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Hay quienes piensan -no sin mucha razón- que el castellano cambia como resultado
del maltrato a que se le somete actualmente. Y en efecto, los idiomas no son
estáticos, sino que están en constante transformación, como la sociedad misma.
Ciertamente, no podemos esperar que nuestros niños hablen como lo hacían los
conquistadores españoles al pisar la tierra más hermosa que ojos humanos habían
visto hasta entonces.
Incluso, el siglo XX, visible aún en la línea del horizonte estético, queda muy ancho
para nuestras expectativas de comunicación.
El año 2000 abrió puertas -un tanto desconocidas hasta entonces en esta parte del
mundo- para las nuevas tecnologías, y con ellas entraron a nuestra casa grande
nuevos modos de hablar y de escribir.
Haciendo memoria, siempre ha sido así. Cada época trajo su propia jerga; la vox
populi no ha dejado nunca de existir.
Cada región tiene sus características propias, y de ellas nacen para y desde cada una,
nuevas palabras, nuevas voces, nuevas maneras de decir.
Las jergas juveniles, por ejemplo, hacen a diario ampliar el léxico del idioma español;
asimismo, las palabras se adaptan a las regiones y las costumbres de las personas y,
dependiendo de las vivencias de estas gentes, le aportan nuevas definiciones.
Sin embargo, el movimiento y dinamismo del idioma, por ninguna razón deben estar
reñidos con su uso correcto y, aún mas, con el deber y el derecho que tenemos todos
de cultivarlo y cultivarnos, como símbolo inequívoco de nuestra instrucción y de
nuestra cultura.
Sin obviar su esencia, tratemos todos de que el árbol de nuestro idioma español, ese
que ya cuenta con más de 450 millones de hablantes en el mundo, no tenga que
crecer torcido.