me izaron como las barbas de esos
mamíferos del Viejo Continente, insectívoros y nocturnos ellos, que forman el
género Erinaceus cuando oí que se acercaba un animal del género canis fami-
liaris, de una especie desarrollada en Inglaterra y originalmente usada para
morder a los toros aunque hoy se ha convertido en un animal de compañía, el
cual animal, compacto, musculoso y de pelo corto, se aproximaba hacia mí rápi-
damente y ladrando», cuando usted podría decir sencillamente «ayer se me pu-
sieron los pelos de punta al ver que un bulldog venía hacia mí corriendo y la-
drando». Estereotipos como los de la última frase son muy eficaces para lanzar
mensajes con gran economía de medios. Si insiste usted en hablar como en la
primera, el personal podría tomarle a usted por otro de esos pedantes que pro-
fesan en Harvard, y usted no quiere eso.
El segundo significado conlleva la noción de algo simplificado, engañoso
o errado, y eso es lo que parece querer usar Wang en su definición sin mayores
miramientos. Pero es difícil que se pueda aplicar a todas las imágenes turísticas.
¿Puede realmente suceder que un turista occidental esté usando una imagen utó-
pica cuando dice que le gusta ir a Madagascar porque, como dice Wikipedia,
«su largo aislamiento de los continentes cercanos ha generado una mezcla única
de flora y fauna que no puede encontrarse en otras partes del mundo»? (Wiki-
pedia, 2010a). Esta imagen puede haber sido tan social y culturalmente cons-
truida como la que más, pero ¿es utópica, estereotipada?
Wang no se detiene ni por un momento a pensar en la diferencia y en cómo
ayudar al lector a comprender cuál es cuál. Necesita de ese gambito para poder
hacer pasar sus conclusiones por verdaderas. Una vez que se ha decretado que
todas las imágenes turísticas son constructos utópicos puede proponerse fácil-
mente que todas las imágenes de los destinos son por igual arteras, mercantili-
zadas y propias de mentes infantiles, especialmente las usadas en la promoción
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 243

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 243

turística. Nuestro Wang, siempre cauto, inmediatamente se distancia de seme-


jante conclusión, no sea que se le ofendan los promotores y sus agencias de
publicidad. Lo que hacen no brota necesariamente de su mala fe o de un impul-
so compulsivo de recurrir a la mentira. «La producción de imágenes distorsio-
nadas requiere de la complicidad de la cultura a la que los turistas pertenecen»
(2000: 166) Una vez más, aquí, o bien Wang se refiere a algo tan simplón como
«mi cultura me hace pensar así», o bien tiene en las mientes a una cultura espe-
cífica, tal vez eso a lo que llama modernidad, lo que se adaptaría muy bien a su
argumentación.
En las sociedades premodernas viajar era una aventura, dice, mientras que
con la modernidad se ha convertido en una forma de ocio integrada en la cultu-
ra de masas. De esta manera, el turismo ha mercantilizado los viajes y los ha
convertido en una entidad intangible compuesta por elementos simbólicos tales
como imágenes y experiencias eróticas. La mercantilización, como lo recuerda
Weber, proviene de la racionalización, que, bajo el capitalismo, solo puede defi-
nirse por la maximización del beneficio o, lo que es lo mismo, la reducción de
los costes. Esta última impone diseños racionales, es decir, productos estanda-
rizados y rutinarios cuyo mejor ejemplo son los paquetes turísticos. Un consu-
midor que recibe servicios acordes con sus expectativas se convierte en un con-
sumidor satisfecho, posiblemente alguien que querrá repetir esas experiencias y
a la inversa. Finalmente, la mercantilización implica cuantificación o el arte de
manejar las experiencias turísticas poniéndolas en manos de sus organizadores,
es decir, de corporaciones como operadores turísticos o compañías aéreas que
las ofrecen al consumidor llave-en-mano. Qué argumento tan alambicado.
En primer lugar, Wang generaliza, es decir, usa constructos utópicos. Antes
de la modernidad, viajar no era solo algo propio de aventureros, sino sobre todo
una empresa azarosa. Los peregrinos de Chaucer que iban a Canterbury viaja-
ban en grupo no porque creyesen que eso sería algo con más glamur o más di-
vertido, no, sino porque los caminos estaban infestados de bandidos. Pero eso
no significa que viajar en la antigüedad tuviera siempre algo de aventurero (con
la feliz excitación que el adjetivo connota habitualmente en la lengua de hoy),
frente al viaje moderno que ha devenido libre de azares y falto de color solo
porque está mejor organizado y es más predecible. Si exceptuamos al terrorista
ocasional, los aviones suelen llegar a sus destinos seguramente, a veces incluso
con puntualidad. Si exceptuamos el overbooking, los hoteles cumplirán con
nuestra reserva. Si exceptuamos accidentes, la mayoría de los conductores llega
sin sobresaltos a su destino. ¿Es eso algo menos cargado de aventura o solamen-
te algo que se puede disfrutar más? ¿Impide que muchos turistas sean más acti-
vos o incluso acepten tomar más riegos durante sus vacaciones?
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 244

244 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Viajar en la antigüedad era también y hasta cierto punto algo predecible.


Pompeya y otros espacios de ocio romanos ofrecían a la élite de los tiempos
algo semejante a lo que los paquetes turísticos ofrecen hoy en día a millones de
turistas: el llamado ocio pasivo. Moradas equivalentes a las actuales segundas
residencias —que no son precisamente el colmo de la aventura— se convirtie-
ron en espacios de ocio para, de nuevo, algunas élites en Chang’an bajo los
Tang, en el Kaifeng de los Song o en Hanzhou con los Yuan. Es difícil decir que
el turismo de la actualidad se preste menos a la aventura si se le compara con
el de períodos anteriores. Indudablemente, se ha convertido en algo de lo que
disfrutan enormes masas de gente, no solo las élites, y se ha hecho menos pro-
blemático y más atractivo para los consumidores.
Pero, y esto es aún más importante, el argumento de Wang ataca a un cons-
tructo errado. Para Marx, mercantilización equivalía a explotación. Al forzar a
los trabajadores a aceptar una norma de consumo mínima, el capitalista se apro-
piaba sin compensación del resto del valor que aquellos producían. Marx llama-
ba a esta parte ilegítimamente expropiada a la fuerza de trabajo la «plusvalía».
La plusvalía es la esencia de los beneficios del capital, la raíz de la injusticia del
capitalismo y, a la postre, tras un complicado argumento que ahorraremos al lec-
tor, lo que hará que el sistema llegue a su fin. Wang no piensa lo mismo. Su con-
cepto de mercantilización se ajusta mejor con las ideas de los componentes de
la Escuela de Fráncfort. Una mercancía no es un signo de explotación, sino
de producción masiva. El problema de las mercancías no es que sean el fruto de
relaciones sociales explotadoras, sino que son todas iguales, producidas en se-
rie, fabricadas. Wang describe y critica el moderno turismo de masas exacta-
mente de la misma manera. Se ha convertido en algo que se compra con dinero;
está diseñado y empacado eficientemente para que los servicios sean predeci-
bles, eficaces y triviales; se organiza habitualmente por fábricas de vacaciones
que ofrecen productos tan iguales como faltos de significado; transforma las re-
laciones humanas en otros tantos ramilletes de experiencias banales y hedonis-
tas. En última instancia, para Wang, la mercantilización debe ser criticada por su
mal gusto y por su inconsecuencia en vez de por su injusticia. Es un asunto del
gusto, bueno o malo; no un asunto para ser argumentado racionalmente y para
servir de alternativa política, como lo era para Marx y luego para los movimien-
tos socialistas y comunistas. Si los consumidores tuvieran mejor gusto y se gas-
tasen el dinero en productos más exclusivos, o si estos estuviesen mejor diseña-
dos o fueran más caros, la mercantilización tendría un espacio más reducido
para imponer sus dictados.
Se trata de una conclusión insostenible. Es una contradicción en los térmi-
nos esperar que todos los consumidores tengan un gusto superior a la media.
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 245

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 245

Más aún, tiene consecuencias imprevistas. Marx apuntaba algunas pruebas de


la forma en que la mercantilización acabaría finalmente con el capitalismo. Se
equivocó, pero uno puede discutir sus argumentos entendiendo lo que dicen.
Por el contrario, la mercantilización, tal y como la entiende Wang, es insonda-
ble. Es cosa de gustos, y los gustos pueden ser tan numerosos como quienes los
definen. En un sorprendente ejercicio de aquella autenticidad construida que
tanto criticaba, Wang sugiere que como casi todos los turistas coinciden en sus
opiniones, uno debe aceptarlas como si fueran la verdad.
Mientras que los turistas demandan autenticidad existencial, el Logos mer-
cantilista destroza sus expectativas sin duelo. Es decir, lo mismo que hacen los
proveedores de servicios turísticos. Por un lado, las rentas que se derivan del
turismo les permiten salir del estancamiento de sus sociedades tradicionales;
pero, por el otro, tienen que pagar un rescate por ese éxito. Las exigencias de
agentes extraños a ellas, como los operadores turísticos, resultan en los peores
excesos, y degradan sus culturas y su medio ambiente.

Con la globalización de la cultura del consumo turístico, es decir, su extensión global,


muchos países del tercer mundo se dedican a turistificar sus culturas, sus gentes y su
medio ambiente. Además, por causa de su débil posición en el competitivo entorno in-
ternacional aparece en varios de esos países, por ejemplo en el sudeste asiático, una for-
ma «deshumanizante» de turismo como el turismo sexual, particularmente en forma de
prostitución infantil (Wang, 2000: 199).

Si las cifras que aparecen en el capítulo 2 tienen algún valor, estas conclu-
siones son de una grandilocuencia injustificada. El turismo moderno, incluso
cuando sin razones para ello se entiende tan solo como turismo internacional,
no implica las más de las veces una relación entre países desarrollados y socie-
dades tradicionales. No es un asunto norte/sur más que marginalmente. Como
se ha dicho, el turismo es mayormente doméstico, es decir, sucede en el propio
país. La mayoría del turismo internacional ocurre entre países ricos o desarro-
llados. Adicionalmente, la más reciente expansión del turismo en estos tiempos
de globalización ha convertido a destinos tradicionalmente receptores de turis-
mo, como China, en mercados emisores de turismo internacional. Eso de que el
turismo «es un encuentro entre los agentes de la sociedad modernizada y los de
las sociedades tradicionales» (2000: 22) no es más que otra muestra de la fértil
imaginación de Wang. Por su parte, el turismo sexual es un terreno de arenas
movedizas (capítulo 6), pero convertir al amor venal en trata de blancas y en
prostitución infantil causada exclusivamente por los turistas no es más que una
falacia. En Asia y en otros continentes la prostitución apareció mucho antes de
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 246

246 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

que llegara el turismo. Si acaso, el turismo puede haberla hecho más visible, tal
vez algo más extendida; pero la prostitución no ha comenzado con él.
Wang, sin embargo, acelera a medida que se aproxima a la Tierra Prome-
tida. Aunque no parece que vaya a ser tarea fácil, indica, la mercantilización
puede abortarse reduciendo la ambivalencia que genera el turismo tanto para
consumidores como para proveedores. Lo que, después de todo el peso que
Wang había otorgado a la ambivalencia en su errada descripción de la mercan-
tilización, no deja de resultar una inferencia incómoda. Tras anunciar la ambi-
valencia de la modernidad, su distorsión de las necesidades de los consumido-
res, de magnificar el caos al que ha llevado a las sociedades del tercer mundo,
la determinación profética abandona súbitamente a Wang. Quien esperase que
fuera a proponer la prohibición del turismo o que se impusieran serias barreras
a su proliferación para así beneficiar a clientes y proveedores estaría errado.

Lo que se pone en cuestión aquí no es el desarrollo del turismo, sino cómo debe hacer-
se y cómo pueden prevenirse sus problemáticas consecuencias […] Si el turismo es un
resultado de la reacción cultural de la gente a sus condiciones de existencia y a la glo-
balización, entonces un «turismo alternativo» resultará de la respuesta crítica de la gen-
te (tanto turistas como proveedores) a los aspectos negativos y al impacto del turismo
de masas (2000: 222).

Estamos tocando el fondo. Por ser un constructo cultural, la modernidad


podría ser susceptible de reformarse. ¿Quién podría cargar con esa tarea? La
respuesta de Wang es tan clara como insuficiente. El empeño ha de ser común
y compartido por todas las partes. Ante todo, lleno de un santo temor de Dios,
Wang recomienda que operadores y agentes abandonen el dominio del interés y
abracen la ética de la responsabilidad. Tienen derecho a obtener beneficios,
pero estos tienen que subordinarse a los intereses de los turistas, de los locales
y del medio ambiente. Después de los ataques de Wang contra los mercachifles
de la mercantilización, esta conclusión no es muy verosímil. El lector, a quien
se ha sometido a un curso intensivo sobre las relaciones íntimas que se dan entre
capitalismo, modernidad, mercantilización y mala gestión de los destinos, se ve
ahora animado a aceptar que, con un empujoncito, empresarios y agentes loca-
les pueden ser convertidos a la nueva ética de la responsabilidad y de los inte-
reses humanitarios. Pero más bien parece una invitación a dejar suelto en la
Ciudad Prohibida a un grupo de falsos eunucos con la esperanza de que las con-
cubinas imperiales vayan a quedar solo un poco embarazadas.
El siempre cauto Wang se queda con un triunfo en la manga. A menudo,
dice, los mercados turísticos se desinteresan de esos aspectos humanitarios y los
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 247

proveedores locales son sacrificados en el altar de los deseos de los consumido-


res porque no tienen fuerza suficiente para imponer los propios. En ese momen-
to, el Estado debe dar un paso adelante y ocupar la escena.

El desarrollo turístico no es solo un asunto económico; a menudo es una cuestión de


política […] Para asegurar que el turismo pueda convertirse en un juego en el que todos
ganen, los gobiernos deben adoptar la ética de la responsabilidad y de los intereses
humanos y convertirla en políticas específicas […] El desarrollo de un turismo huma-
nista y responsable ayudará a los turistas a satisfacer sus deseos en respuesta a la «pro-
blemática de la modernidad» y a la comunidad anfitriona a beneficiarse del turismo aun
en condiciones de globalización (2000: 224).

La música es bella, pero el escéptico tiene derecho a pensar que, sin las nece-
sarias cualificaciones, el sueño intervencionista de Wang es un ejemplo de los
mismos perros con los mismos collares. ¿Puede alguien esperar seriamente que
ese vaya a ser el papel que estén dispuestos a representar tantos gobiernos clep-
tómanos del tercer mundo que no son responsables ante su propio pueblo, bien
porque no aceptan los procedimientos democráticos, bien porque se burlan de
ellos aunque aparezcan en sus constituciones?
Un escalón más abajo, ¿qué le hace pensar a Wang que las comunidades y
los gobiernos locales no estarán sujetos a la galerna de intereses que enfrentan
a poderosos y desposeídos, a quienes se benefician del turismo y a quienes no,
a los empresarios locales y a su fuerza de trabajo? Obtener ganancias que satis-
fagan a todos necesitaría de análisis más satisfactorio y de soluciones mejor
pensadas que estas ñoñerías biempensantes acerca del turismo responsable y el
fin de la mercantilización.

Teologías de la liberación, Acto cuarto:


La tentación apofática

Cohen no ha ocultado nunca su estima por MacCannell y su contribución a la


investigación turística. Muy pronto (1988) saludaba su visión del turismo como
una de las tres corrientes principales en la sociología cualitativa del turismo.
Las otras dos eran las inspiradas en Boorstin y en Turner. MacCannell, apunta-
ba Cohen, había establecido un nexo crucial entre el estudio del turismo y la
modernidad, impulsando así al primero hacia el núcleo de la última y propor-
cionando un paradigma básico para la investigación turística que ha ocupado la
escena desde el último cuarto del siglo XX. Ese paradigma, conocido hoy hasta
por las más jóvenes generaciones de investigadores, puede sintetizarse en una
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248 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

sola palabra: autenticidad. Según Cohen, esta visión sorprendentemente inno-


vadora (2004a: 120) significa que los turistas, pese a la alienación que experi-
mentan respecto de su mundo trivial, buscan autenticidad en otros espacios y en
otros tiempos. Cohen ha repetido a menudo juicios similares en los veinte años
que han pasado desde su formulación inicial (2004b, 2007).
Este espaldarazo suele ir acompañado de una cualificación letal. Cuando
otros trataron de explorar la operatividad del concepto, «resultó que la masa de
los turistas no se sentía alienada ni buscaba autenticidad» (Cohen, 2004a: 3).
Uno se siente justificado a rascarse la cabeza y preguntar si la hipótesis sorpren-
dentemente innovadora de MacCannell no será otro caso de mucho ruido y
pocas nueces o si Cohen no la está malinterpretando. Cuando se trata de su veri-
ficación empírica, uno puede estar de acuerdo con que la autenticidad está tan
cargada con una Babel de significados que sus usuarios a menudo parecen
hablar lenguas distintas (Reisinger y Steiner, 2006; Steiner y Reisinger, 2006).
Cohen apunta con exactitud que el de turismo es un concepto difuso que a me-
nudo viene envuelto en una niebla verbosa. «Gentes diferentes pueden desear
diferentes formas de experiencia turística, por lo que “el turista” no existe como
tipo» (2004a: 66). Uno no puede pintarle con una brocha que sirva para toda
clase de pinceladas; por el contrario, lo que se debería hacer es clasificar sus
epifanías y notar cuántas son y por qué aparecen.
En consecuencia y por lo que le toca, Cohen ha llevado a cabo una serie de
análisis meticulosos. Desde sus primeros escritos sobre la cuestión, trató de man-
tenerse al margen de los estereotipos y de buscar una mejor definición de los dife-
rentes tipos de turistas, mostrando la enorme variedad de roles turísticos y por qué
algunos prefieren convertirse en nómadas de la opulencia o los diferentes modos
de conducta de los turistas recreativos (2004a: 17-36, 37-47, 49-63, 87-99). Uno
piensa que de haber sido fiel a ese punto de partida y a la necesidad de evitar el
monocausalismo al explicar algo tan complejo como la conducta turística, Cohen
debería haber abandonado a MacCannell y su autenticidad hace muchas lunas y
de un jalón. Sin embargo, vuelve una y otra vez sobre el concepto con la pertina-
cia con que las polillas se sienten atraídas por la luz. Aun en lo que parecía ser
una necrológica de la autenticidad, Cohen no puede sacársela de la cabeza.

El turismo contemporáneo puede hacer creer que se dirige hacia una era «posauténti-
ca», pero la autenticidad sigue oculta bajo la superficie de las atracciones posmodernas,
aunque lo haga de forma inversa y, a ojos de algunos, perversa (2007: 81).

¿A santo de qué semejante obsesión? Sus ideas sobre la «Fenomenología de las


experiencias turísticas» pueden ofrecer un atisbo de explicación.
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 249

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 249

Allí, Cohen comienza con un cabezazo ritual a la fenomenología, recordando


al lector la importancia de la noción de «centro». Ese concepto ha entrado en la
teoría sociológica desde muchas orientaciones epistemológicas. Eliade lo convir-
tió en la clave de bóveda de su estudio de las experiencias e instituciones religio-
sas. El centro es el punto escatológico donde se anudan el cielo, la tierra y el infier-
no. Shills lo amplió para estudiar las sociedades seculares —todas ellas agrupadas
en torno a un centro que estructura simbólicamente sus valores supremos e insti-
tuciones básicas (el monarca, la bandera, la constitución, un icono como el Tío
Sam, John Bull o Mariana la del gorro frigio)—. La tradición sociológica Durk-
hein/Parsons también considera al centro como el conjunto de valores básicos que
los miembros de un grupo comparten por consenso. De esta manera, cada uno de
sus miembros ha recibido la noción de un centro social o comunalmente que san-
ciona con su aceptación, resolviendo así de una tacada el problema hobbesiano de
la existencia y mantenimiento del orden social.
Cohen acepta también esa noción aunque con una variante. Lejos de ofre-
cer un centro el turismo, en cuanto actividad recreativa, implica una separación
temporal del centro. «Eso significa que el turismo es en esencia un reverso tem-
poral de las actividades cotidianas» (2004a: 67). Por tanto, solo cobra una im-
portancia periférica en las biografías de cada quien y Cohen no cae en la rapso-
dización de este aforismo turneriano. Además, no todos los individuos aceptan
un mismo centro para sus sociedades. Muchos se muestran excéntricos o alie-
nados respecto de él, y es esto lo que realmente necesita ser explicado tanto en
la sociología general como en la del turismo.
Las sociedades tradicionales no sentían la misma necesidad de viajar que
las modernas. Siguiendo a Eliade, Cohen recuerda que los primitivos carecen
de razones para abandonar su espacio-mundo. Su mundo está bien estructura-
do, es un cosmos fuera del cual acecha el caos. ¿Por qué aventurarse a salir de
él? Más tarde, con el desarrollo de las peregrinaciones, esa relación cambió. El
peregrino abandona una periferia profana para llegar al centro sagrado de un
cosmos religioso más grande que su propia comunidad. El pábulo de la salva-
ción hace aconsejable semejante aventura. El turismo moderno no coincide
exactamente con ninguna de esas dos experiencias; más bien las revierte en la
medida en que el turismo supone viajar desde el centro de la propia cultura ha-
cia una periferia. Dependiendo de cómo funcione esa conexión cabe clasificar
cinco tipos básicos de turismo.
El primero es recreativo. Mientras que el peregrino es «re-creado» por me-
dio de su búsqueda del centro, al turista recreativo le basta con recrearse, es
decir, con entretenerse de una forma que restaure su energía física y mental
(«recargar las pilas»), y con experimentar un sentimiento de bienestar. Los tu-
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250 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ristas recreativos son personajes del mundo de Boorstin —se contentan fácil-
mente con pseudoeventos—. Para ellos, el turismo no es más que una válvula
de escape del cansancio y los problemas. Se encuentran muy a gusto en su capa-
razón funcional. El siguiente tipo lo proporcionan los turistas en busca de diver-
sión, unos sujetos que no gozan de las simpatías de Cohen. Ellos no buscan dar
significado a sus vidas, sino que carecen de un centro y se entregan a placeres
insignificantes. En un análisis exigente, estos dos tipos de turistas solo pueden
distinguirse con dificultad. Su única diferencia estriba en la perspectiva desde
la que los percibimos. Si suponemos que no están alienados sino bien adheridos
a los valores occidentales, podemos pensar que son turistas recreativos. Si los
vemos como alienados, entonces su forma de viajar refleja la anomia que per-
mea las sociedades modernas y los tendremos por buscadores de diversión. Uno
podría objetar que ambos rasgos (alienación y anomia) son cosas diferentes y
que mientras que la primera se predica de sociedades enteras, la segunda tiene
que ver fundamentalmente con los individuos. Ciertamente, su distancia mutua
no es insuperable. Para Marx, la distribución desigual de la propiedad y del po-
der crea un marco social alienado que moldea el desajuste de los individuos
tanto en la clase dominante como en las dominadas. En Durkheim los indivi-
duos sufren de anomia porque, por diversas razones, no pueden habérselas con
la rigidez que sus sociedades les imponen.
Hay otras formas, más profundas, de experiencia turística. Así la tercera, a
la que Cohen denomina modo experimental. Los individuos alienados se perca-
tan de «la falta de significado y de la fatuidad de su vida diaria» (2004a: 73) y
tratan de recomponerse, ya por medio de la transformación de sus sociedades
gracias a cambios profundos y/o a la revolución, ya por encontrar su propio sig-
nificado en las vidas ajenas, lo que resulta en una alternativa menos radical. Los
turistas experienciales se mueven en aguas turbias, vacilando entre volver a
casa, como hacen los buenos turistas, o quedarse en sus destinos y convertirse
en nómadas de la opulencia. Algo más allá encontramos la cuarta forma de ex-
periencia turística: el modo experimental. Estos turistas han perdido ya todo
sentido de pertenencia a un centro societario y quieren librarse definitivamente
de él. Finalmente, encontramos a los turistas existenciales. Para ellos, hay un
nuevo centro al que entregarse. Han roto las amarras que les ligaban a su socie-
dad de origen y han elegido pasar a formar parte de otra distinta. El exilado se
convierte parcialmente en miembro de una sociedad diferente en la que ha en-
contrado su nuevo centro. Pero eso no le libra de pertenecer a su sociedad de
origen, aunque su mente y su corazón la hayan dejado atrás. Puede que se vean
obligados a volver a esta última, pero se mantienen permanentemente en con-
tacto con su nueva sociedad de elección y viajan a ella con frecuencia.
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 251

Esta clasificación abierta tiene una clara superioridad sobre las fijaciones
binarias entre turistas que participan en la vida extraordinaria que pone a su al-
cance un alto en su trabajo y el resto de la gente que se limita a vivir su vida
cotidiana. El turista de MacCannell, su hombre-moderno-en-general, se propo-
ne abarcar demasiado, en tanto que, cada cual en su lugar, Jafari, Ryan y Wang
no pueden romper con unas categorías que subsumen a demasiados tipos dife-
rentes de conducta. Al hacerlo así adoptan una perspectiva reduccionista que
experimenta serias dificultades a la hora de entender las vicisitudes del mundo
que conocemos.
Esta tipología de experiencias no debe confundirse con otra igualmente
propuesta por Cohen en un intento de entender la sociología del turismo inter-
nacional. Aquí lo que cuenta es el binomio novedad/familiaridad y sus estadios
intermedios. El primero es el turismo de masas organizado. Es el tipo menos
dado a la aventura, representado por los consumidores de paquetes turísticos
que los mantienen en el interior de una burbuja una vez que llegan al destino
que han elegido. El tipo siguiente es el del turista de masas individual. Esta apa-
rente contradicción no indica otra cosa que, aunque tenga control sobre su iti-
nerario, el turista que ajusta su paquete a sus deseos individuales sigue aún
preso de la burbuja que le envuelve. La familiaridad domina, pero abre espacios
para apreciar la novedad. El explorador, por su parte, organiza su propio viaje
dando más espacio a la novedad y tratando de apartarse del camino más holla-
do. Pero este tercer tipo de turistas no llega a sumergirse aún completamente en
sus destinos. Finalmente, el vagabundo o trotamundos no solo busca evitar las
sendas más trilladas, sino que trata de vivir de la misma manera que sus anfi-
triones. Aquí la novedad lo inunda todo —planes de viaje, selección de lugares
de estancia, itinerarios, modos de transporte, duración de las estancias—.
Los trotamundos y los exploradores, que son las dos formas no institucio-
nalizadas de turismo moderno, son los únicos que se proponen adentrarse en
mundos desconocidos. A menudo se solapan, pero existen matices y contrastes
que establecen diferencias entre ambos, aunque solo sean de grado. Los explo-
radores se relacionan con las gentes a las que visitan; algunos incluso tratan de
hablar la lengua local; pero al tiempo evitan sumergirse por completo en las cul-
turas ajenas. Buscan lugares de residencia confortables y medios de transporte
seguros. De esta forma recuerdan al observador a los viajeros de antaño, hallan-
do así su linaje en el Grand Tour.
Los trotamundos tienen algo de más modernos. Son retoños de la opulen-
cia que tratan de romper con ella. Habitualmente son gente que cuenta con espa-
cios libres entre el final de la educación superior y el comienzo de la vida de
trabajo. «Estos turistas prolongan esa moratoria moviéndose por el mundo a la
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252 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

búsqueda de nuevas experiencias, radicalmente distintas de las que les resultan


conocidas a través de una común experiencia de sus vidas en la clase media»
(2004a: 44). Uno pensaría que son el vivo retrato de las Shirley Valentines de
Ryan, pero Cohen no se permite esas bobadas. La mayoría de los trotamundos no
se dejan llevar por impulsos de descubrimientos sin fin o de una liberación per-
durable. «Después de haber saboreado esas experiencias por un tiempo, por re-
glas general se vuelven a casa para iniciar la vida bien ordenada de las clases
medias» (2004a: 44). Muchas Shirley acaban por reencarnarse en un avatar yuppy.
El turismo institucionalizado, ya individual, ya organizado, es el extremo
opuesto de este continuo. No podría darse sin la existencia de una industria de
masas que le da forma y le procesa eficazmente. Eficaz en este contexto se re-
fiere a que su experiencia será predecible y estará bien regulada, omitiendo la
aparición de riesgos e incertidumbres. El propósito principal del turismo de ma-
sas es la visita a atracciones, sean genuinas o artificiales. «Artificial» es un adje-
tivo que Cohen usa con frecuencia. Habitualmente significa que las atracciones
deben ser organizadas para la «conveniencia» del turista de masas, un rasgo tan
importante en el turismo de masas que hace olvidar que lo genuino y lo autén-
tico han desaparecido del mapa. «Las atracciones se presentan en espacios que
cuentan con todas las comodidades, han sido reconstruidas, ajardinadas, están
libres de elementos disruptores, han sido escenificadas y, en general, están so-
metidas a procesos organizativos eficaces» (2004a: 41). Esta necesidad de ha-
llar el mínimo común denominador priva al turismo de masas del deseo de
encontrar lo genuino, lo espontáneo, lo auténtico. Las atracciones son artificia-
les y los turistas se alimentan de la autenticidad escenificada que MacCannell
denunciara. Como no podría ser menos, Cohen señala a los parques temáticos
de Disney, que han brotado como hongos por el ancho mundo, como ejemplos
señeros de esta tendencia, aunque igualmente apunte que no son los únicos en
donde la artificialidad llega al colmo. La autenticidad escenificada es anterior
incluso a la modernidad. «Cachivaches novedosos y vuelos de la imaginación
han sido productos habituales en las ferias populares durante muchos años»
(2004a: 138). La diferencia estriba en la tecnología (más sofisticada en los par-
ques temáticos), en su dimensión (los parques de Disney se han internacionali-
zado), en el tipo de experiencias ofrecidas (más realistas que en las ferias tradi-
cionales) y, por supuesto, en los proveedores (los parques temáticos son los
hijos putativos de la industria turística).
Los aspectos organizativos controlan lo inesperado y hacen que las atrac-
ciones resulten más manejables para los turistas. La industria busca atracciones
y espacios que se acomoden a las necesidades del turismo de masas, y como
estos habitualmente se generan en países occidentales y en Japón (un refina-
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TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 253

miento, por cierto, que Cohen fue de los primeros en introducir), las infraestruc-
turas occidentales se reproducen como hongos incluso en los países más pobres.

Sin embargo, como el turista también espera algún sabor local o signos de lo extraño en
ese entorno, aparecen decorados locales en las habitaciones de sus hoteles, comida local
en sus restaurantes, productos locales en sus tiendas. Pero a menudo esos toques loca-
les están estandarizados: los elementos decorativos se introducen haciéndolos lo más
parecidos posible a la imagen estandarizada del arte de ese destino concreto, las comi-
das locales evitan chirriar en los paladares de los turistas y la selección de artesanía
local está influida por la demanda de los turistas (2004a: 41).

Todo eso distancia al producto final de la cultura local y posibilita que los turis-
tas se muevan en un mundo semejante al de casa, rodeado por pero no integra-
do en la sociedad local. De ahí que, a pesar de los buenos deseos de la litera-
tura promocional, la comunicación cruzada entre la cultura de los turistas y la
local no fluya. Lejos de acabar con los mitos del exotismo, el turismo institu-
cionalizado los perpetúa.
La progresión entre estos cuatro tipos de turismo internacional se presenta
a menudo como un vector inverso del proceso de desarrollo turístico. Explo-
radores y trotamundos buscan lugares desconocidos o poco frecuentados y con
ello los ponen en el punto de mira de la industria. Una vez que esta repara en
ellos y los ofrece a la conveniencia de un número creciente de turistas, los flu-
jos de turismo institucionalizado, masivo o individual, están preparados para
incluir a las nuevas atracciones en su radio de acción, con lo que el número de
atracciones artificiales o escenificadas crecerá exponencialmente. Con todo,
este proceso tiene un lado positivo; al limitar el interés hacia las atracciones más
trilladas evitará que los turistas interfieran en la vida real y en la cultura de las
comunidades que los acogen. En cualquier caso, por razones de las que luego
se hablará, Cohen no dedica mucho tiempo al turismo institucionalizado y uno
sospecha que ninguna de sus variedades (sea masivo o individual) le interesa
demasiado.
A Cohen le intrigan mucho más los nómadas de la opulencia. Aquí entran
en escena los mochileros. En el tiempo en que Cohen escribía este trabajo, su
deambular por el mundo se estaba convirtiendo de un fenómeno menor en una
de las tendencias principales del turismo contemporáneo, una tendencia parcial-
mente representada por lo que entonces solía llamarse la contracultura, es decir,
los desafíos a las normas más aceptadas en las sociedades occidentales. La con-
tracultura venía con muchas envueltas, desde la desatención a lo que tradicio-
nalmente se habían considerado buenas maneras hasta el ataque a otras reglas
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 254

254 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

más básicas como la vida de familia, la propiedad privada y aun «el sistema»
en general y su tolerancia represiva en particular.

Por su parte, esto hizo que lo que había comenzado como una reacción contraria a las
formas rutinizadas de viajar, acabase también por ser institucionalizado en un grado por
completo distinto del turismo masivo ordinario, pero en paralelo con él (2004a: 49).

La institucionalización del turismo trotamundos se manifestó de diversas


formas. Mientras que sus itinerarios iniciales se fijaban libremente y carecían de
agenda fija, las «rutas» seguidas por la mayoría de los mochileros venían acom-
pañadas de una aparición del turismo de masas. Mientras que los trotamundos
originales no podían interesarse menos por las atracciones «imprescindibles»,
los mochileros pronto establecieron sus propios lugares a visitar, necesariamen-
te seleccionados por las guías dirigidas a ese nicho del mercado, lo que es «la
imagen misma del turismo apacible de las clases medias» (2004a: 55). Las guías
de Lonely Planet iban a ser tenidas posteriormente por la Biblia del mochilero
(capítulo 9). El paso siguiente sería la creación de una infraestructura especiali-
zada en servirles: agencias especializadas en billetes baratos; hostales y restau-
rantes a su alcance; tiendas y centros de diversión especializados. Algo más
tarde aparecieron en diferentes destinos zonas especializadas en alojar a las co-
munidades de trotamundos. Finalmente, a medida que crecía, el movimiento
mochilero empezaba a diferenciarse internamente: los «aventureros» o trota-
mundos genuinos; el hippy itinerante, que se movía incesantemente entre varias
comunidades igualmente hippies; el trotamundos «en masa», una especie move-
diza mayormente interesada en frecuentar alojamientos, casas de comidas y lí-
neas aéreas baratas; el «compañero de viaje» o hippies a su pesar, que coque-
teaban ocasionalmente con la contracultura más profunda.
Distanciarse del propio medio de origen, como Stevenson cuando decidió
finalmente hacerse mayor en Samoa, o Gauguin entre las wahines de Tahití, o
Thoreau en los bosques de Walden Pond, o Kerouac en sus infatigables viajes
por el Big Sur, solía ser el motivo básico del trotamundos en su viaje hacia el
conocimiento de sí mismo. Este peregrinaje interior iba a menudo acompañado
de mucho viajar (I Wonder as I Wander [Viajar asombra], el libro de memorias
de Langston Hughes, resumía en un título muy apropiado el orden real de las
cosas, que Ryan volvió del revés en su homenaje a Shirley Valentine). Con fre-
cuencia, el trotamundos se asentaba entre la gente de su nuevo domicilio y vivía
entre ellos, atando el nudo entre huéspedes y anfitriones. Pero la felicidad com-
pleta no suele durar. A menudo, los locales no entienden los caprichos de sus
nuevos huéspedes —«solo un tipo raro querría abandonar una vida de opulen-
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 255

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 255

cia»— y les ven como una fuente de «polución cultural», llegando incluso a
someterlos al ostracismo. No es cierto que el turismo, en cualquiera de sus for-
mas, represente un acicate para la comunicación intercultural inconsútil.
Cohen muestra una cautela semejante para evitar hacer juicios prematuros
en el asunto crucial de la autenticidad y la mercantilización. Muchos ven la au-
tenticidad como un concepto unívoco, pero esta idea marra la diana de lejos.
Aunque se distancia de lo que Wang iba a llamar luego autenticidad objetiva,
Cohen se aparta también tanto de una definición de autenticidad purista, de es-
pecialista de museo, como de la tendencia común a muchos antropólogos a bus-
carla exclusivamente en comunidades premodernas. Ambas cosas imponen
unos criterios de demarcación que distan mucho de los que espera el turista.
«Los turistas parecen buscar la autenticidad con diversos grados de intensidad
que dependen del propio grado de alienación respecto de la modernidad»
(2004a: 106). Cuanto menos conscientes son de ella, tanto más fácilmente acep-
tarán los turistas la autenticidad de los productos que se les ofrecen. Así pues,
la autenticidad tendrá más grados de intensidad de lo que suele reconocerse.
Algo similar sucede con la idea de mercantilización. Su rechazo indiscri-
minado, como en el estudio de Greenwood (1977) sobre el Alarde de Fuente-
rrabía (u Hondarribia en la nueva topología), huele a generalización abusiva.
Sin duda, los operadores turísticos extranjeros frecuentemente mercantilizan los
bienes y servicios dirigidos a los turistas, abriendo así un flanco a las acusacio-
nes de explotación de las comunidades que proponen como destinos. Pero la
producción orientada al lucro no es de suyo anatema para la autenticidad. Los
gamelan locales que actúan para audiencias extranjeras en Bali o en Java pue-
den parecer a un observador externo como adaptaciones ilegítimas del signi-
ficado cultural de su arte, pero a menudo los músicos no ven contradicciones
entre sus actuaciones y la continuidad cultural de su música. En resumen, «la
mercantilización no destruye necesariamente el significado de los productos
culturales, ni para los locales ni para los turistas, aunque eso puede suceder en
algunas circunstancias» (2004a: 13).
Cohen no suele dar soluciones fáciles y su inflexible respeto por los he-
chos contribuye en no escasa medida a la calidad y a la honestidad de su traba-
jo. Ocasionalmente, empero, hace alguna excepción que se adapta a la sabidu-
ría convencional y deja un regusto incómodo. Es difícil aceptar, como él lo
hace, que sea la burbuja turística la culpable de que los turistas permanezcan
aislados de las culturas locales cuando ellos, y no los locales, tienen reservado
el acceso a determinados bienes y servicios, como ocurría en las tiendas en
dólares de la antigua Unión Soviética o en la Cuba de hoy. Esa burbuja en par-
ticular parece ser más apropiado cargarla en la cuenta de los gobiernos de esos
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 256

256 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

países y de su rígido control sobre el comercio exterior y no en la de la institu-


cionalización que acompaña al crecimiento de la industria turística. Más difícil
aún de aceptar es su idea de que la incomunicación intercultural se deba a «la
falta de conocimiento de las lenguas locales, lo que hace de la creación de lazos
con los nativos y del viajar independientemente una tarea tan difícil que pocos
turistas la emprenden» (2004a: 43). La sabiduría académica convencional im-
pone muchas exigencias a la conducta de los turistas, pero esta supera la media.
¿Por qué habrían de ser los turistas conocedores de lenguas? ¿Habría que pedir-
les que supiesen mandarín y otras veinticinco lenguas locales propias de las
minorías que pueblan la provincia china de Yunnan cuando la visitan, o vietna-
mita y demás lenguas de las minorías locales en su visita a Sa Pa? ¿Habría que
excluir de viajar internacionalmente a todos aquellos que no pasen un examen
de aptitud lingüística o convertir esas experiencias en un coto cerrado para
antropólogos conocedores de múltiples lenguas ajenas, si es que los hay, con la
excusa de que solo ellos pueden tener conocimiento adecuado de los vericuetos
de las culturas locales, además de un don de lenguas?
Estos pequeños deslices del procesador de textos parecen reflejar una des-
confianza, no por inconsciente menos conspicua, respecto del turismo de masas
por lo que a Cohen toca. Sin olvidar sus múltiples pronunciamientos bien equi-
librados en la mayoría de los asuntos, Cohen parece incapaz de librarse de una
profunda aversión hacia él. Tal vez se deba al evidente pesimismo subweberia-
no que permea su visión. El ascenso de la modernidad va acompañado de un
crecimiento incontrolado de la burocracia que, si bien impone dosis crecientes
de racionalidad formal, o tal vez justamente por ello, acaba por forjar una jaula
de hierro para la libertad de los modernos. Cuantas más actividades humanas
caen bajo el control de esas burocracias estatales o corporativas, tanto mayor es
la pérdida de significado de la vida. El sino del turismo no es diferente. Sus va-
riedades recreativas o de diversión, dos formas similares de conceptualizar el
fenómeno del turismo de masas, no pueden evitar mostrar un déficit de interés
real por los destinos que comercializan y por sus habitantes. Incluso los trota-
mundos de nuevo cuño, los mochileros, no son inmunes a esa dolencia. A la
postre, acaban por imitar los excesos del turismo de masas.
¿No habrá cincuenta, o treinta, o veinte, o siquiera diez, justos en Sodoma?
Cohen parece ser tan pétreamente inconmovible como el Dios de Abrahán. Al
cabo, el turismo no hace sino acelerar el paso de la perdición humana. Pese a sus
ponderadas reflexiones sobre múltiples aspectos del desarrollo turístico, Cohen
mantiene su veredicto de culpabilidad con escasos atenuantes. No comparte las
alegrías de MacCannell y sabe que modernidad y turismo de masas no van a des-
aparecer por ensalmo y cree que su expansión acarreará un retroceso de las opor-
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 257

TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 257

tunidades para la comunicación intercultural. Poco a poco pero de forma segura,


libertad y creatividad marcharán hacia el ocaso. Tal vez Cohen sea un optimista
bien informado, como quiere el chiste. Lamentablemente, habrá que aplazar la
respuesta a su adivinanza hasta que la modernidad cierre su curso. Seamos pa-
cientes. Sabremos la respuesta en unos cuantos cientos de años, tal vez antes (ca-
pítulo 9), y entonces podremos discutir si Weber o Cohen acertaron. Mientras
tanto, hay otros aspectos de su argumento que son más susceptibles de debate.
Cohen mira al turismo a través de un cristal oscuro. Con demasiada frecuen-
cia restringe su campo visual a las dimensiones de los flujos turísticos interna-
cionales, tan caros a la mayoría de los investigadores de la cosa. No solo es para
ellos el turismo un fenómeno exclusivamente internacional; además, suponen
que viaja siempre en una misma dirección: oeste/este o norte/sur. La vieja sabi-
duría antiimperialista se resiste a desfallecer. Sea como fuere, acaba por oscure-
cer el panorama hasta dejarlo irreconocible. Uno puede comprender que los
pocos datos que se ofrecen al público en las bases UNWTO sobre llegadas inter-
nacionales tengan, a falta de otros, mucho sex appeal; uno puede incluso estar
dispuesto a perdonar a los antropólogos culturales que se sientan más a gusto en
el terreno de los intercambios entre culturas; pero no hay necesidad de tragarse
que unos y otros estén únicamente legitimados para marcar los límites de la ex-
periencia turística. La mayoría de los turistas viaja por el interior de sus fronte-
ras y de sus culturas. Cada vez más se reduce la proporción de turistas interna-
cionales blancos y los nuevos se mueven en muchas direcciones. ¿Por qué se ha
quedado tan pequeña la literatura sobre los viajes de los indios o la mirada de los
turistas chinos? Pese a su notable contribución al estudio del turismo internacio-
nal en general y de Tailandia en particular, cómo explicar que, con algunas ex-
cepciones (1995, 2000, 2008), la conducta de los turistas tailandeses no parezca
excitar la imaginación de Cohen, por no hablar de la de los demás.
Vayamos ahora a otro asunto, el del argumento estructural subyacente en
su obra de que todo turismo, especialmente el de masas, es banal y falto de sig-
nificado. Cabría contraargüir aquí que son muchos los turistas a quienes pare-
cen gustarles las atracciones que Cohen considera artificiales. Conviene, pues,
preguntarse por qué. Una posible explicación es que no saben lo que hacen.
Cohen parece sugerirlo más de una vez. La mayoría de los turistas de masas (sin
duda los turistas recreativos y los de diversión, pero también los mochileros y
otros nómadas de la opulencia) saben menos acerca de sus destinos que los mu-
seístas y los antropólogos, así que se contentan con experiencias superficiales.
Sin embargo, mientras Cohen no invente un profundímetro que funcione bien,
comparar el grado de banalidad de diferentes categorías sociales parece una
labor fenomenológica imposible, amén de ociosa. Cuando uno recuerda que
09-Capítulo 5 12/12/11 12:49 Página 258

258 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Cohen da su visto bueno a la idea de Wang de la autenticidad existencial, su ar-


gumento se hace aún más tenue. Aunque Wang la manosea hasta convertirla en
ese sancocho normativo al que llama turismo responsable, si nos la tomamos en
serio, la autenticidad existencial no es más que otro nombre para la inconmen-
surabilidad de las experiencias individuales.
Cohen, como se ha dicho, tiene un concepto menos opresivo de la mercan-
tilización que otros muchos usuarios; para él, la mercantilización puede presen-
tarse en varios gustos, lo que es un matiz digno de encomio. Lamentablemente,
esa cautela se detiene al llegar a otros aspectos del proceso. Lo que convierte a
una creación cultural en mercancía no es que sea un producto del trabajo asala-
riado, sino su serialidad. Los paquetes que consumen los turistas dejan a un lado
cualquier penetración de la novedad o del azar o la reducen al mínimo. Así en-
carcelan a sus usuarios en una burbuja que frustra la razón principal para via-
jar: conocer otros lugares, otras gentes, otras culturas. Adicionalmente, las cor-
poraciones que gastan tanto dinero en poner los viajes al alcance de grandes nú-
meros de consumidores imponen un grado creciente de estandarización y de
artificialidad a sus productos. Cohen no las critica por sus pretendidos intentos
de explotación, no. Lo que parece decisivo en su requisitoria es la crítica franc-
fortiana a la producción moderna que Wang ya había hecho desfilar, a saber, que
hace perder su aura a las creaciones originales y a las experiencias genuinas.
De esta forma, uno puede pensar que, a la postre, Cohen ha encontrado su
sitio en la sociología cualitativa del turismo, que fue de los primeros en estu-
diar. De las tres esquinas del triángulo que, según él, la forman (MacCannell,
Turner y Boorstin), Cohen no comparte el celo profético de MacCannell ni la
audacia de sus esperanzas; no se siente a gusto tampoco con el optimismo de
los turnerianos, que prometen liberación por el precio de un paquete turístico a
todos aquellos que, con sus juegos y sus vacaciones, estén dispuestos a saltar
por encima de la cotidianeidad. Uno piensa que en su teología apofática, en su
fenomenología fatalista, Cohen no deja sitio para la erupción de lo liminoide
como agencia institucional ni para el optimismo de Turner, que no excluía a
nadie de su eventual goce. Cohen apunta que una mayoría, al menos cuando se
trata de viajes y turismo, es incapaz de apreciarlos. Como Ortega y Gasset,
como Adorno (quello vecchio signore un po’ démodé [ese anciano caballero un
poco pasado de moda], como decía Galvano della Volpe), como Boorstin, si hay
algo que Cohen considera imperdonable en la modernidad, es su tolerancia
hacia el mínimo común denominador que tanto gusta a las masas.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 259

6. Rostro Pálido se trabaja


el sudeste asiático

Epifanías

La matriz metodológica pomo a la que nos hemos referido en capítulos anteriores


(3, 4 y 5) ha tenido infinitas aplicaciones en estudios de casos referidos al turis-
mo. No todos ellos valen tanto como el modelo; a menudo se pierden al usarlo o
no son lo suficientemente cuidadosos como para seguirlo con todas sus conse-
cuencias lógicas. En cualquier caso, en este campo se siguen generando múltiples
trabajos que se inspiran en esa matriz. Este capítulo y los siguientes pasan revis-
ta a algunos de ellos en asuntos como el turismo sexual, el papel de las identida-
des, los lenguajes del turismo y las propuestas de alternativas al turismo de masas.
Este capítulo comienza con un par de experiencias. La primera es totalmen-
te mía. En el verano de 2002, en la primera noche de mi estancia en Hanoi, vi
en la entrada del hotel el anuncio de un karaoke en los sótanos del estableci-
miento. Hice un apunte mental para visitarlo en otro momento porque sentía cu-
riosidad por ver cómo un tipo de diversión genuinamente japonés se había acli-
matado en el corazón de Vietnam. Unos pocos días después me pasé por el sitio
para echarle un vistazo. No era fácil porque las luces alumbraban poco más que
para no estar completamente a oscuras. Cuando mis ojos se acostumbraron a la
oscuridad, lo que vi tenía poco que ver con lo que yo había imaginado. Para lle-
gar al bar había que pasar por un corredor estrecho y largo con un banco en cada
lado. Sentadas cerca una de otra había un número considerable de mujeres jóve-
nes vestidas con trajes de noche que se ponían respetuosamente en pie cuando
entraba uno o varios clientes, todos masculinos, y volvían a sentarse cuando ha-
bían pasado, con un movimiento parecido a la ola mexicana de los campos de
fútbol. Excepto por las chicas en traje de noche, no había otras mujeres en el lo-
cal. Una vez sentado en una mesa, otra mujer, no tan joven ni tan atractiva como
ellas, apareció entre la bruma y me abordó. Dijo que era una de las mama-san
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 260

260 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

del sitio y me ofreció un menú con tres opciones básicas: una botella de whisky
(80 dólares); una botella de whisky y una acompañante (100 dólares); una bote-
lla de whisky y dos acompañantes (120 dólares). Mama-san explicó también en
su escaso inglés que el precio solo incluía la compañía de una o varias de las
chicas seleccionadas en una de las salitas reservadas para cantar. Cualquier tipo
de actividad sexual estaba prohibida, pero si así lo deseaba, yo podía llevar con-
migo a una o dos de mis acompañantes a una de las habitaciones del hotel, por
60 dólares por dos horas u 80 dólares por toda la noche.
De vuelta a mi Universidad, pocas semanas después, comenté la anécdota
con un colega. Él había estado en Pekín ese verano y había tenido una expe-
riencia parecida. Hotel parecido, karaoke parecido, parecido bar, parecidas
muchachas con vestidos parecidos, y parecidas explicaciones de una mama-san
parecida. Solo los precios eran diferentes. En la capital de China, las chicas co-
braban 30 dólares por hora de compañía, 200 dólares por dos horas en la habi-
tación y 250 dólares por toda la noche.
Ninguno de eso dos acontecimientos merece el nombre de epifanía. Si
acaso, eran tan solo una ocasión para meditar por qué una de las más antiguas
profesiones del mundo seguía viva en las capitales de dos autotitulados Estados
socialistas o para reflexionar sobre las diferencias en la paridad de poder adqui-
sitivo en ambas. Pero no eran una epifanía. La epifanía estaba en otro sitio. Mi
colega y yo habíamos discutido recientemente sobre un libro, por entonces re-
cién publicado, que se ocupaba del turismo sexual y donde podía leerse que su
institucionalización en el sudeste asiático podía atribuirse a la intervención
americana en Vietnam. No solo eso, sino que, decían sus autores, la prostitución
se había convertido en parte esencial del desarrollo turístico en esos países y en
un componente integral del desarrollo económico nacional e internacional
(Ryan y Hall, 2001: 136). Esta sí que era una verdadera epifanía. Por lo que am-
bos sabíamos, ni Hanoi ni Pekín habían albergado bases americanas. Adicio-
nalmente, la mayoría de los turistas en esas ciudades no son occidentales, sino
asiáticos. Cómo podían ser los soldados americanos o los turistas occidentales
las fuentes principales de una conspicua industria sexual en esas dos ciudades
y en muchas otras de ambos países. Por lo demás, ha habido un número consi-
derable de bases militares americanas en Japón y este país había conocido un
fuerte movimiento imperialista en el pasado. ¿Cómo explicar que esos dos fac-
tores, aparentemente tan poderosos en el nacimiento del turismo sexual en otros
países de Asia, no hubieran convertido a Tokio, Osaka o Kioto en otras tantas
mecas del turismo sexual? ¿Cómo podría una mente cuerda dudar de que el tu-
rismo sexual hubiese sido un sector estratégico del desarrollo económico del
país, como habría sido el caso de ser cierta la hipótesis Ryan-Hall?
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 261

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 261

Antes de empezar la discusión conviene advertir que el turismo sexual, al


menos por ahora, no puede ser objeto de investigación consistente. Para em-
pezar, hay que hablar de la enorme confusión que tantos investigadores han
creado en torno al asunto. Hay quien piensa que el turismo sexual no es más que
una parte de un continuo de actividades sexuales que se presentan durante unas
vacaciones y que van desde más frecuentes encuentros amorosos entre contra-
partes estables, pasando por la creciente posibilidad de relaciones sexuales oca-
sionales durante las vacaciones, hasta llegar a los viajes cuyo motivo principal
gira en torno a la prostitución (Bauer y McKercher, 2003). Hay algunas prue-
bas del nexo entre vacaciones y mayor actividad sexual que se refieren a mues-
tras reducidas de gente de la misma nacionalidad, grupos etarios o culturas
(Opperman, 1998; Selänniemi, 2003). Otros autores consideran que el turismo
sexual no tiene nada que ver con eso. Esta clase de turismo es más específica y
debe limitarse a las conductas cuyo fin principal es mantener relaciones con
personas prostituidas, sean mujeres (como suele suceder en una mayoría de ca-
sos) u hombres; sean en relaciones consensuales o forzosas; sean con personas
que no tienen mayoría de edad o sí la tienen. En el mundo real, ciertamente no
hay una muralla china que separe a estos últimos ejemplos de conducta sexual
(Cohen, 1993), pero uno debe mantener el objeto de estudio dentro de unos lí-
mites claros para evitar errores innecesarios en un terreno en el que la carencia
de datos fiables alienta en muchos casos las exageraciones, las nociones irrele-
vantes o las moralejas para ejemplo de adultos y niños.
Por desgracia, más que poco fiables, los datos en este campo son práctica-
mente inexistentes; así que aportar pruebas creíbles es a menudo una tarea im-
posible. Incluso allí donde la prostitución es legal o cuenta con una amplia tole-
rancia social, los proyectos de investigación serios escasean. Muchos países,
especialmente aquellos que son considerados como un ejemplo de los estragos
del turismo sexual, no aportan estadísticas sobre la industria del sexo; las hipó-
tesis se basan en observaciones limitadas; y las conclusiones exhiben los pre-
juicios morales, religiosos o ideológicos de sus autores. Más aún, el turismo se-
xual se ha convertido en un agujero negro en que a menudo la trata de blancas,
la prostitución infantil o el sexo venal consensual aparecen juntos y revueltos
(Wang, 2000).
Todas las advertencias anteriores aconsejan abordar el asunto con grandes
dosis de humildad y aceptando los enormes límites impuestos. Este capítulo no
debería ser una excepción. No se presenta aquí un proyecto de investigación,
sino algunos comentarios escépticos sobre la obra de algunos autores que creen
haber resuelto el asunto de una vez por todas. Es también una reflexión crítica
sobre la escasa calidad de la sabiduría convencional sobre él y su tendencioso
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 262

262 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

neorromanticismo. Adicionalmente, conviene poner de manifiesto que nuestras


observaciones se refieren solamente a una dimensión del turismo sexual, posi-
blemente la más extendida: uso de la prostitución heterosexual y consensual.
Finalmente, subrayemos que el estudio se ha limitado voluntariamente a una
sola zona geográfica —el sudeste asiático— donde se agrupan algunos países
destacados por la literatura académica, aunque hay otros muchos bien conoci-
dos como proveedores de este tipo de turismo —Brasil, Cuba, Kenia—. La lite-
ratura académica, sin embargo, se ocupa del sudeste asiático, con Tailandia y
Bangkok en su punto de mira (Bishop y Robinson, 1998; Ghosh, 2002; Jeffrey,
2002; Leheny, 1995; Seabrook, 1996; Truong, 1990).
Con algunas notables excepciones (Askew, 1998, 1999a, 2002; Boon-
chalaski y Guest, 1998; Cohen, 1982, 1993, 2000), la sabiduría convencional ha
formulado las que podríamos denominar Leyes de Bronce del Turismo Sexual.
A saber:

— El turismo sexual en el este y el sudeste asiáticos debe ser explicado por


causas cercanas, no por las estructuras familiares tradicionales que sub-
sisten en la región.
— Hay un vector de unión entre la presencia de tropas americanas o de
otros países coloniales y la demanda actual de turismo sexual por parte
de turistas occidentales (Hall, 1992; Sitthirak, 1995).
— El turismo sexual es parte integrante de la estrategia de hegemonía eco-
nómica impuesta a la región por las grandes corporaciones y las buro-
cracias globales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) en
colusión con los intereses de los países del norte y otros igualmente de-
sarrollados.
— Alternativa o adicionalmente, el turismo sexual prepara el camino para
la producción y reproducción de la hegemonía occidental y la sumisión
de las culturas regionales
— En breve, a través de la prostitución y el turismo sexual, Rostro Pálido
anima a Asia (y a otras áreas geográficas) a aceptar sus ideas sobre el
orden social y subordina a la región a sus intereses y a su hegemonía
cultural.

