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UN PASEO POR EL LADO OSCURO DE LA ILUSTRACIÓN

PATXI LÁZARO
DIARIO RC 24/10/2017

Con el título “Imperiofobia y Leyenda Negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio
Español” (Editorial Siruela) sale a la venta el que con justicia podríamos considerar como el
libro de ensayo más importante que se ha publicado en España en lo que va de siglo XXI. Su
autora, la malagueña Elvira Roca Barea, es profesora de Literatura Española. Ha trabajado
para el CSIC y dado clases en la Universidad de Harvard. No es este el lugar para hacer sobre
el contenido del libro resúmenes ni recensiones, porque las hay en abundancia en Internet.
Después de haberlo leído, o de haber escuchado a la autora en las entrevistas radiofónicas
disponibles en la red, lo único que procede decir es que si alguien desea una experiencia
intelectual disruptiva, tan solo tiene que vencer su propensión a la pereza estival, dar un paseo
hasta la librería más cercana y hacerse con un ejemplar de este hispánico blockbuster que ya
va camino de su novena edición.
Una advertencia: si ustedes estiman lo que han asimilado en la Universidad y en el atento
seguimiento de los medios de masas y los suplementos dominicales de los periódicos durante
los últimos treinta años, mejor no lo lean. Imperiofobia ejercerá un efecto devaluador sobre
todo lo aprendido en el sistema educativo español, en las películas de Hollywood y otros
canales clave para la formación del español dizque culto de nuestros días. Después de pasar
por sus páginas, nada vuelve a ser igual. Si pensaban que España es el eterno hombre
enfermo de Europa, que la Reforma Protestante fue el arranque de una nueva era de tolerancia
y progreso en Europa, o que Carlos III es el mejor gobernante que ha tenido este país, ya
pueden irse preparando para una decepción… o para la mayor sorpresa de sus vidas. Porque
sin quedarse en términos medios, acabarán convirtiéndose en apasionados seguidores o
enemigos acérrimos de la autora, haciendo real el efecto que ella misma prevé en el último
capítulo de su libro.
Al margen de acuerdos o desacuerdos con esto, aquello o lo de más allá, siempre en el sentido
más visceral -el partisanismo representa un rasgo bastante despreciable de la personalidad de
nuestro pueblo-, el simple planteamiento de los conceptos supone una revolución copernicana.
La obra de Roca Barea quedaría en un alegato, no muy diferente a la propaganda que ella
misma denuncia, si no fuera porque se ve respaldado por una evidencia masiva en todos los
órdenes: literario (que es su especialidad), archivístico, documental e incluso arqueológico. En
un país como este, en el cual existe la tendencia a adorar de forma acrítica a las vacas
sagradas -o a sacrificarlas a degüello, que en el fondo viene a ser lo mismo- no es frecuente
encontrarse con alguien como la profesora Roca Barea, que con razones plausibles, y
apuntaladas por una minuciosa labor crítica sobre volúmenes de documentación apabullantes,
logran bajar los pantalones a unos cuantos mascarones de proa intelectuales de ayer y de hoy.
Al descubierto quedan por ejemplo los errores de Ortega y Gasset, la inanidad intelectual de
Arturo Pérez Reverte o el carácter inadaptado y rastrero de César Vidal.
Solo por leer cómo Elvira Roca da su mano de cal a todos estos personajes ya merece la pena
leer el libro. Pero no nos quedemos en lo anecdótico. Todos damos por supuesto que la
Ilustración dieciochesca es uno de los grandes hitos de la Humanidad. Imperiofobia dedica a
esto su esfuerzo central de análisis para demostrar que bien pudo ser así, pero no solo para lo
bueno, sino también para lo malo. El enciclopedismo dieciochesco francés, pese al oropel de
sus salones y su carácter dinamizador de los tiempos, no pasó de ser un exitoso fenómeno
propagandístico, presidido por un Voltaire al que todo el mundo homenajea como uno de los
intelectuales más grandes de la historia, pero que jamás escribió una obra de mérito, tras
haber hecho su fortuna económica en el tráfico de armas y en el comercio con la misma
