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Malempin
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Titivillus 07-04-2018
Título original: Malempin
Georges Simenon, 1940
Traducción: F. Cañameras
I NCLUSO a sangre fría estoy seguro de que ese día transcurrió con mayor
rapidez que los otros y la palabra vertiginoso acude naturalmente a mi
mente. Permanece vivo en algún rincón de mi memoria un viejo recuerdo
similar. Jugaba en el patio del Liceo. No, ello no es posible, porque se trata
de un tranvía. ¡Da lo mismo! En una calle. O en una plaza. Más bien en una
plaza, pues vuelvo a ver árboles y podría precisar que se destacaban sobre
una pared blanca. Corría, corría hasta perder el aliento. ¿Por qué? Lo he
olvidado. Corría como en sueños, sin ver nada más que la tierra que huía bajo
mis pies como el terraplén de un ferrocarril. Y de pronto, pese a la velocidad
ya anormal, hubo una aceleración, un «crescendo» terminado en parada
brusca que me dejó vibrando de la cabeza a los pies, con las sienes
palpitantes, los labios húmedos, los ojos clavados en un tranvía que, a un
metro de distancia, temblaba con estrépito de hierros viejos.
No trato de mostrar nada. ¿Acaso aquel día corrí con mayor rapidez
porque tenía una intuición, porque presentía la catástrofe?
—¡Imbécil! —me gritó el conductor, tan pálido como yo.
Subí a la acera. Después me senté en un umbral.
El día del cual quiero hablar, no guarda ninguna relación aparente con
nada. ¿Quizás cierta alegría producida por los hermosos días de junio? Me
levanté a las seis, antes de que la criada bajara. Mientras me afeitaba en el
lavabo, mi mujer, desde la cama, me recordó:
—No olvides el seguro…
La calle de Beaume estaba vacía. Tomé un taxi en el Quai d’Orsay y me
hice conducir a la estación de Saint-Lazare, a través de un París dorado como
un melocotón.
Todo era trivial en mis hechos y gestos: dos croissants y una taza de café
con leche en el restaurante de la estación; unos diarios que leí en el tren,
interrumpiéndome de vez en cuando para mirar el campo desde la ventanilla.
En Evreux, Fachot me esperaba en la estación con su pequeño automóvil.
Fachot es uno de esos hombres que nos gusta frecuentar. Los santos debían
de ser como él en la vida, deseosos de proporcionamos un poco de alegría, de
evitamos las más pequeñas molestias, las menores contrariedades.
—Mi mujer le ha preparado un bocadillo.
Todo esto no tiene ninguna importancia, pero los días pasados con Fachot
son siempre diferentes de los demás. En familia, como se denominan en
lenguaje Malempin, diríamos: ir a casa de las Hermanitas.
Fachot es el médico de una casa de reposo —más exactamente, de un
hospital— de las Hermanitas de los Pobres. Muchas de éstas padecen
tuberculosis pulmonar. Fachot, un poquito más joven que yo, pero que
desconfía de sí mismo, me llama de tarde en tarde, una vez por mes o cada
dos meses, para cortar suturas o para una toracoplastia.
¿Por qué esas jornadas alegres, soleadas, son siempre gratas de recordar?
En primer lugar, debido a Fachot y a su mujer, evidentemente, y a la
encantadora casa que habitan en pleno campo, a dos pasos del convento.
Luego, a causa de las Hermanitas, para las cuales éste es un día de fiesta y me
preparan emocionantes sorpresas.
Esta vez, desde las nueve a mediodía, he cortado las suturas de tres
enfermas, una de las cuales, que atiendo desde hace muchos años, me
pregunta invariablemente por mis hijos, como si los conociera. Tan
invariablemente, que para ella Juan y Bilot ya son como de la familia; no deja
nunca de meter un paquete de chocolate en mi bolsillo.
À la hora de comer anuncio a los Fachot:
—Mañana por la mañana salimos para el Sur…
Es la primera vez que me sucede tal cosa. Por lo general, pasamos
nuestras vacaciones cerca de Concarneau, en Beuzec-Conq, donde poseemos
una casita de campo. Pero se da el caso de que aún no estamos de vacaciones.
Una serie de casualidades han ocasionado este viaje.
Primero, el sarampión de Bilot. Sólo hace dos días que se ha restablecido
y aún está algo des encuadernado. Su hermano, por miedo al contagio, no ha
ido a la escuela durante las últimas se manas.
Sin embargo, una semana más o menos…
En fin, he comprado un coche nuevo. Lo tendré en seguida. Explico a los
Fachot:
—Iremos errantes de un punto a otro, sin plan preconcebido… Orange,
Avignon, Arles, Nimes. Mi mujer no conoce el Sur. Los niños tampoco.
Fachot tampoco, pobre, quien, con sus dos neumotórax, lo pasaría mucho
mejor en la montaña que aquí. Casi me avergüenzo de mi alegría.
El tren… Un taxi para ir al muelle Javel… Son las dos y diez… Una hora
moviéndome por el vestíbulo, donde esperan docenas de coches nuevos, y
firmando documentos de oficina en oficina.
Tengo en fin el coche, que, demasiado brillante, parece un juguete de
bazar. ¿Qué me encargó mi mujer? El seguro… Pero, ahora quiero un
portaequipajes como el que he visto en el coche de un interno. Los minutos
empiezan a correr. Desciendo la Avenida de la Grande Armée. No tengo el
hábito de mi coche y hago un rasguño en el guardabarros. ¿Qué importa?
No soy ya un colegial en vísperas de vacaciones y, sin embargo, estoy
seguro de que laten más deprisa mis arterias. Tengo las mejillas un poco
rosadas, cosa que me sucede a veces. Pienso siempre en el seguro.
En primer lugar debo pasar por casa de mi madre. Subo la calle
Championnet. Como de costumbre, levanto la cabeza y echo una ojeada a las
ventanas del cuarto piso. Las ventanas están cerradas, pero mi madre me ha
visto. Siempre, cuando llego al cuarto piso —no hay ascensor—, mi madre
abre la puerta del piso.
—¡Extraño color para un médico! —refunfuña al cerrar la puerta.
Tardo un instante en comprender que habla del color de mi automóvil.
Los precedentes eran negros. Siempre he deseado poseer un coche verde.
—¿Has vendido el antiguo?
—Ellos se lo han quedado de nuevo.
—¿Por cuánto? Guillermo te hubiera pagado el mismo precio, por
mensualidades.
El aparador está allí, sumido en la penumbra, con su servicio de loza de
Marans. Es el único mueble hermoso de la casa, la única herencia que
ambiciono. Pero sé perfectamente que se lo quedará Guillermo, aunque sólo
fuese para hacerme rabiar.
—¿Ha venido hoy?
—Ha comido conmigo.
Guillermo está siempre metido en casa de mi madre, a la cual ha
despojado de todas sus economías. Y cuando, a su vez, mi madre me saca un
poco de dinero, es para dárselo a él. ¿Cuál es la última profesión de mi
hermano? Algo así como interventor en un teatrito no muy limpio.
—¿Está decidido? ¿Salís para el Sur?
—Mañana…
—Conozco a gentes que lo necesitan más…
¡Mi hermano Guillermo, claro está! ¡Su mujer, siempre enferma, y su hijo
enclenque! Viven en las afueras, en los alrededores de Courbevoie, para
gozar del aire libre, dicen ellos.
—¿Tienes prisa?
—Claro. He de resolver lo del seguro y pasar aún por el hospital.
—¡No te retrases por mí!
Nervioso, no sé cómo despedirme de mi madre. Remoloneo por el piso,
que huele a anciana sola.
—Creía que tenías prisa.
—Entonces, hasta la vista, mamá. Dentro de dos semanas…
Hasta la escalera de esta casa me causa la sensación de mediocridad.
¿No olvido nada? ¡Ah, sí, mi enfermita de la cama 11! La he prometido
una muñeca. Con la dirección única establecida para el tráfico rodado, resulta
un problema parar ante un bazar y no tengo tiempo para galopar a través de
los grandes almacenes. Escojo una muñeca vestida de azul y luego cruzo el
Sena. Tendré que preguntar a un mecánico si la vibración que siento bajo la
capota es normal. Penetro con el coche en el patio del hospital y sé que el
portero vendrá a examinar el automóvil.
—¿Todo va bien, señorita Berta?
—Me gustaría que viera al 7, doctor.
¡Mi bata, de prisa! Estrecho la mano de un interno, que me espeta:
—¿Entonces, se va usted mañana?
—Acaso he hablado demasiado del viaje. ¿Qué he olvidado? No es el
momento de pensar en ello. La señorita Berta me conduce de sala en sala, de
cama en cama.
—¿Quiere ir a buscar la muñeca que está en mi coche?
Me doy cuenta de que no reconocerá el automóvil nuevo. Le recuerdo:
—¡El verde!
