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Habilidades: inferir, identificar, explicar. Objetivo: Comprender textos narrativos a nivel
inferencial.
Puntaje: 2 puntos cada respuesta correcta. Total: 38 Calificación:
Puntaje real:
Prema:
SELECCIÓN MÚLTIPLE
Instrucciones: Lee atentamente los siguientes textos. Marca con una línea oblicua la alternativa que
consideres correcta. Si te equivocas, marca una cruz sobre la alternativa seleccionada. Puedes destacar o
subrayar los textos.
Habilidad: inferir.
Puntaje: 2 puntos cada respuesta correcta; total, 26 puntos.
TEXTO I
El demonio de la perversidad
“He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué
estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos
y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la
chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas
del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses
enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de
ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal
sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de
inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su
habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito
describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí
encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del
coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea
de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la
cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico
sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un
período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que
las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el
sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante.
Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el
oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una
ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es
como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase:
«Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz
alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a
salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna
experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba
que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo
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bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera
sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido,
cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas.
Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien,
que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles
atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si
hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más
ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las
angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con
su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si
temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al
infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!Pero, ¿dónde?”
Edgar Allan Poe. “El demonio de la perversidad” (fragmento). En Cuentos. Madrid: Alianza, 1983.
3. De la expresión “soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad”, se infiere que a lo largo
del texto el protagonista
A. confía en que fue poseído por el diablo.
B. admite que la religión es fundamental.
C. es una víctima de un asesinato premeditado.
D. considera que actuó de forma incomprensible.
TEXTO II
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armara de valor para explicarme el motivo de su visita. Observó el interior de la oficina y se detuvo frente al
afiche de Laurel y Hardy que colgaba en uno de los muros.
—¿Le gusta el cine? —preguntó, esbozando una sonrisa atravesada por la tristeza.
—Desde que vi a Chaplin por primera vez. Me eduqué en un orfanato donde nos llevaban, dos o tres veces
al año, a un cine de barrio en el que exhibían programas triples. Mis favoritas eran las cintas de vaqueros
protagonizadas por Randoll Scott y Gary Cooper. En ese tiempo tenía fe ciega en los jovencitos de las películas.
Ahora ya no.
—Mi hija Elisa era fanática del cine. Su dormitorio aún está lleno de fotos de artistas famosos.
—¿Por qué habla de ella en tiempo pasado?
—Mi hija está muerta. La asesinaron a la salida de un cine.
—Lo siento —dije y desvié la mirada hacia la ventana, sin saber qué más decir.
El día estaba caluroso y el sol entraba en la oficina con entusiasmo. La madre de Elisa se acomodó en una
silla y extrajo de su cartera un pañuelo con el que secó sus lágrimas.
—¿En qué puedo ser útil? —pregunté.
—Atrape al que mató a Elisa.
—¿Fue a la policía? —pregunté, sin muchas ganas de inmiscuirme en un nuevo caso.
—Una y otra vez. Siempre dicen que están investigando y que no debo perder la esperanza de encontrar al
culpable. Estoy harta de sus excusas. Por eso seguí los consejos de una amiga y busqué un detective privado en
las páginas amarillas.
La mujer volvió a hurgar en la cartera y del interior sacó unos recortes de prensa que dejó a mi alcance,
sobre el escritorio. Algunos ya los había leído, porque el caso del “psicópata de Hollywood” —como le llamaban
los periodistas— ocupaba profusamente las crónicas rojas de los diarios.
—Cuatro mujeres en los últimos ocho meses —comentó.
—¿Cuándo y dónde asesinaron a su hija?
—La noche anterior al día de San Valentín; a la salida del Cine Liberty.
—¡La misma noche que vi morir a Hank Quilan!
Ramón Díaz Eterovic. “Vi morir a Hank Quilan”. En Muchos gatos para un solo crimen. Santiago: LOM, 2005.
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TEXTO III
Después de 20 años
El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Aunque apenas eran las 10 de la
noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería
oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el
hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:
—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20
años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en
esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de
mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de
corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen 20 años del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor
amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos.
