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psicología

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psicoanálisis

DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO

I
traducción de
TAMARA FRANCÉS
y
NÉSTOR A. BRAUNSTEÍN
(novela)
seguida de
LA ESCRITURA COMIENZA DONDE
EL PSICOANÁLISIS TERMINA

por
SERGE ANDRÉ

m
siglo
veintiuno
editores
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248,' DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F,

siglo veintiuno de españa editores, s.a.


PRÍNCIPE DE VERSARA 78 2 ° DCHA. MADRID, ESPAÑA

p o rtad a de patricia reyes baca


ilustración: leonardo crem onini, a ma maman cherie (1972-1973)

p rim era edición-, 2000


© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 968-23-2223-5

derechos reserrad o s conform e a la ley


im preso y hecho e n m éxico / printed a n d m ade in mexico
ÍNDICE

FLA C

P0SFAC101
LA ESCRITURA COMIENZA DONDE EL PSICOANÁLISIS TERMINA
Cogner á morí et foatre la gueule, foutre sur la gueule, est
la denúére languela derniére musique que je coñnais.

ANTON 1N ARTAUD
Flac se habla. Lo único que hace. ¡Ah!, no vale la pena pregun­
tarse dónde está: el señor está en conferencia, instalado en el
para sí de un interminable concilio mudo. Por lo demás, cero:
un extraviado. Pensamiento. Estás perdido. Una de las frases
que se dice, juicio, entre otros, enunciado en su fuero interior.
La sentencia cae, seca. Perdido. Seguida de la sanción: dilo, di-
lo. Dos veces, siempre dos veces. Y vuelta a empezar. Frases
machacadas, parrafadas proferidas desde sabe Dios dónde,
fragmentos terribles o anodinos, estribillos, bloques de pala­
bras que resuenan y cuyos ecos le regresan implacables, lo in­
vaden desde adentro forzándolo a repetirlos. Disco rayado, ra­
dio que de golpe, sin motivo, cambiase de longitud de onda,
repiqueteo, nunca la paz, nunca una pausa, im silencio. Agota­
dor, agotador Pero del mismo modo, confiesa, anda, confiesa,
horrorosamente seductor. Escucha, escucha sin parar. Flac lle­
va la vida de un cautivo cuya prisión es él, él mismo. Helo aquí
mirando por la ventana. Mira nada. Se desliza en la ola gris
plomiza de:una llovizna de noviembre que cierra los rostros.
Manos en los bolsillos, ojos volcados hacia el lúgubre paisaje
interior Tan sólo un estómago rumiando su vacío. Está cerra­
do, piensa, cae. Y sí, sí, tristes mamíferos todos. Afuera, nada
bueno. Y por dentro lo peor. Peor aún, se dice con una triste ri­
sita. Y se pone alegremente a salmodiar, imitando el altavoz de
un aeropuerto: se pide lo peor en el 44.de la calle Valmy.
“¿Se puede saber qué haces ahí; tú siempre en la luna?...",
repetía su madre ya desde que era niño. Con esa voz perpe­
tuamente irritada, al borde de los nervios, de la que Flac no
soportaba el gimoteo chillón como no fuese abismándose
más en su monólogo, Y más: “¡Ah, de nuevo en mi camino co­
mo una flaca estúpida!” Círculo vicioso. Círculo vicioso de la
1m*..•••.l1~.·.
l.!l.l..1.l.·1.!.~..~!.ll.¡.l.·Jl.~i.!lfü..·~.
y.:'.•.'~'.: :.: :. : :.·•.· •.• . •. • .•· i.:i.·.. r.••. :·. ~.1·.!.'r·.1.';1.·; · .· ·; · · · .•· · · ·. • .• .·•.· :.· i\ (· · ·
•·.I.•.•·•·····.······.

familia de Flac en donde nadie se encontraba jamás a pesar


B~icrl1fars7y.cieshg5arátoga·.D()J:%er1elrtqlJciqo7sp~9ícJen
de cruzarse y de chocar á toda hora en el reducido espacio en
qB.e vi\1Ían -: Recuerdo
que vivían. }lecuel'cl() tletf s~al) le,iop[ilI}entf,
detestable, oprimente, de.fS()si de esos . departa­
cleparya·.
rxie!l~()s. clf .l()s 'll!~••····~a ?í.a qge.11111q~ryf t()d()SJ()s.a.ñ()s,·c>ll1~s
mentos de los que había que mudarse todos los años, o más
ªIBeI1ttd()
a menudo a.~I1,iC11a.I1q()flgroI).ift~l'~()'
aún, cuando el propietario, al ~lH1.lf.I}º~·t•·•·.l~
que no se le . pagaba :pag~l)a
. tl.~.~Br·••
desde Pª.Sí.:t•.mesf?,i
hacía meses, e!XlJ)f empezaba z~l)~······ª•••que a . P()!lf.I"~.e
ponerse amenazador.
. ªrt:leI1ªZ:~?8r·•··•.·.fl.ºC().s. Pocos
c1.l<ll"t().s, es.~r()J.Jf~??Si)T exi~os, CJ.l!)~ey~íarr aú11p:iásfeqs>Y.y
cuartos, estropeados y exiguos, se veían aún más feos
estre5~()S!)ºTl1I1a.ªC1.llX1ulfció!l.i.ll;'eJ:"osíl11íLqe.qesec.~o~·.•··Yde
estrechos por una acumulación inverosímil de desechos y de
objet()s ;r.~ri()piI1tos: montones
objetos variopintos: IX1ºI1tºI1fsc9rrl()s con los 9lJe que . su s.1.l>IT1.~drf··•·.fSPe)'
madre espera­ ."a•.
bae.n .v~11.?Pel"}Jftt1aJ"••.·.u11 g~~a~o.delqfü\ flla.111is111i:r no
ba en vano perpetuar un pasado del que ella misma noi.q11e.·
que­
rí~)s~?7r
ría saber I1<:lB~X•.'
nada y que ll1f·e~ta.l)a.••·•f)·e~cii(:l(),}l.1frqid()•······~iI1
estaba perdido, perdido sin i"eil1ediq•<p.i remedio. Si
es•. ql1eal?l1I1~· yez•7I1YfI"cfªd.·•.)~i.stió .. ·•H~··•Il13.d_t~··••.ª.e~Ia.pten.ía••el
es que alguna vez en verdad existió. La madre de Flac tenía el.
.cl()ri•·•ge.~ina,~lpt949,cc11ItivaBa.lo~\fSC()Il)_b5os . At~L.911I}t9
don de arruinarlo todo, cultivaba los escombros. A tal punto
ql1e5~1 J:"fc.9rqar •.~§tª~J?ocacl~.la il1faw::ia1au11.· .• ha1Jie!l(l0par-··
que, al recordar esta época de la infancia, aun habiendo par­
ticlP~cl() e.I1<Irl~s (17 quince•·•·rn11dapzas; Flacrpodía:<hablar de
ticipado en más de quince mudanzas, Flac podía hablar de
“el departamento”.
''eLd~rf:1Sa.rnr
··]3L.
El departamento. 1119':. , En>·•··.•·.·.···.············.······.•·<·•·.········.··•··•········.•.·
citPél1Sfill.jm()~iJ?l1 tl"t911gº;;~iel11pl'I~
el fondo, siempre <i >·······•·.···•··········•>·· ..·
mismo.·.· Siempre
71. ·111i.s!l)_c>.§i~JÍlB.r~
el
lif~tª1.l~~c1()>rI1§1.l<ic1fl1g?a.d.n~Ps
restaurado en su identidad por la ~:iI1CBr:a.~1 incurable 0 gl)~tin.a,ci«Sn.••·.qf>S!f
obstinación de su
ll1fcit,S·
madre. Pilas de diarios~l"i.~~\Xief.iq.~
viejos yil~ª;c1.~<.c11 ~wrrn9st7I}íélR estanterías
que sostenían ~~ta.11~erias n1()Yet move­
di3él§\YSfJ~Wélti~gis~~él®'gfü$9{WPél~iclrsg~élc1~s;}.~olecci9nss
dizas y cajas atiborradas de colchas desgarradas, colecciones
clfüSliI1<iHf.§
de candiles .(11,lé que fe se caían fI1Pe~~()S
C<;Í<ffi en pedazos yy nunca I1t1.11F3. se seli7Pél~?an¡Jlo·
reparaban, flo­
rer()s··•clesportjll~cr()§·····SélJ()f1~S·••IT1efálispsi.S()P;Sfrvad.osen•p~e~i'
reros desportillados, cajones metálicos conservados en previ­
sión\c1f•·.• sabtpi()s·.•···q~ét1so:.futt1ro.i•'.~¡A.h;•.·~co!ll()dar,• .··.ªcºrn·ºd.ar'
sión de sabe Dios qué uso futuro. “¡Ah, acomodar, acomodar,
§i.el111.1J:"e.
siempre esos es.()f .Irl.alcli
malditos t()~.3,C()Il)_ºdos!,.·,'',
acomodos!...”, utensilios 1.lt~r¡siliqs.i11sei-yibl.es,.pélT
inservibles, pa­
¡:aguas . ··••sin•••\111ªI1g()(tél9~t()s • sirrsl].•·.•·par··•1Jrr()··Pl1fSt()S\~n····líI1~ª·
raguas sin mango, zapatos sin su par pero puestos en línea,
· · · cét1c~ería~:iI1fªl11f fü f)SOr()~iP()lYq·/:(()qo ~s~ baratill(),iiI1ciign.()
chucherías infames, tesoros, polvo, 'lodo ese baratillo, indigno
delpoil1er5iaI1~~· .IT1~§IT1i§.el"a?It,•••·€,§~ 8Rl11)11ciéli.de . ba.sur(:ls, sólo;
del comerciante más miserable, osa opulencia de basuras; s?l().
dej.aba···esgacioclJ.sg()~8le•gar~él.l~P:()s•.se,I1d.tJ_"()ssil1l1qsos
dejaba espacio disponible para algunos senderos sinuosos. • • que qlJ.f
t?sz.~Béll1)$1
forzaban
cuyo fracaso
el arte de ño tropezar. 9~tt•
cir\~()!'!;l"()R~r~? '~r1B()~}P1) Yfnse:r- e~ei df s.afí()····.·.
exasperaba continuamente aft1ffila m.ad_te.·•··•·d~Fii.tS'.
Imposible vencer ese
madre de Flac. ·
desafío
i<.:t1%B tffíf~~Bfit0ffi~B~~fíBr·•s911~1.l~r1)1}~~
·.. t1C>isB~7~:q.~sg9lfiSl!1rl1RB-~~tt;B:q7 +e~·'.~l17fB9~·\N11.fcontacto,
Horrorizada por el encuentro de los cuerpos. Un º·l1ta.ct9, •. unt1I1
. r9.ce, J>~Bs?~~·.· . . . .··~f? 7ll~1l1nffi·2ríf l1L~f Áil- Yj~s7ra_t:<inst~.~áI1fB
roce, provocaban en ella una repulsión visceral: instantáneo
·. \en.J:"ojes~imt()i
enrojecimiento de .•.• . t la S~ft)~()1}F()11.!;1"ª5fiÓI1/~y
cara con contracción de narinas f~ napI1as ylabi()~'.i
y labios,
J?flf.~~isis{t[s¡)a:•J?()s!llr.a•por.pqlfa.lyg·.•1J.11él•tor.pt\·.•il1J:l1()'fiti4a.ci,··••·clYs(·.··<?
parálisis de la postura corporal en una torpe inmovilidad, des­
pués el.•·. ternBtPJ:"p~?fuI1<i?···.9.e)l()s!Xli~p:i1)2os¡···•·.71·.Pa.ta1.~() •. c().l}··•.1()~<•·
pués el temblor profundo de los miembros, el pataleo con los
píy.~x,•pl1a1l11fl1tt\1e.r-u.st()dfl••Rrit()t[~rfb.f;lio11:?gew,.¿p8ri'llJ~•i·;.
pies y, finalmente, eructo del grito de rebelión: “Pero, ¿por qué
sieIIlg~·s·•·tiellfil·q~f<)_Jf~arIIlyC()~(l.~?.,~"
siempre tienen que pegarme cosas?...” §XtrO.ñél/Í1:(lSE\<ª•.lf Extraña frase a la .que CJ,1,1.s··.·.·..
. ·• I1? se g()(lí1.ti1lteI1 tar l1I1~ff~J.JHC:ª si11 e~c11~liar q§~ll1f t[iat() un
no se podía intentar una réplica sin escuchar de inmediato t111L
ffil11Hdo:
aullido: i'¡¡·¡>-N"Clql,lifJ:()
“¡¡¡ No quiero ser s~J:"'Il1~11q.i>G~tla.;.·esq
manoseada; eso §!>···.~9dod!li' es todo !!!” >•• . • / 'i, E y;
>!Un prindpiq>tan···categórico
Un principio tan categórico . qu~·acarreaba·•.comocconset< que acarreaba como conse-
/ j;
12
e'-"\;,..:..••-,
--------------------- --------------------------------- * ...... -------------------------------------------------------------------- -- --------------------------- - ------- -------------------------------- ----------------------------------------------------- -- --------------

cuencia el aumento de la ferocidad: el permanente retorno eñ


la madre de Flác de una obsesión, es decir, de una presencia,
de las cosas del cuerpo: molestia, torpeza, sucesión de fobias
que no dejaban de exhibir lo que ella hubiera querido haber
inexistente. Rebajado a desperdicio, estorbo y despojo, el
cuerpo de la madre agobiaba el departamento. Sólo en la clan­
destinidad y en el silencio se podía abordar lo relativo a los
cuidados del cuerpo, a la vestimenta e incluso al simple bien­
estar. Y sobre todo que ninguna sospecha de placer se desliza­
se en alguno de los múltiples usos de la palabra "toilette". ¡Ah!
¡Por fin! ¡Llegamos! El Señor Conferencista se decide a abrir
las dos puertas prohibidas: la del cüarto de baño y la del W.C.
¡Ahora veremos! Hasta dónde te- atreverás a ir, amigo mío...
¡Anda, flojo! ¡Qué remolón! ¡Qué remolón este Flac, qué galli­
na, qué mariquita.:.! ¡Muévete! ¡Derecho al centro de la ciudad
prohibida! Una zambullida en el absceso purulento. Y una
buena dosis de sufrimiento. Hasta la crisis, hasta el paroxis­
mo: cólicos físicos, acuciante mordedura de la más oculta ver­
güenza, retorcimientos desenfrenados de tics... ¡No; todavía
no basta, más aún! Mejor. Peor. Hace falta el desamparo ori­
ginal, la regurgitación del alma, el espasmo expiatorio. Endu­
recerse, hay que endurecerse, mi estimado amigo. ¿Qué es es­
ta cosa tan delicadita? A abrir las puertas, ¿entiendes? Eso se
dice dos veces y después dos veces dos veces, se repite hasta la
lastimadura y la rabia..: y después se suelta. Se suelta para el
puñetazo al hocico, calla el hocico, cierra el pico, paf, paf, y
golpear, reventar su hocico de no-toques, aplastarlo sobre su
--- ------------ --- --

mugre, arrastrarlo en su roña grasosa de sexo hediondo, des­


pachurrarlo contra la pared, contra el borde de la bañera, ha­
cer estallar su cráneo hasta que salgan chorros de cerebro sal­
picando el techo. Y después salir, salir a la calle y al primero
que parezca estar vivo descerrajarle un garrotazo en la tapa de
los sesos, hundírsela, descuartizarlo, hacerle la autopsia. Y en­
tonces erguirse. Mirar con calma a los transeúntes paraliza­
--- -

dos de terror y decirles: "Yo, el instinto de muerte, yo, hablo."


-------------------- ----- -------------

Y verlos á todos caer de rodillas con lágrimas de reconoci­


miento y contracciones de glotis: ¡sí; el mesías ha llegado, Otra
ve/. Dios está con nosotros!
El cuerpo de su madre. Omnipresente. Imponiendo su ro­
tura secreta, su llaga, su abandonó insostenible. Obstinada­

13
mente. Sebo de rechazo. Sudorípara y lívida. Ojos siempre re­
traídos, boca contraída por el miedo, miembros perdidos en el
espacio. .Muecas, grietas, arrugas. Marcada én el tobillo iz­
quierdo por una mancha reptil de color borravino, de turbios
contornos. ¿Su madre? Es eso. Entrañas fruncidas por sabe
Dios qué culpa inexplicable. Salido de su entrepierna, sí, de
esas tripas viscosas, sí. Con expulsión placentaria sanguino­
lenta. ¿Cómo no imaginarla? Su salida al mundo. Borrar la
idea de esta matriz desmedrada en la vergüenza de sí. Supo­
ner, cada día, su desaparición. Exterminarla. Y poder lavar,
por fin, simplemente lavar el departamento quitando la grasa
sofocante que lo pringaba hasta el traspatio del alma. El de­
partamento, empezando por esas dos fosas infernales donde
la suciedad y el desorden acumulados llegaban a la obsceni­
dad: la letrina y el cuarto de baño. Lardea de limpiar la taza
de un excusado, sus bordes o tan solo el suelo de mosaico que
lo rodeaba era tan extraña al espíritu de la madre de Flac que
éste tardó mucho en descubrir el uso del cepillo de cerdas du­
ras que veía en todas las casas plantado en un bote rutilante
de plástico junto al asiento del baño. Muchas, muchas veces
se interrogó sobre el uso de ese objeto surrealista cuando visi­
taba a sus amigos, llegando hasta suponer que se trataría de
un utensilio médico destinado a la higiene íntima de ciertas
mujeres cuando les llegaba la regla. Era muy claro que Flac
había deducido una imagen del sexo femenino análoga a la de
una chimenea con las paredes cubiertas de costras de hollín
negruzco que sólo podían quitarse restregando con vigor. Ho­
rror, estremecimiento: piensa que tal vez un día tendrá que in­
troducir su propio órgano, tan suave, tan sensible, en ese con­
ducto arrugado y decrépito, habituado al cruel raspado de la
brocha de puercoespín. ¿Acaso no estaban las paredes de la
vagina cubiertas de. picos como una piel de erizo? ¿Acaso no
era éste el secreto, que le escondían acerca de los famosos pe­
los del sexo femenino? .. .
¡Qué suplicio el del pasaje cotidiano por esa cloaca! Aún
hoy los ojos y el espíritu de Flac se sienten mancillados por
ese pensamiento. El recuerdo mismo de tal pensamiento se ha
transformado en una suciedad que ño se desprende y que re­
clama, de modo apremiante, contrapensamientos de ablucio­
nes lústrales, de enjabonadas con cremas inmaculadas, de
chorros de agua sobre baldosas resplandecientes de blancura.
¡Purificación! '¡Purificación! Nunca lo bastante radical para
borrar la mancha inmunda y pringosa que ensucia para siem­
pre su memoria. Enjuáguese el ojo, acérquese: Paisaje: desde
la puerta abierta se ofrece el espectáculo de la cubeta emba­
durnada de deyecciones que, con el correr de los meses, aca­
ba siendo un mueble central donde las materias se acumulan
en una capa cada vez más espesa que se extiende* bajo el agua
estancada del fondo, en un limo infecto, lodazal cenagoso,
aluvión viscoso en perpetua putrefacción, barrizal mefítico
que ella, su madre, ignoraba con terquedad pero que, para
Flac, equivalía siempre a la explosión de un insulto: ¡mugrien­
to!, ¡mugriento! Y cuando él apartaba los ojos o se forzaba a
pensar en otra cosa al sentarse en él inodoro, tenía todavía
que afrontar la idea de que debía plantar sus nalgas y sus mus­
los desnudos sobre el asiento de plástico negro nunca enjua­
gado donde la suciedad dejaba una constelación de huellas se­
mejantes a las que se ven en los pergaminos. ¡No! ¡No! No
tocar esas manchas de cágarrajos o ¿quién sabe? de secrecio­
nes vaginales... No tocar esta mugre. Era necesario entonces
recurrir a la serie de cauciones proferidas en lenguaje interior:
Armiño Fuente Límpida, abreviando, a f l , a f l , a f l , a f l ... que
Flac se repetía a toda velocidad, recubriendo el asiento con
bandas de papel higiénico que hacía pasar alternativamente
por arriba y por abajo de la tabla negra, cuidándose mucho de
no tocar jamás con sus dedos la tabla misma: a f l , a f l , á f l ,
a f l ..., durante todo el tiempo en que él defecaba, para no es­

cuchar el ruido del papel que se desgarraba por el peso de sus


heces, abriendo bajo él el abismo tan temido. Y, una vez ter­
minado, soltar el agua. Dos veces. Por lo menos dos veces pa­
ra hacer desaparecer la gran cantidad de papel usado en la
operación, E inevitablemente, i-ne-vi-ta-ble-men-te, escuchar
a su madre aullando, desde el otro extremo del departamento,
con la máxima exasperación:. "¿Por qué necesitas usar tanto
papel?" Como si ella acechase con las orejas levantadas, como
si lo hubiese oído todo, el .menor gesto, el menor desgarrón
del papel, como si hubiese podido, con sólo oír, reconstituir
toda la escena montada por su hijo. Era una preocupación
torturante para Flac: cómo poner fin a la persistencia de esta
cloaca inmunda. Se sumergía en la lectura de la más recóndi­

15
ta publicidad en favor de productos de limpieza para W.C. Los
conocía todos;, envases de plástico de marcas diversas.de don­
de surgían líquidos espesos de color azul cielo o verde pino,
pequeños cubos para colocar en el tanque de agua del excusa­
do, bloques con perfume de lavanda o limón: qué se engan­
chan en el borde de la taza, etc., todos los accesorios que él ha­
bía observado en los baños de sus amigos, siempre y
milagrosamente deslumbrantes. De modo que cuando su ma­
dre iba de compras él le suplicaba que trajese tal o cual de es­
tos productos enseñándole, para persuadirla, el recorte de la
página de alguna revista donde se ensalzaban sus cualidades.
Su madre lo miraba con perplejidad como si le hablasen en
chinó y, si él insistía, acababa por ruborizarse, enfadada. Si al
señor le preocupaba esté tema de tan grande importancia,
tendría que arreglárselas para producir una caca blanca y sin
olor... Y Siempre volvía de las compras con un litro de cloró
que sacudía bajo los ojos de Flac: "¿Está satisfecho el señor?”
Lo volcaba en la taza y tiraba la cadena. El efecto de este ges­
to era nulo, sin duda, pero la madre;de Flac se hubiese muer­
to antes que limpiar la menor huella de materia fecal.
Lo mismo pasaba con el resto del cuarto de baño. Nunca,
nunca en toda su vida, lo había restregado. Detalles, si les pa~
réée. Sobre los mosaicos, sobre él lavabo, sobre los espejos,
sobré el bordé de la ti na se acumulaba una espesa capa de pol­
vo grisáceo, tubos de dentífrico despanzurrados cuya pasta es­
taba dura como piedra, viejos trozos de jabón macerándose en
un lodo turbio, guantes de esparto desgastados y parduzcos,
esponjas rasgadas y, lujo imsorio, frascos de agua de Colonia
barata cuyas etiquetas desparecían bajo las sucias huellas de
muchos dedos, Lo imposible era usar el lavabo, siempre rebo­
sante de un agua amarillenta en la que se remojaban calzones
y calzoncillos. La madre de Flac no lavaba ni restregaba: todo
lo que no iba a la lavandería; fuente perpetua de quejas a cau­
sa del gastó qué suponía, o sea, la ropa que entraba en contac­
to directo con el cuerpo y podía por lo tanto revelar una inti­
midad obscena, era puesto en remojo”. El remojo consistía
en meter la ropa en el lavabo, cubrirla de agua caliente, espol­
vorearla con escamas de jabón barato y esperar al -díá siguien­
te. Ese día la madre de Flac enjuagaba echando pestes. "¡Ah!
[qué puercos!, ¡qué sucios! , sé le escuchaba refunfuñar entre
16
dientes mientras agarraba*con la punta de los dedos, ya. cu­
biertos con guantes de hule* las camisetas, calzones, inedias y
sostenes que sacaba y metía en el agua con üiiá mueca de as­
co. De modo que lás aversiones de Flac y de su madre se co­
rrespondían en espej o, encerrados ambos en el sueño de una
imposible purificación del cuerpo.
Y a era bastante tener que padecer los locos caprichos de su
madre, verse obligado a compartir — al precio de organizar un
sistema permanente de defensa mental- la insania de su com­
portamiento y la serie de poluciones grasientas que de allí de­
rivaban. Pero la idea que literalmente aterrorizaba a Flac era
la de que, sin previo aviso, alguno de sus condiscípulos tuvie­
se la rdea de visitarlo en casa. Flac hacía de todo para impedir
tal eventualidad. Había inventado y no cesaba de difundir, por
medio de historias contadas en el camino al colegio, la leyen­
da de una madre mártir, maniaca de la limpieza y:del orden al
extremo de no poder soportar el menor desarregló, aunque
sea el simple ruido de una conversación que la presencia de
un extraño en el departamento hubiera provocado inexorable­
mente. De tal modo había construido, con el correr de los
años, una verdadera novela, tan cómica como siniestra era la
realidad que disimulaba, novela en que sq madre aparecía co­
mo uña auténtica JVliss Polish a la que abrumaba con rasgos
que eran precisamente los opuestos a los que le eran propios.
Es así como encontraba un placer solapado, durante los re­
creos o en .las horas, que .pasaba en casa de .sus compañeros,
contando cómo ella, por no soportar ver un diario tirado so­
bre una mesa, arrojaba al cesto de basura, ya al mediodía, el
periódico de esa misma mañana, aunque nadie hubiese teni­
do aún la posibilidad de leerlo. O cómo ella no podía ver o tan
sólo imaginar una mancha, una partícula de polvo o una gota
de agua siñ sentirse constreñida a limpiar el lavabo cada vez
que alguien pasaba a lavarse las m anoseo que:ella pasaba el
día entero persiguiendo migajas, alisando colchas, alineando
con sumo cuidado los flecos de las alfombras y sacando brillo
a los picaportes. En sus relatos Flac no dudaba en exagerar las
manías de su madre hasta caer en lo grotesco. Estas historias
hacían revolcarse de risa a sus compañeros y a él mismo* ade­
más, obtenía, de rebote, un doble beneficio. Por una parte, le
permitían delatar y .hasta exhibir el personaje de una madre
· . • 17
caprichosa y un poco lunática pero disfrazando sus extrava­
gancias de manera que el personaje se inscribía en el buen
sentido, o sea, en el ideal común de devoción a la limpieza de
un hogar bien cuidado. Por otra parte, la acumulación de to­
das estás contraverdades, de las que él era el único en conocer
su revés, lo convertía en un personaje que suscitaba a Un tiem­
po la risa y la simpatía. Le tenían lástima por estar bajo el fla­
gelo de una mujer tan severa y esto despertaba en sus cama-
radas una tendencia a invitarlo más seguido a refugiarse en
casa de ellos para encontrar un poco de libertad y, según ellos
creían, un poco de desorden.
Aun así. Detrás de la sonrisa y de la superficial tranquilidad
que aparentaba para disimular su secreto, Mac no podía olvi­
dar la angustia que lo roía. Y si, a pesar de todo, a alguno de
esos cretinos se le metía en la cabeza, por un motivo u otro,
venir a tocar a su puerta... ¡La pesadilla! Mil veces había Flac
imaginado la esqena. Todas las variantes, todas las soluciones.
i fulano llegaría animado, trepando de cuatro en cuatro los
pe danos de la escalera. Con una burbujeante sonrisa de ca­
maradería. Inocente, en extremo inocente. Con el corazón en
la mano, ofreciendo espontáneamente su afecto, excitado por
la sorpresa, etcétera. Flac ío veía acercarse a toda marcha.
¡Alto! Ni un paso más en la familiaridad. ¡Alto! Dejar fuera a
su camarada, en el umbral. Con cualquier pretexto. Impedirle
lanzar una sola mirada sobre las condiciones del lugar a tra­
vés de la puerta entreabierta. Zona prohibida. A partir de ahí
nó se sostienen ya ni amistad, ni simpatía ni sentimientos. Tan
sólo el desamparo feroz que le corroe la médula, la reclusión
infernal, lo inconfesable. Y el dolor, imposible de compartir
de tener que alejar al compañero cuyo afecto era sin embarcó
necesario y demandado con tanta avidez. Flac había aprendi­
do el arte de despedir a sus amigos pór motivos misteriosos y
categóricos que lo llevaban a lamentarse y que le dejaban
siempre él corazón dolido. Malo, cada vez más solo, más opri­
mido. ¿Pero, lo había pensado todo? ¿Estaba seguro dé no ha­
ber dejado pasar algún detalle en las alternativas de la situa­
ción? ¿Y si, pese a todas las defensas, pese a todas las
operaciones mentales; él entrase? ÉL: bastaba este pronombre
para atormentar a Flac. ¿Quién era ÉL?
Ahí estaba, Flac lo sentía oscuramente: podría deslizarse
una falla en sus.ejercicios espirituales de defensa contra el ad­
versario inminente. Entre todas las hipótesis examinadas con
una aprehensión que se transformaba en locura y esa locura
en calambres indomeñablés que le comprimían las entrañas,
Flac podía distinguir dos alternativas, ninguna de las cuales,
tenía que reconocerlo, le ofrecía una verdadera escapatoria.
Doble espada de Damocles en la cual no podía dejar de pen­
sar a la vez que luchaba con todas sus fuerzas mentales para
hacerlo lo menos posible. Pues se le había impuesto la idea,
como un demonio incrustado en su cerebro, de que la existen­
cia de tal pensamiento y de su retorno insistente equivalían a
una invocación para que se cumpliese. Su plegaria se expresa­
ba en una especie de oración mental para que el aconteci­
miento no tuviese lugar, pero Flac sentía, espantado, que la
negación se evaporaba como una partícula sobreañadida y
con su desaparición subsistid aún la afirmación del pensa­
miento conjurado: ojalá que eso (no) suceda. Y entonces Flac
tenia que desplazar un grado más sudmploración: no pensar
el;"eso sucederá" que hacía que el “eso sucederá” brotase con
más ímpetu y fuese más verosímil.. Consecuencia: si eso suce­
diese sería por su propia culpa, la de él, pues habría sucedido
porque él lo pensó, porque lo había pensado muy a menudo o
con excesiva vehemencia. Porque lo había pensado; punto.
¿Cómo saldría de ese círculo en donde el pensamiento se
transformaba en coacción, la coacción en superstición y la su­
perstición en prohibición de pensar, pensamiento en sí mismo
contradictorio, impensable?
En esta fase Flac ya no pensaba. Caía, atrapado en un acce­
so de vértigo mental, se sentía golosamente aspiradopor el
torbellino de su marasmo interior. Se debatía con todas sus
fuerzas contra esta abyección pegajosa. En vano. No pierdas
tu tiempo, chiquillo. ,Ya nos ocuparemos de ti! Paciencia . Un
pensamiento que ya no era ni suyo ni de algún otro que fuese
identificable. Un pensamiento salvaje, desenfrenado, voraz, lo
buscaba, lo atrapaba, inundaba sus moléculas cerebrales has­
ta la saturación. Desposeído dé sí mismo, ahogado, Flac desa­
parecía: un coma én vigilia. Sin ningún control. Fuera de si.
Expulsado por una conciencia extranjera, entregado a sus
exacciones, devastado sin compasión de punta a punta.^Pn-
mera burla, espasmo vocal, torsión del rostro, sacudida ab o-
19
minal. ¡Ahí; muy bien! Ahora ya empiezas a sentir, ¿eh? ¿Adi­
vinas lo que sigue?
Maldad pura, maldad pura... llamado que percutía en eco,
martillaba los tímpanos, se inscribía en letras de fuego, enun­
ciando el mandamiento absoluto. Surgía un:estruendo como
una ola tempestuosa, se elevaba, rodaba al galope en un cla­
mor creciente; ¡Mátalo, mátalo!? Dada la señal empezaba la
carnicería. Por fuerza. Imposible escapar a la corriente de las
imágenes, al trance furioso, a las cascadas de tics. Hundido en
la virulencia. Crescendo. Obligatorio, Que golpee, que curta la
carne y la mortifique, de la piel a la médula y del hueso al se­
so, hasta borrar el ser. Ráfagas de frases, de palabras, de .soni -
dos insensatos, granizo de lenguaje que se despeñaba desde
am ba y exigía contraataques por soliloquios desquiciados,
melopeas glosolálicas, con gestos conjuratorios solemnes y ri­
sas convulsivas que terminaban en hipo. Sufrimiento eterno,
siempre en aumento. ¡Imagina, tarado, pedazo de bruto, de
tonto, cabeza de borrego, imagina: un sufrimiento siempre
creciente, sin límite én el tiempo, sin muerte para acabar de
una vez por todas, eternamente peor! Suplicio uniforme ace-
Ierado... no puedes imaginarlo, no puedes pensar el infinito...
Pero piensa que puedes sufrirlo porque él piensa en ti, te pien­
sa sin cesar, lo sepas o no. Y eso no és más que el comienzo,
el mero comienzo del comienzo. Eres pensado. Y porque eres
pensado tú debes pensar que tú piensas. Tú debes; no puedes
escapar. Sólo que hay un margen entre el pensamiento que te
piensa y el que tú piensas que piensas. Tal vez una galaxia...
Hablar, hablar, discurrir sin fin, con una insistencia insidiosa,
como si cada palabra se acompañase dé un irresistible "¡Escu­
cha! , Pero, ¿quién le imponía este desatino? Y al mismo tiem­
po se hacía oír otra voz. ¿Era una voz? Más bien un ladrido,
apenas articulado, que puntuaba la caída eñ cascada de imá­
genes atroces; escenas de terror, matanzas pároxísticás, supli­
cios fanáticos,, martirios gesticulantes. ¡Terror!. ¿Te ríes? ¡Te­
rror! ¿Te ríes? Ganchos de carnicero, visiones de cuerpos,
suspendidos, aún vivos, estremecidos, los ojos desorbitados
del matarife ál descuartizar un cordero, quizás un niño, a ha­
chazos sobre la plancha de madera desgastada por las limpie­
zas con fibra metálica. ¡La carne, la carne! ¡Vas a estallar de
risa! ¡Ah, ah, ah! ¿Te acuerdas de aquella puerca carnicera?
~rxl~ ~~f¡
Esa inmensa bola de grasa y estupidez, esa cochina. jCochina,
cochina! ¡Cochina apestosa! Haciéndose los elegantes el do­ :graar··
)it"
mingo al volante de sü Mercedes, triple papada ahorcada por
una corbata de supermercado, la panza empujando el volan­
te, ella reventando un traje sastre rosa, talla 58, como una sal­
chicha hervida: dos cerdos, pareja de cerdos alimentados Con
carne de cerdo, el Señor Chorizo, la Señora Morcilla y sus dos
puerquitos salen de picnic con latas de cerveza, radio de tran­
sistores y rebanadas de pan con mantequilla. .
Carnicería Falliere embutidos finos. ¿Recuerdas el día, el
famoso día de la humillación? ¿Recuerdas ese mordisco enve­
nenado, el aguijón ardiente que te atravesaba de un golpe, fi­
jándote para siempre como a úna mariposa clavada sobre un
corcho? ¿Tenías entonces cinco años o seis? Ya en la miseria,
en la vergüenza, semanas de fideos con márganná seguidas, de
semanas de tocino frito y puré de papas. De vez en cuando un
bistec o un.pollo el domingo. Billy, tu perro, desaparecido de
repente: regalado porque comía carne y eso salía muy caro.
Billy, al que llamabas en secreto todas las noches aí fondo de
tu cama, con lagrimones, laágrimas de muchacho, esas que
uno guarda de por vida. Y ahí estás con tu madre en la carni­
cería Falliere, llena como siempre de una multitud de come­
dores de rosbif, de chuletas, de piernas de cordero, de suaves
asados de ternera. Tu madre pide un trozo de doscientos gra­
mos de puchero; no es caro y mejora la sopa. Y la Falliére, esa
sucia puta, levantando con aire de desprecio triunfal su hoci­
co, los cachetes relucientes y la mirada cortante, vocifera de­
lante de todos: "A ver, señora Robert, ¿ños pagará hoy lo que
nos debe?... Porque la casa (decía: la Gas-sa, dándose una ma­
yúscula que la elevaría por encima de su condición de carni­
cera de provincia) no fía sin límite, si no ¿dónde iríamos a pa­
rar? (Guiñando el ojo al publicó) Bueno; está bien por esta
vez, pero le advierto, es la última.” Y luego, de improviso su-
surranté, melosa, cristiana, al borde de las lágrimas, rebosan­
te de buena conciencia, baja de la estantería uña rebanada de

,Jilfitti~l~Ditilii¡i~*i-tl::·
salchichón barato, la enrolla entre sus dedos en forma de ci­
garrillo y sé acerca inclinándose hacia t i : “¡Ah! qué lindo está
su chico y a esta edad hay que comer carne porque hay que
crecer..: Toma; esto es para ti, es un regalo de la Gas-sa” Tú te
quedas quieto, miras la mano extendida, los dos dedos apre­
·221i·.
.... :"".· :·:_:_..·-:·_:·.<::·- .. ·-.-_-:·.·."
tando la rebanada de salame, alzas los ojos, clavas tu mirada
en las pupilas de la gorda marrana y. ¡plafl, le descargas un pa-
tadón en la espinilla. Ella se pone a chillar, aúlla como una
trompeta desafinada y escupe: ¡cretino!, ¡basura!, ¡gente de
mierda!.:. Tu madre, apretando los dientes, te saca a toda ve­
locidad por el brazo, molesta por tu conducta de niño malcria­
do más que por la. afrenta pública que la carnicera le infligió.
Tú te tragaste el desprecio, recibiste en pleno rostro el escupi­
tajo dirigido a tu madre, padeciste el insulto de la caridad hi­
pócrita y por encima de todo, herida que nunca cicatrizará,
has visto a tu madre con torvo gesto, palidecer, arrugarse, mu­
da, incapaz de defenderse de otra manera que abstrayéndose
en una indiferencia infinita. Arrastrada impávida por el lodo.
Lo que ella llamaba: conservar la dignidad, No se discute con
una carnicera; uno mantiene su lugar Ridículo, payaso, lasti­
moso. Lastimoso. Al mismo tiempo, más fuerte aún que el ar­
dor del ultraje, acabas de descubrir una nueva sensación, ex­
trema y compleja, mezcla de pesar y placer, de dolor y goce.
Un goce oscuro, un placer envenenado: la venganza.
Sí; en ese preciso instante, con una patada magistral, Flae£
derribó una puerta que hasta entonces ni siquiera había visto.
De todos modos él no sabía, no podía saber qué monstruo es­
taba agazapado detrás de esa puerta. ¿Se satisface alguna vez
una venganza? ¿Cómo adquirir una certeza semejante si la he­
rida que se recibió ha llegado hasta la idea de sí mismo e in­
cluso hasta la sensación que se posee de ía propia existencia,
cuando la representación que uno tenía de uno mismo, tanto
para sí como para el otro, ha quedado profanada, degradada,
rebajada hasta el punto de derrumbarse como una máscara de
trapo, develando en su caída un ser insoportablemente desnu­
do, privado de su humanidad: una cosa, una carne, un despo­
jo, una nada? Flac comprendió además, tan pronto como la.
hubo dado, que su patada a la carnicera, por heroica que fue­
se, no pasaba de ser un chasquido de dedos en relación con el
abismo al que fue arrojado. Réplica pusilánime, rúbrica de su
miseria. Ni tan siquiera la muerte de la puerca Falliere, tras la
meticulosa programación de su asesinato, hubiese bastado
para satisfacer y apaciguar al demonio: que se había desperta­
do en él. No aspiraba ni a su muerte ni a su desaparición, por
cruel que fuese. Lo que Flac quería era verla rebajada, a su
V0Z, a eso con lo que ella lo había identificado en público, una
rebanada de salchichón. Cada vez que volvía a pensar en este
episodio de su infancia,: y Dios sabe con qué frecuencia lo ha­
cía, encontraba la misma amargura, el mismo pesar, la misma
furia ante lo irremediable. Con el correr del tiempo esta esce­
na de la carnicería había llegado a ser la matriz grotesca de
una situación que terminó por confundirse con la esencia mis­
ma de lo cotidiano. Algo, y era de lamentar, había fallado; al­
go se había perdido en esa patada demasiado ingenua, algo
que ya no tenía remedio. Hubiera sido necesario reducir a la
carnicera a su esencia porcina, hacer el acto que la hubiese re­
velado como montón de carne de puerco, maniquí humano de
salchicha conglomerada.
Esta idea taladraba a toda hora el espíritu de Flac. Ante
cualquier pensamiento de una humillación posible se desen­
cadenaba el mecanismo: ¡Venganza, venganza!, pero venganza
hasta hacerla picadillo. Consecuencia: Flac estaba asediado
por escenas de carnicería. Todo el mundo pasaba por ellas, to­
do el mundo debía padecerlas, pues la que debió haberlo he-:
cho se había escapado. Cualquier otro, siendo un enemigo po­

~B~áiní~füoi•~#·el'.
tencial, podía, en un momento dado, ser elegido para un
cíútlgelir:;i• ·•·derilóhd,()~··descuartizado, • }iáthA-i· ·
ci~sd(laj-t~za~ó, hacha­
. . •.g;:'.~.é'.C~(l . papi]la .• cf.e.l.as~.VÍCti.gias.Ilo' ba>cle
pensamiento en el cual sería demolido,
do, hecho papilla. La ~ali~. ta de las víctimas no dejaba
lista li~Ja de crecer,
CT~(;~t,, .
s~da día
cada dí?- traía
tta_íanu~yas<h~fatorilb~s,
nuevas hecatombes. El .:E,llla111adq.
llamado ~a la . l~:rriatan:zfl.
matanza '

Th~~=~~~~J~7~~·~~~~k~i~~iá~s~&tí~º~i~lf~t~i~&~~ª~~c'.
habitaba en Flac como un cáncer que colonizaba sus células
una tras otra. No podía resistirlo porque el sufrimiento de es­
tee pensamiento
~é'.nsarnié'.ntqJo arra~a.l:>'<l.\ El
lo arrasaba. ~lfürqr
furor de~~·la· la. venganza
v711g~l1zai~ra.
eracada
cada •. ·

:~~:~~~s#~)<l~f:a~~~Tui~2¡sf.[di;~~EiqITtl4: tf~~~~kt~·· ·'


vez más fuerte, más imperioso, obligándolo a precipitarse so­
bre la escena del sacrificio. Así, desde pequeño, Flac1 había
aprendido que el verdadero objetivo de la venganza no es el de
obtener una reparación, no es una sed de justicia, ni tampoco
la calma que produciría una indemnización. Se tiende más
bien a una embriaguez, a un arrebato frenético de la cabeza y
del cuerpo, arrebato que sólo conoce como límite esa forma
de conmoción donde lá venganza se consuma por un momen­
to, haciendo desear otra conmoción, más fuerte aún.
Todo pretexto era bueno. La vida entera se había vuelto he­
rida, humillación, vergüenza, desgracia. El día lo arañaba co­
mo una sama, la noche lo sofocaba cómo una mordaza. Ya no
le quedaba sino este furor acendrado que nunca estallaba con
·.· · .· · · .· .·~K
23
la fuerza necesaria, qué nunca salía Jo suficiente de él. Enton­
ces quien estallaba era él. Bruscamente, parpadeos frenéticos,
torsión de dedos, contracción de hombros hasta hacer crujir
los omóplatos, espasmos violentos de los labios y deí esfínter
anal, bocanadas lanzadas al cielo, sordos gemidos> balanceos
dé atrás para adelante. Nada contrarrestaba la demencia que
se apoderaba de él; al contrario, todo la favorecía y la alimen­
taba. Era entonces cuando se veía tal como era, triste payaso,
impotente para vivir, incapaz de demoler esta pared que había
construido para protegerse y que había llegado a ser su cárcel
sin qué en el corazón le quedase otra cosa que el miedo, el re­
sentimiento y el veneno ardiente del odio. Entonces, explosión
incontrolable contra todo y también contra él mismo; romper>
romper con furor, romperlo todo, triturar,.estrellar, aplastar,
despedazar, ¡hasta la nada, hasta cero, hasta montón de cosas,
no, aún: más, hasta cosa inerte, informe, ni'siquiera muerta,
no nacida, in diferenciada, innombrable, én montón, montón
pedon'cado para toda la eternidad.
Fíac no podía imaginar respuesta plausible ante una de dos
eventualidades, a saber: el visitante inesperado no sería uno
de sus amigos.de la escuela (Flac se cuidaba de correr el ries­
go de tener otros) sino el padre o la madre de uno de ellos. El
o ella entraría bajo cualquier pretexto imprevisible, un sim­
ple malentendido, un banal quiproquo: “Disculpa, jovencito
(o, tal vez, querido Flac), ¿es aquí donde mi hijo Julien olvi­
dó su impermeable hace unos días?” Sí; él en particular, él
más que ningún otro, el padre de Julien, patrón de empresa,
heredero por su mujer de un negocio centenario, entroniza­
do sobre la ciudad desde el fondo de su palacete con falsas
columnas dóricas de la que todos los días salían Jaguars y Ca~
dillacs manejados por choferes de librea, donde una veintena
de sirvientes se afanaba con discreción de fantasmas; el pa­
dre de Julien que ostentaba, entre el puro y el reloj de oro, sus
bosques, sus cacerías, sus estanques, sus residencias en la
costa o en 'la montaña, sus hectáreas, sus cuadros, sus úlce­
ras y süs dos hijos, cada uno más roñoso y más idiota que el
otro. Y eso sin hablar de su mujer,, espantajo anoréxico que se
paseaba por los salones desiertos, descalza, coh una larga ba­
ta de seda, mudo ángel de una desdicha inexplicable y temi­
ble, tras la cual vagaban efluvios de jerez y repiquetear de
diamantes. En aquel tiempo Flac ignoraba por completo las
relaciones antiguas y complicadas que hubo, mucho antes de
que él naciera, entre la familia de Julien y la suya. Lo único
que sabía era que el padre de Julien lo trataba con más fami­
liaridad que a los Otros amigos de su hijo y que, a pesar del
leve tono de conmiseración que a veces dejaba traslucir, tenía
un placer evidente al sostener con Flac conversaciones que
no podía tener con ninguno de sus hijos. Era claro que, ante

25
sus ojos, Flac representaba, por su inteligencia, por su inago­
table curiosidad, e incluso por su carácter arisco y algo raro,
al hijo ideal que él hubiese querido tener. Lo mas terrible era
imaginarlo, precisamente a él, al gran potentado, tocando a
la puerta del departamento. Flac no podría dejar en el umbral
a un adulto, al padre de un alumno, a uno de aquellos de cu­
ya benevolencia dependía su reputación, su admisión en el
estrecho medio de la burguesía provinciana y del colegio que
era su ornato, fuera del cual no existía, según lo que Flac po­
día saber por el discurso de sus padres, otra cosa que una ma­
sa anónima e indistinta de gente vulgar y ruidosa, con caras
rubicundas y acento torpe, un montón de comedores de sal­
chichas y bebedores de cerveza, jugadores de cartas que se
hurgaban la nariz en público con sus gordos dedos, que sa­
lían de vacaciones en caravana, /'con los gastos todos paga­
dos según los calificaba la madre de Flac con nn término de­
finitivo, cuyos hijos ya hablaban ese dialecto lugareño de
giros y frases hechas que parecían surgir de un barro espeso,
que se llamaban de una acera a la otra con un chiflido, que
escupían en el piso y que pronto, dentro de pocos años, llega­
rían a ser unos vagos"', es decir que usarían blue-jeans, cha­
marras de cuero negro y se juntarían en ciertos cafés en don­
de pasarían las tardes jugando al fútbol de mesa o, peor aún,
al billar eléctrico, en vez de ir a la escuela. Era ese mundo in­
forme, ese hablar embrollado, ese callejón sin salida, el que
se podría vislumbrar como un maremoto detrás dél saco de
lana peinada o del abrigo dé cachemir azul marino del hom­
bre que se presentaba de repente, plantado en el umbral del
departamento. ¿Qué decirle para no ser grosero? ¿Qué excu­
sa inventar para no invitarlo? "Pase, señor. Pase, por favor,
que mamá estará encantada de conocerlo", como sería lógico
decirle en tales circunstancias. Sólo un motivo extraordina­
rio, un impedimento forzoso, es decir, una mentira de una in-
ventividad y de una amplitud inéditas, podrían garantizar
...que ·. • ql.l#.sei~quedase
qúed<l~~ ~ft1era:'
afuera. Y,'.Y/!
aun a1_l#así,á~l;hahñaqüé#egútar5edé
habría que asegurarse de la · .
continuación...
•· .·c911til11l(:tqipg-•·/·
•.• ¿tfl1ª'
·.··•·•·>;¿Una ffi'1~r~~.·un . ·. · · · · · •.· · · . · ·• ·•·. · · · · · •· •· I1~t~rribl.
·}1I1\~)ºiclente,;~. •· <·· ·•·· . .: . •. · .... e·•.·c~~fe);11.1.e4a:a~ó·
.····· .· . · . . >· . · . ·. . . ·' · •¡\··· ·
muerte, accidente, una terrible enfermedad con­
• ·•. ·tagio·~.a?¿Impostar
tagiosa? ·¿lmp?stap\' en}n\': un .cuarto .Il•·. cl1ªi:J:9de de segundo $e~?ol~· la expresión e)(gi-esi9l1\q~del
iU~iM~~:¡wz~0~E~~~i¿.ti: ~=~~1~d1b f~~Ak~staw~~~~W&~
valiente muchachito qué lucha con todas sus fuerzas para di­
simular una impresión demasiado intensa, 1
y demasiado re­
cíente? jOh, sí! Tan noble el rostro, tan romano, y a la vez tan
frágil: intimación imperativa para significarle al otro que
cualquier pregunta estaría fuera de lugar. ¿El máximo impac­
to? ¿Asestarle con una bocanada: “Mi madre murió esta ma­
ñana”? No; imposible: ¿y la necrológica, y el velorio, y el en­
tierro, etc.? Entonces, mejor: “Discúlpeme, señor, yo querría
invitarlo a pasar (con el tono más untuoso), pero mi mamá
está enferma, muy grave...,.y me ha suplicado que no reciba
a ninguna visita (aquí, categórico). Estaba ocupado justa­
mente eri Cuidarla cuando usted llamó.” ¡No; no; no! Creíble,
eficaz de momento, pero:.., pensar lo que sigue. El importu­
no saldría farfullando excusas, palabras de circunstancia, pe­
ro no tardaría, días después, en dar pruebas de una cortesía
exquisita -exquisita, sin duda exquisita-, con un telefonazo o
enviando una cartita a la madre de Flac pára asegurarse de su
recuperación, prodigar sus buenos deseos, su simpatía, su
compasión. O quizá se enterase, sabe Dios cómo, de que la
enferma estaba del todo sana, que se la había visto esa mis
ma tarde haciendo las compras. Pese al placer clandestino
que Flac experimentaba al imaginar f a muerte o la fatal en­
fermedad que sufriría su madre, y la molestia sutil que sen­
tía, en forma oblicua, al hacer la confesión oficial de este an­

l\i\tll\1~~~!~1;1111¡1!1
helo secreto, él debía aceptar que este guión no dejaría de
traicionarlo provocando su perdición definitiva. Tetanizado
por lá expulsión inapelable que sentía inminente, como si es­
cuchase el frufrú de la toga escarlata del juez zumbando en
los pliegues del abrigo de su interlocutor hipotético, Flac in­
tentaba•·.~~sa~pd. if.~lf}·.~despertar
sacudirse, ~.sp(!:"t<it·d~.<l~t.lell.
de aquella~· pes~~ill~·
pesadilla · quel9atr:Ha·
que lo atraía ··.
· • · ;i),~t\fü~rza,yh~pri6t~caii; · f
con una fuerza hipnótica.: Hacia falta que hiciese1ac~afalta·, . · • . que;• . • ·h ici~: ~e·tral)ajar;·
trabajar i· .
·m ás a su mente, que fuese el
más y más a su mente, que fuese el más rebuscado de los mi- más rebuscado de los mi-
tómanos, que inventase una historia más que plausible, ina­
tacable, incluso para el más astuto, el más curioso, el más
odiosamente civilizado de los visitantes. Calma y método,
calma y método, se repetía. Y volvía al trabajo, reconstruyen­
do su línea de defensa, adentrándose en su laberinto. Supo­
nía lo peor. Se metía en la piel de la rata atrapada en la trám-
pa. Imaginaba, imaginaba. Se echaba a volar. Y recaía sin
cesar en los mismos atolladeros.
j~¡~¿~irbh~~~l1(~~f~u;:&~~~~.~~ly@rl'ful·~~t~htB~fr;;l~j·· · ·• · ·. · . .
. En ciertos momentos, a fuerza de dar vueltas en redondo y
de golpearse contra las paredes de ,su cautiverio, . .. ~ estallaba: le
~.<:::·.; <-~-:.~·-'i.<:,_- <:· .. ,· : _-,_· :· - .
_ "-.·
:_-;:_:~,=

. · .• . ·. ,·<27
27
venían ganas de pegarse.a'sí mismo, de abatir de un golpe el
castillo de naipes en lo alto del cual vivía de modo tan preca­
rio. Y si a este visitante inoportuno, a este intruso,, a este des­
vergonzado, a este entrometido, a este perseguidor, a este pa­
rásito, a este bicho baboso del saber vivir, lé descargase alguna
brutalidad que lo clavase en su lugar, que lo remitiese a su na­
da, a su naturaleza de mosca de la caca. Con el tono más neu-
tro, más normal, premio de honor en buena educación, “Esti­
mado señor, ¿cómo le va? ¡Ah! la gabardina de Julien, ¡qué
pena!, ¿verdad? La buscaría con usted de buena gaña, pero
vea, por desgracia mi hermana —de la que usted con seguri­
dad conoce el triste estado de demencia- acaba literalmente
de explotar después de haberse atosigado con crema de cho­
colate y nueces acarameladas durante tres días seguidos, y todo
nuestro departamento esta cubierto, piso, paredes y techos,
mesas, sillas y armarios, por una capa inmunda de vómitos
que se pudren.:. O, más seco, menos burlesco, pero directa­
mente ofensivo: Lo siento, señor, pero a esta hora mamá re­
cibe a sus amigos en la cama..., entonces esos ruidos fofos dé
nalgas y. de tetas, esos jadeos, esos ,estertores, esos chillidos,
seguro que usted no los soportaría. A menos que usted tam­
bién participe en esas zarabandas, que serían asquerosas in­
cluso para un hombre como usted, usted qüe tiene una edad,
como se dice, para haber vivido.” Todo ello soltado con una
sonrisa francamente canallesca. Sí; llegar a ser un maldito, él
mismo, por sí mismo, acusarse, ensuciarse, arrastrarse por el
lodo, revolcarse de manera salaz exclamando ¡miam, miam,
qué buena está lá caca! Arrojarse al abismo, tomar partido por
la basura, provocar a sabiendas su expulsión. Pronunciar con
su propia boca el enunciado de su exclusión irremisible, faná­
tica, categórica. La insurrección. Destituirse, arrasar este apa­
rato de contraverdades, dé falsificaciones, de imposturas, de
evasivas, de disimulaciones, exhibirse como el.vagabundo ma­
terial y moral de esta banda de burgueses pedorros, pedantes,
gruñones, aguafiestas, obesivos de lo conveniente y virtuosos
de lo irrelevante; entregarse por fin, entregarse tal cual, obs­
ceno por el nombre abandonado, el título desplomado, la fa­
milia resquebrajada, el patrimonio, dese cuenta, señor, el pa­
trimonio, dilapidado, consumido, acabado. Escoger la
decadencia, consagrarse a ella mediante votos solemnes, an­
tes que vivir siempre, de noche y de día, pendiente de un hilo,
con el temor de la caída, el tormento de merecerla, el constan­
te suplicio de arriesgarse a ella, y de este modo nó vivir nun­
ca, ni siquiera vivir en la mierda. Responder a la amenaza dé
lo peor yendo por sí mismo a lo peor. Volar al desastre, preci­
pitarse. Canaleta de desagüe. Cloaca. Fin.
Mas entonces, desde el fondo de la cólera en la que se hun­
día Flác, arrastrado por la incontinencia de su soliloquio, se
elevaba qma voz diabólica, viperina, malévola. Voz que pro­
nunciaba una única palabra. Que no hablaba, que ordenaba,
notificaba: ¡lo peor! Lo Peor. Imperativo, este decreto mostra­
ba a Flac cuán lejos estaba de haber terminado con eso y que
liberarse no sería tan fácil. Que ningún envilecimiento le sería
ahorrado. Que no bastaría con arrancarle la vida, que se llega­
ría incluso a robarle la muerte, privándolo sin preámbulos de
su suicidio moral. La voz cambiaba de registro, se acercaba
conservando una cierta distancia, se hacía más íntima, más
familiar, más solapada. Ahora Flac se escuchaba a sí mismo y
era consigo mismo que proseguía esa discusión inacabable.
Se trataba de "Tú”'.y buscaba captar en ese "tú” la expresión
más justa de un "yo” que siempre se le escapaba. Hasta aquí
tú has pensado: va a venir, podría llegar, quizá se presente. Ése
es tu error. Fatal. ¡Lo peor, querido, lo peor! Ahora piensa: es­
tá ahí. Ya está ahí, mientras que tú lo imaginas en el futuro y
en el condicional, él está ahí, en el departamento. Sí; ha entra­
do, se ha instalado. Te espera y tú, tú no estás ahí... Escucha...
Tú vuelves como todos los días de la escuela. Te preparas
.mentalmente para hundirte de nuevo en la morosidad perni­
ciosa del tugurio secreto, para enfrentar las frases demencia-
les de tu madre. Quisieras no prestar oído pero, bien lo sabes,
van a caer de manera fatal en tus orejas, a estremecer tus tím­
panos, a repercutir de huesecillo en huesecillo, martillo, lenti­
cular, yunque, estribo, a rebotar desde el peñasco en el labe­
rinto, a cosquillear el caracol, a pellizcarte el nervio auditivo
y a. traspasarte el cerebro. De hecho, ya las oyes. Tú lo sabes,
lo captas. Lo que ella dirá. Gon una voz rebasada por el exce­
so de vida que le impondrá tu simple presencia en cuanto
atravieses la puerta: “Flac, por milésima vez, ¡límpiate cuando
vienes de la calle! Sabe Dios lo que tus manos han tocado en
esos autobuses llenos de gente donde todo el mundo mete .:·;los:.:_<: ;::·.:/:.:_ . ·

29,
dedos én los mismos lugares...” Y mal habrás podido, duran­
te el trayecto, con todos, los baches, las arrancadas, las frena­
das y los amontonamientos, mantenerte en equilibrio con las
dos manos en el bolsillo para no pescar la sama, los hongos,
las verrugas, el eczema, el acné, el herpes, la lombriz solitaria,
en una palabra, el pus .de la masa, invisible pero sin duda aglu­
tinado en las barras metálicas y en las agarraderas del auto­
bús; tendrás siempre que ir corriendo al baño para lavarte las
manos, "¡con cepillo, por favor!" -la cabeza obnubilada por la
idea de que es aquí, precisamente, en el baño, en este reducto
de incubación a domicilió, donde te amenaza de verdad el
riesgo de ensuciarte. Mentalmente te repites toda la sucesión
de gestos que vas a realizar. Antes que nada evitar mirar los
calzones de tu madre remojándose en el lavabo, y si los ves,
cosa qué no podrás impedir, decir tres veces crispando la cara
como para estornudar: ¡puaj, puaj, puaj!, luego agarrar el ja­
bón entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, la izquier­
da, nunca la derecha, y hundirlo durante un buen minuto ba­
jo el chorro de la llave del agua de la tina para lavarlo. Sí; lavar
el jabón. Siñe qua non. Con el jabón ya limpio, frotarlo con
paciencia entre las manos, sacarle espuma, enjuagar, cerrar la
llave con la punta de los dedos de la mano (siempre izquier­
da), volver a colocar el jabón en el platito azul asqueroso, cui­
dándote muy bien de no tocarlo, y después enjugarte las
manos. Con tu pañuelo, nunca con una de esas toallas repug­
nantes y perpetuamente húmedas que tu madre deja colgadas
durante semanas encima de una rejilla de plástico instalada
sobre la tina, sin duda con la esperanza de que se limpien por
sí mismas con los vapores que se desprenden del baño. Sales
del baño llevando en él fondo del corazón una vaga náusea, el
sentimiento de que tu tarde ya se ha podrido, y como de cos­
tumbre la oyes gritar: “¡Vaya que te tardas para limpiarte diez
dedos!...” Agobiado por la falta y a la vez castigado por la pe­
queña voluptuosidad sentida al sacar espuma del jabón lim­
pio. ¡Límpiate, querido mío, pero no aproveches para tocarte,
acariciarte, palparte la piel, para amarte, cochino puñetero!
¡Qué! ¿Qué dices? ¿Dices: “puñetero”? ¿Piensas en eso, en esa
ignominia, en ese órgano innombrable; introduces esta por­
quería de pensamiento de sexo en el baño de tu madre, delan­
te de sus calzones y de su crema Nivea contra las grietas de la
,~; :v&q1,~*r!i~~s~~,is,,;.~~~,~l(~i~i~Jvs}{li!IJ¡(~m(·
piel? ¿Te atreves a contaminar, a inocular, a echar un sopló de
cll_lg' cl.e·
· · . · . ·• ·. •. crup, de ~vómito
ón15t(J negro? ~~gr9? •j¡Ah!,·~·.!Yi1ili/~still1. ~'·l8.<tl1.1i . lo vas a pa­

•. ·. fªiii~i~~illii~r~~iltt~A11\~ilfl /;,>,.· •· ·
¡mi estimado amigo:
gar caro, muy caro! Sí; en tu cara, justo ahí. No cinco sino seis
puñetas obligatorias antes y después de.la tarea, hasta el ca­
lambre, hasta la imploración, hasta pedir perdón. Eso se verá 1

~ey~'eif ~~~ºi~~!~~~ii~~~~¿;~~ ~t~6•~v~4~iifi·p1ii~~;


luego ypero no creas que se va a olvidar.
. . . . ·.·• ·• ·.•1 Ya está; ya te has replegado en tu 1 bloque de mutismo, ins­ i~~7\·.· · · · .
. ·.·. tal~clpel)·ftr Cll~rtel gértéral•~11elq~in.Jü'Ssubsuelo,
talado en tu cuartel general en el quinto ll ?~lle~(:l\/J)f ()t~gi~g· i····· ·.•.•
protegido
ppr decenas
por dece#ás• de ele puertas ?l1ert~s•lblindadas,
Wn~ada.s,pot: por aalambradas
jarnbra~~7·::electrifica­ 1esJrifi,~a~.·.•·. · ·. ·.
d~.s con
das coI1. códigos
có~i~O$,cJrif.lgI1et!c?s/•
magnéticos, ccélulas élHlas·f?fotoeléctricas,
to~lé8trica~y• radares, raclar~?,, .·.

·~~~~~r~gt~i~~~~~i~1~~~~~:&g~~B~®~6~~ti~~~§~~rrti~ª~!iii/·.•·
cámaras de vigilancia en cada esquina, ametralladoras auto­
máticas instaladas en los muros; solo con tus voces, tus pen­
sarriient?s,<tlls
samientos, ~pli~?q~i~~'tl!pf:ql_lé~t~
tus soliloquios, tu orquesta sinfónica ~.iI1fóI1ica•rpermanente,.~rm~nent,9, ,.· ·
?:t
solo con tu terror pánico del otro, del enemigo, y al mismo
so.~o·.•. cen.·tit··.ter.reriJ)~~sg
esmeic.tn.~~/?~F-11.l~ ~t·B?~
e~~?;;·p.~1 •. ~:tl~rni~?i
p11·~se~gtatreva
.y :~1·a· .111ientrar
sD'l ?··.···· ..
~·y~ a:••.en.trªr . -.' ·
·11t~W;if~lf3~ii1fl\~~fltfi1~i<y·
tiell1p()1~
tiempo 18.c~ esperanza de que él por fin
la loca 5
en tu laberinto fortificado. Sí; que venga> que se muestre, pa­
ra que tú puedas poner en marcha toda tu maquinaria de de­
fensa, que tú lo hagas prisionero, que lo tortures por mucho
tiernpcl•·•ccon
tiempo sofi.stic~~iütj 'yYt(}ll.~<fi11.
qnx . sofisticación álB1e:I1t\ .•.lo
que finalmente ·.~.?• .•~hagas
ª$%s papilla. p~Pifl1,.:'•·,. ·.•·. . .• ·. .
?.e•.
(;ié'..I1t?T il1láge:tl?s .•{Í~·· :l1I1ªvi()1eI1ci.~· ·~I1f~rrl'l.iz~"s~~.té'.YPE'.lYE'.I1<· '.•· ·• ·. ·
Cientos de imágenes de una violencia enfermiza se revuelven

~~s~~~~;~~hdffe~2~~~~i~f~tt~·~~i~B;ii~6 .~g~~;m~~.y~~.· ·.•: ·.


en ti y, en el fondo, gozas ya con la idea de los momentos que
vas a pasar en tu cuartito, perfeccionando por1 milésima vez
estas ~ss)rias de
e?t:ls.escenas deuricirccr?r-ue.l•
un circo cruel. “¿Entonces,'.'?~P.t?I1cé'.T'<F'Já9i•?I-Iºlg~za~
Flac? ¿Holgaza­ -.
neas.? ¿Qué
neas? ~iablos.· ·haces
¿(}lié diablos hace.s<S?!lt~r pc>ttf folios?, .. '\<~0~1·
con tu portafolios?...” Con .seguri­ ~é'.g~ric
dél(.f}~X9~Y911{Írá·
dad la voz vendrá·•.{dél Íel•.fó!l{ͺ
fondo de ?ela.la sala, . si.sn.~fif~!ldo su
s~l~; •significando s'tl.iimpa­
WR.~:·.•· .· .
·~~§;~i~i~i FJE:~j;i:i~fd~8~t;~~~2ti~F¿~4§~e~~*~fi~f~t~§~·•·• •\·. •
ciencia: informe sobre la jomada escolar, ¿te portaste bien
hoy?; sí, seguro, seguro, entonces cuenta qué se trabajó, hoy
ew{:1cis~.A:~i.-evi<J.·Yª:~I?es,•
en clase. Abrevia. Ya sabes, .Ppara ~Eaen~t().
ella todo ~?:)?~?~;
rebasataBi{Í~l11e. rápidamen­ ~+.:.· .·•·
te ele.1 . límite
te (ÍE'.· · .llo()···~()p()ft~?Ie,~oqo
lín1ite.•de soportable, todo lo 16 que
•tJ_üe•:.·se
:e:Il1l1)~~;
mueve,;:·'lo lo que'1:ll.;···ha­
·~a2 '· ·.·
bl.a,18·g~e1.se: • .• ~niB1.~·•· •[~s·p~s.?.s.,.· •tys•.~1~t9~,.·• ·.~ll.:·· mí~ISªTtll.I1•~·•. ·
bla, lo que se anima. Tus pasos, tus gestos, tus mímicas: una
~~#~~lli!:~~!J~faB~,0~ti~{:J~f~6B;~,;i Tu1~{;~a~~~,~~i1f
agitación, un alboroto, un trastorno. En cada segundo una
amenaza. Tu palabra: está de sobra. ¡Más rápido! ¡A los he­ é~;·· ·•· . ': · .· . · · .
chos.!· · ¡Alto!,
chos! i~}td!·•¡.yya,
a,ya,· ya,•·yya
a''l).basta,
~~ta,¡r~~~s1"A!·
¡y a b a s t a T ~•.:· . ·estás
! Tú: .é'..stáT··de ~9.· .•ssobra.
p[i.P~\·SSu- pf•· . ·.•
:us~::~~~ii§ú~:éÍI4~l~~~.~s~8~{§lc• •· i·.•
/ lllli\llt~llfllfi¡gg¡ª~\ú
perfluo. Obstáculo al reposo mortuorio en el que tu madre,
. ·. con 2d:t8d'~·toda ~ hl~~~,ºJ~efi
frialdad, alberga sus 0 sueños. Sus reliquias. Sus jiro­
nes deshilachados de cuentos de hada. Su nostalgia dé una vi­
da que no habría que vivirla sino tan solo soñarla. Una vidá
angelical. Y tú, haciendo o sin hacer, la despiertas; Cuando
regresas a las cuatro y medía, tu llegada le es tan desagrada­
ble como la chicharra estridente de un despertador: no es el
•c.:!~~8;;tl~~~~~%~}~~~~(~~~~~~~~~)
príncipe encantado y ni siquiera el Gran Meaulnes, es, como
dice ella, "la chiquillada”. La chiquillada. El hormigueo ingo­
• · . ·<>· \•i;ii··.· •· ·. •. ·•·.•· ·• •.•bernablehepnª:~le de ~~/laprc)l~i
la prole, el eLciesiJt:.
ª:fp~úii~cia; in~~s~P
despeñarsefíª:rseep.. en1lo
ci~<~I1ª
o real,
reap/~lfrac;{.
el fracaso
feli~i~il.c1· irnpg.
~P·•·Bdee·• ·lla
~~pleri·.
a• · . · • •·

;<lt[f111111'~~1111a11
i\·· . . . n1~terriic1ª:% afortunada,
. · •. .•. •. maternidad imagen de una felicidad inmutable,
inmóvil y virginal, en paquetes de pañales sucios, biberones
regurgitados, berridos chillones, gritos estridentes, llantos,
cacareos y gimoteos, salpicaduras de sopa, vasos volcados o
· =: · rotos, torpezas que estigmatizar, turbulencias que contener,
suelas embarradas, ropas agujereadas, enfermedades infec­
1;(
pip~{l~y
ciosas ~~ales; trapos,
y virales, 1fé1Pq~, costura, coc~hª:1 J~rr!iórnetrp.,\
co.s~Pcra;•. cocina, termómetro... p¡J?as- “¡Bas­
;a!·.• .1¡Ya
ta! Ya·.•ttengo
e~go.· .1Jbastante,
. a.stant7;escy9pª:;.
escucha,rn.me ~· ·.~ríve!lerras)f
envenenas la vida!" vida!'!:.pEllye-· ve­· ·•· · ·

· i~~!~hf;8r¿~,;0~~1tá~~~b~~~e~ii~i;~~% &~bBZ~~<j~ª#~~#· @•·•.·


neno: eres tú. Tu vida. La vida en general: lo que ella llama “la
gesticulación”. Cuando haces girar el botón 1 de la puerta de 3
entrél.clª aG(1e~•
entrada . • cPªtr9[.
las· cuatro y ttreinta,
r.ei!lt#;.·eese
s~··~simple
irnple·clad·clacJ~·le·•ª:~cl~·
arde como . c0n1RVi- vi­ ·. •.