Y me siento en la cama de la niña del 11. ¿La encontraré todavía aquí
dentro de quince días? Se diría que ella lee en su pensamiento.
—¿Estará usted ausente mucho tiempo, doctor?
—Una semana o dos…
Está muy triste. Sé por qué y no me atrevo a hablar de ello. La pequeña
tiene trece años y lo comprende todo.
—¡Me gustaría tanto que siguiera aquí!…
Apenas mira la muñeca, lo preciso para hacerme creer que está contenta.
Lo está, de todas formas. La enfermera espera, cohibida.
Me esperan todavía en la consulta gratuita. El interno ya ha empezado. Se
hacinan unas gentes que, de escucharlas, hablarían de su enfermedad horas
enteras, fijando en nosotros miradas desconfiadas.
¡El seguro! Iba a olvidar el seguro, y la antigua póliza caducó la semana
última. ¿A qué hora cierran las oficinas de la calle Le Pelletier?
—¡Hasta la vista, doctor! Buenas vacaciones.
¿Por qué, desde esta mañana, me acosa una prisa que no me permite
ganar un segundo? ¿De qué tengo miedo? Por el momento, tengo la
impresión de querer huir de alguna cosa, de jugar con la suerte.
¡Las botellas termos! He prometido llevar dos termos a Juana, para poder
comer a la orilla de la carretera y no ir al restaurante al mediodía. Hay una
tienda frente a la estación de Montparnasse. Es la más próxima. Un agente
me hace cambiar el coche de sitio, porque no puede estacionarse allí.
Cada botella vale ciento veinte francos, pero están guarnecidas con cuero
verdadero. Como dice el vendedor, ¡son para toda la vida!
Es demasiado tarde para ir a la calle Le Pelletier. Las oficinas están
cerradas. Esta tarde enviaré un cheque y todos los informes necesarios.
¿Debo llevar el auto al garage? Es preferible dejarlo en mi calle. Juan
querrá admirarlo. Toco tres veces la bocina, como de costumbre, pero no
pueden reconocer mi nuevo «klaxon».
El ascensor. Mi mano busca la llave en el bolsillo. Con el ceño fruncido
veo la puerta abierta, como en casa de mi madre, cosa que no sucede jamás
aquí. Es mi mujer. No está trastornada, porque no es mujer que se deje
perturbar, pero sus facciones son más agudas que de costumbre, sus labios
secos, sus ojos húmedos.
—Bilot… —murmura, cogiendo mi sombrero y mi paquete.
¿Por qué lo he comprendido en seguida? Corro raudo al dormitorio de
Bilot, quien no debería estar allí a esta hora. El piso está oscuro, porque
todavía no ha empezado a caer la tarde y el dormitorio de los niños es el
único que está iluminado. Sobre el lecho, Bilot, muy pálido, con la boca
abierta, respira trabajosamente.
Entonces, han temblado un momento mis piernas, como delante del
tranvía, y he mirado fijamente un punto cualquiera sin conseguir recobrar la
serenidad.
—A las cuatro tenía 39,5º —murmuró mi mujer, que había entrado sin
hacer ruido. He enviado a Juan a casa de los Couderc.
Ella piensa en todo. Está tranquila, circunspecta, con el aspecto de querer
sortear furtivamente los riesgos.
—Telefonea a Morin —he dicho—. Que venga en seguida. Si no está en
casa, llama a la clínica.
Ni una palabra de la enfermedad, pero sé que mi mujer y yo pensamos lo
mismo.
Juan, el primogénito, tiene once años y ha crecido sin dificultad, sin una
pupa, sin un accidente. Casi subleva verle tan robusto, sanguíneo, hinchado
de savia, al lado del pálido y dulce Bilot, cuyos ocho años se han visto
traqueteados por todas las enfermedades posibles, por los accidentes más
estúpidos.
Hasta el punto de que yo estaba asombrado, hace algunos días, viéndole
salir de su sarampión sin complicaciones. ¡Asombrado e inquieto, lo
confieso!
No ha sido ésta la causa de mis prisas en el curso de esta jornada, pero
estoy persuadido de que había algo de ello.
¿Por qué, aun antes de inclinarme hacia él, he pensado en la difteria? La
difteria nos ha espantado siempre, a Juana y a mí. ¿Acaso porque cada año
Bilot ha tenido anginas?
Precisamente tuve un caso la semana pasada, en el hospital, en la cama
contigua a la del 11, que hice evacuar. Un niño de cuatro años que ha muerto
en la clínica del doctor Béraud.
—Morin viene inmediatamente —me dice mi mujer.
Y digo, sin darle importancia:
—Juan no debe volver para cenar. ¿No podría dormir en casa de los
Couderc?
—No me atrevo a pedírselo. ¿Y si lo lleváramos a casa de tu madre?
Hay algo asfixiante en el piso y diríase que la luz ha empalidecido.
—Habrá que hacer preparar suero…
—¿Treinta centímetros cúbicos? —preguntó Juana.
Lo comprendo al ver sobre la mesa donde escriben los niños mi
compendio de práctica médica abierto en la página de la difteria. Ella lo ha
leído, pero está serena.
Llaman. Debe ser Morin…
—Es preferible que nos dejes. Ocúpate de Juan, entretanto… Toma el
coche para llevarlo a casa de mi madre.
Morin es frío, meticuloso. Sus cabellos plateados le dan un aspecto duro
y, sin embargo, los niños no le tienen miedo. Le explico como cualquier
padre de un niño enfermo:
—He estado ausente desde la mañana y cuando he vuelto…
—Abre la boca, pequeño. No tengas miedo… Dame la espátula,
Malempin.
Bilot, dócil, padece las enfermedades sin protestar. ¿Por qué tengo la
mirada fija en el compendio médico? Sé lo que contiene. Aunque no soy
especialista de enfermedades infantiles como Morin, yo…
¡Pues bien! Me equivoqué. La parada brusca, con sudor encima del labio
superior, un zumbido en la cabeza, una súbita flojedad de piernas, la parada
que corresponde a la del tranvía, es ahora cuando lo comprendo todo. Leo en
el compendio: «… difteria maligna… —Más lejos, la palabra—: …
Marfán…».
La difteria de Marfán.
Cuando me sorprendí de que el pequeño muriera, en el hospital, a pesar
de una vigorosa seroterapia, Béraud me habló de la difteria de Marfán, que es
muy rara.
Y ahora no me atrevo a volverme hacia el lecho, hacia Morin. ¡Estoy
seguro de que es eso, de que Bilot no tendrá la suerte de verse acometido por
el crup comente! ¿No ha coleccionado siempre enfermedades excepcionales?
«… A la insuficiencia suprarrenal se unen la astenia y la hipotensión,
pero los síntomas más graves sobrevienen habitualmente alrededor del
décimo día, brutalmente, produciendo la muerte súbita, con una palidez
extremada…».
Morin ejerce su oficio a conciencia, como lo hacía yo momentos antes en
el hospital. Ha sacado un poco de materia blanquecina de la garganta del
enfermo.
—Es necesario hacer un suero… —me dice tapando un tubo de vidrio
con algodón—. ¿Te encargas tú de ello?
—Me gustaría más…
—Bien. ¿Te lo quedas aquí?
Bajo los ojos. Él comprende. Explico:
—He hecho llevar el mayor a casa de mi madre…
Raras veces he percibido con tal intensidad los ruidos de París, y hasta
medianoche me ha sobresaltado la detención de un autobús, cada tres
minutos, a corta distancia de nuestra puerta.
—¿Qué dice? —he preguntado a mi mujer en cuanto ha vuelto.
—No le gusta dormir en casa de tu madre. Dice que huele mal.
¿Hemos comido? Sé que he ido a la cocina. He mirado a la criada, una
nueva muchacha de veinte años escasos, y me he preguntado si no sería más
prudente… ¡Pero, no! La mala suerte tiene un límite.
Morin ha vuelto. Cuarenta centímetros cúbicos la primera vez y otros
tantos una hora después.
—He pensado que sería preferible aplicar la anatoxina a su hermano.
¿Dónde está exactamente?
—Mi mujer te llevará. Es al otro extremo de París.
Y he preguntado a Juana:
—¿Has entrado el coche?
Sólo hay palabras como éstas para ataros a la realidad. Todo lo restante,
flota. Cuando me he quedado sólo con Bilot…
—¿Puedo subir a acostarme, señor?
Es la sirvienta la que me habla. ¡Claro que podía subir a acostarse!
