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Las razones de una diferencia (1) 2011-10-30 / Libertad digital

El trabajo

César Vidal

A inicios del siglo XVI, nadie habría discutido que había trabajos más dignos y
menos dignos; que ciertas ocupaciones no eran propias de los señores o simplemente de gente
que se preciara e incluso que el trabajo era, a fin de cuentas, un castigo de Dios.

Unas semanas antes del final de la pasada temporada, Carlos Alberto Montaner se preguntaba
por las razones que explican el arraigo de determinados sistemas políticos y económicos en
determinadas naciones (Estados Unidos, por ejemplo) y su fracaso en otras (Iberoamérica). Con
muy buen criterio, Montaner rechazaba la explicación racista; no terminaba de ver que Weber
tuviera razón en su tesis sobre el protestantismo y el espíritu del capitalismo y, finalmente,
formulaba una serie de aspectos esenciales para el progreso de una sociedad. Este artículo es
el primero de una serie en la que pretendo abordar el tema planteado por Carlos Alberto
Montaner y darle una respuesta basada en criterios históricos.

La diferencia de España con otras naciones constituye uno de los temas más manidos de la
Historia y la ensayística. Por razones generalmente interesadas, se ha insistido en que España
es diferente –para lo bueno como "reserva espiritual de Occidente", para lo malo como nación
especialmente atrasada– o, por el contrario, en que la diferencia no existe para subrayar que
no somos peores que ingleses o franceses o para indicar que, en el fondo, todos somos iguales.
Que España es diferente constituye una perogrullada. Lo es como lo son Italia, Francia o
Alemania. Que esa diferencia es, en ocasiones, para bien y, en otras, para mal, no creo
tampoco que pueda discutirse. Es obvio que su trayectoria es mejor que la de, pongamos,
Uganda, pero no ha sido especialmente feliz durante siglos y en estos momentos no vive sus
mejores momentos. Negar la diferencia atribuyéndola a una supuesta "hispanofobia" no pasa
de ser una majadería colosal fruto de una ceguera propia de la ignorancia y el prejuicio. A lo
largo de este artículo y de los siguientes intentaré mostrar que España es diferente
fundamentalmente por su mentalidad; que no es única en esa mentalidad ya que comparte
muchos aspectos de la misma con otras naciones que han tenido desarrollos históricos con
interesantes –y previsibles– paralelos y que, en tercer lugar, esa mentalidad deriva de un hecho
tan esencial como la opción religiosa que cristaliza en España de manera innegable en un
período que va de la Expulsión de los judíos en 1492 a los primeros autos de fe con quemas de
protestantes ya en el siglo siguiente. En ese período, los gobernantes españoles optaron por
una posición clara y definida y eso influiría enormemente no sólo en el terreno religioso –

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como cabría esperar – sino en la conformación de una mentalidad concreta que ha llegado
hasta el día de hoy y que ha ido modelando incluso el pensamiento de la izquierda.

En relación con la Reforma protestante del siglo XVI, no voy a entrar en cuestiones históricas
que ya he tratado, por ejemplo, en El Caso Lutero, una obra que ganó el Premio de ensayo Finis
Terrae. Tampoco me voy a adentrar en la descripción de posiciones doctrinales que –en mi
opinión– son ajenas a este tema. Pero sí intentaré mostrar cómo el hecho de que España –
como Italia, como Portugal, como Irlanda, como Grecia...– quedara fuera del cambio de
mentalidad que significó la Reforma protestante tuvo enormes consecuencias que
trascendieron del fenómeno religioso y modelaron la sociedad, la economía y la política.

«Esa diferenciación entre trabajos más o menos santos se fue fortaleciendo a lo largo de la
Edad Media con aportes como pudo ser la visión de una sociedad esclavista como la romana
o la caballeresca y militar de los pueblos germánicos.»

En términos meramente históricos y religiosos, la Reforma del siglo XVI significó un deseo
decidido, ferviente y entusiasta de regresar a la cosmovisión de la Biblia, una cosmovisión
diferente de la que presentaba el catolicismo romano que, al menos desde el siglo IV, había ido
sumando otros elementos procedentes del derecho romano, la filosofía griega y las culturas
germánicas. La Reforma –como el Renacimiento– intentó pasar por alto la Edad Media y
regresar a lo que consideraba una pureza primigenia corrompida desde hacía siglos. Como en
el caso del Renacimiento, lo que logró no fue un regreso imposible a la Edad Antigua sino algo
distinto, pero con un enorme poder de atracción y de sugestión. De entrada, su visión del
trabajo, a la que me referiré en esta entrega, no pudo verse más alterada.

Ya Eusebio, en el siglo IV, escribía: "Dos formas de vida fueron dadas por la ley de Cristo a su
iglesia. Una es sobrenatural y sobrepasa la forma de vida común... Completa y
permanentemente se separa de la vida común y ordinaria de la humanidad, y se dedica al
servicio de Dios solo... Esa es la forma perfecta de vida cristiana. Y la otra, más humilde, más
humana, permite a los hombres... dedicarse a la agricultura, al comercio, y a otros intereses
más seculares al igual que a la religión... Y una especie de piedad de segunda clase se les
atribuye". Esa diferenciación entre trabajos más o menos santos se fue fortaleciendo a lo largo
de la Edad Media con aportes como pudo ser la visión de una sociedad esclavista como la
romana o la caballeresca y militar de los pueblos germánicos. Desde luego, a inicios del siglo
XVI, nadie habría discutido que había trabajos más dignos y menos dignos; que ciertas
ocupaciones no eran propias de los señores o simplemente de gente que se preciara e incluso
que el trabajo era, a fin de cuentas, un castigo impuesto por Dios a nuestros primeros padres
por su caída en el huerto del Edén. La Reforma presentó una visión radicalmente distinta del
trabajo.

De entrada, el regreso a la Biblia permitió descubrir –¡más de un milenio para darse cuenta!–
que Adán ya había recibido de Dios la misión de trabajar antes de la Caída y que esa labor
consistía en algo tan teóricamente servil como labrar la tierra y guardarla (Génesis 2: 15). Aquel
sencillo descubrimiento cambiaría la Historia de Occidente –y con ella la de la Humanidad– de
manera radical. Lutero, por ejemplo, pudo escribir: "Cuando un ama de casa cocina y limpia y
realiza otras tareas domésticas, porque ése es el mandato de Dios, incluso tan pequeño trabajo
debe ser alabado como un servicio a Dios que sobrepasa en mucho la santidad y el ascetismo
de todos los monjes y monjas". En su Comentario a Génesis 13: 13, el alemán señalaría en
relación con las tareas de la casa que "no tienen apariencia de santidad, y, sin embargo, esas
obras relacionadas con las tareas domésticas son más deseables que todas las obras de todos
los monjes y monjas... De manera similar, los trabajos seculares son una adoración de Dios y

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una obediencia que complace a Dios". Igualmente en su Exposición del Salmo 128: 2 añadiría:
"Vuestro trabajo es un asunto muy sagrado. Dios se deleita en él y a través de él desea
conceder Su bendición sobre vosotros". Calvino –al que se suele asociar un tanto
exageradamente con la denominada ética protestante del trabajo– fue también muy claro al
respecto. En su Comentario a Lucas 10: 38 afirmó: "Es un error el afirmar que aquellos que
huyen de los asuntos del mundo y se dedican a la contemplación están llevando una vida
angélica... Sabemos que los hombres fueron creados para ocuparse con el trabajo y que ningún
sacrificio agrada más a Dios que el que cada uno se ocupe de su vocación y estudios para vivir
bien a favor del bien común". Los reformadores menos conocidos no fueron menos explícitos
que Lutero y Calvino en su rehabilitación de trabajos considerados como punto menos que
infames en la Europa de la Contrarreforma. William Tyndale –que tradujo el Nuevo Testamento
del griego original al inglés y murió en la hoguera por orden del rey Enrique VIII– escribió:
"existe una diferencia entre lavar platos y predicar la Palabra de Dios, pero en lo que se refiere
a complacer a Dios, no existe ninguna en absoluto". William Perkins, uno de los teólogos
puritanos más relevantes, señalaría: "La acción de un pastor que guarda las ovejas... es tan
buena obra ante Dios como la acción de un juez que dicta sentencia, o un magistrado que
gobierna o un ministro que predica". Tal y como afirmaría también Perkins, la gente puede
servir a Dios "en cualquier clase de vocación, aunque sea barrer la casa o guardar ganado".
Otro puritano, Richard Steele, en un texto llamado de manera bien significativa The Trademan
´s Calling (La vocación del comerciante), afirmó que en el comercio "se puede esperar de la
manera más confiada la presencia y la bendición de Dios", pero sobre el comercio en concreto
regresaremos en otra entrega futura de esta serie.

«Como señalaría un panfleto publicado a finales del siglo XVII en Inglaterra, el


protestantismo había impulsado un "deleite en los empleos seculares".»

Para los autores protestantes, la base para llegar a esa conclusión no estaba sólo en los textos
de la Biblia en general, sino, de manera muy especial, en el propio Jesús. Hugh Latimer, por
ejemplo, señaló: "Es una cosa maravillosa que el Salvador del mundo, y el Rey sobre todos los
otros reyes, no se avergonzara de trabajar, sí, y de emplearse en una ocupación tan sencilla. De
esa manera, santificó todas las formas de trabajo". John Dod y Robert Cleaver volverían a ese
tema afirmando que "el gran y reverendo Dios no despreció el comercio honrado... por
humilde que fuera, sino que lo coronó con su bendición".

Desde luego, la línea estaba claramente definida y era uniforme en cualquiera de las iglesias
nacidas de la Reforma. Como señalaría un panfleto publicado a finales del siglo XVII en
Inglaterra con el revelador título de Paul the Tentmaker (Pablo, el fabricante de tiendas), el
protestantismo había impulsado un "deleite en los empleos seculares".

Semejante visión brillaría por su ausencia en aquellas partes del mundo donde no triunfó la
Reforma. En España, por ejemplo, en 1492 se había expulsado a unos judíos que tenían una
visión del trabajo idéntica a la de los protestantes e, iniciado el siglo XVI, éstos tendrían que
optar entre la hoguera o el exilio. Porque, desde luego, la visión del trabajo de los motejados
como herejes era clara desde el principio y nada se parecía a la católica. Así, mientras se
ventilaba la supervivencia de España como primera potencia de Europa, la nación siguió uncida
a la idea de lo intolerable e infames que podían ser ciertos trabajos. Sus adversarios
protestantes –que debieron dar gracias al Altísimo por ello– tenían un punto de vista muy
diferente y, a pesar de tratarse, en general, de naciones más pobres y pequeñas, el resultado
no pudo serles más favorable. Mientras Velázquez pintaba figuras regias y religiosas y se
tomaba un respiro con bufones y tontos, el protestante Rembrandt retrataba escenas bíblicas y
también pañeros (sí, pañeros) o a los médicos en medio de una lección de anatomía. Eran dos

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cosmovisiones bien distintas y no deja de ser revelador que la vencedora fuera la nación
pequeña de Rembrandt con menos hidalgos quizá, pero más entusiasmo por el comercio y el
trabajo manual. Sin embargo, ni siquiera las derrotas españolas provocaron un cambio de
mentalidad con respecto al trabajo. En fecha tan tardía –los protestantes llevaban ya más de
dos siglos y medio de ventaja en la idea de impulsar la bondad de cualquier trabajo– como el
18 de marzo de 1783, Carlos III mediante una Real Cédula intentó acabar con la "deshonra legal
del trabajo". En otras palabras, como habían pretendido Lutero, Calvino o los puritanos, Carlos
III señalaba que ningún trabajo honrado era deshonroso. El intento del monarca ilustrado era
excelente, pero chocaba con una mentalidad arraigada a lo largo de siglos. No es que los
españoles fueran vagos como se suele repetir injustamente –y, al respecto, basta con ver el
resultado que dan fuera de España– pero no creían que el trabajo tuviera el mismo valor que le
dan aquellos que nacieron y crecieron en naciones donde triunfó la Reforma protestante.

Esa mentalidad sigue más que presente a día de hoy. Hasta qué punto es así puede quedar
ilustrada por dos anécdotas que, a mi juicio, resultan notablemente significativas. La primera es
uno de los énfasis fundacionales del Opus Dei que subraya, con matices, la posibilidad de
santificación en cualquier ocupación. Semejante circunstancia se ha señalado en repetidas
ocasiones como una señal de que san José María Escrivá de Balaguer fue un avanzado a su
tiempo. Quizá lo fuera en el mundo católico, pero lo cierto es que la novedad llevaban
viviéndola en el mundo protestante desde hacía ya casi medio milenio. En otras palabras, quizá
el bosquimano que, por primera vez, utilizó un encendedor pueda ser considerado por sus
congéneres como un avanzado, pero, en relación con Occidente, es dudoso que se le pueda
calificar de esa manera. La segunda anécdota quizá resulte incluso más reveladora. En los años
sesenta del siglo pasado, Alfonso Paso era, con todos los merecimientos, el dramaturgo
español de más éxito. Llegó a ver representadas a la vez hasta ocho obras en diferentes teatros
de Madrid. Tanta era su fama que, de manera excepcional, se le abrió la posibilidad de estrenar
en Broadway. Paso escogió para tan notable éxito una comedia titulada El canto de la cigarra.
La obra era muy buena y había disfrutado de una gran acogida en España, pero en Estados
Unidos fracasó estrepitosamente tan sólo por que los norteamericanos no la comprendían.
¿Razón? La comedia glorificaba la figura de un vago simpático y los norteamericanos no
llegaban a captar quién podía ver como algo divertido la holganza. A día de hoy, ellos –como los
británicos, los suecos o los holandeses– tampoco consiguen entender, por ejemplo, por qué en
España se paga un plus de puntualidad por llegar al trabajo a la hora. Los pobres no aciertan,
por lo visto, a darse cuenta de que, a diferencia de ellos, España nunca asimiló lo que Weber
denominó la "ética protestante del trabajo". En eso, España fue y sigue siendo diferente.

Las razones de una diferencia (2) 2011-11-06

De bancos y banqueros

César Vidal

Hasta mediados del siglo XIX no aparecieron los primeros bancos en España. De
nuevo, la nación se había quedado varios siglos –en este caso más de cuatrocientos años–
retrasada en relación con la Europa donde había triunfado la Reforma.

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La semana pasada expuse cómo el hecho de quedar fuera de la zona de Europa donde triunfó
la Reforma marcó una diferencia radical en la cultura del trabajo. El que España, como
Portugal o Italia, no asimilaran la ética del trabajo tuvo consecuencias nada positivas que
llegan hasta el día de hoy a pesar de los esfuerzos legislativos para eliminarlas. Con todo, ésa
no fue ni es nuestra única diferencia, compartida con otras naciones frente a la Europa donde
triunfó la Reforma. También, para inmensa desgracia de un imperio y después de una nación
que necesitaba modernizarse, nuestra visión de las finanzas iba a ser diferente.

Hace unos días el director de un medio económico en internet arremetía contra la Unión
Europea y ponía como ejemplo de lo que, a su juicio, debería ser la Europa unida al Sacro
Imperio Romano-Germánico, donde supuestamente la iglesia católica había sido la entidad
felizmente rectora. Lo cierto es que, como suele suceder en estos casos, el autor de aquellas
líneas demostraba más entusiasmo religioso que conocimiento de la Historia. El papa Juan XII
(955-964) coronó emperador efectivamente a Otón I inaugurando el Sacro Imperio Romano-
Germánico, pero cuando Juan XII fue depuesto, Otón I fue el que autorizó que su sucesor fuera
León VIII (963-965), el que a continuación permitió que fuera papa Juan XIII (965-972) y el que
tuvo esperando a Benedicto VI (973-974) para subir al trono pontificio hasta que le apeteció.
Era el emperador y no la sede romana la que mandaba en aquel imperio y eso que Otón I no
fue el emperador peor. Por ejemplo, Enrique III de Alemania designó a cuatro papas –
Clemente II, Dámaso II, León IX y Víctor II– en un ejercicio de cesaropapismo que no se habría
dado ni en Bizancio. No nos desviemos, sin embargo. Relato todo esto para dejar de manifiesto
cómo hay personas que anteponen su prejuicio –en este caso, el aborrecimiento de las finanzas
y los mercados– sin base histórica al razonamiento documentado. Ése ha sido un mal que ha
aquejado –y aqueja– a España durante siglos.

De entrada, la cultura eclesiástica medieval vio siempre mal el préstamo a interés. No porque la
Biblia dijera nada en su contra –no hay un solo párrafo en el Nuevo Testamento donde se
arremeta contra prestamistas o banqueros–, sino porque Aristóteles (un genio, pero no en el
terreno de la economía) escribió páginas contra el dinero y los préstamos que santo Tomás de
Aquino y otros autores eclesiásticos repitieron con fruición. No sorprende que con ese punto
de vista –de origen helénico-pagano y no cristiano– se multiplicaran las condenas del préstamo
con interés. El Segundo concilio de Letrán (1139) prohibió su ejercicio a laicos y clérigos; el
Tercero (1179) impuso a los prestamistas la pena de excomunión y les negó cristiana sepultura;
el Cuarto (1215) ordenó el destierro incluso de los judíos que lo practicaran. El II Concilio de
Lyon (1274) ordenó la expulsión de los prestamistas disponiéndose que los obispos que no los
excomulgaran fueran suspendidos. El concilio de Vienne (1311) ordenó que se procediera a
investigar a los gobernantes que toleraran el préstamo a interés y el de 1317 incluso calificó
como herejía el negar que el préstamo a interés fuera pecado. Son sólo botones de muestra de
una corriente continua que no veía la diferencia entre el préstamo con interés y la usura y que
además aumentaba las penas –llegó a equiparar el préstamo con el adulterio o la
homosexualidad– visto que no terminaban de extirpar el pecado de la grey. Algún economista
ha afirmado recientemente que incluso la imposición de la confesión auricular a inicios del
siglo XIII estuvo directamente relacionada con el deseo de acabar con el préstamo a interés,
pero no voy a entrar en ese tema.

Lo cierto es que negar que los préstamos a interés –un instrumento esencial para el tráfico
comercial– pudieran ser lícitos tuvo consecuencias perversas. Por un lado, se acabó
permitiendo el préstamo a interés, pero a los judíos, lo que los convirtió en chivos expiatorios
de los odios que acaban sufriendo los que desean cobrar los créditos. He mostrado en mi
España frente a los judíos como, a pesar del antisemitismo y de que periódicamente los judíos
de corte recibían la muerte por los servicios prestados, los reyes hispanos siempre acababan

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por volverlos a llamar siquiera porque eran más eficaces y honrados que los clérigos y nobles
que los sustituían ocasionalmente. Sin embargo, ésa no era solución. Por un lado, se fue
formando una imagen satanizada –e injusta– de los judíos que explica, por ejemplo, la cadena
de progromos de 1392 que acabó con la mayor parte de las juderías de la Península Ibérica un
siglo antes de la Expulsión; por otro, obligó a pensar en maneras para financiarse que acabaron
bordeando si es que no entrando claramente en la simonía y, finalmente, los problemas
siguieron sin solventarse. A inicios del siglo XVI, el préstamo a interés había sido sustituido por
un contrato trino –buen nombre para una institución derivada del deseo de desbordar
disposiciones canónicas– que combinaba el mutuo, el comodato y el seguro. Algo era, pero
resultaba abiertamente insuficiente y, desde luego, equivocado moral y económicamente.

Esa condena de la actividad bancaria tuvo funestas consecuencias para las naciones católicas
que, como era de esperar, obedecieron los criterios de la Santa Sede al respecto o si los
violaron lo hicieron de manera clandestina y con mala conciencia. De hecho, no podrían evitar
en los siglos siguientes que buena parte de sus poblaciones relacionara –sigue haciéndolo– la
simple actividad bancaria con algo sucio, pecaminoso o indigno. El Flandes católico, Lieja o
Colonia sufrieron no poco con esa situación, pero, con todo, la peor parte le tocó a España. De
manera espectacular e innegable, en unas décadas, los reformados desarrollaron la banca
moderna y, lógicamente, se hicieron con su control. Incluso naciones especialmente atrasadas
en esa cuestión a finales del siglo XVI habían avanzado mucho más que sus rivales católicas.

Los efectos políticos y militares de esa circunstancia fueron fulminantes. Durante los inicios de
la guerra de los Treinta años, Cristian IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo de Suecia fueron los
campeones de la defensa de la libertad religiosa protestante frente a los intentos católicos de
acabar con ella violando pactos como la paz de Augsburgo. Naturalmente, como supo ver
Fernando el Católico, el nervio de la guerra es el dinero y Cristian IV basó financieramente su
esfuerzo bélico en los hermanos Willem, una firma banquera con sede en Ámsterdam, y
después en los Marcelis. Ambas bancas eran de familias calvinistas. En el caso de Gustavo
Adolfo –un genio militar que ha sido comparado con Federico de Prusia y Napoleón– su base
financiera estuvo en Geer y Trip. La firma bancaria, a decir verdad, hubiera podido servir a
España, pero la intolerancia religiosa la expulsó del Flandes español obligándola a establecerse
en Ámsterdam. Se convirtieron así en lo que algún historiador ha denominado los "Krupp del
siglo XVII".

Se podría objetar que como protestantes los banqueros protestantes servían a potencias
protestantes. No fue así. Los protestantes –como los judíos antes que ellos– aplicaban una
regla contenida en la Biblia, la de mantener la lealtad al rey que fuera siempre que garantizara
su libertad religiosa. Puestos a ser santos no iban a serlo más que José que fue ministro de
finanzas del faraón o que Daniel que aconsejó al impío Nabucodonosor. Trabajaban, por lo
tanto, para los clientes que los requerían. Los católicos que conservaron en aquella época un
poco de sensatez lo supieron ver y lo aprovecharon. Por ejemplo, el cardenal Richelieu,
príncipe de la iglesia católica, pero no hasta el punto de perjudicar los intereses de Francia,
supo que la banca segura era la protestante y a ella recurrió. Al igual que Enrique IV, el cardenal
sabía que el talento financiero se hallaba en los hugonotes, los calvinistas franceses, y no tuvo
problemas de conciencia en utilizarlo. Así, su gran banquero fue el hugonote Barthélemy d
´Herwarth. Gracias a él, Francia pudo, entre otras victorias, hacerse con el control de Alsacia.
Persona de tanto talento y hereje por añadidura no tardó en despertar las envidias de los
católicos franceses. Sin embargo, Richelieu lo defendió ante el niño Luis XIV con palabras
tajantes: "Monsieur d´Herwarth ha salvado a Francia y preservado la corona para el rey. Sus
servicios nunca deberían ser olvidados. El rey los hará inmortales mediante las marcas de
honor y reconocimiento que le concederá a él y a su familia". Luis XIV siguió el consejo del

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cardenal y lo nombró Intendant des Finances. Mazarino, otro cardenal, mantuvo en el puesto a
d´Herwarth que colocó en los puestos de finanzas a gente competente, es decir, calvinistas que
creían que el dinero y su gestión no eran algo malo. El resultado fue óptimo para Francia y
pésimo para España donde el conde-duque de Olivares no consiguió anular el Edicto de
expulsión que pesaba sobre los judíos desde 1492 y, por supuesto, jamás hubiera podido
emplear a herejes.

Pero además es que el caso de Richelieu no fue excepcional. Wallenstein, el gran héroe católico
de la primera parte de la Guerra de los Treinta años, también recurrió a aquellos que eran
buenos banqueros simplemente porque no creían que en la actividad bancaria existiera pecado
alguno. En su caso, su hombre de confianza fue un calvinista –¿sorprende?– de Amberes
llamado Hans de Witte. Verdadero artífice financiero de las victorias de Wallenstein, aprovechó
su puesto para defender a otros calvinistas que ya sabían lo que significaba la cercanía de los
jesuitas. La Compañía de Jesús ya estaba expulsando a sangre y fuego a los protestantes de
Europa central y Bohemia sólo había sido un cruento ejemplo. De Witte fue respetado mientras
tuvo éxito. Cuando Wallenstein fue vencido y De Witte se arruinó, su vida dejó de ser útil. Un
día apareció ahogado en un estanque. Había sufrido la suerte de tantos judíos de corte en el
pasado o de tantos otros herejes o agnósticos que han trabajado para instancias católicas
después. Durante todo el s. XVII, los banqueros de élite en Europa fueron calvinistas, pero lo
más doloroso es que en su mayor parte habían huido de los Países Bajos españoles donde el
hecho de tener otras creencias distintas de la católica les habría costado la vida. Así el deseo de
preservar la libertad religiosa y la vida había evitado que pudieran servir al rey de España y los
había colocado a las órdenes de príncipes protestantes que creían en la bondad de la banca o
de católicos que no veían la necesidad de anteponer la obediencia estricta a las enseñanzas
vaticanas sobre los intereses de su patria. El resultado es de todos sabido porque, desde luego,
difícilmente pudo resultar más nefasto para España. A decir verdad, nunca recuperaría su
posición de potencia de primer orden. Y es que, como ha señalado, H. R. Trevor-Roper, "las
sociedades protestantes eran, o se habían convertido, en sociedades con una visión más
adelantada que las sociedades católicas tanto económica como intelectualmente".

Sin embargo, España, por desgracia, no aprendió la lección que habían captado Wallenstein,
Richelieu o Mazarino. Siguió despreciando los bancos y su actividad durante siglos. Como en el
caso del trabajo al que quiso privar del carácter infamante que le daban los españoles, también
Carlos III intentó que la nación se desprendiera de sus prejuicios. También fracasó en ese
intento. Hasta mediados del siglo XIX no aparecieron los primeros bancos en España. De nuevo,
la nación se había quedado varios siglos –en este caso más de cuatrocientos años– retrasada
en relación con la Europa donde había triunfado la Reforma. Por añadidura, el prejuicio
continúa a día de hoy. Hace apenas unos días, Tomás Gómez, un dirigente socialista no
caracterizado precisamente por sus aciertos económicos, llamaba a la gente a rebelarse contra
los mercados. Lo hacía apenas unos días después de que la Comisión para justicia y paz de la
Santa Sede condenara en un documento la "idolatría de los mercados". En el último caso, es
bien cierto que algunos economistas católicos se apresuraron a decir por los pasillos que la
Santa Sede podía ocuparse de cosas más importantes que disparatar en materia económica.
Tenían razón, pero ya era un poco tarde para salvar el imperio español e igualarnos con otras
naciones que comenzaron a adelantarnos hace casi medio milenio.

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Las razones de una diferencia (3) 2011-11-13

Educación

César Vidal

Al igual que en el paganismo, en el seno del cristianismo, se podía ser piadoso –


incluso un santo– y, a la vez, analfabeto.

En las dos entregas anteriores, he mostrado cómo la raíz de las diferencias que España –y no
sólo España– tiene con otras naciones arranca de una visión del trabajo o del mundo de las
finanzas que procede de la Edad Media y que no se vio afectada por la Reforma del s. XVI. No
terminan ahí nuestras diferencias. Otra –y de las más fundamentales– se halla en el terreno
educativo.

La Biblia señala que cuando Moisés se despidió de su sucesor, Josué, le encargó lo siguiente:
"Nunca se apartará de tu boca este libro de la Torah, sino que, de día y de noche, meditarás en
él, para que guardes y te comportes de acuerdo con todo lo que está escrito en él, porque de
esa manera prosperará tu camino y que todo te saldrá bien" (Josué 1: 8). Pocas veces un
consejo habrá alterado la marcha de la Historia de una manera tan espectacular ya que la
conducta y la práctica religiosas no iban a estar vinculadas en el futuro tanto al rito –aunque
existiera– como a la lectura de un texto sagrado que se abría no a una casta sacerdotal sino al
conjunto del pueblo. Como señalaba el capítulo 6 de Deuteronomio, los padres debían poder
explicar a sus hijos los mandatos contenidos en la Torah. Esta circunstancia tuvo una
consecuencia inmediata para los miembros del pueblo de Israel como fue la creación de una
cultura que necesitaba desesperadamente la alfabetización para creer. El proceso de
alfabetización era tan obvio, por ejemplo, en la época de Jesús que a nadie le sorprendía que el
hijo de un carpintero o de un pescador supiera leer, escribir y discutir sobre lo leído. Semejante
circunstancia dotó de una extraordinaria capacidad de supervivencia a los judíos, que incluso
antes de la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d. de C., habían depositado la guía
espiritual de la nación no en los sacerdotes sino en los sabios.

Por supuesto, semejante conducta también tuvo efectos colaterales negativos. Por ejemplo,
conocedores de lo que establecía la Torah, los judíos mantuvieron unas normas de higiene y
limpieza durante la Edad Media que los libraron de no pocas enfermedades y padecimientos...
sólo para que la gente los acusara de causar las epidemias y por eso verse libres de su efecto.
Con todo, para los judíos –que seguían lo señalado en la Torah– el pertenecer a una religión del
libro tuvo, entre otras consecuencias benéficas, la de una mayor alfabetización que la que
pudiera darse en otras culturas.

Religión del libro surgida del judaísmo, el cristianismo debería haber seguido la senda marcada
por aquel en lo que a alfabetización se refiere. Así, fue en el s. I cuando Pablo, despidiéndose
de Timoteo, le indicó que "desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras las cuales pueden
hacerte sabio para la salvación por la fe en Cristo Jesús" (2 Timoteo 3: 15). El panorama cambió
de manera radical en el siglo IV. Al respecto, el testimonio de J. H. Newman, cardenal católico
procedente del anglicanismo, no puede ser más claro:

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En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la
cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o
ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que
Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los
ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es
necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha
familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos
concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las
ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas
sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras
sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una
fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y
santificados por su adopción en la Iglesia (An Essay on the Development of Christian Doctrine,
Londres, 1890, p. 373).

A partir de Constantino, el cristianismo fue cambiando el énfasis en el Libro por una visión
ceremonial y sacerdotal que se fue desarrollando todavía más durante la Edad Media. Sin
duda, los monasterios desempeñaron un papel notable en la preservación de la cultura clásica
y no es menos cierto que hubo algún intento –fallido– de popularizar en cierta medida esa
cultura. Sin embargo, en el curso de la Edad Media quedó claro que, al igual que en el
paganismo, en el seno del cristianismo, se podía ser piadoso –incluso un santo– y, a la vez,
analfabeto. El saber leer y escribir no era condición para conocer el camino de la salvación y,
dicho sea de paso, tampoco para otras tareas como la guerra o el campo. Esa visión saltó hecha
añicos con la Reforma protestante del siglo XVI.

Para los reformadores, la única regla de fe y conducta era la Biblia, un libro al que todos debían
tener acceso para poder examinarlo con libertad y sin las ataduras de una jerarquía porque, al
ser la Palabra de Dios, se explicaba por sí mismo. Resulta curioso observar la manera
machacona en que algunos persisten en considerar el libre examen de la Biblia como una
conducta malvada. En realidad, no pasaba de ser la afirmación de un derecho fundamental, el
de acercarse al texto sagrado y poderlo leer en la propia lengua y no en un latín que era
desconocido para la mayoría. Por otro lado –y volviendo con ello a una línea ya existente en el
judaísmo– el pastor en el protestantismo dejó de ser un sacerdote para convertirse en el sabio
que conoce las Escrituras al igual que sucedía desde hacía siglos con los rabinos.

Se podía –y se puede– ser un fiel católico sin saber leer ni escribir. Esa circunstancia es
imposible para el judaísmo y también para el protestantismo. ¿Cómo se puede acercar nadie a
un texto que procede de Dios por definición si no se sabe leer ni escribir? Las consecuencias de
esa circunstancia fueron extraordinarias siquiera porque la Reforma deseaba sobrevivir y
además expandirse y ninguna de esas metas era alcanzable sin extender la alfabetización. Así,
en 21 de mayo de 1536 se estableció la primera escuela pública y obligatoria de la Historia. El
lugar era la protestante Ginebra. No fue una excepción. La Primera confesión escocesa de 1547
establecía una reforma de la educación exigiendo que en los medios rurales se enseñara a los
niños en escuelas adjuntas a las iglesias; en las ciudades con superintendentes se abrieran
escuelas y universidades con un personal debidamente pagado. Era el inicio, pero iba a crear
en pocos años diferencias abismales entre unas naciones y otras. Dejaré para una próxima
entrega el impacto que esa diferencia crearía en el ámbito de la investigación científica, pero
en el de la educación fue abrumador.

Las naciones donde había triunfado la Reforma multiplicaron los esfuerzos por educar no a
élites –como la Compañía de Jesús– o a niños vagabundos –como pretendió con más corazón

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que éxito José de Calasanz– sino a toda la población sin excepciones. A finales del siglo XVI, el
índice de alfabetización de la Europa protestante era muy superior al de la católica, sin excluir
una España en la que Felipe II había decretado que los estudiantes no cursaran estudios en
universidades extranjeras por miedo a la contaminación de la herejía o una Francia en la que la
población hugonote estaba mucho más alfabetizada que la católica. En el caso de algunas
confesiones, el avance fue verdaderamente espectacular. Por ejemplo, a mediados del siglo
XVII, los cuáqueros tenían un índice alfabetización del cien por cien lo que explica no poco sus
avances en las décadas siguientes en áreas como la banca, el comercio o la ciencia, tres áreas
de las que, no por casualidad, España se iba a descolgar lamentablemente.

No puede sorprender que en 1808, el noventa por ciento de la población española fuera
analfabeta ni tampoco que seis años después gritara "¡Viva las caenas!". ¿Podía, a decir verdad,
haberse comportado de otra manera un pueblo ciertamente heroico, pero mayoritariamente
analfabeto?

Es bien significativo que los primeros intentos para revertir esa situación se dieran en España
ya en pleno siglo XIX, por impulso de los liberales y chocando no pocas veces con la iglesia
católica que deseaba mantener el monopolio de la enseñanza.

La Ley Moyano fue el primer éxito en el camino hacia una educación pública. Pero se aprobó en
1857. ¡1857! Habían pasado más de trescientos veinte años desde aquella ley ginebrina que
establecía la escuela obligatoria y pública. Como en otras áreas, España había perdido siglos
precisamente cuando más necesitaba por su condición de potencia no quedarse rezagada.
Cuando, siglos después, intentó remontar esa situación lo hizo además en no pocas ocasiones
con la mancha del sectarismo que no veía la educación como algo bueno per se sino como un
instrumento de adoctrinamiento. Para remate, ese atraso no iba a limitarse, por desgracia, al
área de las finanzas o al terreno educativo.

Las razones de una diferencia (4) 2011-11-20

...Y ciencia

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César Vidal

En nuestra España –como en Italia, Portugal o las naciones hispanoamericanas– el


desdén por la ciencia, la desconfianza hacia la innovación y la esclavitud a esquemas mentales
pasados continúan siendo terribles taras.

En apenas unas décadas que van de los últimos años del siglo XV a las primeras décadas del
XVI, España –y con ella buena parte de Europa– se desvinculó de cambios absolutamente
trascendentales para el futuro de Occidente. Hemos mencionado la visión del trabajo, el
desarrollo del sistema crediticio y la educación. No menos grave fue el hecho de que se viera
descolgada de la Revolución científica.

Que la Reforma del siglo XVI fue la clave para entender la Revolución científica es una verdad
histórica admitida en todas las áreas. La ha subrayado el historiador de la ciencia Thomas Kuhn
en La estructura de las revoluciones científicas; insistieron en ella filósofos como Whitehead y
Schaeffer, pero, sobre todo, ha sido innegable para los que nos dedicamos a la Historia de
manera profesional y no diletante. Como señaló H. Butterfield en The Origins of Modern
Science: "no sólo Inglaterra y Holanda sostienen una posición dirigente, sino esa parte de
Francia que fue más activa en promocionar el nuevo orden fue la sección Hugonote o ex
Hugonote, especialmente los Hugonotes en el exilio, los nómadas, que desempeñaron un parte
importante en el intercambio intelectual que estaba tomando lugar".

La razón era obvia. Una vez más se encontraba en el regreso a la Biblia como ha vuelto a
recordar en una monografía extraordinaria –The Bible and the Emergence of Modern Science–
Peter Harrison. El retorno a la Biblia –el tan denostado y mal entendido libre examen– permitió
recuperar las insistentes referencias de Salomón para estudiar la Naturaleza; los repetidas
llamados de los Salmos y los profetas para observar el cosmos y, sobre todo, el mandato
recogido en el primer libro del Génesis (ese mismo donde se afirma que el hombre trabajaba
antes de la Caída) de dominar y conocer la Creación. Ese retorno a las enseñanzas de la Biblia
por encima de otras autoridades permitió emanciparse del Escolasticismo medieval que ya
había dado todo lo que podía y, sobre todo, contemplar la Naturaleza como un objeto de
dominio y conocimiento al que no se aplicaban las leyes de la teología sino las de una ciencia
propia. Como ha señalado certeramente R. Hooykaas, "las ciencias modernas crecieron cuando
las consecuencias de la concepción bíblica de la realidad fueron plenamente aceptadas. En los
siglos XVI y XVII la ciencia fue extraída del callejón sin salida en que se había metido gracias a la
filosofía de la Antigüedad y de la Edad Media. Se abrieron nuevos horizontes".

Las consecuencias resultaron espectaculares. Ramus y Bacon rechazaron el método silogístico


de la Escolástica medieval señalando que era inadecuado para la ciencia en la medida en que
partía de nociones y no de los hechos de la Naturaleza. Palissy, Pare e Isaac Beeckman, el gran
científico calvinista de Holanda, hicieron hincapié en un método científico que, con claras
resonancias de los Salmos, partía de la observación de la Naturaleza. De hecho, Beeckman, que
anunció el principio de inercia, se adelantó al mismo Galileo en obtener una deducción
dinámica de la ley de los cuerpos que caen. Como señaló en su día Lewis Mumford en su
Technics and Civilization: "Fue un óptico holandés, Johann Lippersheim, quien en 1605 inventó
el telescopio y así sugirió a Galileo los métodos eficientes que necesitaba para realizar
observaciones astronómicas. En 1590, otro holandés, el óptico Zacharias Jansen inventó el
microscopio compuesto, posiblemente también el telescopio. Un invento aumentó la

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perspectiva del macrocosmos; la otra reveló el microcosmos; entre ellas, los conceptos
ingenuos de espacio que el hombre ordinario tenía quedaron totalmente deshechos".

Como en el caso del mercado crediticio o en el de la educación, las naciones donde había
triunfado la Reforma –más pobres y pequeñas a decir verdad– adelantaron de manera
prodigiosa a las grandes potencias católicas por no decir a las ortodoxas. La supremacía
protestante resulta tan aplastante que podríamos citar docenas de ejemplos de cómo sus
científicos se convirtieron en precursores y paradigmas del avance científico. Me limitaré por
obvias razones de espacio a algunos de los más importantes. Por ejemplo, Francis Bacon (1561-
1626) que estableció el método científico y, a la vez, podía escribir obras de teología
protestante. Por ejemplo, Johannes Kepler (1571-1630), piadoso luterano que revolucionó las
matemáticas y la astronomía trabajando sobre la luz y las leyes del movimiento planetario
alrededor del sol y que además escribía sobre teología. Su talento era tan extraordinario que
los gobernantes católicos de Graz –mucho más sensatos que el español Felipe II– le insistieron
en que siguiera en la ciudad. Por ejemplo, Robert Boyle (1627-1691) que no sólo enunció la ley
de Boyle sino que fue el creador de la química moderna y uno de los fundadores de la Royal
Society. Apasionado protestante, contribuyó económicamente, por ejemplo, a la traducción del
Nuevo Testamento al turco. Por ejemplo, John Ray (1627-1705), botánico, zoólogo y apologista
cristiano de cuya obra tomaría masivamente Linneo. Por ejemplo, Isaac Barrow (1630-1677),
maestro de la óptica y de Isaac Newton, además de teólogo extraordinario en cuya elocuencia
se inspiró William Pitt para sus discursos parlamentarios. Por ejemplo, Antonie van
Leeuwenhoek (1632-1723), descubridor de las bacterias. Por ejemplo, Isaac Newton (1642-
1727), el mayor científico de la Historia que destacó en áreas como la óptica, la mecánica y las
matemáticas, pero que, a la vez, fue un magnífico economista y un notable autor de libros de
teología, protestante, por supuesto. Por ejemplo, Carlos Linneo (1707-1778), al que debemos
la taxonomía indispensable para el progreso de las ciencias naturales. Por ejemplo, Leonhard
Euler (1707-1783), matemático, el más famoso de los científicos suizos y piadosísimo calvinista.
Por ejemplo, John Dalton (1766-1844), fundador de la moderna teoría atómica y convencido
cuáquero que abrió una escuela en un granero para hacer avanzar la alfabetización. Por
ejemplo, David Brewster (1781-1868), investigador de la luz polarizada. Por ejemplo, Michael
Faraday (1791-1867), cuyas obras sobre electricidad y magnetismo revolucionaron la física y de
cuyo talento seguimos aprovechándonos hoy porque sentó las bases de adelantos como los
ordenadores, el teléfono o las redes de internet. A él le preocupaba, sin embargo, mucho más
vivir una existencia de acuerdo con los principios del Nuevo Testamento en el seno de una
pequeña comunidad protestante. Insisto en ello: son sólo algunos botones de muestra.

¿Hubo científicos católicos en esa misma época en que la Europa de la Reforma conocía una
revolución científica sin precedentes en la Historia de la Humanidad? Desproporcionadamente
pocos cuando se comparan con el número de los protestantes y, sobre todo, sometidos a una
trayectoria reveladora. Galileo (1564-1642) –que basó buena parte de sus avances en las obras
de científicos calvinistas holandeses– fue juzgado y condenado por la iglesia católica. Se
convirtió en un claro aviso para navegantes. Blaise Pascal (1623-1662) fue un hereje jansenista
desde la perspectiva católica con una visión de las doctrinas de la gracia completamente
reformada. Descartes (1596-1650) insistió una y otra vez en su ortodoxia católica e incluso
subrayó que no iba a examinar las creencias religiosas –lo que no deja de ser una interesante
declaración de principios que se comprende de sobra con el precedente represor de Galileo–
pero, a pesar de todo, no conoció la libertad científica en tierras católicas. Pascal estaba
convencido de que, en el fondo, era un ateo, pero, fuera lo que fuese, lo cierto es que pasó
buena parte de su vida en la protestante Suecia mientras que sus obras –demasiado
científicas– fueron colocadas en 1663 en el Índice de libros prohibidos por el papa. Los tres
casos constituyen una buena prueba de que la ciencia hubiera podido desarrollarse en

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naciones mediterráneas igual que en el norte de Europa... si hubieran abrazado la Reforma. Por
el contrario, el hecho de continuar sometida la ciencia a autoridades eclesiásticas resultó
nefasta para esas naciones.

Las consecuencias que esta situación tuvo para España y para otras naciones católicas fueron
pavorosas y llegan hasta el día de hoy. En el siglo XVI, como siempre ha sucedido a lo largo de
la Historia de las guerras, los adelantos técnicos –lo mismo sea la espada de hierro contra la de
bronce o la legión frente a la Falange– eran esenciales para la victoria. Sin embargo, Felipe II, el
monarca que ya había hundido varias ocasiones la economía nacional decidió, por añadidura,
prohibir que los estudiantes españoles se matricularan en universidades extranjeras. España lo
pagó muy caro en el campo de batalla. Cuando la Armada destinada a invadir Inglaterra para
reimplantar el catolicismo se enfrentó con las naves inglesas, los españoles continuaban
técnicamente en Lepanto. Los ingleses, sin embargo, a pesar de su inferioridad numérica y de
su menor relevancia económica, no habían dejado de avanzar técnicamente. El resultado es
sabido por todos. Sin duda, los marinos y los soldados españoles eran extraordinarios y
derrocharon valor y sangre, pero combatían no sólo con los ejércitos enemigos sino con el
fanatismo feroz de sus propios gobernantes.

Por supuesto, entonces –como ahora– hubo quien se percató de lo que sucedía. En 1592, una
década antes de la publicación de la Biblia de Reina-Valera, cuando el imperio español
marchaba a su ocaso desangrado por guerras cuya única justificación aparente era el combate
contra el protestantismo, el desastre sufrido por la fuerza de desembarco que debía invadir
Inglaterra provocó uno de los primeros cuestionamientos de la política de España. Ginés de
Rocamora, el procurador de Murcia, defendió, en clara armonía con aquellos principios, que
España debía "sosegar a Francia, reducir a Inglaterra, pacificar a Flandes y someter a Alemania
y Moscovia". No se le escapaba al triunfalista Rocamora lo audaz de su tesis, pero pronto echó
mano de un argumento que, de nuevo según el enfoque de la Contrarreforma, debía disipar
cualquier posible –y arriesgada– objeción. La causa de España era la de la iglesia católica y, por
lo tanto, era la de Dios. Por ello, había que tener la absoluta convicción en que "Dios dará
sustancias con que descubrirá nuevas Indias y cerros de Potosí, como descubrió a los Reyes
Católicos de gloriosa memoria...". España era una nación elegida y, al realizar los designios de
Dios, ya se ocuparía Éste de proporcionarle recursos. La ardorosa exposición de Rocamora
encontró un templado contrapunto en Francisco Monzón, otro procurador que, quizá por
representar a Madrid, conocía más a fondo el impacto que aquellas guerras estaban teniendo
sobre la Capital y Corte. Para Monzón resultaba obvio que era absurdo seguir desangrando el
imperio en pro de unos intereses que no eran los de la nación española sino los de terceros no
pocas veces ingratos. Ante el argumento –aparentemente sólido– de que España estaba
contribuyendo a facilitar la salvación y a impedir la perdición eterna de sus adversarios,
Monzón no pudo dar una respuesta más escueta y, a la vez, convincente: "si ellos se quieren
perder que se pierdan". Monzón no fue escuchado. España siguió dilapidando sus recursos –
suena a historias recientes de fondos comunitarios o de subvenciones– y despertó arruinada
porque el oro de las Indias no podía mantener la fiesta de manera perpetua.

Y es que la Historia no se detiene para nadie y menos para los que se empeñan en mirar a un
pasado idealizado en lugar de al presente y al futuro. Los mamelucos que habían vencido a los
cruzados de san Luis comprobaron a finales del siglo XVIII que los triunfos de antaño no eran
garantía alguna a la hora de enfrentarse con otros franceses, esta vez muy superiores
técnicamente y mandados por Napoleón.

Como en el caso de otras diferencias que nos colocaban en situación de gravísima inferioridad,
el siglo XVIII fue testigo de algunos intentos infructuosos por corregir los males del pasado. El

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Padre Feijoó, por ejemplo, que admiraba a herejes como Bacon y Newton, protestó contra la
superstición y abogó por una mentalidad científica que permitiera avanzar a la nación. Tenía
toda la razón, pero no sirvió de nada. En España ya no quedaban herejes que quemar, pero
basta examinar los grandes procesos inquisitoriales del siglo, comenzando por el de Pablo
Olavide, para comprobar que los avisos a navegantes –navegantes ingenuos, bien
intencionados y, por regla general, buenos católicos– tuvieron un efecto devastador.

Algunas naciones que, como Francia, se desprendieron del armazón de la Contrarreforma en


algún momento lograron recuperar, siquiera en parte, el tiempo perdido. Para el resto, los
datos seguirían siendo estadísticamente espeluznantes. Según John Hulley, un economista del
Banco Mundial, de todos los premios Nobel relacionados con la ciencia y otorgados entre 1901
y 1990 el 86% habían sido ganados por protestantes y judíos, en este último caso el 22%. La
estadística sobrecoge.

A día de hoy, y a diferencia de lo que sucede en una nación como los Estados Unidos, en
nuestra España –como en Italia, Portugal o las naciones hispanoamericanas– el desdén por la
ciencia, la desconfianza hacia la innovación y la esclavitud a esquemas mentales pasados
continúan siendo terribles taras. A decir verdad, hoy nos seguimos topando con el mismo
dañino fanatismo en los que niegan la realidad de la Historia, en los que señalan que "ellos
más" cuando se habla de naciones que nos adelantaron hace siglos sin que hayamos
conseguido igualarnos a ellas, en los que apelan a lo que se ha hecho "toda la vida", en los que
miran con desprecio a los que cuestionan sus prejuicios y, de manera muy especial, si son
miembros de minorías "diferentes" y en los que observan por encima del hombro a los
partidarios de la innovación porque para algunos de ellos hasta aprender inglés resulta de
conveniencia discutible. Es posible que se crean la esencia de la raza, de una España elegida
por Dios, pero sólo forman parte de la legión de fanáticos que han encadenado a esta nación –
y a otras– al atraso durante siglos.

Pero, volviendo a nuestro tema, en sucesivas entregas, tendremos ocasión de ver cómo no
acaban en lo expuesto nuestras diferencias con otras naciones.

Las razones de una diferencia (5) 2011-11-27

Primacía de la ley

César Vidal

No pocos españoles, a diferencia de la generalidad de los ciudadanos de esas


naciones donde triunfó la Reforma, normalmente, siempre encuentran excusas para sí o para el
sector al que pertenece a la hora de no someterse al imperio de la ley.

En las anteriores entregas he ido mostrando cómo España –y con ella naciones como Italia y
Portugal amén de las que acabarían siendo repúblicas hispanoamericanas– se quedaron
descolgadas de una ética del trabajo y de una visión del mundo crediticio indispensables, así

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como de un impulso alfabetizador y científico irrenunciables. Sucedía además cuando España


era un imperio y necesitaba más que nunca no verse adelantada por sus rivales que fue,
precisamente, lo que sucedió. Por desgracia, no fueron las únicas pérdidas experimentadas por
la España que expulsó a los judíos y quemó a los protestantes. A ellas se añadió la pérdida de
asimilar la primacía de la ley sobre cualquier persona e institución.

En el año 1538, Calvino y algunos de sus amigos fueron expulsados de la ciudad de Ginebra por
las autoridades. El momento fue aprovechado por el cardenal Sadoleto para enviar una carta a
los poderes públicos de la ciudad instándoles a rechazar la Reforma y regresar a la obediencia a
Roma. La carta del cardenal Sadoleto estaba muy bien escrita, pero lo cierto es que no debió de
convencer a los ginebrinos ya que éstos solicitaron en 1539 a Calvino (que seguía desterrado)
que diera respuesta epistolar al cardenal. Calvino redactó su respuesta al cardenal Sadoleto en
seis días y el texto se convirtió en un clásico de la Historia de la teología. Escapa a los límites de
esta serie el adentrarse en el opúsculo, pero sí es obligado mencionarlo porque en él se puede
contemplar dos visiones de la ley que diferenciaron –¡como tantas otras cosas!– a las naciones
en las que triunfó la Reforma de aquellas en que no sucedió así.

El dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar en el
sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo
que dice una ley a la que hay que someterse. Sadoleto defendía el segundo criterio mientras
que Calvino apoyaba el primero. Para Calvino, era obvio que la ley –en este caso, la Biblia–
tenía primacía y, por lo tanto, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de
legitimidad. El cardenal Sadoleto, por el contrario, defendía que era la institución la que decidía
cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era
extraordinariamente grave. La Reforma optó por la primera visión, mientras que en las
naciones donde se afianzó la Contrarreforma se mantuvo un principio diferente, el que
establecía no sólo que no todos no eran iguales ante la ley sino que, por añadidura, había
sectores sociales no sometidos a la ley. Se creaba así una cultura de la excepción justificada.

Los ejemplos de esa diferencia llegan hasta el mismísimo día de hoy. Voy a pasar por alto las
violaciones de la ley perpetradas por ciertos soberanos como el Felipe II que ordenó un crimen
de estado como el asesinato de Escobedo o que violó los fueros aragoneses en persecución de
Antonio Pérez. El problema, por desgracia, va mucho más allá que el crimen de Estado que se
ha dado en los más diversos regímenes y épocas. Se trata más bien del hecho de que se
aceptara que sectores importantes de la población –fundamentalmente, la iglesia católica y la
monarquía– no estuvieran sometidos a la ley. Las pruebas de lo primero son interminables e
incluyen lo mismo a un Cervantes excomulgado mientras intentaba recabar suministros para la
guerra incluso en las parroquias (¡gravísimo atrevimiento pretender que la institución que más
se beneficiaba del esfuerzo de guerra hispano contribuyera al mismo!) que aquellas cárceles
concordatarias del franquismo donde se confinaba, por ejemplo, a los sacerdotes que
ayudaban a la banda terrorista ETA. Sobre esa institución no existía supremacía de la ley. Lo
segundo es tan obvio que, incluso a día de hoy, el rey sigue siendo irresponsable de cualquier
acto que pueda cometer.

Por supuesto, esa concepción permea sin discusión alguna las mejores manifestaciones
culturales del siglo de Oro. Fuenteovejuna de Lope de Vega no es sino el canto a un pueblo que
no encuentra justicia frente a un noble y que sólo tiene como vía el asesinato perpetrado de
manera colectiva lo que, dicho sea de paso, no resulta una óptima perspectiva. Sin embargo,
cuando la monarquía ha de administrar justicia, ésta no nace del texto de la ley (como
pretendía Calvino en su Respuesta al cardenal Sadoleto) sino del hecho de que el rey puede
hacer, literalmente, lo que le sale de la corona.

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Un ejemplo aún más revelador es el que encontramos en El alcalde de Zalamea, una obra
genial cuya calidad literaria es innegable, pero cuyo mensaje, si bien se examina, resulta
escalofriante. Un grupo de soldados de los tercios se asienta en un pueblo y un capitán
aprovecha la ocasión para raptar a una muchacha y violarla. En otra nación donde existiera el
imperio de la ley se habría esperado que el violador fuera juzgado y condenado. No en la
España donde no se ponía el sol. Pedro Crespo, el padre de la joven, suplica al violador que le
restaure la honra casándose con su hija. Ni que decir tiene que el capitán –sabedor de que la
ley no es igual para todos– se burla de Crespo que opta por cortar por lo sano ejecutando al
oficial y sosteniendo que estaba en su derecho ya que "al rey la hacienda y la vida se ha de dar,
pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios". La frase es buena, pero
discutible. En primer lugar, porque no es cierto que haya que dar nada a un rey de manera
incondicional y, en segundo, porque el honor de Crespo, por lo visto, se veía más que satisfecho
si su pobre hija contraía matrimonio con el canalla que la había raptado y violado. ¡Ejemplar!
Pero la historia no acaba aquí. Crespo ha quebrantado la ley, pero los espectadores de la
España de la Contrarreforma no podían ver bien que se castigara a semejante defensor de su
honor. ¿Solución? El rey aparece en escena y se coloca –¡de nuevo!– sobre la ley para absolver
a Crespo.

La última vez que vi esta obra iba acompañado de la economista María Blanco que, por un
lado, como yo, apreció la calidad literaria del drama y, por otro, se horrorizó de ver cuánto
decía de los españoles. Recuerdo que señaló que la obra demostraba cómo el gran aporte
jurídico de los españoles era "el apaño". Tenía, por desgracia, razón. Por cierto, a los que se
atrevan a decir que el sentido del honor calderoniano no era muestra de la cultura española
hay que recordarles que todavía bajo el régimen de Franco estuvieron exentos de castigo el dar
muerte a la esposa adúltera o a la hija fornicaria a la vez que la violada podía lograr que el
violador no fuera a prisión si se casaba con él.

En la Europa reformada –en la que las cuestiones de honor no pendían de la entrepierna


femenina– el sistema fue diferente. De entrada, la ley estaba por encima de las personas y de
las instituciones. No podía ser de otra manera si, tomando la ley de Dios contenida en la Biblia,
se había puesto en solfa la institución que, por definición, era más sagrada para llegar a la
conclusión de que se había deslegitimado con su conducta. La idea de esa supremacía de la ley
por encima de las personas quedó establecida claramente en un episodio que suele
mencionarse no pocas veces, el de Lutero y su último escrito contra los judíos. Aunque lo he
visto citado en varias ocasiones por españoles, tengo que señalar que, visto lo que dicen, hay
que llegar a la conclusión de que o incurren en un caso gravísimo de falta de honradez
intelectual que los descalifica totalmente o –y me inclino por esta explicación– simplemente no
han leído el texto completo en alemán ni tampoco conocen la totalidad de los hechos. No es
que la ignorancia de aquello sobre lo que se escribe constituya una recomendación, pero, al
menos, la calificación moral resultaría menos grave.

Pero volvamos al caso. De entrada, hay que señalar que Lutero manifestó al inicio de su carrera
como reformador una compasión hacia los judíos que no era habitual en la Alemania católica
de la época. No deja de ser significativo que en uno de sus escritos de esos años llegue incluso
a indicar que hasta cierto punto la falta de conversión de los judíos al cristianismo arrancaba,
fundamentalmente, del maltrato que habían recibido de la iglesia católica. Durante los años
siguientes, los judíos dejaron de tener interés para Lutero envuelto en una controversia
teológica en la que se jugaba personalmente la vida y Europa su futuro.

De esa situación, salió al final de su vida al redactar un tratado titulado Los judíos y sus
mentiras (1543). El texto rezuma un deplorable antisemitismo, cuya razón era que hasta Lutero

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habían llegado noticias de cómo los judíos difundían la noticia de que Jesús era el hijo de una
prostituta: "Así lo llaman (a Jesús) el hijo de una prostituta y a su madre, María, una prostituta,
que lo tuvo en adulterio con un artesano. Con dificultad tengo que hablar de una manera tan
áspera para oponerme al Diablo. Ahora bien, saben que hablan tales mentiras por puro odio y
voluntariamente, únicamente para envenenar a sus pobres jóvenes y a los judíos simples
contra la Persona de nuestro Señor, para evitar que acepten Su doctrina". La acusación –como
habían indicado antes de él no pocos clérigos medievales– era cierta ya que, efectivamente, en
algunos pasajes del Talmud se hace referencia a que María es una adúltera y Jesús es llamado
específicamente bastardo. De hecho, esa razón fue una de las que más pesaron en el papado y
en no pocos obispos para ordenar quemas del Talmud durante la Baja Edad Media y también la
que llevó a algunos editores judíos a suprimir los pasajes para evitar ser objeto de esa
represión papal. Sin embargo, Lutero no se limitaba en su acusación a los insultos dirigidos
contra Jesús y su madre. Además, consideraba que los judíos eran un colectivo que, mediante
la usura, oprimía a los más humildes. La afirmación puede ser matizada, pero es la misma que
desde hacía siglos venía vertiendo la iglesia católica sobre los judíos provocando decisiones
civiles y eclesiales de especial dureza contra ellos. Ante esa situación, Lutero proponía como
solución, literalmente, "la de los reyes de España", es decir, la Expulsión llevada a cabo por los
Reyes Católicos en 1492. Puede o no gustar, pero lo cierto es que si alguna vez a lo largo de su
dilatada carrera apoyó Lutero una decisión católica reciente fue ésa.

El texto de Lutero es innegablemente lamentable. Lejos de seguir la línea propia de la Reforma


de respeto a la libertad de expresión y de culto, Lutero se dejó llevar por la cólera que le
provocaban las injurias contra Jesús y María –¿algún católico de la época habría actuado con
más moderación?– y optó por una de las soluciones católicas medievales que venía
aplicándose desde hacía siglos: la expulsión. La otra, como de todos es sabido, fue la matanza
en masa como la de los pogromos españoles de finales del siglo XIV desencadenados
precisamente por clérigos. Ciertamente, si Lutero fue culpable de algo especialmente en este
escrito fue de no seguir las líneas marcadas por la Reforma sino de continuar una multisecular
tradición católica. Pero Lutero escribía ya en un medio que conocía la Reforma y es
precisamente esa circunstancia la que explica la reacción que provocó su panfleto. A pesar de
ser un autor profundamente odiado en el mundo católico, no he conseguido dar con un solo
texto católico de su época que le afeara sus conclusiones, seguramente porque la coincidencia
con lo que pasaba en la Europa católica era muy notable. Sin embargo, en la Europa
protestante, el texto de Lutero fue enérgicamente repudiado. El príncipe de Hesse –que,
supuestamente, debía haber escuchado la enseñanza de Lutero– se negó rotundamente a
expulsar a los judíos siguiendo el ejemplo de los Reyes Católicos y los mantuvo en su territorio.
Felipe Melanchton, la mano derecha de Lutero, también manifestó su oposición al texto
señalando que no debía seguirse sus directrices.

Ésa fue la posición generalizada de las iglesias nacidas de la Reforma y era lógico que así fuera.
La Reforma había introducido en las mentes y los corazones de las personas un principio
fundamental que no era otro que el de juzgar las acciones y las enseñanzas de todos los
hombres a la luz de la Biblia y someter a la primacía de la ley –y no de una institución– los
actos. Partiendo de esa base, nadie se consideró obligado a seguir el criterio de Lutero si
chocaba con la Biblia lo que, dicho sea de paso, era el caso. En el mundo católico, apenas unos
años antes, el papa había celebrado la expulsión de los judíos de España con una serie de
festejos entre los que se incluyó una corrida de toros. En otras palabras, en el siglo XVI, en la
Europa reformada, nadie hizo caso a Lutero cuando pretendió que se expulsara a los judíos
como habían hecho los Reyes Católicos en España unas décadas antes.

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En la España del siglo XXI todavía hay quien propugna la canonización de Isabel la católica –yo
he estado en una reunión del comité que la impulsa y son gente muy agradable aunque no me
parecieron compungidos por la Expulsión sino más bien por la resistencia que entre los judíos
de hoy hallaría la causa– quien justifica o minimiza la expulsión de los judíos y quien pretende
comparar el episodio con otros acontecidos en otras naciones. Basta preguntar a los mismos
judíos para saber que no fue así. Entendámonos. Isabel la católica no fue una genocida como
pretendió Enrique de Diego en la primera edición de su novela El último rabino. Fue una gran
reina, pero eso no puede impedir que examinemos también acciones como la implantación de
la Inquisición o la expulsión de los judíos cuyas pésimas consecuencias para nuestra nación
llegan hasta nuestros días. Por añadidura, su acción no tuvo freno. La de Lutero, sí. Quizá por
eso, la nación donde fue salvada casi toda la población judía durante la Segunda Guerra
Mundial fuera la luterana Dinamarca y quizá por eso la primera declaración dirigida contra el
nacional-socialismo por una entidad cristiana fuera la Declaración de Barmen de 1934 suscrita
por protestantes alemanes justo cuando el 22 de julio de 1933 la Santa Sede había firmado un
Concordato con Hitler. Pero no nos desviemos.

El hecho de que las naciones en las que triunfó la Reforma admitieran de manera casi
inmediata la supremacía de la ley sobre los individuos y las instituciones tuvo resultados
impresionantes. Mientras España soportaba a un rey como Felipe IV que estaba terminando de
liquidar el imperio español en defensa de la Contrarreforma, e incluso cuarteando la unidad
nacional, los puritanos ingleses se alzaban contra el rey Carlos I en defensa de sus derechos –
fundamentalmente la libertad de conciencia, la libertad de representación y la propiedad
privada–, lo derrotaban, lo juzgaban y lo decapitaban. En teoría, el parlamentarismo tenía que
haber avanzado más en España que en otras naciones. No fue así porque se admitió como
circunstancia innegable que instituciones como la iglesia católica o la monarquía no estuvieran
sometidas al imperio de la ley. Así, el parlamentarismo progresó, precisamente, en naciones
donde triunfó la Reforma como Inglaterra, Holanda, Suiza o las naciones escandinavas.

Pero sobre ese tema volveremos en un capítulo posterior. De momento, subrayemos que la
primacía de la ley iba a quedar descartada de una España diferente en esto como Portugal,
Italia o las naciones hispanoamericanas, donde también se ha desarrollado un sentido de la
obediencia a la ley especialmente tuerto y que siempre, siempre encuentra justificación. Hasta
el día de hoy, para Cándido Conde Pumpido es lícito que los fiscales se manchen las togas con
el polvo del camino porque, en el fondo, cree que la ley no debe obligar a los que persiguen las
buenas metas de la izquierda. Hasta el día de hoy, el obispo Munilla se puede llevar a la
Jornada Mundial de la Juventud a los presos de una cárcel vasca –y luego presumir de ello en la
página web de la diócesis– porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a los
representantes de Cristo en la tierra ocupados de santas labores. Hasta el día de hoy, la
Compañía de Jesús puede prestar el santuario de Loyola para reuniones entre ETA, los
emisarios de ZP y los correos del PNV porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a
los que buscan servir causas nobilísimas como la de que los terroristas sean tan aceptados
socialmente como las víctimas. Para no pocos españoles, los ERE de la Junta de Andalucía son
odiosos (lo son), pero el caso Gürtel (que también lo es) constituye un simple desvío de la
atención. Son españoles distintos, naturalmente, de aquellos que consideran que José Blanco
es perseguido tan sólo para cubrir las acciones de uno de los yernos del rey. No es algo propio
de los tiempos de ZP sino de la Historia de España. Los precedentes históricos son infinitos
como Redondela o los indultos de MATESA o la voladura del diario Madrid durante un régimen
que algunos encuentran tan idílico como para que los liberales, supuestamente, tengamos que
reivindicarlo, algo, por supuesto, imposible para cualquiera que ame la libertad.

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Afrontemos los hechos: no pocos españoles, a diferencia de la generalidad de los ciudadanos


de esas naciones donde triunfó la Reforma, normalmente, siempre encuentran excusas para sí
o para el sector al que pertenece a la hora de no someterse al imperio de la ley. Da lo mismo si
se trata de la corrupción de su partido o de las multas de tráfico. Si pertenecen a su iglesia, a su
partido o a su familia seguro que no sería tan grave, si es que acaso lo es. Su conducta no es
única, ciertamente. Se da igual en Italia y Portugal, en Grecia y Argentina, en México y
Nicaragua. Forma parte de una visión que ya encarnaba el cardenal Sadoleto y que, por
supuesto, siempre se las arregla para hallar justificación. Por cierto, ya que vuelvo a hablar del
cardenal Sadoleto, imagino que algunos desearán saber en qué concluyó el episodio. Es fácil de
suponer. Las autoridades ginebrinas eran inteligentes y deseaban lo mejor para sus
administrados. Rechazaron la propuesta del cardenal Sadoleto y Calvino fue llamado
nuevamente a Ginebra.

Las razones de una diferencia (6) 2011-12-04

Pecados veniales

César Vidal

El respeto a la propiedad privada para millones de españoles se acaba en la propia. Se llevan


del trabajo los bolígrafos, los folios, los libros, la comida de los compañeros y, por supuesto, en
los hoteles las toallas o los albornoces.

En el siglo XVI, España se quedó descolgada del regreso a una serie de valores recogidos en la
Biblia que se tradujeron en aquellas naciones donde triunfó la Reforma en una nueva ética del
trabajo, una superior cultura crediticia, una alfabetización acelerada, una revolución científica y
un reconocimiento de la primacía de la ley. No fueron sus únicas pérdidas como veremos en las
próximas entregas. Por añadidura, España aceptó, siguiendo el único discurso tolerado, la
venialidad de ciertas conductas especialmente dañinas para la construcción de una sociedad
de ciudadanos. Me refiero –podría citar más– a la benevolencia con que acogió la mentira y la
falta de respeto por la propiedad privada.

El concepto de pecado venial es teológicamente muy discutido y discutible –no aparece, por
ejemplo, en la Biblia– pero no es ése un terreno en el que vaya a adentrarme ahora. Baste decir
que uno de los pecados mencionados expresamente en el Decálogo (Éxodo 20: 1-17) junto al
culto a las imágenes, el homicidio, el adulterio o el robo es precisamente la mentira. A lo mejor
es verdad que la mentira carece de relevancia salvo en casos especiales como enseña el último
Catecismo de la iglesia católica, pero no da la sensación de que el Dios que le entregó los
mandamientos a Moisés pensara lo mismo. Desde luego, en la cultura española –igual que en
la italiana o la hispanoamericana– no caló esa enseñanza bíblica. Reflexiónese, por ejemplo, en
el hecho de que España es la única nación que cuenta con una Novela picaresca. No me refiero

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al Lazarillo que no es una novela picaresca sino erasmista –no podía ser menos teniendo en
cuenta lo harto que estaba su autor Alfonso de Valdés de soportar al amancebado confesor de
Carlos V–, sino a todo un género que reunió talentos como los de Mateo Alemán, Quevedo o
Vicente Espinel, entre otros muchos, para dejar de manifiesto de manera indubitable que en la
España que desangraba los caudales americanos convertida en espada de la Contrarreforma la
superstición, la corrupción y la incompetencia institucional eran soportadas recurriendo
fundamentalmente a un pecado venial como era la mentira.

Por supuesto, la mentira se ha dado y da en otras culturas, pero no la novela picaresca –el
Simplicus Simplicissimus o Moll Flanders son excepciones a la regla general– por la sencilla
razón de que si bien otras también consagraron el pecado venial de mentir como una forma de
existencia, no es menos cierto que ninguna nación fue tan trágicamente consciente de las
mentiras que sufría. Por desgracia, concluido el desastre de los Austrias –que tan certeramente
supo reconocer Claudio Sánchez Albornoz y que algunos ignorantes se empeñan en negar–
España sólo se quedó con la venialidad de la mentira y no con el análisis de las razones de su
desgracia que la única cultura legal convirtió, por añadidura, en motivos de jactancia.

Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan
importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es
una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados
Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta
de defunción. En España, la mentira pronunciada por una alianza de políticos izquierdistas y
nacionalistas y repetida por los medios de comunicación afines llevó al poder a ZP en 2004. No
fue –y duele decirlo– una situación excepcional. La mentira no ha provocado el final de un solo
político a lo largo de toda la Historia de España. Se utiliza como arma arrojadiza contra el otro,
pero son pocos, poquísimos los españoles que la sopesan como factor a la hora de decidir su
voto salvo que sea un argumento añadido para arrojar a la cara del contrario.

Algo lamentablemente semejante sucede con la propiedad privada. Históricamente, el español


no ha contemplado la propiedad privada como un derecho inviolable frente a los poderosos
que es tanto más esencial cuanto más ayuda a proteger la libertad individual. Ésa es una idea
neta y rotundamente protestante, surgida de las páginas de la Biblia, pero no ha arraigado
jamás en las naciones donde no triunfó la Reforma. A decir verdad, sólo la propiedad regia,
ocasionalmente la nobiliaria, y, por supuesto, la perteneciente a la iglesia católica se han
considerado sagradas e inviolables. De hecho, cuando en alguna situación de verdadera
necesidad se ha llegado a la conclusión de que cualquiera de esas dos propiedades no era
inviolable los españoles lo hemos pagado muy caro. Piénsese, por ejemplo, que la
desamortización de bienes eclesiásticos del siglo XIX –que infructuosamente intentaron llevar a
cabo, como tantas otras cosas indispensables, los ilustrados del siglo XVIII– todavía la estamos
pagando en la actualidad y los aspectos económicos de los sucesivos concordatos y acuerdos
entre el Estado español y la iglesia católica se han justificado jurídicamente desde hace dos
siglos como una indemnización por aquella desamortización. Pocas veces se habrá conseguido
mayor beneficio de una expropiación y por mayor espacio de tiempo y quizá no es extraño
porque a día de hoy ni sabemos cuánta es la cantidad que hay que indemnizar ni por cuánto
tiempo hay que hacerlo.

Dado que, históricamente, las únicas propiedades consideradas sagradas han estado unidas a
la Corona y a la iglesia católica no sorprende que en España se respete tan poco la propiedad
privada. Pasemos por alto esa impuntualidad que no es sino un robo a las empresas y que se
intenta compensar en España –y Argentina– con un plus de puntualidad que no comprende –
con razón– ningún inversor extranjero. Pasemos por alto el mínimo castigo que deriva de

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delitos como dar un cheque sin fondos penado en otras naciones incluso con la prisión.
Pasemos por alto la costumbre generalizada de entrar en el jardín ajeno a coger flores o a robar
fruta –algo que recuerdo haber afeado en mi infancia y adolescencia a bastantes niños sin que
ninguno llegara a comprender mis escrúpulos morales y dejara de considerarme un
aguafiestas– como si fuera el comportamiento más normal. El respeto a la propiedad privada
para millones de españoles se acaba en la propia. Se llevan del trabajo los bolígrafos, los folios,
los libros –en la católica cadena COPE tuve que acabar cerrando con llave mi despacho porque
los hurtos llegaron a convertirse en un fenómeno diario–, la comida de los compañeros –sí, y
no me obliguen a dar ejemplos concretos– y, por supuesto, en los hoteles, como es de todos
conocido, las toallas o los albornoces cuentan con una partida ad hoc dado que no pocos
huéspedes arramblan con ellos.

Las anécdotas al respecto podría multiplicarlas no por docenas sino por centenares. Yo mismo
fui testigo durante mi viaje de fin de bachillerato de cómo la inmensa mayoría de mis
compañeros –educados rigurosamente por los Escolapios y, en general, buenos chicos–
convirtieron en deporte robar postales en París. Sucedía en la misma época en que en la sala
de fiestas Cleofás de Madrid tuvieron que clavar los ceniceros a la mesa porque era la única
manera de evitar que la gente se los llevara o acabaron por sustituir la cadena del inodoro por
una cuerda miserable, no por avaricia sino simplemente porque la robaban todos los días.

No he contemplado esa conducta jamás en Suiza –donde, por el contrario, he visto como la
gente sube a los autobuses pagando el billete previamente en la parada y nadie engaña, o
colocan los objetos perdidos en lugar visible para que la gente pueda encontrarlos a su vuelta–
ni en Suecia, ni en Dinamarca ni en tantas naciones marcadas por la Reforma. Sí la he visto en
Italia, en Grecia o en Hispanoamérica. Y no deja de ser significativo que en una de las mejores
películas españolas de los últimos años, Un franco, catorce pesetas, se recoja el episodio real
de cómo un inmigrante español en Suiza tiene que enseñar a un compatriota que en su país de
adopción no se roba en los supermercados... como en España. Allí el robo de pequeñas cosas
no es –como la mentira– venial. El español que se ha visto obligado a vivir fuera aprende
enseguida la lección si es que no venía con ella aprendida, pero ya lo hace en el seno de otra
cultura distinta.

Hace apenas unos días me recordaba un amigo que está siguiendo esta serie desde el
extranjero como en los años en que vivió en Suecia una ministra fue obligada a dimitir por usar
dinero público para comprarse un fular que valía unos veinte euros. Ni en Italia, ni en Portugal,
ni en España ni en Hispanoamérica, países todos ellos educados en la venialidad de esas
conductas, veremos caso semejante. Por eso, la corrupción nunca –ni siquiera en la época de
Felipe González en que nos desayunábamos con un caso diario– ha provocado un cambio
electoral. Ruido, sí; envidias muchas, pero cambio de voto... no nos engañemos. Nunca se ha
dado el caso.

Y como los hechos son testarudos –que decía Lenin– en las últimas horas he tenido ocasión de
ver en televisión algunas declaraciones que dejan de manifiesto como, en el fondo, no son tan
pocos los que son conscientes de la realidad de nuestras diferencias. El primero fue Llamazares
acusando por dos veces seguidas a la política de ajustes de la UE –contraria al comunismo– de
ser "luterana". Sólo unas horas antes había contemplado un fragmento de una tertulia
televisiva en la que un sacerdote, hablando de la doctrina social de la iglesia católica, señalaba
cómo el capitalismo era peor enemigo de la iglesia católica que el socialismo al que ya habían
vencido, sólo para que el presentador del programa, de manera inmediata, se apresurara a
arremeter contra el liberalismo, censurara a los católicos que, en lugar de plantear puntos de
vista "católicos", intentan abordar los problemas con criterios económicos –por lo visto, en su

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casa los fontaneros no aplican criterios profesionales sino católicos a la hora de desatascar una
cañería– y, acto seguido, dijera que el hecho de que las cosas cambiaran de valor era el
Mammón contra el que hablan los Evangelios.

Tenemos que dar gracias a Dios porque –espero– personajes así constituyen una minoría y a
día de hoy hay católicos que son magníficos economistas y no tolerarían majaderías
semejantes sin darles respuesta. Con todo, estos personajes dejan de manifiesto el miedo –¿o
es odio?– de siglos a la libertad, al capitalismo y al mercado, así como el gusto –¿o es codicia?–
por el control social absoluto y la crucifixión del hereje. A fin de cuentas, una herencia de
siglos, para lo bueno y para lo malo, no se va en cuatro días y más si las lecturas son escasas, si
se considera timbre de honor oponerse, por ejemplo, a la enseñanza del inglés o si se insiste en
que un monarca fanático que provocó varias bancarrotas a pesar del oro de América fue un
gran rey.

Reflexionemos en las diferencias examinadas hasta ahora porque no son ni pocas ni baladíes:
falta de ética del trabajo, tardía alfabetización –había muchos analfabetos todavía en los años
setenta, después de la dictadura de Franco, y yo tuve oportunidad de encontrármelos en
Madrid donde ayudé a más de uno a aprender a leer y escribir–, no menos tardía incorporación
al mundo de la banca o al de la investigación científica, aceptación de graves conductas como
pecados veniales... ¿Podíamos dejar de ser diferentes? Sinceramente, no lo creo por mucho
que haya quien se empecina en cerrar los ojos ante los datos numerosos y contundentes que
nos proporciona la Historia. Por desgracia, como veremos en sucesivas entregas, nuestras
diferencias no acaban ahí.

Las razones de una diferencia (7) 2011-12-11

Separacion de poderes

César Vidal

Ya fue bastante desgracia que España –y con ella las naciones donde no triunfó la Reforma– se
viera privada de la ética del trabajo del norte de Europa, del impulso educativo, de la
revolución científica, de la nueva cultura crediticia, de la aceptación del imperio de la ley e

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incluso de un notable horror frente a conductas reprobables como la mentira o la violación de


la propiedad ajena. Lamentablemente, no se detuvieron ahí nuestras diferencias. Entraron en el
terreno político y, de manera muy especial, en un instrumento tan esencial para la defensa de
las libertades como la separación de poderes.

Las naciones en las que triunfó la Reforma supieron siempre que el poder absoluto corrompe
absolutamente. A decir verdad, el papado era para ellos un paradigma de esa realidad. Un
obispo de Roma que no contaba con frenos a su poder había terminado abandonando desde
hacía siglos la humildad del pesebre de Belén o de la cruz del Calvario por la basílica de san
Pedro en Roma, sin duda extraordinaria desde un punto de vista artístico, pero levantada con
fondos de procedencia moralmente discutible. No se trataba de un episodio aislado sino de la
continuación de lo que consideraban un proceso de degeneración. ¿Acaso los papas no habían
trasladado la corte de Roma a Aviñón por razones meramente políticas (1309-1376)? ¿Acaso
durante el siglo XIV no había padecido la iglesia católica un Cisma que se tradujo en la
existencia de dos papas –llegó a haber hasta cuatro– que se excomulgaban recíprocamente
(1378-1417)? ¿Acaso los papas guerreros del Renacimiento –magníficos mecenas e incluso
dotados políticos por otra parte– no habían destacado precisamente por, en general, no
ocuparse de la piedad como su primera tarea (1417-1534)? Pues si eso sucedía con gente que,
por definición, tenía que ser ejemplar, ¿qué se podía esperar del poder político?

Para la teología protestante, en seguimiento de la Biblia y de teólogos como Agustín de Hipona,


el ser humano tiene una naturaleza corrompida por el pecado y, por lo tanto, lo mejor – lo
único – a lo que puede aspirarse en términos políticos es a un poder que no sea absoluto y que
gestione bien sus funciones. En apenas unas décadas, esa visión –ciertamente novedosa y,
desde luego, radicalmente opuesta a la de la Europa de la Contrarreforma– fue articulando una
serie de frenos frente al absolutismo en las naciones donde había triunfado la Reforma. En
Holanda se optó directamente por una república con libertad de culto donde, por ejemplo, se
otorgó asilo a los judíos que habían sido expulsados de España en 1492 siendo la familia de
Spinoza un ejemplo de entre tantos judíos que encontraron allí un lugar donde prosperar
libremente. En las naciones escandinavas se asistió al nacimiento de un parlamentarismo
creciente. En Inglaterra, en la primera mitad del siglo XVII, un ejército del Parlamento formado
fundamentalmente por puritanos se alzó contra Carlos I. Su intención no era una revolución
que implantara la utopía sino que consagrara el respeto a derechos como el de libertad de
culto, de expresión o de representación y de propiedad privada. Así, en 1642, el mismo año en
que los heroicos Tercios españoles iban camino de su última e inútil sangría para mayor gloria
de los Austrias y de la iglesia católica, los soldados del parlamento inglés contaban con una
Biblia del soldado que se había impreso por orden de Cromwell. El texto –una antología de
textos bíblicos– comenzaba señalando la ilicitud de los saqueos y continuaba manifestando,
bíblicamente, la justicia de la causa de la libertad.

Bien es cierto que los ingleses contaban con una ventaja sobre los españoles y es que la
Reforma había permitido que su porcentaje de alfabetización fuera muy superior al del Imperio
donde no se ponía el sol. En esa época, los puritanos que habían emigrado a América –entre
los que había estado a punto de encontrarse Cromwell– contaban con una tasa de
alfabetización superior al 70 por ciento según se desprende de los documentos de la época. En
España, era unas siete veces inferior y así continuó por siglos. El resultado iba a ser obvio. Los
ingleses lograron la victoria del parlamento contra el despotismo monárquico; los españoles –
que fueron la primera nación que conoció un embrión de parlamentarismo con las cortes
medievales– contemplarían como su hegemonía se perdía gracias al encadenamiento de reyes
absolutos empeñados en ser la espada de la Contrarreforma. Las cosas en Historia –mal que les
pese a algunos– no suceden por que sí.

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De hecho, Teodoro de Beza, el sucesor de Calvino en el pastorado ginebrino, ya había escrito su


El derecho de los magistrados donde justificaba la resistencia armada contra los tiranos. Y en
1579, se había publicado el Vindiciae Contra Tyrannos (Claims Against Tyrants) donde se
formulaba la idea del contrato social esencial para el desarrollo del liberalismo posterior
afirmándose que "existe siempre y en todo lugar una obligación mutua y recíproca entre el
pueblo y el príncipe.... Si el príncipe falla en su promesa, el pueblo está exento de obediencia,
el contrato queda anulado y los derechos de obligación carecen de fuerza".

Beza o el autor de Vindiciae no fueron una excepción. John Knox, un discípulo de Calvino que
fue esencial en la Reforma escocesa sostuvo los mismos principios que fueron objeto de otros
aportes jurídico-teológicos esenciales. John Ponet, un obispo de la Iglesia anglicana en torno a
1550 escribió A Shorte Treatise of Politike Power donde justificaba, apelando a la Biblia, a la
resistencia contra los tiranos. Ponet fue, desde muchos puntos de vista, un antecesor del
fundador del liberalismo, el también protestante y teólogo John Locke. Se puede indicar que
también los jesuitas creían en el tiranicidio, pero lo cierto es que la diferencia era radical en los
planteamientos. El derecho de rebelión se legitimaba en los reformadores sobre la base de la
defensa de las libertades y no –como pretendían los jesuitas– para acabar con un monarca que
fuera, por ejemplo, hereje. Los protestantes podían vivir bajo un señor que tuviera otra religión
y servirlo con lealtad, como vimos en otras entregas, pero no veían legitimidad alguna en quien
suprimía los derechos de sus súbditos y los oprimía.

No puede, pues, sorprender –en realidad, era totalmente lógico– que el liberalismo político lo
pergeñara John Locke, el hijo de un puritano que había combatido contra Carlos I de Inglaterra.
En la parte final de su vida, Locke –que estuvo muy influido por la Confesión de Westminster y
otros documentos puritanos– estaba convencido de que sus escritos más importantes eran sus
comentarios al Nuevo Testamento, pero la posteridad no lo ha visto así, como, por otro lado,
tampoco lo ha hecho con Newton. Cuando Lord Shaftesbury recibió la orden de escribir una
constitución para la Carolina, pidió la asistencia de Locke. En el texto que escribió a instancias
de Lord Shaftesbury, insistió en la libertad de conciencia y en la extensión de la misma no sólo
a cristianos de cualquier confesión sino también a judíos, indios, "paganos y otros disidentes".
Se trataba de un punto de vista que era derivación natural de la Reforma, pero que necesitó
llegar a la segunda mitad del siglo XX para que pudiera ser aceptado por la iglesia católica.

Locke era un protestante muy convencido –quizá algunos lo calificarían hoy de


fundamentalista– y precisamente por eso creía que solo las religiones que son falsas necesitan
apoyarse en la "fuerza y ayudas de los hombres". Por supuesto, como buen protestante,
también era consciente de que la naturaleza humana presenta una innegable tendencia hacia
el mal y por ello los poderes debían estar separados para evitar la tiranía.

Semejante visión liberal encajaba como un guante en las naciones donde había triunfado la
Reforma. Era inaceptable en aquellas donde la Contrarreforma se había impuesto. Para los
primeros, no había institución alguna –incluyendo la eclesial– que no pudiera verse salpicada
por esa mala tendencia humana y curiosamente el reglamento de algunas denominaciones de
la época, como los presbiterianos, recogió una división de poderes que maravilla al que lee sus
documentos. Para los segundos, sí era obvio que había instituciones inmaculadas a las que, por
añadidura, no se podía ni limitar ni someter al imperio de la ley.

Los frutos de esa visión no se hicieron esperar. Como han recordado en un más que interesante
libro Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo, en 1884 el padre Félix Sardá y Salvany
escribía El liberalismo es pecado. Las razones que daba el citado clérigo para señalar la maldad
del liberalismo no tenían desperdicio. El liberalismo era pecado porque defendía "la absoluta

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soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la


sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es
decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo
criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría
parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o
en religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de
asociación con iguales anchuras".

La definición del sacerdote era errónea en algunos aspectos esenciales porque, como han
señalado muy bien Rodríguez Braun y Rallo, el liberal sabe que existe un sometimiento a la ley
que limita sensatamente los derechos enunciados –otra herencia del pensamiento bíblico
pasado por el tamiz de la Reforma–, pero el padre Sardá y Salvany difícilmente podía entender
un principio reformado como el de la primacía de la ley sobre toda institución y, sobre todo,
tenía pavor a la idea de que el pueblo decidiera su destino –¡y lo votara!– sin someterse a los
dictados de la iglesia católica. Ahí iba a residir una parte considerable de las causas del fracaso
de la modernización de España en el siglo XIX. José María Blanco White, liberal y amigo de
Argüelles, lo advirtió precisamente cuando se redactaba la constitución de Cádiz. En sus Cartas
de Juan sin Tierra, Blanco White subrayó que la Constitución liberal de 1812 iba a fracasar
porque no reconocía el derecho a la libertad religiosa. Al permitir que un derecho tan esencial
fuera conculcado para satisfacer las imposiciones de la iglesia católica, los liberales españoles –
según Blanco White– toleraban que una institución no precisamente liberal decidiera lo que
tenía que haber en la conciencia de toda una nación, algo que, dicho sea de paso, habría
repugnado a Locke. El resultado sería que la división de poderes se difuminaría y que cuando
regresara el rey se aliaría con la iglesia católica y acabaría con el régimen liberal que se estaba
fraguando en Cádiz. Blanco White –que acabó sus días siendo un exiliado protestante en
Inglaterra– acertó de lleno en su tristísimo pronóstico. Así, en no escasa medida, el siglo XIX
español, sobre el que volveremos, fue un desangramiento nacional provocado por el intento –
no siempre feliz– de los liberales por crear un estado moderno y la insistencia de la iglesia
católica por abortar esa posibilidad, ora apoyando al carlismo, ora a un liberalismo
emasculado.

Con esa Historia a las espaldas, no debería sorprendernos que la separación de poderes haya
quedado en España limitada a unas pocas mentes cultivadas y, generalmente, liberales. Tanto
la izquierda como la derecha han deseado históricamente que la separación no pudiera existir.
En ocasiones, porque habría afectado a instituciones intocables como la iglesia católica o la
monarquía; en otras –como el franquismo– porque se llegó a forjar un principio distinto basado
en una supuesta coordinación y opuesto frontalmente a la funesta separación de poderes que
preconizaban los liberales. Éstos, en muchos casos sin saberlo, sólo estaban insistiendo en la
vigencia de una fórmula protestante, la que insiste en que la concentración de poderes sólo
puede degenerar en tiranía y que, por tanto, deben separarse. Cualquiera que haya visto lo que
ha significado simplemente en la politización de la justicia española en las últimas décadas
comprenderá que así es y que resulta indispensable desandar el mal camino transitado.

En esta cuestión, España es también históricamente diferente aunque, como ha sido habitual,
comparte su diferencia con aquellas naciones como Italia, Portugal o las repúblicas
iberoamericanas donde la idea de la división de poderes o es desconocida o no es deseada. Así
se explica nuestra triste historia constitucional tan distinta de la de otras naciones. Pero de eso
hablaremos otro día.

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Las razones de una diferencia (8) 2011-12-18

De la constitución puritana de los Estados Unidos...

César Vidal

Los puritanos trasladaron desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno
que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que,
traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables.

Como hemos ido viendo en las semanas anteriores, el hecho de que España no se encontrara
entre las naciones donde triunfó la Reforma tuvo consecuencias considerables como la de verse
alejada a la ética del trabajo del norte de Europa, a una alfabetización más acelerada, a una
revolución científica en la que no participó, a una nueva cultura crediticia indispensable para
mantener un imperio, a la aceptación de la primacía de la ley sobre cualquier institución, al
sentimiento de un notable horror frente a conductas reprobables como la mentira o la violación
de la propiedad ajena y a la integración en su sistema político del principio de separación de
poderes. Lamentablemente, no se detuvieron ahí nuestras diferencias compartidas con
naciones como Italia, Portugal o las repúblicas hispanoamericanas. Se extendieron a la forja de
un sistema constitucional cuya historia fue trágica.

He comprobado últimamente con no poca satisfacción que no sólo Hermann Tertsch sino
Arturo Pérez Reverte han realizado declaraciones en las que asumen una visión de nuestra
diferencia con otras naciones sustancialmente idénticas a las que vengo sosteniendo en esta
serie. En el caso de Tertsch lo comprendo porque conoce muy bien la realidad de otras
naciones, en el de Arturo Pérez Reverte porque es un gran conocedor de la realidad –que no
del mito– de los Siglos de Oro. Cuando ha afirmado que España se equivocó de bando en
Trento no practica el diletantismo: demuestra que sabe Historia y además sabe reflexionarla,
cualidades que no suelen ir juntas. Lo que me recuerda una anécdota. Hace tiempo me
contaron la historia de un cabo del ejército de Franco cuyo nombre omitiré por caridad. El
sujeto en cuestión gustaba de comenzar a humillar a los reclutas echándoles en cara su
supuesta ignorancia porque no sabían ni siquiera lo que era el metro. Ante el silencio paciente
de los quintos, el cabo daba a continuación una definición del metro a la altura de la
Enciclopedia Álvarez y se sentía soberbiamente satisfecho de su sapiencia. Un día, entre los
que sufrían la altivez ignorante del cabo se encontraba un ingeniero que le dio una definición
del metro de acuerdo a los parámetros de la alta ciencia. El cabo, colorado como un tomate,
comenzó a gritar: "Así no es, así no es" para, acto seguido, comenzar a insultar al muchacho. Es
el gran problema de los ignorantes que creen saber –y que, por ejemplo, pontifican diciendo
que aprender inglés no entra dentro de lo que debería aprenderse fundamentalmente porque
las lenguas extranjeras no son lo suyo o que ponen raros a los ciudadanos de los Estados
Unidos– y que se encuentran con que no saben. Sólo saben decir "Así no es, así no es" e
insultar. No dan más de sí.

Pero volvamos a lo nuestro. La primera constitución democrática de la Historia contemporánea


es la de los Estados Unidos de América. Se trata de un documento de unas características
realmente excepcionales tanto por su configuración como por su perdurabilidad. De entrada,
es el primer texto que consagra un sistema de gobierno de carácter democrático en una época
en que tal empeño era interpretado por la aplastante mayoría de habitantes del orbe como
una peligrosa manifestación de desvarío mental. Por añadidura, el sistema democrático

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contemplado en sus páginas era bien diferente de otras construcciones políticas en especial en
lo referido al principio de división de poderes –un sistema de checks and balances o frenos y
contrapesos– que ha servido históricamente para evitar la aniquilación del sistema tal y como
ha ocurrido repetidas veces con otras constituciones aplicadas al sur del río Grande o en
Europa. El origen del sistema americano se ha intentado buscar en el gobierno de los indios de
las cinco naciones por los que, al parecer, Benjamin Franklin sentía una enorme simpatía y en
los principios de la Ilustración europea que en algunas de sus formulaciones, como la de
Rousseau, se manifestaba favorable a ciertas formas de democracia. Sin embargo, ninguna de
las teorías resulta satisfactoria ya que el gobierno de las cinco naciones no era sino un sistema
asambleario en virtud del cual las tribus resolvían algunas cuestiones muy al estilo de los
consejos de guerreros que hemos visto tantas veces en las películas del oeste y la Ilustración
mayoritariamente fue favorable al Despotismo ilustrado de María Teresa de Austria, Catalina
de Rusia o Federico II de Prusia y cuando, excepcionalmente, abogó por la democracia, perfiló
ésta desde una perspectiva muy diferente a la que encontramos en la constitución de Estados
Unidos.

En realidad, la constitución de Estados Unidos es el fruto de un largo proceso histórico iniciado


en Inglaterra con la Reforma del siglo XVI. Mientras que un sector considerable de la iglesia
anglicana se sentía a gusto con una forma de Reforma muy suave que, por ejemplo, mantenía
la sucesión episcopal, otro muy relevante abogaba por profundizar esa reforma amoldando la
realidad eclesial existente a los modelos contenidos en el Nuevo Testamento. Los partidarios de
esta postura recibieron diversos nombres: puritanos, porque perseguían un ideal de pureza
bíblica, presbiterianos, porque sus iglesias se gobernaban mediante presbíteros elegidos en
lugar de siguiendo un sistema episcopal como el católico-romano o el anglicano, y también
calvinistas, porque su teología estaba inspirada vehementemente en las obras del reformador
francés Juan Calvino. Este último aspecto tuvo enormes consecuencias en muchas áreas –entre
ellas las de un enorme desarrollo económico y social en Inglaterra– pero nos interesa
especialmente su influjo en la política.

Como señalaría el estadista inglés sir James Stephen, el calvinismo político se resumía en
cuatro puntos: 1. La voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes; 2.
Ese poder podía ser delegado en representantes mediante un sistema electivo; 3. En el sistema
eclesial clérigos y laicos debían disfrutar de una autoridad igual aunque coordinada y 4. Entre la
iglesia y el estado no debía existir ni alianza ni mutua dependencia.

Sin duda, se trataba de principios que, actualmente, son de reconocimiento prácticamente


general en Occidente –sin excluir buena parte de los medios católicos– pero que en el siglo XVI
distaban mucho de ser de aceptación general. Durante el siglo XVII, los puritanos optaron
fundamentalmente por dos vías. No pocos decidieron emigrar a Holanda –donde los
reformados habían establecido un peculiar sistema de libertades que proporcionaba refugio a
judíos y seguidores de diversas fes religiosas– o incluso a las colonias de América del norte. De
hecho, los famosos y citados Padres peregrinos del barco Mayflower no eran sino un grupo de
puritanos. Por el contrario, los que permanecieron en Inglaterra formaron el núcleo esencial
del partido parlamentario –en ocasiones hasta republicano– que fue a la guerra contra Carlos I,
lo derrotó y, a través de diversos avatares, resultó esencial para la consolidación de un sistema
representativo en Inglaterra.

La llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos constituye históricamente un
acontecimiento de enorme importancia. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer
gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia;
Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven; y Roger

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Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de
Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con
maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que
no en vano Harvard –como posteriormente Yale y Princeton– fue fundada en 1636 por los
puritanos. Por cierto y de manera bien significativa, se trataba de instituciones posteriores en
el tiempo a las creadas por los españoles en Hispanoamérica aunque huelga decir que,
aplicando los principios educativos y científicos de la Reforma, pasaron pronto a todas las
universidades del sur del continente y hasta la fecha nadie ha logrado revertir el proceso.

Cuando estalló la Revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las
colonias inglesas de América del norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de
americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés,
600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa,
alemana o francesa, es decir, que su cosmovisión era también puritana. Por si fuera poco, los
anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinistas ya que se
regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación. Así, más
de dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas
por pertenencia a una confesión concreta o por identificación teológica y el otro tercio de los
habitantes en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes protestantes como los
cuáqueros o los bautistas. En el caso de estos últimos, también en su mayoría la tendencia
teológica era de signo puritano como, por ejemplo, había sucedido en Inglaterra con autores
como John Bunyan. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los
metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza extraordinaria que tendrían
después en Estados Unidos.

El panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia


de Estados Unidos "la rebelión presbiteriana" y el propio rey Jorge III afirmó: "atribuyo toda la
culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos". Por lo que se refiere al
primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que
"la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano". No se equivocaban
ciertamente y, por citar un ejemplo significativo, cuando Cornwallis fue obligado a retirarse
para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo
uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales
de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa.
Al respecto no deja de ser significativo que, a diferencia por ejemplo de los sacerdotes que
sirvieron en las filas carlistas durante las guerras civiles que ensangrentaron España a lo largo
del siglo XIX, todos y cada uno de esos coroneles defendía la causa de la libertad y eran
partidarios de la separación de la iglesia y el estado. Como me señalaría una vez Federico
Jiménez Losantos acerca de esta circunstancia concreta: "a lo mejor no es tan malo que un
clérigo lleve un trabuco sino la causa que defiende con él". Es una opinión, desde luego.

El influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la constitución.


Ciertamente, los cuatro principios del calvinismo político arriba señalados fueron esenciales a
la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por sí solo, sirve
para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y
en el resto de occidente. La Biblia –y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron
muy insistentes– enseña que el género humano es una especie profundamente afectada
moralmente como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden
realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de
Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella
cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas

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manos –lo que siempre derivará en corrupción y tiranía– y debe ser controlado. Esta visión
pesimista –¿o simplemente realista?– de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI
a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo
católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y
contrapesaban entre sí evitando la corrupción.

Como señaló el anglicano C. S. Lewis –conocido en España fundamentalmente por sus Crónicas
de Narnia– el único terreno verdadero para creer en la democracia es que el hombre caído es
tan inicuo que nadie, sea rey, noble o sacerdote, industrial de éxito o dirigente sindical, puede
ser confiado con seguridad con un poder que no responda y que sea arbitrario sobre sus
vecinos. Elton Trueblood expresó lo mismo al señalar que la democracia es "necesitada por el
hecho de que todos los hombres son pecadores; es hecha posible por el hecho de que lo
sabemos". En España, Italia y Portugal e Hispanoamérica sucedería algo muy distinto, pero esa
línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la constitución americana. De hecho,
el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la
Declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el texto del que el futuro
presidente norteamericano la copió. Éste no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, un
texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de
mayo de 1775. La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después
desarrollaría Jefferson desde la soberanía nacional a la lucha contra la tiranía pasando por el
carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por
una asamblea de veintisiete diputados –todos ellos puritanos– de los que un tercio eran
presbíteros de la iglesia presbiteriana incluyendo a su presidente y secretario. La deuda de
Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker, pero
además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson –que ha llegado
hasta nosotros– presenta notables enmiendas y éstas se corresponden puntualmente con la
declaración de los presbiterianos.

El carácter puritano de la Constitución –reconocida magníficamente, por ejemplo, por el


español Emilio Castelar– iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo
antropológico de Rousseau derivaba en el terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura
napoleónica o el no menos optimismo socialista propugnaba un paraíso cuya antesala era la
dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de
la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la
autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez
incomparables. Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades como el
trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se
concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno contaremos con
muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino
también sus diferencias con los demás países del continente.

Ni que decir tiene que el caso español –e hispanoamericano– discurrió por otros derroteros
menos dichosos ya que carecía de la herencia de la Reforma, pero a ese tema dedicaremos la
próxima entrega.

Continuará: ... y de otras constituciones menos felices

Las razones de una diferencia (9) 2011-12-27

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La alternativa masónica

César Vidal

La heroicidad de los carlistas en el campo de batalla no desmiente lo más mínimo que su


proyecto era totalmente liberticida y medieval, una Arcadia católica que nunca existió, pero en
la que creían.

En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar
parte de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...–
al extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de
una nueva ética del trabajo, de una visión novedosa del crédito y de los negocios, de una
alfabetización amplia como en las naciones reformadas, de la revolución científica, de la
primacía de la ley, de una moral que calificaba de grave la mentira y el hurto, de la separación
de poderes y de una visión constitucional realmente democrática como fue el caso de la
anglosajona, en general, y la norteamericana, en particular. Por añadidura, colocó tanto a
España como a las naciones de Hispanoamérica en una tesitura extraordinariamente difícil
como fue la de elegir una perpetua minoría de edad sometidas al control de la iglesia católica
no sólo en términos religiosos sino también políticos o al no menos férreo de la masonería.

