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Con Malempin, Simenon nos ofrece una nueva y humanísima novela

que nos recuerda por su intensidad y su dramatismo profundo, casi


subterráneo, las mejores páginas de Georges Duhamel. Sus dotes de
narrador aparecen en Malempin desarrolladas de forma magistral.
Todo se dice brevemente, en voz baja; las cosas, más que
explicadas, son insinuadas. A través de este dibujo literario la figura
del protagonista se acusa segura y emotiva.
El Doctor Malempin tiene a su pequeño hijo Bilot enfermo, gravísimo,
de difteria. Malempin recuerda las palabras de su colega el Dr. Morin,
a quien ha consultado: «… los síntomas más graves sobrevienen
habitualmente alrededor del décimo día, brutalmente, trayendo la
muerte brusca…». Durante estos diez días, en que se debate la
existencia de su hijo, que «tiene la expresión de sonreír a los
ángeles», Malempin recuerda su infancia, las muertes misteriosas
habidas en su familia, el fracaso, en fin, de su matrimonio. Falto de
amor, frío…
El Doctor Malempin recuerda el pasado cuando teme perder lo que
más ama del presente.

El libro incluye el relato La cabeza de José (La tête de Joseph)


publicado el 26 de Octubre de 1939 en el semanario «Gringoire».
Georges Simenon

Malempin
ePub r1.0
Titivillus 07-04-2018
Título original: Malempin
Georges Simenon, 1940
Traducción: F. Cañameras