Entonces el vacío se ha producido alrededor de mi hijito y de mí. ¿Tenía
fiebre yo también? ¿Acaso llevaba en el cuello, como Bilot, una compresa
húmeda que me daba la sensación de hinchazón? Oía su respiración difícil,
acechaba las fallas. En la habitación había vapor, porque habían puesto agua
a hervir en un hornillo para mantener la humedad del aire. Encima de la
chimenea el espejo estaba empañado, como cuando se toma un baño. Las
paredes retrocedían, perdían su consistencia, se ablandaban como colchones,
y dibujos fantásticos aparecían en el empapelado de las paredes y en la seda
de Jouy de las cortinas.
Creo que no me senté. Había colocado mi reloj sobre la mesita de noche.
Dentro de una hora sería preciso efectuar una tercera inyección de suero,
intravenosa esta vez. Y, si la garganta se obstruyese más, telefonear a Morin
con el fin de que venga urgentemente para proceder a un sondaje. Los
instrumentos estaban ya preparados.
Todo esto, yo lo sabía. Era evidente que existía, pero estaba también
deformado como bajo la acción de la fiebre.
Lo que distinguía —yo estaba de pie cerca del lecho— eran los ojos
abiertos de Bilot. No se llama Bilot. Eso no es un nombre. Pero recordamos
apenas que se llama Jerónimo, como su bisabuelo y porque así lo quiso su
abuela.
Fue su hermano, cuando era pequeño, quien le llamó Bilot, no sabemos
por qué, porque ésas sílabas acudían a sus labios.
Bilot me mira. En verdad jamás ha tenido colores, pero tampoco ha
estado tan pálido como hoy y la fiebre hace más intranquilizadora esta
palidez. Sus cabellos rubios, tan rubios que parecen escasos, están pegados
por el sudor a su frente abombada. La compresa húmeda le levanta el mentón
y abre su boquita como un pez…
No obstante, está tremendamente tranquilo. No tiene miedo. Me mira. En
cuanto me muevo un poquito, me sigue con los ojos. Hace poco, sin motivo
aparente, he vuelto la cabeza. Es ridículo. Bien puedo mirarle, yo también.
He intentado sonreír para alentarle.
Las paredes han retrocedido aún más, se han inmaterializado como todo
lo demás, muebles y objetos, hasta la luz que ya no llega de ninguna parte.
Oigo su respiración anhelosa, con ronquido sibilante, un estertor que no lo es
y que me impide a mí también respirar libremente.
Juana debe haber llegado a casa de mi madre y ésta estará muy contenta.
Si mi mujer no se lo impide, querrá acostar a Juan en su cama. Pero mi mujer
no lo permitirá.
Bilot me mira… ¿Desde cuándo me mira así, gravemente?… Escribo
gravemente, porque no encuentro otra palabra… Tampoco es curiosamente…
Me mira con serenidad, como si me viera de veras, definitivamente.
Sé lo que digo. He cambiado bastantes veces de aspecto. Cambiaré aún.
Pero, Bilot, él, en este momento, me ve definitivamente.
Poco importa lo que fui ayer, lo que seré mañana. No cambiaré más. Me
verá siempre tal como soy en este momento, delante de él, y, más tarde,
cuando habré muerto, existiré todavía bajo esta forma actual.
Esto es lo que acabo de descubrir y tengo la prueba de ello. Mi padre, que
murió hace veinticinco años, no fue siempre el mismo hombre. Ello no
impide que una vez, cuando yo tenía quizás seis o siete años (Bilot tiene
ocho), me desperté en plena noche, sorprendido por la luz. Era la luz de una
lámpara de petróleo. No había más vigas que las reales encima de mi lecho y
las paredes estaban pintadas con cal. Vivíamos en una granja.
Mi padre estaba de pie, con un impermeable encerado, que chorreaba
todavía. Era muy alto, enorme, robusto, como ninguna persona en el mundo,
las mejillas llenas y tostadas, los ojos azules algo saltones.
Me miraba. ¿Estaba yo enfermo también? ¿Tenía fiebre? No recuerdo
haber visto a mi madre en el dormitorio.
Pero me acuerdo de mi padre. Le veo. Le siento, vive. Está allí, tal como
era, tal como ha sido siempre, tal como será siempre.
Y yo, hoy…
Torpemente, vuelvo la cabeza, con precauciones, como si temiera
espantar a un fantasma. Sé que la mirada de Bilot me sigue siempre. ¿Será
necesario que me vaya al fondo de la habitación para que me pierda de vista?
Pero el espejo está en medio, encima de la chimenea. Seguirá viéndome.
Por culpa del vaho no distingo de momento más que unos contornos
indecisos y debo luchar contra mí mismo, contra una especie de timidez, para
sacar mi pañuelo del bolsillo y enjugar el espejo.
¡Sí! ¡Soy yo! Mi imagen me sorprende, lo que prueba que en ella hay algo
definitivo.
¿Esperaba ver a un niño o a un adolescente?
¿Cómo he llegado a ser, casi sin notarlo, casi tan alto como mi padre?
Soy ancho también. Mi volumen es similar, pero mi padre era duro y hay
falta de vigor en mi silueta. Hay, sobre todo, cosa que no me agrada,
hinchazones en mi cara, especialmente en los dos lados de la nariz.
Llevo un traje azul. Lo había olvidado. Estoy gordo, ello es evidente, y
empiezo a tener barriga.
¡Soy yo! No hay duda. Es eso lo que Bilot mira y eso no cambiará más.
¿Qué piensa viéndome delante del espejo? Debiera haberme mirado más
pronto, cuando estaba menos mantecoso, menos fofo, pero entonces era
demasiado pequeño.
Tiene confianza. Estoy seguro de que tiene plena confianza, muy
diferente de la que tiene en su madre. No tiene miedo a la enfermedad. No
tiene miedo a morir.
¡Estoy yo aquí!
Debiera volverme hacia la mesita de noche para ver la hora en mi reloj,
pero demoro ese instante. Faltan algunos minutos para la tercera inyección.
Es preferible que mi mujer esté presente. Debe preocuparse por la instalación
de Juan y se asustará al pensar en el contagio. Es sobre todo Juan el que
cuenta para ella.
Yo… ¡No! No tengo motivo alguno para amar a Juan menos que a Bilot.
¿Notará Bilot que tengo bolsas debajo de los ojos? ¿Y qué hay, en la parte
inferior de mi cara una carnosidad que da una impresión de abatimiento? ¡Sí,
sí! ¡Soy blando! ¡Soy fofo! ¡Pero él tiene confianza! Para él, soy un hombre,
es decir, un ser completo, sólido, con el cual uno puede contar.
—¿No te duele demasiado?
¿Por qué he hablado? Para ofrecerme el pretexto para mirarlo. No me
puede responder, pero sus ojos se mueven. Juraría que trata de
tranquilizarme.
Más tarde, si él… (toco madera, a pesar mío)… más tarde se le ocurrirá
preguntarse, sin duda:
—¿Es que mi padre…?
¿Mi padre era realmente así? ¿Y sobre qué se basará él, puesto que yo ya
no existiré? ¿Preguntará a los supervivientes? Quizás a mi mujer, porque
estoy seguro de que a pesar de su poca salud llegará a vieja, como mi madre.
Aún faltan diez minutos. Y Juana habrá vuelto…
Me observa siempre. Sus ojos brillan, algo turbios, pero no se apartan de
mí. ¿Piensa? La fiebre deja sólo en su cabeza un caos de imágenes confusas.
La noche aquella, cuando miraba a mi padre… Y de súbito siento
vergüenza, tengo la sensación de haber cometido una injusticia. Me he
contentado siempre, desde entonces, desde la edad de siete años, con esta sola
imagen de mi padre.
Jamás he intentado saber. ¡Tanto peor! Hay que ser sincero hasta el fin:
jamás he querido saber.
Durante años y más años he preferido no pensar en ello. Incluso he usado
de astucias para no pensar en ello. Me apresuré a aceptar los hecho mi padre
enterrado en San Juan de Ángel y, mi madre instalada para su vejez en la
calle de Championnet, mi hermano y…
No obstante, una noche, una noche de invierno y de lluvia, mi padre
permanecía de pie cerca de mi lecho y me contemplaba. Había encendido la
lámpara para contemplarme. Tenía un aspecto grave.
Estoy seguro ahora, de pronto, de que su semblante era más que grave. Y
estoy seguro de que esto estaba estrechamente ligado con todo lo que había
sucedido antes, con todo lo que sucedió después y que yo no he querido
conocer.
Me dijeron:
—Tu tío Tesson ha desaparecido…
Me dijeron:
—Tu tía es una mujer quisquillosa, exigente.
Me dijeron:
—Es casi seguro que dejará todo su dinero a una obra pía…
Y no me he preocupado de nada más. Cuando, en París, recibí el
telegrama anunciándome la muerte de mi padre, llegué a tiempo para verle
antes de que clavaran el ataúd y ni siquiera recuerdo su aspecto en aquel
momento. Seguí el entierro y sólo persiste en el recuerdo la sensación del frío
en las manos y en los pies.
