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Reseña “Yo soy Daniel Blake”

Daniel Blake (un espléndido, vulnerable Dave Johns) es un buen hombre; muy buen hombre, con
sus sombras. Nos enteramos por él, avanzada la trama, que hace no mucho quedó viudo y que
amaba profundamente a su esposa que, impredecible, voluble y enferma, también era una buena
mujer. Daniel, en sus tardíos sesenta, vive en un multifamiliar propio de la clase trabajadora
británica (council estate), en Newcastle, y se encuentra convaleciente debido a un infarto que sufrió;
el servicio médico gubernamental (NHS) le receta reposo, por lo que no debe trabajar para no
castigar más su corazón, al menos temporalmente. Por cuestiones burocráticas, empero, no le es
ratificada su incapacidad y, para poder subsistir, intenta cobrar por desempleo, pero también se
enfrenta a los pantanos burocráticos, incluso pese a que los procesos ahora ya son desahogados a
través de una empresa privada, contratada por el gobierno, claro. Atrapado en esos infaustos
laberintos de la sinrazón y las crueles paradojas, Daniel va perdiendo la paciencia de forma
acelerada. Llamadas telefónicas que te dejan por horas esperando en línea, horas nalga en oficinas
gubernamentales, lenguaje técnico que desconcierta y desquicia, incertidumbre que ahoga. El
hombre es maltratado y humillado, para toda posible solución le ponen trabas, y todos los
procedimientos son irritantes. Le piden, incluso, llenar unas formas en la página de internet del
Departamento de Trabajo y Pensiones y, él, ni siquiera sabe usar una computadora. Su oficio es la
carpintería aunque, en la apremiante situación que se encuentra, estaría dispuesto a trabajar en lo
que sea, incluso poniendo en riesgo lo que le queda de salud. O, cuando menos, hacer la finta de
que lo intenta. De forma tan ingenua que, por supuesto, no le arroja buenos frutos.

Como suele ocurrir, no obstante, siempre hay personas que están en peores predicamentos que el
que parece más fregado. Y un día, estando Daniel en las oficinas del Centro de Trabajo, al tomar un
respiro tras un disgusto sufrido que derivó de la cerrazón de quienes trabajan para servir a los
contribuyentes, es testigo de la forma en que estos burócratas ignoran las peticiones de una joven
que llegó unos minutos tarde a su cita, desesperada, con dos hijos, e intenta interceder por ella. Los
dos, aguerridos en la defensa de sus derechos, son desalojados de las instalaciones por parte de
elementos de seguridad. Daniel decide tomar como propio el infortunio de la chica.

Ella, Katie (Hayle Squires), recién llegada, es de Londres. Vivía con sus hijos –cada uno de distinto
padre-, Daisy (Briana Shann), una linda niña de piel morena y ojos verdes, de alrededor de 11 años;
y Dylan (Dylan McKiernan), un muy inquieto niño blanco, de 6 años, en un departamento que tenía
goteras; al quejarse con el dueño, éste optó por arrojarlos a la calle. Durante dos años vivieron, los
tres, en un minúsculo cuarto dentro de un hospicio, hasta que el gobierno le otorgó vivienda, pero
en Newcastle, lejos de su madre, conocidos y de la escuela de sus hijos. Los padres de sus pequeños
no la apoyan en lo absoluto ni se involucran en la educación de sus niños. Katie no conoce a nadie
en Newcastle y carga apenas con algunas libras en el monedero. Ni para la comida le alcanza.
Después del altercado del Centro de Trabajo, Daniel, que está para que lo ayuden, se ofrece
ayudarla. Le compra comida, se encarga de los arreglos de la casa (es amplia, pero está
destartalada), cuida a los niños y les da cariño a todos; él, asimismo, recibe su parte. Rápidamente
se convierten en familia. En ningún momento hay la mínima sugerencia de un interés romántico de
Daniel, pese a que Katie es atractiva; su apoyo es desinteresado. En la estrechez con que viven, a
Katie a veces no le alcanza ni para comer, más allá de un poco de fruta, y sus hijos tienen necesidades
que ella no está en condiciones de solventarles. Después de ser sorprendida robándose algunos
productos en la tiendita de la esquina (toallas femeninas, desodorante, rastrillos), y perdonada, el
encargado de seguridad promete ayudarla y le da su teléfono. Desesperada, lo contacta. El trabajo
que le ofrece le permitirá vivir sin tanto apremio, pero terminará de romper el ya de por sí dañado
corazón de Daniel y, a ella, le dañará su dignidad irremediablemente.

Desde el inicio del filme, con la pantalla en negros mostrando los créditos, en offescuchamos a
una oficial del gobierno haciendo preguntas médicas absurdas y exasperantes (con esa mezcla tan
británica de glacial e hipócrita cortesía) a quien, pronto descubrimos, es Daniel, quien le contesta
con impaciencia y sarcasmo. El resultado de esa entrevista, aparentemente anodina, resulta tener
graves e incongruentes consecuencias que el protagonista padecerá de forma terrible a lo largo del
filme. Loach no necesita mucho tiempo ni recursos narrativos para mostrarnos la forma en que el
sistema parece orquestado para quebrantar la dignidad de quienes no tienen privilegios y para
quienes la única posible defensa es su propia voz, una que es fácilmente silenciada.

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