Él tenía 20 años y yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no se le podía
arrancar de Nueva York; para él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos
nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a
recorrer para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría ya la vida hecha y la fortuna
conseguida.
—Parece muy interesante —dijo el agente—. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y
otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo —respondió el otro—. Pero al cabo de un año o dos nos
perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy
seguro de que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del
mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena
si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—. Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en
punto.
—A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡A no dudarlo! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no era;
trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con gente muy avispada para llenarme el bolsillo.
Aquí, en Nueva York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y dio un paso o dos.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—. Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de
tolerancia?
—¡Por supuesto! —afirmó el otro—. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá que
estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
—Buenas noches, señor —saludó el policía.
Había empezado a caer una llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento constante.
En la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita,
insegura hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y seguía esperando.
Al cabo de 20 minutos, un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas, cruzó
apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó, vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el hombre de la puerta.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos—. ¡Claro que eres
Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si vivías. Bueno, bueno, bueno... Veinte años es mucho
tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así habríamos podido cenar otra
vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado el Oeste?
—Fantásticamente. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco o seis
centímetros más bajo.
—Bueno, crecí un poco después de los 20 años.
—¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
—Más o menos. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a
un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el éxito,
empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada uno de
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11. Bob señala que Jimmy “siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del mundo”. ¿En qué acción del
personaje se evidencia esto?
A. Arresta al acusado a pesar de su antigua amistad.
B. Se queda a vivir en Nueva York, tal como prometió.
C. Le escribía cartas a su amigo cuando estaban distanciados.
D. Opta por una profesión que permite ayudar a las personas.
12. ¿Por qué el hombre utiliza un registro formal para dirigirse al policía?
A. Porque es un desconocido.
B. Porque es una antigua amistad.
C. Porque está frente a una autoridad.
D. Porque es una persona de mayor edad.
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RESPUESTAS DE DESARROLLO
Instrucción: contesta las preguntas de desarrollo que le siguen al texto. Por cada tres faltas de
ortografía se te descontará 0.5 punto; por cada falta de coherencia y cohesión, 0.5 punto.
Habilidad: identificar, explicar.
Puntaje: 12 puntos.
TEXTO IV
“ El barrio de la Ribera de Mar de Barcelona, donde se estaba construyendo la iglesia en honor a la Virgen
María, había crecido como un suburbio de la Barcelona carolingia, cercada y fortificada por las antiguas
murallas romanas. En sus inicios fue un simple barrio de pescadores, descargadores de barcos y todo tipo
de gente humilde. Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, llamada Santa María de las Arenas,
emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada Santa Eulalia en el año 303. La pequeña
iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas
de la playa de Barcelona, pero la misma sedimentación que había hecho impracticables los puertos de los
que había gozado la ciudad, alejaron la iglesia de los arenales que configuraban la línea costera hasta
hacerle perder su denominación original. Pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la
costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar.
El transcurso del tiempo, que ya había logrado despejar de arenales la pequeña iglesia, obligó también a
la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía de Barcelona
que ya no podía establecerse en el recinto romano. Y de los tres lindes de Barcelona, la burguesía optó por
el oriental, aquel por el que transcurría el tráfico del puerto hasta la ciudad. Allí, en la misma calle de la Mar,
se instalaron los plateros; las demás calles recibieron su nombre de los cambistas, algodoneros, carniceros y
panaderos, vinateros y queseros, sombrereros, espaderos y multitud de otros artesanos. También se instaló
allí una alhóndiga donde se alojaban los mercaderes extranjeros de visita en la ciudad, y se construyó la
plaza del Born, a espaldas de Santa María, donde se celebraban justas y torneos. Pero no sólo los ricos
artesanos se sintieron atraídos por el nuevo barrio de la Ribera; también muchos nobles se trasladaron
allí…”
Vocabulario
10. ¿Por qué el nombre de la iglesia, en sus inicios, fue Santa María de las Arenas y, luego, pasó a llamarse
“Santa María de la Mar”?
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11. A lo largo de su historia ¿Cuál es la actividad a la que se dedicaba, principalmente, el barrio descrito?
Explica
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