—¡Eres tú! —dije con voz deliberadamente rara.
Mi mujer acaba de llegar y tampoco se digna mirarme. ¡Es que ahora
tengo mujer e hijos!
—¡Has dejado inadvertidamente de poner más agua! —dice, dirigiéndose
hacia la olla casi vacía.
Sí… La sangre me ha subido a la cabeza… Y, maquinalmente, cojo la
muñeca de Bilot para reconocer el estado de su pulso y no me acuerdo de
contar.
—¿Tienes la ampolla?
Bilot no la ha mirado. Sólo me ve a mí. Se deja arremangar, pinchar en la
vena.
—No debemos olvidar la declaración a la Prefectura…
No sé de qué me habla, pero no importa. O, mejor dicho, sí. Recapacito.
Se trata de la declaración de enfermedad contagiosa.
Ahora que Juana está aquí, vuelvo a la vida corriente, y lo más curioso
del caso es que es esta vida la que no me parece muy real.
Tengo realmente cuarenta y dos años y…
—Vuélvete, querido Bilot… No tengas miedo…
No tiene miedo. ¿Tuve yo miedo de mi padre? ¿Se puede tener miedo
ante un hombre?
A las cinco de la mañana hemos tenido que llamar a Morin. ¿Podía ser de
otra manera? ¿El pobre Bilot no debía, como siempre, esperar lo peor?
El libro quedó abierto sobre la mesa, cerca de un cuaderno escolar de los
niños: «… pero los síntomas graves surgen por lo general alrededor del
décimo día, brutalmente…».
—¿No telefoneas al hospital? —me pregunta mi mujer, por la mañana.
¿Por qué, si estoy de vacaciones? Nadie, excepto Morin y mi madre, sabe
que estoy en París.
Con la ayuda de la sirvienta, a la cual hice vacunar por prudencia, he
puesto un diván en el cuarto de los niños.
No sé qué hora era —Juana volvió a casa de mi madre para ver a su hijo
— cuando cogí un cuaderno escolar que se hallaba sobre una mesa y cuya
primera página sólo había servido para un problema de aritmética.
Acabo de tomar la resolución de proseguir este relato remontándome
hasta el día en que abrí los ojos, en mi cuarto de la granja, y vi a mi padre
iluminado por la lámpara de petróleo. Lo que me ayuda con mis propósitos es
que aquél no fue un invierno como los demás. Fue el invierno en que, en toda
la región, desde Rochefort a San Juan de Angely, todos los prados estaban
inundados.
II
¿E Sloslaque
incoherencia, el estupor que acompañan los momentos dramáticos,
los hace soportables? No lo sé, y, si quiero contar las horas que
acabo de vivir, tampoco encuentro nada más.
Estaba solo y debían ser las diez de la noche cuando arrugué las cejas,
levanté la cabeza, porque la respiración de Bilot me chocaba por su
irregularidad. Me acerqué, desconfiado, sabiendo que en cuanto hiciera un
gesto el drama comenzaría.
¡47 pulsaciones! Con sus fallas, su respirar anheloso, hasta el punto de
que no me atrevía a dejar su muñequita.
He tragado saliva y he enjugado mi frente. Dios sabe por qué, he
demorado el momento de despertar a mi mujer, que acababa de acostarse.
Mis gestos eran calmosos, precisos, como en el hospital cuando atiendo a uno
de mis enfermos, pero evolucionaba en un universo algodonoso y me repetía
estúpidamente:
—¡Tengo toda mi sangre fría!
Había encargado bolsas de oxígeno y fui a buscarlas a la antesala. Tomé
el pulso de nuevo: 44…
Entonces sentí un vago malestar. Tuve miedo de desvanecerme. Llamé a
la puerta, suavemente:
—¡Juana!
Ella comprendió inmediatamente de qué se trataba. Sin embargo, creo que
no se dio cuenta de mi aturdimiento y que atribuyó mi calma a mi seguridad.
—¿No telefoneas a Morin?
—Sí…
Telefoneé. Pronuncié ex profeso palabras triviales e inútiles.
Perdón, señora… Lamento molestarla… Soy Malempin… Sí… ¿Dice
Vd. que su marido no está?… ¿Palacio de Orsay?… Gracias, señora…
Espero que sólo se tratará de una alarma…
¿Cuántos centenares de personas me han telefoneado de este modo?
—¡Oiga!… ¿Palacio de Orsay?… Sirven ustedes un banquete de
médicos, ¿verdad?… ¿Quiere llamar al doctor Morin? Sí… Es urgente…
Un poco más tarde mi mujer preguntó:
—¿Va a venir?… ¿No podemos hacer nada, entretanto?
—Quizás… Ciertamente… Pero no me atrevo… 41 pulsaciones… Una
vida apenas perceptible…
¡Y bien! Mi mujer se puso una bata, arregló su cabello, agitó su borlita de
polvos, luego abrió la puerta para esperar en el rellano.
Morin llegó vestido de etiqueta, pues se trataba de una gran cena en honor
de una delegación médica brasileña. No me preguntó nada. Me trató como se
trata a los padres de enfermos, ignorándome.
Primero tomó el pulso; luego se quitó el frac, arrancó su corbata blanca y
se enjabonó copiosamente hasta el codo.
La lucha duró algo más de dos horas, con solamente algunas sílabas de
Morin para reclamar alguna cosa. Su chaleco se había subido, dejando salir el
rabo y los bajos de su pechera almidonada.
Esto es todo. A la una menos diez, ha consultado su reloj:
—Es demasiado tarde —murmuró.
Aludía al Palacio de Orsay. Se vistió. No sabía qué decir. Mi mirada
interrogaba y, por más que me esforzaba, era una mirada de cliente.
—En todo caso por esta noche… —respondió.
Era suficiente. Bilot tenía algunas horas delante de él. De pronto, pude
pronunciar:
—¿Erais muchos?
Mi mujer llenaba unos vasitos de alcohol, pero Morin padece una úlcera
de duodeno y no quiso beber. En cuanto él hubo salido, Juana me miró con
estupor. Ella esperaba cualquier cosa, excepto justamente lo que hice.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Ya vuelvo…
¿Adónde iba? A abrir la nevera. Y vacilé, verdaderamente, como un
glotón, ante los restos: algunos filetes de arenque, un muslo de pollo frío, un
pedazo de buey del cocido. Lo he llevado todo al comedor. Ella me ha visto
por la abertura de la puerta y no me ha comprendido nada de nada.
Me atraqué, bebí una botella de cerveza enteja, solo, mirando
pesadamente a mi alrededor.
De vez en cuando mi mujer sacaba la cabeza, impacientada y, apostaría
cualquier cosa, asqueada. ¿Qué podría haberle dicho yo?
Por lo demás, no es la primera vez que ella piensa lo mismo de mí.
Nuestras reacciones son diferentes. Ella está convencida de que soy egoísta,
frío, que pongo por encima de todo la preocupación por mi tranquilidad.
¿Qué diría si le explicara lo que pienso en ese momento? Llegó un
momento en que fui a la cocina y abrí la puerta de la nevera. Tuve la
impresión de verme a mí mismo en esa habitación y he experimentado la
sorpresa de encontrarme allí.
¿Desde cuándo habitamos este piso? Hace algo más de catorce años. Lo
hemos amueblado cuarto a cuarto. En la obscuridad, mi mano encuentra
naturalmente el asidero de las puertas.
¿Por qué no tengo la impresión de estar en mi casa? Esto no es del todo
exacto. Miles, decenas de miles de médicos, poseen un piso casi semejante,
se levantan a la misma hora, reciben esta revista médica que veo sobre la
mesita y que edita una casa de productos químicos.
Las salas de espera se parecen todas entre sí, los consultorios también y
los instrumentos. Las vacaciones en el campo y los «bridges» una vez o dos
por semana…
Todo eso existe, claro. La prueba de ello es que hago concienzudamente
los gestos que debo hacer y a la hora debida. Me comporto como un buen
marido, escrupulosamente. Soy un buen padre…
Pero, no es la primera vez que me detengo de pronto, que me miro, que
me pregunto si todo esto es real.
¿Cómo es posible que, a la una de la madrugada, después de semejante
alarma, trague todo eso con evidente glotonería?
¡Y bien!… Podría precisar, con mi rigor casi científico, lo que, hace un
instante, cuando cruzaba la cocina, me ha producido esta impresión de
irrealidad: ¡no he sentido el olor!
Porque para mí, el olor a cocina es el de nuestra cocina de Arcey, olor a
leña quemada, a leche cruda, a establo, olor que no he sentido en ninguna otra
parte y que sigue estando estrechamente ligado en mi subconsciente con la
noción de vida familiar.
Nuestra cocina de París no huele. Al menos, no huele para mí. Pero, estoy
persuadido de que para Juan, para Bilot, huele tanto como la de Arcey en mis
recuerdos.
