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Teoría

psicoanalítica

Teoría y Práctica
de la Motivación
y Promoción

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Sigmund Freud
Fue un médico neurólogo austríaco de origen judío, a quien se lo reconoce
como el “padre del psicoanálisis” y como una gran figura intelectual del
siglo XX.

Hablar de Psicología nos lleva indefectiblemente a mencionar su nombre,


dado que fue uno de los autores que mayor movilización generó con sus
postulados; comenzó con la hipnosis, continuó con la interpretación de los
sueños y siguió con la asociación libre en la práctica destinada a la
comprensión del comportamiento humano.

Componentes representativos de la teoría


Son cuantiosos los aportes que el Psicoanálisis ha generado a lo largo de su
desarrollo. Tan importantes han sido, que en la actualidad, se siguen
utilizando sus términos y explicaciones para abordar (en práctica clínica,
institucional y organizacional) diversas problemáticas.

A los fines de esta lectura, haremos una revisión de los conceptos más
representativos. Lógicamente, no serán abordados todos, pero sí aquellos
que nos permitan explicar conceptos vinculados con esta materia.

La estructura psíquica

Cuando Sigmund Freud comienza a estudiar (e intentar describir) la mente


humana, lo hace desde la concepción de la psiquis, y desarrolla su primera
tópica denominada “consciente – preconsciente – inconsciente” (Laplanche
y Pontalis, 1996).

Cada uno de estos espacios mentales, aunque no tienen un lugar físico en


el cerebro, son explicados por el autor para dar respuestas a múltiples
conductas de las personas.

De esta forma, en el espacio del inconsciente, estarían presentes todos los


contenidos reprimidos y que deben quedarse allí para evitar la angustia y el
sufrimiento. También se encuentran allí nuestros deseos más primitivos,
que, al ser intolerables en el plano consciente, son remitidos a ese espacio
no accesible desde lo manifiesto.

Existen diversos modos de hacerlo; los mecanismos de defensa son los


recursos por excelencia para mantener la “mente libre” de conflictos. Así,

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entonces, reprimimos, proyectamos, negamos, etc., como recurso que
contrubuye a mantener la salud (aunque no siempre se logre).

Si bien aquellos contenidos que se mantienen en nuestro inconsciente


parecen inaccesibles, por momentos se hacen presentes para recordarnos
que “están allí” y que forman parte de nosotros. Esto sucede cuando
tenemos un acto fallido (llamamos a las personas por otro nombre,
olvidamos fechas importantes, etc.) o cuando traemos al consciente
nuestros sueños (o, al menos, parte de ellos).

El causante de que no podamos traer al plano consciente los contenidos


alojados en el inconsciente en su forma pura es el preconsciente. Este
conforma una “barrera” que se ocupa de mantener alejados aquellos
sentimientos más primitivos, aquellas angustias, aquellas secuelas
traumáticas para que podamos continuar operando en el plano de la salud.

Quizás se pueda recordar algún sueño en el que el protagonista era algún


familiar, pero que llevaba la cara de un amigo y hablaba como otra persona
que también es conocida. También es posible soñar con la propia casa,
pero que luce como la de un vecino (a pesar de sentirse propia).

Esta “confusión” que genera el recuerdo de los sueños se debe a la


operación del preconsciente. Este no nos permite traer a la conciencia el
sueño completo y en estado puro, por lo que al atravesar por esta barrera,
operan mecanismos como la condensación y el despalzamiento, que hacen
que explicar lo que hemos soñado sea más que confuso.

Por otra parte, la consciencia se limita al espacio de lo real, lo posible de


recordar y de manifestar. Es la tópica que mantiene contacto con el medio
y siente conforme a la operación de las dos tópicas anteriores.

En un período posterior, Freud explica que la psiquis de los individuos


puede reconocerse también desde tres componentes: Ello, Yo y Superyó.
Estos se vinculan con su segunda tópica (Laplanche y Pontalis, 1996).

