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Hay una temporalidad que no siempre se completa como recorrido, incluso aunque
pueda pensarse que, dado el primer momento, el tercero está ya garantizado.
Desde el instante en que se dan las primeras inquietudes, allí donde surgen atisbos
de preguntas que luego irán siendo reformuladas, negativizadas, descartadas de acuerdo con
la orientación que nos dan las lecturas, algo cree verse, quizás de manera difusa, al modo en
que la escena se presta a organizarse detrás del telón.
Aunque se desconozcan los detalles íntimos de la obra, por las ondulaciones que de
manera irregular mueven la tela se sospecha allí ocurre algo y que estamos próximos al
inicio, si es que elegimos quedarnos.
Resulta interesante observar que el otro que se elige para dialogar o los textos que
participan de las preguntas, como las preguntas en sí mismas, tienen mucho más que ver
con lo que es un estilo o un rasgo, que con la pertinencia de los contenidos o las luces de
los intérpretes.
Quizás debamos agregar que en verdad esto casi no cambia hasta el final del
recorrido, se llegue a donde se llegue, en donde el punto concluyente responderá a lo que
podríamos llamar un cierto recorrido de goce de quien escribe, para indicar ya el punto en
el que, respetando las directrices de la academia, nos separamos sin embargo de la ciencia.
En nuestro caso las preguntas fueron surgiendo a partir de una doble distinción en
los usos discursivos del lenguaje. Habíamos leído en autores de diversos campos, entre los
que también contábamos a psicoanalistas lacanianos, referencias muy diversas a la
violencia, intentos de descripción, clasificación y conceptualización que respondían a
tradiciones dispares.
En la mayoría de los casos el uso del término estaba ligado especialmente a la
adjetivación de escenas a partir de las cuales se ejercitaba una categorización sin
fundamento elucidado.
Otra distinción en referencia al uso del significante violencia es el que ubicamos en
el campo de lo social, ya sea en el sentido de lo que parecía una epidemia lingüística del
término, o lo que podríamos llamar quizás la plasmación de la ideología en el vocabulario:
la palabra aparecía en medios periodísticos sin discriminación alguna, y para signar hechos
a veces absolutamente dispares que merecían alguna elucidación, como al hablar por
ejemplos de sucesos de la naturaleza, de movimientos sociales masivos, de actos de
agresividad sin sentido o de la violencia de género, sólo para dar algunos ejemplos.
Es decir, tampoco aquí se encontraban fundamentos para su utilización y su
distinción conceptual era absolutamente incierta, lo que favoreció a pensar que esta lógica
de lo indiscriminado, que estudiamos en el último capítulo de esta tesis junto a Žižek, podía
obedecer a la conveniencia de no elucidar las fuerzas que subyacen a estos fenómenos.
Entonces surgió la primera pregunta que, creemos, ha sido hasta el momento la que
moduló todo este recorrido. Frente a un psicoanálisis que, sostenemos, se encuentra a partir
de Freud y Lacan a la altura de la época, no encontrábamos algo que hiciera eco de esta
cuestión al modo de una problematización. Más bien, había una especie de mutismo o de
omisión al respecto.
Es decir, ¿por qué al parecer en psicoanálisis no se hablaba de violencia en el
sentido de una conceptualización clara que diera una fecundidad al término o que en todo
caso rechazase su uso? ¿O acaso este silencio epistémico era ya un rechazo?
Las primeras lecturas de algunos textos específicos, y luego una búsqueda que
aprovechaba el uso de la tecnología sobre textos digitales, nos permitieron cerciorarnos de
que no existía, efectivamente, ni en Freud ni en Lacan, una conceptualización del término,
pero que además el primero lo utilizaba de manera más frecuente como sinónimo de
agresión, mientras que en el analista francés su uso, que a veces sí emulaba el modo
freudiano, en otros resultaba un poco más complicado de dilucidar.
A partir de aquí nos propusimos intentar cernir el concepto en esos otros campos
antes mencionados. Las primeras lecturas nos llevaron hacia ensayos de filosofía y
sociología política que en algún punto seguían la línea de los textos llamados arqueológicos
de Sigmund Freud.
Los autores se multiplicaban a cada paso y resultó muy complicado salir del
embelesamiento que este recorrido iba produciendo.
Pudimos comprobar que hay una enorme diversidad de fuentes desde las que
podríamos haber trabajado, es decir, que tienen algo interesante para aportar de alguna
manera al estudio de las violencias, pero fue justamente esta diversidad la que nos orientó a
pensar que, en este instante primero en que el telón todavía no se ha abierto, éramos
nosotros los que no teníamos en claro que decir... ¿para qué estábamos allí?
Hubo afortunadamente un efecto de corte, algo fortuito quizás, que vino de la mano
de un cambio de interlocutores, lo que dio aliento a un movimiento necesario, el de
descartar, desprenderse, salir de cierto efecto de fascinación que algunas lecturas habían
provocado.
Con cierta simpleza resolvimos volver sobre el significante violencia para intentar
localizar alguna lógica que pudiera implicarlo con el psicoanálisis.
