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Globalización e historia

CAPÍTULO 1

GLOBALIZACIÓN E HISTORIA

A comienzos del siglo XIX, el concepto de globalización económica estaba muy alejado de
la mente de los políticos, hombres de negocios y votantes de los países de la economía atlántica. Y
todavía era algo más extraño si hablamos de América Latina, África, Asia y la cuenca mediterránea.
Una larga y costosa guerra entre Gran Bretaña y Francia había mantenido ocupados a casi todos
los europeos durante al menos treinta y seis de los sesenta años que van de 1760 a 1820. Como la
mayoría de los conflictos internacionales, esta guerra provocó un gran caos en los canales de
comercio habituales, en las transferencias tecnológicas, en las migraciones y en los movimientos
de capitales financieros. Incluso sin tener en cuenta estas «guerras francesas» (así las llamaron los
británicos), los costes de transporte de los bienes de primera necesidad y de los bienes
industriales intermedios eran enormes, con lo que el comercio era prácticamente inexistente;
además, el mercantilismo y las prácticas proteccionistas eran las políticas preferidas en esos
tiempos, lo que restringía aún más el comercio; las migraciones de grandes distancias eran todavía
más costosas en términos de dinero y tiempo, tanto que éstas apenas tuvieron influencia sobre los
mercados de trabajo locales; y los mercados financieros se vieron segmentados por la guerra
durante algún tiempo. A principios de la década de 1820, cuando ya parecía evidente que la paz
duradera había llegado finalmente, el mundo era hostil a la globalización.

Tuvo que pasar un tiempo para que los países miembros de la economía atlántica
comenzaran a alejarse de su cómodo aislamiento de los mercados de factores y avanzaran hacia
unos mercados mundialmente más integrados. A veces se nos presenta la década que transcurrió
entre 1840 y 1850 como una época heroica de cambio de régimen. En esos años se produjo en
Gran Bretaña un cambio hacia el libre comercio con la revocación de las leyes del cereal en 1846,
la primera migración masiva voluntaria impelida por la hambruna irlandesa, que comenzó en
1845, y la instalación con éxito del primer cable telegráfico submarino por debajo del canal de la
Mancha en 1851, que unió los mercados financieros de Londres, París y otras capitales europeas.
Aun cuando estas fechas son ciertas y los sucesos son llamativos, la historia queda incompleta y
algo confusa. En la primera mitad del siglo se había producido un descenso espectacular en los
costes de transporte de las líneas marinas y del interior, los aranceles ingleses habían disminuido
porque los niveles de los que se partía eran prácticamente de embargo, las migraciones a través
del mar de Irlanda y del continente se habían acelerado, y el capital europeo, libre ya de las
ataduras de la financiación de la guerra, comenzaba a buscar un rendimiento prometedor en las
lejanas tierras de Nueva Orleans, Chicago, Sydney y Bombay.

Aun con todo, el gran salto hacia la integración de los mercados de factores y de bienes
podemos decir que se produjo en la segunda mitad del siglo. Hacia 1914, apenas se podía
encontrar un pueblo o una pequeña ciudad cuyos precios no se vieran influenciados por los
mercados extranjeros lejanos, cuyas infraestructuras no estuvieran financiadas por capital
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extranjero, sus habilidades para la ingeniería, para la producción o incluso para los negocios no se
importaran del extranjero, o cuyos mercados de trabajo no se vieran influenciados por la ausencia
de los que habían emigrado o por la presencia de extranjeros que habían llegado. Las conexiones
económicas eran evidentes, las regiones pobres habían experimentado ganancias con el proceso
de convergencia porque se redujo la brecha existente entre ellas y las regiones ricas, y los
florecientes sectores exportadores se beneficiaban del boom en el comercio global. Pero no todo
el mundo estaba contento con esta nueva economía más globalizada. Los granjeros canalizaron las
protestas del pueblo contra los ferrocarriles y los banqueros. Los ricos terratenientes pidieron
protección frente al abaratamiento de los productos de los granjeros. Los trabajadores se
quejaron de la competencia desleal que suponían los productos importados que eran
manufacturados con mano de obra extranjera más barata y acusaron a la inmigración de usurpar
sus puestos de trabajo. Los empresarios que tenían industrias que perdían competencia por las
importaciones argumentaban su derecho a obtener compensaciones por las pérdidas generadas
por sus inversiones. Los políticos comenzaron a sentir que estaban perdiendo capacidad para
controlar los precios, los tipos de interés y los mercados; se sentían cada vez más vulnerables al
pánico financiero, a las crisis industriales y a las perturbaciones de precios desfavorables que se
generaban en el otro extremo del mundo.

Esta descripción podría resultar familiar, pues con frecuencia se ha venido utilizando el
mismo lenguaje para describir la evolución de la economía mundial durante el último medio siglo.
La globalización parecía algo remoto en 1945 también, aunque fue un asunto exclusivamente
político, y no una combinación de política y costes de transporte, lo que produjo la segmentación
de los mercados de bienes y de factores al final de la segunda guerra mundial. En las tres décadas
que discurrieron entre 1914 y 1945, la economía mundial perdió todos los logros que se habían
alcanzado con la globalización. Durante el medio siglo transcurrido desde entonces se han vuelto a
recuperar esos logros en todos los mercados, excepto en uno: las migraciones mundiales ya no
han sido «masivas».

