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Y LA LIBERTAD
Ju a n A ran a
hermeneia
EDITORIAL
SINTESIS
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proyecto editorial
F I L O S O F í A
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J¡rectores
Ju a n A ran a
EDITORIAL
SINTESIS
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© Juan Arana
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Los filósofos y la libertad
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Advertencia preliminar
A
cordé con la Editorial Síntesis publicar un libro con el
título: Naturaleza y libertad. Proyectaba dar al asunto un
tratamiento sistemático en diálogo con la física, la bio
logía molecular, la neurociencia, la psicología y la inteligencia
artificial. Me pareció, no obstante, que también sería útil exa
minar lo que algunos filósofos modernos dejaron escrito sobre
el particular. Había presupuestado dedicar a tal fin una tercera
parte del volumen, pero descubrí que el diálogo con los gran
des pensadores de los siglos XVII, XVIII y XIX era mucho más
fructífero de lo previsto y daba pie para exponer prácticamen
te todo lo que tenía que decir. Por esta razón decidí introducir,
en lugar de la elaboración temática programada para la segun
da parte, una discusión con tres autores contemporáneos cuya
reflexión se ha desarrollado al hilo de las ciencias que había pro
yectado tratar. Esto ha permitido dar homogeneidad al texto,
pero también ha obligado a cambiar el título para hacerlo más
acorde con el resultado final. Com o es obvio, no trato todos los
filósofos que han tocado el tema de la relación entre naturale
za y libertad. El recorrido se inicia con Descartes porque es el
primero que contrapone la autonomía de la voluntad a la visión
del cosmos derivada de la nueva racionalidad científica. Los res
tantes capítulos exponen el desarrollo ulterior del contencioso.
Por eso quedaron fuera autores que, a pesar de tener mucha rele
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Advertencia preliminar
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Reconocimientos
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ebo a Ramón Rodríguez el apoyo que me animó a escri
bir este libro. Con Javier Hernández-Pacheco he discu
tido sobre la relación naturaleza-libertad. Aunque pude
convencerle tan poco como él a mí, estas conversaciones me sir
vieron para buscar y poner a punto argumentos más sólidos. Tam
bién ha sido de una gran ayuda la correspondencia mantenida
con Martín López Corredoira, ardiente enemigo del libre arbi
trio. Jaime Nubiola, Lourdes Flamarique, Ana Marta González y
Carmen Paredes me pidieron que hablara en sus universidades
sobre temas tratados en varios capítulos. He tenido oportunidad
de exponer mis ideas ante alumnos de doctorado de la Universi
dad Panamericana (México D.F.) y la Universidad de Sevilla. Me
ayudó a mejorar la redacción María Caballero. Francisco Rodrí
guez Valls efectuó una cuidadosa revisión del manuscrito y apor
tó numerosas sugerencias. Lourdes Flamarique y Ana Marta Gon
zález leyeron el texto referido a Kant y Pilar López de Santa María,
el que dedico a Schopenhauer. Con Antonio Ariza he conversa
do sobre algunos problemas de fondo. La Universidad de Sevilla
me otorgó generosos permisos para efectuar viajes de investiga
ción, y la Junta de Andalucía financió algunos de ellos a través de
sus ayudas para Grupos de Investigación.
