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20-03-2018

Explorando con Stephen Hawking los confines de la ciencia


José María Agüera Lorente
Rebelión

«El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave espacial Enterprise (...) dedicada a la
exploración de mundos desconocidos (...) hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar...»
(De la serie de televisión Star Trek)

Se atribuye al padre de la fisiología moderna, Claude Bernard, la frase «l'art c'est moi, la science
c'est nous». En ella se recoge mediante elocuente síntesis la que sería la característica definitoria
de la ciencia, a saber, la investigación científica es una tarea colectiva que tiene que serlo por
exigencias epistémicas, ya que la clave de su éxito reside en ese método que constituye la
referencia universal a la que cualquiera con las luces intelectuales suficientes y la pericia apropiada
se puede acoger para aportar conocimiento o validar el de otros. No es el caso del arte que, sobre
todo desde la revolución romántica, está asociado en sus éxitos a nombres propios. Dicho de otra
manera: nadie más que René Magritte podría haber creado las imágenes surrealistas que él
concibió; sin embargo, las verdades científicas, que es la obra que nos legan los investigadores,
tarde o temprano se acabarán descubriendo. Incluso ocurre que hay verdades que han sido
establecidas casi simultáneamente por distintas personas, como es el caso de la evolución y
Charles Darwin y Alfred Russell Wallace. Y tiene sentido, pues la obra de arte -en principio- es
expresión de un universo personal que no tiene por qué respetar las normas establecidas y puede
hasta pretender subvertir la esencia del propio arte (piénsese en Marcel Duchamp). No es el caso
de la ciencia, en la que diríase que hay que seguir un protocolo, que es lo que acaba asegurando
llegar a buen puerto en nuestra empresa de avance en el conocimiento. Los nombres propios poco
o nada importan en esta tarea colectiva. El método importa, y sus logros.

No obstante, como en el arte es reconocido el genio de un Da Vinci o de un Picasso, en la ciencia


son reconocidos como genios Isaac Newton y Albert Einstein. Lo que motiva que en este momento
esté escribiendo estas líneas es precisamente la muerte de otro, Stephen Hawking, que falleció el
pasado 14 de marzo. El caso es que otros científicos mueren todos los días, investigadores
esforzados y disciplinados que trabajan igualmente para el progreso de la ciencia, pero cuyos
trabajos no obtienen el reconocimiento de las obras de los nombres antes mencionados.

Creo que, al margen de rasgos más o menos mediáticos por resultar conmovedores para el común
de la gente (el caso de Hawking) o ser poseedores de un cierto carisma (el caso de Einstein), hay
un elemento que otorga a sus aportaciones un impacto de un considerable efecto para todos
aquellos que tenemos una cierta querencia por el saber y, más en general, para todos los humanos
en los que chisporrotea la curiosidad innata de nuestra especie. Me refiero a sus ideas.

Una idea lo puede cambiar todo. No sólo nuestra cosmovisión, sino también nuestra percepción de

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nosotros mismos. Hay científicos que nos regalan preciosas joyas de estas, que tienen que ver con
ese fondo de cuestiones que tienen un interés más profundo para lo que Bertrand Russell llamaba
«nuestra vida espiritual» en su ensayo Los problemas de la filosofía, y entre las cuales apuntaba
estas pocas: «¿Tiene el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de
átomos? ¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento indefinido
de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el cual la vida acabará por
hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia para el Universo, o solamente para
el hombre?». En el mismo texto reconocía el filósofo que tales interrogantes «permanecerán
insolubles para el entendimiento humano», pero continuaba: «salvo si su poder llega a ser de un
orden totalmente diferente de lo que es hoy».

Seguramente aquí reside la clave a la hora de establecer hasta dónde llegan los límites del
conocimiento, en el poder del entendimiento humano. Frente al estéril escepticismo radical, en el
otro extremo se encuentra el más entusiasta optimismo que de manera paradigmática representa
el filósofo (científico) René Descartes, absolutamente embargado en su pensamiento por el
poderosísimo encanto de las matemáticas. Evoquemos sus palabras de la segunda parte del
Discurso del método: «Las largas cadenas simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente
los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la
ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se
entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera alguna que no lo sea y
guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan
alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no
podamos llegar a descubrir». Creo que estas palabras, escritas ya hace casi cuatro siglos, siguen
siendo la más rotunda declaración de un postulado que contiene un doble supuesto al que no se
puede renunciar si se quiere hacer ciencia; y es que existe una realidad y se la puede conocer.

¿Podía Descartes atisbar en su época el punto que actualmente ha alcanzado nuestra ciencia? El
difunto Stephen Hawking es la prueba de ese poder del entendimiento que, mediante la alquimia
de sus ideas, es capaz de romper la jaula existencial del espacio y el tiempo en la que, en principio,
está confinada la especie humana, pero de la que escapan aquellos que -como el físico británico-
han convertido sus mentes en prodigiosas naves capaces de superar las fronteras de dimensiones
ignotas. Su deducción a partir de la teoría general de la relatividad de Einstein de la existencia de
agujeros negros supone todo un prodigioso viaje cósmico como a Carl Sagan le gustaba decir. En
un reciente libro titulado Einstein para perplejos los físicos teóricos José Edelstein y Andrés
Gomberoff subrayan ese poder del entendimiento. Reconocen que el paisaje cósmico, conforme
hemos expandido sus contornos, se ha venido configurando a partir de observaciones
crecientemente indirectas y con un peso significativamente mayor del pensamiento abstracto.
Señalan el siglo XIX como el punto de inflexión a partir del cual se esbozan los primeros modelos en
los que el entendimiento ha de aventurarse más allá de lo directamente observable, como los de la
realidad atómica y la del campo electromagnético. El pasado siglo supone el ingreso de forma
irreversible en la exploración de la dimensión de la naturaleza que nos devuelve al replanteamiento
de cuestiones de las del repertorio clásico de la metafísica. Reproduzco las palabras de la pareja de
físicos americanos: «El siglo XX trajo consigo abundantes casos de realidades cada vez más lejanas
a nuestra intuición y a nuestros sentidos. Einstein mismo sumó a este imaginario, entre otras cosas,
la deducción teórica de la partícula de luz, a la que luego seguirían un sinnúmero de exóticas
partículas subatómicas. También surgió el relato de la cosmología, contándonos la historia de un
universo que nació hace casi trece mil ochocientos millones de años. La única forma de hacernos
una imagen fidedigna de aquello que ocurrió y, presumiblemente, no volverá a repetirse es a través
del ejercicio riguroso de la deducción y el razonamiento». Ya hace veinte años el también difunto
Jesús Mosterín hacía las veces de notario de esta evidencia en un artículo muy atinadamente
titulado Física y metafísica, donde decía: «mientras los filósofos han arriado sus velas