En contra de lo que han sostenido los anti-norteamericanos que en el mundo han sido el gran
drama de Hispanoamérica no fue el de intentar copiar el modelo político, económico y social
de los Estados Unidos sino el de reproducir, con todos los matices que se deseen, el aciago
enfrentamiento que tenía lugar en España y en otras naciones donde la Reforma había sido
desarraigada como fue el caso de Portugal o Italia. A un lado, quedó un catolicismo
ultramontano y agresivo, dispuesto a alzarse en armas si llegaba el caso y partidario del
absolutismo e incluso de la fragmentación territorial –¿suena familiar? – si servía para
mantener su influencia y sus privilegios. Al otro lado, estaba una masonería que, ciertamente,
abogaba por la unidad nacional y por una cierta modernización, pero negando al pueblo la
capacidad de decidir, incurriendo en la típica corrupción de las minorías en la sombra y
envolviendo su proyecto de dictadura con alegatos de carácter populista. Los resultados no
pudieron ser más amargos.

Francia tuvo su propia revolución, pero no inspirada en el pesimismo antropológico del


protestantismo que exigía una división de poderes, sino en el optimismo antropológico de la
masonería a la que pertenecieron sus grandes dirigentes desde Mirabeau a Danton pasando
por Lafayette. El resultado fue, ciertamente, el final del Antiguo Régimen y una extraordinaria
modernización llevada a cabo a partir del gobierno de Napoleón. Sin embargo, la democracia
resultó inexistente hasta la caída de Luis Napoleón en 1870. En el trágico ínterin, Francia –con
claros paralelos en España– se vio desgarrada por el enfrentamiento entre el absolutismo
monárquico apoyado por la iglesia católica y la masonería que creó regímenes oligárquicos
desde los que proceder a la iluminada educación del pueblo francés. El inicio del siglo XX
todavía contemplaría el último enfrentamiento entre el estado ya democrático, pero
secularista, y la iglesia católica así como el triunfo total del primero. Es dudoso que se tratara
de un modelo digno de ser imitado, pero así lo vieron no pocos al sur de los Pirineos.

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En el caso de Italia, esta distribución de fuerzas significó una sucesión de guerras civiles que
concluyeron con la unificación italiana, la práctica desaparición de los Estados pontificios –el
gran obstáculo para la unidad nacional como había señalado Maquiavelo– y la creación de un
estado liberal, aunque dudosamente democrático sólo en el último tercio del siglo.

En el caso de Hispanoamérica, los cuartelazos de uno y otro signo se fueron alternando


durante el siglo XIX sin crear un solo modelo verdaderamente democrático e incurriendo ya a
inicios del siglo XX en algunos estados medularmente masónicos y anticlericales como fue el
caso del México posterior a la revolución.

En el caso de España, las guerras carlistas fueron el intento continuo de mantener la alianza del
trono absolutista y el altar católico frente a una modernización del estado que, por razón
natural, habría significado un recorte de los privilegios de la iglesia católica.

En todos y cada uno de los casos, se trató de experiencias nacionales dramáticas, con
enfrentamientos armados evitables y, con aisladas excepciones, con conclusiones lejanas de
una democratización y una madurez de la sociedad. Por supuesto, menudearon los conflictos
de carácter regionalista cuando no separatista, algo que merece la pena recordar en la España
de inicios del siglo XXI. No fue el caso español peor que el de Argentina o México si así se
quiere ver. Incluso se pueden señalar los parecidos con Italia, pero estuvo a enorme distancia
de Inglaterra, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda y los Estados Unidos. No extraña, pues,
que con una población dividida entre el sometimiento absolutamente acrítico a la iglesia
católica o a la masonería los proyectos constitucionales fracasaran uno tras otro. Fracasó la
primera constitución democrática española que nació de la revolución de 1868 quizá porque el
pueblo español, mantenido en la minoría de edad durante siglos por la iglesia católica, fue
incapaz de trasegar esa libertad sin emborracharse con el cantonalismo o sin burlarse del
imperio de la ley. Amadeo de Saboya, rey masón, pero cargado de buenas intenciones, acabó
abandonando España desesperado y convencido de que los españoles no eran aptos para un
sistema constitucional. Sobre lo que esa actitud significó en sufrimiento para su dignísima
esposa es mejor no detenerse.

Duró más, pero, con escasa eficacia, la constitución de la Restauración del último cuarto del
siglo XIX. Pero ¿podía salir bien a la larga un experimento político que no dependía de la
voluntad popular expresada en las urnas sino que pactaba el "pucherazo" de los partidos
conservador y liberal de acuerdo con sus intereses? A decir verdad, sorprende que a partir de
1898 siguiera dando tumbos el sistema sin que se desplomara antes de 1931. Quizá quepa
atribuirlo a esa capacidad de los sistemas políticos españoles que espacian considerablemente
el tiempo entre su muerte y su sepultura efectiva. Por último, la constitución de la Segunda
República (1931) fue redactada desde sus inicios con la intención no de implantar un régimen
democrático sino de llevar a cabo los deseos de fuerzas políticas incompatibles entre sí, con un
peso extraordinario de la masonería en su redacción y con una carga anticlerical innegable. Por
una de esas paradojas en que tan pródiga es la Historia –no sólo la de España– esa misma
constitución que significaba la expulsión de la Compañía de Jesús, como ya había hecho Carlos

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III en el siglo XVIII, trajo, sin embargo, la libertad religiosa plena a las minorías religiosas no-
católicas, una libertad de la que no volverían a disfrutar hasta la Constitución de 1978.

Como en tantos episodios de la Historia de España, los mencionados abundaron en héroes y


villanos, en gente noble y en locos de atar, en idealistas y carreristas. Sin embargo, la
heroicidad de los carlistas en el campo de batalla no desmiente lo más mínimo que su proyecto
era totalmente liberticida y medieval, cosa que, por otra parte, poco les importaba ya que sus
prioridades no eran ni lejanamente las de una democracia que modernizara España sino la de
una Arcadia católica que nunca existió, pero en la que creían. Algo similar, por supuesto, podía
decirse de los masones empeñados en modernizar una España que necesitaba
desesperadamente la modernización desde hacía siglos, pero que no estaban dispuestos a
compartir semejante carga con otros segmentos sociales. Con todos los matices que se quiera y
con escasas y minoritarias excepciones, así llegó el pueblo español a la Segunda República. De
todos es sabido que el experimento republicano de inicios de los años treinta acabó
desembocando en una guerra civil a la que siguió una dilatada dictadura. Dicho sea de paso,
con una convicción en ambos bandos de que el pueblo español era una criatura menor de edad
a la que había que embridar para que siguiera a sus dirigentes naturales que, según el caso,
podían enarbolar un crucifijo o la hoz y el martillo. Pero para llegar a esa cuestión, tenemos
que detenernos en algo que también es diferente en la Historia de España: la izquierda.

Las razones de una diferencia (10) 2012-01-01

La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica

César Vidal

El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que


lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos.

En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte
de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...– al
extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de una
nueva ética del trabajo, de una visión novedosa del crédito y de los negocios, de una
alfabetización amplia como en las naciones reformadas, de la revolución científica, de la
primacía de la ley, de una moral que calificaba de grave la mentira y el hurto, de la separación
de poderes y de una visión constitucional realmente democrática como fue el caso de la
anglosajona, en general, y la norteamericana, en particular. Por añadidura, colocó tanto a
España como a las naciones de Hispanoamérica en una tesitura extraordinariamente difícil
como fue la de elegir una perpetua minoría de edad sometidas al control de la iglesia católica
no sólo en términos religiosos sino también políticos o al no menos férreo de la masonería. Esta
situación, ya de por si poco feliz, terminó de agravarse con el surgimiento de una izquierda que
no fue desde sus principios sino un retrato en negativo de la estructura mental católica.

Afirmar que la izquierda española no es sino un retrato en negativo de la estructura mental de


la iglesia católica puede resultar ofensivo para muchos. En defensa de sus sentimientos

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heridos, pueden señalar que la iglesia católica es, por ejemplo, enemiga del aborto mientras
que la izquierda española, especialmente con ZP, se ha convertido en agresivamente abortista.
También podrían alegar que la iglesia católica es profundamente religiosa, mientras que la
izquierda parece complacerse en una visión furibundamente laicista. Ambos ejemplos son
ciertos, pero no tienen nada que ver con lo que yo sostengo en esta entrega y tengo intención
de desarrollar en las siguientes. Las posiciones sobre cuestiones concretas pueden ser –de
hecho, son– diferentes, pero la estructura mental de ambas instancias resulta muy similar y,
como veremos en próximos capítulos, eso explica su coincidencia de criterios en cuestiones
fundamentales y –paradojas de la Historia– el peso de la izquierda en la Historia reciente de
España.

De entrada, tanto la iglesia católica como la izquierda española comparten un serio complejo
de hiperlegitimidad. Si la primera es la única Iglesia, la segunda es la única Política. En España,
por ejemplo, la expresión "la Iglesia", a diferencia de lo que sucede en el mundo civilizado,
siempre se refiere a la iglesia católica y nunca va adjetivada. Las otras entidades –sean
ortodoxos, reformados o bautistas– no son iglesias y no merecen tal calificativo por definición.
Suerte tienen si no los califican de sectas. Exactamente lo mismo piensa la izquierda de los
demás partidos. Carecen de legitimidad alguna y, por supuesto, muchos recordamos la época
en que cuando se preguntaba si se pertenecía "al Partido" la expresión iba referida al único
partido verdadero, el PCE, por supuesto, al que, con el paso del tiempo, sustituiría el PSOE.
Partiendo de esa auto-otorgada hiperlegitimidad, el resto de entidades similares –no se atreve
uno ni a escribir la palabra "semejante" no sea que haya quien se ofenda– pueden ser
toleradas e incluso reconocidas como parte de la realidad española, pero carecen de una
legitimidad parecida. Se las soporta porque, en el fondo, no queda más remedio, pero tal
intolerable resulta pensar en un funeral de estado que no sea católico –aunque los muertos no
lo sean– como en un gobierno de coalición PP-PSOE.

Precisamente por esa visión, jamás se puede pensar en cambiar de "lealtad". Un votante
convencido de izquierdas no cambiará su voto –por muy mal que pueda hacerlo el PSOE o IU–
de la misma manera que un católico devoto de la Macarena difícilmente va a convertirse en
reformado –podría decir que salvo una acción especial de la gracia, pero, seguramente, algunas
personas se sentirían irrazonablemente ofendidas por ese comentario– por muchos escándalos
que pueda haber contemplado en las más diversas áreas. En ambas situaciones, tanto el
devoto de la Macarena como el votante del PSOE pertenecen a la "única iglesia verdadera" y
ese dogma no puede ser alterado por la pésima actuación propia o por la óptima actuación del
contrario. La primera se negará hasta el punto de afirmar que "todos son iguales" – ah, pero
¿no partíamos de una marcada diferencia? – y la segunda, recurriendo a los argumentos más
absurdos e incluso ridículos. En uno y otro caso, la razón queda orillada por la fe religiosa y el
dogma resulta lo suficientemente poderoso como para desafiar la realidad más tangible.
Ocasionalmente, el votante de izquierda puede abstenerse y cambiar de voto, pero es como
cuando el católico decide no ir a misa enfadado con el párroco o suelta un exabrupto de
carácter poco piadoso. Si bien se mira, se trata de conductas que confirman donde están sus
creencias más íntimas.

El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió


directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos. Referirnos a
ellos sería demasiado largo, pero poco puede discutirse que así ha sido – y es – como también
resulta fútil negar que muchas veces las luchas entre sectores y facciones tanto en un caso
como en otro apenas eran otra cosa que la lucha por el poder. He tenido ocasión de
contemplar unas y otras y puedo dar fe de lo que digo. La supuesta discusión ideológica o
teológica tan sólo encierra el combate encarnizado por determinadas zonas de poder. También

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ha ocasionado una figura tan específica de nuestra cultura como es el converso. Igual que el
judío acosado por personajes como Vicente Ferrer podía recibir el agua del bautismo a cambio
de conservar la vida, no pocos camisas azules de ayer han alzado durante las últimas décadas el
puño y la rosa. Lo que hubiera en el fondo de cada corazón sólo Dios lo sabe, pero cuando una
cultura quiere imponerse como la única legítima, ¿puede extrañar que existan los conversos
poco o nada convencidos y que Unamuno dijera aquello de "los conversos, a la cola"?

Por añadidura, tanto la iglesia católica como la izquierda española han demostrado siempre un
deseo irresistible por controlar la vida de los demás convirtiendo sus posiciones morales,
totalmente respetables por otra parte, en norma aplicable a todos los ciudadanos. Una de las
primeras –y muchísimas– concesiones arrancadas por los obispos a Franco fue la de que las
fiestas católicas tuvieran carácter nacional. El guirigay festivo de efectos no precisamente
positivos para nuestra economía que derivó de esa concesión fue notable, como también lo fue
que el derecho de familia estuviera totalmente sometido a la iglesia católica. Se trataba de un
horror no inferior al de someter ese mismo derecho de familia décadas después a la visión
ideológica del zapaterismo. En uno y otro caso, la sociedad tenía que tragar con una visión
concreta –le gustara o no, la representara más o la representara menos– simplemente porque
existía una instancia ideológica que, rezumante de hiperlegitimidad, así lo sostenía. Pero es que
no concluyen ahí los paralelos. La izquierda española, como la iglesia católica, ha mostrado
siempre un ansia asfixiante por controlar la vida de los ciudadanos desde antes de su
nacimiento a después de muertos. Prohibiendo el preservativo o repartiéndolo, alargando la
vida cuando ya no se puede mantener o acortándola por si acaso duele, ambas instancias
llevan mucho tiempo empeñadas no en anunciar su mensaje –lo que sería totalmente legítimo
y digno de aplauso– sino en convertirlo en la horma social de la nación con resultados no
precisamente felices.

Como no podía ser menos, tanto la iglesia católica como la izquierda han manifestado siempre
un especial interés en controlar la educación nacional y, a la vez, en mantener la antorcha
educativa en manos de sus propias élites. Algunos estudios recientes han mostrado de manera
estadística que la contribución de las distintas confesiones protestantes a la educación en
España durante el final del siglo XIX y los inicios del XX fue verdaderamente espectacular.
Cuestión aparte es que el fenómeno sea otro de tantos desconocidos por la mayoría de la
población española. Estas confesiones creían en la educación pública, pero se apresuraron a
suplirla en la medida en que no existía con la pujanza de otras naciones. La izquierda ha
intentado controlar la educación pública como elemento adoctrinador y, a la vez, ha llevado a
los hijos a la privada como garantía de preservación del poder en sus manos. Seguía así el
modelo católico que pretendía dictar los contenidos de la educación pública en España –los
decretos de los sucesivos gobiernos de Franco incluso en plena guerra civil son claramente
reveladores– pero, al mismo tiempo, mantenía en sus manos la formación de élites. Basta ver a
qué colegios han ido Rubalcaba y los Solana, Gallardón o ZP para percatarse de que no exagero
un punto. Cuestión aparte es que luego los educandos hayan salido díscolos como, sin duda,
saldrán muchos de los que ahora cursan educación para la ciudadanía.

Naturalmente, con esas coincidencias de mentalidad, ¿puede a alguien sorprender que los
sacerdotes que se han dedicado a la política rara vez hayan discurrido por las zonas liberales de
la misma? Hemos disfrutado curas de extrema derecha y del PCE, de la Comunión
Tradicionalista y del PTE, de la ORT y de CiU, del PNV y de ETA, de CCOO e incluso del PSOE,
pero –me corregirán, sin duda, los lectores– no me viene a la cabeza uno solo que anduviera
por un sendero político en el que la duda fuera permisible, en el que el dogma no lo invadiera
todo y en el que la libertad fuera el primer valor. Por el contrario, su estructura mental los ha
llevado siempre hacia el dogma que significa el pensamiento –es un decir– nacionalista o de

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izquierdas. Personalmente, no creo que se trate de nada casual y es que la izquierda española
nació no como un movimiento de libertad, sino de supuesta justicia en oposición al control
social e ideológico que significaba la iglesia católica. De ahí que José Antonio Primo de Rivera
en el mismo discurso en que cargaba contra el liberalismo –demostrando de paso que no tenía
ni idea de lo que hablaba– se apresurara a reconocer la justicia del nacimiento del socialismo y,
acto seguido, desautorizara su carácter no católico. Lo cierto es que esa oposición de la
izquierda a la iglesia católica, lamentablemente, no ha sido a lo largo de la Historia ni tolerante,
ni democrática ni adogmática. Todo lo contrario. Ha buscado siempre ser "califa en lugar del
califa" o, si se prefiere, "ser la Iglesia en lugar de la Iglesia". Las consecuencias –distintas, ya lo
adelanto, de las surgidas en las izquierdas de otras naciones– han resultado aciagas para la
Historia de España.

Las razones de una diferencia (11) 2012-01-08

La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica (II): izquierdas e izquierdas

César Vidal

Los paralelos son escandalosamente obvios. Hasta en la configuración de la


izquierda, el hecho de que España quedara fuera de las naciones donde triunfó la Reforma ha
sido decisivo.

En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte
de un grupo de naciones diferentes – Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas... – al
extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de
avances extraordinariamente positivos que afectaron a otras naciones y, por añadidura, tuvo
como consecuencia directa la aparición de una izquierda concebida mentalmente como un
retrato en negativo de la misma iglesia católica. La identidad de puntos de vista resulta
innegable.

Señalaba yo en mi última entrega cómo la izquierda española se constituyó desde su fundación


como un retrato en negativo de la iglesia católica, imbuida por el deseo de "ser califa en lugar
del califa". Semejante circunstancia tuvo como consecuencia que pudiera diferir en cuanto a
puntos dogmáticos concretos, pero en lo que a objetivos de control social y mentalidad se
refiere, las coincidencias son notabilísimas. Permítasenos en esta entrega señalar cómo esas
coincidencias parecen ser mucho más que casualidades.

Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española coincide con la iglesia católica en su visión del
trabajo como de una maldición divina que hay que rehuir? No es por ser de izquierdas
ciertamente ya que, en teoría, el trabajo es para el marxismo el medio privilegiado que separa
al simio del hombre. Los primeros textos socialistas si acaso abundan en algo no es en el deseo
de escapar de una maldición llamada trabajo sino en demostrar su relevancia. La excepción se
halla en España –u otras naciones semejantes en que la Reforma fue extirpada– donde el
trabajo es visto como un castigo hasta el día de hoy.

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Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española se empeña en utilizar una demagogia antibancaria
como si el sistema crediticio fuera el colmo del pecado? No, ciertamente, por ser de izquierdas,
ya que una conducta radicalmente distinta se percibe en otras izquierdas del norte de Europa.
En la española, sin embargo, esa conducta no deja de estar impregnada de una enorme
hipocresía. Se clama contra el capital y los banqueros y se crean sicavs para evitar que los más
ricos paguen impuestos. Y ya que hablamos de sicavs, seguramente a muchos les parecerá una
vergüenza que, por ejemplo, tenga una Pedro Almodóvar. Bien, lo comprendo. Según datos que
me pasó Pablo Molina hace ya unos meses, la Conferencia episcopal en España posee varias
sicavs. Y aquí – mucho lo temo– entrará en acción el claro tuertismo de los españoles. A los que
les parezca fatal lo de Almodóvar, le resultará justificable lo de la iglesia católica... y viceversa.

Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española se encabezona en mantener un sistema educativo
desastroso? No, ciertamente, por ser de izquierdas, ya que el laborista Tony Blair supo
mantener las reformas educativas de Margaret Thatcher mientras que en Escandinavia han
sido en no escasa medida los socialdemócratas los que han procedido a desmontar un sistema
educativo que no funcionaba. Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española –y no sólo la
izquierda– considera pecados veniales la mentira o el robo salvo que sean otros los que
perpetran? No, necesariamente por ser de izquierdas. Británicos, suecos, daneses, holandeses
o alemanes de izquierdas saben lo que es dimitir en esos casos.

Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española – y no sólo la izquierda – siente tanta alergia frente
a la división de poderes y a la supremacía de la ley? Una vez más, no necesariamente por ser
de izquierdas. A decir verdad, esos mecanismos son indiscutibles en otras naciones europeas –
sí, aquellas en las que triunfó la Reforma, qué casualidad – incluso cuando gobiernan los
socialdemócratas o los socialistas. En todos y cada uno de los ejemplos citados –y son de
notable gravedad– la desgracia no deriva necesariamente de ser de izquierdas y los ejemplos
de otras naciones así lo dejan de manifiesto, sino más bien de una mentalidad que se ha ido
forjando paso a paso desde la Contrarreforma.

Permítaseme añadir otros tres ejemplos bien significativos. ¿Por qué es la izquierda española
históricamente tan antisemita? Pues tampoco por ser de izquierdas necesariamente. Los judíos
–comenzando por Marx– no pocas veces han tenido una presencia importante en la izquierda y
hay izquierdas que reconocieron al estado de Israel cuando la nada izquierdista y sí muy
católica España de Franco se empecinaba en no hacerlo. De manera bien significativa, incluso
existe un sector no pequeño de la derecha latina que se empeña en mantener un discurso
antisemita aunque, ciertamente, en España vaya resultando gracias a Dios cada día más
residual. Al respecto, incluso hay que señalar que el propio PSOE, uno de cuyos gobiernos
estableció relaciones con Israel, vivió tiempos mejores de cara a esta democracia.
Lamentablemente, en los últimos años se ha permitido en regiones como Castilla-La Mancha o
Extremadura celebrar de manera oficial fiestas centradas en la acusación de "crimen ritual"
cometido por los judíos en la Edad Media. ¡En pleno siglo XXI obispos y políticos manteniendo
que hubo judíos en España que asesinaban a criaturas para burlarse de Cristo y que incluso
recogían su sangre para confeccionar hostias! Para vomitar. Ciertamente, el Concilio Vaticano II
cambió para bien muchas conductas católicas relacionadas con el antisemitismo, pero en casos
así se percibe claramente que en unos años no se puede disipar toda la miseria moral de siglos.

Otra coincidencia. ¿Por qué es la izquierda española tan antiamericana? Pues no


necesariamente por ser de izquierdas y la prueba se halla en que el antiamericanismo se
produce también entre los votantes de derechas y en que en no pocos partidos de izquierda
europeos no existe. Como en el caso del antisemitismo, la iglesia católica sólo ha comenzado a
cambiar muy recientemente en su visión de los Estados Unidos; en parte, porque es obvio que

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es la primera potencia mundial; en parte, porque su política de separación de iglesia y estado


también la ha beneficiado y, en parte, porque la iglesia católica es una importantísima minoría
en Estados Unidos. Es cierto que el católico norteamericano no suele ser como el español y
que, a inicios de los años sesenta del siglo pasado, JFK dejaba de manifiesto de manera
innegable que ni un solo céntimo público debía ir a parar a escuelas de carácter confesional
mientras que en España seguimos subvencionándolas con resultados ciertamente mejorables.

Y última pregunta: ¿por qué la izquierda española nunca reconoce sus errores? Ciertamente,
no por ser de izquierdas. A decir verdad, la izquierda de otras naciones europeas no ha dejado
de redefinirse –Tony Blair es un ejemplo claro– e incluso en la actualidad de sus filas están
saliendo algunos de los mayores críticos de su posibilidad de pervivencia futura. Nada de eso
es posible en la izquierda española porque está cortada sobre el patrón de una iglesia que, en
teoría, no se ha equivocado nunca, no se equivoca y no se equivocará. Se trata de la iglesia a la
que siempre ha querido sustituir como una iglesia verdadera.

Los paralelos son escandalosamente obvios. Hasta en la configuración de la izquierda, el hecho


de que España quedara fuera de las naciones donde triunfó la Reforma ha sido decisivo. En la
próxima entrega, intentaré mostrar cómo ese aspecto ha sido además decisivo –quizá más que
ningún otro– en el triunfo electoral del PSOE durante décadas.

Las razones de una diferencia (12) 2012-01-15

La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica (III): el inevitable voto


socialista

César Vidal

¿Qué partido prometía que Papá Estado cumpliría con unas metas asistencialistas
que hasta entonces sólo de manera muy limitada e imperfecta había cumplido la Santa Madre
Iglesia?

Otros artículos del autor

 (2012-01-08) La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica (II):


izquierdas e izquierdas
 (2012-01-01) La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica
 (2011-12-27) La alternativa masónica
 (2011-12-18) De la constitución puritana de los Estados Unidos...
 (2011-12-11) Separación de poderes
 Todos los artículos de César Vidal

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En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte
de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...– al
extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de
avances extraordinariamente positivos que afectaron a otras naciones y, por añadidura, tuvo
como consecuencia directa la aparición de una izquierda concebida mentalmente no sólo como
una fuerza de oposición a la iglesia católica sino también como su verdadero retrato en
negativo. Esa identidad de mentalidades no sólo configuraría a la izquierda española de una
manera muy peculiar sino que, además, abriría camino, por paradojas de la Historia, a un
triunfo tras otro del PSOE por razones más psicológicas que ideológicas.

En 1975, falleció en la cama el general Franco aunque su régimen había comenzado a entrar en
agonía cuando algo más de un quinquenio antes designó como sucesor al entonces príncipe
Juan Carlos. Basta examinar la prensa de la época para darse cuenta de que las fuerzas vivas se
aprestaron a cambiar de rumbo político ante el final de un régimen, el del 18 de julio, que, en
contra de lo que siempre quiso Franco y así lo expresó por activa y por pasiva, no iba a poder
perpetuarse. El fenómeno se agudizó especialmente tras la muerte de Carrero Blanco, hasta el
punto de que los dos últimos años del Régimen fueron testigos más de cómo se reubicaban los
políticos que de una labor de gobierno coherente.

Entre las instituciones que se habían apresurado a recolocarse ante el inevitable cambio de
régimen destacó la iglesia católica. A decir verdad, como había sucedido en los fallidos intentos
de formación de un estado liberal durante el s. XIX, la iglesia católica ya había dejado claro que
no tendría ningún reparo en apoyar a las fuerzas centrífugas regionales –especialmente vascas,
terroristas incluidos, y catalanas– si sus intereses así lo exigían. No cabe duda de que se trataba
de una excelente baza de negociación. El concordato franquista no resultaba ni lejanamente
tolerable en cualquier estado que mantuviera un mínimo de deseo de no verse controlado por
un poder externo –religioso o no– pero al concordato sí lo podían sustituir unos Acuerdos con
la Santa Sede. Éstos tenían que permitir salvar los numerosos muebles de un concordato que
había convertido a la iglesia católica en un verdadero estado dentro del estado y, por
añadidura, dejar de manifiesto que el distanciamiento con su mejor valedor de siglos era total y
absoluto. Una vez cumplidos sus servicios era de esperar que el general quedara enterrado y
bien enterrado. Incluso se afirmaría que una de las mayores beneficiarias de su Régimen había
combatido contra él defendiendo las libertades de los pueblos vasco y catalán y protegiendo a
los sindicalistas que en los últimos tiempos de la dictadura se reunían en las parroquias. La
Historia se repetía una vez más.

El Concordato salvó los muebles, pero poco más, religiosidad popular incluida, de la inmensa,
verdaderamente omnímoda, influencia social que el catolicismo había tenido durante siglos.
Había –y hay que dar gracias a Dios por ello– más católicos partidarios de la democracia que en
toda la Historia de España junta, pero la iglesia católica, como siempre, iba a jugar la carta de
sus intereses por encima de los de otros colectivos incluso los relacionados con ella y los
resultados no se hicieron esperar. Los demócrata-cristianos de entonces, por ejemplo, no se
han repuesto todavía de la sorpresa de verse abandonados por los obispos, aunque no pocos
encontraron consuelo sumándose a las filas del PSOE. Y entonces sucedió algo que nadie –no
nos engañemos, nadie– podía haber pensado. Se produjo una descatolización de las
costumbres de los españoles verdaderamente espectacular y tuvo lugar sobre todo por ese
área que había llamado la atención de sacerdotes y confesores de manera preeminente, la del
sexo. Que la señal mayor de cambio social fuera bautizada como “destape” indica hasta qué
punto fue limitada en sus resultados la tutela espiritual que el catolicismo ejerció en la España
de Franco y hasta qué punto, desaparecida la oficialidad –apoyada en el código penal y en los
chismorreos de las vecinas– de su moral religiosa, ésta perdió terreno a ojos vista. Cualquiera
que tenga más de cincuenta años sabe que no exagero lo más mínimo y para verificarlo bastará

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con que recuerde los comentarios al respecto de las mujeres de la casa. De aquel mundo de
costumbres pudibundas –insisto, especialmente en el terreno sexual– no ha quedado
prácticamente nada y la prueba está en cómo los católicos que en los años sesenta defendían
hasta las posturas más extremas de la moral sexual vaticana con verdadero denuedo –y
además creo que con convicción– ahora se sienten profundamente incómodos cuando surge el
tema. Sin entrar en juicios morales de ningún tipo, por aquel entonces el peso social basculaba
en su dirección y ahora, incluso entre no pocos católicos practicantes, sucede todo lo
contrario. Basta ver cómo algunas de las voces profesionalmente católicas de la España actual
se han lanzado a pedir anulaciones canónicas de sus matrimonios –algo impensable en la
época de Franco– y lo fácil que resultan aquellas de obtener para saber que no exagero lo más
mínimo.

Entendámonos. No es que la gente deseara definirse de otra manera que como católica –la
moda de autodenominarse “agnóstico” tardaría algunos años en extenderse con éxito– sino
simplemente que había decidido, más por intuición que por proyecto, hacer mangas y
capirotes con la moral que los sacerdotes les habían enseñado hasta ahora. Insisto en ello. En
el terreno sexual, con las excepciones puntuales que se quieran señalar, no tengo la sensación
de que se haya recuperado una pulgada del espacio perdido ni siquiera entre no pocos de los
católicos practicantes. Todo esto –que puede ser considerado de importancia menor– para
muchos resultó esencial. Los millones de españoles que eran católicos en menor o mayor
medida se sintieron libres del pastoreo episcopal y, siguieran llevando o no a los niños a clase
de religión, decidieron votar por criterios que, en no escasa medida, respondían a la moral que
durante siglos habían recibido aunque, esta vez, de acuerdo con su real saber y entender
desvinculado de las declaraciones de los obispos que, desde luego, no se lucieron en su labor
pastoral a juzgar por la conducta despendolada de millones de sus ovejas. En otras palabras,
millones de españoles – católicos practicantes incluidos– dieron escasa importancia, por regla
general, a temas como el divorcio o el aborto –nada baladíes desde una perspectiva católica,
dicho sea de paso– y mucha más a otros que, procedentes del catolicismo, habían venido
formando su mentalidad desde el siglo XVI.

Semejante conducta tuvo también una repercusión política directa. Vean si no:

¿Qué partido era el Partido mientras que los otros carecían de legitimidad?
¿Qué partido –perdón, Partido– expresaba la verdad dogmáticamente sin dejar que los herejes
dijeran palabra?

¿Qué partido insistía en que el trabajo tenía algo de opresivo que debía ser mitigado e incluso
evitado por las leyes?

¿Qué partido arremetía por sistema contra los empresarios considerándolos por definición
explotadores?

¿Qué partido mostraba auténtico desagrado ante todo lo que oliera a banca o instituciones
crediticias?

¿Qué partido insistía en que los derechos de unos –los propios– eran más importantes que los
de toda la sociedad y debían prevalecer?

¿Qué partido manifestaba un notable antiamericanismo –¡Ah, los Estados Unidos, nación de
protestantes y empresarios– encarnado, por ejemplo, en un “OTAN de entrada NO”?

¿Qué partido evitaba tener en sus filas curas obreros –¡cuarenta años soportando su férula con

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Franco, ahora sólo faltaba tener que aguantarlos en democracia enseñando sobre Marx!– pero,
a la vez, orillaba la cuestión religiosa y contaba con el respaldo de organizaciones católicas?

¿Qué partido evitaba la separación de poderes o la supremacía de la ley porque hay causas que
están por encima de esos principios?

¿Qué partido se presentaba con un mensaje social, pero desprovisto de las acusaciones de
ateísmo y, por lo tanto, desprovisto del estigma del PCE?

¿Qué partido suprimía totalmente la discusión interna porque apelaba a una Historia contada
en términos rosados que, presuntamente, demostraban que nunca se equivoca, se ha
equivocado o se equivocará, es decir, que es infalible?

¿Qué partido prometía que Papá Estado cumpliría con unas metas asistencialistas que hasta
entonces sólo de manera muy limitada e imperfecta había cumplido la Santa Madre Iglesia?

Sí, han acertado ustedes. Era el partido que dirigía un joven abogado sevillano criado a los
pechos de la democracia cristiana y que había estudiado en una universidad católica extranjera
gracias a una beca. ¿Puede sorprender que su nombre en la clandestinidad fuera el del santo
más famoso de la villa hispalense, o sea, Isidoro? Pues bien, ese partido iba a alzarse con el
santo y la limosna y era lógico que así sucediera. Se mire como se mire, ese partido traducía a
términos políticos como nadie una mentalidad modelada durante casi medio milenio por la
iglesia católica y bien diferente de la vinculada, por ejemplo, a los principios bíblicos
defendidos por la Reforma del siglo XVI. Se podía objetar que el PSOE era demasiado abierto
en temas como el aborto o el divorcio, pero ¿acaso la UCD o AP no fallaban más cuando se les
comparaba esa mentalidad de siglos, por ejemplo, siendo cicateros en la formulación de un
Estado que se ocupara del ciudadano desde el nacimiento hasta la tumba e incluso antes y
después? Puesto a votar, el españolito de a pie, criado en la mentalidad católica, pero no
especialmente dispuesto a que le controlaran los sacerdotes la bragueta, aunque sí queriendo
ser bueno, tenía una opción evidente que era el PSOE.

Por añadidura, llegado al poder, el PSOE –hasta ZP– se esforzó además por llevarse lo mejor
posible con la iglesia católica. No tuvo que legislar sobre el divorcio porque semejante
embolado ya lo había toreado la UCD; realizó encuestas continuas para llegar en el tema del
aborto hasta unos límites que, por mucho que indignaran a los obispos, no sublevaran a la
aplastante mayoría de católicos que lo votaban, y mantuvo una serie de instituciones desde las
subvenciones a los colegios a las ayudas para lugares de culto o la creación de una casilla en el
IRPF para subvencionar a la iglesia católica que mellaron cualquier acción episcopal contra él
en caso de que a algún obispo se le hubiera pasado por el báculo llevarla a cabo.

Si queremos ser ecuánimes, es dudoso que la propia derecha hubiera podido hacer más en
favor de la iglesia católica y eso explica que todavía en la época de ZP –¡de ZP!– el autor de
estas líneas haya tenido ocasión de contemplar los encendidos elogios que obispos y
cardenales dirigían a políticos del PSOE cuyo mérito fundamental era pagar la restauración de
lugares de culto, aunque el resto de los españoles sigamos queriendo saber qué más hicieron
con el dinero de nuestros impuestos durante años. De manera bien significativa, recuerdo los
comentarios acentuadamente elogiosos de dos cardenales sobre políticos socialistas cuya vida
sexual no era precisamente un modelo de moral católica. Es decir, que los purpurados estaban
aplicando el criterio de millones de sus ovejas: hay unas partes de la moral católica más
importantes que otras y entre ellas se encuentra el asistencialismo en beneficio propio.

Si el primer mandato de ZP dejó de manifiesto la confrontación en puntos concretos de su

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política –confrontación desarrollada sobre todo desde la COPE que no tanto desde la
Conferencia episcopal– el segundo fue de pacto con el gobierno socialista. Si Enrique IV llegó a
la conclusión de que París bien valía una misa, algunos prelados también debieron de pensar
que la Jornada mundial de la Juventud valía unos silencios y claudicaciones como la referente a
la asignatura de Educación para la Ciudadanía. ¡Cuántos padres objetores fueron dejados en la
cuneta por los obispos, una vez que éstos optaron por pactar! Pero, como siempre, los
intereses de la institución no tenían por qué coincidir con los de sus fieles. Una vez más, la
Historia se repetía.

Y eso por referirnos a la época de mayor confrontación porque, en los años de Felipe González,
las muestras de afecto entre la iglesia católica y el PSOE fueron innumerables –¿podía ser de
otra manera cuando había políticos de primera fila como José Bono o Paco Vázquez que
manifestaban su acendrado catolicismo?– y el maridaje episcopal –en algunos casos,
bochornoso cesaropapismo– con los nacionalistas vascos y catalanes prosigue hasta el día de
hoy.

Sé que muchos me dirán que Bono es un hipócrita, que Setién era un villano excepcional, que
los obispos siempre han enseñado cuál es la enseñanza moral de la iglesia, que su ausencia en
las manifestaciones pro-vida puede entenderse porque un obispo no puede entrar en esas
cuestiones y otros argumentos semejantes. No digo yo que no sea así, pero

Yo, sin embargo, recuerdo cómo un obispo gallego de la época de la Transición emitió una
pastoral contra la presencia de Susana Estrada en un programa de debate en TVE mientras sus
compañeros vascos se callaban ante los sacerdotes que obligaban a las víctimas del terrorismo
a sacar a sus familiares muertos por la puerta de atrás de las parroquias.

Yo, sin embargo, recuerdo cómo voces episcopales arremetieron contra la serie Farmacia de
guardia porque los protagonistas eran dos divorciados que se llevaban bien mientras dejaban
hacer a Setién en sus desprecios e insultos contra las familias ensangrentadas por los crímenes
de ETA.

Yo, sin embargo, recuerdo a monseñor Sistach jactándose de haber colaborado a echar a
periodistas independientes de la COPE mientras su diócesis tiene representantes en clínicas
abortistas o alguno de sus sacerdotes nacionalistas se ha jactado en público de haber pagado
abortos.

Yo, sin embargo, recuerdo otras muchas cosas que podrían ilustrar la tesis principal aún más si
cabe, pero que nos desviarían del tema.

Al final, el español de a pie, en millones de casos, sin darse cuenta de ello, ha asumido que la
izquierda española –y en especial el PSOE– no es sino un retrato político y en negativo (o en
positivo, que de todo hay) de la iglesia católica.

No ha censurado sus inconsistencias éticas como tampoco lo ha hecho con las de ciertos
obispos y cardenales.

No se ha distanciado de ese partido porque haya cambiado el discurso de la misma manera


que no lo ha hecho con una jerarquía que pasó de franquista a demócrata en cuanto que supo
que Franco tenía sucesor y que al régimen le quedaban dos telediarios.

No termina de condenarlo porque siempre le ve cosas buenas de la misma manera que


muchos católicos creen que pueden justificar el silencio de un obispo ante un sacerdote

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paidófilo apelando a los comedores de Cáritas. Aplaudamos lo segundo, pero no pretendamos


ocultar o compensar con ello lo primero.

No ve mal sus acciones porque lo importante no es el vivir de acuerdo con unos principios sino
en la comunión con la iglesia única y, por supuesto, verdadera e infalible.

No le retira su voto –salvo en situaciones de pobreza, pero también lleva sin respetar el
descanso dominical siglos– porque su mensaje contrario, entre otras cosas, a la ética del
trabajo, a la supremacía de la ley por encima de todos, a la división de poderes, al espíritu de
empresa capitalista o a la consideración de la mentira o el hurto como más que pecados
veniales encuentra resonancias de siglos y siglos en las mentes de millones de españoles.

Frente a esas estructuras mentales, para esos mismos españoles la prohibición del preservativo
o incluso la permisividad ante el aborto son, en el fondo, pecadillos. En la última entrevista
que realicé al cardenal Rouco cuando aún dirigía La Linterna en COPE le pregunté cómo era
posible que hubiera millones de católicos que pudieran dar su voto a un partido que defendía
el aborto o el matrimonio de homosexuales. Con una notable sabiduría –y sinceridad– el
cardenal me respondió que esos católicos escogían, dentro de la moral católica, los partidos
que, a su juicio, eran más cercanos a la misma. Decía la verdad. Para millones de españoles
católicos, es un pecado mucho mayor no defender un estado asistencialista, copia de la Santa
Madre Iglesia, que ampliar los supuestos del aborto. A las pruebas electorales me remito.

Hasta aquí he intentado, con todos los matices y correcciones que se deseen apuntar, explicar
por qué hemos llegado hasta aquí en nuestras diferencias, diferencias que compartimos, por
otra parte, con todas esas naciones en las que la Contrarreforma se impuso sobre la Reforma.
La cuestión que, obligatoriamente, hay que plantear ahora es la de si existe salida o, como
hasta la fecha, sólo nos cabe esperar seguir dando vueltas a una noria que, históricamente, ha
resultado fatal y aciaga.

Continuará: ¿Hay salida?

MANUEL VICENT

Dilema

MANUEL VICENT 15/01/2012 el Pais.

Debajo de esta Europa dividida en dos por la religión, una protestante y otra católica, hay una
división más profunda que atañe a la actitud moral con que los habitantes del norte y del sur se
enfrentan a la vida. Puede que en Estocolmo o en Hamburgo a las tres de la tarde en invierno,
cuando ya se halla oscura la calle, muchos obreros y ejecutivos piensen que a esa hora,
mientras ellos trabajan de forma absolutamente rentable para su empresa, la gente morena y

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manirrota del sur esté tocando la guitarra con palmas de alegría ante una ración de gambas
bajo la dulzura de un sol de 25 grados, cuya fiesta sospechan que se pagará a su costa con la
moneda única. Por otro lado puede que en contrapartida muy pocos habitantes de la orilla del
Mediterráneo estén dispuestos a renunciar al placer de vivir al día en medio de un caos
creativo para cambiarlo por el orden, la eficacia y racionalidad en el trabajo de los países
bálticos. Se está tan poco rato en este planeta que basta con el sonido de una tarantela durante
una larga y placentera sobremesa con amigos a la sombra de una parra para justificar toda la
existencia. Esta moral filosófica del sur ante la vida, el hecho de que aquí la razón exija ir en
busca del placer a como dé lugar, no es compatible con la idea de que a este mundo se ha
venido a trabajar y a ser responsable. La moral calvinista es una forma muy dura de salvación
frente a la laxitud con que en el confesonario católico se perdonan todos los pecados, incluso
los más execrables. Recibida la absolución el pecador puede irse al bar a tomar un par de cañas
como si no hubiera pasado nada; en cambio el protestante boreal se adentra cada noche en la
oscuridad con la culpa pegada a la nuca como una niebla por no haber sido recto y eficiente del
todo durante el día. Bajo la creencia de que el éxito económico era una prueba de la gracia
divina los calvinistas fundaron su dicha en el ahorro y en la contabilidad. Ellos desarrollaron un
capitalismo muy recio, mientras los católicos contemplaban el paso de unas nubes cargadas de
oro por la veleta del campanario. De hecho el dilema que divide a los países del norte y del sur
en Europa hoy todavía es el mismo que se plantea en cualquier atraco a mano armada: elegir
entre la bolsa o la vida.

Las razones de una diferencia (13) 2012-01-22

¿Hay salida? (I)

César Vidal

Pretender borrar la Historia de España o convertirla en un compendio de virtudes


y justificaciones de lo injustificable, son dos caminos semejantemente dañinos y llamados a
perpetuar una mentalidad intolerante y perniciosa.

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En los capítulos anteriores, he ido describiendo la manera en que episodios como la Expulsión
de los judíos, el exterminio de los reformados españoles y la conversión en espada de la
Contrarreforma determinaron trágicamente la Historia de España. Con esos pasos, se tiraban
por la borda una serie de valores, básicamente bíblicos, que, abrazados por otras naciones,
fueron esenciales en el hecho de que, en muy poco tiempo, nos dejaran atrás. Por añadidura, al
atraso se sumó una mentalidad que conformó el comportamiento nacional de los siguientes
siglos. La cuestión que resulta, pues, imperiosa es si existe salida.

Un empresario que ha seguido con inusitado interés esta serie de artículos me decía hace unas
semanas que había quedado totalmente convencido de mi visión de la Historia de España, pero
lo que le importaba saber es si existía alguna manera de liberarnos de esa herencia de siglos.
Con gesto compungido, me preguntaba si no había manera de escaparse de lo negativo que
pueda haber en nuestro pasado. En otras palabras, ¿hay salida?

Mi respuesta es que sí, pero que no es fácil porque los obstáculos se han ido enraizado durante
siglos impidiendo cualquier consolidación del progreso salvo en aquellas cuestiones en las que
ya otros han avanzado. Quizá la prueba más dolorosa de esa realidad sea lo que sucedió la
mañana del 11-M. En lugar de responder como hicieron los ciudadanos británicos y
norteamericanos frente a los ataques terroristas, la población española decidió volverse en no
escasa medida contra su gobierno. Las razones eran varias. O pertenecían a la izquierda, o se
alineaban con los nacionalismos vasco y catalán o no podían perdonar al PP que no hubiera
seguido el mandato del papa de no entrar en la guerra de Irak. Fuera por lo que fuera, al final
los que decidieron respaldar a su nación frente a una agresión que –ingenuamente– se pensó
venida de fuera resultaron minoría y las conquistas de la Era Aznar no sólo no se consolidaron
sino que fueron pulverizadas por el siguiente gobierno. Por enésima vez en la Historia de
España el edificio parecía más que aceptable, pero, al carecer de las raíces que existen desde
hace medio milenio en otras naciones, bastó golpearlo para que se viniera abajo.

Frente a esa situación –y tiene su lógica– no pocos españoles han optado por adoptar una
posición muy semejante a la de ciertos pensadores musulmanes. El autor árabe Mohammed
Yaberi en dos obras Nahnu wa-t-turat (Nosotros y nuestra herencia) y Takwin al–áql al–´arabi
(El proceso de formación de la razón árabe) ha mostrado cómo el gran problema de los árabes
es que no pueden contemplar un presente que no les gusta y, por lo tanto, se vuelcan en una
visión –idílica y por ello falsa– del pasado. Eso mismo sucede con no pocas naciones de
mentalidad católica y, de forma indiscutible, con un sector no pequeño de los españoles. El
pasado o es rechazado como algo horrible que justifica cualquier desmán presente –una visión
tuerta que ha caracterizado a buena parte de la izquierda– o es absorbido de una manera
neciamente falsa e idealizada que, puesta a defender la Historia patria, intenta hasta justificar
monstruosidades como la Expulsión de los judíos en 1492 o la quema de herejes por la
Inquisición desde el s. XVI hasta inicios del s. XIX. Ambas actitudes son dañinas y peligrosas
para la nación porque el primer paso que tenemos que dar para conservar lo bueno de nuestro
pasado y, a la vez, librarnos de todo lo malo es el de asumirlo de manera veraz.

I. Sí hay salida, pero asumamos verazmente el pasado.

Uno de los grandes libros –descatalogado actualmente– de Federico Jiménez Losantos es Los
nuestros. A lo largo de docenas de viñetas, Federico asumía como propios a aquellos españoles
que nos habían antecedido ya fueran héroes o villanos, genios o cupletistas, mujeres u
hombres, conservadores o comunistas. No dejaba de emitir juicios de valor propios de un
liberal, pero, a la vez, evitaba hacer una purga tuerta como ésas a las que tan habituados han
estado los españoles a lo largo de los siglos.

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Frente a sólo quedarnos con los "nuestros" como los únicos que son verdaderamente
españoles, tenemos que aprender a asumir el pasado verazmente. Cualquiera que haya leído
una obra tan tendenciosa, manipulada y llena de errores como la Historia de los heterodoxos
españoles de Menéndez Pelayo se percata de que muchos de aquellos a los que el intolerante
escritor ataca eran mejores españoles y, simplemente, mucho mejores personas que el mismo
autor que se empeñó en que el destino de España era ser "martillo de herejes", o sea, una
nación liberticida de sanguinarios inquisidores. No, ese destino no tuvo nada de glorioso; agotó
nuestra riqueza y nuestra sangre en favor de un poder espiritual asentado en tierra extranjera y
marcó a fuego y por desgracia los siglos siguientes.

Por supuesto que España pudo –y puede– ser mucho más, pero necesita como cualquier ser
sometido a una dolencia reconocer sus males. Habrá quien diga que ese es un principio
netamente enraizado en la Biblia, pero podrá señalarse igualmente que es de mero sentido
común. Sólo el enfermo que conoce su enfermedad puede aspirar a intentar recibir la cura.
Precisamente por ello, defender la Inquisición a estas alturas –¿cómo se puede ser tan
miserable moralmente?– o la Expulsión de los judíos –¡y luego dirán que no hay antisemitismo
en nuestra Historia y que nada tiene que ver con la iglesia católica!– o las matanzas de
Paracuellos –de nuevo el fin justifica, en este caso la lucha contra el fascismo, los medios– o el
fanatismo ruinoso de Felipe II constituyen ejemplos clamorosos de una actitud profundamente
dañina que denota un interior repleto de ignorancia histórica, de tuertismo moral o de
indigencia ética, bases todas ellas desde las que es imposible regenerar España.

Es difícil para una mentalidad modelada por la idea de una sola iglesia verdadera, que nunca se
equivoca y fuera de la cual sólo hay tinieblas y condenación comprenderlo, pero se puede amar
a Calderón como artista aunque la moral sexual de sus obras espeluzne; se puede cantar el
heroísmo sobrecogedor de los Tercios y llorar la necedad fanática de unos Austrias que
aniquilaron el imperio al convertirlo en el brazo armado de la Contrarreforma; se puede
admirar la gesta de los guerrilleros que combatían contra los franceses lamentando al mismo
tiempo que la libertad política –con excepciones como la de El Empecinado– no figurara entre
sus metas; se puede deplorar las inmensas injusticias sociales de los años 20 y 30 del siglo XX
sin asumir las soluciones de la CNT o del PSOE; se pueden reconocer los avances del
desarrollismo de los años sesenta a la vez que se siente dolor por la ausencia de libertades, por
los deseos de Franco de perpetuar su sistema y, de manera especial, por el carácter ovejuno de
una población que deseaba muchas cosas antes que la libertad y que permitió que el dictador
muriera en la cama. Es indispensable captarlo porque, de lo contrario, frente a los dislates de
ZP se seguirán alzando las presuntas ventajas de la Inquisición y contra la dictadura de Franco
se pretenderá erguir la supuesta inevitabilidad de las checas.

Pretender borrar la Historia de España –como Azaña y otros regeneracionistas– o convertirla en


un compendio de virtudes y justificaciones de lo injustificable –como algunos nacionalistas del
pasado y algunos filo-franquistas del presente– son dos caminos semejantemente dañinos y
llamados a perpetuar una mentalidad intolerante y perniciosa. A decir verdad, el regreso a
períodos pasados como la España de los Austrias, la Segunda República o el Régimen de Franco
me parece no sólo terrorífico sino uno de los destinos menos deseables para cualquier persona
que ame la libertad y yo, precisamente, creo que la Historia de España debe ser examinada
desde ese deseo de libertad y así es como yo me permito examinarla.

