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Se dice también que los soldados persas en la

época del tercer rey de la dinastía aqueménida de


Persia, Darío I el Grande, se alimentaban de un
pan plano. En este se fundía queso y, rematando,
se añadían dátiles. O que otras tropas, en este
caso las romanas, consumían con gran alegría
unas antiguas focaccias, de origen etrusco. De
hecho, en las ruinas de Pompeya, la ciudad de la
Antigua Roma que quedó arrasada por la
erupción del Vesubio, se encontró un pan
redondo cortado en ocho porciones que
inevitablemente nos recuerda a la pizza. Y
Marcus Gavius Apicius, autor del único libro de
cocina romana que ha perdurado, De re
coquinaria, describía la elaboración de «panes
planos aliñados» con ingredientes como el
perejil, el orégano o el aceite de oliva.
Serían panes como el llamado picea, conocido
con anterioridad como laganae, el que tiene todas
las papeletas para ser el antepasado de la
pizza, además de la schiacchiata, la piadina,
la farinata y el panelle. La etimología del
término «pizza», además, también nos echa una
mano. Porque el vocablo hace referencia a ese
modo de elaborar la masa, extendiéndola, ya que
proviene de «pinsa», participio pasado del verbo
latino «pinsere», que significa ‘machacar’,
‘presionar’ o ‘aplastar’.
En 1889, para celebrar la visita del rey Umberto I y la
reina Margherita Teresa de Saboya, Espósito inventó
tres pizzas diferentes La pizza elegida por la reina de
entre las tres fue aquella que por sus contenidos le
recordaba la bandera de Italia: verde (hojas de albahaca),
blanco (queso mozzarella) y rojo (tomates).

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