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Existe unanimidad en señalar la crisis del sistema liberal y el auge de los totalitarismos como los fenómenos
que caracterizaron el panorama político de la Europa de entreguerras (1918-1939). Durante este periodo,
la democracia parlamentaria se vio cuestionada tanto por el comunismo, gradualmente consolidado en la
Unión Soviética tras el triunfo de la Revolución rusa (1917), como por las diversas ideologías autoritarias
que, surgidas en el convulso clima de la posguerra, se han agrupado bajo la denominación genérica de
«fascismos». Los dos más importantes son el fascismo italiano y el nazismo alemán, aunque fueron otros
muchos los países que por aquellos años cayeron bajo regímenes dictatoriales; de hecho, sólo Gran
Bretaña, Francia, los Países Bajos y los países nórdicos mantuvieron sus instituciones democráticas.
Por otra parte, lejos de resolver las tensiones económicas y nacionalistas que la habían ocasionado, la
guerra exacerbó el sentimiento nacionalista, especialmente en países como Alemania e Italia, humillados
por las condiciones impuestas unilateralmente por Francia, Inglaterra y Estados Unidos en el Tratado de
Versalles (1919). Alemania fue declarada culpable de la guerra e Italia, pese a formar parte de la coalición
vencedora, no vio compensados sus múltiples sacrificios con la recuperación de los territorios reclamados
al antiguo Imperio austrohúngaro. Los movimientos fascistas asumieron aquel nacionalismo revanchista
que impregnaba el tejido social como uno de sus núcleos ideológicos.
Esta convulsa situación favoreció la aparición de grupúsculos y formaciones extremistas de todo signo. Uno
de ellos fue el Partido Obrero Alemán (DAP), organización ultranacionalista que recogía los sentimientos
revanchistas, pangermanistas y antisemitas enraizados en parte de la sociedad alemana. En su
configuración ideológica se daban cita tanto el anticomunismo como el rechazo al capitalismo y a la
democracia liberal. En 1920 la formación pasó a llamarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán
(NSDAP), añadido del que deriva la abreviatura «nazi». Ese mismo año se incorporó a sus reducidas filas
(contaba con apenas medio centenar de afiliados) un joven excombatiente, Adolf Hitler, que al año siguiente
se hizo con el control absoluto del partido.
El partido tenía unidades organizadas militarmente, las Sturmabteilungen (SA), más conocidas
popularmente por los «camisas pardas» debido al color de sus uniformes. Junto a éstas,
las Schutzstaffeln (SS), unidades de élite ligadas al propio Hitler mediante juramento, tenían a su cargo la
seguridad del líder. Conforme a su propia ideología, el partido había de ser regido por un único «Führer» o
caudillo, y Adolf Hitler se erigió en jefe indiscutible del mismo. La esvástica o cruz gamada fue elegida como
emblema y, en 1926, se introdujo el saludo al grito de "Heil Hitler" con el brazo derecho levantado.
Apenas dieciocho meses después de su nombramiento, el Führer era dueño absoluto de Alemania. Sus
convicciones y sus intereses políticos triunfaron gracias al rigor con que aplicó siempre las leyes de la
violencia y a la absoluta falta de respeto a cualquier género de oposición, incluso la interna, como lo
demuestra la cruenta purga desatada entre las filas del mismo partido nazi en la llamada «Noche de los
cuchillos largos» (30 de junio de 1934). Las masas fueron cautivadas por los espectaculares desfiles
militares perfectamente organizados, por los sugestivos ritos de las asambleas del partido y por efectivos
lemas acerca de la grandeza del país, mientras todos los ciudadanos eran minuciosamente controlados por
la Gestapo, la temida policía secreta.
El nazismo ocultó su naturaleza despiadada tras una confusa filosofía en la que se mezclaban las
evocaciones a la tradición romántica de una Alemania "bárbara" pero vital, el culto y la exaltación de la
fuerza, el desprecio por los ideales igualitarios y democráticos (vistos como señal evidente de debilidad y
de escasa virilidad) y la superioridad del pueblo alemán, cuya misión no era sino destruir y sustituir a las
otras razas, inferiores y decadentes. El igualitarismo fue substituido por el principio de jerarquía, que
condujo a la militarización de la vida social y laboral, mientras en el terreno económico la autarquía y el
intervencionismo favorecían un desarrollo industrial preferentemente armamentístico que preparaba, por la
vía militar, la realización del ideal pangermánico (la unificación bajo un solo Estado de los pueblos de lengua
alemana) y la conquista del «espacio vital», es decir, del ámbito territorial
que la nación precisaba para asegurar su prosperidad.
Mi lucha
Aunque ninguno de sus planteamientos y propuestas era original, Hitler
expresó personalmente su ideario en una autobiografía espiritual, Mi
lucha (Mein Kampf, 1925), de la cual aparecería en 1961 una parte inédita
de carácter más teórico-programático. La obra fue escrita en 1924, durante
el cumplimiento de su condena por el putsch de 1923 en la prisión de
Landsberg, y se publicó en Múnich en dos volúmenes (1925 y 1927) que
alcanzaron una enorme difusión con el ascenso al poder del partido nazi
(cuatro millones de ejemplares hasta 1939).
La primera parte de Mi lucha es de carácter autobiográfico y reconstruye su
juventud en Austria y, en particular, el período de Viena (hasta 1912),
cuando en la mente inquieta del joven Hitler germinaron los sueños de
grandeza alemana y el odio antisemita. Sigue a ello su etapa en Múnich y la participación en la Primera
Guerra Mundial, a la que Hitler se incorporó como voluntario en un regimiento de Baviera, y luego, una vez
finalizada la contienda, su ingreso en el Partido Obrero Alemán y el activismo en el seno de esta formación
ultraderechista que, con su bagaje de superioridad aria y de revanchismo, se rebautizaría como
Nacionalsocialista en 1920.