Si podemos contemplar así la Historia de España rechazando de plano la idea de que la pérdida
de peso social y político de la iglesia católica es la causa de sus males –su peso excesivo sí que
fue la causa directa e innegable, entre otros fenómenos, de los pogromos anti-semitas de la
Edad Media, de la Expulsión de los judíos de 1492, de la imposición de la Inquisición, del

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exterminio de los protestantes, del desastre imperial, de la imposibilidad de crear un estado


moderno, del nacimiento de los nacionalismos catalán y vasco o de la persistencia de ETA– o de
que la imposibilidad de coronar hasta el final un programa de izquierdas –que, como hemos
visto, ha tenido siempre una mentalidad de retrato en negativo de la iglesia católica– es el
origen de nuestro atraso, habremos dado un gran paso.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de honrar a nuestros héroes, pero no la de


venerar a los que los sacrificaron por sus fanatismos en causas inútiles en el Centro de Europa
o en la destrucción de culturas en Hispanoamérica.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de considerar la Reconquista una gran gesta,
pero no la de convertir España en un grupo de mesnadas y reinos de Taifas que, por añadidura,
reciben en algún caso el respaldo eclesial para que nunca exista un estado fuerte y libre que
imponga una verdadera separación entre iglesia y estado.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de admirar a nuestros genios, pero no por eso
hemos de asumir el antisemitismo de Quevedo o la aversión a los gitanos de Cervantes o la
moralidad injusta de Calderón.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de sentirnos orgullosos de nuestros pintores,


pero no por eso hemos de seguir el ejemplo de los reyes tarados o de los bufones de la Corte
pintados por ellos mientras en las zonas de Europa donde había triunfado la Reforma ya se
pintaba a la ciencia, al comercio y al desarrollo capitalista.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de dar gracias a Dios por nuestro sol, nuestro
clima y nuestro cielo, pero no es lícito convertirlo en excusa para la holganza, la chapuza o la
despreocupación despreciando la ética protestante del trabajo.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de apreciar algunas singularidades de nuestro


carácter, pero no podemos ya considerar la mentira un pecado venial, ni tolerar un solo
instante a los políticos corruptos, ni rechazar con desprecio la supremacía de la ley.

Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de estimar nuestro variado paisaje, pero no
podemos seguir despreciando la innovación técnica o el espíritu emprendedor.

Reconocer que nos hemos equivocado –y gravemente– y asumir como propias esas terribles
equivocaciones, no pocas veces teñidas de sangre, es el primer paso para cambiar. De los
siguientes, hablaré en próximas entregas.

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Las razones de una diferencia (14) 2012-01-29

¿Hay salida? (II)

César Vidal

Junto a los privilegios de unas regiones sobre otras y de unos estamentos


económicos sobre otros, encontramos los privilegios de diputados y senadores y otras figuras
políticas. Comprensibles a inicios del siglo XIX, hoy son injustos e injustificados

En las anteriores entregas, he ido desarrollando brevemente las razones que explican nuestros
numerosos puntos de coincidencia con naciones como las que integran el grupo de las PIGS o
de Hispanoamérica a la vez que nos distancian de otras como Gran Bretaña, Suecia,
Dinamarca, Alemania, Noruega, Holanda o los Estados Unidos. En la última, inicié la
enumeración de las condiciones que nos permitirían borrar los aspectos negativos de esa
diferencia y ayudarnos a parecernos a los más positivos de naciones occidentales como las
mencionadas. Si la primera era la asunción veraz de nuestro pasado, la segunda es la
aceptación del imperio de la ley y la supresión de privilegios.

Históricamente, España ha sido una nación cuya trayectoria ha discurrido, en no escasa


medida, de espaldas al imperio de la ley e inmersa en la aceptación de los privilegios y de lo
que he denominado "tuertismo" a la hora de juzgar esa circunstancia. Semejante configuración
social es un fruto directo del orden medieval en el que el feudalismo, por un lado, y la
supremacía espiritual de iglesias como la católica o la ortodoxa consagraron la existencia de
una serie de estamentos y territorios con derechos bien diferentes. Para los empeñados en
pintar la Edad Media como una Era dorada en el que poder político estaba sometido al papal
en todos los órdenes, semejante realidad es magnífica. El problema es que la verdad histórica
se acerca más al terreno de lo horripilante que al de lo ejemplar y, en términos meramente
jurídicos, implicó un atraso de siglos que nos condujo a códigos mesopotámicos como el de
Hammurabi y que arrojó por la borda conquistas legales como las recogidas en la Torah de
Moisés o incluso el derecho romano. Lejos de avanzar hacia la igualdad ante la ley, la Edad
Media consagró –y legitimó– un orden sustentado en el privilegio, es decir, la norma privada.

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Semejante cosmovisión recibió un golpe de muerte con la Reforma del siglo XVI y no podía ser
de otra manera porque cuando, por ejemplo, Lutero escribió que el trabajo realizado por la
mujer que limpiaba la iglesia era tan importante como el del clérigo que predicaba no sólo
enaltecía enormemente cualquier labor honrada encaminada a ganarse la vida sino que, por
añadidura, daba un paso de gigante en la desaparición de la sociedad estamental y con clases
legalmente privilegiadas, en la igualdad ante la administración de justicia y en el imperio de la
ley. Esas conquistas jurídicas explican, por ejemplo, las revoluciones puritanas del s. XVII en
Inglaterra o la americana de finales del s. XVIII. En otras naciones que no experimentaron el
impacto de la Reforma, el proceso se retrasó siglos o incluso, como es el caso de España, nunca
ha terminado de cuajar por completo.

Ciertamente, los liberales españoles habrían deseado crear ese estado moderno a partir de la
Constitución de Cádiz de 1812, pero, al aceptar que determinados elementos sociales
mantuvieran sus privilegios jurídicos, impidieron esa posibilidad. Fue José María Blanco White,
amigo íntimo de Argüelles "el divino", el que le advirtió –y acertó de lleno– que la constitución
gaditana estaba condenada al fracaso desde el momento en que se había negado a recoger –
como en Inglaterra, Francia o Estados Unidos –la libertad religiosa para así satisfacer a la Iglesia
católica. Semejante paso implicaba entregar lo más preciado en un ser humano –la
conciencia– a una institución privilegiada que no dudaría en aliarse con el rey a su regreso para
aniquilar el sistema liberal. Se trataba de un pronóstico pesimista y triste, pero resultó
indudablemente certero. Fernando VII –y los absolutistas que lo sucedieron como su hermano
Carlos– tuvo como aliado primordial a una Iglesia católica determinada como fuera a impedir la
creación de un estado liberal que, por definición, tenía que acabar con su situación
privilegiada. En no escasa medida, ese factor explica buena parte de la Historia de España
durante el s. XIX y buena parte del siglo XX.

Con todo, la idea del privilegio no era exclusiva de la monarquía o de la Iglesia católica. A decir
verdad, estaba ya tan incrustada en la mentalidad hispánica que la misma izquierda no tardó
en articularse con una visión de privilegio aunque orientada en otra dirección.

Muchos de esos privilegios se mantuvieron incluso en la Constitución de 1978 por razones


comprensibles en su día. Sin embargo, actualmente, si deseamos que España deje de ser
diferente en el peor sentido del término no pueden seguir manteniéndose. A decir verdad,
deben desaparecer:

Los privilegios regionales

Una de las grandes desgracias de España es el mantenimiento de privilegios regionales de


lejano origen medieval, de apoyo cerrado por parte de la Iglesia católica antes, durante y
después de las guerras carlistas, y de condición absolutamente intolerable en un régimen
democrático. A día de hoy, no es de recibo que las Vascongadas y Navarra posean un régimen
fiscal distinto y privilegiado – el denominado "pufo vasco" por Miguel Buesa –basado en unos
presuntos derechos territoriales que nos retrotraen en su concepción jurídica al foralismo
medieval. Si a esto añadimos las pretensiones del nacionalismo catalán de obtener un
privilegio semejante, podemos captar el tremendo daño que esa situación causa –y causará– a
la nación.

Todavía menos de recibo es que en esas regiones se produzca la privación de derechos a


determinados segmentos sociales –como los no catalano-parlantes– por cierto, todo hay que
decirlo con el respaldo cuando no el aplauso de sus respectivos episcopados.

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Las distintas regiones o CCAA o como puedan llegar a denominarse en el futuro esas entidades
territoriales no pueden disfrutar de privilegios y menos en materia tan delicada, sensible y
necesaria como la fiscal o la lingüística y mientras esos privilegios no desaparezcan España no
será totalmente una nación de ciudadanos libres e iguales.

Los privilegios sindicales y patronales

Tampoco resulta aceptable que determinados entes sociales de creación relativamente


reciente se hayan convertido en estamentos privilegiados que viven del esfuerzo de los
ciudadanos como antaño la aristocracia del Tercer Estado. Sin entrar en la cuestión de si
practican o no un sindicalismo acorde con los tiempos, lo que resulta obvio es que no puede
seguir manteniéndose a los sindicatos y a la patronal con cargo al erario público. Semejante
idea era lógica en el corporativismo fascista de Mussolini o en el régimen católico de Franco
que se esforzaba por unir en el mismo ente a los denominados "productores" y a los
empresarios. Carece, sin embargo, de justificación; choca con los ejemplos del derecho
comparado y sirve sólo para articular un sistema costoso de privilegiados. Los sindicatos y la
patronal –pese a quien pese- deben mantenerse de las cuotas de sus afiliados y no de una
financiación privilegiada.

Los privilegios políticos

Junto a los privilegios de unas regiones sobre otras y de unos estamentos económicos sobre
otros, encontramos los privilegios de diputados y senadores y otras figuras políticas.

Estos privilegios son, fundamentalmente, de tres órdenes: penal, fiscal y económico.


Penalmente, los miembros del poder legislativo siguen disfrutando del privilegio de
aforamiento que les permite eludir su sometimiento a un procedimiento penal como el que es
de aplicación para el resto de los ciudadanos. Tal situación es imposible de sostener a día de
hoy. Comprensible a inicios del siglo XIX para protegerse del absolutismo regio –pero
inoperante, a fin de cuentas, porque el rey absoluto persiguió exactamente igual a los liberales
con la colaboración de la Santa Inquisición si así era preciso– hoy en día no es sino un privilegio
injusto e injustificado. Episodios como los de Felipe González en relación con los GAL, de Jordi
Pujol en relación con Banca Catalana, de los diputados de HB protegidos por el PNV en el
parlamento vasco o de José Blanco en relación con Campeón constituyen ejemplo de unos
privilegios intolerables.

Económicamente, los miembros del legislativo también se benefician de exenciones y


bonificaciones fiscales fuera del alcance del ciudadano medio. Por último, en el terreno
económico, los miembros del legislativo son objeto de una cobertura social en caso de
desempleo y de unas pensiones doradas de las que tampoco disfrutan los ciudadanos de a pie.
Han venido así a constituir una neo-aristocracia que recoge los privilegios de las de otros
tiempos: mejor tratamiento penal, mejor tratamiento fiscal y mejor tratamiento económico.

Los privilegios en la percepción de los caudales públicos

Como sucedía en la sociedad estamental, también en la española de inicios del s. XXI existen
segmentos que son objeto de privilegios relacionados con los caudales públicos. En ocasiones,
el privilegio se recibe como una merced que ahora es denominada subvención; en otros, como
una exención. En este último caso, el ejemplo más claro es el que presentan las SICAV, un
organismo creado por el gobierno socialista de Felipe González para ayudar a los más ricos a

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pagar menos impuestos y del cual se benefician actualmente desde conocidos cineastas
"progresistas" a la Iglesia católica que cuenta con varias.

Con los matices que se quiera señalar, lo cierto es que la existencia de estos mecanismos
legales de privilegio económico resulta, sencillamente, bochornosa, pero que además pueda
perpetuarse en momentos como los actuales constituye un verdadero escándalo.

Los privilegios de la monarquía

En el capítulo de los privilegios medievales que han resistido el paso del tiempo ocupa un lugar
nada desdeñable la impunidad del rey. Aunque la monarquía española es formalmente
constitucional, no resulta menos cierto que el actual rey no quiso renunciar a un privilegio que
arrancaba de la época de Franco y que consistía en la irresponsabilidad del Jefe de Estado por
sus actos. Mientras que en Estados Unidos, el presidente puede ser objeto de impeachment y
de un proceso penal y que ese principio de sometimiento de todos los ciudadanos al imperio
de la ley se recoge en otras legislaciones comparadas, en España seguimos manteniendo una
situación de privilegio que no es de recibo.

Los privilegios por razón de religión

Algo muy similar a lo señalado en los apartados anteriores sucede en el terreno de los
privilegios por razón de religión que en España están circunscritos de manera única y exclusiva
a la Iglesia católica.

El apoyo a los partidos nacionalistas –sin excluir a ETA– el abandono del barco del franquismo,
los Acuerdos que sustituyeron al Concordato y el papel representado en la Transición por la
Iglesia católica resulta totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta el deseo de salvar en
el nuevo régimen democrático los muchos muebles acumulados durante un régimen, el de
Franco, en que llegó a ser un estado dentro del estado. La Constitución de 1978 privó a la
Iglesia católica de su condición de religión oficial, pero la mantuvo en una situación de
privilegio frente a cualquier otra confesión y, sobre todo, encajonó el ordenamiento jurídico
español en un sistema pactista que permitiera sustituir el Concordato por unos Acuerdos que al
ser suscritos por la Santa Sede contaban con rango de derecho internacional y, por lo tanto,
están por encima de la Constitución española.

Es muy posible que esa salida en 1978 fuera la más adecuada, pero, a día de hoy, esa situación
de privilegio es insostenible por varias razones. En primer lugar, porque otorga a la Iglesia
Católica no sólo frente a otras confesiones sino frente a otras personas jurídicas una situación
de privilegio en el terreno fiscal. No se trata sólo de sus SICAV sino de la inclusión de una casilla
en la declaración del IRPF o de las cantidades –jamás publicadas, jamás calculadas de manera
global– que recibe por otros conceptos como la restauración de templos, la subvención de
centros de enseñanza, la entrega de dinero público para ONGs relacionadas con la misma y un
largo etcétera. Por añadidura, la casilla del IRPF ni es el impuesto religioso alemán –un sistema
mucho más justo, aplicable a distintas confesiones y que permite saber los fieles dispuestos a
costear su religión– ni tiene una alternativa sensata ya que los gastos de interés social pueden
ser los hipopótamos de Trinidad Jiménez. El judío, el protestante, el agnóstico, el ateo o el
simplemente partidario de la separación entre iglesia y estado debe escoger entre financiar a
una confesión que no es la suya o a las dictaduras hispanoamericanas. Sin duda, semejante
panorama favorece a la Iglesia católica, pero no puede decirse que sea justo ni razonable.

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A estas alturas de nuestra Historia, sería mucho más sensato –y, desde luego, democrático–
adoptar un sistema de separación total de iglesia y estado como el que existe en Estados
Unidos aunque eso signifique, por ejemplo, una exención de impuestos para las distintas
confesiones religiosas. En última instancia, lo más razonable es que sean los fieles de cada
religión los que la mantengan si es que la Providencia no está dispuesta a hacerlo. No parece,
por el contrario, que los contribuyentes deban cargar con ese gasto cuando se trata de una
cuestión íntima que cada uno también íntimamente –y se supone que con entusiasmo incluso–
debe costear o no de acuerdo con su conciencia.

Me consta que no faltarán los taliban que interpretarán mis palabras como un ataque frontal
contra el catolicismo e incluso, como ha escrito algún majadero, como una colección de
argumentos para el exterminio del catolicismo en España, afirmación esta última que denota lo
poco que cree, en el fondo, en la persistencia de una confesión religiosa sin el apoyo directo y
privilegiado del poder civil. A pesar de todo, esas reacciones me dejan indiferente ya que, a fin
de cuentas, no se puede evitar, como señaló Kipling, "escuchar toda la verdad que has dicho,
tergiversada por malhechores para engañar a los necios". Por añadidura, me consta que no
muchas personas, incluidos católicos, pueden decir que han defendido con tanto denuedo la
libertad de los fieles católicos, de manera pública y expresa, cuando han sido objeto de burlas
o vejaciones en España. Se trata de un comportamiento que he adoptado en el pasado y que
seguiré adoptando en el futuro cada vez que haya fanáticos dispuestos a injuriar, burlarse o
atacar a otros por razón de la religión que practican. Se trata de una conducta que me ha sido
agradecida en docenas de ocasiones por católicos que no eran más papistas que el papa, que
no se dedican a ayudar a Dios a llevar la contabilidad de los que se salvan y que no pasaban
más tiempo observando al prójimo para ver los pecados que descubren que haciendo el bien.
Sin ir más lejos, esta semana, tuvimos en Libertad digital como pareja invitada de la semana al
párroco y al sacristán de una parroquia del este de España y, difícilmente, habrían podido estar
más agradables conmigo asegurándose, por ejemplo, que todos los días, tras concluir la misa
de las 19:30, conectan esRadio para escuchar mi programa. Es fácil saber de dónde venían,
pero permítaseme omitir su origen a fin de que los taliban que quieran avisarles de mi maldad
teológica se tomen por lo menos la molestia de buscar el dato en la página web del programa.

Dicho todo esto, mi defensa de la libertad de conciencia no me ciega ante dos circunstancias
que considero indispensables.

La primera es la veracidad en el análisis histórico que, en mi caso no es tuerto como sucede


con otros y que no va a exculpar jamás atrocidades históricas como la Expulsión de los judíos
en 1492 o la quema de protestantes en la España de la Contrarreforma porque ZP impulsara
una ley de Educación para la Ciudadanía, cuyos objetores, por cierto, fueron abandonados por
la Conferencia Episcopal en la segunda legislatura del ahora vigilante de nubes; y la segunda es
mi firme convicción de que los católicos españoles serán mucho mejor católicos cuando su
iglesia deje de disfrutar los privilegios que ha disfrutado durante siglos a lo largo de la Historia
de España.

Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de
Estados Unidos y en lugar de pedir a Blázquez que censure el estado matrimonial de Soraya
Sáenz de Santamaría y otros, le afearán en público el que no defendiera a las víctimas de ETA
en todo lo que estuvo al alcance de su mano como me han hecho saber algunas de ellas.

Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de
Estados Unidos y sentarán en el banquillo a los sacerdotes y obispos relacionados con los

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abusos de menores, en lugar de minimizar unos hechos criminales apelando a la escasa


proporción de delincuentes de ese género repugnante que puede haber entre el clero.

Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de
Estados Unidos y, como J. F. Kennedy ya en los años sesenta del siglo pasado, se darán cuenta
de que la enseñanza religiosa no debe ser pagada por el Estado sino por los que la disfrutan.

Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de
Estados Unidos y no enfocarán la situación política sobre la base de lo que afirma la Santa Sede
–tantas veces errada en sus juicios temporales- hasta el extremo de condenar la intervención
en Irak, que sólo veinticuatro horas antes apoyaban, porque el papa se había pronunciado en
sentido contrario, episodio éste que viví de cerca en la cadena COPE y que no constituyó ni
mucho menos una excepción.

Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de
Estados Unidos y mantendrán a su iglesia como hacen los fieles de otras confesiones religiosas
y como es su obligación. Y es que debo confesar que pocas cosas me causan mayor pesar que
el ver que judíos y protestantes españoles sufragan animosos los gastos de sus respectivas
confesiones mientras que no lo hacen los católicos a pesar de que han tenido siglos para
conseguirlo.

Al fin y a la postre, el día en que desaparezcan los distintos privilegios –regionales y políticos,
sindicales y patronales, regios y religiosos– España habrá dado un paso extraordinario –aunque
no el último- para ser de verdad una nación de ciudadanos libres e iguales.

Las razones de una diferencia (15) 2012-02-05

¿Hay salida? : educación e investigación (III)

César Vidal

El aborrecimiento hacia la ciencia llegaría a tanto en nuestra nación, que la frase


"que inventen ellos" se convertiría incluso en lema de movimientos intelectuales y corrientes
de opinión

Como señalé hace ya algunas semanas, una de las peores consecuencias de abrazar el campo
de la Contrarreforma fue que naciones como España, Portugal o Italia se quedaron
descolgadas de una revolución científica que nació – como supieron ver Kuhn o Whitehead –
precisamente de la Reforma protestante del s. XVI. No se ha avanzado mucho desde entonces.

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Desde que España decidió aplastar en su territorio la Reforma a sangre y fuego se descolgó
tanto de la revolución científica como del extraordinario impulso educativo nacido de aquella.
Ha pasado casi medio milenio y en esas andamos y poco consuela decir que a portugueses o
italianos les pasó lo mismo. Recuerde el que piense que exagero que, a día de hoy, no hay ni
una sola universidad española entre las ciento cincuenta primeras del mundo o que nuestra
educación no deja de obtener pésimas calificaciones en sucesivos informes PISA.

El aborrecimiento hacia la ciencia llegaría a tanto en nuestra nación, que la frase "que inventen
ellos" se convertiría incluso en lema de movimientos intelectuales y corrientes de opinión. La
verdad es que ponerse manos a la obra en el terreno de la investigación fue causa no sólo de
llorar sino de morir en la Historia de España iniciada con la Contrarreforma. El método
científico lo habían inventado herejes protestantes como Bacon; sobre los universitarios
españoles recayó la prohibición de estudiar en el extranjero porque así lo dispuso ese gran
destructor de la grandeza de España que fue Felipe II y la Inquisición se ocupó del resto con
verdadera pasión. El éxito de semejantes medidas fue, por desgracia, espectacular. El mismo
año en que el protestante John Locke se dirigía hacia Inglaterra para contribuir a la Gloriosa
Revolución y asentar los principios del liberalismo en la isla; en España, reinaba un tarado que
no recibió atención médica porque se consideró más apropiado tratarlo con exorcismos y
reliquias. Con paralelos así no deberíamos sorprendernos de nada.

No es que los españoles fueran racialmente negados o torpes o incluso desinteresados. No. Ése
no era el problema. La desgracia –verdadera maldición histórica– que pesaba sobre ellos era el
control ejercido por la Inquisición no sólo en cuestiones doctrinales sino en las áreas más
diversas de la vida incluidas la educación y la investigación científica. En pleno siglo XVIII, ya no
quedaban en España protestantes porque la Inquisición los había exterminado en la hoguera o
había provocado su exilio para huir de las llamas. Tampoco podía perseguir a unos judíos
expulsados en 1492 y que se habían asimilado al catolicismo por convicción o pánico hacía
siglos. Sin embargo, las acciones de la Inquisición no brillaron por su ausencia ni tampoco las
de un gobierno que consideraba la represión pro-católica timbre de honor. En España, la
Inquisición tenía su Índice de libros prohibidos propio y, por añadidura, los confesores estaban
sometidos a la obligación de preguntar sobre la posesión o el conocimiento de la posesión de
tan peligroso material a los que se acercaban al sacramento de la penitencia quedando claro
que la absolución del pecado quedaba reservada al Santo Oficio. La edición del Índice de la
Inquisición española de 1790 contaba con 305 páginas, en folio, con columnas dobles y
caracteres de imprenta de tamaño muy reducido. Prohibidos no estaban sólo Wycliff, Lutero,
Calvino, Erasmo o Voltaire, sino también, en mayor o menor medida, Dante, Petrarca,
Maquiavelo, Boccaccio e incluso Cervantes. El Robinson Crusoe –lectura infantil en la
actualidad– fue incluido en el Índice en 1756. Al parecer, que un protestante se las arreglara
para sobrevivir en una isla casi treinta años y además pretendiera enseñar el Evangelio a un
caníbal resultaba insoportable para los inquisidores y debía mantenerse lo más lejos posible de
las frágiles mentes hispanas. El espíritu de las leyes de Montesquieu – autor tan odiado por la
Inquisición como, al parecer, por el PSOE – también fue prohibido en ese año. Tycho Brahe y
Johannes Kepler - ¡dos astrónomos! – también estaban prohibidos y lo mismo sucedía con
autores que tan sólo pretendían desarrollar una visión jurídica que no encajaba en el
absolutismo regio que tanto complacía a la Santa Sede –Hugo Grocio, J. J. Burlamaqui, Samuel
Pufendorf– o que eran contrarios a la tortura que practicaba la Inquisición como era el caso de
Cesare Beccaria. Por supuesto, a todos ellos había que añadir los filósofos franceses como
Rousseau y no pocos clásicos españoles que habían escrito páginas poco edificantes o en las
que se deslizaban críticas relacionadas con la iglesia católica. El gobierno de Carlos III
determinó en 1768 que si la Inquisición deseaba prohibir un libro y el autor era católico y
español debía escucharlo previamente. Ni que decir tiene que semejante medida no evitó las

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condenas. El padre Isla –una de las mentes más preclaras de la Ilustración española– sufrió la
prohibición de su Fray Gerundio de Campazas.

Pero la acción represiva del clero no se limitaba a la literatura y la ciencia, sino que servía para
quitar de en medio a cualquiera so pretexto de heterodoxia. A Pablo Olavide, uno de los
ilustrados, lo miraban mal los medios más diversos, pero el golpe de gracia se lo dio un
capuchino alemán que no veía bien que sus ovejas germánicas se mezclaran, como pretendía
Olavide, con las españolas. Como Uriarte o Setién, debía pensar el clérigo que el catolicismo no
necesariamente implicaba creer en la igualdad de razas y denunció a Olavide. Así comenzó en
España uno de los juicios inquisitoriales más famosos del siglo XVIII que concluyó, tras años de
mazmorras, con la huida del ilustrado español a la protestante Ginebra.

Olavide no fue una excepción. Bernardo y Tomás Iriarte también fueron objeto del ataque de la
Inquisición –los dos pensaban con bastante sensatez que el Santo Oficio era el culpable de la
ignorancia de la nación española– y lo fue el matemático Benito Bails porque quien tanto
tiempo dedicaba a las ciencias exactas sólo podía ser ateo; y lo fue Luis Cañuelo, editor de El
Censor; y lo fue Macanaz y lo fueron tantos otros.

Hubiérase esperado que semejante despropósito que seguía manteniendo a España situada en
la cola científica de Europa desapareciera en algún momento, pero no fue así. Durante el siglo
XIX, los intentos liberales por crear un sistema educativo verdaderamente sólido y que
alcanzara a toda la población como, por ejemplo, sucedía desde inicios del s. XVI en la Suiza
protestante, se vieron frustrados una y otra vez por una iglesia católica que no deseaba verse
privada del monopolio educativo. Los relatos decimonónicos de aquellos maestros que sabían
que podían encontrar en el párroco a un enemigo acérrimo se correspondieron, por desgracia,
en no pocos casos con la realidad. A fin de cuentas, el último ajusticiado de la Inquisición,
Cayetano Ripoll, era, además de protestante, maestro.

Partiendo de esas bases, no puede sorprender que las instituciones educativas que fueron
surgiendo a lo largo del s. XIX lo mismo si estaban incluidas en los ateneos libertarios que en la
Institución libre de enseñanza nacieran con una carga ideológica asfixiante. La izquierda
española – no nos cansaremos de repetirlo – creció modelada a la imagen y semejanza de la
iglesia católica y entendía no que la educación pudiera ser algo neutro y carente de sectarismo
sino que se trataba –como lo había sido durante siglos– de un instrumento de control social y
político de primer orden. Hasta ZP ha mantenido, por desgracia, ese punto de vista.

Pero –quizá se pregunte alguno– ¿no fue la educación ejemplar durante el régimen de Franco?
¿No se vivió durante la dictadura una especie de oasis educativo? Sinceramente, creo que hay
que desconocer mucho el tema para pensar cosa parecida. De entrada, la educación no estaba
al alcance de un porcentaje muy elevado de la población. También es cierto que, mediante el
expediente de entrar en un seminario, hubo niños y niñas que pudieron acceder a ella.
Recuerdo a la perfección como, a finales de los sesenta, un vecino expresaba su sorpresa
porque, por primera vez, algunos de esos estudiantes abandonaban el seminario concluidos
sus estudios y no se mantenían en la senda de la clerecía. No faltarán los que culpen de esas
decisiones al concilio Vaticano II, pero yo creo que, simplemente, comenzaban a aparecer
almas cansadas de tanto abuso. De manera semejante, no faltarán los que recuerden criaturas
de pocos años que trabajaban en condiciones durísimas –mi memoria llega hasta los sesenta y
los setenta y no creo que la situación en los cuarenta y cincuenta fuera mejor– porque no
habían podido estudiar. En cuanto al acceso a la enseñanza, aquella época no fue –ni de lejos–
mejor que ésta.

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A la falta de acceso a la enseñanza, se sumaba su carácter ideologizado y limitado. No cabe


duda de que la ortografía se enseñaba muy bien gracias a los dictados, pero todavía en la
adolescencia di yo en la biblioteca de mi colegio con un Índice de libros prohibidos que, hasta
el Vaticano II, había mostrado lo pernicioso que era leer a Baroja, Blasco Ibáñez o Unamuno.
No se trataba sólo de establecimientos educativos regentados por órdenes religiosas. Mi
profesor de filosofía de Sexto, don Manuel Márquez, me contó cómo cursando la licenciatura,
para leer a Sartre tuvo que solicitar licencia al obispo.

Es verdad que no puede dudarse de que mucha gente sabía quién era don Pelayo, pero no nos
ufanemos en exceso. Al mismo tiempo, se les enseñaba lo benéfica que había sido la Expulsión
de los judíos o lo agradecidos que debíamos estar a la Santa Inquisición –puedo dar testimonio
personal de ambos extremos– a la vez que se le hurtaban de la Historia de España personajes
de primer orden, pero “heterodoxos”. Que algunos lograran ya en las postrimerías del
franquismo leer sin censura el Decamerón o incluso a Marx no cambia ese panorama.

En términos generales, la educación en Humanidades fue mucho más sólida que ahora, pero
no mucho menos sesgada ideológicamente; la formación técnica era sensiblemente inferior a
la de otras naciones europeas y no digamos a la de Estados Unidos y la investigación científica –
excepciones aparte– no tenía punto de comparación. Nuestros grandes arabistas, nuestros
grandes hispanistas o nuestros grandes especialistas en derecho romano no cambian ese
panorama.

Por supuesto, con la llegada de la izquierda al poder, los pecados seculares se repitieron
aunque ahora orientados hacia la otra dirección. También la izquierda intentó reescribir la
Historia de España; también la izquierda se esforzó por controlar la educación; también la
izquierda hizo lo posible y lo imposible por imprimir el mayor sectarismo a los contenidos y
también la izquierda intentó copar las cátedras. Si algunos de los catedráticos ahora eméritos
pueden citar cátedras concedidas por la presión de distintas órdenes religiosas, los pobres
alumnos actuales saben que hay titulares cuya única característica notable es su carnet o –en el
caso de algunas privadas– su piedad católica supuesta o real.

De creer a Ricardo de la Cierva –y tengo razones para pensar que el dato es cierto– sólo el Opus
se planteó en los años sesenta y ante la perspectiva de cambio de régimen, el reparto de
cátedras con el adversario, en ese caso, el PCE. Sabido es que, al fin y a la postre, en España no
se implantó el sistema italiano de "compromiso histórico" y el PSOE se quedó con el santo y la
limosna.

Naturalmente, con esos mimbres no se puede esperar que los cestos nacionales de educación
y ciencia salgan bien y nunca saldrán mientras el sectarismo prime sobre la investigación
científica, mientras la ideología prevalezca sobre el estudio, mientras el control de cátedra se
imponga sobre el trabajo y mientras la identidad de carnet resulte más relevante que el mérito.

Permítaseme referir una historia personal relacionada con ese cainitismo que persigue a
cualquier coste que sólo se escuche su voz y que pretende por sistema acabar con el disidente.
En 1994, Mario Muchnik publicó mi libro La revisión del Holocausto en el que desmontaba las
tesis de los autores negacionistas que sostenían –como ahora Ahmadineyah– que nunca hubo
un Holocausto. El libro fue objeto de ataques en librerías de Zaragoza, Madrid y Barcelona por
parte de grupos neo-nazis que arreciaron en sus agresiones cuando, al año siguiente, Alianza
editorial publicó El Holocausto, la primera historia de la Shoah escrita en español por un autor
español. Dirá algún lector que es lo que cabe esperar de los nazis. Seguramente, pero unos
años después, en un conocido diario, un ceporro que enseña en una universidad de provincias

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solicitó que se me prohibiera escribir y hablar. Sucedía muy poco antes de que en un programa
de televisión en la nacionalista Cataluña y con fondos públicos se procediera a ahogar mi
Camino hacia la cultura, imagino que por eso de que el nacionalismo catalán tiene sus manías
y una de ellas es que se le discuta su especial visión cultural. “Los nacionalistas, ya se sabe…”,
dirá alguno. “Los nacionalistas”, diría yo, “han tenido y tienen ayuda directa de obispos como
Setién y Uriarte y cardenales como Sistach”. Pero prosigamos con la breve historia. No mucho
después, Cristina Almeida, hija de franquista y pasajera por el PCE y el PSOE siempre con
cargos, señalaba en público que cuando veía mis libros le daba gana de quemarlos. La
afirmación – sincera sin ningún género de duda – fue objeto de algún comentario irónico por
mi parte y de un artículo en La Razón donde recordaba yo los antecedentes familiares de la
curvilínea abogada. “Ya se sabe como es de sectaria la izquierda española…”, podrá decir
alguno. Sí, seguramente, pero hace apenas unos días y gracias a esta serie que están ustedes
leyendo, una página web católica ha decretado el boicot contra mis libros. Al igual que los
nacionalistas catalanes, que los socialistas, que los comunistas o que los nazis, los talibán de la
citada página –que no empezaron mal, pero que están terminando por convertirse en un Santo
Oficio de tercera regional y que, dada la vida personal de quien escribe algunos de sus artículos
harían mejor en callar– han terminado por lanzar su fatwa especial contra las opiniones que no
gustan. Con la excepción de los nazis que, gracias a Dios, nunca terminaron de arraigar en
España, todos los personajes en cuestión pertenecen a grupos que, en mayor o menor medida,
han ido dejando a lo largo de la Historia de España muestras no escasas de intolerancia
causando un daño de dimensiones difíciles de cuantificar, pero, sin duda, inmensas. Gracias a
Dios que, al menos de momento, tanto la Inquisición como las checas han dejado de funcionar,
pero la pregunta sigue resultando obligada:

¿Y existe salida?

Sí. Habrá salida el día

que la educación no dependa de comisarios políticos sino de criterios simplemente científicos;

que cualquier niño español pueda estudiar en español en cualquier rincón de España a pesar
de que se hable de líneas rojas y de que haya cardenales que las bendigan;

que se elimine totalmente la endogamia en las universidades

que no sea más importante el conocimiento de lenguas escandalosamente minoritarias que el


dominio de una especialidad

que se prime a los que han ampliado sus estudios en universidades extranjeras de primer
orden sobre los que permanecieron en España haciéndose con un carnet o adulando al jefe del
departamento;

que desaparezcan las inquisiciones que, en no pocas ocasiones, sólo tienen como finalidad el
mantener el cortijo en manos de unos y evitar que pase a las de otros;

que en lugar de adoctrinadores políticos, las universidades dispongan de docentes que sepan
lo que es una empresa y encaminen a los estudiantes en esa dirección en lugar de hacia el
paro;

que los planes de estudio sean serios y no vías para que los liberados sindicales o los
profesores cobren sobresueldos;

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que el acceso al profesorado no dependa de la ortodoxia religiosa o política sino del


conocimiento y del mérito y que, por lo tanto, los mejores no tengan que exiliarse al extranjero
en busca de las oportunidades que España les brinda como tuvieron que hacer los
reformadores españoles que en el s. XVI acabaron como catedráticos en Cambridge o Ginebra,
que los ilustrados que terminaron en mazmorras o que los eruditos liquidados por cualquiera
de las dos Españas intolerantes durante la guerra civil.

El día que así suceda habrá salida en el terreno educativo y científico para nuestra sociedad.
Mientras tanto, sólo seguiremos arrastrando los males que recayeron sobre nosotros cuando
España decidió abrazar la causa de la Contrarreforma.

Las razones de una diferencia (16) 2012-02-12

¿Hay salida? (IV) : ricos y pobres

César Vidal

Las naciones que abrazaron la Reforma experimentaron un cambio radical a la


hora de contemplar la riqueza y la pobreza. Asumieron todas las enseñanzas en contra de la
codicia y a favor de ayudar al prójimo, pero rechazaron de plano el pauperismo

Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue


que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, adoptó una visión absolutamente
dislocada sobre la riqueza y la pobreza. Se trata de una visión nefasta que persiste hasta el día
de hoy.

Lo comentaba la semana pasada Pedro de Tena en Es la noche de César. Los siglos de


catolicismo habían creado en la sociedad andaluza un sentimiento indudable de aversión a los
ricos que, por añadidura, veía con favor a los que decían defender a lo pobres. Como tantas
características de la mentalidad católica en España, al final, quien se había aprovechado de ella
era el PSOE. Según Pedro de Tena –y no puedo más que darle la razón–, ese pauperismo había
creado un caldo de cultivo que favorecía a los socialistas ya que, en teoría, era a los pobres a
quienes ellos defendían. Coincido con el análisis de Pedro de Tena en cuanto a las raíces de tan
funesta visión, pero, a la vez, me permitiría añadir otras dos nefastas consecuencias de ese
pauperismo: la hipocresía y la envidia.

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Teóricamente, ser pobre era algo espiritualmente magnífico –continua siendo uno de los tres
votos de la vida religiosa y uno de los supuestos consejos de perfección– pero, anunciado por
la institución que tenía la mayor acumulación de riquezas de la época (muchas veces por
encima de reyes y emperadores) y que, además, disfrutaba de privilegios fiscales sin
comparación, no dejaba de resultar, se mire como se mire, un tanto cínico. A decir verdad,
como señalaba Zefirelli en el final de su Hermano sol, hermana luna, al final resultaba que la
existencia de algunos pobres espirituales constituía la pantalla perfecta para acumular riquezas
y, a la vez, evitar que los pobres se marcharan en busca de terrenos espirituales más
sustanciosos. Se trataba de una conducta hipócrita también claramente visible en la izquierda
cuando clama por los descamisados mientras se llena los bolsillos con el dinero que sale de
nuestros impuestos y así verifica que es, en no pocos aspectos, un retrato en negativo de la
iglesia católica. Pero la maldición no concluye ahí. Hasta el más tonto de los miserables era
consciente de que había gente que vivía en la abundancia y que no parecía sentirse mal y ahí
surgió la envidia, una envidia que, supuestamente, tenía legitimación teológica y que llega
hasta la actualidad. En no escasa medida, sectores nada pequeños de nuestra sociedad se
desgarran mental y espiritualmente entre los gritos de que los pobres son la sal de la tierra, la
codicia que sienten - y que desearían satisfacer – y la envidia hacia aquellos que tienen un
buen pasar y que, solo por eso, tienen que ser malos.

Vaya por delante, que semejante visión nada tiene que ver con la Biblia y no pasa de ser una
lectura perversa de los textos sagrados más influida por cínicos como Diógenes que por los
profetas de Israel o Jesús. Es cierto que la Biblia previene contra el amor al dinero y que señala
que no se puede servir a las riquezas como si fueran Dios porque esa conducta es equivalente a
la idolatría. Igualmente, la codicia aparece condenada en el Decálogo y se enseña que hay que
utilizar los bienes propios para socorrer a los necesitados. Con todo, hasta ahí llegan sus
advertencias. Ir más allá es corromper su mensaje y abocar a una sociedad al punto donde, por
desgracia, nos encontramos. Cualquiera que haya leído la Biblia, sabe que ésta enseña que
Abraham, el "amigo de Dios" era "riquísimo en ganado, plata y oro" (Génesis 13: 2). Esa riqueza
no era una desgracia que pusiera en peligro su relación con el Altísimo porque Abimelec pudo
afirmar aquello "y YHVH ha bendecido mucho a mi señor, y él se ha engrandecido; y le ha dado
ovejas y vacas, plata y oro, siervos y siervas, camellos y asnos" (Génesis 24: 35).

Lo sucedido con Abraham no constituía una excepción. A decir verdad, la prosperidad


económica era una de las bendiciones prometidas por Dios al pueblo de Israel en el caso de
que fuera fiel a la Torah. De hecho, ésta afirma: "Te acordarás de YHVH tu Dios; porque Él te da
la fuerza para ganar riquezas a fin de confirmar su pacto que juró a tus padres, como en este
día" (Deut 8: 18).

Son sólo botones de muestra dentro de un grupo innumerable de ejemplos. ¿Acaso no dice I
Reyes 10: 23 que el rey Salomón "sobrepasaba a todos los reyes de la tierra tanto en riquezas
como en sabiduría"? ¿No señala cómo Dios recompensó a Job por su fidelidad en medio de las
más terribles pruebas multiplicando sus riquezas (Job 42: 10-17)? ¿No afirma tajantemente el
libro bíblico de los Proverbios que "riquezas y honra y vida son la remuneración de la humildad
y del temor de YHVH" (Proverbios 22. 4)?

Precisamente por eso, las naciones que abrazaron la Reforma experimentaron un cambio
radical a la hora de contemplar la riqueza y la pobreza. Por supuesto, asumieron todas las
enseñanzas en contra de la codicia y a favor de ayudar al prójimo, pero rechazaron de plano el
pauperismo, la alabanza de la pobreza o el resentimiento hacia los que habían triunfado en la
vida. No se me ocurriría cuestionar que la envidia o el rencor puedan existir en naciones como
Gran Bretaña, Estados Unidos, Holanda, pero la mentalidad general es muy diferente, entre

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otras razones, porque no tuvieron una iglesia única y oficial que podía, a la vez, acumular
riquezas extraordinarias, por un lado, y acuñar insensateces como la denominada "opción
preferencial por los pobres", por otro. Tampoco consideraron que la pobreza fuera una
bendición que acercaba más al Altísimo – si es así, desde luego, habría que preguntarse porque
hay que abandonarla - sino más bien una situación de la que había que salir cuanto antes. No
deja de ser significativo que mientras la Europa de la Contrarreforma mantenía la sopa de los
conventos con una visión asistencial, la Europa de la Reforma comenzó a crear talleres para
que trabajaran los pobres porque recordaba la enseñanza paulina de que "el que no quiera
trabajar que tampoco coma" (II Tesalonicenses 3: 10). Quizá por eso, a sus legisladores siempre
les ha preocupado más que la gente pudiera encontrar trabajo que el que tuvieran cobertura
de desempleo…

En esas naciones reformadas –cuya manifestación más cuajada son los Estados Unidos-, el
hecho de ansiar salir de la pobreza, de saber abrirse camino en la vida, de trabajar con
empeño, de crear una empresa, de ganar dinero con ella –incluso mucho dinero– se ha visto
durante siglos como una trayectoria digna y admirable. Es más, resulta incomprensible que
alguien piense en tomarse un descanso laboral aprovechando que cobra el seguro de
desempleo o que no esté buscando trabajo inmediatamente en lugar de las posibles ayudas
sociales. España, por el contrario, se ha ido configurando, siglo a siglo, como una sociedad
herida por la envidia, en la que todavía hacer demagogia con la pobreza rinde réditos
electorales y donde los que han tenido o tienen grandes riquezas -tanto los progres como la
iglesia católica– no pocas veces predican la solidaridad con el prójimo a la vez que protegen sus
patrimonios nada desdeñables en SICAVs, algo, dicho sea de paso, bastante lógico tal y como
está el panorama fiscal. Y seamos ecuánimes, tanto los unos como la otra han intentado e
intentan también remediar pesares del prójimo aunque para ello recurran al dinero de los
contribuyentes o al de sus fieles.

Si España –y no sólo España– desea cambiar, debe cambiar también esa mentalidad pauperista
que, al fin y a la postre, sólo genera codicia, hipocresía y envidia porque la inmensa mayoría de
los que la propugnan no se caracterizan precisamente por abandonar todo sino más bien por lo
contrario. Sin embargo, para que se produzca ese necesario – verdaderamente indispensable -
cambio de mentalidad también deben operarse otros a los que seguiré refiriéndome en
próximos capítulos.

Las razones de una diferencia (17) 2012-02-19

¿Hay salida? (V): trabajar no es pecado

César Vidal

El trabajo no es un castigo, fruto de la Caída; cualquier trabajo que no sea


delictivo ni inmoral es digno, y es obligado trabajar para vivir a la vez que no está nada bien
vivir de los demás

Otros artículos del autor

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 (2012-02-12) ¿Hay salida? (IV) : ricos y pobres


 (2012-02-05) ¿Hay salida? : educación e investigación (III)
 (2012-01-29) ¿Hay salida? (II)
 (2012-01-22) ¿Hay salida? (I)
 Todos los artículos de César Vidal

Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue


que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, adoptó una visión no precisamente
positiva sobre el trabajo. Se trata de una visión que persiste hasta el día de hoy y que, como
nación, nos ha causado no poco daño.

Me lo comentaba la semana pasada una alta autoridad académica de una importante


universidad privada. "En España", me dijo, "realizamos una Transición formal, pero, por
desgracia, la mentalidad de los españoles quedó sin tocar y contra ello seguimos chocando a
día de hoy". No puedo estar más de acuerdo. La monarquía española decidió abrazar con
entusiasmo la Contrarreforma y, al hacerlo, no sólo libró a la nación de los valores bíblicos que
encarnaban judíos y protestantes sino que además forjó una mentalidad que, en términos
sociales, ha constituido una verdadera plaga bíblica. Contra esa mentalidad, forjada en
monopolio por la iglesia católica y continuada por el envés por la izquierda, se han estrellado
no pocos intentos de modernización nacional y así ha sido porque los cambios de estructuras
quedan muy relativizados en sus consecuencias cuando la mentalidad sigue siendo la misma.
Sin duda, uno de los aspectos en que más urge cambiar esa mentalidad es el de la visión del
trabajo.

Dos de los aspectos en los que más incidieron los reformadores desde el principio fue en la
dignidad del trabajo, cualquiera, siempre que fuera honrado. Les bastó abrir las páginas de la
Biblia para encontrar que "Entonces YHVH tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén,
para que lo cultivara y lo cuidara. Y ordenó YHVH al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto
podrás comer" (Génesis 2: 15-16). La secuencia –que los judíos habían captado hacia siglos–
era obvia. Antes de la Caída, Dios había ordenado al hombre que trabajara en el huerto del
Edén y después de trabajarlo, tendría derecho a comer. Las consecuencias de ese regreso a la
Biblia fueron fulminantes. El trabajo no es un castigo, fruto de la Caída; cualquier trabajo que
no sea delictivo ni inmoral es digno; y es obligado trabajar para vivir a la vez que no está nada
bien vivir de los demás. De manera nada sorprendente, las naciones que aceptaron esa visión
reformada derivada de la Biblia experimentaron un cambio radical hasta el punto de que
incluso sus clases privilegiadas decidieron trabajar porque estaba pésimamente considerada la
holganza y fueron abriendo camino a un desarrollo económico impensable en las naciones de
la Contrarreforma como España, Portugal, Italia o las de Hispanoamérica donde todavía se
habla de un “concepto calvinista del trabajo” con evidente desprecio y no menor inexactitud.
Ciertamente, Calvino era un extraordinario trabajador y de ello dan fe sus obras completas
redactadas en tiempos nada fáciles, pero es que su punto de vista sobre el trabajo fue
antecedido por otros reformadores – y, por supuesto, por los judíos – por la sencilla razón de
que procedía directamente de la Biblia.

En la Europa de la Contrarreforma –que en eso como en otras cosas le debe más al


pensamiento pagano que a la Biblia– siguió insistiéndose en que el trabajo era un castigo como
pensaban los griegos y los romanos esclavistas y se mantuvo una visión de los trabajos que
eran dignos y los que no resultaban adecuados que llega, lamentablemente, hasta la
actualidad. Semejante visión además llegó a filtrarse en las diversas concepciones teológicas
hasta el punto de que sigue existiendo una "vida contemplativa" supuestamente superior a la

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de otros fieles. Quizá sea así, pero, desde luego, no fue la que Dios le entregó a Adán en el
huerto del Edén.

Semejante mentalidad persiste a día de hoy y constituye una verdadera maldición –ésa sí– para
España y otras naciones de rumbo histórico semejante. El tema es de enorme actualidad y lo
hemos visto en los últimos días con ocasión de la reforma laboral. Como era de esperar y no
sorprenderá a los que siguen esta serie desde hace meses, la posición de la izquierda, de los
sindicatos y de los partidarios de la doctrina social de la iglesia católica ha sido la misma,
verificación enésima de que la izquierda española no es sino un retrato en negativo del
catolicismo patrio. Para los sindicatos y la izquierda, la reforma es mala fundamentalmente por
tres razones. Primero, porque les priva de un control en monopolio de la situación; segundo,
porque pretende dar a la gente una libertad que no sabrá administrar sin que se la gestionen
otros (ellos, claro está) y tercero, porque da cancha a los miserables capitalistas frente a unos
trabajadores que con todo el derecho del mundo desean trabajar lo menos posible, contar con
las mayores indemnizaciones del globo y seguir practicando conductas tan ejemplares como el
absentismo o el vivalavirgencismo.

Las razones de los partidarios de la doctrina social de la Iglesia católica son muy semejantes.
De hecho, uno de sus portavoces habituales que hace unas semanas citaba al papa para atacar
la libertad de horarios comerciales en la Comunidad de Madrid –sí, ya sé que es delirante, pero
también es cierto- hace unos días, se valía de Chesterton para embestir contra la reforma
laboral. Chesterton fue, sin duda, un novelista notable así como el autor de algunas
hagiografías de deliciosa lectura, pero sería interesante que los católicos reflexionaran en que
los libros de reflexión teológica que le dieron cierta fama y que citan ocasionalmente fueron
escritos antes de su conversión al catolicismo. Dicho lo cual, Chesterton -como Tolkien o como
Donoso Cortés o como el general Mola– sentía bastante resquemor hacia el progreso y creía en
la articulación de la sociedad en una comarca autárquica y agraria. No digo yo que para ese
pueblo de pies peludos que son los hobbits la solución esté mal, pero en la época de Internet
equivale a renunciar al ordenador y regresar a la pluma de ganso. Las razones, por otro lado, de
esa visión son, en el fondo, las mismas que las de la izquierda. Una visión liberal, primero,
entrega a la gente a la inicua manía de pensar y priva del monopolio del pensamiento a la
iglesia católica, monopolio que perdió hace tiempo, pero que algunos siguen añorando como si
se tratara de una Arcadia feliz donde nunca se encendió una hoguera inquisitorial ni se expulsó
a un judío. En segundo lugar, el ejercicio de la libertad puede acabar demostrando que la
libertad puede ser gestionada por los individuos, lo que choca frontalmente con un sistema de
sumisión jerárquica. Finalmente, demuestra que los capitalistas no son siempre unos opresores
con chistera y puro y que las medidas paternalistas, lejos de favorecer a los trabajadores, los
sumen en la cifra de desempleo que padece actualmente España.

Con semejante mentalidad, poco puede extrañarnos que los sindicatos – tanto los franquistas
como los izquierdistas de hoy en día – sean estructuras rezumantes de privilegiados que
buscan trabajar lo menos posible y vivir a costa de los demás. El ugetista José Ricardo Martínez
es solo un ejemplo. Ni el único ni el más escandaloso.

