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Érase una vez hace mucho tiempo, un niño tan pequeño que cabía en la palma de
una mano. Todos le llamaban Garbancito, incluso sus padres que le adoraban porque
era un hijo cariñoso y muy listo. El tamaño poco importa cuando se tiene grande el
corazón.
Era tan diminuto que nadie lo veía cuando salía a la calle. Eso sí, lo que sí podían
hace era oirle cantando su canción preferida:
¡A Garbancito no piséis!”
Tanto se divertía el niño que no se dio cuenta de que cada vez se iba alejando más
de su padre. De repente en una de las volteretas quedó atrapado dentro de una col,
captando la atención de un enorme buey que se encontraba muy cerca de allí.
Los padres apenas pudieron conciliar el sueño aquella noche con el temor de no
volver a ver a su hijo. A la mañana siguiente retomaron la búsqueda, sin ser capaces
de encontrar aún a Garbancito.
Pasó la época de lluvia y luego las nevadas, y los padres seguían buscando: –
¡Garbancito! ¡Garbancito! Hasta un día en que se cruzaron con el enorme buey
parduzco y sintieron una voz que parecía provenir de su interior. ¡Mamá! ¡Papá!
¡Estoy aquí! ! ¡En la tripa del buey, donde ni llueve ni nieva!
Sin poder creer que lo habían encontrado y aún seguía vivo, los padres se acercaron
al buey e intentaron hacerle cosquillas para que lo dejara salir. El animal no pudo
resistir y con un gran estornudo lanzó a Garbancito hacia afuera, quien abrazó a sus
padres con inmensa alegría.
Luego de los abrazos y los besos, los tres regresaron a la casa celebrando y cantando
al unísono:
A medida que pasaron los años el niño ganaba en belleza y desarrollo de su cuerpo
y músculos, pero seguía siendo extremadamente pequeño. Esto preocupaba a sus
padres, que constantemente temían además de que por su aparente indefensión, su
hijo resultase dañado o muerto ante cualquier eventualidad o accidente de la vida.
Un día la madre estaba haciendo una exquisita comida y se quedó sin uno de los
ingredientes infaltables en la receta, el azafrán.
Como en definitiva lo único que importaba al tendero era vender, tomó la moneda
que agarraba Garbancito y le dio el azafrán. Este, contento por la satisfacción del
deber cumplido, reemprendió el camino a casa con su cántico característico.
La madre de Garbancito se puso muy contenta cuando vio que su hijo había
regresada sano y salvo.
Así, cuando este pidió ser él quien llevase el almuerzo al padre, la madre no mostró
tanta preocupación como la vez anterior, aunque sí le exigió que se cuidara mucho
de todos los animales y trabajadores del campo.
Garbancito salió con la cesta del almuerzo de su papá y todo parecía iba a ir de
maravillas, mas resulta que de pronto, un fuerte aguacero lo obligó a guarecerse tras
una col bastante grande.
Al cabo del rato pasó por allí un buey hambriento al que la lluvia poco le
importunaba para saciar su apetito. Apenas vio la col en la que estaba el minúsculo
hombrecillo, aunque sin ver a este, la devoró de un bocado.
De esta forma, Garbancito fue a dar al interior del vientre del buey, sin posibilidad
aparente de poder salir.
…
La lluvia terminó horas después y con ella, cansado de esperar por su almuerzo, el
papá de Garbancito fue a la casa a recriminar a su esposa por el olvido.
Esta le explicó que hacía rato que el hijo había ido a llevárselo y preguntó que cómo
era posible que no lo hubiese visto, ni hubiese escuchado sus cánticos.
Tras mucho buscar, los padres oyeron a Garbancito cerca de donde pastaban unas
vacas y un viejo buey.
Luego volvieron a su casa cantando los tres el cántico del niño, el cual decía así:
Y así, Garbancito fue feliz para siempre. Un día crecería y se casaría con una bella
princesa, pero eso ya es otra historia.