· · •. · .t~.if~~~J%~~~~·~~~~1f~[~1 ~~~~~~t~yd~!;ü{i~~1i~;¡r~:htbl~··• ·
triolo. Ella no tiene necesidad ni de verte ni de escuchar tu
voz, basta con que mire el1 cuadrante de su reloj para que se
· · .exalte,
7~éllt e,<gª:f~ para que ~l1~ todo tpciP}él i~i~.~~.fal
la irrite !I instante.
i71s.t~h~~.~{f~ .#s.gept5p~·
Te espera con .·iimpa­
~}Jª:- · ~
Giénqia en
ciencia eµ\:la sála,(p~i::(:).lo
+<l' sala, pero lo que enelelffondo
q\i~Lerr· Prrdo espera
.esperaeses que .qil.edesa~
desa­ . · ·. ·.
•.·.•· .·parezcas,
1JátézC:is·•· ique jü• ya no te·g;tfüi · ·$.S-tf~.~#~J;que
hagas escuchar, ,qtié.,acabe
J~~@e ese f:!se\4.desor­
e$pr~>··•· .

,,,~Ítit~iit~l'f!IB~Ji~~ll~
den, ese disturbio. :
¡Ah!, con seguridad, el señor hubiera querido hacer un dis­
curso, pronunciar una conferencia, extenderse en desarrollos.
Interesar, emocionar, intrigar, persuadir. Afirmar, argumentar,
$9füf:!11tar.··•Desarrollar
comentar. mesél~.91Ja¡;s\ls• sus•·relatos,
]éel?t~s,ql1it(lrel?lieI1to
quitar el aliento. .• Elevar •. ~.l.~y~r sus • sus '. ·•.·
s~d~cesahrango(l,~•
sandeces al rango de• epopey~1;e;{l)ª.
epopeya, expandirse, ndi{?se,e¡nl:)tiagarsecon,.
embriagarse con su su .....·
·• . •\•·verborrea.
.v.~~l)ó~re;;t''i·~::tti~iyar;.
Cautivar !los os.~t)ídos,y,gpr.
oídos y, porállíFl?s~o#<J.i9~~s+ptse7•
allí, los corazones. El se­ •· ·
· . ñor
· .ííoth)-l~iei"
hubieraa querido ~uetjdq/ hacersehace;~e>arn<ir,·
amar, •lhacerse ªril.'1r .•
i.a~ei::se amar locamente loqifI1lentE]
por p9rsp;pa:~pra.prp~~auf1~\ldit9fi()/el1g~Chaflo,·¿61}?i11aF•
su palabra. Drogar a un auditorio, engancharlo, dominar­

· · .· · ·. · 1~2~1~~Ñ~~±~;&h~g~¿~ihi JJ~;i ád~r&W%~~w@~1p$~ri~~~&ri


lo, embelesarlo, engatusarlo. ¡El mago Merlín en persona y sin
recurrir a ninguna flauta, querido 1 1 mío!... Pero el señor nunca
fue ~~·(:)t~aco~a
otra cosa que qtiel1~ c3arlatá11iI1trovertido,u~\c;;t~pE1Ór1deJ;;t·
un charlatán introvertido, un campeón de la·•. · <

· · . +ii~~1t¿&i~)2~if~!fs7k7~ctli~~Tu~i~~j~~~i%f&~~~~Bh~~i~~~t
elocuencia interior, declamador, predicador, imprecante, con­
ferencista, cuentista y balbuceante de tonterías a puertas ce­
· I'fª:BflS, ¡Que
rradas. i(.)áE1selé.qúiefal¡$(>~g•
se le quiera! ¡Sóloesq1. eso! ¿Y $\l~Ir)á.
¿)'qué más? s.?·· .l¡Y
X~J!TI~(t
nunca na­ nc:t- >

•<•f ):itiillllátlilllitll
die para escuchar a este pobre pequeño señor!, a él que estaba
y qué siempre; está ¡ay!, devorado por el ansia ardiente de ha­
cerse escuchar.. Imbuido de tal modo por su singularidad, ati­
borrado por la exquisita fineza de sus percepciones. Solo y
amargo, pero repleto dé sí mismo, apasionado hasta el vérti­
go por la delicia de sentirse único. Y tan apurado por entregar
sus éxtasis íntimos a la admiración de los demás. Conmove­
dor, sí señor, dé verdad conmovedor.
Lo que pasaba afuera, lo que obser vaba a lo largó del tra­
yecto, lo que apréndíá eñ la escuela, todo era sorpresa, fuente
de ensoñación que se registraba automáticamente en sus pe­
queños cuadernos secretos. Las cosas, la gente, el mundo, se
entregaban por fragmentos. Por todas parles en el hormigueo
de los detalles estaba el enigma, el oráculo mudo susurraba,
inasible, en un desfile carnavalesco. Uña nada, una colilla
arrastrada sobre lá acera por una brisa desganada que la em­
pujaba con bruscas sacudidas, un rayo solar descomponién­
dose eñ arco iris sobre el ángulo de una vitrina, el lisiado que
vendía sus billetes de lotería, siempre en el mismó sitio a la
entrada del puente, tocado con su viejo casco de aviador dé
cuero, unas trazas descosidas de conversaciones captadas en
forma intermitente con las que él componía diálogos absur­
dos, la cacofonía de los títulos de revistas despeñándose en
cascada tras los vidrios del kiosko de periódicos... iluminacio­
nes horadando el cielo abrumado por sus pensamientos, bo­
rrones en la confusión de las líneas oscuras en las que su ros­
tro se esfumaba poco a poco. Las palabras sobre todo lo
conmovían de modo extraño. Las palabras nuevas, con un
sentido aún incierto, u otras, banales y mil veces repetidas,
que de repente se hacían opacas o bien develaban una fáceta
superreal hasta ahora inadvertida. Bailando él vals, las pala­
bras arrastraban a Flac hasta el vértigo. ¿Firmada én blanco,
firma blanca o papel blanco firmado? Una firma en blanco,
dos firmas en blanco. Imagen afirmante. La firma hace apare­
cer la blancura dél papel. ¿Hace falta una estrella para ver la
negrura? Nada que ver. Tiempo perdido, tiempo ganado. El
uso dél tiempo. ¿Qué es el uso del tiempo? Fornicación perpe­
tua con el verbo eterno. Engendrando el momento de la ver­
dad. Irrupción puntual en la duración, relámpago de un pre­
sente más acá de toda gramática, revelación de las palabras
como materia milagrosa, de la lengua como lugar y vinculó de
1.ransusíanciadón. Todo nombre es una firma en blanco.
Ha llegado el último cuarto de hora del trayecto antes dé ser
depositado por el autobús a unos cientos de metros dél depar­
tamento, tu casa. Breve momento en el cual, cada día, olvidas
lo que te espera allí. Mientras más te acercas más te evades. Lo

33
aprovechas para dilatar el alma recordando esos encuentros
cotidianos con el idioma, repitiéndote mentalmente las pala­
bras, las expresiones del día u otras más antiguas que te mar­
caron y aún palpitan en ti. Ya te regocijas previendo la caza
que por la noche proseguirás en el fondo de tu cama, ojeando,
hojeando a través del diccionario abierto al azar, recorriendo
sus columnas con un ojo avisor, al acecho de un signo, de un
llamado, de una chispa que incendie tu curiosidad. Insaciable,
este Flac, Siempre hurgando, como si nada, olfateando, a la
pesca de las huellas, de las resquebrajaduras, de los cauces de
una palabra, de una locución, de un giro. Cazador de volapiuk,
sabueso de jerigonzas, sinólogo del francés. Glotón del vocabu­
lario, la sintaxis y las figuras, golosinas que zampa y engulle
como un ogro. De ese género que le dicen "literario”, pero de
la vanante tragona de la letra. Letratracándose, lexicólatra. Es­
tudiaría todas las ramas por el solo amor a las palabras. Sabo­
rea las matemáticas, gusta de la física, se regodea con la quí­
mica, chupa la biología: todos estos lenguajes extraños, estas
singulares construcciones gramaticales, estas formas estrictas
de enunciar reglas. Reglas de lenguas distintas, lenguas de re­
glas particulares. ¿Lenguas? ¿Reglas? Pero no se aguante, que­
rido amigo, revise todo el menú, siga, regálese... ¿Regalarse re­
glas? Normas, máximas y preceptos; modelos, funciones,
ecuaciones; postulados, teoremas, corolarios (más las aplica­
ciones); protocolos, métodos, propiedades, sistemas; leyes, for­
mulas, nomenclaturas, etc., loco carrusel que gira, gira, gira...
¿hasta cuándo?, ¿con qué fines?, ¿y a qué precio? Palabras que
remiten sin reposo de la una a la otra y que parecen tender ha­
cia la misma significación inefable, cascada de palabras que se
regula por sí misma, formando un collar alrededor de una ley
secreta, no expresada, quizás inexpresable, quizás infernal, es­
tas palabras que componen una zarabanda, una llamando a la
otra y la otra a la siguiente y lo arrastran a usted en el baile,
hacia una cierta consumación, esperanza de terminación, de
satisfacción, sí, estas palabras que se engarzan como prome­
tiendo la paz interior y la paz social, la paz de un silencio ahí­
to, en fin, la paz. verdadera, la que se realiza cuando el espíritu
humanó -si es que aún existe algo semejante- puede estar se­
guro de haberse embarcado en;ese tren automáticamente pro­
gramado, tan conocido, tan reconocible, reconocible a punto
tal que se le llama “el conocimiento”, ¡qué farsa! Plantear, reu
nir, demostrar. Estas palabras tan cautivantes, tan anonadan­
tes, tan adormecedoras por su aptitud para la uniformidad, es­
tas palabras, al fin y al cabo, ¿son semejantes, tan semejantes
e intercambiables como parecen serlo? Semejantes;., ¿quizá
para hacemos semejantes? En verdad semejantesv ¿Qué len­
guaje es éste, querido amigo? ¿Qué lengua está usted hablan­
do? ¡Expliqúese! ¿Idénticos, sinónimos, similares, analógicos?
¿O¿{_)bien1J~sti9hes,;:$1IriA1@~os>•t.§tl111Ja~~§1?.~.7.: (~ef)fü~lis.~i.92
B.1~1-rpastiches, simulacros, trampantojos? ¿Reproduccio­
Ms;·facsímiles,
nes, ~tsíi~g~s,\r;~ppcas~ie()4.,~r~'iÍll~~~~~9R71r.
réplicas? ¿O bien imitaciones, mí~s<;s;c-
mímicas,
dias, disfraces, caricaturas, plagios?... Incluso contrahechuras,
g3i-3~
paro­ .•. •. . · ·•.· · ·. ·. . · .· ·• ·
simulaciones, embustes y, por lo tanto, ilusiones, trampas,
mistificaciones. ¡Isomorfas/isotermas, isóbaras! Equivalentes,
equiláteras, equívocas. Griego, latín, lenguas madres, vale de­
cir, cabronas redomadas, ¿en qué red nos atrapan al perpetuar­
se o haciendo como si, a través de nuestra lengua? Griego y la­
tín de iglesia, claro, católica y ortodoxa, romana de opereta y
griega de Bizancio; una con incienso y mitra, otra con canela
y pistache. ¡Oh, grandiosa y grotesca estafa de la lengua que

, 71;~T1~7:~J7(aª~~n!7~J~º' ~0ºº·~~;~il!S't>
juega con nosotros cuando nosotros creemos usarla! ¡Oh, virus
del lenguaje que ha esperado al hombre por millones y millo­
nes de años-luz, que ha construido, que se ha contorsionado en
tomo a su propia estructura, que ha perfeccionado su ciclo de
Krebs durante todo este tiempo para llegar finalmente a crear
a aquel que le era necesario para poder propagarse, evolucio­
nar, invadir el universo entero!
De esta manera, aunándose con los movimientos más o me­
nos caóticos del autobús y el ronroneo ritmado de su motor,
tú te emboiTachas con largas parrafadas, te embriagas con se­
ries de palabras que ubicas en dinastías rivales, enumerando
sus filiaciones, la procesión de sus derivaciones y de sus cola­
terales. Tú te arrullas con tus letanías favoritas. Sueñas con
tus futuras colecciones. ¡Oh, diccionarios! Diccionarios, fami­

' f181lttf!1ilif!ii1~~WijfÍ~;;m~¡~~
lia de diccionarios, estanterías de diccionarios. Furetiére, Lit-
tré, pequeño y gran Robert, tomos de los Larousse, dicciona­
rios etimológicos y analógicos, de proverbios, de locuciones,
de rimas, de sinónimos, de jergas. Más hileras de diccionarios
. . . a~ltiiigtt<#:~extranjeras
de lenguas xtt@j~f que nunca aprenderás a hablar, pero de
• <Jii~ ciüfilés·áamarás
las cuales tilafágrr las ortografías excéntricas y las sonoridades
inéditas. ¿Te imaginas una vida a la IJltró? ¿Eh? Cosechado!'
de letras, voceador de-citas, detective de significaciones perdi­
das. Agiotista, atesorados capitalista de la lengua, banquero
que distribuye letras de cambio y de crédito, amo absoluto,
ora tiránico, ora benevolente, del poder supremo, el de las pa­
labras. Tú te cuentas un destino. Te dices que ese destino te es­
peraba, inscrito para la eternidad, aun antes de Haberlo reco­
nocido y de haberlo adoptado. ¿Tú te cuentas? Rápido,
quedan aún algunos minutos de autobús para repetirte esos
buenos viejos recuerdos, para recalentarte en las brasas de la
memoria de los tiempos perdidos. Anda, una pequeña ensoña­
ción, algo de tiempo robado a las miserias del día, un sorbo de
historia, una jarra de mito original. Para creer en eso o para
aparentarlo, no lo sabes. Ese montón de tabulaciones. Cuen­
tos, quejas, canciones de cuna; ¡vamos!, ¡desfilen!
Sus recuerdos más antiguos, señor; usted pretende entrete­
nerse con eso, ¿verdad? ¡Oh; sí, los más antiguos, los prime­
ros, los fundadores. ¡Fundarse! Patalea el señor... Siempre las
dos escenas, las mismas, tan frescas como si hubiesen pasado
ayer Monumentos que dan acceso al museo del señor, conme­
moraciones sibilinas erigidas a cada lado del camino real de
la iniciación a los arcanos del lenguaje. La primera;, la más
precoz, se organiza á partir de un nombre, tan cierto como
enigmático: "Señor Beige.” Á tal nombre se asocia de inmedia­
to una imagen, uña instantánea fotográfica. Flac es aún muy
pequeño, un añó y medio, dos á los sumo. Camina a lo largo
de una calle pavimentada tomado de la mano de su madre.
Unos pasos delante de ellos va un hombre, de espaldas, vesti­
do con un impermeable beige. Flac dice a su madre: "¡Es el
Señor Beige!” El resto de la historiaba desaparecido por com­
pleto de su memoria; es su madre quien la cuenta, como si el
relato propiamente dicho perteneciese más a su madre que a
él mismo i Ella cuenta. Ya lo ha contado tantas veces. Siempre
con el mismo placer evidente y extraño, con esa expresión en
el rostro que es a la vez diligente y extraviada, el busto incli­
nado hacia adelanté, los dedos cruzados, apretados hasta tor­
cerse, y los ojos saltando a derecha e izquierda, mi chiquito,
he aquí el secreto que compartimos, no hay que decirlo a na­
die, nunca, esto lo tenemos juntos, es nuestro mundo, el de
nosotros, tú entiendes. Tú entiendes. Ella cuenta que cuándo
él era un chiquillo que empezaba a expresarse con frases conS-
trüidas según la gramática, es decir, pronombre personal, ver­
bo, etc., sobrentendido: después de los balbuceos, de las ono-
matopeyas,: de la jerga de bebé, ¡uf!, Flac se había inventado
un compañero imaginario al que llamaba Señor Beige. Id Se­
ñor Beige guiaba al muchachito en largas-caminatas durante
las cuales le enseñaba toda clase de nuevas palabr as. El ritual
exigía que de noche, cuando llegaba el momento de irse a dor­
mir. Flac relatase a su madre las últimas aventuras a las que
el señor Beige lo había llevado, y en particular la lista de las
palabras que ese día le había enseñado. En el diccionario no
figuraba ninguna de tales palabras, pero, parecían haber sido
inventadas de modo tan extraordinario que su madre: estaba
maravillada y se preguntaba, quizá con ün poco de inquietud,
de:dónde sacaría su hijo, siendo tan pequeño, semejante fan­
tasía verbal. Por desgracia, todas estas palabras insólitas, esta
lengua prodigiosa en cuyo léxico Flác instruía a su madre, in­
virtiendo así los papeles habitúalos, todas ellas estaban perdi­
das: su madre no había conservado ningún ejemplo. Ayer, se­
ñor mío, uno admiraba, sí, uno se estremecía de adoración^
¡pero qué inconsecuencia, qué desprecio por sus hallazgos!
Esta relación particular de Flac con su mentor imaginario du­
ró alrededor de seis meses. Después, un buen día, tan repenti­
namente como había aparecido, su compañero se evaporó sin
dejar tras de sí otras huellas que la de su nombre y lá de esta
escena final en la que se sobreponían los recuerdos de la m a­
dre y del hijo. Un día, paseando con su madre, Flac creyó re­
conocer al Señor Beige: era él, el hombre con la gabardina
beige que caminaba delante de ellos, ¡rápido!, ¡hay que alcan­
zarlo! Apresuraron el paso, rebasaron ál hombre en cuestión
y Flac se dio vuelta. Ni Flac ni su madre supieron nunca lo que
sucedió en ese instante. De todos modos, Flac no dijo n ád ay
a partir de ese día ya ñó mencionó al Señor Beige. Fue olvida­
do o se borró por sí mismo para retornar a su universo de dos
dimensiones, a tal punto que cuando su madre intentaba revi­
virlo, "Entonces, Flac, ¿y el Señor Beige?...” Flac coritestaba
de manera sistemática: "¿El Señor Beige, quién es ése?''
¿Quién es ése? Esta pregunta era, curiosamente y en resu­
men, el enunciado mismo del segundo recuerdo más notable
que. Flac había conservado de su primera infancia; Recuerdo
algo más tardío. Flac tendría por entonces unos tres años, pe­

37
ro la imagen era tan nítida y precisa como la del impermeable
beige. Flac sentado sobre las rodillas de su padre. ¡Ah, el se­
ñor!... El señor sedecidé por fin a hacer comparecer a Su Ma­
jestad en,persona, ¡uy, uy, uy!, el Señor Dios, ese al que nunca
se ve y que siempre se espera... ¡Sí; sí! Él prometió que ven-
dna, un poco de paciencia, ya llega, seguro, tan seguro como
Santa Clos. A él se lo llamaba Yon. Así como él era Flác. Y el
hermano del padre, ¡dilo rápido mi querido amigo, no hay que
alargar tanto las presentaciones!, el hermano del padre, era
Fif. En resumen, él padre.,, el arquetipo paterno, el modelo de
la Providencia, el campeón del trasfondo, el Eminente prírtci-
pe consorte. Seductor, juguetón, discutidor de nimiedades. El
fantoche supremo. Siempre allí para adoptar la pose, para
proferir con el tono más solemne: “Yo, que soy tu padre,
etc.../', ¡impresionante histrión celestial! Pero sin ocuparse
nunca de hacer lo que fuere, de realizar un acto que autentifi­
case el título que reclamaba para sí. Especialista en rajarse,
camuflado bajo un torrente de palabras irreprochables, sa­
bias, espirituales, ensalmadoras. “Soy el que soy..., el ausente.”
Eterno niño mimado, de un narcisismo casi conmovedor por
sú candidez, primer premio en el concurso de elegancia de los
fracasados profesionales, bromista, cuentero, pro metedor de
dichas futuras, ¡vaya!, el buen Dios. Bribón de la palabra. Pe­
ro, querida, ¡qué mirada!, ¡qué voz! Un Frank Sinatra que hu­
biera renunciado a cantar para hablar con su público. Pues en
toda circunstancia, él sólo hablaba para el público..: ¡Y qué
sonrisa! Esa sonrisa de muchacho más bien tímido al que no
se le puede rehusar nada salvo algo verdaderamente serio, al­
go para gente adulta: los negocios, por ejemplo, los famosos
negocios oscuros, miríficos, que se suponía que eran su ocu­
pación. Y además ¡qué elocuencia!, ¡qué orador!, ¡qué bien ha­
bla!, ¡ah!... hubiera debido dedicarse al foro, lanzarse... “Re­
cuerda bien lo que te digo, Flac: hay dos oficios que son
indignos de un hombre. Ser abogado o ser periodista es ser
una puta.” ¡Y qué conocimiento de las cosas!, ¡en todos los ter-
rrenos!, ¡la locura!, ¡qué inteligencia, qúé modales, qué señor,
y sobre todo, qué encanto, qué encanto!... Por cierto que Flac
no era indiferente al encanto de su padre y, en todo caso, a los
tres años tenía que sucumbir sin remedio, quedar: hechizado
por esa voz profunda, canto de violonchelo ligeramente desa­
finado por él uso del tabaco, elegancia suprema, que le habla­
ba, le hablaba sin parar, cada vez que se presentaba la oca­
sión, y:siempre buscaba una ocasión, siempre listo para soltar
un discurso fluvial. ¿El origen del universo? ¿Cuáles son las
pruebas de la existencia de Dios? ¿Es el universo curvo, sí o
no, y, si es curvo, qué pasaría cuando alguien, supongamos,
llega al borde de la curva y pasa ün pie al otro lado? ¿qué pa­
sa con su pie? ¿hay Otro lado?, ¿no será una línea con un solo
borde?, etc., etc. Este hombre hablaba, hablaba sin pausas,
pero ignoraba fundamentalmente lo que es hablarle a alguien.
Él no hablaba a alguien, él se dirigía a un auditorio, no le ha­
blaba a su hijo, él se escuchaba hablándole, le daba conferen­
cias, disertaciones, exposiciones. Planteaba tesis. Las tesis:
ésa era su manía, las tesis. Para otros es cuestión de duda, es
decir, de hipótesis. Pero su caballito de batalla era la tesis. Po­
co importaba el tema y menos aún el interlocutor. Eso que él
esperaba y éso que él provocaba era un contradictor, alguien
que lo impulsara y lo excitase para continuar perorando.
Aquel día, a los tres años, la cuerda grave que vibra contra el
oído de Flac dirige su atención hacia uña imagen fascinante,
la de ün cuadro cuya reproducción figura en el Larousse ilus­
trado abierto sobre las rodillas de Yon: el célebre cuadro de
Ingres Edipo interrogando a la Esfinge. Y la voz paterna relata,
se expande en arpegios, recorre sus variaciones con una vir­
tuosidad empalagosa, atrayendo a Flac a la espesura de ün
misterio milenario, guiándolo a lo largo de un camino som­
brío por el bosque en el que habitan animales peligrosos, pa­
ra desembocar de repente en la arquitectura de una vieja cnr-
dad sobre la que reina una enfermedad ominosa y mortal, Y
he aquí que se yergue ante él, obstruyendo su camino, la crea-
tura más extraordinaria que Flac jamás imaginó, semianimal,
semihumano, semihombre, semimujer, de cuya boca brota
una pregunta de la que su padre le transmite el eco vibrante:
"¿Quién es aquel que tiene cuatro patas por la mañana, dos al
mediodía y tres al atardecer? ¿Quién es?” ¿Quién es? ¿Pero
quién es ése que usa de su encanto para confrontarte desde
tan pequeño con la emoción más fuerte que hay, con el enun­
ciado solemne, oracular, del. enigma, esta situación en donde
todo nos es ofrecido y a la vez hurtado por la palabra? Miste­
rio del Padre, distinto del de la madre, no más profundo o más

39
oscuro, pero impalpable, aéreo, celestial. Por definición, ce-
.1ostial.. Enigma celestial. Claritas,generis; destello ..del naci­
miento. Claridad tan clara que enceguece pues no ofrece a la
vista punto alguno para su acomodación.:¿De dónde viene?
¿Qué trama él en esta historia? ¿Qué quiere decir cuando te
llama "hijo”? ¿Én qué se basa esta, forma de veneración recí­
proca que los une en un malentendido insoluble, más allá de
cualquier carne y de cualquier ascendencia? De parte tuya,
respeto temeroso ante lo desconocido, y de parte de él, pasión
exorbitante por eso que cree reconocer en ti y que de pronto,
le parece extraño. Puede que sea eso, la peste.
Por enésima vez Flac se acordaba, se repetía el texto de los
dos recuerdos, y siempre en el mismo momento, en el mismo
sitio del trayecto del autobús que lo traía de la escuela: cuan­
do-llegaba el instante en.que se sentía más presionado por la
anticipación de la parada, por la proximidad de la estación en
la que habría de bajarse. Dos paradas más y me toca a mí, se
decía, y automáticamente se volcaba sobre el Señor Beige,
Edipo y la Esfinge. Al recordarlos volvía a encontrar o trataba
de reconstituir su ambiente familiar de entonces. Dé la som­
bra resurgían algunos detalles secundarios, algunas hebras re­
tenidas que esbozaban la trama de una tela donde se habría
pintado un cuadro, un texto en forma de charada, que le apor­
taba las soluciones que buscaba en vano. La sonrisa-de su ma­
dre, por ejemplo. Siempre tan sorprendente, tan perturbado­
ra, tan mágica como ese "érase una vez", esperado con un
tanto de aprehensión, en el comienzo de todos los cuentos. Sí;,
hubo pues un tiempo en que su madre podía sonreír en vez de
torcer la boca con esfuerzo, mueca falsa y artificial que le era
harto conocida y en la que se leían todo su malestar, su moles­
tia secreta y no disimulable. Junto con esta sonrisa aparecían
otros recuerdos fugaces que Flac se esforzaba por clasificar en
una cronología: el elegante traje de tela azul marino que su
madre se ponía para salir, el enorme canapé de seda roja que
su padre había instalado en la pieza que él llamaba "la biblio­
teca”, los coches deportivos, rojo vivo el uno> verde inglés el
otro, para los cuales Yon y Fif habían mandado construir una
carrocería especial... Todo ésto atestiguaba con certeza un pe­
riodo afortunado de la infancia: los padres aparecían alegres
y despreocupados; vivían en una mansión junto al bosque, ro­
deada por un amplio jardín en el que Flac pasaba el d ía jugan­
do con amigos de su edad disfrazados de indios piel roja. En­
tré ellos, Hubért, el hijo de la sirvienta,.., ¡la sirvienta! Enton­
ces, ¡había una sirvienta en casa! Ese Hubert, con el que Flac
se divertía .saltando por sorpresa, delante de él, con .su rostro,
camuflado por uña máscara de siux, con expresión de franca
crueldad, para asustarlo, ¡Sí!; eso parecía tan increíble y sin
embargo Flac no lo había soñado: ellos nó siempre habían vi­
vido en esta negra miseria que ahora sufrían, antes habían co­
nocido, durante algunos años, si no la opulencia, por lo meó­
nos un ciertobienestar; es: más, un bienestar Un poco
insolente. Más extraordinario aún, en ese tiempo lejano, hoy
tan lejano, la madre no mostraba ninguno de, los signos de sú
locura, sus chifladuras, su desorden, su descuido, sus frases
hechas, su descalabro nervioso.
¡Muy bien! ¿Señor, se evade usted en su novelarse: fuga, se
escapa, sale corriendo? ¿Se ofrece un pequeño himno al pa­
raíso perdido, violines y tecnicolor, en proyección privada?
¿Se unta el corazón con un bálsamo de lujo? ¿Se adormece en
los efluvios de la nostalgia? ¿Se reconfortarse extasía én el se­
no del capullo reencontrado, engaña uno a su dolor...? Su do­
lor. ¡Ah! ¿No es trágico, punzante?,.;¿cómo resistir la compa­
sión? Tan resplandeciente el joven señor en pantalones cortos,
tan triunfante en el coche del padre, tan radiante en medio de
sus carpas de indios, sus trenes eléctricos, su colección de au-
tos en miniatura. El muy suertudo, tratado a cuerpo de rey,
lustrado, dorado, laqueado. Pero, ¿habrá olvidado ya los pe­
riodos de decadencia, los Ujieres llevándose con el pasar de los
meses y de los años todos los signos de lá prosperidad en la
que él nadaba? ¿Hasta el tiro de gracia? ¿Querría pensar en
otra cosa, expulsar él recuerdo que ahora regresa, nítido, cla­
ro, preciso, despiadado? Pero es necesario recordarlo una vez
más, es necesario, antes que se detenga el autobús. ¡Ah; sí!, el
camión rojo... El famoso, el fabuloso, el irremplazable camión
rojo de bomberos, rozagante, que era el asombro dé todos los
amigos del señor porque tenía un motorcito eléctrico que per­
mitía desplegar la larga escalera hasta un metro de alto. ¡Ah!
EL señor lo adoraba, lo miraba relucir en la penumbra cuando
se despertaba por la mañana, se servía de sus enormes para­
golpes cromados ,como espejos y: buscaba en .ellos las expresio-

41
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ñes deformadas de su rostro. Temblaba de orgullo al apretar


el botón que hacía subir Iá escalera. Y se repetía, casi incrédu­
lo, no muy seguro dé poder calcular la importancia de pala­
bras tales: “¡mi camión viene de América!" Sin exagerar, el se­
ñor amaba a su camión como a Sí mismos Y luego, uñ buen
día, se evaporó el espejismo. Al despertar, la derrota brutal,
¿no es así, señor? Ido el camión que le envidiaba todo el mun­
do. ¡Y de qué modo! ¡Qué oprobio! Vendido al mejor postor,
en subasta pública, sobre la acera misma, bajó sus ventanas,
junto con todos sus muebles. Llevado ante tus ojos húmedos
de vergüenza por el hijo del pequeño tendero de enfrente. Se­
ñor Merveille. Te acuerdas de su nombre, te acordarás para
siempre, para siempre la: palabra “maravilla" quedará marca­
da, ¿no es verdad? Y la mirada de triunfo de su hijo, ese pe­
queño mierdóso contrahecho, escuálido y encima cobarde,
que, aun en la escuela comunal, reprobaba todos sus cursos.
¡Ah!, esos ojos de comadreja relucientes de revancha y de des­
precio que alzó hacia ti, tú que observabas la escena desde la
ventana qué daba a la callé; mortificado hasta la médula. Y la
restallante sonrisa del padre de este canallita, los dientes ori­
ficados del: señor Merveille, sin ninguna vergüenza, él, de
apropiarse de tú bien más preciado en esas condiciones co­
bardes, obscenas. Por el contrario, soberbio, alzándose sobre
su metro sesenta y sus vulgares zapatos italianos puntiagudos,
como si, mediante esta compra por un precio vil, adquiriese el
símbolo junto con el objeto, y embriagándose con la escalera
cromada que se elevaba por sí sola hacia la cumbre de un in­
mueble imaginario, subiese en pocos segundos todos los esca­
lones de la sociedad.
Ahora sufres, ¿no es cierto? Tú sientes: la hiel en el alma, la
rabia en las tripas, la bruma en los ojos. ¿Y querrías dar la es­
palda a tu suerte? ¿Liberarte, desertar, refugiarte en tus re­
cuerdos de antes? La caída, mi querido amigo, l a c a íd a , ¡tal es
tu destino! La caída de la que uno ya no se levanta. La derro­
ta, la debacle, el naufragio. La balsa de la Medusa repintada
por un mamarracho de quinta. Oye bien ésto: eres menos que
ún Merveille, escúchame, eres menos que este miserable, tú
que fuiste; sí, que. fuiste, de esos-ante quienes el padre dé Lí­
bense inclinaba y se quitaba el sombrero. Sin duda eñ algún
tiempo tu nombre significaba algo en la ciudad, inspiraba el
respeto, el “le suplico”, el “sea bienvenido". Pero hoy, querido
amigo, ha términado la comedia. Mírate, un comino, ¿quién
eres?, ¿por quién te tomas? ¡Anda! Bájate ahora de ese auto­
bús, encamínate con la cabeza gachay rozando las paredes
hasta tu madriguera purulenta. Vuelve al polvo, a tu madre
desastrada, al salón, rodeo obligado antes de recluirte en tu
pequeño cuartito, ¡Al hoyo!
El salón. Eso que tu madre llama “el salón”: bazar heteró-
clito de residuos que los ujieres no se molestan siquiera en lle­
varse. Caricatura de una habitación, campamento de gitanos,
asilo de esto y de lo de más allá. Desde aquí ya lo ves, ya te en­
fermas, su atmósfera te es repulsiva. Una vez que hayas pasa­
do la entrada y rodeado el obstáculo de un perchero atiborra­
do, tu mirada no podrá más que caer sobre la derecha, en la
prolongación de un ropero toscamente repintado, sobre el rin­
cón donde duerme tu madre. Pues él salón le sirve, en reali­
dad, como dormitorio y ese es uno de los mecanismos del ma­
lestar que esta pieza inevitablemente despierta en ti. Éste es
su antro, su interior abierto, su intimidad exhibida. El diván
que le sirve de lecho, tan mal disimulado, maquillado con tan­
ta torpeza, más impúdico que una cama sin tender. ¡Cierra los
ojos! Los anaqueles de biblioteca que lo bordean en cuyos es­
tantes se han colocado, mezclados con los libros, tubos y ca­
jas de medicamentos, despertador, pañuelos apelotonados,
frascos de gotas para la nariz y tazas amarillentas de té. Y, por
sobre todo, este olor pesado que flota en el aire y que se sube
a la garganta, cállate, cállate, mezcla tenaz y rancia de trans­
piración y de agua de colonia, de colchas no aireadas y de pa­
pel de Armenia, con, en el fondo ¿pero, no te callarás?, una
nota acre y fétida que sólo pertenece a ella, sí, sin discusión,
un detestable vaho de sexo. De sexo abundantemente mastur-
bado y nunca lavado. A la izquierda, contra la pared opuesta
al diván, rodeado de punta a punta por una doble fila de revis­ ·.. ··.:-::.:·._;·.:··.-.·.:·.:.
. .• \<·· · · · ··········:
tas viejas apiladas en desorden, su escritorio, cubierto él mis­
mo por un montón de papeles obsoletos o inútiles: anuncios,
boletos de rifa; bonos de descuento cuidadosamente recorta­
dos y conservados^ Por encima del escritorio, colgado de lapa-
red, un cuadro, o más bien la reproducción enmarcada de un
cuadro, que te hace soñar: una gitanilla con Ojos y cabello ne­
gro azabache, los hombros cubiertos por un chal estampado

43
en rojo y oro, magnífica mendiga, sublime pobreza de elegan­
cia incomparable a la que tú esperas encontrar algún día por
azar én la calle; Ante las ventanas de la pared del frentej los
dos sillones del "abuelo”, butacas carcomidas pero sagradas,
desfondadas, sobre las cuales cada tres años se arroja una
nueva funda. Es allí donde todas las tardes ella se instala, ilu­
minada por una lámpara triste, para leer y releer a sus auto­
res: Tolstoi, Maurois, las hermanas BrÓnte, Pagnoí, Martin du
Gard, Gide, Fierre Loti y Colette, Y después, a la derecha, en­
frente de los sillones, arrinconado contra la mesa de costura,
el mueble chino; perdón, amigo mío, el mueble chino "de la
tía Suzon”, cuyo valor inapreciable prohibía acercarse a me­
nos de un metro de él.
¡Ah! El famoso mueble chino, apoteosis rutilante: del caos
en donde la madre de Flac se atrincheraba. Extraordinario.:
Fenomenal, Superlativo. Monstruo relumbrante de laca negra
donde se tornasolaban dorados chillones y bermellones re­
pugnantes. Quimera siderante que parecía codiciar el caos
polvoriento del salón con un ojo a ratos majestuoso, a ratos
grotesco. Altar de pacotilla, grandioso y miserable, dragón de
carnaval, lamentable travestí gesticulando con muecas de fé­
nix. Extravagante y mágico, estupendo, maravilloso, pirami­
dal, el objeto hacía surgir en Flac una aversión igual a la ado­
ración incondicional que le profesaba su madre. Esta baratija
irrompible, espantosa y fastuosa, había sobrevivido a los múl­
tiples empeños de los ujieres, siempre vuelta a comprar por el
tío Jean por una suma tan irrisoria que su feroz tacañería
aceptaba el sacrificio y, debido a su pertinacia, había llegado
a ser a los ojos de Flac el símbolo mismo de la alucinante ter­
quedad que su madre manifestaba en el gusto constante por
lo incoherente, su apego casi camal a lo desparejo, a lo dispa­
ratado, a lo descabalado. ¿Por qué- acordaba su madre tal ad­
miración a este mueble, por qué expresaba ella semejante ale­
gría y entusiasmo al evocar a la tía Süzon, siendo que hacía
años que no lá veía y que no intercambiaba con ella más que
una tarjeta postal ál año en ocasión de sus cumpleaños? ¿Qué
tenía, pues, de tan singular, de único, esta vieja señora cuyo
parentesco con la madre de Flac no erá tan claro como el tér­
mino "tía” lo hacía suponer? Una invitación de ésta para pa­
sar .él'día con ella en la capital al cumplir diez: años aportó a
Flac algunas respuestas y muchas preguntas suplementarias.
Hasta entonces Flac no se había encontrado nunca con la tía
Suzon y ni siquiera había visto su fotografía; La única adver­
tencia qué su madre le hizo fue que debía tener buen cuidado
dé hacer comentario alguno sobre la baja estatura de su tía.
Así fue que en una mañana de julio tomó el tren hacia P... con
tanta aprehensión como curiosidad. Ni contento ni molesto,
un poco ansioso y sobre todo excitado con la idea de lo que
pudiese descubrir. Confusamente lo presentía: él tenía cita
con un secreto, uno de esos secretos espesos como el que más.
Un secreto de familia, un crimen, un fraude, una tara, úna fal­
ta original. Se había convenido qüé la tía Suzon lo esperaría
en la estación. ¿Cómo podría ella reconocerlo entre la masa dé
los pasajeros descendiendo en él andén? Ni por un instante
surgió la pregunta en la mente dé Flac. Sabíá bien que ella es­
taría allí, que ella lo reconocería; era él quien avanzaba hacia
lo desconocido. Tampoco le asónibró, apenas bajó del vagón,
el escuchar detrás suyo úna voz que se le aproximaba: "Buen
día, mi Flaquito: ¿Tuviste un buen viaje?” Una voz cómica, ah
go nasal y puntiaguda, articulando las sílabas como lo hubie­
se hecho un profesor de dicción. Una voz indefinible que po­
día ser tanto la de un hombre como la de una mujer. Flac se
dio vuelta. Al principio no distinguió nada. Los ríos de pasaje­
ros que bajaban y subían del tren se cruzaban frenéticamen­
te, unas valijas salían por las puertas de los compartimientos,
otras se metían por las Ventanas, los maleteros corrían empu­
jando sus carros, unos gritando: “¡Atención! Maletero... ¡Aten­
ción!", y otros “Maletero... por aquí.;. ¡Por aquí, maletero!”,
dependiendo de qüe estuviesen o no Cargados de valijas. Plan­
tada en medio de este hormiguero delirañte, agarrada estoica­
mente a su bastón, apunto de ser tumbada eii cualquier mo­
mento por un atolondrado, una pobre enana, tocada Con un
extraordinario sombrero con velos, parecía esperar él final de
este hervidero humanó para qúe por fin se notase sü presen­
cia y se ocupasen de ella.. Flac se le acercó, pensando que la
ayudaría al cargarle sus maletas. La enana le sonrió y dijo con
el tono más divertido y gangoso: “¡Sí, sí; ya sabía que me re­
conocerías de inmediato!..., Flaquito, ¡qué contenta estoy dé
verte, tan alto, tan crecido para tu edad!” Y agregó, leyendo en
el rostro de Flac la sorpresa que lo enmudecía, con una hila­
ridad burlona: "Ya yes,-.para. mí el mundo es definitivamente
un mundo de gigantes, de gigantes que amenazan en todo mo­
mento con pisarme... [Vamos, por favor, salgamos de aquí/'
Desconcertado en el primer minuto* asombrado después
del tercero, conquistado para el cuarto, Flac quedó embelesa­
do en cinco niinutos por esta duquesa de la extravagancia cu­
ya vivacidad, cuya pose y cuya conversación atolondrada
transformaban las deformidades en amables particularidades.
Vestida como una reina de Inglaterra, minúscula y jorobada,
con una cabeza en verdad simiesca, las cejas espesas como
una crin, el timbre de un pato, pero la frase digna de una ac­
triz de conservatorio* una volubilidad, una verba y un humor,
a veces yendo directo al grano, saltando por sobré todas las
cortesías, los modales y las buenas maneras, a veces con los
melindres de una coqueta, sin desdeñar ni la argucia ni el ar­
caísmo si le parecían apetecibles o ingeniosos, balanceándose
entre Racine y Marivaux, obedeciendo tan sólo a sus gustos,
nunca artificial y siempre con un tacto, con una delicadeza,
con una fineza que permitían a su interlocutor atribuirse a sí
mismo el privilegio de recibir la ofrenda de tantas perlas de
lenguaje. La tía Suzon era una originalidad. Ella hubiese di­
cho: úna creatura. Así fue como Flac descubrió, no sin estu­
por, el origen del mueble chino y quizá la raíz de la contradic­
ción permanente que tironeaba el universo de su madre entre
una preocupación casi excesiva por la estética como ideal su­
premo y úna atracción incoercible hacia la fealdad y la discor­
dancia en la realidad. Cuando la tía Suzon lo hizo entrar a su
departamento en el primer piso de una antigua residencia pa­
tricia, Flac no podía creer en sus ojos. Una verdadera bombo­
nera, un museo en miniatura donde el tiempo se había dete­
nido desde hacía un siglo. Flores por todos lados, tapizando
las paredes, sobre las fundas de los butacones y de los sillones,
en los manteles, las servilletas, las porcelanas, en ramos secos
puestos sobre aparadores y en alfombras gastadas pero fulgu­
rantes. Todo intrincándose en un calculado desorden, una
profusión de objetos, una exuberancia de colores, de luces, re­
flejos, brillos. Y, en el medio de todo eso, rodeada de una nu­
be donde se mezclaban la rosa, la vainilla y la violeta, la tía
Suzon, dando vueltas alrededor de su pequeño sobrino estu­
pefacto, atiborrándolo con merengues, con budines y con pas-
Pelillos a la vez que lo observaba con un ojo encendido y golo­
so. Tendría unos sesenta y cinco años, pero no tenía edad por
cuanto era vivaz, burbujeante y avispada. Todo lo que no era
la madre de Flac. Apunto tal que Flac se preguntaba si no ha­
bría pasado ál otro lado del espejo, átraído por una eterna Ali­
cia que pronto le propondría tina loca partida de croquet o sacar
un lirón de la tetera. ¿Quién era esta mujer extraordinaria?
¿Por qué se la habían escondido Hasta ahora? ¿Cuál era exac­
tamente su parentesco con ella? Flac ardía por plantearle es­
tas preguntas. Ella, por su parte, no esperaba otra cosa que el
momento en que él venciese su timidez para contestarle. Pero
al verla, él quedaba como ante la esfinge y la tía se tomaba su
tiempo. Ellos se iban familiarizando. Flac no hablaba mucho,
ella evitaba hacerle demasiadas preguntas o, si ló hacía, era
con tal gentileza y tal complicidad que Flac se limitaba a reír.
Ya jugaban juntos, sin habérselo dicho aún. De golpe ella le
lanzó: "Espero que no seas demasiado aplicado en tu escuela
y en casa y que también pienses en divertirte..! Divertirse, eso
es lo más importante, lo más serio en la vida, Fia quito. ]Ah; si
supieses cómo yo me divierto y desde siempre...!" Cuando oyó
estas palabras Flac vio de repente a su compañera, sí, su com-
páñera de por lo menos un día. [Qué garbo, qué gracia, qué
alegría en el corazón! ¡Qué regalo este encuentro inesperado
con una enana digna de un suntuoso Velázquez, aborto salido
de un sátiro contrahecho y de una Venus grácil, gitanilla qui­
zá, pigmeo final de una elegancia desaparecida, gnomo ani­
mado que salió vivo en carne y hueso de un libro de cuentos,
con el cuerpo deforme* la cabeza excéntrica, la sangre quizá
de otra raza, siempre agitada en movimientos y en palabras,
las greñas crespas de plata delicadamente azulada, oscilando
como una corona de hortensias al viento, un repentino hálito
de vida, una alegría, una felicidad inesperada. ¿Y qué pensó el
señor eri ese momento? Pensó, quizás en serio por primera
vez: ¿Y si la vida fuese eso, vivir de: verdad, tener siempre el
gozo présente en la cabeza y en el cuerpo?
¿Y este, secreto de familia, esta falta original de la que él se­
ñor recibía la revelación? ¿Es que hubo confesión, divulga­
ción, denuncia circunstanciada? ¿Sugerencia, alusión, insi­
nuación encubierta? Ni lo uno ni lo otro, ¿no? Ni anuncio
solemne ni susurro de doble sentido. El señor simplemente tú-
vó derecho a toda la verdad/mostrada en grandes letras, evi­
denciada por los gestos menos equívocos, expuesta al natural,
tal cual, pues la tía Suzóñ, por su parte, no tenía nada qüe
ocultár. Pero, con su famosa inteligencia de escolar, primer
premio en todas las materias, salvo por supuesto en educación
física, el señor níño prodígio, el señor cénit del cociente inte­
lectual, el señor no era más que tin aturdido, una estupefac­
ción sin remedio, una cabeza de chorlito. Un distraído. Pode­
roso en su nube, imperial en la abstracción, pero en la vida,
ante la vida, un ciego, un tonto de capirote, un idiota, incapaz
dé discernir lo que tenía bajo la nariz. El señorito no se da
cuenta de maldita la cosa, no comprende nada de nada, que­
da patidifuso, alelado, incapaz de plantear las preguntas, ésas
preguntas que tan sólo esperaban que él conservase sus secre­
tos mientras pretendía, supuestamenté, averiguarlos:
Así fiie que te portaste corno un chico muy bien educado
cuando entró la tía Marta, ápenas un cuarto dé hora después
de tu llegada, abrazó primero a la tía Suzon: "¿Estás bien,
querida?”, te saludó muy amigable y después se Sentó en el si­
llón junto a Suzon, con su mano derecha descansando relaja­
damente sobre la mano izquierda; de ésta, y ambas te miraron
divertidas. Tú no pensaste en nada, te quedaste vacío, hueco,
sin reacción. Sin el menor asombro. No viste nada. Te dijiste
para adentro, ¡ah!, és la tía Marta. Esto era redundante ya que,
en el discurso de tu madre, la evocacióñ dé “tía Suzon” se
acompañaba siempre de una especie de palabra compuesta o
de frase hecha, de su acólita "y tía Marta”: la uña no iba sin la
otra. Sólo después de comer, cual chico cortés que sabe que es
adecuado denotar un cierto interés por sus anfitriones, fe
arriesgaste á hacerle dos preguntas a la tía Suzon. La primera
tenía por tema el de sü posición en el árbol familiar. Te expli ­
có que era una prima de tu abuela materna, a quien ella se
obstinaba en llamar Clara para luego corregirse: “Quiero de­
cir Claire.” Y que por razones muy largas para ser detalladas,
de las cuales tu abuela podría informarte mucho mejor qué
ella misma, esas dos ramas de la familia dejaron tiempo atrás
de tener relaciones. Quedaba tan sólo la que se había anuda­
do, un poco por azar, con tii madre. Ya no quisiste ser indis­
creto sobre este diféreñdo. Y, por otro lado, estas disputas de
abuelas, y hasta de bisabuelas... ¿Por qiié ño remontarse has­

- 1-8
ta los brontósaurios, o a los primeros pugilatos de las hordas
de pitecántropos por un hueso de. tapir, de jabalí o de cebra?
iAl diablo con los oropeles de los abuelos, los atridas arí-nou-
veau, las epopeyas recontadas por Feydeau! jOue ías conser­
ven en naftalina y en popurrís a la lavanda!
Sin embargo, como desde un principio te asombró la dispa­
ridad física entre tía Suzoii y fía Marta,, la cual parecía cómo
diez años más joven, no pudiste retener una segunda pregun­
ta: “Tía Suzon, dime, ¿es tía Marta tu hermanita?" “¡¡¡Tía Mar­
ta!!!”, exclamó Suzon en un estallido de risa inimitable, entre
chicharra y trompeta. Y dejó pasar unos segundos durante los
cuales te acaricio con una mirada surgida de las profundida­
des del alma, como colmada por una especie de ternura nos­
tálgica. Luego se inclinó hacia ti; "¿Verdad que es muy hermo­
sa,..?”, y sin esperar la respuesta, se echo hacia atrás en el
sillón soltando su risa por segunda vez. “¿De: rn^do que tú
creías que Marta era tu tía? ¿Pero quien te metió en la cabeza
una idea tan descabellada? }Y, lo que es peor, hermana menor!
¿Puede,haber algo más gracioso?...” Flac se preguntaba qué
podría haber de tan gracioso en esta idea y tía Suzon contem­
plaba su perplejidad: con la mayor de las malicias: "Tu madre
te lo explicará todo, A su tiempo y si verdaderamente te inte­
resa”, concluyó. Y ya. Todo estaba dicho. Te habían contado
historias, puros cuentos, pamplinas. Y tú los habías creído.
Porque el niño en ti seguía pensando que la palabra de los pa­
dres era sagrada. Sobre todo porque sentías oscuramente y
desde hacía mucho tiempo que tu madre conservaba detrás de
sus ruinas un cuarto secreto que constituía su último refugio,
su último consuelo, su pequeño paraíso privado, y que rozar
esa construcción, pesquisar ese tesoro clandestino y levantar
su inventario, la habría precipitado, sin más trámite, en el ex­
travío, la exasperación y el odio a la vida cuyos efectos funes­
tos ya sufrías más allá de toda medida.
De aquella tarde Flac conservó el recuerdo de una carrera
agotadora en la que se esforzaba por seguir, de museo en mu­
seo, de sala en sala, a la tía Suzon que se contoneaba con mu­
cha gracia sobre sus pequeñas piernas. Los cuadros y las esta­
tuas se habían borrado, quedaba el chasquido seco del bastón
de la anciana sobre el piso dé madera ál ritmo de un metróno­
mo endiablado. Los adioses, por el contrario, quedaron grába-

49
dos para siempre en sü mente. La tía Suzon insistió en acom­
pañarlo hasta el andén donde esperaba el tren que lo llevaría
de regresó. Cuándo el silbato del jefe dé estación ordeñó subir
al vagón, ella apretó a Flac en sus brazos con un vigor inespe­
rado y exclamó estas palabras finales: “No ine olvides. No ol­
vides... ¡La memoria, Flac, la memoria! [Y diviértete!” Es ver­
dad; Flac nunca olvidó. Mas, ¿sabía él lo que había registrado,
lo que quedaba de este encuentro qué fue el único? ¿Qué sa­
ber le Había sido inculcado sin qué se percatase, y de qué le
serviría? Cuando hubo regresado a casa, preguntó a su madre
por qué le había ocultado que la tía Marta no era su tía. Su
madre enrojeció violentamente y se contentó con farfullar al­
go parecido a una disculpa: era más fácil llamarla tía puesto
qué ella misma las había conocido siempre como insepara­
bles. ¡Sí; más simple! ¡De verdad! En cuanto al diferendo que
oponía a la tía Suzon con la abuela de Flac, sü madre no po­
día aclararle más. Decía no saber nada; era un téma tabú en­
tre ella y su madre quien, por otra parte, le había prohibido
ver a la tía Suzon, sin alegar otro motivo que el de ser una ma­
la influencia. Ante la incomodidad de su madre, Flac prefirió
callarse y no hacer más preguntas. La veirdad, por lo tanto/
quedaría olvidada, cancelada para siempre. ¿Esperando qui­
zás a la peste? Y el mueble chino, allí en el salón, seguiría mi­
rándolo, monstruoso y estúpido, imposible de esquivar y
huérfano de todo contenido.
Wm

“¡Flac, por favor, no seas remolón! ¡Apúrate, mi hombre, hay


una sorpresa esperándote én el salón...! ¡Una sorpresa!” Te
sobresaltas. Quedas paralizado. La descarga recibida en ple­
no vientre. Un relámpago, un espasmo. No has reconocido la
voz de tu madre. No; es que no es tu madrea no la qué tú co­
noces, esa cuya voz esperas todos los días. Esta entonación
artificialmente jovial, esta cadencia carente de impaciencia,
esta suavidad simulada, casi lánguida. ¿Qué h a pasado? ¿Qué
es esta “sorpresa”? No es así como ella acostumbra anunciar­
te lo que llama sus sorpresas, siempre las mismas por lo de­
más, las mismas sorpresas desoladoras: el suéter que ha ter­
minado de tejer para ti, del que ella está tan orgullosa y en el
que la mezcla de colores chillones te avergonzará aun antes
de habértelo probado, la caja de galletas "lengua de gato” que
su madre le dio para ti y por favor, te lo ruego, dale las gra­
cias >o regalos del tío Jean, a escoger: caja metálica con ber­
gamotas de Nancy o rompecabezas de mil piezas a las que tú
detestas por igual. ¡Que reviente el tío Jean, con su único pul­
món, con su pulmonía supuestamente pescada en sus haza­
ñas de la Resistencia en Vereors! Mató ciento treinta y ocho
alemanes, date cuenta, ¡ciento treinta y ocho! Muestra su pu­
ñal, lo saca de la vaina, hace espejear su hoja de acero tem­
plado. El vampiro de Vereors, el ogro de Brianzon, la hidra dé
las cumbres. Hubiese diezmado a todo el ejército enemigo él
solo si no se lo hubiese impedido la pulmonía. De verdad, da­
do de baja'después de haberse rehusado intencionalmente a
cuidar una bronquitis que evolucionó y se agravó un poco
más allá de lo previsto. ¡Muy bien, mi hombre! Porque tam ­
bién a él, a su hermano menor, ella lo llama "mi hombre”. Y
ya estás en el mismo saco que el combatiente emboscado, el

51
fanfarrón, el candidato al sanatorio. Pero, ¿por qué hoy este
"mi hombre", apóstrofe que tu madre no usa nunca sino en
presencia de un tercero? Pretendiendo familia, vínculo filial,
amor materno, etc... Para parecer normal. “Mi hombre” es lo
máximo que su boca alcanzó a pronunciar como expresión
de su afecto materno por ti. Un afecto tan afectado. “Mi hom­
bre", patética expresión de su torpeza, de su miseria emocio­
nal, de su incapacidad para querer, exhibición dé su frigidez
incurable. Mujer momia, madre autómata con los engranajes
oxidados y chirriantes, sexo muerto, matriz desecada, acarto­
nada, boca'estéril.
"¡Vamos, mi hombre, no te hagas esperar...!, el té todavía es­
tá caliente." En una milésima de segundo la sangre se te conge­
ló de la cabeza ados pies. El corazón que golpea, mareo, náu­
sea, las manos:crispadas, las uñas hundidas én las palmas,
transpirando la gota gorda. Comprendido, recibido el mensaje.
La voz resuena, resuena. El mundo vacila, los muros se alargan,
el suelo se bambolea. ¡Mi hombre, mi hombre, nosotros... No­
sotros! Simultáneamente desencadenados todos los mecanis­
mos físicos y mentales, encendidos todos los botones de alar­
ma. Pánico máximo. Cortocircuitos en toda la red. Ya sin
control. Estremecimientos, sacudidas, temblorinas. Alguien es­
tá allí. En el salón. Sin duda alguien que tú conoces. En todo ca­
so alguien que no podía estar allí. Uno dél exterior, del otro
mundo. Visitante, visionario, endoscopista. Allí está. Allí. Espe­
rándote; está en el departamento, en el interior del interior ha
entrado en la guarida inmunda, la ha visto, la ha olido, ha no­
tado todas sus anomalías. Inquisición, pesquisa, denuncia. ¡En
el salón, a pocos pasos del baño! Con tu madre contándole Dios
sabe qué idioteces, colmando cada silencio con tonteras,, ha­
ciéndose la gran señora en medio de los escombros, da conse­
jos gramaticales con una bata agujereada, confunde a Chateau­
briand con Vichy, se aferra al fin del romanticismo, a la epopeya
de la desilusión, mientras sirve el té en tazas mal enjuagadas.
La chiflada. Obstinadamente inconsciente, sin claudicar. Excu­
sándose, contradiciéndose en todo, riéndose cuando no debe y
no haciéndolo cuando es necesario. ¡Dios mío! ¡Fallamos en to­
do! (risa mecánica), le pido disculpas. Patético descontrol. Ca­
yendo en la trampa de sus automatismos, de su turbación, de
sü corporeidad. Falsa, discordante, indecente.
. <·¡Ah!.•· .· • . ·•. •. ·.• :· .¡Ahí
• •. •. ·. •.· ·:. •·. · ·.•estimado
.• .• .• .• .• •. •. ·.• .• .· •. •. ·.• .• ·: · .• · .• amigo;
.• •. ·. · · .· :· ·. :· .·•.· . , .• •.· •m. · •.· i·. · .·querido,
· .· .•· .•· han llegado el gran
·•rP.-hl.;t~~J. rs~i1Il~d(J;ªll1ig9, ll1Fq11erido,'h3.~:11~53.~()•~'§l"ari
•.·.·.········.•.•.•.•.····.·····.···.·······.··.•·.··················.··········.···¡······:··.·.•·.·····.·.· • ...•..•.•..•.•..
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.. ...•. ••..•..•..•.•. • .. • •.•.' .. • .. •.·.·
.. ·························:············· ..··················.····.·························.•.·.·.·.·········.·.·· ..• ..•· ..•.. • ••.•.· • . ·.• . ·.·•...•..•.··.·. · .•. • · ..•..•..•.•.•....
· • ....·.·••·.•.·.· .. • . •. ·.•. ·.· ..·.•·· .•.·•••·•·•···· ..• •..••.. ··.....•••... • •.•.·.·.• .•.•.•.•. · .. ·.•.•.·.· . ·•••.•. ·.•·.•.·.·····:·······.······.•· -. · .. ·.·.•.·.=. •..• ·.:· ....•.•.•. • ..•..•.·•. · .•.• .. ···• ..•.•.•· ....•. ••··•.·•·•·•••· .. • ::::::-:~·:~:.:.:·;·'.·._~,

.: .día•x1ª·•··~ra.~~()sJ1.(l
día y la gran noche... •... Luz
.L11zYJ1ºFliE:··•
y noche, .•·~~···•ºr();.·••ª~.l"?j()x·9'
de oro, de rojo y de~··~i::gr9 negro..•
l;()()rc~e~i.~3.V~~2l1ºnºl"'.JRlll1º11f.E:nt? (le J¡rvrJ?R ·
Loor, herida, deshonor. El momento de la verdad. ¡Por · · 1••
fin!
¡~;i:·saig~la_~ill1~s~~r~J
¡Que caigan las máscaras! f1.; fl.t~~()s ~fi5iáJ7s; .
¡Y fuegos artificiales, bombas, gra­ < .... .... .. >··.·
n~?a.~;·••• . l).~la§J;trn1J:IO.§.<l~i(···.§.iJ:l.···C.l.l~1J~l!IJS11JO.t.~cl9
nadas, balas luminosas y sin cuartel! Derrotado. el r~~·~C.ii8()11W.····
Flac, con­
fii.11d.t~?''ffi1ql.li~aag:0·§a.qP~<lc1?,\·ªSBPWªªo'x:pisC>t?.a.(lg>:·~?s~§
fundido, aniquilado. Saqueado, acribillado, pisoteado. Estás .
PE: I~c1ici()··•·••·•. ~1Ilipp~fo;J>2rciici9§~:;1tir:;id:?~•.'Ka.·J}O.•.tel7~a.J.'lt<ll;~§¡
perdido, amigo mío, perdido ¿entiendes? Ya no te levantarás,
t()c19••~z·····~l.ll1(ly?zs•.~l··fiJJ.·/i~t···fiJ:llF¡~
todo se hunde, es el fin. ¡El fin! ¡A I~ ~asMf
la basura! ªJ .¡A la s)p<Ica.•J•••rj\_l····
il\_lj cloaca! ¡Al
~·agJ'll::t! 11'1 §rn.teJJ.cia.·c~¡::;.·• . iC.Ia.c.t Y:/S()J:l rlla·c~~ fil•.ca_l)e.~.a.···rf1•··•.Sl
magma! La sentencia cae, ¡clac! y con ella cae tu cabeza en el •.
ºy~tº••·.4:1.sl1:plipip;J3l:•.s:nor Tl':.~~~?J:Ir7fp.a;iPE:f(lido 1a.ca;1J.~~<I~. -,
cesto del suplicio. El Señor Presidente ha perdido la cabeza,
ha
ha visto
la •.·.•v:~'
rojo y amarillo y JJ.:?1JQ.i\?9)1c
;?.~I.()J'ºj()•••·Yi<l1;'11.~f~H7%
vez...····.·•.si!l·:pí7.c1%d.,~~
negro, sol ;Y'y?~rylia.sx11a.c1~
y estrellas, nadir Xi c.e11i5
y cénit
aa l~· PÍfC.l:lJ:l~f~.Aff"§'
Sin piedad, sin circunstancias, . §ilicIª·cl?
sin dado que. ¡Eje­
~g)'.?i~j:;
cl.lC.ié}J:lL?r<Il1()rql17?ta;;a_la;·()F~T~:¡lll~C.~~JJ.~$?d.O.§l()SÍJ:l~trl1c
cución! Gran orquestaba la orden ¡marchen! Todos los instru­
1IlzJ:lt()S/ c<Id.a;•·.qngpa_!fa;
mentos, cada uno para sí, ~f, cada
Sf clªl1f1().S()J:l
uno con su §l1.'1B}t§JC.(l'•j\_lppf()to;
música. Alboroto,
barl.l11();•••·P.a.1a.Iig1a.···· r~~E~P:?.Psi~?n.?~O.l'r~, Pfgpi~t;~; golpeen
barullo, batahola. ¡Canten, griten, lloren, bromeen, ~()~yeJ:l
c(m.pie.§X
con pies y manos, ~3JJ:l()?i·····f()J'
rompan l l:P~ a.fC()§
arcos {'
yPbatutas,
élflil.IC!.~• ~~1:13~~.oliJ:l?~?~'
vuelen violines y
~au.ta.?t..Foso
flautas! E'os~Y.e11<.(l7lirio,)h(){'()frJ:le?1J0..7.11§()fcl:f::d..()lf.>~•()D.itF()f
en delirio, hoyo negro ensordecedor, tonitro-
I1.a.ntf(; tl1ltfªs?l}~nt<e.·>G~c.R:~9J:l~.~··
ñante, ultrasonante. Cacofonía 4r•Y?º~+~ta.dpn:sf\,a;J.µli4ps;
de vociferaciones, aullidos,
c::t7ill()I1e~•·•·¡(;~j.~·~····7e,5~il1:l1?•••~l.le.11e11l·•B5a.ll1i?()S)e§tE).~Ol'~SiJé
carillones., ¡Crujan, rechínen, suenen! Bramidos, estertores y
lágrip:;a~. .<3?FI1()'
lágrimas. Corno,·•·····•J' lla;t7aqa:;.sasfª·Íi~~1~.~··?"·•···sü-e,ll.~s¡•·•cín:1~a;~()~.
matraca, castañuelas y sirenas; címbalos,
· fl"~tingt¡Io.s!~!'?ll1Pef~~: ¡ •.qr~ll.(Í?§. t3.ll1P?m.s!•(S~11ºn·.·•de~~co~,c
triángulos, trompetas. ¡Grandes tambores! Canon desacom­
Pª?~~.()J·······cor?;.anárql1iC();.\Í~J1.farrÍil•·••·tlisa;rll1t)ll.iq•a.·.•·•••i}l.<l.~.e11,·····pa;-
pasado, coro anárquico, fanfarria disarmónica. ¡Pasen, pa­
se11!•·i~()1;'11b.a.zdei::.n·•··.lá!ca;~.e-za. ~.~l.•••po[>r~títe.re,
sen! ¡Bombardeen la cabeza del pobre títere,.• . .del••·l<fl' del lamentable llell.ta;l)le
rriitórn~n9;qeLcpiq)1i~?l"iclíq~lcH•·•PE:Íi()r R.icfit11lg,.élp7ql17~?·
mitómano, del chiquillo ridículo! Señor Ridículo, el pequeño
ri?íC.)1Iºjel·~·J:lsigll.ifisa;pf
ridículo, el insignificante, e,···§~ño!'
Señor migaja,ll1ig;aj~;. :.·§eñ()f
Señor ····sglilla. colilla ql.le,· que se, se
ba1TetdF••••1a. ll1>~•~···s.011•.·lil.11·s:~llyt~~o.;. §(S!'~í~ ?ª.ber.·qu~•.·.·~~·lw
barre de la mesa con un servilletazo... ¿Creía saber qué es la
clesd.iclji'.<:l<J?E:~utñ?•····•.B!'~still1~B()'
desdicha, el pequeño presumido, ii~<[giJ:1~9a;··•·•hél~e~·····pasad?•··.···
imaginaba haber pasado
.p9r.eLc9tl'llR:·~~l·c17slj9I1or,
por el colmo del deshonor, •.l~ Gl1tr1Pfe cl~L.s;ifr~I'lli~11to,
la cumbre del sufrimiento, el ;1•.••a.Bii:" abis­
ll1º>c1~.
mo ~.···. c1rs<Ill1I'
del desamparo? ~!'Cdel
>? j\_rpigR:ll1í()·'
Amigo mío... •·••¡11os:·.c1a;sFis~'
¡nos das risa, . i::res;ur:~•vei;~
eres una ver­ . •.
(iade~a;prigpesa· de,I·····g)1i.sa;J:lte1•·l1l1<.l.cI~lica;clªiHJ.}3.•Ill.l1ñ~g_llifa··
dadera princesa guisante, una delicada, una muñequita
· · ·.:ell.Yl1rlt~
envuelta e13.•plul11.9I1
en plumón de 4t ganso!
g~psgL•iJ! ¡Una muñeca, sí;una muñeca!
. ~l3..I'lll1ñe,p<tt§í;··l.lJ:l~·ll1;tÍiecat
•· • . eniJl).·:p:c1azg
Un pedazo detela.re,ll~pg ele al~8cIPJ:l con
de tela relleno de algodón C()J1icIº.~·dos ojitos ()iit()?ic1; de .;?ªP() vidrio
. enl~ S~Bs.~~I·i•f~.pera!;y::i.s·8\v9riva•s···<r.seJ:lti.r, ~ ?ª~ta.t\t\?11 fi~
la cabeza! ¡Espera!, vas a ver, vas a sentir, a captar con fi­
· ·l1ez~l?·%~;·~.;··••·?e~··.~~7?Ha.c1();g7~sgaryi~a~g{~E:$hp•.Ry~~z()$'.·)}···
neza lo que es ser desollado, descuartizado, hecho pedazos. Y . .: '. ·.
~.§tp•
esto <lBYB::t§••·.ell1pi7z~,<3.rl1.iISgII1í?'•de
apenas empieza, amigo
ción... Desbordado por la tormenta ?etl1.5·~()Sf(~
mío, ·••e7/·t~n.•··splg
es tan sólo •.1a.. inEr · · ·
la introduc­
.ciq11·····¿I)~s,poF~a.ch.).·.p9~.l::i.;t()rll1eptf tus voces interiores, iri_te:r~g •. ya
. sin~i~p~der~pf\Yªrt:·~81ifF·J:lil3.~I1a.2Bª~~brayt[
poder apoyarte sobre ninguna:palabra; devastado, · tado;/ hundi­ · •·
·. et>,rla~t~m.a(lo,······~~ I1()\~f;~i$}~?l.l17·;fÍ~l1
do, lastimado, ya no eres sino un vientre azotado por Terror
·•·y::R.al:)ia,?.es5ótl}~g97q~\11.ll~g1•
· palpitante.
· }il1Jitagte.>T~s Tus T.tlie¡D,brw?\~~@?i8sa.n;\
miembros se dislocan, iNt77I ··i···•.•t····.••<.·.·.·····<••>.••·.·········.·/x
y Rabia, estómago convulso, intestinos retorcidos; vesícula
§.R'ª~~~()l()c;Gtp,.\s.~•>egii
se descolocan, .•. . . . . · · •. •..•....·.·.·.· •· · •· · ·.•. ·.·.· . :• .·.·
se agL

53
tan o se petrifican. Te ves como una marioneta con los hilos
enredados. Tú te ves...
Te ves atraído por un imán, aspirado a pesar tuyo por la voz
que te llegó desde el salón. Te ves encaminado hacia su fuen­
te con infinita lentitud, dando los pasos que te conducen a la
catástrofe. Pararte sobre tus piernas, avanzar: plegar, elevar,
extender, bajar, recaer sobre el pie, dudar de cada articula­
ción, cadera, rodilla, tobillo. Repetir mentalmente la serie car-
tílago-ligamento-sinovia. Mecánica. Pistones, bielas, cigüeña­
les. Asistes a tu descomposición, te desmontas, miras un
·~ensamblaje
iji~IJ.r~Je·~despiezas ~B~si?$i~e.~épár~?i~ÍT>~~i~.eJ·~·
§)rI~#~$·r~#*9}\5 cuyos espacios de separación no dejan
.ª~~??~J.1.(l~~5-0[:•·~v:·.éilsa1BiyJ.1.!p<~~~l.1~1)~t~·
de agrandarse. Y el pensamiento sigue, estalla ~,;eii>fI;~~1lleBt.
en fragmentos os
~~R~~(:)~f;\lmi:·
dispersos, las rfrases 9.(:)filB(:)3}.~P.·l~spa}E[pr~s;se .
ra· se descomponen, las palabras se pulveri­ Rul;yi-i-
· mediatamente
.zan.
ry~J.1.'Quieres
'9)g}5J:".· . •· . obligarte a pensar ·P?ft;••••.la
lf. palabra ''.~pnti~~i?agy· .e~ in.;
g~1.8cPFf “continuidad” in­
tr15~~1~~1.1.i <·<•· ?· •.. . ·. •.· . · · ·. . > .g5~;ej.e: c(:)J.1.~ti~.IJ.llÍ+cl~:~,•ytúJ.a,pi)r;-.· ·.
ves cómo se desteje: con-thnui-dad, y tú la pier­

;•;·: ·:.~:lll(itlltlll{tlll
des. Un paso, dos pasos, tres... ¿Y los brazos? ¿eh? ¿Qué con
los brazos? ¿Que qué con los brazos? ¿Qué se hace con los
brazos? ¿Cómo se les lleva? ¿Dónde está eso que se les pone?
Con esos dos órganos estrafalarios en la punta, las manos. Ar­
ticuladas. ¿Colgando o en los bolsillos, abiertas o cerradas, ha­
.•·.•· ·. • •.'• •· ·.• .•.·.·• •· · ··ci¡r.cia adelante
•.· fg5I~B. t) op··.~hacia
~9ia•:aatrás?
tr~?(;·¡~ i~f las
¡Arriba manos!c.¡¡\l)~j~Jaspatas!
1%~.111ª~?~! ¡Abajo las patas! . .· ·
El señor nunca supo qué hacer con sus manos... separadas,
i i:: ; por fs4W~~~~trc~1~:~~ir1~f~~fc~Í~á6ik~0~%~¿¡¿~7~y:~i
~~r5 supuesto, ciertas caricias culpables, ciertos encarniza­
mientos J(l~s~re~
· ·. ·.• · · •·. · . ·. · • ·.•· •· .•· .· •·.tr1i?J.1.}ºs'Y)I"??J.1.f8s9~i vergonzosos, pequeños g?q~1~fío~i-)tprtjJpry~~~"retortijones, placeres baratos p¡;tra,tqs
· · · · · · sustraídos sgs~7~(gps• af,lala noche, J.1.QC:~)i' cuando C:)l~J.1.(l? la~él madre tr1<\?l") sé
st calla,
c<i}l~; cuando .dl1er~
c;~~J.1.d(:) duer­
J.1.l:)ty sueña
me ?11)~él con f(:)P: sabe ~~p#·tDios )ié)·~ qué qyé•·nnovela
o~ela,79. s~ . · ¿Tal
rosa, s[ar•vvez
~t.~cruzándo­
ru.zál}d(l~

·1it~lif~lJl!~ií~ii~iit~
las
lfs por ~(:)I"J~)?Pa}(lary,apl~~J.
la espalda y aplicándolas
brazos pegados al cuerpo y amarrarlos al busto como con un
1.':1?~~·~ una ggf:••9contra
?1.1.trag~3...
otra1'para
~t.f tener
teJ.1.7rJos·
los· ·

nudo? No sabes. Te ves cada vez más lejos, tú mismo separa­


do, despegado, evacuado de este cuerpo que se ha hecho:ex-
traño, ya ni siquiera un cuerpo, un vaya a saber qué. Tú te di­
sl.leiv~s yY: ya
suelves Y:~·.1nadie1a,fii~l9lo ve YéliJ1*• ni Rpodría q¡jpía.yverlo.
~~I9;:sy~~i
Estás~ll~· allíY:179I9.
y no lo yst~~·. ·
estás,
·. -. • . transparencia
trarisn~reJ.1.siaiiltrl~t~t1: inmaterial, ~1,(J)~lísül~
película sin cgrisi?tér\si~;atE~Yé?>ee
Si[t consistencia a través de .: · .
· .• ·.· .•· . •. .:.lalªSl1ª.ls5····:ppcl.iiªPf~·
cual se podría pasar ~·aun • .a~p-si. sinJJ.•darse
c:lfF~)8l1YJ.1.t~;§i!
cuenta. Si tú :t~·pudieses
Il1.tc:l~)~e~··ha­
h.~-
blar, gritar, gemir, pero ya no tienes voz. No solamente a cau­
sa de la glotis contraída por las tenazas de la angustia, sino
P.(:),ql1~%fB<;$~g;Cl.IJ.tF1-i<·•()l.letfi~s<y9t.~e~.'I1~•·• fli~B.tº'
porqué
. PPE(ll.1~\Y~ ya no quedan garganta, cuerdas vocales ni aliento.