Para aquellos que lo piensen, debo insistir en que la culpa de nuestra pésima situación no está
en un defecto racial o en la latitud geográfica. A decir verdad, basta que los españoles salgan
de España y de su lamentable mentalidad sobre el trabajo para que den mejores resultados
que la mayoría. Recuerdo al respecto la historia de un emigrante de hace décadas que fue a
parar a un andamio alemán. Era muy fumador y, apenas había colocado, unos ladrillos hizo una
pausa en el trabajo para echar un pitillo. El capataz germánico se apresuró a decirle que se
pusiera a trabajar y dejara la contaminación de los bronquios para su tiempo libre. Acuciado

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por el vicio, el español fingió al cabo de unos minutos que tenía que ir al cuarto de baño con la
intención de fumar. La reacción del capataz fue indicarle de manera cortés, pero firme, que no
le pagaban por ir al servicio y que ya podría miccionar cuando sonara la hora. Mientras
continuaba trabajando, el español reflexionó que, trabajando de esa manera, para prosperar
no le hacía falta marcharse a Alemania y que podía regresar a su amado país. Lo hizo y
comenzó a trabajar "como un calvinista", que dirían algunos. Acabó su vida teniendo una
cadena hotelera.

No, la culpa no es de los españoles. Nuestra nación está donde está por culpa de esa mezcla
de doctrina social de la Iglesia católica, de socialismo –entonces de camisa azul, ahora del puño
y la rosa– de paternalismo y de aversión al liberalismo que ve con malos ojos al emprendedor y
considera que hay trabajos indignos de determinadas clases sociales sin dejar de lado que el
trabajo, por definición, es un castigo divino. Esa combinación con tantos puntos en común
entre sus diferentes elementos nos ha llevado a la pésima situación en la que estamos y
ninguno de sus componentes nos sacará de ella. Por el contrario, tendremos salida si
aceptamos algunas conclusiones que hace medio milenio asumieron las naciones donde
triunfó la Reforma:

El trabajo no es malo sino, intrínsecamente, bueno. Nos permite, de entrada, mantenernos a


nosotros mismos y a nuestras familias. Puede que incluso nos permita disfrutar, pero, sobre
todo, es una obligación social.

El trabajo, si no es inmoral o ilegal, es igualmente digno. A ningún estudiante se le van a caer


los anillos por repartir pizzas, trabajar en una cafetería o despachar en un comercio. Lo mismo
puede decirse de otras ocupaciones. Lo vergonzoso no es trabajar sino no hacerlo porque no
agrada un puesto de trabajo y, sin embargo, aceptar que otros nos mantengan.

La meta de esta vida no es la jubilación anticipada. Es cierto que millones de españoles lo


piensan, pero, al igual que el absentismo, es una nuestra muestra de que nuestra cultura del
trabajo no es precisamente la mejor. Por el contrario, deberíamos aspirar a ser los mejores en
el trabajo que llevamos a cabo y

El trabajo debe hacerse como si lo hiciéramos para Dios. En otras palabras y para ponerlo
accesible para aquellas personas que no creen, el trabajo debe estar hecho de la mejor manera
posible. Con esmero, con responsabilidad, con seriedad.

Si España logra arrojar de si esa mentalidad nefasta sobre el trabajo que ha tenido durante los
últimos siglos, podemos tener una razonable esperanza de salir de la situación en que nos
encontramos. Si, por el contrario, se empeña en transitar los aciagos caminos de antaño y en
preferir la protección de la Santa Madre Iglesia o de Papá Estado a la libertad de las personas
maduras… ay, si es así, no podremos salir nunca.

(Continuará) www.libertaddigital.com

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Las razones de una diferencia (18) 2012-02-26

¿Hay salida? (VI): Civil Servant

César Vidal

Los españoles que derrocharon heroísmo desde 1808 no lo hicieron, salvo


contadas excepciones, en pro de la libertad sino para defender al que demostraría ser un rey
felón que, entre sus primeros pasos, tuvo el de derogar la Constitución liberal

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 (2012-02-19) ¿Hay salida? (V): trabajar no es pecado


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 (2012-01-22) ¿Hay salida? (I)
 Todos los artículos de César Vidal

Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue


que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, ha tenido enormes dificultades para
adoptar una visión del servicio civil que sea verdaderamente nacional. A decir verdad, han
prevalecido otros espíritus por encima del dedicado a servir a la nación lo que se ha traducido
en no poco daño para España.

España es una de las naciones más antiguas de Europa, pero, a diferencia de otras, ha tenido
notables dificultades para desarrollarse nacionalmente de manera normal y armónica. Los
Reyes Católicos, por ejemplo, convirtieron en base de la unidad nacional la religión
procediendo a la Expulsión de los judíos en 1492. Esa acción y la imposición de la Inquisición
invalidaron de manera práctica no pocos logros de un reinado que tuvo muchos aspectos
ejemplares y destacados. Al cabo de un par de siglos, buena parte de sus aciertos se habían
eclipsado mientras que las malas consecuencias de esos dos actos permanecen a día de hoy.
Una de ellas es que, durante los siglos siguientes, los españoles, en realidad, no han servido a
España sino a la "única Iglesia verdadera", al Rey o a su patria chica. "Por Dios, por la patria y el
rey" está muy bien como lema del carlismo, pero no se ha correspondido con la realidad
histórica porque Dios era identificado automáticamente con la iglesia católica y tanto ésta
como el rey han tenido agendas propias que han pagado no pocas veces los españoles. Al
respecto, los intentos por revertir esa conducta como, por ejemplo, los protagonizados por el
conde-duque de Olivares o los liberales de inicios del s. XIX, chocaron con barreras mentales

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que los llevaron a fracasar lamentablemente. Los intereses de la iglesia católica estaban, en la
práctica, antes que los de España y de esa manera no sólo quedó aniquilado el imperio al
servicio de causas que no eran nacionales durante los siglos XVI y XVII sino que además,
durante el s. XIX, la nación se vio desgarrada en cruentas guerras civiles motivadas por el
choque entre los que deseaban construir un estado moderno español y los que, al servicio de
los intereses de la iglesia católica y de cierta visión de la corona, se alzaron en armas contra tal
posibilidad porque un estado moderno, más tarde o más temprano, tendría que acabar con
semejantes privilegios. Sí, la Iglesia católica estaba antes que los intereses nacionales y los que
se opusieron a esa situación – como Alfonso y Juan de Valdés, como Blanco White… – fueron
pocos y heterodoxos. Y semejante visión no ha desaparecido a día de hoy. Recuerdo todavía
cómo la directora de un importante programa de COPE dijo públicamente desde sus
micrófonos que si los obispos anunciaban que el País Vasco tenía que ser independiente ella lo
aceptaría sin rechistar como lo mejor para España. Una afirmación de ese tipo, en pleno siglo
XXI, causa como mínimo desasosiego siquiera porque implica otorgar a los obispos una
autoridad que es más que dudoso que tengan aunque no cabe duda de que la han ejercido en
el pasado con notable profusión. Sin duda, es comprensible e incluso encomiable que una
persona, por imperativos de conciencia, pueda optar ocasionalmente por la objeción o incluso
desobediencia civil, pero no parece de recibo que semejante conducta le sea dictada por una
jerarquía que está sometida a un estado extranjero que tiene sus propios intereses políticos
que, por añadidura, no siempre han coincidido con los de España.

Ese fenómeno también se ha dado –y se da– en la Historia de España en relación con la


Corona. De manera deplorable, los españoles que derrocharon heroísmo desde 1808 no lo
hicieron, salvo contadas excepciones, en pro de la libertad sino para defender al que
demostraría ser un rey felón que, entre sus primeros pasos, tuvo el de derogar la Constitución
liberal de 1812. El siglo XIX español fue también el de españoles enfrentados por diferentes
legitimidades monárquicas –curioso término el de legitimidad teniendo en cuenta cómo los
distintos reyes cedían pedazos de la nación tan sólo para satisfacer a infantas o mantenerse en
el trono– y a finales del siglo XX, ya en democracia, hemos podido ver cómo determinadas
instituciones como el Ejército o los servicios de inteligencia han estado más al servicio del Rey
que de la nación. Al respecto, el 23-F es sólo un ejemplo, aunque, seguramente, no el único.

Poco puede sorprender que, partiendo de esa base tanto la masonería como la izquierda
española, verdadero retrato en negativo de la iglesia católica, adoptaran el mismo patrón de
conducta. Aunque, formalmente, haya llevado el nombre de española y haya dicho servir a
España, en no pocos casos los intereses que han servido han sido los de cada logia, partido,
sindicato o clan.

La masonería pretendía –en directa competencia con la iglesia católica– iluminar a los
españoles aunque, por supuesto, sin dejar que ellos decidieran. El sindicato representaba a
los trabajadores –aunque no llegaran al diez por ciento– y, por supuesto, los sustituía. El
partido era la encarnación de los verdaderos intereses de la mayoría que contaba. Se produjo
así una sucesión de hiperlegitimidades que han resultado muy dañinas para la Historia de
España.

Dada la hiperlegitimidad de pertenecer al servicio de la única iglesia verdadera, ¿cómo podía


extrañar la impunidad de sus acciones y de sus jerarcas incluso cuando se han dedicado a
socavar el orden público o a pactar con separatistas y terroristas?

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Dada la hiperlegitimidad de la Corona, ¿cómo podía extrañar que el rey no respondiera de sus
actos, no pocas veces de extrema gravedad e incluso entrando en el delito, aunque tengan que
hacerlo los ministros que los refrendan?

Dada la hiperlegitimidad de los sindicatos, ¿cómo podría extrañar que, a día de hoy, no rindan
cuentas a nadie del dinero que les entregamos?

Dada la hiperlegitimidad de los partidos, ¿cómo podría extrañar que no se fiscalicen sus
acciones y no se pidan cuentas de sus exacciones incluido el saqueo de cajas de ahorros cuyos
agujeros seguimos llenando con nuestros impuestos?

Aún más, dado que no pocos de los funcionarios deben su puestos a cualquiera de esas
instancias, ¿cómo podemos cuestionar su perpetuidad y su impunidad?

En todos y cada uno de los casos, la instancia pertinente ha dicho servir a la nación cuando más
bien se ha servido de ella y, para remate, ha reaccionado airada cuando se cuestionaba su
conducta. A diferencia de aquellas naciones en las que tuvo lugar la Reforma, de manera muy
especial en el norte de Europa y en los países anglosajones, en España no existe una cultura de
"civil servant", es decir, del que sirve civilmente a su nación porque la nación está por encima
de todo tipo de consideraciones. Por el contrario, en esas naciones tocadas por la Reforma se
ha sabido conjugar la idea de la desconfianza frente al estado e incluso de la resistencia civil
con la del servicio a la nación por encima de banderías, religiones o ideologías.

Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, una persona
acaudalada decida abandonar por un tiempo su actividad civil para entregarse a la política a
sabiendas de que pierde dinero, pero sirve a su nación. En España, hasta donde yo recuerdo,
se ha dado sólo el caso de Manuel Pizarro y fue una excepción que ni siquiera llegó a ser
apreciada por todo el PP.

Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, la gente abandone los
consejos de administración para ser ministros en lugar de, tras ser ministros, convertirse en
consejeros – y conseguidotes – de empresas de relevancia.

Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, el funcionariado sea,
por encima de todo, nacional y no se sienta vinculado a un grupo o partido sino al servicio de la
nación.

Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, la lealtad a la nación
esté por encima de otro tipo de lealtades.

Resulta imperativo que adquiramos esa visión nacional que está por encima de las jerarquías
religiosas, de la afiliación partidista o sindical y de las fidelidades a sociedades secretas y que
comprendamos que los políticos y los funcionarios no son sino civil servants – un término,
hasta donde yo sé, sólo utilizado por Esperanza Aguirre - al servicio de los ciudadanos. Para
eso, claro está, también necesitamos una visión diferente del estado, pero de eso hablaremos
la semana que viene.

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Las razones de una diferencia (19) 2012-03-04

¿Hay salida? (VII): De la Santa Madre Iglesia al Santo Padre Estado

César Vidal

Entre una izquierda estatalista y una derecha rezumante de doctrina social


católica, España fue dando tumbos en un ambiente nada proclive ni a la libertad ni a la
madurez de los ciudadanos

 (2012-02-26) ¿Hay salida? (VI): Civil Servant


 (2012-02-19) ¿Hay salida? (V): trabajar no es pecado
 (2012-02-12) ¿Hay salida? (IV) : ricos y pobres
 (2012-02-05) ¿Hay salida? : educación e investigación (III)
 (2012-01-29) ¿Hay salida? (II)
 Todos los artículos de César Vidal

Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue


que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, millones de sus ciudadanos acabaron
sosteniendo una visión paternalista de la política que, lamentablemente, se mantiene hasta
hoy en día causando unos daños de incalculable magnitud.

Ya dejó establecido Pablo que "el que no quiera trabajar que tampoco coma" (2 Tesalonicenses
3: 10), pero, como vimos en una entrega anterior, sus apostólicas enseñanzas quedaron
sepultadas en una cosmovisión que tenía una visión del trabajo no precisamente positiva. A
ese mal – del que se vieron libres con una rapidez extraordinaria las naciones en las que triunfó
la Reforma protestante del s. XVI – se sumó otro de no poca envergadura que fue el
asistencialismo generado durante la Edad Media.

Ciertamente, el cristianismo intentó durante sus primeros siglos atender a los enfermos, a las
viudas y a los huérfanos, pero, en contra de lo que han afirmado algunos, no se convirtió en un
welfare state avant la lettre dedicado a alimentar a los indigentes. Semejante novedad
apareció ya en el Medioevo muy vinculada a circunstancias de todo tipo como la acumulación –
no pocas veces escandalosa – de bienes materiales por parte de la iglesia católica; la necesidad

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de mantener a sectores levantiscos en una holganza mal alimentada, pero alimentada a fin de
cuentas y, por ello, pacificada, y la visión de la iglesia como una madre que, lógicamente, nutre
a sus hijos. Sin duda, la manera en que semejante visión se fue fraguando a lo largo de los
siglos también tuvo aspectos positivos. Sin duda, miles de personas se entregaron de manera
noble y desinteresada a servir al prójimo. Sin duda, también miles de indigentes recibieron
socorro para su hambre. Sin embargo, el resultado final fue el de una mentalidad que veía
como lógica – obligada, a decir verdad – la asistencia de los indigentes por la Santa Madre
Iglesia y que, por otro lado, permitía orillar la justicia – por ejemplo, en materia impositiva – en
el fondo de las ollas de la sopa boba conventual.

Semejante visión quebró de manera irreversible en la Europa donde triunfó la Reforma.


Retomando el principio paulino de que para comer hay que trabajar, entre las primeras
disposiciones adoptadas por los reformados estuvo la de crear talleres donde pudieran trabajar
los desempleados, pero evitó, de manera consciente y perseverante, que se les entregara algo
por nada. En otras palabras, los reformadores veían bien que se ayudara a los parados, pero
aborrecían la idea de que esa ayuda al ser asistencial terminara convirtiéndolos – como en
efecto sucedía - en parásitos o en personas acostumbradas a depender de los demás. Al
respecto, no deja de ser significativo cómo las primeras leyes sociales de la Edad
contemporánea fueron aprobadas en naciones protestantes, pero siempre evitando el
elemento asistencial. Lord Shaftesbury, un convencido protestante británico, se ocupó de que
se mejoraran las condiciones de trabajo de mujeres y menores, pero se mantuvo distante de la
idea asistencial. Lo mismo puede decirse de las primeras normas en favor de las viudas y de los
accidentados en el trabajo que promulgó el canciller Bismarck y que exigían una
responsabilidad de los obreros en su propio futuro.

Hasta qué punto la mentalidad asistencialista acaba siendo un desastre al fin y a la postre
puede verse, por ejemplo, en el juicio que sobre ella tenía alguien tan peculiar como Gandhi.
El activista indio – que tuvo su etapa de conocimiento del protestantismo en los años de
Inglaterra – vio con enorme prevención el sistema asistencialista. Aceptaba que mucha gente
noble se dedicaba a mantenerlo en funcionamiento, pero, al final, en su opinión, el efecto que
ese sistema tenía sobre los que lo recibían era nefasto. Era mucho mejor, a juicio de Gandhi,
que trabajaran por humilde que fuera la ocupación y aprendieran a administrar sus bienes con
austeridad. Calvino y los teólogos puritanos no lo habrían expresado mejor.

En España, el mantenimiento de la visión maternalista de la Edad Media llegó a un punto de


casi estallido durante la Contrarreforma. Leyendo a los autores de la época, causa sorpresa y
sobrecogimiento descubrir la cantidad de gente que vivía de la sopa de los conventos. ¡Eso en
el primer imperio de la época que además contaba con la posibilidad de emigrar en busca de
fortuna y a donde llegaban inmigrantes de otras naciones de Europa! La situación no concluyó
con los aciagos Austrias sino que prosiguió con los Borbones. En pleno siglo XVIII, llegó a haber
poblaciones donde el ochenta por ciento de sus habitantes vivían de la asistencia eclesial. ¡Eso
en paralelo con el traslado de trabajadores alemanes a España para colonizar zonas de la
Península!

Como no podía ser menos, la izquierda española –retrato en negativo de la Iglesia católica–
también adoptó esa misma visión paternalista aunque, obviamente, sustituyó a la maternal
Iglesia por el paternal estado controlado por sus huestes. Así, entre una izquierda estatalista y
una derecha rezumante de doctrina social católica, España fue dando tumbos en un ambiente
nada proclive ni a la libertad ni a la madurez de los ciudadanos. Por el contrario, en la mente y
el corazón fue entrando, generación tras generación, la idea de que la vida ideal era aquella en
que se contaba con una estabilidad económica sustentada directamente en la acción del

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Estado. La libertad, por supuesto, quedaba en situación bastante desairada, algo que, por otro
lado, no causaba especial sufrimiento ni a la izquierda ni a los obispos convencidos en ambos
casos de que el pueblo está mejor cuando lo guían que cuando asume las riendas de su
destino. Al respecto, basta recordar la letra de la canción de la Transición Libertad sin ira para
recordar que el gran programa político expuesto en ella era “su pan, su hembra y la fiesta en
paz”. Desde luego, era lo que había ofrecido durante siglos la iglesia católica – además con la
particularidad de que la hembra era para toda la vida – y lo que iba a ofrecer la izquierda, eso
sí, con mayor variedad en el terreno sexual. Por su parte, la derecha no se resistiría mucho a
ese programa o por convicción o por temor.

El resultado es que todavía a día de hoy, son millones los españoles que esperan que papá
estado les solucione sus problemas porque así debe ser. Los resultados de esa mentalidad son
tan nefastos que no daría tiempo a enumerarlos en el reducido espacio de esta entrega. Entre
ellos se encuentran nuestra disparatada legislación laboral heredada directamente de un
franquismo empapado de la doctrina social católica y mantenida por los sindicatos de
izquierdas; el PER andaluz; los denominados “salarios sociales” y tantos y tantos dispendios
que permiten vivir sin trabajar, eso sí a costa de los que trabajan y crean riqueza.

Ni que decir tiene que abandonar esa mentalidad resulta imperioso. Millones de españoles
tienen que crecer, madurar y “marcharse de casa” para ganarse el pan sin esperar que se lo
proporcione la Santa Madre Iglesia o papá estado. Millones de españoles deben aprender a
enfrentarse con la vida a pecho descubierto y sin muletas. Millones de españoles deben darse
cuenta de que la libertad es un bien extraordinariamente importante y, desde luego, más
esencial que tener la fiesta en paz. Sin ese cambio de mentalidad, por el contrario, estaremos
siempre en manos de los que ofrezcan más aunque sea algo previamente sacado de nuestros
bolsillos. Con todo, ese cambio, con ser indispensable, continúa siendo insuficiente.

Las razones de una diferencia (20) 2012-03-12

¿Hay salida? (VIII): Mentir sí es un pecado y grave

César Vidal

En aquellas naciones donde triunfó la Reforma del siglo XVI o que nacieron bajo
su impulso, como los Estados Unidos, la mentira siempre se ha considerado una cuestión muy
seria

Otros artículos del autor

 (2012-03-10) La Constitución que no podía ser


 (2012-03-04) ¿Hay salida? (VII): De la Santa Madre Iglesia al Santo Padre Estado
 (2012-02-26) ¿Hay salida? (VI): Civil Servant
 (2012-02-19) ¿Hay salida? (V): trabajar no es pecado
 (2012-02-12) ¿Hay salida? (IV) : ricos y pobres
 Todos los artículos de César Vidal

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Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la


Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, la mentira fue
contemplada no como una lacra que resulta intolerable en el trato político y profesional sino
como algo de escasa importancia – pecado venial – si no incluso motivo de alabanza social.
Esa visión se mantiene hasta el día hoy causando unos daños de incalculable magnitud.

Me lo decía hace unos días el director de la sucursal española de una importante multinacional
presente en ochenta naciones. "El problema que tenemos en España es que los españoles no
cumplen lo pactado. Te mienten. Te engañan. Piensan en cómo jugártela. Ni siquiera lo
acordado por escrito tiene valor. Por supuesto, no todos son así, pero el resultado es que
nuestro presidente cuando se le habla de españoles piensa que esto es como Guinea
Ecuatorial…". El relato era triste, pero - ¡ay! – nada inhabitual. Aún recuerdo la sorpresa que
experimenté hace más de treinta años cuando un compañero del colegio que se dedicaba a la
topografía me contó cómo su empresa, una importante multinacional española, se dedicaba a
engañar a cierto gobierno del norte de África. "El caso es que estamos quedando fatal" – me
dijo – "Luego nos extrañará si se nos cierran los mercados…"

Se alegará – con razón – que hay españoles serios, cabales, formales, honrados y es verdad,
pero no puede negarse que la sociedad española, como todas las católicas, es indulgente con la
mentira. En esta cuestión, como en tantas otras, la moral católica es más heredera de ciertas
concepciones procedentes del paganismo que de las páginas de la Biblia. Un derecho romano
que consideraba irrelevante ciertas mentiras que no influían en el tráfico jurídico acabó
teniendo más peso en la visión de la católica de la mentira que el contenido del Decálogo y, al
fin y a la postre, la mentira acabó situada en el estante, ciertamente liviano, de los pecados
veniales esos que no precisan de acudir al tribunal de la penitencia para ser lavados y que
pueden verse disueltos, por ejemplo, mediante el sencillo expediente de santiguarse con agua
bendita.

El resultado de esta peculiar visión es que un pecado venial – por mucho que nos moleste
cuando somos sus víctimas – no puede ser, en buena lógica, la causa de la caída de un político
o de una derrota electoral. Por supuesto, me consta que la izquierda utilizó la referencia a la
mentira para cambiar la intención de voto tras los atentados del 11-M, pero todos sabemos
que quien más se refirió a los peligros de “un gobierno que les mienta” fue uno de los mayores
embusteros de los últimos tiempos, llamado Rubalcaba, y que esa característica que tan bien lo
define no ha sido obstáculo para su propio medro político. Pero ¿por qué no iba a suceder
todo eso si, a fin de cuentas, sólo ha ido enhebrando un pecado venial con otro?

No se trata de un problema vinculado sólo a la política. Un personaje que dirigiera un


programa de radio donde se diera una noticia falsa sobre terroristas suicidas durante unos
atentados como los del 11-M estaría acabado profesionalmente en Estados Unidos, en
Noruega, en Holanda o en Gran Bretaña. En España, por el contrario, un sujeto así continuó su
carrera – aunque fuera a trompicones – y, si no me he quedado atrasado en mi conocimiento
de su trayectoria, sigue cobrando pingües cantidades como consejero de un importante grupo
mediático. Pero ¿por qué no iba a ser así si tan sólo cometió un pecado venial?

La mentira no impidió, desde luego, a Felipe González o a ZP revalidar sus éxitos electorales y lo
mismo podría decirse de otros personajes ubicados en otros puntos del arco electoral. Es más.
Dado que las acusaciones – no pocas veces correctas – vienen desde el otro lado suele ser
habitual que incluso refuercen al embustero entre los de su tribu. Pero ¿por qué habría de ser
de otra manera tratándose de un pecado venial?

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Esa concepción venial de la mentira se halla tan arraigada en nuestra cultura que un héroe
noble como el Cid engaña en el Cantar a dos judíos en lo que se considera una acción
admirable y digna de imitar; que el Gran Capitán sigue provocando nuestro aplauso por
haberle presentado a Fernando el Católico unas cuentas que recuerdan a los EREs de la Junta
de Andalucía; que nuestra literatura cuenta entre sus aportes más geniales una serie de
novelas protagonizados por los embusteros por antonomasia que son los pícaros o que todavía
seguimos aplaudiendo a los que, de una manera u otra, se las ingenian para eludir su
obligación recurriendo al embuste. Como diría un conocido cómico refiriéndose al timo de la
estampita: "el verdadero timador es el que acaba siendo timado. Los otros son sólo dos
pillines". Pillines de código penal podría haber añadido. En aquellas naciones donde, por el
contrario, triunfó la Reforma del s. XVI o que nacieron bajo su impulso como los Estados
Unidos, la mentira siempre se ha considerado una cuestión muy seria. Para llegar a esa sencilla
conclusión, se partía de la base de que se encuentra entre las diez normas contenidas en el
Decálogo al lado de mandamientos como la prohibición de asesinar, de cometer adulterio, de
rendir culto a las imágenes o de adorar a otros dioses (Éxodo 20: 1-17). Se podrá decir que un
asesinato es peor que mentir, pero, desde luego, lo que no puede ser la mentira es materia
venial cuando la prohibición va acompañada de prohibiciones tan graves. En ese sentido, no
sorprende que cualquier acto tiznado por la falsedad sea considerado enormemente grave en
esas naciones. No se trata sólo de que un político embustero no es digno de confianza y que,
descubierto, puede ir tomando el camino del retiro sino que, por ejemplo, entregar un cheque
sin fondos se paga con la cárcel. Me consta que para no pocos españoles, semejante visión es
demasiado rigorista, pero ¿de verdad es así? En otras palabras, ¿si un político, por ejemplo,
engaña a su esposa con la que le une un voto si no sagrado al menos claramente solemne por
qué iba a ser más de fiar en sus tratos con unos ciudadanos que no están vinculados con él por
ceremonia semejante? O por seguir con los dos ejemplos citados, ¿le puede extrañar a alguien
que en España los comercios no acepten generalmente cheques en pago mientras que en
Estados Unidos incluso se dan por buenos los endosados por un tercero? En el primer caso,
nos encontramos – como en Italia o Portugal – con una sociedad que no se fía de si misma
porque sabe que los embusteros no son materia escasa y porque además es consciente de que
no hay castigo para ellos y, en el segundo, con otra en que los instrumentos del tráfico
comercial son normalmente aceptados porque la verdad es un principio de comportamiento
esencial cuyo quebrantamiento recibe rápida y general sanción.

Me refería antes a los embustes del Cid, del Gran Capitán o de nuestros pícaros. Durante
siglos, el referente para los niños estadounidenses fue un George Washington infantil que
destrozó un cerezo a hachazos, pero que, preguntado acerca de quién había perpetrado
aquella mala acción, no osó mentir sino que prefirió decir la verdad y recibir un castigo
merecido. Sea o no apócrifo el relato, el modelo no era el del espabilado mentiroso sino el de
aquel que siempre dice la verdad aunque le cueste arrostrar sus consecuencias. La venialidad
de la mentira había sido sustituida, como en cualquier cultura puritana, por el seguimiento de
la verdad con todas sus consecuencias.

Escribía Solzhenitsyn a inicios de los años setenta del siglo pasado que había decidido adoptar
como arma – la más eficaz – contra la dictadura soviética el rechazo total y absoluto de la
mentira. Estaba convencido el genial escritor de que si los ciudadanos de la URSS, en un
número importante, se negaban a escuchar mentiras, a seguirlas, a respaldarlas, el sistema
acabaría desplomándose. Ciertamente, la URSS se colapsó, un acontecimiento que, como en
cierta ocasión me confesó Antonio López Campillo, sería suficiente por si solo como para creer
en la existencia de Dios. Pero, fueran cuáles fueran las razones de su final, lo cierto es que si
los españoles desean ver desplomarse algunos de sus peores males, previamente, necesitan
abandonar el concepto secular de que la mentira es un pecado venial y asumir que la mentira
es reprobable. No sólo eso sino que nunca debe quedar impune.

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Si, siguiendo el consejo de Solzhenitsyn, nos apartáramos de la mentira, convirtiéramos la


veracidad en nuestra norma de conducta, hiciéramos honor a nuestra palabra y
contempláramos con auténtico horror la simple idea de que faltar a la verdad puede ser un
pecado venial, el cambio que experimentaría nuestra nación resultaría espectacular. Los
efectos en la economía – dotada de una enorme seguridad indispensable para la prosperidad –
en la política – mucho más higienizada tras verse libre de embusteros - y en la vida cotidiana
resultarían, sin duda, no sólo beneficiosos sino, por añadidura, gigantescos. Con todo, a pesar
de la importancia de ese paso, resultaría insuficiente.

razones de una diferencia (20) 2012-03-18

¿Hay salida? (IX): ... y robar también es pecado

César Vidal

Con esos mimbres de falta de respeto por la propiedad privada, de acumulación


de privilegios seculares, de misericordia infinita hacia los que roban y defraudan siempre que
sean de los nuestros, ¿puede extrañar que los españoles roben siempre que puedan?

Otros artículos del autor

 (2012-03-12) ¿Hay salida? (VIII): Mentir sí es un pecado y grave


 (2012-03-10) La Constitución que no podía ser
 (2012-03-04) ¿Hay salida? (VII): De la Santa Madre Iglesia al Santo Padre Estado
 (2012-02-26) ¿Hay salida? (VI): Civil Servant
 (2012-02-19) ¿Hay salida? (V): trabajar no es pecado
 Todos los artículos de César Vidal

Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue


que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, no sólo la visión de los bienes
materiales sufrió una aciaga transformación sino que, por añadidura, la propiedad privada se
vio desprovista del debido respeto… salvo cuando se encontraba en mano de ciertas castas
privilegiadas. Las consecuencias de esa visión no sólo fueron aciagas sino que se extienden
hasta el día de hoy.

Con motivo de la última entrega de esta serie un lector me envió el siguiente email:

"Hace un momento he leído el último de tus artículos sobre Las razones de una diferencia, y
recordaba lo asombrado que me quedé en el Wal-Mart de Tyler cuando, al entregar en la caja
una camisa que quería comprar, el cajero (un chico negro), pasó el tiquet por el escáner y salió
un precio que era aproximadamente el doble del que yo había visto en el mostrador del
producto. Inmediatamente le dije que no era ese el precio que estaba anunciado, que en
realidad eran mucho menor (digamos 10 dólares en lugar de 20). Pensé que entonces iba a
llamar a un compañero, como suele hacerse aquí, para verificar el precio; pero ante mi enorme

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sorpresa se limitó a preguntarme: "Are you sure, sir?" Simplemente contesté que sí y el cajero
se limitó a anular el importe que le marcaba el ordenador y cambiarlo por el que yo le estaba
diciendo. Acto seguido me cobró y me deseó un buen día, y yo salí de allí asombrado,
convencido una vez más de que sí, Spain is different. Un abrazo”.

El amable lector tiene razón. La visión de la mentira es muy diferente en naciones donde
triunfó la Reforma que la que encontramos en aquellos donde fue la Contrarreforma la que se
impuso. Muy unida a esa visión sobre la mentira se encuentra también la del respeto por la
propiedad. No voy a volver a repetir lo que ya señalé en otra entrega anterior sobre la visión de
la riqueza y de la pobreza. Me voy a centrar por el contrario en la visión de la propiedad
privada.

En las naciones donde triunfó la Reforma, el respeto por la propiedad privada quedó
firmemente afianzado fundamentalmente porque la Biblia no sólo no tiene nada en contra de
ella sino que la considera digna de protección. De manera bien significativa, la Torah mosaica
establecía que “cuando alguno hurte buey u oveja, y lo degollare o vendiere, por aquel buey
pagará cinco bueyes, y por aquella oveja cuatro ovejas” (Éxodo 22: 1). No sólo eso. También
dejaba asentado el principio de que “la casa de un hombre es su castillo” – como diría un
anglosajón – al señalar que “si el ladrón fuere hallado forzando una casa, y fuere herido y
muriere, el que le hirió no será culpado de su muerte” (Éxodo 22: 2). Semejante visión sigue
vigente en legislaciones como la de Estados Unidos por la sencilla razón de que se considera
que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a entrar en una propiedad ajena a robar y si, al
perpetrar ese delito, es herido o muerto, simplemente ha recibido el fruto directo de su
malvada acción. Ni que decir tiene que en una nación como España donde si un joyero se
defiende de un ladrón puede acabar en la cárcel semejante principio es considerado bárbaro,
pero es que en España la propiedad privada cuenta con una larga tradición de desprotección
salvo que pertenezca a alguna casta privilegiada.

Por cierto, y antes de que alguien se empeñe en contraponer el Nuevo Testamento al Antiguo
como si fueran totalmente distintos –clara señal de que no conoce ni uno ni otro–, ha de
recordarse que cuando el arrepentido Zaqueo se acercó a Jesús y le dijo que se arrepentía de
su vida anterior, a la vez, indicó que estaba dispuesto a pagar el cuádruplo de lo defraudado. Si
Jesús hubiera tenido algo que ver con determinadas visiones teológicas que desprecian la
propiedad privada, habría rechazado las pretensiones de Zaqueo. Como, por el contrario, Jesús
era medularmente judío en su concepción de la propiedad, al escuchar las palabras de Zaqueo
dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa por cuanto él también es hijo de Abraham” (Lucas
19: 9). En otras palabras, la condición de creyente en el sentido cristiano del término venía
expresada en ese caso concreto por el respeto que manifestaba hacia la propiedad privada y el
deseo de compensar lo que hubiera podido menoscabar la ajena. Ese regreso a la enseñanza
de la Biblia de manera directa explica también el respeto por la propiedad privada existente en
las naciones en las que triunfó la Reforma en el s. XVI o que se inspiraron posteriormente en
ella como los Estados Unidos y, a la vez, señala por qué nosotros hemos llegado – como
italianos, portugueses, argentinos o mexicanos – al lugar donde nos hallamos actualmente.

Nuestra evolución histórica ha sido la de un poder público – político y religioso – que no ha


respetado más propiedad privada que la de las clases privilegiadas y que ha llevado, en muchos
casos inconscientemente, a millones de españoles a asumir que lo normal en el ejercicio del
poder – el que sea – es quedarse con lo ajeno.

Salvo episodios muy concretos – y significativos – en los que determinadas tierras despobladas
fueron entregadas a villanos de Castilla para que las poblaran y defendieran, buena parte de la

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Reconquista – especialmente sus últimos siglos – constituyó un largo ejercicio de despojo del
vencido y reparto de ganancias entre los privilegiados de entre los vencedores. Se trató, por
otra parte, de un modelo trasladado a las Indias. A diferencia de otros pueblos, los españoles
no colonizaban sino que básicamente se apoderaban de inmensas extensiones de terreno y las
repartían. Ni que decir tiene que el reparto beneficiaba a las castas privilegiadas – Monarquía,
aristocracia e iglesia católica – que, a su vez, entregaban una parte de los despojos a los que los
servían con entrega y fidelidad. Por supuesto, esa labor de despojo y reparto se podía legitimar
de diversas maneras, pero la realidad resultaba innegable. A fin de cuentas, los indios fueron
repartidos en encomiendas y el hecho de que se les bautizara de manera más o menos forzada
en la religión católica, de que se les anunciara que eran súbditos del rey de España y de que
llegaran a saber que un dominico llamado fray Bartolomé de las Casas consideraba que era
mejor esclavizar a los negros que a ellos seguramente no debió consolarlos mucho. Por
supuesto, hubo beneficios innegables derivados de la conquista, pero, como sucedió en la
Hispania de Viriato, es bastante dudoso que los vencidos lo percibieran así.

Cuando, finalmente, llegó la independencia, Hispanoamérica era el campo de batalla entre una
iglesia católica que se aferraba con uñas y dientes a los privilegios derivados del expolio –
todavía en 1910 era la mayor propietaria de bienes raíces de México – y una masonería que
deseaba realizar el suyo propio. Basta mirar a México, a Argentina o a Bolivia hoy en día para
ver que los dados estaban cargados para que las cosas no fueran bien y no precisamente
porque se tratara de naciones pobres. Simplemente es que se trataba de entidades en que la
propiedad privada no ha sido respetada y las clases privilegiadas, por supuesto, consideraban
que la suya era la única respetable. A decir verdad, en ocasiones se tiene la sensación de que
cualquier proceso político se reducía a un “tu saqueaste ayer, ahora me toca saquear a mi”.

En España, como en el resto de las naciones marcadas por la Contrarreforma, tampoco la


evolución histórica fue mejor.

A día de hoy, la Monarquía – una de las instancias privilegiadas – está salpicada por los
escándalos económicos visibles de un yerno del rey aunque, por supuesto, se ha evitado la
citación de la infanta para que no quede “estigmatizada”. Lógico ya que la Monarquía está por
delante del derecho de propiedad privada de los españoles de a pie.

A día de hoy, la Iglesia católica sigue manteniendo privilegios económicos escandalosos en


forma, por ejemplo, de las mismas exenciones fiscales que tan injustamente disfrutan los
sindicatos. Semejante situación, nada ejemplar por otra parte, se intenta justificar sobre la
base de tres argumentos. El primero, que la Constitución establece la existencia de pactos con
la iglesia católica y otras confesiones; el segundo, la Desamortización de bienes eclesiásticos y
el tercero, la labor social desarrollada por la iglesia católica. Creo que ni uno sólo de esos
argumentos resiste el menor análisis crítico. En primer lugar, es cierto que la Constitución
establece la existencia de pactos con las confesiones religiosas, pero en ningún lugar dice que
éstos tengan como finalidad privilegios fiscales y económicos. El gobierno puede – quizá
incluso debe - pactar la asistencia espiritual católica en colegios, prisiones, cuarteles, etc o
incluso la necesidad de que haya una asignatura de religión, pero de ahí a conceder privilegios
fiscales a una institución no precisamente pobre mientras los ciudadanos y las sociedades
sufren una constante subida de impuestos en tiempo de crisis me parece – sin ánimo de
ofender a nadie – no precisamente cargado de moralidad. En segundo lugar, los españoles
llevamos siglos pagando la Desamortización. A día de hoy no creo que ni los católicos más
cerriles se atrevan a defender que el régimen de manos muertas era aceptable – persona nada
sospechosa como Jovellanos lo atacó y tanto Carlos III como Carlos IV hicieron tímidos intentos
de acabar con él – pero, de cualquier manera, no se puede defender que la iglesia católica goce

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de privilegios fiscales porque hace casi dos siglos se desamortizaron sus bienes. Se trata de
privilegios fiscales, dicho sea de paso, que no ha reclamado, por ejemplo, a Francia, por la
sencilla razón de que la vecina República no consentiría semejante cambalache eclesial.
Finalmente, si alguien va a citar los comedores de Caritas – y sin querer desmerecer a nadie –
que se lea la parte de El linchamiento dedicada a esta entidad y se entere de cómo se
comportó con el director entonces de La Mañana de COPE sin importarle el daño que podía
causar a la ilusión de unos niños. El episodio es más elocuente que toda una tesis doctoral.
Pero aceptemos por vía de hipótesis que Caritas es angelical y que incluso existen más Caritas
de las que ya hay desviviéndose por practicar la caridad. ¿Por qué debería ser ese un
argumento para disfrutar de exenciones fiscales y privilegios económicos? A mi juicio, la
caridad debería practicarse de manera desinteresada, sin esperar nada a cambio,
desprendidamente. Si, por el contrario, se utiliza como argumento para justificar privilegios
procedentes de la Edad Media, entonces… entonces me atrevería a decir que, con los matices
que se quiera, esa caridad no es la realidad global sino una parte de la excusa para cubrir la
realidad oculta.

Esa falta de respeto a la propiedad privada de los otros que son los que deben soportar todas
las cargas, lamentablemente, no se limita a la Monarquía o a la iglesia católica. Una ley de la
época Aznar colocó bajo la misma etiqueta de privilegio de la iglesia católica también a
sindicatos y partidos. Tengo la sospecha de que semejante jugada pretendía poner a salvo los
privilegios de la iglesia católica gobernara quien gobernara ya que nadie se atrevería a
cuestionar a los partidos y a los sindicatos. Sin embargo, a mi me parece que ése, en realidad,
es un argumento poderoso para derogar la más que discutible norma y lograr que, por una vez,
todo el mundo pague impuestos en España y que todas y cada una de estas entidades
privilegiadas se mantengan con “las cuotas de sus afiliados” por utilizar una frase hecha.

Y – ¡cómo no podía ser menos! – esa mentalidad del despojo y del reparto que tanto daño
causa al respeto a la propiedad privada en España tiene además su versión regional. Las
católicas Vascongadas y Navarra siguen a día de hoy disfrutando de un cupo bochornoso que se
traduce en que el resto de España tenga que pagar sus caprichos y arrostrar sobre su propiedad
una parte desproporcionada de los impuestos. Se trata de otra de las consecuencias de las
nefastas guerras carlistas atizadas por el clero católico contra la construcción del estado liberal,
pero, como en el caso de la Desamortización, deberíamos llegar a la conclusión de que ya está
bien de hacernos pagar a todos semejantes privilegios siquiera porque Cataluña – otra región
marcada por la presencia de un clero católico aliado descaradamente con el nacionalismo –
también desea eludir su carga fiscal cuando ya significa el treinta por ciento de la deuda de las
CCAA. Como anticipo de lo que se nos puede venir encima, hace apenas unas horas, el
gobierno de Rajoy ha indultado a dos políticos catalanes caracterizados por ser unos ladrones y
pertenecer a la democracia cristiana. ¡Ejemplar! Por cierto, no he visto una sola frase de queja
en determinados medios que ponen el grito en el cielo cuando los que roban son socialistas…
¡esta España tuerta!

Con esos mimbres de falta de respeto por la propiedad privada, de acumulación de privilegios
seculares, de misericordia infinita hacia los que roban y defraudan siempre que sean de los
nuestros, ¿puede extrañar que los españoles roben siempre que puedan?

La institución más sagrada ya que dice representar a Dios y que se supone que tiene como una
de sus metas la caridad no paga impuestos como el resto de la nación, disfruta de privilegios
carentes de justificación, protege parte de su patrimonio inmobiliario con SICAVs e intenta
justificar todo con la referencia a los comedores sociales de una de sus entidades.

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La institución más elevada en el plano político se ha caracterizado una y otra vez por gastar el
dinero de sus súbditos de maneras poco ejemplares y por contar con miembros que no se
caracterizaban precisamente por una honradez puritana.

Los partidos que representan a los ciudadanos cuentan con privilegios económicos descarados,
tienen en sus filas a no pocos partidarios del añejo principio patrio de “conquista y reparte” y
saben arreglárselas para que se indulte a sus ladrones.

Los sindicatos que representan a los trabajadores también acumulan privilegios e incurren en
conductas que ellos mismos han calificado de “robo” y “mangoneo”.

En todos y cada uno de los casos, son otros – los sufridos ciudadanos españoles – los que
pagan las facturas cuando deberían ser los fieles o los afiliados.

A fin de cuentas, se trata de una consecuencia más de siglos de desprecio por la propiedad
privada ajena que han calado en el corazón de los españoles. Es esa falta de respeto que
llevaba – para escándalo de mis años infantiles – a los jóvenes de los pueblos a entrar en
huertos ajenos a robar fruta; a los empleados de un banco a llevarse bolígrafos o folios; o a los
huéspedes de un hotel a hurtar toallas. No creo que en ninguno de los casos se produzca el
menor atisbo de cargo de conciencia. A fin de cuentas, la propiedad privada no es digna de
respeto alguno.

Recuerdo cómo en la época en que ejercía la abogacía vino a verme un hombre cuyo hijo
acababa de ser detenido. Ya me adelantó que no era nada importante, que se trataba de “una
niñería”, que “seguramente sólo ha robado unas bicicletas”. Intenté razonar con él que robar
bicicletas no era una niñería, que merecía un castigo, que hay que respetar la propiedad ajena.
Fue como hablar con la pared porque, a fin de cuentas, vivimos en una cultura que siempre
encuentra excusas para absolver al “robagallinas” que no es como el ladrón a gran escala y no
lo es porque millones de españoles son “robagallinas” sin concebir el menor remordimiento ya
que otras instituciones se aprovechan en mucha mayor cuantía de la propiedad ajena.

He contado en otra entrega algunos ejemplos de esa afición de los españoles por robar objetos
tan miserables que casi da vergüenza relatarlo. No exageraba lo más mínimo. Permítaseme
remitirme a mi época de director de La linterna de COPE. En una cadena que, por definición,
defendía unos valores superiores a los de la media me robaron de mi despacho una edición
facsímil del Nuevo Testamento griego de Erasmo (¿por enemistad hacia el humanista holandés
o por deseo irresistible de practicar la lengua de Sófocles?), una pluma de oro con mi nombre
inscrito y regalada por las víctimas del terrorismo (para revenderla imagino que borrarían el
nombre o, quizá, se la pasaron a un coleccionista), libros, objetos personales, etcétera. Un día,
harto ya de aquella falta de respeto por la propiedad ajena, comuniqué mi pesar a alguno de
los miembros de mi equipo. Supe entonces que a ellos también les habían sustraído desde
bolsas de patatas fritas a latas de fabada pasando por piezas de fruta, bolígrafos y otros objetos
personales. ¿Por qué sucedía aquello? Desde luego, en COPE mucha de la gente tenía una
apariencia más que clara de honradez y no faltaban los que cumplían rigurosamente con sus
deberes religiosos. Por otra parte, los salarios de COPE – excluidos los de los directivos y algún
director de programa – no eran precisamente para lanzar las campanas al vuelo, pero,
sinceramente, no creo que anduviera el personal sometido a una situación tan famélica como
perpetrar aquellos hurtos. No, no lo creo como, con el corazón en la mano, tampoco creo que
en la COPE hubiera un porcentaje superior de ladrones que en otras radios o empresas, pero la
situación llegó a un extremo que me vi obligado a cerrar con llave mi despacho. Estoy
convencido de que todos y cada uno de los que robaron pensaban que, a fin de cuentas,

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podían permitirse hacerlo porque o yo ganaba más que ellos o porque no les caía bien o,
simplemente, porque se les presentaba la oportunidad. Y así, burla, burlando, hemos llegado a
donde estamos hoy. Si la falta de respeto hacia la propiedad ajena la tienen unos, nos
recuerdan que lo hacen por el bien del pueblo y no como ciertas instituciones que durante
siglos han vivido de los humildes. Si se da en otros, nos insisten en que, a fin de cuentas, ellos
son los que verdaderamente atienden a los indigentes. Por debajo, las masas piensan que, en
realidad, son ellos los que están justificados para robar ya que tanto les han robado antes. Al
fin y a la postre, no son ni mucho menos pocos los que aprovechan la posición que tienen, por
humilde que sea, para no llevarse lo que es de otro. La púrpura, el armiño o los pactos
políticos acabarán garantizando la benevolencia hacia los de arriba.

Pues bien, no podemos seguir viviendo así. Si España desea dejar de ser diferente en el peor de
los sentidos debe aprender a respetar la propiedad privada. Los españoles han de aprender a
no utilizar lo que es de otros, aprovecharse de lo que es de otros o apoderarse de lo que es de
otros para beneficio suyo o de sus cómplices. Y no se trata sólo de no robar directamente sino
también de no defraudar a los demás en su tiempo o en nuestro trabajo remunerado o de no
cargar al prójimo con lo que deberíamos llevar sobre nuestros hombros. En suma, tenemos que
asumir que la propiedad privada debe ser respetada siquiera porque sólo una sociedad que
respeta la propiedad privada es una sociedad que puede ser libre. Avanzaríamos
enormemente si aceptáramos respetar la libertad privada, pero, con todo, no sería suficiente.

(Continuará)

José Antonio Zarzalejos.- 02/05/2012


CRISIS ECONOMICA Y PROTESTANTISMO.

Desde que Max Weber escribiera a principios del siglo pasado La ética protestante y el espíritu
del capitalismo, parece muy claro -pese a los detractores de esta tesis, que los hay- que el
funcionamiento capitalista de las sociedades mayoritariamente católicas (España, Italia,
Portugal y buena parte de Francia) es mucho menos eficiente que el de las protestantes en
general y las calvinistas en particular. No es una casualidad que el liderazgo germánico se
corresponda con un país luterano, puritano, en el que el trabajo y el esfuerzo personales
constituyen un don y nunca un castigo bíblico. Muy por el contrario, en los países católicos, el
trabajo no deja de ser una penosa necesidad para sobrevivir. Son dos perspectivas diferentes.
De las que se deducen consecuencias extraordinarias. La ética calvinista ensalza la
individualidad, el mérito de cada persona y la justicia de que cada cual se labre su suerte. No se
socializa ni el éxito ni el fracaso. Cada cual debe salir de su propio atolladero con el sudor de su
frente y aquel que no lo consigue deberá asumir la pobreza. El despilfarro se proscribe, pero la
ganancia legítima se aplaude y la excelencia se enaltece. En las sociedades católicas, ocurre
todo lo contrario: se socializa frecuentemente la mediocridad, se recela del éxito individual y la
riqueza se atribuye más al latrocinio que al empeño honrado en el trabajo o en los negocios.

Estas sociedades tan dispares, se han organizado de manera también muy dispar. Mientras los
países del sur -católicos- han hecho del gasto público y de la universalización de los servicios
a costa del erario público -con bajos impuestos- un auténtico dogma, los del norte,
protestantes, han sido restrictivos en el disfrute de las prestaciones sociales y se han financiado
con cargas fiscales elevadísimas. La socialdemocracia sueca, icónica en el siglo pasado, era
verdaderamente modélica, pero muy estricta: Estado de bienestar pero soportado por una

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carga impositiva sustancial y sólo para los que contribuían a sostenerlo. Europa dispone hoy
de dos realidades: la del norte, más estructurada, con una crisis más amortiguada y con
movimientos de extrema derecha reactivos a la emigración; y el sur, en crisis recesiva profunda
y con Estado arruinados.

Migramos a una sociedad capitalista en la que va a primar el individuo sobre la


colectividad. Un giro copernicano que la crisis económica acelera porque la sostenibilidad del
Estado del bienestar establece unas exigencias incompatibles con las gestiones frívolas de los

políticos meridionales

La presión de las llamadasreformas estructurales sobre los países rescatados -nótese el


catolicismo de Irlanda, que proporciona identidad histórica al país- y sobre Italia y España tiene
origen en la sensación de malestar que provoca en el norte del Continente la forma de
conducirse -y de lamentarse- del ciudadano de la periferia europea. Los recortes y la obsesión
por el déficit se originan igualmente en una mentalidad muy disciplinada sobre el equilibrio
entre el ingreso y el gasto, y la necesidad del ahorro, así como del imperativo del esfuerzo
personal.