Nos dispusimos por ello a sondear la etimología que de repente nos solicitó
doblemente pues, si bien en psicoanálisis no encontrábamos un uso distinguible del
término, esto si ocurría con la agresividad en Lacan.
Entonces la cuestión fue, ya con este punto de capitón, investigar en qué consistía
cada una, lo que nos dio prontamente una luz que fue la que iluminó hasta la última letra
del trabajo que aquí presentamos. El telón comenzaba a abrirse, ingresábamos al segundo
momento, primer acto.
La etimología de violencia es clara. Refiere a que la palabra, en sus raíces, alude a
un movimiento de fuerza constante, que se caracteriza por ser lento, y que por estas dos
razones se puede naturalizar, en el sentido de dejar de ser percibido en sí mismo y en sus
efectos.
Respecto de la agresividad la distinción no podía ser más tajante, pues en esta se
trata de un movimiento irruptivo e irrefrenable, no duradero, que invade sorpresivamente, y
que justamente por ello no pasaría nunca como imperceptible.
Por fin contábamos con una diferenciación conceptual que, además, nos serviría
como un cristal de lectura, lo que inmediatamente reforzó la pregunta: ¿cómo era posible
que en los campos antes mencionados, incluyendo muchas veces al psicoanálisis,
aparecieran uno en lugar del otro como sinónimos, en donde su uso indicaba, en la gran
mayoría de las ocasiones, que a lo que se aludía era a la definición o los efectos de la
agresión?
Nos pareció entonces que, en esta obra de comedia musical de la que ya
formábamos parte y en la que nada era del todo lo que suponíamos, ésta cuestión debía
dilucidarse si queríamos decir algo de valor sobre la pertinencia del concepto para el
psicoanálisis lacaniano.
Decidimos entonces, guiados por lecturas de campos aledaños y contando con esta
diferenciación etimológica, volver sobre la obra freudiana para pesquisar los usos de ambos
significantes, y seguir en su recorrido teórico al psicoanalista austríaco, lo que nos permitió
ubicar tres cuestiones generales y sostenidas a lo largo de toda la obra:
La primera, una particular relación entre elementos en donde uno de ellos
recepta sobre si asociaciones que corresponden a otro que ha quedado en el
olvido o en un plano distinto, en referencia al material psíquico sofocado o
reprimido que retorna en sus efectos.
Segundo, que en algunos casos, como puede ser la alusión a la figura del
Moisés de Miguel Ángel, o al extracto que tomamos del caso del Hombre de
los Lobos, el termino violencia no acapara completamente al de agresión,
sino que se distingue por razones no especificadas, contemplando un sentido
distinto.
Tercero, que en los desarrollos que apuntan a una interpretación de lo
cultural, no hay para el término una definición que le sea propia aunque para
estos fenómenos siguen rigiendo el tipo de asociaciones entre elementos
expresada en el primer punto, en donde será -entre otros- el concepto de
sublimación, como uno de los destinos pulsionales, por el que se establece
esta lógica.
Sin alejarnos del campo de la pulsión, dimos lugar a trabajar sobre las energías que
rigen el aparato anímico, principio de placer y realidad, lo que nos permitió aludir a la
estructuración del psiquismo.
Esto por ende no llevó a referir el narcisismo primario y secundario, entre los que se
juega la identificación primaria al padre arcaico, que es la manera en que, en términos
lacanianos, Freud alude al llamamiento que el significante amo realiza sobre otro
significante, para instaurar el tiempo de la subjetividad haciendo cadena.
Desde aquí, inmiscuirnos con el origen del superyó era el paso siguiente, mas no el
último. La referencia fue doble, pues en un momento Freud dice claramente que esta
instancia que antes formó parte del yo, resulta del subrogado de la identificación al padre
como autoridad, pero luego agrega que más específicamente se trata de la vuelta sobre la
1 Habría que aclarar que esto no se dio de manera accidental o como inercia, pues había de antemano
algunas referencias que nos indicaban prestar especial atención a este sector de la teoría freudiana
sobre otros.
propia persona del odio que se le prodigaba secretamente y que, como conciencia moral
desexualizada, descargará ahora todo su exigencia sádica sobre el yo.
Pero además, las referencias a las energías del aparato psíquico nos orientaron a
inmiscuirnos con la teoría del trauma, arribando allí al principio de conservación, anterior
al principio del placer, a partir del que Freud piensa finalmente la última clasificación
pulsional, agregando a las de muerte.
Si bien la conceptualización de la pulsión de muerte arrojó luz en relación al
discernimiento que buscábamos, fue más bien la referencia al trauma, sobre el que
volvimos en el segundo capítulo, lo que nos sirvió de soporte para las construcciones
posteriores.
En este recorrido que, en un último apartado nos llevó a los textos freudianos a
veces llamados antropológicos o culturales, la violencia fue apareciendo del modo menos
pensado.
Quizás requiere cada vez de un esfuerzo de pensamiento, pues cuando decimos
“violencia” la imagen mental que acompaña al significante suele tener que ver con actos de
agresión, arremetidas contra algo, alguien, o instancias que ponen en escena una crueldad.