¿De verdad?
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ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 263

Prostitución, ejércitos y tradiciones locales


La idea de que el turismo sexual en el este y el sudeste de Asia es un fenóme-
no contemporáneo parece acertada. Difícilmente podría ser de otra forma cuan-
do el turismo de masas, uno de cuyos integrantes es el turismo sexual, solo ha
existido en los últimos sesenta años. En cierta medida, el recurso a la prostitu-
ción estaba ya presente en formas anteriores de viaje, como las peregrinaciones
religiosas de los tiempos preclásicos y clásicos tanto en Occidente como en
Oriente o en los Grand Tours patricios de los siglos XVIII y XIX. La diferencia
entre estas últimas variantes y el turismo sexual de hoy estriba en las dimensio-
nes de la demanda moderna y su creciente relación con algunos sectores de la
industria turística. En este sentido, el turismo sexual es un fenómeno moderno
que ha echado raíces hace relativamente poco tiempo.
No es problemático aceptar que muchos de los tres millones de soldados
americanos que pasaron por Vietnam durante los años de intervención america-
na en el país (1963-1973) crearon demanda adicional para la prostitución en lu-
gares como Saigón o Bangkok. Muchos de ellos iban de permiso a Tailandia
para entregarse a lo que, con un circunloquio, se denominada Rest & Recreation
o R&R (Descanso y Recreo, en castellano). Lamentablemente, las verdaderas
dimensiones de esa demanda permanecen en la oscuridad. Una fuente estima
que en 1957 había veinte mil prostitutas en Tailandia y que su número subió a
cuatrocientas mil en 1964, como consecuencia de la intervención americana en
Vietnam (Hall, 1994). En esta narrativa la multiplicación por veinte del número
de prostitutas se produjo mucho antes de que la intervención americana subiese
al máximo (1968-1969). Solo en 1965 llegaron las tropas expedicionarias al
número de doscientos mil. En ese tiempo hubo también un cierto número de sol-
dados americanos estacionados en Tailandia, desde luego mucho menor. Pero
incluso si todos ellos hubieran pasado su tiempo en Tailandia, es difícil creer que
su demanda hubiera sido suficiente para explicar la adición de 380.000 prostitu-
tas a las de 1957. Uno desearía que hubiera sido así porque, para empezar, la
guerra de Vietnam no habría acaecido al no haber en el país tropas de combate
disponibles. Digno de alabanza como lo hubiera sido el resultado, el autor de
esos números debería explicar de dónde ha sacado sus datos, pero, lamentable-
mente, no lo hace (Gay, 1985).
Si dejamos a un lado consideraciones morales, corrección política o prejui-
cios de género, nadie debería sorprenderse de que la prostitución siga a los ejér-
citos. Allí donde uno encuentra grandes concentraciones de hombres jóvenes
y/o solos, sean soldados en armas o de permiso, estudiantes que celebran las va-
caciones de primavera, o participantes en conferencias científicas o encuentros
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 264

264 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

religiosos, la demanda de sexo crece y, si no puede ser satisfecha por encuen-


tros sexuales no venales, muchos de ellos colmarán sus impulsos comprando
servicios sexuales. Los lectores de Thackeray en Vanity Fair recordarán su des-
cripción de la batalla de Waterloo y el número de prostitutas que seguían la mar-
cha de los ejércitos. Cualquier hotelero puede contar historias divertidas sobre
lo que en España llaman «oferta complementaria» en tiempos de convenciones
o congresos con gran número de participantes. Cuando hombres solos, sean
americanos o de cualquier otra nacionalidad, viven en bases militares, esas ba-
ses suelen ser imanes para prostitutas. Aunque uno debe tomar estas cifras con
el mismo cuidado que las recién citadas sobre el aumento de la prostitución en
Tailandia, un informe de UNICEF sobre la intervención de Naciones Unidas en
Camboya al final del régimen de Pol Pot mantenía que el número de prostitutas
en el país había llegado a veinte mil, cifra que decreció hasta la mitad una vez
que se marcharon las tropas. Difícilmente habría podido Tailandia ser una ex-
cepción, aun cuando el número de mujeres dedicadas a la prostitución entre
1963 y 1973 siga siendo un misterio.
Sin embargo, conviene no sacar conclusiones apresuradas. Como, al pare-
cer, sucedió en Camboya, una vez que se retiran las tropas y flaquea la deman-
da, la oferta —el número de prostitutas— tiende también a declinar. Ahora tie-
nen que buscarse otros medios de vida. Habrá quien piense que en Tailandia, tras
la demanda inducida por los militares americanos, los turistas civiles tomaron su
lugar y permitieron que la prostitución siguiera su fulgurante ascenso, pero las
cifras no cuadran. La retirada de las tropas americanas de Vietnam ocurrió en
1973, mientras el rápido crecimiento del turismo en Tailandia hubo de esperar
hasta finales de los ochenta. En el período 1980-1987 los visitantes de Tailandia
crecieron a una velocidad media de 10,53 por ciento. En 1980 el número de lle-
gadas internacionales era de 1,85 millones. En 1987 llegaron a 3,48 millones
(Tourist Authority of Thailand [TAT], 1994). Rápido como efectivamente fue ese
crecimiento, el volumen de visitantes no es impresionante. Solo en 1987, con el
lanzamiento de la campaña de promoción y el eslogan Visite Tailandia, empezó
el país a alcanzar los grandes números de llegadas, con once millones en 2000 y
más de catorce en 2009. El despegue turístico tailandés habría, pues, de esperar
catorce años luego de la retirada americana de Vietnam. Como los turistas sexua-
les eran —y son— tan solo una fracción de esos totales, es difícil asentar la hipó-
tesis de una relación causal entre los dos fenómenos. En cualquier caso, quien
quiera seguir manteniendo la idea de un nexo entre ellos debería ofrecer mejo-
res pruebas. Por lo que sabemos, estas están aún por llegar.
Incluso si la relación entre la intervención americana en Vietnam, la pros-
titución y el turismo sexual pudiera probarse finalmente —una quimera por el
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 265

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 265

momento—, el mismo argumento debería servir en toda Asia para hacer buena
la hipótesis de Ryan-Hall. Sin embargo, es un hecho puro y duro que no había
un número significativo de fuerzas americanas en China o en Vietnam del Norte
luego que llegaron los años cincuenta. Incluso cuando se produjo la invasión
clandestina en Laos y Camboya, el número de tropas estadounidenses en ambos
países era muy limitado. No estaban en Malasia ni en Indonesia. Vietnam del
Sur y las Filipinas podrían ser los únicos candidatos para este papel. Incluso así,
no sería posible extender la hipótesis a toda la región, haciendo extremadamen-
te difícil probar la íntima relación entre el imperialismo americano y el turismo
sexual.
Puede que sea esta la razón por la que Ryan y Hall meten al imperialismo
japonés en la foto. Si no podemos probar la relación de uno de los imperialis-
mos con el turismo sexual, hablemos del imperialismo en general. Sin duda,
desde la guerra chino-japonesa de 1895, Japón trató de establecer su propio im-
perio en Asia del Este. El ataque a Pearl Harbor en 1941 mostró que, además,
se proponía controlar todo el océano Pacífico. Tras él, Japón consiguió hacerse
con casi toda la extensión de los imperios británico, francés y holandés en el
sudeste asiático y los incluyó en la esfera de Co-Prosperidad de la Gran Asia
(Buruma, 2003). Fugaz como lo fue, Japón logró imponer su hegemonía en casi
todas las regiones (Tailandia, por cierto, fue una excepción) del este y del sud-
este asiáticos en las que hoy se fijan los investigadores del turismo sexual.
Para Ryan y Hall, la expansión imperialista japonesa convirtió la prostitu-
ción en un mecanismo de dominación formal (?) y una forma de satisfacer las
necesidades sexuales de las tropas de ocupación (2001: 140). La última parte de
ese aserto es una mera tautología. La primera, por el contrario, aporta algunos
hechos como pruebas, pero cuando uno los examina no parecen probar gran
cosa. Hablar de los balnearios y spas que siguieron a la ocupación japonesa de
Formosa (Taiwan) los estira hasta hacerlos invisibles. En mejor relación con la
cosa están las llamadas comfort women (mujeres para el reposo del guerrero) de
Corea y de otros países, obligadas a prostituirse (en definitiva, a ser violadas
pues no solían sacar beneficios en el cambio) para los soldados del Imperio del
Sol Naciente. Sin embargo, cualquier parecido con la prostitución consensual
de los tiempos actuales se desvanece en cuanto se la examina. Incluso si esa po-
lítica japonesa pudiese construirse como una consecuencia de la expansión im-
perial, su relación con el turismo sexual actual en el sudeste asiático es, por de-
cirlo suavemente, de lo más frágil. Japón fue derrotado en 1945 y el turismo
sexual hacia esa parte del mundo tardó cerca de cuarenta años en desarrollarse
con fuerza. ¿Qué clase de causalidad presente puede argüirse para unir ambos
fenómenos? Con los mismos mimbres, uno podría tejer el cesto de que el turis-
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266 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

mo sexual empezó con las invasiones mongolas que se extendieron por las mis-
mas zonas geográficas en los siglos XII y XIII.
Uno piensa que más vale buscar las raíces del aumento del turismo sexual
en esa parte del mundo en la economía del presente, dejando de lado términos
tan vagos y, al tiempo, tan cargados de valoraciones como los de militarismo,
colonialismo o imperialismo, especialmente cuando, como sucede con los he-
chos recién apuntados, los hechos no cuadran. Sin embargo, eso no debe ser
óbice para entender por qué la demanda de turismo sexual pudo ser tan rápida-
mente colmada por la oferta. Para entenderlo convendría saber algo más sobre
el papel de la prostitución en las regiones examinadas.
Al turista accidental que se pasea por Patpong, Nana Plaza o Soi Cowboy
en Bangkok, o por Pattaya o por Phuket, le resulta fácil confirmar el estereotipo
de que la prostitución en Tailandia ha seguido los pasos del turismo occidental.
Esas son las áreas que atraen a la mayor parte de los turistas sexuales. Pero la
prostitución también trabaja para la clientela local. Anotado de pasada y rápida-
mente olvidado para complacer a los neorrománticos, está el hecho de que la
mayoría de los consumidores de amor venal en Asia se origina en la sociedad
local. Ese parece ser el caso de Tailandia (Jeffrey, 2000: xi-xii, 135). En 1994, el
Ministerio de Salud Pública presentó estadísticas en las que se decía que un 75
por ciento de hombres tailandeses usaba regularmente servicios de prostitución,
y que un 44 por ciento de los adolescentes varones había pagado por su primera
experiencia sexual (Wilson y Henley, 1999). Si esas cifras son correctas, apun-
talarían la idea de que solo una pequeña parte de las prostitutas tailandesas tra-
baja en el circuito internacional, en tanto que la mayoría lo hace para la gente
local. Este segmento es indudablemente mucho más difícil de ver para quienes
no hablan la lengua, son incapaces de entender el funcionamiento interno de la
sociedad Tai y no navegan por el país con la destreza de un local, porque ambos
lados de la industria habitualmente se ignoran entre sí (Askew, 2002).
No hay mucha mejor información para otros países de la región, aunque lo
poco que se sabe apoya lo que venimos diciendo. Un estudio de Vietnam con-
cluía que el perceptible aumento de la prostitución en el país está mayormente
en relación con la rápida expansión de una clase de nuevos empresarios y con
la corrupción burocrática (Nguyen, 1997). Algo similar aparentemente sucede
en China (Goodman, Pomfret y Ting, 2002). En un artículo sobre la ciudad a la
que la autora llama Lakeside, Walsh (2001) notaba que la clientela del barrio
rojo (por el color de los faroles que solían anunciar las casas de lenocinio, no el
de los centros del Partido Comunista) estaba mayoritariamente compuesta por
los chinos Han, el grupo étnico al que pertenece cerca del 90 por ciento de la
población del país. En otro trabajo (Pan, 2002) se describen pautas de conduc-
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ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 267

ta similares en tres ciudades chinas de rápida expansión industrial. En Pekín,


Shanghái y otras grandes ciudades, la clientela local provee el grueso del nego-
cio (Hershatter, 1999: 333-334).
La prostitución, indudablemente, no es nada nuevo en la región. El tráfago
sexual antes de la llegada del imperialismo occidental está bien documentado,
especialmente en el caso de Japón. Aun cuando desde tiempo inmemorial se ha-
ble de las prostitutas en diversos monumentos literarios, el primero de los «ba-
rrios con licencia» para el ejercicio de la prostitución se estableció en Kioto en
1589. En 1679 había ya más de cien por todo el país. En esos tiempos, Japón
controlaba estrictamente todo intercambio económico y cultural con Occidente.
Este «mundo de la flor y del sauce» (Saikaku, 1969) tenía su principal cliente-
la entre algunos empresarios y comerciantes o chonin que empezaron a florecer
en las ciudades a medida que el orden feudal de los daimios empezaba a disol-
verse. Los chonin gastaban grandes sumas de dinero en prostitutas. Una noche
con una cortesana de alto nivel podía costar unos 429 dólares de 1969, y man-
tener a una de ellas alrededor de 22 400 dólares al año (Morris, 1969: 7). Bajo
ese grupo de toju o putas de lujo había una complicada estratificación de hetai-
ras (Aryoshi, 1994) según el precio que cargaban (Morris, 1969: 285-288). Este
«mundo flotante» solo acabó a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando
las autoridades de ocupación americanas —todavía no se habían descubierto las
Leyes de Bronce del Turismo Sexual— decidieron prohibir esas prácticas.
Durante varios siglos, Japón ofrece la mejor y mayor documentación del
papel social de la prostitución en la región, pero no era un caso único. Prácticas
semejantes estaban muy extendidas en China hasta la llegada del régimen co-
munista en 1949. Un libro bien documentado sobre el tema para el Shanghái de
comienzos del siglo XX (Hershatter, 1999) muestra un panorama similar al japo-
nés anterior a 1945. El «mundo de las flores» también tenía allí una compleja
estructura interna que iba desde las cortesanas más caras, que ofrecían a sus
clientes compañía, canto, baile, recitales de poesía, conversación educada y,
eventualmente, sexo, hasta las más baratas, que se limitaban a lo último. Sus
clientes de Shanghái pertenecían a todas las clases sociales, desde intelectuales
conocidos, actores de óperas chinas y diversos artistas, pasando por mercaderes
ricos y altos burócratas, hasta llegar a marinos y otra gente del común. Las rela-
ciones entre las prostitutas y sus clientes estaban reguladas por un complejo
ritual; las profesionales más caras tenían gran libertad a la hora de elegir a sus
clientes favoritos; las más caras solo se entregaban a los más ricos; y, por su-
puesto, los escalones inferiores cargaban con el peor destino tanto social como
financiero (Hershatter, 1999: 34-65). Su número es difícil de calcular para esos
tiempos, tanto como lo es para los actuales, y los datos son igualmente dudosos.
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268 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

En Japón, China, Vietnam y otros países de la región (Jamieson, 1993: 296-


297), esta bien desarrollada industria sexual era un complemento estructural de
la familia tradicional. No es posible dedicar mucha atención a este punto aquí,
pero en la mayoría de las sociedades orientales el sexo reproductivo y el re-
creativo estaban claramente diferenciados con independencia de sus rasgos cul-
turales específicos. El matrimonio, especialmente en los estratos superiores, era
ante todo una alianza política. La poligamia era práctica común, tal vez a causa
del deseo de mantener el linaje familiar en un mundo de alta mortalidad infan-
til y total supremacía masculina. Contribuir con herederos varones para su su-
pervivencia era el papel principal del gineceo, compuesto por la primera espo-
sa y las demás, amén de las concubinas, mientras que el placer sexual y, en
general, la amistad heterosexual tenían que buscarse fuera del hogar, en burde-
les y casas de lenocinio. Esta estructura dual parece haber sido muy rígida en
todo el arco que va de Corea a Indonesia (Hyegyonggung, 1996).
Podría avanzarse la hipótesis de que, entre otros factores, las antiguas es-
tructuras familiares y la jerarquía de sexo reproductivo y recreativo facilitaron
una respuesta positiva al aumento de la demanda por el amor venal que acom-
pañó la extensión del turismo sexual extranjero. La industria había estado ope-
rativa por muchos siglos y solo necesitaba pequeños toques para responder con
sencillez. Mayor número de prostitutas (no tan alto, empero, como el de las que
se dedican a la clientela local), mejor formación profesional (en Hanoi algunos
karaokes especializados en demanda extranjera ayudan a su fuerza de trabajo a
adquirir conocimientos básicos de inglés, chino y japonés que les permitan
mantener conversaciones elementales con los clientes no vietnamitas), nuevos
productos turísticos (Jago, 2003) y nuevas técnicas de mercadeo parecen haber
facilitado la transición desde las antiguas zonas rojas a los bares, karaokes y dis-
cotecas de hoy. La antigua industria sexual ha adaptado así sus viejas prácticas
preindustriales a las nuevas formas de la demanda y de los contactos (internet,
móviles, etc.).
Para concluir esta sección se hace necesaria una rápida reflexión. Se ha
convertido en una moda entre los investigadores multikulti occidentales (Bishop
y Robinson, 1998: 160; Ryan y Hall, 2001: 139) excluir de su campo de inves-
tigación (Jeffrey, 2003: 63) cualquier discusión del papel de las ideologías reli-
giosas tradicionales (budismo, confucianismo, shinto, etc.) en la supervivencia
de la prostitución en el este y sudeste asiáticos. La cuestión se encuentra allen-
de los límites que nos hemos autotrazado en este capítulo, pero por razones dis-
tintas a las suyas. Aquí son solamente el objeto de la discusión y el lugar en que
sucede el turismo sexual las lindes de nuestro interés; para aquellos, se trata de
una absurda idea de lo que significa el respeto hacia las otras culturas. Sin em-
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ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 269

bargo, uno tiene todo el derecho a preguntarse por qué esas poderosas creen-
cias, tan importantes a la hora de conformar las conductas en muchas áreas de
la vida social, no deberían contar cuando se habla de estructuras familiares,
identidades sexuales y la existencia de la prostitución. Como de costumbre, le-
jos de contribuir a las llamadas mejores prácticas, los prejuicios pomo oscure-
cen sus objetos de investigación en vez de aclararlos.

¿Un enjambre ubicuo?

Desde 1982, Tailandia ha seguido los pasos de los llamados tigres asiáticos, un
grupo de países (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) que ha expe-
rimentado un rápido desarrollo económico. A pesar de la crisis financiera de
1997-1998, el PIB Tai en 2002 era 3,5 veces mayor que en 1982. En 2008, la
renta per cápita estimada (en términos de PPP o poder relativo de compra) era
de 8400 dólares, un salto que la había cuadruplicado desde 2002, y mayor que
la de los países a los que se llama de «renta media baja» en la jerga del Banco
Mundial. La contribución de la agricultura al PIB en 2009 (estimación) era 12
por ciento, la de la industria 42 por ciento, y la de los servicios 45 por ciento.
Tailandia ha experimentado así un rápido proceso de crecimiento durante los
últimos veinte años (CIA, 2010), acompañado por un igualmente rápido ascen-
so de las clases medias.
Cambios como estos, habitualmente conocidos como modernización, tie-
nen amplias consecuencias sociales. Algunos son extremadamente beneficio-
sos, otros no tanto. A menudo, la modernización crea fuertes tensiones y des-
equilibra las estructuras sociales tradicionales (Desai, 2002: 36-54). Tailandia
no ha sido una excepción a esta regla. El declive de la población rural ha gene-
rado un veloz crecimiento urbano a medida que millones de campesinos trata-
ron de encontrar trabajo en corporaciones industriales o en los servicios. Mu-
chos de estos migrantes interiores eran mujeres jóvenes; muchas venían del
Isan, una de las áreas más pobres, en el nordeste del país. La mayoría tenía muy
pocas habilidades que se pagasen bien en el mercado. Entre un trabajo pesado
y mal pagado, amén de carente de regulaciones, en la industria y una corta pero
bien pagada carrera en la prostitución, algunas buscaron ese empleo de forma
más o menos voluntaria (otras fueron forzadas a prostituirse o vendidas a bur-
deles por sus familias).
Esta fuerza de trabajo sexual equilibraba el aumento de la demanda. La
razón económica básica del turismo sexual en Tailandia es lo que se llama arbi-
traje, es decir, la diferencia de precio por los mismos servicios entre las prosti-
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270 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tutas tais y las de los países desarrollados. En Estados Unidos, un cliente tiene
que estar dispuesto a pagar entre 300-700 dólares por una hora de GFE (Girl
Friend Experience, como así se anuncia) con una compañera sin credenciales
(Eros Guide, 2010). Si la mujer es una estrella del porno, el precio sube a 1500-
1800 dólares (Body Miracle, 2010). Por esta última suma, uno puede encontrar
un paquete turístico de una semana en Bangkok y tener aún una pequeña suma
para gastarla con una prostituta local que cobre 30-50 dólares por un encuentro
sexual. No es de sorprender que la demanda extranjera para el amor venal sea
mayor allí que en Chicago, Calgary o Calatayud.
Cuántas mujeres tais han seguido ese camino tiene algo de misterio. Una
vez más, los investigadores se ven superados por la escasez de datos. Los núme-
ros del Gobierno hablaban de unas setenta mil prostitutas en 1992 (Thai Mi-
nistry of Public Health, citado en Boonchalaski y Guest, 1998: 139). Más allá
de este umbral mínimo, las cifras crecen, de acuerdo con la imaginación o con
la agenda política de los estudiosos, hasta dos millones (Hornblower, 1993), un
millón (Richter, 1989), una horquilla de cuatrocientas mil a setecientas mil
(Truong, 1990) y otra de doscientas mil a doscientas cincuenta mil (Booncha-
laski y Guest, 1998).
A falta de datos fiables, uno puede tratar de hacer cálculos razonables.
Según eso, la ratio entre el número de prostitutas y la población en general
(unos 67 millones de tais en 2010) sería de 1:33 (Hornblower), 1:67 (Richter),
1:95 (Truong), 1:268 (Boonchalaski y Guest) y 1:837 (Thai Ministry of Public
Health). Holanda, uno de los países con algunas estadísticas de prostitución,
contaba veinticinco mil prostitutas, en una población de dieciséis millones, en
2000 (datos de la Fundación Graaf, citados en Orhant, 2002), con una ratio de
1:660, es decir, a medio camino entre la estimación de Boonchalaski y Guest y
la del Ministerio Tai de Salud Pública.
En 2010 había unos 10,4 millones de mujeres tais en el grupo de edad de
15 a 34 años (US Census Bureau, 2010), la cohorte que potencialmente provee
el mayor número de prostitutas. La ratio entre prostitutas y el resto de este
grupo de mujeres sería 1:5 (Hornblower), 1:10 (Richter), 1:14 (Truong), 1:49
(Boonchalaski y Guest) y 1:125 (Thai Ministry of Public Health). En ese mismo
año, en Holanda había dos millones de mujeres en el mismo grupo etario (US
Census Bureau, 2010), con una ratio de 1:40 entre las prostitutas (suponiendo
que su número desde el año 2000 hubiera permanecido constante) y el resto, es
decir, cercana a los datos de Boonchalaski y Guest. Así pues, el número de pros-
titutas en un momento determinado debería estar entre esa estimación y los da-
tos del Ministerio de Salud Pública. Sin duda, el número de mujeres que han
ejercido la prostitución en algún momento de sus vidas tiene que ser mayor,
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ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 271

pero lo que cuenta para los cálculos que seguirán es el número que opera en un
momento determinado. Esas cifras se refieren a la totalidad de las prostitutas.
Para las que trabajan en el sector del turismo sexual, los números tienen que ser
considerablemente menores porque los turistas sexuales representan solo una
pequeña parte de la industria. Estimar esa parte es aún más complicado, pero
una vez más pueden hacerse conjeturas informadas. El primer elemento para
ello lo provee el número de llegadas internacionales.
En 2007, el país recibió 14,5 millones de turistas extranjeros, de los cua-
les el 65 por ciento eran hombres. En total, 4,5 millones más de hombres que
de mujeres. Parece razonable pensar que la mayoría de los turistas heterose-
xuales en busca de sexo en venta debería encontrarse en este grupo de hom-
bres. Si todos ellos fueran turistas sexuales (lo que requiere un esfuerzo de
imaginación) y si estuviesen distribuidos por igual a lo largo del año, el núme-
ro diario de hombres extranjeros en busca de sexo sería de doce mil. Como la
media de estancia en el país es de diez días, el máximo de demanda diaria lle-
garía a 120 000. Si estimamos que, de ese total, alrededor de la cuarta parte
estaría en busca de aventuras sexuales, harían falta entre 25 000-30 000 prosti-
tutas para equilibrar la demanda. El turismo sexual ocuparía así entre el 15 y
el 20 por ciento de las prostitutas estimadas, en las dos cifras que parecen más
confiables.
Algunos académicos se muestran inasequibles a reflexionar sobre la reali-
dad y dan la impresión de que no se han parado ni dos minutos a pensar en lo
que están diciendo. ¿Puede haber de trescientas mil a quinientas mil prostitutas
en Camboya? Esas son las cifras de las que hablaba Paul Leung (2003). Todo
es posible, pero no todo es probable, y este número parece una enorme exage-
ración. En 2000 (tomando aquí ese año como base para seguir el cálculo de
Leung) la población total de Camboya era de 12,4 millones —6,4 millones de
mujeres y seis millones de hombres (US Census Bureau, 2010)—. El número
de mujeres entre quince y veintinueve años, de nuevo la cohorte con mayores
probabilidades de dedicarse a la prostitución, era de 1,7 millones. Si las figuras
de Leung fuesen correctas, ya 1:6 o 1:3 de las mujeres camboyanas de esa edad
trabajarían en la industria del sexo. De ser así, su número sería proporcional-
mente mayor que el de las estimaciones más aventuradas para el caso de Tailan-
dia. Si hubiera dos millones de prostitutas en Tailandia, solo una de cada cua-
tro mujeres figuraría en esa cuenta. Camboya habría sobrepasado a Tailandia en
este dudoso ranking.
Imaginemos que fuera verdad. Cómo podrían todas esas mujeres ganarse la
vida, por miserable que fuera. Si restamos de los seis millones de hombres cam-
boyanos el grupo menor de quince años (2,7 millones) y mayor de setenta
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272 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

(89 000), no usuarios regulares de servicios sexuales, el total de hombres del


país en busca de servicios sexuales podría ser de 3,2 millones, incluyendo a los
pobres, los enfermos crónicos y terminales, los monjes budistas, los homose-
xuales, los encarcelados y otra improbable clientela. Cada prostituta tendría un
mercado potencial diario de 5,4 clientes, si su número fuera de quinientas mil,
o de nueve, si fueran trescientas mil. Para poder trabajar una vez al día, cada
cliente tendría que visitar a las prostitutas setenta días por año (en la hipótesis
más alta) o cuarenta días al año (en la más baja). Esto parece altamente impro-
bable en uno de los países con renta per cápita más baja del mundo. La mayo-
ría de las prostitutas trabajaría menos de una vez por semana, aunque todas ellas
se encuentran en la misma incómoda necesidad de tener que comer cada día,
como el resto de la población.
Si la demanda camboyana difícilmente podría sostener una industria sexual
tan grande, quizá el turismo sexual podría venir en su ayuda. De hecho, si uno
sigue a Leung, los turistas sexuales masculinos no solo ayudan, sino que son el
soporte de toda la prostitución, pues el autor ni siquiera menciona a la pobla-
ción local en su trabajo. ¿Es esto posible? Según los datos del Ministerio de Tu-
rismo camboyano (2003), en 2002 hubo 350 000 llegadas turísticas al país. Si
la distribución por sexos hubiera sido semejante a la de Tailandia (65 por cien-
to hombres y 35 por ciento mujeres), el total de los turistas varones habría sido
de 228 000. Imaginemos que todos, sin excepción, incluyendo a los niños me-
nores de quince años y a los hombres por encima de los setenta, fueran turistas
sexuales, que entraran en el país de forma no estacionalizada durante todo el
año y que cada uno de ellos permaneciera allí por diez días. La demanda poten-
cial diaria de sexo en venta alcanzaría a 6500. Para que cada prostituta tuviera
un cliente diario, cada uno de los turistas sexuales tendría que llegar a ochenta
coitos diarios, más o menos uno cada veinte minutos, sin descanso y cada día
de su estancia (en el escenario alto de quinientas mil prostitutas), o 48 veces
diarias, es decir, cada media hora (en la frecuencia baja de trescientas mil pros-
titutas). Esas serían verdaderas proezas que justificarían la inclusión de sus rea-
lizadores en el Libro Guinnes de los Récords, aunque por lo que sabemos de la
respuesta sexual masculina, la mezcla de entusiasmo y valor que requerirían
esas hazañas sigue sin ser localizada. Como decía Rafael El Gallo, «lo que no
pue se, no pue se y ademá e imposible».
La figura mágica del medio millón de prostitutas parece ser un buen apaño.
Ese es el mismo número de trabajadoras sexuales que algunos estiman que ejer-
cían su trabajo en Saigón en el tiempo de la retirada americana de Vietnam
(Agrusa, 2003). Tal vez es un mismo enjambre ubicuo que se mueve sin enve-
jecer a lo largo de los años. Cuando la varita mágica no conjura esa cifra, las
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ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 273

cosas pueden ser aún peores. Nina Rao, una feminista fundamentalista, denun-
ciaba la existencia de 17 000-19 000 deukis en Nepal (equivalentes a las jogini
o prostitutas sagradas del sistema Devadashi que se cuentan en Maharastra o en
Karnataka) que se entregan a hombres ricos; o las 3138 mujeres (ni una más ni
una menos) del distrito de Nuwakot, en Nepal, enviadas a trabajar en la indus-
tria sexual de la India; o la de las familias nepalíes que venden a sus hijas por
10 000-20 000 rupias (220-440 dólares); o las veinte mil mujeres nepalíes que
trabajan como prostitutas en Nueva Delhi (Rao, 2002). Todo ello sin citar ni una
sola fuente. La repetición de cifras infladas cuando se trata de la prostitución
parece haberse convertido en una pauta bien asentada. Cuando la Copa Mundial
de Fútbol se jugó en Sudáfrica, una serie de agencias de noticias informaron de
que cuarenta mil prostitutas habían entrado en el país para satisfacer el aumen-
to de demanda sexual creado por la llegada de los hinchas de equipos foraste-
ros. Nadie se sorprenderá ya de que sea la misma cifra que se manejó en 2006,
cuando el torneo se jugó en Alemania. ¿Serán las mismas?
A pesar de su escaso rigor, esas hipótesis representan una función semióti-
ca importante. Se avanzan para mantener que el turismo sexual occidental gene-
ra buenas rentas para los países en donde se ha desarrollado, al tiempo que crea
problemas que no existirían de no haberlo hecho. Uno puede legítimamente
dudar que ninguna de ellas pase la prueba del algodón.

Turismo sexual y desarrollo económico

Mostrar pruebas de que el supuesto rápido crecimiento de la prostitución en


Asia del Este y del Sudeste como consecuencia del turismo sexual occidental
necesitaría mejores fundamentos de los que se han visto hasta el momento. Ima-
ginemos por un minuto que existen. ¿Habría jugado ese turismo un papel fun-
damental en el desarrollo económico de Tailandia y otros países de la región?
Las Leyes de Bronce del Turismo Sexual contestan afirmativamente. Según
Bishop y Robinson (1998: 99), dos autores cuya área de especialización es la
literatura inglesa, eso no tiene vuelta de hoja. Otros que les siguen añaden que
el turismo sexual ha sido favorecido como estrategia de desarrollo para esta par-
te del mundo por las agencias globales que dirigen el capitalismo internacional
(Ryan y Hall, 2001: 141-142). Como Tailandia es habitualmente el banco de
pruebas de estas hipótesis, tomémosla como tal en espera de que si se confir-
man allí serían igualmente válidas para otros países de la región.
Nuevamente, a falta de nada mejor, tendremos que conformarnos con con-
jeturas mejor o peor informadas. ¿Cómo de grande puede haber sido el impac-
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 274

274 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

to de la prostitución sobre la economía tailandesa? Las diferentes respuestas


que surgen siguiendo cada uno de los escenarios apuntados pueden verse en el
cuadro 6.1. Subrayemos que los datos usados para construirlo (que todas las
prostitutas trabajan un mínimo de trescientos días por año y que ganan una me-
dia de veinticinco dólares en cada día de trabajo) se han elegido para hacer más
eficaz el argumento neorromántico, a pesar de que resulten contraintuitivos.
Los días anuales de trabajo parecen ser bastante menores.

Cuadro 6.1. Contribución de la prostitución a la economía de Tailandia (2008)


NÚMERO DE IMPACTO PIB IMPACTO
PROSTITUTASa ECONÓMICOb TAILANDIA 2008c ECONÓMICOd
(miles) (millardos de dólares) (millardos de dólares) (%)

2.000 15,0 285,0 5,3


1.000 7,5 277,5 2,7
700 5,2 275,2 1,9
250 1,8 271,8 0,7
77 0,6 270,6 0,2
a Escenarios de Hornblower (1993), Richter (1989), Truong (1990), Boonchalaski y Guest (1998) y
Ministerio de Salud Pública (citado en Boonchalaski y Guest, 1998) según el número estimado
de prostitutas.
b Supuesto: trescientos días de trabajo anuales a veinticinco dólares por día.
c Incluye PIB 2008 al cambio oficial (CIA, 2010) más estimaciones para cada escenario (colum-
na 2), pues la prostitucion no está incluida en las cuentas nacionales.
d Columna 2 dividida por columna 3. Redondeada.
Fuente: Autor.

Según el cuadro 6.1, la prostitución heterosexual, tanto doméstica como


orientada al sector internacional, tiene impactos muy diferentes sobre la econo-
mía de Tailandia según sea calculado el número de participantes, que, como se
ha dicho, varía enormemente en los diferentes escenarios. La contribución eco-
nómica respectiva iría del 5,6 por ciento del PIB tai, en el más elevado, al 0,2
por ciento, en el menor. Incluso si las cifras, obviamente muy infladas, de Horn-
blower fueran ciertas, difícilmente podría contarse a la prostitución como un
sector estratégico; 5,6 por ciento del PIB no es cosa de nada, y si de la noche a
la mañana se aplicase en Tailandia una política estrictamente prohibicionista, la
economía nacional experimentaría en este caso una fuerte contracción. Sin em-
bargo, si se toman como más probables los números de las dos últimas filas del
cuadro 6.1, la contribución total de la industria del sexo a la economía tailande-
sa estaría entre 0,5 y 0,2 por ciento del PIB —todavía importante pero de nin-
guna manera decisiva—.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 275

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 275

Otra forma de contar el impacto económico de la industria del sexo podría


hacerse con el uso de las Cuentas Satélites de Turismo (TSA) provistas por
WTTC (World Traveland Tourism Organization). La TSA de Tailandia para
2010 calculaba que el valor añadido del turismo en el país (incluyendo todos los
gastos directos realizados por viajeros nacionales y extranjeros, más los gastos
gubernamentales en promoción y otros) sería de 39,7 millardos de dólares
(WTTC, 2010). Si el escenario máximo del cuadro 6.1 fuera correcto, la deman-
da total por servicios sexuales heterosexuales llegaría a quince millardos de dó-
lares en el mismo período —una contribución casi igual a la mitad de toda la
demanda de turismo en el país, lo que a todas luces no es posible—. Incluso en
el más probable de los escenarios (las dos últimas filas del cuadro), el impacto
de la prostitución seguiría siendo considerable —entre 1,8 y 0,6 millardos de
dólares, entre 5 y 2 por ciento del valor añadido de toda la industria turística
nacional (WTTC, 2010), que es la mayor de la región—.
Advertencias similares deben acompañar a cualquier discusión del impac-
to del turismo sexual. Como todo servicio consumido en el país por extranjeros,
el turismo sexual es una exportación. Los turistas extranjeros tienen que cam-
biar sus monedas nacionales por bahts tailandeses para alquilar una prostituta
en Patpong, de la misma forma que tenían que hacerlo para comprar un bolso
de Louis Vuitton perfectamente falsificado en el mercadillo de la zona mientras
estuvo abierto. El cuadro 6.2 estima la participación del turismo sexual sobre
las exportaciones tailandesas.

Cuadro 6.2. Impacto del turismo sexual sobre las exportaciones de Tailandia (2008)
NÚMERO DE IMPACTO EXPORTACIONES IMPACTO
PROSTITUTASa ECONÓMICOb TAILANDIA 2008c ECONÓMICOd
(miles) (millardos de dólares) (millardos de dólares) (%)

400 6,0 181,0 3,3


200 3,0 178,0 1,7
140 2,2 177,2 1,2
50 0,8 175,8 0,5
14 0,2 175,2 0,1
a Escenarios de Hornblower (1993), Richter (1989), Truong (1990), Boonchalaski y Guest (1998) y
Ministerio de Salud Pública (citado en Boonchalaski y Guest, 1998) según el número estimado
de prostitutas. Número total de prostitutas en el turismo sexual estimado en 20 por ciento de
cada escenario.
b Supuesto: trescientos días de trabajo anuales a cincuenta dólares diarios.
c Incluye exportaciones 2008 al cambio oficial (CIA, 2010) más estimaciones para cada escena-
rio (columna 2), pues la prostitucion no está incluida en las cuentas nacionales.
d Columna 2 dividida por columna 3. Redondeada.
Fuente: Autor.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 276

276 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El cuadro 6.2 se beneficia de las mismas generosas hipótesis que el cuadro


6.1. Las prostitutas relacionadas con el turismo sexual trabajarían trescientos
días al año, con una ganancia media diaria de cincuenta dólares, y un 20 por
ciento de todas las prostitutas trabajarían en el sector turístico. Según los dife-
rentes escenarios, la renta de esas mujeres estaría entre 3,3 y 0,1 por ciento de
todas las exportaciones de Tailandia, con la hipótesis más razonable colocándo-
la entre 0,5 y 0,1 por ciento. En cualquier caso, incluso si el escenario más alto
resultase ser cierto, tampoco sería posible sostener que el turismo sexual es un
sector estratégico en el desarrollo económico de Tailandia.
La TSA tailandesa invita a una reflexión semejante. Según la estimación
WTTC (2010), los extranjeros gastaron veinte millardos de dólares en el país en
2010. Si la hipótesis más alta sobre el número de prostitutas dedicadas a los
turistas sexuales fuera cierta, estos se gastarían en torno a los seis millardos de
dólares en su compañía, es decir, un tercio de todas las entradas de divisas ex-
tranjeras en el sector turístico. Es altamente improbable que ese número tan in-
flado de turistas sexuales, al que nos referimos solo para iluminar el argumen-
to, se gaste en servicios sexuales un tercio de lo que los 14,5 millones de turis-
tas en el país se dejarían en transportes, hoteles, restaurantes, compras y demás.
Ahora podemos referirnos a la parte final del argumento sobre el turismo
sexual —que es una vía rápida para circular hacia el desarrollo y que es preci-
samente la favorita del Banco Mundial, el FMI o la Organización Mundial del
Comercio para el crecimiento regional—. Nada en la copiosa literatura sobre
desarrollo publicada por esas instituciones expresa abiertamente esa meta. Tal
vez los autores pomo tengan habilidades poco comunes que les permiten leer las
mentes con una exactitud de la que otros carecemos, pudiendo así empecinarse
en el argumento. Si tal fuera el caso, los pomo participarían en los mismos erro-
res que atribuyen a los demás. ¿Piensan todavía que el turismo sexual contribu-
ye decisivamente al desarrollo del capitalismo en Tailandia o en cualquier otro
lugar? Esta hipótesis, como se ha visto, no tiene más visos de existir que los Re-
yes Magos. Si el FMI, el Banco Mundial, la OMC o cualquier otra de esas os-
curas agencias globales que recuerdan a Spectra prestaran alguna vez oídos a la
idea de una «vía sexual al desarrollo», esa sería sin duda una buena razón para
hacer campaña por su desaparición. Es difícil aceptar que sean tan inútiles, pero
los pomo no se adornan demasiado creyendo que la hipótesis es posible.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 277

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 277

La hegemonía cultural de Occidente


Desde sus comienzos, la investigación académica sobre el turismo ha adoptado
con entusiasmo la metodología deconstruccionista y la visión poscolonialista o
poco (capítulos 3 y 4). El terreno del turismo sexual no es una excepción. Sin
embargo, aunque se denuncia al turismo de masas moderno por ser su causa
principal, hay poco en el terreno económico que apoye esta tesis. ¿Qué decir del
cultural? Si el nexo económico entre prostitución, desarrollo capitalista y glo-
balización difícilmente puede probarse, tal vez puedan encontrarse mejores
causas en los aspectos culturales o antropológicos del turismo sexual. Esta es-
trategia tiene una enorme ventaja, a saber, que aunque no pueda apoyarse en el
análisis coste/beneficio, o precisamente por eso, sus hipótesis son más difíciles
de desmontar. Así que la escuela poco se ha abrazado al turismo sexual con la
decisión de un náufrago a su tabla.
Una reciente versión del argumento puede encontrarse en un libro de Les-
ley Ann Jeffrey (2002). En opinión de la autora, el turismo sexual en Tailandia
es una encrucijada de muchas tendencias de la sociedad y de la cultura posmo-
dernas —sexualidad, industria turística, poder político y lo que ella llama «nue-
vo orden hegemónico de representaciones» (2002: passim)—. Siguiendo la fal-
silla poco, Jeffrey ve la industria turística como la mayor metáfora en la narra-
tiva sobre la prostitución en el país, estrechamente ligada a cuestiones como la
construcción social de los géneros y de la identidad nacional. Para probar su vi-
sión, Jeffrey sigue la regulación legal de la prostitución en Tailandia desde el
siglo XIX, cuando el país fue finalmente forzado a convertirse en otro eslabón
de la cadena imperialista. Como su investigación se centra en la forma en que
la sociedad tailandesa ha recibido las normas extranjeras en este terreno y las
ha internalizado, cualquier reflexión sobre el patriarcado en el país, el budismo
Theravada o el papel de las mujeres en la sociedad tradicional se descarta desde
la primera casilla.
La prostitución fue declarada ilegal en 1909 con el fin declarado de limitar
el contagio de enfermedades venéreas. Sin embargo, dice Jeffrey, en esa época
de la expansión colonial (1860-1939), a los poderes imperiales no era eso lo que
en realidad les preocupaba tanto como las prácticas locales de poligamia y con-
cubinato. Para los imperialistas, esas dos instituciones confirmaban su prejuicio
de que los hombres tailandeses eran incapaces de controlar su sexualidad y, por
tanto, de gobernarse a sí mismos. La defensa de la familia se convirtió así en
una excusa para interferir en los asuntos internos de Tailandia.
Hubo que esperar hasta 1960 para que la prostitución fuera criminalizada
en el país. Ahora la razón era alinear a Tailandia con las llamadas naciones
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 278

278 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

avanzadas de Occidente. Esa motivación sigue vigente hoy, aunque ha tomado


una serie de caminos diversos, parcialmente contradictorios unos, parcialmente
solapados otros. Algunos sectores de la sociedad tailandesa reaccionaron contra
el crecimiento de la prostitución, culpando de ello a la presencia de tropas ame-
ricanas que pasaban su tiempo de permiso en Tailandia durante la guerra de
Vietnam. En la narrativa de los grupos feministas que encuadraban a mujeres de
la élite, la prostitución era una violación colectiva de mujeres tailandesas por
forasteros adinerados. Esos grupos defendían que la mejor forma para evitarla
era educar a las mujeres en el respeto a los valores tradicionales como el amor
por la propia tierra y el orgullo de ser campesinas. La mejor arma práctica para
evitar la prostitución era restringir la emigración rural a Bangkok. Las mujeres
que se resistiesen a estas políticas deberían ser vigiladas, castigadas y someti-
das a reeducación. El movimiento pro-democracia de los setenta compartía mu-
chas de estas ideas, pero con un matiz más economicista. El subdesarrollo y las
estrategias de las compañías extranjeras se convirtieron en los sospechosos ha-
bituales a los que culpar, entre otras atrocidades, por la existencia de la indus-
tria del sexo. Bajo el régimen autoritario del general Prem (1980-1988), las
denuncias en el exterior de la prostitución infantil y de la trata de blancas impul-
saron una nueva vuelta de tuerca y el castigo penal se convirtió en la mejor arma
de represión.
Los noventa abrieron paso a una nueva estrategia. El rápido crecimiento
económico llevó a la aparición de una nueva clase media que tenía sus propias
ideas sobre cómo habérselas con la sexualidad y la prostitución. Las nuevas na-
rrativas subrayaban el nexo entre prostitución y pobreza, con la primera vista
como una respuesta a las presiones consumistas desatadas por la creciente glo-
balización. Al tiempo, la monogamia se convertía en el nuevo ideal para las re-
laciones familiares y la masculinidad era invitada a ejercerse en nuevas formas
de ocio familiar (deporte, excursionismo, turismo doméstico e internacional) en
vez de en los viejos burdeles. Al cabo, sin embargo, estas nuevas ideologías no
rompían con la idea de que la prostitución era una enfermedad social que había
de ser reprimida. En 1996 se adoptaron nuevas reglas que aumentaban las penas
contra los padres que vendiesen a sus hijos para ser explotados sexualmente, así
como para los proxenetas y los propietarios de burdeles. Por primera vez, la ley
castigaba a los clientes de las prostitutas… siempre que fueran menores de
edad.
A partir de ahí, Jeffrey expresa sus propias opiniones. Para ella, la nueva
legislación no es bastante porque carga sobre los campesinos pobres y sobre las
mujeres. Este modelo represivo debería ser sustituido por una descriminaliza-
ción de la prostitución, por el reconocimiento del derecho de las prostitutas a
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 279

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 279

organizarse contra su explotación y por una clara voluntad de luchar contra los
abusos. Aunque Jeffrey se detiene antes de pedir abiertamente la legalización de
la prostitución, esa parece ser la consecuencia que se desprende de su argumen-
to. Uno puede estar de acuerdo con alguna de esas conclusiones, aunque quede
por ver cómo se enlazan con las premisas de las que Jeffrey parte. Repitiendo
vigorosamente todos los mantras pomo y poco, la autora no hace más que ahon-
dar el agujero en el que ella sola se ha metido.
Ante todo, su mecanismo explicatorio no cuadra bien con los hechos. Pese
a toda la faramalla sobre la hegemonía occidental, conviene no olvidar que el
antiguo Siam se mantuvo independiente hasta la invasión japonesa en 1941
(Baker y Phongpaichit, 2005). Es decir, que los gobernantes tailandeses tuvie-
ron mucha más amplitud de la que tuvieron nunca los de Laos, Camboya, Viet-
nam o India bajo la administración colonial. Entre otros factores, la rivalidad
entre potencias imperiales significó una mucho menor influencia de estas en los
asuntos de Tailandia. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el país recuperó
su independencia y su sistema legal ha estado controlado siempre desde enton-
ces por el Estado nacional. Por lo tanto, la influencia o hegemonía occidentales
sobre la regulación de la familia, de la sexualidad y de la prostitución serían, en
el mejor de los casos, de segunda mano. De hecho, los diferentes gobiernos que
han existido desde entonces han sido muy capaces de legislar sobre estas y otras
muchas cuestiones sin necesidad de apoyos exteriores. Por supuesto, algunas
influencias extranjeras se han podido filtrar en el debate por medio del papel de
los medios globales, pero incluso cuando así sucedió, no se pudo imponer más
que con el consentimiento de importantes grupos nacionales.
La lógica interna del argumento es igualmente frágil. Como tantos pocos,
Jeffrey quiere dejar clara su posición a favor de los pobres y los Otros oprimi-
dos y eso la lleva a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, para ella, el énfa-
sis de la legislación aprobada en 1996 sobre el control de los burdeles y de la
prostitución infantil favorece a los ricos sobre los pobres, porque son estos últi-
mos los que más suelen recurrir a la última. Aparte de no mostrar prueba algu-
na de ello, se hace difícil seguir a la autora cuando dice que en este asunto espe-
cífico «la nueva ley opera como un mecanismo disciplinario para forzar el
nuevo modelo de hombre favorecido por las clases medias sobre los hombres
pobres» (2002: 135). Si el Gobierno deja sin regular la prostitución infantil,
algo falla; si legisla, es aún peor.
Consideraciones igualmente bondadosas acompañan otras críticas a la le-
gislación de 1996. La ley castiga a los padres que venden voluntariamente a sus
hijos para trabajar en burdeles con sanciones mayores (hasta veinte años de cár-
cel) que las impuestas a proxenetas y propietarios de burdeles. Adicionalmente,
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 280

280 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

les priva de la custodia de sus hijos cuando estos son liberados de su «trabajo».
Para Jeffrey, rendida a la palabrería foucaultiana, esa regulación debe impug-
narse porque aumenta los poderes disciplinarios del Estado sobre padres e hijos.
Tal vez la sociedad tailandesa, incluyendo a los muchos pobres que no venden
a sus hijos, saldría más beneficiada si los que lo hacen no tuviesen castigo e in-
cluso pudiesen recuperar la custodia de sus hijos, al menos hasta que se les pre-
sente una nueva oportunidad de negocio. Sin duda, muchas reglas legales caen
con mayor rigor sobre unos grupos que sobre otros, pero este problema moral
no puede servir de excusa para pedir que se les dé un tratamiento de favor.
Muchos de los culpables de fraude durante los escándalos financieros de Wall
Street en 2001-2002 eran muy ricos. ¿Deberían ser absueltos porque los ricos
tienen mayores posibilidades de incurrir en fraudes financieros que los demás
grupos sociales?
El argumento de Jeffrey transpira aborrecimiento hacia cualquier interven-
ción del Estado, que, por definición, habrá de crear mayor opresión. Es una que-
rencia gratificante, pero no va acompañada de una explicación sobre cómo una
sociedad moderna podría existir sin Estado. Legalizar la prostitución en Tailan-
dia o en cualquier otro sitio sería, posiblemente, la mejor forma de afrontar el
problema, pero parece difícil concebir un plan semejante sin recurrir a un míni-
mo de esa regulación estatal, por otro nombre normalización, que los pomos
aborrecen. En este asunto de la legalización de la prostitución el Estado debe-
ría tener la responsabilidad de determinar la mayoría de edad sexual; de prote-
ger a las mujeres (y a los hombres y a los transexuales) para que no se las pueda
forzar a prostituirse; de imponer controles sanitarios; de perseguir el tráfico de
menores; de castigar los intentos de proxenetas y dueños de burdeles de contro-
lar el negocio; de luchar contra la corrupción policial; y, no por último menos
importante, de hacer que las prostitutas paguen impuestos por su trabajo. Así
sucedió en Holanda cuando se legalizó la prostitución en 1998 y se autorizó a
que los burdeles funcionasen desde 2000. El sistema parece estar funcionando
bien. Sin duda, habrá quien argumente que eso no es sino otra forma de disci-
plinar los cuerpos de las prostitutas y de imponerles una serie de valores ajenos.
Tal vez habría que escuchar lo que ellas —y ellos— tienen que decir.
Más complicado aún es saber en qué se relaciona todo esto con el supues-
to orden representacional occidental que, según Jeffrey y muchos de los auto-
res citados anteriormente, subordina el sur al norte. Si se piensa que la prosti-
tución debería ser legal, uno debería llevar el asunto hasta sus conclusiones
lógicas. Legalizar la prostitución no significa otra cosa que hacer que los servi-
cios sexuales puedan ser vendidos libremente, es decir, según la jerga pomo, ser
mercantilizados a partir de ese momento. Pero ¿cómo puede defenderse esta
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 281

ROSTRO PÁLIDO SE TRABAJA EL SUDESTE ASIÁTICO 281

conclusión al tiempo que se mantiene que «la política en los países exteriores
al Occidente hegemónico gira en torno a la necesidad de habérselas, es decir, de
resistir y responder al poder discursivo de Occidente» (2002: 146)? ¿Cómo salir
del laberinto en donde el oeste, generalmente identificado con el capitalismo y
la globalización y ácidamente denunciado en consecuencia, pueda ser resistido
ampliando la lógica del mercado?
Este conflicto irresuelto entre la desaprobación ritual de la hegemonía cul-
tural occidental y la incapacidad de proponer otras soluciones que las ya inven-
tadas por el mercado está en la base de la cerrazón pomo para entender los me-
canismos del turismo sexual y de otras muchas cosas. Cargar todas ellas en la
cuenta del nuevo orden representacional occidental, sea eso lo que fuere, libera
a los autores que hemos estudiado en este capítulo de la espinosa tarea de ana-
lizar el papel de los sistemas de familia tradicionales o de las ideologías religio-
sas autóctonas que les abren y guían en su camino. Afortunadamente para estas
últimas, las generosas generalidades de los autores poco refuerzan su poder al
tiempo que muestran la incapacidad de sus autores para ofrecer alternativas
convincentes, aunque traten de librarse de la carga de la prueba con un pompo-
so moralismo.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 282
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 283

7. De paseo por el Camino


de la Filosofía

El Camino de la Filosofía

El Pabellón de Plata o Ginkakuji fue construido en la falda de las Higashiyama


(Montañas Orientales) que rodean Kioto, la antigua capital de Japón, por el este.
Fue levantado en 1482 de la era común (EC) por Ashikaga Yoshimasa, el octavo
shogun del período Muromachi (1373-1573 EC), para servirle de residencia tras
su retiro. El Ginkakuji seguía la falsilla del Pabellón de Oro (Kinkakuji), tratan-
do de rivalizar con el esplendor de este modelo al lado oeste de la ciudad, que
levantara Ashikaga Yoshimitsu unos cien años antes. Hoy día, ambos conjuntos
se han convertido en templos Zen y atraen un gran número de fieles y de turistas.
Desde Ginkakuji, siguiendo el Camino de la Filosofía, uno puede llegar al
corazón de Gion, un populoso barrio en la orilla este del río Kamo. El Camino de
la Filosofía es un paseo peatonal, menos de una milla de largo, que sigue uno de
los arroyos que bajan de las colinas Higashiyama para desembocar en el río. En
contraste con la dramática belleza de Ginkakuji, el Camino solo atrae algunas do-
cenas de paseantes. El discreto encanto del canal flanqueado de árboles, una fa-
mosa visión cuando florecen los capullos de cerezo hacia la llegada de la prima-
vera, invita al turista a seguirlo con paso más tranquilo del que es posible en la
vibrante área comercial que se encuentra justo a la entrada de Ginkakuji o el san-
tuario Heian, siempre abarrotado de gente, que está a poca distancia de su térmi-
no meridional. En el Camino de la Filosofía solo hay algunos templos menores,
pequeñas tiendas y cafés y varias residencias de altos muros que se hacen cada
vez más exclusivas a medida que uno llega a su sección final. Es un camino para
paseos tranquilos que invita a la meditación y a las musarañas intelectuales. Eso
es lo que, al parecer, animaba a Nishira Ikutaro, un filósofo de principios del XX,
a llevar allí a sus estudiantes para una serie de sesiones peripatéticas que hicie-
ron famoso al lugar y le dieron su nombre actual.
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 284

284 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El Camino no atrae muchos turistas internacionales. De hecho, estos están


siempre en minoría para con los habitantes de Kioto y los visitantes japoneses.
No es una gran sorpresa. En casi todas partes, el turismo doméstico contribuye
más a las estadísticas que el internacional. En Japón, el desequilibrio entre turis-
tas interiores y extranjeros es aún mayor que en los demás países desarrollados.
En 2008, el gasto en viajes en Japón alcanzó veintiséis billones de yenes (265
millardos de dólares), en números redondos. La parte de ingresos por turismo
internacional fue solo de 1,3 billones (quince millardos de dólares); el resto fue-
ron gastos hechos por japoneses, con un total de 22,3 billones de yenes (dos-
cientos cincuenta millardos de dólares). Los gastos turísticos de los japoneses
representaban así diecisiete veces más que los de los extranjeros (JTA, 2010a).
El número de turistas internacionales a Japón solo superó los cinco millo-
nes en 2002. En 2008 llegaron a 8,3 millones, mientras que el número de japo-
neses que salieron al exterior pasó de los dieciséis millones (JTA, 2010b). De
esta manera, Japón es el decimoquinto mercado del mundo y el segundo de Asia
para turismo emisor; pero solo es el número veintiocho en el mundo y el seis en
Asia para turismo receptivo (JTA, 2010c). Ucrania, Malasia, Hong Kong, Cana-
dá y Tailandia (entre otros) ganan de lejos a Japón en turismo receptivo. Esta
relación entre turismo emisor y receptivo muestra un desequilibrio que solo ha
comenzado a disminuir en los últimos años. Sin embargo, conviene notar que
el cierre de ese hiato se debe más al declive en el número de japoneses que salen
al exterior que a una subida espectacular del turismo receptivo. Japón alcanzó
un techo de casi dieciocho millones de turistas al exterior en el año 2000, tras
lo cual comenzó un lento declive que se hizo aún más visible en 2008 por causa
de la crisis económica global.

Cuadro 7.1. Turismo receptivo/emisor de Japón (2000-2008)


EMISOR (millones) RECEPTIVO (millones) RECEPTIVO/EMISOR (%)

2000 17,8 4,8 27


2001 16,2 4,8 30
2002 16,5 5,2 31
2003 13,3 5,2 39
2004 16,8 6,1 36
2005 17,4 6,7 38
2006 17,5 7,3 41
2007 17,3 8,3 48
2008 16,0 8,4 52
Fuente: Autor sobre JTA (2010b).
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 285

DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 285

Hay muchos factores para explicar el desequilibrio. Uno es, por cierto, el alto
nivel de precios en el país por comparación con la mayoría del resto del mundo.
Otro, la casi completa ausencia de actividades promocionales por parte de la Agen-
cia Japonesa de Turismo (JNTO) hasta 2003. JNTO solo asumió un papel activo
en la promoción internacional del país después de esa fecha, tras el lanzamiento
de la campaña Visit Japan, el 1 de abril de 2003 (JTA, 2010d). Antes de eso, posi-
blemente en sintonía con la política gubernamental, Japón rehusaba hacer promo-
ción activa. Durante muchos años las políticas de promoción de las exportaciones
japonesas habían levantado ampollas entre muchos competidores suyos, a medida
que su balanza de pagos reflejaba un superávit considerable. Japón ahorraba más
de lo que consumía en importaciones. En el punto álgido de su boom de los ochen-
ta y después, el Gobierno nacional trataba de limitar las críticas animando a los
japoneses a viajar al exterior y limitando el turismo de fuera. En aquel tiempo
marcó un objetivo de diez millones de turistas emisores, para reducir en alguna
medida el superávit acumulado por las exportaciones. La meta de los diez millo-
nes se alcanzó rápidamente, superándose ampliamente durante los noventa. En los
años recientes ha fluctuado entre quince y diecisiete millones.
Desde 2003 los números del turismo receptivo han aumentado, pero no de
forma espectacular. La meta marcada era la de llegar a treinta millones de turis-
tas internacionales en el futuro, con un umbral más inmediato de quince millo-
nes en 2013 (JTA, 2010d). Dada la incertidumbre en el escenario internacional,
parece dudoso que tan ambicioso objetivo vaya a ser alcanzado, y lo mismo
puede decirse de las expectativas de que el turismo emisor japonés llegue a los
anunciados veinte millones. Por el momento, empero, los gastos del turismo in-
ternacional japonés están en rojo, o, con una jerga más profesional, el país expe-
rimenta fugas en su balanza de pagos turística.
De esta manera, Japón se ha convertido en uno de los casos más extremos
de desequilibrio entre turismo receptivo y emisor entre las economías desarro-
lladas. En el pasado reciente, la proporción entre japoneses que viajaban al ex-
terior y el turismo receptivo era casi de diez a cuatro. Si se considera la ratio
entre japoneses al exterior y viajeros a Japón por motivos que no fueran nego-
cios, esa proporción se amplía a 10:2,5. Como se ha dicho, el hiato se está
cerrando como consecuencia del nuevo interés japonés de promocionar su turis-
mo internacional (Craft, 2003), pero parece que por muchos años aún Japón
continuará estando a la cola de muchos otros destinos desarrollados a la hora de
atraer un número significativo de turistas extranjeros. Como se vio en el cuadro
7.1, aún son la mitad de los turistas japoneses al exterior.
Por su parte, los turistas japoneses se han convertido en uno de los princi-
pales motores del crecimiento del sector (Lew, 2000) en Asia y en el Pacífico.
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 286

286 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

También son los que tienen mayor índice de gasto medio entre todos los turis-
tas internacionales (JTA, 2007, 2008). Las estimaciones de gasto por el turismo
emisor japonés varían según la fuente y el modo en que se calculan las cifras.
Según UNWTO (2005), en 2002, con 16,6 millones de partidas al extranjero,
los turistas japoneses gastaron 26,7 millardos de dólares, con un total de 1618
por persona. La cifra estimada para 2008 llegaba a 1743 (UNWTO, 2010b), con
un total de casi treinta millardos de dólares en gastos internacionales y dieciséis
millones de viajeros al exterior. WTTC (2004a) calculaba que los gastos por
persona en 2004 habían sido de 3025 dólares por persona (con un total de 54,4
millardos de dólares y diecisiete millones de turistas).
Como destino receptivo, la competitividad turística de Japón sigue siendo
baja. Es el número veinticinco entre los 133 países que se encuentran en la cla-
sificación del World Economic Forum (WEF), y el veintitrés de 31 países de
la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (cua-
dro 7.2). WEF clasifica la competitividad de los destinos siguiendo ocho lla-
mados pilares y tres categorías principales. Las últimas se refieren al marco re-
gulatorio, clima de negocios y recursos naturales y culturales. Japón aparece
en lugares bajos en lo que se refiere a seguridad, precios y afinidad con el turis-
mo, aunque se mantiene alto en recursos culturales.
Volvamos ahora al Camino de la Filosofía. Con los datos apuntados, no es
sorprendente que el turista occidental que se pasea por él tenga dificultades en
encontrar otros de su misma condición entre los turistas domésticos. Esta con-
dición nos lleva a plantear el asunto de la identidad. Una de las ideas básicas de
la visión pomo (capítulo 3) en la investigación turística mantiene que el contac-
to entre extranjeros y locales pone en peligro la identidad de las comunidades
anfitrionas. Con esta vara de medir, un bajo número de turistas internacionales
no debería plantear amenaza alguna a Japón y la japonesidad, sea eso lo que
fuere; debería resistir perfectamente el asalto de la influencia exterior o, al me-
nos, debería tener un alto grado de resistencia. ¿Tiene Japón una sola identidad;
se atuvieron a unas mismas reglas de conducta los japoneses del pasado y lo
hacen también los de hoy?
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 287

DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 287

Cuadro 7.2. Ranking de competitividad de los países OCDE


PAÍS RANKING OCDE RANKING MUNDIAL

Suiza 1 1
Austria 2 2
Alemania 3 3
Francia 4 4
Canadá 5 5
España 6 6
Suecia 7 7
Estados Unidos 8 8
Australia 9 9
Reino Unido 10 11
Holanda 11 13
Dinamarca 12 14
Finlandia 13 15
Islandia 15 16
Portugal 16 17
Irlanda 17 18
Noruega 18 19
Nueva Zelanda 19 20
Bélgica 20 22
Luxemburgo 21 23
Grecia 22 24
Japón 23 25
República Checa 24 26
Italia 25 28
Corea del Sur 26 31
Hungría 27 38
Eslovaquia 27 46
Chile 28 47
México 29 51
Turquía 30 56
Polonia 31 58
Fuente: Autor sobre WEF (2009).