El turismo sanitario procede de países ricos que no ofrecen gratuitamente determinadas


prestaciones a sus nacionales -tienen duros sistemas de copago- y que en España encuentran
un auténtico paraíso. Hasta que se adoptaron medidas para impedir el abuso. Ahora el
Gobierno ha arbitrado otras adicionales que son correctas. También ha restringido la
universalidad de la sanidad en unos términos aceptables, incluso, generosos para países
calvinistas del norte o Estados Unidos. Las medidas de copago de transportes sanitarios no
urgentes, contribución al coste de prótesis, exclusión de medicamentos menores y el copago
farmacéutico incrementado, y otras medidas en órdenes distintos -mayor número y cuantía de
tasas universitarias y otros servicios-, no sólo responden a una necesidad de ingresos para
financiar esas prestaciones, sino que están tratando de corregir la mentalidad socializadora
-católica- hacia otra más estricta, exigente e individualista que es la protestante, especialmente
calvinista.

Por la misma razón que en determinados países democráticos -véase la dimisión del presidente
de la República Federal de Alemania, o el impacto en la carrera de notables políticos de un
desliz de carácter sexual- el umbral de exigencia ética es muy alto hacia sus políticos, lo es
también el de exigencia a los ciudadanos, de tal manera que se produce una
retroalimentación que establece mecanismos recíprocos que equilibran el ejercicio de las
facultades públicas con los poderes de fiscalización ética de la ciudadanía. Eso no ocurre en
España, ni en Italia, ni siquiera en Francia o en Portugal. Pertenecemos a dos galaxias morales
diferentes, a dos modelos distanciados de criterios e imperativos éticos. Y la partida, guste o
no, la están ganando los discípulos del calvinismo que, reactivamente, engrosan en los países
del norte europeo cada vez más formaciones políticas situadas en la llamada extrema derecha
(Noruega, Suecia, Holanda, Finlandia, Austria…).

Migramos a una sociedad capitalista en la que va a primar el individuo sobre la colectividad.


Un giro copernicano que la crisis económica acelera porque la sostenibilidad del Estado del
bienestar establece unas exigencias incompatibles con las gestiones frívolas de los políticos
meridionales y la irresponsabilidad colectiva que tantas veces hemos padecido. Y es que las

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creencias religiosas, decantadas en el patrimonio cívico como valores de referencia, son


decisivas e inevitables. Y actúan como la ley de la gravedad: no se tocan pero existen. Un efecto
más de la gran recesión. En su último ensayo, La civilización del espectáculo, Vargas Llosa,
aborda este asunto y constata este abismo con una expresión rotunda: “La Iglesia y el
capitalismo, nunca se han llevado bien. Les chocará a algunos, pero es, simplemente, la verdad.
Y por razones muy distintas a las que aduce la izquierda”.

--

César Vidal
La Constitución que no podía ser
Las Cortes de Cádiz, desde luego, adolecían de defectos que a Blanco White no se le
escapaban. Así, fue mencionando cómo las Américas, parte de España a la sazón, no estaban
suficiente y legítimamente representadas

Nos encontramos en el bicentenario de la Constitución liberal de 1812 y ya resulta previsible el


rumbo que van a adoptar los análisis relacionados con la misma. En la izquierda, se oscila entre
la apropiación de la proeza liberal o su desdoro siquiera porque no les sale hablar de manera
elogiosa de algo que sea liberal. En la derecha, el péndulo va de un desprecio de colmillo
retorcido empeñado todavía en que el origen de nuestros males es haber creído en las
bondades del liberalismo abandonando la visión inquisitorial de la Contrarreforma a un olvido
interesado porque no es precisamente liberal el rumbo seguido en los últimos años por el
principal partido de esa región política. En ambos casos –justo es decirlo– no faltan tampoco
los ditirambos. Sin embargo, se adopte el enfoque que se adopte, lo que no puede dudarse es
que la Constitución de 1812 fracasó. Al fin y a la postre, la revolución liberal se vio yugulada
por la acción de Fernando VII y el siglo XIX español se convirtió en un enfrentamiento continuo
entre los que creían en la modernización de una España destrozada y los que, por el contrario,
pensaban que el aferramiento al Antiguo Régimen conduciría a la nación a una Arcadia feliz en
la que, dicho sea de paso, nunca estuvo por la sencilla razón de que nunca había existido. En
estas páginas, desearía introducir una variante a esos análisis de uno y otro lado. En las
siguientes líneas, sostendré que, muy posiblemente, la Constitución de 1812 podía haber
triunfado en su noble empeño; que los defectos que la condenaban al fracaso ya fueron
señalados en su tiempo por José María Blanco White y que el desoír semejante voz tuvo
funestas consecuencias.

José María Blanco White es una de las figuras más extraordinarias del s. XIX español aunque su
condición de "heterodoxo" haya determinado su desconocimiento por parte de la inmensa
mayoría de los españoles. Clérigo sevillano que acabó abrazando el protestantismo en uno de
los viajes espirituales más interesantes de su siglo, representante insigne de la denominada
generación de 1808 y liberal convencido, contaba con treinta y cinco años de edad cuando las
Cortes se reunieron en la isla de León. Redactor de la parte política del Semanario patriótico,

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desde 1808 defendió la necesidad de redactar una constitución liberal a la vez que se convertía
en uno de sus propagandistas en la convicción de la necesidad de formar una opinión pública
favorable.

En 1810, al caer Sevilla en manos de los franceses, Blanco se trasladó a Inglaterra desde donde
continuó escribiendo desde la barbacana en que había convertido su periódico, El Español.
Publicación liberal y patriótica, El Español constituye una de las fuentes indispensables para
comprender la Historia de España así como la andadura de los liberales. A través de miles de
páginas, Blanco se convirtió en un testigo de excepción del proceso constitucional, pero
también en uno de sus críticos más lúcidos fundamentalmente porque supo prever como nadie
que el proceso iniciado con la reunión de las Cortes acabaría trágicamente.

Los antecedentes de Blanco hundían sus raíces en la Ilustración. Ya en 1796 –cuando sólo tenía
veintiún años y era un sacerdote intachable– Blanco había leído en la Academia de Letras
Humanas una Epístola a don Juan Pablo Forner en la que ya aparecen algunos de sus temas
esenciales como la defensa de la ciencia –motejada por algunos eclesiásticos como
"insuficiente"– la resistencia frente al "tirano opresor" que podía ser la religión y el fanatismo
como enemigo de la Verdad.

Durante los años 1803-1808, en el Correo de Sevilla fueron apareciendo escritos suyos en los
que elogiaba el modelo británico de sociedad y educación. A la sazón, no sólo se dedicaba al
aprendizaje de lenguas sino que además se entregaba a la lectura de libros prohibidos, no
pocas veces prestados por Forner.

En 1805, Blanco se trasladó a Madrid donde, además de sus actividades en el Instituto


Pestalozziano, asistía con frecuencia a la tertulia donde se reunían Quintana, Juan Nicasio
Gallego o Campmany. Permaneció en la capital de España hasta la llegada de los invasores
franceses, cuando decidió regresar a Sevilla. El viaje –detallado en sus Cartas, una de las
lecturas absolutamente obligadas para conocer y comprender el s. XIX español– le fue
mostrando una España muy alejada de los ideales de la Ilustración y del liberalismo en la que el
pueblo era presa del atraso social y económico y del fanatismo religioso.

Consternado, comprobaría cómo, so capa de patriotismo, en muchas poblaciones sólo se


estaban produciendo terribles estallidos de violencia y derramamiento de sangre. Una vez en
Sevilla, Blanco se entregó a la causa de la libertad, pero sin engañarse a si mismo. Era
dolorosamente consciente de que "el grito popular, aunque exprese el sentir de una mayoría,
no merece el nombre de opinión pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las
unánimes aclamaciones de un auto de fe" y no lo era porque "la disidencia es la gran
característica de la libertad". Mal podía darse la disidencia en una España marcada por la
actividad de la Inquisición, por la prohibición de lecturas y por un cerril monolitismo religioso.

Durante esos años sevillanos, Blanco –en contacto con personajes como Saavedra, Jovellanos,
Garay o Quintana– se convirtió en paradigma de la defensa de la redacción de una
constitución, precisamente cuando la idea era ajena, ajenísima, a la inmensa mayoría de los
españoles. No causa sorpresa que Quintana, fundador del Semanario patriótico encomendara

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a su amigo Isidoro Antillón la sección de Historia, pero la de Política se la entregara a Blanco. El


lema de la publicación era obvio: "defendiendo por encima de todo, la naciente libertad
española". Por eso, el Semanario duraría "en tanto que en él respire la verdad sencilla, en tanto
que la adulación no venga a mancharlo; mientras que el odio a la tiranía le comunique su
fuego, mientras que el patriotismo le dé su intrepidez altiva".

Blanco lanzó desde el Semanario sus propuestas a favor de una Constitución; de la reunión de
una "Representación nacional, llámese Cortes, o como se quiera"; de la independencia de
millones de españoles frente al "capricho de uno solo" y de que "cada ciudadano llegue a
sentir sus propias fuerzas en la máquina política". Si, por un lado, clamaba contra el invasor;
por otro, elevaba la voz en pro de la libertad del pueblo. El 7 de diciembre de 1809, Blanco
concluyó su Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes en España. En él, señalaba que no
tenía sentido insistir en los precedentes históricos de las Cortes en la medida en que salvo
algunos eruditos nadie las conocía. Por el contrario, lo esencial era reunirlas con urgencia para
evitar las ambiciones de los que ya habían concebido esperanzas de mando y conseguir que lo
cedieran "no a una clase de hombres, sino a la patria, no a una corporación, sino a la nación
entera".

Ya desde Londres, Blanco aplaudió con entusiasmo los logros sucesivos de las Cortes como la
aprobación de la libertad de imprenta o la declaración de soberanía de la nación. No es menos
cierto que no tardó en lamentar la concreción exacta de esas conquistas. Por ejemplo, el
Reglamento de la libertad de imprenta en España promulgado por las Cortes disgustó a Blanco
porque era muy restrictivo y eliminaba así la posibilidad de que una acción despótica de las
Cortes pudiera verse frenada por la opinión pública. De la misma manera, Blanco se percató de
que la Regencia seguía teniendo un poder no escaso sobre las Cortes cuando, a su juicio, de
éstas debía salir el gobierno. Señalaría así: "póngase, por ejemplo, a un Argüelles, en el
ministerio de Estado, a un Torreros en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y
se verá cómo crece la actividad y cómo se comunican fuerza los dos poderes".

Entre 1810 y 1814, la publicación dirigida por Blanco dio cabida a las instrucciones dadas por
las Juntas a los diputados, al Dictamen de Jovellanos ante la Junta central, a las Reflexiones
sobre la Revolución española de Martínez de la Rosa, al texto completo de la Constitución de
1812, pero, sobre todo, analizó los textos con un rigor que casi sobrecoge por su lucidez. De
manera muy especial, Blanco redactó un conjunto de escritos conocidos como las Cartas de
Juan Sintierra donde señalaba los problemas que veía en la actividad de las Cortes y en las
posibilidades de que la Constitución tuviera un futuro feliz.

Las críticas formuladas por Blanco suenan, lamentablemente, muy familiares. Se queja, por
ejemplo, de que no pocas cuestiones se solventaban no en las Cortes de manera abierta, sino
en los pasillos y en reuniones secretas o de que los diputados parecían más estar en una
tertulia que al servicio de la nación. También de que, buscando el lucimiento, se elevaban
perdiendo el contacto con la realidad.

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Las Cortes, desde luego, adolecían de defectos que a Blanco no se le escapaban. Así, fue
mencionando cómo las Américas, parte de España a la sazón, no estaban suficiente y
legítimamente representadas; cómo además se pretendía que los diputados no tuvieran
empleo en el Estado y, sobre todo, cómo constituía un gran error que las Cortes no fueran las
que decidieran la regulación de los impuestos. Sin embargo, donde más certero se expresó
Blanco fue en los defectos de la Constitución.

En primer lugar, la Constitución carecía de realismo al abordar las relaciones entre las Cortes y
la Corona. De momento, los diputados podían pensar que el legislativo no tendría problemas
con el ejecutivo dado el escaso peso de la Regencia, pero "llegue a ponerse en el trono una
persona real, y verán las Cortes cuán vano es el triunfo que han ganado en ausencia de
contrario". La Constitución, a juicio de Blanco, era "tan poco mirada en sus precauciones contra
el poder real" que podía acabar teniendo un trágico final.

En segundo lugar, la Constitución negaba un principio tan importante como el de la libertad


religiosa para complacer a la iglesia católica. Esa circunstancia dolía a Blanco hasta el punto de
lamentar la intolerancia religiosa "con que está ennegrecida la primera página de una
Constitución que quiere defender los derechos de los hombres. De hecho, las Cortes,
"convertidas en concilio no sólo declaran cuál es la religión de la España (a la cual tienen
derecho incontestable) sino condenan a todas las otras naciones" no católicas. En otras
palabras, "los españoles han de ser libres, en todo, menos en sus conciencias", según se
desprende de su artículo 12, "una nube que oscurece la aurora de libertad que amanece en
España". Blanco no pretendía que se implantara un sistema laicista como el implantado en
Francia durante la Revolución e incluso insistía en que había que ser muy cuidadoso en el trato
con la aristocracia y la iglesia católica. Sin embargo, estaba convencido de que esa prudencia
no podía implicar la eliminación de la libertad religiosa ya que, de admitirse ese hecho, un
derecho absolutamente esencial como la libertad de conciencia quedaría conculcado y si la
libertad de conciencia quedaba en manos de una institución como la iglesia católica que se
valía de la Inquisición, ¿qué otras libertades, en la práctica, les iban a quedar a los españoles?

En 1814, Blanco White señalaría que "errores muy graves han cometido los jefes de las Cortes,
pero son errores que tuvieron origen en un principio muy noble –en el amor a su patria". Sin
embargo, había dejado de manifiesto por qué la Constitución de 1812 estaba condenada al
fracaso. Éstas no serían otras que la falta de mecanismos de control parlamentario sobre el rey
y la ausencia de libertad religiosa que, al impedir la libertad de conciencia, acabaría invalidando
otros derechos como, por ejemplo, el de libertad de expresión. Para colmo, la manera en que
se había abordado la representación hispanoamericana no era correcta y llevaba a prever
conflictos futuros.

Fue una tragedia, pero no puede dudarse que Blanco White acertó en todas sus prevenciones,
en todos sus avisos, en todos sus pronósticos. De entrada, el regreso de Fernando VII se tradujo
de manera inmediata en la supresión de la Constitución y en un intento –absurdo, pero

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determinado– de regresar al Antiguo Régimen. Lo había indicado Blanco. La llegada de un rey


con arrestos – incluso el felón Fernando VII– iba a convertir en nada la obra de las Cortes.

Acto seguido, el mantenimiento de los privilegios disfrutados por la iglesia católica tuvo un
efecto pésimo sobre el desarrollo del constitucionalismo español. Todavía en la tercera década
del s. XIX, la inquisición española ejecutó a un hereje –el protestante Cayetano Ripoll– cuyo
horrendo delito había sido no rezar el Ave María en clase. A decir verdad, en no escasa medida,
el siglo XIX español estuvo caracterizado por los intentos de los liberales –¡que eran católicos!–
por crear un estado moderno y los de la iglesia católica por impedirlo convencida de que
semejante paso traería consigo el final de sus privilegios y, tarde o temprano, la libertad de
conciencia. El hecho de que semejante circunstancia quedara enmascarada en una sucesión de
guerras dinásticas no niega su terrible realidad –si acaso la acentúa– como tampoco que, por
desgracia, sus estribaciones se prolongarían todavía mucho más.

La Constitución de 1812 – uno de los logros más nobles de la Historia de España– acabó
fracasando no por la falta de patriotismo o de brillantez de sus redactores sino,
fundamentalmente, por la manera en que éstos se dejaron llevar –el juicio también es de
Blanco White– por un idealismo que les cegó ante la reacción que los grandes beneficiarios del
Antiguo Régimen –la monarquía absoluta y la iglesia católica– opondrían a sus avances. De las
consecuencias de aquel fracaso seguimos sufriendo a día de hoy. De sus lecciones, deberíamos
aprender aunque sea a doscientos años de distancia.

Las razones de una diferencia (21) 2012-03-26

¿Hay salida? (X): La libertad no es pecado

César Vidal

La Iglesia católica y la izquierda están tan acostumbradas a dirigirse a sus


respectivos rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar
escándalo en las personas que mantienen la cabeza sobre los hombros

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 (2012-05-07) ¿Hay salida? (XVI): Filadelfia
 Todos los artículos de César Vidal

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Una de las peores consecuencias de que España se quedara en el campo de la


Contrarreforma – junto con la pérdida de la Revolución científica que tuvo lugar en las naciones
reformadas, el desarrollo de la ética del trabajo o el impulso capitalista - fue que, al igual que
naciones como, Portugal o Italia, asumiera un terrible y aciago miedo a la libertad. El temor a
la libertad – más allá de la falta de respeto por la propiedad ajena o por las normas cívicas –
está tan arraigada en millones de españoles que no ha podido pesar de manera peor en
nuestra Historia hasta el día de hoy.

Los españoles han destacado históricamente por muchas cosas desde la pintura a la literatura
pasando por la arquitectura o la gastronomía. Se han quedado atrasados durante siglos en
aquellas áreas donde no experimentaron el influjo benéfico de la Reforma – el desarrollo
científico, la generalización de la educación, la implantación de la democracia… - y una de las
consecuencias ha sido la incorporación del miedo a la libertad. Razones – todo hay que decirlo
– no les han faltado. La Inquisición provocó no sólo un envilecimiento del alma de millones de
españoles, como señaló acertadamente Manuel Fernández Álvarez, sino también un freno
claro a la investigación científica y al desarrollo académico – como criticaron no sin riesgo los
ilustrados del s. XVIII – y un miedo a una libertad que podía ser peligrosa. Pero es que además
la institución en cuyo seno nació la Inquisición se dedicó durante siglos con verdadero ahínco a
mostrar los males y peligros de la libertad. Los ejemplos son incontables, pero permítaseme
detenerme en uno de los más innegables. En 1832, en la misma época en que los liberales
arrastraban un negro sino en España perseguidos por la alianza entre el absolutismo de la
Corona y la defensa encarnizada de los privilegios de la iglesia católica, el papa Gregorio XVI
estampaba su firma en la encíclica Mirari vos. El texto – uno de los más liberticidas del s. XIX –
arremetía contra la libertad de conciencia de manera tajante e indiscutible afirmando: “De esa
cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho,
locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este
pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina
de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la
impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la
religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín. Y
ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e
inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto
aquel abismo del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba
langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la
juventud, el desprecio -por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones
más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad, porque, aun
la más antigua experiencia enseña cómo los Estados, que más florecieron por su riqueza, poder
y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la
oratoria y ansia de novedades”.

Se podrá pensar lo que se quiera del mencionado pontífice, pero no que no dejara su
enseñanza bien establecida blanco sobre negro. A juicio del papa, la libertad de conciencia era
un mal terrible; su origen por definición era el mismo abismo descrito en el Apocalipsis y su
consecuencia todo género de males. La única vía para la felicidad era abortar la libertad de
conciencia salvo la que, por supuesto, debía tener la iglesia católica para monopolizar lo que
pensara, hiciera y creyera toda la sociedad. El Gran Hermano de Orwell, sin duda, habría
firmado esa misma concepción relamiéndose de gusto. A fin de cuentas, se ofrecía la dicha a la
sociedad – incluida la eterna – a cambio de entregar su conciencia y su capacidad para analizar,
pensar y discernir.

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Naturalmente, el papa Gregorio XVI sabía que uno de los peligros que existía contra la
imposición de sus buenas y católicas intenciones era la libertad de prensa. Desde que empezó
a publicarse esta serie también hemos tenido ocasión de asistir al penoso espectáculo de ver
cómo había gente que lanzaba ataques contra mi persona o impulsaba el boicot de mis libros
porque le molestaba – como mínimo – mi narración de la realidad. Creo que semejante
sujetos se sentirán satisfechos de saber que pueden ser calificados con toda justicia de hijos
espirituales del citado papa que en la misma encíclica enseñaba a sus fieles:

"Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente


condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos;
libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al
considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea,
diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son
insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos
ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra. Hay, sin embargo,
¡oh dolor!, quienes llevan su osadía a tal grado que aseguran, con insistencia, que este aluvión
de errores esparcido por todas partes está compensado por algún que otro libro, que en medio
de tantos errores se publica para defender la causa de la religión. Es de todo punto ilícito,
condenado además por todo derecho, hacer un mal cierto y mayor a sabiendas, porque haya
esperanza de un pequeño bien que de aquel resulte. ¿Por ventura dirá alguno que se pueden y
deben esparcir libremente activos venenos, venderlos públicamente y darlos a beber, porque
alguna vez ocurre que el que los usa haya sido arrebatado a la muerte? Estos hermosos
ejemplos de inquebrantable sumisión a los príncipes, consecuencia de los santísimos preceptos
de la religión cristiana, condenan la insolencia y gravedad de los que, agitados por torpe deseo
de desenfrenada libertad, no se proponen otra cosa sino quebrar y aun aniquilar todos los
derechos de los príncipes, mientras en realidad no tratan sino de esclavizar al pueblo con el
mismo señuelo de la libertad. No otros eran los criminales delirios e intentos de los valdenses,
begardos, wiclefitas y otros hijos de Belial, que fueron plaga y deshonor del género humano,
que, con tanta razón y tantas veces fueron anatematizados por la Sede Apostólica. Y todos esos
malvados concentran todas sus fuerzas no por otra razón que para poder creerse triunfantes
felicitándose con Lutero por considerarse libres de todo vínculo; y, para conseguirlo mejor y
con mayor rapidez, se lanzan a las más criminales y audaces empresas".

No existen razones para pensar que no sabía de sobra el pontífice lo que decía. La sociedad
perfecta para los privilegios de su iglesia era aquella que, gobernada por un monarca absoluto,
sólo recibiera las enseñanzas católicas – la España del Rey felón sin ir más lejos – y cuyo pueblo
se limitara a obedecer sumisamente. Y es que de todos era sabido – aunque algunos quieran
negarlo ahora – que, como señalaba el papa, el principio de soberanía nacional era cosa de
protestantes, ya se sabe lanzados a “las más criminales y audaces empresas".

Precisamente por ello, la única salida para un estado era evitar la separación entre iglesia y
estado. Al respecto, el papa era, una vez más, contundente:

"Las mayores desgracias vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los
deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la
concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una
libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan
saludable así para la religión como para los pueblos”.

Comparando el destino de España con el de Estados Unidos habría que decir que el papa no
fue, desde luego, infalible.

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Gregorio XVI no era una excepción. En 1864 –ayer por la tarde como quien dice en términos
históricos– Pio IX en su encíclica Qui pluribus dejaba de manifiesto que estaba dirigida “contra
los varios modos con que se presentan atractivos los vicios en esa tan grande libertad de
publicaciones y curiosidad tan grande de saber”. Sí, a juicio de Pío IX, la libertad de
publicaciones y la curiosidad grande de saber eran peligrosas. ¡Y luego nos extrañará el atraso
científico durante siglos de España, Portugal, Italia y tantas naciones que seguían semejantes
principios frente a los impulsados por los “criminales y audaces” protestantes!

¿Puede extrañar a alguien que con una institución semejante formando la mente de millones
de españoles, éstos, hace dos siglos, quitaran los caballos del carruaje de Fernando VII y se
uncieran para tirar de él a la vez que gritaban “¡Vivan las caenas!”? Realmente, no. Más bien
era lógico, como supo anunciar José María Blanco White, el liberal exiliado que abandonó el
sacerdocio y abrazó la fe de la Reforma. Lógico, pero trágico para la Historia de España.

Hasta qué punto en algunos sectores de la sociedad española semejante visión no ha


desaparecido se puede desprender del episodio que contaba libertaddigital.com el 22 de
marzo cuando señalaba que un sacerdote había sido amedrentado en el mismo palacio del
cardenal Sistach por, supuestamente, pertenecer al grupo Germinans germinabit que se ha
manifestado crítico desde hace años con el cesaropapismo nacionalista de algunos obispos
catalanes. Decía la noticia – redactada por un fiel católico – que unos detectives llegaron
incluso a extorsionar al sacerdote amenazándole con publicar un dossier sobre su vida privada
si no abandonaba la colaboración con Germinans. Se puede o no estar de acuerdo con la
gente de Germinans, pero yo los he defendido en no pocas ocasiones desde distintos medios
porque, sinceramente, no veo de recibo que sean objeto de persecución por un prelado. Con
todo, cuánto cabe deducir de un ámbito donde nadie llama al orden al cardenal Sistach por
estas acciones y donde incluso se puede extorsionar a un sacerdote con la amenaza de revelar
detalles de su vida privada. Me consta que hay gente empeñada en defender que la Inquisición
fue punto menos que una ONG piadosa, pero trasládese el episodio al s. XVII y sáquense las
consecuencias que ha podido tener para generaciones de españoles ese miedo a la libertad, un
miedo que persiste a día de hoy. O ¿es que acaso es normal que en pleno siglo XXI fieles y
sacerdotes hayan de esconderse tras el anonimato para evitar represalias de sus superiores
eclesiásticos? Yo, desde luego, no lo veo así.

A diferencia de lo sucedido en otras naciones, en España la causa de la libertad era, por


definición, contraria a las enseñanzas de la iglesia mayoritaria. Además no existió un
contrapeso como el que significaron en otros pueblos los judíos – fueron expulsados en 1492 –
o los protestantes – fueron quemados en el s. XVI – y los resultados fueron aciagos. Así, los
intentos de modernización frente al absolutismo rociado con agua bendita vinieron no pocas
veces de la masonería – que deseaba una libertad controlada desde la sombra por una élite – o
de una izquierda que no pasaba de ser un retrato en negativo de la iglesia católica y que
tampoco creía en la libertad. En resumen, todas las fuerzas que se enfrentaban sobre la piel de
toro no destacaban precisamente por su amor a la libertad.

De esta manera, el español – como el portugués o el italiano o el mexicano – fue atravesando


generación tras generación convencido de que la libertad no era importante salvo, quizá, para
arremeter contra el que no pensaba como él. Las consecuencias son tan numerosas – y tan
desastrosas – que no es posible detenerse en todas ellas. España, a pesar de tener colonias en
las que se practicaba la esclavitud, no conoció un movimiento emancipador como los que vivió
Gran Bretaña o los Estados Unidos – en los dos casos, totalmente impulsados por protestantes
de las más diversas denominaciones – por la sencilla razón de que la iglesia católica, a la sazón,
no condenaba la esclavitud. De manera bien significativa, el único estado que consideró

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legítima la independencia del Sur esclavista fue la Santa Sede y en España, las sociedades anti-
esclavistas estuvieron formadas sobre todo por masones y protestantes. Bartolomé de las
Casas – tan incensado no sin razón – era partidario de la esclavitud de los esclavos y Antonio
María Claver, compasivo hacia los esclavos negros, no estaba por la labor de ser un William
Knibb, un John Newton o un Wilberforce.

Y, sin embargo, dijera lo que dijera el papa ni la libertad de conciencia ni la de imprenta eran
pecado. Por el contrario, eran grandiosas conquistas sociales.

Esa inquina histórica contra la libertad ha causado un daño inmenso – sólo Dios sabe si
reparable – a naciones como España, Italia o Portugal – pero tampoco ha beneficiado, al fin y a
la postre, a la misma Iglesia católica o a la izquierda formada en España a su imagen y
semejanza. A decir verdad, están tan acostumbradas ambas a dirigirse a sus respectivos
rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar escándalo en las
personas que mantienen la cabeza sobre los hombros y que no se rigen por fidelidades de ese
tipo. Uno de los últimos episodios de este tipo lo han protagonizado hace unos días El País y la
Conferencia episcopal. El País dio una información errónea sobre los privilegios fiscales de la
iglesia católica. Cuando la Conferencia episcopal envió una carta de rectificación, El País no la
publicó y también hizo caso omiso el defensor del lector. Si todo hubiera quedado ahí, la
Conferencia episcopal hubiera podido proclamarse ganadora por uno a cero. Sin embargo,
decidió ir más lejos y emitió un comunicado en el que acusaba a El País de falsedades porque
había atribuido las exenciones fiscales de la iglesia católica a los Acuerdos de 1978 y no a la ley
de 2002 y porque había afirmado que sacerdotes y obispos estaban en nómina del Estado
cuando, en realidad, sus emolumentos se cubrían con fuentes como la casilla en el impreso del
IRPF. No dudo de que haya habido católicos que se hayan sentido confortados por ese
comunicado, pero al ciudadano de a pie que contempla cómo le suben impuestos mientras que
la iglesia católica disfruta de beneficios fiscales como los sindicatos, ¿qué más le da si la base
legal son los Acuerdos de 1978 o la ley de 2002? Aún más. Seguramente, se habrá preguntado
por qué tiene que haber una casilla en el impreso del IRPF que le obligue a elegir entre la
iglesia católica o las lesbianas de Bibiana Aído cuando él se considera ya mayorcito para elegir
si financia o no a alguien. Permítaseme ir un poco más allá. ¿Por qué no se deja en libertad a
los fieles y, de paso, también se deja en libertad a creyentes o no-creyentes de financiar o no a
sindicatos y partidos políticos? Reconozco que quizá se deba a mi malicia natural, pero temo
que unos y otros temen que si nos dejaran en libertad recogerían mucho menos dinero.

En el fondo, como antaño el pontífice que firmó la encíclica Mirari vos, todas estas instancias
parecen creer que la libertad es pecado. De hecho, históricamente, los que se han opuesto a
esa visión, como los liberales de Cádiz, han pagado muy caro el intento con el exilio o la
muerte… igual que los judíos de 1492 o los protestantes del siglo XVI.

Debo decir sin el menor sentimiento de culpa que yo creo, por el contrario, que la libertad –
que tan acertadamente asoció el papa Gregorio XVI con los protestantes – es algo
extraordinariamente grande frente a lo que no deberíamos tener miedo.

Si frente a las imposiciones de los sindicatos, opusiera la libertad de contratación.

Si frente a las limitaciones intervencionistas que se justifican lo mismo recurriendo al


socialismo que a la doctrina social de la iglesia católica, existiera una verdadera libertad de
mercado.

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Si frente a las concesiones de radio y TV otorgadas por el poder, existiera una libertad para
abrir emisoras.

Si frente a la opinión cautiva, se viviera sin limitaciones la libertad de expresión.

Si frente a los mil y un vericuetos para vaciarnos los bolsillos en favor de cualquier casta
privilegiada, cada trabajador, cada fiel o cada afiliado mantuviera libremente lo que quisiera sin
que los demás lo tuvieran también que hacer.

Si frente a los dictados de cualquier grupo mantuviéramos la libertad de criterio por encima de
cualquier otra consideración.

Si frente a la seguridad y al pesebrismo, amaramos la libertad de conciencia…

Si así fuera, quizá algunos, siguiendo el ejemplo del papa de la Mirari Vos, llegarían a pensar
que hemos entrado en conductas “audaces y criminales” como las que, por definición,
caracterizan a los protestantes, pero, en realidad, España se colocaría en el camino de ser una
nación más grande de lo que ha sido nunca y, sobre todo, con más futuro.

(Continuará)

Las razones de una diferencia (22) 2012-04-01

¿Hay salida? (XI): Paréntesis andaluz

César Vidal

Tenía yo pensado esta semana continuar con el siguiente capítulo planeado para
esta serie, pero se han celebrado las elecciones andaluzas y confieso que no he podido
resistirme a la tentación de someter a la prueba del nueve lo sucedido.

Otros artículos del autor

 (2012-06-11) De IBIs y otras exenciones


 (2012-05-27) Tengo un sueño

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 (2012-05-20) ¿Hay salida? (XVIII): ucronía


 (2012-05-13) ¿Hay salida? (XVII): de "Loiola" a Navarra pasando por donde sea
 (2012-05-07) ¿Hay salida? (XVI): Filadelfia
 Todos los artículos de César Vidal

Tenía yo pensado esta semana continuar con el siguiente capítulo planeado para esta
serie, pero se han celebrado las elecciones andaluzas y confieso que no he podido resistirme a
la tentación de someter a la prueba del nueve lo sucedido.

Contemplo con satisfacción creciente el interés con que numerosos lectores siguen cada
semana esta serie. Por supuesto, no está todo el mundo de acuerdo con mis tesis, pero
semejante circunstancia no me molesta lo más mínimo. Por el contrario, creo que la manera en
que algunos se manifiestan arroja mucha luz sobre los temas que estoy abordando. Por
ejemplo, esta semana me ha llegado una carta a mi despacho de esRadio donde, con
membrete y dirección, una persona me afeaba el hecho de que fuera contrario a la existencia
de una casilla en el impreso del IRPF para desviar una parte de nuestro dinero a la iglesia
católica o a otros gastos de interés social. Al final de la misiva, el buen hombre me hacía saber
que mi derecho a la libertad de expresión había sido más que traspasado al tratar ese tema e
incluso me advertía de que si seguía por esa línea de atacar privilegios fiscales mi "integridad
física" (cito textualmente) corría peligro. Conservo la carta como oro en paño porque si esto
puede suceder en pleno siglo XXI es para pensar qué sucedería en los siglos XVI y XVII con una
institución tan cruenta, fanática y bochornosa como la Inquisición que te detenía por denuncia
anónima, que no te informaba de las acusaciones que pesaban sobre ti y que te sometía a
tortura para que fueras confesando vete tú a saber qué.

Ya lo dijo Manuel Fernández Álvarez –y me permito repetirlo– que una institución así envileció
el alma nacional de manera extraordinaria y llevó a esta pobre nación a una auto-censura
auténticamente pavorosa. El impacto sobre la ciencia, sobre el pensamiento político, sobre las
libertades fue devastador y no sorprende que Blanco White, antes de su etapa protestante,
dejara escrito que el miedo a la institución era tal que de los clérigos que él había conocido,
ninguno de los cultos e ilustrados había dejado de caer en la incredulidad aunque, por
supuesto, se habían guardado de decirlo salvo entre ellos mismos. Y es que si a estas alturas de
la Historia hay gente que escribe estas cartas –la gente de mi equipo insistía en que la pusiera
en manos de la Policía– no hay que tener mucha imaginación para imaginarse lo que debieron
ser tiempos felizmente pasados en que la nación se convirtió en espada de la Contrarreforma a
la vez que iba una y otra vez a la bancarrota causada por conflictos que no le convenían nada y
la dañaban mucho. Pero no nos distraigamos. Decía yo que esta semana me veía en la
obligación de hacer un paréntesis porque lo sucedido en Andalucía merece un comentario
aparte.

Vaya por delante que siento un afecto profundo y una querencia entrañable por Andalucía. La
he recorrido de norte a sur y de este a oeste siempre que he tenido oportunidad y siempre con
placer. No pocas de mis novelas –quizá las mejores– se encuentran ubicadas en esa Andalucía y
en las épocas más diversas. Sin embargo, precisamente por ello me duele en el alma la manera
en que se ha convertido en un paradigma de nuestras seculares desgracias nacionales.
Personalmente, siento un rechazo muy acusado frente a los tópicos que presentan a los
andaluces como racialmente vagos, estúpidos o fanáticos. Baste para desmentirlos que una
tierra que ha dado a José María Blanco White, ilustre liberal exiliado; a Reina y Valera, monjes
convertidos al protestantismo autores de la traducción española de la Biblia más leída y
reeditada; a no pocos de los liberales de Cádiz; a Alberti y Lorca; e incluso, si se me apura, a

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Séneca y a la pléyade de poetas andalusíes, no está predestinada a ser roma y mentecata. A


decir verdad, ha demostrado lo contrario vez tras vez.

Y sin embargo...

- Andalucía es un claro ejemplo de esa búsqueda del asistencialismo que ha pasado de la Santa
Madre Iglesia al Santo Padre Estado. No es la única porque podemos encontrar ejemplos en
otras zonas de España, pero todos sabemos que constituye un paradigma y que ese factor ha
pesado no poco en la concesión de votos al PSOE a lo largo de tres décadas.

- Andalucía es un ejemplo del nulo valor que la España criada en los valores de la
Contrarreforma concede a la mentira y a la corrupción. Ambas han empantanado a España de
norte a sur, pero el Régimen socialistalleva tres décadas en ese fangal y no lo han desalojado.

- Andalucía es un ejemplo de esa visión pauperista de la Contrarreforma que ve algo bueno


"per se" en la pobreza y contempla con desconfianza al que es emprendedor para salir de ella
como si fuera un ser mezquinamente codicioso. El mismo Pedro de Tena lo reconocía así en
una entrevista mantenida hace unas semanas en Es la noche de César y señalaba el papel que
el catolicismo había tenido a la hora de configurar esa visión en Andalucía.

- Andalucía es un ejemplo de esa visión también vinculada a la Contrarreforma que contempla


el trabajo como un castigo de Dios y no como una bendición.

- Andalucía es un ejemplo de esa visión, hija igualmente de la Contrarreforma, que no termina


de ver la necesidad de la ciencia. Brillante en sus hijos, genial en sus creaciones, sensacional en
sus dones, no se puede decir que Andalucía –como, en general, el resto de España– haya
destacado por la investigación científica. ¿Se ha parado alguien a pensar que los premios Nobel
que ha tenido España en ciencias han correspondido a un español que era abiertamente
anticlerical (como poco) y a otro que ya lo consiguió cuando era ciudadano de Estados Unidos?
Véase el porcentaje de esos Premios Nobel entre judíos – expulsados de España en 1492– y
protestantes –quemados en el s. XVI– y se tendrá unos datos estadísticos verdaderamente
elocuentes. En Andalucía, como en otras zonas de España, a día de hoy, según las encuestas,
los universitarios sueñan mayoritariamente con ser funcionarios en la misma provincia y no con
investigar o emprender.

- Andalucía es un ejemplo de cómo la libertad es, lamentablemente, un valor secundario para


millones de españoles que prefieren contar con otras circunstancias como el subsidio fijo, el
buen clima, la diversión o el ocio.

- Andalucía es un ejemplo de una izquierda modelada como retrato en negativo de la iglesia


católica aunque –todo hay que decirlo– muy capaz de llevarse con ella a partir un piñón quizá
porque, en no escasa medida, procede de las becas eclesiales para estudiar en Lovaina como
Felipe González, de una familia vinculada a Franco como Griñán, de una estirpe de militares
duros y franquistas como Chaves e incluso del convento como Julio Anguita. Solemos fijarnos
más en personajes como monseñor Setién en las Vascongadas –Satán con alzacuellos, según
Santiago Abascal– o monseñor Sistach en Cataluña, pero me atrevo a sugerir que, de nuevo, se
escuche a Pedro Tena para conocer no pocas historias del compadreo de los obispos que
ejercen su labor al sur de Despeñaperros y el PSOE.

- Andalucía nos ofrece año tras año el espectáculo de un pueblo que se moviliza para darse de
bofetones –tristemente literales– para tocar la imagen de la Virgen del Rocío; que emprende

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unas caminatas impresionantes para manifestar su devoción mariana aunque en la celebración


aparezcan gentes tan pintorescas como una folklórica o un alcalde corrupto; que disfruta de la
Feria de Abril con un frenesí impresionante; que se sumerge con pasión en la Semana Santa y
que ya se alarga hasta el verano en festejos. Antropológica, social, religiosamente, el fenómeno
es digno de análisis, pero confieso –y aquí espero nuevas cartas advirtiéndome sobre los
riesgos que corre mi "integridad física"– que preferiría ver ese mismo entusiasmo en defensa
de la libertad de hoy y del futuro de los hijos, en la creación de empresas y la busca de trabajo
y en el rechazo de caciques corruptos y embusteros.

No me cabe la menor duda de que Andalucía habría sido muy distinta si, en vez de minoría
exiliada o quemada en la hoguera, hubieran sido mayoría los Casiodoro de Reina y Cipriano de
Valera, los Blanco White, los liberales que deseaban el verdadero progreso de la libertad. No
fue así y sigue sin serlo y, por lo tanto, el resultado de las elecciones de hace unos días no
puede sorprendernos como no debería tampoco causarnos sorpresa lo que pasa en otros
puntos de la milenaria piel de toro. Temo que la única salida es diagnosticar los males, captar
su origen indiscutible y proceder a curarlos de raíz porque mientras España –y no sólo
Andalucía– persistan en ellos no habrá salida de males que nos aquejan desde hace siglos.

(Continuará)

Las razones de una diferencia (23) 2012-04-08

¿Hay salida? (XII): El nepotismo, entre la familia y la 'famiglia'

César Vidal

El hecho de que España –como Italia y Portugal– se mantuviera en el campo de la


Contrarreforma tuvo también, entre otras consecuencias, la de convertir el nepotismo en una
conducta habitual.

Otros artículos del autor

 (2012-06-11) De IBIs y otras exenciones


 (2012-05-27) Tengo un sueño
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 (2012-05-07) ¿Hay salida? (XVI): Filadelfia
 Todos los artículos de César Vidal

El hecho de que España –como Italia y Portugal– se mantuviera en el campo de la


Contrarreforma tuvo también, entre otras consecuencias, la de convertir el nepotismo en una
conducta habitual. Lejos de haber nacido con el PSOE, sus raíces se hunden en la misma
evolución eclesial de la Edad Media.

En el año 1692, cuando resultaba más que obvio el fracaso de la Contrarreforma en mantener a
toda Europa sometida a la iglesia de Roma, el papa Inocencio XII promulgó una curiosa bula
que pretendía neutralizar una de las acusaciones más repetidamente formuladas contra el
papado como era la de la corrupción. El texto, la bula Romanum decet Pontificem, prohibía a

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los papas entregar en adelante posesiones, oficios o ingresos a cualquier familiar, aunque
seguía considerando lícito el nombramiento de los parientes para el cardenalato. Desde luego,
no podía decirse que Inocencio XII se pusiera la venda antes de la herida. A decir verdad, la
corte papal llevaba siglos convertida en una sentina de nepotismo –el mismo término se acuñó
en ella dados los sobrinos (nepotes en latín) que habían recibido injustamente los más diversos
y caros privilegios– sin temor al efecto de tan escandalosa conducta ya que a nadie se le
hubiera ocurrido censurar lo que acontecía en el seno de la única iglesia verdadera y, caso de
hacerlo, la inquisición hubiera dado buena cuenta de él.

Los ejemplos históricos se cuentan por docenas. Por ejemplo, el papa Calixto III creó cardenales
a dos de sus sobrinos y uno de ellos, Rodrigo, aprovecharía el nombramiento para convertirse
en el papa Alejandro VI, el famosísimo papa Borgia. Alejandro VI era un personaje
extraordinariamente inteligente, tanto como político como en calidad de guerrero, pero nadie
en su sano juicio lo hubiera considerado dotado de las virtudes que, en teoría al menos, ha de
tener un príncipe de la iglesia católica. Alejandro a su vez creó cardenal a Alejandro Farnesio,
hermano de una amante, personaje que, por cierto, también acabó sentado en el trono papal
con el nombre de Paulo III. Conocedor del funcionamiento real de la Santa Sede, tan poco
parecido al que relatan los apologistas de la Contrarreforma, Paulo III, a su vez, convirtió en
cardenales a dos sobrinos que tan sólo tenían catorce y dieciséis años de edad. Ese tipo de
nombramientos no pretendió evitarlos el papa Inocencio con la bula citada –acabar con el
nepotismo parecía una tarea imposible, si es que alguien la deseaba, en la corte papal– pero sí
quiso evitar algunos de los efectos del nepotismo.

La verdad es que con estos antecedentes puede comprenderse más que sobradamente por qué
el nepotismo ha seguido siendo común en las naciones donde triunfó la Contrarreforma
mientras que ha causado una profundísima repugnancia en aquellas donde la Reforma se alzó
con la victoria. Docenas de políticos, catedráticos y gestores que han colocado a hijos, sobrinos
o queridas se han limitado a seguir la senda surcada con enorme pasión por no pocos
cardenales y papas. Si así se podía comportar el que, por definición, es vicario de Cristo en la
Tierra y cabeza de la única iglesia verdadera, ¿por qué no podría hacerlo un simple consejero,
concejal o presidente de CCAA? ¿Acaso sus obligaciones morales son mayores que las del Sumo
Pontífice? Así, a bote pronto, no da la impresión.

En realidad, el nepotismo era una planta ponzoñosa que, casi de manera obligatoria, tenía que
surgir en un medio como el del catolicismo medieval y desaparecer, por el contrario, en el
momento en que se produjera un regreso a las Escrituras. No me refiero sólo al hecho de que
en la Biblia el nepotismo es censurado con una extraordinaria acritud –el casos de Elí y sus
hijos es paradigmático– hasta el punto de apuntar al mismo como la raíz de la decadencia
espiritual y política de Israel. También entran en juego factores como que en el Antiguo Israel y
en el cristianismo primitivo, nadie pensó, como un santo católico del siglo XX, que "el
matrimonio es para la clase de tropa".

El libro del Génesis establece, por ejemplo, que la primera obligación del ser humano es "peru
u rebu" (creced y multiplicaos) (Génesis 1: 26-28) y que esa circunstancia se daba, como el
trabajo, antes de la Caída. La identificación que algunos teólogos medievales hicieron entre el
sexo y el pecado original fue no sólo una majadería antibíblica sino además una enseñanza
dañina. De hecho, no deja de ser revelador que el apóstol Pablo dejara señalado que "es
necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente,
decoroso, hospitalario, apto para enseñar, no dado al vino, no entregado a las pendencias, no
codicioso de obtener ganancias no honradas, sino amable, pacífico, no avaro, que gobierne
bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, por que el que no sabe

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gobernar su propia casa, ¿cómo va a cuidar de la iglesia de Dios?" (I Timoteo 3: 2-5). Pablo era
célibe, al igual que Bernabé, pero él mismo era consciente de que lo suyo era absolutamente
excepcional ya que había renunciado al "derecho a llevar a una hermana por mujer", derecho,
por cierto, al que no habían renunciado "los otros apóstoles, y los hermanos del Señor y Cefas"
(I Corintios 9: 5). Lo normal entre aquellos primeros cristianos era que los obispos estuvieran
casados porque nadie puede ponerse a aconsejar sobre matrimonio y familia si no conoce esa
situación de primera mano y esa circunstancia era incluso compartida por Pedro (Cefas) y el
resto de los apóstoles. Como tendría de claras las ideas el apóstol de los gentiles en relación
con el matrimonio que llegó a calificar de "doctrinas de demonios" el que se prohibiera el
matrimonio o consumir algunos alimentos (I Timoteo 4: 1-5). Da la sensación de que Pablo de
Tarso no hubiera hecho lo que se dice buenas migas con los ascetas medievales...

Sé que se han escrito montañas de libros para demostrar que el celibato es muy beneficioso,
pero, sinceramente, suplico que se me permita abrazar la enseñanza de Pablo de Tarso y no la
de otros de menor mérito que él. Yo creo –como el apóstol– que el obispo debe estar casado y
tener hijos porque si no consigue gobernar el ámbito familiar decorosamente, hay que ser un
insensato para poner en sus manos la iglesia de Dios. Pero regresemos a donde estábamos. El
cambio de esa enseñanza original del cristianismo primitivo –cambio que dio origen al peor de
los nepotismos– se fue produciendo a lo largo de la Edad Media no sin reticencias ni
excepciones como cuando, para mantener todo el patrimonio dentro del seno de la iglesia
católica, se prohibió el matrimonio de los clérigos. Que la medida contribuyó al proceso de
espectacular acumulación de riquezas llevado a cabo por la iglesia de Roma resulta innegable,
pero los otros efectos de semejante prohibición no fueron, por regla general, positivos y la
prueba de ello es las resistencias y excepciones de que fue acompañada la imposición del
celibato obligatorio.

De las resistencias a esa medida dan fe las repetidas llamadas a que se obedezca el mandato
del celibato sacerdotal, mandato que era desobedecido, por supuesto, por sacerdotes que eran
libertinos, pero también –y sobre todo– por aquellos que, siguiendo el contenido del Nuevo
Testamento, se empeñaban en tener una esposa y unos hijos. Además de las resistencias,
estuvieron las excepciones como la referente a los sacerdotes católicos de rito oriental a los
que se permitió –y se permite– contraer matrimonio para que salieran de la iglesia ortodoxa y
entraran en la católica. La excepción lleva a pensar que la norma no debe ser tan importante,
pero detenernos en ese punto nos alejaría mucho del tema de esta entrega. Finalmente, es
sabido que se produjo una imposición definitiva del celibato sacerdotal en Trento frente a la
posición de los protestantes que habían tenido la osadía de regresar al concepto original
seguido por los apóstoles y ordenado por Pablo prefiriéndolo a las enseñanzas de los papas
medievales.

Junto con esa separación operada entre el clero y el matrimonio y la familia, la iglesia católica
fue también configurando durante la Edad Media una visión de su ideal de la familia. De
manera bien significativa –y llamativa– esa visión paradigmática era la Sagrada Familia donde,
de acuerdo con la teología católica, los esposos no tenían relaciones sexuales y el niño único
había nacido de manera virginal. El paradigma puede ser calificado, sin duda, como
extraordinario –cuestión aparte es que tenga el menor punto de contacto con la realidad
histórica– pero, difícilmente, puede ser visto como modélico salvo que deseemos la extinción
física de la especie humana.

La suma de factores como la consideración de la vida conyugal y familiar como una forma de
existencia espiritual propia de la "clase de tropa", la imposición del celibato obligatorio del
clero y la conversión de una familia sin sexo en familia modélica provocaron, en paralelo y

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como reacción, un fortalecimiento, desequilibrado moralmente, de la familia como clan que no


podía menos que protegerse teniendo en cuenta que, espiritualmente, encarnaba una realidad
inferior. Los resultados de ese desequilibrio moral fueron todo menos positivos.

El clero podía no tener esposa e hijos, pero sus miembros se aferraron a la defensa de sus
sobrinos –e hijos bastardos– con una corrupción y un nepotismo espectaculares; mientras que
no pocas familias acabaron convirtiéndose en algo bien diferente a entidades normales. Desde
luego, no deja de ser significativo que el fenómeno de las familias mafiosas surgiera en
naciones católicas; y que las primeras fueran irlandesas e italianas y, ocasionalmente, de judíos
procedentes de naciones católicas como Polonia. La familia, desquiciada de una visión natural,
había terminado por dar paso a la famiglia.