'iiiíliiiii~ltt~iili
Transformado en una concha. Sin vida, sin voz. Sin voz tuya
y a la vez barrido por los vientos de todas las voces del mun­
do. Todos hablan en ti al mismo tiempo. Se entremezclan. Al
que grite más fuerte. Se contradicen, se critican; disputan. Las
del mundo interior y las del mundo exterior. El tabique acaba
de saltar. Ya no eres sino una caja de resonancia, una pared en
la cual rebotan los ecos, ya no puedes ni siquiera tapártelos
oídos, estás obligado a oír, a sufrir. Ya no eres sino escucha.
Escucha y obediencia. Escuchar es obedecer Ésa es la ley.
¿Qué te desgarra, Flac, cuando ves que se hace polvo eso
que te habías fabricado, que asistes a la desaparición del per­
sonaje que habitaba tu soledad absoluta, inconmovible, cerra­
da a machamartillo para todos? ¿Qué es este sufrimiento sin
medida, sin criterio, sin comparación? Padre, ¿por qué me
has abandonado? Mira, mírame; es por ti que sufro los mil
males, que me despedazo y que agonizo, es para preservar tü
existencia eterna e invisible que yo exhibo mi-;muerte lenta. Y
tú no admiras mi pasión; ni siquiera la ves... Vamos, amigo
mío, ¡basta ya! Ite.missa est, alea jacta- est, la hora ha llegado.
La hora de terminar, de atravesar el umbral, de colaborar. Sí,
entendiste bien: de colaborar. Trabajaremos juntos, querido,
no tienes opción... Te dejarás hacer. En lugar de resistir en va­
no, habrás de acompañar a lo que en ti es más que tú: este te­
rror, esta rabia, este desgarramiento. Arrojarte en el tomado,
hacerte abismo, volverte ciclón. Ciclón de muerte, huracán,
avalancha, flagelo. Minar, excavar, arrasar. Pulverizar todo lo
que vive, respira, palpita, germina, se regenera y se congene­
ra. Muerte a los vivíparos, a los ovíparos, a los escisíparos. Ex­
tirpación de lo que exhala, resopla, suspira, jadea y solloza.
Abolición de todo aliento, agotamiento de toda saliva, de toda
lágrima y de todo sudor. Expurgación de las mucosidades, vis­
cosidades, serosidades, de las babas, de los jarabes y de los ju­
gos. ¡Ya no hay engrudo, ya no hay pegamento, ya no hay ge­
latina! ¡Adiós a la babosa: humana! Despoblación, desolación,
desierto... Es una orden, amigo mío ¿entiendes? ¡una orden !
Bastante aguantaste, bastante padeciste, eres tú el rabioso sin
límites, eres tú la bilis ígnea, el profeta de la tierra de nadie.
Tú hundes los muros a puñetazos, tú arrancas las:puertas de
sus goznes, tú demueles todo cuando pasas, tú ; arrojas los
muebles de las habitaciones, tú desvastas, saqueas, arrasas.
Tiemblas de cólera, irradias furor, ardes de venganza. Y te la­
bras tu entrada, Satán, sí, Satán expulsado para siempre del
reino del semejante. Atraviesas el umbral dél salón maldito.

55
Algo ahora te hace ser, algo que reconoces o no reconoces* qué
importa; y tú lo dices, lo afirmas, lo asestas: ¡Soy yo! Yo el ase­
sino, el descuajador, el diezmadór. Yo el ejecutor del universal
anhelo dé muerte. Pues todo el mundo quiere matar, masa­
crar, exterminar. Todo el mundo. Todo el mundo asesina,
manda asesinar o permite que se asesine. Incesantemente. A
condición de ignorarlo. Porque lo ignoran; ¿eso crees? ¡Pe­
queño imbécil crédulo e ingenuo! Influenciable, influencia-
ble..., ¿cuántas veces habrá que repetírtelo? ¡Oh! ¡y luego, zas!
Basta de este cretino lamentable siempre listo para tragarse
cualquier culebra... ¿Pero cómo se puede ser tan necio? ¿Qué
té imaginas? ¿Que eso tiene corazón, sentimientos, [bondad!,
que se baña en amor, la humanidad? Ama a tu prójimo como
a ti mismo, es decir, la carnicería. Todas las manos ensangren­
tadas pero, alm argen de eso, muy limpias, muy blancas. ¿Yo,
matar a alguien? ¡Piénselo!, usted está loco... Matar a mi ma­
dre, a mi padre, a mi hermano, a mi hermana, a mi chico, a
mi vecino, a mi rival, matar a un desconocido, ¿está bromean­
do? Yo jamás, señor, escuche bien, j a m á s tendría un pensa­
miento semejante... ¿Y tú les crees, bajo palabra? Ellos nie­
gan, querido mío, niegan. Pero saben que son todos asesinos,
todos por el simple hecho de ser. Y por esta misma razón es
que aceptan tan fácilmente morir. ¡Ah!, morir, qué quiere, se­
ñor, un día u otro hay que morir... Es falso, me entiendes: ¡es
falso! Es tü padre quien te lo dice. Hay que morir porque se
ha matado, ésa és la verdad, ésa es la justificación de la muer­
te. Entonces, es a ti a quien le toca sacar las conclusiones. Si
eliges morir, sabe al menos por qué. Y ordena tu vida de
acuerdo con ello. Padre desengaño, padre desilusión, padre
desolado. Padre inútil contra el tirano que te obliga al éxceso>
te embota d cerebro, te atraviesa con sus ladridos. ¡Deja ya de
sollozar, querido mió! ¡Basta! ¡A la obra, manos a la obra! Te
esperan en el salón.
Entonces, al ataque. Terminados los rodeos, las mímicas,
las postergaciones, los soliloquios polifónicos. Con una única
voz, de una sola pieza, con sólo una cabeza. Unificado, por
fin. U-ni-fi-ca-do: la sensación de la dicha ¿rio? No hay tiem­
po para decírtelo, caes sobre tu presa. Ahí está ella, ahí está él:
¿ella, él, quién, qué? No importa. Carne para mostrar. ¡Máta­
lo! ¡Mátalo! ¡Oh! ¡Qué bien, qué rico, cómo burbujea en los
glóbulos!. ¡De un golpe, paf, clavar tu daga en la panza, a fon­
do! Es blando, cosa sorprendente, apenas un leve ruido sordo.
Tajear las entrañas, revolver ese abdomen, pequeña danza del
vientre para el placer, para que eso vientrechille, vientrelócue>
vientretiemble. ¡Ah!, querido, lo haces bien, qué bienio haces,
rápido, fuerte y bien. Se estrujan alrededor de la hoja, no son
más que visceras encendidas, tripas que sollozan, cólicos ra­
biosos. Ahora quitar, retirar tu acero de esta ventregada y mi­
rar, llenarte los ojos, contemplar el milagro: eso se derrite, se
deshace, se agita, invade su alma como una enteritis, confiesa
por fin su verdad. ¡Qué calma ahora, qué bello silencio!... Lo
agarras, lo levantas, lo estiras, lo sueltas. Lo llenas y lo relle­
nas. Lo enganchas, lo ensartas, lo ulceras. ¡Sí, sí! Lo sacudes
de abajo para arriba y de izquierda a derecha. Le limpias el ca­
mino, lo arrasas, lo desbrozas. Lo ayudas a expresarse, a ex­
pandirse, a destaparse. Te consagras a él, te dedicas a su suer­
te. Buscas con paciencia su punto de equilibrio, auscultas su
centro de gravedad. Lo fastidias, lo orientas y lo desorientas.
Perforas el estuario por donde su ser podrá fluir, soltarse por
fin, derramarse en torbellinos y remolinos burbujeantes.
.· Ahondas
A~¿)ryd#s;een # cada§aa~.:g~t§;·
giro, fen ~'t#(l~cd4()reri6~~á·
cada codo, en cada · fueá~~~c)de•
meandro de • •sti su
.·~~~#~·t¿~j{~~~l~f.~g1;*~~~~~J~:,#~b1d~~~E:j,~~~1.·~~i~sii· ·
vida íntima. Le vacías los bolsillos, le extraes el bazo, le des­
fondas el estómago. Lo abarrancas y lo arrancas de él mismo.
Lo~?~~J:Jl9J:f.
explorass/~. de~.: ;ppunta
~1f1.éi a: i.·]punta.
:>pl'l t<l'•· Le
g~ muestras
·wuesttfis.•Ilo9··~~tÁl~r~pl~,
intolerable, el ·~1 .
1.a.11:fl!lient0eS~~yi<i},·
lanzamiento esencial, · ~ell}~rstíl?Ml?'tie•
vestíbulo de .•la la.eelipse,
li¡:i.se;·lo.
lo1haces
Jác:e~·.ap~~{.
apare­·.
· cer,
det;·~?~·~ti'(i~s~~~?~/j
por fin descarnado,e~;ey(le~g~l:ril[(li~~to/d) en el desgarramiento de un presente ~iúp#~s,~11~~·· · · · ·
fttl~Bfélii~e1?lél17cig~pte;•
fulgurante, lancinante, >tef~brapi~¡Un•
terebrante. Uniristélgte;· instante, · • tál tal vez
.y~z>e·un ~i

;i!~ífrli~fitii~il¡J]il)'"'
· .ccuarto
l1élr;1:?:· · ~de . s).gt_lrid9}·~1
·~··· · segundo, e~~á}Clallí/tú
él .• está .llí.;· N·• ·~estás
~tásCJ.llí,,;si~c!'ó~i&()s.
allí, sincrónicos,,··•·~·idén­ ~~11t
ticos, confundidos en ese murmullo de gárgola al que tu daga
lo ha reducido. Su vida se da y la tuya con la de él. Vinieron al
mundo por una llaga abierta, como un torrente impetuoso

·lilli~ílWl~ltlii~~:·
que se despeña hacia su perdición. No demorarse en este ins­
tante de gracia, no dejarse coger en la trampa del apacigua­
miento. Más allá; Siempre más allá, hacia una conmoción ca­
da vez más fuerte. Te recuperas, té abstraes de su espasmo. Lo
consideras: él permanece ahí. Permanece siempre ahí, tor­
.mento
fi1erito·iinfernal.
~f.é~n~J,:!~m~ir ·

.tifii-lit
Este rostro, por ejemplo. Este rostro ensom­
brecido por el suplido, estos ojos extraviados y ojerosos por la
experiencia de la incompr ensión, está boca crispada, estás Ha­
rinas que tiemblan tanto de asombro como de dolor... Este