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Malempin
I

I NCLUSO a sangre fría estoy seguro de que ese día transcurrió con mayor
rapidez que los otros y la palabra vertiginoso acude naturalmente a mi
mente. Permanece vivo en algún rincón de mi memoria un viejo recuerdo
similar. Jugaba en el patio del Liceo. No, ello no es posible, porque se trata
de un tranvía. ¡Da lo mismo! En una calle. O en una plaza. Más bien en una
plaza, pues vuelvo a ver árboles y podría precisar que se destacaban sobre
una pared blanca. Corría, corría hasta perder el aliento. ¿Por qué? Lo he
olvidado. Corría como en sueños, sin ver nada más que la tierra que huía bajo
mis pies como el terraplén de un ferrocarril. Y de pronto, pese a la velocidad
ya anormal, hubo una aceleración, un «crescendo» terminado en parada
brusca que me dejó vibrando de la cabeza a los pies, con las sienes
palpitantes, los labios húmedos, los ojos clavados en un tranvía que, a un
metro de distancia, temblaba con estrépito de hierros viejos.
No trato de mostrar nada. ¿Acaso aquel día corrí con mayor rapidez
porque tenía una intuición, porque presentía la catástrofe?
—¡Imbécil! —me gritó el conductor, tan pálido como yo.
Subí a la acera. Después me senté en un umbral.
El día del cual quiero hablar, no guarda ninguna relación aparente con
nada. ¿Quizás cierta alegría producida por los hermosos días de junio? Me
levanté a las seis, antes de que la criada bajara. Mientras me afeitaba en el
lavabo, mi mujer, desde la cama, me recordó:
—No olvides el seguro…
La calle de Beaume estaba vacía. Tomé un taxi en el Quai d’Orsay y me
hice conducir a la estación de Saint-Lazare, a través de un París dorado como
un melocotón.
Todo era trivial en mis hechos y gestos: dos croissants y una taza de café
con leche en el restaurante de la estación; unos diarios que leí en el tren,
interrumpiéndome de vez en cuando para mirar el campo desde la ventanilla.
En Evreux, Fachot me esperaba en la estación con su pequeño automóvil.
Fachot es uno de esos hombres que nos gusta frecuentar. Los santos debían
de ser como él en la vida, deseosos de proporcionamos un poco de alegría, de
evitamos las más pequeñas molestias, las menores contrariedades.
—Mi mujer le ha preparado un bocadillo.
Todo esto no tiene ninguna importancia, pero los días pasados con Fachot
son siempre diferentes de los demás. En familia, como se denominan en
lenguaje Malempin, diríamos: ir a casa de las Hermanitas.
Fachot es el médico de una casa de reposo —más exactamente, de un
hospital— de las Hermanitas de los Pobres. Muchas de éstas padecen
tuberculosis pulmonar. Fachot, un poquito más joven que yo, pero que
desconfía de sí mismo, me llama de tarde en tarde, una vez por mes o cada
dos meses, para cortar suturas o para una toracoplastia.
¿Por qué esas jornadas alegres, soleadas, son siempre gratas de recordar?
En primer lugar, debido a Fachot y a su mujer, evidentemente, y a la
encantadora casa que habitan en pleno campo, a dos pasos del convento.
Luego, a causa de las Hermanitas, para las cuales éste es un día de fiesta y me
preparan emocionantes sorpresas.
Esta vez, desde las nueve a mediodía, he cortado las suturas de tres
enfermas, una de las cuales, que atiendo desde hace muchos años, me
pregunta invariablemente por mis hijos, como si los conociera. Tan
invariablemente, que para ella Juan y Bilot ya son como de la familia; no deja
nunca de meter un paquete de chocolate en mi bolsillo.
À la hora de comer anuncio a los Fachot:
—Mañana por la mañana salimos para el Sur…
Es la primera vez que me sucede tal cosa. Por lo general, pasamos
nuestras vacaciones cerca de Concarneau, en Beuzec-Conq, donde poseemos
una casita de campo. Pero se da el caso de que aún no estamos de vacaciones.
Una serie de casualidades han ocasionado este viaje.
Primero, el sarampión de Bilot. Sólo hace dos días que se ha restablecido
y aún está algo des encuadernado. Su hermano, por miedo al contagio, no ha
ido a la escuela durante las últimas se manas.
Sin embargo, una semana más o menos…
En fin, he comprado un coche nuevo. Lo tendré en seguida. Explico a los
Fachot:
—Iremos errantes de un punto a otro, sin plan preconcebido… Orange,
Avignon, Arles, Nimes. Mi mujer no conoce el Sur. Los niños tampoco.
Fachot tampoco, pobre, quien, con sus dos neumotórax, lo pasaría mucho
mejor en la montaña que aquí. Casi me avergüenzo de mi alegría.
El tren… Un taxi para ir al muelle Javel… Son las dos y diez… Una hora
moviéndome por el vestíbulo, donde esperan docenas de coches nuevos, y
firmando documentos de oficina en oficina.
Tengo en fin el coche, que, demasiado brillante, parece un juguete de
bazar. ¿Qué me encargó mi mujer? El seguro… Pero, ahora quiero un
portaequipajes como el que he visto en el coche de un interno. Los minutos
empiezan a correr. Desciendo la Avenida de la Grande Armée. No tengo el
hábito de mi coche y hago un rasguño en el guardabarros. ¿Qué importa?
No soy ya un colegial en vísperas de vacaciones y, sin embargo, estoy
seguro de que laten más deprisa mis arterias. Tengo las mejillas un poco
rosadas, cosa que me sucede a veces. Pienso siempre en el seguro.
En primer lugar debo pasar por casa de mi madre. Subo la calle
Championnet. Como de costumbre, levanto la cabeza y echo una ojeada a las
ventanas del cuarto piso. Las ventanas están cerradas, pero mi madre me ha
visto. Siempre, cuando llego al cuarto piso —no hay ascensor—, mi madre
abre la puerta del piso.
—¡Extraño color para un médico! —refunfuña al cerrar la puerta.
Tardo un instante en comprender que habla del color de mi automóvil.
Los precedentes eran negros. Siempre he deseado poseer un coche verde.
—¿Has vendido el antiguo?
—Ellos se lo han quedado de nuevo.
—¿Por cuánto? Guillermo te hubiera pagado el mismo precio, por
mensualidades.
El aparador está allí, sumido en la penumbra, con su servicio de loza de
Marans. Es el único mueble hermoso de la casa, la única herencia que
ambiciono. Pero sé perfectamente que se lo quedará Guillermo, aunque sólo
fuese para hacerme rabiar.
—¿Ha venido hoy?
—Ha comido conmigo.
Guillermo está siempre metido en casa de mi madre, a la cual ha
despojado de todas sus economías. Y cuando, a su vez, mi madre me saca un
poco de dinero, es para dárselo a él. ¿Cuál es la última profesión de mi
hermano? Algo así como interventor en un teatrito no muy limpio.
—¿Está decidido? ¿Salís para el Sur?
—Mañana…
—Conozco a gentes que lo necesitan más…
¡Mi hermano Guillermo, claro está! ¡Su mujer, siempre enferma, y su hijo
enclenque! Viven en las afueras, en los alrededores de Courbevoie, para
gozar del aire libre, dicen ellos.
—¿Tienes prisa?
—Claro. He de resolver lo del seguro y pasar aún por el hospital.
—¡No te retrases por mí!
Nervioso, no sé cómo despedirme de mi madre. Remoloneo por el piso,
que huele a anciana sola.
—Creía que tenías prisa.
—Entonces, hasta la vista, mamá. Dentro de dos semanas…
Hasta la escalera de esta casa me causa la sensación de mediocridad.
¿No olvido nada? ¡Ah, sí, mi enfermita de la cama 11! La he prometido
una muñeca. Con la dirección única establecida para el tráfico rodado, resulta
un problema parar ante un bazar y no tengo tiempo para galopar a través de
los grandes almacenes. Escojo una muñeca vestida de azul y luego cruzo el
Sena. Tendré que preguntar a un mecánico si la vibración que siento bajo la
capota es normal. Penetro con el coche en el patio del hospital y sé que el
portero vendrá a examinar el automóvil.
—¿Todo va bien, señorita Berta?
—Me gustaría que viera al 7, doctor.
¡Mi bata, de prisa! Estrecho la mano de un interno, que me espeta:
—¿Entonces, se va usted mañana?
—Acaso he hablado demasiado del viaje. ¿Qué he olvidado? No es el
momento de pensar en ello. La señorita Berta me conduce de sala en sala, de
cama en cama.
—¿Quiere ir a buscar la muñeca que está en mi coche?
Me doy cuenta de que no reconocerá el automóvil nuevo. Le recuerdo:
—¡El verde!
Y me siento en la cama de la niña del 11. ¿La encontraré todavía aquí
dentro de quince días? Se diría que ella lee en su pensamiento.
—¿Estará usted ausente mucho tiempo, doctor?
—Una semana o dos…
Está muy triste. Sé por qué y no me atrevo a hablar de ello. La pequeña
tiene trece años y lo comprende todo.
—¡Me gustaría tanto que siguiera aquí!…
Apenas mira la muñeca, lo preciso para hacerme creer que está contenta.
Lo está, de todas formas. La enfermera espera, cohibida.
Me esperan todavía en la consulta gratuita. El interno ya ha empezado. Se
hacinan unas gentes que, de escucharlas, hablarían de su enfermedad horas
enteras, fijando en nosotros miradas desconfiadas.
¡El seguro! Iba a olvidar el seguro, y la antigua póliza caducó la semana
última. ¿A qué hora cierran las oficinas de la calle Le Pelletier?
—¡Hasta la vista, doctor! Buenas vacaciones.
¿Por qué, desde esta mañana, me acosa una prisa que no me permite
ganar un segundo? ¿De qué tengo miedo? Por el momento, tengo la
impresión de querer huir de alguna cosa, de jugar con la suerte.
¡Las botellas termos! He prometido llevar dos termos a Juana, para poder
comer a la orilla de la carretera y no ir al restaurante al mediodía. Hay una
tienda frente a la estación de Montparnasse. Es la más próxima. Un agente
me hace cambiar el coche de sitio, porque no puede estacionarse allí.
Cada botella vale ciento veinte francos, pero están guarnecidas con cuero
verdadero. Como dice el vendedor, ¡son para toda la vida!
Es demasiado tarde para ir a la calle Le Pelletier. Las oficinas están
cerradas. Esta tarde enviaré un cheque y todos los informes necesarios.
¿Debo llevar el auto al garage? Es preferible dejarlo en mi calle. Juan
querrá admirarlo. Toco tres veces la bocina, como de costumbre, pero no
pueden reconocer mi nuevo «klaxon».
El ascensor. Mi mano busca la llave en el bolsillo. Con el ceño fruncido
veo la puerta abierta, como en casa de mi madre, cosa que no sucede jamás
aquí. Es mi mujer. No está trastornada, porque no es mujer que se deje
perturbar, pero sus facciones son más agudas que de costumbre, sus labios
secos, sus ojos húmedos.
—Bilot… —murmura, cogiendo mi sombrero y mi paquete.
¿Por qué lo he comprendido en seguida? Corro raudo al dormitorio de
Bilot, quien no debería estar allí a esta hora. El piso está oscuro, porque
todavía no ha empezado a caer la tarde y el dormitorio de los niños es el
único que está iluminado. Sobre el lecho, Bilot, muy pálido, con la boca
abierta, respira trabajosamente.
Entonces, han temblado un momento mis piernas, como delante del
tranvía, y he mirado fijamente un punto cualquiera sin conseguir recobrar la
serenidad.
—A las cuatro tenía 39,5º —murmuró mi mujer, que había entrado sin
hacer ruido. He enviado a Juan a casa de los Couderc.
Ella piensa en todo. Está tranquila, circunspecta, con el aspecto de querer
sortear furtivamente los riesgos.
—Telefonea a Morin —he dicho—. Que venga en seguida. Si no está en
casa, llama a la clínica.
Ni una palabra de la enfermedad, pero sé que mi mujer y yo pensamos lo
mismo.
Juan, el primogénito, tiene once años y ha crecido sin dificultad, sin una
pupa, sin un accidente. Casi subleva verle tan robusto, sanguíneo, hinchado
de savia, al lado del pálido y dulce Bilot, cuyos ocho años se han visto
traqueteados por todas las enfermedades posibles, por los accidentes más
estúpidos.
Hasta el punto de que yo estaba asombrado, hace algunos días, viéndole
salir de su sarampión sin complicaciones. ¡Asombrado e inquieto, lo
confieso!
No ha sido ésta la causa de mis prisas en el curso de esta jornada, pero
estoy persuadido de que había algo de ello.
¿Por qué, aun antes de inclinarme hacia él, he pensado en la difteria? La
difteria nos ha espantado siempre, a Juana y a mí. ¿Acaso porque cada año
Bilot ha tenido anginas?
Precisamente tuve un caso la semana pasada, en el hospital, en la cama
contigua a la del 11, que hice evacuar. Un niño de cuatro años que ha muerto
en la clínica del doctor Béraud.
—Morin viene inmediatamente —me dice mi mujer.
Y digo, sin darle importancia:
—Juan no debe volver para cenar. ¿No podría dormir en casa de los
Couderc?
—No me atrevo a pedírselo. ¿Y si lo lleváramos a casa de tu madre?
Hay algo asfixiante en el piso y diríase que la luz ha empalidecido.
—Habrá que hacer preparar suero…
—¿Treinta centímetros cúbicos? —preguntó Juana.
Lo comprendo al ver sobre la mesa donde escriben los niños mi
compendio de práctica médica abierto en la página de la difteria. Ella lo ha
leído, pero está serena.
Llaman. Debe ser Morin…
—Es preferible que nos dejes. Ocúpate de Juan, entretanto… Toma el
coche para llevarlo a casa de mi madre.
Morin es frío, meticuloso. Sus cabellos plateados le dan un aspecto duro
y, sin embargo, los niños no le tienen miedo. Le explico como cualquier
padre de un niño enfermo:
—He estado ausente desde la mañana y cuando he vuelto…
—Abre la boca, pequeño. No tengas miedo… Dame la espátula,
Malempin.
Bilot, dócil, padece las enfermedades sin protestar. ¿Por qué tengo la
mirada fija en el compendio médico? Sé lo que contiene. Aunque no soy
especialista de enfermedades infantiles como Morin, yo…
¡Pues bien! Me equivoqué. La parada brusca, con sudor encima del labio
superior, un zumbido en la cabeza, una súbita flojedad de piernas, la parada
que corresponde a la del tranvía, es ahora cuando lo comprendo todo. Leo en
el compendio: «… difteria maligna… —Más lejos, la palabra—: …
Marfán…».
La difteria de Marfán.
Cuando me sorprendí de que el pequeño muriera, en el hospital, a pesar
de una vigorosa seroterapia, Béraud me habló de la difteria de Marfán, que es
muy rara.
Y ahora no me atrevo a volverme hacia el lecho, hacia Morin. ¡Estoy
seguro de que es eso, de que Bilot no tendrá la suerte de verse acometido por
el crup comente! ¿No ha coleccionado siempre enfermedades excepcionales?
«… A la insuficiencia suprarrenal se unen la astenia y la hipotensión,
pero los síntomas más graves sobrevienen habitualmente alrededor del
décimo día, brutalmente, produciendo la muerte súbita, con una palidez
extremada…».
Morin ejerce su oficio a conciencia, como lo hacía yo momentos antes en
el hospital. Ha sacado un poco de materia blanquecina de la garganta del
enfermo.
—Es necesario hacer un suero… —me dice tapando un tubo de vidrio
con algodón—. ¿Te encargas tú de ello?
—Me gustaría más…
—Bien. ¿Te lo quedas aquí?
Bajo los ojos. Él comprende. Explico:
—He hecho llevar el mayor a casa de mi madre…
Raras veces he percibido con tal intensidad los ruidos de París, y hasta
medianoche me ha sobresaltado la detención de un autobús, cada tres
minutos, a corta distancia de nuestra puerta.
—¿Qué dice? —he preguntado a mi mujer en cuanto ha vuelto.
—No le gusta dormir en casa de tu madre. Dice que huele mal.
¿Hemos comido? Sé que he ido a la cocina. He mirado a la criada, una
nueva muchacha de veinte años escasos, y me he preguntado si no sería más
prudente… ¡Pero, no! La mala suerte tiene un límite.
Morin ha vuelto. Cuarenta centímetros cúbicos la primera vez y otros
tantos una hora después.
—He pensado que sería preferible aplicar la anatoxina a su hermano.
¿Dónde está exactamente?
—Mi mujer te llevará. Es al otro extremo de París.
Y he preguntado a Juana:
—¿Has entrado el coche?
Sólo hay palabras como éstas para ataros a la realidad. Todo lo restante,
flota. Cuando me he quedado sólo con Bilot…
—¿Puedo subir a acostarme, señor?
Es la sirvienta la que me habla. ¡Claro que podía subir a acostarse!
Entonces el vacío se ha producido alrededor de mi hijito y de mí. ¿Tenía
fiebre yo también? ¿Acaso llevaba en el cuello, como Bilot, una compresa
húmeda que me daba la sensación de hinchazón? Oía su respiración difícil,
acechaba las fallas. En la habitación había vapor, porque habían puesto agua
a hervir en un hornillo para mantener la humedad del aire. Encima de la
chimenea el espejo estaba empañado, como cuando se toma un baño. Las
paredes retrocedían, perdían su consistencia, se ablandaban como colchones,
y dibujos fantásticos aparecían en el empapelado de las paredes y en la seda
de Jouy de las cortinas.
Creo que no me senté. Había colocado mi reloj sobre la mesita de noche.
Dentro de una hora sería preciso efectuar una tercera inyección de suero,
intravenosa esta vez. Y, si la garganta se obstruyese más, telefonear a Morin
con el fin de que venga urgentemente para proceder a un sondaje. Los
instrumentos estaban ya preparados.
Todo esto, yo lo sabía. Era evidente que existía, pero estaba también
deformado como bajo la acción de la fiebre.
Lo que distinguía —yo estaba de pie cerca del lecho— eran los ojos
abiertos de Bilot. No se llama Bilot. Eso no es un nombre. Pero recordamos
apenas que se llama Jerónimo, como su bisabuelo y porque así lo quiso su
abuela.
Fue su hermano, cuando era pequeño, quien le llamó Bilot, no sabemos
por qué, porque ésas sílabas acudían a sus labios.
Bilot me mira. En verdad jamás ha tenido colores, pero tampoco ha
estado tan pálido como hoy y la fiebre hace más intranquilizadora esta
palidez. Sus cabellos rubios, tan rubios que parecen escasos, están pegados
por el sudor a su frente abombada. La compresa húmeda le levanta el mentón
y abre su boquita como un pez…
No obstante, está tremendamente tranquilo. No tiene miedo. Me mira. En
cuanto me muevo un poquito, me sigue con los ojos. Hace poco, sin motivo
aparente, he vuelto la cabeza. Es ridículo. Bien puedo mirarle, yo también.
He intentado sonreír para alentarle.
Las paredes han retrocedido aún más, se han inmaterializado como todo
lo demás, muebles y objetos, hasta la luz que ya no llega de ninguna parte.
Oigo su respiración anhelosa, con ronquido sibilante, un estertor que no lo es
y que me impide a mí también respirar libremente.
Juana debe haber llegado a casa de mi madre y ésta estará muy contenta.
Si mi mujer no se lo impide, querrá acostar a Juan en su cama. Pero mi mujer
no lo permitirá.
Bilot me mira… ¿Desde cuándo me mira así, gravemente?… Escribo
gravemente, porque no encuentro otra palabra… Tampoco es curiosamente…
Me mira con serenidad, como si me viera de veras, definitivamente.
Sé lo que digo. He cambiado bastantes veces de aspecto. Cambiaré aún.
Pero, Bilot, él, en este momento, me ve definitivamente.
Poco importa lo que fui ayer, lo que seré mañana. No cambiaré más. Me
verá siempre tal como soy en este momento, delante de él, y, más tarde,
cuando habré muerto, existiré todavía bajo esta forma actual.
Esto es lo que acabo de descubrir y tengo la prueba de ello. Mi padre, que
murió hace veinticinco años, no fue siempre el mismo hombre. Ello no
impide que una vez, cuando yo tenía quizás seis o siete años (Bilot tiene
ocho), me desperté en plena noche, sorprendido por la luz. Era la luz de una
lámpara de petróleo. No había más vigas que las reales encima de mi lecho y
las paredes estaban pintadas con cal. Vivíamos en una granja.
Mi padre estaba de pie, con un impermeable encerado, que chorreaba
todavía. Era muy alto, enorme, robusto, como ninguna persona en el mundo,
las mejillas llenas y tostadas, los ojos azules algo saltones.
Me miraba. ¿Estaba yo enfermo también? ¿Tenía fiebre? No recuerdo
haber visto a mi madre en el dormitorio.
Pero me acuerdo de mi padre. Le veo. Le siento, vive. Está allí, tal como
era, tal como ha sido siempre, tal como será siempre.
Y yo, hoy…
Torpemente, vuelvo la cabeza, con precauciones, como si temiera
espantar a un fantasma. Sé que la mirada de Bilot me sigue siempre. ¿Será
necesario que me vaya al fondo de la habitación para que me pierda de vista?
Pero el espejo está en medio, encima de la chimenea. Seguirá viéndome.
Por culpa del vaho no distingo de momento más que unos contornos
indecisos y debo luchar contra mí mismo, contra una especie de timidez, para
sacar mi pañuelo del bolsillo y enjugar el espejo.
¡Sí! ¡Soy yo! Mi imagen me sorprende, lo que prueba que en ella hay algo
definitivo.
¿Esperaba ver a un niño o a un adolescente?
¿Cómo he llegado a ser, casi sin notarlo, casi tan alto como mi padre?
Soy ancho también. Mi volumen es similar, pero mi padre era duro y hay
falta de vigor en mi silueta. Hay, sobre todo, cosa que no me agrada,
hinchazones en mi cara, especialmente en los dos lados de la nariz.
Llevo un traje azul. Lo había olvidado. Estoy gordo, ello es evidente, y
empiezo a tener barriga.
¡Soy yo! No hay duda. Es eso lo que Bilot mira y eso no cambiará más.
¿Qué piensa viéndome delante del espejo? Debiera haberme mirado más
pronto, cuando estaba menos mantecoso, menos fofo, pero entonces era
demasiado pequeño.
Tiene confianza. Estoy seguro de que tiene plena confianza, muy
diferente de la que tiene en su madre. No tiene miedo a la enfermedad. No
tiene miedo a morir.
¡Estoy yo aquí!
Debiera volverme hacia la mesita de noche para ver la hora en mi reloj,
pero demoro ese instante. Faltan algunos minutos para la tercera inyección.
Es preferible que mi mujer esté presente. Debe preocuparse por la instalación
de Juan y se asustará al pensar en el contagio. Es sobre todo Juan el que
cuenta para ella.
Yo… ¡No! No tengo motivo alguno para amar a Juan menos que a Bilot.
¿Notará Bilot que tengo bolsas debajo de los ojos? ¿Y qué hay, en la parte
inferior de mi cara una carnosidad que da una impresión de abatimiento? ¡Sí,
sí! ¡Soy blando! ¡Soy fofo! ¡Pero él tiene confianza! Para él, soy un hombre,
es decir, un ser completo, sólido, con el cual uno puede contar.
—¿No te duele demasiado?
¿Por qué he hablado? Para ofrecerme el pretexto para mirarlo. No me
puede responder, pero sus ojos se mueven. Juraría que trata de
tranquilizarme.
Más tarde, si él… (toco madera, a pesar mío)… más tarde se le ocurrirá
preguntarse, sin duda:
—¿Es que mi padre…?
¿Mi padre era realmente así? ¿Y sobre qué se basará él, puesto que yo ya
no existiré? ¿Preguntará a los supervivientes? Quizás a mi mujer, porque
estoy seguro de que a pesar de su poca salud llegará a vieja, como mi madre.
Aún faltan diez minutos. Y Juana habrá vuelto…
Me observa siempre. Sus ojos brillan, algo turbios, pero no se apartan de
mí. ¿Piensa? La fiebre deja sólo en su cabeza un caos de imágenes confusas.
La noche aquella, cuando miraba a mi padre… Y de súbito siento
vergüenza, tengo la sensación de haber cometido una injusticia. Me he
contentado siempre, desde entonces, desde la edad de siete años, con esta sola
imagen de mi padre.
Jamás he intentado saber. ¡Tanto peor! Hay que ser sincero hasta el fin:
jamás he querido saber.
Durante años y más años he preferido no pensar en ello. Incluso he usado
de astucias para no pensar en ello. Me apresuré a aceptar los hecho mi padre
enterrado en San Juan de Ángel y, mi madre instalada para su vejez en la
calle de Championnet, mi hermano y…
No obstante, una noche, una noche de invierno y de lluvia, mi padre
permanecía de pie cerca de mi lecho y me contemplaba. Había encendido la
lámpara para contemplarme. Tenía un aspecto grave.
Estoy seguro ahora, de pronto, de que su semblante era más que grave. Y
estoy seguro de que esto estaba estrechamente ligado con todo lo que había
sucedido antes, con todo lo que sucedió después y que yo no he querido
conocer.
Me dijeron:
—Tu tío Tesson ha desaparecido…
Me dijeron:
—Tu tía es una mujer quisquillosa, exigente.
Me dijeron:
—Es casi seguro que dejará todo su dinero a una obra pía…
Y no me he preocupado de nada más. Cuando, en París, recibí el
telegrama anunciándome la muerte de mi padre, llegué a tiempo para verle
antes de que clavaran el ataúd y ni siquiera recuerdo su aspecto en aquel
momento. Seguí el entierro y sólo persiste en el recuerdo la sensación del frío
en las manos y en los pies.
—¡Eres tú! —dije con voz deliberadamente rara.
Mi mujer acaba de llegar y tampoco se digna mirarme. ¡Es que ahora
tengo mujer e hijos!
—¡Has dejado inadvertidamente de poner más agua! —dice, dirigiéndose
hacia la olla casi vacía.
Sí… La sangre me ha subido a la cabeza… Y, maquinalmente, cojo la
muñeca de Bilot para reconocer el estado de su pulso y no me acuerdo de
contar.
—¿Tienes la ampolla?
Bilot no la ha mirado. Sólo me ve a mí. Se deja arremangar, pinchar en la
vena.
—No debemos olvidar la declaración a la Prefectura…
No sé de qué me habla, pero no importa. O, mejor dicho, sí. Recapacito.
Se trata de la declaración de enfermedad contagiosa.
Ahora que Juana está aquí, vuelvo a la vida corriente, y lo más curioso
del caso es que es esta vida la que no me parece muy real.
Tengo realmente cuarenta y dos años y…
—Vuélvete, querido Bilot… No tengas miedo…
No tiene miedo. ¿Tuve yo miedo de mi padre? ¿Se puede tener miedo
ante un hombre?