Identidades múltiples

Aunque algunos estudiosos han abordado las interacciones entre identidad y


nacionalismo (Anderson, 1999; Gellner, 1983, 1998; Nairn, 1982; Shumway,
1991; Spillman, 1997), a menudo la discusión sobre las identidades está ligada
a narrativas de privación. Con frecuencia, lo que se destaca es la desposesión
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 288

288 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

económica. Globalización, intercambios norte/sur y comercio desigual coope-


ran para aumentar la desigualdad entre países desarrollados y menos desarrolla-
dos, privando a estos últimos, entre otras muchas cosas, de sus identidades
(Britton, 1996; Karch y Dann, 1981). En otras ocasiones, lo que se denuncia son
los lazos culturales porque, se dice, mantienen la hegemonía occidental sobre el
resto del mundo, causando así la decadencia de las identidades nacionales o co-
munitarias (MacCannell, 1976; McCabe, 2002; Munt, 1994; Smith, 1997). Más
allá de las consideraciones generales, otros han pintado con pinceles más finos
el cuadro de la construcción de identidades (McCabe y Stokoe, 2004) en sus as-
pectos individuales (Dann, 1999; Desforges, 2000; Selänniemi, 2001), comuni-
tarios (Sofield, 2003), de género (Byrne-Swain y Mommsen, 2001a), étnicos
(Fischer, 1999) o culturales (Berghe, 1994).
Estas contribuciones típicamente siguen dos caminos principales para ex-
plicar por qué la búsqueda de su identidad parece ser tan crucial para los hu-
manos. En la primera vertiente, la identidad es anterior en el tiempo a los in-
dividuos y conforma su conducta decisivamente. Las identidades expresan la
pertenencia a un todo (familia, nación, cultura, raza, etc.) que es mayor que sus
miembros y les proporciona recompensas y sanciones, tanto tangibles como
intangibles, así como reglas generales de conducta. La lengua, la religión, las
tradiciones, el folclore, la comida, los deportes y muchas otras dimensiones,
separadas o en conjunto, moldean a las comunidades y los individuos con un
número de rasgos específicos que los separan de los demás. Esos rasgos les per-
miten hallar un propósito a su vida colectiva y contribuyen a mantener o refor-
zar sus lazos mutuos. La historia común u otros agentes más misteriosos como
el Volksgeist (espíritu del pueblo), la sangre o la psicología de los pueblos deter-
minan cómo nos comportamos y definen las lindes entre nuestro grupo y el res-
to del mundo —el «nosotros» contra «ellos»—. Los intercambios culturales
constituyen un peligro para este tipo de identidad y su comunalidad o la some-
ten a la cultura, al Volksgeist, a la sangre o a la psicología o a lo-que-sea de otros
grupos. Esta forma de definir las identidades la introdujo en el estudio del turis-
mo Greenwood (1977). Para quienes creen en ella, el continuo entre los funda-
dores de la comunidad y sus miembros presentes es, según la convención de
Burke, un pacto entre los muertos, los vivos y las generaciones futuras en torno
a un número de tradiciones y rituales que representan la historia wie es eigen-
tlich gewesen ist (como ha sucedido en la realidad), con la fórmula de Ranke.
La otra persuasión es constructivista y ha gozado de mucha audiencia entre
los pomos. En esta versión las identidades no son inherentes a las comunidades
y a sus miembros: son el resultado de un proceso de construcción social. De
suyo, lo de «construcción social» no significa gran cosa. Todo aquello que sea
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 289

DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 289

social está socialmente construido (Brunner, 1991; Brunner y Kirschenblatt-


Gimbel, 1994; Hollinshead, 1992, 1993). Las identidades, sean en realidad lo
que fueren, son representaciones sociales; por tanto, son constructos sociales
por definición. Pero los constructivistas dan un paso más, normalmente tácito,
para escapar de la tautología, definiéndolas como ideologías, es decir, como
versiones reificadas de la realidad que sancionan un estado de cosas del que
alguien necesariamente se beneficia. Quién sea ese alguien no es fácil de defi-
nir, aunque usualmente apunta a los poderosos (Levinson, 1998; Pretes, 2003).
Otras veces, sirvan de ejemplo los afanes poscoloniales, la identidad se refiere
a Occidente y a su hegemonía. Por ejemplo, la identidad del Oeste americano
sirve como una metáfora de la superioridad de la cultura WASP (protestantes
blancos anglosajones) sobre la de las mujeres, los emigrantes, los hispanos, los
indios y otra gente de color (Aquila, 1996), y legitima su «derecho» a dirigir
asuntos y negocios comunes. Ejemplos similares de esta forma opresiva de
identidad, se nos dice, pueden encontrarse infiltrados en casi todas las institu-
ciones sociales (Ferguson, 2003). Said (1979, 1994) convirtió su marca orien-
talista en una exitosa industria local rápida y ávidamente adoptada en casi todos
los cenáculos académicos. Esta denuncia de las raíces en el poder o raíces polí-
ticas de la hegemonía occidental va habitualmente acompañada por una llama-
da a resistirla y a proyectos de reconstrucción de las identidades subordinadas.
¿Puede el caso japonés sustanciar alguna de esas definiciones de identidad?
Nuestra posición en lo que sigue será que la escuela que cree en la tradición
como verdad auténtica marra el blanco sustancialmente, y que el limitado cons-
tructivismo pomo muestra la necesidad de una visión más compleja de la identi-
dad para descartar nociones simplistas basadas en una definición unidireccional.
Ambas versiones del paradigma pomo no parecen ser mucho más que construc-
tos reificados que inhiben cualquier intento de comprender adecuadamente algu-
nos de los complicados problemas creados por el intercambio cultural y su más
reciente encarnación, como globalización, en vez de iluminarlos.

¿Qué Japón?

Uno sale del Camino de la Filosofía, se dirige hacia el oeste hasta encontrar
Higashioji-Dori, una larga avenida norte-sur en la orilla oriental de río Kamo;
luego tuerce hacia el sur en el parque de Maruyama y llega al corazón de Gion,
sintiéndose cerca de una importante parte de la historia de Japón. Gion había
sido ya un lugar de elección para la construcción de templos antes de la funda-
ción de Heian Kyo, la Capital de la Paz y la Tranquilidad, el germen del Kioto
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 290

290 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

actual, que fue diseñado en 794 EC sobre la falsilla de Chang’an, la capital de


la dinastía Sui en China. Todavía hoy algunos de los más importantes templos
de Kioto se encuentran en Gion. Desde la fundación de la nueva capital, la his-
toria de Gion ha estado íntimamente ligada con la de la ciudad imperial de
Kioto. No solo contribuyó a la vida política y cultural de Japón inicial. Con los
siglos, Gion se convertiría también en el más grande barrio de placer en el área
de Kioto y en la casa de las geishas, uno de los símbolos de la identidad japo-
nesa. Pero, antes de eso, Gion tuvo un papel importante en el desarrollo de la
cultura Heian (794-1185 EC), una de las fuentes principales de la rica historia
de tradiciones japonesas. ¿Puede uno, empero, hablar de una sola identidad
Heian que habría hecho una contribución básica a la japonesidad?
Para quienes prefieren creerlo, esa identidad Heian se decantó en la gran
obra literaria que es la cumbre de esta era, La historia de Genji (Murasaki,
1960). Según eso, en aquel tiempo, Japón (o, al menos, las áreas controladas por
la corte imperial de Kioto) era un país de personajes gentiles que habían de-
sarrollado una especial sagacidad para la belleza y el buen gusto. La cultura de
élite, con una expresión actual, era su vocación. Sus miembros salpicaban su
agitada vida amatoria con múltiples ocasiones en que podían desplegar su gusto
por las ricas sedas, la composición de waka (un género poético), la prodigiosa
caligrafía, los bellísimos rituales religiosos y el despliegue del esplendor y la
exquisitez (Varley, 2000: 58-67). Pero

si usamos la novela de Murasaki como una fuente histórica […] la gente de La historia
de Genji representa tan solo un escasísimo porcentaje de los habitantes del Japón en el
siglo X. Con pocas excepciones todos ellos pertenecen a la aristocracia, cuyo núme-
ro no pasaba de unos pocos miles en una población de varios millones (Morris, 2004:
178-179).

Esos más grandes sectores sociales solo aparecen ocasionalmente en la historia


inicial de Tamakazura (Keene, 2004: 22-23).
Incluso dentro de ese estrato cortesano, muchos tenían otras pautas de lo que
debía ser el comportamiento apropiado y definían su identidad de forma clara-
mente distinta de la de Genji. Fujiwara Morosuke, ministro de la derecha cuan-
do falleció en 960 EC, más o menos en el tiempo en que Murasaki escribió su
obra maestra, sermoneaba a sus contemporáneos con un discurso diferente.

Piénsalo tres veces antes de decir nada a nadie. No hagas nunca nada a la ligera […]
Desde tus vestidos y tus tocados hasta tus carruajes, cuida solo de esas cosas en la medi-
da en que lo demande la necesidad y no persigas en vano la belleza y el porte (citado
en Sansom, 1999: 182).
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 291

DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 291

Morosuke era de seguro un aguafiestas o un pelmazo, pero no por ello dejaba


de representar una corriente de opinión bien establecida.
Visiones similares e igualmente opuestas aparecieron varios siglos más tar-
de. Al final de sus años de gobierno (1615), Tokugawa Ieyasu promulgó las lla-
madas Reglas para las Casas Militares (Buke Sho-Hatto), que, entre otras cosas,
imponían que los matrimonios de sus miembros no podían ser arreglados priva-
damente, es decir, necesitaban permiso de los superiores; que vestidos y otros
ornamentos tenían que ser apropiados al rango de sus dueños; que la gente del
común no podía ser llevada en palanquines; y que los samuráis tenían que vivir
frugalmente (Sansom, 1987: 7-8). Leyes similares contra el compadreo entre
gentes de distinto rango social y contra la vida muelle se repitieron de tanto en
tanto bajo el shogunato de Edo (desde el XVII hasta le llegada de la era Meiji, a
mitad del XIX). Sin embargo, hubieron de ser repetidamente promulgadas por-
que sus destinatarios no hacían suficiente caso de ellas. El siglo XVII en particu-
lar vio el ascenso de una próspera clase de mercaderes que gastaban su dinero
en representaciones de kabuki y en el mundo flotante, al tiempo que acumula-
ban riquezas que exhibían conspicuamente. Hoy se habla mucho del código de
los samuráis (Bushido) y de sus ritos marciales, pero no hay que olvidar que
solo se aplicaba entre una parte de la sociedad japonesa, no precisamente la que
a la sazón tenía mayor éxito económico y social.
Desde el XVII, Japón trató de vivir un sueño identitario feudal, del que final-
mente le sacaron la flotilla de barcos negros comandada por el comodoro Perry
en 1853-1854 y la restauración de la autoridad imperial en la era Meiji, que
principió en 1867. Bajo Meiji, el país se embarcó en un período de renovación
en el que fueron rápidamente adoptadas la tecnología, la economía y muchos
usos y formas occidentales (en especial, las de la Alemania bismarckiana). Sin
embargo, también este tiempo experimentó un soterrado conflicto sobre cómo
definir la identidad japonesa, como lo ha puesto de relieve Keene (2002). La
ideología oficial imponía los términos de la llamada esencia nacional o kokutai,
que exigía de los fieles súbditos del emperador «entregarse totalmente al Es-
tado» (citado en McClain, 2002: 428). Por otro lado, numerosos grupos urba-
nos optaron por la naciente cultura de masas que requería un mayor número de
opciones a la hora de construir la identidad individual y la ampliación de los
derechos individuales. De esta forma, la identidad nacional podía definirse al-
ternativamente como la mezcolanza de la Prusia burocrática, la ideología del
superhombre de Nietzsche y la vida auténtica que predicaba Heidegger, por un
lado, y como la definición liberal, por todo lo débil que fuera, de grupos como
el Movimiento de Derechos Populares y el partido Kaishinto (Buruma, 2003:
50-52).
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 292

292 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

De esta forma, a lo largo de los años, lo que ahora llamamos identidad na-
cional japonesa encontró al menos dos expresiones concurrentes, síncronas y
contrapuestas que, a su vez, se dividían en numerosas subcorrientes. Las tradi-
ciones y los rituales preferidos por cada una de esas dos vías alternativas (y
otras muchas más pequeñas que no necesitan ser descritas ahora) definían una
alternativa real que no se aviene con las ideas básicas de la corriente fundamen-
talista en la definición de la identidad.

Una pluralidad de actores

Volvamos al Camino de la Filosofía. Ahora, una vez acabado su curso, el pa-


seante que gire hacia el oeste pasará por delante del santuario Heian y encon-
trará el puente Marutamachi, que le saca de Gion. Si tuerce hacia el sur, desde
la avenida Pontocho puede seguir hasta el área definida por Kawaramachi-Dori
y el mercado de abastos de Nishiki, una zona fascinante de cultura urbana juve-
nil semejante a las de Harajuku, el parque Yoyogi y la calle Takeshita, en Tokio,
o los alrededores de America-Mura, en Osaka. Ha llegado así a la cuna de la
«erogancia», esa mezcla de elegancia y erotismo sutil que caracteriza las modas
que siguen tantos japoneses y japonesas jóvenes y no tan jóvenes. «Erogancia»
es un término (Merrick y Parker, 2004) en el que se incluyen diferentes estilos
de ropa, de cosméticos y de maquillaje, desde los de las Elegantes Lolitas Gó-
ticas o el chic gótico —que no es lo mismo que el punk gótico— hasta el Gun-
guro. El primero combina entre guiños el chic victoriano (de ahí lo de gótico) y
el vestido negro de camarera francesa de cofia y delantal blanco, en una mez-
cla de mórbida inocencia femenina que, junto con las colegialas en minifalda,
parece ser el mejor alimento de la imaginación erótica para muchos hombres
japoneses. El Gunguro es menos específico. Más que una mera moda indumen-
taria se presenta como un estilo de vida; más que un atuendo reservado en ex-
clusiva a las mujeres, Gunguro ofrece pautas de conducta más generales a hom-
bres y mujeres, combinando el estilo de mujer del valle de San Fernando, en
Los Ángeles, con un estilo de vida surfista que atrae a muchos otros jóvenes
japoneses: pelo teñido de rubio o color cobre; piel morena; vestidos de colores
brillantes, verdes, amarillos o rosas; ropas de diseñadores famosos cuya marca
se muestra con ostentación; detrás de todo lo cual subyacen muchas horas de
cuidado personal.
El Gunguro ha contribuido también a cambiar actitudes y costumbres, es-
pecialmente en lo que se refiere a los usos sexuales y amatorios. Las chicas
Gunguro van siempre en grupos; los chicos Gunguro gustan de dejarse ver
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 293

siempre con abundante compañía femenina, en grupos o, sobre todo, en pareja


(Park-Douglas, 2004). Esas parejas, no necesariamente casadas, pueden ser vis-
tas con frecuencia viajando por Asia con una conducta muy distinta de la que
hasta hace poco definía la identidad del turista japonés. Esos jóvenes pasean una
forma de vida estudiadamente relajada que se extiende a todas sus actitudes,
como queriendo así mostrar la distancia que les separa del Japón corporativo y
burocrático de las dos generaciones anteriores. Un contraste más total con la
moda tradicional que marcaba la identidad de las jóvenes japonesas y su idea de
la feminidad y con los uniformes (traje gris, camisa blanca, corbatas del montón)
y estilo de vida del samurái corporativo parece difícil de encontrar. Todos esos
géneros de presentarse en público no tienen nada que ver con el estereotipo habi-
tual de la identidad japonesa, la joven de belleza serena que viste un quimono.
Podría en verdad argüirse que, después de todo, esas cosas no son más mo-
das cambiantes por su propia naturaleza. ¿Quién sabe cuáles serán los estilos de
vida que los jóvenes japoneses y sus compañeras femeninas favorecerán en
unos pocos años? ¿Acaso los chicos modernos de la era Taisho (1912-1926) o
de la primera era Showa (1926-1932) no dejaron en seguida a un lado su apa-
riencia a lo Harold Lloyd y su pasión por el eru, el goru y el nansensu (erotis-
mo, sangre y lodo, el absurdo) (Buruma, 2003: 63-84) y la vida nocturna de
Ginza y Asakusa (dos barriadas tokiotarras) para enfundarse sus uniformes mi-
litares y aceptar las fabulaciones chauvinistas del kokutai (Seidensticker, 1990:
71-87)? ¿Acaso las mogas (contracción de modern girls) no cambiaron al punto
sus melenitas de estilo charlestón y su apariencia americana (Seidensticker,
1983: 252-274) para convertirse en madres de futuros soldados y defensoras
putativas de la patria durante los años de expansión colonial?
Hablemos de otras formas más básicas de la vida social moderna. El
envejecimiento de la población japonesa ha atraído con frecuencia la atención
de los sociólogos en los últimos años. En 2002 la población de Japón era de
127,6 millones; en 2050 se estima que bajará a 100,6. En 2003 el 14 por cien-
to de la población japonesa estaba por debajo de los quince años; en 2050 ese
porcentaje será del 10,8. Al otro lado de la pirámide etaria, las personas de 65
y más años representaban el 19 por ciento en 2003; en 2050 serán un 35,7 por
ciento. El envejecimiento corre parejo con la reducción de la tasa de natali-
dad. En 1950 era de 3,65; en 2002 había descendido a 1,32, y en 2003, con un
1,29, alcanzó el estadio 1,2 por primera vez desde la guerra (Statistics Bureau,
2004).
No es fácil determinar las causas de un declive tan rápido, pero uno puede
detenerse en las actitudes de las mujeres jóvenes hacia el matrimonio y la ma-
ternidad.
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294 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El declive general de la fertilidad es atribuible en parte a la edad media en que las mu-
jeres tienen su primer hijo; en 1970 esa media estaba en 25,6 años, en 2002 había subi-
do a 28,3 y en 2003 a 28,6 (Statistics Bureau, 2004).

No solo esperan más las mujeres para ser madres; muchas de ellas prefieren no
casarse y no tener hijos. En el año 2000, las mujeres solteras menores de veinti-
nueve años representaban un 45 por ciento de esa cohorte; un 10 por ciento de las
mujeres entre 35 y 39 años habían decidido no casarse; otro tanto sucedía con un
cuarto de las mayores de cuarenta —un cambio notable en una sociedad en donde,
en 1950, solo 1,4 por ciento de las mujeres no se habían casado nunca (Efron,
2001; Orenstein, 2001)—. Los divorcios, aún muy limitados (2,25 por cada mil
personas en 2003), han crecido de forma estable desde los noventa. En otras so-
ciedades, por ejemplo en Estados Unidos, tendencias similares han supuesto un
crecimiento enorme de madres solteras; no así en Japón, donde solo cuentan con
1 por ciento de los nacimientos. Parece que allí, aunque su número ha crecido
exponencialmente, las mujeres solteras saben cómo evitar los embarazos.
Las mujeres jóvenes no casadas suelen vivir con sus padres (entre 80-90
por ciento). No solo ellas. Muchos hombres jóvenes también lo hacen. De ahí
que hayan sido llamados unos y otras «la generación canguro» o «residentes en
el nido» o, más abruptamente, «parásitos» (Yamada, 1999). La última expre-
sión, curiosamente, se emplea para referirse casi solo a las solteras con un re-
gusto de reproche (cuadro 7.3).
Las solteras parásito han sido objeto de numerosas críticas, especialmente
por sus supuestas actitudes materialistas. Muchas de ellas tienen salarios anua-
les bajos, pero no tienen que preocuparse de pagar la renta, la comida o el agua
y la luz. Sus familias proveen. Por lo tanto, la práctica totalidad de sus ingresos
son renta disponible y, por supuesto, disponen de ella a lo grande.

Miki Takasu, de veintiséis años, es una mujer guapa que conduce un BMW y lleva bol-
sos de Chanel que cuestan 2800 dólares —cuando no usa otros de Gucci, Prada o Vuit-
ton—. Pasa sus vacaciones en Suiza, Tailandia, Los Ángeles, Nueva York y Hawaii
(Tolbert, 2000).

Todo eso con un salario anual de veintiocho mil dólares como cajera de un
banco.
Lo más probable es que Miki viva en el mismo reino de la fantasía que las
«reinas del subsidio» de Ronald Reagan que se habían comprado Cadillacs con
los cheques remitidos por la Seguridad Social. En cualquier caso, lo que toda
esta charlatanería de los medios de comunicación indica a todas luces es que la
identidad de las mujeres japonesas está cambiando rápidamente —y la familia
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13:03

Cuadro 7.3. «Solteros parásitos» en Japón (millones)


TODOS HOMBRES MUJERES
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SOLTEROS SOLTEROS SOLTEROS


EDAD TOTAL PARÁSITOS % TOTAL PARÁSITOS % TOTAL PARÁSITOS %

20-24 9,9 6,1 62,1 5,0 3,0 59,3 4,9 3,2 65,1
25-29 8,8 3,3 37,5 4,5 1,8 39,9 4,3 1,5 35,1
30-34 8,1 1,4 17,4 4,1 0,9 21,7 4,0 0,5 13,1

TOTAL 26,8 10,9 40,5 13,6 5,7 41,6 13,2 5,2 39,4

Fuente: Masahiro Yamada (1999) y Management and Coordination Agency, citados en Takahashi y Voss (2000).
DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA
295
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 296

296 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tradicional con ella—. Si queremos entender las razones deberíamos buscar


más allá de las superficialidades sobre su actitud consumista. Recordemos que
en las familias tradicionales los hombres parásito solteros no eran una excep-
ción. En general, los hombres vivían en la casa paterna hasta el momento de su
matrimonio, tras el cual traían consigo a sus mujeres para formar hogares de dos
o tres generaciones. En cualquier caso, vivir con la cohorte mayor suponía a
menudo que ellos y sus mujeres se permitían los mismos ahorros que tan des-
vergonzados parecen en el caso de las mujeres solteras y no eran criticados por
su asiduidad consumista.
Si muchas jóvenes se abstienen de casarse debe ser por razones alternati-
vas. Una de ellas podría ser económica. Desde 1945 las mujeres japonesas han
sido animadas a obtener una mejor educación. En el año académico 2000-2001,
un 40 por ciento de mujeres estudiaban una carrera (Statistics Bureau, 2004).
Aunque la fuerza de trabajo con mejores credenciales suele poder alcanzar ma-
yores rentas e independencia personal, ese no parece ser el caso en el declive de
la familia tradicional. La participación por género en la población trabajadora
no ha cambiado demasiado en los últimos veinte años (60 por ciento de hom-
bres y 40 por ciento de mujeres en 1984; 59 y 41 por ciento, respectivamente,
en 2003), aunque desde la recesión económica que comenzó en los noventa las
mujeres hayan sufrido un desempleo menor que los hombres.
Otra explicación aúna razones económicas y culturales. Muchas mujeres
jóvenes no solo han obtenido una mejor educación, sino también independen-
cia financiera; muchas consideran al matrimonio tradicional como un mal nego-
cio. El matrimonio tradicional aún mantiene muchos de los desagradables ras-
gos que le han acompañado desde la era Edo. La doctrina neoconfuciana de la
época daba un tratamiento poco envidiable a las mujeres. Su sino era aceptar un
matrimonio arreglado y compadecerse con las tres obediencias: a sus padres
cuando niñas, a sus maridos durante el matrimonio, a sus hijos cuando se ha-
cían mayores (Sansom, 1987: 89). Había una cuarta que no solía ponerse por
escrito. La literatura japonesa rebosa de ejemplos del odioso personaje de la
suegra, a la que las nueras tenían que seguir fielmente, hasta el punto de que po-
dían ser castigadas por ella con el uso de violencia física. Durante siglos las re-
cién casadas aceptaban su suerte a falta de otras opciones, pero esto ha cam-
biado. Mujeres mejor educadas difícilmente aceptarán matrimonios en los que
todavía hoy los hombres dedican veintitrés minutos al día a las tareas del hogar,
mientras que la carga de las mujeres es de cuatro horas y media; o cuando un
34 por ciento de los padres declaran no haber cambiado un solo pañal. Así pues,
no debe sorprender que muchas de ellas voten con los pies —dejando atrás la
familia y los matrimonios tradicionales—.
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 297

No puede sorprender tampoco que Japón, como otras muchas sociedades,


modernas o tradicionales, responda a los desafíos de la vida social con diferentes
formas de lo que se suele llamar identidades. De hecho, como hemos tratado de
razonar, las identidades que se han atribuido a ese país, incluso por muchos de
sus nacionales, no pueden borrar el hecho de que Japón haya buscado y busque
en el futuro soluciones competitivas, incluso contradictorias, para las incógnitas
del presente y del futuro. Rea ha apuntado que muchas áreas de la supuesta iden-
tidad japonesa han cambiado rápidamente a la zaga de acontecimientos imprevis-
tos (el estallido de la burbuja económica en 1989-1990; el ataque con gas sarín
al metro de Tokio organizado en 1995 por el culto Aum Shinri Kyo; y la insatis-
factoria respuesta gubernamental al terrible terremoto en el Gran Hanshin del
mismo año) que asolaron a Japón a finales del siglo XX (2000: 647-649).

Identidades conflictivas; paradigmas erróneos

Los constructivistas están más cerca de la verdad que los fundamentalistas de la


identidad. Las identidades no existen inmunes al cambio en una especie de auto-
nomía extraterritorial. De hecho, las tradiciones, los rituales y las identidades
pueden datarse, a veces con gran exactitud. No son anteriores a las sociedades
que los adoptan y cambian para adecuarse a las necesidades de grupos sociales
diferentes. Suelen reflejar los impulsos externos e internos hacia el cambio o,
para usar una manida expresión pomo, están sometidos a procesos de negocia-
ción constante.
Sin embargo, una vez que llegan a este puente, los pomos muestran esca-
sos deseos de cruzarlo, prefiriendo la sabiduría tradicional que aprendieron en
el jardín de infancia. Lacan, Foucault, Said, a pesar de sus continuas invocacio-
nes a la negociación y a la diversidad, les han enseñado que las identidades re-
flejan una estructura unidimensional e invariante. MacCannell (1992a) tradujo
esa noción al turismés y, para sus seguidores, una parte de las identidades (la
mala) implican siempre una imposición (cuando quieren lucir como expertos en
Gramsci se refieren a ella como hegemonía) de los poderes de verdad, es decir,

un proceso político que codifica y refuerza la ideología dominante de la cultura turísti-


ca, esencialmente un proceso global que se manifiesta localmente e implica explícita-
mente la construcción de los lugares (Ateljevic y Doorne, 2002).

Para los pomos, resulta tan evidente lo que la ideología dominante o hegemóni-
ca es y quién la impone que consideran superfluo elaborar más el concepto. Las
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298 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

novelas policíacas pomo, por tanto, suelen ser más bien aburridas. Uno sabe
desde la primera página que el asesino es James, el mayordomo: un macho
blanco, anglosajón, protestante, leal servidor de los hegemones que, por comi-
sión u omisión, muestra su empeño de envenenar al Otro con los tabúes y los
prejuicios de la «cultura occidental» que datan de los filósofos griegos y con el
patriarcado al que rinde pleitesía, como lo decía Garner (1995: x).
No todo está perdido. Hay un lado bueno de las identidades que consiste en
la afirmación de las oprimidas frente a la hegemonía imperial. Las personas o
los grupos que comprenden el verdadero significado de su identidad definirán
mejor cuál es su posición injustamente subordinada en cualquier entorno social
y podrán sentirse así más seguros de su legitimidad. De esta forma, las políti-
cas identitarias (las buenas) ayudarán al Otro —las mujeres, las comunidades
que buscan su afirmación cultural o su autodeterminación nacional y cualquier
otra minoría explotada o sometida a abusos (ya sean culturales o étnicos)— a
luchar por sus derechos y a resistir las exacciones que le tratan de imponer los
diversos actores hegemónicos. Estos últimos suelen ser hombres en el caso de
las sociedades patriarcales, gentes de orientación heterosexual, grupos étnicos
dominantes o poderes centrales o metrópolis. Es claro que el concepto pomo de
identidad deriva de las ideas de Foucault sobre el interminable enfrentamiento
de los poderes en cualquier ámbito social. La consecuencia última sería conver-
tir en sospechoso cualquier ejercicio del poder.
Una vez más hay que decir que esta visión no se tiene en pie. Si todas las
relaciones sociales reflejan luchas de poder, es decir, intentos de imponer una
dominación ilegítima, se hace imposible saber dónde está la legitimidad en
cualquier situación. A la postre, todo poder es tan ilegítimo (o tan legítimo)
como cualquier otro. Así que para evitar la circularidad del razonamiento, los
pomos tienen que encontrar un atajo. Prefieren decidir por sí y ante sí quién
tiene el derecho de resistir y quién es el opresor. El salto, empero, es más com-
plicado de cuanto están dispuestos a reconocer porque requiere una reificación
de las categorías. La identidad individual es relativamente fácil de atribuir.
Las huellas dactilares y las pruebas de ADN ayudan a saber que P no mató a
S, y hay otros procedimientos fiables para establecer que esta persona concre-
ta es en realidad P y no S. La identidad grupal, lamentablemente, no existe. El
color de la piel no impidió a Papá Doc victimar a muchos otros haitianos
negros. No todas las mujeres aceptan la definición feminista del género, ni
todos los escoceses o todos los catalanes apoyan la independencia de Escocia
o de Cataluña. Uno puede tratar de escapar de esta encerrona diciendo que los
dictadores o las mujeres no feministas o los escoceses y catalanes integracio-
nistas no pertenecen en realidad a ninguna de esas categorías sociales (negros,
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 299

mujeres, escoceses, catalanes), pero este juego de espejos no resiste la carga


de la prueba.
La vida es más compleja y bastante más divertida de lo que estos novelones
policíacos de tercera creen. De hecho, durante siglos, la ideología dominante
blanca, masculina, anglosajona y protestante ha estado enredada consigo misma.
Lo mismo que, como se ha dicho, pasaba en las culturas orientales, masculinas,
japonesas y budoshintoístas. Las culturas están hechas de y por intereses contra-
puestos, corrientes de opinión encontradas y subculturas de oposición que los
investigadores convierten retrospectivamente en un solo paradigma identitario.
Por muy necesario que ese estereotipo pueda ser (Pinker, 1997: 308, 313), a la
postre resulta difícil eludir el riesgo de perder de vista la especificidad de las his-
torias cuando se adopta la visión pomo, que es solo limitadamente construccio-
nista. Los constructos sociales, a diferencia de lo que ellos creen, no son buenos
o malos al margen de los acontecimientos históricos y, lo que es aún más impor-
tante, aquellos que terminan por imponerse tienden a ser un precipitado —un
constructo— de puntos de vista mayoritarios que representan compromisos entre
individuos y entre grupos. Esos constructos, pues, se hacen cada vez más com-
plicados a medida que las sociedades modernas incluyen en la fuerza de trabajo
y en la franquicia política a grupos que en el pasado se veían inmediatamente
excluidos, como las mujeres o las distintas minorías, que, por cierto, también
estaban traspasadas por su propia diversidad interna y por diferentes programas.
Muy a menudo —a pesar de las invocaciones rituales de que las identida-
des responden a un interminable proceso de negociaciones—, este complejo pa-
norama se pierde al ser traducido en un lenguaje pomo que resume la comple-
jidad de los intercambios económicos y culturales entre sociedades distintas
—eso que hoy se ha convertido en la globalización— en un paradigma de iden-
tidad que induce a error. De esta manera funden las identidades en bronce o las
magnifican con ayuda de técnicas deconstruccionistas dualistas (poderosos/
oprimidos, Occidente/no Occidente, Ego/Otro y así de seguido) que jibarizan u
olvidan los hechos incómodos. Por ejemplo, que esas estructuras familiares tan
poco apetecibles para las mujeres jóvenes de Japón y otras muchas del resto de
Asia (Ganalh, 2004) no pueden cargarse en la cuenta de la hegemonía occiden-
tal. Por ejemplo, que el turismo no es la única presión globalizadora que sien-
ten las comunidades menos desarrolladas en estos días de parabólicas, mensa-
jes en tiempo real e internet.
Nuestros constructos indudablemente reflejan oposiciones y negociacio-
nes, pero, también y sobre todo, puntos de vista que no pueden reducirse exclu-
sivamente a narrativas de dominación. Muchos individuos, con independencia
de los grupos sociales a los que puedan pertenecer, pueden aceptar y de hecho
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300 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

aceptan voluntariamente una serie de constructos ajenos a los que no ven como
imposiciones forzosas, sino como definiciones razonables y/o aceptables de una
situación dada. El escalón superior de esta categoría lo ocupan los constructos
científicos, a los que cualquier observador independiente puede llegar si sigue de-
terminados procedimientos bien establecidos. Sin duda, siempre habrá un nú-
mero de personas que rechacen, por ejemplo, la hipótesis evolucionista y de-
fiendan el creacionismo, pero ese número ha decrecido significativamente desde
el siglo XIX. Algo semejante puede decirse de otras nociones científicas. Adi-
cionalmente, a veces algunos individuos que ven más allá de sus narices pueden
tener razón en sus puntos de vista, aunque inicialmente fueran rechazados y hasta
perseguidos, y acaban por convertirse en el modelo de futuros constructos. Tal es
la tensión perenne que afecta a todas las sociedades humanas y que los pomos
ocultan tras las interminables guerras entre dominación y resistencias.
Por debajo de los conceptos científicos hay otro número de creencias e ins-
tituciones que la mayoría cree aceptables como centros de organización de la
vida colectiva. En lo alto de la pirámide aparecen las normas fundamentales de
lo que llamamos el contrato social. La Declaración de independencia de Estados
Unidos lo resume en el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la feli-
cidad. La mayoría de las constituciones democráticas lo detallan en lo que se
suele llamar su parte dogmática. Más abajo aparecen las leyes que regulan los
muy diversos aspectos del tráfico social. Muchas sociedades también reconocen
la fuerza de costumbres y tradiciones como parte del contrato social y esperan
que los ciudadanos actúen de acuerdo con ellas y con otras reglas morales y
otras convenciones sociales. Cuanto más se aparta uno de las normas funda-
mentales, tanto mayor es el espacio que las sociedades dan a sus miembros para
organizar sus vidas; de ahí, pues, su diversidad. La diversidad no es solo un ele-
mento de la vida internacional que a veces aparece descrita como una diversi-
dad de identidades impermeables unas a otras. La diversidad es también un
elemento básico en el interior de las naciones. Las sociedades democráticas per-
miten una amplia panoplia en lo tocante a ideas religiosas, ideologías políticas,
gustos, orientación sexual, decisiones de consumo y otras muchas dimensiones.
Cuanto mayores son las opciones que les permiten, tanto más legítimas suelen
aparecer esas sociedades a los ojos de sus ciudadanos. Sin duda, en todas las
sociedades, algunos individuos y algunos grupos, a veces muy importantes, no
sienten como suyas las reglas mayoritarias. Si eso les lleva a acciones violentas
en contra del régimen de libertades imperante, todas las sociedades cuentan con
un amplio número de eventuales sanciones que pueden ir desde la pena de
muerte y la cadena perpetua hasta el ostracismo social o la estigmatización.
Todo esto lo sabe cualquier estudiante de ciencia política.
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 301

¿Por qué hay una mayoría de ciudadanos que cumple la ley? Las sanciones
que acabamos de mencionar cuentan, pero no son la única razón. La mayoría de
los ciudadanos sienten que obedeciendo las leyes se obedecen a sí mismos. En
los regímenes democráticos la red de normas refleja la voluntad popular expre-
sada en elecciones libres de representantes de la ciudadanía. Sin duda, no todo
el mundo se siente satisfecho con todas las reglas, pero la mayoría piensa que
ese es el menor de sus problemas a la hora de organizar pacíficamente la vida
colectiva. Frente a la matriz pomo, ese respeto por el imperio de la ley y las for-
mas que esta adopta en cada circunstancia concreta no refleja ni poder desnudo
ni falsa conciencia; no es el producto de la manipulación. Si lo fuera, eso signi-
ficaría que los oprimidos a quienes dicen defender son incapaces de usar el
poder de su propia razón.
Lo que lleva derechamente al asunto de la hegemonía. Los constructos so-
ciales no son tan solo una legitimación superestructural de intereses económi-
cos que cualquier buen sabueso podría rastrear en sus orígenes de clase. Solo
Bourdieu (1984) y algunos de sus seguidores más ingenuos pueden pensar que
cualquier manifestación cultural, por ejemplo ese estofado que en los libros de
cocina franceses se llama blanquette de veau (un guiso de carne de ternera),
surge de y refleja los gustos no ya de una clase social, sino específicamente de
alguna de sus subsecciones —el proletariado industrial en este caso—. Por el
contrario, la blanquette, lo mismo que multitud de otros constructos más fun-
damentales, puede gustar a amplios sectores sociales con independencia de sus
orígenes de clase. La capacidad de algunos individuos, ideas o instituciones en
responder con acierto a esos intereses colectivos es exactamente la definición
de hegemonía.
Pese a que muchos de los caballeros que aprobaron la Declaración de inde-
pendencia americana de 1776 practicaban la esclavitud y no consideraban nece-
sario incluir a las mujeres en la gobernación del país, sus ideas generales sobre
el reparto de poderes llevaban dentro de sí la necesidad de ampliar hacia esos
grupos la franquicia política. Por su parte, no fue mediante su deslegitimación
como los negros o las mujeres pudieron finalmente imponer su igualdad ante la
ley con los blancos o los hombres. Muchos de los constructos originados en la
Ilustración europea (libertad, democracia, imperio de la ley, propiedad privada,
la nación-estado, entre otros) tenían precisamente esa capacidad de generar apro-
bación entre gentes de clases, géneros, origen étnico y creencias religiosas dis-
tintos. Cuando las sufragistas comenzaron su campaña a favor del voto femeni-
no; cuando los negros americanos lucharon contra la versión local del apartheid;
cuando el movimiento de los Camisas Rojas exigía democracia en Tailandia en
2010; cuando muchos otros movimientos expresaron exigencias similares por el
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302 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

mundo entero, no estaban mandando a esas ideas o constructos universalistas al


basurero de la historia. Solo querían que se pusiesen de verdad en práctica.
Cuando los consumidores chinos desean una casa mejor, o comprarse un coche,
o solamente una olla para cocer arroz; cuando indios y árabes se gastan el di-
nero en una entrada para una película de Hollywood; cuando los jóvenes del
sudeste asiático se visten con marcas occidentales, no están cediendo a ninguna
imposición; tan solo quieren seguir los gustos hegemónicos o, de forma menos
cursi, más comunes.
La hegemonía crea toda clase de comunidades imaginadas (Anderson,
1999). Gentes de muy diferentes orígenes trabajan juntas para aceptar, gestio-
nar o defender proyectos comunes y sus líderes ejercen sobre ellos una hege-
monía que, la mayor parte de las veces, es el resultado de decisiones volunta-
rias. La hegemonía, pues, es algo muy parecido al liderazgo democrático y pue-
de encontrarse en muchas áreas de la vida social, incluyendo los deportes y la
música pop. A nuestros efectos, la más importante es la hegemonía política. Ese
es el concepto que Gramsci fue de los primeros en emplear y hoy se usa hasta
en las más elementales relaciones de poder. Veamos lo que Gramsci tenía que
decir.
Marx estaba seguro de haber descubierto las leyes que gobiernan la evo-
lución de las sociedades humanas, de la misma forma que Newton había esta-
blecido los principios básicos de la física o su admirado Charles Darwin los
mecanismos de la evolución biológica. De esta forma, a pesar de su profunda
convicción de que la transición de un modo de producción a otro habría de pro-
ducirse mediante conflictos revolucionarios y que, a la postre, estos iban a de-
sembocar en la previsible llegada a una fase superior de desarrollo humano
—a la que llamaba socialismo—, su teoría de la historia era eminentemente
evolucionista en la medida en que no cedía espacio a saltos imprevistos de un
modo de producción a otro en sociedades aisladamente consideradas. Pese a
que nunca desarrolló una prognosis definida, Marx parecía apuntar que el so-
cialismo solo podría llegar a comenzar en aquellas sociedades donde el capi-
talismo fuese más avanzado y maduro y donde los trabajadores asalariados
constituyesen una abrumadora mayoría social. A veces, Marx apuntaba que la
primera transición histórica al socialismo podría ocurrir en Estados Unidos,
pero su apuesta más sostenida iba a favor de la sociedad más desarrollada de
su tiempo, la Gran Bretaña victoriana.
Esta azarosa visión fue la herencia que legó a la primera generación de sus
seguidores. Pues, pese a la expansión de los mercados capitalistas y al creci-
miento de la clase obrera industrial en Estados Unidos o en Gran Bretaña, la
transición al socialismo, es decir, la revolución final, nunca fue una posibilidad
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 303

seria en ninguna de esas dos sociedades. La marcha hacia el socialismo podía


ser un proceso lento, pero si uno había de juzgarla por su velocidad en ambas
sociedades, la entrada de la humanidad en su verdadera historia parecía quedar
para las calendas griegas. Por eso, Lenin (1965) y otros revolucionarios tan im-
pacientes como él saltaron con hambre sobre las teorías de Hobson (1967). No
iban a encontrar en ellas el manual revolucionario que andaban buscando, pero
sí una promesa del rápido fin del aborrecido capitalismo.
No solo las indicaciones de Marx sobre la transición al socialismo estaban
escasamente desarrolladas, sino que además carecían de unidad. El socialismo
iba a aparecer en los países capitalistas más desarrollados, pero ¿cómo iba a ex-
tenderse al resto? ¿Deberían todas las sociedades pasar por un mismo largo pro-
ceso de paso del feudalismo al capitalismo, primero, para luego llegar a la ma-
durez por sus propios caminos? ¿Qué significaba eso, por ejemplo, para la
Rusia zarista, que acababa de ver la emancipación de los siervos y de ninguna
manera podía ser considerada como un sistema capitalista a parte completa
(Trotsky, 1996)? ¿Qué hacer en otros países donde el proletariado consistía, si
acaso, en unos pocos islotes urbanos en un mar de campesinos retrógrados y
analfabetos? ¿Tenían los revolucionarios que luchar porque se acelerase allí la
llegada del capitalismo o luchar por la eclosión de la sociedad burguesa, aun
cuando de ser así ellos no iban a tener protagonismo alguno? La idea de impe-
rialismo parecía ofrecer una solución eventual a muchos de esos complicados
enigmas.
Ante todo, el imperialismo ofrecía una arquitectura alternativa al retrato
más bien abstracto del futuro que pintara Marx. El capitalismo mundial no era
un conjunto disjunto de narrativas individuales, sino un sistema de partes bien
estructurado. En la frecuentemente citada metáfora de Lenin, era una cadena de
diferentes eslabones, es decir, una entidad única. Las sociedades capitalistas
formaban un único sistema mundial. Pero, en segundo lugar, si el capitalismo
mundial era un sistema, lo era de una forma tan internamente contradictoria que
se veía impedido de desarrollarse armónicamente. Algunas de sus partes pesa-
ban más que las otras y, al tiempo, esas más pesadas tenían también intereses
contradictorios o mutuamente exclusivos. La razón de esta formación dialécti-
ca, para Lenin, residía en que las sociedades no socialistas se basan en el acce-
so desigual a los medios de producción, lo que enfrenta a unas clases con otras.
Finalmente, esos conflictos se exacerban a medida que el sistema en su conjun-
to se hace más maduro. Para poder controlar la competencia salvaje, asegurar
el acceso privilegiado a las mercancías básicas y ampliar sus mercados, las cor-
poraciones capitalistas se ven sometidas a un proceso de concentración crecien-
te, crean grupos monopolistas que combinan el capital industrial y el financie-
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304 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ro y se reparten el mundo en razón a sus intereses. Las naciones que hayan lle-
gado tarde al proceso se verán excluidas de esta estructuración y habrán de
recurrir a las amenazas, e incluso a la violencia abierta, para forzar un nuevo re-
parto de los beneficios a favor de sus clases capitalistas. De esta forma el impe-
rialismo, el estado final del capitalismo, se tornará crecientemente belicoso.
De ahí se seguía una importante consecuencia. Si el imperialismo es la for-
ma más rapaz y agresiva del capitalismo, todo hace pronosticar que su fin esta-
rá próximo y que las naciones atrasadas o menos desarrolladas no tendrán que
esperar mucho para prepararse a la transición al socialismo. Si el capitalismo
forma una sola cadena, esta podrá romperse donde se encuentre su eslabón más
débil. Por eso, Lenin creía en la posibilidad teórica y práctica de hacer revolu-
ciones contra Das Kapital, como diría Gramsci (1970). Con ello el comunista
italiano se apartaba del ruso (1949, 1970). Para él, el Risorgimento, ese larguí-
simo proceso histórico (1815-1861) que finalmente produjo la nación italiana,
tenía algo de revolución fallida. No pudo der una verdadera revolución socia-
lista porque el proletariado industrial era prácticamente inexistente en el país y
ni siquiera los elementos más radicales del Partito d’Azione (Partido de la Ac-
ción), como los seguidores de Mazzini y Garibaldi, podían dar con la clave para
resolver el puzle histórico de fuerzas dispares (pequeños estados-ciudades, bur-
guesías locales y campesinado) de la Italia prenacional. Iba a ser la cauta diplo-
macia de Cavour la llamada a unir a todas esas fuerzas en torno a los intereses
de las clases capitalistas del norte de Italia. Fueron ellas las únicas capaces de
crear un marco en el que, por varias décadas venideras, la mayor parte de las
demás fuerzas sociales iba a encontrar un lugar aceptable. De esta forma, no era
imposible que actores diferentes no proletarios pudiesen dirigir procesos histó-
ricos que excedían a su propia clase social. Puede, pues, concluirse que para
Gramsci la teoría del imperialismo leninista era un análisis simplista de la evo-
lución del capitalismo y que este último podría renovarse, como realmente
sucedió. Después de la Segunda Guerra Mundial, la bandera de la hegemonía
política y cultural iba a pasar a manos de Estados Unidos. Por muy ajado que
aparezca hoy ese liderazgo, el período histórico que se inauguró en 1945 sigue
aún abierto.
Benedict Anderson (1999) escribió un libro interesante sobre el nacimien-
to de las naciones contemporáneas y los nacionalismos. Según él, ambas cosas
fueron inicialmente un precipitado de diversos cambios en las mentalidades y
las tecnologías de las entonces colonias británicas y españolas en lo que hoy son
las Américas. La nación moderna encontró su modelo en la unión de las Trece
Colonias norteamericanas que se rebelaron contra la corona británica, y solo fue
posible después de que se adoptara una nueva forma de entender el tiempo en
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 305

la que su homogeneidad y su horizontalidad, tanto hacia el pasado como hacia


el futuro, sustituyeron a la noción anterior del tiempo como un vector cíclico
y repetitivo. Esta nueva forma de entenderlo impuso y, al tiempo, se reforzó
por la difusión de la imprenta, que permitió extender las lenguas nacionales
normalizadas en lugares donde anteriormente solo existían dialectos locales.
La normalización del lenguaje impreso, a su vez, hizo posible administracio-
nes burocráticas eficientes y de nueva planta y la creación de esas comunida-
des imaginarias (cómo llamar de otra forma a esos amplios grupos de gente
que nunca llegarían a conocer en persona a la mayoría de sus conciudadanos)
a las que conocemos como naciones.
Esto plantea un problema.

¿Por qué fueron precisamente las comunidades criollas las que desarrollaron tan pron-
to la idea de nacionalidad, mucho antes que el resto de Europa [cursiva de Anderson]?
¿Por qué hubieron de ser esas provincias coloniales que solían incluir una gran masa de
pueblos oprimidos y que no hablaban español las que conscientemente redefinieron a
esos pueblos como conciudadanos? ¿Y a España, con la que estaban ligadas por tantos
lazos, como un enemigo extranjero? (1999: 50).

De forma más general, ¿qué hizo que, entonces y ahora, gentes de todas clases
y de orígenes étnicos claramente distintos estuvieran dispuestas a hacer sacrifi-
cios y hasta a morir por esa entelequia a la que llamaban «la nación»?
Anderson inició un interesante viaje hacia el corazón de un asunto que aún
carece de cartografía adecuada, pero no resolvió su problema. Su trabajo empie-
za con una discusión de la alienación que experimentaban los criollos tanto de
América del Norte como del Sur. Los criollos eran gente de origen metropoli-
tano (ya fuera Gran Bretaña, ya España) pero nacidos en las colonias. Aunque
compartían una misma identidad, sus aspiraciones de igualdad con sus colegas
metropolitanos se veían frustradas de muchas formas. En suma, mientras que
los rangos superiores del sistema administrativo y económico estaban reserva-
dos para los británicos de las islas y los españoles peninsulares (es decir, naci-
dos en la península), los criollos tenían que conformarse con papeles subordi-
nados en sus propios países y no gozaban de los mismos derechos que los loca-
les cuando se mudaban a la metrópoli. Además, los criollos se veían privados
de movilidad horizontal. Los nacidos en Chile no podían buscar empleo en lo
que entonces se conocía como Nueva España (el México de hoy).
Los criollos, especialmente en Sudamérica, se enfrentaban con otro proble-
ma. Podían sentirse crecientemente alienados del centro, pero en sus países eran
tan solo una minoría de la población. No existe un censo en la América españo-
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306 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la al tiempo de las guerras napoleónicas en Europa, pero se estima que de una


población de unos 15-16 millones, seis millones eran indios, otros seis millones
eran castas (gente de orígenes mezclados o mestizos) y el resto criollos y resi-
dentes españoles (Elliott, 2006: locs. 6744-6765). Si los criollos querían tener
éxito en sus aspiraciones independentistas, tenían que enrolar en sus filas a otra
mucha gente distinta de ellos. No era tarea fácil. Como lo subrayara Nairn
(1982), los criollos no podían romper su yugo sin la colaboración de las masas
que los rodeaban. Como sabemos, lo hicieron con dosis diferentes de fuerza,
pero esa no es toda la historia.
Izando la bandera nacional, los criollos supieron hacer su dominación
aceptable o, al menos, tolerada por la mayoría. Muchos combatientes por la in-
dependencia veían a la nación, por oposición al antiguo régimen colonial, como
un escenario mejor para imponer el principio de igualdad ante la ley y, por ende,
como el terreno legítimo en el que plantear sus aspiraciones y buscar solucio-
nes para los conflictos creados por su vida en sociedad. Fue un proceso pareci-
do al que se apoderó de Francia en 1789, cuando los revolucionarios ofrecían
una idea de justicia y de democracia que una gran mayoría acabó por conside-
rar superior al particularismo y al clientelismo del Ancien Régime. La nación
ofrecía un nuevo locus en el que las antiguas diferencias insalvables entre acto-
res y espectadores, entre nobles y gente del común, desaparecían en la comuni-
dad de citoyens (ciudadanos). Ese es, a nuestro juicio, el factor fundamental del
nuevo orden que Anderson pierde en su discusión sobre la importancia de la
imprenta y de la formación de lenguas nacionales normalizadas. La nación pro-
pone la igualdad ante la ley y con ello abre la puerta al mérito, y no a la cuna,
como el elemento fundamental de la franquicia política. Las naciones, esas co-
munidades imaginarias, atraen (o, en lenguaje de marketing, cuentan con un
factor pull) con la fuerza de esa sola noción: que todos sus miembros pueden
esperar que la ley les dé un mismo trato, por muchas que sean sus diferencias
en otros terrenos (Malia y Emmons, 2006).
Anderson se equivoca al definir básicamente el proceso como una revolu-
ción burocrática alentada por la imprenta y la lengua nacional. Sin duda, ambas
fueron factores muy poderosos en la configuración del nuevo marco político,
pero no bastan para explicar la fuerza de esas comunidades imaginadas. No son
muchos los que están dispuestos a ofrecer su vida por las burocracias. De he-
cho, tras la invasión de Rusia por las tropas hitlerianas, Stalin no llamó a los
rusos a defender al Partido Comunista, sino a la patria —otro nombre para la
nación (Judt, 2006)—. A veces, Anderson, al igual que Bauman (2001), se re-
fiere a la semejanza de esas comunidades con las familias para explicar la fide-
lidad a la nación, algo difícil de entender, pero esta nueva explicación es tam-
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DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA 307

bién errónea. Las familias no son comunidades imaginarias; sus miembros com-
parten genes, se conocen y tienen una experiencia de primera mano de sus lazos
comunes, aunque a veces diverjan o se enfrenten. Las comunidades imaginarias
o naciones no solo están ancladas con lazos emocionales o de sangre. Su fuerza
colectiva se basa en una nueva forma de conciliar los diferentes intereses de una
amplia sociedad por medio del imperio de la ley —un sistema característico de lo
que conocemos como modernidad y que muchos entienden como superior a cual-
quier otro de los conocidos hasta la fecha—.
No otra cosa supone la hegemonía sino esa capacidad de crear coaliciones
estables de intereses en torno a metas políticas y nacionales que son comparti-
das por amplios sectores sociales; no es, pues, algo basado exclusivamente en
emociones y, menos aún, en el uso exclusivo de la fuerza. Es un híbrido de las
cualidades que Pareto (1935) atribuía a sus leones (la fuerza) y a sus zorros (la
astucia), algo que, lamentablemente, se pierde en la traducción pomo y en su
subtexto marxista. La hegemonía se adecua muy bien a la mayor parte de las
tareas humanas en la medida en que unifica (los cursis hablan de sinergias) a
muchas gentes para perseguir fines colectivos. Es la fase cooperativa de la evo-
lución.
Reconocer el papel que la hegemonía ha desempañado y desempeña aún en
la mayoría de las sociedades no supone desconocer la existencia de diversidad,
de contradicciones y de eventuales explosiones de violencia a lo largo de la his-
toria y para el futuro previsible. Ningún grupo social, ninguna institución, nin-
guna agencia, tiene garantizada su infalibilidad ni su futuro y ninguno de ellos
puede conciliar todos los intereses sociales todo el tiempo; así pues, su hegemo-
nía se ve continuamente sometida a presiones tácticas y estratégicas. Incluso
aquellas instituciones que priman exageradamente su unidad, como los institu-
tos religiosos o los partidos comunistas, suelen tener en su seno al menos dos
tendencias en relación con cualquier curso de acción futura: a favor o en contra
de aquello que sea la manzana de la discordia en cada momento de su historia.
Muy a menudo hay otras subcorrientes que se apartan de las propuestas de esas
dos fuerzas. De esta forma, cada una de ellas avanza sus propios constructos
sociales y decide cómo obrar mediante prueba y error. A menudo, los conflic-
tos internos se tornan tan imposibles de conciliar que pronto dan lugar a la apa-
rición de divisiones, peleas y hasta enfrentamientos violentos, aunque sea muy
difícil prever el momento exacto en que esas cosas llegarán a producirse. Es-
tamos frente a las pulsiones divisorias que componen el camino contradictorio
de la evolución social.
Lamentablemente, el constructivismo limitado de los pomos se queda corto
en ambos aspectos. Esos cuentos de hadas políticamente correctos fracasan en
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308 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

un aspecto fundamental y quedan atrapados en un dilema lógico del que no pue-


den escapar. Si el papel de las identidades no es otro que el de reflejar luchas
ilegítimas por el poder, como lo quiere la ideología pomo, se hace difícil com-
prender cómo, a menos que se quiera saltar hacia el terreno de la fe, algunas de
ellas puedan evitar ese sino. Con las herramientas lógicas que ha creado, el
constructivismo no puede, por ejemplo, encontrar argumentos contra las tesis
de Huntington (1996, 2004; Fleishman, 2002) de que la verdadera identidad
americana es precisamente aquella que Aquila denunciaba en el caso del Oeste
americano (1996).
El otro lado de la ecuación es igualmente insatisfactorio. Si se acepta el
constructivismo pomo limitado, una vez que uno de los candidatos ha sido
ungido como el verdadero representante de una identidad dada, se hace difícil
evitar que recorte, persiga o incluso proscriba al resto de los impostores. El
constructivismo limitado abre la vía hacia la limpieza, sea de sangre, religiosa,
étnica o ideológica. Baste con recordar el principio cujus regio, ejus religio (la
gente debe seguir la religión oficial del lugar en el que vive), con el que se
cerró, en falso, la Paz de Augsburgo (1555) entre católicos y protestantes. Ese
principio, tan similar al constructivismo pomo, lejos de asegurar una paz reli-
giosa duradera, llevó directamente a la sangrienta y brutal guerra de los Treinta
Años en el siglo siguiente (Parker, 1997; Wedgwood, 2005). Si quisiéramos
ofrecer ejemplos de otros acontecimientos igualmente devastadores no habría
espacio suficiente en este libro ni en otros muchos más para narrarlos.
Pese a todo, una vez que los sospechosos habituales han sido rodeados, la
mayoría de las narrativas pomo mantiene que algunas ideologías alternativas (la
locura creativa de Foucault, por ejemplo) o identidades (alguna confusa japone-
sidad, o germanidad, o kenianidad, o lo-que-sea-dad), al toque de una varita
mágica (cuando sirven, nos cuentan, a la causa de los Otros oprimidos) serían
inmunes a la hipostatización. Uno debe tener cuidado, empero, con lo que de-
sea. A veces esas identidades alternativas se convierten en realidad y, de repen-
te, el director que esgrime la varita mágica no es otro que Mao Zedong, Pol Pot
o Khomeini. Y el resto tenemos que soportar sus ideas sobre la identidad nos
gusten o no. En el caso de que uno viva para contarlo.
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 309

8. Los lenguajes del turismo

De Babel...

L´enfer ce sont les autres [El infierno son los demás], opinaba Jean-Paul Sartre
en Huis-Clos (una obra de teatro escrita en 1943-1944 que en castellano se
llama A puerta cerrada), y ese apotegma infernal se puso pronto de moda. Al-
gunos años más tarde, Sartre explicaría que lo que quería decir era algo diferen-
te de lo que se le solía atribuir. No se refería tanto a que las relaciones sociales
hubieran de ser una continua maldición, o que tengamos que ver en nuestras re-
laciones con los demás un anticipo del infierno. Más bien,

cuando pensamos en nosotros mismos, cuando tratamos de saber quiénes somos, final-
mente acabamos por echar mano de lo que otros piensan sobre nosotros, nos juzgamos
con un material ajeno usado —y luego transmitido a nosotros— por los demás. Todo
cuanto pueda decir acerca de mí mismo necesita del conocimiento ajeno. En otras pala-
bras, si nuestras relaciones se agrían, yo me daré cuenta de que sigo dependiendo de
esos juicios ajenos, desembocando así derechamente en un infierno. Mucha gente se
encuentra en una situación similar porque depende en demasía de los juicios ajenos.
Pero eso no implica que no podamos tejer relaciones con ellos; solo que los demás tie-
nen una importancia capital para cada uno de nosotros (2004).