57
rostro ahora casi- semejante al tuyo, falsamente fraterno, trai­
doramente solidario, de un mimetismo insultante. Esté ros­
tro, en el fondo incólume. A triturar, arebanar, a machacar ce­
rebro y mocos hasta hacerlos mermelada. ¡Al yunque, sí, al
yunque! Al martillo, a lá maza, al hacha, al garrote, a la apla­
nadora. Sonata para percusiones. Primer golpe. Primera frac­
tura. La mandíbula cruje, explota por el impacto. Véanse los
detalles. El cachete tajeado, llaga babosa de bordes indefini­
dos, deja ver el hueso roto, estallado en esquirlas que se mez­
clan con los dientes despedazados, todo amasado por la len­
gua cortada que fuera de control se desparrama en un raudal
inagotable. En verdad obscena esta lengua. Segundo golpe. La
nariz hecha papilla, aplastada como un insecto jugoso, mo­
lienda espumosa dé cartílagos, de puses y de mucosidades.
Tercero. Hundimiento del pómulo. Cuarto, quinto, sexto... Es
necesario. El temporal, el parietal, el occipital. En orden. Aho­
ra, variaciones. Rasgas, quiebras, dislocas. Pegas, golpeas,
rompes. Deshaces, demueles, desencajas. Los rasgos desapa­
recen unos tras otros, las formas se invierten, se diluyen. ¿Qué
es esta masa de carne y de sangre, de equimosis y de llagas?
Un vago aglomerado, una cosa gelatinosa, confusa, un puré de
huesos fragmentados, de médula y de cerebro machacado.
Por un instante contemplas esta cosa desconocida: ya no es
una cara, a duras penas una cabeza. Sientes vibrar en ti la pa­
sión de desfigurarlo. Sí, desfigurarlo, arrancarle el rostro.
Martillarlo, macerarlo a .punto tal que ya nadie pueda recono­
cerlo. Con esta idea la cólera se abate de nuevo sobre ti y te
atraviesa como un vendaval, una granizada de dolores. Te en­
carnizas, lo desbaratas, lo destrozas. Lo despilfarras, lo desga­
rras. Tú lo suplantas, tú lo suprimes. Tú lo restriegas, tú lo re­
friegas. Tú lo recortas, lo retumbas, :1o rematas. Lo matas, lo
matas, fin. Esto es demente, esto es exquisito, esto es compul­
sivo. Es el más pavoroso vagido de tu existencia.
Quemas estallar de risa como un loco, como un desespera­
do. Con una risa devastadora que anularía todo sentido y to­
da realidad. Con una risa tan explosiva que haría reventar de
una buena vez tu universo enfermo. Torcerte, revolverte, sofo­
carte de risa. Atravesar el límite. Reír hasta las lágrimas, co­
mo quién dice gozar de dolor. Pero las lágrimas vienen solas a
sacudirte. En ráfagas, en hipos, en roncos sollozos. Estás ago­
tado, consumido, extenuado. Gastado por la obscena borra­
chera que te inflamó la cabeza. Despojado, vuelves a ti como
a través de una neblina. Es el desastre. Te despeñas como ava­
lancha, resbalas por.la pendiente de la vejación, te sumes en
la abyección. Náusea, asco, angustia. Sollozos amargos de la
degradación siempre renovada. Este ser en ebullición, este
rostro carcomido hasta la contusión informe, esta vida des­
•·.compuesta
~ófri!)L1esta~a§~~ lasl11Jül"~di~l1icikr.
hasta •.la supuración del 1limo 1fü6\?l"i. gi¡i.<l1, esto
origmal, ~st§iéeres J'ésittú;
~.
.• Pasando
~~~aridopoi: por ..esta
~sta conmoción infame es a~itiI!lisTp:
c:()l11TlºcióIJ.•·• infaITle<FS ti mismoáa quien q11ie11
apuntas, a quien señalas, a quien hostigas; tú el hosco, el niño
lúgubre y afligido de un noviembre fatídico, tú el sombrío en­
cubridor de una ofensa imperdonable, tú el que llevas con
amargura la cuenta de todos los ultrajes, tú el carente de ale­
gría, de vida, el hablasolo. Carnicería, tocinería. No olvidaste
nada, nada has borrado. Mascullas y rumias como un viejo. Y
te odias por estar tan viejo, tan triste, tan desesperadamente
enclaustrado. Otra vez, aquí está, recomienza el soliloquio in­
fernal. De nada te sirve inflamarte, lanzarte contra esta maldi­
ción, tu furia gira en redondo y vuelve a caer sobre ti, más
cruel y más exigente aún. Eres tú quien recibe la paliza, quien
se extenúa, quien se clava en la picota, quien se inflige los mil
tormentos de un dolor imposible de extirpar que se acentúa
.con
c~ncad.i;cada • •palabra.
pal¿br~.(2t1ªnt{()i2~7F~cl1TJ:Jlir:
Cuando crees cumplir·.nrvFngi;11~a; tu venganza J'cl1an-
y cuan­
·• do ~ba11ci9#~siªa su
dqt7te abandonas st1fre. n~sí,.~s.atiTismóa.
frenesíiesa ti mismoq1117n..a quien sacryfisa~.
sacrificas,
· ¿En
¿Jt:I}.CJ.1-}~ .aI.~.i;r? ¿Para
qué altar? ¿I~a~~ qué~u~xp§?t1I"ªd~yiI}ig¿cl?
oscura divinidad? Ya 'tªl1?.
no ·• .ssabes
(lbe~ quéq~é
·. · . . . . · · ~~#±&CV~g~d ~it~~~t&\~~&~~&1Z2ó~:zE&8~~;d~í~~~;1t.{~·· ·
hacer con esta hiel que bulle en ti, que te consume día tras día
y cuyo veneno1 atroz arde más y más con el correr de los supli­
cip§ Y•y cdeltl<l5:
.cios ~~()11f~squy(ls9fup~s(l11
e~g~t()?(l). agonías
las espantosas que acompasan tus fupIJ.éil9T ·.
tlls monólo­
. · g9~:i.•15?•.••R79I·· s~f)r;r1P~7·••Pªs~I"~Iílªil~n(l7••·t9c1os,••. l?s?~~s\.ss¿x711
gos. Lo peor siempre pasará mañana y todos los días se viven
a~·· · la espera de ese mañana perpetuamente prorrogado.
1~ . ·. e)g7rª•• ·4~··~)e••·ITlª.il.(lll•~•i· perpet11(lr;nént.7.·•· J:Jr()rrºgad?:.()t~(l Otra

~\; llllll1111f
iltlil'
más de esas fiases, otra más de esas cantinelas... ¡Y una más,
y otra más! ¡Giren, rueden, bailen! ¡Oh! Eres verdaderamente
ridículo, bien lo sabes. Deplorable; Minúsculo. Lastimero. La­
mentable. Sí; un verdadero manatí, diría tu madre. ¡Si te vie­
ses! Fútil, insignificante, nimio. Una auténtica caricatura, po­
dría decirse. El insignificante señor pide un minutito para

aw~'ill!~"~;~S\'
h~~e~ie'lii}~'
hacerse una'Freflexión,
e~r}<it1f1•·~una
1J.~"· ~consideración...
g. , · Señor Ogro de
El

'1l~~1¡1~,~~r
los Cárpatos le suplica que no ló moleste: está dando los últi­
mos toques a su numerito preferido de carnicería, sí, con or­
questa y ballet, estruendo y martillazos..; ¡Oh! pero el señor se
~":•'· ·• <,¡)9<·.·
humilla hoy con gran celo. ¡Bravo! ¡Grandioso! ¡Qué expresio­
nes tiene el señor!... Entonces, desde el fondo del salón, la voz
en el colmo de la exasperación: “¡Y bien!, Flac, ¿estás: soñan­
do? Pero, ¿dónde tiene la cabeza este tonto? ¡Es de veras insu­
frible, inaguantable!"
¿Qué tramaba el señor? Rostro compungido, mirada ausente,
manos retorcidas y soplidos rítmicos lanzados dos veces por
el lado derecho. Sobre el fondo de un eterno noviembre y de
televisores aullando desde los.departamentos vecinos. El.se-
ñor estaba abstraído en sus reflexiones. Como de costumbre.
Sus poderosas reflexiones. Los fundamentos del pensamiento.
Los orígenes del porqué y del cómo. La naturaleza del qué, la
esencia del quién/: Consideraba al mundo y al hombre, al
Hombre, ni más ni menos. Desde lo alto. Desde su Olimpo pri-
vado/Escuchaba con sorna el grito de la procesión del univer­
so. El señor examinaba, desmenuzaba, criticaba. Sarcástico.
¡El padre! ¡El padre! redamaban, en masas, en estadios, en
parroquias, en legiones. Bocas abiertas, ojos suplicantes, co­
razones palpitantes. Desde siempre. Listos para la admiración
sin límites. Para el culto. Alguien que los reúna, que los funda
en un solo hombre en el mismo temor y el mismo temblor. El
mismo amor. El amor mismo. El director de orquesta supre­
mo. Uno-dos-tres, uno-dos-tres... Al paso. Al paso de papá. El
drama del porvenir, tal como decía un célebre canalla. Peor
que el del pasado, claro está. Perfeccionado, modelado, cien-
tífico^ Puesto que, yá antes, en otros tiempos, había padre, Y
no poco. Era otra cosa. ¡Ah! mi estimado amigo, es usted
quien lo dice, no se lo hacemos decir... Las filas estaban bien
alineadas, todo en su lugar, en quién confiar, a qué hora co­
mer. Listo por hoy. A la chatarra, ai mazo. Espacio para las
primadbnas, para las imágenes, para los ídolos, los actores,
roqueros, animadores, sustitutos.,¡Vivan las figuras de sínte­
sis! Esperando al microchip de función paterna, al circuito in­
tegrado universal, al láser patriarcal. Confiarse, identificarse.
La rabia de la báse. Identificarse con... Demasiado tarde, ya
:iw:Jw~\lli~-~~lli~~~~llti~~lliilí~\~j
obsoleto, al que sigue, basta. Basta. ¡Basta de estos camelos!
Retomo coactivo del grito primario: ¡el padre! ¡Más, más! ¡Lo
~B1P'i?lt/.Iplo.• eesculpido
$ctilgi4p en c;:n el~f.;gr~J.l~:P'•
granito! • .•Eso

{;'i'r~tiill!l!~liJl-i¡i1if~[l!~Y
fér~.~/}9>in79.
feroz; lo inconmovible, :Esc\:.110.<~s
no es .': ', •
del género que deja un gusto a nunca lo suficiente. Uno que
retome la gran tradición. La historia hacia adelante. El omni­
potente. El terrible. El ogro. Que enaltezca su inclinación vo­
luntaria por el sacrificio> por el don de sí, por el ideal más
fil-yp:e·•(que
fuerte lt1e.la'ilJ~;jYiX~•
la vida. ¡Viva ·eLITiá~a}l~.l.••·
el más allá! ·•.1Yiy~·¡Viva
Jan:xl1t.~tet
la muerte! .• ¡Ah!,
1.j\fil,.·•1mo­
Tl?-
l'itJ)pn•
rir por·él•.él•·P,?r~i4l!t.
para queél él •.• p 9r\71I1:
por fin·•\~ista,•.
exista.I)aJ'. Darelc11erpq·
el cuerpo .• yyel· el ·iaalma,
l111a, . .
dar lo mejor de sí, dar siempre más. Para salvarlo. Inaccesible
pero tan cercano, inaprehensible pero personal, y tan bueno,
tan justo, tan omnitodo. .
Toma un poco en cuenta lo que te espera, minúsculo char­
latán, pequeño cascarrabias, fastidiosito. ¿Crees que vas a li­
brarte con tus grandes peroratas destinadas a un único audi­
tor? ¿Te imaginas qué escaparás al apogeo, a la coronación de

oi~)~~n~:~'~cr~te!f!~q~;~¡~;~~ª!fº~tJ!'~~·y~;~jt
la historia, al triunfo de lo obsceno? Al holocausto calibrado,
civilizado, quirúrgico, elevado a la cuarta potencia. Barrio por
barrio. El llamado de la sangre. El fuerte aroma del terruño.
La trampa del humus. La greda. Las raíces. ¡Muy fácil con­
templar los siglos, muy fácil, amigo mío! Patrología, teología,
monarquía. El vals en tres tiempos. Papas, Césares, padrinos.
Santidad, majestad, pistolidad. ¿Y por qué detenerse? ¡A bai­
lar, a bailar, primates humanos! Faraones, sátrapas, esclavis­
tas. Sí, Pachás, rajás, shas. ¡Sí, sí! Jeques, gorilas, mikados.

·. . ·• · · ·./~w~~ª~~~t~~~~~~~~~~~~Í~~tfl~~ir~~~i~ga~~*~~Af
Negus, magnates, gran mogoles. Tirana, tiranos, tiro al arco.
Epopeya del monoteísmo y del monopolio. Extenuado, ¿lo >·
créT~g·· ·JAtavíos
crees? \t.~v}p~seI9sa1il\i:tt~·
celosamente ;conservados
s8J.lsery2(~9sie11. enJos/1'9P~fós.
los roperos <4~l·del·.
(Jr~]liJ3.~l(:?r-:ií4ql()s,•.•· 5()rp1ias;•· 111ir~fi~(ll.\~.s;·tI?ist9s/1?~.~~>l1n~
Gran Balcón: ídolos, coronas, miriñaques. Listos para una
nueva vuelta. ¿Y la reina de Inglaterra, señor? Oronda de ma­
jestad, dignidad y brillantes. La reina de Inglaterra. El más su­
blime, el más maravilloso, el más resplandeciente de los papás
Noel. Perfectamente reina de Inglaterra en tanto que perfecta­
mente reina de la insignificancia. El hada. ¡Isabel, te amo!
Bien, querido señor, poniendo aparte a los ingleses, ¿se ha
preguntado usted con un poquito de su célebre inteligencia
qué será el padre del futuro? El que se anuncia en sordina, el
que teje redes subterráneas; el que comienza a hacer oír su
voz con detonaciones d e.plástico. ¿Te has puesto apenas a
pensarlo, pedazo de rata blandengue? ¡Ah! No^ respondes,
¿verdad? Muy singular esta falta de reflexión, lamentable des­
mayo del razonamiento, verdadero hueco en la imaginación.
Siempre muy ocupado en gustarse, en regústarse, en beatifi­
carse en sus soliloquios dé cretino, pero sin molestarse en ha­
cer esta simple observación histórica, filosófica y científica.
Que Dios haya muerto, sea, es cosa ya escuchada, aunque to­
davía pueda servir para algo, sacar el pecho en ocaisión de uno
que otro desfile, servir de etiqueta para alguna basílica, un
club, una donación de sangre. Pero ¿quién se atrevió nunca y
quién se atrevería a plantear que él, el diablo, haya muerto?
¡Ahí Estás agarrado, para eso tienes elpico cerrado, las orejas
tapadas, ¿eh? Mi estimado amigo, el porvenir, el padre del
porvenir, métetelo bien hondo en la cabeza, es el diablo. El
diablo. Y tú, Flac, estás muy bien ubicado para saber algo de
eso. Sí; tú. ¡Vamos, deja de hacerte eí sorprendido! Piensa.
Hay que pensar. ¡Anda, perezoso! El diablo, el maligno, el
príncipe de las tinieblas. ¿Qué es eso? No el folklore de los di­
bujos animados: el bufón de cuello negro, orejas puntudas, co­
la con flecha, garras y llamas al fondo. Ni diablillo, ni sátiroj
ni súcubo. Cualquier cosa menos una imagen, amigo mío. El
maligno: mucho más maligno que las figuras que se esfuerzan
por representarlo. El padre de la mentira, como dice la tradi­
ción que no sabe lo que dice. Una cierta cosa qué ha caído en
el lenguaje y que lo apesta. Una manera de decir. Simplemen­
te de decir. La peyoración. La palabra que miente sobre la
esencia misma de la palabra. La calumnia. Pura. Radical. La
negación de sí, pegada indefectiblemente a toda palabra. El
sentido, el último de todos los sentidos, que hace pensar que
decir o no decir acaba al fin por ser lo mismo. Que la palabra
es tan sólo una vestimenta, un ropaje, un engaño. Una tenta­
ción. Un ocio. Sin consecuencia. Irreal. Pura palabrería. En­
tonces; ¿por qué molestarse, por qué contenerse, si sólo es
cuestión de detalles? Que una palabra sea un acto, ¡vamos!
Que una palabra pueda asesinar, ¡qué burla! ¡De todos modos
uno no es responsable de la lengua. ¡Oh!, amigo mío, todavía
no has acabado con el diablo, Gon eso: apenas si comienza una
nueva porción de la historia, créeme. Está en ti, tú sabes, só­
lidamente incrustada en ti...
Flac, claro está, tenía uno. Un padre, puesto que ésa es la
palabra, según parece. Parece, puesto que, para él, el uso de

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tal palabra no era muy claro. Mas bien flotante. Difícil, cuan­
do no imposible confiar en ella. Una palabra que sonaba hue­
ca. Una palabra, nada más. Había recibido: un padre como,
cuando uno .es pequeño, recibe un abuelo; un tío o un amigo
de la familia, un libro.importante, necesario, erudito, pero
destinado a un niño de más de diez añps. Estaba ahí, en algu­
na parte, ¿dónde? En su lugar, como se dice siempre de los ob-
jetos .qüe no lo tienen. Él lo había recibido, para no poder ha-
cernada con él. Una presencia nunca presente de verdad, una
ausencia que no faltaba. Un engorro, un estorbo. Una moles­
tia, por su misma inutilidad, aun cuando todo el mundo ase­
guraba a Flac que no había en la vida nada más útil que un pa­
dre, Flac quería creer en eso, no se oponía a priori. Para él, sin
embargo, todo pasaba como si el / padre” en cuestión hubiese
desaparecido un buen día. Evaporado, volatilizado, no dejan­
do tras de sí más qué un signo irrisorio, ni cetro, ni corona, ni
arco inflexible, un despojo en forma de un juego dé palabras
tan poco serio como había sido para él, en su vida, la gabardi­
na del señor Beige. ¡Padre impermeable! Impermeable, inson­
dable e insoluble. Flac era un chico como los otros y a él eso
no le parecía suficiente. No era este padre, este llamado padre,
lo bastante padre. Más exactamente, no lo era para nada, pa­
ramada, nada. Salvo para reír. Él estaba junto a la palabra pa­
dre y Flac estaba dél otro lado. Entre ellos, un paso falso, un
paso en falso, un paso sin peso, entiéndase lo que se quiera.
Yon. Dichoso Yon, dichoso farsante, dichoso payaso. Él mis­
mo se rehusaba; como no fuese por irrisión, á llevar el título
de padre, e incluso a aceptar el banal apodo de "papá”. Flac
llevaba grabado el recuerdo de una noche de su primera in­
fancia, una noche muy lejana, puesto que pertenecía al tiem­
po en que Yon dormía todavía en el departamento, en el cur­
so de la cual se había despertado, en medio de una pesadilla,
gritando "¡Papá!.,,” Fue la única vez que esta palabra salió de
su boca, propulsada por sabe Dios qué terror fundamental.
Yon acudió de inmediato desde el cuarto de al lado, encendió
la luz, sacudió a Flac .por los hombros hasta que se despertó
por completo y después le dijo esta frase inolvidable: "Yon, es
Yon. No me llames papá.” Debieron pasar muchos años para
que Flac llegase a comprender la razón de este rechazo: que
para Yon tocaba los confines de una prohibición, incluso de
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un peligro formidable. Para Yon nó podía haber más que un
único papá, sü propio padre. ;
El padre de Yon, Un personaje. Flac no lo trató durante
mucho tiempo. Había muerto cuando él tenía siete años. Sin
embargo, le habían quedado algunos recuerdos asombrosos
y, sobre todo, había oído hablar de éí, siempre oía hablar de
él> todos los días de su vida. Sir Alfred, como Flac lo llamaba
con un dejó de ironía y de ternura, puesto que su abuelo mos­
traba un gran parecido con el rostro de Sir Alfred Dunhill tal
cómo aparecía en las cajas de tabaco, ¡Ah! Sir Alfred, esto sí
es algo muy distinto de un impermeable que huye, ¿verdad,
señor? Todo lo contrario: una presencia masiva, exuberan­
te, invasora. Aplastante. Todo a ultranza; nó tolerando más
qúé el exceso, sin otra regla que lá desrrtesura, sólo a gustó en
la intemperancia. “Bastante”1no quería decir nada para él,
“más” lo hacía sonreír, sólo con un “demasiado” estaba con­
tento. Había vivido en Suiza dónde había amasado una enorme
fortuna en el comercio del carbón y sus derivados. Termina­
da la guerra, decidió inmigrar con su familia para acercarse
a las fuentes de aprovisionamiento, hulleras e industrias quí­
micas, de las que se había convertido en importante accionis­
ta. Cabe imaginarlo. El principio de la posguerra. Una pro­
vincia cerrada, católica y tiesa, desgarrada por las sospechas,
las delaciones y los arreglos de cuentas. Una antigua burgue­
sía infiltrada por algunos nuevos ricos, sufriendo o aun apro­
vechando la ruina y las privaciones, sometida a los raciona­
mientos, embriagándose con el mercado negro y con la
espera de contratos estupendos, los unos buscando con avi­
dez recuperar sus bienes, reponerse, desplúmar a la compe­
tencia; los otros haciendo bendecir sus adquisiciones dema­
siado recientes y su turbia opulencia. La daga entre los
dientes. Los infundios asesinos. Los jugosos negocios urdidos
pará robar, las cuentas que ajustar. El apremio per blan­
quearse, el ansia por volver á dorarse y por empañar al veci­
no. Las amenazas y las contumacias, los fajos, los folios. Las
huellas: Los curas fortificando sus parroquias y los obispos
sus diócesis contra el espectro del socialismo. Tiempo de pe­
cados mortales, de excomuniones y de indulgencias acuñadas
en los confesionarios con trasfondo de fusilamientos y de
traiciones discretas. El imperio de la envidia criminal y ele lá
prueba de inocencia. Las familias divididas. Las herencias
amenazadas. Los vergonzosos consejos de administración. El
ahorro y la modestia forzada de aquellos que desentierran
sus lingotes recuperados o clandestinos. Y he aquí que de­
sembarca; con gran pompa, Sir Alfred con sus millones. Un
suizo. Un extranjero. ¿Qué es eso, Suiza? ¿Es un país, una na­
ción, una política? Neutralidad, Cruz Roja y cajas fuertes...
¡Sospechoso, muy sospechoso! Le digo, señor, protestantes y
judíos... Le pregunto, ¿qué vienen a hacer entre nosotros? En
nuestros consorcios, ¡y en primera fila! La llegada de Sir Al­
fred, en medio de esta mediocridad de gentes que se cerraban
de codos al tiempo que se atacaban por la espalda, había si­
do el acontecimiento, la novedad, el torbellino del que hubié­
ramos podido prescindir. Él hacía su entrada no sólo con sus
millones, sus millones suizos, ¡señor mío! sino, ante todo,
con su altanería, su arrogancia, su soberbia insolencia. Hay
dos clases de ricos. Por un lado los guardianes de patrimo­
nios, prudentes, discretos, meticulosos, tipo conservadores
de museos o ecónomos religiosos para quienes la riqueza no
es una posesión sino una tradición a transmitir, una previsión
para tres generaciones. Fundiéndose con la historia de una
familia, identificándose con las propiedades y con los nom­
bres, impregnándose con un aura de antigüedad, el dinero
adquiere una pátina, se purificarse ennoblece. Del otro lado,
en cambio, aquellos que uno llama con desprecio, disgusto y
vergüenza, los arribistas. El dinero nuevo> sucio aún, con
fuerte hedor a mierda y sudor. Que se ostenta, se exhibe, lan­
za todos sus fuegos, reclama la mirada de los demás (esa mi­
rada de la cual los primeros huyen como de la peste) puesto
que sólo esta mirada puede dar al dinero demasiado fresco la
prueba de su valor: el reconocimiento o, en su defecto, los ce­
los. Sir Alfredmo pertenecía a ninguno délos dos clanes. Sir
Alfred desdeñaba desde el fondo de su ser el dinero y ante to­
do su propio dinero. Éste carecía para él de otro valor que el
de poderlo gastar. Y para gastarlo, todo el mundo coincidía
en eso, era insuperable. No se inquietaba en absoluto por
fundar una dinastía así como tampoco se preocupaba por las
miradas de los demás sobre sus cigarrillos con boquilla dora­
da fabricados especialmente para él con sus iniciales graba­
das. El puro placer, ése era su único criterio. El dinero era tan
sólo el medio. Tenía del placer la más simple de las nociones,
la más infantil que pudiera darse: tener todo lo que se quie­
re, siempre y de inmediato. A cualquier precio. El capricho
absoluto. El rey. Todo lo que poseía debía ser único, a medi­
da, excepcional. Sus casas, sus coches, sus guantes, sus ciga­
rros, sus relojes. Era este aspecto de niño terrible el que le ha­
bía permitido triunfar rápidamente sobre la desconfianza de
la burguesía local y hacerse un lugar en ella, también a medi­
da. Se le había admitido, se le había respetado, se le había ad­
mirado porque él no usurpaba el territorio de nadie. Era de
otro mundo, salía de un cuento de hadas, se atrevía a lo que
nadie se permitía: a divertirse. Y su único objetivo era diver­
tirse siempre más. Incluso en los negocios. Sir Alfred favore­
ció la fortuna del padrastro de Julien por una corazonada,
acordándole la exclusividad de los mercados en los que él es­
taba ya establecido; Durante una partida de caza a la que lo
había invitado, le preguntó de improviso y por pura provoca­
ción: "Y bien, mi querido Edmundo, dígame ahora mismo lo
que piensa usted de mi esposa.,.", a lo que el padrastro de Ju­
lien, en la mejor jugada de póquer de su vida, le respondió sin
dudarlo un instante: ‘'¡Alfred., es una maldita zorra!" A Alfred
le encantaba contar esta historia delante de su mujer en oca-;
sión de las cenas y de las fiestas que ofrecía en su casa. ¡Ah!
Las fiestas de Sir Alfred... Aún más legendarias en esta triste
provincia que en Ginebra. Sir Alfred no concebía un día que
no terminase en fiesta. Una fiesta, señor, no una recepción;
una gran cena, un coctel mundano. Una verdadera fiesta,
champañas, grandes vinos, profusión de cigarros. Atraccio­
nes, virtuosos, conciertos privados, bailarinas. Bailes de dis­
fraz. Orquestas. Fuentes iluminadas. Y las amantes, y el pó­
quer, y el casino. Flameaba, incendiaba, iluminaba la negra
comarca de las hulleras. El dinero salía tan pronto como en­
traba. Pero siempre lo había. A montones. Era cuando el ca­
rrusel giraba, giraba y Sir Alfred reía, reía... Vino la crisis, el
agotamiento de las minas, el fin de la era del carbón. Alfred
no cambió un ápice de sü doctrina de vida. La fiesta antes
que nada. Vendió, hipotecó,: se endeudó. Los banqueros tu­
vieron confianza en su habilidad para los negocios, en sus re­
laciones, en sus infiueúcias. Se reciclaría en el comercio del
petróleo, las negociaciones seguían su curso, los protocolos

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de acuerdo a los cálculos. Champañas, bailarinas; casinos. Se
endeudó más aún. Una deuda casi tan colosal como lo había
sido su fortuna. Y de pronto murió, dejando detrás de él mi­
llones, millones y miñones de deudas. Una quiebrá vertigino­
sa. Todos los hijos rechazaron la herencia. Todos menos uno:
Yon. Yon que, a pesar de las advertencias, los consejos y las
súplicas de los abogados y notarios amigos de la familia, es-
timó que no había un acto rpayor, más noble, más heroico
que el de asumirse como heredero de su dichoso padre. Y así
fue que Yon, por razones que por mucho tiempo permanecie­
ron oscuras para Flac, se condenó a trabajos forzados a per­
petuidad: Por pasión del padre. De un padre único, desmesu­
rado; incomparable.
Yon. Él así Mamado Yon. ¿Hubiera podido Flac llamarlo dé
otro modo? Á veces le sucedía asombrarse por ese uso que no
había encontrado en ninguna otra familia. Quedarse perplejo
ante el carácter insólito de este apodo a la vez tan familiar y
tan extraño. Sin historia, sin explicación, sin significación.
Yon y punto; eso es todo. Flac se quebraba la cabeza frente a
este enigma, buscaba alguna solución pero no encontraba
ninguna. Escudriñaba los diccionarios. Establecía listas de
palabras en las cuales "Yon” pudiese ser un diminutivo. En va­
no. Yon seguía siendo un bloque compácto, un meteoro caído
en la lengua que ellos compartían, sin estar, no obstante, ins­
crito en la lengua común, ¿Cuál era entonces la naturaleza de
tal palabra? ¿Sería un nombre, un verdadero nombre? Una
palabra que no se descifra, no se interpreta, una palabra que
no dice nada pero que marca sin que se sepa qué ni; por qué el
puro vestigio de una existencia. Sin embargo, el sustantivo co­
mún "padre” era mucho más extraño para Flac que la singu­
laridad de fíYon”. Entre Yon y padre subsistían un hiato y una
falla que lo desconcertaban. Eso era evidente cuando, por
ejemplo, en la escuela, alguien le formulaba una pregunta
acerca de su padre. Cuando alguien se dirigía a Flac usando la
expresión "tu padre", y más aún cuando: él mismo era llevado
a responder y a pronunciar las palabras "mi padre", nó podía
desprenderse de im sentimiento muy particular de extrañeza.
Aquel del que entonces hablaba, aquel a quien designaba co­
mo cualquier otro lo hubiese hecho al llamarlo “mí padre", se
le aparecía de repente tan distante de sí, tan alejado de todo ;
vínculo, tan anónimo, que podía ver con claridad cómo él, de
modo paradójico, en el momento de declararlo oficialmente
en la lengua de todos, rompía por completo el lazo de filiación
que los ligaba o descubría su secreta inope rancia. Para Flac,
"Yon” era alguien -por enigmáticos que fuesen su identidad y
su papel-, en tanto que “mi padre” no era nadie, apenas úna
abstracción, una regla de gramática.
Yon, es cierto, se destronaba a sí mismo. Por otra parte ¿ha­
bría imaginado él alguna vez qué pudiese ascender a un trono
cualquiera, o tan siquiera a una simple banquita? Al acercar­
se al privilegio y a la dignidad de padre, Yon desaparecía con
mayor rapidez que la necesaria para decirlo. Tomaba las de Vi­
lladiego, Agitado, no, gracias, muy poco para mí. “Yo no soy
nada", proclamaba. Y reaparecía en otro papel. Napoleón de
circo más bien que emperador, o dictádor tan caprichoso, tan
temible en sus pataleos que uno tema más miédó por él que
por uno rhismo. Enteroecedor por su costado histriónico, sü
demanda exorbitante dé amor, su escarnecerse cotidiano. Pe­
ro, más que nada, angustiante. En extremo. Él quería ser el
camarada dé Flac, su amigo, Su amigo único y auténtico. Me­
jor dicho: su amigo íntimo. O para decirlo mejor aún y defini­
tivamente: su amor. Sí; su amor, su único amor. Y que fuese
recíproco. Su pasión era ganar el amor de Flac, conseguir to­
dos los días pruebas de ,él. Su inquietud, sü desesperación, la
de sufrir el rechazo. ¡Qué pesado es sobrellevar este amor del
padre que se declara tan francamente enamorado! Flac se sen­
tía aplastado, apabullado, aterrado.
¡Vamos, señor, diga usted, veamos, diga! Usted supone ahí
ciertas cosas... Usted sugiere. Pero no se atreve..., no sé atreve
a llegar hasta las últimas consecuencias. Otra vez. Acérquese
un poco más a esta charca, a este turbio cenagal de sentimien­
tos, cuéntenos de este romance, de estas inclinaciones tan po­
co secretas, revuelva estas aguas estancadas, estas miasmas,
que vuelva a brotar la mugre de estos pensamientos salaces, lo
inconfesable, lo pútrido, el vicio. Si; díga la palabra, repítala.
Se te ordena repetirla, amigo mío, está claro ¿no? Entonces, a
la obra: tú la repites. La repites dos veces, sí, cruzando y des­
cruzando las piernas, contrayendo rítmicamente los muslos y
las nalgas, es decir, frotando el órgano adorado, él pequeño
colgante tan precioso, con obturación simultánea de la grieta
-posterior y de su ojo de cíclope. El vicio. El vicio. Está dicho.
Todavía rio lo suficiente. ¡Más aún! El vicio visceral, velludo,
viscoso. La lascivia de Yon. ¡Ah! Te estremeces. Este pensa­
miento... Amigo íntimo: no, pero, ¿qué es este pudor, este ro­
paje de Noé? ¡Amigo íntimo! Y de intimidades, estimado ami­
go, de intimidades. Amante. ¡No, no, no! ¡Sí, sí sí! Amante,
amante, amante. El malestar, ¿no es así? La molestia, la ver­
güenza, el más loco de los miedos... Preferible,la rnüerte To­
do menos eso. ¡Y bien!, eso, justamente eso. Decirlo pues. Es
necesario. Amante con pensamientos de amante, con palabras
de amante y con gestos de amante. Casi. En el límite de, Al
borde. Sin franquear jamás el punto de no retomo, pero de­
jando pensar que. El pensamiento insanó, innoble, abyecto. El
que tú querías a toda costa ignorar, tachar, rechazar. El que te
paralizábante amarraba, te penetraba a pesar tuyo. Este pen­
samiento: ‘ el ya no será capaz de detenerse”. Este amor de
Yon, peor qué el desamor y la locura de tu madre. Este amor
desbordante que te colocaba en la mira y te vigilaba sin des­
canso. Ésta atención, este escrutinio, estos ojos que no te suel­
tan y que tú mismo no dejas de acechar, desesperado. Esta mi­
rada mutua que él hubiera deseado recíproca. Este hablar
que, sin dirigirse directamente a tí, te buscaba, te acosaba, te
cuestionaba, te provocaba por nada, y al cual esquivabas tan­
to como podías. Esa admiración que él te consagraba y que tú
te encarnizabas en decepcionar. Su posesividad, sus exigen­
cias, sus celos. Las escenas demenciales que él montaba^ esas
que tú desencadenabas con tu rechazo, atizando así sin saber­
lo la pasión que pretendías evitar. Su perpetuo anhelo de una
intimidad única y sin sosiego a la que respondía tu constante
ansiedad por protegerte. Sí; Yon sentía por ti uii apegó que no
podía disimular. Un indudable apego. Enamorado. Erótico.
Mejor detenerlo antes que se apegase demasiado.
Empezaba cada mañana al despertar. Lo recuerdas tan bien
que aún hoy te levantas todos los días con un salto, con un de­
jo, de angustia, incluso antes de sonar el despertador. ¡De pie!
¡Ahora mismo! Corito si hubiese que huir de la cama con ur­
gencia, Era un ventarrón que te despertaba. Un sobresalto. En
verdad no Un viento sino una especie de remoIino> de turbu­
lencia, como si el volumen de aire en tu cuártito se hubiese
transformado súbitamente en torbellino. Abrías los ojos por
70
reflejo. Alerta generala Yon ya no estaba en el recuadro de la
puerta. Por muchos años cada mañana él se había salido con
la suya. Te agarraba desprevenido. Sin darte tiémpo- ni de
abrir los ojos ya habían volado las cortinas y la ventana habla
sido abierta, cualquiera que fuese la temperatura. Bestia ham­
brienta de su presa favorita. Yon había atravesado con pisada
de lobo el pasillo y el comedor, poniendo cuidado para qué no
crujiesen las maderas del piso. Al llegar a la puerta de tu pie­
za abría el picaporte con mucho sigilo y tomaba infinitas pre­
cauciones para no causar ningún ruido. Luego, con un solo
gesto, con una violencia sobrecogedora, puerta, cortinas, ven­
tanas, todo lo abría. Té exponía a la luz, te ponía al descubier­
to, te capturaba con su ojo goloso. Satisfecho con su efecto dé
sorpresa. Su gran alegría de la jomada. La fogosidad del rap­
to amoroso. La irrupción; la invasión, la ráfaga. El asalto sal­
vaje, impetuoso, vehemente. La incursión, el relámpago. El
tiempo para ti de comprobar la intrusión y Yon se precipitaba
sobre tu cuerpo, saltaba hacia la cama lanzando un aullido de
siux: “¡Iuhú! ¡Es él, soy yo!”, dejaba caer sobre ti toda la masa
de sus noventa kilos y rodaba dos o tres veces de derecha a iz­
quierda para aplanarte por completo. Así comienza el apretón
matinal obligatorio. Contienda desigual en donde el júbilo de
tu raptor era más aterrador aún que su fuerza. Angustia, an­
gustia, angustia. Terror y temblor. El padre Abraham mismo
¿no había acaso amarrado a su hijo Isaac? Por amor, amigo
mío, por amor. Su hijo preferido. Por su bien. Acuérdate del
mandamiento principal: deja la tierra natal, sal del regazo ma­
terno, apártate del pezón almibarado. Llegarás a ser un hom­
bre. Pertenecerás al padre. Ingresa en el camino del héroe. Mi
pequeño Isaac, mi queso blando, mi saco de indolencia, ya es
tiempo de destetarte de la savia emoliente dé las raíces y de
iniciarte en esta ruda batalla eñ la que el padre hace valer sus
derechos sobre la matriz, con el apoyo de la sangre, para lue­
go transmitirlos, Herencia por la cicatriz. Adiós prepucio,
buen día virilidad; Dios sé complace. ^ im­
pero, lo juro, el señor tiene sus ideas, sus tesis, él también.
Se precipita en la exégesis, en el comentario, saborea el texto
sagrado, talmudiza, rabiniza... ¡Qué elevación de espíritu, qué
fineza de interpretación, qué amplitud para opinar! Pero, dí­
ganos, querido señor, mientras Yon lo aplastaba por las maña-
71
rías, ¿se entregaba usted a tan corta; edad, sí, de modo tan no­
tablemente precoz, a tales reflexiones sobre el Génesis?... En
esos momentos de los abominables cuerpo a cuerpo matina­
les el Flac no reflexionaba eri nada, Se sofocaba. Padecía el
aliento ácido y tabacal de Yon, el raspado de sus mejillas arru­
gadas, la ávida succión de los besos y de los mordiscos que le
aplicaba en el cuello y en los hombros con Una melopea de
gruñidos, griterías, graznidos. Puede que Flac se encontrase
en la posición de Isaac, pero con seguridad qué Yon no era un
Abraham. Al contrarió. Yon mostraba con sus intrusiones ma­
tinales una feminidad reptilesca, una voluptuosidad lasciva,
glotona y zalamera. La obscena voracidad del seno materno
abismándose en el orificio del lactante. Suave, meloso, empa­
lagoso. Confitura, jarabe, lukum. Pero con la determinación
inflexible que puede conferir a algunos el derecho de propie­
dad. Comenzaba por treparse sobre Flac, lo enlazaba, se enro­
llaba en espiral Sobaba, mimaba, acariciaba. Irritaba, mor­
disqueaba, chupeteaba. Lo titilaba con cosquillas indiscretas
hasta extraerle una risa dolórosa. ¡Que ría, que ría! Era nece­
sario que riese. Que se ahogase de risa. Esta risa inflamaba a
Yon¿ se le subía a la cabeza, lo insolaba con un ardor triunfal.
El reforzaba: stt abrazó, redoblaba Sus asaltos, sé apropiaba
del cuerpo enclenque de Flac, se lo. confiscaba, le .exprimía, sus
sensaciones. Lo comía, ló bebía, lo engullía. Prisionero, engri­
llado, eñcamisolado, ofrecido sin defensa a la pasión caníbal
del padre enamorado, Flac aullaba en él mismo la letanía del
sacrificio: ¡ventosa, sanguijuela, tentáculo! ¡Ventosa, sangui­
juela, tentáculo! Y él sabía que aún no había terminado, que
Yon iría más lejos en la expropiación, el pillaje, el saqueo de
su magra identidad. Que el cuerpo a cuerpo proseguiría, más
preciso, meticuloso, que Yon no lo dejaría antes de haber ga­
nado su pugilato, su parodia de lucha grecorromana y, final­
mente, la ración de insultos sin la cual él no podía, al parecer,
comenzar una jornada.
¡Oh! ¡Oh! ¿Pero qué es esto que yo siento aquí, en la ca­
ma, arropado bajo: las sábanas y las toneladas de frazadas?"
Las manos enormes tanteaban, palpaban, auscultaban, petri­
ficaban todas las partes del cuerpo de Flac a través de las ca­
pas sucesivas, los múl tiples escudos de protección sin los
cuales él no podía ni pensar en dormirse. Esta frase, siempre
la misma, señalaba el fin de las caricias y de los arrumacos y
el comienzo de toquetees más rudos. “Pero, lo juro, ¡es un po­
llo, un pollito!... ¡Ah, cómo adoro yo eso, los pollitos! ¡Mira,
aquí está el muslo del pollito! ¿Cómo está este muslo? ¿Firme
y rellenito? ¿Es un pollito regordete? Y diciendo esto Yon lo
manipulaba, lo malaxaba, jugaba carcajeándose, con la baba
en los labios, a eso que él llamaba pincho-pico-pincho-pier­
na”. Sólo él se divertía con este juego, pero lo divertía tanto.
Lo divertía por demás... En demasía. En una palabra, lo exci­
taba. Y mientras más se excitaba más fuerte pellizcaba hasta
que Flac gritaba “¡Ay!, ¡me haces daño!” Este grito, precisa­
mente este gritó, más de desamparo que de dolor, elevaba la
excitación de Yon hasta el punto... El punto de llegar al lími­
te dé perder control sobré sí mismo. Que sus pinzas... El se­
ñor quiere decir: ¿quién sabe dónde hubiera podido aventu­
rarse, extraviarse, su mano en un momento de frenesí? Ahora
bien, en la mañana..., justo al despertar, ¿qué pasaba en el se­
ñor con tanta regularidad como este innoble apretón pater-
nopático? Otra sorpresa, ésta esperada con deleité, ¿no es
cierto?, de la cual Yon, este pobre padre payaso, le estropea­
ba el beneficio con su exaltación criminal. El pensamiento,
¿el pensamiento principal, señor? El tema más preocupante,
"::···.:.·.·:·.··.:·:;.·-:·.-:':·
horroroso, el peligro más urgente, el caso extremo de S.O.S.
El pensamiento inevitable, inconjurable. Que uno de los ten­
táculos de esta masa implacable que te apretaba y te mano­
seaba con nerviosidad, cayese sobre la erección matinal de su
“pollito”. Aterrorizado el pollito, asqueado, petrificado. ¿Có­ }¡¡t]21¡¡;;
mo rechazar al invasor, darse tiempo de girar a un lado, apre­
tujando los muslos para proteger este querido órgano con su
grato calor, qué despuntaba ferozmente, duro como un palo,
sabe Dios por qué razón? ¿Qué había púés para festejar cada
mañana, cada maldita mañana, comienzo de una nueva jor­
nada espantosa en esta vida sin horizonte?
El órgano querido . Todo u n capítulo, para usar un eufemis­
mo. Pues el señor era, siempre había sido, un gran observador,
un gran inspector, un gran contemplador de este pequeño ser
extraño, versátil, imprevisible, apéndice polimorfo, parásito
rebelde, injerto libertino con muecas siempre renovadas, con­
génere independiente pero indefectible* en estado perpetuo de
insumisión, compañero dé indivisión cuyos caprichos eran so­
73
beranos, arbítranos, vacilantes, inseguros, absolutos. Sí; no es
exagerado afirmar que el señor se entregaba por completo al
estudió de las variaciones oscilatorias y vibratorias de su col­
gajo viril. En esta disciplina, él no retrocedía ante ningún ex­
ceso de celo, no dejaba de maravillarse de su objeto mutable,
perseguía sin descanso su retrato inaprehensible, lo admira-
ba, lo ádoraba, lo idolatraba. En gran secreto. En una inefable
mezcla de vergüenza y de placer. Vigilaba la menor de sus ex­
presiones, sus estremecimientos más imperceptibles, sus pal­
pitaciones, sus contracciones, sus hinchazones, sus desplie­
gues. Llevaba la bitácora de sus metamorfosis. La pasión de la
ciencia natural, mi estimado amigo, ¿es eso? jEl sabio en ca­
pullo refrenado por la gesticulación de sus partes! ¿Y es así co­
mo se preparaba su Premio Nobel? El gran libro de astrono­
mía bien a la vista sobre la mesa, pero, poir debajo, la bragueta
abierta sobre la galaxia de la babosa... Te lo pregunto; ¿escru­
tando qué pasaste las horas? ¡Este pulpo miserable, este ade­
fesio asqueroso, esta vulgaridad! Péndulo, pendiente, pen­
dón... ¿Balance? ¿Hubo grandes descubrimientos? ¿Se superó
a Copérnico y a Kepler? ¿Cayó una nueva manzana de New-
toñ? ¡Contesta, cretino! [Contesta, sucio pequeño puñetero so­
lapado! ¿Has resuelto el teorema de lo continuo?, ¿y el cardi­
nal de lo transfínito? ¿Qué esperabas? ¿Llegar a ser el Buffon
del pito, el Fabre dé los testículos? ¡Un pedazo de Nada, ésa es
la verdad, el drama, llegaste a ser un' deplorable pedazo de na­
da, mi estimado amigo! Y bien, regresa pues a tus pequeñas
sacudidas manuales o verbales. Conságrales tu vida, si se te
antoja, pues desde ya estás perdido. Perdido para siempre.
Anda, ve, continúa hablándole, como en aquel entonces, cuan­
do todavía te ilusionabas. Porque tú le hablabas, ¿no es así?,
todo él santo día... ¡Ah! ¡Ah! ¡Áh! Doctor Flac, célebre autor de
los Diálogos con él falo. Inéditos que revolucionarán la histo­
ria de la literatura. Anda, cuenta, desempaca tu miseria, des­
nuda tu nada, tu morondanga, tu desastre. Órgano querido,
¡uh! ¡uh! ¿dónde estás?, ¿qué haces? ¿Cómo te sientes hoy?
¿Cómo? ¿Qué cuenta? ¿Qué cuenta, mi amigo? ¡Ah! Hoy es
menos gracioso, ¿verdad? Se agitan los fantasmas del pasado,
los resabios de la soledad, la tristeza misma ya no sentida por
habitual, las palabras y los pensamientos que regresan. En es­
pecial los pensamientos. Esos que uno creía haber olvidado,
que ya no volverían. Una gota de tu sangre, estimado amigo,
es necesaria para hacerlos brotar del averno. ¿Asi que le ha­
blabas? Tú tenías incluso el tupé de llamarlo “señor". Esta ma­
nía te costaba caro. Puesto que, cuando te llamaban señor
desde el exterior, el apostrofe desencadenaba en ti una coli­
sión; Como si el otro sacase a la luz tu diálogo más clandesti­
no, como si se dirigiese directamente a tu sexo, sin tapujos.
Consecuencia; te decían “señor" y te ruborizabas como un to­
mate; "Señor", ¿te das cuenta? Mientras te entregabas a tus in­
vestigaciones, le dirigías discursos al “señor", le contabas his­
toríaselo arrullabas con canciones de cuna, lo cubrías de
apodos, de sobrenombres, diminutivos o mayestáticos. El se­
ñor está un poco blando hoy, todo flácído, todo fofo, el agua­
do, el perezoso traidor. ¡Qué carácter!, ¡qué susceptibilidad!,
¡qué indolencia! Y este aire abúlico, malencarado. Antipático.
¿Quiere el señor verse en el espejo? ]Imposible estar, orgulloso
de él!, ¿eh?, el pequeño mequetrefe, flacucho, achacoso, me-
nudito. ¿Y es este alfeñique, esté trapito, esta cera derretida
quien reclama respeto y veneración? ¿El que pretende arro­
garse lo de “El señor Gran Duque", lo de “Su Majestad , lo de
''Luis el Grande”, etc.? Tú lo consentías, lo mimabas, lo ser­
moneabas. Lo fastidiabas, lo reprendías, lo regañabas. Le ha­
cías advertencias y después lo amenazabas. Si el señor insiste,
habremos de tomar medidas, imponerle sanciones, la vara, el
guante de crin o el trozo de hielo sobre la cabeza. Todo esto
era tan grotesco, amigo mío, tan estúpido, tan falto de senti­
do... Pavorosa estupidez en la que podías caer durante horas.
En esta bendita inercia.
Hay que agregar -sí; hay que hacerlo- que Flac estaba lejos
de sospechar que pudiese existir cualquier paralelo entre su
manera de acariciar y de fastidiar a ese hongo mugriento, co­
mo lo hubiera calificado su madre ("el hongo hediondo de los
hombres”, dijo ella un día), y el ritual irritante al que Yon lo
sometía todas las mañanas. Ignorancia salvadora, sin la cual
el horror que sentía, cuando luchaba con el cuerpo de su pa­
dre, hubiese alcanzado un grado tal que no habría quedado
otra salida que la de cortarse el sexo o bien la de tirarse por la
ventana, puesto que no tenía ni el tamaño ni la fuerza, pobre
niño esmirriado, para agarrar a Yon por el cuello y romperle
las vértebras cervicales con un golpe seco, o bien lanzar su ca­
beza contra la pared y partirle el cráneo en cuatro pedazos.
Por suerte Flac tenía su África interior, su depósito para arro­
jar los desperdicios demasiado molestos y enterrar sus pensa­
mientos demasiado tóxicos: como todo el mundo, él disponía
de un inconsciente, de un basurero para las verdades insopor­
tables. Y Yon también, sin duda, aunque pareciese -hipótesis,
pensamiento, suputación- encontrar un placer deliberado al
atizar en Flac el miedo al toqueteo aborrecido. Pregunta obse­
sionante. Insoluble. ¿Podía Yon adivinar sus pensamientos,
sus temores? ¿Sabía él lo que Flac se empeñaba en ocultarle?
¿Qué pensamientos tenía él cuando aceleraba febrilmente el
ritmo:de sus pellizcos? Escandidos por el metrónomo acelera­
do por el granizo del "pincho-pico-pincho-pierna”, subiendo
desde la rodilla hasta la ingle de Flac, y luego, decreciendo, re­
haciendo el trayecto en sentido inverso. Ida y vuelta puntua­
dos siempre por la misma cantinela: "Pollito tiene muslitos
flacas, pollito tiene muslitos flacos,” Flac se sofocaba, hervía
de indignación y de impotencia, "iY ahora el cocodrilo ya a
atraparlo!”, aullaba Yon haciendo girar sus ojos desorbitados
y mostrando sus dientes. Entonces, con un movimiento veloz,
imparable, pasaba una mano bajo la sábana, agarraba a Flac
por un pie, lo sacaba fuera de la cama y, con la gran mandíbu­
la abierta, se precipitaba sobre su pierna. Todo esto con una
salva de bromas sardónicas. “¡No! ¡No! ¡Para!”, gritaba Flac,
desesperado al sentir su piel desnuda a merced de las fanta­
sías de este caníbal calenturiento, Pero Yon no se calmaba.
Por el contrario, se mostraba cada vez más excitado y las sú­
plicas de Flac parecían servir sólo para incitarlo con más fuer­
za a la violación que estaba a punto de consumar. "¡Ah! ¡Ah!
¡Ah!, el Gran Cocodrilo tiene al pollito agarrado de la pata...,
y lo saca despacio, despacito, de su nido...” Y ejecutando su
amenaza, como todas las mañanas, Yon se levantaba y tiraba
al pollito de la pierna, lo arrancaba progresivámente de la ca­
ma hasta hacerlo caer al suelo. Por más que se debatía feroz­
mente, Flac no podía oponer, nada a la fuerza de tracción que,
centímetro tras centímetro, lo hacía desbarrancarse de su ca­
ma, Lo único que conseguía era aferrarse tenazmente a sus
cobijas y envolverse con ellas tanto como podía, a fin de pro­
teger su desnudez por una parte y de amortiguar el golpe por
la otra.

76
Una vez en el suelo, a medias apresado por los lazos de es­
ta avalancha: de sábanas y frazadas, teniendo a Yon erguido
ante él cuan largo era, con toda su osamenta, coñ toda sum a-
sa de:ogro burlón, Flac daba rienda suelta a su rabia. Ningún
insulto, ninguna injuria, ninguna palabrota era bastante gro­
sera como para expresar la furia destructiva que ésta sucesión
de vejaciones había encendido en él. Nó solamente para ex­
presarla, sino más qué nada para realizarla. Palabras, pala­
bras, eso es lo qué salía de su boca. Cuando hubiesen sido ne­
cesarias balas, granadas, bombas. Flac era tan sólo un
torrente de invectivas, un río incandescente de lava inmunda.
Groserías, suciédades, vulgaridades, él eructaba, entraba en
erupción, supuraba. ¡Cochino imbécil! ¡LárgateI ¡Me jodes!
¡Apestas, estúpido, idiota! ¿Entiendes, hocico de rata? ¡Pue­
blerino, pueblerino endomingado recién salido del estiércol!
.·•·.· ... ..•. \(~·
¡Puerco enlodado! ¡Jódete! ¡Cretino, encujado, parásito! ¡Eres
una mierda, un mojón de perro, cagado por la perra de tú ma­afF
11

.•.••i/ •1..
ffii~rttf~§s'J~.·.\·•·•i•·
dre, basura de la calle! Yon escuchaba éste rosario de obsceni­
dades. Mientras más prorrumpía Flac en ellas, mientras más
.. ' ~

f
pretendía ser hiriente, más se reía él. Guasón. Eso lo dopaba.
Y pedía más. Se revolcaba de risa y esa risa inextinguible, in­
l
conmovible, invencible, esta parodia de Hércules frente a una !I
mascota, llevaba a Flac al colmo del oprobio. Yon dirigía ha­ i
cia él un índice burlón y se mofabá: “¡Pero si está enojado el
pollito! ¡Enojadísimo! Cuandó esté menos ñaco haremos coh
él un gallo de pelea... Prometedor, tiene ya un picó, si tuviese
dientes mordería, puedo jurarlo.” Entonces, avanzando un pa­ .·.····.· 1
so y tomando la pose de un luchador de feria, con las piernas
ligeramente fiexiUñadas, las manos hacia adelante y la frente 1

baja, Yon aumentaba la provocación: “¿Atacas al cocodrilo?


¿Quieres pelear una batalla? ¿Sí? ¿Una verdadera batalla?
¿Una lucha a muerte? ¡Vamos, ven! ¡Ven!” En ese momento,

l4:tlllltíi1¡;~
una de dos. O bien intervenía Fií, o bien Flac lanzaba su ulti­
mo insulto, aquel del que sabía, del que había terminado por
saber, qüe alcanzaba a Yon justo en el punto sensible, en el si­
tio sagrado. En el padre, claro está.
0 Intervención de Fíf. Liberación del gorila. Irrupción del
animal, del pitecántropo, de la bola primitiva. Fif no camina­
ba. Nunca. Cuestión de morfología. Iba a la carga. Con un an­
dar pesado que sacudía el piso y gritando con su voz estentó-
.'. . · .······ · · • •:1~1i
rea: "¡Por Dios!, ¿qué más va a hacer el bruto de mi herma­
no? ... Entraba en el cuarto de Flac y apostrofaba a Yon como
si hablase para un anfiteatro colmado: “Entonces, pedazo de
aborto, ¿juegas al luchador? ¿Haces tu nuraerito de matamo­
ros? ¿Te crees en la feria? Y en ese momento tomaba a Yon
desde atrás, por la cintura, y con una sola mano lo levantaba
veinte centímetros por encima del suelo estallando en una car­
cajada formidable, tan salvaje y atronadora que se hubiese di­
cho que era el grito de guerra de una tribu de papúes. "¿No te
da vergüenza, majadero? ¡Hacerte el fuerte con los chiquillos,
impresionar, darte importancia a bajo preció! ¡Caramba! ¡Mi­
ra por favor este monigote, este patán, este Valentín inverte­
brado dando vueltas!” Y Yon agitándose en el aire, cómico, de­
sopilante, pollo ridículo a su vez, aleteando, pegándose a Fif
tanto como podía para no rodar por el suelo. Fif, el hermano
de Yon. ¿Qué hacía allí? Una pregunta que Flac no dejaba de
plantearse por más acostumbrado que estuviese a su presen­
cia. Otro enigma. Una más de las anomalías normales, consti­
tutivas de la. familia de Flac. Yon no iba sin Fif, y recíproca­
mente, Cástor y Pólux. Siempre fue así y eso nunca cambiaría.
Ni siquiera se hablaba de ello. Ninguna pregunta, ni la más ín­
fima duda. Era un hecho. Un compuesto indisoluble; Se decía
Yon y Fif o “Fif y Yon”. Era algo más que una asociación.
Una unidad de léxico. Nunca se separaban por más de medio
día. Y eso tan sólo si no había más remedio. Soldados por una
verdadera unión hipostática.
Antes, cuando Yon todavía vivía en el departamento, Fif
también habitaba allí todo el tiempo, veinticuatro horas sobre
veinticuatro. Imponiendo a tu madre el suplicio de la exhibi­
ción de su masa de músculos, de su gimnasia matinal en ropa
interior, con su voz gruesa y altisonante, con sus solos de
trombón cuando se sonaba los mocos ritualmente antes de ir
a comer, con su risa, con su aliento, con sus ronquidos, con
sus pelos. El cuerpo en persona estaba ahí. Inevitable. Mani­
fiesto. Amenazante. En el cuarto de al lado, el que fue tuyo
cuando viniste al mundo. No de inmediato, puesto que lo
compartiste con él hasta los tres años. Junto a la recámara lla­
mada conyugal. Contra la pared medianera. Seguramente tu
madre pensaba: ahí está, ahí está, va a reventar la pared, re­
vienta la pared, ¡me manosea, Yon, me manosea!... Seguro que
ella sentía el cueipo de Fif invadiéndola a través del de Yon. A
merced del monstruo velludo. Esposada, agarrotada, ofrecida
al animal inacho. Pataleaba en vano. Sin tener fuerza para
una palabra, para un no. Cogida. Zarandeada, picoteada, agu­
sanada. Un hermano murmuraba el deseo del otro. Entregada
a uno por el otro, Desde el tiempo en que Yon vivía en el de­
partamento... ¿Qué es lo que se conjugaba entonces en esa ca­
ma, en esa época prehistórica, entre Yon y tu madre? [Qué
pregunta, amigo! Estos dos que tú veías todo el tiempo elu­
diendo la palabra y la mirada, evitándose en un acuerdo per­
fecto... Inconjugables, mi estimado amigo, absolutamente in­
conjugables; Y sin embargo. Ellos lo habían hecho. Sí.
Muchas veces. Así es la vida. Enrancia, error, horror. Se encon­
traron. Se dijeron frases muy halagüeñas, frases inimagina­
bles. Descubrieron una gran comunidad de almas, de senti­
mientos;, de pensamientos. Se hicieron novios con juramentos
de amor canónicos. Se casaron con gran pompa, y yá con la
evidente irritación de tu madre que manifestó su repudio ha­
cia esa “gesticulación vulgar": el baile de la noche de bodas en
el que ella se negó a participar, escándalo histórico que Sir Al-
fred nunca le perdonó. Y luego, y luego..., lo hicieron. Fue fa­
tal. La unión de los mamíferos humanos. Copularon, fornica­
ron, se machihembraron. Se excitaron, se lamieron con
lenguas espesas, se acariciaron febrilmente. Tuvieron moja­
das, cogidas y pujidos. Se mezclaron, introdujeron el uno en
el otro sus órganos de reproducción hasta la emisión del se­
men pegajoso y blanquecino en el vaso idóneo. Resultado ob­
tenido con mucha torpeza. Y es por esto, amigo mío, que ter­
minaste por ser tan desmañado, un zoquete, un perdido
congénito. “¿Qué quieres? Se debe pasar por eso para tener un
hijo...", diría tu madre. Y cuando lo tuvo, ¡qué fastidio, qué
desconcierto, qué perplejidad! Otra vez dos cuerpos que han
de tocarse. Entrampada. Por fortuna, si puede decirse, allí es­
taba Fif. Fif que adoraba a los niños. Fif que estaba hecho pa­
ra amamantar, para cambiar pañales, para hacer mimos. Que
te hubiese llevado en su vientre, si hubiese podido, Fif el inven­
tor, como lo llamaba Yon. Tu nodriza, tu Euriclea, tu pecho
primordial. .
Así que Fif llegaba en la mañana para el desayuno, ajustado
al minuto con el horario de Yon. Pues Yon, él también, llegaba
en la mañana. Yon llegaba en la mañana, a las siete menos
cuarto, para el desayuno. Esta frase banal la dices, la repites,
la consideras, la sopesas buscando una consistencia. Frase que
permanece obstinadamente ínaprehensiblé, sin pesó, sin color,
sin tonalidad. La frase misma dé Ja ausencia. La única que se
decía en esa época. No. Es falso. También se decía, la madre de
Flac decía: “Yon está en la Bolsa/' Ella la dijó por primera vez
cuando Flac tenía cincó años y preguntó -¡qué ingenuidad, es­
timado amigó, qué credulidad, qué ceguera!-, adonde v por
qué Yon se iba en la tarde, después de la cena, fijada inmuta­
blemente alas seis de la tarde. ¿A la Bolsa? “Sí; para sus nego­
cios-•>y además me hartas con tus preguntas, yo no sé nada de
eso, yo, de los negocios...” En otras palabras cierras el pico, re­
gistras la frase y vuelves a tu cama. Un buen sueñito y bonitos
sueños. Se acabó, tranquilo, mudo, no irritas a tu madre. Es lo
más importante. No le preguntas lo que ella no sabe No lo sa­
be y eso es todo. Por lo demás, no hay nada que saber. Com­
prendido. Está en la Bolsa. Viene para el desayuno. Las fórmu­
las del pacto. Un pactó quiere decir: uno se entiende. ¿Qué es
lo que se entiende? Que hay que callarse, que hay cosas de las
que no se hablará, sobre las cuales todos están de acuerdo en
qüe ni siquiera existen. Un pacto es una tumba llena de pala­
bras cadáveres, es un vínculo de asesinato en común. La se­
gunda vez, tú tenías siete años. Recuerdas muy bien ese año de
tu vida. El año en que se mudaron cuatro veces. El año récord.
El apartamento cada vez más vacío. Después de las rapiñas lle­
vadas a cabo por los ujieres, había que pagar además a los de
la mudanza y como no sé podía hacerlo, con dinero, sé les da­
ban dos o tres muebles; Sólo quedaba lo estrictamente necesa­
rio. No se calentaba más que un cuarto, y aun ésó, cóñ carbón
del más barato. Sin agua caliente, sin cortinas én las ventanas,
sin pollo el domingo. Ese año todo cambió para ti. Todo había
cambiado ya antes, pero ese año el desastre de alguna manerá
se fijó, se imprimió paira siempre dentro de ti. No por la mise­
ria. Ni por un acontecimiento preciso. No. Por una razón qué
se té escapa, incluso sin que en ese momento tu fe dieses cuen­
ta, de manera oscura e insidiosa. En uñ gran silenció. Con sua­
vidad. ¿Cómo decir? Desapareció el horizonte. Entraste en un
mundo donde ya no había proyectos, ni futuro, ni desenlace.
Confrontado en todo instante con lo inmediato.
Lo inmediato se erguía a dos metros de la ventana de tu
cuarto: la pared del edificio de al lado. Un muro ciego, grisá­
ceo y húmedo, que en otro tiempo debió ser blanco y que hoy
en día era tan sólo una pared corroída, picada de viruelas,
moteada por una especie de psoriasis que la descamaba, la
descascaraba, la excoriaba en costras desiguales. Enorme
cuadro abstracto en éí que buscabas tu alma desencantada,
donde nunca cesabas de encontrar nuevos detalles, los con­
tornos de una llaga inaudita, la progresión de una hilera de
hongos. Materiología de musgos, de liqúenes y de orines, ros­
tro sin ojos ni boca que hacía caer sobre ti, sin cesar, su mi­
rada extinguida y apesadumbrada, cara oculta de un barrio
del arrabal industrial corroyéndose en grietas y en caries ge­
neralizadas. Techos podridos, ladrillos carcomidos, muros
despintados. Harapos, jirones, pingajos. La vida continuaba.
El desastre se prolongaba normalmente, de naufragio en nau­
fragio. Tú te apartabas, te arrancabas al embrutecimiento
contemplativo en el que te sumergía el muro exterior, a ese
dulce adormecimiento, a esa anestesia algodonosa que aca­
rrea la tristeza del alma cuando queda sin nombre, sin voz,
sin objeto reconocible. La acedía. La fatiga. Esta fatiga casi
letárgica, monotonía qué dá a lo desabrido una suavidad ex­
quisita, delectación inerte que destila la verdadera morosi­
dad, sueño artificial en el que se cae tan fácilmente. Empeza­
bas a permitir la extinción... .Cuando dabas la espalda a la
ventana, lo inmediato te volvía a encontrar, del otro lado, a
tres metros. Otra pared. La que estaba al fondo de tu cúarti-
to y contra la cual se apoyaba tu cama. El papel tapiz que la
recubría se deshilacliaba en jirones, dejando aparecer dibu­
jos extraños, manchas informes, rayas atormentadas, arabes­
cos, figuras ora cómicas, ora demoniacas. Esta pared te tor­
turaba. Ella también te veía, pero con una mirada que se
animaba con perfidia al llegar la penumbra. Te hacía enten­
der lo que te esperaba. Con calma, con paciencia, sabiendo de
antemano que tú asistirías sin falta a la cita. Durante meses,
cada noche, sin excepción, te despertaba. Catástrofe. Difícil
decirlo, tan sólo decirlo. Eso que pasaba. ¿De veras pasaba al­
go? En todo caso, nada parecido a un acontecimiento. Allí, en
medio de la noche, no pasaba nada, pero venía, algo venía,
desbordaba, horadaba la historia de los acontecimientos. Sú-
hitamente lo sentías. Era una certidumbre. La pared se con­
vertía en una presencia. Una presencia anónima, sin rostro,
sin imagen, sin movimientos. Innombrable, inubicable, irre­
parable. Presencia de la pared sin representación de la pared.
Presencia masiva, total, entera, sin dejar lugar para nada más
que ella misma. Sólo la pared, la pared, la pared. Impermea­
ble. Abrías los ojos sobrecogido por un terror loco, cubierto
de inmediato por un sudor frío, enredado en los pliegues de
tus sábanas, paralizado, clavado, prisionero. Ella estaba ahí.
Ella. Eso, El fenómeno. La cosa. Sin moverse. No crecía ni se
empequeñecía, tampoco se combaba. Tan inmóvil como tú,
pero plena, total, absoluta.. Prescindiendo de todo adjetivo.
Efracción de lo incalificable. Te decías: es un sueño. Te lo re­
petías como una letanía. Pero, a fuerza de repetírtelo, se pro­
ducía algo así como una inversión: en lugar de calmarte, es­
ta frase sólo conseguía aumentar tu espanto. Escuchabas
estas palabras regresando en eco, de muy lejos. Parecía que
tu voz se hubiese separado de ti y te llegara ahora como emi­
tida por una fuente .exterior. Y, de pronto, era la frase misma:
es un sueño >la que aparecía ante ti como un sueño impo­
tente para aplacar esa realidad que te despertaba de noche.
No podías ni moverte ni gritar. Era necesario que sufrieses,
que fueses entregado atado de pies y manos al capricho de es­
ta presencia pavorosa. La pared se apoderaba de ti, de todo.
No había ya ni espacio, ni aire, ni salida. Se imponía. Atroz.
Si cerrabas los ojos era peor. Entonces salían de la pared, por
docenas, enjambre imprevisible, todo tipo de pinzas o dé bo­
cas ^que recorrían la recámara en todas las direcciones,
abriéndose y cerrándose como autómatas, sanguijuelas vola­
doras, vampiros insaciables, dedos ávidos que te esculcaban,
te olfateaban y se acercaban lentamente a ti con una calma
espantosa. .'.
La misma pared había hablado aún antes de comenzar es-
ta serie de pesadillas. Dos o tres, veces sucedió que un ruido
extraño te despertase en medio de la noche. Una especie de
balbuceo sofocado, puntuado por crujidos, por chasquidos y
por sordos golpeteos que parecían salir de la pared. Tú habías
aguzado el oído; habías pegado tu oreja contra la pared. Np
era de ella sino del otro lado que procedían estas modulacio- '
nes inarticuladas. Del cuarto del medio, el de tus padres. Rá­
82
pidamente identificaste, reconociste el'ruido: era el: llanto de
tu madre. Lloraba soltando el alma, mordiendo la almohada
y crispando los puños y los pies como en aquella escena inol­
vidable que habías sorprendido dos años antes. Dos años
exactos.
Tú madre estaba enferma, encamada desde hacía .unos
días. El doctor Roquet ya había pasado dos ó tres veces. El
buen doctor Roquet, siempre presente cuando hacía falta,
siempre .bromista y'siempre rehusándose a recibir algún ho­
norario, ¿Por qué? Misterio. Pero tú no te inquietabas: estar
enfermo significaba estar resfriado. Una tarde, tú vuelves de
la escuela, abres la puerta del departamento, te cae encima lo
inexplicable. Oyes, viniendo del salón que por aquel entonces
quedaba en la otra punta del departamento> la voz de tu ma­
dre que implora, gimoteando como una chiquilla golpeada:
.“¡No! ¡No! ¡No! ¡Eso no! ¡No! ¡Eso no!" Tú te precipitas hacia
la fuente de los insólitos quejidos, pero te detienes de golpe en
el umbral del salón, petrificado por la escena que se aparece
ante tus ojos como una ilustración del Infierno, el detalle de
un Hieronymus Bosch, un rincón del Jardín de los Suplicios.
Tu madre está tendida desnuda sobre el diván, presionada con
firmeza por Yon, que le sostiene los hombros, y por el tío Jean
que apoya todo su peso sobre las caderas de su hermana. De
una parte y de otra del diván, que han llevado basta el centro
de la pieza, los padres de tu madre: Claire y Paul. Sus padres
que ella detesta; eso es algo que tú sabes sin saber el porqué.
La abuela, tocada con su ineluctable sombreríto de plumas,
sentada muy derecha con su capa de astrakán,Tos ojos som­
bríos, el gesto adusto, la palabra dura, seca, cortante, hacien­
do imperar su ley biliosa, distribuyendo sus decretos lacóni­
cos: “¡Vamos, hija mía, no seas tañ delicada!", “Yon, ¡agárrala
fuerte!", “¡Ah! ¡cómo fastidia! ¡Habrá que amarrarle las ma­
nos!", “¡Deja de quejarte como un niño!", “Jean, no la sueltes
ni por un momento, ¿has entendido?", y dándose vuelta hacia
su esposo: "Y bien, Paul, ¿qué esperas? ¡No vamos a pasar la
noche aquí!" Y Paul, el abuelo, sentado de lado sobre el borde
del diván, agaira una tras otra las ampollas dé vidrio qué han
sido dispuestas sobre una mesita próxima, y con la otra mano
maneja unas pequeñas pinzas con las que:coge un trozo de es­
topa que enciende en la vela colocada sobre Un banquiLo, la
deja arder por unos segundos en la ampolla, a la vez que se
acerca a la espalda de tu madre, y después, con un gesto ágil,
coloca la ventosa sobre la piel. Cada vez que él repite esta ope­
ración tu madre lanza un grito y redobla sus quejas. Gime, se
lamenta, lloriquea. Todo el mundo se altera. La abuela se mo­
lesta cada vez más, el abuelo farfullarse agita y se pone torpe,
deja caer una ventosa que se quiebra en fragmentos sobre el
piso, el tío Jean se harta y se pone a gritar por encima de tu
madre y le aprieta brutalmente la base de la espalda apoyan­
do allí su rodilla. Yon, por su parte, en el ajetreo, transpira la
gota gorda, no consigue yugular a tu madre como lo exige la
abuela, no se atreve a forzarla, teme hacerle violencia y sé ha­
ce regañar: "Pero por fin, Yon, ¿vas a contenerla, a impedirle
que se agíte como una poseída?” :
Tú, tú miras boquiabierto, ño crees á tus ojos, és el trance
imprevisto.: Teatral. Un soñar despierto. Quieres y no quieres
ver. Permaneces bloqueado, sobrecogido, fascinado. Rebasa­
do por la serie de sentimientos contradictorios que te agitan.
Cautivado, deslumbrado, atraído irresistiblemente tanto co­
mo emponzoñado por la visión del cuerpo de tu madre, ese
cuerpo que ella siempre cuidaba de disimular, de encubrir de­
trás de capas de vestimentas informes y de no desnudar jamás
por encima del codo o la rodilla. Ahora develado, expuesto a
tus ojos indiscretos y avergonzados, ávidos y desorbitados.
Miras, observas, fotografías. Hasta la indigestión. Esta carne
que le estorba, que la enreda, que la deja tiesa. Tú descubres.
Este lomo blancuzco, lechoso, macilento, este lunar bajo el
omóplato, pasta de tinta marrón, turbio manchón, salpicadu­
ra qué subraya la palidez cadavérica dé la piel, esa grupa in­
flada, fíácida, fofa, estas lonjas indecisas de carne, surcada
por grietas más blancas aún, casi plateadas y estas axilas obs­
cenas, rebosantes de pelos pegados con sudor, todo agitado
por convulsiones que dejan, ora adivinar, ora aparecer, una te­
ta amorfa, colgante y pálida, saco de queso blanco coronado
por un pezón de un rosa repugnante. A medida que se ponen
las ventosas tú ves ésta página de carne lívida sembrada por
flores restallantes y venenosas, temblando coñ eclosiones de
un coral cruel, hinchándose con: ampollas que se expanden ál
cambiar de color. Círculos rojos chupados con furor por el va­
cío de los globos de vidrio, redondeles de piel: rubescente que
pasan del carmesí al purpura, al violáceo/ corolas que se ex­
panden como vesículas en las quejas, los gritos y las lágrimas.
Luces, colores, reflejos. Penumbra del crimen cruzada por ra­
yas de resplandor, extraño cuadro veteado por la violación, la
traición, el suplicio. Piel de tiza, astrakán negro. Labios san­
gre de paloma, marmoleados malvas y violetas. Mejillas em­
polvadas, uñas rubíes. Vela titubeante, cristalería que tirita,
ojos encendidos que se inyectan. Chispas, llamas, lágrimas. A
cada flor que se abre responde una explosión siempre más vi­
rulenta de clamores, de sollozos, de vagidos, una erupción de
llantos, de sudores y de babas que se despeña en arroyos, en
torrentes, en tumultos: lamentos, estertores, suspiros. Luego
remonta como una marea incoercible* de gimoteos a jadeos,
de gruñidos a aullidos, hasta el do de pecho desgarrador de un
ser profanado por los mismos en quienes había confiado: su
padre, su madre, su hermano, su esposo.. Indignación, desam­
paro, rebelión. Ella muge, brama* se desgañita. La carne mor­
tificada, el cabello en desorden, el rostro descompuesto, tu
madre: no es más que un alboroto, una insurrección, una ba­
rricada en llamas. Es entonces cuando, apartando su cuello
del apretón de Yon, levanta la cabeza y se percata de tu pre­
sencia: “¡Flac! ¡Socorro!. ¡Ayúdame!" ¡Este llamado, este grito
de desesperación! Está súplica, esta imploración, esta intima­
ción terrible, espantosa, más intolerable aún qüe la barbarie
de la que tú eras el testigo hipnotizado... No haberla oído, ol­
vidarla al instante, borrarlo todo, que nada haya pasado.- No
puedes moverte; te sientes avasallado por una inercia incon­
trolable, clavado en tu sitio, paralizado, estatua de sal o de
hielo. La miras fijamente durante dos largos segundos, te
acuerdas y piensas, tú mismo sorprendido al sentir tal dureza,
tal intransigencia, tal negativa a perdonar: ¿y tú, madre, qué
hiciste tú alguna vez para ayudarme?

85
“Yon va a la Bolsa. Ya te lo dije. ¿Tendrás que hacer cien veces
la misma pregunta? ¡Ah! ¡cómo jodes> Flac, cómo jodes!" En­
tendido. De acuerdo. Que ya no se hable más. Por lo demás/
ya no se habla, ése es el pacto. Es más sencillo, como ella di­
ría. Que llore, que reviente, ¿qué importa? Irás al orfanatorio
o a una pensión. Y luego, ¡ah!, ¡qué pesado! ¡No te irás a em­
barcar de nuevo en toda una historia, hacerte una novela, can­
tarte una odisea! Siete años; ya estás grandecito. Vamos, ami­
gó mío, es tiempo de olvidarse de estas boberías,. de cerrar el
libro de cuentos, de dejar atrás los ensueños heroicos. ¡El dra­
ma, el drama, siempre el drama! Está maldita propensión a
exagerarlo todo! Y, al ñn, ¿qué?, todo esto es tan trivial, tan or­
dinario, tan mediocre. ¡Insípido, insignificante, nulo! ¡Ya estás
grande, mi buen amigo, piensa un poco, razona! Ya tienes la
edad en que la muerte se te viene encima desde adentro, te im­
pregna suavemente, velo brumoso del alma, ligero nubarrón
que empaña las emociones, fastidio incoloro, insípido y sola­
pado, acolchonado y tranquilo duelo de sí. ¿Qué cosa más
apacible que una tumba? Descansar én paz, querido Flac, des-
lizarte en el mundo gris y silencioso de los niños adultos, los
niños que se apagan, se encierran y se destiñen. Los chicos
discretos. Una sencilla cuestión de cortesía, al fin y al cabo.
¿No? ¿No quieres? ¡El señor se opone! Se rehúsa, apunta su ti­
ro. El señor pone mala cara, el señor quiere destrozar el nido.
Tajante, chocante, piafante. Como siempre. El incorruptible...
¡Ah, ah, ah! El señor se cree muy listo, el señor se da grandes
aires, el señor saca sus espuelas. ¡Mírenlo: gallito, irascible,
vehemente, pollito repleto de orgullo! ¡Sí, pollito! De todos
modos algo menos altivo entre sus dos paredes. Digamos in­
cluso que derrotado, abatido, arrastrado... chiquito, chiquito
y tembloroso cuando las ventosas voladoras... ¿verdad? Con
las orejas bajas, inundado de sudor, en la espera aterrada. Yon
llegará a las siete menos cuarto, que el señor lo recuerde. Que
se lo hunda hasta el trasfondo de la médula. Hay que repetir­
lo, Yon el amante. Yon con las manos que tantean, Yon el to­
ca-toca. Yon el palomo. Airullador, manoseador, ínfimo bol­
sista. “¡Yu-hú, yu-hú! ¡Es él, soy yo!" Ya lo oyes. Hasta el
silencio lo anuncia. El vacío lo vuelve más opresivo, más im­
perioso. Tú lo sientes merodeando, planeando, comiéndote
con los ojos desde el cielo de su ausencia nunca explicada. Si­
niestra mirada invisible pero omnipresente. Pegado a ti noche
y día. En todo lo que contemplas vuelves a encontrar su pupi­
la gelatinosa, obsesiva, adhesiva. Parásito azul, empalagoso,
famélico e insaciable. Carcelero en trance que te espía, te en­
foca, te apunta. Mirada que suspira: y reclama, acecha y que­
ma, espera y adora. Flama ávida qué te vislumbra, te mira de
soslayo, te codicia. Hambre, ansia, plegaria. Búsqueda, súpli­
ca, mendicidad. Amor. Amenaza. Exigencia. Acoso. Los ojos
de Yon. El cielo y el infierno. El fuego y la escarcha. La trans­
parencia y la niebla. La cólera y la desolación; La adulación y
el desprecio, el éxtasis y el rechazo.
Los ojos de Yon. Antes que su voznantes que sus manos es­
crutadoras, antes que su languidez y su fogosidad matinal, an­
tes que sus himnos, sus peroratas y sus arengas. Antes que to­
do: Como trasfondo. Cielo de todos los cuadros en los que se
le podía pintar: cambiante, versátil, imprevisible. Uno tras
otro Fra Angélico, Vermeer y Tumer. Ojo de brasa, ojo de bru­
ma, ojo de vidrio. Celeste que se da y se retira, se anuncia y se
hace esperar. Transfigura, transpasa y transpira. Se precipita
como un águila sobre su presa, la fija, la clava, la inmoviliza
en su sitio. Y luego se abre, se evade, se dilata, se hace impa­
sible sima, abismo apático, embudo negligente en el que se
cae infinitamente, absorbido, arrancado de sí, aspirado como
una gota de tinta por un secante. Y al .fin regresa, se apaga, y
después pasa por encima de uno como si fuese nada, globo va­
go y deslucido, pupila triste y sin expresión para lá que sólo
queda el propio vacío. Yon conocía el poder de sus ojos. Ac­
tuaba como un artista consumado con sus metamorfosis infi­
nitas. Era la cúspide de su arte. Sí; de su Arte, amigo mío, con
mayúscula. Tú tienes que concederle al menos úna. Ésta era
. bien merecida. Imagina los centenares de horas de estudio pa­
sadas ante el espejo para lograr tal dominio, tal conocimien­
to, tal práctica del órgano ocular. ¡Un verdadero trabajo- una
labor, un oficio! No es tan fácil, amigo mío,.. No le es dado a
cualquiera. En este aspecto, totalmente desprovisto frente a
Yon, ¿verdad? Desamparado, perplejo, estúpido. ¡Sí; estúpido!
Perdiendo en todas las jugadas. Cayendo en la trampa. Pican­
do el cebo. Cebollita, cebollita, te van a pelar..., ¡pelado el se­
ñorito! Atrapado, sin brújula, capturado.. A merced. Por aquel
de quien esperaba siempre, desde el fondo de su irrenunciable
candidez infantil, una sencilla, franca y ciará mirada de pa­
dre. Una mirada soberana, real, un río que lo lleve, lo ponga
en el surco, le fragüe un camino a través de montes y valles.
Un Danubio... ¡El señor soñaba con un Danubio! ¡Toquen el
vals! ¡Entonen la opereta, la ópera bufa del Flaquito! ¡Qué lás­
tima, esté muchacho, qué candor, qué credulidad! Yon, por su
parte, sabía descifrar la ingenuidad, la espera y la esperanza
en la mirada de Flac, y encontraba en ella ánimos para perfec­
cionar aún más sus variaciones. Comediante del ínfimo refle­
jo, de las luces reguladas, del brillo calculado, virtuoso de la
pupila, mago del pestañeo, Fregoli del parpadeo, encontraba
en Flac el público ideal que le otorgaba una jerarquía sobera­
na. No de padre. Sobre todo no. Antes bien de pelele princi­
pesco, de prestidigitador supremo, de funámbúlo celestial.
Experimentaba con él todas las tácticas, los artificios, las es­
tratagemas por las cuales sus ojos podían lanzar sobre Flac
sus llamaradas de amor o de odio, sus decretos de vida o
muerte, sus declaraciones de ternura o desprecio, sus éxtasis
de deseo; y admiración tanto como sus recaídas en la decep­
ción y el despecho.
Flac no entendía nada. En todo momento se preguntaba
qué pretendía Yon de él y qué conseguía su padre con esos
bruscos y mudos cambios de expresión, tan cargados de signi­
ficaciones pesadas, fervientes, inflamadas pero siempre in­
ciertas. Tanto más inciertas cuanto más teatrales. ¿Por qué,
por ejemplo, esos ojos tan duros, con su crueldad- glacial e im­
placable, por qué esa pupila criminal, un instante después de
una mirada de ternura sofocante y casi voluptuosa? ¿Por qué
ese:destello de fascinación admirativa se tornaba en un segun­
do en esta mirada sombría, colérica y cargada de reconvenció^-
nés? Flac, no sospechaba, el muy necio - “¡Qué necio eres, mí
pequeño!-, ¡definitiva e increíblemente necio!", que Yon inten­
taba satisfacer, al menos en parte, la exorbitante pasión que
experimentaba hacia él, recurriendo.al disfraz sabiamente al­
ternado de las miradas que le dirigía o que brutalmente le ne­
gaba, Ojos camaleónicos de un suspirante en brama que, no
pudiendo obtener la reciprocidad de su amor obsceno, se ase­
guraban de suscitar en Flac olas de sentimientos salvajes, de
emociones inexplicables, de preguntas, de inquietudes. Los
ojos de Yon lo trastornaban, lo descomponían, lo hacían tam­
balear, lo obligaban a someterse a sus fluctuaciones. Hechiza­
do a pesar suyo. Embrujado, poseído, buscando en vano inter­
pretar la sucesión de cuadros reflejantes que esos ojos le
téndían como trampas. Censaba su paleta, escrutaba sus luces
y sombras, subrayaba los matices, sin la menor duda de estar
ocupado en el inventario de la obra de un falsificador, los alar­
des de un bufón, los gestos de un payaso. Enumerarlos, cap­
turarlos. Gavilla encegueeedora de claridad en un mediodía
transparente, inmóvil, sin sombra, ígneo, extático y sin mode­
ración. Diáfano resplandor del cíelo de agosto cuando el calor
reverbera y vela el azul celeste con un gas ligero y traslúcido.
Repentino claror violando la llanura entre dos nubes cargadas
de tempestad. Indecisa media luz hesitando entre iluminación
y penumbra. Alba en espera, metálica y. nimbada por un halo
de presagios contradictorios. Cruda claridad de una transpa­
rencia despiadada. Crepúsculo que se recoge sobre sí mismo,
gloria que difunde su lenta combustión, claro de luna platea­
do, reflejo plomizo, glauco y vidrioso de una luz exiliada...
Yon era capaz de remedar todos los incendios, todas las grisa­
llas, todas las brumas, todas las fulminaciones. Fuegos de le­
ña, de paja o de turba, carbones ardientes, brasas y tizones.
Rayo, meteoro y fuego fatuo. Arreboles de auroras boreales,
incandescencias de ocasos tropicales, flamas, llamaradas, des­
tellos. Todas las facetas, todas las gamas, todas las modulacio­
nes. Y los claroscuros, las evanescencias, los resplandores
nocturnos. Y las Luces, las contraluces y las equívocas luces.
Los reflejos irisados, los reflejos de ópalo, los reflejos de agua,
los espejos, los esplendores y los resplandores. Las aureolas.
Las opacidades. Las cenizas. Las extinciones:
¡Mis respetos, señor!, ¡qué tirada, qué desplante, qué énfa­
sis! Trepidante, palpitante, vibrante. ¡Perfecto, señor, se siente
pasar como un estremecimiento en el retrato que pinta, en
esos ojos que usted acaricia con sus palabras entrelazadas en
guirnaldas, en coronas, en el escalofrío de tina adoración!...
De una adoración intensa, ardiente, irreprimible. Ninguna
confesión más perturbadora... Cualquiera que fuese tu resis-
tencia a admitir un pensamiento semejante, deberías recono­
cer, mi pobre Flac, que en el fondo dé la repugnancia angus­
tiada que sentías hacia Yon, este clown libidinoso, este
figurante que equivocó su papel, este sátiro enamorado, gro­
tesco y empalagoso, muy en el fondo, recubierto por capas de
aversiones, de negaciones y de conjuraciones, había un dejo
de estupefacción... Y más aún -dejar las vanas precauciones
oratorias, usar la palabra-, un poco de admiración. ¡Un poco!
El señor bromea... El señor quiere decir que estaba subyuga­
do, encantado, embelesado por la escena perpetua que Yon
actuaba solamente para él. Por sus lindos ojos. Por su linda in­
teligencia. Por su lindo cuerpo. Insistir. Por su lindo cuerpo.
Cuerpo, cuerpo, cuerpo. ¡Decirlo hasta sentirlo! Todos los ac­
tos, todos los manejos, todas las expresiones de Yon, todas las
astucias de su erotomanía obsesiva, todo ello declaraba con
insistencia: no hay más que tú, tú eres la niña de mis ojos, mi
ídolo, la vida de mi vida, sin ti yo muero. "¡Sin ti yo muero!"
Lo decía. ¡Dése cuenta! ¿Quién podría jamás amar al señor a
tal punto? Yon llegó a decirlo al cabo de una justa memorable.
Una mañana, a las siete menos cuarto - “¡yuhú!, etc.'', no vale
la pena repetir los detalles de esta escena deprimente-, tú
creiste encontrar el ardid para enfriar sus efusiones. En vez de
responder a los asaltos ardorosos de Yon manifestándole tu
resistencia, tu miedo, tu asco o tu cólera, te hiciste el muerto.
Sin moverte, sin intentar el menor gesto de defensa, sin si­
quiera lanzar un suspiro ni esbozar una mueca de irritación.
Impasible, inerte, separado de ti y de él, con los ojos en el te-
cho, dejando tu cuerpo a su disposición como una cosa sin
nervios, sin músculos y sin alma. "¿Ves?, la rompiste...” Sin
decir palabra. Nada. Absoluta pasividad. Sin saberlo -¿pero es
que se puede alguna vez afirmar que uno ignora cosas Ta­
les?..-, le hacías a Yon la misma jugarreta que tu madre le ha­
bía infligido durante años. En el tiempo prehistórico durante
el cual él había practicado encima de ella (decir con ella sería
ir demasiado lejos) el acto movedizo de machihembrarse, en
fin, esa gimnástica inmunda y repugnante, esa “cochinada",
como la llamaba tu madre. Ese vaivén pringoso de la cópula
que coronaba sin duda una serie variable de froti-frotas preli­
minares con la introducción del órgano macho correcLamen-
te infiado en el nido hembra pasablemente lubricado, y acaba­
ba, para gran alivio de los dos, con la expulsión de algunos
chorros de gelatina lechosa que la hembra, llamada Jackie en
esta ocasión, se tragaba sabe Dios cómo. En suma, el milagro
del amor, sus misterios enloquecedores, sus secreciones pega­
josas. Tu madre lo había soportado con resignación por un
número indeterminado de veces. Hasta que Yon se cansó y
prefirió ir a la Bolsa. .
Desconcertado por tu insólita indiferencia, Yon trató pri­
mero, por algunos minutos, de obligarte a reaccionar. Pero
esa mañana tú, que eras por lo general tan cosquilloso, habías
logrado ausentarte de tu cuerpo, desertar de tu hábitat de car­
ne hasta el punto de no sentir absolutamente nada. Con los
ojos fijos sobre el foco dé cien vatios que colgaba tres metros
por encima de ti, te recitabas letanías con las fórmulas mági­
cas que te emanciparían del yugo: soy un tronco de madera
inerte, una hoja seca rodando por el piso, soy un pedazo de
cartón arrugado que el viento levanta y arrastra sobre el pavi­
mento, soy el hueso roído que un perro ha enterrado en un re­
coveco que sólo él conoce, soy la crisálida abandonada de una
mariposa, un alga arrojada sobre la playa, un guijarro cual­
quiera al borde de un camino sin nombre, el chicle que el ni­
ño escupe cuando ya es puro caucho. Entonces Yon se irguió
con brusquedad y te contempló. Pasaron dos o tres segundos.
Se dirigió a ti con una voz blanca, temblorosa, hesitando en­
tre la cólera y la congoja. “¿Qué... no le dices buenos días a tu
padre?" Tu padre..., ¡esa palabra en su boca! ¡La falta! La de­
signación para la cual él no podía encontrar el tono apropia^
do. El límite de sus fábulas. Tú te quedabas amurallado en tu
silencio, en tu inmovilidad de muerto. Vejado hasta la médu­
la, Yon te dio la espalda y salió del cuarto, Y tú, tú te levantas­
te tranquilamente, triunfante, jubiloso, cantando victoria. Lo
habías conseguido. Hiciste vana su teatralidad. Ridiculizaste
su idolatría. Pero, no bien habías terminado de vestirte, apa­
reció tu madre, descompuesta, lívida, lacrimosa. "¿Qué ha pa­

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sado, Flac? ¿Qué has hecho? ¿Te negaste a darle los buenos
días a Yon? ¡Apúratéí ¡Ya se fue...! ¡Ve, alcánzalo! [Rápido! Te
lo ruego.,., ¡si no vas a buscarlo, él ya nunca volverá!”. ¡El
puerco! Él tenía todavía una carta en la manga, un comodín:
el amor perdido, extraviado, absurdo, que tu madre conserva­
ba con todas sus fuerzas hacia él, como el último reducto con­
tra la caída en la locura. ¿Era eso un amor? Una más de esas
preguntas que mascullabas sin cesar a lo largo de esos años
sombríos. Espantado ante el pensamiento de que la respuesta
pudiese ser sí. Pues de las dos figuras del amor que te presen­
taban: respectivamente. tu supuesto padre y tu madre, la pri­
mera estaba manchada de obscenidad y cargada de amenazas
para tu condición viril, por más que se proclamara precisa­
mente como una altísima idealización de la virilidad, y la se­
gunda era de veras loca, enferma, insensata, o con un sentido
tan extraño que amenazaba con poner en peligro tú integridad
mental.: Pero, al fin y al cabo, ¿quién puede enunciar lo que es
un amor? Siempre una locura, se dice. Mas eso no explica na­
da. En particular, no explica cómo es posible que haya, en
cierto modo, locuras que salen bien y locuras que salen mal.
¿Bien? ¿Mal? Bla-bkr-bla, señor..., su contribución al debate es
francamente tan pobre, tan nula, tan verbosa, que da pena. ¡Al
diablo con esas disertaciones, esas inferencias, esas especula­
ciones! ¡A los hechos, a los gestos, a los actos! La madre del
señor, es verdad, no amaba a Yon como se supone que una
mujer -suposición, solamente suposición, mi estimado señor-
ama a un hombre. Sin sexo, sin diferencia, sin deseo. No. Sin
esos arranques golosos, esas ganas de posesión absoluta, esas
ansias pavorosas de darse en cuerpo y alma que saturan las
crónicas. Muy sencillamente, sin cuerpo. Para nada. Nunca.
Apenas un apretón de manos cada mañana. ¡Sí; un apretón de
manos! Umhand-sháke vigoroso^ con el brazo extendido para
mantener la mínima distancia de un metro entre las dos car­
nes: "Buen día, Yon, ¿cómo estás?” Y dé nuevo por la tardé
"Adiós; hasta mañana”. ¿Otro contacto cualquiera, una pala­
bra o una mirada equívoca, uñ gesto dé ternura o de compli­
cidad? Impensable. Sin embargo, un apego absoluto, incondi­
cional. Apego en el sentido más fuerte, más material. No en
sentido figurado. ¿Cómo nombrar con justeza esta auséncia
de figura? Ligada, anudada, fijada a Yon. Irrevocablemente.
Amarrada, arrimada, anclada: Aferrada, remachada, soldada.
Sellada, atornillada, cementada. Empalmada, injertada, ina­
movible, inconmovible, obcecada al extremo, negando toda
evidencia, recusando toda realidad, todo desmentido mate­
rial. Mientras el símbolo conservase su lugar. Una exigencia.
Ni demanda ni deseo, sino una necesidad definitiva de esta
miseria, de esta piel de zapá, de esta nada: tres medias horas
cada día, poder servirle las comidas. Por favor. Aunque fuese
una sola comida por día, una sola por semana, una pequeña
visita al mes. Én último caso, aferrarse a la inscripción inde­
leble en la credencial de identidad: esposa de. Sin importar
cómo ni a qué precio, pero esposa. Si eso se hubiese disueltó,
no hubiese sido para ella una falta sino un déficit) una ampu­
tación vital, la caída irremisible, el caos clamoroso.
Por eso la exigencia absoluta de recuperar a Yon, de hacer­
lo regresar. Con urgencia. Y tú lo hiciste, no por él ni por ella,
sino por ti. Pues comprendiste en uh relámpago la catástrofe
que sería para tu vida el que tu fiiadre se despeñase brutal­
mente en la demencia. Corriste en busca de Yon, dispuesto a
prosternarte, a implorar su perdón, a humillarte. Dispuesto a
todos los servilismos, a consentirlo todo, a todas las renun­
cias. Gusano. Tú capitulabas, amigó mío, encorvabas la cabe­
za, te precipitabas en los brazos del perdulario... ¡A toda velo­
cidad! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Ibas a darle el cuello, la mejilla, la boca...
Hacer cuanto él quisiese. ¡Sí! Pisoteando tu amor propio. Ibas
a céder. Sin reservas. Tú provocarías adrede su concupiscen­
cia innoble. Le dirías: tengo ganas de eso, soy tu esclavo; tu ju­
guete, tu cosa. Té pondrías sentado-acostado-dame la patita-
así es un buen perro. Te hincarías de rodillas, beberías el cáliz
hasta lá hez. Lo provocarías, serías su puta. Llorando. Lloran­
do. Derritiéndote en llanto. De repente, lo viste. Yon no había
caminado ni cincuenta metros. Estaba parado a la entrada de
una galería comercial, con la mirada fija en dirección al de­
partamento. Esperaba con calma, como el actor entre bastido­
res después del último acto, a que se le llamase, que se le re­
clamase un bis. Él había interpretado su salida, al igual que
todo lo demás. La culminación de Su farsa. Te había poseído
mejor que nunca. Te miraba venir con los ojos encendidos por
su éxito, seguro ahora de ser irresistible, diva ovacionada por
una sala en delirio. Y tú, miserable Flac, ridículo, ri-dí-cü-lo,
estimado amigo, tu no podías ni siquiera tragar tus lágrimas:
él las recogía ya como un racimo. Ofendido, ulcerado, lacera­
do, tú te veías forzado á representar ese papel hasta el final.
Tu papel. Es decir, el suyo, ese que él desde siempre esperaba
endosarte. Tú le darías, de ahora en más, el espectáculo más au­
téntico de su deseo sin que él tuviese ya que pedirlo. El más
auténtico en tanto que el más falso. No quedaba otra salida:
subías los escalones que conducían al escenario en el que Yon
desplegaba sus artificios, te convertías tú mismo en el actor, el
doble, el alter ego. Más que caer en sus brazos, conejillo entre­
gado a las garras del águila, era abrazarlo, besarlo de manera
creíble, con habilidad y entusiasmo. Con demostraciones y
pruebas, impulsos sinceros, certificados, aprobados. Y con ga­
nas, con calor, desde la entraña. Por completo. Verosímil. Ve­
rídico. Y como consecuencia de esta hazaña, recibir, a modo
de certificación sellada con efusión cordial, la recíproca. ¡Por
fin la reciproca! tiña lluvia de besos, un diluvio dé caricias, un
hormigueo de abrazos. Sobre lá acera. A la vista de todas y to­
dos. ¡Ah! ¡Gomo ama ése a su papá! ¡Qué lindo chico! ¡El me­
jor, el rey de los pollitos! Mordisqueado, picoteado, chupetea­
do por la boca sin tino de Yon. Mascado, rumiado, devorado.
Manoseado, sobado, toqueteado. Embarrado, ensuciado,
mancillado. Profanado para siempre. Llorando, mi buen ami­
go^ llorando, Y Yon también con su lágrima. Una sola^ rodan­
do por el rincón de su ojo derecho. Sólo una, peró perfecta, in­
comparable, trascendente: el modelo de la lágrima extrafina.
La perla. El néctar. El te sostiene la cabeza con sus dos manos
para que la veas bien resbalando a lo largo de su mejilla; ¡Qué
actor, señor, qué actor! Prodigioso, único, eminentísimo! En­
tonces, con voz trémula, con la dosis exacta de temblor con­
veniente para la réplica, con los ojos hündidos en los ojos:
“¡Flac, sin.ti yo muero!” Telón.
Y llegó el día en que Flac acabó por descubrir el talón de Aqui-
les de Yon. El último insulto. La ofensa asesina. Más allá de
toda injuria. La afrenta más acuciante, la última vejación.
Peor que una herida: una deshonra. Él se había debatido, co­
mo de costumbre, contra los ardores matinales de Yon, lo ha­
bía colmado con las invectivas más violéntase le había escupido
en la cara su ira, su odio y su desprecio. Y, al no interponerse
Fif, se había encontrado una vez más al pie de su cama en la
posición ya descrita pero no inventariada en los tratados hin­
dúes de tantrísmo, ni en los celebérrimos estudios anglosajo­
nes para el uso de los millones de víctimas de la televisión, del
videócassette y de los aerobics. Nunca Flac había alcanzado
semejantes alturas en el registro de la cólera, ni se había deja­
do llevar tan lejos por las borrascas de su enojo como esa ma­
ñana. Sobreexcitado, en ebullición, había trepado uno tras
otro todos los picos, todas las cumbres, todas las cimas, todas
las cúspides, del macizo del furor. Himalaya. Hi-ma-la-ya, va­
ya, señor, sin dudarlo, ¡siempre más alto!, ¡siempre más fuer­
te! Aturdido por los silbidos, los rugidos, los mugidos que vo­
mitaba en salva, fuera de sí, fuera de sentido, fuera de lengua,
trompa, sirena, carillón, listo para explotar como una ojiva de
múltiples cabezas. ¡Uf!! ¡Uf, señor!, llegó de súbito y para su
gran sorpresa a una especie de acmé aéreo, de paroxismo pla­
no, de calma apática. ¡Y más uf! El señor nos tranquiliza, un
poco más y desaparecía en la estratosfera... Mejor que un so­
siego, algo distinto de un: alivio. La presión máxima, sin nin­
gún desperdicio. Una intensidad desconocida, una precipita­
ción concentrada. Una cohesión, una densidad,; un peso
atómico fuera de la tabla. La implosión después de la explo­
sión. Cristalizacióri dé la ira, decantación de la bilis, diaman­
te negro de antimateria. De repente, la lucidez. Con una con­
ciencia hiperaguda, impasible, desprendida, indiferente. En
un instante hervía y al siguiente se congelaba. Súbita y miste­
riosa inversión de su sistema térmico. Contempló a Yon con
sosiego. El tiempo parecía haberse detenido, los actores clava­
dos, los movimientos suspendidos. Imagen fija y exterior a él:
Flac en el suelo, Yon de pie, silueta recortada en el marco de
la ventana. No. Mejor captar esta imagen, mejor decir la apa­
rición qüe representaba para Flac. Lo esencial estaba en la
ventana, la ventana reventada, abolición del límite entre el
mundo interior y el mundo exterior. Por un lado, almohadas,
sábanas y frazadas alborotadas, mescolanza informe que lo
aprisionaba como una mortaja y, del otro lado, que en reali­
dad no era ya otro lado sino el trasfondo del mismo cuadro,
poniendo a Yon en cierto modo sobre lá pantalla, este lienzo
siniestro dé la uniformidad: otras ventanas, aguzadas miradas
carroñeras, ¿se decidirá esta vez a morir, a dejar de hacerse el
intratable, a firmar el contrato este idiota? Otros departamen­
tos, otras familias, espejos repetidos que se vigilan unos a
otros en una guerra perpetua, más o menos larvada, de todos
contra todos. Verificación permanente de una imagen idénti­
ca, de una imagen de la identidad aceptable, modelo estándar,
listo para usar. Crimen perpetrado de mutuo acuerdo sobre
cada uno, cotidianamente, de vecino a vecino. Lenta succión
de la vida, letargo progresivo, regularidad de la desesperanza,
extinción, sepultura.
Entonces, pausadamente, con el tono más neutro, el de la
situación general, Flac se dirigió a Yon con términos escogi­
dos. Diabólicamente ponderados. Enternecidos, lukumizados,
para destilar mejor su veneno. “¿Y si detuviésemos este circo?
¿Y si por una vez hablásemos?...” Yon enarcó las cejas, des­
concertado. En sil mirada pasó el resplandor de una esperan­
za. Sí; una esperanza. Había oído bien; Flac terminaba de pro­
nunciar estas palabras inauditas. No osaba creerlo y ya lo
creía; era más fuerte que él. Una esperanza loca, tan loca co­
mo lo era su amor. Hablarse. "Tú dices que me amas — prosi­
guió Flac-. Siempre dices qüe quieres hablar conmigo. Y no
dejas de quejarte porque yo rió te contesto, porque yo te recha­
zo, porque yo me rehúso a todo lo que viene de ti. ¿Verdad?"
Asombrado, el Yon, apabullado, dado vuelta como una crepa.
¡Flac le hablaba y para bien! Tomaba; la iniciativa de. ¿Él mis­
mo le hacía la proposición! ¡Aleluya! De sustentarse con sü
amor..’. Su sueño. El más acariciado, el más secreto, el más
precioso. Su utopía, su quimera, su espejismo. Su Alhambra,
su patio de los Mirtos desbordante de rosas y de fuentes susu­
rrantes. ¡Llantos, llantos, llantos de alegría! Banquete, corte
de amor, secreteos... Montherlant, ¡oh!, mucho Montherlant...
Trastornado, Yon era todo oídos. Se bañaba ya en la miel, Id
canela y el jengibre de las palabras con que -imaginaba- Flac
y él iban a obsequiarse, a nutrirse, a intercambiar de una bo­
ca a la otra. No se atrevían moverse ni un milímetro por mie­
do de arruinar el milagro cuyo cumplimiento era inminente.
Flac, a su vez, gozaba, degustaba, destilaba esa alegría tan es­
pecial que provoca el odio más acendrado cuando logra en­
mascararse bajo las palabras más suaves, cuando disfraza su
veneno con dulzuras que ceban y engañan a aquel a quien
apunta, haciéndole vislumbrar la proximidad del objeto de su
deseo, para en seguida cerrarle el acceso, con más crueldad
aún que si desde e l principió lo hubiese negado o ló hubiese
clausurado. Para, infligirle un doble dolor: el de la decepción
que entr aña el descubrimiento de haber sido engañado y ha­
ber deseado en vano, y el de la traición que se descubre dema­
siado tardé, cuando quien le ha parecido más amante que
nunca, le hunde un puñal ardiente en el corazón.
“Bien; voy a decirte la verdad...", prosiguió Flac. Y se detu­
vo, como si se preparase a decir algo tan importante, tan defi­
nitivo, tan único, que requería encontrar lás palabras exacta s¿
O como si dudase por última vez, antes de sellar el vínculo del
cual Yon esperaba, tembloroso, la solemne consagración. Se
detuvo un instante y por algunos segundos ofreció a Yon la
más transparente de sus miradas, la más inocente, la más va­
cía de pensamientos subalternos. En realidad, Flac escrutaba
a su interlocutor para evaluar el efecto de sus palabras. Lo
veía a su merced. Quería paladear el espectáculo: Yon, pelele
flagelador, casi evanescente, imagen de padre, superchería de
padre, sobre el fondo de inquilinatos económicos al borde de
la ruina, despojado, con el corazón abierto y los ojos tiernos,
sin protección m desconfianza. Yon el criterio de la elegancia,
Yon él sermón sobre la muerte, Yon el teórico del universo,
Yon la máscara dé César, Yon el bromista, el adulador, el mis­
tificador. Yon el pobrecito-de-Yon, el perdido, el infortunado,
Yon el deplorable, el fracasado, el culo al aire. Enmarcado, en­
cajado en la ventana. Sin saberlo. Irrisorio. 'Xa verdad,
Yon... , y esté Yon echó a volar, flecha con alas disparada por
dedos certeros hacia sú blanco, "la verdad, es que yo no te
quiero. Tú eres un payaso, un miserable payaso, un comedian­
te, dé cuarta.. Actúas todo el tiempo y actúas ,mal. Actúas pa­
peles de hombre, de padre, de hombre de negocios. Én vano.
[Falso, falso, falso! Sin éxito alguno. No tienes otro público
que tú mismo. La pifia, la plancha, el fiasco. Sin remedio. En­
tonces haces trampa, mientes, maquillas. Esperas esos aplau­
sos que nunca vendrán. Llegas incluso á aplaudirte a ti mis­
mo, a ensordecer las Orejas de tu propia claque para no ver
qué la sala está vacía y que nadie, nadie, se interesa en ti. Te
quedo yo. De quien esperas, ¿qué?, ¿que esté ciego y sordo,
cómplice de tu lamentable farsa?... Me quieres a reventar.
¿Qué es esta manera de amar? ¿Qué te has creído? Te crees,
yo insisto. Incluso amas mis injurias. Si se diese el caso traga­
rías mi mierda. Pero no eres capaz de ganar para comprarme
un par de zapatos nuevos. No sirves para ir a trabajar como
todo el mundo. Ser empleado, eso ni te lo imaginas, querido
mío, ¡empleado! ¡Eso sería indignó de un señor! ¡Imbécil!
¡Idiota! ¡Mitómano! La verdad, Yon, es que me abrumas con
un amor grotesco que ni tan siquiera es el tuyo. Que es la mue­
ca del amor que nunca tuviste de tu padre..,!" "¡Cuidado con
lo que dices!...' imploró Yon, ahora descompuesto, paralizado
y atemorizado, amante desalojado con brutalidad de su éxta­
sis, magnífico cornudo alelado al verse estafado, humillado y
rechazado en el momento mismo en que llegaba al apogeo de
la esperanza. Flac siguió, tanto más seguro de dar en el blan­
co. Tu padre, sí, tu padre..., ese advenedizo vulgar, ese egoís­
ta sin límites, inflado de vanidad y de altivez, ese fanfarrón es­
candaloso y farolero. ¡Que no te concedía ni una mirada! ¡Ni
una!" "Te lo advierto... ¡hay palabras que te prohíbo pronun­
ciar! , exhaló Yon, con una voz débil, disminuida por el ata­
que, vencido, sufriendo la golpiza. Demasiado tarde. Las pala­
bras: de Flac se encadenaban úna tras otra, automáticamente,
le salían de la boca aún antes de que tuviera el tiempo de pen­
sarlas, cada vez más precisas,: crueles, despiadadas. Flac no
sabía lo qué iba a proferir, se sentía como poseído ¿ atravesa­
98
do, guiado por una palabra que venía desde lina fuente a la
vez extraña e íntima, de un más allá que lo sorprendía y que
sin embargo vibraba eri lo más profundo de él. Y sabía que lle­
garía hasta el fin, que alcanzaría el desenlace, la solución, el
punto final. La palabra misma de la difamación, el sacrilegio
supremo, la blasfemia.
“Si te quisiese un poco, un poquito, me apiadaría, te perdo­
naría, tal vez ” Tal vez..: Pensaría lo doloroso que debió ser pa­
ra ti esperar cada día, durante todos esos años, que tu padre
se fije en ti, que te distinga en medio de la masa de sus seu-
doadoradores, que te separe de su corte de parásitos, que te
consagre una atención particular, personal, única. Que, aun­
que sea por una vez, te admire. Que te felicite. Que te dé a en­
tender, aunque fuese de modo tácito, que se enorgullece de ti.
Poeta..., él quería que tú fueses poeta, ¿verdad? ¡Poeta! Él, que
no tenía la menor idea de lo que podía ser la poesía, a la que,
por lo demás, desdeñaba sin ambages. Las cotizaciones de la
Bolsa eran su única lectura. Ni siquiera es seguro que supiese
lo que significaba la palabra: “poeta . No tenía ninguna impor­
tancia para él. Había hecho una fortuna, exhibía su poder, dic­
taba la ley. Lo tenía todo o casi. Tenía, tenía, tenía... Por lo tan­
to, había decidido, como algo evidente que no era un sueño,
un deseo o una nostalgia postergada, sino el mandato de su úl­
timo capricho, el último tesoro que se ofrendaría, Labia deci­
dido que tendría un hijo poeta y un hijo sabio. Él, él tenía;
ellos, ellos serían. Yon el poeta, Fif el sabio. Poeta puro, sabio
puro, espíritus puros. Sin preocupaciones materiales puesto
que él poseía, y así lo proclamaba, oro para tres generaciones.
¡Grandioso! ¡Formidable! ¡Estupendo! El desafío heroico, la
apuesta intrépida. El corte de manga lanzado al destino. El
oro inspirando, fecundando, procreando naturalmente la poe­
sía. Genéticamente, La simiente de veinticuatro kilates, derro­
chada con profusión, debía producir la aparición de una gua­
daña de oro segando en el campo de las estrellas..: En fin, una
verdadera plusvalía para esa montaña de dinero: el Artista con
A mayúscula, hijo del lingote y de la caja fuerte. ¡La Gran
Obra! Y tú, Yon, y también tu hermano Fif, fueron bravos sol-
daditos. Los herederos perfectos. Dóciles, obedientes, comedi­
dos. Encorvados bajo la férula dé la fortuna del Rey Alfredo;
serviles ejecutores de su fantasía tiránica, dedicados a él, bajo
su bota. Complacientes, flojos; cobardes. Hiciste de todo para
darle gusto. Todo, Primeros premios. Campeón de versifica­
ción latina. Concurso de elocuencia. Recitaciones vespertinas
como atracción antes de la cena, dichas para arrancar una
sonrisa a tu padre con el rostro ya encendido por cuatro o cin­
co aperitivos: '"Mi padre, el héroe de la dulce sonrisa..., etc."
¡Cuántos esfuerzos! Desesperados, patéticos. Pujando y pujan­
do en la subasta, hasta el summum. Hasta el homenaje faná­
tico, la ofrenda suntuosa de tu ser, la dedicatoria al demiurgo.
La apoteosis. Lo sacro. El desastre. ¡Ah!, ¡la gran noche, la no­
che famosa, la noche inmortal!... La recuerdo. Sí; imagínate,
la recuerdo. Aunque haya sucedido algunos años antes de que
yo llegase al mundo, fruto envenenado de tu simiente derrota­
da. Como si yo hubiese estado allí. La noche cubierta de glo­
ria sobre la: que cayeron las tinieblas. Noche de tinta, noche
amarga, noche de duelo. Para siempre. "Yon, escúchame bien.
Te hablo. Te hablo del Padre y del Hijo, del misterio y de la re­
velación, de la oscuridad y de la luz, del oro y de la ruina, del
vínculo irrompibíe, dé la deuda impagable, del amor desola­
do, de la nostalgia que nada enjuga, del rencor como única he­
rencia. ¡Escucha! Voy a llevarte a la raíz, a poner el nervio al
desnudo, a llegar hasta el hueso. No interrumpirás. Te desolla­
ré el alma, exhumaré tu pequeño secreto hediondo y mezqui­
no, te restregaré la nariz sobre tus deplorables, andrajos. Te lo
haré ver, te obligaré a mirarte, a encontrarte, a reconocerte allí
antes de: que me atosigues con eso y me infectes el cráneo. Sin
saberlo. Pretendiendo no saberlo... He aquí tu retrato, tu ver­
dadero espejo, el otro lado, el lado nocturno, el revés del de­
corado; Tus harapos. Por fin exhibidos, desplegados, plancha­
dos, extendidos, bien lisos. ¡Te vas a tragar tu verdad! Y te irás
a cagarla lejos, si te estorba, s ite da cólicos, si te muerde los
intestinos. ¡O reventarás con ella, hoy, mañana, más tarde, no
me importa! No te busques ya en mL No hay ya nada que bus­
car; Corto la cadena. No heredo. Yo no me cotizo; no pongo en
la oHa común, no voy al picnic, ¡Bye-bye, tótem y compañía!"
Flac se interrumpió. Sin quitarse a Yon de los ojos;sin aflo­
jar en su ímpetu. Miraba a; Yon pero lo único que veía ya; en él
era el vidrio sucio de una ventana, la filigrana de una hoja en
la que aparecían vuelta a vuelta, en desorden, sobreimpri­
miéndose las unas a las o tras, las imágenes, no, no las imáge-
i>' ;<r!:!'.)it
neSj las revelaciones de todas las ventanas, de todos los-mam
soléos de cemento gris, de todos los departamentos que había

••
conocido. La pared descascarada de sus siete años, los propie­
tarios airados, los ujieres impasibles, las noches de pesadilla,
las mañanas con íncubo y rebelión, los cielos inclementes, los
pensamientos enloquecedores. El departamento, la miseria, la
mugre, las mentiras, los soliloquios y las matanzas clandesti­
nas. Entonces, tomando todo su tiempo, mostrando un gesto