A las cinco de la mañana hemos tenido que llamar a Morin. ¿Podía ser de
otra manera? ¿El pobre Bilot no debía, como siempre, esperar lo peor?
El libro quedó abierto sobre la mesa, cerca de un cuaderno escolar de los
niños: «… pero los síntomas graves surgen por lo general alrededor del
décimo día, brutalmente…».
—¿No telefoneas al hospital? —me pregunta mi mujer, por la mañana.
¿Por qué, si estoy de vacaciones? Nadie, excepto Morin y mi madre, sabe
que estoy en París.
Con la ayuda de la sirvienta, a la cual hice vacunar por prudencia, he
puesto un diván en el cuarto de los niños.
No sé qué hora era —Juana volvió a casa de mi madre para ver a su hijo
— cuando cogí un cuaderno escolar que se hallaba sobre una mesa y cuya
primera página sólo había servido para un problema de aritmética.
Acabo de tomar la resolución de proseguir este relato remontándome
hasta el día en que abrí los ojos, en mi cuarto de la granja, y vi a mi padre
iluminado por la lámpara de petróleo. Lo que me ayuda con mis propósitos es
que aquél no fue un invierno como los demás. Fue el invierno en que, en toda
la región, desde Rochefort a San Juan de Angely, todos los prados estaban
inundados.
II