El Ello es el más asociado al temperamento, pues es primitivo y se


manifiesta desde lo pulsional. El Ello no comprende razones, actúa por
instinto y se mantiene en la búsqueda permanente del placer (Freud,
1996).

En la edad temprana, se presenta en su esplendor y en estado puro. En


este momento, el ser humano nace carente de códigos de convivencia y de
reconocimiento de normas; solo aspira al placer permanente y lucha
constantemente por alcanzarlo.

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Si consideramos el comportamiento de un recién nacido, vemos que el
llanto desgarrador por hambre suena muy similar a la sensación de frío,
incomodidad o molestia. Aunque una madre pueda reconocer esa
diferencia sutil en el modo de llorar del bebé, este sucumbe en llanto
cuando hay algo que lo aleja del placer que intenta conquistar de forma
permanente.

De este modo, decimos que el Ello es nuestro espacio irracional, que no


tolera la espera ni sabe de frustraciones. Aspiramos, en la temprana edad,
a un estado de goce permanente, para llegar a la edad adulta en la que,
según la fortaleza de nuestro yo, buscamos gratificaciones, pero
aprendemos el valor de la espera, la tolerancia e, inclusive, de la ausencia
del goce.

El Superyó comienza a formarse alrededor de los cuatro años y con el


transcurrir del Complejo de Edipo. Si bien las prácticas de enseñanza que
los adultos implementan hacia el niño, desde el “no”, las felicitaciones, las
penitencias, etc., intentan, de forma paulatina, disminuir el impulso y
racionalizar determinados deseos, este no genera una impronta hasta
tanto no atraviesa la etapa fundamental que el autor desarrolla en sus
escritos (Freud, 1996).

¿Cuántas veces hemos visto niños que no quieren compartir sus juguetes o,
a muchos de ellos, gritar sin cordura por un helado? Incluso, seguramente
los hemos visto “pasar al acto” (con un golpe, un grito o una acción
incorrecta) hacia los demás para conseguir lo que desean.

Esta manifestación “explosiva” del deseo muestra el Ello en acción, que


comienza a dominarse por medio de la incorporación de normas y modos
correctos de comportamiento (esta es la conformación del Superyó).

Así, lo que antes parecía impensado comienza a surgir, y ante cada acción
incorrecta, la culpa (como resultado de la conformación de un Superyó) se
hace presente. Este tópico es el que nos dice qué “se debe” y qué “no se
debe” hacer, y la fortaleza y la dureza con la que fue conformado marcan el
nivel de culpabilidad que nos acompañará a lo largo de nuestras vidas.

En el Superyó, se acumulan las normas, las exigencias, los valores. Es


prohibitivo y se ocupa con esfuerzo de controlar los impulsos del Ello. Es la
tópica que “frena” lo instintivo para mediar la incorporación estricta de lo
social.

Por ejemplo, de las personas que conocemos, seguramente registramos a


algunas que son más temerosas, dependientes de las consecuencias de sus

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actos, e inclusive más controladoras. Por el contrario, siempre
encontramos perfiles más osados, despreocupados y poco culposos.

Finalmente, llegamos al reconocimiento del Yo. Este es otro de los


componentes de la estructura psíquica, y es el que, de alguna manera, nos
define (dice quiénes somos frente a los demás). Se asocia con la conciencia
que tenemos de nuestro modo de ser, de lo que somos capaces de lograr,
de las limitaciones que presentamos, etc.

El Yo es el que tiene contacto con lo social y, en cierta medida, alimenta el


Superyó y manifiesta el Ello (cuando el anterior se lo permite). De este
modo, si el Ello es el impulso, el Superyó es la barrera, y el Yo es la
manifestación del trabajo que estos dos primeros realizan (Freud, 2006).