compuesto, casi negligente, Flac se levantó con tranquilidad,
revistiéndose con su sábana como con una toga antigua. ¿A
Yon le gustaba el teatro? ¡Y bien! ¡Recibiría lo suyo! Por enci­
ma de sus mayores esperanzas. Flac se plantó delante de él,
extendió su pie derecho unos centímetros para tomar apoyo,
levantó majestuosamente su brazo izquierdo, apuntando con
su índice a un Olimpo indefinido, parodiando lá pose clásica
de la declamación. Y: con el tono más enfático, el más almido­
nado, él más exagerado, profético, oracular, arrojó sobre la ca­
-
B@i:ád é:ch~'Yon
beza ·.--.·. -
<Y:ó:frtirt .
'.'~biisó·Iiét'e· éh.ev~rs<J;;&1\\i.I;-')'.\:·.:.1!20,:.{·i1D> ··"::: j\ <' >: " ,.~>::: r.>>·~:-: .:(.•· ·•=·-./·· _-::>:'. '':·. .' ';'·. ·.-..•. - ': . -.' .:
un sonsonete en verso: ·~:> :;- -.-: ;:. ~- -.' ·-
.- --. ··- . -- -· -.- ::::.:·-~:·::-::· . .'::_·_::.'<;::::::·.-.'.·.:·:·:_,_.
. - : ·::.<::::..).:.-::~::. . ..". ·.. :·.-/"(:~-:~: ;: : ·,~:}r.:~: ·: ~~>.\}_./hL;~:~;\r::~:- : :·:- ./~~>>·-~~-;~~-:=: .': . ·- - . ! . . -; . :... .: . :: :;- .'. ·. .:

·~!.~}'''
Lo. luna derramaba su ópalo de marfil
sobre los arbustos, sobre los bancos y sobre mi alma infantil
, -: Ucuando
étla.fia&:teiii.vi,
/:iJi}.busto ieólicis"$z1·i ,:.
:iiáJtblechoso . . ., . .
.

...

Y reventó en una risa sardónica, amarga, perversa. El señor


estuvo sublime, en serio, a la vez pindárico y catilinario en el
parricidio. Y Yon, fulminado, aterrado, anulado, apenas al­
canzando a sostenerse con una mano trémula de la esquina
del escritorio metálico de su hijo, vacilando, titubeando, cayó
sentado en la silla. ¡El estupor de Yon! ¡Qué alegría, sí, qué
alegría ponerlo por fin al descubierto! Darle como espectácu­
lo su ser de pacotilla, exponer ante sus ojos la falacia sobre la
cual él había apostado y perdido Su vida, exponer su quimera,
mostrar su desgracia. ¡Y que este gesto viniese de él, Flác, el
adorado, el idolatrado, el “sin ti yo me muero”! Embriague/,
de la venganza. Frío éxtasis de la pura maldad. Felicidad, feli­
cidad, veneno. Yon tuvo apenas la fuerza para balbucear:
“¿Pero cómo sabes tú?... ¿De dónde lo sacas?” "¡Ah! ¡Ah! mi
Yon querido -prosiguó Flac-, ¿no lo sabes? ¿Tendré antenas,
intuiciones, presentimientos? ¿La grácia, la iluminación, una
vena extrasensorial? O, quizá, como tú dices, el genio... ¡El
·,' •c•_.· x:y:
. :··:·:·::.-.::-:.·:.:· . ··-: :.:>_:::·:-:· ..-.
genio! Esa era la palabra. Su palabra. Con la que él te abru­
maba, te perseguía, te distinguía.-'[Qué farsa! ¿Cuántas veces
Yon te había machacado las orejas con sus sermones acerca
de tu excepcional, enorme, rarísima inteligencia? Tús dones,
lu facilidad. Tu precocidad. Tu genio. Te había repetido hasta
el cansancio que tú eras "responsable de tu genio”. Caía en có­
leras locas, locas, con los ojos chisporroteantes, con baba en
los labios, con los puños apretados, cuando tú quedabas, aun­
que fuese sólo un punto, por debajo de la línea del ochenta y
cinco por ciento en tus calificaciones. Aullaba. Se torcía las
manos de desesperación. Se lamentaba por eso que él llama­
ba tu superficialidad. Perfectamente, él, Yon, se quejaba de
que fueses tan sólo una! superficie. ¡Eres superficial, amigo
mío, de un superficial! Te contentas con nada, con el menor
esfuerzo, sin reflexionar, sin la menor ambición... ¡Un diletan­
te; eso es lo que eres! Esgrimía la amenaza suprema, claro es­
ta, suprema para él. ¡Me decepcionas! ¡No sabes hasta qué
punto me decepcionas! ¡Siempre serás un mediocre! Y te lan­
zaba a la cara el boletín escolar, asqueado, mortificado, ulce­
rado. Una de sus grandes tiradas. Tú podías recitarla de me­
moria, imitarla, actuarla de corrido. Incluso improvisar
algunas variaciones. El papel del padre, su pastiche preferido.
Pero había llegado ya la hora en que la mediocridad daba pa­
so a Ja simulación. El espejo se animaba y sobrepasaba al mo­
delo, Caricatura de caricatura, parodia de simulacro, imita­
ción de falsario. Corteza vacía, cáscara reseca, disfraz.
¡Toma! aquí tienes tu corazoncito palpitante y despreciado, el
alma surcada por tantos melindres, tu tesoro pisoteado. ”
Flac se agachó, extendió sü brazo bajo la cama y lo sacó por-
tando en la mano un paquete forrado con papel madera, des­
teñido por el tiempo. Desenvolvió su contenido: un libro que
sostenía con un gesto despectivo de superioridad. Lanzó el tí­
tulo al aire, con una voz de falsete, encaramada en lo alto,
contrahecha: “Las lágrimas del amanecer,” Y lo repitió, con
mayor solemnidad aún, espaciando las sílabas: “¡Las lágrimas
del amanecer!” Y comentó: "Una obra maestra. En el género
cómico. A la manera de,. Tu obra. La primera. La única.”
Arrojó el volumen a Yon como una inmundicia al basurero,
Librejo. Baratija, tontería, fruslería. ¡Pamplinas! ¡Pero de
una seriedad, una aplicación, una sentina entalidad, un almi-
baramiento, un efluvio dé efusión retóricaLSe d e rríta se ex­
pande. Anega; Inunda. ¡Se desparrama, querido m í o Tal vez
no para premio de poesía. No. Pero... un prendo de lastima,
¡oh' sí, de compasión filial, con seguridad." V
Yon quiso levantarse, salir de la pieza. Su libro, su precioso
yo, apretado febrilmente bajo el brazo. Pero Flac lo detuvo en
seco. “¡Ah! ¡No! No dispares. Nada de ir a la Bolsa. ¿Esta cía
ro? Te hablaré sólo una vez y de una vez por todas. Escúcha­
me príncipe del Parnaso abolido. Ni te muevas de ahí, poetas­
tro Te hablo... ¿Me escuchas? ¿Lo anotas? ¿Lo registras. Te
hablo. Sí. Te digo tu decepción inconsolable y mi desilusión
inevitable; Ellas riman, suenan, unen. Cada una llama a ia
otra Como tu amor invertido mi amor inverso. ¡Nada mal eso,
elri ¿Te asombra? ¿Te inspira? ¿Te expira?... No he acabado.
Escucha. Ahora el relato. La novela abortada. Recuérdate. Esa
noche entre las noches, esa velada suntuosa de hace como
quince años. ¿Adivinas a qué festín te invito, mi querido Yon.
Pues se trata de comer el libro, ¿verdad? Hasta la saciedad,
hasta desmayar, hasta el vómito. Los cincuenta anos del Gran
Alfredo del Rey Alfredo. Fiesta de tu Padre mayúsculo. Gloria,
lustre, fulgor. Pompa, fasto, centellas. Como siempre.Ta boda.
La crema y nata de la burguesía en todo su esplendor. Todos lu­
cen, chisporrotean, encandilan. Se reconocen. Se conhrman.
Se califican y descalifican sutilmente, con fineza, deslizando
los zapatos charolados y los “¿cómo te va, querido? Todos di­
jeron presente. A Alfredo no se le podía decir que no. Era el
amo, el señor. Él lo sabía; todos en aquel tiempo le debían al­
go. De un modo u otro. Los notables, los poderosos, los pu­
dientes. Los dignatarios, los capitostes, los afamados. Las ac­
ciones, los dividendos, las compraventas. Las reputaciones y
los patrimonios. Las sucesiones. Los contratos matrimoniales.
Los cigarros, los pulgares en el chaleco, los vientres arrogan­
tes, los relojes con cadena de oro. Los trenes de vida. Los ricos.
La crema. ¡Los grandes! En círculo alrededor de tu padre que
saborea-e l puro en la boca y el ojo bonachón pero atento a las
alianzas, a las asociaciones y a las preeminencias- los homena­
jes, los cumplidos, las caravanas. En el segundo salón, el cor­
tejo charlatán de las esposas manejando con autoridad a sus
satélites: neurólogos, cardiólogos y ese: joven ginecólogo tan
guapo, tan elegante, tan Cary Grant. Se espía con disimulo a
103
las amigas, a las vecinas de mesa. Se es digna. Se pone buena
cara. Se compara. Se empieza a calculan A pesar. A contar lo
comprado. Se prepara y se prevé la viudez. Se ajustan las den­
taduras postizas. Y se vigila con el rabo del ojo, ,con tantos ce­
los como esperanza, a los grupos que se forman en el tercer sa­
lón. El de los jóvenes. La incubadora, según el apodo irónico
dado por el Rey Alfredo. Los herederos y las herederas; Las re­
partijas en suspenso, las alianzas a promover, las dotes a veri­
ficar. Noviazgos al contado ó a plazos. Pero tu, querido Yon, tú
no apareces. Todavía no. Muerto de miedo, esperas en la bi­
blioteca el instante solemne en que vas a ofrecer a tu padre la
cosecha de laureles que has trenzado para él. Sus palmas, su
aureola, su posteridad inmortal. El triunfo cuya perfecta cele­
bración consagrará tu profesión de fe en el Padre omnipoten­
te. Tu investidura, tu deslumbrante coronación. Te imaginas la
escena. Bíblica. Repites mentalmente cada uno de ios gestos,
pronuncias en voz baja los términos del juramento, el enuncia­
do de la promesa. Eriges el altar, depositas tu ofrenda... ¡Padre,
Padre, Padre!... ¡Ah! ¡llenes las manos húmedas,.qué nervios!
Reajustas por: centésima vez tu rizo artísticamente engomina-
do a la Paul Valéiy. Enciendes un cigarrillo inglés. De inmedia­
to lo aplastas. Ves a tu padre abriéndote sus brazos bajo los hu-
rrás dé. la asistencia: ‘¡Hijo mió!” "¡Papá!? ¡Bravo, bravo,
bravo! Te estremeces. Sudas, Las lágrimas te inundan los ojos.
No paras de dar vueltas. Te acomodas la corbata. Abrochar só­
lo un botón del saco, uno, el primero, la auténtica elegancia.
¡Ya está! Se escucha la orquesta... Los tres salones se atropellan
para fundirse en una tropa compacta en tomo af gran pavo
real. Se empuja a codazos para colocarse en primera fila, bien
visible. ¡Ah! ¡Recibir su mirada! ¡Estar inscrito, anotado, coti­
zado en su agenda personal! ¡Figurar en el libro de oro) Y ace­
char, solicitar, implorar con un: ojo de sinceridad sabiamente
calculada, el pequeño, signo, la ínfima y monumental distin­
ción, la promoción al pináculo, la elevación celestial, el ascen­
so hacia la.élite de la élite, la perla, la pepita, la gracia: una li­
gera inclinación de su augusta cabeza,: un imperceptible
movimiento de dos o tres dedos o, gloria deslumbrante, un pe-
queño guiño de ojo, un. parpadeo intencionado, un pestañeo, la
prueba infinitesimal, a los ojos de todos, de un instante ex-ae-
quo. Todo el mundo entona un vigoroso, cordial, caluroso, su-
persincero "HappvBirthday", seguido de entusiastas hurras.
Las voces se exaltan, se desgañifan, se arrancan las octavas.
Las bocas se abren, las encías se descubren, las mucosas se ex­
ponen, las lenguas baten ál unísono. Grandes demostraciones
de músculos buccinadores. Golpes de glotis. Temblores de úvil­
las. Votos de lealtad vitalicia, sentimientos en extremo expresi­
vos, cartas sobre la mesa, corazones abiertos hasta las amígda­
las. De repente todo se detiene. La orquesta se interrumpe a la
mitad de un compás, los cantos se apagan, se extinguen, se di­
suelven en un alboroto inmediatamente sofocado por el soni­
do estridente de una trompeta que hace oír a voz en cuello el
llamado del clarín. ¡Sht, sht, sht!... Es el momento en que ha­
ces tu entrada, Yon. ¡Oh! ¡Oh! ¡Resplandeciente! Perfecto,
Veinte años, guapo, rico, elegante. Romántico a morir. Ideal
hasta én el menor detalle. Rizo, chaleco, alfiler de corbata.
Obra maestra de hijo. Se hacen a un lado, te abren el círculo
delante de tu padreóte ceden el.proscenio. Silencio religioso.
Se percibe el prodigio, se presiente el asombro, se pálpalo ine­
fable. Tú caminas hada tu padre a grandes pasos. Le tomas la
mano. Y, con todo tu fervor, ante cuatrocientas pupilas mióti-
cas de admiración, le das el besamano. ¡Sí; el besamano! ¡Pero
tan clásico, tan magistral, tan nec plus ultra! El besamano de
mayor alteza, de mayor majestad, de mayor santidad que ja­
más se haya dado. Heráldico. Y declaras, con una voz que se
remonta hasta los frescos del plafón, articulas, declamas, pro­
sodias, versirrimas:

. Saludo ál padre en este día de gloria


del cual los astros escribirán la historia:

¡Ovaciones! ¡Tronar de aplausos y de bravos! ¡Aclamacio­


nes! ¡Qué entrada, amigo mío! ¡Qué escena! Fantástico, feno­
menal, mirífico. Nijinsky, poniendo de pie a toda la platea con
un solo salto de fauno, no lo hubiera hecho mejor. Tu padre, a
medias emocionado, a medias divertido, te contempla con
una ceja levantada. Entonces sacas del bolsillo tu obra maes­
tra. “Padre, para tus cincuenta años, te entrego los cincuenta
ejemplares dé! tiraje original de mi primera colección de poe­
mas. Te la dedico.” Le extiendes tu ofrenda. "A mi padre. Este
es el ejemplar número uno.”
Así es como la escena se desarrolló, ¿verdad? No olvido na­
da, no exagero, restituyo con fidelidad. Versión integral. ¿No
es cierto? Sí; así es. Lo leo en tú rostro. Allí te vuelves a ver; allí
te encuentras, allí estás. Sí; estás allí. JVlás que un recuerdo
El presente, querido mío. ¡El presente! ¡Es ahora cuando eso
se representa! Nunca has salido de aquella escena. Nunca ca­
yó el telón. Mírate; tú desempeñas tu papel. Todavía. Siempre
Se te pega a la piel ¡Y.ytí, el de tu padre! Extraordinario, ¿no?
Confiesa que lo actúo bien. Mejor que el natural. ¿Qué hace
ahora el Gran Alfredo? ¿Cuál es su réplica, su mímica? Com­
posición. Un poco descontrolado, desconcertado, perplejo an­
te tanta gravedad y ardor. La pompa, sí, pero lo pomposo... Él
no esperaba que su anhelo se cumpliese de modo tan dramá­
tico. Pero, en el fondo, contento, radiante por este añadido de
prosperidad. Él se deja ir, feliz, y tú te nutres con este sol, te
iluminas a tu vez. Él alza sus ojos sobre la reunión, la recoge
en su puño con uña sola mirada, y exclama con una sonrisa
bonachona para que todos lo escuchen: "¡Así que tengo un hi­
jo poeta! Esto es más que un regalo. Es una bendición. Un fa­
vor del cíelo... Tú estás tenso, listo para las lágrimas de reco­
nocimiento y para ías risas nerviosas, para las eyaculaciones
salvajes. En la cumbre dé la esperanza. Tu padre se cala las ga­
fas, sin prisa, domina su emoción. Sopesa el volumen, lo hus­
mea, revisa su encuademación. Las lágrimas del amanecer...
Las lágrimas del amanecer. Lo abre al azar, recorre algunas lí­
neas, se encoge un poco sobre él mismo, parece concentrarse
para paladear mejor el puro néctar de tu talento. Su mano
tiembla ligeramente. Da vuelta algunas páginas. Se detiene so­
breveste título que pronuncia en voz alta: "Una visita de Ve-
nus”>y encara la lectura con fuerza y cadencia:

La luna derramaba su ópalo de marfil


sobre los. arbustos, sobre los bancos y sobre m i alma, infantil
. cuando te vi, busto lechoso.;.

se interrumpe y vuelve hacia ti su rostro manifiestamente sa­


tisfecho: Este texto, hijo mío, me parece que encierra tantas
joyas, sus giros son tan delicados y su inspiración tan elevada,
que requiere una cierta soledad y recogimiento. Puesto que
me haces el honor de dedicármelo, mis amigos no se molesta-
rán por privarlos, al menos por ahora, del placer de saborear
estas maravillas y comprenderán, estoy seguro, que yo prefie­
rcr.C:?.IJ:lPªt'tírI9iPriµ1eroc9JJ,tif()i•$11J~.Thri.
ra compartirlo primero contigo en la intimidad y en la calma,
l.f\Rtfl.lcl~rnos
¡Aplaudamos ~a ~1.ll.~·1!.•.'ha,?lcrlcr·Isr~~
quien habla la lengua de ge.·.los dioses!” Y tú reci­
bes su vibrante apología bajo los aplausos unánimes. ¿Pero
97~
q1..l~'7§~
qué 1.···Vilir<rritrVfR9
Rpasa,
f~·~·1··q1Jericl?·•J\' 19gífthaj~xJp§'•ªI'
querido Py()pre•~PI1(~q.•ql1i7~.s.s.s.§f~\".}191'
pobre Yon? No quieres 1f~~······••Y•···
Descuchar
~.$1~pifi·•·····•••·•·•.>•>•·······•·••··•·•·•
i>·•·· . ··>•'·· ••. · . ·········~·~·········.
ni felici­ · .· -r.· · • • •·•· U

tfei9 n($s1····. r.i.·C:J.lIJ:lPlisJ-()~•,••·••r~· sI()g~p~····••·• ~~<(~q1..li?+f i$::f!µ~~e··~ t~,.·<···•·.·•·••····.···.········.····.·····


taciones) ni cumplidos, ni elogios. Ni siquiera saludas a la
IJ:1}1l~it1lq
multitud entusiasta ~ntµ_si<r§ta, de tu§>3.~~r1).qore7·••.J:It1yes
c17 tus admiradores. Huyes Cói1· con la l~ ff cabeza 8S?~,, ·. •. · · · ·
gffllf'dágriIJ:lfS<Sf1.l()s··9jp§?E)l):"izp·. . clesneshq·.9º.ii"~5 ar.9fti.¿i
gacha, lágrimas en los ojos, el rizo deshecho. Corres a refu­ · '
gi~rt7e1J.tµ_q1frtº·\t·1.l.?~····.J1a§J)Sl"cipiq9·
giarte en tu cuarto. Pues has percibido .• g)rftf]fJ:11$JJ,te;t~g_].l7 perfectamente, tú que
e§tf1?.~s~ piE:t1T§;clY'.lrr11'.19tf?\clp·tl.lgf~p;/q1J7.9ntre
estabas a menos de un metro de tu padre, que entre el el segun­seggn;1
cl.9 y 9lt97 f€JfY:)tso ff!Yó;l1JJ,····~sl9 ~1.l.E:··•.91??1 .sJ.l 113irad~; .?fl.lrt1r>•.·····
do y el tercer verso cayó un velo que opacó su mirada, c9 bruma, -. ·. · .· · ·.
n1..1ps;iJ:l1perf.SJ)ti1?~~,
nube imperceptible, So;r):lpri.\)I11)'.lªs.~ar(l'dfdr
sombra enmascarada de 1.lf1•·I)~rp<\clQ•Pl1~.··. un párpado pu­
clºrp~q ··•T_JPª·•··.~Rcr .•~.e.ac;7JJ,NP.l.lJJ,··.•.poc9.·•·11'.1~§'$ff .la·~·~se•.•clr•i§P····
doroso, Una arruga se acentuó un poco más en la base de su .
l1fl"Ítiiuna
nariz, una .•disc;yeta.pf1~clT·~····.a.~?1"8·••·r•B••~P.•·•ft~JJ,tr·il..11Ia..c-)?siia.Fiéí1l•
discreta palidez afloró en su frente, una oscilación
. ·tyI?é> sv.·••voz,·••.Míni111a..s••Yfl7~a.et?P-t:~···•••9-l1~·§4?.18%~;-p.e,rs(b~?~rt?)--
turbó su voz. Mínimas variaciones que sólo tú percibiste. Se­
ñ~I~s~údiss§ti?!t? ge,iia.•••11'.la.891' g9y7g<.:~gp..\flg·•'B.st$;. lq.s711t~§t·······. ·. ·. •· ·. ·. •· · •·. · ·. •.·
ñales indiscutibles de la mayor decepción. Lo viste, lo sentis­
te, lo sufriste: el desencanto, el oprobio. La más lacerante bo­
~r.Y 18}~.l1fi-i~te'
f¡;tfgf
fetada SI1 tll
en tu •"V' $1Íg$?.$11Sa.11tpi
vida, c1effl.111}l}?>4$
Bét' derrúmbe . de bonito s
1Q}:'I9Ri?'••1Jia.m~.~·~M~Fa.&-rrm.p
~ltu.J.· PP.JJ,f fpYf~t~castillo 119 ~~ de naipes, ~a.~J)S§,••··.· . . · · ·. ·.• .· · .·'· .· · ·. ·. · .· •.·
ncrpfra.gio;iDr§.gyªf.~.a,.• . {~VP9a..sié)JJ,, • . clegrfc1i:lS~6:I1·
naufragio. Desgracia, revocación, degradación. Definitivas. B~~n~~\~?i····
¡§Lcle..~conci
¡El desconcierto e,I"tc1j atitU..•·.J?a.cl~e·!ilJ
de tu padre! Un 0·•·•· . cuarto
suªl"t?ic1~s~~nag,•.x:1~w~
de segundo, veinte .
ªÍlº§ hUrididos .•.•.·;-y.1p• . (17113ás.lJlo·•lia.sifPIJ],Pr,;ryc1ic1o.• Lastimado,
años hundidos. ¡Y lo demás! Lo has comprendido. Lasti11'.la.c1P;
tPiRªt1rr·.~~igidq;fteryacl9l'ºFla.bea.ta.riesrra.aae·
tu padre, afligido, aterrado por la beata necedad de . tu tu•r€Jté)fi~·•
retóri­
(;ª·\.f\ve7goryza.q()>POJ; ese•·•.·.éryf~i§>hil!cha.clº' p9r· ese J)crt?ps·. · .
is~n
ca. Avergonzado por ese énfasis hinchado, por ese pathos
ffssia.ªº·••·.·.···Pºr.
afectado, por e.s.;t<g.retrnsié)rJ./Rº!lY§s.ª11t:·•
esa pretensión pontificante, Y Y.t~ deyolyi(), sin
te • .• devolvió,
qgeff:t'io,.·· . el•ef.()··.•Fi1)'.lb9ff1B.fl}tey.<lIJlpulos9. •.•·•I11~fSit)I1••···~a.JiIJJ,!3,-
quererlo, el eco rimbombante y ampuloso. Inflación, galima­
tfa.s1~.argari§11'.l?;•·.e.sp·. T~•···~º••9-1..l?élp7.11só.··•• Bcrstó•.•.con_• dps•X<TfsPe·····••·
tías, gargarismo; eso es lo que él pensó. Bastó con dos versos.
st fC:a.l)<5kl}pnga.•·.·se~áspoeta; 111.l..!lfa. se:r~s 1l~clª á~t¡S $ge ojos.
Se acabó; nunca serás poeta, nunca serás nada ante sus ()jQr·. ·. · .:
]11•·.••1lºsel"~s'
Tú no sérás.•··•.l_,Q~.a.B~·~·•···•·\%fsi.eII1J>l"r·••·•É,l•··~.fBr.ºtl'
Lo sabes. Para siempre. Él sabe otra cosa. ª ic?s~;~Fa.P•··Gran ·. ·. .
s9.íiC1r-··••prípcip7
señor, principe de ~sla.?
las g9~ge9ia_sva!llod7la
peripecias, amo de la situación, sitl1fciÓ1!·~ºJJ,.1Jon;.•• con bon­ · ·. · • · ·
1a.cirt~c:tos . ~ºl}()r•119. ·•·113<:t§tré>ea,ga.•·ªe•··•§1.1·•circ:epsicf>n,/~ª·cl.isi~.
dad, tacto y honor, no mostró nada de su decepción. La disi­
U'1Pt8 aB.telosoJc¡ric19tp<lgf yacle,U'lá?,><.Cºrrt.lrra.ge ts.fs ?a~a-
muló ante los ojos de todos y además, con una de esas haza­
·~ª.s/. ~ueef<l~i ~a?it~~7s?rl1\~l1 ~º!"l?igL!iP \il1.clt1so saJyfF<~~··•
ñas que eran habituales en él, consiguió incluso salvar tu ·. ·. · ·.
texto. Al interrumpirse justo a tiempo, creó misterio, lo im­
t74!9····A1iil"l1$1'
prT~ó.de,pr9ÍllJ'
pregnó de profundidad, 1!l~i11.J?i7s.e·•·j~s]o<a.tÚeff1p9>•·5rs?••·•rnist.efió;I9iiip00·
lcli~ac1;!q••~&ªltó·.••·Te,>h_izpg~s.crl"iPgtpo~~·~•··t~~·\·'
lo realzó. Te hizo pasar por poeta. ·•··.················
¡Te .· · • · ·. · · · · · .· · · .· · ·
h.i'l()iRª$~··11p.J?tr~~t~f~if17.r.JJ.t~)+sxist7\·•·.91
hizo pasar por!
creación el~
¿Te das cuenta? ¿Viste el malabarismo .ll"la.~mP~~f*<>PDi@7.<····
origi­
11f~R
nal? I_,aLa crea_c;:1§11 de 1.lB 10~~~9; 1?1
un mundo, la gpse, pose del grl cl~~grgY·'
decoró... i¡Te salvó
aª·B&~fY
pesar •. de de,~1Jsclr~~lµ.~tS>n!;l_,$;g9p7s•·t Todó,<~······.c
su desilusión! Le debes todo. Todo. Y, créeme, no
hasterminadcide
has terminado de pagarlo. · fo/·Mertisteil'
Vertiste lágrimas esa noche. Hasta
el amanecer. Lágrimas estériles. Hasta el tiro de gracia. En la
mañana que siguió a la fiesta, tú padre entró en la habitación,
te cogió por el hombro, té apretó contra él. Quedó en silenció
por algunos segundos. Después,, con una suavidad infinita, te
preguntó: "En el fondo, hijo mío, ¿qué oficio piensas tener
cuando acabes tus estudios?" ¡Qué ofició! Todo estaba dicho,
consumado. Fin del vuelo de ícaro. Pero yo, Yon, yo no cuen­
to ya con nada. No tengo ni bondad, ni paciencia, ni tacto.
Tengo los ojos secos, el corazón helado, la cabeza inflamada.
He olvidado la esperanza, he destruido los ensalmos, he roto
los espejismos. He renegado de los dogmas, las creencias y las
supersticiones. Refuto toda prueba, recuso toda promesa, re­
húso toda rendición de cuentas. Ya no doy crédito. Liquido,
depuro, clausuro. Devuelvo los saldos. A cuenta del destinata­
rio. Y concluyo con esta remesa:

La lima derramaba su ópalo de marfil


Sobre los arbustos, sóbre los bancos y sobre m i alma infantil,
Cuando.le vi, busto lechoso... q u e s o c o n p e r e j il ! .

¡Esto va por mi cuenta!


[Desinflado, apabullado, aplastado, el Yon! Alfilereado como
un insecto y expuesto bajo un cristal. Con etiqueta caligrafia­
da. Sin réplica, maldito, expulsado de su sueño adolescente.
Saqueado en su am or por su amor. ¡Qué destitución! [Qué
hundimiento! Hecho pedazos. Cuento, fábula, novela... Mito-
manía, teogonia, tiranía. Erotomanía. Ignominia. Demolida la
decoración. Puesto al desnudo. Aniquilado: El personaje. El
rizo de Valéry. Tan sólo el rizó. Sus grandes discursos. Y sus
grandes principios. Y su amor extremó. Ejecutado bájo los sil­
bidos y los abucheos. Desguarnecido, agonizado, fracasado.
Acabado, acabado. Té lo dices y te lorepites. Mas, ¿por qué es­
ta necesidad de repetírtelo, de repasar la escena, de releer las
réplicas? ¿Goza el señor? [Qué triunfo!... ¿Triunfo de quién?
¿El señor hace el tonto? Muy bien. En tal caso, demostración
por a + b. Con bocados de amargura en el postre. [Ah!, las
grandes tiradas, la elocuencia, el poder y lo gris de las pala­
bras... ¿Dónde aprendió el señor esta funesta satisfacción? ¿Y
después qué? ¿Resultado? Liberado de las caricias equívocas,
de los abrazos apasionados, de los mimos y de los arrumacos
de las siete menos cuarto. De acuerdo. El cuerpo a salvo. Sí.
No volverá a frotarse, ño se embriagará más con sus pellizcos
desenfrenados, no se enrollará más sobre el pollito. Ya ño se
atreverá. Seguro contra todo riesgo. Por tanto, salvado el se­
xo, preservado de aquí en adelanté de una caricia más o me­
nos premeditada. De una odiosa manipulación. De una polu­
ción ordeñada por la mano de Yon, consentimiento arrancado
con paciencia o brutal violación. Con estupor por el espasmo,
chorro pegajoso, dedos pringosos; manchas por todas partes y
pañuelo para limpiarlas. Bombeo, succión, extracción y luego
lágrimas, [Vamos, basta! Bía-bla. La confesión, señor, ¡la con­
fesión' Confíteor: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandí­
sima culpa." Y los tres golpes en el pecho. Y recordar la lec­
ción, la lista de las cosas prohibidas. Archiprohibidas. Pensa­
mientos o deseos impuros provocados voluntariamente en
uno mismo o en otro. Ensueños malsanos; Conversaciones in­
convenientes. Canciones obscenas. Lecturas o espectáculos
inmorales. Aseos con manoseos. Coqueteos peligrosos. Acer­
camientos o familiaridades culpables. Bailes lascivos. Toque-
teos indecentes. Acciones contrarias a la castidad, solo o con
otros. Etc. ¡Bravo! El señor viene de una escuela bien. No ha
olvidado nada; ¡Excelente alumno! ¡Y bien!, confesión inme­
diata. A quien quiera oír estas pequeñas pestilencias, estas
.· •· ·• ·• ·• ·• ·.• · •· .• .·<{/(, Al señor le encanta
complacencias deplorables,blesJT
asustarse al recorrer, este pensamiento
en sus menores detalles. Le encanta. Tanto más cuanto que
ahora está libre para entregarse a él sin límites. Para revolcar­
se. Es apenas un pensamiento, ¿verdad, señor? Tan sólo un
pequeño pensamiento. Y el señor no puede resistir, nunca pu­
do resistir a la atracción de sus pensamientos, a su oscuro en­
cadenamiento, a sus infinitas variantes. El señor se alimenta,
se nutre con pensamientos. Sus entrevistas privadas. Su vida.
·• t~
.• .•. • • •.• .• <.• . ·ii.•.· · •.·• . ·•.•· . En especial e§~~fi~l(l<i1 g~As~iW~~~Os.• .· tturbios,
los pensamientos ~rbiÓ~>IT1~1s~~6$,\~$(;anJ,alo-·
malsanos, escandalo­· · · /
.· • . · ·•· .• ·•. · .• •. · • •. • . ·•· • · .• •. <so.~'·• ~s9s. •. (I1Jrl~ rstre~~~et'l1.· 19.· .trasto?1ªl1,J9.
sos. Esos que lo estremecen, lo trastornan, losat:U~ert
sacuden..•<-yon Yon el el
i •. •.· )·· · · · · .· .• ·•· • .• · .· ',•·. · · {l_!l?. amante... ¿Y por qué no también en su boca? ¡Ah! El señor
3flteredora
.. , ¿")5·· ·~yCW·sobredora.
·ql1é)i1p•tani1Jién .• e11..s1J ~ºf;l?·ii )\.~1•.·saboreado
· El • . ?eñpr
· · ·•~qprfl,r~qci:r~Y adora,
\ .i i.: ·• · • · · • . ·.• pór la lengua deRº?rt48:r~· · 'f I~ro1~9>
Tu pito aspirado,
upitp~s.pir~~º' lamido,
?ábpre~~P
•· · · · ·• · ·. •· . •.· •.· .• ·.• · .· ·iJ)CJJ7laJé?g~. ?.••4~.1Yon'811~~~(lJ;Gient1()se. G9~qp~··réi:'#ltj(tme.go.~l)•· · · .• · ·
retorciéndose como un reptil húmedo en
torno a su presa, paladeándola, excitándola, inundándola con
su saliva, y tú, amigo mío, crucificado por uña turbación ex­
traña, paralizado por el abuso sin límite, imaginando tu pene
apretado entre sus dos carrillos ahuecados por la fiebre, na­
dando en su aliento y en sus caries. Debía ser mamado. Debía
ser mamado por Yon el amante. ¡Ah! ¡ése es u n bonito pensa­
miento! Intenso, escabroso, embriagador. Que tiene cuerpo,
tanino y aroma. La savia del soliloquio. Fuerza mayor. El se­
ñor pierde la cabeza, entra en efervescencia. Se regala trances.
Se arroja en bajezas imaginarias. Compone los cuadros de su
infamia. Delitos,: pecados, tabúes. Suciedades, desvergüenzas.
Desarreglos. El señor se deleita en secreto consigo mismo. Fe­
brilidad del placer, ebriedad de lo bochornoso, voluptuosidad
del remordimiento. Delicias, dolores, sabores. Sacudimientos.
Yon el amante. Aún. Rechazado en él exterior. Barrera inter­
puesta, alambres de púas, minas, miradores, stop. Pero vol­
viendo, más presente que nunca, sin horario ni ritual estable­
cido, desde el interior, desde el fondo del monólogo^ espíritu
de los pantanos del pensamiento. Yon el amante del interior.
Para siempre, mi buen amigo. He ahí tú victoria, estúpido. Tu
bairo, tú fango, tu alma. Tú triunfo: pensar, pensar, pensar. Pe­
queña dicha malsana. Obligación, servidumbre, sanción. Pes­
te. Piensa. ¡Anda! ¡Piensa! Lo único que esperas: un nuevo
pensamiento. Pensamiento que Yon. Y más. Ejemplos. Ño los
cosquilieos furtivos en la punta de los pechos, no el roce fur­
tivo en el escroto, no la extracción subrepticia del esperma del
varoncito apenas púber llamado hijo. Tampoco apropiación
del orificio posterior del pollito tan adorado. ¡Piensa! Ño esa
penetración terrible, pavorosa. ¡Ah! ¡La palabra!, él pánico ex­
tremo. Como explica un diccionario: “penetrar: entrar profun­
damente pasando a través de los obstáculos interpuestos”.
Una tesis, esta definición. Penetración. ¡Más aún!... Penetra­
ción física. Del cuerpo, amigo mío, del cuerpo. Siempre .se
vuelve a él, El último bastión del alma, el corazón del ser .0
tan sólo su imagen... ¿Qué diferencia? Si se toca la imagen,
¿se profana la cosa, se destituye el símbolo, se modifica lo
real? Aquí tenemos otra excelente sugerencia para ser pensa­
da, señor. ¡Bravo! Algo para ocuparle la mente por un buen
tiempo.
Yon no penetrará el cuerpo de Flac. Pero justamente así,
por este giro de los acontecimientos o, con mayor precisión,
por la puesta en marcha de esta fórmula, gracias a la cual Flac
puntuaba la rotación de sus relaciones, tenía lugar la transfor­
mación más siniestra, la inversión más maligna, la retorsión
más pérfida. Él lo sabía y nada podía hacer. Mientras más lo
sabía menos podía, Flac comprobaba; al tiempo que su cuer­
po se cerraba, se sustraía, marcado por la prohibición, a las
maniobras de Yon, su pensamiento se expandía sin límites. El
pensamiento de que Yon penetre en él, el pensamiento “pene­
tración”, era de por sí penetrante. Flac era penetrado total­
mente por él. Peor: él se penetraba a sí mismo a cada instan­
te, con cada- pensamiento. De modo que el pensamiento
conjurado tan a menudo con horror, el pensamiento-amena­
za, el pensamiento-ultimátum, lejos de ser anulado se eoníun-
día cada vez más corría fuente de todo pensamiento. Es por el
constante asedio de Yon, que lo había penetrado en el pensa­
miento, p o r el pensamiento, que Flac había temido con tanta
fuerza que lo penetrase físicamente. Su temor era la confirma­
ción misma de lo que él había creído qué era su objeto. Su de­
finición. Su esencia última. Su axioma; un pensamiento, pe­
netra; Un pensamiento es un Yon. Y recíprocamente. Algo que
se instala a domicilio. Cuando se le descubre ya es demasiado
tarde; Está incrustado. Habita y no se muda. Lo sigue a todas
partes, no lo deja. ¿Se creería que se Va? No; se esconde, se en­
mascara, se disfraza. Y lo llama. ¿Querría usted darle la espal­
da? En el instante de darse vuelta él ya está parado delante su­
yo, bromeando, gesticulando, burlándose; Se mofa, chancea,
se pitorrea. Estribillo, ritornelo, zumbido. Parásito. Pensa­
miento de penetración. Penetración de pensamiento. Vaya
uñó á saber por dónde entra, cómo se insinúa, se escurre en­
tre las palabras, se desliza bajo lina expresión anodina, apro­
vecha una pausa, un intervalo, un intersticio para atosigarle el
espíritu con su farsa indigesta. Se impone. Se imprime. Uná
verdadera cochinada. Y puesto que pensar que el pensamien­
to penetra es ya y siempre penetrarse con él, se le pregunta de
huevo: Y bien, señor, ¿resultado? Por favor, ¿por dónde es la
salida? Arrinconado, ¿verdad? ¡Como una rata! Una rata del
pensamiento. Del pensamiento de Yon. Del pensamiento qüe
Yon. Entonces, ¡imbécil! ¿Quién triunfa al final de cuentas?
¿Quién? Yon y siempre Yon. ¡Vaya!, ¡aplausos, sujeción, reco­
nocimiento de deuda! ¡Herencia, amigo mío, herencia! Su fir­
ma, rápido, allí, abajo de la página, precedida por la cláusula
manuscrita: 'leído y aprobado", "Yo, el abajo firmante; Flac,
declaro deber a Yon la suma total e inestimable de todos mis
pensamientos." Timbrado. Puesto en acta. Notariado. Y un
poco de Orgullo, amigo mío, de sentimiento, de entusiasmo.
Ahora tiene usted un padre, un padre. ¡Hay que celebrarlo!
Eso no pasa todos los días. ¡Aleluya, júbilo, hosana! Desde el
fondo del corazón, por favor. Según las formas reglamenta­
rías, consagradas y sinceras. Pronuncie la palabra, joven, llá­
melo "papá”. Con convicción. No de cualquier modo. ¡Aten­
ción! Ño basta con explicitar él pensamiento innoble,
penetración, etc., no basta con decir la palabra, con proferir­
la. ¡Ah! ¡No! Ha sido tiempo perdido y vuelve con más fuerza,
una invasión masiva por caminos desviados Por enfermeda­
des del cuerpo, si fuese necesario, por colonización de células,
por ataques de órganos: Hasta la invasión, capitulación, ani­
quilación. El señor debería.saber, por lo menos, que la medi­
cina no es más qué el recipiente de lo impensable o del recha­
zo a pensar; la cirugía, una censura que corta en lo vivo poí­
no poder cortar en el texto. Un pensamiento no se elimina así
como así, a la ligera, descuidadamente, como un desecho.
Eres tú el desecho del pensamiento y no a la inversa. Sobre to­
do del pensamiento atroz, infáme, intolerable. No es broma.
No huyas o tendrás que lamentarlo. Yon él amante, por siem­
pre. Es el porvenir. Más que nunca. Inútil negarlo, rechazarlo,
desmentirlo. Tienes que adoptar este pensamiento horrible;
repugnante, execrado. Hacerlo tuyo. Reconocerlo como parte
de tu vida. La más original y la más esencial Que tu lo amas.
Sí; amarás este pensamiento. Lo modelarás, lo esculpirás, lo pu­
lirás . Hasta convertirlo en obra Luya. Del original hasta lo ori­
ginal. No hay escapatoria.
. A veces, señor; es posible defenderse contra un cuer po, nun­
ca contra ün pensamiento. Especialmente cuando sé trata del
pensamiento que no ha de pensarse, ese que uno quem a bo­
rrar, extirpar, exterminar. El pensamiento principal. El éngen-
drador. El tormento de cada instante. El inevitable. El necesa­
rio. El que uno termina por descubrir que nó puede vivir sin
él. Pues para borrarlo, hay que leerlo. Y leerlo es verificar has­
ta el infinito que está escrito, que se escribe, que no cesa de es­
cribirse. Es el giro misterioso que lleva, sin ínterriipción, del
horror a la captura consentida, del asco a la fascinación, de la
honra al envilecimiento. Uno recuerda el pensamiento maldi­
to, anticipa sú aparición, la provoca. Sé quieren conocer todas
las variantes, todas las ramificaciones, todos los disfraces. Se
comienza por defenderse de él con indignación, se busca pro­
tección; amparo. Se continúan explorando todas las posibles
configuraciones. Se .quiere prever; corriprender; uno se vuelve
curioso. Al fin hay que reconocerse cautivo. Es uno mismo
quien sostiene y suscita la emoción perturbadora que él en­
gendra, quien reclama las cadenas, quien lleva el grillete como
un tesoro, quien goza de las heridas qué soporta. Yon él aman­
te, el pensamiento incomparable, sin freno, sin límite. Yon el
amante. Tú creías derrocarlo y lo coronabas, pensabas bu mi-
liarlo y lo realzabas, estabas convencido de insultarlo y pro­
nunciabas las palabras que le daban albergue. Sus palabras,
su arte del discursp, su sentido de la composición: el de él, el
tuyo. El vuestro. Comunes. Retórica, pose, mímica; análisis,
explicación, escarnio. ¡Penetración! El mecanismo de sus ra­
rezas, su manía de confrontarte con lo insoluble, su exhibi­
ción confesada de lo falso, su pasión inquietánte, sus juegos,
sus ojos, su incoherencia, su enigma, su deseo nebuloso, todo
en él tendía siempre hacia lo mismo; asegurarse de que tú
piensas. Hacerte pensar. Darte a pensar Sin sosiego.
¡Bien!, amigo, mío, ¿qué puedes hacer ahora sino llevar a
su culminación la intrusión de ese deseo? Y justo en el mo­
mento en que pretendes liberarte de é l Piensas en un pensa­
miento que te emanciparía de la incitación a pensar... ¡Pene­
tración, penetración! Por otra parte, el propio Yon ya había
previsto este pensamiento. Lo había inducido y te había dado
a la vez el gusto y la náusea de pensarlo. ¿Acaso no fue él
quien, desde los cinco años, te había literalmente martillado
los tímpanos con su paradoja del pensamiento? "Tú piensas,
Flac;.. ¿Estás de acuerdo? Te pasa, ¿verdad? Bueno. Por lo
tanto, tú piensas que piensas, ¿me sigues?:.. Y, si te das cuen­
ta de esto, entonces tú piensas que piensas que piensas....
¿No? Reflexiona bien. Piensas que piensas que piensas. ¿Lo
ves? Y ahora, ¡abracadabra!, vas a descubrir una cosa ex­
traordinaria. Escucha bien. Te voy a hacer una pregunta. No
tienes que contestarme de inmediato. Tienes toda la vida pa­
ra. dar con la respuesta. ¿Te parece que se puede llegar, por el
pensamiento, a captar el instante en que piensas que piensas
que piensas que piensas? El nivel cuatro, Flac. ¡El nivel cua­
tro! Pensar que piensas que piensas que piensas... Yo no lo
consigo. ¿Y tú?' ¿Y tú, eh?, parricida barato, asesino de ope­
reta, marioneta del pensamiento de Yon. Te habías imagina­
do que acabarías con Yon pero nunca saliste del círculo que
él trazó alrededor tuyo. Encerrado. Secuestrado. Programa­
do. El universo curvo. El infinito. El irrebasáble teorema del
continuo. Pensar, pensar, pensar. El origen, la esencia y los fi­
nes últimos. El engendramiento, ío inimaginable, el término
inaprehensible. El cardinal del transfinito. El Padre, final­
mente, con\ P mayúscula. La trampa mayúscula. ¡Penetra­
ción, penetración, penetración! ¡Y sí, señor! Es así como se
adquiere un padre, Justo en el momento en que uno piensa li­
quidarlo, cuando cree borrarlo: La huella de la goma en el
texto, no hay mejor definición. El padre nace del parricidio.
¡Trivialidad, señor! Trivialidad sobre la cual Yon mismo, úna
vez más, Yon, Yon, Yon, se había tomado la molestia de lla­
marle la atención desde la más tierna edad. ¿Qué quería él, en
el fondo, que usted pensase? En el fondo del fondo. El pensa­
miento más esencial para él, el hilo rojo, el alfa y el omega.
¿Se acuerda el señor? ¿Cómo podría haberlo olvidado?... Edi-
po interrogando a la esfinge. Edipo rey. Y los comentarios
inagotables, exaltados, con un arrebato casi obsceno, sobre
DostoievskL "Los hermanos Karamazov, soy yo.” Y la escena
entre todas las escenas, cuántas veces repetida y remedada,
con entonación y espectacularidad, el grandioso, estupefa­
ciente, gravísimo: "¡Tú también, hijo mío!” de César apuñala­
do por Bruto, su hijo. Éste es el punto, más bien, el blanco.
No el nivel cuatro; el nivel cero. Desde siempre, Yon te lo ha­
bía indicado de mil maneras, siempre con la misma fogosi­
dad: él esperaba, pretendía, invocaba el parricidio. Se entre­
gaba por adelantado al puñal que él mismo se afanaba en
afilar y poner en tus manos. Que él pudiese a su vez decir, ex­
clamar con el acento más auténtico, al término de una esce­
na por fin verídica, verdadera de verdad: ' ¡Tú también, hijo
mío!” Condición absoluta para reconocerse como padre. Jus­
to en el instante del último suspiro, de la última palabra. Pa­
dre expirante. ¡Mátame! ¡Mátame! ¡Traicióname! Nunca cesó
de decírtelo, de exhortarte, de provocarte. Y, con eso, te qui­
tó para siempre la posibilidad. Se te adelantó, Te cerró la sa­
lida. Te despojó del pensamiento contrapensamiento. El pen­
samiento del fin, el pensamiento de la partida. La salvación.
¿Conclusión? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo liberarse de una vez por
todas? Expulsarlo! Salir. Evadirse. Vivir, señor, vivir. ¿Matarlo
dos veces? Pero no dos veces la misma vez. Una segunda vez
que anularía incluso a la primera. Un punto final que te permi­
tiría pensar sin que automáticamente surgiese otro pensamien­
to. Pensamiento-comentario, pensamiento-crítica, pensamien­
to-acusación. Que te conduce de nuevo a tu celda, que te
muestra que sólo, piensas dentro del círculo del pensamiento de
Yon, que eres su juguete, su robot, su invención. Matarlo dos
veces, ¿qué quiere decir? ¡Contesta!, señor. Amigo mío. Eslúpi-
115
do. Cobarde. Pasmado, Etc.; etc. Interrupciones, inteipélació-
nes, intimaciones. Mandamientos, conminaciones, prescripcio­
nes. Imperativos. ¡Obedezca! ¡A sus órdenes! ¡Ño discuta! ¡Dis­
cuta! ¡Piense! ¡Piense! Sin tregua, sin paz, sin descansó.
Escucha tus voces, súfrelas, repítelas. Palabra a palabra. Pun­
tó a, Escande. Baila. Tus voces de pensamiento. Tus voces que se
encarnizan. Que te acosan, te acusan y te recusan. Piensa y
piensa que piensas. El pensamiento del pensamiento que... El
pensamiento que el pensamiento de. El pensamiento del pensa­
miento déi pensamiento. El pensamiento de que hay que cesar
de pensar. Que hay que cesar dé pensar que hay que cesar...
¡Que eso cese! ¡Que eso cese! ¡Que se hunda! Hasta el fondo. En
seco. A saco. Y ya. ¡Ya! ■
Todo cae; En cascada. Frases, locuciones, conjunciones.
Las palabras. Las palabras altisonantes/las palabrotas, las pa­
labras clavé. La palabra por palabra. La palabra completa. La
última palabra: La palabrá final. Las palabras, las palabras,
las palabras. Las palapalabras. Enjambres, tentáculos, póli­
pos. Espectros, vampiros, tumores. Pacas, bloques, rocas.
¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vayan! ¡Salgan! Partículas, átomos, polvos.
¡Fisión! ¡Extinción! ¡Fin! Vacío. Vacío... ¿ Vacío qué? Nada va­
cío, vacío nada, vacío cero. ¡Atención! Vacío quiere decir. Va­
cío dice. El pensamiento dél vacío. El vacío del pensamiento.
El vacío habla, charla, diserta. Matiz. Se interroga sobre su
naturaleza de vacío. Vacío está colmado de ideas sobre el va­
cío. Lo nó dicho no decible que debe de todos modos decirse.
Que no cesa de decirse, que no cesa de no decirse. Dicho. No
en las palabras. Entré. Palabras para vacío entre. Sonidos pa­
ra hacér silencio. Dicho resuena, se imprime, se graba. Decir
queda silencioso. ¡Que sé diga! Big-bang mudo del lenguaje.
Qué se diga. Punto. La tonada dél Paraíso de Dante, "'Tal es el
geómetra dedicado por enteró a medir el círculo y que, pen­
sando, no puede encontrar el principio que falta." Y cómo la
imagen se enlaza con el círculo. Y qué es el círculo sin lá ima­
gen del círculo. El círculo. Él círculo del círculo. La palabra
vacía del vacío. ¡Llállala! ¡Escríbela! ¡Hazla existir! Bramido
disonante, sirena de alarma de la mañana, de la noche y del
día. Vértigo al acecho de cada instante. Flac se despierta en ¿1
torbellino del universo de las palabras. Se golpea con las pa­
redes, arranca, se arranca. Agitado; alborotado, aventado por
las explosiones de pensamientos, las gavillas de frases, las cre­
pitaciones de apostrofes. Terror y rabia, desamparo y crimen,
caos, confusión, perdición. Atravesado por e! gemido del fon­
do de los tiempos. Lleno hasta el tope por el vagido del espan­
to de nacer. Sacudido, sofocado, propulsado. Pequeño ser ■ge­
latinoso, deyección del moco placentario, evacuado en el
horror humano. Rana tumefacta entregada a las pujas de la pa­
labra. Graznido de los pájaros de la mañana. Resonancia de
palabras aún informes, clamor de un crimen original cuya
sangre se sigue derramando, no perdonada, imperdonable pa­
ra siempre. Irrupción desgarrante del shofar en el Iom Kipur.
Quiebra en el orden del mundo. Fisura de la palabra. Grieta
en el muro del lenguaje. Por la que se desliza una voz terrible
que desvasta el universo de la lengua, Y entonces, nítida, cer­
tera, con una evidencia deslumbrante, aparición brusca de
Godin. El padre Godin.
¿Qué venía a hacer en la memoria de Flac,: grabada, indele­
ble, inmaculada, esta imagen del padre Godin? Imagen que
retomaba en los momentos más confusos, opresivos, panta­
nosos. No una reminiscencia, sino una visión de pocos segun­
dos, más presente que el tiempo presente. Nimbada por una
claridad fosforescente. Sueño, espejismo o milagro, rayo pro­
digioso, reflejo lunar que iluminaba la sombra densa de un Go-
ya, fanal alucinado en la borrasca, fulgor misterioso de un de­
secho de Dios. ¡Eso! Godin... Por .más acostumbrado que
estuviese, Flac no podía impedir el ser arrastrado por esa apa­
rición. De golpe, estaba frente a él, inmóvil, inexpresivo, bpea
y ojos cerrados en un extraño halo. Fijo. Inmutable. Exacto.
¿Por qué Godin, ese personaje mediocre, vulgar y efímero>cu­
yo recuerdo se confundía en Flac con la indefinible opresión
que había padecido en los primeros años de colegio? Casi ena­
no el Godin, redondito, sotana como globo de la que sobresa­
lían dos manos demasiado cortas, con dedos rechonchos y,
por encima de la triple papada que ocultaba el cuello romano,
Una cabeza en forma de pera. Cráneo calvo y estrecho, frente
obstinada, cachetes inflados de trompetista, siempre mal ra­
surados, ardiendo por un penoso acné rojizo. Y todo adorna­
do por una narizota carmesí, ninguna otra palabra para desig­
nar ese pedazo de carne groseramente achatado en jeta, y dos
enormes orejas de bordes azulados, de las que brotaban ma­

lí?
tórrales de pelos blancos. Los ojos enganchados a flor de ce­
jas. Un iris azul pálido intentando animar, con una supuesta
mirada, las conjuntivas siempre inyectadas, surcadas por vé­
nulas violetas. El conjunto insuflaba una estupidez densa que
el personaje agravaba perpetuamente desdé el instante en que
abría la boca. Para dar a sus futuros alumnos dé primera co­
munión la dosis cotidiana de crétinización absoluta que era el
curso de catecismo, el Creador titubeó, y era como si Sü ma­
no hubiese querido, arrepintiéndose en el último momento,
modelar una forma humana a partir de un primer esbozo de
verraco de chiquero. De su pocilga original, el padre Godin
había conservado también la intensa fetidez que atravesaba
tercamente la sotana polvorienta con su olor a humedad y con
aromas aún más ácidos y más picantes; mezcla de orina y de
vino rancio sazonado con unas hojas de mirra. Del catecismo,
del cual había olvidado hasta el último de los artículos, Flac
había conservado en primer término el recuerdo de una prue­
ba estética y olfativa, mortificación primordial a la que se so­
metía con la mayor de las repugnancias, temiendo cada ma­
ñana el momento en que Godin iría, según su costumbre, a
apoyarse con sus dos patas sobre la orilla de su pupitre, incli­
narse hacia él, imponerle la presencia de su animalidad he­
dionda e interrogarlo con una voz débil pero con suficiente
aliento como para inundarlo con su fetidez; Había qúe recitar
de memoria los párrafos del catecismo que Godin había repe­
tido el día anterior, pasar la prueba de que su joven cerebro,
con las células ya anegadas por las vesanías de la madre y por
los discursos de Yon, se había empapado tan bien con los ar­
tículos del dogma que, una vez impresos en él, llegaban a con­
fundirse con su propia palabra; letanía maquinal que se de­
sencadenaba con una mínima consigna y que bastaba para
provocar el anonadamiento automático. Al asco físico que le
inspiraba Godin se agregaban la aversión que Flac había sen­
tido desde la primera lección por la estupidez infinita del con­
tenido del catecismo y la perplejidad a menudo horrorizada
que le producían los relatos edificantes mediante los cuales el
instructor comentaba sü enseñanza y buscaba cautivar a su
auditorio. Historia de la pasión de Cristo, estaciones en el ca­
mino del calvario, recorrido estremecedor que culminaba en
la descripción minuciosa de la escena de la crucifixión. El fin
perseguido en este suplicio de la cmcífixión, recordaba Godin
en todo momento, no era el de dejar morir inmediatamente al
condenado, sino el de acumular el máximo de sufrimiento
provocándole una muerte lenta; Muy lenta, insistía1él, lo más
lenta posible... Hundía la mano en el bolsillo de su sotana, la
sacaba con el puño visiblemente apretado y lo abría de golpe,
bajo los ojos desorbitados del alumno escogido, exhibiendo
un enorme clavo negro de cabeza cuadrada que sacudía bajo
sú nariz machacando con su vocecilla aguda: “¡Recuerde todo
lo que el Señor sufrió por amor a usted!" Y todos en coro de­
bían repetir, emocionados por la visión del enorme punzón,
“oh, dulzura de está madera, dulzura de estos clavos, dulzura
de este peso que sostienen, ¡aleluya!” Flac recordaba también
los relatos entusiastas, acompañados de ilustraciones con
imágenes, de reproducciones de cuádros y de esculturas, de
las refinadas mortificaciones qué las figuras veneradas por la
Iglesia, “nuestra Santa Madre Iglesia", imponían a sus cuer-
pos, y dé los martirios atroces que habían sufrido gozosamen­
te los Santos, que las almas jóvenes, hipnotizadas por la varia­
ción infinita de los suplicios, deberían tomar como modelo. El
lenguaje de la cruz es locura para aquellos que se pierden, su­
surraba Godin, pero para aquellos que se salvan, para noso­
tros, es una potencia divina, un éxtasis, una gracia. Pues está
escrito: yo destruiré la sabiduría de los sabios, yO aniquilaré la
inteligencia de los inteligentes. Y concluía su tirada fijando a
Flac con una pupila que pretendía ser tan punzante como ün
instrumento de tortura, Flac no parpadeaba. Sostenía la mira­
da de Godin, tanto pór curiosidad como por desafío. Concién-
te ya del contrasté qüe separaba definitivamente la compleji­
dad de sus laberintos interiores y la tonta simplicidad de su
preceptor^ él pensaba: ¡sigue tratando de anularme, barrilito
estúpido! Y se preguntaba cuál era el sentido de esos cuentos
macabros, qúé fin perseguía Godin, con qué rimaba esta reli­
gión, qué queríá de él este Dios omnipotente del que oía ha­
blar por primera vez. ¿Era en verdad necesario poner una pie­
dra en el zapato, caminar con los pies desnudos sobre la niéVe,
llevar un cilicio de alambre bajo la camisa, estrangularse la
cintura con un cordel anudado, beber los escupitajos dé un tu­
berculoso, besar las llagas de los leprosos, hacerse arrancar
uno tras otro los dedos dé las manos y de los pies exclamando

119
veinte veces; ¡Gracias Señor por tocias.tus bienaventuranzas!”
para merecer el interés de ese Padre cuyo infinito amor era
tan celebrado por Godin?
Inundado por los tormentos, los suplicios y los calvarios.,
Flac no permanecía sin embargo insensible a la extraña pertur­
bación, a la exquisita sacudida voluptuosa que estos relatos
suscitaban insidiosamente. Sobre todo cuando el padre Godin
le daba, como tarea, la de colorear el dibujo de esas escenas
edificantes impresas en hojas mimeografiadas. Crucifixiones,
flagelaciones, degollamientos, hogueras y ahorcamientos.
Cuerpos desmembrados, empalados, descuartizados, mutila­
dos, acribillados con flechas o lamidos por las llamas cuyos
tormentos espantosos destacaban los pectorales, atléticos, los
muslos finos y musculosos, los vientres desnudados hasta el lí­
mite del pudor, los pechos juveniles que perdían su pezón gra­
cias a una pequeña y oportuna llama en forma de arabesco. La
imagen infernal del masoquismo cristiano difundía un erotis­
mo solapado y poderoso en el cual Flac descubría una incita­
ción para cultivar sus ensueños solitarios, sus pensamientos
vengativos, sus soliloquios asesinos, su anhelo de hecatombes,
sus ejecuciones, sus matanzas, sus devastaciones, su apetito de
conmociones violentas. Precipitado de un día para el otro en el
universo del amor crístico, descubría con una delectación in­
quietante y culpable las efusiones corruptas; las pruebas gesti­
culante^ los instrumentos desgarradores, las exigencias des­
piadadas. Tentaciones, remordimientos, sanciones, Ordalías
draconianas. Privaciones, expiaciones y penitencias. Cada vez
con mayor dureza. Humillaciones. Envilecimientos. Cada vez
con mayor bajeza. No soy,digno. No soy digno. Los piojos, el
Iodo, la mugre. ¡A falta de privilegios mayores, señor! Látigos,
cadenas, tenazas.. Foso de los leones. Rueda, cepo, potro.
Amor, amor, amor. Brasas ardientes, plomo derretido. Amor.
Serruchos y horcas. Amor. Estacas. Tizones. La carne a vulne­
rar, a mortificar, a reducir a nada. Cuadros delirantes y magní­
ficos del ser camal. Repetición incansable de la unión indiso­
luble del horror y el esplendor, del espectro y, el ángel, de lo
monstruoso y lo idéala de la afrenta y la gracia; La; enseñanza
de Godin, por imbécil que fuese, o quizás en razón de su sen­
cillez primaria> hacía reaparecer del modo más clamoroso él
impulso palpitante del culto; una obsesión por la transfigura­

do
ción del cuerpo glorioso, glorioso por la intensidad de los su­
frimientos que puede soportar en su carne.; ¿Cómo separar el
cuerpo de la carne? ¿Vaciar el deseo de la concupiscencia?
¿Exaltar el amor hasta la castidad? Preguntas. ¿Respuestas? La
lección de catecismo era uná celebración cotidiana del cuerpo.
Cuerpo idealizado, radiante, fascinante. Aparecía a cada ins­
tante, imponía su presencia escultórica, sus poses, su desnu­
dez, su veio. En la representación barroca de sus quebrantos,
de su s desarticulaciones, de sus dislocaciones. En la exhibición
retorcida de su belleza marchita. Adonis despedazados, ninfas
tullidas, ángeles desmembrados con las miradas colmadas de
arrebato. En la exaltación de la perfección maltrecha, de la be­
lleza desfigurada, de la pureza refulgente del dolor. Y, cúspide,
en la visión extática de la agonía, pintura del instante estreñí e-
cedor cuando el cuerpo mártir, en el extremo de la ordalía, aca­
ba por entregar el alma y caer, más deslumbrante que nunca,
despojo jadeante y lascivo,, ofreciendo al ojo goloso el último
detalle de süs líneas, de sus curvas,, de sus bellos rasgos: su gra­
cia. ■
Un lunes por la mañana, aún antes de la formación de las
filas, se propagó la noticia entre los alumnos de los dos prime­
ros años: el padre Godin había muerto. Era un día de prima­
vera. El aire todavía era fresco pero el sol hacía ya sentir sus
nuevos rayos, Flac no se mezclaba a la agitación de sus cama-
radas que com an en todas las direcciones por el patio de re­
creo; Se mantenía distanciado, inmóvil, con la espalda al sol,
en su u n if o r m e reglamentario: saco y pantalón corto de frane­
la gris, corbata y calcetines azul marino, zapatos negros. Con
los calcetines arrollados sobre los tobillos, él esperaba y se der
jaba inundar por la sensación exquisita que le procuraba el
contraste de lo frío y lo caluroso sobre la piel desnuda de sus
pantorrillas. Pequeña voluptuosidad, lujuria delicada, lubrici­
dad tanto más; sabrosa cuanto que se permitía gozarla a la vez
en secreto y a los ojos de todos, y que culminaba en el momen­
to eñ que el estímulo helado y punzante que erizaba sus pier­
nas hasta ponerle carne de gallina se transformaba en agrada­
ble estremecimiento bajo lá acción del sol. Esta mutación
misteriosa trastornaba a Flac, lo colmaba de una felicidad
única, lo excitaba mental y también físicamente a punto tal
que .se encontraba de inmediato en erección. Una erección
brusca, lancinante, indomeñable, tan violenta que acababa
por ser dolorosa. Dolor, placer, dolor. Enigma de la carne. Go-
din había muerto y a Flac se le paraba bajo él sol. Irrigado
desde la cabeza hasta los pies por la certidumbre de que nun­
ca renunciaría al más mortal de los pecados. Sonó la campa­
na. Cada uno tomó su lugar en la fila y el padre Fochon se hi­
zo cargó de la dirección de la clase de Flac. Fochon era úna
celebridad para los jóvenes catecúmenos aun cuando nunca
se le hubieran acercado. No se ocupaba de ninguna clase en
particular y lio estaba a cargo de ningún curso. Uno se lo cru­
zaba por lo común en los corredores del colegio, sus brazos
cargados de libros, rostro contraído y boca cerrada en üña
sonrisa perpetua e inexplicable. Cuándo se lo saludaba, con­
forme a la regla vigente, buenos días padre, él no contestaba
nada pero hacía una marcada inclinación. Los padres, y Go-
■din él primero, relataron muchas veces que el padre Fochon
había sido destinado, joven aún, para una misión en China.
Entre los comunistas. Los comunistas chinos. Qüe encarcela­
ban y torturaban a los misioneros de modo mucho más cruel
aun que en tiempos del imperio romano. [Los famosos supli­
cios chinos! La sola expresión provocaba una revoltura pre­
nauseosa, üñ trastornó del espíritu, un temblor del alma, un
oscuro y temible goce, Godin les había explicado qué refinada
crueldad era la de los chinos, qué cuidados toldaban para pro­
longar de manera indefinida los sufrimientos intolerables, qúé
afán meticuloso ponían para impedir que sus víctimas murie­
sen antes de hacerles padecer dolores inauditos. Hasta enlo­
quecerlos. La prueba terrible de la gota de agua. Y, por enci­
ma de todo, la operación mas secreta y más inquietante,
misterio atroz y fascinante, arma absoluta, eso que Godin y
los otros llamaban con un estremecimiento: lavado de cere­
bro. La expresión cautivaba á Flac mas aun que él catálogo es­
pectacular de las escenas de los mártires. Aquí ninguna ima­
gen lo ayudaba a representarse el contenido y los medios del
procedimiento. Entonces tal cosa eraposible: un ser humano
podía ser despojado de su personalidad, de sus sentimientos,
de su memoria, de sus pensamientos. ¡De sus pensamientos!
Llegaba a ser otro. El mismo cuerpo, los mismos órganos, las
mismas células, pero sensible ahora á Otros gustos, a otras
emociones, a otras convicciones; Sosteniendo de buena fe un
lenguaje diametralirientc opuesto al que había sido el suyo.
Renegaba de sus amigos, de sus parientes, de su pasado. Para
siempre y sin regreso. Olvidando hasta: su nombré. Cerebro
invertido, remodelado, refabricado. Con un nuevo moldé.
Irreversiblemente. Se abría un abismó delante de Flac, esti­
mulando más que nada su curiosidad. ¿Eso que llamaban la­
vado de cerebro, no era, en el fondo, una obra que se iguala­
ba casi con la creación divina: y Dios hizo al hombre a su
imagen... etc.? Sin que importase su perplejidad, su impoten­
cia para concebir la acción que los chinos parecían dominar,
Flac comprendía el deseo extravagante del padre Fochori y el
desafío sobrehumano que debía animarlo. Tomar el riesgo no
sólo de las injurias físicas sino también del lavado de cerebro.
Apostar a que la idea de Dios fuese imposible de extraer, a que
Dios no pudiese abandonarlo cualquiera que fuese la meta­
morfosis que ciertos humanos, tan determinados, tan pacien­
tes, tan sabios como pudiesen ser, impusiesen a su espíritu. Si
la palabra Dios, la sola palabra, subsistía al cabo de está orda-
lía, entonces el padre Fochori habría dado la prueba definiti­
va de su existencia. Y era sin duda en razón del orgullo des­
mesurado que encubría esta voluntad de martirio que la
Compañía se obstinaba, desde hacía años, en rehusar al padre
Fochon el favor que él pedía. Permanecía pues en el muelle,
listo para partir en cualquier momento, aguardando tan sólo
la señal, mártir que anhelaba la gloria, sometido a la prueba
de la paciencia y de la esperanza nunca confirmada. Él rio lo
sabía: su prueba debía ser la de renunciar día tras día a su sue­
ño. Su vocación, la de la desesperación: Los dioses son reacios
a perdonar el orgullo.
El padre Gódin había muerto. Fochon les confirmó el ru­
mor, con úna voz muy suave, casi alegre, desde que entraron
a clase. Tras el sermón y los rezos de rigor, anunció que los dos
mejores alumnos de cada curso habían sido designados para
velar el cuerpo durarite todo el día. Un rato más tarde Flac fue
conducido con otros siete alumnos hasta el cuarto dónde des­
cansaba el padre Godin. El cuerpo del padre Gódih. Al acer­
carse a la cárnara mortuoria, escuchó los cánticos y percibió
el olor del incienso. Voz de pecho, de cabeza y de gargarita.
Timbres sonoros, vibrantes y trémulos. Melodías circulares,
melopeas repetitivas, modulaciones hipnóticas, puntuadas

123
por un amén regular. Flac entró en la pieza. Tomó su lugar en
el cuadro. Las paredes estaban recubiertas por pesadas corti­
nas de terciopelo negro bordadas con hilos de platas A todo lo
largona derecha e izquierda, los padres, alineados en dos filas.
Hieráticos. Unos de pie cantando los salmos, otros arrodilla­
dos en plegaria. Al centro, dispuesto sobre un catafalco cu­
bierto por el mismo terciopelo negro que las paredes, el ataúd.
A la cabeza del mismo, única fuente de iluminación, un enor­
me candelabro de iglesia sobre el cual ardía un bosque de ci­
rios y, detrás, acariciada por los temblorosos reflejos de las lla­
mas, imponente, solemne, justiciera, una cruz enarbolada que
sostenía un Cristo de bronce de tamaño natural. En el ataúd,
Godin. Los alumnos fueron invitados a acercarse y a mante­
nerse en pie junto a un reclinatorio, a uno y otro lado del cuer­
po, a pocos centímetros de la caja de madera, dando la cara al
muerto. Cuatro de cada lado. Y Godin en el medio. Mirarlo. |
Mirarlo. Adoptar el rostro de mayor recogimiento, la frente le- -M
vemente inclinada, los párpados piadosamente bajos para nó
dejar filtrar nada de la voracidad del ojo, deslizarse en la ima- |
gen, ser un mismo cuerpo con la tela. Y mirar. El cuerpo de ¿
Godin. Escrutarlo. Buscar la huella de la muerte. Su firma. Su 4
rúbrica. Todo este negro habitado por luces y por brillos vaci- Í
lantes, éstas tinieblas de las que emergían las hileras inmóvi­
les dé las sobrepellices de Uno blanco, los rostros de los padres b
ora iluminados, ora inundados por la bruma espesa del in- :;
denso, severos o recogidos, amenazas relucientes, espectros J
dé cera pálida o espectros cuya presencia se adivinaba en lo
oscuro, el crucifijo gigante con reflejos tornasolados, las caras b
de los alumnos irradiando miedo, la fijeza estatuaria de cada 1
uno que se animaba tan sólo -con las luces titubeantes de los í
cirios, todo daba a la escena un aspecto de ceremonia secreta, '
dé ritual oculto, de reunión de brujos, >
Pero Flac no quería que su atención fuese desviada por la
composición del cuadro ni por los detalles dé la escena. Tenía
el pi'esentimiento de algo mucho más importante, de una re­
velación capital que podría perderse para él en las significa- .%
clones de este carnaval fúnebre. De una manera por completo |
oscura e injustificable, experimentaba: la sensación de estar
encargado, no de una misión ni de una elección cualquiera, si­
no dé una detención arbitraria del azar. Como si él fiiese, en-
lie todos los del cenáculo, el figurante anónimo y sin rasgos
particulares que, por un ligero cambio en la actitud, por una
ínfima discordancia de la mirada o tan sólo por uña especie
de abstención del alma, debía, a pesar suyo, nombrar lo esen­
cial, el elemento invisible, sin peso ni consistencia; alrededor
del cual sé organizaba como trampantojo el conjunto de la fi­
guración. Sorprendiéndose de la distancia absoluta que lo se­
paraba tanto de sus camaradas como de los padres, conscien­
te de ser ajeno al decorado del cual, sin embargo, formaba
parte, Flac tomaba precauciones para no dejarse capturar por
las Oscilaciones espejeantes de los juegos de luz y sombra, ni
para ceder a la peligrosa atracéión de los cánticos que lo lla­
maban al sueño vigíl del ritual. Todo en torno a él era espejis­
mo, ojo brillante, pupila trémula, fuego fatuo. Invitación im­
periosa a la armonía de la ignorancia, a la celebración dé los
signos convenidos, al unísono de la ficción ceremonial. Em­
blemas, efigies, ornamentos. Posturas, retratos. Belleza. Glo­
ria. Pero en el centro, justo bajo su mirada, y quizá tan sólo
para él, quedaba suspendida uña luz inmaterial, sin sombras
ni reflejos, sin destellos, sin color ni temblor. Uña claridad cie­
ga y enceguecedora que sólo se aclaraba a sí misma. Aparición
déslumbrante pero sin el menor brillo. Uña transparencia,
una ausencia. Godin. El muerto. Preciso, exacto, detenido pa­
ra siempre. El revelado secreto del cuadro. Su impalpable va­
cío. No su ojo, sino el hueco de su órbita. Su luz. Flac vio a
Godin muerto. Lo vio, se llenó con éso y de repente se sintió
transfigurado por la insondable banalidad de la cosa. ¡Y bien!
¿es esto, pues, la muerte? Nada que ver, nada que comprender,
nada que decir. Un resto: ese cuerpo. Tan poco glorioso. Tan
ordinario. Godin piarecía más pequeño aún que dé costumbre.
Se hubiese podido decir un niño con cabeza de viejo. Envuel­
to: en un chai de seda blanca que sólo descubría su cráneo, sus
manos cruzadas sobre el vientre y sus pies. Los botines negros
eran de un lustre impecablé. ¿Acaso se pone cera en los zapa­
tos de un muerto? Primera pregunta. Eñ el otro extremo, el
rostro: Sin belleza, sin gracia, sin nobleza. Flac percibía los
pequeños algodones que taponaban los orificios de las mari­
nas. La piel era blanca, láctea. Lá cara cerrada por completo,
sin expresión. Los rasgos tal cual. Cualquiera podía reconocer
sin duda al padre Godin. Y no obstante algo extraordinaria­
mente singular señalaba a ese rostro tan familiar con el sello
de lo desconocido. Era a la vez normal y fantástico, habitual
e iireconociblq, común y sorprendente. Llamaba a Flac, lo in­
vocaba, lo absorbía. Le abría la última puerta, lo iniciaba en
el arcano de ios arcanos, lo atraía hacia la insufrible e insigne;
levedad de lo no manifiesto; ¿Cuál era la naturaleza de este fe­
nómeno indefinible que nimbaba la cara de Godin con un
halo irreal, incomprensible e inquietante, cargándolo con una;
incandescencia violenta y fría, presencia ausente de una radi­
cal extrañeza? Cadáver luminoso. ¡Apagado y sin embargo lu­
minoso! Espectro impenetrable. Oráculo mudo. La cabeza de
Godin estaba allí, colocada sobre un pequeño cojín. Pero su
rostro ya no estaba. Sin faz. Sólo quedaba la palabra faz. La.
palabra abstracta, literal. Una figura que ya no figuraba. Y es­
ta desaparición había puesto al desnudo en él, en negativo, el
esplendor del ser que se retira. Pues el ser sólo es espléndido
cuando se ha retirado; tal es el secreto indecible del credo,
Flac no podía evitar el interrogar con sus ojos esos rasgos que,:
no respondían nada. Era esa nada que él debía arrancarles. Él
la fijaba, se embebía con ella, se le acercaba. Él acababa de
hallar el tesoro inapreciable, el cartabón de todo valor, la mo­
neda común de los cielos y de los infiéraos. Se irradiaba con
ella. Allí, bajo su mirada, al alcance de su mano, en el instan­
te mismo y para siempre, se exponía el lar que la religión en­
volvía con sus dogmas, con sus ritos, con su cortejo de imáge­
nes, de oropeles y de ostentaciones; ¡Cadáver luminoso! Éste
es, en efecto, Godin, tu cuerpo. La esencia divina puesta al
desnudo, pura, verídica. La evanescencia misma. El despojo.
La nulidad del cero. “Dios nacido de Dios. Luz nacida de la
luz...” ¿Y qué más? “En el comienzo era el Verbo y el Verbo es­
taba con Dios y el Verbo era Dios”. ¿Y qué decía el Verbo? Na­
da. Nada de nada. La muerte no dejaba tras de sí ningún sig­
no. Tan sólo un vacío. Entonces el velo se desgarró ante los
ojos de Flac y se abrió el tabernáculo: cofre expuesto, lugar
desierto, mueble chino. Todo quedaba al aire, divulgado, de­
mostrado. La luz y el verbo. El camino, la verdad y la vida;
eterna. En un segundo el colegio se derrumbó, arrastrando en
su caída al universo que sostenía: esta trama incomprensible
de reglas, de prohibiciones y de sobrentendidos, de dudas, de
sospechas y de amenazas, de pecados, de confesiones y de
sanciones. Este vocabulario de consignas. Esta gramática de
gestos. Este edificio de signos. Todo sé vino abajo y desapare­
ció en el agujero que la visión del cadáver de Godin acababa
de horadar. Entonces, bajo los ojos atónitos de todos, Flac ex­
tendió la mano y tocó por un breve instante la de Godin. La
encontró fría.
¿Y qué, Flac? ¿Qué esperas? [Tardas horas en vestirte!../’ "Dé­
jalo:.. , contesta Yon, con fuerza suficiente como para que
Flac pueda escucharlo, “bien ves que el señor nos hace su cri­
sis. ¡La independencia! ¡La rebelión! ¡El yo-solo! Ignóralo. Eso
le interesa tan sólo a él.” Flac se sienta a la mesa, el desayuno
despega a todo trapo. De inmediato Yon sé lanza en uno de
sus discursos interminables. Sin pies ni cabeza, saltando de
una cosa a otra, contradiciéndose sin vergüenza. Con tal de te­
ner la última palabra. De barrer las objeciones que Fif le opo­
ne con sistemática terquedad. Afirmaciones, proclamaciones,
manifiestos, juicios, explicaciones, pruebas. Profético, categó­
rico o avieso, siempre definitivo. Hace mucho que Flac ha de­
jado de escuchar esos torrentes de vana retórica, que renun­
ció a participar en ellos, que se rehúsa obstinadamente a
tomar partido. Se aísla, se ausenta, se hace el muerto. Se en­
tierra. Pero las palabras le entran por las orejas. Quiéralo o
no. ¡Penetración, querido amigo!... Imposible protegerse de la
barahúnda sonora que producen los duelos encarnizados
cuando los dos hermanos combaten cuerpo a cuerpo, frase a
frase, palabra a palabra. Desafios de barítonos, apuñalamien-
tos de atridas, enfrentamientos de búfalos en los que cada uno
se esfuerza por cubrir la voz del otro hablando más fúerte y
más rápido. Cartas de triunfo de Fif: capacidad de resistencia
a los argumentos más impactantes, tenacidad, obstinación, ri­
sa de devastadora resonancia, dominio indiscutible dé los
asuntos científicos. Fif, el física del siglo. Fif, el inventor. Pun­
tos fuertes de Yon: nerviosismo, capacidad para esquivar y pa­
ra provocar, movilidad, agilidad. El rey de la metafísica. Gira
en tomo a su adversario con el virtuosismo de un pesó pluma,
le descarga una serie de pequeños ganchos que lo irritan y lo
vejan más de lo que lo.hieren. Fif, dé una pieza, franco y ma­
sivo, ti ene el punch de un peso pesado, pero cuando: se enfa­
da, objetivo principal perseguido por Yon, se agota lanzando
amplios swings terroríficos y .ciegos que caen en el vacío. Mas
avieso, Yon sigue la Láctica de impulsar a su hermano al error,
y cuando éste .cae,, -le lanza .un puñetazo.ilegítimo debajo del
cinturón y abandona el ring a toda velocidad haciendo el sig­
nó de la victoria. Es así como llega a ganar casi todos los
rouñds, a confirmar el enunciado de alguna1de sus tesis favo­
ritas, poco importa cuál, dejando a Fif ahogarse de indigna­
ción ante la desfachatez y la mala fe de su hermano.
. Catálogo de las tesis de Yon. Uno. El axioma, el fundamen­
to >la piedra angular, el origen y la conclusión, proferido cada
día con el mismo entusiasmo: “Mi padre es Dios." Enunciado
preciso de una advertencia, rechazo absoluto y a priori dirigi­
do a todo contradictor eventual: “Díganme lo qué quieran,
sostengan lo contrario, afirmen de modo indiscutible, apoyán­
dose eñ argumentos irrefutables y pruebas materiales, qué rió
hay Dios, nada me disuadirá, nada me impedirá decir y soste­
ner la verdad: mi padré es Dios. Y punto. Dos. Corolario
igualmente indiscutible: “Dios existe aun cuando no exista.
¿Demostración? Vistazo circular sobre el auditorio... ¿Quién
pide la demostración? ¡Vamos!, que sé alce una mano valien­
te, ¡Ah! ¡Señor! Lo escucho... Usted arguye que no se puede
decir de un objeto o de un ser que existe y a la vez que np exis­
te. ¿Es eso? Muy bien: Muy, muy bien, Pero dígame, estimado
señor, ¿por qué declarar entonces, según la fórmula tan cono­
cida, que Dios ha muerto? Pues si ha muerto, existe ¿no? Por­
que usted estará de acuerdo eñ que sólo lo que existe puede
morir. Por lo tanto, existe. Y no ha muerto. Dios no puede mo­
rir, mi estimado señor, si no no sería Dios. Pues todo lo que
existe muere, tarde o temprano. Entonces Dios no puede exis­
tir, por más que exista. ¿Me sigue? Él existe precisamente en
su no existencia; ésa es la clave; Gracias, señor. Y (para sí),
además, mi padre no ha muerto. Es verdad que yo he visto su
cadáver y que lo llevé al cementerio. Pero no puedo creerlo.
No puedo ni pensarlo ni imaginarlo. No: es imposible, mi pa­
dre no ha muerto. Eso lo sé. Tres. Sartre tiene razón, aun
cuando está equivocado." El mismo esqueiria pero adicionado
con consideraciones oscuras sobre el eñ-sí del para-sí, (Fif ca­
si se desploma bajo la mesa) y coronado por el apólogo del
mesero del café que resulta no ser mesero del café sino e1 pe­
letero alcohólico que vive en el piso de abajo. Del todo incom­
prensible^ Más confuso que Sartremismo, lo que constituye
una hazaña digna de registrarse en los activos de tu padre. Es­
tará usted de acuerdo, Señor. Jean-Paul Sartre desembarcó un
buen día en lá vida de Yon y lo conquistó por completo. Un de­
sastre del cual Flac padeció los estragos desde los cinco años
de edad, pues Yon decidió iniciarlo precozmente en los labe­
rintos del ser y la nada. En competencia encarnizada con Fif
que, por su parte, se había prometido despertar en el sobrino
una curiosidad insaciable por la teoría de la relatividad. [Sú-
persimple, Flaquito, un verdadero juego de niños! Imagínate
Dos relojes son arrojados al espacio a partir de puntos opues­
tos de la tierra, uno en los antípodas del otro. Tú conoces la
palabra antípoda, ¿verdad? Ahora están en órbita, giran alre­
dedor de la tierra, muy lejos en el espacio, cada uno indican-
do la hora. Y hete aquí que llega el instante en que se cruzan...
íAtención! ¿Qué hora es en ese momento? ¡Vamos; contesta!...
Cuatro. “Onassis es un patán, mientras que Niarkos, ése sí que
es un caballero.'1Tema capital de debate entre Yon y Fif (que
obviamente sostenía la opinión contraría). Siempre los atri­
das. Aquiles o Héctor, Menelao o Áyax, etc. Cinco. "Todos los
ricos son unos cabrones”, y seis: “también los ingleses”. Por
principio. "Y recíprocamente”, replicó Flac con el tono más
flemático, un día en que Yon hablaba a rienda suelta. Siete.
El universo es curvo. ’ Olvídate; ya sabes de memoria cómo
sigue eso. ¡No; no lo recuerdes! Repite tres vecés soplando so­
bre la mano izquierda, no sobre la derecha: el universo es tur­
bo, el universo es turbo, el universo es turbo. Ocho. "La teoría
ondulatoria es la estafa del siglo.” Ebullición inmediata de Fif:
* te crees que eres? Etc.” Yon en el colmo del
júbilo. No; la luz no es una onda, es nn aglomerado más o
menos denso de minipaitículas de materia..., etc.” Nueve. “La
muerte no existe, ya que la nada no puede existir; pruébame
lo contrario. Espera a que esto se acabe; algún día terminará
bien. Diez. "Los jesuítas siempre saldrán ganando.” Ya estabas
advertido, mi buen amigo. Con una precisión adicional: “Su
fuerza, Flac, un día lo comprenderás, es que son en verdad
ateos.” Y puñalada trapera:. "Pero.tú .serás .más fuerte que
ellos:” Once. "La anarquía es la única idea política coherente."
Doce. "De Gaulle es un genio. Mao Tse-tung es un genio, Mal-
raux es un genio; todos los demás son unos canallas. Especial­
mente Ghurchilí.” Trece. "Franco es un enano.” En eso hay
coincidencia. Catorce. "¿Albert Camus? ¿Puedes leer eso?
¡Puaj! Un arribista que terminará en la Academia Francesa.
Modo de proclamar que el honor es un deshonor y viceversa.
Sobre todo viceversa. Quince. "Salvador Dalí es el último pin­
to r” Por lo demás él mismo lo dice. Dieciséis. "Los homose­
xuales son enfermos qué habría que encerrar e incluso man­
dar a unos cuantos a la silla eléctrica." ¡Mira, mira! Diecisiete.
"El duque de Windsor es un mariquita." Dieciocho. ''Por otra
parte, yo soy comunista.” Diecinueve. "Asean es mucho mejor
que Fangío.” Fif, evidentemente, lo contrario. Veinte. "La Ca­
llas no tiene voz; lo que tiene es una nariz.” Veintiuno. "Kier-
kegaard es el mayor filósofo de todos los tiempos:..”, veintidós
"... con Pascal”. Veintitrés. "Los jansenistas tenían ra?ón.”
Veinticuatro. “Sea como sea, todo es absurdo. Veinticinco.
"La única ley es la del más fuerte; lo demás es literatura.
Veintiséis. "Y, de todos modos, terminaré bajo el puente ”
Terminará bajo el puente... ¡Ahí Flac conocía esa cantinela.
La tirada sublime. Los ojos tomando al firmamento como tes­
tigo la barbilla trémula y los dientes apretados, la cara la ­
deante, el máximo desafío. Voltereta de trapecista afectado
por el vértigo. Irrisorio desenfado de una salida fuera de esce­
na siempre fallida. El adiós. El adiós mil veces anunciado.
Flac estaba más que harto. Estaba debilitado, apabullado, ex­
tenuado. Molido. Saturado basta la náusea por estos torrentes
de ineptitud, por estas cascadas de estupidez, por estas ma­
reas de burradas que inundaban cada día sus orejas. Por este
obsceno goce de la boca que lanzaba a Yon de exordios a pro­
posiciones, de pruebas a refutaciones, de peroratas a prédicas.
Lecciones, arengas, ponencias. Invectivas, homilías, manifies­
tos. Frases, máximas, consignas. Sus dogmas. Sus fórmulas.
Sus estribillos. Arpegios. Gamas. Vocalizaciones. Verborrea.
Verbomanía. Verbigeración. Ruido, ruido, ruido... Prostitu­
ción del habla, profanación de las palabras, usura de la len­
c ;~ 1~·i~~~;:tt:~~~~~~~§~9~ré1iªf
gua. Un flagelo. Acabará bajo el puente. ¡Y bien', ¿qué espe­
ra?, ¿que se lo empuje o que se lo contenga? ¡Qué se váya, y
17ápif,lp! ¡Desaloja,
rápido! • truhán, vete, sal de la casa! ¡Fuera! ¡Y Héva-
131
SI se desploma bajo la mesa) y coronado por el apólogo deí
mesero del café que resulta no ser mesero del café sino el pe­
letero alcohólico que vivé en el piso de abajo.,Del todo incom­
prensible.. Más confuso que Sartre. mismo, lo que constituye
una hazaña digna de registrarse en los activos de tu padre. Es­
tará usted de acuerdo, Señor. Jean-Paul Sartre desembarcó un
buen día en la vida de Yon y lo conquistó por completo. Un dé-
sastre del cual Flac padeció los estragos desde los cinco años
de edad, pues Yon decidió iniciarlo precozmente en los labe­
rintos del ser y la nada. En competencia encarnizada con Fif
que, por su parte, se había prometido despertar en el sobrino
una curiosidad insaciable pór la teoría de la relatividad ¡Su-
persimple, Flaquito, un verdadero juego de niños! Imagínate.
Dos Teiojes son arrojados al espacio a partir de puntos opues­
tos de la tierra, uno en los antípodas del otro. Tú conoces la
palabra antípoda, ¿verdad? Ahora están en órbita, giran alre­
dedor de la tierra, muy lejos en el espació, cada uno indican-
do a hora, Y hete aquí que llega el instante en que se cruzan...
¡Atención! ¿Qué hora es en ese momento? ¡Vamos; contesta!..
Cuatro. "Onassis es un patán, mientras que Niarkos, ése sí que
es un caballero." Tema capital de debate entre Yon y Fif (que
obviamente sostenía la opinión contraria). Siempre los atri­
das. Aquiles o Héctor, Menelao o Áyax, etc. Cinco. "Todos los
ricos son unos cabrones", y seis: "también los ingleses". Por
principio. "Y recíprocamente", replicó Flac con el tono más
emético, un día en que Yon hablaba a rienda suelta. Siete.
El universo es curvo." Olvídate; ya sabes de memoria cómo
sigue eso. ¡No; no lo recuerdes! Repite tres veces soplando so­
bre la mano izquierda, no sobre la derecha: el universo es tur­
bo, el universo es turbo, el universo es turbo. Ocho. “La teoría
ondulatoria es la estafa del siglo." Ebullición inmediata de Fif-
¡Bruto! ¿Quién te crees que eres? Etc.” Yon en el colmo del
jubilo. No; la luz no es una onda, es un aglomerado más o
menos denso de minipartículas de materia..., etc.” Nueve. "La
muerte no existe, ya que la nada no puede existir; pruébame
lo contrario,” Espera a que esto se acabe; algún día terminará
A™' ,¿Lqs j*esuitas siempre, saldrán ganando. ” Ya estabas
advertido, mi buen, amigo. Con una precisión adicional: "Su
fuerza, Flac, un día.lo.comprenderás, es que son en verdad
ateos. Y puñalada trapera: "Pero tú serás más fuerte que
130.
ellos,” Once. "La anarquía es la única idea política coherente ”
Doce; “De Gaulle es un genio: Mao Tse-lung es un genio, Mal-
raux es un genio; todos los demás son unos canallas: Especial­
mente Churchill.” Trece, “Franco es un enano.” En eso hay
coincidencia. Catorce. "¿Albert C-amus? ^Puedes leer eso.
¡Puaj! Un arribista que terminará en la Academia Francesa. .
Modo de proclamar que el honor es un deshonor y viceversa;
Sobre todo viceversa; Quince. "Salvador Dalí es el último pin­
to r” Por lo demás él mismo lo dice. Dieciséis. Los homose­
xuales son enfermos que habría que encerrar e incluso man­
dar a unos cuantos a la silla eléctrica/ ¡Mira, mira! Diecisiete.
“El duque de Windsor es un mariquita.” Dieciocho. “Por otra
parte, yo soy comunista.” Diecinueve. "Ascári es mucho mejor
que Fangio/’ Fif, evidentemente, lo contrario. Veinte. "La Ca­
llas no tiene voz; lo que tiene es una nariz.” Veintiuno. "Kier-
kegaard es el mayor filósofo de todos los tiempos../', veintidós
con Pascal”. Veintitrés. “Los jansenistas tenían razón.
Veinticuatro. “Sea como sea, todo es absurdo. Veinticinco.
“La: única ley es la del más fuerte; lo demás es literatura.
Veintiséis. “Y, de todos modos, terminaré bajo el puente.”
Terminará bajo el puente... ¡Ah! Flac conocía esa cantinela.
La tirada sublime. Los ojos tomando al firmamento como tes­
tigo, la barbilla trémula y los dientes apretados* la cara ra­
diante, el máximo desafío. Voltereta de trapecista afecta o
por el vértigo. Irrisorio desenfado de una salida fuera de esce­
na siempre fallida. El adiós. El adiós mil veces anunciado.
Flac estaba más que harto. Estaba debilitado, apabullado, ex­
tenuado. Molido. Saturado hasta la náusea por estos torrentes
de ineptitud, por estas cascadas de estupidez, por estas ma­
reas de burradas que inundaban cada día sus orejas. Por este
obsceno goce de la boca que lanzaba a Yon de exordios a pro­
posiciones, de pruebas a refutaciones, de peroratas a prédicas.
Lecciones, arengas, ponencias. Invectivas, homilías, manifies­
tos. Frases, máximas, consignas. Sus dogmas. Sus fórmulas.
Sus estribillos. Arpegios. Gamas. Vocalizaciones. Verborrea.
Verbomanía. Verbigeración. Ruido* ruido* ruido... Prostitu­
ción del habla, profanación de las palabras, usura de la len­
gua. Un flagelo. Acabará bajo el puente. ¡Y bien!, ¿qué espe­
ra?, ¿que se lo empuje o que se lo contenga? ¡Que se vaya, y
rápido! ¡Desaloja, truhán, vete, sal de lá casa! ¡Fuera! ¡Y lleva-
te.contigo al tonto dé Fifi ¡Pero sí, anda, encamínate hacia tu
destino de vagabundo augusto): Ya se ve venir El espectáculo ^
Lítatracción. Encalabozo. Con la colilla pegada al pico, la bo-
tella en el bolsillo, la choza de cartón: .El astro errante, el ora­
dor nómada, el profeta ambulante. Príncipe de los vagabun-
dos, caballero de la juerga, filósofo de los asientos del metro
Rodeado por una corte de gandules, de sarnosos y de vánda-
1° s; El ser hundiéndose en la nada, su última cabriola. ¡Al fin í
el éxito! ¡Damas y caballeros, con nosotros el famosoYonf El
mito del puente de Alma! El trotamundos celestial, el siempre
magnifico perdedor/el bohemio de la Bolsa. ¡Un orador in- ^
comparable! Tribuno, retor, sofista, con respuestas para todo, i
Basta^ ¡Fuera de aquí, crápula! ¡Desaparece! ¡Canalla! ¡Chus­
ma. ¡Bribón! Basura, estiércol, inmundicia. Y nunca regreses.
Que ya nadie te oiga. Y;poco importa, después dé todo, si la
madre se vuelve loca. Todos vamos a estar locos, ésa es la ver- i
dad. Un aluvión arrastrando todo, aullidos de bestias salvajes
saliendo por las ventanas abiertas de par en par, un motín en
el barrio, escándalo, muebles y escombros cayendo sobre los
que pasan, mierda en las escaleras, én las aceras, por todas
partes, escupitajos en la jeta de los vecinos, pánico inducido
én los niños, masturbación en público, dévoración dé lo que
hay^en los basureros, designación de los policías como "sar-
tres , caída jubñosa en la demencia, cada uno apañando el de­
lirio del otro, fin del mundo, locura de dos. Todos al asilo, al
loquero, al chaleco de fuerza. Hay que rematar, derrumbarse,
irse al carajo. Jaque mate. Desgracia de los denotados. Des­
gracia completa, desastre evidente, naufragio al desnudo. Re­
volcarse en el estiércol. Meterse en la mierda. Sin importar ni
que ni como. El silencio. Por fin el silencio. Que se calle el
charlatán, el kikirila. Que cierre el pico, la máquina de hablar,
el juke-box infernal, ¡silencio !...
Vociferaba en el interior. Tomaba impulso, galopaba, ame-
rallaba. El soliloquió. Gritos a voz en cuello retenidos con.es-
tuerzo aullidos de poseído, ladridos de perro rabioso, rugidos
subiendo desde las entrañas. Única defensa que encontraba
Mac para atenuar la inagotable locuacidad de Yon: abismarse
en un bullicio más fuerte, estridente, vehemente. Invocar el
tumulto de todas sus voces. Poner el máximo: de potencia.
Aturdirse las Orejas con el estruendo de su propio fragor. Em-
132
briagarse con los clamores de su rebelión. Ensordecerse. Ma­
nos apretadas, labios contraídos, vientre en tensión. Imposi­
ble .tragar lo. que fuese. "¿Entonces, Flac, otra vez; no comes
nada?" ¡Ah, qué molesto que puede ser éste! Se comprimía, se
concentraba, se condensaba en su caparazón. Su caja de reso­
nancia. Su escondite. Con sacudidas involuntarias, movimien­
tos espasmódicos,: gestos bruscos, enspación generalizada,
temblores, tics en salvas. "Deja ya de menear los pies, Flac, na­
ces temblar la mesa..." La madre, la loca en suspenso. Siem­
pre solícita con su Yon, Su indispensable. Obsequiosa, servil,
discreta. Por favor. Te lo ruego. Te pido perdón. Siempre te pi­
do perdón. Perdón por adelantado. Soy tan tonta, lo reconoz­
co verdaderamente rio merezco. No lo escuchaba, sabía de
memoria la canción, ella tam bién Pero se esforzaba por mos­
trar un rostro atento. Devota. Era Yon quien hablaba: era sa­
grado, era el regalo, la prueba irrefutable del vínculo marital.
Aun cuando nunca se dirigiese a ella. Se protegía a si misma
protegiéndolo a él. Hacía como si. Salvaba lo. que podía sal­
varse. Normal, completamente normal. En apariencia. Un tra­
bajo de cada segundo, durante tantos arios. Una situación tan
fráril... ¡Por favor, mientras este imbécil de Flac no arruine to­
do con sus gestos ariscos y su. mal.carácter ¡Siempre el mismo
circo, los mismos números lamentables. Yon y Fifrla madre y
el señor. El señor que estaba a punto de estallar. Más y mas en
sus espasmos: Pensamientos desenfrenados. Imaginaba la pe­
lea, la gresca, los choques. Se hundía en la disputa; la cabeza
baia.; ¡Vamos! que vibre, que retumbe, que; chille. ¡Golpea,
quiebra, rompe! Todas las muertes dé Yon. Las más violentas,
las más feroces, las más sangrientas. Repasarlas. A toda velo­
cidad. En especial los accidentes de auto. Aplastado contra un
árbol embutido en un poste, catapultado en un lago, bailan­
do en el canal... ¡Sí! ¡Sí! Yon manejaba como un inconsciente.
Desdé que subía en su vieja carcacha la demencia se apodera­
ba de él. Un asesino, un psicópata, un loco peligroso. No to­
maba el coche para ir a alguna parte, partía a la guerra, ái
asalto en comando. Buscaba, sus víctimas, las localizaba y pa­
saba al ataque. Los torpes, los distraídos, los imprudentes, los
extraviados* los muy lentos, los muy Veloces, los muy regula­
res, los jóvenes, los viejos* los cuerpos diplomaliéos, los
mocosxtos, los cabrones, los pegados al volante, los "¡mírame,
pedazo de bruto!”..., todo él que circulaba delante de él le ro­
baba el camino. Entonces, en un estado de irritación paroxís-
tica, blanco de cólera, babeando, eructando torrentes de inju­
rias, con el pie a fondo sobre el acelerador, el motor rugiendo,
golpeando el volante con los dos puños, se desgañifaba, fuefa
de sí, ¡Espérate, cabrón!, [no pierdes nada por esperar! ¡Ya te
alcanzaré!... [Vas a tragar mi polvo!” Comenzaba la persecu­
ción infernal. Rebasando por la derecha o por la izquierda,
saltándose las luces rojas, manejando por las cunetas del ca­
mino, caía sobre su presa. Fierro a fondo. Señas con los faros.
Desfondaba su asiento a fuerza de vigorosos golpes de cadera
que habrían de permitir a su carcacha el salto definitivo que
cerraría el paso del adversario. “Así aprenderá../' "¡La carrete­
ra es un combate!", comentaba, desorbitado, satisfecho con su
victoria, al acecho ya de la siguiente ocasión, Y sin embargo
nunca tuvo un accidente. Pero Flac en cierto modo compen­
saba este descuido. Lo imaginaba. Sucedía por sí solo, auto­
máticamente. Una película. Secuencias de películas, rushes.
Detenciones de lá imagen, primeros planos, retornos hacia
atrás, nuevas tomas. Yon en su reñault dando batalla a un ci-
troen je l odiaba muy especialmente a los Citroen, "coches de
patán , decía). Empatados en la subida. Listo para el aborda­
je. Salva de claxonazos. El otro no cede, lo desprecia, se deja
ir incluso un poco hacia la izquierda, le hace un gesto para in­
dicarle que no vale nada, que es un caracol con una cilindra­
da ridicula. Yon truena como un loco furioso: "¡Maricón! ¡Mu-
jercita! ¡Puto!" Por delante, aún no visible, llega un enorme
peso pesado. Los dos coches suben a lo más alto, uno pegado
al otro. ¡Sin tregua, sin piedad, a muerte! De golpe, el camión.
De frente. Una montaña. Diez, veinte, cincuenta toneladas.
Inevitable. Por supuesto, Flac al volante. Acelera con calma y
se aferró al claxon qué resuena como una trompeta. El renault
literalmente se desintegra por el impacto. Yon masacrado,
pulverizado, triturado en la carcacha hecha pedazos. Montón
de chatarra, de carne, de aceite y de sangre. Ni siquiera cadá­
ver, tan sólo pequeños trozos de difícil identificación. No hay
restos, nada de restos. El instante del choque era para Flac el
de lá conmoción. Una descarga de la cabeza y del cuerpo, una
sacudida de todos los nervios, un sismó que le hacía perder el
conocimiento en lo que dura un relámpago. Momento supre-
134
, . :.· . P. <' ·.•·:·n'·•.·· ·•:wi:fü:,u········ · ······
mo, apogeo, noche y día mezclados en un polvo de chispas,
enceguecímiento, anestesia, éxtasis. Flac experimentaba esta
disolución magnética por dos lados a la vez: era el aplastante
y el aplastado, el poste y el apostado, el molino y el picadillo.
Cuerpo y espíritu fusionados en el rapto de la embriaguez, en
ese preciso y siempre inaprehensíble segundo en que se Irans-
forma en coma. Golpeaba e incrustaba, estallaba sobre sí mis-,
mo, en sí mismo, saca y resaca en correspondencia. Brotaba
de la colisión, producto de la cólera sublimada, energía pura,
fuerza incalificable, goce tan fugaz y a la vez tan intenso. Era
el impacto, el rayo y la iluminación, el bum de hierro y de car­
ne, el eclipse de la identidad, el síncope de una vida que se rea­
liza con la aniquilación instantánea de otra. Arrancado a él
mismo, en fin, rebasado, decantado. Entonces, milagrosa y
provisoria, la remisión, la bajamar, la sordina. Por unos pocos
instantes, unos segundos muy breves y fugitivos...
¡Y adelante! ¡Vuelta a lo mismo! Recomienzo. Yon y sus fi­
lípicas, Fif y sus protestas, el torneo, la polémica, la logoma­
quia, las chicanas, las argucias, los sofismas. Parloteo, parla­
mento, parladurías. Molienda de palabras. Torniquetes.
Chicharras. ¿Y el señor acompaña? Respuestas en soliloquios.
Tanto más endiabladas. Representaba sús gamas y sus varia­
ciones, Encerrado. Condenado a dar vueltas en redondo en la
celda. A golpearse siempre contra las mismas paredes, a ru­
miar sin cesar las mismas escenas, a mascullar los mismos es­
tribillos. Así como Yon, señor. Así como. Forzado a parecérse-
le para intentar escaparse de él. Furioso, justiciero, asesino.
Se sentía listo para enfrentarse, luchar, batirse. Soñaba con
cóleras homéricas, con riñas, con choques frontales. Con pu­
ñaladas, con peleas. Cuerpo a cuerpo. En suma, soñaba el sue­
ño de Yon. Y empezaba a darse cuenta, á medir las dimensio­
nes de la infiltración, el éxito del parásito, la amplitud del
contagio. Con desolación e impotencia. Por lo tanto, cada vez
más susceptible. Sin aguantar ya nada, y sobre todo no a él
mismo. Irritable, impaciente, destemplado. Patológica y paté­
<ll;'~~t
ticamente destemplado. Asqueado tanto de sus ataques de

': ~tlW~i~~~-~111-lliit~~~m='
monólogos como de las crisis oratorias de Yon. Extenuado por
esta intrusión permanente del verbo, por esta, inflación del ha­
bla, este perpetuo cacarear que los fundía a Yon y a él eri un
déstinO.i;c6m.thúLt6iiefaCia:
destino común.
: :: :··-::··~- · ·-~-~-?Toneladas
/?{:y::;-.:··
s~.•:.;•:.,;_a·:~ de
·'. discursos, cargamentos de. fra­
■:.í

% 135
ses. Cadenas de figuras, de sentencias, de axiomas. Tiradas;en
róllq.. Anillos de fórmulas entrelazadas...Galimatías, guirigay;
algarabía, agitación sonora de palabras arrojadas al viento,
enorme e irrepresible divagación, pülulación infernal donde
cada palabra terminaba su carrera en el lugar común. Todo
este flujo, .este fluir, este fárrago se abatía sobre Flac, lo aplas­
taba con su masa, le imponía el fardo insoportable de un océa­
no de. lenguaje. Le transmitía, su peso. Una carga tan agobian­
te, tan: fastidiosa, tan opresiva. Tan maléfica. Flac había creído
saber, dónde estaba el enemigo: Yon; claro está. Yon el payaso.
Yon el amante, Yon el atlas del pensamiento, Yon el dilapida­
dor. de tesis,: etc.. Se había empeñado en desenmascarar al im­
postor. Había chocado con el pensamiento obnubilado!; el
pensamiento de la penetración del pensamiento,: y así sucesi­
vamente. ¡Pamplinas, sandeces, espejismos! Caído desde el
principio en el lazo. La novela, señor. La tragedia milenaria.
La quimera. Ahora lá peste empezaba a mostrar su verdadero
rostro. Demasiado tarde. La suerte estaba echada. Más que
comprobarlo, hacer el balance del desastre. La intrusión era
más insidiosa y su dominación más implacable.. Yon por aquí,
Yon por allá... ¡qué farsa!, ¡qué trampa! Su amor devorador, su
elocuencia zalamera y su pensamiento cautivante. ¿Y qué
más? Veamos, señor. Yon había sido tan sólo un agente de
transmisión, un engranaje de la maquinaria; ignorante él mis­
mo de la fuerza anónima que lo manipulaba y lo rebasaba por
completo. Fuerza tiránica. Flac sentía cada vez más intensa­
mente la. presión de. su tenaza, despiadada en el corazón mis­
mo de su mundo de soliloquios. Yon ya no era necesario; eso
funcionaba solo;. La máquina daba vueltas. Adentro. Giraba a
lo loco. Elaboraba, combinaba, especulaba. Maniobraba, tra­
maba, manipulaba.:Imponía, disponía, clasificaba. Notifica­
ba, intimaba, prohibía. La máquina del discurso. El Discurso.
El Amo absoluto. La Organización. Que dicta sus exigencias,
articula sus cambios, impone su jerarquía, instala su adminis-
tración. Lo coloca en el lugar del sujeto, ¡promoción! El Dis­
curso. Lo que habla, habla, habla. Por encima de todos los dis­
cursos y. de todos los pensamientos, a través de discusiones,
diálogos y monólogos, juicios; sentencias y opiniones. El dis­
curso infinito cuyo origen se pierde y cuyo fin se escapa. Lo­
cura furiosa que nunca, deja de. empujar a decir. ¡Diga! ¡Diga!
13.6
¡Diga! La orden, n o provenía de ninguna voz pero resonaba en
todas. Abierta ferocidad del pacto tácito que nos liga; a todos
en un malentendido sin solución. Vínculo de colaboración
forzada. Infestación de la cual seguimos siendo los propaga­
dores incluso cuando la: denunciamos.. ¿Y quién podría decir,
decir, decir aún más, si es el discurso el.que se. insinúa en no­
sotros o si somos más bien nosotros quienes nos abismamos
en él, si somos nosotros quienes lo ingerimos o si es él quien
nos incorpora? ' ,
r La certidumbre surgió bruscamente én Flac, sin adverten­
cia. Algo así como una fractura. Absolutamente calma.. Irre­
versible.. De repente escuchó. Por primera vez en su vida.,Una
voz indefinible, venida de ninguna parte, lé dirigía un mensa­
je. A él solamente. Lo hacía depositario de su revelación. ¡Oh!,
nadá muy extraordinario. No' era la voz de Dios llamando a
Moisés ni el grito terrible que desgarra las tinieblas. No.- Una
simple banalidad, algo trivial, una frase hecha, una expresión
redundante. Tres palabras. Un artículo, un sustantivo, un ad­
jetivo, en el orden habitual. Él escuchó. Se susurró con insis­
tencia en su oído: “el discurso común...” Más mi hálito que
una voz, pero muy nítido. Flac no experimentó ningún temor.
Quedó presó en ese instante. Aunque en realidad él esperaba
esta voz desde hacía mucho, sabía oscuramente que tenía una
cita con ella, que tarde o temprano' ella lo abordaría. El dis­
curso común... Al mismo tiempo que las palabras, Flac escu­
chó la significación del mensaje. Tan sólo le faltaba el verbo,
y éste cayó por sí solo,.en su sitio, para constituir la palabra
fundadora: “El Discurso es común.” Lo que quería decir, cla­
ro, que el Discurso, el Discurso con D mayúscula, lejos de ser
la colección, la recopilación o el depósito de todas las palabras
pronunciadas o el simple hecho de algo que se propaga entre
los humanos o; más aún, el desorden contradictorio, cacofó­
nico e insensato que constituye su apariencia, el Discurso es
una comunidad oculta. Tan oculta que nadie se percata de ser
su adepto, su partidario y su prosélito; nadie mide tampoco el
precio que tiene que pagar para beneficiarse del lazo, que se
instituye entre sus miembros. A tal punto aliviados por poder
verificar que son sus miembros. Por poder creerlo. Entonces
Flac sintió, tan nítidamente como una tormenta que se apro­
xima, el sordo bramido dél Discurso. Un martilleo. Un ruido

137
de botas. Se sentía un poco extraño pero a la vez carente de
toda duda. Rechazo a la colaboración. Claro. Definitivo. No a
esta porquería. A esta proliferación. A este embrollo. Y decidi­
do a no contentarse con odiar, con maldecir, con anhelar el
hundimiento, la desaparición, la combustión del pacto infer-
nal hacia el cual todo lo llevaba. Fin de los cálculos, los análi­
sis, las postergaciones. Las concesiones. Los compromisos.
Los pensamientos y los coloquios solitarios. Las canciones de
cuna o los aullidos contenidos. Las conmociones efímeras. To­
do el cortejo de falsas satisfacciones compensatorias. Termi-
nus. Pregunta: ¿había él apenas empezado a pensar, incluso a
hablar? ¿No había él desde siempre, a su modo, un modo que
valía tanto como cualquier otro, repetido, masticado, regurgi­
tado el discurso que le metían en la boca, en la médula, en lás
fibras? El discurso aprendido. El discurso inoculado. El dis­
curso común. Llamado común. ¿Común a quién? Á quién, si­
no a hordas de asesinos, de violadores de alma, de explotado­
r.es;p7l·
res del ·.~buen s~~~ffl?Ycl?•
g~g sentido, de chupadores gp~P~.oi;~s, de el? vida.
yida; ¿No
¿_r;JQ•.le
lehéi8í~l1~sí
habían así
· .· ~sustraído
w~r~~ígg~qfip' todo,)pff7<:i~·p~~.
pasó a paso, ?~?JJ~1~~1·a•
palabra· .ªa·Bpalabra,
~1~9r~yt()c!()lpci11e•
todo lo que· élél
~~11~él'9-P:e:
tenía que decir que r1(}·
cle9i#i~~e no ··fuese ~1es,.~·~común? 9.ÉCif
?II1.$l1). Y, por fin,~.l1'~ni9~
única pregun­
pr~gl1n.~
~~~~~)~~~~~t~~~~,~~~~~fl~~~f~~t4~i: 1#~~#~~i:;~~iiJ~~~!t>
ta: ¿estaba él enterado? ¿Participaba en eso? En este acuerdo
tácito y general, en este sobrentendido fundamental, en este
Iáiq·· cdel
lazo leL·~·sentido
?~tiBQ.~y de
c!e:·· ·la1·~·•. ·•.~imagen
fu.ag~·l1!9-l1S·
que.\~.(soborna
}b?r11~·tiLhuiljar1()Y·
ál humano.• 1yº lo
desvía de su propia palabra, le horada el pensamiento y le sus­
trae el alma para ajustarlo a Una forma común. Lavado de ce­
rebro permanente. ¿Qué quería él, Flac? La verdad. La ver­
dad... ¡Qué exigencia.' ¡Qué radicalidad en la voluntad de
existir! El señor era uñ caso. Si se imaginaba que se le dejaría
hacer, qüe se le dejaría decir... Si creía que alguien querría es­
cucharlo... La verdad es que estaba preso. Preso de él mismo,
es decir, de los otros que se habían instalado en él, que se ha­
bían insinuado solapadamente en sus palabras, en sus pensa­
mientos, por el sesgo del discurso que los ligaba a ellos, inclu­
so si este discurso lo volvía loco furioso. Los otros que lo
habitaban, lo acosaban, lo aterrorizaban y lo modelaban así)
poco a poco, a su imagen. Colonizado, vigilado y encarcelado.
A perpetuidad. Grillos, barrotes y locutorio. El régimen nor­
mal de todo detenido. ¡Oh! algunas singularidades, claro está.
Cada uno tiene derecho a ciertas singularidades. Así uno se
distrae, adquiere como una ilusión de libertad muy provecho­
sa para el sistema de la prisión: mientras más se cree uno sin­
gular, más se es dócil, en general. Hasta ese díá .Flac se había
conformado con el locutorio. Más o menos. Como todo el
mundo. Con quejas, suspiros y reivindicaciones habituales. Y
soliloquios en la celda. Él tenía su sistema en el interior del
Gran Sistema. En resumen, él había copiado. Hecho como.
Había llegado a ser incluso un artista de la mentira. ¡Sí! Un di­
simulador de primera. Nadá de verdadero en todo esto, esti­
mado amigo.
Ahora era necesaria ía explosión. Y con máxima urgencia.
Antes de que fuese demasiado tarde para existir. Cualesquiera
que fuesen las consecuencias, especialmente para él. Hasta lle­
gar a ser él mismo la bomba que haría estallar todo. Sin temor
de saltar con ella. Con tal de poner término al dominio de ese
proceso infáme, a esa ignominia que consistía en que otro ha­
ble o piense siempre en su lugar, cada vez que él hablaba o pen­
saba. En verdad, él no había dicho nunca nada de lo que tenía
realmente que decir. Que estaba solo, absolutamente solo. Que
tenía la impresión de haber muerto a la edad de siete años y de
haber sido englütido por un fantasma, apodado Flac, que ha­
bía usurpado su ser desde entonces. Seguramente lo tomarían
por un chiflado. Y sin embargo eran los demás los que estaban
chiflados. Chiflados normales. Chiflados en el buen sentido.
Hechizados, encantados por los sortilegios del Discurso. Bal­
buceando sus fórmulas, sus grimorios, sus runas, para respon­
der a una cierta idea de lo humano: quien repite, se repite, se
peipetúa. Debía haber en la lengua algo para hacer explotar es­
te cepo. Un cierto uso de las palabras. Un contrauso. A contra­
sentido. Una ruptura de la alianza que pusiese al desnudo la
obscena prostitución del vínculo de la comprensión, arruinán­
dolo, disolviéndolo, anulándolo. Que extirpase esta creencia.
Que interrumpiese esta misa. Y que desarmase él sistema de
una vez y para siempre. Entender, entenderse: preocupación
mayor, exigencia en todo momento, suplicio de cualquier pre­
gunta. Es lo único que hacen los embrujados, los acompasa­
dos, los comulgantes. Los entiendo. ¡Qué bien los entiendo!
¡Ah!, ustedes me entienden, ¿verdad? No entienden nada de na­
da. Apenas si aparentan. Para tranquilizarse, confirmarse, ga­
rantizarse mutuamente. Ahorrarse el gran espanto. Todos en la
misma longitud de onda. Con verificaciones telefónicas, radio­
fónicas, televisivas.. Formidable. ¿Pero cuál es entonces la na­
turaleza de esta onda común quedos subyuga? ¿Y su fuente?
¿Y su meta? La misma onda para todos. La corriente, el cable,
él duende electricidad. Enchúfense, veamos, enchúfense con
ustedes mismos. Nosotros somos ustedes. Los mismos;: Seme­
jantes.. Son ustedes semejantes. Yo soy mismo, tireres mismo,
él es mismo. Miles, millones; millones de mismos. ¡Sean un
modelo! ¿Me oyen? Sí, sí... ¡No! ¡Para nada! Sólo se escuchan
ustedes. Ustedes-mismos. Me han-preguntado ¿cómo te. va? .
¿Quieren saber? No; no quieren saber Para nada. Ustedes es- |
peran que yo conteste al tac-tac el mismo ¿cómo te va? Y des- .■■é
pues, ¡alto! No va, ¿Oyen? ¡No va! ¿Y qué es lo que no.va? Us- %s¡
tedes. Porque yo no los entienda: ¿Qué pretenden de mí? ¿Por :d
qué me hablan? Y por otra parte, ¿me hablan? Hablarme... 1
complemento de objeto directo. Nada de conocerme, que eso ¡I
no suceda, ¡horror! Reconocerme, éso sí. Reconocerse ustedes ?¡
en mí. Separar al extranjero. Integrarlo o eliminarlo. Ustedes |
quieren mi piel. Mi alma. Reducirme a do plano, a la superfi- |
cíe, al espejo. Quieren que yo les diga: les va bien. ¡Qué bien les ?!
va! Ustedes tienen la forma. La forma. ¡Y bien; no! Es falso. Les j
va mal, están perdidos, han renunciado. ¡Están fritos! ¡Poseí- Y
dos, modelados, jodidos! Los reconozco porque no los reco­
nozco: ¿Está claro? Intenten hacer otro tanto. Acaben con los d
remilgos. ¡Ah!, ¿no pueden? Es más fuerte que ustedes. Ya no ¿
son capaces de verificar el código. Constatar Homologar. El 4
código de acceso. ¿Acceso a qué infecta prostitución de la pa-
labra? Campanilla del teléfono... ¡Comunicación! Flac descuel­
ga con. un golpe, seco.
-¿Hola?... -pregunta una voz que no resulta desconocida. ;'i
El engranaje del mecanismo-. ¿Hola? ¡Hable! ¿Quién es us- |
ted? [Conteste! Identidad. Matrícula. Pase. Ahora hablé. /I
-¿Con quién tengo el gusto?... ~;
-¡Ah! eres tú, Flac. Aquí el padre Descombes... -Eres tú, soy 4
yo. Somos nosotros. Eres tú, por lo tanto soy yo. El intercam- ?
bio. El consabido póquer mentiroso-. ¿Cómo te va?... ]
-Le va... ¿acaso tiene algún malestar? .
-¡Ehh! No; me va muy bien. Pero iba precisamente a pre- :.;:1
guntaile...
-Pero yo ya me adelanté dándole la respuesta, ¿verdad? ¡ ?
-Es decir que... Bueno. Yo te llamaba... 1