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Introducción histórica
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e los términos necesidad, azar, libertad es frecuente encon
trar los dos primeros en un contexto ontológico, referi
do en particular a la naturaleza. El de libertad, en cam
bio, aparece más bien al hablar de ética y referido al hombre. Ello
explica que en los primeros estadios de la historia del pensamiento
evolucionaran sin demasiadas interferencias. Podía pensarse con
alguna ingenuidad, pero sin excesivo agobio, que se referían a
asuntos distintos y distantes, aunque el hombre en más de un sen
tido forme parte de la naturaleza. Que los acontecimientos cós
micos se produzcan necesariamente o al azar, ¿qué importa a la
hora de decidir si el hombre es dueño, no ya de los sucesos exte
riores que le afectan, pero sí de la actitud con que los encara? Lo
que sabemos de un autor como Demócrito avala la ¡dea de que
no se veía incoherente ser al mismo tiempo un físico determinis
ta y un maestro de ética. Pero el conflicto ya estaba incoado y íue
precisamente un seguidor de Demócrito, Epicuro, quien por pri
mera vez pensó que la física tenía que hacerse de algún modo en
función de los presupuestos de la ética. En su discípulo Lucrecio
encontramos un desarrollo muy claro y coherente de esa física
dual: una física que mira tanto a la necesidad natural como a la
libertad del hombre. Ya Sócrates, en el diálogo platónico Pedro,
había convertido lo cósmico y lo humano en dos órdenes sepa
rados: por una parte él vivía con los hombres y se desinteresaba
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Introducción histórica
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Introducción histórica
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Querer la libertad:
Descartes
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escartes es uno de los filósofos que ha sostenido con
mayor fuerza y convicción la existencia de libertad en el
hombre. En el artículo 39 de la primera pane de sus Prin
cipios de la fib so fia afirma incluso que es innecesario probarlo,
por ser una verdad a la que tenemos acceso directo:
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ten con ciertas ventajas de las que no saben prescindir). Por otro
lado, el “hacerse consciente de” es el único procedimiento para
tomar perfecta posesión de algo: sólo es mío de verdad aquello de
lo que me hago cargo conscientemente y no lo que simplemen
te está en mi. En cuanto a los actos convencionales de apropia
ción, sólo establecen una posesión recíproca: a través de ellos el
sujeto poseyente queda en el fondo subyugado por los objetos
poseídos. Sólo aquello de lo que soy consciente se hace mío sin
que yo quede prendido en sus redes. El señorío es unilateral, la
libertad queda salvaguardada.
De acuerdo con lo expuesto, Descartes defiende una inter
pretación de la libertad como apropiación activa. Por ello la loca
liza en la voluntad, pero una voluntad que es la antítesis de la cie
ga voluntad de Schopenhauer. Su voluntad es pensamiento, y por
ende está repleta de lucidez y consciencia. De hecho es de lo úni
co que está llena. Para todo lo demás es pura indigencia. Ésa es
la razón de que a Descartes le resulte tan fácil desprenderse de
todo mediante la duda metódica.
La libertad cartesiana tiene poco que ver con la indetermi
nación y la indiferencia. Una libertad infinita, como la divina,
puede permitirse el lujo de la indiferencia, ya que se da a sí mis
ma sus propios contenidos. Las huecas raíces de la libertad huma
na no le permiten partir de cero en el terreno de los contenidos.
N o tiene sentido que el hombre quiera lo que le dé la gana; tie
ne que querer el bien, lo cual no es óbice para que llegue a hacer
lo completamente suyo:
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Escuela), de tal manera que dicha idea del bien haya indi*
nado a Dios a elegir una cosa más bien que otra. Por ejem
plo: Dios no ha querido crear el mundo en el tiempo por
haber visto que eso era mejor que crearlo desde toda la eter
nidad, ni ha querido que los tres ángulos de un triángulo val
gan dos rectos, por haber sabido que no podía ser de otro
modo, etc. Al contrario: pues que ha querido crear el mun
do en el tiempo, por eso es ello mejor que el haberlo creado
desde toda la eternidad; y por cuanto ha querido que los tres
ángulos de un triángulo fuesen necesariamente iguales a dos
rectos, es ahora cierto que eso es así y no puede ser de otro
modo; y lo mismo sucede con las demás cosas. Y ello no impi
de que pueda decirse que los méritos de los santos son la cau
sa de su eterna bienaventuranza: pues no son causa en el sen
tido de que determinen a Dios a querer algo, sino que son
causa de un efecto, del que Dios ha querido desde toda la
eternidad que fuesen causa. Y así la completa indiferencia de
Dios es una gran prueba de su omnipotencia. Mas no ocu
rre lo mismo en el hombre. En efecto: éste encuentra ya esta
blecida por Dios la naturaleza de la bondad y la verdad, y su
voluntad es tal que sólo se inclina naturalmente hacia lo bue
no; siendo así, es evidente que abraza tanto más voluntaria
mente, y por consiguiente tanto más libremente, el bien y la
verdad, cuanto con mayor evidencia los conoce; y nunca es
indiferente, salvo cuando ignora lo que es mejor o más cier
to, o, al menos, cuando ello no se le aparece tan claro como
para no admitir duda alguna. Y así, la indiferencia que con
viene a la libertad del hombre es muy diversa de la que convie
ne a la libertad de Dios (Descartes, 1977: 330-331).