En suma, aunque no quede claramente formulado en la explicación sartriana,


Ego y el resto estamos condenados a vivir juntos. No podemos escapar de la
sociedad y las sociedades entrelazan a los humanos de muchas formas, la mayo-
ría de ellas por medio del lenguaje.
Un lenguaje es, ante todo, un medio de comunicar información, entendien-
do esta de forma muy amplia. Usualmente, el lenguaje parece agotarse en las
expresiones verbales y los juicios escritos. Sin embargo, el lenguaje puede
adoptar muchas otras formas, como el lenguaje corporal, los medios audiovi-
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 310

310 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

suales y, con el advenimiento de la lingüística estructuralista, se supone que


cualquier signo, incluyendo objetos naturales a los que atribuimos significado,
puede formar parte del lenguaje. De esta forma, aunque un lenguaje tenga por
meta transmitir información, esta no se limita a proposiciones fácticas, sino que
incluye estados mentales, comunicación no verbal, mandatos, sentimientos, etc.
Adicionalmente, los lenguajes codifican a sus componentes con reglas obliga-
torias para permitirles gozar de sentido. Esos códigos lingüísticos reciben el
nombre de gramáticas, es decir, sistemas de inflexiones y sintaxis que permiten
que el uso de palabras y otros signos dé sentido a nuestras vidas. La gramática
no se limita exclusivamente al lenguaje hablado y escrito. Películas, música,
artes, cómics y hasta el amor tienen sus gramáticas propias.
Hoy sabemos que muchas especies animales usan lenguajes para comuni-
car a sus ejemplares individuales (biocomunicación), pero aún seguimos pen-
sando, tal vez con razón, que los lenguajes humanos son los que han adquirido
una mayor complejidad y riqueza de medios. Los lazos sociales adoptan mu-
chas formas que en su mayoría se expresan por medio del lenguaje. Si Sartre
tiene razón, no solo todo lenguaje es un constructo social, como lo quieren el
adagio y el ritual posmoderno; además —y esto es mucho más importante—, el
lenguaje viaja siempre por una senda de doble carril. Ningún individuo, ningún
grupo social, ni siquiera el más totalitario de los gobiernos, pueden conformar
a su voluntad al lenguaje y al significado. En las sociedades autoritarias suele
darse una implacable presión para que la gente se rija por lo que los poderes de
hecho, como Humpty-Dumpty, quieran que las palabras signifiquen —una pre-
sión a menudo contrarrestada sub rosa y/o por medio del humor—. Las socie-
dades democráticas, por su parte, entienden que el lenguaje y los objetos que
designa son una zona abierta, aunque a menudo lo de abierta solo signifique un
acuerdo para estar en desacuerdo.
Actualmente se espera que todos los subsistemas sociales desplieguen un
conjunto de palabras y signos que, de ser correctamente interpretados, propor-
cionan una mejor comprensión de sus relaciones con la totalidad social, ya sea
esta el área específica de un país, el mundo, una determinada cultura, un conjun-
to de culturas o la cultura universal, sea eso lo que sea. El subsistema turístico
no es una excepción. Existe un amplio acuerdo en que si uno comprende sus ele-
mentos significativos más simples y la forma en que estos se combinan entre sí,
es decir, su gramática, tanto el moderno turismo de masas como el sistema social
que lo ha hecho posible nos dejarán comprender su verdadera estructura y, por
ende, encontrar la forma de organizarlo con eficacia sostenible. Bajo la presente
crisis de las tijeras de la investigación turística (capítulo 1), esa meta tiende a ser
interpretada en al menos dos formas mutuamente excluyentes. O bien queda con-
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 311

LOS LENGUAJES DEL TURISMO 311

finado en el área del mercadeo, o bien en el de la semiótica. Mientras que en el


primero el lenguaje turístico se concentra en aumentar la productividad, maxi-
mizar los beneficios, mejorar la gestión de las atracciones y destinos, o adoptar
técnicas eficientes para crear marcas, en el segundo se desconfía del lenguaje
turístico y se denuncian los lazos que le atan a la modernidad capitalista y/o la
hegemonía occidental.
La teoría de la comunicación se ha hecho muy compleja en la segunda mi-
tad del siglo XX, después de que Shannon y Weaver (1949) propusieran el mo-
delo más simple de su proceso. En esa versión la comunicación era mayor-
mente un flujo unilateral de mensajes que iban desde un emisor a un receptor
utilizando un determinado medio. El medio, que para ellos era sobre todo el
teléfono, sin duda porque ambos habían trabajado en los laboratorios Bell, se
convertía en el elemento clave de su teoría. Al mismo tiempo, Laswell estaba
proponiendo un modelo similar, aunque algo más sofisticado. La teoría de la
comunicación debía abarcar el estudio de las cinco W (en su formulación in-
glesa, Who said What to Whom, by What media and to What effect), o en cas-
tellano las cinco Q, como en Quién dijo Qué a Quién, por Qué medio y con
Qué efectos (Laswell, 1950). Laswell aplicaría su método sobre todo al estu-
dio de la política (1952; Laswell y Leite and Associates, 1968). Siguiendo esa
falsilla, la comunicación sería posteriormente entendida como la relación en-
tre un ego/autor/emisor que transmite información/contenidos/mensajes a un
receptor/audiencia/decodificador por medio de un medio específico, causando
con ello una serie de efectos.
Por ser formas de comunicación, los mensajes de y sobre los destinos, los
turistas, las fábricas de vacaciones, las comunidades locales y el resto de los
objetos de la investigación turística pueden ser estudiados con ese método gene-
ral. Es tan solo un principio, pues el proceso mencionado sigue siendo atomiza-
do y formalista. Es formal porque, para hacerlo operativo, tenemos que incluir
diferentes elementos y evidencias prácticas. Es atomizado porque solo toma en
consideración los elementos más simples de la comunicación. Si queremos en-
tender mejor a esta tendríamos que añadir que, en realidad, esos elementos sim-
ples que constituyen las piezas de todo proceso comunicativo van habitualmen-
te acompañados de retroalimentación, que se solapan unos con otros, y que de
esta forma desencadenan macroprocesos que a menudo parecen un cajón de
sastre en el que se guardan incontables madejas cuyos hilos se entrecruzan des-
ordenadamente unas con otras.
Este capítulo se referirá a algunos elementos del lenguaje turístico o, mejor,
por ser más exactos, deberíamos hablar, en plural, de los lenguajes del turismo.
Esa precaución significa que pensar que los turistas y el mundo del turismo
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 312

312 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

hablan con una sola lengua hecha de una colección cerrada de codificadores,
mensajes y audiencias a menudo engaña con su simplicidad. Ante todo, se olvi-
da de la perenne contradicción entre Milengua y Tulengua (más sobre esto en
seguida); además, uno no debería olvidar que los codificadores de mensajes ha-
bitualmente usan figuras de retórica o narrativas que tienen metas diferentes,
usan sintaxis divergentes, tratan de producir efectos contrapuestos y hablan a
sus audiencias de acuerdo con ello.
«Dejemos de hablar de mí; hablemos en cambio de lo que usted piensa de
mí» puede ser una broma, pero por indulgente o graciosa que pueda parecer la
proposición a su autor, ambos aspectos no necesariamente coinciden. Miguel de
Unamuno, tomando pie en una idea de Oliver Wendell Holmes, sugería que en
cada uno de nosotros habitan tres personas diferentes, la dialéctica de los tres
Juanes y los tres Tomases (1998). Uno es el Juan o el Tomás real, que resulta
desconocido hasta para sí mismo; otro es el Juan o el Tomás ideal, es decir, la
persona que cada uno de nosotros cree que es y trata de proyectar hacia el resto
del mundo exterior; finalmente, tenemos al Juan ideal de Tomás y al Tomás
ideal de Juan, es decir, el yo del Otro que cada uno de ellos construye y que no
necesariamente coincide o se solapa con los dos primeros. Uno podría embelle-
cer el acertijo hablando de otro par en el tercer estado: el Juan ideal de Tomás
y el Tomás ideal de Juan que cada uno de ellos deja conocer al otro en su len-
guaje público, y viceversa. En cualquier caso, para no complicar innecesaria-
mente la cosa, dejando a un lado al primer Juan y al primer Tomás, que, por
definición, son incognoscibles incluso para sí mismos, los otros dos estados ha-
bitualmente despliegan una permanente disonancia. Cuando Juan habla de sí
mismo podemos decir que usa Milengua; cuando Tomás se refiere a Juan, en-
tonces sabemos que lo hace con Tulengua. La mayoría de las veces ambas cosas
no coinciden. Una aplicación turística de este modelo puede encontrarse en un
trabajo de Karch y Dann que trata del complicado proceso de negociación de
identidades entre turistas femeninos y ligones de playa en Barbados (1981).
La distancia cognoscitiva es muy incómoda. Idealmente, todos preferiríamos
que la persona que tratamos de proyectar fuera aceptada sin mayor problema por
todos nuestros contactos. Pero, para concentrarnos en el turismo, atracciones y
destinos tal y como son presentados por sus promotores raramente coinciden con
la percepción de sus audiencias. Ninguno de los dos lados tiene un completo con-
trol sobre sus imágenes, que cambian sin cesar en la percepción ajena, es decir,
se hallan en continuo flujo o, de otra forma, son el reñidero en que se enfrentan
fuerzas opuestas, algo que se suele olvidar a menudo (capítulo 7).
Finalmente, mucha de la información intercambiada, a menudo bajo la for-
ma de cotilleos, se refiere a hechos (incluyendo sentimientos y opiniones) que
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 313

nos permiten navegar los rápidos del entorno natural y social. De esta manera,
la comunicación y el lenguaje adquieren rasgos claramente evolutivos y están
ligados a la supervivencia. Sin embargo, como se ha hecho notar, no toda comu-
nicación incluye hechos. Parte de los mensajes que recibimos al cabo del día
incluyen un elemento de persuasión. Nos informan de las pretendidas ventajas
de consumir este o aquel bien o servicio, o los presentan de tal forma que nos
sintamos impulsados a consumirlos en el futuro. Así es el lenguaje de la publi-
cidad, que, por más que haya estado conspicuamente presente en otros períodos
históricos, ha adquirido una importancia especial en nuestras sociedades de
mercado, es decir, en las modernas sociedades de masas. Tal vez debido a su
ubicuidad, tal vez a causa de su intensidad, resulta fácil confundirlo con el len-
guaje sin más, especialmente en áreas como el turismo donde establecer la ima-
gen de un producto o de un destino a menudo es cuestión de vida o muerte para
sus promotores. Pero eso sería un serio error. Para manejar el vasto canal infor-
mativo sobre la conducta y las actividades de los turistas conviene mantener
separada la comunicación basada en hechos y la suasoria. No es sencillo, pero
hay mucho que ganar cuando se entiende esa diferencia.
La disonancia se apodera con mayor facilidad de los narradores que tienen
que construir y sostener las imágenes y marcas positivas de un producto. En el
sistema turístico tales son las fábricas de vacaciones (operadores mayoristas,
agentes de viajes, líneas aéreas, cadenas hoteleras) y las gestorías de destinos
(GD o DMO —Destination Management Organization en inglés—), cuya fun-
ción principal consiste en crear narrativas sobre la calidad de sus productos, la
singularidad de los destinos que promueven y demás. Esas narrativas tienen que
incluir éxitos continuos y merecidos y pruebas de la clarividencia de sus consu-
midores. Cuando ese mensaje se transmite con éxito, se genera una relación de
confianza que hará que el consumidor compre el producto o el servicio ofreci-
do una y otra vez.
La creación de imágenes y marcas se ha usado sobre todo para vender
productos y servicios. En el mundo del turismo, aerolíneas, cadenas hoteleras,
operadores turísticos y agentes de viajes se han usado con buenos frutos las téc-
nicas de creación de marcas (Morgan y Pritchard, 2000). Pero, con la vista
puesta en ese éxito, otros actores comenzaron a usarlas. Últimamente, un cre-
ciente número de destinos han tratado también de establecer sus propias mar-
cas. ¿Hace verdaderamente buenas esas promesas la Milengua de sus promoto-
res? Parece dudoso. Para empezar, los destinos no pueden librarse fácilmente de
que se les identifique con las naciones-estado en donde se encuentran (Ansholt,
2002, 2005, 2006; Lee, Lee y Lee, 2005). Cuando se les pregunta en dónde pa-
saron sus últimas vacaciones, muchos contestarán que en China, o en Tailandia,
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314 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

o en Francia, o en Estados Unidos, si es que no hablan aún más en general.


«Estuve en Europa», «Hicimos un tour del sudeste asiático», «De isla en isla en
el Caribe». Obviamente, esas respuestas son erróneas, porque esos turistas estu-
vieron solo en algún centro de vacaciones, o en algunos lugares de una región,
o en unas pocas ciudades de varios países, pero en el lenguaje cotidiano los
entrevistados toman un atajo lingüístico a través de naciones, áreas geográficas
o continentes enteros.
Esta conexión es tan errada como difícil de evitar (Papadopoulos y Heslop,
2002). Por un lado, la mayoría de los destinos tienen que cargar con percepcio-
nes que tienen poco que ver con el turismo en sí. Muchas naciones responden a
una imagen trenzada por acontecimientos históricos y sus interpretaciones po-
pulares. Los centros de vacaciones de Turquía pueden ser muy parecidos a otros
del Mediterráneo, pero muchos turistas prefieren evitarlos porque uno de los
rasgos con los que identifican al país es su religión (Baloglu, 2001). Pocas ve-
ces la violencia política llega a zonas turísticas; sin embargo, en los recientes
casos de Kenia y Tailandia, esos acontecimientos pueden dañar los flujos recep-
tivos por mucho tiempo. La mayoría de los destinos ganarían rompiendo su aso-
ciación con su historia nacional, pero esta es una expectativa irreal. Algunos
destinos son islas, pero ninguno puede librarse por completo del bagaje históri-
co que acarrea.
Algunas áreas del mundo, por ejemplo la Costa Azul de Francia, han alcan-
zado buena consideración por parte de la mayoría, pero son una excepción. En
los más de los casos, un nombre conocido funciona solo en algunos mercados.
Mallorca puede acomodar diez millones de turistas internacionales en un año,
pero no muchos habitantes de Europa occidental lo saben. Adicionalmente, no
todos los destinos tienen los mismos clientes. La costa norte de Mallorca, con
Deià como centro, es un destino de élite para escritores famosos, artistas, cele-
bridades y otros jet-setters que difícilmente se mezclan con las masas que pue-
blan El Arenal o Magaluf durante el verano. Crear una sola marca para esos dos
mercados es tarea imposible (Castro, Martín Armario y Ruiz, 2007; Morgan y
Pritchard, 2000, 2002). Los destinos no son otra cosa que mezclas de lugares
diferentes entre sí con diferentes productos y diferentes causahabientes cuyos
intereses y expectativas tienen difícil reconciliación.
Aún más importante, los destinos carecen de control sobre productos, polí-
ticas de precios o sistemas de distribución (Prideaux y Cooper, 2002). Habría
que reconocer que, por grande que sea la lealtad de los consumidores a las mar-
cas que les proveen de experiencias placenteras, la mayoría de los turistas cuen-
tan con presupuestos limitados y tienen que equilibrar su dinero con el produc-
to que compran. Hay diferencias entre reconocer la ligazón sentimental entre
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 315

consumidores y marcas y concluir que la renta disponible ha desaparecido del


radar de la mayoría. En la medida en que las gestorías de destinos turísticos
(GD) carecen de control sobre las cuatro P del mercadeo (Producto, Precio, Po-
sición y Promoción), como por definición sucede en los sistemas basados en el
mercado, parece conveniente aguar el entusiasmo acerca del papel que las emo-
ciones tienen en la toma de decisiones turísticas y de cualquier clase. Las GD
deberían reconocer que, por esta causa, los destinos son mucho menos suscep-
tibles de ser gestionados como marcas que otros productos. Eso hace que el
riesgo de disonancia crezca exponencialmente (Pike, 2004a, 2005).
El crecimiento inicial del turismo de masas en España (1959-1979) ofrece
un buen ejemplo de las limitaciones que existen a la hora de crear imágenes y
marcas turísticas. Uno puede discutir hasta el fin de sus días si las acciones de
las agencias especializadas en la promoción del turismo al país tenían más de
marcaje (un concepto que a la sazón no había aún alcanzado el impulso poste-
riormente reconocido) que de creación de imagen (Gartner, 1993). Dada la per-
meabilidad de ambos conceptos, uno debería adoptar una posición flexible. Sin
embargo, si nos fijamos en la clave del asunto, cualquiera que sea la etiqueta
que le pongamos, la estrategia de la Agencia Española de Turismo o AET (un
nombre ficticio usado aquí para evitar el uso de los múltiples nombres oficiales
que han acompañado a esta actividad bajo distintos gobiernos) incluía elemen-
tos parecidos a los que uno espera de las marcas. La AET mantenía acciones de
mercado consistentes, usando las mejores herramientas promocionales de aque-
llos tiempos, especialmente basadas en la distribución de folletos y pósteres.
Ambos instrumentos ofrecían una forma más eficaz de comunicar con las
audiencias elegidas que las muy caras campañas de publicidad, que en la mayo-
ría de los mercados eran puramente testimoniales dadas las limitaciones presu-
puestarias. Con ellas, la AET trataba de crear una relación emocional entre sus
consumidores (mayoritariamente europeos) y el destino. Finalmente, la AET
trataba de mantener su lealtad para que los turistas volvieran una y otra vez al
país. A primera vista, así se consideren esas actividades como marcaje o como
creación de imagen, lo que se puede concluir es que la estrategia de la AET de
aquel tiempo constituyó un gran éxito, a juzgar por sus resultados económicos.
Sin embargo, hay buenas razones para dudar de la relación entre el plan y las
entradas de dinero al país por cuenta del turismo.
La AET ha publicado recientemente una serie de volúmenes que contienen
la mayoría de los pósteres producidos por ella desde que ese medio fue utiliza-
do por vez primera, en 1929 (AET, 2000a, 2000b, 2005), hasta el año 2000.
Posteriormente apareció otro volumen (AET, 2007) que contiene un aún mayor
número de pósteres aparecidos en el mismo período, incluyendo algunos que se
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316 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

habían omitido en anteriores ediciones y llegando hasta 2005. Más allá de su


valor documental y artístico, esa colección ofrece una clara idea de la estrate-
gia de comunicación de la AET en el tiempo en que el turismo de masas hacia
España inició su despegue (1959-1979). El análisis de esos materiales plantea
una serie de aspectos significativos.
Ante todo, queda claro que la AET hizo un gran esfuerzo por publicitar Es-
paña. Entre 1959 y 1979 se produjo un total de quinientos cincuenta pósteres,
con una media de veintiuno al año, es decir, un nuevo póster casi cada dos se-
manas, aunque la producción no mantuvo una cadencia constante. España, pues,
trató claramente de crear una buena marca. Pero ¿cuál era esa marca a la que tan-
to esfuerzo dedicaba? Un par de estadísticas puede ofrecernos una pista. Si esta-
blecemos una división entre pósteres con temas de naturaleza y de cultura, los
segundos se llevan la palma. De los quinientos cincuenta pósteres producidos
durante las dos décadas del despegue, cerca de 80 por ciento estaban dedicados
a temas culturales (monumentos, museos, cuadros, tradiciones, actividades cul-
turales, etc.). La tendencia era obvia: la naturaleza prácticamente no aparecía en
el radar de la AET. Cuando lo hacía, empero, la comunicación española tampo-
co tenía un claro sentido de su dirección. De los 137 pósteres con temas de natu-
raleza, solo 89 representaban playas y destinos costeros, con solo 74 dedicados
al Mediterráneo, las Baleares o las Canarias. El resto se dedicaba a imponentes
montañas, paisajes nevados, flores, bosques, puestas de sol espectaculares, ani-
males salvajes y similares. En general, el mar, las costas y las playas tenían un
papel claramente secundario en la imagen de España. De los quinientos cincuen-
ta pósteres de la época, solo un 15 por ciento asociaba a España con las tres eses
(sun, sand, sea).
La AET había caído en la trampa típica de las GDT. En corto, había permi-
tido que la marca que ella deseaba proyectar se impusiese a la imagen percibida
por su público objetivo. De esta forma, si el mensaje y la imagen no están bien
calibrados acabará por aparecer una obvia disonancia. Este peligro, como se ha
dicho, amenaza a las GDT con mayor fuerza de lo que lo hace con otras activi-
dades de marcaje. En el caso español, especialmente hasta 1975, la AET trataba
de definir al país de forma por completo unilateral, que prestaba escasa atención
a las expectativas de sus consumidores. Entre 1959 y 1975, la AET se negaba a
reconocer que su mejor producto era el sol y la playa y que sus consumidores
eran, sobre todo, las clases media y media-baja de Europa. La estrategia en la que
la AET basaba sus comunicaciones, sin embargo, se olvidaba de ellas. Pósteres y
folletos iban dirigidos a otros clientes. Un análisis de la época sobre los últimos
(Febas, 1978) había ya apuntado esas fallas. Solo un 11 por ciento de los textos
y un 20 por ciento del material icónico prestaban atención a esos consumidores.
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 317

Adicionalmente, los folletos y pósteres españoles daban prioridad a las ar-


tes sobre cualquier otro producto. El país aparecía «museizado» y presentado
como un lugar en donde las artes, especialmente las religiosas, eran la atracción
superior. Se suponía que ellas representaban el culmen de una identidad espa-
ñola perenne e inmutable. Iglesias y abadías impresionantes, santos ascéticos,
guerreros heroicos: tal era la esencia de esa España Eterna que exigía a sus
hombres (no se hablaba mucho del papel de las mujeres) que fueran mitad mon-
jes, mitad soldados. En el mundo simbólico autoconstruido por la AET, chauvi-
nismo y desdén por la modernidad iban de la mano. Pero ¿acaso eran muchos
los turistas que visitaban el país en busca de toda esa faramalla?
Cuando la AET empezó a trabajar en su Primer Plan de Mercado (1985-
1986), los datos mostraron paladinamente que los turistas internacionales que
visitaban España no lo hacían atraídos en especial por su cultura y su historia.
Más del 85 por ciento pasaba sus vacaciones en costas e islas mediterráneas y
en Canarias, gozando de su sol y de sus playas (datos no publicados del Primer
Plan de Mercado 1985, conocidos por el autor). La marca proyectada no había
permeado significativamente la visión de los consumidores. Sin embargo, los
turistas internacionales seguían llegando en masa y muchos de ellos repetían al
año siguiente. Lo que estaba sucediendo parecía claro. Los gestores de los des-
tinos turísticos o GDT pueden proyectar sus deseos sobre el público tanto como
lo quieran, pero no por ello consiguen convencer. No son la única ni la más im-
portante fuente de información del consumidor. De hecho, el público se ve
siempre rodeado por un flujo estable de estímulos publicitarios, de fuentes edu-
cativas y de comunicaciones interpersonales. Es decir, los GDT no son más que
una de las muchas fuentes de información y no son especialmente fiables para
el público por diferentes razones (desde sus limitados presupuestos hasta su
orientación burocrática y a menudo carente de la información necesaria). La
meta de la AET de hacer del turismo una de las principales fuentes de ingresos
por exportaciones acabó en un gran éxito y los resultados convalidaron la estra-
tegia política. Sin embargo, en la realidad, los turistas europeos hacia España,
es decir, la masa crítica de los turistas internacionales, votaban claramente con
los pies por otras atracciones distintas de la España Eterna. La mayoría aspira-
ba a disfrutar del sol y la playa en un entorno propicio para sus familias y a
precios asequibles. Justamente el producto que les ofrecían los operadores turís-
ticos de sus países, cuyos catálogos desplegaban una serie de productos diferen-
tes y proyectaban la imagen de una playa sin fin que se correspondía con las
expectativas de la mayoría de los consumidores europeos. Si aquellos represen-
taban adecuadamente el país en sus catálogos (Dann, 1996c; Gaviria, 1975,
1996) no parecía preocuparles demasiado.
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318 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

El gran éxito de la estrategia política general de la AET ha hecho olvidar


una conclusión obvia: que la estrategia de marcaje seguida en los años del des-
pegue del turismo de masas hacia España (1959-1979) fue un fracaso estrepito-
so. Finalmente, a partir de 1979, bajo gobiernos democráticos de varia lección,
la AET mejoró su estrategia comunicacional y la ajustó progresivamente al gus-
to de unos consumidores cada vez mejor educados (Gnoth, 2002; Haug, Dann
y Mehmetoglu, 2007). Esas políticas han sido muy eficaces hasta el momento
presente, pues el país sigue encabezando los rankings internacionales.
Pese a todo, al observador le queda aún un interrogante en el fondo de sus
reflexiones. ¿Fue el éxito español en esta nueva fase de madurez el resultado de
una nueva marca (el logo inspirado en Joan Miró; el eslogan inicial de «España:
Todo bajo el Sol»; la atención a los vacacionistas en familia) o nada más que el
mero hecho de que España y sus vendedores ofrecían el producto adecuado a
precios convenientes para consumidores que no necesitaban otra cosa para de-
jarse convencer? Posiblemente, no haya una respuesta definitiva a esta incógni-
ta si no se toman en cuenta las circunstancias del proceso. Tomada aisladamen-
te, cualquiera de las alternativas puede resultar errónea. Como se ha apuntado,
si puede obtenerse alguna moraleja del caso español, esta no es otra que la com-
plejidad de las estrategias de marcaje, es decir, que las marcas circulan siempre
por una vía de doble sentido. Ningún agente puede nunca permanecer al mar-
gen de las presiones que generan los mercados. Desde este punto de vista, la
discusión sobre si son los GDT, los operadores turísticos, las líneas aéreas, las
cadenas hoteleras y, en general, cualquier agente turístico quienes controlan la
imagen de sus productos o sus destinos solo puede tener una respuesta fácil de
formular: no, no pueden.

… al lenguaje del turismo

Graham Dann ha dedicado mucha atención al estudio del lenguaje del turismo
y su obra ha inspirado buena parte de la discusión posterior. Otros autores
(Bitchfeld, 2007; Pike, 2004b, 2007, 2008; Tasci y Gartner, 2005) se han ocu-
pado igualmente del asunto, pero aún nadie ha mostrado la profundidad y la
extensión de Dann. Su libro fundamental (1996a) reúne una impresionante co-
lección de materiales y, lo que es aún más crucial, avanza una serie de hipóte-
sis para resumir la gramática del lenguaje del turismo. El suyo es un intento in-
novador por analizar el turismo que aún sigue sin tener igual.
En muchos otros trabajos (1996a, 1996b, 1996c, 1999, 2002, 2005a,
2005b), Dann ha aplicado su metodología sociolingüística a objetos tan varia-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 319

dos como los folletos, los pósteres, los anuncios turísticos, las guías, los repor-
tajes de viajes y hasta los avisos usados en las zonas turísticas. Posteriormente
ha ampliado su radio de acción a las formas y protocolos en que se transmiten
informaciones sobre diversos aspectos del turismo por internet. Su obra es un
punto de referencia básico para el estudio del turismo, aun cuando el lector
piense que, por diferentes razones, esta no acaba de alcanzar sus objetivos. Para
decirlo en breve, la clave de arco de sus hipótesis es que la comunicación o el
lenguaje del turismo trata a sus destinatarios como niños que necesitan ser so-
metidos a control social. Esa tesis central la ilustra, como se ha dicho, con gran
cantidad de materiales y una impresionante colección de ejemplos, pero, pese a
la riqueza de las aportaciones, el resultado final acaba por caer en el reduc-
cionismo y rutinizar sus conclusiones.
Al principio del capítulo 4 de El lenguaje del turismo, Dann anuncia al lec-
tor que su idea de que «el lenguaje del turismo es un lenguaje de control social»
es tan importante que «puede considerarse como el fulcro de mi contribución»
(1996a: 68). Sin embargo, no hace a esa noción algo más explícito. Control,
control social, poder… son palabras que demandan un tratamiento más detalla-
do porque son muy polisémicas. El poder se define en los diccionarios como la
capacidad de producir un efecto físico determinado, como cuando decimos que
un terremoto fue tan poderoso que destruyó todas las casas en un radio de diez
kilómetros desde su epicentro; pero también como la capacidad de dirigir o in-
fluir en la conducta de otros o en un particular curso de acción, como en «el
líder impuso su voluntad a la asamblea» o «el partido X ha ganado una serie de
elecciones durante los últimos años». Cuando hablamos de poder como control
social, generalmente nos referimos a este último uso. Pero no todas las formas
de control social son necesariamente iguales. Cuando decimos «el Führer deci-
dió enviar a todos los judíos a campos de exterminio», normalmente entende-
mos que este tipo de poder no es exactamente igual al que aparece en la expre-
sión «los padres decidieron enviar a sus hijos a un campamento de verano».
Ambas cosas son ejemplos de poder o control social, pero mientras que una ma-
yoría de observadores puede concluir que la decisión de los padres es legítima
al decidir la forma en que sus hijos menores deben emplear sus vacaciones de
verano, disponer de la vida de los otros sin su consentimiento es algo ilegítimo,
aun cuando, en el primer sentido de «poder», el Führer indudablemente tenía el
poder de proceder a la Solución Final.
La noción de legitimidad y la necesidad de hilar fino para entenderla, como
se dijo en el capítulo 3, no tienen sitio en la matriz pomo. Por definición, esta
ve en todas las situaciones sociales un reflejo de estructuras de poder que cir-
culan en ambos sentidos. Esa idea ha medrado en muchos autores a lo largo de
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 320

320 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la historia, pero su perfeccionamiento más reciente y poderoso se encuentra en


Foucault. Sea como dominador o como dominado, cada uno de nosotros parti-
cipa en esos juegos por el poder. Lo que cuenta es la posición en la que uno se
encuentra, ya como la parte poderosa, ya como el Otro. Esta situación inicial,
empero, se ve afectada por las negociaciones entre las partes, que pueden llegar
hasta revertirla. Tanto Ego como Alter luchan por ser reconocidos y por poder
desplegar su poder sobre el otro; ambos utilizan las armas que encuentran a su
disposición, en una nueva edición del kabuki hegeliano del Amo y el Esclavo.
No hay más salida. Ambos acabarán por reconocerse mutuamente, aunque esta
conclusión haga aparecer a su lucha como algo redundante. Pero si olvidamos
esta última observación, ni Hegel ni Foucault demuestran tener el menor senti-
do de la asimetría del poder. La noción de legitimidad no puede entrar en sus
constructos teóricos. Todo lo que cuenta es el poder, sea el del amo que domi-
na al esclavo; sea, como en The Servant, de Joseph Losey, el del esclavo que
acaba por someter a su antiguo amo. Ambas partes se sirven por igual del poder.
Esta conclusión de Foucault es algo que repugna a algunos observadores.
Dean y Juliet Flower MacCannell mostraban su enfado porque no puede valer
en el caso del violador y sus víctimas. Es verdad que su reproche parte de una
capacidad para leer la mente ajena que no suele ser patrimonio del común de
los mortales, como cuando afirman que

nos preocupa […] que la visión [de la violación] en Foucault sea prematuramente utó-
pica: su idea de la redefinición de la identidad sexual y de otras identidades sigue mos-
trándose sumisa a las antiguas relaciones de poder y de violencia incluso, o especial-
mente, en esta época posmoderna; y que si aparecen excepciones al influjo de la tiranía
sobre la base de su categorización es porque esa escapatoria les ha sido concedida tan
solo para que sigan sirviendo al poder al enmascarar su eficacia (1993a: 205).

Como lo hacen con muchos otros de sus sospechosos habituales, los MacCannell
acusan a Foucault de proveer excusas para el poder. Sin embargo, no es menos
cierto que dan en la diana cuando señalan que «el poder no es neutral, difuso,
algo que está al alcance de cualquiera, sino algo ferozmente protegido por quie-
nes lo ostentan y por sus agentes; y finalmente que las amenazas y el propio uso
de la fuerza y de la violencia forman parte esencial del ejercicio del poder»
(1993a: 205). Los MacCannell pueden no haberse dado cuenta de adónde les lle-
varía su pensamiento (la necesidad de elucidar qué es lo legítimo en cada caso),
pero su conclusión es intachable. Hay diferencias —diferencias que deben ser
puestas de relieve y mantenidas hasta el fin— entre los usos legítimos e ilegíti-
mos del poder. Poder y legitimidad no pueden vivir el uno sin la otra.
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 321

LOS LENGUAJES DEL TURISMO 321

Dann no muestra especial predisposición hacia la ortodoxia foucaultiana;


pero tampoco es especialmente exigente a la hora de definir los usos del con-
trol social y se mantiene confortablemente al margen de esta discusión. ¿Por
qué? Uno se malicia que Dann se identifica con lo que podríamos llamar la iz-
quierda durkheimiana. Luego de que Parsons y otros de sus seguidores ameri-
canos se alzaran con el santo y la limosna de la noción de «solidaridad»,
Durkheim ha sido habitualmente interpretado como un adalid de la conformi-
dad social. Parsons creía entender que, en el fondo, para Durkheim los valores
centrales de la sociedad se impondrán siempre a la voluntad individual (1937,
1991). Con independencia de sus propias inclinaciones individuales, la mayor
parte de los sujetos en una mayoría de las situaciones, si no en todas, aceptarán
satisfechos, o al menos con pasividad, los diferentes papeles que están llama-
dos a desempeñar en la división orgánica del trabajo propia de la modernidad.
Esta disposición, amén de otros «hechos sociales», crea una coerción llevadera
que mantiene un orden social compacto. Las sociedades no pueden sobrevivir
sin constricción ni control; más aún, respetar las normas sociales aparece para
una mayoría de individuos como la forma más eficiente de resolver el proble-
ma hobbesiano del orden. Son muchos quienes aceptan al poder como algo legí-
timo y encuentran así una razón para obedecerlo. Para dejar atrás la pesadilla
del estado de naturaleza están dispuestos a aceptar y aun respetar sin rechistar
a los poderes existentes. El control en esta versión de Durkheim es algo natural
para las sociedades y sus miembros. Después de todo, estos no hacen sino obe-
decerse a sí mismos cuando respetan las normas sociales (Lanfant, 1981, 2007;
Lanfant, Allcock y Brunner, 1995).
Pero, si eso es así, cómo entender el estudio del suicidio que planteara
Durkheim (1997). Los representantes de la izquierda durkheimiana tienen sus
propias ideas. Para ellos, cuanto más permea el control social la vida colectiva,
tanto más repugna este a la gente, sea de forma consciente o imperceptible. La
conformidad no es un dato, sino algo por lo que se paga un alto precio. Durk-
heim no parecía tener gran fe en la resistencia heroica al control social (después
de todo, había vivido la Comuna de París y no se mostraba especialmente con-
tento con sus logros), pero sabía que en las sociedades modernas hay pocos o
muchos individuos en un estado de anomia, faltos de convicción o respeto por
las normas y llenos del deseo de pertenecer a algo. La desilusión individual con
un sistema social que genera anomia aparece bajo muchas formas, que van des-
de la escapada del nómada de la riqueza hasta el suicidio. Aunque esas cosas
parezcan no ser otra cosa que decisiones individuales, una anomia extensa re-
presenta una amenaza al orden existente. Los durkheimianos de izquierda igua-
lan control social y anomia y, aun cuando no tengan grandes esperanzas sobre
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 322

322 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

la posibilidad de cambios sociales radicales, analizan la vida social como a


través de un cristal oscuro —las ubicuas y desagradables consecuencias del
control social—. Según sus puntos de vista, los durkheimianos de izquierda pin-
tarán sus lienzos con los matices de gris del epónimo Juan Gris o con la deses-
peración de algunas versiones de El grito, de Edvard Munch. La vida social no
es en manera alguna un lecho de rosas.
Si esta interpretación es correcta, encontraríamos en ella la clave de la falta
de interés de Dann por definir el control social. Una definición es innecesaria.
Basta con abrir los ojos y estar atento para saber que existe y cuáles son sus con-
secuencias. Eso es exactamente lo que él hace con una abrumadora copia de in-
formación. El control social es esencial para todo lenguaje, y el del turismo no
puede ser una excepción. Dann se remonta a la Antigüedad. En su versión, Gre-
cia y Roma veían las diferentes formas de viajar como una escapatoria a lo que
hoy llamaríamos el marasmo urbano. Para muchos autores griegos, visitar otros
lugares representaba un antídoto a la superpoblación y la violencia de las gran-
des ciudades de la Hélade o el Asia Menor. No todos, empero, veían el viaje de
forma positiva. Platón recomendaba que los visitantes extranjeros fueran some-
tidos a cuarentena para evitar que corrompiesen las mentes de los jóvenes ate-
nienses —un antiguo caso de divergencia entre causahabientes, pues los hospe-
deros locales no parecían apreciar en mucho esa opinión—. En Roma, lugares
como Baiae o Pompeya, que eran algo muy parecido a las ciudades del ocio ac-
tuales, despertaban las mismas pasiones encontradas que despiertan hoy las di-
námicas económicas y sociales del turismo. Similares controversias siguieron
durante la Edad Media, en los siglos del Grand Tour y, luego, con los principios
del turismo de masas, que Thomas Cook emprendió en Gran Bretaña y los fe-
rrocarriles en Estados Unidos. En todas esas instancias uno puede observar
cómo diferentes autores no solo discutían los pros y los contras del turismo,
sino que también establecían un canon de objetivos y exigían que los viajeros
se comportasen de formas específicas y sancionadas socialmente. Las agencias
que proveyeron las necesidades de los turistas, especialmente en los tiempos
modernos, no fueron personajes ajenos a estas historias. Los viajes empaqueta-
dos de Cook empezaron llevando a gente a los mítines de las sociedades a favor
de la prohibición del alcohol. Pero más aún que este impulso moralista, a Dann
le interesan las destrezas organizativas que permitieron que Cook y sus suceso-
res florecieran. La organización ejemplifica el control social más allá de lo que
pudieron hacerlo las tendencias moralistas de los abanderados del turismo de
masas moderno. Es en ella donde se refugian sus mayores peligros.
La relación entre turismo y control social se profundizó rápidamente con la
aparición del turismo de masas. A menudo se dice que viajar proporciona a los
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 323

individuos una oportunidad para ejercer su libertad individual, pero esto hay
que tomarlo con el proverbial grano de sal. Algunos autores señalan cómo los
turistas acaban atrapados por sus propias decisiones; que tienen que aceptar las
exigencias que imponen los operadores turísticos en cuanto al tiempo de viaje,
lugares a visitar, servicios prestados durante el viaje y demás. Turner y Ash
(1975), por ejemplo, veían el control como una consecuencia de la componen-
te corrosiva del turismo o, al otro extremo, de la exigencia de los turistas por
encontrar un orden que les asegure su seguridad mientras viajan. Estos autores
dieron un paso más al argüir que esta necesidad de orden fue el éxito de luga-
res como la España de Franco, el Portugal de Oliveira Salazar o las Filipinas de
Marcos.
Pero, apunta Dann, no es tanto el poder político lo que cuenta en la impo-
sición del control social sobre el sistema turístico cuanto el poder económico
desnudo de la industria que organiza el consumo turístico (2003). Hoteles y
cadenas de restaurantes, centros comerciales orientados al turista, espacios de
diversión, parques temáticos y, sobre todo, las fábricas de vacaciones que pro-
ducen paquetes turísticos buscan la maximización de sus beneficios e imponen
un marco a la conducta turística que siempre defrauda las expectativas de los
anfitriones y de los huéspedes.

Es a partir de esa relación asimétrica de poder como todos ellos moldean las volunta-
des de las sociedades receptoras y de los turistas […] No solo popularizan modelos que
facilitan ese control, sino que manipulan las actitudes para que se amolden a esos mode-
los [a través de] la publicidad […] redefiniendo de paso las situaciones, imponiendo
parámetros y alterando la conducta de los consumidores hacia la dirección deseada por
ellos. Como los clientes están desorganizados y carecen de intereses colectivos, acaban
por caer bajo el control de un discurso que formula las preguntas, provee las respuestas
y les habla por medio de órdenes (1996a: 76)

La retórica de la publicidad oculta esa sutil dominación de las grandes corpora-


ciones que crecen sin cesar en la medida en que su ayuda se presenta como algo
necesario para la buena organización de los viajes turísticos. Las corporaciones
son los verdaderos dueños de la mirada turística. El lenguaje de liberación que
tan conspicuamente aparece en sus anuncios cela la realidad de su control.
El control social no se limita a la publicidad. Dann sigue sus huellas en mu-
chos otros ámbitos de la comunicación turística. Uno de ellos es el de las guías
turísticas. En su estudio de las de Baedeker, Boorstin recordaba cómo, más allá
de sus descripciones de lugares y atracciones, uno puede también encontrar nu-
merosas advertencias sobre cómo se supone que los turistas deben comportar-
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324 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

se, vestir, evitar las risotadas o hablar a gritos; «en suma, cómo ser decentes,
respetables y representantes modelo de sus propios países» (Dann, 1996a: 84).
Baedeker fue el creador del ranking de estrellas para las atracciones turísticas,
aleccionando así a los turistas sobre lo que valía la pena ver y lo que no mere-
cía un desvío. Se dice que hasta los residentes de los lugares a visitar se com-
portaban de acuerdo con lo que Baedeker hacía esperar, incluyendo hasta a Old
Faithful, el géiser del parque nacional de Yellowstone, en Wyoming, del que se
decía que sus erupciones seguían la pauta que había marcado Baedeker. A la
vera de Boorstin, Dann se deja llevar de un excesivo entusiasmo por Baedeker.
El Feldmarschall Göring, según ellos, estaba tan encariñado con la guía que en
1942 ordenó a la Luftwaffe destruir todos los monumentos británicos que ha-
bían sido señalados en ella con un asterisco. Más aún, «en los días anteriores a
la Segunda Guerra Mundial, no menor personaje que el Kaiser se sentía obliga-
do a actuar para los turistas» (Dann, 1996a: 84), dejándose ver cada día en el
concierto que la banda imperial tocaba a las doce del mediodía frente a palacio,
«porque Baedeker dice que eso es lo que hago siempre a esa hora» (Boorstin,
1961: 104). Un poder de Baedeker sin duda impresionante, pues de ser cierta la
historia habría forzado al Kaiser a seguir esa rutina incluso cuando, como en los
días anteriores a la guerra, ya no era Kaiser. Guillermo II abdicó su corona en
noviembre de 1918, muchas lunas antes del estallido de septiembre de 1939.
No solo las guías se afanan por exhibir su capacidad de control. Los repor-
tajes turísticos también están llenos de consejos, y qué puede haber de más pro-
penso al control que los buenos consejos. Otro tanto puede decirse de las fotos
que acompañan a la publicidad y a los artículos de las revistas de viajes. La for-
ma en que presentan a los turistas corroboran las mismas imágenes que uno
puede encontrar en los catálogos de las fábricas de vacaciones o en la publici-
dad de las gestorías de destinos (GD). Dann lo ejemplifica con una imagen de
la agencia turística de India (O’Barr, 1994) que muestra a una pareja de blan-
cos sentados en el lomo de un elefante guiado por un mahut que viste sus mejo-
res galas y pretende que esa es la mejor manera de visitar Jaipur —otra instan-
cia mítica à la Barthes de la ideología del colonialismo fotográfico, «donde los
sahibs y las memsahibs son tratados como maharajás y los locales presentados
como sus servidores» (1996a: 87)—.
El control social se extiende a otros muchos componentes del turismo
(Dann, 2003). Véase el recién mencionado sistema de estrellas para evaluar
atracciones y hoteles, que no se limita a informar de sus características, sino que
los categoriza de forma que excluye a los de categoría superior de las opciones
de los menos pudientes. No solo en términos monetarios. Los que están en la
cima aparecen también como algo vedado para quienes carecen del capital cul-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 325

tural que les permita seguir los códigos de conducta apropiados. Al ofrecer
mejores habitaciones que las que sus eventuales consumidores tienen en sus
casas, esa clasificación confina a los de menores posibles a sus propios dormi-
torios. O, con otro truco, esos hoteles se presentan como lugares seguros que
aíslan a sus clientes de un exterior al que describen como peligroso o falto de
interés. De esta forma convierten a los consumidores en una clientela cautiva
que no se atreve a abandonar el recinto y se gasta el dinero en los bares de la
piscina o en su night club, aumentando sin cesar la cuenta de consumiciones.
Esta es la estrategia adoptada con éxito desde sus inicios por el Club Med.
A resultas, no solo mejoran los beneficios de la compañía, sino que sus clientes
se convierten en consumidores sumisos y, por ende, más dispuestos a aceptar
sin rechistar las normas del club. Algunas de ellas pueden ser verdaderamente
infernales. Un reportaje citado por Dann hablaba de un centro de vacaciones en
la Dominicana en donde a los huéspedes se les hacía portar una pulsera identi-
ficatoria sin la cual no podían obtener servicios y hasta les era imposible entrar
en sus habitaciones. ¡Hasta una antigua Miss Bristol tuvo que ponerse la pulse-
ra, estropeando así un magnífico bronceado total! Otro reportero comparaba su
estancia en otro centro del Caribe con una temporada en manos de las SS.
Usando su control social, las fábricas de vacaciones meten a los turistas en
una cápsula, a pesar de que su publicidad haga aparecer las vacaciones como
una manifestación de su libertad. Las atracciones que uno no puede dejar de ver,
las opiniones de los guías, los itinerarios impuestos, el control del tiempo, las
regulaciones de hoteles y destinos, todas esas reglas y otras muchas más, su-
puestamente beneficiosas, imponen su control y empujan al rebaño turístico
hacia los únicos pastizales en los que se le permite pastar. El colmo del control
se muestra sobre todo en los paquetes vacacionales. Pero tan pronto como los
organizadores se apoderan de la voluntad de los individuos, hasta los viajes pre-
tendidamente más libres y abiertos se convierten en instrumentos de control. Ni
siquiera los viajes de aventura, los safaris, los descensos de ríos con rápidos y
otros deportes extremos se escapan de él.
¿Puede haber algo menos constreñido que un viaje a pie? Pues, si uno lo
compra, el folleto de sus operadores le dirá que en determinados lugares son ne-
cesarias unas buenas botas y que algunos senderos son más complicados que
otros. Algunas antiguas rutas de peregrinos se han hecho muy populares. En
1987, por ejemplo, el Camino de Santiago se convirtió en la primera Ruta Cul-
tural Europea, así designada por el Consejo de Europa. En el pasado, los pere-
grinos podían deambular por doquiera les guiase su fantasía; hoy en día las ru-
tas genuinas están marcadas por signos reguladores (las conchas de los peregri-
nos de antaño). Si los caminantes quieren pasar la noche en uno de los hostales
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326 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

reservados a ellos necesitan de un Pasaporte de Peregrino. Muchas compañías


ofrecen hoy productos del Camino que están regulados de la cruz a la raya. Algo
similar sucede con la mayoría de las atracciones.

Así, ya sea que hablemos del control social ejercido en los hoteles o en otros productos
de viajes, ya nos las tengamos que haber con los controles menos sabidos que se impo-
nen durante la experiencia turística o los mandatos formulados como avisos en los cen-
tros de vacaciones o en los destinos, ya nos refiramos al turismo del pasado o del pre-
sente, no se puede ignorar el mensaje de orden y control que aparece por todas partes y
en todo momento (1996a: 100).

Dann no se resiste a plantear con rigor el problema que brota de su conclusión.


¿Cómo es posible que la realidad del control social pueda coexistir con la per-
cepción de su libertad que experimentan los turistas y que tantos investigadores
ponen de manifiesto, cuando no celebran? Respuesta: sucede así porque el len-
guaje del turismo consigue hacerles verse como «niños». Para probar su punto,
Dann aporta gran copia de ejemplos y se fortifica en tanta teoría que se preten-
da explicatoria como le sea dado encontrar.
Ejemplo número 1: el triángulo aliterativo formado por las tres R de Ro-
manticismo, Regresión y Renacimiento. El romanticismo provee los aspectos
que deberían ser el objeto de deseo de los turistas: la libertad como goce de lo
prístino (los maccanellianos, legítimos o fuleros, dirían de lo auténtico), ya en
el comercio social, ya en el habido con la naturaleza. Las oposiciones de civili-
zado/salvaje, ciudad/campo, bullicioso/bucólico, burocracia/tradiciones, tan ha-
bitualmente manejadas para vender los productos de viajes, transmiten el men-
saje de que el turismo puede reconciliar a los habitantes de las ciudades con una
realidad profunda, bien por medio de la simplicidad y el exotismo del buen sal-
vaje, bien por la reintegración en una naturaleza buena y benéfica. Posiblemen-
te en ambas, pues a menudo se presenta a las gentes exóticas como habitantes
de espacios libres de polución.
Esta visión romántica nos urge a hallar el calor de la entraña materna
(regresión), lamentablemente sellada por una Ley-del-Padre lacaniana que frus-
tra nuestras más profundas pulsiones. Dann cita con aprobación a Dufour,
para quien los turistas protestan contra ese terrible ucase refugiándose en el
mito.

De esta suerte, los turistas tratan de volver a los buenos viejos tiempos y de reconciliar-
se con la naturaleza por medio del mito de la Edad de Oro, con su rica, abundante y lu-
juriosa natura (el mito del Cuerno de la Abundancia). Añoran su niñez (mito de la
Fuente de la Juventud). Buscaban a sus madres en las profundidades de las ciudades
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 327

(mito de Heliópolis), en las montañas (mito del Olimpo) y en los océanos (mito de Po-
seidón). Las vacaciones, dice Dufour, no pueden librarse nunca del mito, de la misma
forma que los propios mitos suponen una regresión de la humanidad, una forma de
infantilismo, un retorno a los pechos de la Madre (1996a: 105).

Para Dann, Mamá Queridísima parece tener tantas encarnaciones como


Visnú: acá como un regazo marino, allá como un pecho/montaña, acullá como
Poseidón, por cierto un macho. En resumen, que el lenguaje del turismo tiene
éxito porque promete una regresión usualmente formulada como fantasía se-
xual. El biquini blanco de la chica de los anuncios evoca la virginidad; la lite-
ratura de viajes está repleta de representaciones mamarias como montañas, cú-
pulas de mezquitas e iglesias. Pero las glándulas mamarias no se limitan a esas
apariciones convexas y aisladas; uno las encuentra también en todos los pasi-
llos del supermercado mundial del consumo que evocara Baudrillard (1996a:
60, 108, 127).
Todo esto parece un poco excesivo, tanto en imaginería como en explica-
ción. Por supuesto, las promesas abiertas o implícitas de sexo libre y sin culpa
son usadas como reclamo por la literatura promocional, pero este freudianismo
pop à la Barthes pronto desemboca en el exceso. Uno podría recordar aquí un
antiguo chiste. Un padre lleva a su hijo al psicoanalista. «Estoy preocupado,
doctor. Mi hijo parece ser un obseso sexual. Tenemos en casa algunos cuadros
de autores contemporáneos. El chico mira un Mondrian y dice ver una mujer
desnuda, un Miró le lleva a pensar en una pareja haciendo el amor y…». «Qué
otra cosa puede usted esperar —interrumpe el médico— si le permite ver esos
cuadros tan puercos».
Esta nueva explicación científica que se propone acabar con todos los mi-
tos, incluyendo el gusto por las vacaciones, no parece otra cosa sino un remake
de otro mito, el de Otys y Efialtes, contado por Aristófanes en el Simposio de
Platón. Esos dos sujetos buscaban escalar los cielos y apoderarse de los dioses,
con lo que Zeus tramó un plan para debilitarlos y controlar sus turbulencias.
Como buen economista, Zeus se planteó un análisis coste/beneficio. No podía
aniquilar a la humanidad para contenerlos, a esos dos y a sus eventuales imita-
dores, porque, se planteaba, quién iba a ofrecer sacrificios a los dioses si los hu-
manos desaparecían de la faz de la tierra. Mejor sería cortarlos en dos, lo que
les haría menos fuertes. De esta forma no seguirían alimentando fantasías sobre
cómo conseguir una recalificación del Monte Olimpo para construir allí unas
urbanizaciones llenas de casoplones. Al tiempo, la nueva política aumentaría el
número de los humanos y, con él, el de sus sacrificios. ¿Cabría una mejor deci-
sión para los dioses? La cosa se complicaba, empero. Siempre adicto a la cien-
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328 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cia triste, a Zeus se le olvidaron las externalidades. En vez de ofrecer más sa-
crificios, los humanos se pusieron a buscar a su otra mitad y, cuando la en-
contraban, se abrazaban a ella y desesperaban por convertirse en uno con ella.
Lamentablemente, eso no era posible porque, demediados, sus órganos de gene-
ración no podían completarse y los humanos comenzaron a morir de inanición
y falta de cuidados de sí mismos.
Pero Zeus, como los freudianos pop, era también un entusiasta de las diver-
siones de masas y un maestro en lo tocante a finales felices. Así que hizo un
cambio de diseño en las previamente mencionadas partes inmencionables y las
colocó en el frente. De esta forma, cada humano tenía solo una de ellas, ahora
completa, La interminable búsqueda de su otra mitad podía así encontrar tregua
en el abrazo de los amantes. Hombres y mujeres seccionados de un antiguo an-
drógino se tornaron heterosexuales, mientras que los hombres separados de
otros hombres y las mujeres cortadas de otras mujeres fungían como homose-
xuales. De esta forma sentimos siempre al ausente Otro (ya sea hombre o mu-
jer) en nosotros porque siempre ha estado ahí, de la misma forma en que al
marino le duele la pierna que perdió un una tormenta. Todo lo cóncavo recuer-
da así a la vagina/útero y todo lo convexo al pene. Zeus y los freudianos pop
desterraron para siempre los finales infelices. Lamentablemente, no consiguen
resolver el problema de que todo lo convexo lo es solo por un lado, en tanto que
refluye o se rehúnde por el otro, lo mismo que le pasa a todo lo cóncavo. Al fi-
nal, todo lo cóncavo es convexo y todo lo convexo es cóncavo, según conven-
ga, con una serie de inversiones posibles que han sido explotadas hasta las
heces por el psicoanálisis y por el mercadeo. Es la ventaja de aquello que no
tiene una estructura reconocible: que puede ser usado tanto para un roto como
para un descosido. Whatever Works (Lo que salga), como en la película epóni-
ma de Woody Allen.
A partir de las tres R, Dann lleva al lector a un jardín de otros tríos igual-
mente complementarios y pedagógicamente aliterados (en inglés): las tres H
(Happiness, Hedonism, Heliocentrism), las tres F (Fun, Fantasy and Fairy
tales) o las tres S (Sea, Sex, Socialization). A la postre, todos ellos se resumen
en el primero. El turista es un niño que busca su gratificación y teme verse pri-
vado de ella. Hay muchas maneras de expresarlo. Uno puede hablar en clave
freudiana (principio de realidad vs. principio de placer), o decirlo como Jung
(introversión vs. extroversión), o como Lacan (ley del padre vs. ley de la ma-
dre), o como los durkheimianos de izquierda (libertad vs. organización). Los
economistas y los sociólogos faltos de imaginación preferimos hablar del con-
flicto entre las expectativas y la escasez. Mientras que Freud, Jung, Lacan y los
durkheimianos de izquierda siempre tienen a mano una solución literaria, pues
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 329

tratan solo con intangibles, la escasez, por desgracia, es concreta, palpable e


inasequible a la magia de las palabras.
¿Es acaso el lenguaje del turismo el único que ofrece soluciones imagina-
rias a nuestros problemas a cambio de ofrecer un aumento del control social?
Esto engrandecería excesivamente a esa industria. En realidad, las ilusiones que
crean la publicidad turística y el mercadeo en general son muy limitadas por
comparación con las que esgrimen ante los humanos otras muchas instituciones
creadas por ellos. Regresión y Renacimiento/Resurrección son las mercancías
por excelencia de las religiones. Todas ellas juegan con la más seria y la menos
evitable de las heridas que acompañan a la condición humana —la muerte— y,
pese a no poder prometer lo que todos queremos, a saber, que nuestra vida en
este mundo sublunar sea ilimitada en el tiempo, la mayoría sí prometen una vida
eterna o, lo que es lo mismo, una aniquilación pacífica en otro futuro. Enarbo-
lando esa ilusoria recompensa frente a nuestra desesperación, todas ellas han
construido una serie de marcas extremadamente exitosas a lo largo de los siglos.
Su cuota de mercado del control social agregado deja prácticamente en nada los
excesos de la promoción turística, y las mejores agencias de publicidad son
pequeños aprendices por comparación con las burocracias de la salvación.
¿Habrá que limitar a la publicidad la complicidad en el aumento de los po-
deres, de las riquezas, del estatus, de la manipulación sexual? ¿No son todas
esas cosas la esencia misma de la política, de la vida cultural, del progreso aca-
démico y hasta de la vida de familia? No hay que echar mano del proverbial
científico nuclear para saberlo; basta con un poco de psicología evolucionista.
Ofrecer recompensas a la supervivencia (es decir, mejores oportunidades para
adaptarse y reproducirse) o amenazar con retirarlas (por medio del hambre, el
descrédito, la pobreza, la castración o el fracaso en unas oposiciones a cátedra)
son formas muy efectivas para controlar y conformar la conducta humana. Las
acciones publicitarias y de promoción las emplean para vender, tanto como su-
cede con otras muchas instituciones. Poder y control no están lejos de donde
haya vida humana. Es un hecho.
Hay, sin embargo, algo altamente respetable en Dann, y es su bien enraiza-
da desconfianza frente a toda clase de poder. Dann tiene una mirada abierta-
mente sospechosa para con todas las instituciones y agencias que reclaman ser
superiores a los individuos. Detrás de cada prohibición, de cada anuncio, de
cada mandato, y hasta detrás de lo que no parecen ser más que consejos amis-
tosos (2003), puede ocultarse un ataque a la libertad individual. Pero Dann re-
para poco en que posibilidad no necesariamente equivale a probabilidad, menos
aún a necesidad. Al aceptar que «posible» y «probable» sean algo intercambia-
ble, Dann se sume con facilidad en la paradoja del mentiroso («Créame, todo
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330 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

lenguaje conlleva control social»). Si la proposición es falsa, se niega a sí mis-


ma; si es verdadera, por qué habríamos de creer que Dann puede librarse de ella.
El lector se siente en un callejón sin salida. Lamentablemente, como la sempi-
terna persecución de Aquiles a la tortuga, el asunto no puede ser resuelto en ex-
clusiva por la lógica formal; de otra forma, el mismo lenguaje sería innecesario
o redundante. El lenguaje, sin duda, puede tener muy diversos usos, pero hay
uno que los gana a todos: aducir hechos. Sin ese componente informacional, el
lenguaje carecería de valor evolutivo o adaptativo. Si creo que el control social
acecha en toda comunicación y que una cualquiera de ellas puede coartar mi
libertad individual, muy posiblemente desoiga a la persona que me advierte:
«Cuidado, esta parte de la playa está llena de grandes lagartos». Pero si resulta
que ambos estamos en la isla de Komodo, puede muy bien suceder que yo acabe
como carnaza para uno o varios de los lagartos que llevan su nombre. Cada año
los medios informan de ataques a turistas y locales en esa isla. Así que, en con-
diciones normales, más me valdría aceptar el consejo.
De forma más general, la total desconfianza ante la menor posibilidad de
control social destruiría toda clase de contrato social. Las sociedades se basan
tanto en la sospecha como en la confianza; no en una sola de ellas. Precisamente
por ello, las relaciones sociales no marchan como una seda. Sin duda. en este
mundo sublunar de nuestros pecados, el control social acecha a todas las rela-
ciones sociales, pero no todos los controles sociales son creados iguales. Una
vez más, nos damos de bruces con la legitimidad. Habitualmente damos a todos
los mensajes el beneficio de la duda, y así lo mantenemos salvo prueba en con-
trario. Unas fuentes nos resultan más fiables que otras. Sentimos, por ejemplo,
que estamos ejerciendo nuestra libertad cuando vamos a votar al final de una
campaña electoral limpia. Sabemos que tenemos la libertad de gastar el dinero
que hemos ganado con nuestro trabajo y en qué queremos gastarlo. Tenemos
opciones; y, cuando eso es así, pensamos que el tipo de control social que nos
permite elegir es más legítimo que otros que proponen la esclavitud, las exac-
ciones feudales o el dominio de un solo partido. La legitimidad basada en el
consenso popular es una de las cosas que da a la modernidad su enorme capa-
cidad de resistencia y su atractivo.
¿Acaso tiene todo el mundo las mismas opciones? No necesariamente.
A veces, la naturaleza cierra filas con el control social para limitar las de algu-
nos grupos. Quienes miden menos de un metro noventa difícilmente llegarán a
jugar en la NBA. Quienes miden más de un metro sesenta no suelen ser buenos
jinetes de carreras. Otros usos del control social son más claramente sociales.
Los derechos y libertades de los ciudadanos, más la estructura de los Estados,
derivan de la constitución libremente adoptada por los nacionales de un país o
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 331

por sus antepasados. Las declaraciones de derechos, una vez interpretadas por
los jueces, deciden qué límites pueden imponerse al ejercicio de esas libertades.
De tal suerte, la mayoría de las constituciones modernas consagran la libertad
económica regulada por el mercado, lo que significa que los humanos tienen
libertad para trabajar y para vender su fuerza de trabajo, aunque a veces no lo
puedan hacer. La esclavitud y los abusos quedan prohibidos. Sin esas y otras
manifestaciones de control, la vida social sería más azarosa e imprevisible, sin
necesidad de citar a Hobbes y su idea del estado de naturaleza. Seguramente por
ello, las reglas que hacen posible el ejercicio de los derechos individuales en las
sociedades democráticas suelen gozar de mucho apoyo. Algunos ciudadanos, o
muchos, pueden mostrar su disgusto con este o aquel aspecto de la vida en las
sociedades libres, pero también pueden asociarse para defender sus puntos de
vista y eventualmente cambiarlas. A la postre, la legitimidad de los gobiernos
democráticos es alta porque permite a la mayoría hacer exactamente lo que
quiere. Los mercados pueden no ser aceptados con la misma alacridad que la
democracia representativa; pero para muchos parece claro que cuanto más li-
bres resulten, tanto más eficientes serán. Pese a todos sus fallos y debilidades,
pese al sempiterno ruido a favor de regulaciones crecientes, la mayoría piensa
que funcionan mejor que las economías controladas o las planificadas.
Esto explica buena parte de la legitimidad del control social. El imperio de
la ley y los mercados, sin embargo, tienen sus límites. Dentro de su marco, el
tráfico social encuentra muchas más formas de expresión en costumbres, usos
comerciales, creatividad, nuevas formas de trabajo y ocio. Sin embargo, no to-
dos los individuos cuentan con las habilidades, el capital, la perseverancia o el
valor para convertirse en hitos en cada una de esas vías de actividad. La opinión
individual tiende a formarse a través de los medios. No solo expresamos nues-
tros puntos de vista, sino que deseamos ver nuestras opiniones transformarse en
corrientes de opinión y nos identificamos con sus creadores. Confiamos en los
medios o en los blogueros que expresan nuestros pensamientos y nuestros sen-
timientos de forma más coherente de lo que nosotros somos capaces de hacer-
lo. Gustos y decisiones de consumo se moldean por las modas y las novedades
canalizadas por los medios a través de la información, de las páginas de opinión
y de la publicidad. Más aún, son muchos quienes buscan ayuda para decidir qué
productos merecen confianza y cuáles no. A menudo la encuentran entre parien-
tes y amigos, en el boca a oído, en las revistas para los consumidores, o en la
literatura de los diferentes proveedores. Todos ellos ejercen formas legitimadas
de control social.
Muchas veces, los poderosos que cuentan con el dinero necesario para
ofrecer sus productos eficazmente, es decir, las corporaciones y las grandes so-
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332 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ciedades, abruman al público con publicidad. Pero, en general, la gente no re-


siente ese control en tanto que aquellas le venden los productos que quiere al
precio que está dispuesta a pagar. Los consumidores a veces sienten una espe-
cie de fervor religioso por las marcas en las que confían. ¿Quiere eso decir que
carezcan de opciones? La evolución de muchos bienes y servicios (desde coches
a hoteles o líneas aéreas) enseña que las grandes corporaciones nunca controlan
totalmente el mercado y a los consumidores de forma que no puedan entrar en
crisis, o puedan posponer la adopción de innovaciones hasta las calendas grie-
gas, o evitar su bancarrota. Mientras haya un número adecuado de proveedores,
por muy grandes que todos ellos puedan ser, y mientras existan reglas eficaces
contra los monopolios, los consumidores podrán seguir ejerciendo sus opciones.
Sin duda, algunos sectores, incluso muchos, especialmente en tiempos de crisis
económica, se sentirán disgustados y hasta alienados y mostrarán su insatisfac-
ción con el sistema social o económico de forma ostensible. Pero la mayoría
suele aceptar bogar con la corriente principal sin demasiados problemas. La es-
tasiología, la ciencia de las revoluciones, explica por qué la mayoría de la gente
acepta el control social de los poderes existentes mansamente o con entusias-
mo... hasta que deja de hacerlo por una crisis de legitimidad.
Esto es algo que Dann suele pasar por alto. Los turistas pueden ser engatu-
sados por la publicidad para comprar los paquetes turísticos que les venden las
grandes compañías, pero no dejan de hacerlo libremente. Tienen otras opciones.
Por ejemplo, pueden organizar sus viajes de forma independiente, con un agente
de viajes o por medio de internet. Esta última modalidad no hace sino crecer. Pero
el viaje individual a duras penas podría contar con las economías de escala de que
gozan las grandes fábricas de vacaciones. Incluso en internet, los precios finales
suelen ser más altos que los de los operadores turísticos cuando se incluyen en el
total los costes transaccionales; negociar los horarios y los precios de los pasajes
aéreos no es cosa sencilla; organizar los desplazamientos y las excursiones en un
destino remoto con un proveedor local puede causar numerosos conflictos debi-
dos a las diferencias culturales; hallar un precio ajustado a las necesidades de los
consumidores puede necesitar de complicadas operaciones en moneda extranje-
ra; en suma, organizarse individualmente unas vacaciones dista de ser tarea sen-
cilla. Posiblemente por eso, muchos potenciales turistas independientes acaban
por usar las facilidades de internet para navegar por las páginas web de los gran-
des operadores turísticos. Sin duda, estos ejercen un alto grado de control sobre
sus paquetes; y cuanto más barato es su precio, tanto más rígidos son los horarios
y las condiciones, los productos y su forma de pago y las cancelaciones. Los tu-
ristas podrían afrontar todas esos inconvenientes y decidir hacerlo solos, pero con
frecuencia acaban pagando precios más altos. Para evitarlo prefieren dejar el con-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 333

trol en manos de los operadores, aceptando graciosamente las reglas del juego.
En última instancia, la lógica del argumento de Dann sobre el control social pres-
ta poca atención a la capacidad de los turistas para decidir lo que les resulta mejor
y más conveniente en cada circunstancia. Dann parece creer que son víctimas
indefensas en manos de las grandes corporaciones que deciden en su nombre. La
historia de las organizaciones turísticas, empero, ofrece una narrativa diferente.
A pesar de su poder, muchas han desaparecido o han sido compradas por otros
operadores que se muestran más eficientes. Pese a todo el dinero que se gastaron
en publicidad, no pudieron evitar que se los llevase la parca porque no consiguie-
ron el favor de los consumidores.
A menudo se diría que los académicos que critican el turismo de masas han
ido a demasiadas conferencias científicas, probablemente la forma más organi-
zada de turismo, aunque eso no suela reconocerse. Las conferencias son cono-
cidas por sus rígidos horarios, los malos alojamientos, la comida deficiente, sus
banquetes finales de gala y sus menús de sopas y ensaladas inverosímiles o sus
pollos de goma, los números folclóricos auténticos a cargo de grupos de terce-
ra división, con el colofón de una excursión llamada a mejorar el capital cultu-
ral de los excursionistas y con destino a una atracción local de alto copete que
suele encontrarse hasta en los itinerarios más baratos. No todos los productos
turísticos de masas están tan controlados ni son todos los turistas tan cándidos
y conformistas como los académicos en conferencias. Uno puede así entender
el sentimiento de anomia que los intelectuales proyectan sobre las clases subal-
ternas. Tal vez un buen viaje, bien organizado, a algún destino atractivo com-
prado en internet a un operador creativo y a precios que hasta los académicos
pudiesen pagar, les hiciese rebajar esa proyección.
Para mejor expresar su desilusión con la falta de oposición o de rebelión
colectiva contra el control social de todo género, los durkheimianos de izquierda
finalmente se refugian en un antiguo mito. La gente acepta ser manipulada y con-
trolada porque ignora sus verdaderos intereses, o sus deseos genuinos, o sus deri-
vas más íntimas: eso que los marxistas solían llamar la falsa conciencia. Los tu-
ristas dejan que otros les manipulen porque son como niños. Pero si por un
momento uno acepta esa definición de la situación, las opciones que se abren no
son muy alentadoras. Por un lado, los turistas deberían buscar nuevos líderes,
más objetivos y menos manipuladores. Pero, después de lo que Dann ha dicho
sobre la ubicuidad del control social, lo más probable es que no hagan otra cosa
que cambiar una forma de control por otra. Por otro, hay que recurrir a San An-
selmo y su argumento ontológico. Podemos pensar en una autoridad benévola y
perfecta (¿algún académico, por ventura?) que renuncie a abusar de los rústicos
en sus viajes. Kant no se lo tomaría en serio.
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334 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Así, uno vuelve a la primera casilla: la promoción y la publicidad no son


más que el opio de las masas. Pero entonces conviene preguntarse por qué las
masas no tienen derecho a fumar opio. De hecho, a juzgar por los resultados,
una mayoría de la gente es religiosa y se muestra orgullosa de ello. En la reali-
dad, empero, promoción y publicidad son bastante menos nocivas que el opio
y, desde luego, muchos menos que las religiones. Considerando la discusión
conceptual y metodológica habida hasta el momento, parece importante pre-
guntar si toda la industria turística habla con una sola voz y si en realidad su
audiencia se lo cree.