¿Qué forma adoptó ese boom de globalización desde mediados del siglo XIX hasta la Gran
Guerra? ¿Comenzaron los países pobres a converger con los ricos, es decir, ayudó la globalización
a generar un proceso de convergencia? ¿Qué aspecto de ese proceso de globalización tuvo un
mayor impacto sobre los mercados de factores y sobre la convergencia del producto interior bruto
(PIB)? ¿Los flujos de capitales? ¿La migración de mano de obra? ¿El comercio? ¿Las transferencias
tecnológicas? ¿Participaron de igual modo todos los miembros de la economía atlántica? ¿Quién
ganó? ¿Quién perdió? ¿Se quejaron suficientemente los perdedores como para generar una
reacción política?

Éste es el tipo de preguntas para las que este libro ofrece respuestas. Además, estas
respuestas se ofrecen prestando atención de una forma constante y explícita a los debates y a las
experiencias actuales. Deseamos contribuir a esos debates actuales hablando del crecimiento en el
comercio, del impacto de la inmigración sobre los mercados laborales locales, de las fuentes de
desigualdad, de por qué no fluyen más capitales hacia los paí- ses pobres, de si la liberalización del
comercio puede aliviar a los países ricos de las presiones de la inmigración, de por qué surgieron
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reacciones a la globalización en el pasado y de si podemos esperar que las haya de nuevo a


medida que nos adentramos en el nuevo siglo.

El libro comienza con el proceso de convergencia económica experimentado por la


economía atlántica desde 1830 hasta 1940, aproximadamente. Como cualquier economista
preocupado por la convergencia, prestamos atención al PIB per cápita y al PIB por hora de trabajo,
pero nuestro especial interés se centra en los salarios reales. Esta preocupación específica por los
salarios reales y por los precios de otros factores impregna todo el libro, porque pensamos que los
economistas no pueden dar respuesta a todas esas preguntas que hemos sugerido en el párrafo
anterior estudiando únicamente los agregados macroeconómicos. En el capítulo 3 se identifica y
se cuantifica la espectacular revolución en el transporte que tuvo lugar a lo largo del siglo XIX y
que generó un también espectacular proceso de convergencia en los precios de los bienes. La
mayor parte de la enorme diferencia entre estos precios, allá por 1820, se había eliminado en
1914, incluso aunque la política cada vez más proteccionista tratara de mitigar la inercia de la
globalización por todos los medios. En el capítulo 4 nos preguntamos si Eli Heckscher y Bertil Ohlin
tenían razón al predecir que la convergencia en los precios de los bienes a nivel mundial supondría
una convergencia también en los precios internacionales de los factores. Los dos capítulos
siguientes estudian el hecho de si la política económica sobre aranceles fue responsable de la
«apertura» que tuvo lugar a mediados de siglo y, por lo tanto, de la consiguiente marcha atrás de
esa pequeña escaramuza con el liberalismo. El capítulo 7 reflexiona sobre los motivos de las
migraciones. Para ser más concretos, hacemos las siguientes preguntas: ¿hubo autoselección?,
¿por qué los que tenían más que ganar fueron los últimos en marchar?, ¿hubieran sido tan
masivas las migraciones en las décadas de 1920 y 1930 si no se hubieran establecido las cuotas y si
no hubiera existido la Gran Depresión? El siguiente capítulo valora el impacto de las migraciones
masivas sobre los países emisores y receptores. Fue enorme: la mayor parte de la convergencia
observada en los países miembros de la economía atlántica se puede atribuir a esas migraciones
masivas. Los capítulos 9 y 10 tratan los aspectos políticos de la economía de la globalización. En
primer lugar, constatamos quiénes fueron los perdedores de esa globalización aportando
información sobre las variaciones en los precios relativos de los factores y sobre las desigualdades
que tuvieron lugar en toda la zona de la economía atlántica. Las predicciones sobre la globalización
se confirman: la desigualdad aumentó en las economías escasas en mano de obra del Nuevo
Mundo, disminuyó en las economías agrarias europeas, y se mantuvo estable en las economías
industriales de Europa. El capítulo 6 trata de las respuestas arancelarias a esos hechos que
suponían una redistribución de la renta, y en el capítulo 10 se completan las reacciones a la
globalización analizando la caída de los subsidios para los inmigrantes y el aumento de las
restricciones a la inmigración en el Nuevo Mundo, hechos que fueron anteriores al
establecimiento de cuotas en el período de entreguerras. Los capítulos 11 y 12 se centran en los
mercados de capitales financieros. En el primero de ellos se afirma que la integración de los
mercados de capitales en 1890 fue casi tan completa como lo es en 1990. El segundo estudia el
impacto de los flujos de capitales y analiza dos cuestiones: ¿por qué no fluyó más capital hacia los
países pobres, abundantes en mano de obra? Cuando los flujos fueron hacia la periferia, ¿cuál fue
su repercusión allí? El capítulo 13 estudia una cuestión que es fundamental para los debates
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políticos: ¿fueron el comercio y los flujos de factores sustitutivos o complementarios? El libro


concluye en el capítulo 14 con un resumen de las lecciones que podemos sacar de la historia.

Ésta es, por lo tanto, la agenda. Cuando, hoy en día, los economistas debaten sobre temas
referentes a la globalización, lo hacen como si el fenómeno fuera único y exclusivo de nuestro
tiempo, aparentemente inconscientes de todo lo que la globalización actual tiene que aprender de
esa anterior. La deuda de establecer una conexión entre ambas hace tiempo que está sobre la
mesa. Lo que sigue es un comienzo.

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