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Hasta ahora sabéis que sois una cosa que piensa, pero
aún no sabéis qué es esa cosa pensante. Y ¿por qué no habría
de ser un cuerpo el que, con sus diversos movimientos y cho
ques, produjese la acción que llamamos pensamiento? Pues
aunque creáis haber rechazado todo género de cuerpos, aca
so os engañéis al no haberos rechazado a vos mismo, que sois
un cuerpo. En efecto: ¿cómo probáis que un cuerpo no pue
de pensar, o que ciertos movimientos corpóreos no son el
pensamiento mismo? Acaso el sistema todo de vuestro cuer
po -que creéis haber rechazado- o alguna parte de él, como
el cerebro, concurren en la formación de los movimientos
que llamamos pensamientos. Soy -decís—una cosa pensan
te; pero ¿sabéis si sois, por ventura, un movimiento corpó
reo, o un cuerpo movido? (Descartes, 1977: 102).
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eibniz, quien desde muchos años atrás ha venido manifes
tando sus discrepancias con la filosofía cartesiana, redacta
en 1691 unas Advertencias a los Principios de la filosofia. Al
comentar al artículo 39 de la primera parte parece que da su bene
plácito a la asimilación efectuada por el filósofo francés entre lo
libre y lo voluntario. Pero añade una matización indicativa de
cómo entiende la voluntad libre:
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nes pura y simplemente porque sí. Tal proceder será en todo caso
apropiado para una lotería cuyos resultados no sólo sean impre
vistos, sino objetivamente imprevisibles. Libertad e indiferencia
son términos que en Leibniz se excluyen, y por eso sitúa aquélla
en el polo opuesto del azar:
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ocos pasajes de la obra kantiana son comparables en drama
tismo y tensión especulativa al que expone el tercer conflic
to de las ideas trascendentales en la antinomia de la razón
pura. Del modo más descarnado anuncia la incompatibilidad de
la libertad del espíritu y el determinismo de los procesos naturales:
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a tercera antinomia de la Critica de la razón pura constitu
ye un hito en el sentir de muchos autores modernos. Se ve
en ella la señal indicadora del momento en que la libertad
partió de este mundo para encaminarse hacia otro, tan proble
mático y desvaído como el Hades de los antiguos. La contrapo
sición entre libertad y necesidad natural formulada por Kant con
duce como única alternativa a una escisión que una nota de la
Critica de la razón práctica resume así:
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Los filósofos y ¡a libertad
tiana parece más respetuosa con la unidad del hombre y del mun
do, puesto que no son cosas distintas las que se gobiernan con los
principios de la autonomía o de la legalidad impuesta, sino que
una única y misma sustancia es libre aunque se manifieste sujeta
a unas cadenas que no ha elegido. Literalmente hablando, el mun
do no es lo que parece. De cómo parece el mundo informa la
ciencia de los fenómenos, que sólo es ciencia cuando en ella se
encuentra la matemática (Kant, 1989: 31) y cuando las intuicio
nes se muestran obedientes a la aplicación de las categorías del
entendimiento, muy en particular la de causalidad. Pero, tras el te
lón urdido con tanta industria por la receptividad de la mente,
siempre cabe pensar en las cosas tal como realmente son en sí mis
mas. Se trata, claro, de una especulación ociosa, porque no hay
modo de averiguar con una teoría sólida cómo son las cosas más
allá de cómo las vemos. Nos alcanza una maldición parecida a la
del rey Midas, que transformaba en oro cualquier cosa que toca
ba: la mirada del hombre lo convierte todo en fenómeno, y ni
uno solo de los conceptos teóricos que poseemos es aplicable a
otra cosa que a él. Cuanto pasa a través del tamiz de la sensibili
dad y es compilado por las funciones de síntesis del entendimiento
pertenece al reino de la necesidad natural, de manera que la li
bertad ha de buscar refugio más allá del horizonte de las intui
ciones y los conceptos, es decir, más allá del tiempo y del es
pacio: “ ... Yo no veo cómo los que aún se empeñan en conside
rar el tiempo y el espacio como determinaciones pertenecientes
a la existencia de las cosas en sí mismas, quieren evitar la fatali
dad de las acciones” (Kant, 1975:145). Las cosas mismas no sólo
son diferentes de como las ve el ojo humano, sino que ni siquie
ra están donde éste sitúa todo su mundo de representaciones. La
libertad bien podría decir de sí: “ Mi reino no es de este mundo”.