140
-¿Es a mí a quién usted llamó?
-Bueno; de hecho, yo hubiera querido hablar con tu padre.
-É l no está; se fue a la Bolsa,
-¿A la Bolsa?... Bien; en.fin, eso está muy bien: Entonces
puedo hablar contigo; es lo mismo. Incluso, al fin de cuentas,
es mejor; '
-Sí, Usted le habla al hijo. Por el lado del padre. Es eviden­
te. La familia. La supuesta familia. Al fin de cuentas. La san­
ta familia. El complot infame por donde todo empieza. Naci­
do de. Nacido en. Nacido para. Etcétera...
-Flac; ¿Hay algo que no ya bien?
-¿Algo? No; nada. Un detallito. Una pequeña arruga en el
uniforme, una rotura en el pantalón... ¿Se me ve mal?

— Nada va bien. Todo ha sido falseado. Usted lo sabe. Es la


comunión de los santos.:.
-¿Qué pasa, Flac? ¿Qué cuentos son ésos? No te reconoz­
co...!. .
—¡Ah! ¡Por fin!
-Oye; te hablo muy en serio. Escúchame bien, Flac...
-Es lo que hago. Muy en serio...
-Debemos encontrar la forma de anudar el diálogo. Es muy
importante. Tanto para ti como para mí.
-Tanto como; sí.
-Claro; nosotros no estamos en la misma posición. Como
padre prefecto del colegio, debo tomar las medidas necesarias
para que se mantenga una cierta disciplina. Y, sobre todo, ve­
lar por la preservación de un cierto espíritu que es el alma de
nuestro colegio. Pero, como padre, debo consagrar por com­
pleto mi atención a cada uno de mis alumnos, a cada una de
las almas cuya suerte me ha sido confiada.,,
-Mi alma; el alma del colegio...”
-Sin duda, Flac, absolutamente. Desde hace meses has acu­
mulado amonestaciones y suspensiones. ¡Doce suspensiones
en cuatro meses! Y dos veces por tres días. Bien sabes lo que
eso quiere decir... Una sanción más y será la expulsión defini­
tiva, te lo recuerdo.
-Usted me recuerda mi expulsión...
-Espero que aproveches la posibilidad que te ofrezco. No
tengo ninguna gana de expulsarte...
-¡Pero si ya estoy expulsado!
-Flac; justamente te estoy diciendo que no.
-¡Pero sí! ¿No entiende que estoy expulsado de todo? Su pa­
labra me expulsa. En tanto que padre. ¡Expulsado! ¿Adonde?
¿Para qué? ¿Para quién?
-Flac, todo esto no puede hablarse por teléfono. Debemos
tener una entrevista personal. En mi oficina. Una entrevista a
fondo. No es el prefecto quien te habla; es el padre Descom­
bes. En estos últimos meses he pensado mucho en ti, ¿sabes?,
y muchas veces he rezado por ti.
-¿Y usted cree en sus rezos?
-¡Eso es lo más importante! Me alegra qué me hagas esta
pregunta, esta pregunta tan seria, tan fundamental. ¿Estoy yo
seguro de creer? ¿Seguro de mi fe? Dios mío, Flac, si tú supie­
ses cuántas veces me he hecho esa pregunta... ¿Y tú, crees que
no tienes fe o que la has perdido?..,
-¿Usted cree?....
-Pero, al fin de cuentas, ¿qué sabes tú? La fe es algo tan
obscuro, tan desconcertante. Y los caminos de Nuestro Señor
son insondables. Hay algunos que nunca se plantean una pre­
gunta, para quienes la fe es una evidencia; hay otros en cam­
bio que le dedican toda la vida, para quienes la fe es casi co­
mo un trabajo; y, después, hay otros, los menos, para quienes
la fe es un descubrimiento, una sorpresa, una gracia, ¡b a tra ­
cia, Flac! Nadie sabe cuándo ni cómo puede caer sobre noso­
tros. Hay que estar atentos, estar a la escucha...
-Sí; estar a la escucha.
-Por eso. quiero ,que tengamos al menos una entrevista.
Completamente libre. Mira: después de haber hablado con el
padre Lefort y con tus profesores, llegué a plantearme una
pregunta. ¿Será que nosotros, los padres, hemos.estado cie­
gos a los signos que tú nos dirigías? Tu indisciplina, tus pro­
vocaciones, sistemáticas, esta rebelión que manifiestas desde
hace algún tiempo, tu rechazo a las reglas y a los sacramen­
tos, todo se me aparece de golpe como un conjunto de fenó­
menos extraños, que .nos superan así como te superan sin du­
da también a ti. Me pregunto, Flac, y te pregunto...
-Me pregunto y te pregunto: es la misma cosa.
te pido que te hagas la misma:pregunta que yo...
-Sí; oigo bien. ■
-¿No será el modo tan particular qué .Dios tiene de interpe­
larte, de hacerte ver su exigencia de absoluto, de renuncia, de
autenticidad?
-¿Es entonces Dios el que me ha llamado?
-Quizá sí, Flac, ¿quién sabe?
-¿El Salvador?'’
-Para darte la esperanza y la confianza^ Flac. Para mostrar­
te el camino y la luz. Para abrirte a la fe, la que mueve mon­
tañas y realiza milagros..,
-¿La que une a los colegios y a la Iglesia en un único movi­
miento? .
-¡Sí; eso es, Flac! ¡Déjate llevar, déjate conducir por este lla­
mado! ¡Escucha el fondo de tu alma!
-Oigame, Descombes, Es usted un personaje bastante, nau­
seabundo. Usted me llama y usted me expulsa. Usted. Usted
me manda con Dios. Ésa es la expulsión definitiva. Quiere de­
cir: ¡al diablo! Usted nunca entendió nada. Soy yo quien lo ex­
pulsa. A su comunión, A su culpa. A su crimen. Usted, alas al­
mas, las asesina. Palabra de evangelio. Su lengua está muerta.
Es usted el que se salva, usted y. su porquería de colegio, re­
zando por mí. -Apenas terminó Flac de colgar cuando se pre­
cipitó su madre, con el rostro descompuesto- ¿Qué te pasa,
Flac? ¿Qué has dicho? -Flac la miró directamente a los ojos,
sin odio ni reproché, y le contestó-: Tú sabes muy bien lo que
me pasa. Pero prefieres olvidarlo.

Los departamentos se apagan. La soledad se agudiza. Se


anuncia la noche profunda.
Una mañana parecida a todas las mañanas. El sabor del calí
acido del refectorio, el cielo denso por el espeso humo de las
fiíhncas, el vapor nauseabundo de las fritangas, la espuma de
i á h f r T kUe 6 °^rero engu116 antes de ir al trabajo, las ca­
naletas turbias por las que corre un agua jabonosa... como en
todos los cuadros que arrancan una sonrisa forzada a los ñi­
ños desilusionados. Una mañana, Flac se va de allí. Sonrían
Se va a ninguna parte. Al azar. A la vida. Uníala. Por los pavi­
mentos, los bloques de cemento y de piedra azul, los adoqui-
nes pulidos, los .Ultimos adoquines. Flac se va de allí, ¡Aten-
C1 " ;,Sl le tlenf n afecto, es el momento de una última y
w f í 3 mlrada' ¿Ya pasó? ¡Bien! ¡Adelante! ¡Ah, el desdi­
chado. Es espantoso. ¡Qué espantoso! En semejante extravio
Nunca se hubieracreído que, Llegar a. Y decir que sus padres.
Sin una palabra. Un final tan. triste.
T ahora el. señor recibirá lo que .se merece. Apenas pasó el
umbral, aparece el acompañante/el repetidor particular Así
comienza. Para terminar. El inicio de la ultima partida. En la
noche profunda, pudiera repetirse. Sin gusto por nada. Y aún
menos por esta historia, permítanos la broma, señor. Franca­
mente... Basta de esta payasada de la palabra forzada, esta
queja, esta insistencia, este fondo lancinante de melopea en­
t r e c o r t a d a ^ furores, por sollozos y por gritos, estas salvas,
estas oleadas, estos repiqueteos. Artificial todo eso. Fabrica­
ciones. Sm una primavera, o primavera nula, ídem. El señor
avanza. Cubierto de escupitajos. Desnudo, deshecho, ridículo
Aquí está. Les pertenece. Chatarra para martillar una vez más'
Una última vez para acabar con esta farsa. Ahora el señor con-
esara. Ha llegado el momento. Fin del recorrido. Desollarse
ñasta la medula. ¡Anda, pendejo, ruega! Diste ya bastantes
144
vueltas. ¡De rodillas! Interrogatorio. Y sanción. Despiadada.
Hasta el cansancio, arruinado, exhausto. Hasta la verdad de lo
verdadero, auténtica nada certificada por notario. Saco de yute
envolviendo una bola de paja o de crines o de estopa, preíe- ¡
renda por la estopa, vaga forma humana con ima cabeza co­
sida encima, boca amarga, ojos apagados y todas esas eochi- {
nadas en el cráneo. Basta. Se comienza. Se termina. ¡Cállate! s
Soy yo quien hace las preguntas. El señor obedece. De todos :
modos, nunca hizo algo diferente. Lo único qué amó fue el yu­
go: Lo que veneró fue el mandamiento feroz. La férula, el g a -;
rrote, el látigo. Se imaginaba que se ños escaparía, qué se nos
escurriría entre los dedos. Sin secuelas. Presunción. Insensa­
ta presunción. ¿Viose alguna vez que alguien se liberase de sí
con tanta facilidad, con una corazonada? Le va a tocar. De una
vez por todas. Azotado a morir,

Lá calle Valmy. Edificios parecidos. Todo parecido. ¡Qué pare­


cido! Maravilla del parecido. Sonrían. Todo es parecido, te
maravillas, y un sol brilla en un cielo... Ya nada es verdad, tú
desapareces. Alegre de ahora en adelante, más o menos; en­
tristecido, ya nunca, comillas. Aceras, postigos, vitrinas. Pe­
queños comercios. Limpios. Convenientes. ¡Hola! lalá, Ialalá,
formidable. Panadería y confitería, mercería, papelería, zapa­
tos garantizados de cuero, perfecto, vestidos para señoras... Se
huele el pan fresco, el agua de colonia y los motores diesel. Es
tu calle, ¿verdad? Era. Pisos dé departamentos; Vecindades, :
parloteos, susurros en los pasillos. El del 44, en el primer pi­
so. ¿Cómo es qué se llamaba? Sí; eso es. ¡Ah, bien! ¿Y desde
cuándo? ¡No me digas! Los ruidos de la ciudad se mezclan, se
aglutinan, se confunden. Y lentamente se van apagando. Ru­
mor de fondo al cual tus pasos imponen su propió tempo. Sa­
bes que vendrá el silencio y que te acogerá. Vas hacia él. Sin
buscarlo. Allá vas. La calle desfila. A lá izquierda, el gran bu­
levar moderno. A la dérecha> el callejón que lleva a la plaza del
mercado. A la izquierda, a la derecha. Todo depende déí sen­
tido, pero, ¿tiene el cielo uñ sentido? Tü te dices por dónde ir;
es igual. No tiene importancia. Ninguna. Ya sabes lo que quie­
res; perderte. Perderte en camino. Librarte de todos, de todo
y de ti. Vé. Yo te sigo. Te seguiré hasta el fin. Estoy aquí, Flac.
Soy tu camino, tu vía secreta, tu cita ignorada. Mé transpór-
tas hasta ese punto al que llegaremos juntos. Sonríe. A la de­
recha. Atravieso la plaza tras tus pasos.: En diagonal. En la es­
quina, a la izquierda. Tú olvidas los itinerarios, los nombres,
los lugares que ¿reías conocer. De ahora en adelante todo es
desconocido. Tú vas por delante, desmontas, penetras en el
nuevo mundo. Con grandes zancadas. Abran paso. Tú trazas
la frase. La calle virgen, la calle blanca, la plaza desierta. Nun­
ca poblada. Ésta y todas las que seguirán. Las calles, las pla­
zuelas y los parques* las galerías, los puentes, las pasarelas.
Unos pasos de vals, uno-dos-tres, el último vals. Para.saludar.
Te deslizas, pies alados* ojo al cielo, alma como nube. Giras,
viras, vuelas, escapas. Hasta el fin de las calles. Hasta el terre­
no incierto. Hasta la tierra de nadie. Ingrávido. Eternamente.
Canten.

¡Bueno! Señor, ¿parte, se despide, como si se fuese solo? ¿Y


entonces, su coloquio, su orquesta interior, su mundo? Alto,
amigo mío. ¡Alto! Tome nota de las instrucciones. No se pide
su opinión; Se piensá por usted. No lo olvide; usted es nues­
tro juguete. En consecuencia, el señor debe proceder de in­
mediato,
-¿Qué debe hacer?
-Proceder. La palabra es muy clara.
-¿Pero cómo?
— Siempre hay que explicarle todo. Ofrecerle las palabras,
darle las órdenes, indicarle las actitudes. Dónde poner los
pies, qué hacer con las manos. Relatarle su deseo abyecto. Sí;
su miserable deseo. ¡Qué tipejo!; ¡Y bien!, digamos que ha de
condenarse de la manera más vil.
-¿Que se denuncie?
-Entre otras.
-¿Que se revuelque en el lodo?
-Que él encuentre las palabras.
-Las fórmulas, los decretos, las sentencias. Las listas. ¡Ahí
¡Las listas!
-Sí; en términos precisos y circunstanciados,
-¿Que se rebaje?
-Cada vez más.
¿Que se prosterne?
-Sin límites.
Qué se degrade, denigre, prostituya? :
-Hasta conocer la alegría. La alegría obligatoria.
-Perfecto. Vamos a escuchar al señor, al señor recluso.

Hablar solo. ¡Qué ocupación!... Un muchacho raro, en el fon­


do. ¿También usted? Como si hubiese alguien que. Se hubiera
debido. Quizás. Pero quién hubiera podido dudar que. El far­
macéutico se cruzó con él en la esquina de. Escuchó pero no
entendió lo que él. Lo vio dirigiéndose por ahí. La calle... Tú
rodeas el muro del recinto de la cárcel. Eso es aún motivo de
habladurías, ¿no? Tú dices a toda velocidad: detención, reclu­
sión, contención. Y también: cautiverio, perpetuidad. Dos pa­
labras: respuesta para todo. Sonrían. Caricatura de fortaleza,
esta cárcel. Masiva, severa, ridicula. Su pretensión de asustar.
Murallas, troneras, camino de ronda, almenas, torretas en las
cuatro esquinas y torre central erizada de proyectores. Gárita
a la entrada, rejas y puerta cochera de fierro negro. El edificio
central, visible desde una cierta distancia, agujereado a inter­
valos regulares por ventanucos cuadrados. Detrás de los ba­
rrotes y de las rejas, algunos rostros, manchas descoloridas,
espectros imprecisos volteados hacia el espectáculo de la ciu­
dad. Quizás se miran. Los asesinos. Los delincuentes. Los de
manos que han apretado cuellos, blandido hachas, gatillado
fusiles, Cuatro por celda. A veces seis. Úna caminata al día. La
aprovechan para. Pese a la vigilancia. Y entonces, entre ellos,
una vez cerrada la puerta de la celda. Un guardia habló. Le di­
jo a su mujer que. Ella lo repitió. Se sabe. Oficialmente no se
dice nada: Be todos modos es terrible. En el centro mismo de
la cárcel. Sí; en la enfermería. Sobre todo los jóvenes. Mejor
no pensar. No se puede hacer nada. Ya no hablemos de eso. Tú
caminas a lo largo del muro. Vistazo interrogativo a la izquier­
da, en dirección al barrio sombrío. Todos los anuncios apaga­
dos. Los neones rojos, los azules y los rosas. Cortinas cubrien­
do las vitrinas. Las chicas duermen, sueñan quizás, y en las
aceras los basureros esperan. Tú cruzas.

Así sucederá. El señor rivalizará en virulencia con la fiscalía,


para su gusto siempre demasiado clemente. Aportará las pie­
zas decisivas, las pruebas y las calificaciones. Sí; finalmente la
tentación del sufrimiento ganará por ser la más fuerte. ¿Qué

147
podría entonces el señor? Reprochárselo, como no deja de ha­
cerlo, lo llevaría a una pena aún más cruenta. La cual, por
cierto, lo exaltará, lo embriagará, lo inundará de entusiasmo.
Y le impondrá una ferocidad mayor. Por fuerza. El círculo se
habrá cerrado. Solo. Automáticamente. Y vuelta al punto de
partida. Paciencia. El señor comprenderá, terminará por com­
prender. Sólo le queda dar \oieltas en redondo. Y ésto es algo
que él ama hasta la obscenidad. Ninguna ilusión, querido
mío. Sin salida. Es la vida. La vida del señor.
-Los hechos son abrumadores.
-Sin discusión. Pero el señor se abrumará a punto tal que
las palabras sobrepasarán a los hechos.
—Mostrará su bajeza, expondrá su torpeza, confirmará su
deshonor.
-Y concluirá que necesita castigarse por su desgracia. Sú
permanente desgracia. Su pecado de desgracia. Imperdona­
ble. Sus delicias insalubres. Esta amargura con la que se hace
gárgaras estruendosas.
-Esta miserable tristeza. Y esta maldita violencia que sólo
puede volverse contra él. Esta pasión por el dolor. Inextingui­
ble.
-Sí, Y esta complacencia en la narración mil veces mascu­
llada de lo qué el señor llama su vida; Su vida; ¡Por Dios!
;— Las escenas. Las famosas escenas. ¡Este airé de heroísmo
vengador que se desvanece fascinado por la taza de los W.C.!
Todo este magma dé inútil vocabulario. Carnicería. Deyeccio­
nes. Y el cascabeleo familiar. Ese padre que no lo es. Y, sin em­
bargo, hay que aceptar su desafío. ¡Qué originalidad! La ma­
dre que no se decide a delirar, Y sir Alfred embalsamado
detrás de sus biombos. El amo del mundo. Increíble. Dan ga­
nas de llorar por tanta estupidez.
-Pero el señor no podía soportar ser un cualquiera. Salido
de la turba humana, como todo el mundo. El señor debía ser
una excepción. Un cénit, un superlativo, un archi. Superreac-
tivo. Fuera de concursó. Sin par. El señor sé afanaba por esca­
par a lo mediocre. La isla sin ribera, ¡ah!, ¡ah!
-En el fondo, el señor fue siempre un mentiroso. Un mén-
tirosillo. Un .fabulador, un simulador, ün esbozo de mitómano.
Sin envergadura. Un charlatán. Un pesado.
-Calculador, hipócrita, taimado.
. -Pilló, astuto, cobarde; Continuemos; enumeremos, acu­
mulemos. Arrojemos las palabras a la cara def señor, tal como
a :él le gusta hacer consigo mismo. Puñados de arena para, en­
ceguecerlo. Y mientras se frota los ojos, ¡hop!, pasemos por
detrás dé él, dejémoslo abandonado en su laberinto. O dejé­
mosle creer que está solo allí. r -v
-De todos modos, no podrá salir. Ni con nosotros ni sin no­
sotros. Allí se vá a quedar. Dejará su carne a los gusanos y su
alma al viento.

Un poco más lejos, en la.esquina, frente a la estación, los kios-


kos del periódico local. Todas las páginas del diario expuestas
tras los cristales. Hay cristales por toda la ciudad. Los crista­
les con las páginas en las que tú compruebas, desolado, que
nunca aparece ni aparecerá jamás texto alguno. Cuadros ne­
gros borrados. La ciudad, uno se borra en ella. Uno se calla.
Así es; las ciudades están muertas en este país. Y las nübes no
les dan más que algunos resplandores. Es un triste país. Se re­
nuncia a sonreír. ¿Sonreirá qué? Quizás a esas hojas que se
exhiben tras los cristales. Vengan, lean. Aquí es donde se les va
a decir eso que, donde, cuando. Sí, sí. Un diario es algo serio.
No cualquier cosa sé cuenta en ellos. Sólo las cosas importan­
tes. Las mil y una formas que muestran el gusto del hombre
por ló crapuloso. Y las diez mil que adopta para no ser un
hombre. Filosofía inútil. Prendamos la radio. Pasemos al
rock. Todo esto era tan solo una charla. Sonrían. Tú cruzas el
puente sobre el canal. En el medio, te detienes. Nunca miras­
te verdaderamente este canal que ves todos los días. Es él mo­
mento de llenarte los ojos con él, de clavarle tu mirada, de
ofrecerle el reflejó de ese que tú abandonas; Sus muros de ce­
mento grisáceo en los cuales se deslavan las consignas y los
llamados a la lucha, los grafitti obscenos y las proclamas: de
amor. Las palabras vanas que se escriben cuando están des­
gastadas, los gritos périmidós, los pronombres olvidados. To­
dos juntos, sólo tú, hijo de puta o puto, para acabar pronto. El
camino de sirga donde mean los borrachos y los perros calle­
jeros. Las barcazas con sus vientres vacíos que él lanchero ali­
menta con esperanza usando la gran brocha y la pintura ne­
gra, espesa, con olor a alquitrán. Que se parece á todo rúenos
al agua. Río desfigurado, agobiado y viscoso. Torrentes de bi­
lis de las fundidoras, evacuación muerta de los toneles y de las
fábricas, corriente de duelo, orines vergonzosos por donde se
diluyen las manchas irisadas de aceite cuyas pequeñas ondas
extenuadas cítocan contra lós bordes en placas espumosas
mezcladas Con detritus imprecisos. ¿Quién tendría la fuerza
para? Aun en el Colmo de la desesperación. Séría seguramen­
te de noche. Sí; en la Oscuridad. O en lá niebla. Cuando no se
ve nada. Aun así. La idea de. ¿Y cómo se la tiene? Por azar. En
la esclusa. ¿Tan lejos? Más allá de la fábrica de químicos: Las
turbinas. El cuerpo estaba. Seguro que las hélices. Es atroz.
Una mujer tan buena. Y el hijo, ¿se da cuenta? Eso fue loqué
la decidió. Sí; sin duda. No hablemos más. No. Tú te apartas
del parapeto: Vas hacia la estación. Al amanecer compras el
diario, sin saber por qué. Y luego te diriges a la estación de au­
tobuses. Con muchas ganas;

-¿Lo ha notado? Éi no contesta.