La prueba del algodón

Mucha de la investigación turística que se publica consiste en estudios de casos.


Esta técnica tiene un serio problema: que no es fácil de duplicar. Los casos
generalmente requieren largas estancias en lugares lejanos del propio, a menu-
do exigen un buen conocimiento de la lengua local, algo que no es sencillo, y
pueden requerir el uso de diversas técnicas de observación participante que va-
rían considerablemente de investigador a investigador. A veces, cuando se in-
tenta, la reduplicación lleva a conclusiones que contradicen abiertamente a las
anteriormente aceptadas, aunque el objeto a tratar sea el mismo. Un ejemplo no-
table es la polémica sobre el trabajo de Margaret Mead en Samoa (1928), ini-
ciada por Derek Freeman (Côté, 1994; Freeman, 1983, 1999). Mientras que
Franz Boas consideraba que el trabajo de Mead era una investigación concien-
zuda, Freeman opina que

con base en una detallada investigación histórica, ahora sabemos que sus conclusiones
adolecen del localismo extremado al que se entregó Margaret Mead en su Coming of
Age in Samoa y se basan en una documentación por completo inaceptable como cientí-
fica. La suya es en algunos aspectos fundamentales […] una obra de antropología fic-
ción (2001: 111).

Hallar contribuciones a la investigación turística que puedan ser duplicadas,


si no en su integridad al menos en su metodología, no es tarea sencilla y los
modelos que se ofrecen deben ser estudiados con respeto. El estudio de Dann de
la gente de los folletos turísticos (1996b, 1996c) es uno de ellos. Como el autor
sostenía en un contexto diferente, el análisis de contenido semiótico (ACS) que
usaba en aquellos estudios está libre de un gran número de limitaciones. Por ser
escasamente exigente en dinero y en tiempo y fácil de recomenzar si aparecen
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 335

claros fallos en su uso, ACS combina perspectivas tanto cuantitativas como cua-
litativas y no presenta serios problemas de aplicación. ACS se combina con una
metodología en la que el primero establece las pautas cuantitativas, mientras que
la segunda se centra en los significados cualitativos (2005a).
Una de las áreas donde la técnica ACS puede ser empleada, como lo hizo
Dann, es en el estudio de las imágenes de destinos. Su obra pionera se basaba en
«once folletos de vacaciones de verano representativos, dirigidos a una audien-
cia de público británico en general, y que incluían 5172 fotos desplegadas en
1470 páginas de material visual y escrito» (1996c: 63). El trabajo progresa en
dos etapas. Empieza con un análisis cuantitativo de las fotos de los folletos exa-
minados y las clasifica en dos categorías básicas: fotos con personas o sin ellas.
Donde aparece gente, las fotos se vuelven a categorizar en tres clases: fotos solo
con turistas; fotos con solo gente local; fotos que mezclan turistas y locales. El
análisis mostraba que la categoría icónica principal en los folletos analizados era
la de «solo turistas» (60,1 por ciento), seguida de «sin gente» (24,3 por ciento),
«locales y turistas» (8,9 por ciento) y «solo locales» (6,7 por ciento). Las fotos
principalmente dedicadas a hoteles y playas representaban un 70 por ciento de la
categoría «sin gente», seguidas de escenas locales (11,5 por ciento). Los turistas
aparecían sobre todo en escenas de playa y actividades deportivas y en hoteles,
mientras que las otras categorías solapaban escenas locales, paisajes y otras.
Aramberri y Dao (2005) siguieron el modelo de Dann para estudiar un tipo
diferente de comunicación turística. Su archivo consistía en todos los iconos
contenidos en la guía promocional de Vietnam colgada en las páginas web de la
Agencia Turística de Vietnam (VNAT) en 2004. A diferencia de los folletos bri-
tánicos, estas páginas estaban dedicadas a audiencias internacionales y residen-
tes y tenían versiones en inglés, francés y vietnamita. Sin duda, las páginas en
vietnamita podían también ir dirigidas al número considerable de hablantes de
la lengua que o no mantenían esa nacionalidad o, de tenerla, residían permanen-
temente fuera del país (viet kieu). Adicionalmente, VNAT no establecía diferen-
cias entre audiencias extranjeras y domésticas. Los archivos icónicos de 2003-
2004 eran exactamente los mismos en las tres lenguas, con la excepción de unas
pocas imágenes distintas en las páginas escritas en inglés o francés (menos de
diez en cada caso), es decir, proyectaban una imagen turística del país casi por
completo idéntica para todas las audiencias. Esta era una diferencia con los fo-
lletos del mercado británico, principalmente dirigidos a los turistas de esa na-
cionalidad. De ahí una expectativa de que la estrategia de construcción de ima-
gen en la web de Vietnam fuese diferente de la británica.
Hay que añadir otro elemento. La obra de Dann giraba en torno a la distin-
ción turistas/locales. Mientras que él estudiaba una serie de catálogos de opera-
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336 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

dores turísticos, el narrador vietnamita era una agencia del sector público no
directamente envuelta en gestión de ventas. Aun cuando los iconos de la última
tenían un carácter innegablemente promocional, las páginas web no incluían
direcciones de compañías de viaje ni invitaban a hacer compras. Es decir, se ba-
saban más en factores pull que push. La segunda expectativa, pues, era que esas
páginas no solo reflejarían un orden de prioridades distinto, sino que además
proyectarían imágenes diferentes de las usadas por las compañías comerciales.
La hipótesis básica era que el personal local recibiría mayor atención en sus ico-
nos y, por tanto, aparecería en ellos más profusamente que en los folletos britá-
nicos.
El archivo vietnamita contenía un total de mil ocho fotografías y otros ico-
nos. Los resultados confirmaban la primera hipótesis. La imagen construida por
VNAT era diferente de la estrategia de los folletos británicos. En las páginas
web de Vietnam la categoría «sin gente» eclipsaba de lejos a las demás, con 72
por ciento de las fotos. Los «locales» eran la siguiente, con el 19 por ciento;
«locales y turistas» (5 por ciento) estaban en una distante tercera categoría, se-
guidos de cerca por un magro 4 por ciento para los «turistas». La comparación
con los datos de Dann parecía reveladora. Sin embargo, dentro de la categoría
«gente», los resultados eran exactamente los opuestos a los de los folletos bri-
tánicos. En la web de VNAT, los «locales» ocupaban el primer lugar, los «loca-
les y turistas» estaban en el medio y los «turistas» estaban en el escaño inferior.
Adicionalmente, en contraste con el trabajo de Dann, no había sirvientes dentro
de la categoría «locales».
Ello puede deberse a que lo mismo sucedía con los hoteles, que son el lugar
donde es más probable que aparezcan las personas que desempeñan esos pape-
les. En las páginas de VNAT solo había una foto de un hotel y enseñaba solo su
fachada, con lo que había de ser incluida en la categoría de «sin gente», como
otra perspectiva urbana más. Es difícil concluir que la ausencia de gentes loca-
les representadas como sirvientes refleja un claro cambio de estrategia sin saber
qué habría sucedido si las páginas estudiadas hubiesen decidido incluir detalles
de la vida hotelera. Es evidente que si el folleto de un operador turístico carece-
ría de sentido sin incluir hoteles, las acciones promocionales de creación de ima-
gen pueden muy bien pasarse sin ellos. Sin embargo, cualquier cliente de hote-
les y centros vacacionales vietnamitas puede atestiguar que la práctica totalidad
de los sirvientes son locales. Concluir que, de haber sido incluidos hoteles en
esas páginas, un considerable número de «locales» hubiesen aparecido como
sirvientes no parece ser un vuelo incontrolado de la imaginación.
Por lo demás, los «locales» de las páginas VNAT siguen de cerca la cate-
gorización de Dann. Uno encuentra entre ellos un alto porcentaje de artistas y
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 337

vendedores (en conjunto llegan al 27 por ciento de todas las fotos de esta cate-
goría), pero su número aumentaría de forma significativa si se incluyen en ellas
a los artesanos y a los participantes en festivales locales. Hay buenas razones
para defender su inclusión. Aunque no sean artistas profesionales, quienes des-
filan en festivales participan activamente en una representación que mantiene
cierta distancia entre actores y espectadores. El caso de los artesanos no es muy
diferente. Los artesanos, aunque constituyen aún un importante sector de la eco-
nomía de Vietnam, experimentan una presión a la baja debido al crecimiento de
los trabajadores industriales y a la emigración hacia las ciudades experimenta-
dos en Vietnam desde la introducción de la política de doi moi (New Deal) en
1986 (Hiebert, 1995; McLeod y Nguyen, 2001). La población de Vietnam es
aún mayoritariamente campesina. En 2001, de sus 78,7 millones de habitantes,
el 75,2 por ciento vivía en y del campo. Sin embargo, el número de campesinos
no ha hecho sino disminuir desde 1990 (–7,4 por ciento) y esa tendencia se ha
acentuado a medida que crecía el proceso de urbanización (+2,4 por ciento en
1990 y +3,6 por ciento en 2001), mientras la población rural solo crecía en esas
fechas entre 1,8 y 0,6 por ciento (GSO, 2002: 27; Khanh et al., 2001). Los datos
censales parecen incluso ignorar toda la fuerza de la urbanización. Algunas
fuentes consideran que solo Ho Chi Minh City habría recibido setecientos mil
inmigrantes entre 1996 y 1999.
Aunque sean aún numerosos, los artesanos ven decrecer su número. Ellos
y sus tecnologías pertenecen a una edad preindustrial que es crecientemente
ajena para la mayoría de los habitantes de las ciudades. En esa medida, uno pue-
de aproximarles a los artistas. En el archivo vietnamita, sus fotos habitualmen-
te unen vestidos tradicionales y aperos obsolescentes. Encarnan así una realidad
que es crecientemente exótica para los urbanitas, precisamente el grupo de po-
blación más proclive a participar en el turismo doméstico.
Muchos de los «locales» en las páginas VNAT pertenecen a minorías étni-
cas. La Lista de Grupos Étnicos de Vietnam, publicada en 1979, reconocía
como tales a 54 grupos. El dominante es el de los Kihn o Viet, que incluye al 87
por ciento de la población. La diversidad del resto de grupos —muchos de los
cuales habitan las zonas montañosas más pobres de Vietnam; algunos viven aún
de la caza y la recolección— crea muchos problemas para las políticas de inte-
gración del Gobierno nacional. En las páginas VNAT las minorías generalmen-
te aparecen en fotos individuales vistiendo sus mejores galas, con un fondo
indefinido o de escenas «espontáneas» de su vida de trabajo diaria, donde inde-
fectiblemente usan un instrumental preindustrial. Pero no son los aperos los que
crean la atmósfera apropiada, sino el ojo del observador. De hecho, muchos
miembros de las minorías usan tecnologías obsoletas, pero son las fotos las que
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338 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

subrayan la distancia entre, por una parte, los vietnamitas que trabajan en un
entorno urbano, se visten a la occidental en su vida cotidiana, hablan la lengua
nacional y, por tanto, son previsiblemente los turistas domésticos a los que se
dirige VNAT y, por otro, una minoría inasequible al cambio. Eso les hace ser
exóticos y, por ende, sus iconos son entretenidos y excitan la curiosidad aunque
no sean artistas profesionales. El exotismo no solo se halla en destinos lejanos
que muchos vietnamitas no pueden permitirse aún —está solo a un tiro de pie-
dra—. Charlas ocasionales con habitantes de Hanoi en fin de semana en SaPa,
una ciudad de montaña en una cordillera cercana en la que viven numerosos
grupos étnicos, reforzaba esta conclusión.
En suma, los resultados del trabajo eran muy similares a las hipótesis ini-
ciales sobre el orden de prioridades de los operadores turísticos y de una gesto-
ría de destino (GD) como VNAT cuando construyen las atracciones y activida-
des que quieren promover. Los primeros retratan a turistas en los lugares y hábi-
tats que invitan a consumir a los demás. La segunda dibuja un producto más
genérico por medio de fotos de naturaleza, playas y paisajes marinos, vistas de
lugares urbanos y rurales y su historia. Sin embargo, cuando se trata del asunto
clave del papel de los locales en el imaginario turístico, tanto las compañías co-
merciales como VNAT coinciden en presentarlos de forma similar y en usarlos
como marcadores exóticos que establecen un hiato definitivo entre los turistas
y los tureados (un neologismo que se refiere a las poblaciones locales y fue em-
pleado inicialmente por Berghe, 1994).
¿Qué decir de la construcción de imágenes por agencias que no están direc-
tamente envueltas en actividades promocionales? Aramberri y Liang (2009) han
estudiado la forma en que varias revistas de viaje chinas presentan la provincia
de Yunnan a los lectores chinos. El turismo de masas moderno solo reciente-
mente ha encontrado su lugar en China. Su inicio puede buscarse después de la
adopción de la política de «puertas abiertas» en 1979 y tras la cual ha crecido
en flecha (Sofield y Li, 1998). El turismo receptivo, tanto de los turistas chinos
que viven fuera de los límites de la República Popular como de los extranjeros,
ha reemplazado a los minúsculos grupos de viajeros anteriores que visitaban el
país movidos por razones políticas e ideológicas (Zhang, 2000) y a las pobla-
ciones urbanas forzadas al «turismo» rural por la Revolución Cultural (1966-
1976). El turismo doméstico y el emisor han crecido a gran velocidad, al tiem-
po que el crecimiento económico ha generado rápidos y profundos cambios
sociales. Ante todo, un tsunami de emigrantes del campo ha inundado las ciu-
dades. Junto con la urbanización, han crecido también las clases medias. Un
estudio local (CASS, 2003) las estimaba en un 19 por ciento de la población
—unos doscientos cincuenta millones de personas—. El estudio también pre-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 339

veía que en 2020 las clases medias representarían un 40 por ciento de la pobla-
ción, entre quinientos y seiscientos millones. Un número creciente de chinos
tiene suficiente renta disponible para poder tomar viajes de vacaciones, y otros
muchos se benefician de los viajes de incentivos que les ofrecen sus compa-
ñías o el sector público. Los gastos por turismo de los hogares han subido al 14
por ciento de la renta disponible en las áreas urbanas (Gu y Liu, 2004).
No debería, pues, sorprender que muchos consumidores chinos busquen in-
formación independiente que les aconseje sobre dónde y cómo gastarse esa
parte de su renta; aquí es donde las revistas de viajes desempeñan un papel im-
portante al ofrecer tanto información sobre gran número de destinos, domésti-
cos e internacionales, como materiales educativos para los consumidores.
Aramberri y Liang (2009) seleccionaron para su estudio iconos y artículos refe-
rentes a Yunnan que habían aparecido en los números de tres revistas de viajes
entre 2003 y 2005. Las tres publicaciones usadas para crear ese universo
(National Geographic Traveler, o NGT; Traveler, y National Parks, o NP) fue-
ron seleccionadas en razón a su percibida posición de liderazgo en los merca-
dos de alto poder adquisitivo, que son los más proclives a viajar. La dimensión
temporal del trabajo (2003-2005) respondía a la necesidad de contar con un ar-
chivo icónico amplio pero manejable.
Yunnan era el destino presentado preferentemente por los medios estudia-
dos. Hay buenas razones para ello. Esa provincia, con un área de 390.000 kiló-
metros cuadrados y 43,3 millones de habitantes, puede compararse en ambas
dimensiones con algunos de los países más grandes de Europa. Tiene un amplio
número de atracciones bien conocidas, como el Bosque de Piedra, cerca de
Kunming, su capital; Lijiang, Dali, Jiuxiang, Guangdu, Zhongdian/Shangrila y
otras muchas. En la provincia residen también veinticinco grupos étnicos, de los
56 que China reconoce oficialmente, y trece millones de su población (cerca del
30 por ciento) pertenecen a ellos.
El número total de iconos dedicados a Yunnan en la serie analizada era de
547, y el número de artículos escritos 49. Juntando las tres revistas, la catego-
ría principal era «sin gente», seguida de «locales». Fijémonos ahora en la es-
tructura interna de las dos categorías que protagonizan el mayor número de ico-
nos. La categoría «sin gente» se dividió en tres grupos: «naturaleza» (incluyen-
do fotos de animales), «patrimonio» y «paisajes urbanos modernos». Las dos
últimas referidas a estructuras construidas, bien históricas, bien actuales. NP y
Traveler no mostraban demasiado interés por la vida ciudadana moderna, en
tanto que NGT le dedicaba mucha más atención. Por el contrario, NP se intere-
saba más por la naturaleza que por el patrimonio, mientras que Traveler adop-
taba el rumbo opuesto. La categoría «locales» a su vez se subdividió según las
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340 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

actividades de la gente representada («vendedores/sirvientes», «artistas», «tra-


bajadores premodernos» y «otros»). Traveler era el medio que acogía a menor
número de locales en cualquiera de esas categorías.
En general, la distribución de iconos en las revistas chinas era diferente de
lo que sucedía en los folletos británicos analizados por Dann. También difería
de las prioridades de una GD como VNAT. Las representaciones de Yunnan te-
nían una estructura interna opuesta a los folletos británicos. Las revistas chinas
mostraban escaso interés por los «turistas» (solo un 10 por ciento del total de
iconos) y por la interacción «turistas y locales» (3 por ciento), mientras que se
centraban sobre todo en «sin gente» (48 por ciento) y «locales» (39 por ciento),
con lo que revertían las proporciones dedicadas a esas categorías en los folletos
británicos y se acercaban a los porcentajes de la GD vietnamita. Para explicar el
peso relativo de esas categorías en los folletos británicos, Dann argumentaba
que reflejaban la visión deformada de la realidad propia de toda la literatura pro-
mocional del turismo (1996c). En otros trabajos publicados al mismo tiempo,
Dann identificaba a los medios de promoción con el lenguaje único del turismo
(1996a). Adicionalmente, cuando analizaba la categoría «locales», Dann insistía
en que los folletos británicos les representaban como vendedores, artistas o sir-
vientes, y explicaba esa deformación recurriendo a una postulada mentalidad
poscolonial de los operadores turísticos británicos.
Por su parte, las revistas chinas se distancian claramente de ellos en la for-
ma en que generan sus iconos. Dedican mucho más espacio a «sin gente» y a
«locales», lo que, en contra de lo que piensa Dann, hace difícil mantener que el
lenguaje del turismo habla solo con una lengua. Por el contrario, cuando se trata
de los «locales» la mayoría de las revistas de viajes chinas los presentan mayo-
ritariamente como personajes étnicos premodernos, artistas, vendedores y sir-
vientes, al igual que lo hacían los folletos británicos y coincidiendo con la estra-
tegia de VNAT. ¿Cómo explicar esas semejanzas y esas diferencias?

Los lenguajes del turismo

Descartar el problema aduciendo que confunde a las churras con las merinas
sería una solución demasiado fácil. Mantener que los folletos turísticos y las
revistas de viajes obedecen a diferentes estrategias promocionales resultaría
facilón. Pero eso es precisamente lo que sucede con la hipótesis de Dann, que,
como se ha puesto de relieve, ha sido ampliamente aceptada y se ha convertido
en paradigmática. Una vez deconstruidas sus categorías icónicas o literarias,
para Dann, cualquier lenguaje turístico no es sino otro instrumento para contro-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 341

lar a su audiencia. La conclusión no especifica por qué habría de ser así; se limi-
ta a repetir la noción contraintuitiva de que existe un solo lenguaje turístico.
Adicionalmente, insinúa que mensajes y promoción son la misma cosa, para
concluir que el lenguaje turístico siempre resultará de doble filo, es decir, enga-
ñoso.
Entre las diversas perspectivas desde las que estudiar la comunicación (las
cinco W de Laswell), Dann se limita a discutir el Qué, es decir, el mensaje y
nada más. Pero si uno se esfuerza en colocarse en otras perspectivas del proce-
so de comunicación, el lenguaje del turismo refleja más matices y no opera
sometido a una sola lógica. Cuando uno lo hace así, viaja desde el «lenguaje»
del turismo hasta «los lenguajes» del turismo. De hecho, la proposición de que
todo el habla turística es promocional no viene confirmada por la experiencia.
Las guías de viaje, las revistas de turismo, las secciones de viajes de los perió-
dicos, los reportajes televisivos, los blogs de viajeros por internet, la Web 2.0 o
Web social, el boca a oído y otras fuentes de información turística no son direc-
tamente promocionales. La forma en que los operadores turísticos británicos
utilizaban las categorías icónicas, con un uso diferente al de la agencia turísti-
ca de Vietnam y al de las revistas de viaje chinas, refuerza esta dimensión de
sentido común.
Incluso cuando nos referimos a lo que suele considerarse literatura promo-
cional en sentido estricto, la realidad es que en su seno existen claras diferen-
cias estratégicas. Los folletos de viajes empaquetados y los materiales de las
GD son dos de las formas más comunes de comunicación promocional. Llamé-
moslas Promoción 1 y Promoción 2. Los materiales de los operadores turísticos
serían formas de la primera. Impresos o virtuales, sus catálogos buscan vender
productos específicos mediante el uso de Propuestas Irresistibles de Venta
(PIV) y sus técnicas publicitarias. «Esto es lo que puede usted comprar con su
dinero» resume el mensaje que suelen dirigir a sus clientes potenciales. En con-
secuencia, sus materiales de promoción mostrarán, sobre todo, lo que Dann des-
cubrió, es decir, iconos de turistas en escenarios hoteleros. También incluyen
siempre algo a lo que Dann no se refiere: la lista de precios. Diferentes tipos de
vacaciones, aun en el mismo destino, tienen precios distintos, pero en condicio-
nes de mercado no habrá viaje si no existe un previo intercambio de dinero entre
el consumidor y el proveedor.
Por su parte, las GD apuntan una estrategia diferente en lo que se refiere al
ensamblaje de textos e iconos. Como organizaciones públicas que suelen ser,
las GD no buscan sobre todo vender algo. Lo que hacen es promover su desti-
no en general, no centros de vacaciones, hoteles o cualquier otra clase de servi-
cios de hostelería. El estudio de las páginas web de VNAT revelaba una estra-
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342 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tegia claramente diferente de la de los folletos turísticos británicos. Las fotos


«sin gente» (naturaleza, patrimonio, paisajes urbanos, etc.) son la categoría más
usada, seguida de iconos de «locales», en tanto que las imágenes de «turistas»
son prácticamente inexistentes (Aramberri y Dao, 2005). La disparidad encuen-
tra su explicación en sus estrategias promocionales divergentes. Mientras que la
venta con beneficios es lo que interesa a las fábricas de vacaciones, las GD se
contentan con que sus destinos aparezcan en el grupo de consumo eventual que
evoquen los consumidores potenciales. Lo que buscan es que sus destinos sean
conocidos y suelen conformarse con ello. La Promoción 1 y la 2 forman así dos
estrategias claramente diferenciadas.
Sus efectos son muy variables. Por mucho que lo intenten, tanto la promo-
ción de los operadores turísticos como la de las GD tienden a tener escasa fia-
bilidad (Gartner, 1993). Los consumidores suelen tomar sus decisiones de via-
jes tras un complicado proceso en el que se refieren a otras muchas fuentes de
información. Los lenguajes del turismo conforman una estructura piramidal en
la que cada nivel transmite mensajes diferentes y tiene distintos grados de fia-
bilidad. Intuitivamente, uno puede decir que son las opiniones de amigos y fa-
miliares, ampliadas exponencialmente por la Web 2.0, las que forman la base
del sistema en lo que se refiere a número de mensajes y a confianza. Sobre esa
base se erigen otros niveles con menor alcance y menor fiabilidad a medida que
se asciende por ellos. El siguiente grado lo forman las guías de viajes, las revis-
tas de turismo y las secciones de viajes de los diarios, seguidas por la Promo-
ción 2 de las GD y por la Promoción 1 de las fábricas de vacaciones. Esta es-
tructura es ampliamente reconocida por la literatura general y apoyada por
encuestas locales. En el caso de Alemania, por ejemplo, las opiniones de ami-
gos y parientes ocupan el primer lugar, seguidas por los medios educativos
(guías y reportajes de diarios y televisión), mientras que los materiales de GD
y de los operadores turísticos les vienen muy a la zaga.
Cada uno de eso niveles de comunicación tiene su propia lógica, su propia
gramática y su propia retórica. Mientras que en los dos niveles básicos los con-
sumidores buscan sobre todo información general y no sesgada para establecer
el mapa de sus mundos mentales, los dos niveles superiores, especialmente la
Promoción 1, se tienen más presentes a la hora de tomar una decisión vacacio-
nal. La Promoción 1 fija claramente las condiciones de la oferta de los provee-
dores. Por tanto, mostrar sobre todo los lugares y las actividades que los even-
tuales compradores podrán disfrutar (como hoteles y playas) permite concluir
que sus diseñadores saben lo que están haciendo. Aunque son parte de la mer-
cadotecnia en general, los materiales producidos por las GD obedecen a reglas
diferentes. En jerga de marketing, su finalidad principal es colocar a sus desti-
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 343

nos en un lugar preferencial del conjunto evocado por los consumidores sin
necesidad de referirlos a productos concretos. Lo que les interesa destacar son
las posibilidades generales y, a ser posible, generosas de sus destinos.
Las fuentes educacionales ocupan otro nivel narrativo. Su interés se centra
en que sus lectores se familiaricen con el entorno natural y social de diferentes
destinos como Vietnam o Yunnan, en el caso de las revistas chinas de viajes. Eso
explica la diferencia en la estructura icónica de sus materiales por comparación
con los de los operadores turísticos y los de las GD. Los eventuales turistas chi-
nos necesitan información correcta en sus nacientes «carreras turísticas» (Pearce
y Lee, 2004) y las revistas de viajes como las arriba analizadas les ayudan a cons-
truir sus opiniones y sus expectativas. De esta forma, se hace necesario insistir
nuevamente en que no existe nada que se parezca a un único lenguaje del turis-
mo; lo que existe es una pluralidad de ellos. Si se quiere, podría decirse que el
lenguaje del turismo se estructura de formas diferentes. Ambas formulaciones no
distarían mucho una de la otra y, posiblemente, Dann se encontrase a gusto en la
segunda. El problema, empero, no desaparece con ella. No por reconocer las dife-
rencias internas en las formas en que se habla del turismo se esfuma el asunto de
si los matices del habla turística merecen confianza y, de ser así, cuánta. Informa-
ción y promoción se mezclan en proporciones distintas según el tipo de mensa-
jes transmitidos, pero también según las audiencias que se trata de alcanzar.
¿Cómo construyen Yunnan las revistas chinas? En el análisis cualitativo de
los 49 artículos que presentan ese destino, Yunnan aparece sobre todo como un
destino ajeno al paso del tiempo, étnicamente diverso y marcado por las tradi-
ciones. Sin embargo, el reportaje de NGT sobre Kunming, la capital de la pro-
vincia, añade una perspectiva diferente. Yunnan puede ser también un lugar en
el que la influencia de la globalización en su capital (que es también la ciudad
más grande) puede complementar el tradicionalismo de la región. El sentimien-
to de que el tiempo pasa en balde en Yunnan brota de la categoría «sin gente»
y viene reforzado por el texto de numerosos artículos que la presentan en sus
dimensiones intemporales: montañas, valles, ríos y otras atracciones de la natu-
raleza no cambian, al menos no cambian rápidamente, y su presencia dominan-
te entre los iconos contrasta con la experiencia diaria de sus lectores urbanos,
acostumbrados a los rápidos cambios que han transformado sus ciudades.
Beijing, Shanghái, Guangzhou y otras muchas ciudades chinas han visto cómo
desaparecían vecindarios antiguos para abrir paso a nuevos rascacielos y edifi-
cios de apartamentos. Algo similar puede decirse del patrimonio cultural. Por
contraste, el lento pasar del tiempo cíclico y las resistencias al cambio de la vida
campesina ofrecen una alternativa a las exigencias de la vida de la ciudad. Yun-
nan se convierte así en la antítesis (¿antídoto?) de la China urbana.
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344 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

La diversidad étnica también es una resistencia a la estandarización de los


urbanitas. Como se ha hecho notar, Yunnan es una región en donde pueden en-
contrarse numerosos grupos no-Han (la etnia abrumadoramente mayoritaria en
el país). La categoría «locales», con doscientos diecinueve iconos, dedica cerca
de las tres cuartas partes de ellos a mostrar personajes vestidos a la usanza de
su etnia y/o ejecutando labores y trabajos premodernos. Se ha mencionado ya
cómo tanto las revistas chinas de viajes como los folletos de operadores britá-
nicos y los materiales de la GD de Vietnam presentan sobre todo a los locales
como sirvientes, artistas y vendedores, casi todos ellos pertenecientes a etnias
minoritarias. En mi opinión, tal semejanza de trato refleja el hecho de que en
sus cortas estancias en ese destino los turistas, que no tienen otras relaciones
con él ni otros horizontes que el de disfrutar de unos días de descanso, se encon-
trarán sobre todo con «locales» que desempeñan esos trabajos. Sus encuentros
con otros locales, cuando suceden, son superficiales y rápidos, aunque haya ex-
cepciones a la regla. Así pues, la mayoría de los «locales», ya sea en el mundo
desarrollado o en países en vías de desarrollo, suelen efectivamente aparecérse-
les como sirvientes, artistas y vendedores. Pero la cosa es algo más compleja.
En el turismo centrado en la comunidad, como suele serlo el de Yunnan, la
población local y las minorías étnicas son las atracciones principales. Sin em-
bargo, vendedores, artistas, sirvientes y artesanos premodernos no son solo un
dato más de la realidad para el turista urbano. Todos ellos representan a la socie-
dad tradicional y, por más atractiva que esta pueda ser, aquellos con su exotis-
mo representan también estilos de vida impermeables a la modernidad, bien
como un potencial aún no realizado, bien como una amenaza a su expansión.
De esta forma, la insistencia de la literatura turística en las gentes que realizan
trabajos menores, aunque no menos duros, acaba por proteger a las audiencias
urbanas de las disonancias que puedan producirse cuando se encuentren con
ellos. De esta forma, eventuales dudas sobre la superioridad de la vida moder-
na son exorcizadas antes de que aparezcan. Puede que sea esta la razón por la
que NGT, la revista más orientada hacia la globalización de las tres estudiadas,
insista en mostrar aspectos de la vida urbana en Yunnan. Los paisajes urbanos
de Kunming y sus modernos habitantes recuerdan que incluso en ese aparente-
mente intemporal y remoto rincón del mundo global crece su propia imagen
negativa, a un tiempo tentadora e inquietante.
En cualquier caso, cuando se trata de las tres revistas chinas de viajes, su
meta educacional es difícil de omitir. Ofrecen información sobre destinos (Yun-
nan en este caso), pero también un marco de referencias que sus audiencias pue-
den usar para construir sus propios mapas mentales de diferentes destinos. Esas
audiencias pertenecen hoy a los grupos sociales más altos de la sociedad china.
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 345

Tienden a tener fuerte poder adquisitivo y a ser educadas y urbanas. Esos ras-
gos van usualmente acompañados de un mayor conocimiento de la globaliza-
ción económica y cultural y de un mejor acceso a fuentes de información inde-
pendientes. Esos grupos están también al principio de sus carreras como turis-
tas. La educación que les proveen las revistas seleccionadas les ayudan a defi-
nir sus expectativas, a hacerse con conocimientos prácticos sobre esos destinos
y a prepararlos para los choques medioambientales y culturales que encontra-
rán en sus viajes.
En el caso de Yunnan, la relación fundamental es la de intemporalidad/mo-
dernidad, que desempeña un doble papel. Por un lado, expone al habitante de las
ciudades a un mundo cuyos valores difieren ampliamente de los que se persi-
guen en casa. La gente viste de forma diferente, mucha trabaja en el sector agra-
rio, sus herramientas no están hechas por máquinas, tienen diferentes rituales y
festivales llenos de color, pueden estar menos orientados hacia el dinero que los
urbanitas y sus costumbres difieren significativamente de las ciudadanas. Pero
también esas gentes están expuestas a los vaivenes de la realidad. Debajo de los
vestidos tradicionales de muchos y muchas guías se dejan ver los bajos de pan-
talones vaqueros, que aparecerán en todo su esplendor una vez que se acabe la
jornada de trabajo y los locales puedan dejar de actuar como «locales» y reve-
len cómo les gusta vestir. Eso suele causar problemas éticos a algunas almas
bellas, especialmente entre los antropólogos (Brunner y Kirschenblatt-Gimbel,
1994), pero no parece creárselos a los guías/artistas. Muchos de ellos disfrutan
de mayores sueldos y de un trabajo más fácil que el de los verdaderos campe-
sinos. ¿Representan así y, en esa medida, engañan sobre su verdadero yo y so-
bre su vida en la comunidad? Tal vez, pero ¿acaso no fue así como empezaron
tantas y tantas formas artísticas y tantos artistas que llegaron al éxito?
En esta medida, la educación tal y como la entienden las revistas de viajes
ayuda a dulcificar las aristas que pueden surgir a ambos lados de esa relación
entre locales y visitantes. Los turistas saben, al menos hasta un cierto punto, qué
hacer, cómo evitar los roces y cómo comportarse cuando llegan a un lugar des-
conocido. Por otro lado, ayudan a los futuros turistas a entenderse a sí mismos
y en sus diferencias con los visitados, al tiempo que eventualmente refuerzan su
seguridad en los valores que les provee su propia cultura urbana. De esta forma,
proporcionar información independiente para los turistas acomodados y ayudar-
les a navegar los rápidos de la interacción social se convierten en las dos dimen-
siones más apreciadas por el consumidor de esas revistas y son la razón de que
tengan un mayor grado de credibilidad. A diferencia de la literatura promocio-
nal, ya sea directamente comercial o encaminada a la creación de marcas, las
fuentes educacionales florecen al hacer accesibles a sus lectores tantos destinos
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346 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

como sea posible de la forma más independiente posible; a diferencia del boca
a oído, sea de amigos y parientes o de la red social, ofrecen paquetes de infor-
mación estandarizados y estables que resultan útiles para un gran número de
consumidores. De esta forma, ni sus fines ni sus prácticas pueden reducirse fá-
cilmente a gestiones de venta ni a una noción abstracta del control social. La
noción de que existe un solo lenguaje vertical del turismo necesita ser enrique-
cida. Pocas veces ha sido la promoción tan poderosa o los consumidores tan
crédulos. Incluso Dann ha comenzado recientemente a aceptar que el lenguaje
del turismo se ha hecho más dialógico y que la web posibilita incluso el que
devenga trilógico (2005b).
Pese a ello, Dann no consigue romper con la idea de un solo lenguaje turís-
tico que es gemelo de la promoción. Como lo resume en un texto posterior, su
objetivo principal en 1996, año de la primera edición de su libro, era elucidar la
relación entre turistas y locales para destacar la estructura promocional del
«Otrear» y el discurso controlador a través del cual operaba. «La imposición de
su imaginario por un superior primer mundo sobre un tercer mundo subordina-
do constituye una manipulación asimétrica y selectiva del último por el prime-
ro» (2005a: 32). Su análisis semiótico ignora que los materiales promocionales
como folletos de operadores turísticos y paquetes de construcción de imagen
son solo una de las formas de representar la realidad o de un «Otrear» que res-
ponde a necesidades específicas de sus audiencias y emplea técnicas suasorias
bien conocidas. Además, su idea de que folletos y paquetes de construcción de
imagen imponen una manipulación asimétrica y selectiva del tercer mundo por
el primero adolece de escasa precisión.
Comencemos por la primera cuestión, la de los folletos y anuncios comercia-
les. Su primer fin no es otro que hacer conocidas las condiciones (tipo de aloja-
mientos, transporte, períodos de estancias y precios) bajo las cuales el anuncian-
te venderá ciertos bienes o servicios (en nuestro caso, paquetes vacacionales) a un
consumidor o a un grupo de consumidores. Son, sin duda, una forma de comuni-
cación cuyo fin abiertamente expuesto no es otro que persuadir al eventual clien-
te de que compre ese producto específico y no otro. No hablan tan solo a la razón
del cliente, sino que le empujan a comprar. La gran diferencia entre la retórica de
los antiguos y la publicidad de los modernos consiste en que esta última ha apren-
dido a manejar un gran número de técnicas sofisticadas de persuasión y en que la
publicidad va orientada a cerrar un trato. Si los operadores turísticos se olvidaran
de ello, como quisiera Dann, pronto tendrían que cerrar sus negocios.
Si quieren ser eficaces, los anunciantes deben conocer sus audiencias y
acomodar sus mensajes a las expectativas de estas. Un folleto vacacional, pues,
tiene que referirse a las necesidades de los turistas, sean reales o supuestas. Que
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 347

los folletos comerciales se ilustren sobre todo con lugares y actividades propios
de la conducta turística (como hoteles y playas) solo muestra que sus autores
saben lo que están haciendo. Que los locales se presenten sobre todo como sir-
vientes, vendedores y artistas solo ilustra el hecho de que, en sus cortas estan-
cias en el destino, los turistas no tienen intereses más profundos por el mismo
y que, al pasar unas buenas vacaciones, será con locales de esta condición con
los únicos con los que tendrán trato.
El diario citado por Selänniemi (2001), que parece coincidir con otras in-
vestigaciones al respecto, permite contemplar la razón de que muchos turistas
tengan poco interés por el destino al que viajan o por los locales que allí resi-
den. Uno podría desear que reaccionasen de otra manera o puede desaprobar su
falta de curiosidad en el «Otreo», pero antes de mostrar enfado debería reparar
en que algo similar sucede en casa. Habitualmente, no solemos interesarnos por
mucha de la gente con la que nos relacionamos (agentes bancarios, vendedores,
policías, artistas, paseantes, cajeras del supermercado y demás). Uno podría
mantener que las vacaciones y las oportunidades que aparentemente proveen
para realizar intercambios culturales cruzados deberían ser aprovechadas mejor;
que los turistas deberían interesarse en mantener relaciones con los locales que
no se redujesen a intercambios utilitarios con sirvientes, artistas y vendedores;
que las vacaciones deberían adquirir mayor significado y demás. Pronto, sin
embargo, uno se encontraría marchando por el camino resbaladizo de la razón
prescriptiva, es decir, del control social. ¿Por qué tenemos que exigir que los
turistas, especialmente cuando se encuentran en zonas culturales muy distantes
de las propias, se comporten como si fueran antropólogos académicos?
Aunque también formen parte de la publicidad, los paquetes promociona-
les de organismos públicos como VNAT tienen sus propias reglas. Su objetivo
principal no es la venta, sino colocar con éxito al propio destino en el grupo
que el turista evoque a la hora de tomar una decisión. Cualquier representante
de una GD que colabore en campañas promocionales con aerolíneas o compa-
ñías de viajes se dará cuenta inmediatamente de que tiene intereses divergen-
tes con estas. Los representantes de GD solo quieren posicionar su destino con
independencia de quién lo venda; sus colegas solo quieren anunciarlo para
vender sus propios pasajes y paquetes. Unos y otros se dirigen a audiencias
distintas, aunque no excluyentes, lo que impone tipos de retórica diferentes.
Las GD insistirán en las múltiples posibilidades genéricas que ofrecen sus des-
tinos. Así, mientras que aerolíneas y operadores insisten en los factores push,
las GD se contentan con los pull. Los primeros hablan al Tú; a las GD les en-
canta hablar de sí mismas. En la jerga del mercadeo, uno puede decir que están
labrándose una marca.
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348 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Dann añade otra crítica al lenguaje del turismo. Los folletos comerciales,
dice, crean un mundo ideal. Sanitizan a la naturaleza, olvidando decir que no
solo incluye playas y panoramas románticos, sino también mosquitos, escorpio-
nes y melanomas. Los folletos rebosan de estereotipos. Por ejemplo, Río de Ja-
neiro se representa por medio de cariocas entregados a la samba, mientras que
la polución, la violencia y las favelas se ignoran. Pero convendría que Dann re-
flexionase en que la retórica de la publicidad no es la misma que la de las cien-
cias sociales o la del periodismo de investigación. Las ciencias sociales tratan
de afirmar conclusiones que pueden ser alcanzadas por cualquier observador no
apasionado; los periodistas reportan acontecimientos. Los buenos medios de
comunicación tratan de mantener una clara línea de separación entre noticias y
opinión. Por medio de sus diferentes lenguajes, pues, académicos y periodistas
crean gramáticas para referirse a la realidad que resultan ser aceptadas como
objetivas por los usuarios de sus servicios.
Pero eso no vale para la publicidad, cuyo éxito suele medirse por aumen-
tos de ventas. Incluso la actividad de creación de imagen tal y como se la pro-
ponen las GD ofrece una visión muy selectiva de la realidad. Otro tanto sucede
con los reportajes comerciales o de entretenimiento pagados por muchos anun-
ciantes en el terreno de los viajes y en muchos otros. La mayoría de los públi-
cos a los que apunta la publicidad son perfectamente capaces de distinguir entre
publicidad que trata de llevarlos a actuar de una sola forma por las buenas o por
las malas, y suelen reaccionar a ella desconectando su atención o cambiando de
canal de forma casi automática cuando se ven asaltados por anuncios en vez de
ser informados. Cuando quieren obtener información acerca de un destino, la
mayoría la buscará en guías de viaje bien reputadas, no en la literatura promo-
cional. Pese a los esfuerzos de las GD, sus materiales suelen tener una credibi-
lidad bastante limitada.
Algo semejante puede decirse de la expectativa de que los estereotipos
puedan ser definitivamente expulsados de la comunicación, ya sea publicitaria,
ya sea académica. De hecho, muchas de las nociones que damos por sentadas
no son más que estereotipos. Hay buenas razones para su existencia y su uso.
Referirse a robles, sauces, chopos y pinos como «árboles» reduce su especifi-
cidad por mor de la economía expresiva. Uno podría aducir que los estereoti-
pos son algo distinto: que carecen de precisión, representan la realidad de for-
ma distorsionada o desprecian a los objetos que representan. Pero los estereo-
tipos son de muy distintas clases. Uno puede comprender que académicos en
ciencias sociales tendrían más oportunidades de empleo si folletos y materia-
les de promoción se convirtieran en tratados de economía, sociología o antro-
pología, pero no es tan fácil comprender por qué los operadores turísticos y las
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LOS LENGUAJES DEL TURISMO 349

GD o su público objetivo tendrían que aceptar esa ampliación de sus come-


tidos.
La segunda crítica general de Dann es igualmente controvertible. Que la
imaginería de la gente de los folletos turísticos constituya una manipulación asi-
métrica y selectiva del tercer mundo por el primero no se compadece con otras
de las conclusiones a las que hemos llegado. Si el tratamiento de la gente, espe-
cialmente el de los locales, en las páginas web de VNAT y en las revistas de via-
jes chinas muestra determinadas semejanzas con los folletos británicos hay que
pensar en una alternativa. O bien se argumenta que Vietnam o China han pasa-
do a formar parte del primer mundo y contribuyen con su cuota parte a la mani-
pulación del tercero, lo que es falso a todas luces y deja sin sentido al uso de las
palabras. O bien se acepta que VNAT y las revistas chinas se limitan a usar di-
versas clases de retórica para posicionar sus países y sus destinos. Una retórica
que en parte coincide con la de los operadores turísticos y en parte se separa de
ella. Los operadores turísticos insisten en presentar hoteles y playas ocupados
por turistas. Las GD, no. Por otro lado, GD y medios educacionales coinciden
en dedicar buena parte de sus contenidos a atracciones genéricas de los desti-
nos seleccionados y a mostrar su exotismo tanto para turistas extranjeros como
domésticos.
Es, pues, la retórica empleada y no las narrativas de relaciones internacio-
nales la que hemos de tomar en cuenta para entender las funciones, semejanzas
y diferencias de tratamiento entre todas esas clases de agentes de mercadeo. La
modestia a la hora de explicar su capacidad para conformar la escena interna-
cional debería ser imprescindible, especialmente cuando se trata de las técnicas
que Gartner (1996) llamó de «Inducción Abierta I». Son las herramientas menos
eficaces para la creación de buenas imágenes.
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9. Alternativas al turismo de masas


moderno

Cualquier cosa menos...

Tan pronto como el turismo de masas moderno (TMM) comenzó a mostrar una
fuerza económica considerable se inició una corriente adversa y de sentido con-
trario. Aunque no limitada al mundo académico, fue en él donde experimentó
un impulso considerable. Inicialmente provino del área de los estudios cultura-
les (MacCannell, 1976; Smith, 1977), pero pronto rebosó hacia otras discipli-
nas, incluyendo a la economía (Brown, 2000; Kadt, 1979; Young, 1973) y a la
sociología (Krippendorf, 1987). Como ya se ha hecho notar (capítulo 1), la cri-
sis de las tijeras en investigación turística solo tiene una relación superficial
con las disciplinas. Más bien es un abismo entre paradigmas. Sea la que fuere
la disciplina cultivada en cada caso particular, la diferencia fundamental se
halla en la aceptación final o no de la modernidad y la economía de mercado,
recientemente bautizada por sus críticos como neoliberalismo, como el marco
en el que explicar la historia próxima y para planear el futuro inmediato. Así
pues, no debe sorprender que muchos economistas se manifiesten tan opuestos
a él (Sharpley, 2010) como sus críticos culturales o aún más. Esa falla geológi-
ca atraviesa todas las disciplinas que se ocupan del turismo y aunque, por el
momento, aparezca a menudo oculta tras la política MAD (capítulo 1), sus crí-
ticos parecen llevar las de ganar, sin que apenas se oiga un murmullo o una
queja en contrario o, cuando aparecen (Butcher, 2002, 2007), no sean rápida-
mente acallados (Butcher, 2006; Wearing, McDonald y Ponting, 2005; Wearing
y Ponting, 2006).
Muchos estudiosos del turismo permanecen enamorados del rechazo del
turismo de masas, aunque no todo el mundo en el exterior de la academia com-
parta tamaña afición. La industria, el público y hasta los medios suelen mani-
festar una disposición más templada y equilibrada hacia él. Hay quienes desde
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352 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

otros campos expresan visiones más optimistas, aunque no sean especialmente


entusiastas del capitalismo (Löfgren, 1999).

El turismo de masas […] puede ser poco sensible con el medio ambiente, pero tiene
efectos redistributivos claramente beneficiosos. A medida que los prósperos habitantes
del norte de Europa se abalanzaron sobre las hasta entonces empobrecidas áreas del
Mediterráneo, se crearon empleos para albañiles, cocineros, camareros, limpiadoras de
habitaciones, taxistas, prostitutas, porteadores, equipos de mantenimiento de aviones y
otros. Por primera vez, hombres y mujeres jóvenes sin otra cualificación en Grecia, Yu-
goslavia, Italia y España pudieron encontrar trabajo estacional poco pagado en casa en
vez de tener que irse fuera a buscarlo. En vez de emigrar a las economías expansivas del
norte, ahora servían a esas mismas economías en su propio país […] El turismo
internacional puede no haber ampliado sus horizontes mentales […] Pero el éxito del tu-
rismo a gran escala de los sesenta y posterior se debió en buena medida a hacer que tu-
ristas neófitos ingleses, alemanes, holandeses, franceses y demás se sintiesen tan cómo-
dos como fuera posible, rodeados de sus compatriotas y separados de lo exótico, lo no
cotidiano y lo inesperado. Pero el mero hecho de viajar a un destino lejano de forma
regular (anual) y los nuevos medios de transporte utilizados para llegar a él —coches
privados, vuelos chárter— ofrecieron a millones de hombres y mujeres (y especialmen-
te a sus hijos) que hasta entonces habían vivido en la cápsula aislada del propio país una
habitación con vistas a un mundo mucho más grande (Judt, 2006: locs.7641-7697).

Es difícil encontrar reflexiones semejantes entre los estudiosos del turismo,


aunque el público en general suele entenderlas muy bien. Una sociología de la
academia turística podría explicar la razón de esta disonancia, profundizando en
un atractivo tópico de discusión que no ha sido demasiado bien servido por las
limitadas contribuciones que se han ocupado de él (Ateljevic y Doorne, 2002;
Tribe, 2009, 2010). Sin embargo, un análisis de ese tipo excedería las limitacio-
nes de estas páginas. Recordemos tan solo un hecho. No solo fue rápidamente
seguida la expansión del TMM por una reacción académica adversa (eso que
Jafari llamaba Plataforma Precautoria); los ochenta vieron la expansión de
interminables nuevas formas de turismo (Eadington y Smith, 1992) que dieron
forma a la Plataforma Adaptativa de Jafari y fueron presentadas como otras tan-
tas alternativas al TMM por unas audiencias académicas que celebraban así la
ampliamente anunciada muerte de su enemigo. Desde aquellos años, las alaban-
zas académicas para con todos los tipos de turismo que se pronunciaban como
alternativas al TMM crecieron exponencialmente (ver, por ejemplo, la colec-
ción del Journal of Sustainable Tourism, ampliamente considerado como la
mejor publicación académica en esta subárea). En el fondo, uno aprecia entre la
mayoría académica un anhelo poco embridado de acabar de una vez por todas
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 353

con el TMM o, de no poderse alcanzar tan loable cometido, de imponer drásti-


cas reducciones al turismo tal y como lo conocemos.
Inicialmente, la sabiduría convencional se orientó a la noción de capacidad
de carga, es decir, el número máximo de turistas que podían ser admitidos dia-
riamente en un destino sin causar excesivo estrés, a la que solía añadirse la no-
ción de desarrollo lento o no mercantilizado (Wearing, McDonald y Ponting,
2005). Así, aparecieron el ecoturismo, el turismo de intereses especiales, el tu-
rismo alternativo, el de baja intensidad, el responsable, el turismo verde, cada
vez más celebrados por los investigadores y crecientemente populares entre los
medios de comunicación. Más recientemente, la misma noción parece haber en-
contrado una mejor expresión en una idea de sostenibilidad que, por definición,
cree que los tipos más populares de turismo son insostenibles. La academia
turística y algunos de los medios de viaje más selectos, así como muchos gene-
rales, oscilan entre la desaprobación generalizada y/o la imposición de tantas
trabas al desarrollo turístico que convertirían al TMM en una misión imposible.
La tendencia se ha hecho aún más visible a lo largo de unos años en los que
productos mejor diseñados y multidimensionales encontraban el favor de los
consumidores: minitours, tours de ciudades, un creciente número de MICE (por
su acrónimo inglés de Meetings, Incentives, Conferences and Exhibitions o, en
español, RICE [Reuniones, Incentivos, Conferencias y Exposiciones]), turismo
activo, turismo de granja y agroturismo, viajes gastronómicos, tours de bode-
gas, cursos de cocina, viajes a festivales y conciertos, montañismo, turismo de
alto riesgo, yincanas ecuestres, torneos de pesca de altura, safaris fotográficos,
viajes de buceo, excursiones espeleológicas, visitas a parques temáticos, a capi-
tales culturales, de esto o de aquello, y decenas de otros productos que han sus-
tituido las opciones más bien limitadas que existían en los comienzos del TMM.
Se diría que los críticos de los paquetes turísticos de antaño deberían estar con-
tentos de haber persuadido a la opinión pública para que buscase otras formas
de turismo.
A menudo también, el desengaño seguía al entusiasmo tan pronto como
los nuevos productos se establecían. El ecoturismo, por ejemplo, prometía ha-
cer a los consumidores y proveedores más sensibles para con el entorno natu-
ral y cultural de sus destinos, pero pronto fue denunciado como otro truco de
mercadeo. Otros nuevos productos y formas seguirían ese mismo camino de
amor/odio a medida que, lo supieran o no sus iniciadores, los mismos no sig-
nificasen un rechazo del modelo de negocios del TMM. En realidad, los críti-
cos tenían cierta dosis de razón. Los nuevos productos a menudo no eran sino
una expresión de aumentos de volumen o una creciente segmentación del mer-
cado y de la demanda existente en el turismo doméstico o internacional (Plog,
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354 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

2003). El entusiasmo académico inicial no lograba desplazar la realidad de los


mercados y de los deseos de los consumidores. Con la distancia temporal, uno
puede hoy contemplar con cierta ironía los diversos estratos geológicos ocupa-
dos por tantos fósiles tan rápidamente encumbrados por los académicos como
devaluados poco después. El ascenso y rápida caída de tantos productos turís-
ticos le recuerdan a uno el perverso tobogán de desgracias en la Unión So-
viética de los treinta.
Algunos factores básicos, tanto demográficos como económicos, podrían
ayudar a los académicos inconformistas a entender las razones de su persisten-
te derrota si quisieran tomárselos en serio. Lejos de haberse quedado en un re-
ducido núcleo geográfico, las clases medias —los cimientos del turismo de ma-
sas— se han ampliado. Su crecimiento en China y en India (y no solo allí) ha
sido espectacular. En China pasaron de 65,5 millones en 2005 a ochenta en
2007. Se espera que lleguen a setecientos millones en 2020. En 2007 se estima-
ba que las clases medias en India habían subido a cincuenta millones, un 5 por
ciento de la población. Para 2025, el pronóstico indica que llegarán a 583 millo-
nes, un 41 por ciento (Beinhocker, Farrell y Zainulbhai, 2007).
El número de personas con vacaciones pagadas ha aumentado considera-
blemente en muchos países europeos (Schmitt y Ray, 2008), habiendo sido uti-
lizadas últimamente como un paliativo para el desempleo. En Italia las vacacio-
nes llegan a 42 días de trabajo, es decir, unas ocho semanas al año; en Francia,
siete semanas y media; siete semanas en Alemania y en Brasil; seis semanas en
el Reino Unido; cinco semanas en Corea, Japón y Canadá. El único país desa-
rrollado que mantiene un bajo número de vacaciones pagadas es Estados Uni-
dos, con solo dos semanas (aunque ese mínimo aumenta con la antigüedad y
otras cláusulas del contrato). Los países en vías de desarrollo no han llegado
aún ahí, pero muchos esperan que un aumento de las vacaciones disminuirá sus
largas jornadas de trabajo.
Finalmente, la renta disponible ha aumentado también en muchos países en
desarrollo, haciendo posible que las clases medias empiecen a viajar. La propia
crisis de 2008-2009 no parece haber disminuido significativamente su apetito
viajero. El turismo se contrajo un 4,8 por ciento en 2009, pero se esperaba que se
recompusiese en 2010 junto con la actividad económica global. La contribución
de viajes y turismo al PIB mundial se preveía en un 9,2 por ciento para ese año
(5,5 billones de dólares) y en un 9,6 por ciento para 2020 (11,5 billones de dóla-
res), incluyendo la contribución directa e indirecta de la industria (WTTC, 2010).
Esos números, empero, no hacen cimbrearse la determinación de tantos in-
vestigadores que se empeñan en azotar a las olas para que no suban. Sin más
armas que su horror hacia las clases medias y la compasión que les inspiran al-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 355

gunas pequeñas comunidades supuestamente en riesgo de ver su entorno des-


truido y su cultura arruinada por flujos incontrolados de turistas, los académi-
cos siguen añorando una alternativa de verdad al TMM —ya sea el mochileo,
el turismo basado en las comunidades (TBC), diferentes formas de empodera-
miento o el desarrollo sostenible—. Algún día, tal vez, llegará su santo adveni-
miento.

La vía mochilera al desarrollo turístico

Los mochileros se han convertido en una de las esperanzas de alternativas al


TMM desde la demanda turística. La hipótesis subyacente se formula más o
menos así. Muchas pequeñas y aún prístinas comunidades ven al turismo como
una forma de mejorar su bienestar colectivo. Si se abren incontroladamente al
TMM y a las fábricas de viajes que lo controlan, los bárbaros que esperan a las
puertas les invadirán a un elevado coste social Sin embargo, si se colocan en un
segmento del mercado que favorezca un desarrollo más lento pero estable, esas
comunidades pueden llegar a su meta sin verse destruidas en el proceso. ¿Cuál
será su posición en el mercado? Los grandes números de jóvenes que viajan por
el mundo antes de entrar en el mercado de trabajo de sus países respectivos,
también conocidos como mochileros.
Añadamos algo de historia. A comienzos de los noventa, bajo los auspicios
del Gobierno de la India, UNWTO organizó en Delhi una conferencia sobre tu-
rismo juvenil. Como suele ser norma en las reuniones burocráticas, la agenda
oculta de la conferencia iba un poco más allá de discutir los aspectos diversos de
un sector importante de consumidores turísticos. El Gobierno indio, así como mu-
chos otros de países en vías de desarrollo con una vieja historia y no menos anti-
guas tradiciones, se encontraban en un atolladero del que solo ahora empiezan a
salir. Por un lado, deseaban desarrollar el turismo, especialmente el internacional,
como una fuente de beneficios económicos, empleo y entradas de divisas. Por el
otro, querían limitar al máximo el impacto sobre las formas de vida de las comu-
nidades de acogida y, también, proteger la naciente industria nacional, así como
su propio papel en la planificación económica, incluyendo la del turismo.
Lamentablemente, el problema no tiene solución fácil. El turismo interna-
cional, en especial el que requiere viajes de larga distancia desde los mercados
de origen (es decir, los países desarrollados), es una industria con reglas de
juego bien delineadas. El turista internacional requiere hostelería confortable,
nuevos centros vacacionales, buena sanidad y seguridad, inversiones infraes-
tructurales y demás que, a menudo, no están al alcance de la industria y los go-
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356 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

biernos locales. Más aún, las expectativas y la conducta de los turistas acomo-
dados y de los masivos en general entran a menudo en colisión con las expec-
tativas y la conducta de los locales. Codiciado como lo es por sus beneficios
económicos, el turismo internacional tiene costes definidos en términos de po-
der para los gobiernos nacionales y, pretendidamente, genera la decadencia de
los estilos de vida y de las tradiciones locales.
¿Puede encontrarse una tercera vía? Esa era la razón principal de la con-
ferencia de Delhi. El turismo internacional de los jóvenes en su forma de turis-
mo económico o mochileo podría ofrecer un atajo para llegar al mejor de los
mundos posibles. Por un lado, los jóvenes de países ricos, incluso aun viajan-
do con un presupuesto limitado, tienen un considerable poder de compra, por
contraste con las comunidades locales que eligen. Sus gastos locales son un
poderoso multiplicador. Por el otro, con sus bajos presupuestos, no requieren
los caprichos usuales de los turistas de masas, se alojan en pequeños hoteles y
hostales locales y se comportan de acuerdo con sus costumbres. Los países me-
nos desarrollados y sus frágiles comunidades podían preñarse de turismo in-
ternacional, pero solo un poco. Pese a algunas notas de prevención (Aramberri,
1991, 2000), la estrategia mochilera parecía ser realista, incluso para India.
¿Sucedió así?
Hay una amplia literatura sobre los mochileros y sus estilos de viaje (Els-
rud, 2001; Hampton, 1998; Loker-Murphy y Pearce, 1995; Murphy, 2001;
Scheyvens, 2002; Sørensen, 2003). Habitualmente, sus autores enumeran una
serie de características de este tipo de turismo: bajos presupuestos, larga dura-
ción de los viajes, uso del transporte local y hostelería de bajo coste (Hannam
y Ateljevic, 2008); un deseo de participar en experiencias de viaje educaciona-
les, culturales y aventureras (Loker-Murphy y Pearce, 1995; Maoz y Bekerman,
2010; Pearce y Foster, 2007). Los mochileros no se asustan de viajar a lugares
remotos y, a menudo, disfrutan participando en intercambios sociales que son
liminales, están más allá de la vida cotidiana o son inciertos, si no abiertamen-
te arriesgados (Elsrud, 2001; Adams, 2001). Otros rasgos incluyen la existencia
de redes específicas de comunicaciones, la búsqueda de restaurantes o bares
propios o la existencia de guetos mochileros, más el desarrollo de intensas rela-
ciones interpersonales entre mochileros que solo unos días antes no se cono-
cían (Uriely, Yonay y Simchai, 2002).
Por lo que se refiere a sus experiencias y actitudes subjetivas, se dice que
los mochileros, en contraste con otros tipos de turistas, están más dispuestos a
adaptarse a la cultura y a las costumbres locales y a adoptar roles diferenciales
respecto de los turistas mayoritarios —Murphy (2001: 61-64) ofrece una discu-
sión detallada de fines y medios percibidos por los mochileros—. Loker-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 357

Murphy y Pearce ven a ese tipo de turismo como «una vuelta a los valores ante-
riormente asociados al Grand Tour y los valores educativos del turismo» (1995:
827). Muchos jóvenes posponen por un año su entrada a la universidad o al
mercado de trabajo para acometer este rito de paso (Caprioglio O’Reilly, 2006;
Brown, 2009). En cualquier caso, para la mayoría, la imagen más reciente de
este segmento de turismo de largas estancias y presupuestos bajos es claramen-
te favorable (Ooi y Laing, 2010), por contraste con el tono más crítico usado
por Cohen (1982) o Riley (1988) al referirse a él.
La discusión se ha centrado menos en otras áreas del turismo mochilero,
especialmente en el papel económico que tiene en los destinos elegidos y en su
contribución a las estrategias locales de desarrollo. Hampton (1998), en su es-
tudio de Lombok, Indonesia, subrayaba que, para la población local, la deman-
da de los mochileros constituye una oportunidad de embarcarse en una serie de
negocios, pues el minimalismo de los mochileros exige menos capital para de-
sarrollarlos que otros negocios turísticos. Así concluía que, aunque sea menes-
ter estudiarlo más a fondo,

el turismo de mochila podría aumentar la participación local en el desarrollo real, como


parte de una estrategia, más sostenible a largo plazo, que trata de equilibrar las ne-
cesidades del desarrollo económico local con los poderosos intereses que quieren crear
grandes centros vacacionales e internacionales (1998: 655).