N O llovía. Después de treinta y cinco años puedo aún precisarlo, porque


la cuestión de saber si bajaríamos o dejaríamos levantada la capota fue
objeto de discusión y, naturalmente, de disputa.
Disputábamos todos los domingos; con mayor motivo los domingos de
visita a los Tesson. Y aquel domingo fue uno de ellos.
Soy incapaz de recordar la fecha, pero supongo que era a fines de otoño
o, si no, en el apogeo de un invierno muy lluvioso, ya que las inundaciones
que degenerarían en catástrofe habían empezado ya.
¿Es debido a algunos acontecimientos que me impresionaron vivamente
en esa época, el hecho de que el campo, para mí, al correr los años, conserve
el aspecto y el gusto de ese domingo y de los días que le siguieron? Un cielo
sin color, empapado en agua; una luz llegada de ninguna parte, que no da
sombras ni relieve a los objetos, y que subraya la crudeza de los tonos.
Eran esos tonos, justamente, los del campo que nos rodeaba, la causa de
mi pesadilla, en el sentido literal de la palabra: tenía miedo al verde sombrío
que adquirían los prados hechos unos pantanos con sus capas de agua helada
de las que salen ruines herbajes; tenía miedo a los árboles que se destacaban
sobre el cielo y, sobre todo, ignoro por qué motivos, a los sauces
descabezados; en cuanto a la tierra recién arada, su color negruzco me
revolvía el estómago.
Los domingos, en particular, experimentaba la sensación angustiosa de un
universo vacío, en el cual mis piernecitas no osaban aventurarse. Y sólo
haciendo grandes esfuerzos lograban sacarme de la casa.
El pueblo estaba lejos, al final de un camino enlodado, de rodadas
viscosas. Las vallas tenían también, en invierno, un aspecto desagradable.
Después del primer recodo se divisaba el campanario de tejas rojas y la
cúspide de la primera casa con el nombre de un aperitivo en letras
monstruosas sobre fondo rojo.
Por la mañana nos vestíamos todos para ir a misa, pero nos cambiábamos
inmediatamente después, pues no llevábamos los vestidos buenos dentro de
casa. Oíamos el rumiar de las vacas en el establo, situado detrás de la pared
de la cocina.
Sólo mi hermana, pensionista en el Colegio de las Hermanas de La
Rochelle y que nos venía a ver los domingos, llevaba todo el día su vestido
de los días festivos.
¿La he visto jamás en zuecos? No lo creo. A los doce años era una
señorita delgada, pálida, distinguida, y hubiérase dicho que todos teníamos
miedo de romperla.
Todavía un detalle que recuerdo de pronto y que acaso explique el tono
de las discusiones del domingo: en la mesa, el aliento de mi padre olía a
alcohol. Estoy seguro de ello. Si hablara acerca de esto con mi madre, ella lo
negaría, pero respondo de la fidelidad de mis recuerdos. Después de la misa,
mi padre, ¿no andaba vagando durante algún tiempo por el pueblo en
compañía de los hombres?
Comíamos de prisa; se levantaba la mesa más de prisa aún. No lavaban la
vajilla. Vestían primero a mi hermano Guillermo, que no tenía cuatro años
escasos y al que obligaban a estar quieto para que no se ensuciara.
Oía a mi mache cómo iba y venía por su cuarto, cuya puerta estaba
abierta, y llamaba a mi hermana para que le abrochara el corsé.
Todo el mundo estaba impaciente y aún me pregunto por qué motivos.
¡Sí! ¿Por qué disputábamos? Por una cerilla que mi padre echaba al suelo.
Por nada. Por menos que nada. Y el corsé de mi madre no se dejaba abrochar
fácilmente. Siempre había un objeto que uno buscaba y no encontraba. O mi
padre había enganchado la yegua demasiado pronto y, aunque no dijera nada,
mi madre pretendía que se impacientaba, que todos los hombres eran
iguales…
Teníamos un coche de dos ruedas muy altas, encauchadas, y la caja era de
madera barnizada. Recordaba, ciertamente, las tartanas que se ven en el
campo y en los pueblos los días de mercado, pero estoy seguro de no
equivocarme diciendo que nuestro coche era diferente. Por ejemplo, las
linternas eran de cobre, con espejos biselados.
Eugenio, el mozo, que no hacía fiesta los domingos en que íbamos a San
Juan de Angely, nos miraba subir uno tras otro; mi padre y mi madre en la
parte anterior, mi hermano sobre las rodillas de mi madre («¡no manosees mi
vestido!»), mi hermana y yo en los bancos traseros que estaban puestos frente
a frente.
Aun hoy me causa horror lo que había de implacablemente triste en
nuestro paseo. Las dos espaldas, la espalda negra de mi padre, la de mi madre
con el cuello de marta de su abrigo, se estremecían a ritmo lento en las
subidas porque íbamos al paso, a ritmo más rápido en terreno llano, cuando la
yegua trotaba.
Y siempre vallados, casas con ventanas cerradas. ¿Por qué me ponía triste
al pensar que había personas encerradas en su interior? A veces, unos jóvenes
endomingados, con la cara más enrojecida por el cuello blanco, en el umbral
de una posada; o unos esposos con los niños cogidos de la mano que se
arrastraban por la carretera vacía, de un pueblo a otro para ir a visitar a los
padres.
Para ir de nuestra casa a San Juan de Angely tardábamos cerca de hora y
media.
—Alárgame el paquete, Memée —decía invariablemente, siempre en el
mismo recodo, mi madre a mi hermana, cuyo nombre era Edmée.
En el paquete había tostadas, cada una de ellas con una tableta de
chocolate. Nos hacían comer antes de llegar a casa de Tesson. Parece ser que
comíamos demasiado y que, sin tomar esta precaución, nos hubiéramos
mostrado muy glotones. Tengo aún en la boca el gusto particular de esas
tostadas y de ese chocolate.
—¡No vayas demasiado aprisa, Arturo! Dales tiempo para comer…
Las casas de San Juan de Angely eran blancas, las calles estaban más
desiertas que los caminos del campo. Había en el aire ruido de campanas. Las
persianas de las casas estaban bajadas, excepto las de un comercio de
bicicletas con escaparates amarillo limón.
—Seréis formalitos, ¿eh? ¡No me avergoncéis!
El coche casi se detenía, el caballo se encabritaba, pues resultaba difícil la
maniobra para entrar en la calle del Chapitre, que era más estrecha.
Rozábamos las casas. Yo trataba de ver unas caras detrás de los cristales. Nos
parábamos frente a una hermosa puerta y mi padre nos hacía bajar uno tras
otro.
No creo que ni una sola vez, en el curso del viaje, mi hermana me
hablara. Es ahora cuando eso me asombra. En aquella época, me parecía la
cosa más natural del mundo verla siempre silenciosa, siempre hierática, con
su actitud de medalla.
También es ésta una palabra Malempin, una palabra de mi madre:
—¡Edmée tiene un perfil de medalla! Luego de inspeccionar de nuevo a
toda la familia, mi padre llamaba con el picaporte. El ruido repercutía hasta
muy lejos en el patio adoquinado, a la derecha del cual había una escalinata
de cuatro peldaños.

Acaba de producirse un incidente ridículo y me siento incómodo, sobre


todo humillado. No sé el tiempo que nace tuera, ya que, para no fatigar a
Bilot, hemos dejado las persianas cerradas. Durante largo tiempo, esta
mañana, no me he preocupado por el rumor de la calle, ni por las paradas
estridentes de los autobuses.
Morin ha venido. No hemos pronunciado ni diez frases. ¿Para qué? Mi
mujer se lo ha llevado a la antecámara. Ha debido preguntarle algo en voz
baja. Luego ha regresado y ha dado vueltas a mi alrededor como si esperara
que yo…
¿Por qué su presencia me ha irritado? Ya que estaba irritado antes de que
ella me hablara. Quizás no irritado, hablando con propiedad, sino nervioso,
impaciente.
¡Impaciente, sí! Tenía deseos de verla marchar, de quedarme sólo con
Bilot. Seguramente, no me he afeitado. El cuello de mi camisa está
desabrochado y, debajo de mi bata de médico, no llevo más que un pantalón
sin tirantes.
—¡Deberías tomar un baño y cambiarte! —me ha dicho por último.
—No vale la pena.
—Oye, Eduardo, no sirve para nada quedarte todo el día en este cuarto…
¿Por qué no te vas al hospital?
—Creen que estoy en camino, para el Sur…
—Tomarás tus vacaciones después, cuando esté restablecido…
Me he enfadado. ¡Enojado por su presencia! Y, para decirlo todo, enojado
por verla entrometida en asuntos de hombres.
Calibro muy bien mis sentimientos: mi padre, yo, Bilot… Estoy metido
en este lío hasta el cuello. No admito que una mujer…
He replicado con impaciencia:
—¡Sería preferible que fueras a ver a tu hijo!
Me refiero a Juan, claro, a quien por la primera vez llamo su hijo.
No menos nerviosa que yo, me vuelve la pelota:
—¡Ya sabes de sobra que no me agrada ir a casa de tu madre!
Los dos nos arrepentimos. He visto que, en el momento de salir, ella
estaba a punto de llorar. La he oído vestirse en su cuarto. Después he corrido
al salón, he abierto las ventanas y he visto arrancar mi coche.
¡Es lamentable!