-No se;preocupe. El señor se inventa una nueva historia.
Eso es todo. Una más. Para incluir en el catálogo. La aventu­
ra. Con A mayúscula, claro está. Yo ya no me sentía guiado
por los remolcadores, etc... Uno sabe como corre al. Fracaso,
ATo mejor, en el juego de pista. El señor hace cuentos. Toda-
. vía. Como si ño supiese. La fuga, ¿me entiende?
— La gran fuga; eso es. Allegro risoluto. Cree que nos hace
caminar. Le va a costar caro.
-Al final de la carrera; sí. El máximum.
-Lo habrá buscado bien.
—El final ignominioso. La caída prometida. Inscrita desde el
comienzo. '
-Mentir, mentir, mentir. Ya ni siquiera se da cuenta. Ha per­
dido toda compostura. Se ha envuelto en tal nube de palabras
que ya no sabe ni adonde va. Se perdió de vista a sí mismo,
-Para nuestro mayor placer, querido mío.:Imagínese el ins­
tante de los reencuentros, el fin de las ilusiones, la confronta­
ción inevitable,El espejo que devuelve al héroe el ajadó rostro
de su miseria. Su vanidad grotesca...
-¡Ah! se hundirá..:
-Sí, Y en la extrema cobardía. Cautivado por su imagen
irresistible. Aspirado al corazón mismo de la mentira univer­
sal. Se descubrirá como filmante obligado de todos los comer­
cios de la palabra. Cómplice de las dobles alianzas. Convoca­
do a fingir hasta la solución.
-La solución... sin solución. Otra vez en los carriles de to­
dos, Usted tirándolo y yo empujándolo.'-ri .
-Simple actor secundario en la farsa. Obligado a jurar fide­
lidad a los acuerdos, a las componendas y a las eoiúraverda-
des, a las distorsiones, a los perjurios y a las retractaciones. A
menos que... ■
—A menos que, desaparición. Sin huella; Nos ha dejado.
-Lo atraparemos. Y lo romperemos.
-Sí. Le caeremos encinta a brazo partido. Y le asestaremos
la paliza de su vida. Lo moleremos a palos. Le recordaremos
loquees.

Ya está. Te subiste al autobús. El primero en detenerse. Ni si­


quiera te fijaste en el número. Digamos el cero. Sales en el
cero. Sonría. Arranca. ¡Ruede! Con los anoraks de lienzo
grueso^ los sacos de terciopelo remendados en los codos y las
oscuras cazadoras de cuero con cintas. Con las pequeñas
mochilas de tela engomada o encerada que se cargan a la es­
palda. Con boinas y gorritos, nunca sombreros); jamás. Con
pesados botines y enormes manos que lían un cigarrillo de
tabaco negro entre tres dedos, a la perfección, por amor a la
tarea bien hecha, a la cosa bien terminada. Y las que descar­
gan un naipe sobre la rodilla de su camarada acompañando
el comodín con una enérgica grosería. Con risotadas que sa­
cuden los bancos y se propagan a lo largo de los pasamanos.
Con los breves intercambios de opiniones puntuadas con un
empaque sentencioso, palabras de sabios sin época, oráculos
lanzados en ún dialecto incomprensible, arrancado a la vez
al lodo viscoso, a las riñas de gallos y ai escaso aliento de los
viejos mineros. Con los virtuosos del chillido con dos dedos
en la boca que rivalizan por la cantidad de notas. Con los co­
dos y los hombros que te cierran el paso y que hay que atra­
vesar sin timidez ni brutalidad. Como un hombre. Que ocu­
pa su volumen, éso es todo, pedir excusas sería ridículo. Con
las espaldas jorobadas de los más viejos, y las cargas inscri­
tas en la frente, y los sueños que se han ido ya de los ojos de­
jando en ellos ojeras de pesar. Te ven llegar. El mequetrefe, el
burgués, el colegial extraviado. El extranjero mezclado con
los trabajadores de las fundiciones, de los cementerios y de
los talleres de electricidad,

-¡Mírenlo! ¡Mírenlo! Éste. La pinta que tiene. Esas piernas


flacas; ese cuello escuálido, esos dedos como fósforos.
Y ese constante aspecto de bobo.
-Ubicado, señor. Vamos, preséntese.;Atrévase. Alce los ojos.
Expliqúese. ¡Diga! Está perdido. En su lugar. Usted usurpa.
No vale la pena que se esconda, que se haga el discreto, que
adopte ese aire dé anguila escurridiza.
-Todos los proyectores le apuntan. Concierto de burlas.
“¡Muñequita! ¡Mariquita!
-Camaradas, por favor, un momento de atención. Tenemos
con nosotros una curiosidad. Un caso. No se lo pierdan.
-Una excepción local. Infinitesimalmente local,
-No entiende nuestro idioma. No conoce su ciudad. Apenas
su barrio.
-Solamente su terreno. Y de allí el señor juzga al mundo y
a los tiempos; Y se halla tan solo. Comprenden ustedes. Abso­
lutamente excepcional. Único.
-Pero los pensamientos, las idéaselas palabras. Las colec­
ciones. Lo inédito., Lo sensacional. Les enseñará todo.
-Un charlatán más. No se pierdan la ocasión. Rodéenlo.
Háganlo hablar. No pide otra cosa que parlotear.
¡Te escuchamos, buey!
-¿No dices nada? ¿Rehúsas la invitación?
-¿Sabe bailar, al menos? ¿O cantar? Esperaré... de día y de
noche... esperaré, siempre esperaré.:, ¿entonces, silbar las to­
nadas?
-No, no, no. ¿Se dan cuenta?
-¡Fuera! ¡Saquen al babieca! Nos insulta.: ¡Vayan, golpeen,
peguen, patéenlo! ¡Quiébrenle los dientes! ¡Rómpanle el alma!
¡Mátenlo!; .

Siempre la radio. Los dos lunáticos que vociferan. Los ecos de


disputa, el llamado permanente al orden. Al orden absurdo.
Con una maldad sombría. Infatigablemente sombría. Desde
hace tanto tiempo. Desde hace tanto tiempo. Te dejas caer en
el asiento, hasta el fondo. Y tu carga de palabras y tu bolsa de
hiel. La ciudad desfilarse estira en un arrabal sórdido. El au­
tobús vibra y golpetea sobre el pavimento hundido por los ca­
miones de carga. Las velocidades que cambian con dificultad,
en tres tiempos, los piñones que crujen. Las nubes se impreg­
nan con hollín. Y tú bajas muy lentamente. Muy lentamente,
tú bajas. En el vacío. Te abandonas poco a poco. Te despojas,
te separas. Con una mezcla de gravedad y desinterés. Adagio.
Casi con gracia; ¿Qué pasa? Aquí estoy, Flac, contigo. Por pri­
mera vez me sientes cerca, sin saber quién está ahí. Te asom­
bras y apruebas, Muy discretamente. Que así sea, sea, anda,
está bien. En la noche profunda, ¿verdad? En el interior, toda­
vía más hacia adentro. Te. retiras. Hasta el punto en que sólo
queda la abertura de un desierto infinito; la blancura ávida de
una página que espera, el silencio en el que todo puede adve-
nir. Donde la palabra nace como un milagro, murmullo deli­
cado en el límite de la: extinción, flecha disparada por uñ im­
probable arquero sin otro blanco que su propio origen. Y te
hundes en las fauces de.u n ,coche negro bajo un cielo plomi­
zo. Te adormeces en el compartimiento de un tren nocturno,
acunado por el ruido regular de las bielas, fatigado, fatigado,
fatigado. Te atontas mirando trigales peinados por el viento
mientras un cuervo levanta vuelo con aletazos potentes y pe­
sados. Por ejemplo. Sonrían. Junto al viejo trabajador que
cuenta a sus compañeros: "Entonces tomé las pinzas más
grandes y ¡crac!, estás muerto, dije, y todo se apagó,.., pero yo
estaba en el fondo del agujero y llamaba, llamaba, sin que na­
die escuchase..." Lo que sigue se pierde en medio de las risas.
Lo que sigue, eres. tú.

Una mañana parecida a todas las mañanas. Ya está. En cami­


no hacia las fábricas, los talleres, las forjás, las usinas, las chi­
meneas, los hangares. Sin premeditación. Tan suavemente, en
el fondo. Por el dédalo de los viejos barrios. A través de las
aglomeraciones ruinosas que han perdido la vida y las ciuda­
des uniformes que nunca la recibirán. Te alejas y te acercas.
Con un mismo movimiento. Atrapado por el llamado indesci­
frable del país desfigurado donde las hierbas se marchitan y
las cabañas dedos mineros se adoimilan. Quizás. Atraído ha­
cíala zona ulcerada con el vientre abierto a fuerza de perfora­
doras y dinamita, hacia los monumentos devastadores y colo­
sales de los que se elevan sinfonías de compresoras de
chatarra. Es posible. Tú ya no sabes nada; tan sólo que te vas.
En el hueco de la noche, ininteligible e ilimitado; A til alrede­
dor es la hora en que se abren los periódicos. La tinta fresca
mezcla su Olor ácido y tenaz a los relentes de tentempiés y de
brillantina. Poco á poco la seriedad retoma. En los pequeños
gnipos. Las expresiones se coagulan. Se calculan las apuestas,
se: imaginan loterías fabulosas, se preparan suavemente los
ajetreos de la jornada. También tú despliegas el periódico,
compones gestos de obediencia, té asocias al rito. Frotamien­
tos acompasados de hojas que uno arruga y sacude cotidiana­
mente. Contagio insidioso del discurso común que corre des-
de los ojos hasta el índice, y del índice a la lengua húmeda
dejando en ella su sabor a polvo. Comunicados en letras acei­
tosas que manchan las manos y empañan las miradas. Ocho
columnas, .ciento veinte líneas, veinticinco mil signos por pá-
gina, un millón de signos cotidianos. ¿Y por cuantos ejempla­
res habría que multiplicar? ¿Cincuenta, cien mil? Cien billo­
nes de signos que cada día acaban en el basurero. Sin interés,
sin importancia, así es la vida. El accidente, la guerra, los tes­
tigos relatan, el ministro declara, los partidos de oposición,
nuevo escándalo, las cifras, la princesa del brazo de, se dice
que, hay esperanzas de, dos a cero, algo nuevo en el trata­
miento de. Sin duda, y después de todo. En Un rincón de la se­
gunda página, por ló menos. Décimo aniversario de la catás-
trofe de. El último pozo. Ese nombre evoca el recuerdo.
¡Vamos! Un último recuerdo. Para terminar. Una imagen de
masas abrazadas por dioses oscuros, una erupción de locura
la tragedia descarnada y virulenta. Cientos de mujeres que se
apnetan contra las rejas, contenidas por los gendarmes a ca^
bailo. Las esposas del carbón, con ropas y mantos negros.
Siempre viudas en ciernes. Lágrimas, gritos estridentes, esce­
nas de desmayo, caballos que piafan y resbalan sobre los ado-
quines relucientes. Tú permaneces apartado, apoyado sobre
tu bicicleta, clavado por el miedo y la vergüenza. Como una
mirada aviesa y golosa encajada sobre las bodas de la mina y
la muerte. Bodas italianas y polacas en un baile gimoteante y
úgubre; Bodas negras. Negros los ojos, negras las pañoletas,
negros los cascos, los uniformes y las sotanas, negras las lágri­
mas surcando en el hollín por esos cuerpos sofocados en las
galerías subterráneas. Y la humareda opaca que sube desde el
pozo hacia un cielo indiferente. Y los ojos girando de espanto
que fijan la grúa enorme, inmóvil, en la cúspide de su gran su­
porte. Y tus zapatos deportivos, sobre el pedal, con sü insolen­
te blancura, lúbrica del autor en el margen de lá memoria, si­
ga. Y prosiga. Página cuatró, miscelánea. Hazañas, proezas;
crímenes, anécdotas. Grandes hechos y pequeños gestos. So­
mos todos inocentes. Inclinémonos ante los hechos. El domi­
nio de los hechos. Hechos realizádos. Agenda de los famosos
de un día, de textos que abortan en espacios de relleno, de no­
velas que nunca se escribirán, de relatos que se diluyen eñ el
limbo. En frente, página cinco, las columnas necrológicas.
Reuniones en velatorios. Reuniones. ¡Ah!, el cuerpo de un
adolescente encontrado en un callejón abandonado. Después
dé haber sido torturado, violado, mutilado. Durante horas. No
lo imaginemos. No. El médico forense opina. De hecho. Cri­
men atroz, epíteto. Familia consternada, atributo, indigna­
ción, calificada como general. Se agrupan. Comunión én tor­
no al sacrificado. ¿Dónde es eso, exactamente? Donde se dice.
Recuerda el nombré.

Ahora el autobús sigue junto a los rieles del tren. ¿Y tú dónde


estás? Se rodea la estación con silos donde se amontonan fi­
las de vagones, de furgones y de camiones. Ellos llegan al caer
la noche. Se hacen señas con linternas. Tienen un código. Es­
to: sucede en los coches viejos, los de tercera. ¿Con sus bancos
de madera? Sí. Únicamente hombres. Incluso hay algunos
que. Lo más común es que no se conozcan. Es lo que se dice.
Un rayo de luz para iluminar sus rostros y con eso basta. A ve­
ces a cinco o seis. Jóvenes, viejos. De todo. En lo oscuro, ¿ve?
Parece que. Sí, Y él también ¡Dios mío!, ¡el que tiene ese mu-
chachón! No hablemos más de éso. No; mejor no saber. Se pa­
sa por encima dé las vías a través de un puente cuya estructu­
ra en arco fue pintada hace poco de un gris plateado casi
fluorescente. Imagina, bajo la luna llena. Y después se vuelve
al canal siguiendo una larga recta. Rueden. Ya no es la ciudad
y todavía: no es otra cósa. Sé ven pasar racimos de casas que
se dirían abandonadas, cocheras, ventas de llantas de ocasión
o de material eléctrico; empresas de camiones, carteles dónde
se lee "construcciones”, anuncios de vino Dubonne! que se
descascaran sobre un incierto almacén, un cementerio de co­
ches. Los muros son cada vez más feos, las fachadas renun­
cian a las apariencias, la materia se desnuda, el tabernáculo
revela su oquedad. Y tú, tú caes. Los obreros se amontonan
sobre ellos mismos, guardan los naipes, verifican las mochi­
las, vuelven a ajustarse los amplios cinturones. Llegan. Tú
caes y yo estoy allí, cada vez-más cerca. Pronto, creo, vamos a
confundimos. El joven asesinado. ¿Estaba vivo todavía en el
momento de la caída? ¿Sintió él cómo caía? Arrojado, quizás.
Cuarenta metros de alto. ¿Cuántos metros por segundo? ¿Rá­
pido como qué? Cómo.: Como. Como..:

-] Bueno, señor! ¡ya estamos! Finalmente, el momento de la


verdad, ¿rio?
-E n nuestras manos. Cayó solito, amigo mío. ¡Hola!, esti­
mado amigo, [despierte! Ya es la hora.
•^¿Escuchas?;El llamado del oscuro sacrificio. Irresistible.
v-La tierra, lo negro, las entrañas te hacen señas. ¿No dirás
que no, verdad?
-Déjate cautivar. Por ti mismo. Por tu pecado más deseado.

Es el último debate. Ahora el fin es inminente. Yo lo sé. Tú lo


sientes, Yo, tú. Aparecen los edificios gigantescos, cemento,
planchones y ladrillos sombríos. Rodeados por pilones. Surca­
dos por vagonetas que se bambolean sobre sus rieles hacia los
andenes de carga. Con filas de grúas esculturales, de chime­
neas desmesuradas y de torres de aluminio. Y montañas de
cemento, de arena o de chatarra. Todo gira, rueda, trabaja. Y
se escuchan estruendos de metal, explosiones de vapor, rugir
de motores y los roncos estertores de sabe Dios qué pulmones.
Haces de chispas amarillas y rojas, relámpagos azules que las­
timan los ojos. Por todas partes humo acre, olores sofocantes.
Fin del recorrido. Todos bajan. Por un momento te quedas pa­
ralizado. Los obreros se dan tiempo para encender un cigarri­
llo y se precipitan hacia su reirio de truenos, de llamas y tinie­
blas. Los ves alejarse, tragados en grupos por los portones. Te
apartas. Estás solo al borde del camino. Él país interior te
abre sus vías. Te reclama. Es un habla inarticulada, una voz
muda, una canción inaudible. Es una danza inmóvil. Eterna­
mente. Ven. Ven. Podrías sustraerte, dar media vuelta. Pero
quieres entregarte á lo desconocido. Ir hasta el corazón de la
invocación secreta. Consumirte en él. Su exigencia es la tuya. Di­
ces sí. Hacia adelante- los últimos kilómetros. Adelante. Ade­
lante. Hasta el fin. Detrás tuyo tocio está ya deshecho, los nu­
dos : desatados, las amarras sueltas. Has salido del mundo
gastado, has dejado el desastre original y ha reventado ya el
infierno de las palabras mü veces rumiadas. Se acabó. Ya no
volverás. Entras en la corriente más segura. Te escurres en el
ritmo de tus pasos. Nada hay por delante. Nadie. Ningún pai­
saje. Tan sólo tus pies que hacen crujiría grava, chocan con
piedras o levantan algo dé polvo. En el caso de que hubiese
grava, piedras; polvo. Da lo mismo. Caminas. Por fin sustraí­
do a la ecuación general. La cabeza en las nebulosas y las ma­
nos en los bolsillos. Resuelto. La mirada en el vació. Todo
piernas, hasta en el alma. Las variaciones Diabelli, todas. Ün
vals para reír, uno para divertirse; uno para desafiar las estre­
llas. Urio-dos-tres. Y una pequeña fuga, muy ligera, para con­
cluir. Ven. Estoy cansado de llevarte. Ahorá ya no estamos le­
jos de la meta. Ño te detengas. Baila, baila, vuela. Te amo
tanto, tú qué eres tan difícil dé amar. Ya estás. ¿Tenía tu edad,
verdad? El joven. ¡Ah! La caída del ángel. ícaro tragado por el
cuadró océano. Aún piensas en éso. Último pensamiento. Un
salto supremo y el canto lancinante de lo sublime y la loca
hermosura del abismo. El cuerpo, transformado por el sufri­
miento indecible, que da volteretas en el vacío, embriagado al
dar carne a la palabra nada. El sueño celeste de un ser abso­
luto: soy lo que nadié nunca sabrá, soy la palabra y la cosa
unificadas, el revés de la vida, el violento párrafo de nada qué
destruye el texto. Etcétera. Pero al cadáver, resto desmayado
del vértigo fulgurante, ¿cómo lo envasaron? Esos miembros
rígidos y dislocados qüe ño entran en el ataúd. A veces, se di­
ce, hace falta partir los brazos y las piernas de los muertos.
Hay gente que hace ese trabajo. Imagínate: tres quiebra-muer­
tos borrachos azotan al cadáver recalcitrante con barras me­
tálicas. Hasta dónde lleva el pensamiento. Escenas, frases,
axiomas. Divagaciones. Y a veces risas forzadas. O lágrimas,
qué importa. ¿Ños detenemos aquí?

Por supuesto, tú acabas por llegar. Al lugar indicado. La anti­


gua cantera de granito. Abandonada, como decía el diario.
Nuestra cita. Vas directo al borde. Contemplas la grieta gigan­
tesca, la tierra salvajemente despanzurrada, las entrañas roco­
sas puestas al desnudo. Las estrías y los agujeros, las marcas
de los córteselas paredes transformadas ñ n pilas de cubos ti­
rados. Y, muy en el fondo, el;agua negra que se acumula en
medio de los escombros, estanque de sangre opaca. Recoges
un guijarro, lo dejas caer y cuentas. Cuatro segundos. Te que­
das inmóvil. Respiras. Te invade un gran silencio. Mi silencio,
tan fuerte, bueno, libre. Aquí estoy, Flac, Es lo prometido. Pa­
sa un tiempo, se^ ínstala, sin transcurrir. Todo un tiempo. Y
luego, muy rápido, con grandes zancadas ágiles, das diez pa­
sos hacia atrás. Y te detienes una vez más. Yo miro al cielo, a
las rocas, al borde del acantilado. O son ellos quienes me mi­
ran. Palpo la certeza. Entonces cierro los ojos y camino sin he­
sitar. Tino, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve.
Abro los ojos.; Yo te veo como tú me ves. Resplandeciente. Ní­
tido, Primero el viento. El soplar de un viento formidable. Y
un cielo azul sin límites. De un azul como jamás se ve. Casi de­
masiado azul. Cielo azul que se apoya sobre la tierra, quizá so­
bre Ja arena. La arena o la tierra, hasta el infinito. Desierto
ocre y desierto azul que se desgarran el horizonte. Y el viento
barre el suelo con una nube de polvo, o de arena, o de tierra,
de una punta a la otra. El desierto infinito asciende en torbe­
llino hacia el firmamento. O tal vez es al contrario. Y en esta
voluta de brisa luminosa, recortándose sobre el fondo tan
azul, un viejo andrajoso, sentado en una cama oscilante, con
patas de metal oxidado y colchón de lana todo agujereado. Un
viejo. En la más completa indigencia. Solo. Mezclado con el
viento, la arena, y el cielo, estatua de polvo en el calor desha­
bitado. Sin otra posesión que su libro, tan viejo como él, del
cual descifra las páginas con paciencia, disputándoselas al
viento. Escuchen. Es una mañana parecida a todas las maña­
nas. Y en el desierto amarillo, en el cielo demasiado azul, en­
vuelta por el soplo del viento, se alza una voz desnuda y can­
ta con dulzura. Una voz que se pierde y que se obstina. Yo la
oigo, no la oigo, la oigo. Llego al final. Nunca quise otra cosa
que esta mañana. Imagino. Quiero decir, no, nada. Adiós...
POSFACIO:
LA ESCRITURA COMIENZA DONDE
EL PSICOANÁLISIS TERMINA, ,

La p alab ra es u n p arásito. La p alabra es u nrecubrim ient.o (pla­


cage). L a.palabra es la form a.de cáncer que afecta al ser h u m a­
no. ¿Por qué ü n hom bre llam ado norm al no se d a cuenta? Hay
algunos que llegan incluso a sentirlo...
jacques lacan, Sem inario del 17 de febrero de 1976

Wenn wir wenigstens. bei uns oder bei unsergleichen eine dém
Dichten irgendwie venvandte Tcitigkeit auffmden kónnten! . .
SIGíMUND freud , Der Dichter und-das .Pkantasieren
G. Werke, vi¡, p. 213

[¡Si al m enos pudiéram os d escubrir en nosotros o-.en nuestros


pares u n a actividad de algún m odo afín, al poetizar!] Traduc­
ción de J.L. Etcheverry en O. completas,,Am orrortu, 9 ,p . 127

Donde el autor finge dirigirse al lector

Sería muy legítimo que algunos de mis lectores, al menos los


que conocen o han oído hablar de mis trabajos psicoanalíti-
cos, se pregunten por qué experimento la necesidad de escri­
bir y de publicar un texto que pertenece al. dominio de. la lite­
ratura pura más que al de los ensayos. ¡Y, lo que es más, un
texto aparentemente tan autobiográfico, tan confidencial, tan
escandalosamente revelador!
Por más que todos sepamos que el narrador de un relato es
tan sólo una máscara que oculta a su autor, pero que, de todos
modos, no se le pega al rostro como lo haría un molde, nos
cuesta deshacernos de la ilusión común que nos hace pensar
que la verdad se encuentra detrás del velo ficcional que le pro­
porciona una vestidura.
La experiencia psicoaiialítica demuestra, no obstante, que
la verdad misma "üene estructura de ficción”, como decía La-
can, y que el velo que la reviste, lejos de disimularla, hace en
realidad aparecer su naturaleza de semblante.
Así, la máscara del narrador és un engaño cuyo estatuto de
ficción importa más que la realidad oculta en: la que él parece
hacer creer. No es seguro que si quitan esa máscara verían
aparecer al autor en su desnudez. El autor, 'desnudado por
sus mismos lectores (Duchamp), podría muy bien guarecer­
se en otra parte que allí donde se lo esperaba. Detrás del velo
arrancado, el lector que cayó eh la celada buscaría en vario
una presencia que esta por todas partes en el texto salvo en el
lugar en que debería estar según la convención del relato.
La pregunta - “¿por qué este texto”?- sigue sin embargo
siendo pertinente puesto que yo mismo me la planteo. Me la
planteo pero, debo confesarlo, sin estar seguro de poder en­
contrar una respuesta satisfactoria, y ni tan siquiera de desear
descúbrirla, en el caso de que existiese. De ahí el interés que
reviste pára mí este posfacio, momento de verdad o, por lo
menos, intento de ubicar la verdad qué actúa eri este extraño
relato y en la división a la cual me veo confrontado por él: psi­
coanalista y/o escritor.
Flete tiene su origen, en primer lugar, en una pasión de la es­
critura que me absorbe desde hace mucho tiempo. Hasta don­
de llegan mis recuerdos, siempre he querido escribir y siem­
pre he escrito o, por lo menos, intenté hacerlo, A los dos años
y medio llenaba páginas de cuadernos escolares con palotes y
signos para exigir luego a mi madre que me leyese lo que ha­
bía escrito. Primer estadio de la escritura — quizás el más verí­
dico- en donde: ella sólo existe gracias a la voz del Otro que
autentifica su ciframiento.
He nacido en los libros (mis padres poseían una biblioteca
de varios miles de volúmenes), crecí con ellos, frieron mis
compañeros, mis amigos, mis hermanos y a veces mis amores.
Hijo de la literatura, debo mi nombre a qué rní padre, enfer­
vorizado por Dóstoievski, a quien consideraba por encima de
todo otro escritor (llegó a estudiar ruso durante varios años
para poder leerlo én el texto original), había decidido, mucho ;
antés de ser yq concebido, que su hijo llevaría un nombre ru­
so. El Cielo fue clemente conmigo: irie salvé de ser Fiódor.
De niño miraba esas paredes dé libros Con ganas y también
con temor Quería leer Sobre todo, quería saber lo que era un
"escritor”, enigmática palabra que salía con frecuencia de la
boca. de mis padres. Los veoaún, los escucho1aun exclaman­
do, con el rostro tocado por la gracia del volumen que tenían
en las ru a n o s v en el cual se habían ausentado durante un lap­
so que me parecía tanto más largo cuanto que me exigían per­
manecer en silencio: "Éste sí es un escritor!’
El ensalmo que los libros ejercían sobre ellos -y en el que
muy pronto yo también caí- me dejaba perplejo y desampara­
do. Quería penetraren ese misterio pero aún se me prohibía
la entrada a la biblioteca. Me decían que había una edad en la
que podría descubrir esos tesoros, Mis padres tenían una pa­
labra para esto: "la edad de la razón , otro de los enigmas que
nunca estuve seguro de haber resuelto. Por lo tanto, hice
cuanto pude para alcanzar esa edad lo antes pósiblé...
He comprendido ya que esta relación con el libro que ob­
servaba en mis padres era una metáfora de la relación sexuala
que la imagen de sus rostros trastornados, proviene segura­
mente de otra escena y que el escritor fue por mucho tiempo
para mí la imagen de aquel que detentaría su secreto.: Nó obs­
tante, el ensalmo no se ha evaporado, más bien es al contra­
río. Tengo ahora una casa llena de libros pero siempre me fal­
ta, como en aquellos tiempos de mi infancia, El Libro, el
único que podría calmar mi deseo y que, bien lo sé, no existe,
no puede existir. ■

C o m o s i 'se d e b ie se c o m e n z a r p o r u n a m u e r te

Flac nació también de ciertas circunstancias anecdóticas. Al


igual que todo libro y toda creación, es el fruto del azar o de
la Fortuna qué arrojó los dados sobre la mesa sin advertírme­
lo. La Musa parece vagar al azar con pasos inciertos y a veces
no nos deja otro camino que el de seguirla. Creo necesario
abordar brevemente las circunstancias y la Urgencia absoluta
de escribir eñ que ellas me precipitaron, sin falsos pudores y
sin rodeos de complacencia. ,
En abril de 1992, en ocasión de uiia intervención' quiiurgi
ca banal, carente de gravedad, los médicos descubrieron en
mí un cáncer. Un cáncer rarísimo y fulminante, sin esperanza.
El médico al que urgí para que me dijese la verdad sin disimu­
,&f·' i~\4~1l~l~~Íf~1!!iliir
los y sin falsas promesas, llegó, después de tres días de dudas,
a vencer su propia angustia: “Le quedan tres meses, a lo sumo
seis, de vida.” La respuesta salió al instante de mi boca, con
una certeza que aún hoy me asombra: "Entonces ya sé lo que
voy a hacer.”
Lo que debía hacer: escribir un libro, el libro que llevaba en
mí desde hacía veinticinco años y que nunca había llegado a
escribir por más que, durante todos estos años, hubiese entin­
tado miles de hojas, esbozado y a veces terminado textos que
invariablemente arrojaba al basurero, uno tras otro, rebasado
por la insatisfacción que ellos me provocaban.
De inmediato me entregué al trabajo, arrastrado por una
especie de júbilo que tan sólo resultaba paradójica para quie­
nes me rodeaban y para mis médicos. Por mi parte, no sentía
ningún temor a la muerte: estaba tan cercana: -¡tres meses!-
que se me presentaba como un trámite ya cumplido. Mi úni­
co temor era el de que no me alcanzase el tiempo para termi­
nar lo que tenía que escribir. A la vez, estaba seguro de que lo
lograría: tres meses, era poco, pero tenía que bastar, debía ser
suficiente.
No tenía idea alguna de lo que escribiría y tampoco el tiem­

. ~&~~~~t ~ ~~l~~ca~~ti!~~wJJ
.P8B.ª1fG!
po para pensarg~B~.~·en
!111 eso. q¡,i~·actuar,
•ij41:)~a.que
~§9:· Había ·?:stf!ar,.·• era
.~rG!9~PJ..
demasiadoa.si~(l.9.~t9e.
tarde .
para reflexionar. Sólo sabía que el héroe se llamaría Flac (lle­
vaba años con ese nombre en la cabeza), que se trataría me­
nos de un relato que de una música, de un ritmo, de una ca­
dencia para los cuales debería forjar mi propio idioma y que

gcf~~ie,s~~JJ~~1~~ c:~:.:: l:~:~:t; ~:ª;:'.:~~~:::::i;:co;'.}:


elel·texto
•. teJC1.()•acabaría
·ac~l)arí~.con
· •. conrla. •·•iffiagenqe;µrjyieJ9/an~faj9~oi•
la imagen de un viejo andrajoso, · .solo sol<:)Je11
en .

f
el desierto, luchando contra el viento para proseguir con la
lectura de su libro.
·•Debía
. )?el?.í~L~n.(1pii1l:G!~l᧠ga]a Bt~.s;· una
encontrar las palabras, •. i1~c.t~música
·ll1~~ic:~•· hecha
.llf:.ClJ~··\.ccon
o~iJpala­
)a.l3.é.
· ·. · ~~i~~#~1Í~rfrd~~#~j~it~t~#~l~~~·~~~e6E~~;~tj~fBr·
bras. Me sumergía y me dejaba absorber -cabe que me pre­
gunte: ¿en mí?, ¿fuera de mí?, bien no lo sé...-por un sitio in­
definido, cada vez más vacío, en el que trataba de discernir los
primeros signos, las primeras, notas, los primeros acordes. Es­
taba obsesionado por Beethoven, más precisamente por el
Beethoven de las Variaciones Diabelli, de los últimos cuartetos
de cuerdas y de las últimas sonatas para piano. Creía que es­
tas obras me indicarían el camino que estaba buscando. Per­
manecía a la escucha, noche y día, cada vez más concentrado,
cada vez más vacío, cada vez más próximo, era indudable, del
momento en que oiría resonar en mí lo que Roger Laporte lla­
ma, recogiéndolas de Reyes, 1 (19: 11-13), esas palabras de es­
plendor deslumbrante: 'una voz de sutil silencio’'.
Pero mis primeros pasos hacia la "aparición” se vieron
pronto interrumpidos. Los médicos, aun cuando reservados
en cuanto a los resultados que podían esperarse, me propusie­
ron un tratamiento de quimioterapia. Después de escuchar la
opinión de eminentes especialistas decidí dar una oportuni­
dad a la medicina. Comenzó el tratamiento.
Mi caso era, en principio, desesperado. Recibí el más inten­
so de los tratamientos quimioterapéuticos. Dos meses después
no era más que un desecho humano más muerto que muerto.
Ya no había posibilidad de escribir: mis fuerzas no alcanza­
ban ni para sostener un lápiz entre los dedos. Todo lo que con­
seguía hacer, al precio de esfuerzos insensatos, era registrar,
de tiempo en tiempo, algunas palabras, una frase o dos, en un
pequeño magnetófono. Palabras sin interés; vestigios de un
tiempo en el que me aferraba desesperadamente a la palabra
para conservar un resto de dignidad;
Después de seis meses el médico mismo decidió poner tér­
mino a este tratamiento. No se manifestaba ningún resultado
decisivo: era el mismo staíu quo ante, con el mismo pronósti­
co que al principio. Hombre excelente, este médico recordaba
que yo le había hablado de mi proyecto de libro. Me aconsejó
interrumpir todo tratamiento y tratar de escribirlo. Concluyó
diciendo: "Uno nunca sabe...”

Y por fin todo recomienza .

Fueron necesarios alrededor de tres meses para recuperar un


mínimum de fuerzas, tres meses durante los cuales, todavía
incapaz de escribir, vivía y registraba algunas experiencias
elementales. Por haber estado exiliado del mundo y de mí
mismo, por haber sido desposeído de la percepción normal
de los sentidos y de la sensación de mi cuerpo durante varios
meses, me había vuelto indudablemente muy sensible al. re­
tomo de la impresión más ínfima. Todo me parecía nuevo y
casi desconocido.
Tan pronto como pude, volví a escribir, obsesionado por las

163
escasas semanas que me quedaban, rabiando con la idea de
que podría ser interrumpido, pero exaltado con la potencia 1
qué me procuraban mis reencuentros con la lengua y con la
música. Sentía la presión. Cayeron las primeras palabras de ■
Flete. Flac se habla. Lo único que hace.”, y todo lo demás se
precipitó. No teñía ningún plan preconcebido. Permanecía a 0
la escucha y “eso” cantaba. Y mientras más cantaba "eso”,
más fuerte y lleno de vida me sen lía.
En menos de cuatro meses, a razón primero de dos y luego
de cuatro a cinco horas por día, Flac se entregó a mí y yo a él,
en la rabia, la embriaguez y la angustia. Sobre todo en la ale­
gría, sí, alcanzando un júbilo más intenso que el sentido en
ninguna otra experiencia vivida anteriormente:
Cüandó escribí las últimas frases de Flac: "He llegado al fi­
nal, Nunca quise otra cosa que esta mañana. Imagino. Quiero
decir, no, nada. Adiós...”, tuve la íntima sensación de haberme
liberado de aquello que me había enfermado, Nunca me había
sentido tan vivo y tan feliz de estarlo. Dos años después, toda­ .1
¡|¡lg
vía estaba allí... Me forcé a vencer la repulsión que desde en­ í:
Igjg
tonces tuve a toda intrusión médica y mé sometí a una serie X:

de análisis de control. Escucho aún la voz del médico comen­ V


tando los resultados de su exploración: “Señor, ¿está Usted se­ i
guro de que nO equivocaron.el diagnóstico?” Desde entonces
mi caso fue catalogado en el compartimiento de las "curacio­ I
nes espontáneas”.
Desconfío tanto de los diagnósticos como de los pronósti­ i-
cos, No sé bien qué es lo que está curado en mí y qué no lo
está, además de que, debo agregar, no conozco una definición
satisfactoria del termino curación , Tan sólo puedo decir
que la escritura de Flac tuvo para mí el efecto de un renaci­ r;
miento. Renacimiento físico, quizás -aunque, sobre ese pun­
to, Iá más elemental prudencia y un resto de superstición me
inhiben para pronunciar un veredicto categórico. Renaci­
miento psíquico, con seguridad. Y sin duda éste es el aspecto
más misterioso. Podría hacer una teoría sobre el particular:
prefiero considerar el hecho. No estoy seguró de pretender
elucidarlo por completo. ¿Será tal vez mi deseo e l de propo­
nérselo a mi lector, ofreciéndole los elementos necesarios pa­
ra tal desciframiento?
Yó no conocía desde antes al sujeto que escribió Flac. Soy
164
yo y no soy yo, o soy yo en tanto que otro que mí mismo, no-
sé cómo decirlo. Nos hemos encontrado, yo le abrí la puerta,
lo dejé tomar su lugar y guiar mi pluma. No alegaré que no
participé en ello, pero tampoco puedo decir que me haya re­
conocido en él. Más bien debería decir que en lá escritura de
este texto me he descubierto como desconocido para raí mis­
mo -r-si la lengua lo permitiese* diría que me he “extr anjeado”.
Este sujeto.es distinto de aquel que me fue .revelado por mí
larga, experiencia dél. psicoanálisis; .Si la expresión friese ..co­
rrecta diría que, esta parte de mí es extranjera al análisis qué
tuve, que no existía entonces y que sólo: recibió la vida con
Flac. No se trata, estoy convencido, de un residuo no analiza­
do, de una parte de subjetividad que habría escapado a mi ex­
periencia analítica, sino claramente de “algo” (no estoy segu­
ro de poder llamarlo “alguien") que el psicoanálisis no pudo y
no hubiera podido llamar a la vida.

¿Autobiografía?

Sé, por cierto, cuáles son losrelementos autobiográficos que


aparecen en mi relato y conozco el fantasma nuclear de su hé­
roe. Pero si Flac puede ser considerado, entre otros puntos de
vista, como un relato autobiográfico, es sólo a condición de
precisar lo que ha de entenderse con el término “autobiogra­
fía”. Reivindico de hecho, plenamente, el calificativo de auto­
biográfico para este relato. Flac es autobiográfico “al mil por
ciento”. Quiero decir: autobiográfico en un ciento por ciento,
más un novecientos por ciento que yo he agregado. Extraje de
mi historia una serie de elementos: acontecimientos, recuer­
dos, frases o palabras señeras, detalles a veces ínfimos que.se
grabaron en mi memoria, colección heteróclita cuyo único,
punto común y cuya única importancia verdadera reside en el
carácter enigmático con que se me aparecieron.
Pero estos elementos (los del primer “ciento por ciento”) no
hubieran sido de interés para nadie, empezando por mi mis­
mo, si no hubiesen sido inflados y remodelados por el nove­
cientos por ciento” que he agregado. En Flac he tratado a mi
vida como, según Alfred Brendel, Beethoven trató el mísero
valsecillo dé Diabelli: “Temá de Diabelli que Beethoven co­
menta, critica, mejora, parodia, se burla, lo fuerza hasta el ab­
surdo, lo desdeña, lo embruja, lo transfigura, lo deplora, lo llo­
ra y lo aplasta con el pie antes de hacerlo sonreír/'
En esta cita, subrayaré la penúltima proposición: "lo aplas­
ta con el pie , condición de la última: "antes de hacerlo son­
reír . Creo que es evidente para el lector de Flac, tanto como
para mí mismo, que el relato es recorrido, de punta a punta,
por ,un tema constante, el de la ruptura, el quiebre, la demoli­
ción, la carnicería, la reducción a la cosa infórme y sin rostro.
Este tema culmina, entre otros, en un pasaje donde el fantas­
ma de eventración es (explícitamente puesto en escena.
Más allá de toda interpretación que tendería a discernir
quién pega y quién es pegado, quién despanzurra y quién es
despanzurrado, es decir cuáles son las figuras o las represen­
taciones dominantes de eso que podría reducirse a un axioma
uno es despanzurrado”, creo más importante destacar que es
el fundamento mismo de la creación literaria el que se en­
cuentra apuntado y puesto en acto en este tema, y eso del mo­
do más radical.
Lo que el escritor de Flac trata de romper, de despanzurrar
y de pulverizar, ¿no es, en fin, el mecanismo mismo de la re­
presentación en tanto que tal, o, para decirlo en términos más
inspirados por la enseñanza de Lacan, el principio estructural
que constituye al significante como semblante? "Nada más
distinto del vacío excavado (creusé) por la literatura que el
semblante”, escribía Lacan en su artículo "Lituraterre” (1971).
Retomaba así, bajo una formulación más elaborada, ciertas
proposiciones que él ya había adelantado en su seminario so­
bre I/i ética del.psicoanálisis. En especial su tentativa de rede­
finir la sublimación como un proceso que busca producir un
significante que indicaría la presencia del vacío de la Cosa,
más;.-allá del engañoso objeto. O, incluso, su enfoque de la
creación a partir del gesto del alfarero, como modo de intro­
ducir una hiancia, un agujero en lo real.
La tensión constante d.el relato de Flac, su martilleo, su
acoso casi físico de la lengua, deriva de su proyecto que es,
sin duda alguna, algo muy diferente que el de construir una
representación. El texto de Flac es el testimonio de una vo­
luntad encarnizada de hallar, con la lengua y contra la len­
gua, el camino que permita echar por tierra todos los ídolos,
·;.;1~-~1111~1~~~f~lill~~, ,
todas las figuras, todos los semblantes, por los cuales ella se
sostiene.
Quien ha elevado la lengua al nivel de la Cosa debe aun dar
pruebas de su amor sin límites pisoteándola, despanzurrándo­

e~·· ·~.~ .
la, desmenuzándola hasta las migajas para extraer de ella la
ú_r¡ic~:~íp.~r,~rid~~,~~ªPªP~~~~.··~º ·?tr~cº~ª·i~~,,i~r·
única singularidad cuando ella no es ya otra cosa que un mag­
mairifoijne;ni•
informe, ni ssiquiéra
íqui~JJatin.gpit9; ;~1.pyrl.á~p.i;i . aJ.te11{q~~~·tJ;~§~s{~.

· :~~'~sii'i~.·~.~~i~~~:~~~t~·· ·.
ma un grito, apenas un aliento. Pues es én
el momento de vacilar entre descomposición y recomposición
cuando la lengua suena justa, cuando llega a ser verdadera­
mente real. Esta especie de perforación en el flujo continuo de
las palabras sólo se alcanza por intermitencias y en instantes
de una ínfima brevedad. El colmo es qüe, para llegar hasta
allí, no existe otro medio que el de actuar como virtuoso de to­
dos los artificios del léxico y dé la sintaxis -así como, p o r otra
parte, es necesario crear un torbellino de centenas, de milla­
res, de notas y de frases musicales para hacer palpar un silen­
cio celeste, por fin-Celeste,. _
El aspecto autobiográfico de mi relato, como quizás el de
cualquier relato literario, guarda tan sólo un vínculo muy la­
xo con la veracidad histórica — si es que esta expresión tiene
algún sentido cuando se trata de la vida de un hombre, de una
vida en la cual los hechos son siempre hechos subjetivos y
efectos de discurso. Lq que se llama "autobiografía merece­
ría, en realidad, el nombre de "heterobiografía”. Pues cierta­
mente es la aparición de otro que uno mismo, de otro que uno
cree qué es sí mismo, que constituye la base de la literatura.
Otro sin duda más verdadero, seguramente más real que el
que uno ha sido o el que uno cree haber sido.
La escritura de una vida (grafía de un bios) cambia a ésta a
punto tal que no es exagerado decir que, cuando logra consis­
tir en tanto qué escritura, abre la perspectiva de una vida nue­
va. Lacan no era insensible a este fenómeno puesto que, en su
seminario Joyce Ib Sinthomc, declaró: La gente escribe sus re­
cuerdos de la infancia y esto tiene consecuencias, pues es el
pasaje de una escritura a otra escritura” (seminario del 11 de
mayo de 1976), palabras que yo interpreto en el sentido de un
pasaje del "está ya escrito” al “es escritura por venir'. La par­
te autobiográfica de una obra no es un reportaje en el cual el
" y o ” se tomaría como objeto. Es una exploración de lo desco-
nocido en el curso de la cual el narrador encuentra, a lo largo
del camino, una especie de doble que lo saca de él mismo y lo
prolonga más allá de él mismo. /

Inventar no es saber. . '

Esta experiencia, próxima siempre de la. JJnheimlichkeit, tiene


algo de común con la experiencia psicoanalítíca y sin embar­
go se distingue, radicalmente, de. ella.
Se sabe que, en el psicoanálisis, la biografía infantil del su­
jeto: h%sido siempre considerada como el material más rico en
significación. Los recuerdos de la infancia constituyen los tes­
timonios más antiguos y los más cercanos al deseo y a los fan­
tasmas inconscientes, así como a la represión que cae sobre
ellos. Es notable que Freud, desde 1909, haya preferido desig­
narlos.: con ia creación del sintagma, “novela familiar" (Fami-
lienroman), antes que hablar de historia familiar.,Novela fami­
liar: esta expresión quiere decir qué el sujeto se inventa una
familia y.úna historia..,.
No obstante, a diferencia del novelista, cuya vocación es la
de mentir, de disfrazar, dé falsificar o de silenciar, a la vez que
de. confesar los, elementos de su. biografía, el sujeto en análisis
(quellamamos el “psí coanalizante”) no sabe que está inventan­
do. Más exactamente, este saber le es inaccesible puesto que és
inconsciente. Y sólo el largo y paciente trabajo del análisis per­
mitirá al psicoanalizañte descubrir que allí donde él creía ha­
ber vivido una historia, había, en realidad, construido una se­
rie, de fantasmas cuyo desciframiento llevará,- en el mejor de
los casos, a la revelación de un fantasma fundamental.
Esta adquisición de saber, a la que llega el psicoanálisis, no
deja de tener efectos que vuelven sobre esa biografía infantil.
De aquí en más ésta puede aparecer al sujeto que ha llegado a
ser su narrador como una ficción forjada en torno al núcleo
de lo imposible-de-decix, esto es, la diferencia entre los sexos
y la relación sexual. La biografía infantil ya no puede ser to­
mada eii serio como lo era en el momento de la entrada en aná­
lisis, aun cuando todavía fuese posible justificar su necesidad
o descifrar los: síntomas que de ella derivan. Trágica al princi­
pio, la novela familiar es ahora cómica, por fin está permitido
sonreír.

168
La cuestión de esta relación del narrador con el saber in­
consciente merece no obstante ser llevada-más lejos, pues
cuando; como en el caso del relato que se termina de leer, el
autor del texto es él mismo psicoanalista y por lo tanto ha he­
cho no sólo la experiencia de su propio análisis, sino que lo ha
continuado al permitir a otros que se sirvan de él para, a su
vez, llevarlo a cabo. ¿Puede suponerse que tal escritor es su -;
puesto saber lo que dice cuando escribe?
Tía de recordarse que, en dos de los textos principales que
consagró a la cuestión de la creación artística -Delirios y
sueños en .la Gradiva.de Jensen (1907) y Un recuerdo de infan­
cia de Leonardo da Vinci (1910)-, Freud ha planteado aguda­
mente el problema de la relación entre el saber del ártista y el
saber del psicoanalista.
En la Gradiva él se asombraba de encontrar en el escritor
un verdadero saber psicoanalítico a punto tal, escribía, que
“no encontraríamos nada cuestionable si él la hubiese titula­
do ‘estudio psiquiátrico' en vez de 'fantasía'”. Y observaba
Freud que el novelista ha precedido siempre al hombre de
ciencia y, en particular, al psicoanalista. De todos modos, si ar­
tista y psicoanalista comparten un mismo saber, el artista; por
su parte, prefiere nó saber lo que sabe; es algo que no le inte­
resa e incluso le repugna. Esta constatación, que deja abierta
la cuestión de saber cómo explicar que el artista haga una
obra en lugar de reprimir como el neurótico común, lleva a
Freud hacia la noción de sublimación, noción que valdrá la
pena definir de modo satisfactorio.
Esta reflexión es continuada a lo largo del ensayo sobre
Leonardo da Vinci. En él Freud da su estructura definitiva a
la relación de desconocimiento que liga al artista con el saber.
Tras haber confirmado la idea de que el artista no sabe que sa­
be, agrega Freud que es preferible que así sea. Si quiere hacer
obra, será mejor qué el artista nó quiera saber demasiado,
pues el saber constituye, de algún modo, un obstáculo a la
creación.
Leonardo ilustra esta tesis a la perfección, él, que estuvo, a
todo lo largo de su vida, desgarrado entre el anhelo de saber
y el anhelo de crear: “es como si el investigador hubiera, pri­
mero reforzado el interés artístico para perjudicar después la
obra de arte” (Ü.C. , tomo 11, p. 64) ; “en un cuadro le intere­
saba sobre todo un problema, y tras este problema veía aflo­
rar otros innumerables, como se había habituado a hacerlo
en la investigación de la naturaleza, esa actividad infinita^
inacabable" (ibid., p. 72). La inhibición para la creación, que
acabó por. dominar en Leonardo hasta el. punto de anularla,
proviene pues de su sed de saber. A la inversa de Jensen, el
autor de Gradiva, en quien escribir se opone a que sepa lo que
hace, para Leonardo es la búsqueda del saber lo que acaba
por impedirle pintar. El de Leonardo es el caso de un fracaso
de la sublimación.
A la luz del estudio de la biografía dél artista y sobre todo
de un recuerdo de infancia relatado en sus escritos autobiográ­
ficos (el famoso sueño del buitre), Freud propone explicar la
división subjetiva de Leonardo por el conflicto, insoluble para
él, entre el Otro materno (demasiado presente) y el Otro pater­
no (demasiado ausente). Para Leonardo, nos dice, la obra en­
cuentra su inspiración en la madre, más precisamente en el
enigmático goce de la madre, mientras que la investigación
científica tiene como fuente la carencia paterna. Se puede leer
esta oposición en los Cuadernos de Leonardo donde se en­
cuentran, por una parte, dibujos del cuerpo humano que reve­
lan una singular ignorancia de la anatomía del cuerpo feme­
nino y, por otra parte, una teoría casi delirante que asimila el
esperma del hombre a la leche materna.
¿Debería yo, dejando a un lado toda modestia, tratar de ex­
plicarme la dificultad de mi posición reconociendo una analo­
gía entré mi caso y el de Leonardo? En un sentido, sí, en otro,
no. Es cierto que el saber que pude sacar de mi propio decur­
so analítico así como de mi práctica constituye, desde un cier­
to ángulo, un obstáculo a mi deseo de creación literaria. Y, no
obstante, puede también devenir, si no el motor, por lo menos
una estimulación no desdeñable. Si se me permite la audacia,
creo que es necesario matizar las especulaciones de Freud so­
bre el mecanismo de la creación artística y prolongarlas con
algunas reflexiones fundadas tanto sobre mi trabajo dé lector
y de comentarista de los textos psicoanalíticos como sobre lo
que he creído poder deducir de mi experiencia en la creación
literaria.
E l agujero o rig in a l ■

No es inexacto oponer de modo fundamental el saber y la


creación en la medida en que el artista no produce su obra a
partir ni por medio de su saber. Quién escribe; compone o pin­
ta puede, con su saber, a lo sumo, ser un buen artesano, un ex­
celente productor, incluso un virtuoso del saber-hacer (y, por
cierto, hay un público que no demanda más que eso), pero no
llega al misterio de la creación (para el cual el público es mu­
cho más raro).
El artista crea a partir de lo que no sabe, de lo que no pue­
de saber: la verdadera creación encuentra su fuente en un va­
cío del saber. No habrá de deducirse de ello que el artista ten­
drá que ser un ignaro, un iletrado, o alguien desprovisto de
curiosidad. La tesis desarrollada por Freud en la .Gradiva y en
el ensayo sobre Leonardo debería ser atenuada del siguiente
modo: en él momento de. la creación, el artista no sabe lo que
hace.
El artista puede ser muy erudito y ello no es, en sí,: incom­
patible con la vía artística, pero, llegado al momento de la crea­
ción, es necesario no sólo que consiga olvidar lo que sabe sino,
más aún, que se dirija hacia el más allá del saber, hacia aque­
llo que> por esencia, escapa al saber. Es en este recorrido don­
de, en un cierto momento, Leonardo se detiene, mientras que
Jensen, por su parte, prosigue con notable obstinación.
El desconocimiento o el rechazo del saber que parecen ca­
racterizar la posición del creador merecen un esclarecimiento
más preciso que el que Freud intentó darle entre 1907 y 1910,
época aún del principio de su descubrimiento y de:las formula­
ciones de las hipótesis fundamentales del psicoanálisis, -r.
Es asombroso que, en su ensayo sobre la Gradiva, se abs­
tenga Freud de explorar una cuestión que sin embargo él mis­
mo ha destacado al pasar como un punto crucial del relato de
Jensen. Esta cuestión.es la del lugar que ha de acordarse, en
el relato, pero también en las motivaciones del escritor, al pro­
blema de la esencia; corporal de Gradiva que verdaderamente
atormenta a Hanold, el héroe de la novela de Jensen. ¿Gomo
pudo Freud no percatarse, siendo que el texto que tenía entre
las manos se lo indicaba del modo más estentóreo, que es el
misterio del cuerpo femenino el que debe ser colocado en el

171
centro de la problemática de la creación tanto cómo dé la n o ­
ción de sublimación? Freud reproduce aquí, diez años más
tarde, el desfallecimiento que le había impedido escuchar, en
el discurso: de Dora, la presencia inefable del cuerpo de la
señora K. y, más allá de éste y de lá representación de la .vir­
gen ante la cual Dora queda extasiada, la prevalencia de la re­
lación con la madre en el Edipo femenino y sus efectos de ho-
mosexualización.
En efecto, a través de lo que allí aparece como formaciones
del inconsciente (sueños, delirios y retomo de lo reprimido),
el relato de Jensén es el de la interrogación de un hombre so­
bre la naturaleza del cuerpo femenino. Éste es evocado allí en
muchos momentos por la descripción de una postura corpo­
ral extraña, por el encuentro de uña difícil hendidura, casi im­
perceptible, por la cual aparece y desaparece Zoé, sosias de
Gradiva y, más aún, al fin del relato, por el enigma de un “ho­
yuelo en la mejilla donde pasaba algo bastante ínfimo y difícil
de determinar”.
De modo tal que el saber que Freud descubre cómo com­
partido entre el artista y el psicoanalista no es tanto saber so­
bre lo reprimido y sobre los mecanismos de la represión como
pregunta por lo incognoscible del sexo femenino. Pero es ver­
dad que, sobre este punto' la relación entre Freud y Jensen se
invierte: en su no saber, por su no saber, Jensen demuestra co­
nocer más que Freud. Lo precede-, en efecto, tal como Freud lo
escribe, pero lo precede mucho más aún de lo que Freud sos­
pecha. Pues tal escenificación de lo imposible de captar de la
femineidad se anticipa ño sólo al Freud de 1907, sino también
ai Freud de los años treinta que hablará, a propósito dé la fe­
mineidad, ]del “continente negro'd
Lo que Jenseñ sabía, sin saber que lo sabía, pero haciéndo­
lo actuar en la escritura, es que lo imposible de decir de la di­
ferencia entredós sexos y de la femineidad es el lugar por ex­
celencia de la invención y el primer mecanismo de creación
literaria. Esto imposible de decir es la causa de un agujero en
el saber, un agujeró que el artista se afana por mantener vacío.
Este agujero es también el motor de la investigación obsti­
nada de Freud quien, curiosamente, se reencuentra a la vez en
una posición análoga a la que ha descrito en Leonardo. Pues,
al querer saber absolutamente, al querer saberlo todo, Freud
se priva -tal como lo probará la continuación de su obr a - de
descubrir lo que es imposible de saber, ¿Es un azar o es una
consecuencia del trabajo del inconsciente en Frene! mismo
que, al año siguiente de la escritura de este ensayó sobre L lá
Gracliva, producirá su famoso artículo sobre Las teorías sexua­
les infantiles, artículo que demuestra que el sexo femenino
permanece por siempre ignorado para el inconsciente?
Parece imponerse la conclusión de que Freud mismo no sa­
bía cuál era el objeto real dé su descubrimiento en el momen­
to en que leía y comentaba el texto de la Gradiva. Y es por ello
por lo que, al escribir este posfacio con mi pluma de psicoa­
nalista, nó puedo ocultar la incapacidad radical en la que me
encuentro para tomar la posición del lector y con más razón
del analista del texto de Flac que proviene, sí, de otra pluma.
La relación entre el saber del psicoanalista y ia invención
del artista es pues mucho más.compleja de lo que lo imagina­
ba Freud entre 1907 y 1910. Por otra parte, el saber que se ad­
quiere por la experiencia psicoanalítica rio es simplemente
un saber positivo en el cual se podría ubicar el conocimiento
de los procesos inconscientes y de los procedimientos de su
desciframiento. Si es cierto decir que el artista siempre nos
precede, es porque él nos enseña que nuestro saber psicoana-
lítico es también, y quizás antes que nada, un saber negativo.
Eso es lo esencial que habrán de compartir el psicoanalista y
el artista.
Al término del análisis sabemos una ciértá cantidad de co­
sas, pero sobre todo sabemos lo que ignoramos y lo que igno­
raremos para siempre. Esta ignorancia no es la señal de una
impotencia del psieoanalizante, del psicoanalista ni del psi­
coanálisis. Testimonia, por el contrario, la potencia de esta ex­
periencia en la medida, en que esta^Ue^a a discernir definitiva­
mente un límite de lo Símbólido^ue pertenece al orden de lc<r> /
A
imposible: lo imposible de decir como caüsa de todo cuanto se-? K
dice, buscá decirse^ falta decir, se agota diciendo.r" 0A
La experiencia del inconsciente finalmente termina en una'
necesaria relatiyización de éste. Piies tal es la revelación últi­
ma del psicoanálisis: él inconsciente mismo se estructura co­
mo un saber ficticio del cual todas las construcciones se ele­
van y se entrelazan en una red apretada, de una complejidad
infinita, en tom o de un vacío central, en torno de un punto
que se rehúsa absolutamente a toda inscripción y a todo sa­
ber. El inconsciente es un “saber agujereado”, decía Lacan en
uno de sus últimos seminarios, agujereado como el lenguaje
mismo.
Este; agujero original, al que Freud se acercó antes que La-
can al hablar de Urverdrangung (represión originaria, designa­
ción insatisfactoria puesto que aquí no hay precisamente na­
da que reprimir), está en el fin del psicoanálisis y en el
comienzo de la: escritura. Meta de la palabra, manantial del
escrito. Es por ello por loque Lacan observa que Joyce no hu­
biese ganado nada de haber seguido el análisis que una mece­
nas quería ofrecerle puesto que Joyce “va directamente a lo
mejor que puede esperarse en el fin de un análisis” (“Liturate-
rre”, ; 1971). El punto de encuentro entre él psicoanalista y el
escritor no puede entonces definirse como el condominio de
un saber inconsciente que el primero habría adquirido a la
larga, al término de un paciente trabajo como psicpanalizan-
te, mientras que el segundo dispondría de él por el artificio
prestidigitatorio de una sublimación que le habría ahorrado la
represión. Este punto de encuentro es más bien el de la hian-
cia dél inconsciente, de lo imposible-de-decir y lo imposible-
de-escribir (Lacan definía lo imposible cómo lo que no cesa de
no escribirse).

Quebrar el sueño de la palabra

No obstante, este encuentro del psicoanálisis y la escritura no


crea una similitud ni, con más razón, una identidad de posi­
ción. Más allá de la relación con el saber, en el fracaso y en el
agujero del saber, está la relación con el lenguaje. Es en este
nivel donde la experiencia del psicoanálisis y la de la escritu­
ra divergen y llegan a oponerse entre sí.
Ambos encuentran por cierto su material, su sustancia y su
causa en el juego significante del lenguaje. Los dos son modos
del decir. De todas maneras, el escrito no es una variante del
habla, especialmente cuando se trata del escrito literario, el
que se puede distinguir del escrito científico y del escrito "ma-
témico" que Lacan intentó elaborar para racionalizar aunque
sea un poco la transmisión de la doctrina psicoanalítica.
La escritura y el psicoanálisis no tornan al significante por
la misma vertiente: la poética no es la retórica (en uno de sus
últimos seminarios, el 15 de noviembre de 1977, Lacan dijo
"el psicoanalista es ún re to r'). Si la experiencia psicoanaliti-
ca es fundamentalmente una experiencia del habla que se
despliega completamente en y por la. palabra, la escritura li­
teraria va contra la palabra. No sólo es distinta por la forma
que le confiere el hecho material de escribir sobre un cierto
soporte. La divergencia entre ambos es mucho más radical.
La escritura consiste, en realidad, en una verdadera insurrec­
ción contra el habla, contra ese tumulto incesante que nos in­
vade tanto desde el interior como desde el exterior, contra
“esta inmensidad hablante que se dirige a nosotros apartán­
donos de nosotros” (Maurice Blanchot, Le livre á venir). No
sería exagerado afirmar que la escritura quiere romper con el
lenguaje (es esto lo que Blanchot designa justamente como la
desmesura de la escritura), incluso si es con la ayuda del len­
guaje y con los medios de la lengua que el escritor busca
crear esa ruptura.
El escritor, hay que decirlo, sufre por el habla y por el len­
guaje como tales y esto, a veces,.hasta llegar a sentirse perse­
guido por ellos. Ése es el punto de vecindad entre la locura y
la escritura. El tormento del que sufre el escritor proviene del
carácter propio del significante que el psicoanálisis, por su
parte, destaca particularmente en el habla: su carácter de
semblante. Así, cuando el psicoanálisis apunta a reducir la pa­
labra sufriente, incluso la palabra a secas, a su esencia de
semblante, de “para-ser”, cómo dice Lacan, el escritor, él, está
precisamente a la búsqueda de lo que, én.el.significante, iio es
semblante. El anhelo que orienta la escritura es el de alcanzar
la carne de las palabras, la materia de la lengua, el cuerpo del
significante. !
Sin duda, se me objetará, hay muchos escritores (en efecto,
la mayoría de ellos) que, aparentemente, no sienten ni recono­
cen esta persecución. Son los narradores, los que; cuentan his­
torias hermosas u horribles. Aquellos de los que Freud dice en
El poeta y la. fantasía (1909) que siguen siendo, niños. Aquellos
para quienes la creación literaria constituye la prosecución en
la edad adulta dé los juegos y. de los. ensueños vigiles én los
cuales, primero el niño y después el adolescente, se arman.un
mundo imaginario que ellos toman muy en serió. Éstos escri­
tores revisten sus fantasmas con una máscara placentera a fin
de seducir al lector y desculpabilizamos de ja vergüenza que
todos nosotros experimentamos (á menos que seamos perver­
sos j respecto de nuestras propias fantasías. Son escritores que
alivian al lector, tal cómo Freud lo hace notar. Pero también
-y este hecho no escapaba tampoco a Freud- estos contadores
de historias producen una clase de obras que ejercen un efec­
to específico sobre el lector; un efecto hipnótico. Son escrito­
res que adormecen al lector, que lo hacen soñar y, por consi-
guíente; le impiden rebasar el límite del principio del placer y
le evitan aventurarse más allá del marco tranquilizador del en­
sueño diurno. Es seguro que tanto hoy como ayer la aplastan­
te mayoría de los lectores dé libros no pide nada más y se sa­
tisface con el apaciguamiento que procura el escritor que
cuenta. ¡Cuántos lectores, por otra parte, leen sólo en el mo­
mento que precede al sueño, cumpliendo el libro para ellos la
función de úna especie de somnífero, como esos relatos que
nuestros padres contaban por la noche, cuando éramos chicos
y demandábamos "un cuento para irnos a dormir”!
Cabe preguntarse si todavía es legítimo, en tal caso, hablar
de "lectura”, uña Vez que ésta se ve rebajada al rango de una
forma dé consumo de un producto qué, cada vez más a menu­
do, es fabricado de modo estandarizado para el uso de esta
clase de lectores a los que llamaré "lectores pasivos”. La lectu­
ra, la verdadera lectura, ¿no debe ser, como la misma escritu­
ra, una acción, una conquista, un compromiso total que pro­
cede de la tradición sagrada de la hospitalidad? Acerca de este
punto, no me imaginaría ni por un instante igualar las pági­
nas fulgurantes de George Steiñer sobre el acto de la lectura,
sobre la "lectura creadora”, en su libro Alo passion ¿peni. Me
limitaré tan sólo a citar, con fervor, una frase: "Pero ésta es la
verdad principal: en todo acto de lectura completo dormita la
idea compulsiva de escribir un libro como respuesta.”
Por otra parte, puede también plantearse la pregunta de si
la tesis que Freud expone én El poeta y la fantasía 'representa
todo ío que el psicoanálisis tendría que decir sobré la creación
literaria. Lo dudó. Freud toma muchas precauciones para ad­
vertimos acerca de los límites de sus conclusiones: los escrito­
res de los que él habla no son "los escritores más estimados

176
por la crítica, sino más bien esos autores de novelas, de cuen­
tos, de historias, que carecen de pretcnsiones pero que, por el
contrario, encuentran los más numerosos y los más empeño­
sos lectores y lectoras”. En otros términos, se trata de los es­
critores populares, esos que hoy se llaman, en ei contexto del
mercado del. libró, los best-sellers. Freud distingue de ellos a
los poetas épicos y trágicos y sus sucesores cuyas obras giran :
alrededor de temas procedentes de las tradiciones del folklore
y .de las leyendas. Mas, después de haber creado esta segunda
categoría, muestra de inmediato que en este segundo género
de .escritores la obra, también se conecta con la prolongación
del ensueño vigil puesto que los mitos de los que aquéllas se
inspiran no son, en el fondo, sino los restos deformados de los
fantasmas de naciones enteras, "los sueños seculares de la jo­
ven humanidad”.
Sólo al pasar, y en una formulación casi alusiva, Freud evo­
ca la posibilidad de que exista uri tercer género de escritores:
los escritores "excéntricos” a los cuales Consagra tres frases
(¡citando a Zola como un ejemplo!): Es evidente que en 1909
la mutación déla literatura moderna estaba apenas en ciernes
y se excusará de buena gana que Freud ignorase las obras que
aún no habían aparecido. No sabremos nunca ló que hubiera
pensado de escritores tales como Jóyce, Proust, Beckett o Wi~
lliam Burroughs, para citar apenas algunos nombres. Y su­
pondremos que sólo tenía un conocimiento vago e indirecto
de Cervantes o de Rabelais. Pero no puedo refrenar mi asom­
bro al no cruzar, en ningún momento de El poeta y su fanta­
sía, la sombra del gran Shakespeare del que Freud, como sa­
bemos, conocía muy bien la obra. ¿Consideraba Freud a
Shakespeare, tal como Wittgenstein lo hizo después de él, co­
mo vLn.SprachschsÓpfer, un forjador de palabras, un creador
de lengua, más bien que como un poeta? Pero ¿qué es, des­
pués de todo, un poeta?