Pienso y como a conciencia, para recobrar vigor. Me asustan las
conclusiones a que llego, no me equivoco: los únicos años de vida real son
los años de mi infancia.
¡Y, después, exactamente cuando uno cree asir la realidad a brazo partido,
uno no hace sino agitarse en el vacío!
¡Así, sólo Bilot vive verdaderamente estos días!
Al entrar en el dormitorio, cometo la torpeza o tengo el cinismo de
preguntar a mi mujer:
¿No tienes apetito?
Ella se limita a encogerse de hombros.
¿Sabe ella de dónde vengo, ella que no ha conocido la casa de Arcey y no
ha «hecho novillos»? ¡Y yo ni siquiera la conocí cuando era niña! Hace
quince años que vivimos juntos y que dormimos en el mismo lecho. ¿Qué sé
yo de su vida profunda y ella de la mía? Es esto tan cierto, que ella, que sin
embargo no suele buscar tres pies al gato, me mira ciertos días como si me
viera por primera vez, preguntándose sin duda qué hago a su lado.
¡Bueno! Todo esto no tiene importancia. Nada nos impedirá que
continuemos como hemos empezado, pues es así como esto debe ser.
—Sería preferible te acostaras de nuevo —le digo.
Ella duda.
—¿Estás seguro de no adormecerte?
—No tengo nada de sueño…
Ella se resigna, me dice buenas noches, se asegura antes de salir de que
hay suficiente agua hirviendo. Deja la puerta entreabierta, ya que su
confianza nunca es total.
¿Habría sido todo diferente si nos hubiésemos amado? Vivimos como
todo el mundo, como mi padre y mi madre, como Morin y su mujer, como
algunos matrimonios de colegas que conozco, salvo quizás los Fachot. Pero
Fachot se casó con una de sus enfermeras, en el momento en que no podía
esperar salvarla y es en suma voluntariamente, como se ha contagiado.
Me casé porque tenía veintiocho años y no resulta práctico para un
médico ser soltero. A sabiendas fui a los jueves de mi maestro Filloux y no
ignoraba que, si él atraía a sus alumnos a su piso del bulevar Beaumarchais
era porque tenía cuatro hijas casaderas.
Aquello era dulce y triste, ingenuo, esfumado. Juana parecía salir de una
novela femenina.
—Tengo que hablarle con franqueza. Mi corazón no está libre…
Siempre hemos aportado a nuestras relaciones esta honestidad pueril, esta
delicadeza libresca. Me contó la historia de un joven, un vecino, que la había
cortejado durante dos años para declararle por fin:
—No creo, en mi alma y conciencia, que esté hecho para el matrimonio.
Me siento atraído por las colonias, por la aventura…
—¿Y si le siguiera?
—¡No tengo el derecho de aceptar tal responsabilidad!
Estuvo, en efecto, dos años en Gabón, como agente de una Compañía de
navegación. Después se casó en Burdeos. Y yo me casé con Juana.
Hemos desayunado en la calle del Chapitre. Tía Eva (tía Elisa me dijo que
la llamara así) se había puesto un traje sastre que la hacía más extraña, como
si estuviera de viaje.
Se hablaba del juez de instrucción y mi madre afirmaba:
—Es un hombre muy bien educado…
¿Han interrogado a mi padre acerca de sus negocios con dinero? Es
probable. En este caso, es mi madre la que debió responder, mientras mi
padre la miraría con admiración.
¿Les creen verdaderamente sospechosos de asesinato? Es probable
también. Me pregunto cuáles habrán podido ser las reacciones del juez ante
mi madre. Ella debió de impresionarle por su sangre fría. ¿Comprendió que
mi padre no existía al lado de ella?
No sé nada de todo esto, pero sospecho que mi hermano Guillermo supo
algo más, quizás de boca de mi madre.
Comimos palomos con guisantes. En la mesa se ha hablado de mi
hermana. Mi madre ha dicho:
—Prefiero que siga en La Rochelle, hasta que esto termine.
¿Por qué, de vez en cuando, me miraba, como queriendo adivinar en mi
cara lo que pudo haber sucedido durante la mañana? ¿Por qué, en cambio, mi
padre y tía Elisa evitaban mirarse el uno al otro?
—Debo dar al muchacho un recuerdo de su tío…
Y nos trasladamos, después de comer, al despacho inmenso y vacío. Tía
Elisa buscaba en torno suyo.
—Debo dar al muchacho un recuerdo de su tío…
Yo sólo pensaba en el reloj, un reloj de oro que Tesson se sacaba de vez
en cuando del bolsillo (era casi una ceremonia) y cuya doble tapa abría
lentamente. Después apretaba un muelle y el reloj daba la hora.
No se me ocurrió, ese día, que el reloj había desaparecido con el tío.
—¿Qué le daré?… Veamos…
—No busque más, Elisa —protestaba cortésmente mi madre—. Ya se
presentará otra ocasión…
Mi tía se obstinaba, miraba en torno suyo con una especie de angustia, se
precipitó, en fin, sobre una pluma fuente.
—¡Una estilográfica! Así se acordará de él.
—¡Es demasiado!… Ten cuidado, Eduardo… Da las gracias a tía Elisa…
Mis padres no volvieron a pensar en la pluma durante todo el día. Una
vez en casa, he tratado de llenarla. La pluma estaba sucia de tinta violeta
seca. La limpié con la minuciosidad que pongo en todas las tareas materiales,
y cuando quise llenar el depósito no lo conseguí.
¡Sí… eso es!… Cuando Bilot esté restablecido (toco madera) le compraré
un reloj de oro que dará las horas. Su madre, una vez más, me mirará sin
comprender nada de nada.
VI
Lo que debo decir, lo que tengo interés en decir con vehemencia, porque
en mi alma y conciencia creo que es verdad, es que los acontecimientos que
relato no son la causa de lo que sucedió luego.
En rigor, ¿qué sucedió? Cuando uno traza su propia historia, llega
fácilmente a creer y a hacer creer en un destino excepcional. Por mi parte,
estoy persuadido de que miles, centenares de miles de hombres, usan de
astucias como yo con el destino, se representan a sí mismos una comedia,
toman actitudes que juzgan ser las más adecuadas y las menos peligrosas.
¿Qué he hecho yo, en suma, sino perseguir obscuramente un instinto
familiar, el mismo que convirtió a mi abuelo en un notario de San Juan de
Angely, el mismo que empujó a mi madre arruinada hacia una vida burguesa
o al menos hacia su apariencia o su caricatura?
Así soy, así era antes de los acontecimientos de Arcey. La prueba de ello
es que la escuela, por ejemplo, me ha parecido siempre tan irreal como mi
piso actual. Apenas si me acuerdo de mis condiscípulos. Y me pregunto
cómo he podido pasar tantas horas, centenares de horas, en esa escuela
campesina, siendo impermeable a las cosas exteriores.
¿Por qué no he dicho nunca nada, jamás hecho una pregunta a mi madre o
a mi padre? ¿Por qué nunca, en lo sucesivo, cuando era tan fácil, traté de
saber?
Es verdad que sé. Acabé por volver a la escuela, con mis zuecos, mis
medias de lana hechas por mi madre, mi cesta y mi cartera a cuestas.
Aquella mañana, seguí el pésimo camino que conducía al pueblo,
lentamente, deteniéndome a veces, según mi costumbre. Conozco este estado
de ánimo, pues me ocurre aún, mientras ando, o corro en automóvil, o hago
no importa qué, quedar como en suspenso, y, en esos casos, no podría
precisar qué ensueño ha interrumpido la vida mecánica.
Había, a quinientos metros de nuestra casa, cerca de una hilera de álamos,
un terreno desfondado, a la izquierda de la carretera, donde las gentes
echaban la basura, un montón informe que olía mal, pedruscos y legumbres
podridas, viejos cubos, camas de hierro, botes de conservas y gatos
reventados.
Estaba completamente solo. Desde este sitio no se veía la granja ni el
campanario de Arcey, y siempre experimenté allí cierto malestar.
Sin embargo, me detuve allí. No recuerdo que me detuviera, ni de haber
ido de casa al montón de residuos, pero me acuerdo de una especie de
despertar brutal.
Miraba un objeto, acaso desde hacía un buen rato, y he aquí que este
objeto se convirtió en un puño redondo, pardusco. Distinguía el gemelo de
oro, con la puntita roja de un rubí, y lo reconocí. Ese gemelo, ese puño,
habían pertenecido a tío Tesson.
Me quedé aún allí, clavado en el suelo, estoy seguro de ello. Temblaba.
Tenía miedo. Estaba allí, con la mirada fija en ese pedazo de ropa blanca y
manchada. Luego eché a correr a pierna suelta. Tropecé con alguien al llegar
al pueblo.
—¿Adónde vas? —me dijo una voz gruesa.