Aquel domingo, como los demás, mi padre se quedó en el patio, mientras


nosotros entrábamos en el vestíbulo, después de quitarnos los abrigos en la
pieza de la izquierda donde habíamos de permanecer. He debido besar las
mejillas rosadas y perfumadas de tía Elisa y luego la cara apestosa a tabaco
de tío Tesson.
Las ventanas eran muy altas. Veía a mi padre desenganchar la yegua y, en
este patio ciudadano, aún me parecía más alto y corpulento, como
avergonzado de su talla y de su pesadez.
No estaba en su ambiente. Estoy seguro de que venía aquí de mala gana.
Tomaba precauciones para conducir la yegua a través de los macizos, pues
una vez se quejaron, amargamente, porque la bestia había pisoteado un rosal
o un rododendro.
El coche quedó cerca de la puerta, torpe e inútil con sus varas al aire. Mi
padre, sin precipitarse, ponía un cabestro a la yegua y la ataba a un anillo
clavado en la pared del invernadero.
De haber podido, sin duda hubiera demorado el momento de entrar en la
casa, donde cada cual ocupaba su sitio como en el teatro y ya no lo
abandonaba.
Si mi padre estaba impresionado, yo lo estaba más aún, y a mis ojos y por
largo tiempo la noción de riqueza se ha confundido con la casa de la calle del
Chapitre. La escalinata me parecía llena de majestad. El vestíbulo era ancho,
embaldosado con piedras blancas y azules, tan alto de techo que las voces
adquirían una amplitud impresionante.
Muchas veces pude entrever, a la derecha, el salón generalmente cerrado,
con sus paredes enmaderadas de gris perla, sus cortinas de brocado
encarnado, sus butacas alineadas en círculo alrededor de un velador de
mármol rosa.
Había también el despacho de mi tío, que me parecía muy grande. Todo
era grande en esta casa de otro siglo, hasta el teléfono mural, de antiguo
modelo, con agujeros y clavijas. No me daba cuenta de que el olor reinante
no era más que olor de enmohecimiento.
—¡Siempre coges la silla mala! —me riñó mi madre.
Una silla cuyo respaldo oscilaba y que me acusaban de haber
desmantelado. Debíamos estar sentadlos, sin movernos. Mi hermana se
resignaba fácilmente y miraba vagamente por la ventana. ¡Noto hoy que, en
todos mis recuerdos, ella está de perfil, sin duda el perfil de medalla!
Mi tía ponía sobre las rodillas de Guillermo un libro de imágenes,
siempre el mismo, y que carecía de cubierta. Esperábamos a mi padre, quien
restregaba copiosamente sus zapatos en el umbral antes de entrar. Y oía
siempre con inexplicable turbación el tradicional y glacial:
¡Buenos días, Arturo. Siéntese!…
Si no le hubiesen dicho eso, ¿le habrían condenado a permanecer de pie?
Estaba convencido de ello. Era para mí un misterio casi angustioso.
La mesa estaba puesta, antes ya de nuestra llegada, y el pastel de
manzanas en su sitio, en el centro. Cerca de la ventana de la derecha había
una máquina de coser siempre cubierta de pedazos de tela. Y mi tío fumaba
invariablemente un cigarro que encendía sin cesar.
En realidad, era mi tío-abuelo, el tío de mi madre, un Tesson.
Y los Tesson de San Juan de Angely han constituido siempre para mí un
mundo aparte, y del cual sólo se hablaba con respeto. Cuando pasábamos
delante de una especie de castillo sito en las puertas de la ciudad, mi madre
no dejaba de suspirar:
—¡Fue aquí donde tu abuelo nació! Sería aún nuestro, de no habernos
ocurrido tantas desdichas…
¿Es posible que después de treinta y cinco años aún no haya interrogado
seriamente a mi madre acerca de esas desdichas? Solamente puede
asombrarse de ello quien no conozca a mi madre.
Lo poco que sé, lo he adivinado: mi abuelo Tesson era notario. Cometió
imprudencias. No las suficientes para ir a la cárcel: las suficientes para verse
obligado a abandonar la notaría.
Y su hermano, a su vez, el marido de tía Elisa, renunció a sus funciones
de abogado.
Tío Tesson me causa una profunda impresión. Es un hombrecito delgado
y cojo. Huele a cigarro y a otra cosa que no puedo definir, pero he oído a mi
padre espetar en el curso de una disputa:
—¡Es un viejo sátiro que huele a chivo!
Mi madre me miró angustiada y, durante dos días, no dirigió la palabra a
su marido.
Un detalle que recuerdo aún: el temblor continuo de las manos de mi tío
Tesson. (Siempre le han llamado Tesson, incluso su mujer, hasta el punto de
que ignoro su nombre).
Soy incapaz de decir de qué hablaban los mayores en esas tardes de
domingo. En cambio, los vuelvo a ver, cada cual en su lugar, mi madre en
una actitud siempre solemne, una vaga sonrisa de cortesía para demostrar su
buena educación.
Lo que no podía discernir era lo que mi tía Elisa podía tener de particular.
Para mí era una persona de la misma edad que mi madre (treinta y uno o
treinta y dos años) y esto bastaba para clasificarla definitivamente.
Era, sin embargo, una joven bastante extraordinaria. Por lo menos, su
presencia en esa casa solemne era inesperada.
—¡Es una desdicha ver entrar en la familia a personas como ésa! —oí
decir a mi madre un día en que ignoraba que yo me hallaba en la cocina.
Era la hija de un tabernero. Fue durante largo tiempo la amante de mi tío,
antes de casarse con él. Era gordita, de pecho abundante. No se vestía como
mi madre. Sentía vivir todo el cuerpo de tía Elisa, pero nunca podría decir
cómo estaba hecha mi madre.
¿Será acaso por esto que mi madre recomendó a mi padre en el coche:
«Espero que podrás contenerte»?
Lo juraría. Nunca había pensado en ello, pero es evidente.
¡Si pudiera, con mis ojos y mis oídos de hoy, volver a vivir uno de esos
domingos!
Mi padre, al cual no le gustaba permanecer sentado, debía sentirse muy
desdichado en su silla. En casa, en Arcey, era el más importante cultivador y
no quiso ser alcalde. Si hablaba, todo el mundo asentía. Además, era
físicamente el más fuerte.
Aquí, el más fuerte era un ruin hombrecito cojo, porque era un Tesson.
Nadie osaba contradecirle. Él lo sabía. Y con mala intención obligaba a mi
padre a admitir enormidades.
A través de la habitación, siempre sombría a pesar de las altas ventanas,
¿no se establecían acaso extrañas corrientes entre mi padre y tía Elisa?
—¿Vamos a comer?
Hablaba tía Elisa, levantándose y ayudando a Guillermo a bajar de la
silla. Con una mirada, mi madre nos recordaba:
—¡Cuidado con lo que os he dicho: un pedacito de pastel, y no más de
dos terrones de azúcar en el café!
Eso era tan tradicional que ya no hacíamos caso. No he olvidado el gusto
del café de San Juan de Angely, muy diferente del café de casa.
¿Por qué mi padre, aquel domingo, estaba más encarnado que de
costumbre? Mi madre le miró de una manera muy significativa. Estaba de
pie, lo bastante alto para chocar con la araña, si la mesa redonda no hubiese
estado debajo.
Tío Tesson, que nunca merendaba, solía quedarse en el sillón mientras
nosotros comíamos.
—¿No se sienta usted, Arturo? —se asombró tía Elisa.
Mi madre tosió. Mi padre no sabía dónde meter su corpachón y su voz
careció de naturalidad cuando dijo:
—Dígame, Tesson, ¿no sería preferible que pasáramos un momento a su
despacho?
Después he recordado esto a menudo. Y también la atmósfera de la granja
durante las semanas precedentes. Mientras que, por lo general, nuestros
padres se acostaban al mismo tiempo que nosotros, inmediatamente después
de cenar; la lámpara seguía a menudo encendida por la noche. He oído abrir y
cerrar el cajón de la cómoda donde guardaban los papeles. Unos cuchicheos
interrumpieron varias veces mi sueño.
—… pasar un momento a su despacho…
Mi tía levantó vivamente la cabeza y frunció el ceño. Creía que iba a
protestar. Mi madre, en cambio, se puso rígida como la persona que no quiere
saber lo que pasa a su alrededor. Un instante la vida del comedor estuvo
como en suspenso hasta que Tesson murmuró, haciendo rechinar los muelles
del sillón:
—¡Venga! En seguida…
¿De dónde nació esa sensación de solemnidad, esa angustia que me quitó
las ganas de comer? Miré en tomo mío y la habitación me pareció inmensa,
helada, los muebles hieráticos en la lejanía, la decoración del patio, detrás de
las vidrieras, de una inmovilidad dramática.
¿Hice verdaderamente un movimiento para seguir a mi padre? ¿Sentí que
él corría un peligro? Una mirada de mi madre me clavó en mi sitio. Mi tía
dijo, despechada:
—¡Como quieran!
Y estas palabras, también, encerraban una amenaza.
—¡Sírvase, Francisca!
Los dos hombres salieron, dirigiéndose hacia el despacho misterioso.
—¿Por qué no toma un pedazo entero?
Se habían roto las hostilidades. Tía Elisa miraba con ira a mi madre,
mientras cortaba un pedazo de pastel en dos partes.
—¡Gracias! No tengo apetito…
Mi madre miraba a Guillermo, a quien mi tía había servido un gran cuarto
de pastel. Guillermo sabía lo que esto significaba y no podía contener las
lágrimas.
Debajo de esos gestos y medias palabras había cosas que yo no podía
comprender. Mi tía estaba preocupada.
—¿Qué hay? —preguntó con aspereza, mientras su mirada iba de mi
madre a mi hermano.
—Es demasiado grueso —farfulló mi hermano, con docilidad.
—Nada… —respondió mi madre.
—¿Es tu madre, verdad, la que te ha recomendado que no comieras?
Mi hermano sorbió ruidosamente. No sabía hacia qué lado volverse.
Estaba encarnado y yo veía que las lágrimas asomaban a sus ojos.
—Escuche, Elisa… —comenzó mi madre.
—No quiero escuchar nada. ¡Usted cree que no lo comprendo! Sin duda
el pastel del panadero no es lo bastante bueno para los Malempin…
—Elisa…
Me pregunto si no lloré, yo también, tan asfixiante era la atmósfera. El
pastel estaba allí, inmenso, espeso, un pastel tosco, en efecto, comprado en la
panadería del barrio… Y no era la primera vez que este pastel me producía
pesadillas. Hablamos de él, al regresar.
—Ya que no se ocupa de la casa, podría al menos confeccionar sus
pasteles. Este horrible pastel se convierte cada vez en una piedra en mi
estómago. Un día, los niños tendrán una indigestión.
—¿No quieres pastel, Guillermo? —preguntó tía Elisa en tono
amenazador, a mi hermano.
Le hablaba, presa de cólera, como a una persona mayor. Nos hacía a
todos responsables de la afrenta que acababa de recibir.
—¿Y tú, Memée?
¡Oh!, la voz angélica de mi hermana respondiendo:
—¡Sí, tía!
—¿Y tú, Eduardo?
Dije con señas que sí, que no, qué sé yo.
—¿Teméis a vuestra madre? ¡Lo contentos que estaréis algún día de
comer pastel de panadero! Lo único que deseo que no sea tan pronto como
suponéis.
—Escuche, Elisa…
—Cuando se va a casa de los demás para sacarles dinero, no se debe, al
menos, escupir en los platos… ¡Si no les gusta, déjenlo!…
Dinero… ¿Qué dinero?… ¿Íbamos verdaderamente allí para buscar
dinero?
Jamás he conocido tal angustia. No comprendía nada. Imaginaba a mi
padre, en el despacho, con tío Tesson…
Dinero… Pero ¿por qué teníamos necesidad de dinero? ¿No teníamos la
granja más importante y el coche más hermoso de Arcey?
Mi madre no se movía. No me atreví a mirarla cara a cara, pero, mirando
el mantel, veía que sacaba del monedero su pañuelo perfumado de los
domingos y se secaba los ojos.
Tía Elisa comía como si hubiese querido comer para todo el mundo, se
sirvió tan violentamente el café que lo derramó en el plato.
—¡Es demasiado! —gruñía para sí misma, con la boca llena.
Después fijaba en la puerta miradas amenazadoras. Parecía decir:
—¡Esperen a ver qué pasa allí!
Una cosa es cierta y es que mi madre no se encolerizó, que permaneció en
su sitio, silenciosa, acabando de comer de mala gana el pedazo de pastel que
tenía en el plato.
—Hay gentes que envían a su hija al convento y que…
Eran como las últimas olas de una tempestad, principios de frases más o
menos confusas que tía Elisa pronunciaba irreflexivamente.
—¡Suénate! —ordenó mi madre a Guillermo.
Fue la señal de la calma. Removimos las cucharitas en las tazas.
Comimos en silencio, observándonos. Mi hermano, de manos finas y blancas,
tomaba sus alimentos con tanta delicadeza como si fueran objetos preciosos.
Una puerta se abrió y cerró en el fondo del pasillo. Luego oímos los pasos
característicos de mi tío, frases sueltas. Abrieron la puerta del comedor y los
dos hombres volvieron a su sitio, sin decir nada. Y las dos mujeres,
cohibidas, no osaron interrogarles con la mirada.
No sé cuándo ni cómo partimos. Las lámparas estaban encendidas, las
cortinas bajadas. El humo del cigarro formaba una capa azul debajo de la
araña y, cuando mi padre se levantó, tenía su cabeza por encima de esa nube.
La criada debió de quitar la mesa; no lo recuerdo. Me ardían las mejillas.
Mi hermano pasaba ligeramente las páginas del libro de imágenes, que ya
conocía de memoria.
¿Qué pudieron decirse? ¿Cómo nos hemos despedido, cuando ya faltaba
la luz del día afuera? Cuando doblamos a la derecha y la yegua se puso a
trotar, mi padre quiso, sin duda, hablar, pero mi madre murmuró:
—Ahora no…
¡Debido a nosotros! Todo el mundo, una vez en casa, se desvistió y mi
madre, en enaguas, fue a la cocina para vigilar la sopa. Eugenio, el mozo,
surgió del establo cuando nos poníamos a la mesa y, como de costumbre,
sacó un cuchillo de su bolsillo. Era un cuchillo de cuerno, de hoja muy usada,
pues Eugenio se entretenía casi todos los días afilándola.
Algunas palabras, no obstante, fueron cambiadas en voz baja, en el
dormitorio, entre mi padre y mi madre. Los dos estaban más tranquilos,
aparentaban indiferencia. Durante la comida, se hicieron preguntas a mi
hermana acerca del convento y de una amiga de San Juan de Angely que
estaba en la misma pensión.
Mi hermano y yo dormíamos en el mismo cuarto, al lado de la cocina. Mi
hermano tenía aún una cama-cima. Habían dividido la habitación en dos
partes por medio de un tabique que no llegaba al techo y mi hermana, cuando
se acostaba en casa, los sábados y los domingos, dormía detrás de ese
tabique.
A la mañana siguiente oía cómo se levantaba a las cinco y media, en la
obscuridad, para tomar el tren de La Rochelle.
Había hogar, pero se cocinaba en un hornillo esmaltado. No ponían
mantel, como en casa de los Tesson. No obstante, ponían un hule, a cuadros,
sobre la mesa, y aún estoy viendo dos botellas de vino tinto, unos gruesos
vasos sin pie.
Mi padre, como el mozo, se servía de su cuchillo, que se sacaba del
bolsillo y ponía al lado de su plato. Después de la comida, lo limpiaba con un
pedazo de pan antes de cerrarlo.
Un detalle me asombra todavía. Mi madre ordeñaba las vacas mañana y
tarde. Y, no obstante, no recuerdo haberla visto nunca desaliñada como
suelen serlo las mujeres del campo. No me produjo nunca el efecto de una
campesina y me preguntó, ahora, si calzaba zuecos para ir al establo. Si los
calzaba, los zuecos no le quitaban su aire distinguido.
No es éste un recuerdo de infancia más o menos impreciso o deformado.
Mi madre, tal como era, es ahora. En la calle Championnet, donde hace su
limpieza, jamás la he sorprendido vestida de trapillo, y no iría a comprar una
costilla en la esquina sin ponerse los guantes y sombrero.
Hay otra cosa en ella que no ha debido de cambiar y que soy incapaz de
definir exactamente, algo que me impide preguntarle ciertas cosas.
Y esto me explica el silencio de mi padre durante las comidas. Por más
que busque no hallo el recuerdo de una verdadera conversación en la mesa.
O, en todo caso, era al mozo a quien mi padre dirigía la palabra y mi madre
parecía ignorar de qué se trataba.
¿Por qué, casado, padre de familia, no he dejado de ir todos los días,
salvo durante las vacaciones, a la calle Championnet? Sin embargo, esas
visitas no me producen placer alguno; y estoy seguro de que mi madre, por su
parte, no las recibe con gusto. Pero no aceptaríamos ni yo ni ella quebrantar
la costumbre.
Mi padre se encontraba tan incómodo en la mesa familiar como yo en el
piso de Montmartre.
Y, aquel domingo, estaba más que incómodo. Era desgraciado, se sentía
humillado. Su corpachón le estorbaba, también sus pesadas espaldas y hasta
su fuerza animal.
¿Tal vez sentía vergüenza por no ser sino un Malempin cuyo padre,
siempre borracho, fue jardinero en una propiedad de Sainte-Hermine y no
tenía el derecho de presentarse en casa sino en ayunas? ¡He visto a mi madre,
una mañana, olerle el aliento!