Lo opuesto a la dictadura

No; decididamente no puedo conformarme con la tesis de


Freud para definir al escritor, y menos aún a la escritura. No
estoy ñi siquiera convencido de que e l.escritor-narrador se
contente con seguir una vía tan sencilla como la del embelle­
cimiento del ensueño de lá vigilia. He mostrado, por ejemplo,
en un estudio consagrado a Víctor Hugo, que siéste puede ser
considerado como un escritor del fantasma, su obra está, no
obstante, acosada por la amenazante presencia de lo descono­
cido, del ‘abismo monstruoso colmado de enormes fumaro-
Ias”, de la “boca de sombra” de la cual él conjura la aparición
real por úna grafomanía casi hipomaniácá.
No sería difícil, del mismo modo, captar el tema de la apa­
rición de lo real, déla efracción de un más allá del lenguaje, en
escritores tales como Edgar Alian Poe, Henry James o Jorge
Luis Borges. ¿No es eso que se llama lo fantástico en la litera­
tura, precisamente, la dimensión de una presencia que supera,
aun bajo la máscara de una lengua en apariencia completa­
mente clásica, el marco tranquilizador del sueño y del fantas­
ma? Lo que en última instancia más me asombra en Freud,
cuando él se esfuerza por reducir la creación literaria al meca­
nismo del sueño, es que no impulsa su tesis hasta el final y que
no evoca, a esté respecto, a la pesadilla ni al ombligo del sueño.
Tengo pues una teoría de la literatura o, para expresarme
de modo menos pretensioso, tengo una cierta idea de lo que
es o de lo que debería ser la literatura, o en todo caso eso que
llamo l á escritura”. Por cierto que nó es el marco limitado de
este posfacio el lugar apropiado para exponer los desarrollos
que ella requiere. Me contentaré pues con explicitar una de
sus ideas directrices.
Para decirlo brevemente, creo que a la inversa del efecto
que Freud atribuye a la obra del narrador, la escritura tiene
como función principal la de despertar. Despertar en primer
término a quien se entrega a esta extraña tarea, singular y so­
litaria, que es la escritura, y después -pero esto no es más que
una esperanza, quizá tan sólo un anhelo ilusorio- a aquel que
da acogida, como buen lector, al resultado de este secreto y a
la vez furioso combate con el lenguaje. Por ello estoy conven­
cido de que el escritor, y muy especialmente el escritor de hoy,
sin haberse encargado de “misión” alguna de la que él sea
consciente y sin ser el militante de ningún a causa oficial, es
llamado -sépalo o no, quiéralo o no- a convertirse en reden­
tor del mundo contemporáneo.
Redentor: la palabra es fuerte, un poco solemne sin duda;
parece como exhumada de la tumba de un tiempo y de un dis­
curso del que hemos casi perdido la memoria (aun cuando
Joyce se considerase como el redeerner de la conciencia increa­
da de su raza); Y sin embargo no me parece exagerada. Si cho­
ca, tanto peor... o tanto mejor.
No creo, como algunos filósofos contemporáneos cuyo de­
bate llega hasta nosotros por George Steiner, a partir de la crí­
tica que Wittgenstein. dirige a. Shakespeare, que el Dichter
(poeta) verdadero se caracterice por un conocimiento de lo
que sería el acto moral por excelencia, ni que la verdadera
poesía tenga como esencia la de testimoniar o, más aun, como
sostiene Canetti, de aportar una responsabilidad respecto de
la vida (“si yo hubiese sido un mejor Dichter, habría podido
detener .esta guerra o interrumpir esta masacre”). .Y. si bien
tengo tendencia a concordar con Heidegger para quien el
Dichter es, por. excelencia, el pastor .deL.ser, no deduzco sin
embargo de ello que el escritor deba sentirse inspirado por
una obligación ética cualquiera que fuese.
La palabra "ética” me sugiere por lo demás una reserva, me
produce una perplejidad, incluso una repulsión, tanto más
marcada cuanto que ha llegado a ser un tic del pensamiento
de la época en que vivimos. No existe hoy. en día ningún do­
minio que pueda escapar a las severas advertencias de una
seudointeligencia que reclama, ,ora con la voz digna y grave de
una autoridad académica, orá con los gritos de chacales de un
puritanismo retrógrado, que uno se justifique mediante una
“ética”. Tras intimar a los científicos para que suscriban car­
tas de buenas intenciones, el movimiento “ecoloético” preten­
de ahora reivindicar el cont rol de la conducta automovilística,
¡como si no bastase con el reglamento de tránsito! ¿Para cuán­
do una ética deí coger? ¿Y una ética del lápiz labial?
El neopuritanismo que se inflama en torno a la palabra
“ética” es tan sólo la marca de un desconocimiento, incluso de
una censura del deseo. No es la ética del Dichter la que pide
que se la interrogue; es su deseo quien lo pide. ¿Qué es el de­
seo de escribir? Cuando, con justa razón, George Steiner ma­
nifiesta que “munido de un vocabulario de treinta mil pala­
bras (Racine construyó su mundo con la décima parte),
Shakespeare, más que ningún ser humano del qué tengamos
registro, ha instalado ál mundo en la palabra , delimita menos
una responsabilidad; lina doctriné o un ministerio;, que la des­
mesura excepcional de un deseo qué conlleva, ciertamente, el
acto demiúrgico de lá nominación dé lo que es, pero que es,
antes que nada, él deseo de dar a la lengua el lugar dé la escri­
tura como campo de su goce.
También tiene razón Steiner al hacer notar en seguida que
un hombre ó una mujer no podrían llevar süs vidas siguiendo
el ejemplo o los preceptos de Shakespeare como podrían ha­
cerlo con Tolstoi, Mas, ¿debe el escritor preocuparse por emi­
tir preceptos? ¿Qué es lo que por otra parte podría otorgarle
ese poder o, al menos, ese derecho? En mi ensayo.La impos­
tura perversa, dediqué üñ capítulo a tratar de esclarecer él me­
canismo octdto. dé la obra de Louis-Ferdinand Céline. Céline
es un ejemplo extremo (pero hay Otros: podría citar a Jeari Ge-
net o a Marcel Jouhandeau y algunos más) que demuestra la
vanidad de toda exigencia éticáen el dominio de la literatura.
Pues Céline es a la vez uno de los mayores escritores de la his­
toria de la literatura y uno de los cerdos más innobles de lá
historia de la humanidad. ¿Debemos considerar este hecho
como una paradoja? Cada uno está en libertad para responder
a ésta pregunta. No obstante, si mi lector se siente tentado a
responder por la afirmativa (como lo hubiesen hecho sin du­
da Wittgenstein y Canetti), le señalaría que entonces él pien­
sa, quizá sin darse cuenta, que el escritor sólo podría ser un
caballero...
De la obra de Céline, como de la de todo verdadero escritor,
uno sólo puede hablar como lo hace Steiner de Shakespeare: "É-n
resumidas cuentas, ¿son los personajes de Shakespeare algo
más que magallánicos nubarrones dé energía verbal, nubarro­
nes girando alrededor de un vacío, alrededor de uná ausencia
de verdad y de sustancia moral ?” La cuestión de saber si la
creación verbal es Suficiente en verdad para merecer la califi­
cación de Dichter me parece vana y sin salida. Pedirle más al
escritor es exigirle que sea más que un escritor.
Si la escritura efectivamente cumple una función salvado­
ra, no lo hace en razón de váya a saber qué ejemplo moral qüe
tendría a su cargo difundir, sino precisamente en razón de su
poder dé renovación del lenguaje y de la relación con el len­
guaje. É's muy posible que en el trajín que le impone al lengua­
je, la escritura corra el riesgo de caer en lo que se considera
barbarie. Pero, ¿e's tan seguro que la barbarie se confunde con
el salvajismo, el desorden, lá violencia, el asesinato o la obsce­
nidad? ¿No hay una barbarie peor que el caos en la ordena­
ción perfectamente organizada de la lengua, en el léxico apro­
piado y purificado, en la sintaxis con las articulaciones bien
aceitadas, así como en la jerarquía perfectamente burocrati-
zada del mundo?
El mundo en el que viven el escrítor y el lector de hoy se ca­
racteriza por la proliferación de un discurso incesante, tanto
más invasor cuanto que los medios técnicos puestos a dispo­
sición de las fuerzas que lo dirigen o !o canalizan le permiten
entrometerse en nuestra vida casi sin ningún límite, imponer­
se a nuestros ojos y a nuestros oídos en todo momento y lu­
gar, seguirnos en nuestros menores gestos cotidianos con una
fuerza implacable mayor que la; jamás alcanzada por ningún
dictador
A esto se le llama “información” y "comunicación", cuando
es muy evidente:que se trata de lo contrario; Se nos quiere ha­
cer creer que hay algo que se nos quiere decir, pero sólo se nos
dicen palabras vacías, eslóganes, frases hechas, o, cuando
efectivamente se nos dice algo, se nos lo dice de modo tal que
el mensaje es anulado de inmediato, hecho inaudible o ilegi­
ble por el diluvio del parloteo que lo rodea, lo neutraliza, lo
banaliza. ¿Quién es ese "se”? Ya nadie está en condiciones de
saberlo pues, para indicarlo; habría que acumular todavía
más de esta "información", almacenar y analizar millones de
discursos. Es incluso poco probable que este "se encubra a
un “él”, cualquiera que fuese. El amo de hoy es un amo anó­
nimo y sin rostro. Buscando bien, uno podrá verlo aparecer
por un instante en las cifras de las cotizaciones de Wall Street
o de Tokio. Y al instante siguiente uno se percatará de que es­
tas cotizaciones están determinadas a su vez por una serie de
informaciones, de rumores y de scoop.s que ya nadie puede
pretender controlar.
De ahora en adelante la máquina-de-hablar marcha sola: El
discurso gigantesco, omnipresente y autogenerado que resul­
ta de ello, este ruido al que iio podemos escapar, tiene el efec­
to de ensordecernos, de encandilamos, de mellar en nosotros
toda capacidad de sorpresa en el lenguaje, de vacunarnos con­
tra sus poderes de iluminación, de anestesiar lentamente
nuestras facultades de crítica, de discernimiento y de opinión.
Al igual que los objetos dé consumó, lo simbólico está de aquí
en más condenado a un acelerado desgaste. Al proliferar, él
discurso conlleva un debilitamiento de las palabras y de la
función misma del habla. Así, suavemente, somos conducidos
(por más qué se trate de la mayor violencia jamás ejercida so­
bre el ser humano) hacia un universo donde todo podrá ser di­
cho (y será dicho, a no dudarlo) sin qué importe cómo ni por
quien, puesto que ya nada querrá decir nada diferente, hacia
un universo dónde, so pretexto de comunicación de cada uno
con todos y de todos con cada uno, no se dirá ya nada que val­
ga la pena decirse, náda sino la letanía de la palabra vana y del
discurso común qué nos machacará incansablemente y bajo
mil y una formas su único mensaje: '"¡Escucha! y duerme,
hombrecito../' Al contrario de lo que.Fréud podía pensar en
1909, no es el escritor quien prolonga el sueño y, por lo tanto
el dormir; de ello se encarga el discurso del mundo.
Quizás el escritor sea hoy el único capaz de abrir la posibi­
lidad de excavar un túnel en la pavorosa prisión del lenguaje
unificado y del fantasma estandarizado en el que nos encierra
la dictadura del discurso común. "Dictadura", hay que recor­
darlo, deriva dél latín dictatura que significa: el dictado a los
escolares. Puede que, a su modo, el psicoanalista venga en su
ayuda. Quizás. No sé si es aún dable esperarlo pues la escritu­
ra que despierta está en nuestro tiempo cada vez más sofoca­
da por la producción desenfrenada de libros que no tienen ya
nada que ver con la literatura -libros que encuentran su lugar
en el supermercado y que son concebidos y fabricados para
ser descartados después de usados. En cuanto al psicoanálisis,
su vanguardia se muestra cada vez más ansiosa por la con­
quista mundial, por la uníformización- de la doctrina y por la
sumisión de los practicantes al imperio de un discurso único,
en vez de animar y de interrogar la singularidad de cada voca­
ción, de acoger la herejía (vocablo que recibió un lugar espe­
cial en la enseñanza de Lacan) y de favorecer la facultad críti­
ca en cada uno. Si escribo estas líneas es porque, todavía no
me resigno, pero de todos modos llego a preguntarme si no se­
ría más lúcido pensar con estoicismo que el escritor, y tam­
bién el psicoanalista, sean especies eri vías de extinción.
“Una voz de sutil silencio”

“Y he aquí que va a pasar él Eterno. Y delante de él pasó un


viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las
peñas; pero no estaba él Eterno en el viento. Y vino tras el vien­
to un terremoto, pero no estaba el Eterno en el terremoto. Vi-
no tras el terremoto ún fuego, pero no estaba el Eterno en el
fuego, tras el fuego vino un ligero y blando susurro.* Cuando
lo oyó Elias, cubrióse el rostro con su manto y se puso en pie
a la entrada de la caverna" (Reyes, xix: 11-13).
>••.Ya
: VaqiJé,
dije(l~~,p·
que la · · · experiencia de la escritura y la del psicoanáli­
· · sis
. sis'diférían~erit

· . ·[~~~~~~fG~~:i$1"~wsfüqsl·~iWí1#~rns~
diferían entre sí hasta el plinto de oponerse. Conviene aho­
ra regresar sobre esta afirmación para matizarla puesto que,
aunque opuestas, estas dos experiencias están de todos modos
relacionadas.
Hay un hecho que se nos impone de inmediato. Si el psi­
coanálisis quiere hacer hablar, la escritura busca hacer callar.
La condición de la escritura es la de forzar el silencio del rui­
do acosador del discurso exterior y también el parloteo, igual­
mente cansador, del discurso interior del sujeto. Si pudiese, el
escritor haría callar al lenguaje mismo; ése es el secreto del de­
seo de matar y del deseo de muerte (las dos caras de un mismo
anhelo de acabar con lo que nos es dado e impuesto por el len­
guaje) que habitan el movimiento mismo de la escritura. Escri­
bir es, en primer lugar, querer matar, matar, no la vida, sino eso
que nos permite saber que estamos vivos y, por ello mismo, nos
coloniza y nos priva definitivamente de una parte de la vida pa­
ra la cual no hay palabra sino, por ejemplo "el Eterno".
El escritor es pues, con seguridad, un hombre peligroso: es,
en ün cierto sentido, en todo caso en el sentido social, un enemi­
go del pacto dé la palabra. Por lo tanto no es insensato perse­
guirlo, censurarlo o querer excluirlo de la Ciudad, Su pacto, si es
que puedo expresarme de éste modo un tanto extremista, es el
pacto con el silenció. Pues es en el silencio donde encuentra su
inspiración y donde extrae la fuerza para reorganizar, para afi­
lar su pluma, para forzar y violentar la lengua común.
Pero, ¿qué es el silencio? No es tan sólo la ausencia del len­
guaje -cosa qué está definitivamente más allá de nuestro al-

"Una voz de lino silencio", dict; la versión en francés, i;r.]


canee- sino más bien un agujero, un espacio vacío, un acci­
dente, un corte en el corazón mismo del lenguaje. Quizá po­
dría servirme aquí del término utilizado por Freud en La in­
terpretación de los sueños', el ombligo del sueño. Tal es la
sustancia de lo que Joyee llamó sus "epifanías". La epifanía, la
aparición (en el sentido religioso del término) es, para Joyee,
un fragmentó de discurso que él ha oído o del que tiene noti­
cias y en el cual éí, Joyee, discierne repentinamente ese aguje­
ro silencioso que parece aspirar al lenguaje o hacerlo girar en
Lomo de sí mismo como un ciclón enrom o a su ojo, y que, en
un instante ínfimo de iluminación, lo reduce a nada. La epifa­
nía es la revelación fulgurante de que el querer decir de todo
discurso es tan sólo una mueca ridicula puesta, como si fuese
una máscara de carnaval; sobre el decir nada que constituye su
esencia real pues, ante el Eterno, sólo la nada puede subsistir.
Se impone entonces la .necesidad, de un decir absolutamente
singular que recree la lengua ex nihiló.
En tanto que ruptura con el lenguaje, con el lenguaje de la
representación y dél sentido, la escritura nó ofrece asidero a
la interpretación. Es ininterpretable. No remite a otra cosa
que al vacío, a la nada de la que ella se alimenta. Es por ello
por lo que el psicoanálisis, no aporta ningún esclarecimiento
sobre lo que es la experiencia de la escritura. Por. el contrario,
cuando se mezcla con ella, no Hace sino oscurecerla tratándo­
la como una palabra y revistiéndola con su discurso impoten­
te e inadecuado.:El psicoanálisis puede dilucidar lo que.pro­
duce la escritura, puede proponer una cierta lectura, en
ocasiones pertinente, pero nada puede decir de lo que es escri­
bir. Convendría más bien invertir la relación que se ha estable­
cido muy ingenuamente, bajo el imperio de un hábito conven­
cional de pensar, inerte y negligente, entre la .escritura, y el
psicoanálisis. No es el psicoanálisis el que interpreta a la es­
critura, es la escritura la que puede considerarse como una in­
terpretación del psicoanálisis, más precisamente del fin en el
que el psicoanálisis encontraría su propia culminación.

El fracaso de Lacan: no soy suficientemente poeta

He dicho que la escritura tiene la función primordial de des­


pertar. Es también el fin que Lacan fijaba al psicoanálisis. Si
Lacan hablaba de "despertar'* era para s e ñ a la r a los psicoana­
listas que su práctica no tenía sentido sino en la medida en que
conseguía llevar al psi coanalizante a atravesar el marco imagi­
nario en el cual su deseo inconsciente se encuentra prisionero,
y, más generalmente, a encontrar un acceso a lo real más allá
del sueño.vigil en el que mantenemos nuestras vidas.
Lacan sostuvo está tesis durante muchos años y la puso en
acto, mediante una técnica completamente original y a menu­
do desconcertante de la interpretación. Ésta había de ser
siempre sorpresiva, enigmática, anticipada o a destiempo, a
contracorriente de la comprensión y del sentido compartido.
Podría formularse la hipótesis de que Lacan intentó, a su mo­
do, en su práctica tan singular, alcanzar el lugar y el:tiempo de
la experiencia de la escritura o, por lo menos, de establecer un
análogo a ella en el campo de la palabra. Hubiera querido "tal
es, en todo caso, la conclusión que yo saco de mi larga fre­
cuentación de sus seminarios y. de sus escritos-, de. alguna
manera, elevar la experiencia de la palabra al rango de la ope­
ración de la escritura.
Pues Lacan también, como el escritor, quería hacer callar
tanto como quería hacer hablar. La palabra que él esperaba,
que él anhelaba ver nacer de la experiencia analítica, era una
palabra nueva, hasta entonces inaudita. Una palabra cuya
condición primera hubiera sido la de reducir, si no al sñencio,
en todo caso a la vanidad inconsistente, al parloteo, el bla-blá
del discurso común. Una palabra que hubiera al fin tenido la
consistencia indiscutible de una respuesta de lo: real.
Y es seguro que no fue por azar que consagró los diez últi­
mos años de su seminario a elaborar lo que llamaba sus ma­
ternas” (fórmulas escritas a la.manera del álgebra o de la lógi­
ca formal), su topología (uso desviado de ciertas curiosidades
geométricas familiares, á los matemáticos), o incluso sus nu­
dos borromeos (aros de cuerda anudados de modo tal que el
corte de uno de ellos libera a los demás y de los cuales él sos­
tuvo, en un momento, que no eran metáforas sino que eran lo
real mismo)* .
De tal modo, en sus;últimos seminarios, Lacan se orientó ca­
da vez más hacia el escrito, llegando a abandonar- la teoría del
significante que había sido su caballo de batalla durante los
veinte años precedentes, para comprometerse en una teoría y
~~~una
en
> W~~ªEtl~~[~e4~1~t1~~~;~~~~J¿~~~~é~@it~rti1:Br4~~
práctica de la letra que acabó por absorberlo totalmen­ ·/
· tt;ti!·· pu~to. de
te, al punto d~ conducirlo co~~l1C.irlp a~· un t1~.#mutismo Jl1tisrrio·ccasi a7~ic?P1RlrtP completo durante cll1f~te•·. · ·
dos años de seminario, años durante los cuales se contentaba
~?~\~?.s•· • ·~~-· · ··~eP1ip.a_ri?; ~ps.·····-~~~I:••·~?.s \l.lti!~;·.sé)C.?ri~em.ª?él

~1i:111111isr111111tt~li~
con dibujar en la pizarra nudos borromeos y entrelazamientos
de toros ante un auditorio ¿ada vez más raquítico.
Para sus alumnos, al igual que para aquellos que buscan en
las formulaciones más recientes del-psicoanálisis un apoyo
para esclarecer otras disciplinas, los cuatro o cinco últimos
años del seminario de Lacan quedan como un enigma del cual
-~.~o.s··-~e.lsé1.rtip~r.io··.Fe.!D~f~C!~~~l~cpni?··t1nee.i~~f.~el'.cl.lal
n~(l~.~ ha
nadie p~ae77~~ra~~. desentrañado ?º\~ú1TeI: aún el~.:secreto. cret0; Un ·mh·•eenigma pigT~?ql1e que sólo s_ól()•_eell
· . · ·. · ·. ·. · ·• &~~;:J¿.·:~~r~~~~T~~n~~~ii~*~~eiw~~~~~&d80~~Br~if~~ respeto y el pudor nos impiden calificar de naufragio, aun
cuando Lacan mismo haya confesado de modo explícito su
.tr~c..~.s(! ff~C.~s?;f~.
fracaso. ¿No oá5élbar.~ies1. acabará este e fracaso por J)~frevelarse, r.eye1a.r.~~,·~~a11(1ol. cuando loo~a- ha­

•.· ·•. · . · •· Tu~1¿~tii{á~~f3~rg~~1·: ~á{~*i9l~~~~?(tt*~·B;~~f~~ci~k1 yamos comprendido, más fecundo para el pensamiento que
un resultado exitoso? Quizás era por otra parte inevitable en
.. ·.. · . . ·.-la1~·· .wmedida ~~i(l~ .en ~?; que, ~l1ti como ?Pi?P Lacan If<l5~~ insistió ill.S~~~í?'. siempre ~i~~Rr.): aª}º lo }élr§?d~ largo de
.:.•. •. ·• · · • .•. ·. su enseñanza] eL íncóh~cíente sólo·· se' tevela verdad erarrtente· .
su enseñanza, el inconsciente sólo se revela verdaderamente
. '; · ·.·. • en é°A'Sea .'~~-:dimensión
su ~cual ífi)~~~\?~t(l~· de falla. ·7~!~:;;·T~. ··:>e•·· •· < se\• i"·< < >_··· ··· >.·· ·····•.·.·.·•· · · •· · .·•·••-·· ·.· >••.•.·.· ··.•·•.···•.•······
•. •·. •.· . . ·•.·• ·.<.§.~.~·~)f.~~.~~ft;.l~la opinión
tión, creo esencial destacar que los primeros indicios de éste
fuere pg~i?J.t que uno RM~ l1J.t2 S.sf?r:r~sobr~ forme sobre esta Ísta.. cues­ ét1es"

liiiiiiill4tllllli
fracasó aparecen en 1975-1976, en el momento en que Lacan
decide medirse con quien es sin duda el mayor escritor del si­
glo veinte: James Joyce. La confrontación entre estos dos gi­

\~~~~)~0 gantes, eri el curso del año del seminario sobre Joyce te Sint~
kome, es grandiosa y patética a la vez. Se revela allí, por vez
· · · pnrl'i~fél, un
primera, l!.rr4ttcél;15~si~apt~¡~ue
Lacan hesitante, qüe duda ~l1~él de d9síil"li~~2,i~S.9gl.lr()
sí mismo, inseguro
en sus formulaciones, un Lacan que se equivoca, comete erró-
res en sus esquemas y busca desesperadamente apoyo en al­
gunos de sus oyentes. Es en el curso de este seminario cuan­
ci···•.•.•_·········. •.·.······.•·.•...
·:.•.· •. < ··do:se<hundé.
do _e·n···..·_•se
•.n
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.•.

fundado, a partir de 1972; todas sus esperanzas de llegar a la


culminación de su edificio teórico: el famoso nudo borromeo
de tres redondeles (como ya se dijo: si se corta uno de ellos,
los otros dos se liberan). Se había pretendido que este nudo
borromeo de tres podía condensar en una sola escritura la ar­
. gc11t~9i?~··•?de2i.Ias•
ticulación las•· ·.98.categorías t~g6.rias.·. 4.~de •- .l{~ti!;§~tJi?óii9?;éJiífiagihií\i?
Real, Simbólico e Imaginario

"H1~1~!rlfit~~~lli!~~¡1!ié~i~,lf!!~!.
(abreviando: RSÍ que, en francés, suena igual que hérésie, he-
rejía) y, por este camino, de los lugares y de las funciones del
goce, del falo, del objeto a, del síntoma, etc. No es excesivo de­
cir que este nudo era comparable a una nueva forma de la Tri­
nidad. Lacan llegó a pronunciar en abril de 1975, en Roma, lu­
~.~r·simbólico
gar •~ill1?qlic?1ipor pr••· ~x~~~fn. 1.ci~;• un
excelencia, . ·•ti~idiscurso .it~gn~~I40n~~f:§~~;
disc;Brso triunfal donde toda
. · . .sus~ reflexión
r~f1~x±ó11s()l)r;e 4uedahasub· sii01id~:·Jpor

it~ii~líiii~i~~ifii~j~~1~ri1f
psis:()aii~ilisí~' quedaba
sobre eletpsicoanálisis subsumidá ?9r la1~:
construcción de esta nueva escritura.
¡Ay! Esta soberbia invención se rompe cuando él interroga
la obra y la personalidad de Joyce. Lacan debe resolverse, mal
que le pese, a comprobar que Joyce constituye una objeción ·fJ~s'ji
.irremediable
irt~01edli{bl~··al •·ª}•nudo
~l1tl()• de ·ge••·tres.
t~~s·: Así _A.:sí·pues,
·~Bes;·ééste
st)··.~ses un ~·11.ífracaso:
Ta9ás?:•·•.ssu11.•.·
análisis de Joyce revela una falla en el anudamiento de los tres
redondeles dé lo real, lo simbólico y lo imaginario. Joyce fuer­
za a Lacan a comprender que el síntoma no puede ser englo­
bado en su nudo de tres, A partir de entonces el nudo borro-
meo resulta contrahecho: es un nudo fallido que sólo se
sostiene si se lo remienda agregándole un cuarto redondel. El
Ego de Joyce, su Ego de escritor (el que, de acuerdo con La-
can, servía a Joyce como protección contra una psicosis cuyo
origen residiría en las carencias radicales de su padre) fue lo
que obligó a Lacan a confesar su fracaso o, por lo menos, a en­
contrar su límite. El encuentro entre estos dos titanes fue una
a.\féptl1g~}pó 8
aventura poco 9 frecuente
íresúe~~e··· ~y·.ttantoa#t()•• más Iliás a.pasi§~a~ts•·.2ua~toiql1e•·
. apasionante cuanto que
. . mostró
1T1?str?.· ~que
}1e.ees sj~starn~l1tesobr~Ia911esti9!ldelé).
justamente sobre la cuestión de es.claritura. ~l1e,·.· que
escritura
·1[t·y~~?y§-4t~··•rif~s .
la vanguardia más audaz ·a~<la*•·.•delderE~íS?ªrtalisí~?ºíit.eri1#?li~neo.
psicoanálisis contemporáneo >se· se
illlp?tenciá .• • •.

iifi~~¡i~~liti~llf~~i~~~~i +~¡;¡
tl1tro que
tuvo et.en:éf yy .fue
que·· ~detener •ftiecol1~ena.dr•
condenada.~· •asºnfesitl". confesar su su impotencia.
En los años que siguieron Lacan giraba en redondo. Él mis­
mo lo confesó del modo más explícito pues muy pronto tomó
conciencia de su fracaso. Dijo que ya no encontraba, que bus­
caba... Redoblando suobstinación pero también su oscuridad,
tocia.Y1a. . 7.??rfi19s 5
~? o~eo.7· que
Bl1dos borromeos 9-usset~~ 117~·· .• · . • ·. •·i

·i¡¡¡fiI~li~~~~Jtt~1i~{~¡5¡,~~~ . •!!~l1
esp~fful.~l)f. todavía sobre
especulaba los nudos se trans­
formaron en “cadenas borromeas”, en trenzas, en toros anu­
dados e invertidos.;, pero casi sin resultados satisfactorios.
Su seminario de 1977 está poblado de constataciones de
fracaso y de palabras de esperanza impotente. Lacan siente de 1
allí
~í en en .•.más
ni~~·•·.1laé)..~necesidad
~9e~iq~~···.ci.sde '~r~é).f
crear 'u ''ür1.
n ssignificante
i?ll~~?ª~t~.•·nnuevo”, ~ev9",l1~·un·• ·•·• · •·•.· .· •.· · • ·• · · · • ··

IJilflfill;fllll+:v'
significante que no tendría, como lo real, ninguna clase de
sentido. Pero, ál mismo tiempo, hace notar que esta necesidad
define el corte irremediable que separa al psicoanalista del
poeta o, en todo caso, al psicoanálisis de la poesía: “¿Ser even­
tualmente inspirado por algo que procede de la poesía para in­
tervenir cómo psicoanalista? Es justo hacia allí hacia donde
deberían orientarse” (Seminario del 19 de abril de 1977). Pe­
ro, apenas un mes más tarde, cierra la puerta así entreabierta
realizando ante su público esta confesión admirable y patéti­
ca: "Sólo la poesía, les dije, puede permitir la interpretación.
Y es en eso que yo no alcanzo, con mi técnica, a lo que ella lle­
ga, Yo no soy suficientemente poeta. No soy lo bastante poeta
{poéte-assez, dijo, creando un neologismo equívoco).
Más grave aún:; tras invocar una vez más la esperanza de un
significante nuevo que rompería la cadena de los significantes
recibidos* Lacan manifestó un pesimismo tan radical que de­
jó el sentimiento de estar hundiendo, en dos frases* todo el
sentido que había conferido, después de los años sesenta, a la
práctica psicoanalítiea: "La enfermedad mental que es el in­
consciente no se despierta. Lo que Freud ha enunciado, es lo
que quiero decir, es esto: no hay, en ningún caso, despertar”
(seminario del .17 dé mayo de 1977).. Antes de caer en él mu­
tismo extraño de los años 1978 y 1979, alcanzó a lanzar esta
última expresión de un anhelo desesperado; "sería necesario
que el análisis, por una suposición, llegue a deshacer por la
palabra lo que ha sido hecho en la palabra” (15 de noviembre
de 1977). ..

Quiero, decir, no, nada

El mutismo de Lacan en los dos penúltimos años de su se­


minario, mutismo que sólo rompió en 1980 para anunciar la
disolución de la Escuela Freudiana de París que había funda­
do en 1964, plantea a los psicoanalistas, y no sólo a ellos, una
cuestión de extrema gravedad. Al callar con obstinación* al re­
husarse a entregar a su público otra cosa que esos signos gr­
áficos con lo que cubría la pizarra, ¿quería decir algo Lacan o
más bien no quería decir nada? ¿Y no sería este "no decir na­
da”, en el punto al que había llegado Lacan, la forma más ra­
dical de su "querer decir”?
Mi interrogación converge aquí con el abismo sin fondo
abierto por Melville en su. relato Bartleby\ ebescribiente. Entre­
gado al trabajo de copista, Bartleby se obstina en: declinar to­
da demanda de realizar su tarea mediante una réplica lacóni­
ca, a la cual no quiere dar ni comentario ni explicación: “7
would prefer not to” CYo preferiría no”, traducción insatisfac­
toria porque elide el “to” inglés que da a entender un verbo y
que lo deja en suspenso). Lacan ni siquiera pronunció uná fra­
se semejante. Él expresó y repitió su llamado a un significan­
te nuevo, después se calló, dio francamente la espalda a su
público y se clavó a su pizarrón, gis en mano. La pálabra “es­
critos” con la que tituló no sin ironía la recopilación de textos
que publicó en 1966 tomo desdé entonces uñ giro muy enigm­
ático.
Este enigma del último Lacan me devuelve a la breve alu­
sión que hice más arriba a las epifanías de Joyce. En el “que­
rer decir” del discurso común Joyce discernía el agujero de un
"nada decir" que él sentía como la esencia misma de la fun­
ción habladora: Pero comprendía también que esta esencia
sólo podía ser abordada y manifestada en la escritura. En un
fragmento de carta cuya fecha ignoramos, Diderot relata, dé
modo imaginado, una experiencia análoga a la de Joyce: "Mi­
ro cierta palabra dicha o escrita cómo un agujero perforado
de repente en mi puerta, por el cual veo todo el interior dél de­
partamento como un rayo qué ilumina de pronto el fondo de
la caverna y que se apaga.”
Dar cuerpo a este “nada decir” o a este agujero dél lengua­
je es quizá la tarea más importante de la escritura, una tarea
casi sagrada cuyo monopolio le pertenecería. Esta nada -que
no es la ausencia de algo, sino, por el contrario, la presencia
masiva, de eso que escapa a la categoría de "algo” puesto que
depende, por naturaleza, de lo que no puede ser dicho sin que­
dar automáticamente marcado por la denegación en la pala­
bra- ¿será ése el oscuro objeto del deseó de escribir?
Conocemos bien, en psicoanálisis, un tipo de paciente que
tiene una afinidad particular con la nada: el anoréxico; Al re­
husarse a alimentarse el anoréxico manifiesta, noque no quie­
re nada, por el contrarió, que él o ella quiere absolutamente.
La anorexia es la expresión de ün absoluto del deseo y la de­
mostración de que no existe ningún objeto que pueda respon­
der a este absoluto. El anoréxico se hace, de algún modo, el
campeón del deseo. Pues él deseó; por esencia, no puede satis­
facerse con ningún objeto que se ofrezca a su satisfacción,
siendo éste siempre consumible (y es por eso por lo que la
anorexia se fija electivamente sobre el objeto alimentario), por
lo pronto precario e incapaz de ofrecer más que una satisfac­
ción provisoria, pasajera y parcial Todo objeto propuesto al
deseo suscita un único veredicto: el de la decepción: “no es
esoVPor tal razón el anoréxico transforma la insatisfacción
estructural del deseo en tragedia, oponiendo un rechazo cate­
górico a la falsa seducción del objeto. Este rechazo debe ser
entendido como la expresión más exigente del deseo, deseo de
nada, porque sólo la nada:puede responder al infinito del de­
seo, el que no es deseo de ningún objeto positivo sino más
bien deseo de sostenerse infinitamente en tanto que deseo. El
anoréxico se satisface, al fin de cuentas, más con su hambre
que con su saciedad, se conserva en un estado constante de
apetito.
La estructura de la anorexia, especialmente si le damos la
plena significación que le confiere el término de “anorexia
mental" - “anorexia referida a lo. mental”, como lo interpreta
Lacan-, me parece guardar una estrecha vinculación con la
problemática de la escritura en su relación con la palabra y
con el discurso.
El escritor es, en el fondo, un caso de anorexia mental. Su-
fie y goza a la vez de una forma de anorexia (cuidadosamen­
te cultivada) que se cristaliza sobre la palabra más bien que
sobre el alimento. Él no quiere hablar, rehúsa satisfacerse, con
la palabra, no quiere nutrirse con las palabras ordinarias, es­
tandarizadas, que la palabra le incita a compartir, y menos
aún a aceptar el atracón que pretende imponerle el discurso
común.. Nó que deje de sentir deseos de decir, ni que quiera
abstenerse voluntariamente de hacerlo. .Por el contrario, nun­
ca el deseo de decir es tan imperioso como en el escritor. Pe­
ro, precisamente por esta razón, porque su deseo es el de de­
cir absolutamente ,otra ,cosa, por. decir un dicho que no sea
asimilable, digerible, absorbióle por el flujo universal de la pa­
labra y del discurso común, un dicho que no sea de inmedia­
to comprensible e integrable en la comunicación general, un
dicho puramente singular, enigmático y único, un dicho que
resiste a la banalización del diálogo “normal" — por esta razón
el escritor comienza por rehusar la palabra y el lazo social que
ella instaura.
Louis-Ferdinand Céline, inventor, genial de un estilo de es­
critura revolucionario que a menudo , ha. sido confundido,
erróneamente, con una irrupción del lenguaje hablado en él
escrito, explica su enfoque de la literatura ,en: las Entrevistas '
con el Profesor Y. En ese texto, bajo la apariencia de un diálo­
go, realiza una confesión fundamental: Mi fatiga era extre­
ma... a mí, es hablar lo que me fatiga... no me gusta hablan.,
odio la palabra... no hay nada que me agote más..."
Este rechazo de la palabra y del discurso (el hacer: callar
y el "nada decir” que ya evoqué), vale para el escritor como la
expresión de un deseo absoluto del lenguaje y del lazo pura­
mente singular que es la lectura. Él quiere decir nada, nada
más que el decir. Si uno u otro de mis lectores halla que mi
propuesta parece oscura o excesiva, yo le pido excusas y lo in­
vito a descubrir o redescubrir un texto de Kafka que, como el
Bartleby de. Melville, es uno de los diamantes más luminosos
de la literatura: El artista del hambre,. Al. final de este relato, el
ayunador, al cabo de sus fuerzas, olvidado por todos, implora
el perdón porque ha cometido el error de querer que su ayu­
no fuese admirado por el público. Es así como Kafka expresa
a la vez el malentendido profundo que se teje entre el autor y
su lector y la espera exorbitante del primero en relación con
el segundo. Pues el autor, al menos cuando tiene el temple de
un Kafka, rehúsa ser admirado por un falso motivo; no quie­
re a ningún precio embaucar a su público. Ingenuamente se
cree que un escritor busca el éxito pero su deseo de ser leído
es más vasto, tan desmesurado como su propia exigencia en la
tarea de la escritura: el autor quiere el éxito que él merece.
"Pues no era el ayunador quien engañaba, él trabajaba
honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en
cuanto a sus merecimientos”, escribe Kafka. Cuando el ins­
pector del circo, que ha descubierto al ayunador olvidado en
su jaula y sobre su podrido montón de paja, le pregunta: "¿Y
por qué no debemos admirarte?”, el héroe le responde "Por-;
que m ees forzoso ayunar, no puedo evitarlo.” Y el inspector,
evidente representante del lector medio, se asombra todavía,
más: "Eso ya se ve; pero, ¿por qué no puedes evitarlo?. Por­
que... porque no pude encontrar comida que me gustara. Si
la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho
ningún cumplido y me habría hartado como tú y como to­
dos" (traducción de Jorge L. Borges). Remplacemos, en esta
metáfora, el término "comida” por "palabras”, y alcanzare"
mos la expresión' más pura de la relación del escritor con las
palabras de la lengua.

Por qué el escritor es mujer

Este deseó absoluto del escritor constituye el testimonio más


certero de que el escritor sostiene con la lengua una relación
que merece ser llamada erótica, tanto en el sentido amoroso
como en el sexual más crudo. Sea bajo el predominio del léxi­
co o de la sintaxis, de la música de las palabras o dé la articu-
laeión de las frases, eí escritor seduce y conquista la lengua (o
mas ,bien es conquistado y seducido por ella), vertiéndola en
el cuerpo de la letra. La letra cumple para él exactamente el
papel de la pareja en la relación sexual. Literalmente; el escri­
tor hace el amor con la letra. Pero por ahora esto no es más
que una aseveración trivial: todos sabemos, al menos intuiti­
vamente, que la práctica literaria implica una investidura libi-
dinal completa.
De lo que quizá nos percatamos menos es que, en esta, rela­
ción sexual con la letra, el escritor es llevado, a sabiendas o
no, a adoptar una posición que puede calificarse de "femeni­
na . De este efecto de feminización inducido por la letra Freud
no tuvo la menor idea, por más que Lou Andreas-Salomé y,
por su intermedio, Rilke, le haya entregado el hilo de Ariadna
que hubiera podido llevarlo a él. Lacan, por el contrario, pu­
do presentirlo. Llegó incluso a enunciar explícitamente Ja fór­
mula (en su seminario sobre "La carta robada” de 1956 y des­
pués en su artículo "Lituraterre” de 1971), pero sin explicarla
cabalmente.
Si la letra feminiza" a aquel que se arroga su posesión, es
porque ella encarna, en todo el sentido de la palabra, una po­
sición subjetiva qué consiste en colocarse no-todo en la pala­
bra, no-todo en la lógica de la significación y por lo tanto no-
todo bajo el imperio de la sexuación fálica -siendo el falo, para
retomar la definición de Lacán, ‘el significante dé todos los
efectos de significado”. La letra extrae su poder y su atracción
no tanto de lo que conlleva (su contenido, su mensaje) como
por estar más allá de lo que pudiese significar. La letra tiene
un pie en el registro de la palabra (pues está sin duda atrapa­
da en el juego del significante) pero también -y es por éso que
se distingue en tanto que escrito-- tiene un pie en el más allá
de la palabra. Á decir verdad, la letra sólo justifica su existen­
cia en íá medida eii que btisca rebasar el límite de la palabra,
en la medida en que apunta a dar vida y forma material a lo
que no puede ser alcanzado por la palabra. Es así como ocu­
pa el mismo lugar que se asigna a la mujer en la lógica; ine­
luctablemente fálica, de la palabra. (En el decir ya célebre de
Lacan “La mujer no existe”.)
Así como la pitonisa de Del fos se abre a la palabra de Apo­
lo., el escritor, antes aun de ser el forjador (Sprachschópfer;
wordsmith), toma el lugar del destinatario de esta letra (o car­
ta) femínizante. La ácoge, la recibe, abre en él el receptáculo
vacío donde ella encuentra un hábitat o donde puede inscri­
birse, depositarse y producir sus resonancias. “Dé tal modo
nos transformarnos corno una residencia por la presencia de
un huésped. Y rio podemos decir quién ha ¡legado, quiza nun­
ca llegaremos a saber lo” (Rilke, Cartas a un joven poeta). Lo
que se llama “la inspiración” es una forma de siembra, dé fe­
cundación, que necesita, dé parte del escritor, una abertura,
un abandono, un don completo de sí mismo a la misteriosa y
capr ichosa visitante pues ella sólo se entrega a aquel que prue­
ba que puede, él el primero, ofrecerse en cuerpo y alma a su
llegada. “Es pór este fruto que un día las jóvenes / se elevan tal
como un árbol puede surgir de un laúd / y que los varones se
permiten sueños de hombres” (Riíke, otra vez). Puede com­
prenderse qué eí psicoanálisis haya sido tentado, desde hace
mucho tiempo, a postular- la existencia dé un fantasma de
preñez en todo aquel que se siente llamado a escribir (Lácan
mismo evocaba ese fantasma).
Sobre éste puntó, el psicoanálisis no sé equivoca. El poeta,
por otra parte, parece confirmar explícitamente su hipótesis:
"Sea ella de la carne o del espír itu, la fecundidad es ‘una': pues
la obra del espíritu procede de la obra de carne y comparte su
naturaleza. Ella tan sólo es la reproducción en alguna forma
más misteriosa, más plena de éxtasis, más ‘eterna’, de la obra
camal” (Rilke, siempre, en Canas a un joven poeta).
: Él psicoanálisis ho está equivocado... pero aun así. ¿No nos
indica también ; Rilke que la ' “generación"” iartística .alcanza
otra dimensión que la reproducción carnal? “¡Vlás mis terrosa,
más plena de éxtasis, más 'eterna'", escribe. Este suplemento
de goce, esta búsqueda y, quizás, este logro de la eternidad,
(que habremos de comprender, me parece, no en el sentido del
futuro, como ía adquisición de una posteridad, sino más bien
del presente, de la pura presencia del tiempo que no tiene, en
sí, ni pasado ni futuro), ¿no es esto lo que escapa inevitable­
mente a la interpretación psicoanálítica clásica cuando se re­
fiere al fantasmá de embarazó?
La gestación: inherente a la escritura manifiesta, sin duda,
una gran analogía con el proceso de la maternidad en Ja mu­
jer, y se conoce además que muchos escritores, durante la con­
cepción de sus obras, sufren síntomas semejantes a los que
padecen ciertas mujeres encintas. Está analogía tiene un lími­
te; eS una analogía, ciertamente no una identidad.
Más que la semejanza, es la diferencia entre la generación
de la obra y la del niño la que debería llamar nuestra atención.
El artista no es la madre de sus obras, más bien sería su hijo.
Por ló demás, si la maternidad biológica y la concepción artís­
tica se encimasen hasta el punto de confundirse simbólica­
mente, las mujeres deberían estar, por naturaleza, especial­
mente predispuestas para la creación. Pero bien sabemos -aún
cuando el feminismo de moda en este fin de siglo haría de es­
te enunciado algo "políticamente incorrecto"^ que las mujeres
verdaderamente creadoras (quiero decir: más que talentosas)
en el dominio de las artes, tanto si se trata de música como de
pintura o literatura, son extremadamente raras. Esta observa­
ción abre preguntas que merecerían más investigación y co­
mentarios. Es ún hecho: ha habido muchas mujeres músicas,
pero ninguna que haya alcanzado la estatura dé Bach, Mozart,
Beethoven o Chópin; igualmente, ha habido una cantidad de
mujeres de letras, pero los dedos de las dos manos bastarían
para contar a aquellas que podrían calificarse de grandes escri­
toras. El grande e inolvidable pensador que fue Étienne Gilson
nos ofrece quizá la clave que permitiría tanto resolver este
enigma como medir el valor interpretativo de la hipótesis del
fantasma de preñez. Sensible, él también, a esta analogía, es­
cribía: "Es posible y, en suma, verosímil, que la fecundidad
creadora del intelecto este próxima a Iá fecundidad-biológica y
qué la producción sea un caso particular de la reproducción. A
menos que 1o contraño sea lo verdadero” (cursivas rñías). Lo que
q u e m a d e c ir q u e es el e m b a ra z o fe m e n in o el q u e es u n Ersatz
d e la c re a c ió n a rtís tic a , y n o a la in v ersa.
La tesis es audaz. H a tenido, no obstante -y ésta es una re­
ferencia qüe merece ser recordada tanto más cuanto que ha
sido poco comentada y nada explotada-, su ferviente impulso­
ra en el campó del psicoanálisis y no de. las menores, puesto
que se trata de Lou Andreas-Salomé. E n su ensayo titulado
"Zum Typus Weib” (Del tipo femenino), aparecido en la revis­
ta Imago en 1914, la amiga deHietzsche, de Rilke y de Freud
sostenía que la más elevada realización femenina consiste en
que una mujer logre hacer del hombre que ella engendra un
creador, es decir, un ser capaz de entrar en relación íntima con
el Otro, Esta facultad ofrecería a la mujer la posibilidad de
exaltar al rango de "acto cultural” el tipo de creación que "le
llega por sü naturaleza de mujer, más bien que ser ella quien
lo realiza: a saber, el niño.” Pues para Lou Andreas-Salomé la
potencia creadora “natural” se sitúa deílado de la mujer, pero
su realización, en tanto que obra cultural, sólo puede produ­
cirse en los hombres creadores; Para éstos, escribe ella, "La
obra ha llegado a ser realidad en ellos únicamente porque su
saber hacer masculino contiene el saber hacer femenino y
porque en ellos esta doble naturaleza se ha hecho creadora,
creando en obras eso que es la mujer por su naturaleza.
S in d u d a e n tr a m o s a q u í e n o tr o f a n ta s m a - q u e u n a n a lis ta
fre u d ia n o c lá s ic o se p r e c ip ita r ía a r e d u c ir a u n a e x p re s ió n d e
la e n v id ia d e l p e n e - , f a n ta s m a p r o p io d e L o u A n d reas: el d e
s e r la c r e a d o r a d e l c re a d o r, e s ta fig u ra f e m e n in a d e P ig m a lió n
q u e p e r m ite a la m u je r c o n se rv a r, e n ú ltim o a n á lisis, el c o n tro l
o, a l m e n o s , la in ic ia tiv a d e to d a f o r m a d e c o n c e p c ió n . S e
c o m p re n d e , d e s d e lu e g o , p o r q u é L o u A n d re a s se p re s ta ta n
b ie n , a to d o lo la rg o d e s u v id a , a l p a p e l d e m u s a (F re u d fu e
q u iz á s el ú n ic o d e lo s g r a n d e s c r e a d o re s q u e e lla c o n o c ió q u e
d e c lin ó e c o rté s p e r o f irm e m e n te , y c o n u n a in fin ita p a c ie n c ia ,
lo s e m in e n te s se rv ic io s q u e e lla se p r o p o n ía o fre n d a rle .)
L a a n a lo g ía e n tr e la c o n c e p c ió n a r tís tic a y l a g e n e ra c ió n en
la m u je r c o n s e rv a n o o b s ta n te u n a c ie r ta p e r tin e n c ia , y la te ­
sis d e L o u A n d re a s -S a lo m é m e re c e ser- to m á d a s e ria m e n te en
c o n s id e ra c ió n : A c o n d ic ió n d e p re c is a r, y é s te es el p u n to d e ­
cisiv o d e la a r g u m e n ta c ió n q u e d e s a rro llo , q u e lo q u e e s tá e n
ju e g o e n l a a n a lo g ía r e c a e m e n o s s o b re la m a te r n id a d q u e so ­
bre la femineidad. La preñez femenina no es, en efecto, más
que una facultad del cuerpo femenino que, lejos de añadir al­
go a lá realización de la femineidad, ó de representar su cul­
minación, plantea más bien el riesgo de cercenar uña parte
esencial de ella echando un velo opaco sobre "eso que es la
mujer”, para retomar las palabras de Lou Andreas-Salomé.
tíña mujer que concibe y se hace madre no por ello es más
mujer. La clínica psicoánalítica nos demuestra, por el contra­
rio, que, éñ una gran cántidad de casos, la mujer que es ma­
dre se siente menos mujer que antes -como si el estatuto de
madre fuese, en realidad, uña dificultad suplementaria, una
especie de parasitismo que se opondría á la realización de la
femineidad.
La realidad biológica del embarazo encubre, de hecho, la
própiedad subjetiva de la mujer que es la de llevar al Otro en
ella. Para cumplir con esta propiedad no hay ninguna necesi­
dad ni de estar encinta ni de parir. La mujer es el Otro, lo ab­
solutamente Otro en la diferencia de los sexos puesto que, co­
mo lo descubrió Freud y como lo reformuló Lacan en
términos más definitivos, el inconsciente está sometido al ré­
gimen de lo homosexuado, de lo uní-sexo. Eri efecto; en el in­
consciente que explora el psicoanálisis no hay más que un
único significante que permita dar cuenta del sexo: él falo. Ese
falo que el inconsciente representa cómo presente o ausente,
visible o escondido, erecto o cortado. En otros términos, el in­
consciente no permite formular la existencia ni la relación en­
tre dos sexos verdaderamente diferentes. Y es por eso por lo
que, rehusando seguir a Freud en el campo dé la “castración
femenina , Lacan sostiene la tesis, revolucionarla en psicoa­
nálisis, de que la femineidad es no-toda, no-toda dependiente
del inconsciente. Lo es en parte (puesto qué, como todos los
seres que hablan,, también ellas tienen un inconsciente y están
por lo tanto sometidas a la lógica del falo), pero sólo en parte.
Creo: que este no-todo característico de la subjetividad feme­
nina puede permitir otra lectura diferente de lo que Lou An­
dreas Salomé, por su voluntad de esclarecer la cuestión de la
creación, designa como la “doble naturaleza" específica del
creador.' ■-
Uña parte de la femineidad la que el significante fálicó no
alcanza a representar dé otro modo que como “castrada"- es­
capa de tal modo al inconsciente y al lenguaje en gener al. No-
toda, la mujer está, por esencia, sujeta a una división suple­
mentaria en relación con la división de todo sujeto del lengua­
je. Ella es sujeto dividido, pero es también, además, siempre a
la vez ella misma y Otro en relación con ella misma, idéntica
y no obstante extranjera a sí. Es, por esencia, depositarla de la
altéridad, de la no identidad consigo, de la apertura al más
allá, de la parte del ser que está fuera del lenguaje. Concluya­
mos provisoriamente esta reflexión sobre la feminización del
escritor leyendo otra vez las palabras de Rilke: "De tal modo
nos transformamos como una residencia por la presencia de
un huésped. Y no podemos decir quién ha llegado, quizá
nunca llegaremos a saberlo." El decir hermético que la escri­
tura reclama más aún que la palabra parece oscuro porque se
rehúsa a ser comprendido. Én verdad, no puede ser compren­
dido, no está hecho para ser comprendido si no simplemente
para que se ponga en actas. Es el ¡decir de una lengua irreme­
diablemente en falta; sólo es oscuro en tanto que confiesa la
parte singular, indecible, del escritor (al igual que de su lec­
tor), esta parte que se;sustrae al; lenguaje. La lengua que anun­
cia su advenimiento y el porvenir habrán de tomar el camino
de un desistimiento, incluso de una ruptura, con la comuni­
dad que congrega la palabra.

Cifrar ó descifrar

Sería por lo menos incómodo -y estoy bien ubicado para sa­


ber algo de ello- que el psicoanalista sea afectado por el amor
de las palabras y arrastrado en la relación erótica con la len­
gua que conoce el escritor. Puede imaginarse el sufrimiento
que atizaría en él su oficio. Psicoanalizar implica én efecto,
en primer lugar, ofrecerse a escuchar a lo largo del día la pa­
labra humana en su condición más ordinaria, esbozada, in­
forme, larval, incierta, el parloteo insano e invasor del discur­
so, del cual Schreber, a través de su delirio, nos describe la
realidad en forma sobrecogedora. La función del psicoanalis­
ta lo constriñe a recoger y a hurgar en la palabra iletrada. ÉL
es el basurero de las palabras pronunciadas en vano, mal di­
chas, mal pensadas, mal articuladas, la cloaca colectora del
habla atropellada y de lós balbuceos, de las afirmaciones fal­
sas y de las déiiegaciones facticias, de los lugares comunes;
de las confesiones contrahechas, de las lágrimas de cocodri­
lo. Y a veces es también, por añadidura, él testigo preferén-
cial de un sufrimiento auténtico; de una desesperación sin ré­
plica redentora, de un desamparo que abre el abismo dé una
maldición infinita.
Éste retrato sombrío y poco seductor no deja de ser una vi­
sión parcial de la posición del psicoanalista, ¡Por suerte! Se le
podría Oponer la fascinación del hallazgo, la pepita verbal pes­
quisada en los residuos del discurso errante que se le dirige, la
iluminación de la verdad sorprendida en el tropiezo de una
frase, la revelación del secreto inconfesable de deseo entrevisto
én un rodeo del relato de un sueño. Aun así: en comparación
con la obra del escritor, el terreno de la práctica del psicoana­
lista es el de la lengua perpetuamente escarnecida. ¿Cuál és,
por otra parte el psicoanalista verdadero —involucrado en ma­
yor o menor medida en el amor a la letra- que no haya expe­
rimentado, en un cierto momento de su práctica, hasta la náu­
sea, el ser manchado por él vómito del puré de lenguaje que se
vierte en sus orejas?
A menos que se suponga, como lo hacen algunos colegas,
mediante una hipótesis que no rechazo del todo, que el psi­
coanalista esté guiado por un ideal de sacrificio y que se satis­
faga con un goce en el fondo masoquista, cabe preguntarse
por el placer que lo sostiene en su frecuentación cotidiana del
infierno de la palabra. Se dice que el analista escucha otra co­
sa que lo que se dice materialmente desde la boca de su ana­
lizante. Es verdad, pero de todos modos no puede taparse las
orejas... Se dice también que se recomienda al analista, y por
Freüd en primer lugar, que practique la “atención flotante”, es
decir que escuche a su analizante con un oído desprevenido y
que le otorgue confianza a su inconsciente para captar, gra­
cias a está distracción calculada, los áccidentes que marcan el
brotar eñ el discurso de otra palabra, de otra significación, de
una verdad que fio puede, de todos modos, sino decirse a me­
dias. Esto también es verdad: el analista nó escucha realmen­
te, él oye, lo que es muy diferente (oír puede implicar, ocasio­
nalmente, y llevo las cosas al extremo, no escuchar);
Al contrarió del papel asignado por lo común al confidente,
el psicoanalista no toma verdaderamente en serio lo qué se le
dice. O, más exactamente, lo toma en serio en la medida mis­
ma éñ que ño cree eñ el sentido aparente dél discurso que se
le dirige. El analista descifra-.,ése es su placer y, al mismo tiem­
po, la clave de ía ayuda que puede ofrecer al que le habla.
¿Qué es el desciframiento psicoanalítico? Es lo contrario de la
comprensión. El psicoanalista ocupa, por cierto, lá posición
del oyente, pero de un oyente inesperado: lo que le propone a
su analizante es la posibilidad paradójica de encontrar una in­
comprensión radical. Púés la experiencia nos enseña que la
verdad inconsciente encerrada en la palabra no puede ser oída
más que si aquel qué supuestamente la escucha hace callar én
él lá exigencia dél sentido y el automatismo de la significa­
ción. La condición del diálogo psicoanalítico es la de un fecun­
do malentendido: al esforzarse por oír en la palabra la combi­
natoria del significante, el psicoanalista coloca a su escucha y
a su respuesta en el nivel del equívoco.
El psicoanálisis tiende así a reducir la pujanza del sentido
del verbo al puro juego de palabras. Si el enunciado del dis­
curso proferido por el analizante sigue irresistiblemente la
pendiente de una teatralización del drama de la palabra, su
enunciación, oída por el analista, toma automáticamente un
giro lúdicó y con frecuencia francamente cómico. Por eso es
que Lacan, eri Televisión (1974), no dudaba en calificar de ga­
yo saber” (gny sgavoir, como lo escribía Rabelais en la lengua
de su tiempo) la virtud correspondiente a la posición del ana­
lista. Tal proposición se distingue radicalmente de todo ideal
de sacrificio y de la hipótesis de un goce masoquista. El ideal
del psicoanálisis, el ideal de un “bien-decir , sería, en cierto
modo, conseguir que la palabra se haga del todo volátil al des­
lastrarla del peso que le confiere el sentido. Pero, como todo
ideal, es también su límite, su horizonte inalcanzable. Lacan
lo constató, de modo lacónico, quizá con desaliento, eñ su se­
minario del 17 de mayo de 1977: "permanecemos siempre pe­
gados al sentido”.
El camino que sigue el escritor es diferente pero, sin duda,
no es menos imposible. Á riesgo de agravar aún más el males­
tar inherente a mi división, diría que a un escritor le horrori­
zaría ser psicoanalista. Me consuelo (no; no me consuelo) evo­
cando qué, en uña de las últimas enseñanzas qué Lacan nos
dirigió, asestaba con fuerza esta verdad escandalosa de que ¡el
propio psicoanalista tiene horror de ser psicoanalista!
Más expuesto que cualquiera (aún más que el psicoanalis­
ta) a la proliferación de la palabra, sufriendo por reencontrar
en él al parlanchín inagotable que oye siempre hablando afue­
ra, y queriendo, ora destruir, ora reparar el lenguaje del que
no puede prescindir, el escritor intenta aliviar su sufrimiento
entregándose a una operación inversa a la del analista: una
operación de cifmmiento. Él no busca explicar las razones de
su sufrimiento, él se burla por otra parte de toda explicación
y de toda forma de desciframiento que no haga otra cosa que
agregar aún más palabras a ese molino que quiere detener.
El escritor quiere atentar contra la palabra, por lo menos
en el discurso común, y oponerle la absoluta singularidad de
su propio cifrarnicrvto al dar cuerpo, otro cuerpo, a su sufri­
miento, Este cuerpo, hecho de letras y no de palabras, es su
escritura. Y, cualesquiera que fuesen las apariencias, cuales­
quiera que fuesen la forma y la expresión que lome ese a ir a ­
miento, cualesquiera que fuesen los medios y las astucias a las
que el recurre para su construcción, este cuerpo nuevo es des­
de el principio u n bloque de mutismo que él quiere imponer­
se frente ai bullicio del mundo. Que grite, que aúlle, que can­
te o que susurre, incluso cuando intenté hacer oír una voz que
parezca hablar, un libro es siempre, en primer lugar, un cuer­
po extraño introducido a la fuerza en la palabra. Una especie
de muro contra la marea de la palabra.

La estatua de la letra . . .

Escribir es renunciar al habla y renunciar a. ser Oído. Escribir


es erigir una estatua que encama el “no-todo" en el habla. In­
voco adrede la metáfora de la estatua pues, entre las bellas ar­
tes, la escultura es sin duda el arte que manifiesta del modo
más vehemente el anheló de qué la obra sea algo real, que se
imponga como un cuerpo real. En efecto, si la letra se opone
al habla, es especialmente por esta voluntad de materialidad
que es una tentativa de romper el reino del semblante.
El escritor pretende provocar la aparición del Ser, de un ser
que;se colocaría más allá de eso que Lacán designa en eíSe-
minario 20, Encoré (sesión del 20 de febrero de 1973), como
“el ser de la significancia" -noción que lo lleva a este comen­
tario por lo menos anonadante de Demócrito y de Aristóteles:
“De hecho, el átomo es tan solo un elemento de significancia
volante, simplemente un stoicheion. ” Sin duda, “este ser de la
significancia” existe; la experiencia del psicoanálisis permite,
en todo caso, sostener su suposición. ¿Mas no es el ser otra co­
sa que consecuencia del significante? ¿Procede el ser tan sólo
del hecho de que el lenguaje nos da la palabra “ser” para nom­
brar eso que sé le escapa? ¿Estaría el átomo ausente en un
mundo donde no existiese el lenguaje? Concedo, sí, que no po­
demos planteamos estas preguntas sino porque tenemos el
lenguaje y que es éste el que nos permite incluso hacer existir,
en el habla, lá hipótesis de un mundo sin;lenguaje... y así su­
cesivamente, hasta el infinito... aunque, en alguna parte, entre
nosotros y el infinito, un cierto Hubbíe nos ofrezca ciertos da­
tos no despreciables acerca de un real que no ha esperado
nuestro “ser de la significancia” para estar ahí (tengo por lo
menos algunas razones para creer que no se trata de una pu­
ra ficción). Que captemos, y al mismo tiempo perdamos, este
real en la red de significantes del lenguaje es un hecho que
confirma nuestra condición de hombres, es decir, de seres ha­
blantes, pero no por ello lo real deja de seguir siéndolo.
Esta lógica implacable del habla y del lenguaje, que nos re­
tira lo real del ser en el momento mismo en que nos lo da,
constituye la prisión cuyos muros pretende atravesar la escri­
tura. Las palabras de la escritura no son las palabras del ha­
bla, son fragmentos de carne, de la carne del lenguaje que el.
habla no deja de excluir: contra el semblante, la escritura
apunta a "lo Eterno”. Hay quienes, como Rilke el poeta o Gil-
son el filósofo, disciernen allí una manifestación divina. Es su
derecho. Yo, por mi parte, creo que lo Eterno o Dios son tam­
bién significantes (son los nombres del "ser de la significan­
cia"), significantes vanos que pretenden designar el vacío, el
agujero original por donde lo real ha desaparecido para noso­
tros, pero que son incapaces de presentifiearlo. Pero es esto,
la presen ti ticación, d hacer presente lo real fuera del lenguaje,
lo que busca lograr ei escritor.
Como ha escrito Éti crine Gil son (sin ninguna necesidad de
utilizar sú referencia a lo divino para leer las líneas que si­
guen): "Él mundo en el que vive el artista, cuando él lo ve co­
mo artista, es diferente del nuestro. Los objetos se ofrecen a
nosotros como otros tantos espectáculos o invitaciones a la
acción con finés utilitarios. El artista los ve de modo diferen­
te. Todo lo que él percibe lo invita o puede invitarlo, sin que
él lo busque, a crear seres más verdaderos, más bellos/por lo
tanto también más reales que eso que él ve, que él oye ó qué
él toca. Se diría que, viviente o no, cada cosa aspira confusa­
mente a llegar a sér eso que sólo su arte puede hacer con ella.
No otra cosa, sino más bién ella misma, tal como debe ser pa­
ra realizar plenamente su esencia en la actualización total de
la belleza qué:encubre y que el ojo mágico dél artista tiene el
poder único de desvelar. [...] Es eso lo que el artista quiere
decir cuando se define como un visionario dé la realidad.”
Yo invierto el orden de los términos que emplea Gilson para
hacer más impactante la tesis que aquí sostengo: hacer más
reales las palabras del lenguaje, por lo tanto más bellas y más
verdaderasde lo que lo son en el habla -hacer real lo simbóli­
co, que es como lo diríamos en términos lacanianos-, tal és el
desafío de la escritura (como un Morandi en sus cuadros so­
brecogedores, cuando llega a pintar los objetos más sencillos,
los más ignorados por la mirada ordinaria, de modo tal que
ellos se imponen en lo sucesivo por una presencia que no les
habíamos conocido nunca). La estatua de la letra, o el templo
de la escritura (otra metáfora posible), realizan la apuesta de
dar cuerpo a la pura presencia real del lenguaje, al punto de no
poder manifestar de él sino la presencia obstinada de un silen­
cio. Son, por cierto, momentos precarios. Pues, estatua o tem­
plo, están constituidos con el material mismo del discurso (la
letra, tal como lo recuerda Lacan, ¡se deriva siempre, en último
análisis, del significante). La marea del habla prevalece siem­
pre sóbre estas columnas de arena, y la obra debe siempre ser
recomenzada. Tanto mejor, por lo demás: él momento privile­
giado que puede vivir el escritor no es el del comienzo, ése
tiempo delicioso, mezcla de angustia y de prodigio en el qué la
página, blanca aún, lo absorbe, lo vacía de todo pensamiento,
y lo invita a hundirse en su regazo de silencio.
L a p á g in a e n b la n c o y la ta c h a d u ra

¿Hay algo más bello, más verdadero, que la página en blanco?


Nada, sin duda, pero hay que signarla, hacerla sensible, lla­
marla a existir. Por eso, hay qúe escribirla. Esta página en
blanco no es una simple hoja de papel; eis ya, para quien escri­
be, una página blanca de escritura, es ya una “página para la
letra”, es ya presencia de este real que está a la espera, que su­
fre. Una plegaria muda, una oración silenciosa. “Ningún naci­
miento es aquí memorable; carecemos de una lengua natal pa­
ra decirlo” (André du Bouchet, en Hólderlin, hoy). El primer
signo trazado sobre esta página Constituye así una primera ta­
chadura: la primera letra es siempre una tachadura: es por la
tachadura que la escritura comienza. Tachadura que es a un
tiempo Crimen y alegría. Crimen en tanto hiere el insuperable
absoluto de la página blanca y alegría por cuanto, violentan­
do su blancura, celebra de todos modos y perpetúa para siem­
pre su eterna virginidad.
La página, blanca se presenta al escritor como un murmu­
llo, un resplandor, quizá precisamente ese resplandor que La-
can dice haber visto cuando sobrevolaba las nevadas estepas
de Siberia (cf. “Litur aterre”). Én esa estepa donde nada crece
que pudiera hacer sombra, el brillo encándilador del sol pro­
duce sobre la blancura del súelo una diferencia, semejante al
efecto de un relieve, entre lo que brilla y lo que no brilla (o lo
hace con menor intensidad). Tal es la tierra de la litura, el te­
rreno sobre el cual la letra trazará el borde que inscribe la rup­
tura del semblante qué es su obra, su producto. La página en
blanco resplandece tanto como brilla la nevada estepa de Si­
beria, pues, én este estado preliminar de lá escritura, como en
el célebre dibujo de Ferdinand de Saussure que ilustra su te­
sis de “lo arbitrario del signo”, entre las dos nebulosas indefi­
nidas de las ideás confusas y de los sonidos, entre las nubes
flotantes de los significantes y de los significados, o entre los
flujos ondulantes del lenguaje y de la letra, el pasaje es toda­
vía continuo. Es la tachadura primera la que va a delimitar es­
tos dos dominios, separándolos y dando forma a ambos.
La primera tachadura recae sobre la filiación de la letra res­
pecto del significante. Ella crea a la escritura en tanto qüe dis­
tinta del habla. Éste hecho es particularmente evidente én esa

20T
escritura singular que es la caligrafía japonesa. Basándose en
los caracteres (chinos, por lo demás) que forman las palabras
japonesas, la caligrafía los interpreta de modo tal que sólo los
letrados pueden leerlos. En otras palabras, este arte es tacha­
dura de la letra misma y prueba de que la tachadura es la que
constituye a la letra como tal. Su clave procede de una tradi­
ción que se remonta al monje Tse Tao, quien consagraba la ca­
ligrafía al ideal del "trazo único del pincel'".
Las numerosas tachaduras que siguen a la primera, los
"arrepentimientos" o pentimentos del escritor, no son tan sólo
correcciones formales de léxico o de sintaxis. Recuérdense
aquí los manuscritos o las pruebas de imprenta de Proust o de
Joyce: cada página de ellos es una colección de tachaduras, a
punto tal que el texto se hace casi ilegible. La tachadura es
siempre, para el escritor, tachadura de una palabra que tiende
a reaparecer en el escrito: lo que el escritor tacha es lo tacha­
do de su escritura, el momento en que ésta se hace endeble co­
mo escritura y tiende a regresar al surco del habla.
Así, cubriendo sus páginas con sucesivas tachaduras, has­
ta ennegrecerlas con rayas de tinta incluso en sus últimos re­
covecos, el escritor busca desesperadamente reencontrar, por
la letra y en la letra, la virginidad primera de la página con
respecto al habla. Es este vacío, este zumbar vacio de upa
presencia anterior al trazo, el que indica la meta oscura, in­
sensata, desmesurada de la escritura. Es de lamentar que los
“procesadores de textos" de las computadoras, inciten hoy al
escritor que los utiliza a eliminar, sin dejar huellas de su in­
tervención, las palabras o los pasajes que corrige. Esta innor
vación que una mayoría considera, sin ninguna duda, como
un progreso, merece una reflexión que estimo de peso. Se ins­
cribe, en efecto, en una corriente general contemporánea que
tiende a desvalorizar la memoria. La supresión de las tacha­
duras que permiten los procesadores de textos es mucho más
que un borramiento o una represión: es lisa y llanamente una
censura, una censura de la que no queda archivo alguno. La
función misma de la tachadura cae así en el olvido ¿ Que esta
invención haya surgido en el siglo de la Shoah, del holocaus­
to, abre una perspectiva horrorosa: ¿podría suceder que el
progreso de la civilización implique una forma de barbarie
cuyo progreso silencioso e invisible se nos escape? ¿Qué pue-
de ser una página de escritura sin la memoria de sus tacha­
duras? Me lo pregunto. Apuesto a que la desaparición mate­
rial de la tachadura tendrá repercusiones sobre la escritura
misma. ¿Cuál? Es demasiado pronto para decirlo y demasia­
do tarde para temerlo.
Por el momento, y no creo cambiar de actitud en el futuro,
persisto en festejar, pluma en mano, la magia irremplazable
de la hoja en blanco y el estremecimiento sagrado que guía a
la tachadura. ¿Qué es la belleza en literatura? Es un dicho,
una forma del decir que fractura el infinito parloteo interior y
la ruidosa charla orgánica del discurso común. Un dicho que
acalla, al menos por un instante, el estruendo, y que nos anun­
cia, como extraño a ese lenguaje al qué estamos uncidos, la
irrupción de una lengua que llega a ser Otra que ella misma.
Un dicho que se impone, como uña aparición que viene de la
nada y que regresa a la nada, que hace súbitamente palpable
el silencio del que procede y que trae, así como la Torah trae
el nombre del dios de Moisés, aquello que abre en nosotros,
lectores, el porvenir de una página virgen sobre la cual nada
más podría inscribirse. Incipit vita nova.

2 1 de septiembre de 1999
tipografía; Joaquín de la riva
im preso en publim ex, s.a.
calz. sa n lorenzo 279-32
col. estrella iz lapalapa
09850 méxico, d.f.
dos m il ejem plares y sobrantes
24 de febrero de 2000

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