América Hispana a la que denostaba en sus panfletos. Finalmente la Ilustración, y esto es algo
que a menudo se olvida, fue centrifugadora de leyendas negras -principalmente contra España,
Rusia o la entonces naciente América- y madre de abortos históricos como el racismo
científico, la frenopatía, el comunismo soviético y el nacionalsocialismo. Una ducha fría que
viene bien para curarnos de nuestra ingenuidad liberal y de nuestro provincianismo
eurocentrista.
Las conclusiones de todo el argumentario expuesto por Doña Elvira tienen validez general.
España no es el único país que construyó un imperio, frustrando con ello las ambiciones
nacionales de otros pueblos en aquella época menos adelantados. Los mismos artificios
propagandísticos, el mismo somatén de intelectuales al servicio del líder milenarista de turno o
de algún caciquillo de provincias codicioso y con ínfulas de poder, se movilizan una y otra vez a
lo largo de la historia: contra el poderío de Roma en la Antigüedad, contra la Rusia Zarista o
contra los Estados Unidos en nuestros días.
Aunque no se advierta de manera explícita, “Imperiofobia” tiene su relevancia en el terreno
práctico, como inyección de autoestima -comparable al gol de Iniesta en los Mundiales del
2010- para un pueblo que ya no sabe lo que hacer para ganarse la respetabilidad de otras
naciones del entorno europeo más avanzadas, a las que se esfuerza por imitar sin que ello le
aproveche lo más mínimo. Ahora el lector ya sabe por qué todos sus empeños por integrarse
en eso que llaman la “Europa de la Primera Velocidad” están condenados al fracaso. Primero,
porque es un camelo. Y segundo, porque no nos dejarán asomar cabeza. La evolución de las
primas de riesgo durante los años de la crisis y la diferencia de trato que supone la generosa
condonación de deudas a Alemania tras la Segunda Guerra Mundial y el torrente de
descalificaciones vertido contra la Grecia de Tsipras en 2015 son hechos harto elocuentes por
sí mismos.
Obviamente resulta imposible reconstruir un imperio muerto. Pero cabe imaginar la posibilidad
de que las naciones que hayan sido o estén siendo víctimas de una ofensiva intelectual basada
en los tics imperiofóbicos del pasado -y de ellas, aparte de España, hay unas cuantas: Rusia,
Austria, China, Turquía o los propios Estados Unidos- lleguen algún día a coincidir en un foro
con el propósito de compartir experiencias y coordinar una especie de ofensiva cultural que
contrarreste la insidia de los mediocres y sirva al menos para salvar la cara o el prestigio
nacional respectivo. Y si de paso conseguimos que nos bajen la prima de riesgo en un par de
cientos de puntos básicos, mejor.
Debo explicar que yo también me formé en un selecto ambiente intelectual definido por la
brillantez de Ortega y Gasset, por las reglas de juego establecidas por el marxismo banal de
los años 70 que invitaban a una crítica amable y razonada, por las visiones benevolentes de
nuestro pasado historiadas por figuras como Geoffrey Parker, John Elliott y Henry Kamen, y
también por las frustradas pretensiones de modernización de aquel grupo de ilusos y
soñadores que pusieron en marcha la Institución Libre de Enseñanza. Ahora ya sabemos por
qué fracasaron de un modo tan miserable en su empeño de modernizar España. En fín, todo
era demasiado. Lógico que a medida que avanzaba en las páginas de Imperiofobia, mi reacción
inicial fuese de escepticismo.
Pero de pronto, Elvira Roca pone delante de nuestros ojos el elemento de evidencia definitivo.
¡Cómo! ¿Música barroca en Bolivia, en la tierra de Evo Morales y los cocaleros? ¿Introducida
por los jesuitas en el siglo XVIII, en una época muy anterior a las guerras de Independencia y
la fundación de la República? Pues es cierto: en Internet hay cientos de páginas web y
youtubes sobre los indios Moxos, que después de tres siglos siguen conservando su tradición
musical, sus violines y las partituras de sus óperas, compuestas al mejor estilo de la Europa
culta de su tiempo y de un Imperio Español en América que entonces se hallaba en su apogeo.
Si esto no era civilización, ¿qué otra cosa podía ser?

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