Había llegado tarde. En la clase, repetían una lección en alta voz, y entré
en ese zumbido como en una catedral; oí al maestro que decía:
—Malempin, le pongo mala nota. Siéntese. Abra el libro de historia, en la
página veinte…
¿Es que, capaz de registrar con intensidad ciertas impresiones, no por eso
era menos inconsciente? ¿Tal vez era ya más prudente?
Guillermo me ha repetido con frecuencia, y sólo podía hacerse eco de lo
que le decía mi madre, puesto que, por decirlo así, no me ha conocido:
—¡Tú siempre has sido falso!
¿Por qué falso? Sé lo que esta palabra significa para él. ¿Acaso yo era
falso? ¿Había falsedad en la mirada pesada que yo fijaba en mi madre y en la
manera fría como me dejaba besar por ella?
Me han reprochado que no llorara aquel domingo. Como tampoco el
sábado. ¿Qué saben ellos? ¿Qué sé yo mismo?
Ignoro si tenía la cabeza gacha, pero moralmente la inclinaba hacia tierra,
estaba aplastado por una sensación de castigo.
Otra palabra muy peligrosa de escribir. Porque, ¿de qué castigo se
trataba? ¿De una falta mía? ¿Porque no había dicho nada? ¿Porque no declaré
al gendarme?:
—No era miércoles…
¿Porque jamás he hablado del puño y del gemelo con cabeza de rubí? ¿O,
al contrario, porque me replegué sobre mí mismo, porque no había revelado
mi secreto y había mirado fríamente a mi madre?
Todo eso es más complejo, más infantil y, llegado a hombre —lo que me
asombra siempre—, no puedo expresarlo. Así, en la especie de
remordimiento que me ahogaba, había sitio para un pecado que sólo me
pertenecía a mí, para un recuerdo sucio y penoso.
Y, también, para una terrible mentira cometida el segundo año de clase.
Nos vendían a menudo libros que ya habían servido. De ahí que tuviera una
gramática sucia y desmantelada y que soñara con una gramática nueva, con
cubiertas rígidas, con páginas lisas y crujientes.
Un día, dije al maestro, con zumbidos en las sienes:
—¡Mi madre pide que me dé usted una gramática nueva!
Me la entregó. Esta gramática demasiado hermosa, que no me atrevía a
mostrar en casa, me hacía sufrir. Temía el momento en que, a fines del
trimestre, mandarían a mis padres la cuenta de las provisiones escolares.
Se pretende que los niños duermen a pesar de todo; sin embargo, estuve
muchas noches sin dormir antes de tomar una decisión heroica, la de ir a ver
al maestro, en la hora de recreo, y balbucear:
—Mi mache dice que le devuelva la Gramática…
Él la tomó. ¿Olió la verdad? Sin duda ya ha dejado de existir, pero aún
me acuerdo de esta falta y de esta humillación.
Estaba embutido en el coche. Nada podía ya cambiar…
Juro que no deseaba mal a nadie.
Me hallaba de nuevo en nuestro coche, pero no me percataba de que era
mi hermano el que estaba sentado a mi lado y permanecía tan insensible a lo
inmediato que soy incapaz, hoy, de decir si mi hermana estaba presente.
Edmée ha casado con un salchichero de La Rochelle. He visto su casa, un
día en que fui a cortar suturas en la región. La fachada era de mármol
azulado. Mi cuñado, que no he conocido, hizo construir una torre a diez
kilómetros de la ciudad, cerca de Chatelaillon.
Está muerto, hoy. Guillermo pretende que Edmée mantiene muy buenas
relaciones con su primer dependiente. Gozan de prosperidad. Edmée está
gorda y rosada. Tiene una hija que sigue los cursos de la Facultad de Letras
de Burdeos.
Ellos se escriben. Se ven de vez en cuando. Guillermo está al corriente de
todo esto. Los hilos, entre ellos, no han sido cortados y forman parte, por
decirlo así, de un mismo cuerpo.
Esta mañana mi mache estaba desorientada, porque yo respondí al
teléfono y no supo qué decirme. Me ha dicho instintivamente:
—Telefonearé a Juana, luego…
¡A Juana que no conoce Arcey y que elegí en un catálogo!
Guillermo ha pretendido también:
—¡Estabas muy contento de abandonar la casa!
¡Porque esto me permitió estudiar, como dicen ellos, mientras Guillermo
se vio obligado a ganarse la vida desde los dieciséis años!
Entre mis piernas había, introduciéndose en mis pantorrillas, el cesto de
mimbre que contenía mis cosas. Si hizo sol, no lo vi. Unos pueblos se
levantaban, uno no sabe por qué, en el verdor sombrío de los prados y de los
pantanos… Unos caballos plantados de dos en dos cerca de las vallas, uno
apoyando su cuello en el cuello del otro y mirando Dios sabe qué… Gentes
vestidas de negro, mujeres que corrían a la iglesia, muchachas y muchachos
que reían sin razón…, y así a lo largo de la carretera, durante kilómetros y
kilómetros, con, a veces, una granja como la nuestra, blanca y solitaria, en el
verdor sucio, con algo de estiércol a su alrededor…
En San Juan de Angely el coche se detuvo ante una pastelería. Mi madre
se apeó. Volvió con un enorme paquete de pasteles. La señorita que la sirvió,
a la que vi desde mi asiento, a través del escaparate, llevaba un delantal
blanco almidonado, un delantal como mi madre debía de llevar cuando fue
vendedora en el colmado.
La portada. El patío, siempre el mismo, salvo que los rosales florecían.
Pero sus flores no me dejan otro recuerdo que los adoquines y la tierra negra,
de los macizos, que la escalinata y los ocho cristales de la puerta coronada
por una linterna.
—Entrad… —decía tía Elisa—. ¡Si supieran lo contenta que estoy!…
¡Estoy tan sola!…
Me cogió de los hombros, me hizo andar delante de ella, con ella.
Tomaba ya posesión. Mi madre, melosa en extremo, recomendaba a mi
hermano:
—¡Límpiate bien los pies!
Había traído, entre otras cosas, un pastel de almendras, porque a mi tía le
gustaban, y ninguna de las dos parecía acordarse del pastel de manzanas.
Sólo mi padre no sabía dónde meterse. En aquella casa ya no existían
para él las mismas proporciones, la misma solidez. Se mostraba torpe,
vacilaba entre los distintos sillones y sillas.
—Sentaos… Os haré preparar una buena taza de café… Cuando pienso
que no hace mucho mi pobre Tesson…
Mi madre, como los demás, miró el sillón del tío de la misma manera
como los curas inclinan el cuerpo con respeto familiar y mecánico, cada vez
que pasan por delante del tabernáculo.
—¡Me siento tan sola, en esta casa tan grande!…
Todos fijaban en mí la misma concienzuda mirada. Reinó luego un
silencio y tía Elisa suspiró.
VII
A medida que mis recuerdos se hacen en conjunto más precisos, como los
de este período, pierden mucho de lo que tengo deseos de llamar
materialidad. Verdad es que, de la casa de la calle del Chapitre, me llegan aún
olores, sonidos, reflejos del sol sobre los objetos, pero esto no forma el
plasma espeso y cálido en el cual yo evolucionaba en Arcey.
Desde luego, aquel ambiente, no lo he vuelto a hallar, y, sin duda, una vez
fuera del terruño, uno no lo vuelve a hallar nunca. Todo se vuelve luego más
nítido, pero más inmaterial, como sobre una fotografía.
¿Fui desdichado al lado de tía Elisa? ¿Fui feliz? Lo ignoro. Los meses y
los años se confunden: me es difícil determinar lo que sucedió en los
primeros días de mi estancia en su casa y lo que sucedió después; además una
gran parte de mis jornadas las pasaba en la escuela, otra haciendo mis deberes
y lecciones y otra, en fin, copiando tarjetas postales a la acuarela.
Lo que predomina es el recuerdo de un ser ligero, inconsistente: tía Elisa
iba y venía en la casa y en la vida como un espíritu. Reía, sonreía, se volvía
grave, se enfadaba y siempre parecía aérea.
Olvidó pronto de tratarme como a un niño, casi en seguida, y me hablaba
como a una persona mayor, me hablaba horas enteras, o más bien creo que se
hablaba a sí misma en mi presencia.
—Me pregunto si hemos de continuar tomando criadas que no hacen nada
en todo el día y que son unas ladronas. Sé que la casa es grande, pero si
tuviera solamente una asistenta cada mañana un par de horas… ¿Qué
ensuciamos, los dos?… Y, además, doy mi ropa a la lavandería.
Hablaba, hablaba. Aunque ella permanecía inmóvil en la silla o en el
sillón, uno sentía que su espíritu iba errante de una parte a otra sin conseguir
fijarse.