Freud dice en varias ocasiones que el hombre, a su entendimiento, es profunda y
originalmente cruel, y esto quizás alienta a sostener la relación entre la violencia y las
imágenes que antes mencionamos. Incluso aclara que la neurosis en sí misma no es más que
una compensación por el egoísmo que es base de la subjetividad, lo que decanta entonces
en el carácter asocial de la estructura neurótica, sorteándose la cuestión sólo a través de las
pulsiones de vida que, entre sus destinos cuenta la sublimación cultural.
Sin embargo vale recordar que la violencia, en su raíz apunta a lo que se encuentra
deslocalizado, invisible, y que como fuerza o tendencia permanente opera desde ese lugar.
Es con esta otra noción que vemos, entonces sí, aparecer a la violencia en la obra
freudiano de manera doble:
En primer lugar y desde los textos más tempranos, como una lógica de
pensamiento que ubica, en cada ocasión, la relación de envés entre los
elementos. Esta es la consecuencia epistémica que surge a partir del
concepto de sujeto del inconsciente, que es el que la ciencia niega al tratar
con el individuo.
En segundo lugar pero como efecto del punto anterior, la violencia aparece
especialmente asociada a la manera en que ese sujeto dividido es la
consecuencia de una marca no biológica que opera sobre el cuerpo, que lo
traumatiza, para funcionar de allí en más como tendencia repetitiva que
estructura el aparato anímico.
2 Lacan habla incluso de que estas marcas a partir del otro alienante servirán para organizar el
desorden orgánico inicial, y tendrán por eso una importancia esencial.
Miller hace especial alusión-, lo que por supuesto tendrá como una de sus consecuencias,
otra manera de vivir la pulsión y de gozar.
La referencia al nudo y al parlêtre fueron necesarias para dar otra noción de cuerpo
en tanto superficie o cáscara, que pese a las ataduras del ego, que se revelan entonces
precarias, puede levantar campamento a cada rato y sin consideraciones respecto de la
adoración que el parlêtre le profiere.
Estos conceptos son además el puente tendido entre las elaboraciones freudianas,
para arribar nuevamente a la idea lo simbólico como traumatizando lo real, haciendo de la
carne del viviente un cuerpo Otro, cuerpo como inconsciente. Como ha dicho Eric Laurent
(2017) recientemente:
Son estas marcas de lo incorporal las que referimos al seguir junto con Germán
García los desarrollos por la teoría del trauma, volviendo nuevamente sobre Freud, para
arribar luego a Lacan y a Laurent, este último como valioso interprete del conceptual.
Allí hablamos del trauma, primero como una sorpresa ocasionada por el encuentro
de la pulsión con el objeto que la solicita, en la realidad, lo que tiene por efecto una
conmoción tal que provoca una dislocación respecto de las amarras simbólicas, provisorio
desanudamiento.
Ubicamos además la consonancia del trauma en el sentido que la cita anterior de
Laurent acaba de mostrarnos, al reflexionar nuevamente acerca del punto en el que, desde
el desorden de lalengua en la que el viviente se baña, algo introducido por el Otro toca la
carne de manera azarosa, escribiendo de manera borromea el lazo entre registros y el punto
en el que un parlêtre aparece en el mundo. Demarcando además en este punto mejor que en
cualquier otro el modo en que, como una violencia, este empalme topológico entre real,
simbólico e imaginario, entre cuerpo y palabra, entre pulsión y repetición, se produce y
funciona de allí en más.
Lo que diremos ahora quizás haya podido leerse entre líneas y en cierta forma
esperamos haber estado a la altura argumentativa para que así haya sido.
La pregunta que nos orientó fue la de dilucidar sobre la pertinencia de
conceptualizar la violencia al interior de la teoría psicoanalítica lacaniana, y obtuvimos a
partir de un largo recorrido y de algunos conceptos particulares la elucidación respecto de
una topología que es propia del psicoanálisis en tanto epistemología, pero que también
decanta sobre el objeto que es su estudio, y que en última instancias es el parlêtre.
En esto es que, entonces, la violencia en la particularidad de lo que su acepción
refiere resulta pertinente para el psicoanálisis.
No obstante lo cual debemos admitir que su intromisión no resulta imprescindible o
necesaria para la teoría.
Incluso podemos pensar, y con esto cerraremos, que habiendo encontrado en otros
campos tanta proliferación clasificatoria respecto del concepto, o incluso una utilización sin
discernimiento, quizás lo mejor que ha podido sucederle al psicoanálisis es el no haber
recaído en una utilización del término, cuestión que ya antes nos preguntamos.
En el espíritu que hace distinguible al psicoanálisis como campo del saber y del
discurso reside eso que hemos signado: una fuerza caracterizada por su constancia,
movimiento lento y permanente que por ello puede resultar luego imperceptible.
Pero atención pues no se trata de un juego en la oscuridad de las profundidades de la
memoria o del inconsciente freudiano, sino más bien de la manera en que el hablante ser
cobra ex-sistencia como marca sobre el cuerpo. Es allí donde la violencia, para retomar
aquella alusión del inicio, se revela como la escena topológica en sí misma. Parafraseando a
Benjamin: el parlêtre es en la violencia.