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“PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”.

Jesús de Nazareth

La especie Homo Sapiens Sapiens, que quiere decir: “hombre que piensa”, es hasta donde
nuestro limitado, paradigmático y estructurado conocimiento nos permite saber, el único
grupo de seres vivos oriundos de la Tierra, que ha sido capaz de modificar el entorno
natural en forma tan significativa, que podría alterar para siempre el destino evolutivo de la
vida sobre el planeta.

El género humano, a lo largo de su historia, ha provocado la extinción de un


importante número de especies. Ha puesto, además, en peligro de desaparecer a otra
cantidad significativa de seres, incluido el mismo, que viven y sienten.

La Unión Mundial para la Naturaleza (UCIN) es la organización que posee el


inventario más completo del mundo, sobre el estado de conservación de especies animales
y vegetales. Según su “Lista Roja de Especies Amenazadas”, un total de 11.046 tipos de
plantas y animales están en peligro de desaparecer.

Ni hablar de calentamiento global, contaminación de los mares, deforestación,


alteración deliberada de materiales genéticos, residuos radiactivos, agujero en la capa de
ozono, guerras, hambrunas, pandemias, etc., etc., etc.

La gran paradoja y, tal vez raíz del problema, se originó con el paso que dio nuestra
especie al tomar conciencia de su separación con el entorno, que un día nació y un día
morirá; cuando comenzó a interpretar el mundo desde su pensamiento y en un determinado
momento, a modificar el mundo según ese pensamiento; cuando comenzó a construir
mental y socialmente su realidad.
Sin embargo, esta realidad “pensada” no necesariamente era –ni aún es-un certero reflejo de
las condiciones propias de ser “humano”, entidad biológica que depende en un cien por
ciento de su medio, al igual que el resto de las especies de la Tierra.

En un momento de su historia, el Homo sapiens sapiens comenzó a hacerse


preguntas y a responderlas; a sistematizar esas preguntas y respuestas. Según la
historiografía, en el siglo VI antes de Cristo, en la Antigua Grecia, este proceso dio paso a
los conceptos de “razón” y “ciencia”. El resto es historia…

Etimológicamente hablando, la palabra “ciencia” viene del latín “scientia”, que


significa conocimiento. Aristóteles, al referirse al bien máximo de la felicidad en su “Ética
a Nicómaco”, planteó tempranamente la “necesidad” de circunscribirse a un método. Éste
debía fundamentarse en reglas o axiomas, para así, llevarlo a ese bien máximo que tanto
buscaba.

En la Edad Moderna, el famoso pensador “Descartes”, a quién debemos muchos de


los avances y males de la sociedad actual, estableció formalmente una serie de reglas
agrupadas en un método, con el objeto de dirigir bien la razón y encontrar la verdad a través
de las ciencias.

Al otro lado del mundo, Sidharta Gautama “Buda” basándose en su formación


hinduista, generó –sin intención alguna de establecer un credo, filosofía o forma de
pensamiento- una nueva corriente llamada Budismo, manifestando que este mundo es una
ilusión de nuestras mentes dormidas.

Para los budistas, la meta de la felicidad tan anhelada por Aristóteles, nace de la
“iluminación espiritual”. Ésta es un “estado” y va más a allá de cualquier conocimiento,
racionalización o concepto. Es algo que, según los propios seguidores de Gautama afirman,
no se puede describir con palabras porque se pierde al intentarlo.
Los budistas dicen que una mente llena de ideas preconcebidas, conceptos rígidos, juicios
valóricos, estructuraciones inamovibles y certezas absolutas, es una mente que padece “la
enfermedad del ego”.

Cuando nacemos como individuos y adquirimos la necesidad de sobrevivir en


nuestro entorno, comenzamos a interpretar el mundo según nuestro computador biológico
llamado “cerebro”. El problema surge cuando, en ese afán de nuestra biología por
permanecer funcionando, dejamos que sea uno de los programas – o sistemas de ideas- el
que tome pleno control de nuestros pensamientos y de nuestras emociones. Nos engañamos
al creer que ese pequeño y subjetivo mundo virtual es la “realidad verdadera”; perdemos
algo que no puede ser definido, medido ni comprobado científicamente: la conciencia.

¿Existe algún método, herramienta, escala o lo que se le parezca, que pueda medir el
amor de un ser viviente hacia otro? ¿Por qué un niño es capaz de darse por entero a sus
seres queridos, sin esperar nada a cambio, aunque eso vaya contra la “lógica” de la
sobrevivencia?

El autor del texto leído, motivo de estas líneas de análisis –mental claro está- apunta
a ello cuando habla de conceptos como: Conciencia, Antropo-Ética, Ética de la
Comprensión y Democracia, entre muchas otras acertadísimas ideas.

Sin embargo, en algunas partes hay ciertos razonamientos circulares o herméticos.


Es decir, el argumento que sustenta el punto de vista es el mismo punto de vista. Por
ejemplo: “La regeneración democrática supone la regeneración del civismo, la regeneración
del civismo supone la regeneración de la solidaridad y de la responsablidad, es decir el
desarrollo de la antropo- ética”.
Quién esto escribe, concuerda plenamente con el punto de vista del autor (por una cosa de
espíritu claro está). Sin embargo, hubiese aportado mucho más a su interesante
planteamiento y al aprendizaje, una fundamentación más acabada de por qué la antropo-
ética es el camino a una sociedad más democrática”.

Con respecto a “enseñar la comprensión” tomando “conciencia” de nuestras


humanas limitaciones, creo que es un planteamiento que deberían hacerse nuestros líderes
políticos, científicos, burócratas y algunos autoproclamados líderes espirituales.

Inculcar en los niños el gran valor de la “tolerancia”, aclarando que la frontera de


ésta llega cuando existe agresión, ya sea física o sicológica, algo muy común y
solapadamente legitimado en esta sociedad enferma por el ego, es algo valiosísimo.

A los niños y, por qué no decirlo, a gran parte de los adultos, nos cuesta bastante
definir las fronteras de la tolerancia y la solidaridad. Creo que ésta es el respeto con uno
mismo, ya que la igual que las personas a quienes pretendemos ayudar, estamos sujetos a
recibir estos valores.

Me quedo con una frase final del autor: “La comprensión debe ser la labor del
educador del futuro”.

Aporto con la mía: “La imposición forzosa de normas éticas y morales, son
infantiles restricciones creadas por la mente humana, en un vulgar intento por imitar aquel
accionar que sólo puede nacer del AMOR UNIVERSAL; EL RESPETO UNO MISMO Y
POR TODA LA CREACIÓN.

Malcolm Gyllen

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