—¡Debes comer mucho! Compréndelo, no quiero que tu madre diga que
viniste a casa para enflaquecer. Mañana, iremos a la farmacia para pesarte.
Me interesa que cuando tus padres vuelvan hayas ganado dos o tres kilos…
Yo no analizaba nada, y, sin embargo, no la consideré jamás como una
persona mayor. ¿Diré que en mi actitud había algo como de protector?
—¿Qué coméis de noche en tu casa? ¿Sopa?
—Sopa y queso…
—¿Tu madre pone nata en la sopa?
—Según…
En su casa era distinto. Mi tía era glotona, pero sólo por lo que hacía a
ciertos platos, por ejemplo, la langosta de mar en lata. Comíamos también
cantidades impresionantes de pasteles y, entre las comidas, chocolates y
caramelos.
—¡Come, Eduardo! No comías tanto en tu casa. A tu edad hay que
fortalecerse.
Se le ocurría a menudo palparme como a un pollo, para asegurarse de que
mis brazos, mis hombros, adquirían consistencia.
—Cuando llegaste, estabas fofo…
Me inscribió primero en la escuela municipal, sin reflexionar, porque era
la más próxima, y de ella me ha quedado la imagen de un inmenso patio
rodeado de rejas.
Durante un mes y algo más, debí vegetar como una larva sentado en mi
banco, y el maestro, sabiendo que procedía de una escuela pueblerina, no se
tomaba la molestia de ocuparse de mí. Pronto observaron, sin embargo, que
sabía siempre mis lecciones, que retenía todo lo que el maestro decía.
Me acuerdo de una anécdota de aquella época. Hace algunos años, en
Beuzec-Conq, durante las vacaciones, encontré en la playa a un muchacho
gordo y sanguíneo que me llamó por mi nombre y luego me presentó a su
mujer cuando salía del baño. Era Bouchard, el hijo del zapatero de San Juan
de Angely, convertido en dueño de un garage, no se dónde, en Îlle-et-Vilaine.
—¿Te acuerdas de los caramelos?
No lo recordaba. Mi tía, cuando yo salía para la escuela, tenía la
costumbre de llenarme los bolsillos de chocolate y bombones, sobre todo de
caramelos. Como ya estaba harto de ellos, pronto me saciaba. No conocía a
mis condiscípulos, ni los juegos que jugaban en el recreo. Según Bouchard,
yo erraba lentamente por el patio solo, meneando la cabezota, deteniéndome
ante un muchacho, como, en el campo, me detenía ante un árbol o ante un
pájaro. Tenía el aspecto de reflexionar, de pesar el pro y el contra; y, por fin,
iba hacia adelante, tendía un caramelo y decía:
—¡Es para ti!
Según Bouchard, esto no representaba de ninguna manera un intento de
acercamiento, ni una delicadeza. Pretende que yo tenía un aspecto grave,
solemne, que de esta manera parecía cumplir con una especie de rito
misterioso.
El segundo año ya era uno de los mejores alumnos de mi clase, pero no
uno de esos alumnos a los que los maestros estiman y ayudan. Mi carácter,
mi trato, no eran atrayentes. Estudiaba sin fiebre, sin fantasías, pesadamente.
Retenía las cosas, porque lo retenía todo sin querer.
De la misma manera retenía las frases de tía Elisa, pero estoy seguro de
que no les daba importancia y que ello no me dolía. Mis padres venían a
verme algunas veces, el domingo. No me alegraba de esas visitas y tal vez me
eran desagradables.
Hay que creer que, en mi casa, los negocios iban mal. A mi padre y a mi
madre se les veía preocupados. Mi tía llenaba a mi hermano de pasteles,
luego lo atraía hacia los rincones para atiborrarle los bolsillos de golosinas.
—Toma. Comerás eso mañana…
Compadecía a mi madre, según su humor. Suspiraba:
—¡Mi pobre Francisca!…
Y le daba, a ella también, paquetes de chocolate o un viejo pantalón de su
marido para que con él cortara calzones para Guillermo.
—¡Sí…, sí! ¡Tómalo! Aquí no sirve para nada…
Luego, al día siguiente u otro día, me decía:
—Cuando tu madre viene a verme, es siempre para pedirme dinero o
sacarme alguna cosa…
La palabra dinero acudía sin cesar a sus discursos. La obsesionaba. De
noche inspeccionaba todas las puertas, las cerraba con llave y suspiraba:
—Cuando se tiene dinero, nunca se está seguro…
Las frases están grabadas en mi mente, como las primeras lecciones
aprendidas de memoria en la escuela y que uno puede recitar cincuenta años
más tarde.
—¡Las gentes envidian mi dinero!…
A veces, al final de las comidas, con los codos apoyados en la mesa, me
miraba con ojos velados:
—¿Tú me quieres, al menos? ¿Tú me quieres por mí y no por mi dinero?
Había observado que después de comer, sobre todo por las noches, mi tía
suspiraba más profundamente y se enternecía con facilidad. Emanaba de su
persona como una neblina caliente y es ahora cuando comprendo, pensando
en la cantidad de alimentos que ambos devorábamos, el sentido de la botella
de vino que nos bebíamos entera.
—¡Bebe! Esto fortalece…
Quería absolutamente infundirme vigor.
—No vale la pena decir a tu madre lo que comemos. Cuando te pregunte
si hago sopas, di que sí. ¿Comprendes?
A mi tía no le gustaba la sopa, le gustaba menos prepararla y nos
hartábamos de langosta de mar, de tortas en lata, de jamón, de pollos fríos y
de pastelería. Hasta que teníamos la cabeza pesada, y pesada de vino, con
picazón en los ojos. Y mi tía me explicaba sus negocios como a un hombre.
—¡Es terrible para una mujer quedarse sola a mi edad! ¿En quién puedo
confiar? Todo el mundo envidia mi dinero, y tu pobre tío ya no está aquí para
aconsejarme…
Al principio no hablaba de ello en demasía. Fue luego cuando eso se
convirtió en obsesión.
—No consigo desembrollar las cuentas que me dejó, y si no fuera por el
señor Dion, que se preocupa…
El señor Dion da forma concreta a un período que evalúo en dos o tres
meses. Por lo que puedo juzgar, era el primero o segundo pasante de un
notario, pero por su cuenta venía después del trabajo a casa de mi tía y trataba
de desenredar sus negocios.
L A cosa empezó como una roedura de ratón, tanto más difícil de situar
cuanto que la ventana-balcón estaba abierta de nuevo, así como todas
las puertas del piso. Yo iba vestido como la víspera, exactamente. Me hallaba
en el mismo sitio, en la misma mancha de sol, y casi esperaba el telefonazo
de mi madre. Es una manía que he conservado desde la infancia la de intentar
reproducir con minuciosidad los momentos felices, o simplemente eufóricos.
Quién sabe si esto no es más complejo y más profundo, si no se trata de una
tentativa inconsciente de crear, por medio de la repetición de detalles
insignificantes, un hábito, una tradición, iba a escribir un pasado familiar.
Juana se ocupaba de la limpieza, como la víspera. Estábamos bastante
contentos los dos y nos sonreíamos mutuamente.
Mi mujer ha sido la primera en notar el ruidillo ratonesco, una carta que
alguien intentaba deslizar por debajo de la puerta y que pasaba difícilmente
debido al espesor de la alfombra. No nos movimos. Mirábamos el ángulo del
papel blanco que luchaba contra la resistencia, cedía, se replegaba, intentaba
introducirse por el lado izquierdo, aumentaba de tamaño por último. Juana
cogió la carta, me la tendió y suspiró:
—¡Es de tu hermano!
Sin acritud, debo reconocerlo, de modo que una persona extraña hubiera
podido creer que una carta de mi hermano era como otra carta cualquiera.
Tu afectuoso hermano,
Guillermo».
FIN
La cabeza de José
No había que esperar gran cosa a bordo de los Santa, porque los
americanos y la gente del Sur no eran de la competencia de Félix. Pero
cuando por azar se encontraba con franceses, la cosa marchaba bien.
De Nueva York, en efecto, no llegaban funcionarios de ésos que acaban por
no sentir curiosidad de nada, sino verdaderos turistas.
Félix tenía tres esta mañana: una pareja de Reims que hacía su viaje de
novios por el mundo —el marido debía ser hijo de campesinos—, y una
viuda de Atlantic-City con quien la pareja había entablado relación jugando
al bridge.
Félix les condujo a un precioso auto que aguardaba. No había nada que
ver en Colón por la mañana y el «Santa Clara» volvía a zarpar a las dos.
Había bazares, claro está, todos en manos de los sirios.
—Yo les aconsejo comprar perfumes y sedas. Es menos caro que en otra
parte cualquiera…
Vendedores y vendedoras le conocían. Los dueños de los
establecimientos les atendían personalmente.
—No se carguen de paquetes. Todo lo encontrarán a la vuelta a bordo.