Si todo acabara ahí, no habría en Kant una filosofía de la liber
tad, porque el discurso acerca de esta noción sería fantasmagóri
co y tanto daría hablar de ella como de los elfos, las brujas o las
quimeras. Peor aún: todavía es posible im aginar los elfos, pintar
los y rodar sobre ellos una película, porque aun cuando no que
pan en este espacio y este tiempo, nada les impide aparecer en
otro marco espacio-temporal alternativo. La libertad tiene prohi
bido el acceso a cualquier realidad que muestre algún parentesco
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Por una vez, negar la validez del axioma querer es poder arro
ja una contrapartida positiva. El hecho de que el querer no siem
pre sea eficaz permite que la voluntad se desligue del devenir cós
mico, en el que Kant ve la marca de una necesidad ineluctable.
Tal vez no haya nada que hacer, pero todavía nos queda el recur
so de la discrepancia interna, la convicción de que las cosas debe
rían ocurrir de otra manera. El querer es el único vestigio de liber
tad que nos queda, un querer que muchas veces es reducido a la
impotencia, pero que cuando apela a lo que debe serse convierte
en un don gratuito, algo que surge de la nada para volver la mayo
ría de las veces a ella. La conveniencia de prescindir de antece
dentes, añadidos o consecuencias es comprensible en este caso.
En cuanto la buena voluntad saliera de sí para apoyarse en otra
cosa o para demostrar hacia fuera lo genuino de su bondad, cae
ría irremisiblemente en lo espacial, lo temporal, lo causalmente
interconectado. Su ser se diluiría en el aparecer y la máquina ine
xorable que todo lo devora la convertiría en una relatividad más
del mundo de las apariencias. Cierto que algo de ella aflora en el
mundo sensible, pero es una presencia fugaz, una leve compare
cencia que sólo constituye una promesa, la apertura de un fren
te de posibilidades que rápidamente han de buscar refugio fuera
del alcance de la vista. A posteriori siempre cabe desconfiar de la
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la mera forma de una ley, que limita la materia, tiene que ser
al mismo tiempo un fundamento para añadir esa materia a
la voluntad, pero no para presuponerla. Sea la materia, por
ejemplo, mi propia felicidad. Ésta, si yo la atribuyo a cada
cual (como puedo hacerlo en realidad en los seres finitos),
no puede llegar a ser una ley práctica objetiva más que si inclu
yo en ella la de los demás. Así, pues, la ley de favorecer la feli
cidad de los demás no surge del supuesto de que esto sea un
objeto para el albedrío de cada uno, sino sólo de que la for
ma de la universalidad, que la razón necesita como condi
ción para dar a una máxima del amor propio la validez obje-
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lados. £1 primero tiene que ver con la quiebra del principio del
apriorismo de todas las formas del conocimiento, es decir, con la
eventualidad de que hubiera en la experiencia ciertas formas (por
ejemplo, las que se traducen en leyes meramente empíricas) que
no han sido introducidas por la espontaneidad del sujeto cog-
noscente. Esto permitiría cierto juego, abriría la posibilidad de
que la representación tuviera cierto valor de verdad ontológica,
insuficiente para ser útil a la razón teórica, pero válido para los
propósitos de la práctica. Nada de esto aparece en la sección nove
na de la Antinomia de la razón en la Critica de ¡a razón pura, que
trata de solucionar el conflicto entre naturaleza y libertad insis
tiendo una y otra vez en la separación entre la causalidad empí
rica y nouménica (Kant, 1978: A 516-567, B 544-595). Pero allí
está en toda su plenitud el Kant salomónico, que sólo ve las ven
tajas de desligar al máximo el ser propio de las cosas de su mani
festación a la conciencia. En cambio, a lo largo de la Critica de la
razón práctica no puede seguir ignorando que, por muy noumé
nica que sea su acción, el sujeto moral tiene puestos los ojos en
el mundo sensible, y sobre él incide su acción, no en el detalle del
despliegue cósmico espacio-temporal, pero sí cuando lo conside
ramos como totalidad:
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os planteamientos convencionales sitúan la libertad en la
confluencia de la capacidad cognoscitiva del hombre y su
voluntad. La chispa de la libertad surgiría a partir de la fric
ción de la facultad de conocer con la de querer. Esto sugiere una
especie de epigénesis: de la misma manera que el pedernal poco
tiene que ver con el fuego, la libertad nacería de la interacción de
factores extraños a ella. Es casi lo mismo que decir que surge de
la nada, lo cual desde luego no es la mejor explicación ni la más
reconfortante, teniendo en cuenta que la libertad ha sido impug
nada por muchos. Una posible alternativa sería decir que no
se trata de una simbiosis imprevista y aleatoria: así como en el
átomo de oxígeno preexisten todos los requisitos para formar una
molécula del agua en cuanto se una a dos átomos de hidrógeno,
voluntad e intelecto estarían predestinados a encontrarse en la
subjetividad libre. Esta misma tesis puede ser formulada desde
dos perspectivas diferentes: primero, diciendo que nuestra volun
tad no es ciega, sino que está informada por cierto espíritu inqui
sitivo, lo que hace que el querer sea consciente, y por tanto libre.