Mi mujer acaba de llegar. Se ha desvestido sin decir nada. Ha tomado la


temperatura a Bilot y, a pesar mío, me siento contrariado.
—¿La vacuna ha obrado? —preguntó.
—¡Sí, y Morin ha visto a Juan y dice que está fuera de peligro!
Sin razón precisa estamos los dos algo emocionados. Jamás hemos
discutido. Y ahora soy yo el equivocado. Sería preferible que saliera a tomar
el fresco o, al menos, abrir las cortinas para respirar un soplo del exterior.
Hará sol. ¿No estamos en junio?
—¿Has hecho la inyección de suero?
—Todavía no…
Sé mejor que ella el momento de hacerla. Es mi hijo. Toda la mañana me
ha mirado escribir. No duerme. Estará aún un largo rato sin dormir. Y ahora
que estamos dos cerca de él, es a mí a quien mira, a mí solo.
—¿No comes? —pregunta mi mujer, que se prepara para velar la guardia.
Me estremezco… No… Sí… ¿Por qué he pensado en el pastel hasta el
extremo de sentir su gusto en la boca?
—Rosa te ha preparado la comida… Luego iré yo…
¡Es absurdo! ¡Si la mirara, sentiría una especie de desconfianza, hasta de
hostilidad en mi mirada!
Y Rosa me sirve torpemente, tan acobardada por el temor al contagio que
se pregunta si no sería preferible despedirse de nosotros.
Le pregunto:
—¿Por qué ha subido el viejo Borgoña?
Y ella me contesta:
—¡La señora lo ordenó!
Para infundirme aliento, ¿no debería ir a pedirle perdón? Pero ¿perdón de
qué?
III

