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Innegable es el hecho de que al ejercicio de la profesión del abogado le es

inherente una función social que encuentra sustento en la consecución de un


orden justo y la convivencia pacífica, pues en él reposan los conocimientos
necesarios para aportar elementos indispensables para que tales fines del Estado
puedan concretarse en la mayor medida posible.

No obstante en la actualidad dicho ejercicio carga a su costa la tacha de vulnerar


de forma flagrante dichos postulados deónticos, ya que rondan constantemente en
el seno de la colectividad aforismos como “Hecha la ley, hecha la trampa”;
conducta que se le adjudica al abogado como primera línea del ordenamiento
jurídico, en razón a que es la cara visible y asequible del mismo.

Acto seguido, seria falaz negar que determinada porción de quienes ejercen tan
importante función no corresponden a tal señalamiento, pues aunque el abogado
no participe de la elaboración de las leyes, este en ocasiones si se vale de las
lagunas que aparentemente puede llegar a generar una conducta sin precedente,
con el único animo de lucrarse, obviando el principio pro legislatore y la magnitud
de la responsabilidad que reposa en sus hombros como garante de los derechos
fundamentales, convirtiendo en consecuencia a su prohijado en un medio antes
que un fin en sí mismo.

Lo anterior nos permite llegar al centro de la problemática, ¿cómo hacer que


aquellos que niegan con sus actos los deberes que le han sido impuestos en
virtud de su calidad? A fin de lograr erradicar el estigma que pesa sobre la
reputación del abogado en general, independiente de si su ética es la adecuada
en el diario devenir del ejercicio.

Aquí entonces es donde la intervención del estado es necesaria para limitar la


amplitud de la autonomía de la voluntad y tratar de disminuir las conductas
dañosas que puedan llegar a lastimar tanto a la colectividad como al particular;
para ello entonces se valdrá de la coerción a través de la responsabilidad civil,
penal o disciplinaria.

Respecto de los dos primeros medios de coerción, es acertado manifestar que si


bien continúan en construcción, le llevan gran ventaja al disciplinario puesto que
para este caso puntual aun los casos tipificados en la ley 1123 de 2007 son
demasiado generales, dejando abierta la puerta a la discrecionalidad del juzgador,
que aunque debe regirse por la proporcionalidad y la razonabilidad, aun no
parecen garantías suficientes para el relacionado a la falta disciplinaria, siendo el
consejo superior de la judicatura quien para todos los efectos funge como juez
natural en la materia examinada.

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