Wilson (1997), en su por otra parte notable trabajo sobre Goa, hacía sonar una
nota igualmente favorable.
La aportación de Scheyvens era aún más optimista: para ella, el mochileo
era demostrablemente beneficioso para las comunidades de acogida. Dadas sus
largas estancias, los mochileros acababan por gastar más y mejor que los otros
turistas, pues viajan a áreas remotas; aportan a comunidades que de otra forma
no participarían en los beneficios del turismo; consumen productos y servicios
locales; las inversiones para satisfacer sus necesidades no han de ser intensivas
en capital, con lo que los costes de entrada están al alcance de muchos empre-
sarios locales; se minimizan las importaciones. Suele, además, haber otros be-
neficios intangibles que acompañan a estos económicos. Scheyvens subraya el
aumento de la pequeña propiedad que contribuye a envolver a los locales más
profundamente en sus comunidades, la revitalización de las culturas locales y
más respeto por el medio ambiente. Concluyendo,

hay signos positivos, pues, que muestran que trabajando para los mochileros, los pue-
blos del tercer mundo pueden obtener beneficios reales del turismo y controlar sus
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358 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

empresas […] Los gobiernos nacionales y locales y las ONG pueden desempeñar un
papel importante en facilitar un proceso que permita a las comunidades locales maximi-
zar las oportunidades que les presenta el turismo internacional de mochila (2002: 106).

Semejantes conclusiones parecen un tanto exageradas. No solo porque,


como Scheyvens lo hace notar, citando a Hutnyk (1996) y a Noronha (1999),
hay muchas diferencias en la conducta de los mochileros en sus comunidades
de elección. Aunque es un hecho que muchos respetan las culturas locales y su
medio ambiente, otros se comportan con la misma distancia hacia ambos como
lo hacen en Cancún o en Fort Lauderdale durante las vacaciones de primavera.
Pero, más aún —y esto conviene subrayarlo—, Scheyvens no parece haber en-
tendido por completo la economía política de la pretendida vía mochilera al
desarrollo sostenido. ¿Cuál es la posición de los mochileros en las economías
que les acogen? Su papel es muy similar al de los rentistas, con un toque de
puntilleros (inversores bursátiles que se conforman con pequeños márgenes).
De hecho, derivan sus rentas de fuentes externas a la comunidad y la mayoría
no participa en ninguna actividad productiva local, al tiempo que se beneficia
de la diferencia entre esas rentas extralocales y los precios de los mercados
locales. De esta forma, su dinero llega mucho más allá cuando están fuera de
casa —pura magia de la paridad de poder adquisitivo—.
Estas puntualizaciones no buscan menospreciar a los mochileros. A su ma-
nera, son consumidores muy astutos, que saben regatear su camino por entre la
comunidad local, al menos mientras duran sus fuentes de ingresos externas, de
la misma forma en que lo harían los agentes bien informados que persiguen una
estrategia racional. Eso solo debería ofender a quienes mantienen resquemores
morales con el consumismo y con la búsqueda del interés propio. Pero la cues-
tión económica se halla en otra parte. Si hacer de puntilleros define la actitud
de los mochileros, parece claro que ese grupo de demanda estará en mejores
condiciones cuando la comunidad de acogida permanezca en su subdesarrollo
por comparación con la propia. Les guste o no —y un gran número de mochi-
leros seguramente se avergonzarían si lo supieran—, tienen un interés objetivo
en el atraso económico de sus anfitriones. Cuando el diferencial de precios entre
sus comunidades de origen y las de acogida se reduce, responden bien median-
te un acortamiento de sus estancias, bien buscando destinos alternativos donde
el puntilleo pueda seguir estando en su propia ventaja.
Hay también algunos elementos para mantener este argumento en el campo
cultural si se estudian algunas de las herramientas básicas que usan —las guías
de viaje— y la forma en que son presentadas a los mochileros (Enoch y Gross-
man, 2010). ¿Qué es una guía de viaje? Normalmente, una base de datos impre-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 359

sa que describe un país o una región y aconseja sobre una serie de aspectos de
interés para eventuales turistas. El mayor peso de las guías recae sobre atraccio-
nes, transporte, hostelería y comida, habitualmente flanqueados por una intro-
ducción con información práctica sobre cómo llegar al destino, qué hay que
hacer y qué no, más algunas secciones con información elemental sobre su his-
toria, religión, costumbres, etc. Esta última parte no puede sustituir a una infor-
mación correcta y amplia sobre el destino, pero probablemente puede ser lo que
muchos turistas potenciales lleguen nunca a saber sobre él y es, por tanto, un
elemento clave de la imagen de los destinos y de la cultura de masas (Reichel,
Fuchs y Uriely, 2009).
Las guías de viaje son herramientas de conocimiento importantes. Habi-
tualmente, no ocupan los lugares más altos en el rango de las fuentes turísticas,
pues muchos turistas señalan a las opiniones de amigos y parientes o a internet
como fundamentales en la toma de decisiones. Pero a menudo las guías se usan
junto con otras fuentes y adquieren así un mayor peso. Algunos estudiosos han
recordado que muchos de los turistas que rehúyen los caminos habituales se re-
fieren a las guías Lonely Planet como «la Biblia» (Spreitzhofer, 1998), es decir,
un compendio de información fáctica y un código de comportamiento, a menu-
do moral. Frecuentemente, el uso de una guía de viaje aparece en el cierre de
un trato de viajes y, cuando no es así, ayuda a posicionar a un destino concreto
en el set evocado por los turistas. En el caso de India, por ejemplo, un 19 por
ciento de la audiencia cuestionada por Chaudhary (2000) decía que las guías
eran parte de su paquete informativo básico.
Aramberri (2004a) se planteó la cuestión de los diferenciales de imagen en
dos guías dirigidas a diferentes segmentos de mercado potencial para India.
Eran National Geographic (Nicholson, 2001) y Lonely Planet (Singh, 2001),
las dos publicadas en el mismo año 2001. Con mucho, la más popular de las dos
en 2004 era Lonely Planet, que estaba entre los diez mil primeros libros vendi-
dos por Amazon.com en la época. National Geographic iba destinada a un mer-
cado más acomodado, en tanto que Lonely Planet se dirigía a turistas de presu-
puesto bajo y a mochileros.
Además de la información escrita, National Geographic descansaba sobre
una amplia iconografía visual para acompañar al texto. Incluía 286 fotos (más
cuatro en la portada) en cuatrocientas páginas de texto. Lonely Planet llevaba
163 fotos (más la cubierta) en mil ochenta páginas de texto, es decir, la guía
dirigida al mercado más acomodado mostraba un mayor número de fotos por
página de texto. Pero hay algo más interesante, a saber, la forma en que las foto-
grafías se usaban para enviar el mensaje. El número total de fotos en cada publi-
cación se dividía en cuatro categorías agrupadas en dos continuos. El primero
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 360

360 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

utilizaba naturaleza y cultura en galerías en que no aparecía gente, como atrac-


ciones naturales (montañas, parques, actividades agrarias) o monumentos (tem-
plos, palacios, fuertes). La segunda galería se movía entre, por un lado, la India
moderna y los estilos de vida tradicionales, por el otro. En la India moderna se
incluían fotos que mostraban el impacto de la iconografía moderna (rascacielos
de oficinas, presentaciones de diseñadores y tecnologías de la información y la
comunicación) sobre la vida cotidiana o, por decirlo de otra forma, aparecían
los marcadores de la globalización.
Lonely Planet se centraba de forma abrumadora sobre las imágenes de la
India tradicional (114 sobre un total de 163), seguidas de las atracciones cultu-
rales y monumentales. Por su parte, National Geographic invertía el orden, con
las atracciones culturales por encima de las tradiciones. También dedicaba ma-
yor atención a la India moderna, con un total de 36 fotos (13 por ciento del
total), mientras que en Lonely Planet la India moderna solo llegaba a siete (me-
nos de un 5 por ciento). Si se mira al equilibrio en el continuo tradición/moder-
nidad en cada una de ellas, el resultado era aún más significativo. Mientras que
Lonely Planet representaba a la India moderna con una ratio del 6 por ciento
respecto de la tradicional, la proporción para National Geographic subía al 40
por ciento. En esta última aparecía con mayor fuerza la imagen de un país de
larga historia (tanto monumental como en tradiciones) pero crecientemente im-
pactado por fuerzas globales que iban dejando rápidamente su huella en el mar-
co de las rutinas y de las actitudes tradicionales.
Esta impresión venía reforzada por el texto escrito, que hacía aparecer la
India actual con una dinámica opuesta a la visión paseísta de Lonely Planet, que
se recreaba en la imagen de una India donde proliferaban una naturaleza inva-
riante, monumentos estáticos y tradiciones antañonas que abrumaban a los nue-
vos estilos de vida —el predominio de lo viejo sobre lo nuevo, del pasado sobre
el futuro—. Aunque es una regla de buen sentido común no tomar a los símbo-
los polisémicos como si tuvieran un solo significado, en este contexto la biblia
de los mochileros parecía proyectar una preferencia nostálgica (¿imperial?) por
una India intemporal, como un país que permaneciese incambiado, entre otras
cosas, en lo tocante a esa pobreza que es compañera habitual de los bajos pre-
cios que tanto importan a los mochileros.
El texto de ambas guías mostraba una división similar. ¿Cómo definir a la
India actual? Como «un lugar en el que hay que esperar lo inesperado», decía
Lonely Planet (Singh, 2001: 17). La otra guía compartía una opinión similar,
definiendo a la India como «una tierra de contrastes» (Nicholson, 2001: 14).
Donde ambas se separaban era en dónde situar lo inesperado y los contrastes.
Para Lonely Planet, uno podía encontrarlos en los sitios sagrados, en los luga-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 361

res históricos y en la naturaleza escénica. National Geographic, por su parte,


también notaba la disonancia entre lo viejo y lo nuevo, pero la convertía preci-
samente en el elemento clave para entender a la India de hoy. Una larga sección
introductoria insistía en cómo las fuerzas globalizadoras están afectándola; con
fábricas de seda en lugares remotos que venden su producto por medio de telé-
fonos celulares, o con jóvenes universitarios de ambos sexos que prohíben a sus
familias arreglarles sus matrimonios. La guía igualmente dedicaba una larga
sección a la mayor democracia del planeta, un asunto que Lonely Planet despa-
chaba con rapidez.
Bangalore se ha convertido en el póster favorito para la India moderna.
Lonely Planet reconocía el hecho y proveía información sobre el desarrollo de
la industria de telecomunicaciones. National Geographic era mucho más preci-
sa y entusiasta, apuntando que en el pasado los cerebros indios emigraban a Es-
tados Unidos para estudiar y trabajar, pero que hoy el viento ha variado de curso
con el retorno de muchos de ellos para fundar nuevas compañías «que compran
a otras americanas más débiles» (Nicholson, 2001: 227). Es difícil disputar que
India es una sociedad muy antigua con muchas culturas y tradiciones amplia-
mente distintas de las de Occidente. Pero ¿qué hacer cuando ambas chocan en
la vida cotidiana de turistas y locales? Lonely Planet operaba con un marco con-
ceptual adaptado del relativismo cultural y la antropología posmoderna. La cla-
ve de sus soluciones era la persuasión emic de que las culturas solo se pueden
entender desde su interior, de que ellas son los mejores jueces de sus propios
valores y de que los forasteros nunca serán capaces de entender adecuadamen-
te todas sus dimensiones. Los turistas no deben juzgar y sí tratar de adaptarse a
las costumbres locales.
Cuando uno lee la letra pequeña, esa actitud se revela bastante dudosa.
Tómense los asuntos relativos a las mujeres, donde no siempre es fácil reconci-
liar la conducta local con los fundamentos occidentales de la liberación de la
mujer. O bien uno se aparta de la discusión o bien tiene que defender reglas que
no harán la felicidad de una de las partes. Lonely Planet adopta una actitud es-
trechamente factual, una metodología de «las cosas como son», y anuncia que
aunque las mujeres de clase media de las ciudades han progresado en lo que res-
pecta a sus carreras, en las fuerzas armadas y en la política, el resto de la pobla-
ción femenina no ha avanzado tanto; que las familias tradicionales aún prefieren
tener hijos varones; que el infanticidio femenino y el aborto de fetos hembras
sanos, aun prohibidos, son una práctica común; que los matrimonios arreglados
son la norma en vez de la excepción; que las mujeres casadas sufren fuertes pre-
siones si tratan de divorciarse; que, según algunas encuestas recientes, dos ter-
cios de los varones urbanos piensan que la disposición de las mujeres para adap-
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362 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

tarse a los deseos masculinos es algo muy importante. Un recuadro informaba


sobre el sati (la tradición de quemar a las mujeres con el cadáver de sus maridos)
y lo difícil que resultaba hacerlo desaparecer. National Geographic era más
directo. Aunque algunas mujeres privilegiadas han ocupado importantes cargos
como directoras de compañías, cirujanas, médicas, directoras de cine o políticas,
«la vida para la mayoría de las mujeres indias es diferente, llena de desigualdad
y privaciones. Incluso en las zonas más emancipadas de India, la tradición resis-
te con fuerza» (Nicholson, 2001: 68), y la tradición no mostraba un semblante
placentero a las mujeres.
El conflicto se ahondaba cuando las guías ofrecían consejo sobre cómo evi-
tar choques eventuales entre las diferentes prácticas culturales y tradiciones. De
hecho, cuando las guías se publicaron, y aun ahora mismo, gran número de los
mochileros y turistas de bajo presupuesto eran mujeres occidentales u occiden-
talizadas que no compartían esos valores y costumbres locales. Las recomenda-
ciones de Lonely Planet, una vez más, no eran demasiado estimulantes. La guía
volvía a la práctica de dejar que los hechos hablen por sí mismos. Las calles de
India, decía, están dominadas por los hombres, así que hay que esperar que se
mire a las mujeres con descaro, que se les hagan comentarios sugerentes y hasta
que se produzca acoso sexual. Más vale vestir con modestia y evitar fumar y be-
ber en público. Uno puede entender la importancia del sentido común al adver-
tir de consecuencias poco agradables de esos hechos para algunas mujeres; sin
embargo, no ofrecer reservas sobre la frustración que supone tener que olvidar
los derechos ganados a pulso en casa cuando se cruza una frontera parece algo
más difícil de excusar.
¿Puede el mochileo ser construido como una forma menos penosa de alcan-
zar el desarrollo en países y destinos empobrecidos? Quien lo piense debe tener
en cuenta que con ello se les estimula a entrar en un callejón sin salida parcial-
mente exitoso a corto plazo, pero eventualmente seguido de una rápida deca-
dencia. Los puntilleros no son inversores dispuestos a aguantar con sus hoteles,
centros vacacionales, casinos o parques temáticos, sino consumidores altamen-
te volátiles y sensibles a los menores cambios en el nivel de precios. No crean
empleo en sus destinos, sino tan solo ayudan a desarrollarlo en pequeña escala.
Con una expresión que suele usarse para designar a los flujos de capital alta-
mente volátiles, los mochileros son consumidores «golondrina» —hoy aquí,
mañana allá—. Tan pronto como la comunidad local empieza a gozar de una
naciente prosperidad y tan pronto como esa tendencia acarrea mayores precios,
los mochileros se van con la música a otros lugares más baratos. Las inversio-
nes no intensivas en capital hechas por algunos locales pronto empezarán a te-
ner escasos beneficios y se tornarán improductivas, mientras no haya otros tu-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 363

ristas y otras industrias más dispuestos para sustituir a los mochileros en busca
de pastos más frescos. Parafraseando el título del libro de Urry (La mirada del
turista), aquí podríamos hablar de La pirada del turista.
¿Habrá, pues, que expulsar del Edén a los mochileros? Solo el funciona-
miento de los mercados tendrá la solución. Un negocio tan complejo como el
turismo debe estar siempre dispuesto a acomodar demandas de todo tipo y
clientes de todo nivel de renta. El argumento aquí desarrollado solo implica que
del sector mochilero no puede esperarse un papel clave en el desarrollo del tu-
rismo en India o en cualquier otra parte. La contribución económica de los mo-
chileros a las comunidades locales es generalmente baja; no produce gran
aumento de puestos de trabajo; y no crea buenas oportunidades para fuertes in-
versiones. Algo similar puede decirse en el aspecto cultural. Por importante
que pueda ser y haber sido bajo ciertas circunstancias, el mochileo dista
mucho de ser la alternativa al TMM que anuncian sus practicantes y muchos
poncios académicos.
Lamentablemente, algo semejante puede decirse de otras alternativas como
el turismo voluntario o volunturismo y el turismo pro-pobres (Ashley, Roe y
Goodwin, 2001; Deloitte and Touche, 1999; Wearing, 2008). Ambos coinciden
más o menos en los mismos fines: contribuir por medio del turismo al alivio de
la pobreza en áreas deprimidas. Hay algunas diferencias entre ambas prácticas,
pues el turismo voluntario (Sin, 2009) favorece la participación de los turistas
en el desarrollo de proyectos que favorecen a las comunidades locales, mientras
que el turismo pro-pobres defiende una participación menos comprometida en
la vida de las comunidades. Los abogados de ambas modalidades celebran su
valor económico para las comunidades locales, su liviana huella ambiental y su
oposición a las llamadas prácticas neoimperialistas (Gard McGeehe y Almeida
Santos, 2005). De esta forma es sorprendente cómo el tan celebrado ecoturismo
ha sido degradado con la velocidad de la luz a un ecocolonialismo o ecoimpe-
rialismo (Butcher, 2007; Cater y Lowmann, 1994). Muchos son ahora quienes
lo ven como un fraude o un truco de mercado, aunque no todo el mundo com-
parta esa opinión (Fennell y Dowling, 2003). ¿Podría ser esta una moraleja
anunciada para el volunturismo o el turismo pro-pobres?
En cualquier caso, lo indudable es que sus defensores lo proponen como
una alternativa definitiva al TMM (Clarke, 2009; Gard McGehee, 2002). ¿De
verdad? Uno simpatiza con sus buenos deseos. Tómese, por ejemplo la defini-
ción del PPT Partnership (Asociación para el Turismo Pro-Pobres):

El turismo pro-pobres es un turismo que redunda en crecientes beneficios netos para los
pobres. No es un producto específico ni un nicho, sino una visión del desarrollo y la
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364 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

gestión del turismo. Profundiza los lazos entre la industria turística y los pobres de
forma que aumente la contribución del turismo a la reducción de la pobreza y los pobres
sean capaces de participar más efectivamente en el desarrollo del producto. Favorece
los enlaces con muchos diferentes tipos de «pobres»: los directivos, las comunidades
vecinas, los terratenientes, los productores de alimentos, combustibles y otros provee-
dores, los operadores de negocios de microturismo, los artesanos, otros usuarios de la
infraestructura turística (caminos) y recursos (agua), etc. (2010).

Solo el Dr. Evil o Goldfinger podrían estar en contra.


Lamentablemente, la evidencia empírica sobre el éxito económico de estos
tipos de turismo se echa a faltar (Blake et al., 2008; Hawkins y Mann, 2007).
Una vez acabadas las tiradas contra el TMM, el capitalismo, la mercantiliza-
ción, la banalidad y otros congéneres, los números no sobran, aunque el diablo,
como es su costumbre, se agazape en los detalles. ¿Pueden estos tipos de turis-
mo encontrar una demanda solvente? ¿Pueden suscitar las inversiones necesa-
rias para que esos buenos sentimientos se conviertan en realidad? Casi todo es
posible, pero la probabilidad de que el turismo pro-pobres se convierta en una
alternativa al TMM parece más bien limitada. ¿Habría, pues, que desalentar a
sus seguidores? Por supuesto que no. Sin duda, puede contribuir a aumentar el
número de empleos en algunos lugares y a desarrollar la renta de las comunida-
des, pero para tener éxito ambos tipos de turismo tienen que generar inversio-
nes y motivar a un número suficiente de turistas que los hagan sostenibles. ¿Se
convertirán, como lo creen algunos soñadores (Wearing, 2008), en una verda-
dera alternativa? Puede ser dudoso, pero no debemos traerles el mal fario. Los
desarrollos a pequeña escala pueden ser bellos. Es mucho más difícil que sean
rentables.
Unas pocas palabras finales se hacen necesarias para referirse a alternati-
vas que proponen la aceptación de productos dudosos en la mezcla mercado-
técnica de algunos destinos que necesitan desesperadamente aliviar la pobreza
extrema de muchos de sus ciudadanos. Kibicho (2009) proponía la legalización
de la prostitución en Kenia y promover algunas zonas del país como destinos
para el turismo sexual, esperando que esas iniciativas aumentasen los flujos tu-
rísticos y los gastos de los turistas, disminuyesen los riesgos de sus practican-
tes, aumentasen sus ingresos y permitiesen que el Estado se beneficiase de ellos
por medio de los impuestos. Una vez más, aunque uno entienda la lógica del
argumento y no se oponga a medidas que hagan menos dura la vida de las pros-
titutas, es muy dudoso que el turismo sexual pueda convertirse en un salvocon-
ducto para aliviar la pobreza en Kenia. De acuerdo con datos recientes
(UNWTO, 2010a), en 2004 el país recibió 1,2 millones de turistas extranjeros,
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 365

que se dejaron 486 millones de dólares. Incluso aunque el número de turistas


sexuales hubiera aumentado hasta el mismo número en 2008, e incluso aunque
todos ellos hubiesen gastado una cantidad similar de dólares en el país que
todos los turistas de 2004 (para poder usar los datos del Banco Mundial de
2010 para el año 2008), no habrían añadido más que un 1,7 por ciento al PIB
(método Atlas). No hubiera sido una fruslería, pero definitivamente no hubiera
sido una poción mágica. Lejos de las ensoñaciones épicas de Ryan y Hall
(2001) de que el turismo sexual es el camino hacia el desarrollo elegido por el
Banco Mundial para una serie indeterminada de países, esa clase de turismo no
puede representar un atajo hacia el desarrollo para Kenia o para ningún otro
país (capítulo 6).

Turismo comunitario y empoderamiento

Si la demanda no ofrece grandes esperanzas de encontrar una alternativa al


TMM, tal vez la solución pueda venir del lado de la oferta. Eso es lo que pro-
ponen algunos defensores de cosas como el desarrollo desde la base, el turismo
comunitario o el empoderamiento local, esta última una de esas innovaciones
lingüísticas posmodernas que, como veremos, no significa nada a pesar de que
se suela anunciar a bombo y platillo. Bajo esos nombres diferentes, los aboga-
dos de la idea proponen pasar el poder de decidir el desarrollo de los productos
turísticos a las comunidades locales. El programa se remite a una popular idea
puesta en circulación por Murphy (1985) según la cual son las últimas quienes
saben mejor qué es lo que tienen que ofrecer a los turistas y pueden hacerlo me-
jor que los agentes externos.
Una vez más, la idea parece muy atractiva. Sería difícil negar que la gente
local conozca bien sus comunidades y sus productos. Pero tan pronto como uno
trata de profundizar más, las cosas se hacen más complicadas. El postulado bá-
sico del que deriva todo lo demás es que las comunidades tienen una identidad
exclusiva y excluyente y que hablan con una sola voz. Como se señaló en el ca-
pítulo 7, eso no es así. Adicionalmente, Bauman (2001) ha recordado con razón
que el concepto de comunidad se dirige más al corazón que a nuestra razón.
Evoca una idea de fusión, de sentimientos bondadosos y compartidos y una
añoranza por las seguridades del seno materno. Pero ni la pasión ni los senti-
mientos suelen ser buenos consejeros financieros. A menudo animan a definir a
las comunidades con una irresistible deriva romántica, y cuando uno trata de de-
finir cursos de acción en el mundo real el resultado suele ser irreconocible o
desalentador en relación con las expectativas iniciales.
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366 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

La gente local, se quiera o no, suele tener intereses divergentes y a menu-


do conflictivos. Stonich (2000) mostró los fines contradictorios perseguidos por
diferentes grupos en el caso de las Islas de la Bahía, en Honduras. Ya se trate
del centro de la Florida (Milman y Pizam, 1987) o de Samos, Grecia (Haralam-
bopoulos y Pizam, 1996), hay una clara diferencia de actitudes hacia el turismo
y su desarrollo entre dos sectores comunitarios (los subgrupos que demarcan a
quienes dependen del turismo para vivir y a quienes no), estudiados por Canes-
trelli y Costa (1991) en el caso de Venecia, Italia. Conflictos similares aparecen
también en países en vías de desarrollo, como China (Byrne Swain y Momm-
sen, 2001b; Cohen, 2001b; McKhann, 2001), y en áreas de sociedades desarro-
lladas en las que el turismo no es la mayor industria. En la región vinícola de
Napa Valley, California, las bodegas, los verdes y la industria turística están en
guerra para determinar el uso de la tierra. Sus intereses divergentes han llegado
hasta los tribunales (Kahn, 2002).
Sofield (2001) es uno de los más firmes defensores del turismo comunita-
rio, como lo mostraba ya su estudio del turismo en el valle de Katmandú, Nepal.
Allí empezaba por subrayar la necesidad del empoderamiento local especial-
mente en aquellas comunidades en las que la tradición tiene gran peso, pese a
vivir en el espacio político y social de una nación-estado. A partir de un uso
espurio de la categorización de las formas de dominación propuesta por Weber
—comparar Sofield (2001: 58) con Weber (1971: 122-148)—, su trabajo sugie-
re que el empoderamiento es un proceso multidireccional que, a la postre, debe-
ría poner todas las decisiones en manos de la comunidad local. A pesar de que,
como el autor había reconocido, esas comunidades viven en el marco de la na-
ción-estado y de una economía de mercado, no aparece ninguna referencia en
su trabajo a ninguno de esos centros de poder, tal vez debido a su idea de que
«el empoderamiento debe ser capaz de contrarrestar la dependencia» (2001:
258) lleva implícita la consecuencia de que el poder central es irrelevante. De
hecho, empero, este último habitualmente muestra una comprensible resisten-
cia a aceptar límites a su soberanía, con lo que nos damos de bruces con la pri-
mera escaramuza teórica para el turismo comunitario y el empoderamiento lo-
cal. ¿Puede la comunidad empoderada, sea en la teoría, sea en la práctica, hacer
caso omiso de otros centros de poder? Eso es algo que hay que probar.
Por importante que sea, no es este el problema principal de la tesis comu-
nitarista. Sofield describe las diferentes formas de viaje a los lugares más sagra-
dos del valle de Katmandú (Svayambhunath y Changu Naryan) y cómo el
UNDP (Programa de Desarrollo de Naciones Unidas) apadrinó un plan para ha-
cer que esas formas de turismo se convirtiesen en desarrollo sostenible. Sofield
subraya que el plan era «un proceso de planificación desde la base y no desde
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 367

la cima, empoderando a la comunidad para participar en la toma de decisiones


desde los inicios» (2001: 268). Uno debería, pues, tener la expectativa razona-
ble de que, con esas premisas, una vez aprobado el plan, todas las partes debe-
rían sentirse satisfechas. A comienzos de 1998, la mayoría de los objetivos del
proyecto se habían alcanzado. Las rencillas acerca del uso del espacio aún per-
sistían pero de forma aminorada. El Consorcio para el Proyecto del Turismo de
Calidad, apadrinado por UNDP, dice Sofield, había mejorado significativamen-
te la gestión de los espacios físicos, las colinas circundantes y la comunidad lo-
cal. Residentes, peregrinos y turistas expresaban todos ellos su satisfacción por
el resultado (2001: 269).
Lamentablemente, poco dura la felicidad en casa del pobre. En la última
sección del trabajo, Sofield informa abruptamente al lector de que tan solo unos
meses después el plan había comenzado a naufragar. Al parecer, el mentado
Consorcio se había apoyado en exceso en algunos grupos locales representados
por un Comité de Desarrollo Comunitario (CDC) a expensas de otro Comité
para el Desarrollo del Pueblo (CDP). Según la ley nepalí, este último tenía dere-
cho, entre otras cosas, a supervisar los fondos que el Proyecto había traspasado
al CDC sin contar con su aprobación, tras de lo cual el CDP decidió cerrar la
Oficina de Información Turística del CDC, la niña de los ojos del Proyecto, y
aprobó otras medidas orientadas a recortar aún más sus poderes. Al parecer, al-
gunos empoderados locales se resistieron al proceso de empoderamiento dise-
ñado por el proyecto de desarrollo desde la base.
Es difícil saber quién tenía la razón en esta disputa de sopa de letras sin un
conocimiento de la jurisprudencia nepalí que no está al alcance de cualquiera.
El conflicto, empero, permite entender que en el lugar había, al menos, dos gru-
pos de intereses en conflicto dentro de la comunidad local y que uno de ellos se
sintió injustamente excluido de la solución impuesta por el programa de Na-
ciones Unidas, es decir, que el empoderamiento local era algo más complicado
de lo que Sofield y las fuentes financieras internacionales habían previsto ini-
cialmente. En consecuencia, la conclusión —que los intereses de los causaha-
bientes locales forman un todo armonioso— es o bien fruto de la imaginación
o bien, y esto es aún peor, una forma de recompensar clandestinamente a los
causahabientes favoritos del investigador y/o de los consultores del plan. En
cualquiera de los casos, no debería sorprender que se produjesen conflictos en-
tre las partes. Lo que Sofield (que parece haber estado entre los consultores) no
aclara es si se les pidieron responsabilidades por tomar decisiones ignorando la
legislación local.
La cuestión tampoco acaba al preguntarse si no habrá siempre conflictos de
intereses entre los diferentes grupos comunitarios —por supuesto que sí—. Los
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368 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

conflictos de intereses no son disonancias cognoscitivas pasajeras que desapa-


recerán una vez se haya restablecido una comunicación eficaz, como suelen
creer las burocracias internacionales. Los conflictos son, como venimos subra-
yando, la esencia misma de la vida cotidiana, dado el hecho de que los intere-
ses de los participantes en comunidades locales o de mayor radio no suelen
coincidir. Cuando los estudiosos dejan de cantar milongas comunitaristas a los
locales, ese hecho sube rápidamente a la superficie.
Sofield no se dio por vencido y pronto trató de aplicar su teoría del empo-
deramiento de nuevo, aunque la cosecha no fue especialmente fructífera (2003).
El autor se basaba ahora en tres estudios de casos centrados en los Mares del
Sur para obtener de ahí conclusiones firmes y de obligado cumplimiento en
toda manifestación de desarrollo turístico, pues son «una síntesis de los concep-
tos de empoderamiento, desarrollo turístico (especialmente referido a las comu-
nidades indígenas) y desarrollo sostenible que permiten tomar en consideración
el entorno político y el sociocultural» (2003: 8-9). Pese a la torpeza expresiva
de la última frase, digamos en defensa de Sofield que no duda en adentrarse en
un terreno poco frecuentado por académicos que han hecho del pointillisme su
técnica por excelencia. Su devoción por estudios de casos diminutos recuerda
bien esa técnica posimpresionista que usa pequeños trazos del pincel que per-
mitirán que el observador los construya posteriormente como un todo. Quien
lea la mayor parte de las publicaciones académicas en este campo encontrará
una inacabable corriente de estudios de casos incapaces de sostener siquiera una
hipótesis de rango medio. Así que el intento de Sofield por desempolvar las es-
casas credenciales teóricas de la investigación turística merece toda clase de
alabanzas. Por tanto, el mejor homenaje que se puede rendir a sus esfuerzos es
discutirlos en detalle, aunque al final uno pueda encontrarlos carentes de la sus-
tancia necesaria.
En ese esfuerzo por construir la síntesis mentada, Sofield parte de dos pro-
puestas de acción que pueden resumirse así: 1) que el desarrollo sostenible no
puede conseguirse sin el empoderamiento de las comunidades locales; y 2) que
tampoco puede ser alcanzado dejándolas seguir sus propias tradiciones, pues
necesita ser sancionado por el Estado. Uno parece notar el resquemor de que ese
descuido diera al traste con el anterior proyecto nepalí. Esos postulados care-
cen, lamentablemente, de una lógica interna que no quiere explicarse (quién tie-
ne la decisión final en el caso de que comunidades y Estado no coincidan en su
definición de la situación), así que, a cambio, se nos invita a aceptarlos porque,
dice Sofield, han sido validados por fuentes solventes de autoridad. Como no
parece que esas fuentes sean producto de una revelación o gocen de infalibili-
dad dogmática, Sofield se consuela con el consenso burocrático. Más de una
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 369

vez, al afirmar la legitimidad de un concepto o teoría determinados, el autor la


escuda en su aceptación en documentos internacionales. Por ejemplo, la noción
de sostenibilidad o de desarrollo sostenible debe ser adoptada por haber sido
inscrita en el Informe Brundtland, de 1987 (el desarrollo sostenible debe conci-
liar «las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de
las generaciones futuras para colmar las propias»); la necesidad de unir desarro-
llo económico y equidad parte de su aceptación en 1976 por la Organización
Internacional del Trabajo; o la definición de pueblos indígenas y sus caracte-
rísticas comunes deben seguir lo que la Asamblea General de Naciones Unidas
o la UNDP hayan aprobado. Uno no necesita ser precisamente Aristóteles para
saber que los argumentos de autoridad solo los suelen esgrimir quienes saben
de la inanidad de los propios.
Sofield perteneció al servicio exterior australiano durante una parte de su
carrera y debería ser consciente de que esos documentos son a menudo fruto del
chalaneo más que del debate intelectual, pese a lo cual nos invita a aceptarlos
sin la sombra de una duda. Sabe que la noción de desarrollo sostenible del In-
forme Brundtland es tan inespecífica que no puede contestar de forma clara la
mayoría de las cuestiones de tantos intentos por implementarla y que plantea
tantos interrogantes o más de los que soluciona. Pero Sofield la abraza de la
cruz a la raya, añadiendo algunos vacíos más por cuenta propia. ¿Qué significa
eso de que las políticas encaminadas a la sostenibilidad deberían poder errar en
sus intentos de evitar los males que se desprenderían de no hacerlo, o que la
equidad social debería ser un principio clave de la sostenibilidad, como así lo
defiende, cuando esas nociones están abiertas a múltiples interpretaciones y
Sofield no se esfuerza por mostrar los méritos relativos de los diversos conten-
dientes?
Sin duda, hay en su texto un largo capítulo aparentemente encaminado a
plantear esta cuestión, pero uno busca en vano alguna aportación sustancial que
añadir a los estereotipos que Sofield maneja y despacha sin demasiada seriedad.
Por ejemplo, que mientras el crecimiento económico —una noción bastante
bien conocida en economía— es cuantitativo, el de desarrollo es un concepto
cualitativo, como si esos adjetivos no estuvieran sobredeterminados y pudieran
significar algo sin explicar esa sobredeterminación, algo que el lector nunca
acabará de obtener de Sofield. O que en las discusiones sobre los países menos
desarrollados uno puede ahorrarse habérselas con Keynes o con Marx porque el
primero se interesaba, sobre todo, por las sociedades capitalistas maduras e in-
dustrializadas y el segundo por «la ideología de las economías centralmente
controladas» (2003: 32). Uno se resiste a olvidar que Keynes trató de identifi-
car leyes generales para toda sociedad que tuviese que resolver problemas de
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370 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

empleo, interés y dinero, mientras que una parte considerable de la obra de


Marx se dedicó a los problemas de la transición de modos precapitalistas de
producción hasta la economía de mercado, justamente el lugar en que se en-
cuentran hoy muchos países poco desarrollados. Si uno despacha estos asuntos
con tanta desenvoltura, ¿qué queda para la discusión teórica?
No mucho. Ante todo, el exorcismo ritual de las teorías de la moderniza-
ción; luego, una crítica a media voz de los postulados de la escuela de pensa-
miento poscolonial y su consiguiente revalidación.

La teoría de la dependencia, de haber persistido, hubiera podido desembocar finalmen-


te en comprender que el empoderamiento de la nación-estado era una vía para romper
la cadena de la dependencia, pero no habría podido incorporar en sus tesis la idea del
empoderamiento comunitario (2003: 56).

En castellano, que con algunos reenfoques, aunque no una completa renovación


de sus hipótesis, la teoría de la dependencia puede seguir brillando en una nueva
reencarnación.
La cirugía cosmética de Sofield, empero, resulta muy problemática. ¿Aca-
so no defendían los teóricos de la dependencia algo más que el empoderamien-
to de la nación-estado? Si uno recuerda aún sus posiciones, los escritos de Bet-
telheim (1975), Frank (1975, 1981), Amin (1973, 1976) y Santos (1991) con-
vertían precisamente a la liberación nacional en el prerrequisito de cualquier
clase de independencia, empoderamiento local incluso. Sofield concede que los
teóricos de la dependencia se olvidaron de la multiplicidad de caminos segui-
dos por los países en vías de desarrollo y mantuvieron posiciones exageradas,
pero igualmente insiste en que dieron a los factores ambientales y culturales un
papel que uno buscaría en vano entre los partidarios de la modernización, cuyos
esquemas evolucionistas equiparaban al desarrollo con la expansión del capita-
lismo occidental.
Esto último es un estereotipo que, como lo podría haber dicho el presiden-
te George W. Bush, malsubestima a la teoría de la modernización. Tras el final
de la Unión Soviética y de su versión de la economía planificada, tras la aper-
tura del Partido Comunista chino a los empresarios capitalistas, tras el fallo de
los experimentos para evitar el capitalismo en África y en el mundo islámico,
tras la incompleta pero no menos real resistencia de India a abandonar una eco-
nomía mandatada, la idea de que una economía moderna tiene que ser capita-
lista puede que no ande tan descaminada. ¿Por qué se empecina Sofield en des-
acreditarla de forma tan elemental? Parece que lo suyo es más lo que se podría
denominar como progresismo compasivo, es decir, la idea de que solo las diná-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 371

micas ambiental y cultural, no los imperativos económicos, pueden desembocar


en el desarrollo turístico sostenible. A la postre, esto es todo lo que se despren-
de de su sumario concepto de empoderamiento.
Un concepto que, por otra parte, adopta formas distintas y aun contrapues-
tas en su obra. Aquí, tomando pie en su uso en desarrollo rural, Sofield cree que
empoderamiento significa que

los deseos y las metas de los pobres rurales deben ser primados y las capacidades, opi-
niones y valores de los profesionales deben ser limitados y solo tenidos en cuenta para
ayudar a que puedan ponerse en práctica los deseos y las metas de los pobres (2003:
91-92).

Allá habla de empoderamiento como una especie de Gestión de Calidad Total


(TQM por sus siglas inglesas) o kaizen (que, por cierto, no significa empodera-
miento, como él lo traduce, sino «mejora continua»; véase SixSigma, 2004),
dos técnicas a las que alaba por venir siendo crecientemente utilizadas por
diversas corporaciones. Acullá celebra el impulso basista practicado en Kat-
mandú (véase arriba) como la supuestamente mejor herramienta para el empo-
deramiento, como lo muestra la práctica continuada de las organizaciones no
gubernamentales.
Uno no está seguro que todo lo anterior responda por una misma cosa.
Mientras que el segundo avatar no se refiere a otra cosa que a la mejora del fun-
cionamiento de las compañías, sin empoderar nunca a las clases de tropa en
asuntos clave como inversiones, desarrollo de productos, estrategias de merca-
do y demás, los ecos del Gran-Salto-Adelante escasamente contenidos en el pri-
mero requerirían que los pobres pudieran decidir en exclusiva sobre todas esas
cuestiones. Por muy compasivo que eso pueda ser, no nos ilustra demasiado
sobre la forma en que se construye la categoría. Tomemos, por ejemplo, a Aus-
tralia. ¿Quiénes son los pobres a los que debería darse protagonismo: el 13 por
ciento de familias que vivían en la pobreza en el 2000 (The Smith Family/NAT-
SEM, 2001), o también a los pobres que trabajan y se colocan justamente por
encima de la línea demarcatoria de la pobreza; a los pobres rurales o urbanos; a
los pobres blancos o a los aborígenes o pobres indígenas; si a estos últimos, a
toda la comunidad o solo a los más pobres en su seno, pues no todos sus miem-
bros tienen el mismo acceso a los recursos? Por lo que hace a las ONG, no son
más que un conjunto disjunto que abarca tanto a antiglobalizadores como a los
partidarios de soluciones de mercado, con miles de matices entre sí. La herra-
mienta del empoderamiento se parece cada vez más a la indócil escoba del
aprendiz de brujo.
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372 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Y, sin embargo, funciona, insiste Sofield. Los detalles teóricos pueden no


casar sin suturas mutuas, pero veamos la evidencia empírica en la parábola de
Tres Modelos de Empoderamiento. Prueba #1 es la representación del ghol en
Vanuatu, que es sostenible, al igual que la Prueba #2, el centro vacacional de la
isla de Mana, en Fidji. La Prueba #3 es, o mejor era, su epónimo de la isla de
Anuha, en las islas Salomón. Tras unos pocos años se declaró en bancarrota.
¿Qué tenían los dos primeros casos que no tuviese el tercero? La respuesta que
el lector ha adivinado es correcta: empoderamiento local. Para entender sus di-
ferentes caminos, comencemos por los ganadores.
La etnia Sa de algunos pueblos de Pentecostés, una de las islas del archi-
piélago que forma la base territorial de Vanuatu, celebra anualmente el ritual del
ghol, una ceremonia en la que algunos «iniciados especialmente seleccionados
saltan de cabeza hacia el suelo desde una plataforma de unos veinticinco metros
de alta, sujetos por lianas enrolladas a sus tobillos de forma que sus frentes justo
tocan el suelo» (2003: 261). Más allá de su significado para los nativos, el ghol
es uno de esos morceaux de bravoure que, como los encierros de Pamplona o
la carrera del Palio de Siena, excitan el interés de mucha gente o, en la jerga del
mercadeo, tienen un poderoso factor pull.
Durante un tiempo, los turistas que querían asistir a la fiesta tenían que con-
tratar los servicios de una agencia de viajes extranjera, pero pocos años después
los locales empezaron a preguntarse sobre si era conveniente permitir que los
extranjeros presenciasen sus ritos y, finalmente, se decidieron a vender su cul-
tura a tanto la onza; a tanto la libra, como les afeaba Greenwood (1977) a los
paisanos de Fuenterrabía u Hondarribia, parece un vocablo demasiado grandio-
so para usarlo con un evento que solo puede acomodar a unas pocas docenas de
espectadores a la vez. Ahora seguirían permitiendo que la agencia de viajes ex-
tranjera vendiese las entradas, pero ellos mismos se encargarían de todos los
demás aspectos del ritual. La razón principal para comercializar el rito era que
así podían ganar más dinero que con la agricultura de supervivencia o consin-
tiendo en convertirse en trabajadores asalariados. «Desde que los Sa tomaron el
control del uso turístico del ghol, la renta directa para los habitantes del pobla-
do ha superado los veinte mil dólares anuales» (Sofield, 2003: 267). Al tiempo,
se informa, el control del ghol por los Sa garantizaba la autenticidad de la expe-
riencia turística. De esta forma, el ghol ha reconciliado las costumbres locales
con el dinero de los turistas, asegurando su sostenibilidad. En la mejor tradición
esópica, el primer cuento conlleva una moraleja. «La propiedad y el control por
los indígenas es absolutamente fundamental para el empoderamiento basado en
el origen cultural o étnico» (2003: 276). Sin embargo, hay una pregunta que me-
recería mejor respuesta. ¿Es esto empoderamiento o no otra cosa que el hecho
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 373

de que los Sa se han convertido en los empresarios de su propia actuación aun


cuando encarguen la venta de tiques a una tercera parte? En cualquier caso, los
Sa no necesitan que nadie les empodere porque solo ellos son los únicos due-
ños de la atracción.
La segunda parábola de éxito es el centro vacacional de la isla de Mana, en
el archipiélago de las Fidji. El centro se construyó en un terreno (cerca de la mi-
tad de la superficie de la isla) rentado en 1971-1972 a una compañía australia-
na. En 1988 la compañía vendió sus intereses a una empresa japonesa que pro-
puse aumentar la capacidad para otros seiscientos turistas, con un total de 2600
camas. Sus treinta años de existencia atestiguan la sostenibilidad del centro.
¿Qué puede explicar esa longevidad? Ante todo, que «ningún hogar Yaro (la et-
nia local) vive en la pobreza» (2003: 302). Además de la renta, el contrato esti-
pulaba que la comunidad local, es decir, los propietarios del terreno, tendrían
derecho preferente para ser contratados antes que otros trabajadores. Adicional-
mente, garantizaba el acceso público a la playa y a otros recursos marinos.
Como consecuencia, bien por medio de empleos directos, bien mediante la
explotación de otros negocios relacionados con el centro (pesca de altura, un
hostal para mochileros, tiendas de recuerdos y un minimercado), los nativos han
experimentado que el turismo provee beneficios tangibles. Bien está lo que bien
acaba.
Pero, cabría preguntar, en qué, si es que en algo, contribuyó el empodera-
miento a este final feliz. Que los locales se sientan satisfechos como trabajado-
res asalariados o como pequeños comerciantes, como cualquier economista po-
dría diagnosticar, no es más que el resultado de un buen proyecto de mercado.
Sin duda, la buena voluntad de los poderosos de la comunidad hizo más senci-
llo el proceso, pero es difícil aceptar que eso sea algo más que la quinta rueda
o, en jerga económica, una limitación de los costes transaccionales (William-
son, 1975) para los gestores de la compañía. El control de los locales sobre el
funcionamiento del centro no puede compararse con el de los Sa de Pentecostés,
por buenas razones. Los Yaro no son dueños, sino empleados. Mientras que el
ghol sería imposible sin los indígenas de Pentecostés, la continuidad del centro
de las Fidji podría estar segura aun en el caso de que los nativos de Mana se ne-
gasen a cooperar. Si durante años no han aparecido conflictos, uno debería pen-
sar que allí se debió, ante todo, a lo que podemos llamar un clima favorable a
los negocios, en el que el contrato y las obligaciones subsiguientes serían apli-
cados por las instituciones de justicia de las islas (Soto, 2000).
Eso precisamente era lo que faltaba en el Avatar #3, la isla de Anuha, en
las Salomón. En 1981, una compañía australiana decidió alquilarla para estable-
cer un centro de vacaciones. Los arrendadores fueron los miembros de la comu-
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374 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

nidad local, la etnia Nggela del pueblo de Rera. Desde el principio del nuevo
negocio, bajo el liderazgo de uno de sus hombres fuertes (el padre Pule), la co-
munidad, invocando derechos tradicionales o kustom, trató de imponer a los
empresarios del centro un comité consultivo de gestión para supervisar las ope-
raciones y controlar la contratación de trabajadores. El padre Pule parece haber
decidido claramente empoderarse a sí mismo y a su familia, pues «varios de sus
nueve hijos e hijas, así como sus esposas y maridos, fueron empleados por el
centro. El hijo mayor de Pule era el nativo mejor pagado» (2003: 231). Con el
tiempo, una nueva empresa sucedió a la explotación inicial, decidió pedir la di-
misión del comité conjunto y despidió a algunos trabajadores locales. El resul-
tado a lo largo de los años siguientes, tras una serie de nuevos cambios en la
gerencia, fue una creciente oleada de conflictos que, en diciembre de 1987, lle-
varon a la invasión del centro vacacional por el padre Pule y sus guerreros (la
expresión es de Sofield). Los invasores procedieron a expulsar de la isla a los
directivos y secuestraron a cuarenta turistas y a un equipo de construcción du-
rante varios días. En breve, siguiendo la narrativa de Sofield, la comunidad lo-
cal trató por todos los medios, incluyendo el terrorismo de baja intensidad, de
imponer su voluntad de una forma que cualquier inversor razonable hubiera tra-
tado de resistir. Durante ese largo proceso, varios gobiernos sucesivos de las
Salomón no consiguieron imponer el imperio de la ley y, en julio de 1992, el
centro de Anuha dejó de existir porque no se encontraron nuevos inversores dis-
puestos a reflotarlo.
Llegado a este punto, el análisis del conflicto que propone Sofield toma un
rumbo sorprendente. Tras un largo excurso sobre la teoría del intercambio so-
cial y numerosos gráficos para describir los mutuos grados de expectativas, di-
ferencias de poder, conflictos de actores, evaluación transaccional y otras mo-
nerías metodológicas, la conclusión es que

el ahora difunto centro de vacaciones de la isla de Anuha provee un ejemplo gráfico


de las consecuencias drásticas que pueden desprenderse cuando la comunidad local es
desapoderada, alienada y marginalizada del desarrollo del proceso (2003: 345).

Es difícil leerla sin asumir que el colapso de la operación podría haberse evita-
do si se hubiese dado una total satisfacción a las demandas del padre Pule y sus
«guerreros».
Dejemos a un lado, por mor de la continuidad del argumento, el hecho de
que esa conclusión hubiera supuesto casar la sentencia judicial que rechazaba
las peticiones del padre Pule y reconocía el derecho de los arrendatarios y con-
centrémonos, una vez más, en las consecuencias de esta teoría del empodera-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 375

miento. Sofield tiene derecho a creer que su conclusión es coherente con el


postulado de dar a los factores ecológicos y culturales una prima sobre los eco-
nómicos. También de pretender que el caso de Anuha es un ejemplo de la
necesidad de extremar las precauciones para preservar los derechos de las co-
munidades indígenas desposeídas. También es libre de creer que las comunida-
des nunca pueden cometer errores. Lamentablemente, los testarudos factores
económicos entran por la ventana cuando se ven expulsados por la puerta y
amenazan con convertir el abrazo compasivo de Sofield a los desposeídos en
otro de asfixia letal.
Como él lo reconoce, tras el conflicto, no resultó fácil para las Salomón re-
cobrar la confianza de los inversores turísticos, privando así a los nativos de
unos ingresos más bien necesarios —la prima que uno tiene que estar dispues-
to a pagar cuando permite que compasión/factores culturales/corrección políti-
ca toman el asiento del conductor en asuntos teóricos—. Uno, además, se pre-
gunta si la conclusión de Sofield hubiera sido la misma si el padre Pule y sus
«guerreros» hubiesen sido una banda de destripaterrones —rednecks; para evi-
tar herir sensibilidades, utilizamos el término aquí en el sentido de Cowlishaw
(1999)—, como los torturadores de Priscilla, Reina del Desierto. A la postre,
uno acaba por comprender la insistencia de Sofield en postular una relación
causal entre empoderamiento y sostenibilidad. Porque si no se postula no hay
forma de demostrarla con un mínimo de lógica.
El de Sofield no es el único ejemplo de cómo el amor apasionado por
la idea de comunidad puede llevar a olvidarse de sus verdaderos componentes
y a despreciar sus intentos por tomar su destino en sus propias manos. Algunos
antropólogos se sienten tan desbordados por su embeleso con una determinada
comunidad que acaban por negarle el derecho de elegir. El empoderamiento
puede aceptarse mientras que los locales no insistan en tomar sus propias deci-
siones y no se resistan a seguir los consejos de los académicos. Eso es al menos
lo que uno deduce de la lectura de un trabajo de Pi-Sunyer, Brooke Thomas y
Daltabuit (2001) sobre los mayas de Cancún. Su tema es el crecimiento del tu-
rismo en la península mexicana de Yucatán y sus costes para la población local,
aunque inmediatamente solo se considere bajo esta rúbrica a los indígenas
mayas.
El crecimiento del turismo ha tenido consecuencias más bien duras para
ellos, se nos informa, especialmente cuando la mayoría de los vacacionistas,
atraídos por el viejo reclamo de sol y playa o el más moderno de las nuevas
ofertas ecológicas, no tienen la menor idea de lo que están causando en torno a
sí. Las nuevas fuerzas económicas y culturales marginan a los restos de la etnia
maya, hasta el punto de convertirlos en una minoría dentro de su propio país.
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376 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Los nuevos enclaves de marginalidad que ocupan tienen poco en común con su
vida campesina tradicional en comunidades aisladas y homogéneas caracteriza-
das por un fuerte sentimiento de solidaridad. ¿Es ese el resultado del rápido de-
sarrollo turístico que comenzó en los setenta en torno al entonces pintoresco
pueblo de pescadores de Cancún, en el Estado de Quintana Roo, y que ha atraí-
do hasta dos millones de turistas anuales en los noventa? Sí y no, dicen los auto-
res. Empecemos por el no. La marginalización de los mayas del Yucatán co-
menzó mucho antes de que el primer turista pusiese los pies en la zona, y sus
hermosas playas reconocen pero no explican cómo se desarrolló el proceso. En
unas sumarias alusiones a la guerra de las Castas (1847-1855) y sus secuelas
hasta 1901, los autores se limitan a apuntar que los mayas se enfrentaron con el
ejército mexicano, como si este último fuera un fantasma, actuase en el vacío y
no hubiera estado legitimado por la a la sazón muy popular ideología de la cons-
trucción nacional o por los criollos y los mestizos no mayas que ocuparon las
áreas costeras y traían consigo nuevas formas de producción. Por debajo del
conflicto político se extendía otro social y económico que enfrentaba a esos dos
grupos con los mayas. Los mayas perdieron la guerra, entre otras cosas, porque
su técnica de corta y quema para abrir campos al cultivo exigía una agricultura
extensiva que era ineficiente y se ajustaba mal con la economía más compleja
que traían los forasteros (Dumond, 1997; Reed, 2001). El comienzo de la mar-
ginalización de los mayas, pues, se adelantó en muchas lunas al desarrollo turís-
tico de la región.
Sin duda, este último ha dejado su huella. La demanda de nuevos centros
de vacaciones y de servicios turísticos atrajo a muchos buscadores de empleo
que a menudo desplazaron a la antigua fuerza de trabajo, en parte porque las po-
líticas de empleo discriminaban contra los indios y, en parte, porque muchos de
los recién llegados tenían mejor entrenamiento y eran más diestros que los ma-
yas en los servicios requeridos por la nueva economía turística. Los mayas tu-
vieron así que enfrentarse con la dura suerte que aguarda a quienes, por la razón
que sea, se quedan atrás en tiempos de rápidos cambios o, con jerga evolucio-
nista, se resisten a adaptarse al nuevo entorno. Hay que reconocer crédito moral
por ello a los autores, pero la superioridad moral pocas veces cambia las situa-
ciones. Así, estos antropólogos parecen estar dispuestos a negar la persistencia
de la economía de servicios y prefieren envolverse en un manto de nostalgia,
aunque su narrativa muestra a menudo que no son esas las intenciones de los
mayas. Estos o, más propiamente, muchos de ellos tiene una forma distinta de
calcular costes y beneficios. Puede no resultarles fácil el pasar de la propiedad
comunal del ejido al trabajo asalariado y muchos parecen resentirse. Pero, por
otro lado, no parece haber en ellos nostalgia de la antigua agricultura de subsis-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 377

tencia de la milpa (cultivo comunitario tradicional del maíz). Entre quienes par-
ticiparon en la encuesta de los autores, un 78 por ciento mantenía que las cosas
no serían mejores sin el turismo.
Pese a ello, los investigadores insisten en deplorar que las estructuras tradi-
cionales de las comunidades mayas se estén viniendo abajo y que el consumis-
mo haya permeado la vida social. Ni por un segundo se paran a pensar que los
mayas no parecen ver un problema en ello. Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Dal-
tabuit se limitan a quejarse. La vestimenta occidental ha reemplazado los có-
digos indumentarios tradicionales; la medicina moderna y los fármacos comer-
ciales han minado la autoridad de los curanderos mayas; los medios impresos y,
sobre todo, la televisión son las nuevas fuentes de noticias y de entretenimiento;
los mayas consumen Coca-Cola, Nestlé y otras marcas de alimentos bien co-
nocidas en vez de seguir la dieta tradicional, que, según ellos, era más sana. Ni
se les ocurre pensar que los vaqueros y las camisetas de algodón sean más bara-
tos y más funcionales que los antiguos huipiles; que la medicina moderna tenga
unos resultados muy superiores en combatir las enfermedades a las prácticas tra-
dicionales (por cierto, ¿adónde van los autores cuando tienen una emergencia
sanitaria, al curandero local o a la mejor clínica posible?); que las tortillas y los
tacos listos para servir ahorran muchas horas de duro trabajo a las mujeres; que
los alimentos de marca normalmente tienen un control de calidad superior al de
los no marcados; o que los culebrones mexicanos puedan ser más entretenidos
para muchos mayas que los relatos orales de antaño. En su sentido epitafio por
la cultura maya hay sitio para todo menos para los mayas del Yucatán del pre-
sente. La cultura maya puede hablar con una sola voz nostálgica si uno pertene-
ce a la misma tribu antropológica de Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Daltabuit,
pero los mayas de verdad parecen comprender bien que su suerte sería mucho
peor si apostasen por los viejos tiempos que conmueven a esos autores.
Los mayas del Yucatán parecen estar adaptándose a la modernidad de la
misma manera y con los mismos problemas que muchos otros millones de per-
sonas en el ancho mundo. Eso puede no gustar, pero se hace difícil entender
cómo podría contribuir a su marginalización. De hecho, los mayas parecen tener
un claro sentido de la realidad. Saben que los viejos tiempos no van a volver,
que tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias y que es menester sacar el
máximo partido a su escaso capital humano y tecnológico. Esa parece ser una
mejor manera de superar la marginalización que negar los cambios —y las
oportunidades— que acompañan a los nuevos tiempos. Los autores pueden afir-
mar, sin perder la compostura, que en México «el modelo de desarrollo de la
segunda posguerra mundial ha mejorado escasamente el nivel de vida de la po-
blación» (2001: 128), pese a que las estadísticas del Banco Mundial y los indi-
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378 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cadores de desarrollo humano de Naciones Unidas prueben lo contrario, pero


no parece que los marginalizados mayas les crean. Puede que no lean esas cifras
y otros memorandos arcanos, puede que se rebelen justamente contra las esca-
sas oportunidades que les ofrece la nueva economía de servicios, pero saben
que hoy se encuentran mejor que ayer. Uno no puede criticarles por no compar-
tir la implícita presunción teórica de los autores de que la modernización y la
nueva economía de servicios no son más que fábulas inventadas por algunas
instituciones solo para seguir engañándoles y explotándoles mejor.
Algo similar puede decirse de la obra de Jurdao (1979, 1990) sobre el pue-
blo malagueño de Mijas, que alcanzó cierta difusión en el mundo académico an-
glosajón gracias a los elogios entusiastas de Nash (1996). Según Jurdao, el de-
sarrollo turístico español tuvo una serie de consecuencias sociales muy duras
para muchos grupos, especialmente para los campesinos, que habían sido los
tradicionales habitantes de las zonas costeras. Su cultura rural les dejó indefen-
sos ante los nuevos empresarios extranjeros, que muchas veces actuaban en
componendas con los tradicionales caciques locales. El fraude y la corrupción
desencadenados por el desarrollo turístico diezmaron a la agricultura y convir-
tieron a los campesinos en albañiles.
Jurdao seguía el proceso y sus supuestas consecuencias en el micronivel
del pueblo de Mijas, una pequeña isla urbana en el seno de la Costa del Sol. Jun-
to con Mallorca, la Costa del Sol fue la zona de mayor desarrollo del TMM ex-
tranjero durante los sesenta y setenta. Antes, Mijas había sido otro soñoliento
remanso en una zona mayormente campesina. Como la mayor parte de Anda-
lucía, desde mediados del XIX se había visto desgarrada por los conflictos entre
braceros y terratenientes similares a los descritos por Brenan (1990). Luego de
la Guerra Civil y bajo la dictadura del general Franco, la villa parecía estar lla-
mada a reproducir desigualdad y pobreza, como lo había hecho durante largas
etapas históricas. Fue entonces cuando llegaron las masas de turistas extranje-
ros y, con ellas, la investigación de Jurdao —véase Aramberri (2009) para un
tratamiento más completo—.
En los años anteriores al turismo de masas, aparceros y braceros represen-
taban la mayoría social, que no conseguía ganar lo suficiente para alimentar con
su trabajo a sus familias. Sin embargo, a finales de los cincuenta la construcción
de nuevos hoteles y edificios de apartamentos en la costa requería una fuerza de
trabajo creciente y ofrecía nuevos empleos a los campesinos de las zonas cir-
cundantes como Mijas. El orden tradicional comenzó a quebrar. Según Jurdao,
pueblos que se habían desarrollado más o menos armónicamente durante siglos,
todos ellos orgullosos de su cultura y de su identidad, se vieron desplazados por
urbanizaciones ajenas a ese mundo antiguo y, en muchos casos, los campesinos
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 379

vendieron sus tierras por muy poco pensando que hacían un gran negocio. Los
daños a la sociedad tradicional no se detuvieron en el terreno económico. «La
familia campesina se rompió por causa de la división del trabajo introducida en
unos pocos años por el desarrollo turístico» (1990: 199). Mijas se convirtió en
una sociedad dual. Por un lado, estaba la población autóctona española de bra-
ceros y campesinos; por otro, las urbanizaciones con sus villas y bungalows
habitados por extranjeros que habitualmente tenían un nivel de vida superior al
de los locales. El proceso, decía Jurdao, se desarrolló con la complicidad del
Gobierno español durante el régimen franquista y bajo los gobiernos democrá-
ticos que le siguieron. Desde Madrid, la Administración española trataba a las
ciudades turísticas de la costa mediterránea como a otras tantas colonias, per-
mitiendo que la colonización avanzase sin cuidarse de defender a las comuni-
dades locales, de evitar la desaparición de los pueblos españoles o de limitar la
venta de tierras a los extranjeros a precios de saldo.
Entre los académicos anglosajones, Nash ha insistido en que las quejas de
Jurdao constituyen un verdadero proceso al turismo y a su dinámica imperialis-
ta (1996). En un análisis final, empero, el primer motor del argumento de Jur-
dao no es una evaluación de los intereses nacionales en unos tiempos de cre-
ciente integración internacional, sino una elegía por el fin de la sociedad rural
y el antiguo orden comunitario. El autor no se interesa por comprender las cau-
sas del fenómeno ni por darle una explicación adecuada. Según él, los actores
españoles, especialmente los braceros y los campesinos pobres, se equivocaron
en su elección de cambiar sus comunidades tradicionales por las engañosas ven-
tajas de las nuevas ciudades.
El porqué no le interesa, aunque podría haber hallado sus razones leyendo
lo que él mismo escribía. Muchos de los campesinos de la vieja Mijas eran inca-
paces de proveer a las necesidades de sus familias. El hambre, la muerte a eda-
des jóvenes y la pobreza eran su pan de cada día. Al dejar sus tierras en mana-
da hacían ver que para ellos el antiguo orden era el peor de los males posibles.
Incluso con sus escasas cualificaciones, la construcción y la industria turística
les ofrecían mejores oportunidades que trabajar interminables días de miseria
en el campo. Para la mayoría fue una opción voluntaria. Nada forzó a los mije-
ños a vender sus tierras o, en el caso de quienes no las tenían, a abandonar el
pueblo, excepto el deseo de una vida mejor en sitios donde hubiera buenas es-
cuelas y buenos cuidados sanitarios. El ensalzado orden tradicional comunita-
rio les parecía menos conveniente que el nuevo, así que se pusieron a votar con
los pies. Eso es algo que Jurdao, Sofield o Pi-Sunyer y otros muchos coleccio-
nistas de estudios de casos prefieren no mentar. Por debajo de su vocabulario
comunitarista se hace sentir un viejo populismo que se resiste a morir. Todos
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380 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ellos comparten la ilusión de la superioridad moral de la sociedad rural sobre la


modernidad y no quieren entender las razones económicas que han llevado a
tantos campesinos en el ancho mundo a elegir el trabajo asalariado y la vida
urbana por encima de la comuna campesina. Para ellos, esas cosas son nada más
que del interés de los contables, no argumentos válidos. Si la comuna campesi-
na sufre por causa de los fines inalcanzables que ellos le proponen, que le den
pasteles.