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especulativas, los físicos teóricos y cosmólogos han tomado el relevo de la especulación con
renovado entusiasmo y notable sofisticación matemática. La frontera entre física y metafísica ya no
marca los confines de la ciencia, sino que discurre por medio del territorio científico mismo. Sólo en
el mundo ficticio de la matemática pura florecen las verdades seguras y eternas. En el mundo real
de la ciencia empírica, todo es inseguro, provisional y revisable. Como decía Einstein, los teoremas
matemáticos sólo son seguros en la medida en que no se refieren a la realidad». Fascinante
paradoja.

Qué satisfacción para el bueno de Descartes -un verdadero sabio tres en uno: matemático, físico y
metafísico (o simplemente filósofo)-, que tuvo bien claro que a donde no llegaba la experiencia
-siempre limitada en su capacidad de comprensión- podían llegar las ideas, las abstracciones de
nuestra mente, que para ser de aplicación científica tenían que ser convenientemente
matematizadas; dicho por él en la cuarta parte de su Discurso del método: «ni nuestra imaginación
ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese».

Maravilla que el universo sea inteligible para nuestra mente, algo producto de la actividad de un
órgano -el encéfalo- surgido de la evolución, un proceso sometido a la ley de la selección natural
carente de propósito consciente; un órgano cuya función principal es contribuir a la supervivencia
del organismo del que forma parte, algo tan práctico -y hay quien diría tan prosaico- y apegado al
mundo de las cosas tangibles. Este prodigio es el que el premio Nobel Eugene Paul Wigner
reconocía precisamente en «la irracional efectividad de las matemáticas» cuando acontece que
-como fue el caso de los trabajos de Stephen Hawking- las conclusiones a las que llegan la más
geniales mentes aplicando reglas sencillas a un conjunto de abstracciones resultan ser válidas
cuando se aplican a los objetos originales del mundo real. Y si -como pensaba Jesús Mosterín-
cuando con nuestro cerebro pensamos en el universo éste se piensa a sí mismo, entonces qué alto
nivel de autoconciencia alcanzó en la mente del genial físico británico.

Ahora bien, la cuestión es si creando teorías físicas cada vez más refinadas (más sofisticadas en
términos matemáticos) no llegará un día en que tropecemos necesariamente con los límites
absolutos del tipo de conocimiento que representan. Un científico como Stephen Hawking es en lo
intelectual como un atleta de la talla de Usain Bolt en lo físico. Lo que representan ambas figuras
comparten una raíz común en lo esencial, a saber, el ansia humana por escapar a las limitaciones
del espacio y el tiempo; ya sea con el cuerpo o con la mente se trata en puridad de eso. Y por eso
justamente son figuras heroicas, cada una a su manera. Ahora bien, la cuestión es si creando
teorías físicas cada vez más refinadas (más sofisticadas en términos matemáticos) no llegará un día
en que tropecemos necesariamente con los límites absolutos del tipo de conocimiento que
representan. A fin de cuentas, es imposible correr los cien metros lisos en menos de 0 segundos.
Entonces, ¿cuáles pueden ser los límites absolutos de las teorías científicas? He aquí otra de esas
preguntas de las que conforman el repertorio de las cuestiones filosóficas trascendentales a las que
Russell se refería en su ensayo citado. Desde luego, ninguna teoría es la realidad, al igual que la
pipa que pintó Magritte no es ninguna pipa de verdad; ignorarlo es un craso error, y supondría la
reducción de la ciencia a un ejercicio retórico y autocomplaciente.

Condenado irremisiblemente durante décadas a estar sujeto a una robótica silla de ruedas que lo
convirtió en una suerte de cíborg nuestro insigne científico no dejó de explorar los confines del
cosmos en todas las dimensiones imaginables e inimaginables (sólo matematizables) del espacio y
el tiempo, enfrentándose al que quizá sea el gran desafío de la actual física, la unificación de la

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teoría de la relatividad general, que rige epistémicamente para el megacosmos, y la teoría
cuántica, desconcertante constructo endiabladamente abstracto mediante el que se atisban las
complejas entrañas de la materia. Pero al tiempo que con su pensamiento rompía con la jaula
espaciotemporal de la humana existencia también exploraba los confines de su mente; igual que
esos antiguos alquimistas que, entre alambiques trataban de dar con los arcanos de la naturaleza
logrando también la transmutación de su propio ser. «Mi objetivo es simple -declaró en cierta
ocasión-. Es un completo conocimiento del universo, por qué es como es y por qué existe».
Seguramente porque no se planteó que pudiera haber límites absolutos para las teorías científicas
Stephen Hawking alcanzó a vivir tantos años, a pesar de su ineluctable enfermedad y,
paradójicamente, contra todo científico pronóstico.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative
Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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