Segundo, que la inteligencia humana no es meramente recepti
va, sino que tiene la aptitud de tender espontáneamente hacia
alguna de las alternativas que se le presentan. En definitiva, en
un caso se acaba hablando de una voluntad inteligente, y en otro
de una inteligencia volente. Uno se pregunta entonces, ¿por qué
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Atacar la libertad: Schopenhauer
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Para ser libres de verdad habría que dar una legitimidad meta
física a la tesis de que “quiero porque q u ie r o El querer tendría
que romper la cadena de causas y efectos, convirtiéndose en una
irrupción originaria, absoluta, de algo sin otro porqué que un
enigmático “porque sí”. Así como se dice que Dios creó el mun
do “de la nada”, el sujeto libre tendría también que extraer su
querer “de la nada” . Pero Schopenhauer rechaza las credenciales
del querer empírico para emular de ese modo al Dios creador. Y
lo hace por su convicción kantiana de que en el mundo feno
ménico la única necesidad presente es la que enlaza cada repre
sentación con las restantes por medio de la ley de causalidad. Es
una causalidad que detecta sin otras especificaciones en el mun
do inorgánico, como estímulo en el reino vegetal y como motivo
en el animal (Schopenhauer, 1967: § 20). Éste es el único orden
objetivo que reconoce en el tráfago del devenir universal, la ins
tancia que otorga unidad a una diversidad que de otro modo
quedaría astillada en innumerables fragmentos. La pretensión de
encontrar una libertad que aflore en este orden de aconteci
mientos equivale a impugnar la ubicuidad de la necesidad natu
ral, pero así se consagra la índole meramente negativa del con
cepto de libertad. Para colmar ese vacío y conferir a la libertad
una sustantividad, tendría que presentarse como un tipo distin
to de necesidad que entra en competencia con el anterior. Scho
penhauer juzga esto imposible, porque cree que lo que no sea
necesidad natural ha de ser categorizado única y exclusivamen
te como azar:
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Para que una situación llegue a darse hay que postular un esce
nario, una ubicación en el tiempo y en el espacio, un mobiliario
fenoménico y una concatenación de hechos en cuya trama el prin
cipio de razón impera sin ningún tipo de restricción. Esto pare
ce condenar la libertad al ostracismo de lo nouménico, puesto
que cualquier manifestación de la voluntad está mediada por rela
ciones sometidas al principio de razón suficiente. El problema es,
en definitiva, el mismo que se le planteaba a Kant: si toda apa
riencia es determinista, ¿cómo puede manifestar su presencia lo
que está más allá de los mecanismos de la determinación? Por
cierto que en Kant la dificultad es aún más peliaguda, porque él
no está en condiciones de nombrar ni contar el enigma que escon
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a reflexión bergsoniana sobre la libertad se inscribe en el
contexto de la evolución de las ciencias naturales y psico
lógicas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Fácil es
colegir que no era el ambiente más propicio para profesar la irre-
ductibilidad del espíritu humano, impugnando los patrones onto-
lógicos y los métodos del mecanicismo decimonónico. Ello expli
ca el tono de alegato adoptado por el filósofo francés, y unas
fórmulas que a algunos parecerán tan trasnochadas como el para
digma que tratan de impugnar. Es verdad que la física, la quími
ca y la biología han conocido desde aquella época una sustancial
renovación, sobre todo a partir de la formulación de la mecáni
ca cuántica. También es cierto que el psicoanálisis, el conductis-
mo y otros muchos enfoques han cuestionado la pertinencia de
una psicología basada exclusivamente en la neurofisiología. Pero
todo ello no es óbice para que el determinismo psicológico per
manezca hoy tercamente aferrado a los mismos argumentos reduc
cionistas de antaño, y en este sentido las consideraciones de Berg
son mantienen una vigencia que está lejos de haber caducado.
Otra cosa es que por una y otra parte se emplearan -entonces y
hoy- los mejores argumentos. Eso es lo que se pretende exami
nar a continuación.