¿Qué clase de sostenibilidad?

El interés por la sostenibilidad tiene antepasados ilustres y uno de sus promo-


tores modernos fue Thomas Malthus. Malthus anunció a sus contemporáneos
un choque inminente entre el crecimiento de la población y la creciente inca-
pacidad de la agricultura para alimentar a las nuevas generaciones. La profecía
se ha revelado sosteniblemente errónea por más de doscientos años y ha pesa-
do como una losa sobre sus seguidores. Sin embargo, uno no puede negar que
Malthus puso el dedo sobre uno de los miedos ancestrales que atenazan a los
individuos y a las sociedades: que todo lo que hayamos podido alcanzar de
bienestar presente puede colapsar en el futuro debido a acontecimientos impre-
visibles o por la ignorancia culpable de negar amenazas reconocibles como el
crecimiento de la población. Por mucho que se discutan sus causas, el imperio
romano no dejó de venirse abajo, ni lo hicieron las dinastías Tang y Song en
China, las ciudades mayas de Mesoamérica, la cultura de Rapa Nui (isla de
Pascua) y otras muchas (Diamond, 2005). Los antiguos griegos y los romanos
prevenían del poder de la suerte (Tyché, Fortuna), es decir, del cambio; en el
Japón Heian pasaban su tiempo considerando la fugacidad de la vida humana;
y, más cerca de nosotros, Urry y seguidores hablan de movilidades en agitación
perpetua (2000). Todos ellos recuerdan la jindama malthusiana cuando tratan
de evitar con el recurso a la sostenibilidad la reacción del optimista cuando un
colega pesimista le recordaba que sus problemas no podían empeorar más: «por
supuesto que pueden».
El interés recientemente renovado por la sostenibilidad puede rastrearse en
la publicación de Los límites del crecimiento, un libro encargado por el Club de
Roma en los primeros setenta (Meadows et al., 1972). El estudio insistía en las
amenazas a los recursos naturales entonces existentes que representaba el au-
mento de la población tras la Segunda Guerra Mundial y en la necesidad de con-
trolar un crecimiento económico desbordado. Similares cavilaciuones se abrie-
ron paso con otras contribuciones pronto populares (Carson, 1962; Nordhaus y
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 381

Tobin, 1972; Schumacher, 1973; Singer, 1979) que iniciaron un intenso debate
aún no concluido. En suma, la noción de sostenibilidad se ha puesto de moda y
hoy se habla de desarrollo sostenible, edificios sostenibles, comida sostenible y
hasta de modas sostenibles, aunque muchas veces no quede nada claro qué
quiere decirse con el adjetivo. La noción básica de sostenibilidad es la del men-
cionado Informe Brundtland, que la definía como la satisfacción de «las nece-
sidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las genera-
ciones futuras para colmar las propias» (WCED, 1987: 6). Nacida como otras
tantas definiciones precautorias de la necesidad de evitar un mal previsible, la
sostenibilidad se ha adosado a lo largo de los años a otro problema: el calenta-
miento global o, con la expresión más en boga hoy, el cambio climático. El de-
sarrollo económico no solo consume demasiados recursos limitados, sino que
ha desencadenado algunas tendencias que amenazan el entorno natural y, even-
tualmente, la propia vida humana en el planeta. Ese es el espectro que acaba de
reemplazar entre nuestros contemporáneos a otro que había sido jubilado hace
tiempo, el del comunismo que conjuraran hace casi doscientos años Marx y
Engels. Como todo fantasma que se precie, este sobrecoge hasta a observado-
res de nervios templados porque nadie sabe lo que trae bajo la sábana. ¿Podría
ser acaso la inminente extinción de la vida humana?
Si se trata de este asunto, las noticias no pueden ser buenas. La vida huma-
na no es sostenible. Un día el sol desaparecerá. Mientras tanto, a medida que
se convierta en una enana blanca, irá engullendo a la tierra. Un día, lo que
quede, si es algo, de Nínive, Jerusalén, Alejandría, Roma, Chang’an, Kioto,
Estambul, Nueva York y San Francisco, y hasta de Pontoise y de Vitigudino,
desaparecerá sin que quede nadie para narrar la memoria del tiempo perdido.
Algunos optimistas esperan que, antes de eso, algún Armagedón se llevará a
todos los humanos, pasados, presentes y futuros, a otro mundo, sea este lo que
fuere. Algunos escatólogos han tratado de ser más precisos y han puesto fechas
diferentes al éxtasis (rapture en inglés) que separará a los buenos de los malos,
algunas de las cuales han pasado, lamentablemente, sin consecuencias dignas
de mención. No sabedores de la posterior intolerancia de los poscolonialistas,
algunos teólogos budistas hablaban de que Buda pensaba que el futuro pa-
raíso estaba en el oeste, aunque no se ponían de acuerdo sobre si el oeste era
el barrio oeste de Manhattan, California o alguna isla del Caribe. En cualquier
caso, las malas noticias no desaparecen. El planeta está condenado y los huma-
nos habrán de vivir para siempre en otro sitio, si es que pueden encontrarlo.
Pero todo tiene su lado bueno. El sol que ha hecho posible la vida humana ha
estado ahí durante muchos millones de años y se espera que siga alumbrando
al menos por otros tantos, así que queda mucho hasta que llegue una lucha
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382 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

final que ni nosotros ni ninguno de nuestros descendientes inmediatos llegare-


mos a ver.
¿O tal vez no? La idea de que el fin de la vida humana pueda estar más cer-
ca de lo que pensaríamos ha aumentado el número de sus partidarios en el pasa-
do reciente. Si no encuentra solución a tiempo, el aumento antropogénico de la
emisión de gases invernadero (Green House Gases, o GHG en inglés, cuyo
acrónimo —y otros muchos— se seguirá usando en esa lengua para no hacer
aún más complicada la sopa de letras climática) puede acarrear el fin de la vida
humana en el curso de unas pocas generaciones o, al menos, la haría más peno-
sa y conflictiva de cuanto ha sido recientemente. Las estimaciones sobre cómo
de fatal o de repentino puede ser el desenlace, así como sobre las medidas para
frenar o mitigar el peligro, varían, pero la amenaza se cierne sobre todas las ac-
tividades humanas, incluyendo el turismo y los viajes.
Todo esto añade un matiz de urgencia a la discusión sobre cómo el turismo
puede afectar a la sostenibilidad y al cambio climático y ha ampliado el hori-
zonte discursivo de su tribu académica. Lo que en el pasado se limitaba a ser
una discusión provinciana sobre las alternativas al turismo de masas ha ganado
hoy en dimensiones y solemnidad. Ahora no solo peroramos sobre la banalidad
de los consumidores y los beneficios de las empresas; ahora se trata de salvar a
la humanidad o, según aquellos que creen en la necesidad de que pague por sus
excesos para con Gaia o la Pacha Mama (no quedan muy claras las diferencias
entre una y otra), al dejar un planeta habitable para otras especies más respetuo-
sas que habrán de suceder a la humana. La vocación de los investigadores turís-
ticos ha ganado, pues, en prosopopeya y asistimos a discusiones verdaderamen-
te importantes que poco tienen que ver con las anteriores, tan alicortas. En cier-
ta medida, eso debería satisfacer al autor de este libro, que ha clamado por la
introducción en el universo académico del turismo de la economía política y de
la historia social. Lamentablemente, las cosas no son tan halagüeñas, porque
ahora se nos pide que nos las tengamos con cuestiones con las que muchos de
nosotros solo tenemos escasa familiaridad. La disonancia entre los poncios que
aseguran saber qué va a pasar exactamente con el cambio climático y cuáles son
los verdaderos parámetros de la sostenibilidad, por un lado, y la opinión acadé-
mica y del público en general, por el otro, no ha hecho sino crecer.
Inicialmente hay que culpar a la nueva jerga. Permacultivos, tecnologías
verdes, los tres pilares (ni uno más ni uno menos, como en la trinidad cristiana
o en la trimurti hindú) de la sostenibilidad, la fórmula I-PAT, el análisis de ciclo
vital, la contabilidad por partida triple, el índice Planeta Feliz, la huella ecoló-
gica comparativa, la niebla fotoquímica, el albedo, la evaposudoración, la sodi-
ficación, la tala acuosa, no son sino una pequeña lista de la jerga rápidamente
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 383

creciente que se expresa en lugares como Wikipedia (2010b), que se ha elegido


como ejemplo por ser la primera instancia a la que recurren muchos investiga-
dores y público en general y que se complica con el filtro catastrófico con que
lo colorean medios y blogueros. No hay que ser especialista en los usos de las
cadenas americanas de televisión para saber por qué sus presentadores aparecen
más satisfechos cuando pueden abrir el telediario con una calamidad, general-
mente exagerada. La audiencia sube.
Incluso científicos serios no se resisten a añadir su propia dosis de infortu-
nio. Posiblemente convencidos de que más vale errar por el lado de la precau-
ción al discutir asuntos «serios», muchos se entregan sin moderación a esa
narrativa. La posición de la OMS (Organización Mundial de la Salud) ante los
primeros casos de la llamada gripe porcina (cepa gripal a/H1N1) fue un buen
ejemplo. Desde que se la declaró una pandemia en 2009 (la primera vez que se
hacía desde la de otras enfermedades en más de cuarenta años), todo el mundo
pensaba que iba a ser una catástrofe equiparable a la de la llamada gripe espa-
ñola de 1918-1920, que infectó a un tercio de la población mundial y se consi-
deró causa de muerte para 50-100 millones de fallecidos (Barry, 2004). La deci-
sión de la OMS fue posteriormente criticada por su falta de transparencia, por
despilfarrar grandes sumas de dinero público y por provocar una alarma injus-
tificada (AFP, 2010). Se acepten o no esas críticas, es indudable que la decisión
de la OMS se sacó de quicio por los esfuerzos de los medios (Stephens, 2009).
Una disonancia similar aparece a menudo entre los periodistas que tratan del
cambio climático y sus eventuales consecuencias. Aun cuando su presentación
inicial en las revistas académicas se haga de forma equilibrada (lo que no es
siempre la norma), su eco en los medios suele reflejar con especial crudeza los
rasgos más temibles. De nuevo: una audiencia aterrorizada escucha con mayor
atención.
La discusión del cambio climático ha sido liderada por el Panel Intergu-
bernamental sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas inglesas), una agen-
cia establecida por el Programa Medioambiental de Naciones Unidas (UNDP)
y la Organización Mundial de Meteorología (WMO) «para proporcionar al
mundo una visión claramente científica sobre la situación actual del cambio cli-
mático y sus eventuales consecuencias ambientales y socioeconómicas» (IPCC,
2010). El IPCC recibió un apreciado galardón cuando la Fundación Nobel le
concedió el Nobel de la Paz en 2007, junto al anterior vicepresidente de Estados
Unidos, Albert Gore.
La contribución del IPCC a la discusión del cambio climático se hace por
medio de unos Informes Evaluativos (AR), de los que hasta 2010 se habían pu-
blicado cuatro, AR1 (1990) a AR4 (2007). Los AR recogen lo que se considera
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384 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ser el consenso de los científicos sobre aspectos diferentes del cambio climáti-
co, sus tendencias y su posible evolución. El grado de confianza en los datos
contenidos en los AR varía según las diferentes áreas analizadas y la agencia
anuncia su opinión sobre el grado de aceptación de esa fiabilidad.
El escenario guía del IPCC considera que las temperaturas promedio han
estado en aumento desde la mitad del siglo XIX. Una situación que deriva de la
concentración creciente de GHG en la atmósfera. El nivel de CO2 ha pasado de
doscientas partes por millón (ppm) en la fecha inicial a trescientas ochenta ppm
hoy. El nivel actual de GHG es superior al de los 650 000 años anteriores y la
mayoría de los modelos muestran que un aumento que doble el nivel de los
GHG en la etapa preindustrial acarreará una subida de las temperaturas globa-
les entre cuatro y siete grados Farenheit, en tanto que algunos modelos predi-
cen que podría ser superior a eso. Un amplio consenso acepta que el cambio es
antropogénico, es decir, debido a la acción humana. A partir de estos datos ini-
ciales, el IPCC detalla sus efectos esperables, generalmente calamitosos, en nu-
merosas áreas de actividad hasta el final del siglo XXI. La discusión de los datos
del IPCC desborda los límites de este libro.
A finales de 2009 se publicó en internet una colección de correos electró-
nicos y documentos de la Unidad de Investigación sobre el Cambio Climático
de la Universidad de East Anglia (Gran Bretaña). Esa Unidad de Investigación
había tenido un importante protagonismo en los AR del IPCC y algunos de los
mensajes intercambiados por sus miembros podían ser interpretados como otros
tantos intentos de acallar o silenciar las opiniones de otros científicos que se
mostraban más escépticos sobre el cambio climático. El Comité de Ciencia y
Tecnología de la Cámara de los Comunes británica y un panel científico creado
por la Universidad de East Anglia investigaron el asunto y no encontraron indi-
cios de mala fe en los trabajos de su Unidad de Investigación, pero criticaron
algunos de sus procedimientos de trabajo (Wikipedia, 2010c). El incidente, bau-
tizado como Climategate por algunos medios, no se trae a colación para lanzar
dudas poco serias sobre la existencia del cambio climático, sino para mostrar
que a menudo la discusión de asuntos altamente conflictivos se tiñe con las pa-
siones despertadas por la prepotencia, y no menos con el enorme caudal de di-
nero y prestigio que les circunda. Ninguno de esos ingredientes se echa a faltar
en este asunto.
Lo verdaderamente preocupante aquí y en mucha de la discusión sobre
cambio climático (incluyendo sus ramificaciones turísticas) es el fervor religio-
so que profesan, sobre todo, los defensores de la posición mayoritaria. El am-
bientalismo tiene para ellos un significado similar al de una identidad tribal que
no tolera dudas sobre sus creencias, incluso sobre las menos significativas.
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 385

Como decía Paul Rubin, de la Universidad Emory, en una discusión sobre el in-
cidente anterior, para los defensores del cambio climático, «los escépticos no
son solo gente que desconfía de las pruebas aportadas, sino malvados pecado-
res. Probablemente, yo no escribiría este artículo si no fuera profesor vitalicio»
(2010).
Muchos piensan que las ideas viven en un mundo especial y autónomo,
pero las ideas tienen consecuencias (Weaver, 1984) y aquí pueden encontrarse
algunas. La matriz posmoderna (capítulos 1 y 3) ha tratado de desprestigiar de
muchas formas la noción de que ciencia y política deben ser mantenidas por se-
parado tanto como sea posible. En el seno de la profesión académica actual
(especialmente en las ciencias sociales) se ha convertido en una cuestión cru-
cial la creencia de que la ciencia no solo tiene que discutir los pros y contras de
los diferentes argumentos, sino que debe hacerlo de forma que mejore las opor-
tunidades de los pobres, de los oprimidos; en suma, del Otro (quienquiera que
este sea en la definición preliminar). Como se ha hecho notar, la crítica pomo a
los juicios de valor finalmente se resume en la creencia de que solo aquellos que
coinciden con la opinión mayoritaria tienen derecho a la vida. Incluso técnicas
inicialmente «objetivas» de control de calidad del trabajo científico, como las
revisiones de colegas basadas en informes ciegos por partida doble, han acaba-
do por facilitar esa tarea. Como la mayoría de los revisores comparte unas mis-
mas actitudes prepotentes, las posibilidades de que puedan expresarse opinio-
nes divergentes tienden a disminuir y aumenta la presión para que se escriba lo
que conviene decir. No se entiende que las ideas mayoritarias no puedan gozar
de un estatus especial de sabiduría, especialmente en asuntos complejos. Sin
embargo, por poner un ejemplo llamativo, en 2007, el consenso del Fondo Mo-
netario Internacional coincidía en que las turbulencias financieras experimenta-
das por la economía global habrían de pasar sin mayores consecuencias. Ya sa-
bemos lo que sucedió un año después. Por no hablar del más mundano pero no
menos inquietante colapso anunciado de los ordenadores en el año 2000. El
consenso sobre su probabilidad parecía bastante alto.
Los datos del IPCC y sus consensos no están libres de semejantes peligros.
No solo pueden contener errores (como la predicción de que los glaciares del
Himalaya se habrían fundido en 2035); el problema es su marco institucional.
¿Por qué? El IPCC comparte la legitimidad de Naciones Unidas, pues es una
creación de su Programa Ambiental (UNEP) y de la Unión Meteorológica Mun-
dial (WMO), dos agencias de Naciones Unidas. ¿Podría alguien pedir más? Si
uno estima que los comités burocráticos no son los mejores jueces a la hora de
decidir sobre el valor de una serie de datos, vaya si podría. Lo mejor de Nacio-
nes Unidas es su ejecutoria, por otra parte no siempre brillante, en lo tocante a
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386 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

resolución pacífica de conflictos internacionales, que fue y es aún la razón prin-


cipal de su existencia. En contra del título de la obra de Paul Kennedy (2007),
las Naciones Unidas no son el parlamento del hombre (sic). Los parlamentos
son órganos elegidos democráticamente; la Asamblea General, por el contrario,
se limita a incluir a los representantes legales de sus países miembros, sean de-
mocráticos o no. La mayoría no lo es. Según Freedom House, una ONG que si-
gue la evolución de la libertad política en el mundo, en 2010 solo 89 de ellos
pueden ser considerados libres. El resto son o parcialmente libres (62) o no li-
bres (42); sin embargo, la mayoría son miembros de Naciones Unidas.
A lo largo de los años, Naciones Unidas ha creado un gran número de
agencias especializadas en diferentes campos y estas, a su vez, han dado origen
a una tupida red de subagencias, programas, apparatchiki internos y consulto-
res externos que diseñan y desarrollan estudios, proyectos y consensos. El IPCC
es uno de ellos. Uno puede entender, aunque no disculpar, que esperar de los
gobiernos que recorten toda esa ostentosa parafernalia sería ingenuo. Sin em-
bargo, eso no debería cegarnos para entender las fuerzas que guían a las insti-
tuciones burocráticas y a sus comensales: todas ellas tienden a operar de acuer-
do con las metas que se presumen quieren alcanzar quienes les pagan. En el
caso de Naciones Unidas, los gobiernos, democráticos o no, que contribuyen al
mantenimiento de la red con los impuestos que pagan sus ciudadanos.
Uno de esos fines es convertir a las agencias internacionales en cajas de
compensación para transferir fondos de la tesorería de Naciones Unidas o de
sus donantes a proyectos en países escasamente desarrollados (Easterly, 2007).
Así pues, cuanto más serios parezcan los problemas que se disponen a tratar,
tanto más dinero estarán dispuestos a contribuir aquellos a estos. Hay un inte-
rés cierto, aunque no siempre explícito, por parte de las burocracias internacio-
nales en que los problemas que tratan sean grandes, grandísimos, inabarcables,
y la eventual extinción de la humanidad parece ser un buen candidato para ello.
La grandiosidad de sus problemas ayuda a los burócratas a conseguir otros de
sus fines no explícitos: la ausencia de controles externos. ¿Quién podría atre-
verse a discutir los caudales que se gastan y la forma en que lo hacen cuando
los riesgos potenciales exceden con mucho lo imaginable? Uno, por su parte,
estaría más dispuesto a dar crédito a los consensos científicos de instituciones
burocráticas como el IPCC si operaran fuera de ese bucle burocrático. Eso haría
a sus conclusiones menos proclives a ser puestas en cuestión.
Esas son algunas de las razones por las que uno debería descontar del con-
senso científico la cuota parte, no fácilmente cuantificable, de los intereses que
le circundan. Eso es lo que Lomborg ha propuesto en varias ocasiones (2001,
2007, 2009) con su idea de enfriar las tórridas exigencias de la narrativa del
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 387

cambio climático. Enfriarlo todo debería ser el primer mandamiento del razo-
namiento científico. Para evitar que el espectro del calentismo siga matándonos
a sustos, deberíamos explorar una a una todas sus dimensiones, ambientales y
económicas, en vez de aterrorizarnos. Como este libro no reivindica autoridad
alguna sobre lo primero, será mejor recordar alguna de las ideas de Lomborg y
el Centro del Consenso de Copenhague, así como de otros científicos dispuestos
a mirar debajo de la sábana fantasmal. No se trata de negar que exista el cambio
climático; solo de plantear dudas, como es nuestro querer y nuestro derecho, so-
bre los agoreros y sobre sus predicciones apocalípticas.

Su lenguaje hace imposible cualquier clase de diálogo sensato sobre políticas y opcio-
nes globales […] Por supuesto, si las terribles descripciones del calentamiento global
fueran correctas, deberíamos concluir que darles primacía sería también lo correcto,
pero […] el calentamiento global no es nada de eso. Es solo uno —solo uno— de los
muchos problemas con los que tendremos que habérnoslas a lo largo del siglo XXI
(Lomborg, 2007: locs. 1581-1608).

Los agoreros suelen incluir en la misma narrativa todo un conjunto de pro-


blemas con causas y efectos diferentes. Muchos de los problemas con los que
la humanidad se enfrentará no provienen del calentamiento global. Los países
menos desarrollados, por ejemplo, dependerán más de importaciones de ali-
mentos de los desarrollados, pero eso se debe al aumento de la natalidad y a la
menor cantidad de tierras arables en esas partes del mundo. El argumento bási-
co de los calentólogos olvida que muchos procesos sociales tienen, como Jano,
una doble cara. Por ejemplo, el calentamiento global causará mayor número de
muertos por olas de calor, pero disminuirá el número de los que mueren de frío,
que es mucho mayor. Finalmente, el lenguaje apocalíptico no permite acomo-
dar las medidas relativamente baratas que pueden ayudar a superar las calami-
dades anunciadas. El nivel del mar subirá, como lo ha hecho desde 1850, pero
eso no quita para que la superficie terrestre que se ha perdido desde entonces
haya sido mínima.

«Con el calentamiento global, el ascenso del nivel del mar hará que mucha gente sufra
inundaciones —si las cosas no cambian—. La crecida de unos treinta centímetros en
el nivel del mar hará que cerca de cien millones de personas vean sus hábitats inunda-
dos todos los años. Esos son los números que habitualmente se esgrimen, pero por su-
puesto se olvida por completo que las sociedades se prepararán para ello. Si han sobre-
vivido en los pasados ciento cincuenta años a pesar de su relativa pobreza, es proba-
ble que sigan haciéndolo y con mayor eficacia a medida que se tornen más ricas»
(2007: locs. 888-919).
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388 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Para bien, o mejor para mal, el factor humano cuenta poco para la literatura
calentista.
La cuestión no es si debemos esperar un aumento de las temperaturas glo-
bales durante este siglo —posiblemente así será—. Lo que importa, empero, es
prepararse para sus efectos previsibles y cómo combinar su limitación con los
demás problemas que los humanos tendrán que enfrentar en ese tiempo.

Lo que tenemos que entender es que aunque el aumento de CO2 cause calentamiento
global, con simplemente cortarlo no habremos avanzado mucho en la solución de los
problemas globales. Desde la supervivencia de los osos polares hasta la pobreza pode-
mos hacer las cosas mejor con otras políticas. Eso no significa que debamos permane-
cer inactivos ante el calentamiento global, sino simplemente caer en la cuenta de que
las reducciones rápidas y masivas del carbono serán costosas, duras de aguantar y polí-
ticamente divisivas, además de que acabarán por significar pocas diferencias tanto para
el clima como para la sociedad. Más aún, esa meta probablemente nos desviará de otras
con las que podemos hacer mejores cosas para el mundo y para el medio ambiente
(2007: locs. 1487-1517).

La lucha contra el calentamiento no vendrá sin costes, así que conviene


considerar cuál es el resultado de la cuenta. El primer Protocolo de Kioto solo
hubiera reducido el calentamiento en un 0,3 por ciento a un coste de 34 centa-
vos por cada dólar gastado (Lomborg, 2007). Si eso es así, estaríamos ante un
negocio ruinoso.
Hay algunas estimaciones de gasto recientes. El Informe Stern sobre la
Economía del Cambio Climático (SR) lo preparó en 2006, a instancias del Go-
bierno británico, Nicholas Stern (más tarde nombrado Lord Nicholas Stern of
Brentford), director del Servicio Económico del Gobierno y antiguo economista
jefe del Banco Mundial (OCC, 2010). La edición impresa del SR tiene 692 pági-
nas (Stern, 2007), que se proponen estudiar a fondo el asunto (las citas en este
texto siguen la edición digital de 2006). Los AR del IPCC y el SR cubren un terre-
no similar, con el IPCC proveyendo la ciencia básica del segundo. Sin embargo,
no coinciden en sus metas. Mientras que el IPCC aspira a ofrecer un digesto de
consensos de la literatura científica mayoritaria en su área de trabajo, SR es, ante
todo, un repaso a las políticas y a los costes de mitigación del cambio climático.
¿Cuáles serían las eventuales consecuencias de mantener una posición de
limitarse a contener el nivel actual de emisiones de GHG, es decir, lo que en la
jerga del SR se llama Business as Usual (BAU en adelante)?

Nuestra estimación es que el coste total de mantener el BAU por los dos próximos si-
glos de eventual cambio climático presagia impactos y riesgos equivalentes a una re-
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 389

ducción del consumo global per cápita de, al menos, un 5 por ciento ahora y en el futu-
ro (Stern, 2006: x).

Aun así, se dice en el mismo pasaje, esta estimación va por lo bajo debido a que
los impactos «externos al mercado» del cambio climático (sobre el ambiente y
sobre la salud humana) podrían subir esa ratio hasta un 11 por ciento. Más aún,
podría llegar al 14 por ciento si se añaden los bucles «positivos» que puedan de-
berse a la emisión de otros GHG distintos del dióxido de carbono. Esa bajada
del consumo, por lo demás, no se distribuiría de igual forma y su mayor peso
caería sobre las regiones más pobres del mundo. Si se toma todo esto en cuen-
ta, la pérdida media de capacidad global de consumo podría ser del 25 por cien-
to. Si las emisiones anuales se mantuviesen en los niveles actuales, el aumento
de 4-7º F podría alcanzarse a mitad del siglo XXI.
El clima es un bien público, es decir, algo que beneficia tanto a los que pa-
gan por su mantenimiento como a los que no. El cambio climático es una exter-
nalidad, es decir, un coste impuesto al mundo y a las futuras generaciones pero
no directamente afrontado por quienes lo generan. «En suma, tiene que consi-
derarse como un fracaso del mercado de inigualada envergadura» (2006: 25).
Adicionalmente, sus efectos no son solo locales. Una unidad marginal de daño
afecta a todos sin considerar de dónde proviene. De esta forma, el cambio cli-
mático plantea un problema global y su solución debería considerar algo que
podríamos llamar imperativos éticos globales. «El análisis de políticas no puede
evitar tener que habérselas directamente con los difíciles problemas que van a
aparecer» (2006: 28).
Stern se aparta voluntariamente del «estudio de consecuencias» o conse-
cuencialismo que usan a menudo los economistas convencionales.
La perspectiva estándar de los economistas del bienestar no tiene sitio, por ejemplo,
para las dimensiones éticas referentes a los procesos por los que se producen las conse-
cuencias […] Decidir qué valores han de aplicarse es difícil en las sociedades democrá-
ticas y no siempre es consistente con las posturas éticas basadas en derechos y liberta-
des. Esa postura alternativa tiene a su favor el ser clara y simple […] Sencillos experi-
mentos mentales pueden medir el tratamiento de las diferencias salariales en la función
de bienestar social. Por ejemplo, supongamos que el ejecutivo tiene que considerar los
posibles resultados de dos políticas diferentes. En el segundo de ellos, una persona po-
bre recibe una renta X dólares más que en el primero, y una persona rica Y dólares
menos; ¿cuánto mayor que X tiene que ser Y para que el Gobierno decida que el segun-
do resultado es peor que el primero? (2006: 30).

Si esto suena a un mapa paretiano de indiferencia es porque lo es. Lamentable-


mente, ni Pareto ni James Buchanan pensaban que esos mapas pudiesen resol-
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390 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ver de un solo golpe semejantes dilemas básicos, éticos y políticos, porque la


función de utilidad social puede que sea medible, pero no se ha inventado aún
ningún aparato que haya conseguido medirla.
Cuando Stern trata de ser más concreto, el lector no sale mejor parado. Tras
haber despachado su solución a la función de bienestar social, Stern introduce
la de descuento. Para él, esto último está emparentado con algo que ya había-
mos encontrado en el Informe Brundtland, es decir, que la definición de soste-
nibilidad tiene que incluir las perspectivas y las decisiones de las generaciones
futuras. Si no tuviésemos en cuenta el largo plazo, «el cambio climático se vería
como un problema mucho menor» (2006: 33). Apostar a favor de la precaución
puede evitar un error descomunal; nuestras sociedades deberían ver esa apues-
ta como una prima de seguro pagada en nombre de las generaciones futuras. Ni
Brundtland ni Stern explican de cuántas generaciones se trata o de cómo pode-
mos hacer cuenta de sus necesidades y, menos aún, de sus decisiones futuras.
De nuevo, y es aún más lamentable que en el caso del dispositivo de la función
de utilidad social, aquí sí que existe un instrumento bastante usado, que es la
bola de cristal, pero, por desgracia, es poco fiable. Se diría que Brundtland y
Stern tuvieran un don para la percepción extrasensorial no fácilmente atribuible
a la condición humana. No viene de más en este punto un contrafactual: ¿habría
existido alguna vez la revolución industrial si la gente del siglo XVIII hubiera
conocido y aceptado las ideas de estos autores? ¿Estaría la humanidad mejor de
no haber sucedido aquella? Por lo que hace a la prima de seguro, uno duda de
que nuestros descendientes no considerasen que pagar un precio excesivo en su
nombre —tan alto que pudiera arruinar mucho de su bienestar futuro— no ha-
bría sido sino un acto de prodigalidad y/o un desatino.
Cerrada la cuenta de la ética llega la factura.

En suma, un modelo de simulación demuestra que los costes dependen del diseño y de
la aplicación de las políticas, del grado de flexibilidad de las políticas globales y de si,
o no, los gobiernos lanzan los mensajes adecuados a los mercados y obtienen la mejor
composición de sus inversiones […] Para poner el coste en perspectiva, los efectos esti-
mados de políticas, incluso ambiciosas, de cambio climático se estiman limitados —en
torno al 1 por ciento o menos del producto nacional y mundial, promediado sobre los
próximos 50-100 años— siempre que los instrumentos de esas políticas se apliquen con
eficiencia y flexibilidad en todo el mundo […] Los números para estabilizar las emisio-
nes son potencialmente elevados en términos absolutos —tal vez cientos de millardos
de dólares al año (un 1 por ciento del PIB mundial estaría en torno a los 350-400 millar-
dos de dólares anuales)—, pero son pequeños en relación con el nivel y el crecimiento
de ese producto (2006: 248-249).
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 391

No sorprende oír a un antiguo economista jefe del Banco Mundial que los
costes básicamente varían en relación con las políticas —la matriz pomo,
como se ha visto, tiene un peso abrumador y no respeta las fronteras discipli-
nares—. La cuestión, empero, tiene que ver con lo que los vendedores de co-
ches conocen como el shock de la factura final, tanto que Stern no se atreve
a cuantificarlo. Pero se puede echar la cuenta con facilidad. Al cambio oficial
(menor que la paridad de poder de compra), el PIB mundial de 2009 se esti-
maba en 58 billones de dólares (CIA, 2010). Una media de 3 por ciento de
crecimiento anual en los próximos cincuenta años lo pondría en 254 billones
de dólares; si hablamos de todo el próximo siglo, llegaría a 1154 billones de
dólares, es decir, unas veinte veces más que en la actualidad. La propuesta de
Stern de un 1 por ciento para la mitigación de los efectos del cambio climáti-
co llevaría la factura a 2,5 billones de dólares en 2059 y a once billones de
dólares en 2109.
¿Caben alternativas para gastos tan enormes? Según Stern, no. La opción
BAU aumentaría las amenazas futuras con toda probabilidad. ¿No podría la
adaptación conseguir los mismos resultados que la mitigación? Adaptación en
este caso significa financiar tan solo aquellas medidas que limiten el crecimien-
to del calentamiento global pero no lo disminuyan.

La adaptación reduce tan solo los costes del cambio climático producido (y ofrece opor-
tunidades beneficiosas que hay que aceptar), pero no hace nada directo para evitar ese
cambio y es, por tanto, parte de su coste. La mitigación previene el cambio climático y
los costes por daños que le siguen (2006: 305).

La adaptación, admite Stern, es necesaria porque incluso si todas las emisiones


se quedasen iguales a partir de mañana su impulso acumulado haría que las tem-
peraturas siguiesen subiendo en los próximos 30-50 años. La adaptación no sal-
dría gratis, porque también genera costos y no puede evitar todos los efectos del
cambio. Así que Stern no tiene dudas: las políticas de cambio climático debe-
rían ser más ambiciosas. «La incertidumbre es argumento para metas más exi-
gentes y no para menos, dado el tamaño de los impactos adversos del cambio
climático en los escenarios peores» (2006: 284). Lo que se necesita son políti-
cas de mitigación. Más o menos lo mismo que decía Sofield sobre equivocarse
a favor de la precaución. A esos efectos, más allá de la reducción ambiciosa de
los GHG, la mitigación del cambio climático requiere un ataque en tres direc-
ciones: nuevos precios para el carbón (bien con nuevos impuestos o con políti-
cas de limitación negociada), apoyo a la innovación tecnológica y subsidios para
la comercialización de nuevas técnicas.
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392 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

Desde los días de su publicación, el SR ha sido objeto de críticas (Mendel-


sohn, 2006; Nordhaus, 2007) y reivindicado (Ackerman, 2007). En general, los
críticos coinciden con algunas de las ideas ya formuladas. El SR se inclina por
los escenarios más alarmistas de la literatura sobre cambio climático y, en con-
secuencia, agranda exageradamente los costes del calentamiento global (que in-
cluyen el descuento a favor de las generaciones futuras); por altas que sean sus
expectativas de mitigación, los gastos propuestos excederían los beneficios.
¿Deberían los humanos hacer esos sacrificios que Stern propone y cómo?
La última parte de la pregunta contesta a la primera. La respuesta de Stern
es ya conocida: más impuestos y más costes bajo el sistema cap and trade. Los
impuestos aumentarían directamente los precios finales, son muy visibles para
el consumidor y pueden generar una revuelta potencial que pocos políticos se
atreverían a arrostrar. El sistema cap and trade (puesta en circulación de permi-
sos negociables para generar aumentos determinados de GHG) tendría el mis-
mo resultado: que los consumidores pagarían más por el producto final, pero la
relación entre ambas cosas sería menos obvia. En ambos casos, empero, los
consumidores tendrían que pagar mayores precios.
Decir que los supuestamente necesarios sacrificios serán soportados por
los humanos es una hermosa fórmula para endulzar el resultado final. Los con-
taminadores deberían pagar por las externalidades que crean y de las que dis-
frutan. Como los países desarrollados son quienes generan mayores cantida-
des de GHG, la derivada está servida. Las cosas, empero, no son tan simples.
En 2007, China, que no es el país más desarrollado del mundo, se convirtió en
el mayor contaminador en términos absolutos. A medida que la sociedad china
trate de alcanzar a otras más desarrolladas, su generación de CO2 aumentará
aún más, aunque los chinos tienen razón en creer en su derecho a mejorar su
suerte. India, Brasil, el sudeste asiático y Rusia no andan a la zaga. Así pues,
como pudo verse en la Conferencia sobre Cambio Climático de Copenhague,
a finales de 2009, ponerse de acuerdo en la parte que cada cual debe pagar
para la mitigación de GHG es algo que no va a suceder pronto. Además, si la
mayor parte de los gastos han de dirigirse hacia las regiones más atrasadas del
planeta, quién asegurará que esa meta pueda alcanzarse. Muchos países pobres
no tienen gobiernos democráticos, pero sí una corrupción rampante. ¿Se atre-
vería alguien a decir, después del fiasco del programa «Petróleo por Alimen-
tos», de Naciones Unidas, que se implementó en Irak después de la primera
guerra del Golfo (1991), que las burocracias internacionales son inmunes a la
corrupción y que el dinero de la mitigación debería pasar por su manos? No
es una sorpresa que muchos contribuyentes del mundo desarrollado no están
por la labor.
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ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 393

Lomborg y sus colegas no andan tan descaminados. El cambio climático


no debería ser la única preocupación de la humanidad. Es indudablemente un
problema, pero hay otros muchos, y las transferencias de dinero podrían gastar-
se mejor en mitigar la malaria, la desnutrición, el analfabetismo y la igualdad
para las mujeres a escala global.

Específicamente, deberíamos aumentar radicalmente el dinero para I+D en energía ver-


de —hasta un 0,2 por ciento del PIB global, es decir, unos cien millardos—. Eso es cin-
cuenta veces más de lo que gastamos en la actualidad, pero dos veces más barato que
Kioto. Eso no solo sería permisible y, al tiempo, políticamente posible, sino que tendría
visos de convertirse en una opción realista (2009).

Romper la dependencia de los combustibles fósiles no sería algo fácil ni inme-


diato, pero muchos contribuyentes estarían dispuestos a financiar proyectos de
investigación para esos fines, con tal de que fueran eficientes en sus costes (Cal-
zada, Merino y Rallo, 2009).
Estas son observaciones sobre la discusión general del cambio climático.
¿Qué decir de lo que toca específicamente a la investigación turística? Uno de
los sectores que SR analiza, el del transporte, es crucial para el turismo. Las
emisiones de CO2 del transporte (incluyendo el transporte por ferrocarril, carre-
tera, marítimo y aéreo) alcanzaban el 1,6 por ciento de la generación de GHG;
bajo BAU esa cifra subiría a 2,5 por ciento en 2050, pero la aviación presenta
problemas específicos. No solo emite dióxido de carbono, también es responsa-
ble de otros GHG que aumentarían el total a 2,5 por ciento en esa fecha. Las
emisiones de los vuelos internacionales son el doble que las de los vuelos do-
mésticos. Y, al tiempo, los primeros están creciendo más rápidamente que los
segundos por mor de las líneas de bajo coste. La ICAO (Organización Interna-
cional de Aviación Civil) ha recibido una petición de Naciones Unidas para
actuar sobre esas emisiones con una orientación global.

El Consejo Medioambiental de la Unión Europea ha sugerido algunos principios preli-


minares para guiar esa inclusión de forma que sea factible en un modelo que pueda uti-
lizarse globalmente. Por ejemplo, debe tener una cobertura clara (con opciones que in-
cluyan todos los vuelos domésticos, intra-UE y todos los demás que despeguen de o
aterricen en la Unión), las entidades sometidas a cap and trade deberían ser las compa-
ñías aéreas y los operadores de aviones y el método de imputación debería ser armoni-
zado a escala de la UE (Stern, 2006: 485).

El precio futuro del carbono para la aviación debería reflejar su contribución


total al cambio climático. Traducido al castellano, en este, como en otros secto-
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394 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

res económicos, eso significaría un aumento de costos y/o de impuestos y, posi-


blemente, un descenso del crecimiento de este tipo de transporte. Los destinos
lejanos serían probablemente los más afectados, mientras que muchas líneas de
bajo coste tendrían que cambiar su nombre. Aunque sean tan solo citas de una
investigación más general, dichas consideraciones son bastante más concretas
que lo que uno suele leer sobre sostenibilidad entre los estudiosos del turismo.
Una vez más, en este campo, uno no puede dejar de ver la popularidad y, al
tiempo, la pobreza, o la riqueza según el punto de mira, de los detalles. Una pe-
queña muestra: si uno clasifica los artículos principales (excluyendo editoriales,
revistas de libros y sumarios de conferencias) publicados en el Journal of Sus-
tainable Tourism desde 2006 hasta 2010, el total dedicado a estudios de casos
o modelos conceptuales llega al 70 por ciento y uno no puede hallar muchos so-
bre conclusiones generales.
Se diría que la sostenibilidad se ha convertido en algo tan popular en la
investigación turística porque parece el comodín llamado a exorcizar el TMM
allí donde parezca necesario o conveniente. A diferencia de otras alternativas
examinadas en los apartados anteriores, no parece tener que justificarse como
tal. A las otras no les resultaba fácil. Pero, por ser un concepto de contenido ab-
solutamente vago (como resulta ser en Brundtland o en Stern), la sostenibilidad
no tiene que pasar esa prueba. Es una marca de distinción que puede ser adosa-
da a, o retirada de, lo que la sabiduría académica convencional tenga por con-
veniente.
Adicionalmente, el concepto adolece de una inconsistencia básica. La sos-
tenibilidad no puede ser predicada sin implicar una dimensión temporal. Sos-
tenible, como dice el Diccionario Merriam Webster, es todo aquello que perma-
nece (2002). Puede discutirse cómo de larga ha de ser esa permanencia para
convertirse en sostenible, pero no puede hablarse de esta última sin determinar-
la de alguna manera. De esta forma se hace difícil entender que destinos que el
TMM ha favorecido desde sus albores, como Las Vegas, Venecia, Mallorca, Or-
lando, Cancún y otros semejantes, hayan de ser considerados insostenibles
mientras que un pequeño lugar lejano de los mercados generadores y con flujos
de, a lo más, algunas decenas de millar de turistas al año esté llamado a una más
larga vida. Su futuro no puede ser determinado por los académicos. Guste o no,
dependerá de dónde quieran gastar su dinero, tan duramente ganado, los turis-
tas de masas generados por la modernidad.
Finalmente, no debemos olvidar otra precisión. Uno puede imaginar que la
estructura del TMM habrá de cambiar si, en un futuro no lejano, se imponen im-
puestos drásticos al transporte aéreo, tal y como proponen SR y, más reciente-
mente, una llamada Propuesta de Helsingborg sobre el turismo sostenible
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 395

ALTERNATIVAS AL TURISMO DE MASAS MODERNO 395

(Gössling et al., 2008), o si la crisis económica que comenzó en 2008 persiste,


es decir, se torna sostenible. Tal vez haya de ser así, pero si las tendencias del
TMM descritas en el capítulo 2 también perduran es difícil creer que los desa-
rrollos de baja intensidad favorecidos por la academia serán más sostenibles. Si
el transporte de largo alcance ve cómo se le imponen impuestos crecientes y si
las líneas de bajo coste tienen que subir sus precios, no hace falta ser profeta
para augurar que los supuestos destinos sostenibles van a sufrir mucho más y
desde muchos ante que los insostenibles.
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 396
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 397

Epílogo
El turismo de masas moderno y el futuro

En 2001, MacCannell (2001b) se dio un paseo por el territorio de los huéspe-


des y los anfitriones en un libro editado por Valene Smith y Maryann Brent
(2001). Su asunto era el futuro del turismo y su tesis, para usar la expresión de
Wang en el capítulo 5, era objetivamente auténtica. No solo porque su nombre
apareciese en la lista de colaboradores. Aunque no lo hubiese hecho, uno podría
haber seguido la pista del trabajo hasta su autor. Hablaba como MacCannell; se
leía como si fuera suyo (ya que, como de costumbre, estaba bien escrito); era
ambicioso, como siempre lo ha sido su obra; contenía argumentos similares a
otros que ya había usado en el pasado. El trabajo también tenía las mismas fal-
tas que suelen asolar sus escritos. Los hechos solo tenían pequeños papeles en
la obra y las conclusiones incluían las dosis habituales de hipérbole.
En suma, MacCannell opinaba que el TMM estaba destinado a desaparecer
en breve. Las culturas, avisaba al lector, se han estandarizado. Debido al domi-
nio global de las grandes corporaciones modernas, culturas y destinos cada vez
se parecen más las unas a los otros. Uno se encuentra con las mismas marcas,
los mismos centros comerciales y los mismos parques temáticos en todos los lu-
gares del planeta. No solo se clonan las atracciones; además, se han hecho acce-
sibles para cualquiera que tenga un ordenador y desde cualquier punto del mun-
do, gracias a internet. Con el universo a su alcance, no hay razón para que nadie
se interese por moverse y gastar su dinero en viajes y turismo. Con unos pocos
clics del ratón se aparecen al espectador el Taj Mahal, las cataratas del Iguazú,
bailarines Katakhali, Bruce Springsteen y Justin Timberlake, la última produc-
ción del Anillo en Bayreuth, como la montaña venía a Mahoma. No solo en be-
llas fotografías estáticas. Ahora, todo se mueve. Todo parece ser real. Además,
muchas de esas producciones pueden verse gratis. No te obligan a levantarte del
sillón de trabajo o del sofá. Así que el turismo pronto será un cadáver y no hay
que correr mucho para saber quién lo habrá asesinado: la expansión incontrola-
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 398

398 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

da del capitalismo, que está matando a marchas forzadas la diversidad y la au-


tenticidad. Ese sospechoso habitual se hace ahora acompañar de un cómplice
experto en tecnología: internet. El fácil acceso que la red provee a toda clase de
documentos, escritos o audiovisuales agostará todo lo que queda del granero de
la curiosidad y todo reto intelectual. No habrá más sorpresas dignas de ese nom-
bre, así que para qué ponerse a buscarlas. Todo lo que reste vendrá a la panta-
lla al toque de la punta de los dedos.
No es la primera vez que las nuevas tecnologías han recibido su merecido
por sus pecados o que sus creadores y usuarios se han visto imponer un justo
castigo. Uno aún recuerda cómo los dioses trataron a Prometeo después de que
les robase el fuego —con decir que Pandora no fue sino la más remota de sus
cuitas…—. Las jóvenes generaciones posiblemente estén más familiarizadas
con las reacciones que acompañaron la aparición de la radio y de la televisión.
La radio, según Riesman (1950), se llevaba buena parte de las críticas por haber
aumentado la tendencia americana a dejarse dirigir por los demás. Por lo que
hace a la televisión (Postman, 1985), todavía no nos hemos reconciliado con
ella, aunque la tele, tal y como la hemos conocido, esté dando las boqueadas.
Así que no es de extrañar que internet tenga que ser marcada a fuego con la
misma letra escarlata (Carr, 2010; McKenna y Bargh, 2000) y que MacCannell
no pueda resistir denostar los efectos culturales de esta nueva tecnología. La
audiencia no puede por menos de emitir un suspiro de satisfacción al saber que,
como era de esperar, el diagnóstico de MacCannell sobre internet es muy nega-
tivo. Para quienes esperan como al maná la aparición de una alternativa al
TMM, internet será una bendición porque lo hará innecesario en un mundo de
diferencias culturales abolidas.
¿Podrá ser internet la némesis definitiva de todas las capacidades humanas
excepto la de poner nuestra mente en blanco? La conclusión de MacCannell, no
por menos esperada, parece brotar de una exageración loca. Internet ha recibi-
do muchas críticas —no la menor de ellas por el aumento de consumo de por-
nografía—. Sin embargo, todo ese interés erótico no parece haber traído consi-
go el fin del apetito sexual; si acaso lo contrario: un eventual aumento de la libi-
do o, por lo menos, una mayor atención por su atractivo (Aramberri, 2004b). Si
una imagen vale más que mil palabras, una experiencia, en sexo o en turismo,
tiene un multiplicador al menos igualmente potente sobre el mero acto de mirar.
Uno podría añadir que internet no va a extinguir la profunda necesidad hu-
mana por la distinción, ya sea en su forma de capital cultural (Bourdieu, 1979),
ya en la más mundana de no permitir que los vecinos se pongan a nuestra altu-
ra. Haber viajado extensamente le marca a uno como persona de buen gusto y
aporta superioridad social a quienes se lo pueden permitir —una importante
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 399

EPÍLOGO 399

razón por la que a la gente le gusta viajar, para poder contarlo luego—. Pero, en
fin, no nos detengamos en exceso con la distinción porque MacCannell había
ajustado ya cuentas con ella hace muchas lunas (capítulo 4). La distinción no es
sino otra malformación del hombre-moderno-en-general, que podría ser borra-
da si nos proponemos a emprender la única clase de turismo que valdría la pena:
un viaje al pasado remoto o, mejor aún, a una Edad de Oro de desdiferenciación
donde todos seríamos iguales que el resto y, por tanto, inmunes a la tentación
de alcanzar ventajas comparativas. Sin embargo, si nos paramos a pensar, esta
conclusión que aparenta ser excelente para MacCannell no se puede alcanzar
sin aceptar un mínimo de contradicción. Parece que el autor no ha reparado en
algunas de las letras del escrito que aparece en su muralla: que si alguna vez su
pasión por la desdiferenciación acabase por imponerse tendría que ser incluso a
costa de ampliar la pérdida de diferencia cultural supuestamente atribuible a la
globalización y a internet. El turismo carecería de sentido en ese mundo pasa-
do tanto como se supone que dejará de tenerlo en un futuro no lejano, según su
pronóstico.
Así le pese a MacCannell, el TMM parece tener algo más de cuerda. Las
diferentes culturas pueden ahora ser mejor conocidas para un creciente número
de personas que las ven en acción gracias a internet. Mientras que haya renta
disponible y vacaciones pagadas, pocos se resistirán a la tentación de experi-
mentar por sí mismos si resultan ser tan atractivas como lo parecen en la pan-
talla del ordenador y, dadas las nocivas tendencias de nuestros egos modernos,
de querer seguir mostrando aún nuestra superioridad sobre los vecinos. Ningún
malestar en la cultura parece que vaya a ser capaz de acabar con el turismo de
masas. Ni siquiera entre sus críticos, que siempre verán en él una razón de más
para seguir con sus críticas en conferencias a celebrar en lugares lejanos. Como
la muerte de Mark Twain, la del TMM parece haber sido anunciada prematura-
mente.
A veces, amigos y familiares me piden consejo sobre si deben invertir en
compañías de turismo, pensando ingenuamente que un interés académico por
este asunto podría darme el porte de gurú financiero. Para su frustración, no ten-
go ninguna información especial que ofrecer y habré de limitarme a generalida-
des como la que se acaba de apuntar sobre la salud del TMM. ¿Será buena cosa
comprar acciones en Starwood Hotels o en American Express? Tal vez. ¿En
aerolíneas establecidas? Definitivamente, no. Uno tendría que haber estado más
atento cuando Tony Ryan y sus colegas fundaron Ryanair o cuando Tony Fer-
nández puso en marcha Air Asia. Hoy puede ser ya tarde para invertir en algu-
na de esas dos compañías, pero no por las razones culturales que avanza la tropa
antropológica. Cielos, no. De haber continuado el clima financiero anterior a
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 400

400 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

2007, justo antes de que estallase la crisis económica de 2008-2009, haber in-
vertido en compañías especializadas en el turismo de masas podría haber sido
una opción, pero hoy hay demasiadas nubes en el horizonte. «Es la economía,
estúpido», como decía el eslogan de Bill Clinton en 1992.
Volvamos la mirada a aquellos tiempos precrisis. El TMM, internacional y
doméstico, estaba rebosante. Había muchas razones para explicar esa sensa-
ción. Las economías desarrolladas tenían un número creciente de vacaciones
pagadas, una gran clase media envejecida pero con buena salud, cohortes de
edad avanzada con buenos retiros, renta disponible creciente, pasajes aéreos y
de ferrocarril a bajo coste, y muchos coches movidos por combustibles relati-
vamente baratos. Todo eso era un conjunto de factores que favorecía la expan-
sión del turismo. Lejos de limitarse a las sociedades ricas, tendencias similares
aparecían en los países menos desarrollados, especialmente en Asia del Este. La
rápida urbanización, una clase media en expansión, mejores niveles de vida,
vacaciones pagadas, mayor renta disponible, un profundo deseo de conocer a
los vecinos y aun algunos destinos lejanos: todo eso se hacía sentir con fuerza
en el triángulo que tiene su ápex en Corea y dos lados que llegan, respectiva-
mente, a la India y a Australia. Hoy, la mitad de la humanidad vive en esa zona.
La expectativa de un futuro de crecimiento imparable del TMM reflejaba esa
disposición mercurial.
Todo eso se vino abajo en un breve período. Entre el verano de 2008 y la
primavera de 2010, primero Estados Unidos y luego Europa empujaron a la
economía mundial hacia una zona de turbulencias. La historia de esa crisis no
puede ser escrita porque aún no ha terminado, así que uno tiene que contentar-
se con leer los posos del té, y ese es un deporte bien fútil, o decir que «es de es-
perar que la crisis pese considerablemente sobre el turismo» y hacer seguir ese
respetable aserto con algunas observaciones no menos solemnes.
Dentro de diez años puede que el TMM no sea muy diferente de lo que co-
nocimos en los tiempos precrisis en sus tendencias básicas. Ese es, al menos, el
pronóstico del Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC). Tras un penoso
2009, en el que experimentó una caída de 4,8 por ciento, el turismo mundial
debería recuperarse con un cierto crecimiento en 2010-2011 y renovado vigor a
medida que la crisis se quedase atrás. «En conjunto, la economía del turismo y
los viajes podrá crecer un 4,25 por ciento anual en términos reales entre 2010 y
2020, manteniendo trescientos millones de puestos de trabajo en 2020 —es
decir, un 9,2 por ciento de todos los empleos y un 9,6 por ciento del PIB glo-
bal—» (WTTC, 2010: 7). La industria debería continuar siendo una de las prin-
cipales actividades económicas del futuro. El pronóstico, sin embargo, solo era
parcialmente convincente, pues daba por sentado que la esperada vuelta al cre-
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 401

EPÍLOGO 401

cimiento habría comenzado ya en 2010 y que no habría de trastabillar después,


lo que a todas luces era un pronóstico optimista.
Pero aceptemos que la predicción fuera cierta. ¿Tendrá lugar ese crecimien-
to en las mismas zonas geográficas que en los años de la precrisis? Como se ha
apuntado en el capítulo 2, así debería esperarse, pero posiblemente el equilibrio
entre las tres áreas principales (Europa y la cuenca mediterránea, Norteamérica
y el Caribe, y el Asia oriental y del sudeste) cambie a un ritmo superior al espe-
rado. Las perspectivas para la zona euromediterránea no son precisamente rosa-
das. No solo porque los mayores vayan a aumentar su cuota en la pirámide de-
mográfica, como a veces se pone de relieve. Después de todo, esa preocupante
tendencia no tiene que ser necesariamente nociva para el turismo. El segmento
de los mayores y los jubilados tiene una esperanza de vida larga y saludable, que
ha convertido a muchos de sus miembros en ávidos turistas. El problema se
halla en otro lado: en el declive drástico del Estado de Bienestar, que acaba de
empezar. Si algo parece verdaderamente insostenible hoy es el estilo europeo de
vida —cuya debilidad financiera está a la vista de todos—. Una brutal deuda
pública y privada, déficits presupuestarios gigantescos, impuestos al alza, lími-
tes crecientes a los beneficios sociales de los que hoy gozan muchos europeos,
desempleo alto y sostenido, crecimiento lento, posibilidad de mayores jornadas
de trabajo para quienes estén empleados y vacaciones pagadas más cortas: todo
eso pesará fuertemente y reducirá visiblemente la renta disponible que ha finan-
ciado, entre otras cosas, la impresionante expansión del TMM europeo. Las
vacaciones sobrevivirán, pero no estarán tan abiertas a los alegres gastos del pa-
sado inmediato. Se tomarán más cerca de casa y en lugares más baratos. Los
destinos lejanos no serán visitados con tanta frecuencia.
El horizonte se despeja algo cuando se mira a Asia del Sur y del Este. China
e India estarán entre las diez economías turísticas de más rápido crecimiento
durante los próximos diez años. La expansión prevista para el caso de China al-
canzará un 9 por ciento de crecimiento anual acumulado hasta 2020, mientras
que la de India llegará al 8,5 por ciento. Pero esos términos relativos dicen mu-
cho menos de la historia por venir que las cifras absolutas. En 2020 habrá tres
países de Asia entre los diez máximos ganadores en exportaciones turísticas
(entradas por turismo internacional). China se convertirá en el segundo destino
del mundo en términos de ganancias internacionales, con 177 millardos de dóla-
res; Hong Kong en el octavo, con 51 millardos de dólares; y Tailandia en el
noveno, con un poco menos. Entre 2010 y 2020 la inversión china en capital
turístico crecerá tres veces y media; su volumen de participación directa del tu-
rismo en el PIB crecerá cuatro veces; y las exportaciones por turismo, tres veces
y media. Las inversiones de capital en India llegarán a 110 millardos de dóla-
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 402

402 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

res, lo mismo que el volumen del turismo en el PIB, mientras que las exporta-
ciones por turismo subirán a 1,9 millardos de dólares. Toda la región sentirá el
impacto de ambos colosos (WTTC, 2010), aunque todas estas predicciones
estarán un tanto al albur de lo que suceda en la economía global.
En cualquier caso, si el futuro inmediato del TMM resulta ser menos opti-
mista de lo que se esperaba hace tan solo unos pocos años, eso no hace de nin-
guna manera buenas las expectativas de tantos académicos posmodernos. La
disminución de expectativas para el turismo no tiene nada que ver con senti-
mientos de desaliento al descubrir que uno puede comer un mismo Big Mac en
Australia o en Austria, como lo imaginaba MacCannell. Los previsibles millo-
nes de turistas chinos del futuro no se quejarán porque sepan lo mismo que en
Shanghái. El palacio de Schönbrunn y el Belvedere, o el Outback y la ópera de
Sydney, por el contrario, no pueden ser clonados en Pudong. La disminución de
las expectativas turísticas tampoco puede ser atribuida a su mercantilización. Si
quienes la critican acabasen alguna vez por definirla en términos menos simples
de los que avanzan (el turismo no debería ser comprado o vendido como las na-
ranjas y las manzanas), la crisis económica acabará por empujar a la gente a
quejarse de que el TMM no está suficientemente mercantilizado, porque no
puede encontrar ofertas dentro de los límites de su poder adquisitivo, y a pedir
más, no menos mercantilización.
Las expectativas decrecientes tampoco tienen mucho que ver con el su-
puesto cansancio de o repudio por la hegemonía cultural de Occidente. Estoy
escribiendo este epílogo en Nha Trang, Vietnam. Es un centro de vacaciones ur-
bano, porque la playa de Nha Trang no ha sido fabricada como las de otros luga-
res. Hoteles y restaurantes han crecido con una expansión en forma de cinta a
lo largo de un eje del paseo marítimo conocido como avenida de Tran Phu. To-
dos ellos se benefician de la infraestructura urbana y de los servicios de una ciu-
dad fundada mucho antes de la llegada del turismo. Nha Trang ha crecido, sin
duda, desde la primera vez que la visité, en 2003, y su popularidad como atrac-
ción playera no estaba aún establecida. La ciudad se ha alargado considerable-
mente hacia el sur, donde uno puede encontrar a muchos inmigrantes recién lle-
gados del campo para trabajar en la industria turística. Por cierto, esta última se
nutre fundamentalmente de la clientela doméstica. En 2003, la abrumadora ma-
yoría del público que frecuentaba Nha Trang era vietnamita. Hoy es lo mismo.
Nha Trang no se nutre solo del turismo de sol y playa. Sorprendentemente
para el observador participante, la playa se vacía tan pronto como el sol empie-
za a calentar con fuerza por la mañana temprano (hacia las siete) y así perma-
nece hasta cuando se debilita en la tarde. Los pocos adoradores del sol que que-
dan en la playa son, sobre todo, extranjeros, fundamentalmente occidentales.
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 403

EPÍLOGO 403

Una razón para esa súbita y como concertada huida del sol tiene motivos labo-
rales: los locales tienen que irse a trabajar. Pero esta condición no se aplica a los
turistas vietnamitas que, pese a ello, se resguardan de sus rayos. Demos su libra
de carne al culturalismo. Muchas mujeres vietnamitas no quieren broncearse.
Una piel oscura se ve entre ellas como una marca propia de los campesinos po-
bres y, como tal, poco atractiva para los hombres. Eso, y no solo la modestia,
explica los trajes de baño retro (en torno a los de 1900) que las mujeres vietna-
mitas se endosan para ir a la playa y que cubren casi por completo sus cuerpos.
Así se entiende también por qué, en Nha Trang como en todo el resto del país,
las mujeres guían sus motocicletas envueltas en complicados sombreros (hoy
sustituidos por el casco obligatorio), máscaras (también usadas para combatir el
aire polucionado) y guantes que suben por todo el brazo y que en otros lugares
no se habían vuelto a ver desde que Rita Hayworth protagonizó Gilda, en 1946.
El complemento a la limitada atracción del sol y la playa en Nha Trang es
la vida de familia. Como muchas playas españolas de los setenta, esta es una
playa para familias: un espacio donde los niños pueden jugar a su gusto y con
seguridad bajo la mirada de madres y parientes; donde uno se encuentra con
gente de su propia categoría social; donde uno puede cotillear con los vecinos
o trabar nuevas amistades. La playa acomoda a muchas familias extensas com-
puestas de dos o tres generaciones y el espacio social refleja esa interacción.
Unos pocos metros al otro lado de la avenida Tran Phu, de vuelta de la playa a
mi hotel, uno entra en un mundo diferente y que intriga al curioso. No tanto por
su composición social. Los clientes vietnamitas siguen siendo aquí la mayoría
de la población itinerante. El hotel tiene una alta tasa de ocupación a pesar de
que sus precios son altos, especialmente cuando se tiene en cuenta la diferencia
de poder adquisitivo. Sin embargo, está casi al completo. ¿Quiénes son estos tu-
ristas? La respuesta es obvia: son miembros de las clases medias, que están cre-
ciendo tan rápidamente en el país y están unos cuantos escalones sociales por
encima de la gente de la playa.
También hay diferencias de conducta entre los huéspedes del hotel y la
gente de la playa. Muchos de los primeros viajan en familia, como lo hacen los
de la playa, pero las suyas son familias nucleares. Las madres jóvenes, solo en
algunos casos con la ayuda de parientes, se ocupan de las ruidosas criaturas que
corretean sin descanso a lo largo y a lo ancho del comedor, haciendo todas las
travesuras propias de su edad. Tras el bufé del desayuno, en donde la mayo-
ría elige pho?’ y otros manjares vietnamitas en vez de cosas como huevos con
jamón o un desayuno continental, la piscina reclama su atención. La piscina
ofrece un espacio aún más seguro que la playa para los niños y estos se pasan
allí las horas muertas. Por su parte, la mamá (y otras chicas solas) se endosa
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404 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ahora un dos piezas similar en forma y tamaño a los de las escasas mujeres occi-
dentales que frecuentan la piscina. La defensa por razones de modestia de los
trajes de baño anticuados que se ven en la playa no parece ser la causa de esta
transformación.
Esta imagen —escasa y limitada como lo es— de algunos de los estilos de
comida y de baño de un aún pequeño, pero acomodado, estrato de vacacionis-
tas vietnamitas no es más que una anécdota. Sin embargo, si esa conducta pu-
diese verse como una tendencia nos ayudaría a arrojar luz sobre un par de
aspectos curiosos. Una mayor exposición corporal a terceros en el recinto limi-
tado de la piscina parece poder ser más fácilmente aceptable que otros hábitos
más enraizados y ajenos al género, como los de la comida. Mientras que estos
últimos pueden ser más fácilmente negociados dentro de los límites de una ima-
ginaria identidad vietnamita (nuestra comida es mejor, o más sana, o más deli-
ciosa, o más lo-que-sea que la occidental), los primeros incluyen un despliegue
de distinción intergrupal (nosotros, los huéspedes de este hotel, tanto vietnami-
tas como occidentales, somos diferentes, posiblemente mejores, que los comu-
neros de la playa; y, por cierto, las áreas de sombra y las amplias sombrillas en
torno a la piscina también impiden que nos bronceemos). Si esta interpretación
tiene algo de peso, esa aceptación de una parte de la hegemonía cultural occi-
dental sería algo querido, no impuesto. Adicionalmente, la diferencia cultural
entre esos dos grupos de vietnamitas (los acomodados y los que no) se referiría
a una supuesta superioridad basada en capital financiero, el de verdad, y no en
ningún otro capital cultural (podemos ponernos biquinis occidentales porque
nos gastamos aquí en una sola noche lo mismo que se gastan los occidentales;
a la multitud de la playa le llevaría un mes de trabajo poder pagárselo).
Salto atrás de la moviola a junio de 2006, a un curso que estaba yo impar-
tiendo a la sazón en Sa Pa. Sa Pa es una pequeña ciudad situada en la cadena de
montañas de Hoang Lien Son, en la provincia de Lao Cai, alrededor de trescien-
tos cincuenta kilómetros al noroeste de Hanoi. En su área viven numerosos gru-
pos étnicos que se han convertido en una de las más importantes atracciones
para los numerosos turistas, vietnamitas en su mayoría, que viajan hasta allá
durante el verano. De acuerdo con el programa del curso, estudiantes y profe-
sor nos fuimos de excursión por la zona para visitar varias comunidades y un
par de ecohoteles recién construidos.
Nuestra guía era una chica Hmong que hablaba muy buen inglés. Le pre-
gunté dónde lo había aprendido. Una ONG, dijo. Estaba sentada junto a mí en
el autobús durante un largo trayecto de la excursión y nos dedicamos a hablar
de lo habitual en estos casos: condiciones de vida en su pueblo, la posibilidad
de emigrar a Hanoi o a Saigón, las barreras para encontrar trabajo siendo de una
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EPÍLOGO 405

minoría étnica. Durante la charla, las trazas de la ONG no solo se dejaban sen-
tir en su inglés, sino también en su forma de expresarse. No, no pensaba mar-
charse de su pueblo. Ella y los otros jóvenes tenían mucho que hacer para pre-
servar su identidad y sus tradiciones. La fuerza de la cultura Kinh (la mayoría
étnica de Vietnam) y de la globalización occidental las ponían en peligro.
Hacía poco que yo había leído un excelente libro de Erik Cohen (2000)
sobre las artes y los oficios de los Hmong y le pregunté por los complicados ara-
bescos que forman sus bordados.