El nepotismo se convirtió durante la Edad Media no sólo en la práctica habitual de papas o de


clérigos que no tenían otra manera de ayudar a sus parientes o hijos –como aquellos pecados
tan hermosos a los que se refirió Isabel de Castilla y que no eran sino los bastardos de un
famoso y notable cardenal– sino también en un referente de acción moral. Porque, a fin de
cuentas, ¿podía el nepotismo ser tan grave cuando la conducta era practicada con verdadera
profusión por pontífices, cardenales y obispos?

El nepotismo, lejos de ser una creación del PSOE –como a algunos les encantaría creer– se ha
dado en todas las épocas de nuestro discurrir a lo largo de los siglos como sabe cualquiera que
se haya molestado en estudiar la Historia de España. En ocasiones, el nepotismo arrastró a la
nación a guerras absurdas simplemente porque la reina de turno deseaba hacer un favor a
alguno de sus hijos príncipes. A fin de cuentas, la factura la pagaba España. En otras, se
favoreció descaradamente a familiares o queridas porque la familia es lo primero. Sucedió con
la monarquía, con las repúblicas y, por supuesto, con las dictaduras donde lo mismo el
hermano de la amante del general Primo de Rivera, la famosa "Caoba", realizaba pingües
negocios que el marqués de Villaverde se convertía en concesionario, se borraban las huellas
de la cercanía de Nicolás Franco con el escándalo del aceite de Redondela o quedaba
inconclusa hasta el día del juicio final una causa inmobiliaria en la que se había visto envuelta
Pilar Franco. Ya sé que algunos, haciendo gala del tuertismo español, intentarán disculpar
semejantes iniquidades señalando que otros han robado más. Lo mismo hasta se sienten
felices, pero el argumento resulta inmoral e ineficaz e indica una indigencia ética que espanta.

El nepotismo fue visto con absoluta repugnancia en las naciones donde la Contrarreforma no
llegó a imponerse –de ahí, por ejemplo, el escándalo que para millones de norteamericanos
significó el comportamiento de una familia irlandesa y católica que respondía al nombre de
Kennedy– pero sigue presente en aquellas donde la Contrarreforma triunfó a sangre y fuego. La
manera en que lo ha hecho es ciertamente espectacular.

Por supuesto, podríamos citar casos como los de Italia, México y Argentina, pero España es un
verdadero paradigma que resulta aún más chocante al ver otros caminos por los que ha
evolucionado la moral social. El nepotismo se ha mantenido mientras la moral familiar católica
se ha desplomado de una manera que resulta espectacular y que hace pensar si alguna vez, de
no ser por el código penal, tuvo muchos seguidores en España.

Sobre el uso de los anticonceptivos ni siquiera merece la pena hacer mención porque ni los
obispos se atreven a censurar abiertamente el uso del preservativo o de la píldora. Por otro
lado, dado que la tasa de natalidad española es la más baja de la Unión Europea habrá que
llegar a la conclusión de que o los católicos españoles, en su mayoría, presentan una alarmante
tasa de infertilidad, o que poseen una especial asistencia del Espíritu Santo a la hora de aplicar

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el método Ogino o que hacen tanto caso a las enseñanzas del papa en ese terreno como un
musulmán. Si entramos en otras áreas morales, España cuenta con la tasa más alta de divorcio
de la Unión Europea cuando el matrimonio es indisoluble para un católico –por lo visto, los
protestantes que no lo ven como tal, no se han lanzado en brazos del divorcio con entusiasmo
sino por simple necesidad– y con la cifra más elevada de práctica de abortos. La distancia entre
la moral sexual y familiar vivida por la católica España y lo que enseña su iglesia da la sensación
en ocasiones de constituir dos líneas paralelas que no llegan jamás a cruzarse, aunque también
es verdad que, por regla general, la Conferencia episcopal dedica más espacio en sus medios y
comunicados a referirse a la casilla dedicada a la iglesia católica en el impreso del impuesto
sobre la renta que a predicar sobre tan espinosos temas. Sería, desde luego, ilustrativo el ver el
impacto que sobre ellos ha tenido la Jornada mundial de la Juventud celebrada hace apenas
unos meses, pero quizá resulte demasiado pronto para llevar a cabo ese análisis.

Con todo, a pesar de los datos de distanciamiento entre la población española y la enseñanza
moral de la iglesia católica, el colocar a los miembros de la familia ha continuado siendo una
práctica absolutamente normal. Por supuesto, no tengo ninguna objeción moral contra que
Rockefeller –socio mayoritario de sus empresas– o Paco Pérez, dueño de su bar, coloquen a sus
hijos. Que los hijos hereden los bienes de los padres es justo y sensato –precisamente lo que
pretendía evitar la aplicación obligatoria del celibato del clero– y el que tenga un vástago inútil
o vago ya tendrá tiempo para lamentarlo. Sin embargo, resulta intolerable ese comportamiento
cuando sucede en el campo de la política como hemos visto recientemente en casos como los
hijos de Jordi Pujol, los hermanos Maragall, los Nadal, los retoños de Manuel Chaves, los
parientes de Felipe González, los hermanos de Alfonso Guerra, el esposo de María Dolores de
Cospedal y su hermano, el marido de Soraya Sáenz de Santamaría y un larguísimo, a decir
verdad inacabable, etcétera. Yo – que nunca he negado mi natural malicia– he llegado a
preguntarme si la tibieza con la que el PP ha acometido los recortes indispensables del gasto
público no se debe a que no pocos de los pesebres que desaparecerían tienen como destino
servir de colocación a familiares diversos.

Por desgracia, el nepotismo no está limitado a la política. También es fácil verlo en la


universidad donde yo he conocido a un catedrático que fue dando empleo a sus hijos en el
departamento hasta que, en el intento de colocar a una sobrina, el resto del profesorado acabó
quejándose. No hablemos ya de las queridas o queridos. En otro tiempo, se les ponía un piso y,
a fin de cuentas, el pecador corría con los gastos de su pecado. En los últimos años he podido
contemplar como lo mismo se les otorgaba una dirección general que un ministerio, un
programa de radio –o de tv– o una cátedra si se terciaba. Ni que decir tiene que, en la
aplastante mayoría de los casos, sin mérito alguno e incluso haciendo abiertamente el ridículo,
pero casi siempre cubriéndose el gasto del deleite con dinero de los demás.

En la España que, psicológicamente, ha seguido en brazos de la Contrarreforma, tal conducta


es tan normal como considerar que el trabajo es una maldición, que el robar no resulta
especialmente importante, que la mentira es un pecado venial o que tenemos derecho a que
alguien –sea la Santa Madre Iglesia o el Santo Padre Estado– cuide de nosotros.

Tan asumido está que el nepotismo es una conducta sin mácula que, hace pocos años, el
director de un conocidísimo programa de radio se negó a colocar a su hermano en la lista de
colaboradores del mismo. La reacción del hermano al que se negaba el tan extendido disfrute
del nepotismo fue retirarle la palabra alegando que se había "roto el vínculo". A decir verdad,
el director del programa en cuestión había aplicado una norma de honradez profesional que
nadie hubiera cuestionado en naciones de herencia protestante como Gran Bretaña, Estados
Unidos o Noruega. Sin embargo, viendo lo que es la católica España, descendiente directa de la

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España de la Contrarreforma, es más que comprensible la reacción airada de su hermano.


¡Mira que era mala suerte tener como hermano a uno de los escasos españoles que aborrece
el nepotismo!

Pues bien, o el nepotismo es desterrado de la vida pública en España y se ve sustituido por el


mérito y la valía reales o no saldremos de la situación en que nos hallamos sumidos. No es
tarea fácil –basta ver los vínculos familiares de los sucesivos papas o de algunos obispos y
cardenales para percatarse de que el nepotismo ha seguido muy vivo hasta hoy– pero sí
indispensable. Sin embargo, todavía no es suficiente.

(Continuará)

Las razones de una diferencia (24) 2012-04-15

¿Hay salida? (XIII): Sagrado localismo

César Vidal

España es una nación cuya condición definitoria no puede quedar sometida al


capricho de una confesión religiosa que lo mismo pone una vela a la unidad nacional que otra a
la secesión legitimando ambas con una duplicidad moral pasmosa.

Otros artículos del autor

 (2012-04-22) ¿Hay salida? (XIV): La secta


 (2012-04-08) ¿Hay salida? (XII): El nepotismo, entre la familia y la 'famiglia'
 (2012-04-01) ¿Hay salida? (XI): Paréntesis andaluz
 (2012-03-26) ¿Hay salida? (X): La libertad no es pecado
 (2012-03-18) ¿Hay salida? (IX): ... y robar también es pecado
 Todos los artículos de César Vidal

Esta semana Esperanza Aguirre apelaba a superar localismos y contemplar la


crisis con una perspectiva nacional para poder salvarla con éxito. No decía nada que no fuera
de sentido común, pero lo decía en el seno de una nación marcada trágicamente por ese
localismo, un localismo, por cierto, que constituye una de las peores consecuencias de que
España se quedara en el campo de la Contrarreforma.

España fue una de las primeras naciones en formarse en Occidente. Ya en el s. V nos


encontramos con textos referidos a una nación española en la que habían confluido elementos
nativos y romanos y a los que se había sumado otro germánico de no escasa relevancia. Esa
nación resultaba especialmente frágil, en parte, por el peso enorme de una iglesia católica
empeñada en ejecutar unas medidas antisemitas que algún historiador, un tanto
exageradamente, ha calificado de "solución final" y por una monarquía partidista más ocupada
en satisfacer a determinadas oligarquías que en asentar el aparato del estado. No puede
sorprender que la nación se viera institucionalmente aniquilada tras la invasión islámica de
711. Sin embargo, el sentimiento nacional sobrevivió durante los siglos siguientes y, como
hemos mostrado en España frente al Islam, la apelación a liberar y reunificar la España que ya

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existía a inicios de la Edad Media resultó constante durante la Reconquista. Esa empecinada
persistencia de una conciencia nacional debería, en teoría, haber proporcionado unas bases
extraordinariamente sólidas a la nación española. No fue así y el problema persiste hasta el día
de hoy simplemente porque la reconstrucción nacional a finales del s. XV no fue la adecuada,

Los Reyes Católicos –tan notables por tantas razones– asentaron la reconstrucción nacional en
dos factores que no iban a estar ni lejanamente a la altura de las circunstancias: la Corona
reconocida por los distintos territorios y la unidad – exclusividad– religiosa sustentada sobre el
dominio espiritual de la iglesia católica. Se puede decir que el error era lógico en la convicción
de que semejante realidad iba a ser perdurable. La realidad es muy diferente. Quizá el error de
la monarquía era comprensible e inevitable. El de apoyar la unidad nacional en el respaldo de
la iglesia católica, no y menos en personajes tan astutos como Fernando el Católico. A decir
verdad, ya en esa época, un personaje que admiraba profundamente al rey español y que se
llamaba Maquiavelo había señalado una gran realidad, la de que si Italia no podía reunificarse
se debía a la Santa Sede. En otras palabras, la iglesia católica no era garantía de fortalecimiento
nacional sino más bien de una precariedad indefinida sujeta a los intereses del papado. El
análisis que Maquiavelo aplicaba con toda la razón a Italia donde la reunificación tenía como
enemigo principal al papa históricamente iba a ser igual de cierto en otras naciones y el choque
entre Reforma y Contrarreforma lo iba a dejar de manifiesto de manera indiscutible.

La razón de ese fenómeno, ciertamente apasionante, es que, desde hacía siglos, la iglesia
católica, además de sus pretensiones espirituales, contaba con una agenda política que no sólo
podía oponerse a la de las naciones donde estaba asentada sino que además se imponía sin
ningún tipo de contemplaciones. Semejante situación estaba más que consolidada a finales del
s. XV, pero era fruto de una larga evolución de siglos. A decir verdad, pocas historias resultan
más apasionantes que la de un obispo, el romano, que pasó de ser uno más en el conjunto de
un cristianismo clandestino a convertirse en una potencia mundial con tropas y territorios
propios. El obispo de Roma –convertido, al fin y a la postre, en papa– había visto aumentar su
poder en paralelo al desplome del imperio romano de Occidente. De manera bien reveladora –
que muestra la distancia entre lo que fue aquel obispo en sus inicios y lo que iría siendo a lo
largo de la Edad Media– la primera definición de carácter dogmático emitida por un obispo de
Roma no tuvo lugar hasta Ceferino (198/199-217) y en los años siguientes, otro obispo, Hipólito
(217-235) padeció el primer cisma de la iglesia de Roma; situación que se repitió con Cornelio
(251-253) y Novaciano (251-258) y que coexistió con la apostasía de Marcelino (296-304) o la
existencia de una sede vacante del 308 al 310. Roma ni era una realidad episcopal tranquila y
difusora de luz ni tampoco contaba con el monopolio de las pretensiones de ascendencia
petrina. Como el propio Ratzinger, siendo cardenal, reconoció (La sal de la tierra, Madrid, 1997,
p. 196) el concilio de Nicea se refirió a tres sedes primadas: Roma, Antioquía y Alejandría.
Todas ellas pretendían ser de origen petrino y, como Ratzinger señaló también en esa época, la
vinculación de Roma con Pedro era antigua, pero no necesariamente de la Era de los apóstoles,
una afirmación bien notable para alguien que ha terminado siendo papa.

Pero no nos desviemos. Mencionaba antes el concilio de Nicea. De manera bien reveladora,
ese concilio, de importancia esencial para la Historia del cristianismo, ni fue convocado por el
obispo de Roma –sino por el emperador Constantino– ni presidido por él o por representante
suyo. Para remate, antes de que concluyera el siglo IV, el papa Liberio (352-366) había incurrido
en herejía, el primero de una lista significativa. Insistamos: la diócesis de Roma en términos
estrictamente históricos era bien diferente de los desarrollos teológicos que comenzarían con
posterioridad y que culminarían en 1871 con el dogma de la infalibilidad papal forjado en
medio de un intento desesperado por conservar los Estados pontificios en medio de una Italia
al fin reunificada como nación.

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Esa situación de humilde precariedad inicial varió con el colapso del imperio. El vacío político
fue cubierto con verdadera fruición por el obispo de Roma aunque semejante empeño no
resultara fácil y se prolongara a lo largo de la Edad Media. No deja de ser significativo que el
saqueo de Roma por Alarico fuera aprovechado por el papa Inocencio I para proclamar la
primacía romana lo que, dicho sea de paso, provocó la ruptura con las sedes de Antioquía y
Alejandría que se consideraban no menos primadas y petrinas.

Durante los siglos siguientes, el papado, empeñado en contar con un poder temporal creciente,
no dejó de chocar con los poderes políticos a los que deseaba fuertes si podía utilizarlos como
sumisa espada, y a los que no dudaba en debilitar si los concebía como una posible amenaza.
El resultado de esa tensión fue diverso. Si León III (795-816) no dudó en coronar a Carlomagno
como emperador, el emperador fue, por su parte, el que nombró a papas como Juan XII, León
VIII, Benedicto V, Juan XIII o Benedicto VI por citar tan sólo unos cuantos. Tan sólo Enrique III
de Alemania designó papas a Clemente II (1046-1047), Dámaso II (1048), León IX (1049-1054) y
Víctor II (1055-1057). Se puede insistir en la independencia política del papado a lo largo de los
siglos, pero semejante afirmación no pasa de ser un mito absolutamente inverosímil para
cualquiera que conozca mínimamente la Historia. Sí hay que reconocer que la respuesta papal
de enfrentamiento con el poder político no fue precisamente moderada. Inocencio III (1198-
1216) no dudó en sostener en el concilio lateranense de 1215 que "ningún rey puede reinar de
manera adecuada a menos que sirva devotamente al vicario de Cristo". No era banal la
afirmación en medio de un concilio que había decretado el exterminio de los albigenses a
sangre y fuego. No era banal tampoco porque sus sucesores Alejandro IV, Urbano IV y
Clemente IV no dudaron en aliarse con Francia para enfrentarse con Alemania. Pero tampoco
Francia, de acuerdo a los intereses papales, podía ser demasiado poderosa. Bonifacio VIII
(1294-1303) así se lo hizo saber al francés Felipe IV al publicar la bula Unam sanctam que
establecía el sometimiento del poder político al poder papal. La respuesta de Francia fue
fulminante. Las tropas francesas se llevaron la sede papal a Aviñón donde estuvo desde el
reinado de Clemente V (1305-1314) hasta el de Gregorio XI (1370-1378). Fue un episodio
apasionante que contó con personajes peculiares como el papa Juan XXII –que condenó la
doctrina de la infalibilidad papal como "obra del Diablo" en la bula Qui quorundam de 1324– y
que fue seguido por el famoso Cisma de occidente en el que coexistieron a la vez varios papas.

El Renacimiento alboreó con unos eruditos que deslegitimaron el poder temporal del papado
demostrando que la Donatio Constantini –el documento por el que supuestamente el
emperador le había entregado los Estados Pontificios al papa– no era sino una falsificación y
con unos papas convencidos de que la política óptima era la sumisión de las distintas naciones
a sus dictados y la contraposición entre ellas para evitar que cualquiera fuera fuerte. La nación
que se sometía –y no se engrandecía demasiado– podía contar con el beneplácito papal, la que
pretendía fortalecerse o manifestaba alguna veleidad de independencia chocaría con la Santa
Sede. Se trataba de una conducta que se prolongaría durante siglos y que tendría entre sus
víctimas a la nación española.

Mientras que las naciones donde triunfó la Reforma se afianzaban con un robusto sentimiento
nacional –que no derivaba de la religión ni siquiera en los casos en que pudiera existir una
iglesia oficial– y dejaban de manifiesto que no estaban dispuestas a que su devenir patrio
viniera marcado por las conveniencias de la Santa Sede, Italia o España sufrieron un aciago
destino contrario. Resulta verdaderamente impresionante contemplar la configuración nacional
de naciones que se habían sumado más tardíamente a ese camino simplemente porque
aceptaron en su seno la Reforma. Holanda, Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia, Alemania y,
por supuesto, Inglaterra emergieron conscientes de un sentido nacional que no han
cuestionado en ningún momento en medio milenio y, al mismo tiempo, se fueron beneficiando

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de otras consecuencias de la Reforma que explican, entre otras cosas, por qué ninguna de ellas
forma parte del grupo de PIIGS de la Unión Europea.

No tuvo esa fortuna la España que se sumó a la Contrarreforma. Si Carlos V sufrió lo que era
tener a un papa aliado con Francia y situado militarmente en contra de sus proyectos, los
restantes Austrias se vieron embarcados en una política de defensa de la Contrarreforma que
tuvo como consecuencia directa la aniquilación de la hegemonía española para hacer valer los
intereses de la Santa Sede.

Durante los siglos siguientes, a diferencia de naciones como Inglaterra, Suecia, Noruega,
Dinamarca u Holanda, donde el sentimiento nacional era nacional y no nacional-religioso o
nacional-católico, la nación española encontró para afianzarse como tal un obstáculo
espantoso en una iglesia católica que utilizó como instrumento privilegiado a su favor el
localismo. Cuando, a inicios del siglo XIX, se dibujó la posibilidad de que se estableciera en
España un estado liberal, la iglesia católica le contrapuso un tradicionalismo medieval y, muy
marcadamente, localista. Era lógico. Un estado liberal –y fuerte– iba a buscar, a fin de cuentas,
acabar con los privilegios seculares de la iglesia católica y, sobre todo, no consentiría que su
política impregnada de libertad viniera marcada desde la Santa Sede que condenaba, por
ejemplo, conceptos como la soberanía nacional o la libertad de expresión. El intento liberal no
podía, por lo tanto, prosperar. De esa manera, las guerras civiles asolaron España para que el
estado no fuera moderno ni liberal sino católico y medieval y en ese intento de volver hacia
atrás el reloj de la Historia el localismo tuvo un papel extraordinario como sabe cualquiera que
conozca la Historia del carlismo. A lo largo del s. XIX, semejante actitud heló el corazón –por
utilizar la expresión machadiana– de no pocos españoles. El catolicismo implicaba quedarse
anclado en un pasado que añoraba la teocracia y la Inquisición –su última víctima, el
protestante Cayetano Ripoll, fue ejecutado nada más pasar por España los Cien Mil Hijos de
San Luis– y que aborrecía la modernidad y la libertad ya que el liberalismo era entonces
pecado, como expresó con elocuencia un sacerdote catalán. Por el contrario, la modernidad
acabó, privada del trasfondo protestante de las naciones del Norte de Europa o de Estados
Unidos, cayendo en manos de la masonería y derivando hacia un anticlericalismo que no era
bueno y, por añadidura, con la aparición de la izquierda, hacia la erosión incluso del concepto
de nación siquiera porque la formulación "oficial-católica" resultaba inaceptable para quien
soñaba con sustituir a esa misma iglesia en las almas y los corazones de los españoles.

Los intentos de síntesis entre catolicismo y modernidad fracasaron y además lo hicieron en no


escasa medida gracias a un localismo que la iglesia católica cultivó con mimo como arma
ofensiva. En Francia, vascos y catalanes eran franceses dentro de una Francia unida, libre,
fuerte e independiente de la Santa Sede; en España, vascos y catalanes tenían que acentuar sus
diferencias –y si llegaba el caso oponerse a la nación– precisamente para no llegar nunca a una
nación unida, libre, fuerte e independiente de la Santa Sede. El mismo Cánovas, antes de morir,
había renunciado al liberalismo para aceptar en un proteccionismo católico y localista y
consagrar los privilegios económicos de regiones como las Vascongadas, Navarra y Cataluña,
privilegios que persistirían y que causarían daños enormes a la nación española.

Ya bien entrado el siglo XX, la iglesia católica pudo, a la vez, apostar por el nacionalismo en
Cataluña y Vascongadas –incluso tras una guerra civil en la que no había sido exterminada
gracias a la acción de Franco– y por un nacional-catolicismo español que, sustancialmente,
consistía en la aceptación de que se convirtiera en un estado dentro del estado. A fin de
cuentas, Franco –agradecidos los servicios con el palio– era cuestión de un día y los intereses
políticos de la Santa Sede se extendían más allá en el tiempo que el paso efímero de un
dictador.

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En los años sesenta, resultaba obvio que la iglesia católica –cuestión aparte eran sus
bienintencionados fieles– ya se había preparado para cualquier posible evolución posterior de
la política española. Muerto Franco, había barrido a los restos del franquismo como si nunca
hubiera tenido nada que ver con el régimen, intentaba salvar los innumerables muebles del
Concordato firmado con Franco mediante los acuerdos con el Estado e incluso disponía de
sacerdotes –nunca suspendidos a divinis– en el PCE por eso de si en España triunfaba un
"compromiso histórico" a la italiana. Pero, sobre todo, seguía cultivando el localismo contra un
poder nacional que pudiera resultar díscolo y verdaderamente modernizador. Así, de manera
nada sorprendente, contaba con obispos nacionalistas en Vascongadas y Cataluña. Maquiavelo,
que no tenía precisamente afecto por la institución, difícilmente lo habría hecho mejor.

Y en esas seguimos a día de hoy con una España que sigue teniendo problemas de identidad
legitimados espiritualmente gracias a personajes como monseñor Sistach y los otros obispos
catalanes que nos recuerdan la realidad de la nación catalana, o a monseñor Setién –tan
comprensivo hace unas semanas con ETA– o a monseñor Uriarte –visitador de Díez Usabiaga
en prisión– defendiendo a la oprimida Euskalherría. Hace unos días, los obispos de las diócesis
vascas – siempre tan equidistantes– recordaron que había que orar por las víctimas del
terrorismo. Se trata de una excelente sugerencia porque pocos seres como ellos han
contribuido tanto a humillarlas, abandonarlas y crearles una ansiedad terrible y un indecente
sentimiento de abandono. Personalmente, no tengo la menor duda de que si un día, Dios no lo
quiera, las Vascongadas –o Cataluña– se declararan independientes, en medio de las banderas
nacionalistas veríamos a los obispos entonando Te Deum y a los sacerdotes católicas
celebrando la liberación de las naciones oprimidas por el yugo español. A fin de cuentas, los
intereses de la nación española son unos y los de la Santa Sede son otros y han chocado
siempre que España pretendía ser libre, fuerte e independiente de tutelas religiosas.

Semejante situación ni puede ni debe perdurar como, trágicamente, lo ha hecho a lo largo de


los siglos. España es una nación cuya condición definitoria no puede quedar sometida al
capricho de una confesión religiosa que lo mismo pone una vela a la unidad nacional que otra a
la secesión legitimando ambas con una duplicidad moral pasmosa. Los españoles deben asumir
que son ciudadanos con independencia de su religión, de su raza, de sus ideas políticas o de su
situación económica y que se definen, fundamentalmente, no por la adscripción al terruño o
por un localismo miope sino porque creen en esa nación por encima de cualquiera de esas
circunstancias y precisamente por ello la defienden por encima de cualquier otra
consideración.

Sólo cuando asumamos esa defensa de la nación por encima de localismos no pocas veces
bendecidos podremos asumir los retos que ahora la acosan. Mientras no sea así, padeceremos,
como en los siglos anteriores, consecuencias tan terribles como las padecidas por naciones
como Irlanda o como Italia, aquella nación que, como señaló Maquiavelo, jamás podría
reunificarse mientras existieran los Estados pontificios.

(Continuará)
Las razones de una diferencia (25) 2012-04-22

¿Hay salida? (XIV): La secta

César Vidal

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Las consecuencias de ese pensamiento afianzado en la Contrarreforma que


favorece al "ortodoxo" por delante del trabajador, al adepto frente al sabio, al fanático frente al
que cuenta con méritos reales ha sido –y es– sencillamente devastadora para España.

Otros artículos del autor

 (2012-04-15) ¿Hay salida? (XIII): Sagrado localismo


 (2012-04-08) ¿Hay salida? (XII): El nepotismo, entre la familia y la 'famiglia'
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 (2012-03-18) ¿Hay salida? (IX): ... y robar también es pecado
 Todos los artículos de César Vidal

A lo largo de los artículos que he venido escribiendo estos meses he recibido una
cantidad muy considerable de cartas y correos que me agradecían el que hubiera traído a
colación la importancia de la visión religiosa en el devenir histórico, una circunstancia, sin
duda, esencial, pero que suele pasarse por alto por ignorancia o desprecio con mucha
frecuencia. Resulta especialmente obligado recordarlo en esta nueva entrega.

Por más que le pese a Marx que nunca vio en la religión más que una parte de la sobre-
estructura que se teje por encima de las relaciones de producción, la psicología de un pueblo
deriva, fundamentalmente, de aquellas visiones que pretenden explicar la vida de manera total
e históricamente, la religión ha tenido ahí un valor incomparable desde luego mayor que el
clima, las materias primas o –por si alguien lo cree todavía– la raza. Es esa visión total –y no al
revés– la que va conformando aspectos como la política, la economía, las leyes, las
instituciones o las conductas sociales. Así era en el Neolítico –algunas de cuyas visiones y
conductas perduran hasta el día de hoy– lo fue durante la Antigüedad, continuó siéndolo
durante la Edad Media, no dejó de serlo durante la Edad Moderna y sólo en la Edad
contemporánea, esa visión total de carácter religioso comenzó a rivalizar con otras que, desde
muchos puntos de vista, también contenían elementos propios de la religión como fue el caso
de las correspondientes a la masonería, el krausismo o el propio marxismo.

La Historia de cada pueblo, para bien y para mal, ha sido la de su configuración religiosa
mayoritaria. Que no exagero un punto lo sabe cualquiera que ha viajado por India o Nepal,
pero también el que ha paseado por las calles de Jordania o Nicaragua. Esa circunstancia –que
salta a la vista de manera casi literal– les resulta visiblemente innegable, por ejemplo, a todos
los que sienten inquietud por el avance del Islam y, a diferencia de la progresía, no esperan que
internet o el turismo vayan a cambiar la mentalidad de los musulmanes o para los que se
molesten en leer las interpretaciones de la Historia que resultaron oficiales durante el
franquismo y que pintaban una visión idílica de la nuestra en relación directa con el
catolicismo. Cuestión aparte es que esa visión, impuesta durante siglos a sangre y fuego,
resulte imposible de sostener en una sociedad donde pueden circular con libertad las ideas y
existe la opción de examinar la Historia sin prejuicios. Cuestión aparte es que haya una serie de
naciones que no logran superar determinados problemas como consecuencia de su especial
psicología forjada de una matriz religiosa concreta. Cuestión aparte es que el desarrollo de los
acontecimientos indique que nuestra Historia, a pesar de sus momentos de gloria y sus aportes
culturales, ha sido, como la de otras naciones semejantes, realmente aciaga. Cuestión aparte es
que ese cúmulo de circunstancias deje de manifiesto que si alguien piensa que la solución a los
problemas de España está en volver con banderas desplegadas a la Contrarreforma hay que

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concluir que se trata de un lamentable ignorante, de un fanático ciego o simplemente de un


bribón. Señalar todo esto resulta imperativo en una entrega como la presente donde ese factor
"religioso" resulta especialmente señalado y, a la vez, tan obvio, innegable y decisivo que nadie
–a diferencia de los que ahora quieren negar la realidad– lo cuestiona.

Decía en una de sus obras Ricardo de la Cierva –historiador completamente libre de las
manchas de heterodoxia que a mí me definen– que había terminado por convencerse de que
para medrar en España resultaba indispensable pertenecer a una secta. Naturalmente, Ricardo
de la Cierva empleaba el término "secta" en un sentido amplio, de grupo más o menos cerrado,
con una carga ideológica obvia, semi-secreto –discreto prefieren decir algunos– y entregado a
la conquista de posiciones sociales. Debo decir que no se equivocaba un punto. Desde la
Expulsión de los judíos y la Contrarreforma, España –como otras naciones con destinos
paralelos– forjó una sociedad en la que el ascenso no se debía al mérito o el esfuerzo sino a la
pertenencia a una "secta". Cervantes lo supo expresar como pocos en el entremés titulado La
elección de los alcaldes de Daganzo. En el mismo se describe el proceso para elegir a un
alcalde. La elección, en teoría, debe ser honrada y en beneficio de todos porque como dice el
bachiller: "No hay sobornos aquí; todos estamos de un común parecer, y es que el que fuere
más hábil para alcalde, ese se tenga por escogido y por llamado". La teoría es buena, pero la
práctica –¡si lo sabría Cervantes!– era otra. Baste leer el siguiente diálogo entre el ya citado
bachiller y uno de los candidatos llamado Humillos:

Bachiller: ¿Sabéis leer, Humillos?


Humillos: No, por cierto, ni tal se probará que en mi linaje haya persona de tan poco asiento
que se ponga a aprender esas quimeras, que llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a
la casa llana. Leer no sé; mas sé otras cosas tales, que llevan al leer ventajas muchas.
Bachiller: ¿Y cuáles son?
Humillos: Sé de memoria todas cuatro oraciones, y las rezo cada semana cuatro y cinco veces.
Rana: ¿Y con eso pensáis de ser alcalde?
Humillos: Con esto y con ser yo cristiano viejo, me atrevo a ser un senador romano.
Bachiller: Está muy bien. Jarrete diga ahora qué es lo que sabe.

Puede gustar o no, pero el cuadro resulta de una claridad innegable. El bueno de Humillos no
sabe leer entre otras razones porque le consta que cuando lo hacen los hombres suelen acabar
en las hogueras de la Inquisición (el brasero) y las mujeres casi mejor no decirlo. Su pretensión
de ser elegido alcalde arranca de su pertenencia a la "secta". Con recitar varias oraciones a la
semana y ser cristiano viejo sobra para cumplir con la función pública. Un testimonio parecido
da Jarrete que a la pregunta ya señalada del bachiller responde:

Jarrete: Yo, señor Pesuña, sé leer, aunque poco; deletreo y ando en el ba–ba bien ha tres
meses, y en cinco más daré con ello a un cabo; y, además de esta ciencia que ya aprendo, sé
calzar un arado bravamente y herrar casi en tres horas cuatro pares de novillos briosos y
cerreros; soy sano de mis miembros, y no tengo sordez ni cataratas, tos ni reúmas, y soy
cristiano viejo como todos, y tiro con un arco como un Tulio.

El testimonio de Cervantes, como tantas veces envuelto en humor, no puede ser más claro. Los
principios teóricos de la España donde no se ponía el sol podían ser teóricamente impecables,
pero, en la práctica, cualquier ignorante mostrenco podía aspirar a un cargo si se sometía a la
ortodoxia católica y era cristiano viejo.

Cervantes, que sabía por cuenta propia que la nación iba manga por hombro y que había
sufrido la excomunión cuando –¡pecado imperdonable en España!– había pretendido que la

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iglesia católica contribuyera de manera equitativa a las cargas comunes, acababa el entremés
con el bachiller reprendiendo a un sacristán por entremeterse en cuestiones de la justicia. ¡Ojo,
a un sacristán, porque de haberse tratado de un sacerdote el manco genial habría traspasado
una línea peligrosa!

Cervantes era demasiado atrevido en sus posiciones y esa circunstancia explica más que
sobradamente porque su teatro no llegaba a gustar a la gente imbuida de la mentalidad de la
Contrarreforma, por que sus novelas fueron recortadas por la censura –aunque no prohibidas
como pasó con el erasmista Lazarillo de Tormes– y porque Lope de Vega siempre fue mucho
más del agrado de un público que había ido aceptando de manera bastante acrítica las
posiciones oficiales. Aún así –¡ironías terribles de la vida!– los clérigos hicieron todo lo posible
–con éxito– para prohibir el teatro en varias ocasiones. Hasta Lope de Vega, el teatro dependía
de lo que hoy denominaríamos subvenciones de las diócesis y cuando éstas dejaron de
controlar al cien por cien el contenido de las obras consideraron más prudente proceder a su
cierre. Si alguno piensa que los titiriteros a sueldo comenzaron con el PSOE anda –siento herir
susceptibilidades– muy equivocado.

Una vez más, la Contrarreforma marcaba trágicamente el destino tanto de España como de
otras naciones. Una persona no valía por lo que valía realmente sino por la ortodoxia aunque
ésta no pocas veces no pasara del estado de mostrenco fanatizado. Como señaló muy bien
Cervantes, para ser juez bastaba con ser cristiano viejo y no tener sangre judía. Por supuesto, el
autor del Quijote se burlaba de semejante mentecatez, pero la mentecatez era dolorosamente
cierta y pesa en la Historia de España hasta el día de hoy.

En dramático contraste, en las naciones donde triunfó la Reforma, el mérito y la visión bíblica
del trabajo se convirtieron en ejes de la vida nacional. Había escrito Lutero que una simple
fregona podía desarrollar un trabajo tan digno como el de un predicador y los puritanos
insistieron en encontrar a Dios en el taller y en la tienda. En paralelo, en los países de la
Contrarreforma, el trabajo seguía siendo una maldición de Dios; el comercio, una ocupación
desdeñable y la ortodoxia más importante que el mérito o el saber. Añádase el peligro de
acabar en "el brasero" por leer libros y no costará comprender por qué, como señalaron
Whitehead y Kuhn, la revolución científica se produjo gracias a la Reforma protestante del s.
XVI. Pero no nos desviemos. Basta leer los historiales de no pocos personajes patrios desde el
siglo XV al XIX para ver cómo podían ser unos memos absolutos, pero dotados de futuro si
pertenecían a la "secta" adecuada, a la vez que podían alcanzar la condición de grandes
hombres y estar condenados a la ruina si no tenían esa pertenencia asegurada.

Esa visión, nacida de la Contrarreforma encantada de la Inquisición y sus acciones, entró a


formar parte de la psicología española y se perpetuaría, por desgracia, como tantas otras
circunstancias, en ámbitos "extra ecclesiam". El trienio liberal (1821–23), rezumante de buenas
intenciones de modernización de una nación atrasada, como ya he mostrado en otro lugar,
fracasó en no escasa medida porque la masonería se apoderó de un esfuerzo noble, pero ya
mediatizado. Los logros no se pueden negar, pero sí la manera en que se llevaron a cabo que
explica, en no escasa medida, por qué concluyeron desplomándose ante la alianza del rey felón
y la iglesia católica.

El siglo XIX español –pero también el italiano o el hispanoamericano– fue el de la lucha de


diversas "sectas" empecinadas en dominar la vida nacional no aprovechando a los de mayor
mérito sino colocando a los propios para desgracia de los ajenos. Resulta difícil saber en qué
medida personajes concretos creían de verdad en lo que profesaban o, como un conocido
político español que entró en la masonería para viajar, simplemente buscaban cómo lograr que

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sus intereses florecieran. Al fin y a la postre, no pocos llegaron a la conclusión de que sólo la
"secta" –llevara un crucifijo o un compás– les garantizaba un buen pasar presente y un futuro
tranquilo. Repásense autores como Galdós o Clarín y se verá que no exagero un ápice.

Lo mismo sucedió en el siglo XX. He escuchado a más de un militar comentar jocosamente


cómo compañeros suyos de academia se habían "tragado docenas de misas" por eso de que el
Opus tenía un peso notable en su arma y era una manera de propiciar su ascenso. Con
posterioridad, he escuchado a algunos de esos mismos militares contar la misma anécdota,
pero cambiando "misas" por "tenidas" en la época de ZP.

También recuerdo cómo Ricardo de la Cierva me contó en cierta ocasión cómo el Opus y el PCE
habían llegado a un pacto en la época final del franquismo para repartirse las cátedras en la
universidad prácticamente al cincuenta por ciento. Ambas "sectas" –insisto en que uso el
término no en sentido estricto sino como el propio Ricardo de la Cierva lo utilizaba– sabían que
el régimen se acababa y ya andaban fijando sus posiciones para el día de mañana. Lo
argumentaba muy bien el conocido historiador y temo –por otros indicios– que no se
equivocaba. Por cierto, ignoro los resultados que el denominado "cerco" al entonces príncipe
Juan Carlos haya podido deparar al Opus, pero no tengo la sensación de que el camino por el
que transita el actual monarca sea precisamente el de la santidad.

Sea como fuere, seguramente, ni el Opus ni el PCE se percataban por aquel entonces de hasta
qué punto eran precursores de lo que iba a pasar en la España de la democracia. Con el actual
sistema, la Historia de España ha llegado a un enfrentamiento "formal" –en ocasiones muy
aparatoso– de "sectas" y a un reparto paralelo y "real" de los beneficios. Ese reparto lo mismo
puede verse en ciertos consejos de administración que en las acciones de gobierno– real que
no institucional– de ciertas CCAA donde la masonería, por ejemplo, se puede dar la mano con
grupos católicos sin ningún reparo de conciencia. Al que no crea lo que afirmo le bastará echar
un vistazo a la última lista de subvenciones de la Junta de Andalucía para ver que se ha llegado
a un "ecuménico" reparto del dinero de los contribuyentes entre diversas "sectas". Los jesuitas
se juntan con las feministas, las abortistas con gente salida del San Pablo-CEU, los salesianos no
tienen inconveniente alguno en enseñar la ideología de género a los jóvenes y todos ellos,
unidos a la Compañía de María, manifiestan un llamativo interés por enviar dinero público –
vayan ustedes a saber por qué– a la República democrática del Congo. Se dirá lo que se quiera
de Griñán, pero no que no esté dispuesto a dar el dinero de todos a las castas privilegiadas sin
distinción ideológica alguna. Como a lo largo de la Historia de España, fuera sólo quedan los
que –de derechas o de izquierdas, creyentes o ateos– no forman parte de alguna "secta".

Las consecuencias de ese pensamiento afianzado en la Contrarreforma que favorece al


"ortodoxo" por delante del trabajador, al adepto frente al sabio, al fanático frente al que cuenta
con méritos reales ha sido –y es– sencillamente devastadora para España y para otras naciones
que han seguido una senda semejante. Para remate, la izquierda española ha nacido también
de esa mentalidad y sólo ha sabido empeorar semejante camino. En Suecia, los sindicatos, a
pesar de ser de izquierdas, podrán estar en contra de que los funcionarios sean vitalicios por
considerarlo un privilegio laboral intolerable y en Alemania, insistirán en que se mantengan de
sus cuotas porque esa circunstancia les proporciona independencia y libertad. No esperemos
semejante conducta sindical en la España donde el necio puede, desde hace siglos, aspirar a
convertirse en alcalde si sabe recitar media docena de oraciones.

Los ejemplos se multiplican. Hace unos años, un joven doctorando recibió la visita de un
catedrático claramente identificado con la fundación de un partido político. Consideraba al
futuro doctor persona de cualidades y le brindó una plaza docente universitaria mediante el

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expediente de que le avisara cuando se fuera a convocar la oposición. El doctorando se sentía


identificado con las posiciones políticas del catedrático, pero no podía aceptar que se amañara
el método para acceder a un puesto de profesor titular. De hecho, algo después de leer su tesis
–por la que obtuvo incluso el premio extraordinario de fin de carrera– abandonó la docencia
universitaria asqueado de la corrupción de las diversas "sectas". A día de hoy, piensa que no
sólo hizo lo mejor moralmente sino también profesionalmente, pero su conducta no es, ni
mucho menos, algo generalizado. A decir verdad, la enseñanza es un desastre en no escasa
medida porque buena parte del profesorado entró por la puerta falsa de los sindicatos; la
universidad es una vergüenza porque no pocos titulares han llegado a su posición gracias al
carnet; los consejos de ciertas grandes empresas son una calamidad porque están llenos de
cargos políticos y no de técnicos; las cajas se han ido arruinado una tras otra porque su
administración corría a cargo no de los que sabían sino de políticos; el funcionariado se ha visto
viciado porque puede llegar a nivel treinta un inútil que no sabe redactar cartas, pero que
cuenta con una buena recomendación a la que es sensible un político; los medios de
comunicación abochornan porque no pocos de sus exponentes no pasan de ser comisarios de
agitación y propaganda. ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que una ignorante
supina en materia jurídica se sienta en el consejo de estado y se dedica a desbarrar sobre la
manera en que Hitler llegó al poder! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un
médico bajo cuya acción perdieron la vida docenas de personas es aplaudido por todo un
sector del parlamento como un héroe! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un
fanático que no tiene ni concluido el bachiller y que debería ocuparse, sobre todo, de arreglar
sus gravísimos problemas familiares pretende dar lecciones de Historia porque tiene la
"ortodoxia" de su parte! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que se ha aceptado el
principio de que determinados abusos no tienen mayor relevancia porque sólo afectan a un
porcentaje pequeño del colectivo en que se han producido! ¡Hemos llegado a tal grado de
locura sectaria que estamos permitiendo que desaparezcan de España nuestros jóvenes más
preparados porque los de la "secta" ya han ocupado sus lugares! Pero ¿acaso puede
sorprendernos cuando ya Cervantes nos indicó que no había que saber derecho ni siquiera ser
justo porque, para ser alcalde, bastaba con ser católico y carecer de sangre judía?

Se trata de la misma herencia nefasta de la Contrarreforma que se contempla en Italia, en


Argentina, en México... en tantos lugares con trayectorias mentales semejantes y destinos
históricos parecidamente malogrados. Pues bien, en España, no saldremos adelante mientras
el mérito no prevalezca sobre el carnet, mientras la sabiduría no esté más considerada que la
ortodoxia, mientras el esfuerzo no prime sobre la pertenencia a un grupo y mientras la valía no
prevalezca sobre la "secta".

(Continuará)

Las razones de una diferencia (26) 2012-04-29

¿Hay salida? (XV): La secta II o el imperio del monopolio

César Vidal

Esa cosmovisión católica ansiosa del monopolio explica, sin ningún género de
dudas, la especial configuración de la izquierda española tan similar a la de otras naciones
católicas y tan diferente, por ejemplo, de la izquierda escandinava.

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Señalaba la semana pasada cómo de la visión contrarreformista ha derivado España


no sólo la creación de grupúsculos especialmente adecuados para que puedan medrar sus
miembros sino también la supuesta legitimación para que quienes se aprovechen de ellos no
tengan más méritos que la mera pertenencia. Muy relacionado con esa circunstancia se
encuentra el gusto hispánico –no sólo hispánic – por el monopolio.

Comenzaba la entrega anterior refiriéndome a la visión contrarreformista que anteponía la


supuesta ortodoxia al mérito o el saber y para ello me refería a la burla que del fenómeno
llevaba a cabo Cervantes en uno de sus entremeses más jocosos. No debió de parecerle la
cuestión cosa baladí al ilustre escritor porque en su obra máxima, la Segunda parte del Quijote,
vuelve a abordar el tema con cristalina claridad. En el capítulo IV refleja el siguiente diálogo:

–Vos, hermano Sancho –dijo Carrasco–, habéis hablado como un catedrático; pero, con todo
eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una ínsula.
–Tanto es lo de más como lo de menos –respondió Sancho–; aunque sé decir al señor Carrasco
que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto, que yo he tomado el pulso a mí
mismo, y me hallo con salud para regir reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he
dicho a mi señor.
–Mirad, Sancho –dijo Sansón–, que los oficios mudan las costumbres, y podría ser que
viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
–Eso allá se ha de entender –respondió Sancho– con los que nacieron en las malvas, y no con
los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo.
¡No, sino llegaos a mi condición, que sabrá usar de desagradecimiento con alguno!

La afirmación no puede ser más obvia. ¿Cuál es el mérito alegado por Sancho para gobernar
incluso un reino? ¿Sabiduría? ¿Experiencia? ¿Educación? ¿Deseo de hacer el bien? ¿Ansia de
justicia? Ni por asomo. Pura ambición y desnuda codicia legitimadas, eso sí, por "cuatro dedos
de enjundia de cristianos viejos". Con argumentos no mejores, todos hemos visto a "progres"
ocupando puestos para los que no tenían la menor capacidad o a supuestamente piadosos
sujetos destrozando todo lo que se les ponía en las manos.

Ya he estudiado en otro lugar cómo Cervantes, que creía en la España oficial en la Primera
parte del Quijote, era un notable escéptico de las bondades del sistema en la segunda.
Seguramente más lo hubiera sido de ver los resultados con la perspectiva de medio milenio. De
hecho, Sancho acabará descubriendo que la experiencia de la ínsula Barataria resulta
extraordinariamente amarga porque él, en realidad, no es "uno de los nuestros" sino, a lo
sumo, el "tonto útil" que los sustenta. Además, chocará con una realidad derivada de ese
problema de la "secta" –que decía Ricardo de la Cierva– y que no es otro que el del monopolio.

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Partiendo de que en España sólo podía haber una iglesia que era la única y verdadera y que a
cualquier disidencia le esperaba la hoguera o, con suerte, el exilio no puede sorprender que se
consolidara la idea del monopolio en cualquier otra área de la existencia. A decir verdad, es
condición esencial de la vida española, pero también de la que discurre por las repúblicas
hermanas al sur del río Grande. No se trata de tener libertad propia sino de privar de ella a los
demás. No se trata de poder gritar sino de que los demás guarden silencio. No se trata de
poder vender sino de que los demás no tengan la menor posibilidad de comerciar.

En El liberalismo es pecado, el piadoso sacerdote lo había establecido con claridad al señalar


como grandes males conceptos como los de libertad de expresión o soberanía nacional, bien es
verdad –y dicho sea en su descargo– que el buen hombre se limitaba a seguir, como vimos en
una entrega anterior, la línea de enseñanza trazada de manera inequívoca por los papas. A fin
de cuentas, no se trataba de que la iglesia católica tuviera libertad para expresarse –derecho
que nadie cuestionaría– sino de que nadie más pudiera tenerla. No se trataba de que la iglesia
católica pudiera expresar sus ideas sino de que nadie más pudiera hacerlo. No se trataba de
que la iglesia católica pudiera tener escuelas sino de que ese derecho le fuera arrebatado a
cualquier otro. La Historia de España de los últimos cinco siglos está entretejida por ese gusto
morboso por el monopolio total y absoluto, lo que explica en no escasa medida las luchas
feroces para quebrantarlo y tratar no pocas veces de imponer otro que simplemente lo
sustituya.

Esa cosmovisión católica ansiosa del monopolio explica, sin ningún género de dudas, la especial
configuración de la izquierda española tan similar a la de otras naciones católicas y tan
diferente, por ejemplo, de la izquierda escandinava. La izquierda no ha buscado que todos
pudieran actuar con libertad sino que su libertad acabara laminando la de los demás –
especialmente sus grandes rivales– en un futuro utópico. Era la sustitución de una iglesia
absoluta por otra que no aspiraba a ser menos.

Ni siquiera la Transición y la constitución cambiaron esa situación de siglos. A decir verdad,


habría que señalar que a lo que hemos asistido durante décadas es a todo lo contrario. Los
primeros que lo entendieron fueron aquellos criados a los pechos de la santa madre iglesia, los
nacionalistas catalanes y vascos. Desde el primer momento, impusieron un monopolio
prácticamente total de la información que se sufre hasta el día de hoy y que tiene como
consecuencia directa que, por ejemplo, en Cataluña las pastorales conjuntas no sólo las firmen
obispos sino, si se tercia, directores de medios de comunicación o rectores de universidad.
Fuera del nacionalismo no hay salvación, salvo que algunos decidan vivir en el ghetto como
antaño los judíos o estén dispuestos a arriesgarse a ser objeto de la violencia. Ese ansia de
monopolio se ha manifestado, por ejemplo, en la manera en que los nacionalistas han ido
copando premios literarios nacionales para que, al final, el ganador sea siempre catalán, vasco
o gallego aunque no supere la categoría de mero juntaletras. No se trata sólo de ganar. Se trata
de ganar en exclusiva, es decir, de tener el monopolio, un monopolio que lo mismo se extiende
a las infraestructuras que a los consejos de administración de grandes empresas que también
sueñan con el monopolio.

Por supuesto, la izquierda no se iba a quedar atrás en esa búsqueda del monopolio y la historia
del grupo PRISA no es, en su mayor parte, más que la de un monopolio que se ha sentido
amenazado desde el principio simplemente porque no puede tolerar la competencia. Se podría
citar como ejemplo claro de esa realidad el linchamiento del juez Gómez de Liaño o el
antenicidio, pero sólo serían botones de muestra. Yo fui testigo en varias ocasiones del
nerviosismo de gente de PRISA durante la época de Aznar no porque mandaran menos sino
porque había otros que también podían llegar a mandar. Para gente que había monopolizado

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desde hacía décadas premios y más premios, la concesión de uno de ellos a Umbral se
convirtió en una verdadera e intolerable ofensa. Lo vi personalmente y sé a lo que me refiero.
La secta puede tener lo que quiera, pero además ha de tenerlo en exclusiva. Sólo hay una
iglesia verdadera y fuera de ella no hay salvación.