Den solamente el número de sus camarotes.
—¿No hay nada más interesante para visitar?
Félix sabía muy bien, ¡pardiez!, lo que ellos querían. Por la noche era
fácil. Lo que no existía se creaba, como una necesidad, y, si tenían empeño
en el espectáculo, era cosa de reunir algunos negros y negras en alguna
casucha.
—Voy a enseñarles a ustedes la calle reservada. A esta hora todo está
cerrado. Luego les llevaré a casa de Julio, a beber un verdadero Pernod de los
de antes de la guerra. No está prohibido en Colón.
Les hizo comprar también pequeños caimanes disecados para llevar a sus
parientes y amigos. Se mostraba amable, sonriente, de una cordialidad
respetuosa. Como les había precisado a bordo, al encontrarles por casualidad,
él no era un guía. Cuanto hacía era sólo por rendir un servicio a sus
compatriotas.
Un vaho cálido comenzaba a ascender del suelo, a exhalarse de las
paredes, y los tiros de los caballos no mantenían su derecha por la calle, sino
que trotaban corto, con la cabeza gacha, por el lado de la sombra.
El joven casado hacía preguntas. La joven casada se apretaba contra él.
La americana, que era pelirroja, tenía dos círculos de sudor desabrido en los
sobacos.
—Ven aquí, Napo. Dame un vaso de chicha. Supongo que Julio no te ha
prohibido servirme de beber —dijo el Barón.
Napo tomó de debajo del mostrador una botella sin marbete que contenía
un licor de un blanco turbio.
—¡Estoy seguro de que tienes por lo menos cincuenta dólares
economizados!
Napo se hizo el sordo y continuó su limpieza agitando las botellas una por
una para sacudirles el polvo.
El Barón no se movía. Estaba sentado en el rincón más apartado del café,
frente a su vaso de chicha. No se había quitado su monóculo. De cuando en
cuando se frotaba espasmódicamente una con otra sus largas y pálidas manos,
o se tiraba de los dedos para hacerlos crujir. Esto aparte, su aspecto era
tranquilo. Esperaba, reflexionaba.
—¿No sabes adónde ha ido Félix?
—Seguramente a bordo del «Santa Clara».
—¿Te da miedo prestarme cincuenta dólares? Oye, Napo… He
encontrado a mi hermano José.
Napo le miró fijamente.
—No entero, pero he encontrado su cabeza.
En aquel momento se oyeron voces, se vieran piernas bajo la puerta,
después ésta se abrió y Félix hizo entrar delante a las dos mujeres y al joven
casado. Félix advirtió inmediatamente al Barón en su rincón, pero se contentó
con hacer un guiño discreto. E instaló a su gente en el rincón opuesto.
—Absenta, Napo.
Tuvo que enseñarles a poner la cuchara agujereada tendida en equilibrio
sobre el vaso, los trozos de azúcar sobre la cuchara y a derramar el agua gota
a gota. La americana tartajeó que no era aquello bastante fuerte. Félix bajó la
voz y comenzó a contarles una historia, mientras, por turno, los otros
lanzaban miraditas al Barón.
—¿Creerían ellos todo cuanto les dijo? Sin duda se figuraban que
exageraba, y, no obstante, Félix se limitó a la verdad exacta.
—Es un verdadero Barón, este Barón Veuillé. No sé si pertenece a la
vieja nobleza. A mí, ¿comprenden ustedes?… Yo no entiendo de eso. Por lo
que he oído decir, pertenece más bien a la nobleza de las finanzas, a gente del
barrio Haussmann, de París. Ello no impide que sean barones auténticos.
Digo que sean, porque eran dos. Y muy ricos. Por lo tanto, pienso…
Se habría podido creer, a juzgar por su inmovilidad mientras tenía los
ojos fijos en su vaso de chicha, que acababa de llenar de nuevo, que el Barón
estaba de acuerdo con lo que decía Félix, fungiendo ignorar que era de él de
quien se hablaba; lo sabía, pero le era perfectamente igual.
Fue su hermano José, el más joven, quien desembarcó primero en Colón.
Se proponía visitar el Ecuador, el Perú, Chile… No tenía más que treinta y
cinco años. Es posible que no los tuviera… Empezó por correr juergas, dejó
partir un barco, después otro, «Santas» justamente. Luego descubrió un
innoble bodegón indígena, y bebió chicha.
Esto era exacto sin serlo. La verdad es que Julio, Félix y uno o dos más,
sobre todo Mimile, a quien no se veía aquella mañana, habían mostrado a
José lo que él quería ver, y le habían ayudado a divertirse. ¿Era acaso culpa
de ellos si José no se había divertido bonitamente como todo el mundo y si
había tomado gusto a la chicha al mismo tiempo que a una india, que no
solamente no era bella, sino ni tan siquiera limpia de su persona…?
—¿Es buena la chicha? —preguntó la americana.
—¡Es repugnante! El verdadero nombre es chicha de mucos, porque las
viejas indígenas la fabrican masticando el maíz y escupiéndolo en un pote de
tierra donde fermenta.
La joven casada apretó el brazo de su marido y miró al Barón con un
poco de terror.
—¿Qué efecto produce? —quiso saber el marido.
—Ya lo ve usted, porque él también… Pero, espere.
En el coche, que iba al paso, y que entre las guirnaldas de las luces se
dirigía hacia el barrio negro, Félix hablaba continuamente:
—¿Comprendes, amigo?… Si fueras listo… A cada buque se repite el
golpe. Tú tienes siempre el derecho de reconocer la cabeza de José, ¿no es
verdad? A los turistas, eso les excita… No es necesario pasar por Julio ni por
Mimile. Moisé nos proveerá de cabezas, a treinta dólares unas con otra. Él
conoce a un sujeto que irá a buscarlas adonde los jíbaros… En cuanto a lo
que hacen los jíbaros, a nosotros no nos importa; lo que nos importa es contar
con la mercancía.
Sabía que el Barón estaba completamente dormido. Se divertía solo.
—Tú veras… Te hablaré de ello uno de esos días en que seas capaz de
comprender.
Los establecimientos nocturnos estaban abiertos, iluminados en rojo, en
azul y en malva. Pero aquél era un día inhábil, porque no había buques. En
vano las bailarinas seguían agitándose, y las animadoras bebiendo en sus
mesas agua teñida.
Después, la oscuridad, casas de madera con veranda. Negros que dormían
fuera. Ropa blanca puesta a secar al claro de la luna.
Se oían aviones en el cielo, aviones americanos sobrevolando el canal,
que se dirigían a lo lejos, hacia alguna parte, a través de bosques vírgenes, a
través de lagos donde al parecer había todavía cocodrilos. Por las esclusas
subían y bajaban lentamente los buques que mañana proveerían de clientes.
El cielo estaba claro, color vellosilla. Negros dormidos se movían en las
verandas. Un bebé gimoteaba.
A la derecha, luego, más a la derecha aún, una calle no empedrada. Y
siempre las mismas casas de madera. Félix poseía diez, pero, desde hacía
algún tiempo, los arrendamientos se cobraban mal y era preciso amenazar
para ser pagado.
Quinta casa a la izquierda. Un rótulo: «Buenaventura, sastre para
caballeros y damas».
Félix no tuvo necesidad de llamar. Gritó:
—¡Buenaventura! ¡Eh, Buenaventura!
Un negro alto, en mangas de camisa, se estiró bajo la luna.
—Sube a este hombre a su habitación.
El cochero no se desplazó de su asiento. Félix no se movió de su sitio.
Buenaventura tiró del Barón por los hombros y dejó arrastrar sus piernas por
tierra, y luego por la escalera.
—¡A casa de Julio! —ordenó entonces Félix.
Puede que no estuviera acostado, que Luisa se hallase allí todavía, y que
pudiera aprovechar la frescura de la noche para jugar una última partida de
naipes, y comiendo salchichas que Napo iría a adquirir a usa de las barracas
de Mimile.
GEORGES SIMENON, nació en 1903 en Lieja, Bélgica, en una familia de
escasos medios. Estudia sólo hasta los 15 años porque tiene que buscarse la
vida. Tras vivir un año de toda suerte de trabajos, no siempre legales, entra,
en 1919, como reportero en La Gazette de Liège. En 1921, publica su primera
novela, Le Pont des Arches. Al año siguiente, parte hacia París, donde
empieza a colaborar en Le Matin. Tras diez años de intensa vida bohemia,
durante la que escribe por encargo más de mil novelitas populares, reportajes
y artículos, consigue, en 1931, firmar su primer contrato con una editorial
literaria y escribe la primera de las 117 novelas que finalmente le llevarán a
la fama. Curiosamente, ese mismo año concibe al hoy célebre personaje del
comisario Maigret que protagonizará una serie de 76 novelas policíacas,
clásicas ya del género.