—Debe ser muy difícil y llevar mucho tiempo hacer tus vestidos. ¿Los bordas tú
misma?
—No, en mi pueblo solo unas pocas mujeres mayores saben hacerlo.
—Así que les compras tu ropa a ellas.
—No. Si miras con cuidado el vestido que llevo, verás que no está bordado. El dibujo
es tradicional, pero es un estampado. Hacen los tejidos en un sitio cerca de Guangzhou
y el traje lo confecciona también una fábrica china. Compramos estas cosas en Hekou,
una ciudad china fronteriza con Lao Cai en Vietnam. Tienen mucha más selección de
vestidos tradicionales y son mucho más baratos.

Pocos días más tarde, una vez que el curso hubo acabado y nos marchába-
mos de Sa Pa, ya no sería para mí un misterio por qué una mayoría de estudian-
tes había decidido tomarse un día libre en Lao Cai antes de volver a Hanoi. Iban
al Hekou chino a comprar recuerdos y chucherías. «No olvidéis alguna cosa au-
ténticamente Hmong», me despedí.
A partir de este ejemplo «de campo» podemos abrir el objetivo para captu-
rar todo lo que se ha dicho en este libro, un volumen que ha tratado de indagar
sobre el TMM desde una perspectiva alejada de la principal corriente académi-
ca. Para el autor, el TMM no es más que uno de los múltiples beneficios que
han acompañado el desarrollo de las modernas sociedades de mercado.
Sociedad de mercado no significa exclusivamente capitalismo. No todas
las versiones del capitalismo tienen el mismo perfil. La que aquí se prefiere se
corresponde con la de la economía política clásica, que es también la mejor so-
ciología. Los individuos persiguen sus propios intereses y, al hacerlo, quieran
que no, contribuyen al bienestar general. Es la antigua fórmula de Mandeville:
vicios privados, virtudes públicas. Así es el capitalismo liberal en la acepción
europea del término. Aunque toma en cuenta la necesidad de una cierta inter-
vención pública, mantiene que la acción gubernamental debe ser tan limitada
como sea posible (una cláusula indudablemente abierta a interpretaciones muy
variadas). El liberalismo americano y la socialdemocracia europea tienen una
visión mucho más expansiva. A veces, como se ha visto en la discusión actual
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 406

406 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

sobre sostenibilidad y cambio climático (capítulo 9) o en la más amplia sobre


la crisis económica, los partidarios de estas dos últimas posiciones parecen dis-
puestos a ahogar la mayoría de la acción privada y reemplazarla por mandatos
gubernamentales. Esas posiciones restringen la iniciativa individual a un míni-
mo —en detrimento del bien público—. Si la visión opuesta, aquí expresada, va
en contra de las principales corrientes académicas, incluyendo la de la investi-
gación turística, y es, consecuentemente, denostada como neoliberalismo, que
así sea.
El desacuerdo con la sabiduría académica convencional no se limita a las
etiquetas económicas. De hecho, la matriz pomo que inspira a tantos colegas,
más allá de las disciplinas que cultivan, no se da un ardite por la diferencia entre
paradigmas económicos. Como se ha puesto de relieve, una gran parte de los
académicos, economistas o no, limitan su descripción de las variaciones de con-
ducta a los factores culturales, ya sean la gramática general de los signos; o, más
cerca de la tierra, el Otro, sempiternamente excluido en todos sus avatares; o las
políticas identitarias; o el empoderamiento; o nociones de hegemonía sin eti-
quetar. Contra la corriente, este libro defiende que la economía política clásica
y la historia social, es decir, la sociología en movimiento y, más allá, la psico-
logía evolucionista (invocada con menos frecuencia por mor de las escasas
habilidades del autor en esta materia), deberían ser preferidas como paradigmá-
ticas, porque colocan los intereses individuales y los efectos que de ellos se de-
rivan en el centro de la acción social. De esta forma, también se acepta que el
capitalismo liberal procura una maximización de beneficios sociales por enci-
ma de la de otras visiones alternativas.
El capitalismo tiene una relación obvia, aunque compleja, con la moder-
nidad. La modernidad es un precipitado de numerosos cursos de acción que
tienen que distinguirse solo a efectos analíticos. La innovación y la disemina-
ción de conocimientos solo prosperan en sociedades en las que la gente puede
investigar libremente lo que le parezca y comunicar sus resultados al público.
De otra forma, el capitalismo se oxidará. Pese a una decidida apuesta en su fa-
vor, China experimentará que es muy difícil crear la sociedad armónica que
desean sus dirigentes actuales si tiene que mantenerse dentro de la rígida es-
tructura que estos tratan de imponer a la innovación y a la comunicación. La
toma de decisiones puede ser más rápida y más inflexible allí que en otras so-
ciedades más abiertas y más exigentes (también se decía que los trenes en Ita-
lia empezaron a ser puntuales bajo Mussolini), pero en China y en otros luga-
res solo la democracia puede asegurar que el capitalismo haga buenas sus
mejores promesas. Cuando se habla de democracia, por cierto, la experiencia
enseña que solo hay una versión de ella: el gobierno del pueblo, por el pueblo
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 407

EPÍLOGO 407

y para el pueblo (soberanía popular, elecciones libres, partidos políticos, res-


peto a los derechos, imperio de la ley).
Algunos pomos tienen una versión mucho más relativista.

Si aceptamos que el sentido original de «democracia» es «gobierno del pueblo», podría


argüirse que la planificación en el sistema comunista de Vietnam es no menos democrá-
tica que cualquier otra, incluso en aspectos más sustanciales, por ejemplo, porque nos
hace comprender que la participación de la comunidad en esa planificación no tiene que
seguir los procesos propios del multipartidismo occidental. En India, por ejemplo, los
tecnócratas superiores del turismo de algunos Estados son miembros de un cuerpo de
élite como los administradores civiles y son nombrados por el Gobierno de la India
(Burns, 2001b: 294).

Sin duda, los relativistas pocas veces ven razones para detenerse en los pe-
queños detalles. Uno podría recordarles, empero, que el Gobierno de la India es
elegido democráticamente cada pocos años y que los burócratas civiles del país,
superiores e inferiores, derivan su legitimidad de ese proceso democrático, en
marcado contraste con la forma en que los apparatchiki son nombrados y con-
trolados en Vietnam. Esas pequeñas diferencias se suelen aprender en los cur-
sos introductorios de ciencia política. Pero tal vez Burns no tuvo tiempo de re-
parar en ello, alocado como parecía estarlo con su nuevo descubrimiento: que
«la democracia es un constructo social con más de una interpretación» (2001b:
296). Sin duda, Hitler, Stalin, Ngo Dinh Diem, los hermanos Castro, Franco,
Khamenei, una interminable fila de tiranos y dictadores de la historia moderna
y, lo que es aún más pavoroso, sus eventuales herederos estarán bendiciendo lo
del constructo social. Quienes hemos vivido bajo uno de esos regímenes pode-
mos señalar con facilidad algunas diferencias decisivas entre ellos y el gobier-
no democrático. El problema con este extendido y barato constructivismo pomo
es, lamentablemente, que va más allá de estos estrambóticos ejemplos. Cuando
las palabras se definen al estilo de Humpty-Dumpty y la urgencia de dar cuen-
ta de la realidad pierde toda importancia, de una forma u otra, dejamos que sea
el poder quien acabe por construir la realidad —y nuestras vidas— de la mane-
ra que quiera.
Eso no es solo un juego mental para académicos ociosos. Las economías
eficientes —y la vida decente— requieren sociedades libres y democráticas.
Como hemos subrayado en este libro, el juego limpio de los intereses individua-
les, especialmente cuando no se ve por completo eclipsado por los llamados va-
lores culturales del posmodernismo, dará más fruto en todos los aspectos de la
vida: en las teorías, en la práctica y, por supuesto, a la hora de explicar por qué
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 408

408 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

a la gente le gusta el TMM y no suele aceptar los consejos de los académicos


para que cambie su forma de emplear el tiempo. El TMM no es la más decisi-
va de las actividades sociales; tampoco la mayor industria del mundo; mucho
menos un componente clave de la globalización; pero, como todas esas cosas,
se entenderá mejor desde el paradigma de la modernidad y con la ayuda de la
economía política y de la historia social —no con narrativas del Inconsciente y
otros artilugios arqueológicos que no tienen sitio para los sujetos humanos de
ningún género—.
Seamos, por una vez, radicales; trabajemos desde las genuinas raíces de la
acción social. Si queremos entender la complejidad de la modernidad, incluyen-
do la del TMM, escudriñar su génesis histórica acabará por satisfacer nuestras
mejores esperanzas cognoscitivas.
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 409

Notas para una historia de la


sociología del turismo en España
(Epílogo de la edición en castellano)

Sociedad de masas y turismo en España

Hoy es ya una idea ampliamente aceptada que el turismo puede contribuir con-
siderablemente al crecimiento económico. España es, tal vez, el mejor ejemplo.
Desde 1960, el país se ha desembarazado de su atraso secular y ocupa una posi-
ción relativamente alta entre las grandes economías del mundo. No hay duda de
que el turismo ha tenido un papel sustancial en ese proceso.
A mediados de los cincuenta, tras más de dos siglos de aislamiento y deca-
dencia, los grupos hegemónicos del país se propusieron participar en la ola de
crecimiento económico que se extendía por Europa. Hasta entonces, todos los
intentos previos de modernizar la economía y convertir al país en una sociedad
de consumo masivo habían fracasado (Velarde, 2001). Tras el ocaso de su impe-
rio y una tremenda Guerra Civil, España se encontraba con una economía hun-
dida, serios problemas de convivencia política y, sobre todo, una estructura so-
cial premoderna con los rasgos propios de lo que se ha llamado capitalismo
oligárquico (Baumol, Litan y Schramm, 2007).
La dictadura del general Franco no ocultaba su determinación de sostener
esa estructura. El período inicial del régimen, hasta 1959, giró en torno al man-
tenimiento del control económico y político de las élites tradicionales y asegu-
ró su dominio sobre el desmedrado mercado interno, reprimiendo todo movi-
miento favorable a una economía abierta y, por supuesto, a la democracia. Con
su prosa burocrática, la misión del BIRD (1963; hoy su nombre es Banco Mun-
dial) que visitó España en 1961 a petición del Gobierno decía que la economía
española se enfrentaba con serios problemas estructurales.
En el pasado, circunstancias similares hacían tañer las campanas por el fin
de las soluciones autoritarias. A finales de los cincuenta, el Plan de Estabiliza-
ción buscó una nueva ruta para salir de la práctica bancarrota en que se encon-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 410

410 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

traba el país. La nueva política se asentaba inicialmente en un mejor funciona-


miento del sector exterior. Tradicionalmente, el país había sufrido continuos dé-
ficits de la balanza de pagos que impedían, entre otras cosas, transferencias de
tecnología. Ahora se trataba de escapar del círculo vicioso de déficits/baja tec-
nología/subdesarrollo no con súbitos aumentos en la productividad de los sec-
tores agrario o industrial, sino con nuevas fuentes de divisas que pudiesen fi-
nanciar un despegue basado en la exportación de bienes y servicios. El Plan
tuvo éxito. Entre 1959 y 1973, de los miembros de la OCDE, solo Japón creció
a un ritmo más rápido que España (Harrison, 1985).
El caso español tenía sus peculiaridades. Junto a las inversiones extranje-
ras, España iba a obtener sus divisas de otras dos fuentes poco convencionales.
Una era la emigración. Durante los sesenta y setenta, entre uno y dos millones
de trabajadores abandonaron el país. No es fácil calcular el valor de las remesas
que esos emigrantes enviaron, aunque una fuente de la época (Fontana y Nadal,
1976) estimaba que entre 1962 y 1971 cubrieron, por término medio, un 7,9 por
ciento anual del déficit de la balanza de pagos. La otra gran fuente de divisas la
proveían los ingresos por turismo internacional. Entre 1951 y 1960, tanto el nú-
mero de llegadas internacionales como el de ingresos por turismo se triplicaron.
Según el BIRD, eso era solo el principio, pues las numerosas atracciones cultu-
rales españolas, sus playas y sus precios permitían apostar con seguridad por el
desarrollo del turismo y un posterior despegue de la economía financiado por
aquel. Las políticas turísticas del Gobierno español (Fraga, 1964) siguieron de
cerca la falsilla así anunciada y los resultados validaron la apuesta.
Así pues, el milagro económico español debió mucho de su lustre al desa-
rrollo del turismo, que aún hoy, en momentos de seria crisis económica, consti-
tuye un sector económico estratégico. En los sesenta, la nueva dependencia del
exterior creó serias tensiones entre las élites de la dictadura y entre ellas y la opo-
sición al franquismo, pero la estrategia europeísta creó una bonanza económica
que no dejaba mucho margen para la credibilidad de sus oponentes. De mejor o
peor gana, una mayoría de los españoles aceptaría un contrato social ofrecido por
el régimen que acabaría por hacer que España fuera realmente diferente.

Perdido en la academia

Mientras todo eso sucedía en el mundo real, los académicos españoles presta-
ban poca atención al desarrollo del turismo y sus consecuencias. La investiga-
ción del fenómeno se dejaba en manos de algunos excéntricos y solía limitarse
a la econometría y a buenas prácticas en la gestión de los negocios de hostele-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 411

NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 411

ría y turismo. Con escasas excepciones, los académicos españoles parecían in-
capaces de entender lo que estaba pasando y de reflexionar sobre la dinámica
social y cultural que los flujos turísticos inducían. El turismo era visto como una
actividad frívola y era denostado, junto con otras prácticas supuestamente ma-
nipuladoras como la moda, los deportes o la publicidad (Bourdieu, 1984), por
los deconstruccionistas franceses que a la sazón empezaban a ser recibidos en
España. Los resultados eran evidentes: casi nadie se tomaba en serio al turismo.
Es una actitud perdurable, pues aún recientemente una colección de trabajos so-
bre la historia económica de las regiones españolas en el XIX y el XX (Germán
et al., 2001) no tiene prácticamente nada que decir sobre su importancia para
Cataluña o el País Valenciano. Incluso en el caso de Baleares, en donde es im-
posible olvidarse de él, hay una notable resistencia a darle el papel que se mere-
ce (Manera, 2001).
En cualquier caso, los pocos investigadores dispuestos a seguir la modesta
pista del turismo eran, sobre todo, economistas. Y, además, las investigaciones
publicadas en las páginas de la Revista de Estudios Turísticos (RET), casi la
única revista teórica especializada en estos temas, solían provenir de allende la
academia. Su primer número apareció en 1963. Desde entonces hasta 2006
(CDTE, 2007), la RET publicó 166 números y 809 artículos (el autor de este
libro fue su director en 1983-1984). La mayoría de los autores publicados eran
españoles y, cuando aparecían extranjeros, no solían ser los autores anglófonos,
que se estaban convirtiendo en las fuentes básicas para el estudio del turismo
(Jafari, V. Smith, MacCannell, Cohen). La RET apostaba por evitar asuntos que
creasen controversia y aún hoy prefiere la supuesta seriedad de la economía
matemática a los caprichos de la ciencia política, de la sociología o de la antro-
pología. Todo ello sea dicho sin desdoro de las contribuciones de economistas
como Ángel Alcaide, Manuel Figuerola, Águeda Esteban o Ezequiel Uriel.
Desde sus puntos de vista, todos ellos mantuvieron un duro combate para mos-
trar que la contribución del turismo a la economía española no era una frusle-
ría. Pero, en cualquier caso, la RET renunció a ocupar, especialmente después
de la dictadura, cuando hubiese podido hacerlo, el puesto importante que le co-
rrespondía. Los investigadores españoles pagaron así un alto precio, pues sus
trabajos permanecieron prácticamente desconocidos fuera del país.
No fue esta la única ni la más importante barrera para la difusión de sus
escritos. Desde los setenta, los estudios turísticos más conocidos se han origi-
nado y publicado mayormente en el mundo anglófono y, lamentablemente, a la
sazón no muchos profesionales españoles del turismo se sentían a gusto en in-
glés. De esta forma, el bajo perfil académico del turismo, el desinterés por casi
todo lo que no fuera econometría y un limitado dominio del inglés contribuye-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 412

412 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

ron a encerrar a los investigadores españoles dentro de las fronteras nacionales.


En algunos casos, esto era sumamente injusto. Algunos autores españoles de la
época, a los que nos referiremos en lo que sigue, abrieron caminos en la socio-
logía y la semiótica del turismo que hubieran merecido mayor reconocimiento
por su originalidad y su novedad.

La construcción social del turismo de masas

En 1975, Mario Gaviria y sus colaboradores publicaron el primer estudio de


conjunto sobre el turismo en España (Gaviria, 1975). Gaviria, nacido en 1938 y
educado en Francia con Henri Lefèbvre, ocupaba y aún ocupa un lugar muy es-
pecial entre los sociólogos españoles, tanto por su costumbre de trabajar en
equipo como por haber evitado durante la mayor parte de su carrera el partici-
par en la academia española, nunca muy favorable a acoger en su seno a pensa-
dores críticos.
El objetivo de su primer trabajo sobre turismo era poner de manifiesto que
representaba un modo neocolonial de la producción del espacio de ocio. Este
punto de partida era de suyo notable, pues Gaviria y sus colegas renunciaban a
considerar el turismo de masas como un fenómeno exclusivamente español, a
diferencia del enfoque que ellos consideraban típicamente unilateral de la
Agencia Española de Turismo (AET, un nombre inexistente con el que abarca-
mos a todos los organismos estatales dedicados a la regulación y promoción del
turismo que han existido a lo largo del tiempo). Los europeos del norte vivían
en espacios deteriorados, climas fríos y hábitats caros, y añoraban sitios donde
la tierra fuera barata y hubiese bellas playas y mucho sol. Su éxodo veraniego
(y en muchos casos de todo el año) hacia el Mediterráneo español se convertía
en una nueva ocupación colonial basada en la explotación de destinos de cali-
dad. «De seguir así las tendencias podemos pensar que para el año 1980 haya
permanentemente viviendo cinco millones de extranjeros en los mejores luga-
res del país, a la vez que varios millones de españoles están trabajando en los
puestos que los extranjeros no quieren en sus lugares de origen. Esta misma si-
tuación se plantea, por ejemplo, con los puertorriqueños, que forman el subpro-
letariado de Nueva York, y los norteamericanos que van de vacaciones a Puerto
Rico» (1975: 14). Una tesis, innecesario es recordarlo, típica de la escuela de la
dependencia, que por aquel entonces hacía estragos entre la izquierda, que se
afanaba por escapar del diamat soviético.
El trabajo de Gaviria y su equipo trataba de demostrarla tanto desde el
punto de vista de la oferta como del de la demanda. Con un enfoque original
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 413

NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 413

para su tiempo, Gaviria enlazaba los flujos temporales de turistas extranjeros


que disfrutaban de sus vacaciones en España con la expansión de las urbaniza-
ciones costeras, en las que algunos de ellos se convertían en residentes estables
del país o mantenían una segunda residencia que ocupaban varios meses al año.
De esta forma, las estrategias de los mayoristas turísticos extranjeros (turopera-
dores o fabricantes de vacaciones) convergían con las de los hoteleros españo-
les y también con las de las empresas urbanizadoras.
Las fábricas internacionales de vacaciones habían experimentado un nota-
ble impulso con el aumento de la renta disponible de los europeos del norte y
la generalización de las vacaciones pagadas en los cincuenta. Algunas de ellas
se hicieron con importantes flotas aéreas a bajo precio, utilizando antiguos avio-
nes militares de transporte que habían quedado fuera de uso al final de la Se-
gunda Guerra Mundial. Con la expansión de los vuelos chárter, muchos millo-
nes de europeos estaban en condiciones de gozar del sol y de las playas del sur
v

(Cavlek, 2005). Todo eso iba a permitir a los hoteleros españoles hacerse con
una clientela anteriormente inexistente. De esta forma, señalaba Gaviria, era po-
sible combinar todos esos factores bajo la lógica del mercado y aprovechar la
nueva división internacional del trabajo.
Había, empero, un escollo. Mucha de la planta hotelera española de la épo-
ca estaba compuesta por propiedades familiares o de tamaño medio y sus pro-
pietarios no podían financiar otras mayores porque carecían del capital necesa-
rio, y los bancos españoles se mostraban muy reacios a embarcarse en un nego-
cio que desconocían. Aquí entraban los turoperadores internacionales, que sí
disponían del capital necesario. Muchos de ellos prestaron los fondos para fi-
nanciar la construcción de nuevos centros de vacaciones. A cambio, firmaban
acuerdos preferentes con los hoteleros para que estos les reservasen sus habita-
ciones por un plazo de entre cuatro y diez años. Si el negocio iba bien, los tur-
operadores recuperaban su inversión en un plazo relativamente corto. Si el pa-
trocinador era incapaz de encontrar ocupantes, el hotelero se comprometía a no
reclamarle una compensación. Como eso no solía suceder a menudo y como,
para curarse en salud, los hoteleros recurrían a asegurarse haciendo reservas
excesivas (overbooking) con otros proveedores, aparecía el típico círculo vir-
tuoso en el que todos salían ganando.
Con quinientas o más habitaciones, las nuevas propiedades tenían dimen-
siones notablemente mayores que sus antecesoras. Los cuartos no eran muy
confortables en general, para evitar que los veraneantes se quedasen dentro,
pero a cambio los hoteles tenían amplias zonas comunes de esparcimiento para
mantener a los clientes en sus jardines, piscinas, pistas de tenis, campos de golf,
bares y restaurantes, discotecas, salones de belleza y otros extras. La clientela
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 414

414 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cautiva de esos centros de ocio contaba así con mayores oportunidades para
gastar su dinero en beneficio del hotel que la acogía.
¿Por qué los turoperadores no se hicieron directamente con el negocio? De
lo que ellos sabían era de manejar los flujos de turistas que se originaban en sus
países, no de gestionar hoteles. Por otra parte, las regulaciones legales de la
época les impedían hacerlo, por lo que necesitaban de intermediarios locales
que, por otra parte, solían estar bien relacionados y eran una excelente fuente
de información sobre la situación económica y política del país. Por su parte,
los turoperadores se aseguraban, a través de testaferros locales, otra parte del
negocio: las excursiones locales. Montar en burro o en camello, participar en
capeas, catas de vino, visitas a lugares cercanos o a diversiones nocturnas aña-
dían ingresos importantes a sus operaciones. Gaviria estimaba que los paseos en
burro reportaban beneficios cuatro veces superiores a los gastos del organiza-
dor. Las excursiones las vendían (mediante comisión) los guías de los grupos de
veraneantes el mismo día en que los turistas llegaban a sus hoteles y tenían aún
todo su dinero y podían meterse en gastos.
La sostenibilidad de toda esa operación era imposible sin contar con otro
pilar: los trabajadores españoles. El milagro turístico español se apoyaba en la
conversión de los antiguos braceros en empleados hoteleros. La fuerza de tra-
bajo era abundante y estaba escasamente cualificada, es decir, tenía que tolerar
salarios bajos y una fuerte inestabilidad en el empleo, dada la concentración de
turistas en los meses de junio a septiembre. Una vez acabada la temporada, esos
trabajadores volvían a sus lugares de origen para dedicarse a otras tareas loca-
les, mal retribuidas, durante el invierno o cobrar el paro. En este lado de la ofer-
ta, el círculo dejaba de ser virtuoso y devenía viciado. Estacionalidad y trabajo
temporal aseguraban salarios bajos y unas condiciones de trabajo rigurosas que
no estimulaban a los trabajadores a obtener mejores cualificaciones.
Gaviria no se limitaba a poner de relieve las condiciones estructurales de la
industria turística y su contribución a la acumulación primitiva de capital que
conocía España en esos años, sino que se interesaba también por entender las
razones para la creciente demanda de vacaciones. Una vez más, el papel clave
era el de los turoperadores extranjeros. Su control de la demanda exterior les
permitía imponer precios bajos a los hoteleros españoles, sacar buenos benefi-
cios de la oferta complementaria de excursiones y actividades y no pagar im-
puestos en España porque el grueso de sus negocios se desarrollaba en sus paí-
ses de origen. Pero ¿cómo mantenían ese control?
El trabajo de Gaviria se mostraba innovador una vez más, al apuntar a la
necesidad de analizar el papel clave que desempeñaban los folletos de los tur-
operadores. Los catálogos de vacaciones representaban una parte importante de
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 415

NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 415

sus inversiones y tenían una evidente dimensión económica al ofrecer opciones


a los consumidores; pero, según Gaviria, tenían también una dimensión políti-
ca notable. Los turoperadores podían utilizar el poder derivado de su publicidad
para amenazar a la industria y a los gobiernos locales con llevarse a sus clien-
tes a otros lugares si no se les daba su libra de carne en lo referente a precios y
a escasa regulación de sus actividades.
El análisis del papel de los folletos por Gaviria avanzaba, además, el impe-
rialismo como explicación última de la lógica turística, un aspecto que iba a ser
y sigue siendo parte sustancial del imaginario de los investigadores turísticos.
Los folletos de vacaciones, con su lógica de la Propuesta Irresistible al Con-
sumidor, subrayaban los aspectos comerciales de los destinos turísticos y obvia-
ban la información fidedigna, dando la impresión de que la realidad se detenía
en las lindes de los centros de ocio que anunciaban. Los folletos buscaban un
consumidor crédulo y cómplice, introduciendo «al “hombre acrítico” dentro del
circuito del consumo turístico, [y] prometiéndole la accesión a mundos míticos
presentados de forma que su fruición resulte posible, […] [lo] que imposibilita
toda reflexión y, desde luego, toda crítica» (1975: 79). Por otro lado, el prome-
tido acceso a un mundo de ocio mitificado embarcaba al consumidor en la ilu-
sión de una mejora de su estatus por medio de la sofisticación, las imágenes de
un mundo en el que señoreaba sobre una pléyade de sirvientes y una vida de
placer que contrastaba con las tareas de su vida doméstica. Cuerpos poco ves-
tidos y paisajes de naturaleza sin la presencia de otros seres humanos creaban
una ilusión de autenticidad y escondían la baja calidad de los verdaderos hábi-
tats y de los hoteles. Es la misma conclusión a la que llegaría años después y de
forma independiente Graham Dann (capítulo 8) en sus estudios sobre el lengua-
je del turismo y sobre los folletos de los turoperadores británicos (1996a,
1996b, 1996c).
La oferta turística no se detenía en los hoteles de playa. El fenómeno de pri-
meras y segundas residencias para extranjeros venía a complementarla con lo
que Gaviria llamaba producción neocolonialista del espacio de calidad, en la
imparable construcción de apartamentos y urbanizaciones en la costa. Gaviria
adivinaba que la carrera por el cemento no había hecho más que empezar. El
tiempo iba a darle la razón hasta límites que ni él mismo hubiera podido sospe-
char en 1975 en lo que se refiere al impacto de las nuevas construcciones. Lo
de llamar al proceso producción neocolonialista del espacio de calidad es hari-
na de otro costal y nos ocuparemos de ello en la conclusión de estas notas. Baste
ahora decir que los materiales aportados por Gaviria y sus colaboradores han
sido un Mediterráneo redescubierto muy a menudo por muchos investigadores
anglófonos con veinte y más años de retraso. Es difícil saber si, de haber publi-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 416

416 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

cado su trabajo en inglés, Gaviria se hubiera convertido en un punto de referen-


cia internacional, pero no hay duda de que lo hubiera merecido.

Turismo, imperialismo, populismo

Francisco Jurdao Arrones compartía con Gaviria su distancia respecto a la aca-


demia. Aunque ha sido celebrado como antropólogo, no parece que tuviera el
entrenamiento profesional propio de este campo. Su trabajo en Mijas quizá se
deba al accidente de que su puesto de funcionario en el Ayuntamiento local le
puso en contacto con datos sobre los grandes cambios que el turismo de masas
había inducido en el pueblo. Su obra, sin embargo, es mejor conocida interna-
cionalmente por los académicos anglófonos que la de Gaviria, como resultado,
sobre todo, de la recepción entusiasta que le deparó Dennison Nash (1996,
1989; Pattie, 1992; Pearce, 1992). Ya nos hemos referido a ella (capítulo 9).
Su primer trabajo data de 1979 (citado aquí en su segunda edición de 1990)
y se abría con una hipótesis parecida a la de Gaviria y se cerraba con una con-
clusión similar. España estaba perdiendo su soberanía como resultado de la
transferencia incontrolada de propiedades a manos extranjeras. La deriva había
comenzado bajo Franco, pero se había profundizado en la nueva etapa demo-
crática que comenzara en 1978. Esa desnacionalización, para él, no se limitaba
a las costas, sino que se había extendido a todo el territorio. Se trataba de un
nuevo episodio de imperialismo sufrido en especial por los campesinos. Su cul-
tura rural les había imposibilitado defenderse de los ataques de los financieros
extranjeros que, a menudo, obraban con la complicidad de los intereses locales.
El fraude y los sobornos desencadenaron un proceso que habría de diezmar a la
agricultura e iba a convertir a los campesinos en trabajadores de la construc-
ción.
Jurdao estudiaba el proceso en el reducido espacio de Mijas, una población
cercana a la Costa del Sol que, junto con Mallorca, iban a convertirse en la cuna
del turismo extranjero de masas en los sesenta. Históricamente, la sociedad mi-
jeña había tenido la estructura propia de la sociedad preindustrial; economía,
sociedad y poder giraban en torno a la propiedad de la tierra, dando origen a
cuatro grupos sociales: grandes terratenientes, a menudo absentistas, y sus tes-
taferros locales (caciques); propietarios medianos y pequeños; aparceros, bra-
ceros, leñadores, artesanos; y profesionales (médicos, boticarios, maestros) que
disfrutaban de prestigio social pero no eran especialmente ricos. El poder de los
terratenientes no se derivaba solamente de sus tierras, sino también de las esca-
sas industrias y empresas comerciales existentes, que solían pertenecerles.
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NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 417

Ese orden tradicional empezó a descomponerse rápidamente. Un pueblo


que, según Jurdao, se había desarrollado de forma más o menos armoniosa du-
rante siglos, orgulloso de su cultura y de su identidad, se vio reemplazado por
urbanizaciones ajenas a su mundo tradicional. Las estadísticas oficiales resalta-
ban la importancia del turismo internacional, pero para Jurado la verdadera co-
rriente iba en otra dirección: la venta de España al mejor postor, pedazo a peda-
zo, con la construcción de apartamentos y la promoción de urbanizaciones.
Según Jurdao, el 85 por ciento de las nuevas urbanizaciones estaba en manos de
extranjeros. Para Jurdao, esas nuevas ciudades del ocio no eran más que «luga-
res donde pronto se dan cita golfos, bribones, especuladores, traficantes de dro-
gas, hampones, prostitutas, que en un santiamén, convertirán el mundo de los
negocios en simple especulación y la especulación del suelo será el motor del
cambio económico» (1990: 125). El daño a la sociedad tradicional no se dete-
nía en la economía. «Mediante la división del trabajo, que ha introducido en la
zona en pocos años el turismo, se ha roto la familia campesina. Los hijos han
obtenido salarios independientes y el orden jerárquico del padre en la familia ha
desaparecido. El campesino mediano o pequeño […] [s]e siente cercado y aban-
donado en su soledad, ante un Nuevo mundo, que se planea desde fuera» (1990:
199). El capitalismo derrotaba a las comunidades tradicionales.
Mijas se había convertido así en una sociedad esquizofrénica. A un lado
estaba la población autóctona de trabajadores y campesinos; al otro, las urbani-
zaciones con sus villas y sus chalés habitados por extranjeros que usualmente
gozaban de un nivel de vida superior al de la población local. Dos mundos apar-
te que compartían muy pocos intereses. Mientras que los locales tenían que con-
tentarse con poco, los extranjeros exigían las mismas comodidades que en casa
e imponían que se importasen muchos productos que, a su vez, achicaban la
economía local.
Los cambios se hicieron sentir también en el mercado de trabajo. Los tra-
bajadores locales no buscaban otros sitios adonde ir antes de la llegada del turis-
mo extranjero, pero a partir de entonces empezaron a buscarse la vida en otros
lugares de la costa, como Torremolinos, Estepona o Marbella, donde la cons-
trucción de hoteles y apartamentos estaba en pleno apogeo. En los setenta, la
población campesina representaba solo la cuarta parte de la de Mijas. Ese éxodo
iba a menudo acompañado de la venta de sus tierras por muy poco dinero. La
falta de información sobre el verdadero valor de las propiedades les convertía
en presas fáciles para los caciques, que a menudo estaban a pachas con los inte-
reses extranjeros.
La segunda edición del libro, publicada en 1990, insistía en la aceleración
del proceso. Según Jurdao, en esa fecha un 80 por ciento de la población de Mi-
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418 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

jas era extranjera, dueña de un 56 por ciento de la tierra. Aparece allí otro tema
que Jurdao iba a tratar más pormenorizadamente en otro libro (Jurado y Sánchez,
1990). No solo la población extranjera crecía en número; también lo hacía en
edad. Más del 47 por ciento tenía más de sesenta años. Si la marea no cambiaba,
España se convertiría pronto en otra nueva Florida, un gran pabellón geriátrico.

Un limitado guiño posmoderno

A finales de los setenta, José Luis Febas publicó en la RET un largo trabajo
sobre la semiótica de la comunicación turística (1978). Febas también provenía
extramuros de la academia. Obtuvo su doctorado en París, en la Catho (Instituto
Católico), con una tesis sobre semiótica teológica. Posteriormente comenzó a
interesarse por la aplicación de la semiótica al mundo del turismo. Junto a la pu-
blicación recién apuntada, Febas elaboró, junto con Aurelio Orensanz, una serie
de trabajos a ciclostil sobre el papel de los pósteres y los folletos turísticos (sin
fecha, 1980, 1982). Tras esta explosión de creatividad, desapareció del mapa.
Su obra resulta hoy poco conocida para las nuevas generaciones de estudiosos
españoles del turismo.
Sin embargo, la contribución de Febas resultaba original en el medio cul-
tural español de la época. Fue de los primeros en importar lo que a la sazón se
llamaba el estructuralismo francés, especialmente en la formulación de Lévi-
Strauss. Significativamente, aunque cita en sus trabajos a los nombres mejor
conocidos de esta corriente (de Saussure a Jakobson o Barthes), uno buscará
en vano a Foucault. Tal vez por causa de esta omisión a sus escritos le falta la
crítica abierta del turismo como lugar de la inautenticidad y del consumismo
que ha desempeñado tan gran papel en la obra de autores anglófonos como
MacCannell (capítulo 4). En un breve resumen, podríamos decir que Febas re-
presenta un posmodernismo sin deconstruccionismo.
Utilizando el modelo de comunicación semiótica derivado de Lévi-Strauss
(capítulo 3), Febas desarrolló un análisis del turismo como una especie comu-
nicativa susceptible de interpretación semiótica, tanto en su mercadeo como en
su promoción y publicidad, y lo aplicó al estudio de los folletos editados por la
Agencia Española de Turismo entre 1963 y 1978.
Para interpretar este conjunto de informaciones aparentemente falto de or-
den y de significado total, Febas proponía un modelo de relación de cuatro lla-
mados triángulos isotópicos que relacionan el Id o producto con el Ego o emi-
sor de la información, con el espacio del Tú o de interpelación al consumidor y
con los servicios específicos que el destino ofrece (figura 1).
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 419

NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 419

Figura 1. El sistema de la comunicación turística

geografía

El
soporte
gegráfico

clima paisaje
cultura alojamientos comunicaciones natural

D
B C
Los
servicios
La específicos El
aportación consumo
autóctona turístico

carácter folclore cultural individual


instalaciones

Fuente: Febas (1980).

Cada uno de esos cuatro triángulos isotópicos tiene una función especial,
pero lo que importa es su combinación en el repertorio que el género folleto pro-
pone. No todos los temas que aparecen en él tienen igual peso y su rango cuan-
titativo nos pone sobre la pista de la importancia que tienen para los autores del
folleto. En el caso de los folletos españoles analizados por Febas, más del 50
por ciento destacan el triángulo B, es decir, lo que Febas llama comunicación
autóctona o autopromoción. «En la comunicación turística, el “él” referencial
sobre el que versa el mensaje coincide con el “yo” del emisor. No se trata tanto
de exponer las excelencias de un producto destinado al consumo, como sucede
con la propaganda publicitaria, cuanto de que el productor se manifieste por sí
mismo» (1978: 34). Otro tanto sucede con los elementos icónicos de los folle-
tos. En suma, en los folletos oficiales españoles de aquel tiempo la comunica-
ción turística prefería los aspectos referenciales del objeto comunicado, o, dicho
en un lenguaje más llano que el del posmodernismo usado por Febas, al comu-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 420

420 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

nicador le interesa sobre todo alabar sus propias virtudes, sin importarle dema-
siado lo que piense de ellas o interese al receptor.
La conclusión se desprende fácilmente de esas premisas. Un análisis mitoló-
gico à la Barthes llevaba a Febas a apuntar que los folletos estudiados formaban
efectivamente un conjunto, es decir, eran homogéneos, se referían a la totalidad
del país, tenían un estilo «propio» y definían un espacio que se diferenciaba de
otros destinos. Pero lo más importante venía después. Ese conjunto aparente-
mente desordenado a primera vista transmitía un único mensaje muy complejo.
Ante todo, la estrategia comunicacional era voluntariamente fragmentaria. Por
ejemplo, la información sobre la geografía física del destino no encajaba con la
referida a los aspectos sociales, humanos o culturales, y las descripciones de mo-
numentos no se referían a la vida real de la gente que vivía en torno a ellos. En
contraste con los folletos de las fábricas de vacaciones, las dimensiones prácticas
del viaje propuesto quedaban en la oscuridad.
El segundo elemento de los folletos españoles era su autorreferencia. El
Ego se celebraba a sí mismo y se detenía en mostrar sus atractivos sin pregun-
tarse cómo reaccionaría ante ellos el receptor.
Finalmente, los folletos españoles daban preferencia a los aspectos artísti-
cos sobre todos los demás. La imagen del país que se proyectaba era la de un
museo donde lo más importante eran sus piezas de arte, un arte que remitía a
los rasgos de una identidad española que no se vería afectada por el tiempo. Era
el simbolismo de una España eterna, representada por Castilla, en la que los ele-
mentos chauvinistas iban estrechamente unidos a la celebración de la austeri-
dad, del pasado y de las tradiciones.

Esta es la imagen por la que optan los folletos españoles, con todo el cortejo de blasones,
venerables monumentos […], apologías del románico y del gótico, relegamiento de los
aspectos que manifiestan la real industrialización y urbanización del país, etc., en contras-
te con la política aperturista y europeizante a la que está vinculado el milagro turístico
español desde los sesenta y a la imagen frívola, exótica y folclorizante que los operado-
res turísticos logran imponer, durante la misma época, en todo el mundo (1978: 120).

Esta representación parcial de la realidad no era exclusiva de los folletos


españoles. En general, remataba Febas, toda la literatura promocional, cualquie-
ra que sea la agencia turística que la origine, desempeña un triple papel mítico.
Es interpelativa, es decir, busca aceptación en vez de ofrecer argumentos con-
vincentes; mezcla elementos objetivos y subjetivos, primando a estos últimos
por medio de la autorreferencia; y, sobre todo, busca impresionar, es decir, ape-
lar a las emociones antes que a la razón.
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NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 421

Y así coincide Febas con Barthes: los folletos turísticos se nutren de un len-
guaje despolitizado que busca convertir a la historia en naturaleza. En el caso
español, eso se reflejaba en su tono académico y altanero, en su falta de aten-
ción a la contemporaneidad y en sus opiniones culturales, tan simples. Hasta las
propias bellas artes que se celebraban parecían haber estado siempre ahí, como
si carecieran de autor, y los monumentos, especialmente los religiosos, ahoga-
ban en importancia a la gente corriente. Resultado: si los folletos españoles que-
rían mantener su función motivadora, necesitaban urgentemente reconstruir su
lenguaje (Febas y Orensanz, 1980: 124). Otrosí se decía de los carteles turísti-
cos (Febas y Orensanz, sin fecha).
Los trabajos de Febas y sus colaboradores eran muy originales en la España
de los ochenta y abrían una línea de investigación que, lamentablemente, pron-
to quedó truncada tras la desaparición de su autor del mundo del turismo. Sin
duda, Febas seguía demasiado de cerca la gramática semiótica que había apren-
dido en Francia, pero la suya era una de las primeras contribuciones a la eva-
luación de la imagen nacional autoproducida por los gobiernos de la dictadura.
Años más tarde, Dann popularizaría en el mundo anglófono un análisis si-
milar de los folletos y del lenguaje turístico en general y citaría específicamen-
te a Febas. Pero las ideas de este son, a mi entender (capítulo 8), más matiza-
das que las de Dann. Comparte con él, y en general con la corriente deconstruc-
cionista, la noción de que el turismo es una empresa mitológica que prima al
sometimiento sobre el diálogo y crea sintagmas que comunican información
sesgada, pero Febas no cree que ese tipo de comunicación se imponga siempre.
Las audiencias saben reaccionar ante la promoción turística y se resisten de mu-
chas formas al control que la publicidad trata de imponer. Febas sabía bien que
por mucho que los folletos españoles de los sesenta y los setenta exaltasen a la
España eterna que la dictadura trataba de restaurar, el modelo turístico español
defendido por los turoperadores necesitaba de imágenes diferentes. Los folletos
oficiales podían hartarse de presentar iglesias y monumentos; pero, en la vida
real, más del 80 por ciento de los turistas internacionales buscaba algo comple-
tamente diferente: ocio, sol y playa, vida nocturna, y todo ello a precios conve-
nientes. De este modo, Febas no solo entendía bien que existen diferencias entre
los folletos burocráticos y los industriales, sino también las razones por las que
el lenguaje de estos últimos tenía mucho más éxito que las ilusiones que trata-
ban de poner en circulación los primeros. La posición de Febas refleja una suti-
leza que se echa a faltar en muchos otros autores.
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422 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

En conclusión

Este rápido repaso a los orígenes de la reflexión sociológica española sobre el


turismo permite llegar a unas cuantas conclusiones. La primera es que, a pesar
de las apariencias, en España se han dado una serie de corrientes de investiga-
ción turística de gran interés, más allá de la senda más trillada por la economía
y la econometría. El relativo olvido en que se tiene a sus representantes se debe,
a mi entender, a dos factores: su lejanía del mundo académico y su falta de pu-
blicaciones en inglés. Sería poco inteligente, sin embargo, caer en el chauvinis-
mo de otros tiempos felizmente idos que pretendía ver un primer motor español
en toda innovación digna de su nombre, ya fuera el submarino de Monturiol, ya
el autogiro de De la Cierva, ya el estrellato de Hollywood gracias a Rita Hay-
worth, née Margarita Cansino. Los trabajos de los tres autores aquí recogidos
tuvieron poca continuidad y casi todo quedó en el olvido. Muchas de las ideas
que ellos apuntaron fueron posteriormente halladas de forma independiente en
el mundo angloparlante y su éxito debe poco a su previa formulación por parte
de los españoles. Lo cual, empero, no debe ser tomado en descargo del mundo
académico patrio, que solo parece haber aprendido del búho de Minerva su afi-
ción a llegar tarde.
La segunda se refiere a la RET y al saber burocrático. Pese a haber sido una
de las primeras publicaciones dedicadas al turismo, tanto bajo Franco como
bajo la democracia, la RET primó las contribuciones economicistas sobre las
provenientes de otras ciencias sociales y se encerró mayormente en los confi-
nes de la burocracia estatal que peroraba sobre el turismo. De esta forma, RET
perdió la ocasión de convertirse en un medio de influencia en el mundo hispa-
noparlante. La ya no tan reciente aparición de una edición española de Annals
of Tourism Research, así como otras publicaciones académicas sobre turismo en
España y en Latinoamérica, hacen aún más difícil su tarea. Por más que estas
últimas hayan llegado muy tarde, respiran en un ambiente de libertad de inves-
tigación que no es fácil de reproducir en un medio burocrático que va a la ras-
tra del partido del gobierno.
La tercera y última conclusión se refiere a la estrechez de los límites den-
tro de los que se movían esas corrientes innovadoras. Si Gaviria mostraba gran
originalidad en sus reflexiones sobre la importancia del turismo internacional
en muchos aspectos de la vida social, más allá de su dinámica económica, su
marco teórico general no tenía tanta. El marxismo urbanístico de Lefèbvre y la
escuela de la dependencia eran moneda corriente entre la izquierda de los seten-
ta. Febas, por su parte, fue de los primeros en importar la semiótica estructura-
lista en el análisis de la comunicación en folletos y carteles de turismo produ-
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NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 423

cidos por la Administración para proyectar su España soñada, pero su total de-
pendencia de Lévi-Strauss y de Barthes es notoria. Las reflexiones de Jurdao se
ubicaban dentro de un nacionalismo conservador de la más pura cepa que aún
no se había enterado de que la pertenencia a la comunidad europea hacía muy
porosas las lindes de la soberanía nacional y equiparaba como consumidores,
como residentes y hasta como votantes en las elecciones locales a los extranje-
ros que habían elegido radicarse en nuestro país. En esos aspectos teóricos nin-
guna de estas contribuciones era en exceso original.
Curiosamente, la mejor conocida fuera de España es la de Jurdao, que fue
rápidamente acogida y ensalzada por Dennison Nash. Nash es uno de esos an-
tropólogos progresistas anglosajones que creen que solo hay una clase de anti-
imperialismo, así que piensa que todo turista internacional, especialmente si es
occidental, es un émulo de Sandokán. Poco se le pasa por las mientes que con-
viene distinguir y que, aunque todos ellos denunciaran el imperialismo, la cosa
no significaba lo mismo para Hitler, para los militares japoneses de los años
treinta, para Stalin o para el movimiento de los no alineados. Así se le escapa
que la denuncia del imperialismo de Jurdao y su llanto por los campesinos de
la Mijas que él idealiza respiraban añoranza por el Antiguo Régimen y por la
revolución neolítica. Jurdao es, de ser algo, un enemigo jurado de la moderni-
dad, no un luchador anticapitalista. En definitiva, lo que aborrece en la desapa-
rición del antiguo orden de cosas es que sea protagonizado por los extranjeros.
Los apartamentos en la costa y las urbanizaciones playeras los compraban tam-
bién muchos españoles; así que el uso neocapitalista del espacio del que ha-
blaba Gaviria no es lo que le sublevaba. No. Solo el hecho de que uno de sus
componentes (el único que Jurdao estaba dispuesto a ver) fueran personas que
hablaban otras lenguas, tenían otras costumbres y eran, cuando escribía la pri-
mera edición de su libro, más ricas que las nacionales.
El juicio de Gaviria reflejaba un vocabulario emparentado con el de Jurdao,
pero eran muy otras sus intenciones y muy diferente el análisis de las transfor-
maciones que, según él, el turismo internacional inducía en España. Lo que Ga-
viria reclamaba no era la vuelta al Antiguo Régimen, ni siquiera la desaparición
de la producción neocolonial del espacio de calidad. A la postre, comprendía
bien que esa era una deriva imposible de contrarrestar. Los turoperadores «tie-
nen conexiones muy altas con la banca internacional, los productores de avio-
nes, compañías especializadas en seguros y transportes y, lógicamente, con los
gobiernos respectivos. Esto es lo que hace que lo que empezó siendo vacacio-
nes para los europeos se haya convertido en un objetivo político-social de los
gobiernos europeos: facilitar vacaciones baratas para las clases populares a
costa de los trabajadores de los países del Mediterráneo» (1975: 74). Pero si
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 424

424 TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD

esas políticas eran convenientes para los intereses de los gobiernos tanto con-
servadores como socialdemócratas y para los de los sindicatos extranjeros, no
lo eran para los de España.
La situación podía cambiar si los españoles llegaran a obtener mayor par-
ticipación en el negocio turístico. La conversión de España en un destino de pri-
mera fila para el turismo de masas ofrecía la oportunidad de organizar esa con-
traofensiva porque los atractivos que habían encumbrado al país no podían ser
relegados fácilmente. Por más que los turoperadores pudiesen amenazar con lle-
varse a los turistas hacia otras zonas del Mediterráneo, en realidad no les era po-
sible hacerlo. Lo que tenía que cambiar era que el país fuera un paraíso fiscal
para los inversores y se decidiese, por fin, a formular una política turística digna
de un país moderno. Gaviria podía sonar muy radical en su vocabulario, pero
en realidad solo clamaba porque se reservase un trozo más grande del pastel
para la industria nacional.
Veinte años más tarde (1996), Gaviria volvió a ocuparse de su antiguo
tema. Esta vez su análisis era más general y más sobrio. Entre 1975 y 1995, de-
cía ahora, España se había convertido en la séptima potencia económica mun-
dial y era indudable que el turismo había contribuido a ello sobremanera. Pese
a sus defectos, el modelo turístico español había funcionado.
Es una conclusión que no deja de sorprender, porque en ese tiempo no se
había producido ninguno de los cambios estructurales en la industria que Ga-
viria había reclamado anteriormente. Los turoperadores europeos seguían sien-
do un factor dominante en la industria nacional y el sueño de prescindir de ellos
había resultado eso, solo un sueño. Su último fulgor vino de la mano de Javier
Gómez Navarro, ministro socialista de Comercio y Turismo en el tiempo en que
Gaviria escribía su nuevo libro (1996), y que siguió agitando la quimera de un
turoperador español responsable para con los intereses nacionales, aunque lo
hiciera sin despertar otra cosa que la rechifla de sus compañeros de Gabinete.
Al tiempo, las urbanizaciones anteriormente denostadas habían seguido cre-
ciendo vertiginosamente. ¿Qué había cambiado, pues?
La explicación de Gaviria tiene mucho que ver con su nacionalismo de an-
taño. España había aprendido a adaptarse a las demandas de millones de turis-
tas, extranjeros y domésticos, como ningún otro país mediterráneo. El turismo
de sol y playa no le resultaba ya tan sospechoso en 1996 como en 1975.

El turismo chárter de sol y playa en España responde a lo que los Estados de Bienestar
Europeos han ofrecido a sus clases trabajadoras y medias. Las playas españolas son la
materialización sobre el espacio del ocio del goce merecido de los obreros del Estado del
Bienestar Europeo. Parece grandilocuente, pero es una verdad sencilla […] Se ha hecho
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NOTAS PARA UNA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL TURISMO EN ESPAÑA 425

tan bien en materia turística en los últimos 35 años y se sigue haciendo tan bien, que se
diría que el turismo marcha por sí mismo, viene solo, atraído por la calidad de vida, de
paisaje y de clima en España, por la amabilidad de nuestras gentes y la seguridad del
ambiente y, sobre todo, por la relación calidad-precio de las playas (1996: 336-337).

Más aún. En vez de haberse dormido en sus laureles, España había sabido de-
sarrollar otros productos distintos del sol y la playa, como sus ciudades o el turis-
mo cultural, que se habían convertido en nuevos atractivos para los jóvenes eu-
ropeos. Hasta ahí Gaviria. Un lector atento podría decir que ya había oído todas
esas cosas en el pasado. Si quisiera ponerse fastidioso, recordaría que eran pre-
cisamente las mismas que defendían los desarrollistas tan denostados antaño.
Uno se pregunta si en vez de a ese nacionalismo que ve en el éxito del turis-
mo español otro triunfo de un vaporoso carácter nacional o de su innegable ca-
pacidad de aprendizaje, que, como el valor de los soldados, ha de dársele por
supuesto, no sería más justo atribuir el éxito de España como destino turístico
a haber dejado que los mercados siguieran su curso sin imponerles esas trabas
a su expansión que, según creía Gaviria, hubieran favorecido los sedicentes
intereses nacionales. La gran diferencia entre 1975 y 1996 consistía en que en
la última fecha los españoles podían participar del turismo y del ocio de masas
tanto como el resto de los europeos. El previo anticolonialismo que convertía a
los turoperadores, a los turistas extranjeros y a sus gobiernos en los responsa-
bles del subdesarrollo español había devenido obsoleto. Es una pena que Gavi-
ria se dejase en el tintero la explicación de su cambio de actitud y nos quedára-
mos sin saber si se trataba tan solo de otra muestra de que la edad nos hace más
comprensivos o, tal vez, de que finalmente había logrado entender los benefi-
cios que se derivan de la integración en los mercados internacionales, es decir,
de la globalización. Si los españoles de 1996 podían disfrutar de sus merecidas
vacaciones dentro y fuera del país era porque finalmente gozaban de una renta
disponible bastante mayor, y esa circunstancia tenía sus causas, entre otras, en
la expansión capitalista de la industria turística, que fue algo más que un neo-
colonialismo del espacio de calidad.
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