La prudencia aconseja partir de la idea más clara posible de
libertad, para estar seguros de que discutimos el mismo asunto.
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Sin embargo, Bergson advierte que la libertad es una flor tan deli
cada, que ni siquiera es susceptible de definición:
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Defender la libertad: Bergson
pertinente para ejercer acá tal acción y endosar allá cual reacción,
etc., ya puede manifestar su presencia y hacer valer sus fueros,
porque está en condiciones de enredar con el momento cinético,
o tal vez sólo con el angular, etc. Este tipo de planteamiento es
poco verosímil porque, como la física cambia, tras cada refor-
mutación de la mecánica hay que preguntarse si los agentes libres
siguen siendo unos ciudadanos respetables del universo y ver, en
caso de no resultar proscritos y expulsados de él, cómo se les pue
de reservar una parte del pastel de la determinación global. Es
más razonable y menos perecedero defender la posición de que
la física no abarca ni explica la realidad tal cual, sino sólo la rea
lidad en cuanto cuantitativamente objetivable bajo los conceptos
de espacio, tiempo, masa y energía, y en cuanto previsible desde las
leyes resultantes de tal conceptuación. Si la realidad es en sí mis
ma algo más que eso (¿y quién puede negarlo a estas alturas de la
historia?), es perfectamente concebible que la libertad tenga su
propia puerta de acceso para legitimar la aspiración a tener algo
que ver con la realidad (la eventual pretensión de identificar
la libertad con la realidad misma seguramente sería tan despro
porcionada como la de quienes niegan su existencia).
Aunque Bergson haya sucumbido a los cantos de sirena que
le incitaban a desplegar toda una física de la libertad, su filoso
fía sigue estando vigente en la medida en que lucha con denue
do contra la destemporalización del mundo, una de las más empo-
brecedoras cosificaciones de la realidad que registra la historia
del pensamiento. El concepto bergsoniano de duración preten
de de alguna manera restituir a la realidad la merma que el deter-
minismo le acarrea. Afirma éste, en efecto, que el tiempo no hace
más que explicitar lo que ya está latente en cada uno de los ins
tantes de su transcurso. Y lo hace reduciendo el engarce de pasa
do, presente y futuro a relaciones de causa y efecto que en el
fondo constituyen un mero disfraz del principio de identidad.
No es casual que en este contexto los principios de conservación
(de momento, masa, energía, carga, etc.) adquieran protagonis
mo excluyente: todo lo verdaderamente decisivo permanece a lo
largo de la evolución del cosmos idéntico a sí mismo. Esto equi
vale a decir que los cambios son ilusorios, prescindibles, inexis
tentes. Nada nuevo bajo el sol. El principal trabajo bergsoniano
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Defender la libertad: Bergson
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dola en el lugar que le parece más afín, esto es, con lo azaroso, lo
puramente casual, ya que sólo es capaz de concebirla como "algo
que varía caprichosamente” (Skinner, 1978: 286). ¿El motivo?
Porque no es posible definir “libertad” en sentido fuerte sin alu
dir a la espontaneidad. Skinner piensa que aferrarse a lo espon
táneo es rechazable, porque “resulta de difícil justificación poner
tal fe en lo puramente casual. Es cierto que lo casual ha sido res
ponsable casi de todo lo que el hombre ha alcanzado hasta la
fecha, y sin duda alguna continuará contribuyendo a los logros
humanos, pero no tiene valor alguno un accidente como tal.
También lo espontáneo sale con frecuencia mal” (Skinner, 1973:
202). Creíamos ser libres, pero sólo jugábamos a la ruleta. Como
ratas de laboratorio, oscilamos entre el azar del ensayo y la nece
sidad del error. Y es que, al igual que no encuentra para lo libre
otro habitáculo que lo fortuito, tam poco prevé para la cien
cia otro asiento que lo ineluctable. Ya vimos cómo añora la facul
tad de ajustar el crecimiento demográfico “con la misma exacti
tud con que determinamos el curso de una aeronave” (Skinner,
1973: 11). Tengo entendido que la navegación aérea se ajusta
mediante sucesivos cálculos aproximativos y que ya nada queda
de apodíctico y exacto en el campo de la ciencia y la tecnología
punta. No obstante, Skinner sigue aferrado al viejo paradigma
de Laplace-Einstein y cree que la verdadera ciencia es un aman
te celoso que prohíbe a la realidad tener escarceos con fuentes
de determinación ajenas a sus leyes. ¡Leyes que en proporción
creciente -d e modo exclusivo en los niveles más fundamentales-
son de naturaleza estocástica! Aquí Skinner, como tantos otros
cultivadores de las “ciencias blandas”, reivindica para su disci
plina un rigor determinista que ni la más “dura” de las ramas de
la investigación pretende.