U N detalle tías otro detalle y es así cómo gracias a la mediación de


Jaminet, en el cual ya no pensaba más, acabo de encontrar una fecha, la
sola hasta aquí. No es la fecha del domingo pasado en casa de los Tesson, ni
el día siguiente, ni probablemente el martes. No es el jueves tampoco, pues
no me hubiera complacido en «hacer novillos» un jueves.
El miércoles, con toda seguridad, «hacer novillos» era evidentemente no
ir a la escuela, pero era también otra cosa y no resultaba fácil reunir todas las
condiciones favorables.
Tenía ya una cabezota y, sin duda, en esa época ya parecía
desproporcionada con respecto a mi cuerpecito.
—¿Eduardo?… ¡No se sabe nunca lo que rumia en su cabezota! —decía
mi madre.
Conviene señalar que mientras llamaban Guy a mi hermano, Memée a mi
hermana, a nadie se le ocurrió darme a mí un diminutivo.
Llevaba medias de lana negra, zuecos, un delantal de raso negro y mi
cartera a cuestas. Un kilómetro de mal camino fangoso, entre dos vallas
(¡esas vallas que siguen siendo mi pesadilla!), me separaba de la escuela de
Arcey; y ese camino lo seguía siempre solo, pues ningún otro niño vivía
cerca de nuestra granja.
Resulta gracioso volverme a ver andando de tal guisa con mi cabezota, mi
cara grave, preocupado, jamás apresurado, deteniéndome para mirar no
importa qué, frunciendo el ceño a fuerza de reflexión.
Había en la casa otra frase que repetían a menudo:
—¡Pregunten a Eduardo!
A propósito de todo y de nada. Por ejemplo, una barraca se levantaba a
quinientos metros de distancia de nuestra casa. El marido trabajaba en el
ferrocarril. La mujer, la Tatin, nunca estaba allí. Era a nuestra casa donde
iban para preguntar por ella. Y si yo estaba allí, era yo el que respondía:
—Ha ido a ver a su hijo a San Juan…
O bien:
—Ha ido al campo a cortar hierba para los conejos…
Parece ser que yo lo observaba todo, lo registraba todo en mi enorme
cabeza. Sé ahora que esto era a la vez verdadero y falso. La verdad es que
jugaba a mi manera. Estaba acostumbrado a la soledad. En la escuela, porque
no seguía el mismo camino que los demás, no tenía camaradas.
No observaba, ¡no! Un objeto me impresionaba, un pequeño detalle, una
mosca, una mancha en la pared, y desde allí me embarcaba en una larga
aventura que me contaba a mí mismo. Me creaba alegrías personales y
pequeñas dichas diarias, hasta en clase, por ejemplo, cuando conseguía
colocarme cerca de la estufa y me volvía poco a poco encarnado y
entumecido.
«Hacer novillos» era el colmo de la beatitud. Lo lograba raramente, una
vez por invierno aproximadamente, cuando tenía la gripe, pues constituía una
tradición tener la gripe cada invierno y uno tras otro, incluso mi madre e
incluso mi hermana, que se quedaba en casa una semana entera.
Otro detalle acude a mi memoria y lo consigno a todo evento. Fuera de
los días de «novillos», cuando me quedaba en casa, no me movía de la
cocina, como todo el mundo, puesto que era la única pieza caliente. Pero
jamás me sentaba en una silla.
—¡Siempre te arrastras por el suelo gastando los pantalones!
Por el suelo, sí, cerca de la alta chimenea que vista desde abajo parecía
aún más monumental y el fuego adquiría una importancia considerable. Esto
no era todo. Otras condiciones eran indispensables para la dicha perfecta. Me
las componía para amontonar ciertas provisiones, para poseer a la vez
chocolate, una manzana, pan de especia o galletas. Cuando se terciaba, añadía
cosas que no se comen, pero que no eran menos preciosas: un lápiz bicolor
que había deseado desde hacía largo tiempo, una caja de metal llena de
botones.
Sentado en el suelo, de espaldas a la pared pintada de cal, colocaba mi
tesoro en torno mío, como para establecer una frontera imaginaria, y podía
pasar así horas enteras, masticando la manzana, cuya pulpa chupaba durante
largo rato, dejando fundir un pedacito de chocolate sobre la lengua o un trozo
de bizcocho. De mi madre veía, sobre todo, las faldas. E inevitablemente mi
tranquilidad se veía turbada por Guillermo, que pretendía invadir mis
dominios.
Yo me defendía. Mi madre intervenía.
—¿Tendré que encerraros a cada uno de vosotros en una habitación
distinta?
La habitación distinta, la magnífica soledad, era hacer «novillos», y ello
fue decidido, aquella vez como las otras, sin premeditación. El tiempo era
gris. Llovía. Hacía rato que las vacas mugían en el establo, y mi sueño
matutino había tenido el gusto particular de los días de «novillos».
—Creo que tengo la gripe…
Nadie se asombró. Era la estación.
—Quédate en cama. Voy a traerte la purga…
No tan sólo la purga y una tisana que no detestaba a pesar de su amargor,
sino también todos los accesorios de la gripe Malempin: el orinal esmaltado
que colocaba sobre un pedazo viejo de alfombra, luego una extraña estufa de
petróleo o más bien una voluminosa lámpara coronada con una especie de
tambor de palastro que calentaba el cuarto desprovisto de chimenea.
—¡Tú, Guy, no molestes a tu hermano y trata de no contagiarte su gripe!
Una compresa húmeda alrededor del cuello… Sobre la mesita de noche,
un jarro decorado con flores rosas conteniendo limonada… Sabía que a
mediodía tendría derecho a un flan, en un plato de color pardo que sólo servía
para los días de gripe. Todo el día la puerta que comunicaba con la cocina
quedaba entreabierta…
Lo más curioso del caso es que, cada vez que decidía hacer novillos de
esta forma, tenía verdaderamente la gripe, en todo caso un poco de fiebre, con
la lengua espesa, los ojos brillantes y extraños sueños; la sensación de que
todo se hinchaba, el edredón rojo, la almohada, mi cabeza, mi vientre y, sobre
todo, mis manos se hacían monstruosas.
Percibía los ruidos de la cocina y los del establo, los de la cuadra, los del
cobertizo dónde, ese día, debido a la lluvia, mi padre puso en marcha el
motor para aserrar madera.
Oía cómo la rueda dentada atacaba chirriando la corteza e imaginaba el
serrín pardo, luego blanco, cremoso, el corte derecho y delgado y por fin el
leño que caía. Percibía los golpes de la vajilla y el ruido más enérgico de unas
maquinillas, el muelle de un tren al que Guy hacía dar vueltas sobre la mesa
de la cocina.
No me he equivocado al decir que era un miércoles. Estoy cierto de ello
ahora, porque mi madre hacia las nueve se puso a planchar y el miércoles era
el día de planchar.
De vez en cuando, sacaba la cabeza por la puerta entreabierta, no me
miraba a mí, sino al orinal, y me preguntaba:
—¿No ha producido efecto, todavía?
Mi cama era muy alta, una cama de caoba, con dos colchones de pluma y
un edredón que me aplastaba el cuerpo. Recuerdo las vacas que Eugenio
conducía al abrevadero y del cual veía un ángulo desde la ventana; y
Eugenio, debido a la lluvia, se ponía la chaqueta sobre la cabeza, lo que le
daba un aspecto impresionante, porque las mangas colgantes le daban cuatro
brazos.
Mientras que tantos huecos se producen en mi memoria, vuelvo a ver
claramente esta imagen y sé que estaba sentado en el orinal, circunspecto y
paciente, cuando la trompetilla ladró como un perrillo en la carretera. La
plancha golpeaba a compás la tabla de planchar y mi madre suspiró
contrariada al oír la áspera trompeta.
Era Jaminet, con su inverosímil automóvil. Lo que más me asombra es
que mi madre no empujara a mi hermano hacia el cuarto y no cerrara la
puerta: porque, cuando a Jaminet se le antojaba venir a casa, mi madre se
apresuraba a echarnos.
Por qué le llamaban Jaminet, nunca lo he sabido y nunca se me ocurrió
preguntarlo. Ya que era el hermano de mi padre, hubiera debido llamarse
Malempin como él, pues no sé que mi abuela haya estado casada dos veces.
A menos que… ¡Es muy posible! ¿Jaminet, siendo el primogénito, nació,
quizás, antes del casamiento de su madre?
Poco importa… Era dueño de un café en Sainte Hermine, a una legua de
distancia de nuestro domicilio.
—¡Te prohíbo hablar como Jaminet!
—¡Eres grosero como Jaminet!
—¡No eres más inteligente que Jaminet!…
Todo eso formaba parte del vocabulario Malempin. Jaminet era,
verdaderamente, un hombre fuera de serie, rojo, hirsuto, con largos bigotes,
unos vestidos que parecían colgar en torno suyo y sobre todo unos ojos
asombrosos que reían sin reír, una voz como jamás he oído otra después.
Era el enemigo íntimo de mi madre. Cuando iba a la ciudad en su
automóvil, que había atropellado ya a muchas personas, daba un rodeo para
pasar por casa, donde nadie le llamaba y sin que le importara un bledo su
hermano.
Estaba aún sentado en mi orinal. Permanecía así con gusto y durante largo
tiempo. Oía abrir la puerta guarnecida de vidrios de la cocina, la famosa voz
gritando alegremente:
—¡Salud!…
Jaminet tenía un defecto de pronunciación. Escupía hablando, hacía silbar
las «ch…» y arrastraba las sílabas. De haber estado yo allí, no habría dejado
de pellizcarme las orejas, tartajeando:
—¿Cómo está el joven pillastre?
Y, en su boca, esto daba:
—¡Piiiiillastre!
Mi madre, sin hacer cumplidos, le preguntaba bruscamente:
—¿Qué quieres, Jaminet?
Después de todo, ¿acaso era un apodo tan inexplicable como el de Bilot?
—¡Para hablar sin rodeos, cuñada, vengo de felicitar a Valeria, en el día
de su santo!
Juraría que lo hacía ex profeso. Era feroz, sobre todo con mi madre.
Sorbía durante largo rato, sin servirse jamás del pañuelo, y se complacía en
escupir al suelo alargando el chorro de saliva, sabiendo que invariablemente
mi madre se sulfuraba.
—¿Quién es Valeria?
Mi madre seguía moviendo su plancha y Jaminet se había sentado a
horcajadas en una silla.
—Es una especie de mozuela del caserío de Huteau, a la que veo
cuando…
Tres pasos rápidos. Mi madre, con gesto brusco, acababa de cerrar la
puerta de comunicación y yo, tranquilamente, acercaba mi orinal al tabique
para seguir escuchando.
—¿No podrías portarte mejor delante de los niños? ¡Se diría que lo haces
adrede!
No se preocupaban de mi hermano, pues se daba por sentado que no
comprendía nada.
Mi recuerdo se detiene aquí. Tengo vagamente en la memoria un ruido de
pasos, sin duda mi padre, que, al oír el automóvil de Jaminet, vino en auxilio
de mi madre. Debió llevar a su hermano al cobertizo.
Hace un rato tuve la curiosidad de consultar un calendario. Santa Valeria
cae el 10 de diciembre. Fue, pues, el 10 de diciembre cuando comencé a
«hacer novillos», lo que sitúa la escena del domingo en casa de los Tesson,
en el 7 de diciembre.
Hasta la noche no encendieron la lámpara, la de la pantalla verde, y fue
entonces cuando mi madre comprendió que tenía el impétigo.