En España, se quiere obtener una concesión de radio, pero, a la vez, se ansía que no la tengan
otros. Se piensa en abrir un comercio, pero, a la vez, se espera que los demás no puedan
hacerlo. Se sueña con exportar, pero, a la vez, con que no haya otros que se ocupen de tan
necesaria actividad. No se trata sólo de que a uno le vaya bien sino de que, por añadidura, al
otro le vaya desastrosamente o, mejor aún, desaparezca. Hace años, una organización
evangélica inició una campaña en medios de comunicación españoles titulada –si no recuerdo
mal– "Fuerza para vivir". Se limitaba a la emisión de una serie de anuncios publicitarios en los
que varias personas de fama internacional afirmaban que Cristo era su fuerza para vivir y
anunciaban un apartado al que se podía pedir gratuitamente un Evangelio. La campaña tuvo
mucho éxito y, aunque en ningún momento se mencionaba a otra confesión religiosa, se
criticaba las creencias de alguien o se cuestionaba el statuo quo vigente, de manera inmediata
la Conferencia episcopal se movilizó... no, no diré para abortarla porque sonaría a burla,
digamos más bien que para impedirla. Al final y dado que los medios no estaban dispuestos a
anular las campañas publicitarias por mucho que algún obispo hubiera emitido una pastoral
sobre el tema –sin duda, era el mayor problema que amenazaba a sus feligreses– los
organizadores de la campaña decidieron, como muestra de fraternal buena fe, quemar las
direcciones de los que habían solicitado un Evangelio y no visitarlos. Quizá, debieron pensar,
todavía no era tiempo de enfrentarse con un monopolio sustentado durante siglos en el poder
político y la hoguera, pero siempre me he preguntado por el porqué de aquella decisión.
¿Acaso no se duelen –y tienen todo el derecho a hacerlo– los católicos porque hay gente a la
que no le agradó el gasto descomunal que significó la Jornada Mundial de la Juventud, evento,
por cierto, que no parece haberse traducido en una lluvia de bendiciones para España a juzgar
por lo pasado desde entonces? Entonces ¿por qué aquella reacción contra una simple campaña
de medios que no recibió, a diferencia de la JMJ, ni un céntimo de las arcas públicas? ¿Acaso se
queman los datos de los que ponen su nombre en la casilla de la iglesia católica en el impreso
del IRPF? Y, sin embargo, quizá ésa sea una circunstancia más peligrosa. Hace años se propuso
a otras confesiones religiosas la idea de contar con una casilla propia en el impreso del IRPF.
Los judíos se negaron de plano porque sabían lo que era tener su nombre registrado y no
deseaban tentar a la suerte. No lo hizo la Conferencia episcopal. ¿Por qué? Sólo se me ocurren
dos posibles respuestas. O debe sentirse muy confiada de que nunca habrá problemas y que,
por lo tanto, no existe ningún riesgo de que haya un listado de católicos o, simplemente, el
recoger una parte del IRPF está por delante de consideraciones como la seguridad de sus fieles.
Al final, sea como sea, mantuvo su monopolio en ese terreno.

Insisto en ello. El ansia de ese monopolio, por supuesto, ha desbordado el terreno de lo


religioso y de lo político para apoderarse de lo mediático, de lo económico –no conozco otra
nación donde menos se respeten las leyes de defensa de la competencia que aquellas que
derivan su psicología de la Contrarreforma– y hasta de lo afectivo. No sucedió así en la Europa
donde triunfó la Reforma y donde la recuperación del concepto neo-testamentario de iglesia –
bien distinto del romano– eliminó cualquier pretensión de monopolio de la verdad en muy
poco tiempo.

Las consecuencias de esa visión monopolística para nuestra Historia, incluso a día de hoy, no
han podido ser más nefastas. La Escuela de Salamanca no fue el origen del liberalismo –como
ha sabido señalar entre otros Carlos Rodríguez Braun– e incluso sostenía conceptos
intervencionistas más que criticables. Sin embargo, en un medio de libertad de pensamiento

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podría haber llegado quizá a desembocar en concepciones económicas genuinamente liberales


como las que nacieron en la Europa de la Reforma. En medio del monopolio del pensamiento
católico, se agostó. Los bancos pudieron aparecer en Italia, pero también sometidos al
monopolio de pensamiento contrarreformista quedaron pronto atrasados. La misma ciencia
podría haber florecido en el sur de Europa, pero lo hizo en la Europa protestante y todavía en
el siglo XVIII el padre Feijoó, un ilustrado, tenía que clamar para que sus compatriotas
asumieran el método científico creado por el hereje Bacon. El monopolio católico del
pensamiento había destruido durante siglos esa posibilidad prefiriendo cerrar las universidades
a cal y canto e impidiendo que los españoles estudiaran en el extranjero para que no se
contaminaran de herejía.

Los resultados de esa adoración por el monopolio se sufren a día de hoy. Hace apenas unos
días, el nuevo director de una institución oficial me informó de los desbarajustes que habían
imperado en la entidad en cuestión durante la etapa socialista para enumerar entre ellos que
los progres me habían vetado durante años a pesar de que yo era un reconocido especialista
en temas relacionados con ella. Ya hubiera podido ser yo un premio Nobel que los principios
cruzados de secta y monopolio no hubieran podido tolerarlo jamás. Por otro lado, no se trataba
de nada excepcional. Ya he comentado en estas páginas cómo un fanático integrista decretó el
boicot contra mis libros –todos, como si fuera una especie de Cristina Almeida, pero en
católico– y, ocasionalmente, me llegan noticias de sus inútiles esfuerzos por negar la verdad
histórica sustentada en fuentes indiscutibles. También él –y tantos como él– pertenecen a la
cofradía del monopolio que busca sancionar a todo el que no se somete.

A mí, por el contrario, el monopolio y la selección por pertenencia a la "secta" siempre me han
repugnado. Nada más recibir la dirección de La linterna en COPE se me indicó que no debería
tener entre los contertulios a uno que era conocido ateo. A pesar de su amable
recomendación, lo mantuve. Lo hice, primero, porque me parecía que desempeñaba sus
funciones bien y, segundo, porque no estaba dispuesto a aceptar interferencias de nadie. No
acabaron ahí. Por ejemplo, se me desrecomendaría tiempo después que tuviera a gente del
Opus –sí, en la COPE– ya que en la lucha nada fraternal entre grupos católicos se aspiraba al
monopolio y, por lo tanto, a dejar sin casillas a los otros y en esos momentos el Opus en COPE
no pasaba por sus mejores momentos. Por supuesto, mantuve al opusdeísta por los mismos
criterios que al ateo. Así, en los años siguientes, hubo llamamientos de atención para que
quitara a "kikos" o ayudara a otros grupos, e incluso estuvo a punto de cundir el pánico cuando
acepté presentar un libro de Giussani porque hubo quien lo interpretó como una muestra de
apoyo a Comunión y Liberación en medio de aquella rebatiña. No lo era, pero a tanto llegaba el
enconamiento y, bajo la capa común de la Conferencia episcopal, la aspiración al monopolio de
unos y otros era encarnizada.

Por supuesto, en esRadio he seguido manteniendo esa misma tesis. Me ha traído sin cuidado si
la persona pertenecía al Opus o a los kikos, si era ateo, católico, protestante o judío, si estaba
en las cercanías del PP o aborrecía a Mariano Rajoy. Lo que realmente me ha importado y me
importa era y es que sea competente en su trabajo y riguroso en el cumplimiento de su deber.
Con toda seguridad, me he equivocado en algunos casos, pero, al menos, puedo decir que no
he sido injusto porque nunca he seleccionado a las personas porque tuvieran "cuatro dedos de
enjundia de cristianos viejos" sino porque parecían ser competentes para su cargo.

Al final, por mucho que disguste a algunos, sólo en el caldo de cultivo de las naciones donde
triunfó la Reforma pudieron germinar todas aquellas semillas, mientras la Europa de la
Contrarreforma quedaba frustrada, seguramente no menos que Sancho cuando descubrió que
otros habían llegado antes que él a controlar la situación en Barataria, incluido algún odioso

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clérigo. Y es que, en medio de ese juego terrible de monopolio y secta, unos consiguen llevarse
los beneficios y otros, por el contrario, no pasan de ser pobres comparsas como descubrió
Sancho en unos capítulos de la Segunda parte del Quijote –44, 45, 47, 49, 50, 51, 53, 54 y 55–
que constituyen toda una filosofía de la vida y una enmienda a la totalidad de la malhadada
España de la Contrarreforma.

Esa visión de monopolio constituye uno de los grandes males de nuestra nación a lo largo de
los siglos y lo sigo observando a diario mientras unos lloran que se aprobara el divorcio hace
más de treinta años –curiosamente, algunos de los que más protestan no han tenido ningún
problema de conciencia para solicitar una más que dudosa anulación matrimonial y volver a
contraer matrimonio– y otros que estamos perdiendo conquistas históricas de los obreros. A
pesar de sus enfrentamientos, de manera bien reveladora, sus dirigentes saben hermanarse a
la hora de repartirse la tarta de nuestros elevadísimos impuestos sin rubor alguno e incluso
pretenden auto-legitimarse con la simple existencia del otro. Pero no nos engañemos, unos y
otros desean disfrutar del monopolio sobre nuestras almas, nuestros corazones y nuestros
bolsillos. Es ese monopolio del que tenemos que librarnos sustituyéndolo por la libre
competencia del mérito y de la preparación, de la sabiduría y del esfuerzo, si es que deseamos
que esta nación salga de verdad adelante algún día.

Las razones de una diferencia (27) 2012-05-07

¿Hay salida? (XVI): Filadelfia

César Vidal

Cuesta trabajo dar con una sola institución en España que, en su medio, haya
hecho con tan poco tanto bien a tantos en tan poco tiempo. Y eso ha sucedido con un sector
de la población, los gitanos españoles, marginal.

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Son varias las semanas que he venido desarrollando en esta serie de artículos una
tesis que tiene enormes consecuencias para el análisis de nuestro pasado, la valoración del
presente y la perspectiva del futuro. Naturalmente, se puede objetar que, por muy sólidos que
sean los argumentos, nada lleva a pensar que las consecuencias en España habrían sido
diferentes de triunfar en ella la Reforma siquiera porque, a diferencia de la química o de las
matemáticas, la Historia no permite su repetición ni mucho menos el realizar experimentos que
afecten a lo ya sucedido. La objeción me parece razonable, pero tiene una respuesta clara que
verifica mis tesis. En España, sí se ha producido la absorción de los valores de la Reforma en un
sector concreto, muy concreto de la sociedad, y los cambios han resultado espectaculares.

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La palabra Filadelfia tiene una especial querencia para los protestantes. El cuáquero William
Penn, por ejemplo, dio ese nombre a la capital de lo que ahora es el estado de Pennsylvania. La
razón es que en las cartas contenidas al inicio del libro del Apocalipsis –y donde según algunos
exégetas se profetiza el desarrollo del cristianismo a lo largo de los siglos– se habla de una
iglesia humilde situada en Filadelfia que se caracterizaba no por sus riquezas, su peso político o
su poder temporal, sino por su fidelidad al Evangelio en medio de las peores pruebas
(Apocalipsis 3: 7–13). Pocos habrían pensado que ése sería el nombre asumido por una
denominación protestante que en los años sesenta del siglo XX comenzó a trabajarse entre los
gitanos españoles. A la sazón, el panorama de los gitanos era obvio. Teóricamente, su totalidad
era católica, pero el catolicismo ni los había integrado socialmente ni los había llevado a
mejorar su nivel de vida ni su cultura ni su moral. Más allá del atavismo propio de ciertas
fiestas católicas, a efectos prácticos, a los gitanos lo mismo les hubiera dado profesar cualquier
religión. Tampoco la izquierda lograría nada después de la Transición a pesar de que gastó en
los gitanos cantidades extraordinarias. Un reciente estudio universitario dejó de manifiesto –y
quizá por ello fue silenciado– que el dinero gastado en planes de promoción e integración
había sido un gigantesco y costoso desperdicio. Tampoco debería sorprendernos porque, desde
los Reyes Católicos que dictaron normas escalofriantes contra ellos hasta Carlos III que intentó
su integración por la vía del Despotismo ilustrado, todo lo emprendido había concluido en
colosales fracasos. Cuando en los años setenta la droga comenzó a circular de manera
espectacular en las poblaciones marginales, no fueron pocos los que pensaron que la extinción
física de los gitanos iba a ser inevitable. Apenas una generación después, los gitanos españoles
han experimentado un vuelco extraordinario y la razón fundamental ha sido la extensión del
protestantismo entre ellos.

En la actualidad, hay en España un millón doscientos mil gitanos. De ellos, un cuarto de millón
son protestantes y se agrupan en las iglesias Filadelfia aunque muchos prefieren conocerlos
como los Aleluyas. Aparte de ese cuarto de millón de miembros practicantes, su influencia es
notoria sobre otros setecientos mil. ¿Qué ha significado el hecho de que centenares de miles
de gitanos españoles hayan abrazado los valores bíblicos que recuperó la Reforma?

En primer lugar, un despegue espectacular de su nivel educativo. Cuando los primeros


misioneros de las iglesias Filadelfia comenzaron a predicar el Evangelio entre los gitanos no
menos del ochenta por ciento eran analfabetos. A decir verdad, para predecir la buena ventura
o cantarle al Cristo de los gitanos no era obligatorio saber leer y escribir. Sí lo es para alguien
que quiere crecer en su fe protestante mediante el estudio cotidiano de la Biblia. De la noche a
la mañana, los gitanos comenzaron a alfabetizarse por la sencilla razón de que no tenían otra
manera de poder acceder a los textos de las Escrituras. En la actualidad, apenas una
generación después, los gitanos de las iglesias Filadelfia presentan un índice de alfabetización
similar al del resto de los españoles y, con seguridad, uno mayor de comprensión de lo leído si
se les compara con otros sectores de la sociedad española. Tan sólo una generación antes, el
analfabetismo afectaba a cerca del ochenta por ciento y la cifra no se ha reducido mucho entre
aquellos que no son protestantes.

Como no podía ser menos, en segundo lugar, los gitanos no tardaron en pasar de la
alfabetización nacida de la Biblia a abrazar la idea de obtener una mayor educación. En las
iglesias Filadelfia, hay no menos de cuatro mil titulados, algunos incluso en universidades de
Estados Unidos. De nuevo, un salto espectacular si se tiene en cuenta el punto de partida.

Por supuesto, en tercer lugar, la ética del trabajo de los gitanos cambió radicalmente cuando
volvieron sus ojos a la Biblia. Aprendieron que trabajar no era deshonroso si la labor era
honrada y que lo que era bochornoso era vivir de los demás. Un setenta y cinco por ciento de

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los gitanos de las iglesias Filadelfia viven de la venta ambulante, pero el otro veinticinco por
ciento son empresarios o trabajadores por cuenta ajena. El fenómeno –una vez más– carece de
precedentes históricos.

En cuarto lugar, la visión del robo y de la mentira experimentó también un cambio radical en el
mundo de los gitanos evangélicos, pero, por añadidura, no pocos se salvaron de la muerte
abandonando la droga tras conocer a Jesús como su Señor y Salvador.

En quinto lugar, la suma de mayor educación y trabajo honrado ha tenido como consecuencia
una subida del nivel de vida que, en no pocos casos, era impensable hace unas décadas.

En sexto lugar –y no deja de ser significativo– los gitanos de la venta callejera mantienen a sus
iglesias sin recibir subvenciones estatales o tener una casilla en el impreso de la declaración de
la Renta. No sólo eso. También mantienen a los misioneros que han enviado a otras naciones
como Rumanía, México, Argentina, Venezuela, Portugal o Bulgaria.

Precisamente, por todo lo anterior, en estos momentos resulta imposible trazar un cuadro real
y genuino de la vida de los gitanos españoles sin referirse a las iglesias Filadelfia. No deja de ser
significativo que el cine lo haya captado y que, desde hace años, cuente lo que cuente sobre el
mundo gitano se refiera casi siempre a esas iglesias Filadelfia y a su "culto". Es de justicia. Lo es
también que es una reciente biografía cinematográfica sobre Camarón –por cierto, muy
interesante– se narrara cómo al saberse enfermo, el incomparable cantante acudió a escuchar
el Evangelio a una iglesia Filadelfia. La cinta, sin embargo, no contaba cómo Camarón expiró
tras aceptar a Cristo en su corazón, abrazado a un pastor de una iglesia Filadelfia. Era una
muestra más de cómo una muy modesta confesión podía ofrecer lo que cabe esperar de
aquellos que afirman ser cristianos, no que intenten recibir subvenciones, no que ideen cómo
quedarse con una parte de nuestros impuestos, no que pacten con el poder político, no que
busquen cómo aumentar su patrimonio inmobiliario y no que incluso muestren su
comprensión hacia los asesinos simplemente porque son nacionalistas sino que sean sal y luz
en un mundo donde cada vez es más fácil sentirse solo. Al respecto, no deja de ser significativo
que ese gran escritor –tan olvidado– que fue Jesús Fernández Santos ya se percatara en los
años sesenta de lo que iban a significar las iglesias Filadelfia para los gitanos y así lo recogiera
en El libro de las memorias de las cosas, una de las mejores novelas españolas del s. XX que,
además, recibió el Premio Nadal.

No se me oculta que las iglesias Filadelfia no son perfectas –¿lo ha sido alguien, incluido
Gandhi, desde que Jesús vivió en este mundo?– ni paso por alto que sus cultos, como los de los
negros en Estados Unidos, tienen un fuerte elemento étnico que se manifiesta en la manera de
predicar o en las canciones. También es obvio que, al cabo de una generación, queda mucho
por hacer para acabar con un atraso y una marginación de siglos. Sin embargo, cuesta trabajo
dar con una sola institución en España que, en su medio, haya hecho con tan poco tanto bien a
tantos en tan poco tiempo. Y si eso ha sucedido con un sector de la población marginal, ¿qué
no hubiera podido acontecer de haberse producido el mismo fenómeno en la nación que
contaba con los mejores militares, los mejores pintores y los mejores escritores y en cuyo
imperio no se ponía el sol? Pero de eso me ocuparé en otra entrega.

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Las razones de una diferencia (28) 2012-05-13

¿Hay salida? (XVII): de "Loiola" a Navarra pasando por donde sea

César Vidal

No abrigo la menor duda de que si un día España es desmembrada, veremos a la


jerarquía católica presentándose como los primeros que defendieron la libertad de catalanes y
vascos contra el opresor español.
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 (2012-04-29) ¿Hay salida? (XV): La secta II o el imperio del monopolio
 Todos los artículos de César Vidal

No hace muchas semanas, señalaba mi convicción de que el proceso de


independencia de Cataluña y Vascongadas, caso de tener lugar, contaría con un apoyo directo
de los respectivos episcopados. Afirmaba yo esto guiándome por los abundantes precedentes
de la Historia de España. En estos días he accedido a valiosos datos que, por desgracia,
confirman mi impresión.

Pocos de mis lectores conocerán una editorial llamada Ttarttalo. Afincada en tierras vascas, su
catálogo está relacionado con temas de esa hermosa región española y, en buena parte, está
editado en vascuence. Hace unos meses, incluyó entre sus títulos una obra que me parece
absolutamente esencial para comprender lo que ha sucedido en relación con ETA en los
últimos años. Se titula El triángulo de Loiola (sic) y su autor es Imanol Murua Uría. En sus
páginas aparece descrito de manera muy bien documentada lo que muchos hemos temido
siempre sobre el mal llamado proceso de paz y, especialmente, sobre las conversaciones
mantenidas por ETA y el partido socialista en la casa que los jesuitas tienen en esa localidad. No
voy a detenerme en detalles como que en el año 2002 (pp. 13 ss), el PSE y Batasuna-ETA ya
habían llegado a "consensuar unas bases en un documento escrito" con Eguiguren y Otegui de
protagonistas. Tampoco en el hecho de que en 2005, en Ginebra, Eguiguren por el PSE y Josu
Urrutikoetxea por ETA, pactaron una hoja de ruta (pp. 21 ss). Ni siquiera voy a pararme en el
hecho de que ETA y el gobierno de ZP concluyeron un acuerdo reproducido en el Zutabe 112 y
concluido en Oslo donde, entre otras cosas, ZP aceptaba lo que decidieran los vascos en el
futuro, donde se reconocía la existencia de Euskal Herria incluyendo en la citada entidad a las
tres provincias Vascongadas y a Navarra y donde se indicaba que "la legalidad española nunca
será una limitación a la voluntad de los ciudadanos vascos", todo ello además de frenar la
acción policial y tolerar lo que hiciera Batasuna-ETA (pp. 25 ss). En otras palabras, ZP se rindió
ante ETA y aceptó todas las exigencias históricas de los terroristas incluido el referéndum de
autodeterminación, la anexión de Navarra y el desprecio por el ordenamiento jurídico español.
Todo ello es, sin duda, muy relevante, pero en lo que voy a reparar más, sin el menor ánimo de
ser exhaustivo, es en el papel representado por la iglesia católica en un episodio en el que se
prometió la impunidad a unos terroristas y se pactó el desmembramiento de España a espaldas

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de sus ciudadanos. Adelanto que fue esencial y que ETA siempre lo supo así y actuó en
consecuencia.

El terrorista Arnaldo Otegui fue el que planteó que la reunión para cerrar el acuerdo tuviera
lugar en la casa de los jesuitas en Loyola "porque creía que la Iglesia podía ser una buena ayuda
a la hora de llevar las cosas con discreción" (p. 56). El peneuvista Urkullu, por supuesto,
corroboró lo beneficioso de contar con la ayuda del respaldo de la iglesia católica apelando a
"otras experiencias –Egino, el santuario de Estíbaliz–" (p. 56). Llegó incluso a barajarse como
lugar de reunión el monasterio de Ziortza (p. 56). Por supuesto, José Mari Etxeberría, provincial
de los jesuitas en Loiola, no tardó en decir que sí a la petición de ETA y de los socialistas (p. 57).
Pero no se trataba sólo de la Compañía de Jesús. Con anterioridad, el cardenal Etxegarai desde
la misma Santa Sede había mediado en favor de la banda terrorista ETA. El inefable obispo de
San Sebastián, monseñor Uriarte, también apoyó la negociación ya que ha sido mediador de
ETA al menos desde 1999 (p. 57) –un papel que, presuntamente, "quemó" o intentó quemar
Jaime Mayor Oreja– e incluyó entre sus logros a favor de los terroristas el que el papa
Benedicto XVI, a las dos semanas del anuncio de la tregua, el 2 de abril, bendijese el mal
llamado proceso de paz con una declaración en la que pedía intensificar esfuerzos para
"superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino" (p. 57). No resulta
extraño que con ese contexto de respaldo eclesial al máximo nivel, ETA estableciera que "la
única copia del acuerdo se depositaría en el Vaticano, "de manera oficial" (p. 105), un punto
que el PSE sugirió que se cambiara por la Compañía de Jesús.

Con un respaldo que venía desde la misma cúspide de la iglesia católica no sorprende que
también anduvieran entremetidos en la ceremonia criminal –¿merece otro nombre?– el
sacerdote irlandés Alec Reid que, "con el apoyo y la cobertura de los obispados de Bilbao y
Donostia... trabajó sobre todo con los partidos y organismos implicados en la plataforma Nazio
Eztabaidagunea" (p. 58). También "se reunió con la dirección de ETA" y "normalmente iba
acompañado de Joseba Segura, entonces responsable del Secretariado Social de la Diócesis de
Bilbao y hombre de entera confianza" de monseñor Uriarte (p. 58). La implicación de la iglesia
católica –no me digan los lectores que no están tiernamente conmovidos por la compresión
papal ante el acuerdo de los traidores y los terroristas– tenía además otra finalidad y era que el
PP no pudiera desvincularse en el futuro del acuerdo suscrito entre ZP y los terroristas (pp. 57
ss). Ignoro si ETA alcanzó ese objetivo pero, viendo los últimos pasos dados por el gobierno de
Rajoy, no dejo de preguntármelo cada día. Desde luego, si don Mariano y sus ministros
actuaran en contra de los intereses de España simplemente por seguir los dictados de la Santa
Sede no serían los primeros y esta vez –justo es reconocerlo– ya no nos queda imperio que
perder.

Ya lo reconoció una querida compañera desde los micrófonos de la COPE al afirmar que si un
día los obispos apoyaban la independencia vasca ella también lo haría. No todo el mundo
manifiesta de manera tan tajante su obediencia a los pastores, pero no espero tampoco un
movimiento de resistencia ante los hechos consumados. Me consta que ante datos
contundentes como éstos es costumbre decir que el papa no sabe nada –le pasa como a
Franco o a Stalin que tampoco estaban al corriente de lo que sucedía– y que la Santa Sede ya
está atando en corto a los nacionalistas según se deduce del nombramiento de Munilla como
obispo. Confieso que me llenan de estupor semejantes argumentos, primero, porque hace
décadas que vengo siguiendo la trayectoria de Joseph Ratzinger y lo último que me parece es
un estúpido que no se entera de nada al que pueda engañar un obispo y, segundo, porque los
que los utilizan saben perfectamente que la iglesia católica tiene un orden estrictamente
jerárquico y que, por lo tanto, pensar que un obispo va a su aire es tan absurdo como decir que
el sargento Ramírez hace lo que le viene en gana en la tercera compañía sin que el capitán

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pueda hacer nada por meterlo en cintura. La triste y documentada realidad es que la iglesia
católica optó por apoyar a los nacionalismos catalán y vasco, sin excluir a ETA, ya antes de la
muerte de Franco como una manera de contrapesar un nuevo sistema democrático que,
presumiblemente, decidiera acabar con injustos privilegios eclesiales que duraban siglos. Lo ha
logrado aunque no se pueda decir que el coste haya sido baladí. En estos momentos, tanto si
las Vascongadas y Cataluña se separan de España como si permanecen en su seno las
respectivas diócesis tienen titulares que lo mismo podrían declarar un Te Deum por que las
nacionalidades oprimidas han obtenido la libertad que recibir a los tanques de un indignado
gobierno español como en su día hicieron cuando Yagüe entró en Barcelona. Hay que alabar la
indudable previsión de la jerarquía católica ante cualquier eventualidad.

Reconozco que me gustaría ver estos hechos de otra manera, pero obras como El triángulo de
Loiola y los precedentes históricos no me lo permiten sin negar el sentido común, la
racionalidad y la Historia. No abrigo la menor duda de que si un día España es desmembrada,
veremos a la jerarquía católica presentándose como los primeros que defendieron la libertad
de catalanes y vascos contra el opresor español. Naturalmente, quizá algunos piensen que
semejante conducta queda más que compensada por la práctica de la caridad y los comedores
de Cáritas. Sobre Cáritas no voy a hablar hoy ni tampoco voy a volver a remitirme a lo que
cuenta Federico Jiménez Losantos en El linchamiento. Tampoco seré yo quien censure a todos
aquellos que, por las razones que sean, se dedican a la práctica de una virtud como la caridad.
Para todos ellos mi respeto y mi estima. Con todo, esa circunstancia no me impide detenerme
en un comportamiento del que he tenido noticia hace poco y que me parece especialmente
escandaloso. Me refiero a la manera –denunciada por distintas instancias– en que la iglesia
católica lleva años inmatriculando a su nombre multitud de propiedades inmuebles que no
figuraban inscritas como suyas y que incluso podrían formar parte del patrimonio público. Todo
ello ha venido sucediendo además, sin pagar después el IBI, revendiéndolas por un precio
superior cuando así ha convenido –con al menos cuatro SICAVs a su nombre ya puede
dedicarse a la especulación inmobiliaria– y en medio de una crisis pavorosa en la que todos,
absolutamente todos los segmentos sociales deberían arrimar el hombro y no aprovecharse de
la rebatiña para engordar su patrimonio.

Según datos proporcionados por una entidad navarra dedicada a defender el patrimonio
público, tan sólo en Navarra la iglesia católica ha procedido a realizar inmatriculaciones de
dudosa legalidad que han convertido en propiedades suyas 651 templos parroquiales, 191
ermitas, 9 basílicas, 42 viviendas y casas, 26 locales comerciales, almacenes, garajes, 2 atrios, 8
cementerios, 107 fincas, solares y terrenos, 38 prados, pastos y helechales, 12 viñas, pinares,
olivares y arbolado, y un frontón. En total se trata de 1.087 inmuebles desde el año 1998. No
me cabe duda de que en una futura Euskalherría con Navarra adosada, la iglesia católica
conservaría todos y cada uno de esos inmuebles teniendo en cuenta lo que ha contribuido a
una posible victoria de ETA. Tampoco me cabe duda de que como forma de hacer caridad con
un patrimonio que es de todos los españoles no está nada mal. De hecho, aconsejo a los que
quieran más información que consulten la página web de la entidad que se ha constituido para
frenar estos hechos que, como mínimo, hay que calificar de vergonzosos. El enunciado de
inmuebles es sobrecogedor.

Por otro lado, Navarra no es una excepción a esta política. Esta misma semana, un obispo me
confirmaba con amplitud de detalles otros dos casos –uno en Zamora y otro en Salamanca– de
este tipo de inmatriculaciones. En uno de ellos, el párroco de una localidad salmantina,
obedeciendo órdenes del obispo, había inmatriculado un prado comunal, que pertenecía al
pueblo, a nombre de la diócesis. Acto seguido, para evitar que pudiera entrar nadie, había
procedido a rodearlo con una valla para impedir que alguien pudiera pasar. La indignación de la

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gente había sido monumental porque aquel bien nunca había sido de la iglesia católica y, por el
contrario, desde hacía siglos era utilizado por los vecinos para dar de comer a su ganado. En el
otro, el párroco había llegado incluso a enajenar bienes muebles que estaban en el interior del
inmueble lo que había provocado que los fieles le plantaran cara hasta el punto de que el
pobre clérigo, que alegaba limitarse a cumplir órdenes, acabó rompiendo a llorar.

Por otro lado, si la sagrada institución está más que dispuesta –y ha dado pruebas sobradas de
ello– a ayudar a terroristas y socialistas a enajenar provincias y provincias españolas, ¿puede
sorprender que algo menos importante que la vida humana como son los bienes inmuebles
corra esta suerte?

Y las preguntas se me arremolinan. ¿Extraña que los sindicatos y los partidos políticos estén
arramblando con todo cuando la única iglesia verdadera por autodefinición se dedica a
inmatricular propiedades que no estaban a su nombre? ¿Extraña que los sindicatos y los
partidos intenten legitimar las mayores villanías cuando el expolio y la colaboración con
terroristas se pretende justificar con los comedores de Cáritas? ¿Extraña que en España el robo
y la mentira estén a la orden del día cuando una institución que debería ser ejemplar no duda
en apoderarse de inmuebles que no son suyos? ¿Extraña que ni sindicatos, ni partidos, ni
subvencionados, ni nacionalistas se aferren a sus privilegios con uñas y dientes cuando una
entidad que, por definición, debería ser paradigma de renuncia sigue intentando justificar
privilegios injustificables como el de no pagar ciertos impuestos? ¿Extraña que ZP estuviera tan
ufano con sus conversaciones con ETA cuando hasta el propio papa Benedicto XVI –que no es
ningún estúpido– las bendijo? Quizá conserve algún resquicio de autoridad moral una
institución que ha apoyado una y otra y otra vez el proceso de desmembramiento de esta
sufrida nación, el abandono de las víctimas y la capitulación ante los terroristas. No seré yo el
que discuta el derecho de sus fieles a seguir reconociéndoselo, pero espero disfrutar de cierta
indulgencia al decir que yo no soy capaz de encontrarlo ni siquiera por mucho que me hablen
de los comedores de Cáritas...

Y puestos a solicitar indulgencia, desearía que aquellos que han llamado al boicot de mis libros,
no declaren ahora también la fatwa de agua bendita contra El triángulo de Loiola ni tampoco
soliciten la excomunión episcopal para aquellos que pretenden defender el patrimonio navarro
–o el castellano-leonés– contra un expolio de carácter eclesial. Me consta que algunos
preferirían aquello que Cervantes llamaba el brasero y que ya vimos en una entrega anterior,
pero, gracias a Dios, los tiempos han cambiado y por lo menos para no hacer el ridículo hay
que tenerlo en cuenta. Y por hoy dejémoslo aquí. Me siento horrorizado ante algunas de las
cosas que me he visto obligado a narrar. El próximo día me permitiré pensar sobre cómo podría
haber sido la Historia de España en otras circunstancias

Las razones de una diferencia (29) 2012-05-20

¿Hay salida? (XVIII): ucronía

César Vidal

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Puede irritar a algunos, pero lo cierto es que el hecho de convertirse en espada de


la Contrarreforma tuvo consecuencias verdaderamente catastróficas para España que llegan
hasta el día de hoy. De entrada, perdió su imperio y se arruinó.
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La ucronía es un género literario que se permite novelar con lo que no sucedió


históricamente, pero pudo suceder. Posiblemente, el paradigma de este género sea la novela
Pavana donde se describe una Inglaterra del siglo XX después de que, a finales del s. XVI,
hubiera logrado desembarcar en ella Felipe II e imponer la Contrarreforma. Como no podía ser
menos, Inglaterra aparece en esa ucronía como una nación mucho más atrasada que recuerda
un tanto la España de la época.

En las semanas anteriores, me he ido deteniendo en las razones de nuestra diferencia, una
diferencia que compartimos con naciones como Italia, Portugal o Argentina por citar ejemplos
elocuentes. Puede irritar a algunos, pero lo cierto es que el hecho de convertirse en espada de
la Contrarreforma tuvo consecuencias verdaderamente catastróficas para España que llegan
hasta el día de hoy. De entrada, perdió su imperio y se arruinó, pero las secuelas se pueden ver
en la actualidad como he ido exponiendo.

En esta entrega, voy a permitirme trazar una ucronía de lo que hubiera podido ser una España
que en el siglo XVI en lugar de convertirse en defensora de la Contrarreforma hubiera sido una
nación como Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda donde hubiera triunfado la
Reforma.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el s. XVIII, Carlos III no habría intentado quitar el
carácter infame al trabajo manual ni en el s. XX, José María Escrivá de Balaguer hubiera sido
contemplado como un innovador por afirmar que se puede alcanzar la santidad mediante
cualquier trabajo. Por el contrario, se habría regresado a una visión bíblica del trabajo –lo que
muchos denominan la ética protestante del trabajo– tan ausente todavía en España y en otras
naciones sociológicamente católicas, por desgracia para ellas.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el s. XVIII el padre Feijóo no hubiera tenido que
suplicar –provocando las iras de la Inquisición– para que se abandonara la superstición incluso
en la universidad y se adoptara el método científico de Bacon. Por el contrario, España no se
habría visto privada de enviar a sus estudiantes a Europa; muy posiblemente, habría iniciado la
revolución científica y habría disfrutado de un desarrollo científico que la Inquisición cercenó y
cuyas funestas consecuencias llegan hasta hoy. Me consta que esta realidad escuece a algunos
que intentan rebatirla infructuosamente pero la realidad es que, hasta la fecha, sólo hemos
tenido dos premios Nobel científicos, uno de paso por Estados Unidos y el otro compartido.

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Si en España hubiera triunfado la Reforma, la desamortización eclesiástica no se habría


abordado a finales del s. XVIII por los ilustrados para llevarse a cabo malamente en el s. XIX y
seguir entregando dinero a la iglesia católica por ella ¡todavía en el siglo XXI! Por el contrario,
se hubiera llevado a cabo en el s. XVI y, como en Inglaterra y los países escandinavos, habría
tenido magníficos efectos económicos hasta el punto de que la revolución industrial muy
posiblemente se habría producido en España y no en la pequeña isla atlántica.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, ni la banca ni el crédito se habrían visto ahogados


por una visión contrarreformista, ni las intuiciones pre-liberales de la Escuela de Salamanca
habrían caído en saco roto. España habría adelantado a ingleses, holandeses y hugonotes en el
control de la banca internacional y robustecido con ello su imperio. Actualmente, puede que
algunos clamaran contra la tiranía de los mercados o los bancos, pero no pasarían de ser casos
aislados siquiera porque la mayoría de los ciudadanos se preguntaría ante nuevos gastos quién
los iba a pagar.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, la constitución de 1812 y las reformas liberales no


habrían fracasado por la sencilla razón de que el parlamentarismo moderno habría surgido en
España con anterioridad al s. XIX. No es que los ilustrados o los liberales habrían leído a un
teólogo protestante llamado Locke, padre del liberalismo, es que Locke –aunque se llamara
López o Valbuena– habría sido español. Es más, el liberalismo no habría fracasado –como pasó
con la constitución de 1812– porque no habría estado vinculado a la iglesia católica negando la
libertad de pensamiento ni se habría comportado ingenuamente con la Corona. Ambas
circunstancias, como supo prever José María Blanco White, fueron la causa fundamental del
fracaso de los liberales de Cádiz. Ciertamente, es posible que semejante evolución hubiera
pasado por la decapitación de algún monarca como sucedió en Inglaterra con Carlos I, pero nos
habríamos ahorrado el carlismo, las guerras que éste provocó, dos repúblicas, la guerra civil de
1936-39 y la dictadura de Franco. No es, desde luego, poco.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, los españoles no habrían tenido que soportar
durante siglos la referencia litúrgica a los "pérfidos judíos" sino que además los judíos habrían
regresado a España no más tarde del s. XVII, como sucedió en Holanda o Inglaterra,
contribuyendo al desarrollo nacional. Lejos de mantenerse estúpidos prejuicios antisemitas
apenas disipados en las naciones católicas tras la declaración Nostra Aetate del Vaticano II, los
judíos se habrían integrado, para bien de España, siglos antes.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, la izquierda no habría sido un deplorable retrato en


negativo de la iglesia católica sino que habría seguido el rumbo tomado por Inglaterra o los
países escandinavos. Los sindicatos se mantendrían de sus afiliados y no de subvenciones
públicas y el partido socialista –que habría sido social-demócrata y no socialista– habría
acometido como en Suecia la reforma del estado del bienestar siquiera por sentido común. Ni
siquiera habríamos conocido el terrorismo porque el anarquismo no habría existido y mucho
menos el nacionalismo vasco.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, España no habría pasado a ser una nación de
segunda a mediados del s. XVII. Por el contrario, su fortaleza económica y su desarrollo
económico y social sustentado por las riquezas americanas –que no se habrían gastado en
defender los intereses temporales de la Santa Sede– le habrían permitido seguir siendo un
imperio seguramente hasta el s. XX. Ciertamente, la América hispana se habría emancipado,
pero las naciones nacidas de esa separación muy posiblemente habrían mantenido una unión
como la que Estados Unidos mantiene con Gran Bretaña o formarían parte de una

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Commonwealth hispana como sucede con el Canadá y Gran Bretaña. La Contrarreforma nos
precipitó, por el contrario, en la miseria y en ella nos ha mantenido por siglos.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, no existiría un problema regionalista por la sencilla


razón de que la iglesia católica, despojada de poder político, no habría podido crearlo para
servir de contrapeso a un estado que pretendiera modernizar España y acabar con privilegios
eclesiales de siglos. Ni el nacionalismo catalán ni el vasco existirían y, por añadidura, España no
se habría visto condenada a sufrir la desigualdad entre regiones provocadas por normas de
privilegio como el arancel Cambó.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el siglo XVIII, Carlos III no hubiera tenido que
intentar –infructuosamente– integrar a los gitanos en la vida nacional. El reciente ejemplo de
las iglesias Filadelfia deja de manifiesto que se habría producido, para bien de todos, mucho
antes.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, la esclavitud habría desaparecido antes y buena


prueba de ello es que las sociedades anti-esclavistas españolas, ya bien avanzado el s. XIX,
estuvieron formadas de manera bien relevante por protestantes y –reconozcámoslo– por
masones o que en Inglaterra –como en Estados Unidos– el movimiento abolicionista estuvo
capitaneado por protestantes como Wilberforce, Newton o Knibb.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, la tortura judicial habría también desaparecido


antes, quizá incluso con anterioridad, a que la protestante Suecia la aboliera. Sí, Suecia fue la
primera nación europea en acabar con tan escandalosa práctica seguida pocos años después
por Prusia y ambas antes de que la condenara Cesare Beccaria en su obra Los delitos y las
penas.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, la mentira no sería considerada un pecado venial ni


el hurto se habría convertido en un deporte nacional. Por el contrario, un político vería
arruinada su carrera política por mentir y jamás habríamos llegado a los niveles de corrupción
que padecemos.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, el nepotismo no sería tan normal y corriente como
en la corte papal sino que resultaría suficiente para aniquilar la vida pública de cualquiera
aunque se llamara Guerra, Chaves, Maragall, Pujol o Nadal.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, el votante no seguiría guiándose por la creencia en


la "única iglesia verdadera" sino por el sentido común y no estaría vinculado a un partido por
encima de cualquier consideración ni perdonaría siempre a los "suyos" por mal que lo hicieran.

Si en España hubiera triunfado la Reforma, no todo habría sido idílico. Sin ningún género de
dudas, España habría sufrido –como Inglaterra y otras naciones protestantes– las asechanzas
de la Santa Sede que habría ordenado el asesinato de algún monarca como lo hizo con Isabel I
de Inglaterra o Margarita de Navarra, y es muy probable que algún jesuita hubiera acabado en
el cadalso por participar en esas conspiraciones como sucedió también en Inglaterra. Es posible
incluso que algún hereje perseguido por la Inquisición católica hubiera sido ejecutado en
España como pasó con Miguel Servet en Ginebra, pero, de haber sido así, como pasó con
Servet, los teólogos reformados habrían repudiado públicamente semejante conducta y desde
hace tiempo existiría un monumento pidiendo perdón por semejante acto contrario a la fe
reformada. Sin embargo, España se habría ahorrado la más nefasta y dañina institución de su
Historia, la Santa Inquisición –a la que reformados, ilustrados y liberales aborrecieron por

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igual– y con ella ríos de sangre y siglos de tinieblas. Es posible incluso que España se hubiera
enfrentado con una invasión extranjera protagonizada por naciones católicas bajo patrocinio
papal. Sin embargo, como sucedió con Holanda, Inglaterra, Dinamarca o Suecia, España habría
vencido y con esa victoria habría ganado su libertad y su futuro.

Esa situación habría sido incluso mejor para los católicos españoles. La iglesia católica en
España habría disfrutado –como en las naciones protestantes– de la tolerancia que negó a
sangre y fuego a los protestantes en naciones católicas y además habría aprendido a defender
sus puntos de vista sin recurrir a la violencia y al código penal, sin ahogar las libertades de los
ciudadanos y sin recurrir a la Inquisición. Por supuesto, la izquierda –no nacida de sus entrañas
ni formada por gente bautizada en su seno– no habría quemado conventos ni iglesias ni
asesinado a monjas y religiosos por millares. (¿Se ha parado alguien a pensar en que todos,
absolutamente todos los que arrasaron iglesias y dieron muerte a sacerdotes y obispos eran
miembros bautizados de la iglesia católica?). Por añadidura, en la actualidad, no se
caracterizaría porque su campaña anual más importante es la destinada a marcar la casilla del
IRPF sino por la defensa clara de sus principios, acertados o equivocados, en una sociedad libre
y sin privilegios. Incluso no necesitaría recurrir a comportamientos bochornosos como la
entrega a los nacionalismos periféricos para mantener unos privilegios que no existirían. Se
parecería enormemente a la iglesia católica en Estados Unidos; no precisaría de unos acuerdos
con el estado para salvar los muebles obtenidos del concordato suscrito con una dictadura y
sus fieles la mantendrían con orgullo y dignidad en lugar de gritar como posesos cada vez que
se roza alguno de los privilegios de los que todavía disfruta. Es cierto que quizá tendría menos
bienes inmuebles y quizá no tendría ninguna de las SICAVs que ahora tiene, pero su peso moral
sería infinitamente mayor y no se vería en la tesitura de recurrir a triquiñuelas para que sus
fieles contribuyeran a sostenerla de la misma manera que contribuyen sin ningún género de
problemas los fieles de otras confesiones religiosas.

Sin embargo, ya sabemos que todo esto es ucronía porque la Reforma fue extirpada de España
a sangre y fuego y porque la Contrarreforma se convirtió en la causa nacional por antonomasia.
No nos extrañe, por lo tanto, que estemos donde estamos, en la lista de los PIIGS europeos –
donde no hay una sola nación en la que triunfara la Reforma– y en relaciones nada óptimas con
las naciones de Hispanoamérica a las que transmitimos nuestras virtudes, pero también
nuestros pecados. España pudo ser tan poderosa como Gran Bretaña, pero durante mucho más
tiempo y con mucha más pujanza, y haber dado a luz a naciones como los Estados Unidos y no
como México o Argentina. Si no ha sido así, si nos hallamos donde nos hallamos, si nos espera
el futuro que nos espera, podemos agradecerlo a que en el s. XVI tomamos el peor de los
caminos y nos entregamos a la Contrarreforma. Los pecados históricos, por desgracia, no pocas
veces tienen secuelas que se prolongan durante siglos. Pero incluso esa circunstancia no
impide que algunos preservemos nuestros sueños. De ellos, hablaré en otra ocasión.

Las razones de una diferencia (y 30) 2012-05-27

Tengo un sueño

César Vidal

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Mi deseo es contribuir a construir un presente y un futuro que conserven lo


bueno y, a la vez, de una vez por todas se libren de todo lo malo que ha perjudicado
terriblemente a España y a los españoles.
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A nadie se le oculta que en las entregas de las semanas anteriores he definido con
claridad mi postura en relación con una España que amo entrañablemente, pero a la que,
precisamente por eso, no puedo dejar de contemplar con ojos veraces. No me interesa cantar
como grandes momentos lo que fueron terribles desgracias nacionales ni halagar instituciones
que tanto daño han ocasionado a mi patria. Mi deseo es contribuir a construir un presente y un
futuro que conserven lo bueno y, a la vez, de una vez por todas se libren de todo lo malo que ha
perjudicado terriblemente a España y a los españoles.

Viendo la experiencia de siglos de la Historia de España y, de manera muy especial, cómo los
logros extraordinarios de unos años se desplomaron un reciente 11-M no puedo contemplar
mis deseos sobre España como lo hizo Martin Luther King en relación con los Estados Unidos. A
la manera de un sueño.

Sueño en una nación llamada España donde el trabajo sea contemplado no como un castigo de
Dios del que huir sino como una oportunidad para ser plenamente humanos unida a nuestra
naturaleza desde el principio.

Sueño en una nación llamada España donde la mentira no sea considerada un pecado venial ni
disculpada porque la pronuncian nuestros políticos, religiosos, sindicales o familiares sino
como una grave falta que no quede sin castigo.

Sueño en una nación llamada España donde ninguna confesión religiosa disfrute de privilegios,
eluda el pago de impuestos o marque la política nacional hasta el punto de proporcionar
cobertura a terroristas o legitimación a los separatistas.

Sueño en una nación llamada España donde la ciencia y la educación no se vean determinadas
por el sectarismo ideológico tanto político como religioso sino por la valía de los investigadores
y la sabiduría de los docentes de tal manera que también vayamos sumando Premios Nobel
científicos a nuestra trayectoria histórica.

Sueño en una nación llamada España donde el nepotismo resulte impensable en cualquier
ámbito y sea contemplado con horror por los ciudadanos.

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Sueño en una nación llamada España donde la propiedad privada sea respetada de manera
escrupulosa tanto por el Estado como por los particulares y donde la estatal no sea
considerada caja abierta para partidos o sindicatos porque el "dinero público no es de nadie".

Sueño en una nación llamada España donde la administración de justicia sea independiente y
no esté mediatizada por los intereses de los partidos políticos, de las instituciones o de los
sindicatos.

Sueño en una nación llamada España donde exista una verdadera separación de poderes que
se frenen y contrapesen entre si y donde los elegidos representen a sus electores y no a las
cúpulas de los partidos que los nombraron.

Sueño en una nación llamada España donde todos los ciudadanos sean libres e iguales sin
distinciones regionales, forales o religiosas.

Sueño en una nación llamada España donde la idea de quemar o boicotear libros –en lugar de
discutir las ideas que proponen o, simplemente, no comprarlos– no sea defendida
fanáticamente ni por la izquierda, ni por la derecha ni por la gente que profesa ideas religiosas
del tipo que sean.

Sueño en una nación llamada España donde desaparezcan todos y cada uno de los privilegios
disfrutados por ciertas castas de tal manera que los sindicatos sean mantenidos única y
exclusivamente por sus afiliados; los partidos políticos única y exclusivamente por sus
simpatizantes y las religiones única y exclusivamente por los que creen en ellas.

Sueño en una nación llamada España donde la izquierda no sea un retrato en negativo de la
iglesia católica, "única y verdadera", sino que, por el contrario, tenga entre sus notas de
identidad el pragmatismo, la honradez y la flexibilidad.

Sueño en una nación llamada España donde los ciudadanos aborrezcan los pesebres y las
subvenciones conscientes de que todo gasto público acaba siendo pagado por ellos y repercute
en cuestiones tan relevantes como el empleo.

Sueño en una nación llamada España donde los ciudadanos sean conscientes de que el estado
del bienestar tiene un coste, que no está tejido por derechos conquistados – ¿conquistados?,
¿por quién?– y que, por eso, exige una acentuada sensatez a la hora de gastar.

Sueño en una nación llamada España donde la educación no sea un mero vehículo de
transmisión de ideologías religiosas o políticas sino un camino para promocionar a los mejores
a fin de que ocupen los cargos que en justicia les corresponden para el bien de todos.

Sueño en una nación llamada España donde nadie se vea discriminado, ni positiva ni
negativamente, en razón de su raza, sexo, religión, ideología o posición social.

Sueño en una nación llamada España donde asumamos con orgullo nuestro pasado y, a la vez,
nos comprometamos a no regresar ni intentar justificar episodios bochornosos como la
expulsión de los judíos, el exterminio de los protestantes, la Santa Inquisición, el
anticlericalismo, las checas o los fusilamientos de unos o de otros.

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Sueño en una nación llamada España donde el localismo no constituya jamás la excusa de los
bribones y de los holgazanes para no avanzar, para no asumir los sacrificios comunes y para no
unirse a un proyecto nacional de todos.

Sueño en una nación llamada España donde nadie se vea impedido para ocupar un puesto
salvo por sus propios méritos, pero no por su raza, su religión, su sexo o su posición social.

Sueño en una nación llamada España donde pueda haber monarquía o república, pero, en
cualquiera de los casos, lo importante sean la libertad, la justicia y el amor a la patria por
encima de la forma de estado.

Sueño en una nación llamada España donde el asistencialismo deje de tener lugar simplemente
porque ningún español quiera ni deba vivir de la caridad o de la subvención sino del honrado
trabajo.

Sueño en una nación llamada España donde el criminal no escape al castigo por agua bendita o
carnet.

Sueño en una nación llamada España donde la vida humana sea valorada en su justa medida y
no puedan darse casos como el de los secuestradores, violadores, torturadores y asesinos de
Sandro Palo.

Sueño en una nación donde el pasado –tantas veces trágico, siniestro y aciago– no determine
el presente ni el futuro salvo para intentar mejorarlo y

Sueño, finalmente, en una nación llamada España donde las diferencias deriven de que somos
mejores y no de que no hemos logrado superar los gravísimos errores y pecados de nuestra
Historia.

En todo eso sueño.

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