Hechas las salvedades precedentes, centremos la discusión en
la parte filosóficamente más significativa de la reflexión skinne-
riana sobre la libertad. ¿Se trata, en efecto, de un concepto pres
cindible? ¿Podemos arreglárnoslas sin él tanto de cara a la obten
ción de una “ciencia del hombre” como en lo que se refiere al
“hombre mismo”? Para responder con un sí a estas preguntas, lo
más eficaz es demostrar que, más allá de su inexistencia, la exclui
da noción es inútil, ociosa, contraproducente. Presta un aprecia
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a noción de abertura es una buena alternativa para carac
terizar la actitud fundamental de Karl Popper y la búsque
da filosófica que efectuó a lo largo de toda su vida, como
reflejan de un modo u otro los títulos de algunas de las obras que
escribió: sociedad abierta, universo abierto, búsqueda sin térmi
no... Parece como si la clausura en todas sus formas representara
el adversario que se debe batir, el peligro que se debe evitar, la
tentación que se debe vencer. Sin embargo, se suele considerar
habitualmente que sin clausura no hay acabamiento posible, ni
por tanto perfección. Cierto es que vivimos en una época que ha
acumulado connotaciones negativas sobre la idea de clausura y
todos los conceptos análogos, pero no parece claro cómo mante
ner activadas todas las posibilidades iniciales a medida que el pro
ceso -cualquiera que sea éste- avanza. Esto significa que lo que
es abierto puede dejar de estarlo en la práctica, aunque no se quie
ra. Y es que la noción de “abertura” implica al menos dos ele
mentos: indeterminación y aptitud para determinarse o ser deter
minado. Si nos empeñamos en mantener el primer elemento
puede muy bien malograrse el segundo, como sucede con los que
por no decidirse a actuar pierden al final su primitiva capacidad
de acción. Por consiguiente, lo abierto tiende paradójicamente a
“cerrarse” sobre sí mismo, a permanecer atrapado en su misma
indefinición. No hay duda de que Popper fiie consciente de este
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Reivindicar la libertad: Popper
te, a los efectos de masa clásicos” (Popper, 1992: 41). Esto, por
supuesto, es innegable si aceptamos que el nivel máximo de deter
minación está condicionado por el cuanto universal de acción de
Planck, como sabemos bien desde que se propuso la famosa para
doja del gato de Schródinger. Los saltos cuánticos intervienen
decisivamente en las reacciones bioquímicas y por tanto el deter
ninism o no puede en principio aspirar a explicar de modo uní
voco el funcionamiento del cerebro sin violar los principios de
la mecánica cuántica. En el contexto de la última cita Popper se
refiere precisamente al indeterminismo cuántico, lo que parece
indicar que la remisión a él es obligada y que sus argumentos
lógicos requieren al menos este complemento. ¿Por qué afirma
entonces que ni siquiera en el ámbito de la física clásica es acep
table el determinismo? El desarrollo de la ciencia en los últimos
decenios ofrece una respuesta obvia: el estudio de los sistemas
dinámicos enseña que una gran cantidad de procesos son extre
madamente “sensibles” a las condiciones iniciales, de manera que
una modificación nimia en las mismas conduce de suyo a que
los resultados sean imprevisibles, aun en el supuesto de que estén
objetivamente determinados (Lewin, 1995). Si para hacer una
carambola a 20 bandas no podemos descuidar la masa y veloci
dad de una mota de polvo flotando libremente en los aledaños
del sistema solar, ¿qué utilidad epistemológica le queda al deter-
minismo? Ninguna en la práctica, pero en teoría lo único que
ocurre es que el dem onio de Laplace tiene ante sí un trabajo
mucho más arduo de lo que su descubridor supuso. Utilizar las
teorías del caos determinista para argumentar en favor del inde
terminismo en el sentido de Popper, supone cargar demasiado
peso sobre la distinción entre el determinismo científico y el
metafísico. La tentación de refugiarse en este último es eviden
te y sospecho que lo único que puede conseguir Popper por esta
vía es una victoria pírrica.