El Yo es dinámico y se va enriqueciendo (y va cambiando) a lo largo de la


vida. Se alimenta de los “otros” (ya que, de acuerdo a sus miradas, nos
dicen “quiénes somos”) y permite la actuación en sociedad.

Figura 1: El ámbito social: un espacio que se construye desde la infancia

Fuente: [Imagen sin título sobre niños corriendo]. (s. f.). Recuperada de https://goo.gl/NRFzhm

Si bien es incorrecto decir que el Yo es plenamente consciente, es la


condición de individualidad que se manifiesta hacia el exterior. Gracias a él
vamos generando nuestro autoconcepto y podemos definirnos frente al
medio que nos rodea.

Decimos, entonces, que es nuestra “identidad”, que responde a la


pregunta “¿Quién soy?” y que se compone de todo lo heredado, lo
aprendido y lo socializado.

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El principio del placer

Los postulados básicos de Freud parten del reconocimiento de la presencia


de la libido, como pulsión sexual presente en todo ser humano, que va
madurando a lo largo de la vida conforme a la modificación del objeto de
deseo.

En este punto, plantea la existencia de una sexualidad infantil, cuya base es


el encuentro con el placer y cuyo objeto de satisfacción es uno muy
diferente al del adulto (Freud, 2006).

Conozcamos las fases del desarrollo:

 Fase oral: se representa por el instinto de succión. El bebé en


esta etapa conoce el mundo conforme a lo que lleva a su boca.
 Fase anal: el placer surge y se presenta con el control de los
esfínteres.
 Fase fálica: está asociada con el Complejo de Edipo. Surge el
“enamoramiento” hacia el progenitor de sexo opuesto, por
medio de la identificación con el del mismo sexo.
 Período de latencia: se da entre los 6 y los 11 años. Al ser una
etapa de represión sexual que no evidencia mayores eventos,
solía no considerársela como una fase formal.
 Fase genital: está presente en la adolescencia. Aquí, el placer
sexual se asocia de forma directa a los genitales.

De acuerdo con esta evolución, con bases en la sexualidad, el ser humano


madura y comienza a manifestar comportamientos acordes a su edad. De
este modo, desarrolla la espera y aprende de forma paulatina a tolerar la
frustración.

Lo cierto es que, de acuerdo a los postulados del autor, estamos de forma


permanente buscando el placer. Existe un “vacío” que solo logra llenarse
de forma momentánea, pero que, al poco tiempo de ser satisfecho, da
lugar a una nueva necesidad que nos lleva a buscar la gratificación.

Si bien el trasfondo del deseo se presenta con tinte sexual, cuyo promotor
es el Ello, es nuestro Superyó y la fortaleza de nuestro Yo lo que nos
permite “mutar” ese deseo original y socializarlo. Es decir, nuestra
conducta manifiesta y consciente “esconde” un trasfondo primitivo, pero
lo hace a los fines de una economía psíquica y una convivencia social y
moralmente aceptada.

Decimos, entonces, que desde lo más primitivo, el hombre descripto por el


psicoanálisis es un hombre egoísta, que responde a pulsiones sexuales, que

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busca el goce permanente y que no entiende de códigos solo hasta que la
sociedad imprime su marca. Es la fuerza de esta última (representada por
los primeros vínculos en un inicio y luego por las instituciones) la que
“modela” el comportamiento y genera un estilo, una personalidad, una
identidad, que surge como resultante de estas dos combinaciones en lucha
permanente por resaltar.

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Referencias
Freud, S. (1996). Trabajos sobre metapsicología. En Sigmund Freud, Obras
completas, vol. XIV (9.a ed.) (p 4-35). Buenos Aires: Amorrotu.

Laplanche, J., y Pontalis, J. (1996). Diccionario de psicoanálisis. Buenos Aires:


Paidós.

[Imagen sin título sobre niños corriendo]. (s. f.). Recuperada de:
https://unsplash.com/collections/243599/children?photo=zf9_yiAekJs

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