Como resumen y conclusión, diré que Popper ataca con argu
mentos lógicos y epistemológicos el determinismo científico y
declara irrefutable (y no apto para una discusión racional) el
determinismo metafísico. Pero su alegato tiene un punto débil,
que tiene que ver con la trascendencia efectiva de su impugna
ción (tomando como unidad de medida al hombre). Para con
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n los últimos decenios está cobrando fuerza una nueva for
ma de pensamiento. Intenta superar la fragmentación entre
ciencias y humanidades que ha caracterizado a la civiliza
ción occidental en los últimos siglos. John Brockman publicó en
1995 un libro que pretendía esbozarla y llevaba el significativo
título de La tercera cultura. Una de las estrellas representativas del
movimiento es Daniel Dennett, a quien el destacado investiga
dor en inteligencia artificial Marvin Minsky califica como “nues
tro mejor filósofo” (Brockman, 1996: 176). Estas apropiaciones
siempre resultan problemáticas: hacen recordar ciertos cultiva
dores de esencias hispánicas, que no desaprovechan una sola opor
tunidad de adjetivar con el consabido “nuestro” figuras tan dis
tantes como Séneca o Averroes. Opino que lo mejor que pueden
hacer naciones y escuelas es “regalar” sus mejores glorias a la huma
nidad y dejar de considerarlas “suyas” con cierto retintín exclusi
vista. Pero, en fin, lo que importa ahora es subrayar la adscrip
ción a la filosofía de cierto autor, aun dentro de una corriente que
cuestiona las parcelaciones heredadas. También es posible que la
corriente, más que “superar” la separación entre ciencia y filoso
fía, pretenda que una de ellas “avasalle” a la otra. Avalan esta sos
pecha las siguientes palabras de Roger Schank: “ Dan Dennett es
el filósofo soñado por quienes nos dedicamos a la inteligencia
artificial” (Brockman, 1996: 178). Richard Dawkins confiesa que
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lo es. Ya vimos que Leibniz (por no mencionar más que uno) era
rígidamente determinista y mantenía un concepto fuerte de liber
tad individual. Bien es verdad que para conseguirlo tuvo que ¡r
más allá del plano espacio-temporal, algo que con toda verosi
militud no es del agrado de Dennett. Él quiere libertad y deter-
minismo hic et nunc, aquí y ahora (Dennett, 2004: 120). Tam
poco esto es imposible, siempre que uno de los dos conceptos
ceda la prioridad al otro. La incompatibilidad surge tan sólo cuan
do se les otorga un trato perfectamente simétrico, situándolos al
mismo nivel en el terreno de los principios. Volviendo a la ana
logía que tanto le gusta, Dennett observa que algunos persona
jes que pueblan la Vida de Conway consiguen mantener encen
didas las luces que los forman a pesar de ser “atacados” por otras
agrupaciones que amenazaban su identidad. Por tanto “evitan”
desaparecer e incluso son capaces de “procrear”, etc. No pueden,
por supuesto, cambiar las reglas del juego ni tampoco el destino
que está inexorablemente prefijado por dichas reglas y por la situa
ción del tablero en el momento cero. Pero parece como si sortea
ran peligros y escaparan a situaciones que han ido surgiendo a
medida que progresa éste.
Es indudable que para ver las cosas así hay que efectuar un
cambio de nivel: si abarcamos todo el proceso las cosas ocurren
como tienen que ocurrir y todo es inevitable; pero cuando adop
tamos una perspectiva más limitada y dejamos que nuestros hori
zontes sean desbordados por la realidad considerada, ya no po
dem os prever si tal cosa ocurrirá o no, de m odo que deja de
ser inevitable. Cabe incluso que, teniendo en cuenta la infor
mación disponible, haya cosas que estén mejor preparadas que
otras para evitar ciertas contingencias. Es innecesario acudir
a Conway para comprobarlo: supongamos un mundo determi
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Bibliografía
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S o b r e 1 la base de nueve episodios
cruciales, este libro traza la evolución
de las relaciones entre libertad y natu
raleza desde los albores del pensamiento
moderno basta boy. Azar y necesidad
son las claves que se lian barajado para
comprender los procesos que ocurren
en el espacio y el tiempo. Junto o frente
a ellas la libertad pretende mantener
sus fueros, para cuya defensa no siem
pre lia encontrado los mejores valedores
y argumentos. ■
h e r m e n e ia
EDITORIAL
SINTESIS