Mi mujer no comprende nada de lo que sucede y a veces sorprendo la


mirada inquieta que me dirige cuando le parece que no la veo.
No obstante, soy muy amable con ella. Estoy tranquilo. Siempre he sido
calmoso y me doy cuenta de que tenía la misma cachaza cuando, a los siete
años, me dirigía solo, con la cartera a cuestas, hacia la escuela, o cuando
hacía «novillos» cerca de la estufa de petróleo.
Al terminar el segundo día, Morin me ha preguntado con displicencia:
—¿No quieres que te mande a una enfermera?
Ha sido sin duda Juana la que lo ha sugerido al llevarlo a la antesala.
—¡No! No estoy cansado. Lo más duro ha pasado…
De todas maneras, me muestro más razonable. Hago mis comidas en el
comedor. Hace un momento que me bañé y abrí la ventana del cuarto de
baño. He prometido dar una vuelta por el barrio, mañana por la mañana.
Es lástima, pero vale más eso. Tenía ya mis hábitos y los días estaban
como cronometrados. No encuentro palabras para explicar la intimidad
misteriosa que se ha establecido entre Bilot y yo; y esta intimidad es tanto
más extraña cuanto que él no puede hablar y yo abro apenas la boca.
Me mira ir y venir. Me ve escribir. A veces, me sobresalto, pues tengo la
impresión de que adivina lo que pienso y entonces me coloco delante de su
cama, le sonrío y no vuelvo la cabeza hasta que siento mis ojos humedecidos.
Hay un asunto del que jamás tratamos, ni con Morin, ni con mi mujer, el
décimo día.
Los tres pensamos en él: «… los síntomas graves sobrevienen
habitualmente alrededor del décimo día, brutalmente, produciendo la muerte
repentina…».
Felizmente, cuidar a un enfermo ocupa largas horas. Crea un ritmo de
vida aparte. Las cortinas del cuarto siguen cerradas. El vaho que mantenemos
en él aumenta la sensación de irrealidad.
Soy yo, hace un instante, quien ha hecho tomar a Bilot un baño muy
corto, para provocar una reacción. Y, mientras le estrechaba entre mis brazos,
desnudo, he descubierto que él también tenía una cabeza enorme sobre un
cuerpecito lechoso y fofo.
Mi mujer, que ha ido a ver a Juan, me anuncia que vio a Rosa
conversando misteriosamente con la portera.
—¡Estoy segura de que no se quedará! —me anuncia.
No se queja, no se lamenta. Si Rosa nos abandona, ella se encargará de
efectuar todo el trabajo, sin refunfuñar. Mi mujer acepta siempre los
acontecimientos con serenidad. Se resigna con su suerte por anticipado.
Quizás se sorprendería, se desorientaría, si no nos ocurriesen periódicamente
catástrofes.
Cuando Bilot, el pasado año, se cogió el meñique en la puerta de un
armario y tuvo una falange casi seccionada, fue ella, sin inmutarse, la que
hizo un ligamento, la que condujo al niño en un taxi a la clínica de la calle
Varenne.
Cuando era soltera, ¿no se pasó años cuidando a su hermana, que padecía
tuberculosis ósea?
No obra así formándose la idea de que se sacrifica. Lo hace naturalmente,
porque la vida, según ella, sólo consiste en una serie de enfermedades, de
contratiempos en medio de las cuales ella conserva su equilibrio y un cierto
buen humor.
Si me hubiese mostrado tan feroz —la palabra no es exacta, pero no
encuentro otra— como el primer día de la enfermedad de Bilot, ella me
hubiera considerado, a mí también, como a un enfermo y hubiera cuidado a
dos personas en vez de una.
Me ha preguntado, al verme cerrar el cuaderno:
—¿Qué haces?
—Nada. Tomo notas…
No ha insistido, aunque esto no se le antoja natural. Si dejo por ahí el
cuaderno, le dará un vistazo, no por curiosidad, sino para conocer la causa de
mis preocupaciones y remediarlas en lo posible.
Conozco su reacción por anticipado. Se encogerá de hombros. ¿No es
más que eso? ¡Una criaturada, en suma! Para ella, soy un niño mayor que
sólo sirve para hacer neumotórax y cortar suturas.
Esto no tiene demasiada importancia, porque así se convino de una vez
por todas.
Hasta ha comprendido (sin adivinar los motivos) la necesidad que siento
de estar sólo con Bilot. Cuando ella ha permanecido durante cierto tiempo en
el cuarto, lo ha arreglado y ha terminado los cuidados prestados a Bilot, ha
dudado un poco, ha mirado en torno suyo para asegurarse de que no ha
olvidado nada. Me ha mirado, también, esperando, quizás, que la retuviera, y
luego me ha dicho:
—Voy a ocuparme de la ropa…
O de la cocina. ¡O de no importa qué!
Rosa ha venido a decirnos, avergonzada, sabiendo que no la creeríamos,
que su madre estaba enferma y que tenía que regresar a su pueblo. Juana ha
sacado, inmediatamente, un delantal a cuadros del armario.

Lo más difícil es calcular, después de tanto tiempo, el tiempo transcurrido


entre un acontecimiento y otro.
He situado con exactitud el domingo del pastel y el miércoles del usagre.
Esto es ya inesperado y hace algunos días no lo hubiera creído posible.
Después de esas dos fechas, comienza la confusión. Ha continuado
lloviendo días y días, es cierto, porque los prados se han inundado, y porque
más tarde han grabado en la pared de la escuela el nivel de la crecida.
El tiempo era glauco y frío. La estufa calentaba mi cuarto, pero las
corrientes de aire se filtraban por las fisuras de las ventanas y un día de
mercado mi padre trajo unos burletes que él mismo colocó.
Le estuve observando durante todo el tiempo que duró su trabajo.
Estábamos solos, cosa que sucedía raramente. No sabía que yo le miraba. Su
cara, muy cerca de los cristales, estaba iluminada crudamente.
Parecerá ridículo: lo que descubrí esta vez es que no tenía la nariz
exactamente en medio de la cara. La expresión es inexacta, cierto. La nariz,
en vez de ser recta, estaba colocada un poco de través, lo que daba esa
impresión de asimetría. Esto no impedía que, al mirarle, mi padre tuviese dos
mitades de cara diferente. Esta cara era carnuda, muy dura. En cambio, yo me
asombraba, desde mi lecho, de ver sus grandes ojos como inquietos, los ojos
de alguien que no está seguro de sí mismo.
¿Se debía ello a que esos ojos eran de un color azul muy claro? ¿A qué
eran salientes? ¿O a que mi padre, clavando los burletes, temía romper los
cristales?
Yo debía tener fiebre y es probable que, además del usagre, tuviera la
gripe. Era preciso que yo estuviera enfermo para que mi madre prohibiera a
Guy jugar en mi cuarto y le riñera cuando hacía demasiado ruido.
Mi salud, no obstante, no alarmaba. Pero mi padre estaba inquieto.
¿Cuánto tiempo se necesita para clavar un burlete en una ventana? No
más de un cuarto de hora, presumo. Por consiguiente, durante un cuarto de
hora he almacenado todas esas impresiones. Eugenio ha salido como siempre
con la chaqueta sobre la cabeza y un olor a sopa de puerros venía de la
cocina.
Por primera vez experimentaba algo así como una decepción mirando el
rostro de mi padre. No era tan sólido, tan macho como había creído. Mi padre
dudaba. Pensaba en cosas que le contrariaban.
¿Qué es lo que puede contrariar a un hombre? ¿Qué es lo que puede hacer
dudar a un hombre como mi padre?
Dos veces miró mi cama durante su tarea y las dos veces cerré los ojos, lo
que constituía una especie de traición, pues le hice creer que no le miraba.
Suspiró. A veces, el pliegue que tenía entre las espesas cejas se ahondaba.
La ventana era estrecha, con pequeños cristales como en las casas viejas.
La pared era tupida, la cal agrietada. Afuera, el día era crudo. Y la cabezota
llenaba toda la parte clara como en el marco de un cuadro.
Mi madre entró. Dijo algo así como:
—¿No has terminado?
Maquinalmente, pues no podía tener las manos desocupadas, ha subido
mi edredón y se ha llevado una taza sucia.
Sería atroz si me equivocara, tanto más cuanto que mis sensaciones,
cuando hacía «novillos», lo que coincidía siempre con cierta fiebre, eran algo
turbias. Pero ¿por qué, en lo sucesivo, en el momento de dormirme, vuelvo a
ver a mi padre como aquel día y experimento siempre cierto malestar?
Ignoro si sucede eso con todo el mundo: tengo un repertorio, por fortuna
restringido, de impresiones desagradables, de recuerdos difusos y penosos,
que resurgen periódicamente en los momentos de semiconciencia, cuando me
duermo con el estómago cargado o, por la mañana, cuando,
excepcionalmente, he abusado la víspera de la bebida.
Éste es uno de aquellos recuerdos: mi padre menos fuerte, menos macho
que de costumbre, mi padre inquieto y, después de la intrusión de mi madre,
como avergonzado de sí mismo.
La comparación no es exacta, pero debía yo tener la misma cara cuando
mi madre me sorprendía cometiendo un acto prohibido.
¡Había una «M» grabada en el mango del martillo! En cambio, no podría
decir cómo iba vestido mi padre. Mientras me acuerdo de los más
insignificantes vestidos de mi madre, mi padre, para mí, sigue siendo un
bloque, una estatua inmutable.
Salvo en ese momento de inquietud, de cohibición, de vacilación…
Ese momento en que me pareció que tenía miedo de mi madre…
O bien, ¿le ocultaba algo, lo que lo cambiaría todo y sería aún más
espantoso?
Me es del todo imposible situar en el tiempo la visita de tío Tesson,
aunque fuera aproximadamente. He tratado en vano de concretar detalles,
como el día de Santa Valeria que ha señalado la visita de Jaminet. Seguía
teniendo impétigo, pero ésa no es una enfermedad cuya duración pueda ser
fijada con exactitud.
Lo que sé es que no estaba en cama. Sin embargo, tampoco me había
reintegrado en la cocina, y este detalle me parece anormal, pues mi madre era
ahorradora y es extraño que dejara encendida la estufa de petróleo en mi
cuarto, en vez de instalarme en la habitación común.
Había adoptado el edredón, colocado en el suelo y que, con su masa
encarnada y blanda, se convertía en trono prestigioso. La llama rojiza de la
mesa calentadora contribuía a rodearme de una atmósfera fantástica. La
puerta seguía entreabierta, pues mi madre no perdía la costumbre de
vigilarme.
Las aguas subían. Habría, sin duda, un medio racional de determinar las
fechas. Debe de haber en la región un servicio meteorológico. Quizás
encontraría las fichas cotidianas de aquel año, las anotaciones exactas. Pero
ya sé que no lo haré.
Eso empezó en la balsa, en la parte inferior del canalón de piedra que
servía de abrevadero. Ordinariamente, esta balsa no tenía más de tres o cuatro
metros de diámetro y estaba cubierta de lentejas de agua, salvo en el sitio en
que se vertía el exceso de líquido del canalón y donde se percibía una
pequeña superficie negra.
La llamábamos la balsa de los Renacuajos.
Una mañana, la balsa había aumentado tanto que rodeaba el canalón y las
lentejas formaban, en el centro, un islote verdoso.
Seguía lloviendo. Eugenio iba y venía sin cesar, con su chaqueta sobre la
cabeza, y hacía rodar unas barricas. No pregunté a qué las destinaban, pero lo
comprendí después. Las llenaban de agua para impedir que flotaran. Las
ponían erguidas de trecho en trecho, y así servían de pilares para una pasarela
que unía la casa al camino.
Todo eso era excitante. Contrastaba con la vida corriente y yo ardía en
deseos de no estar enfermo para poder andar por esta pasarela.
Una mañana oí hablar de leche. Los recogedores, en camión, tenían la
costumbre de venir a buscar los potes de leche a un centenar de metros de
distancia de la casa, pues su camión era demasiado ancho para dar la vuelta
en nuestro desastrado camino.
No habían venido.
—Se han atascado cerca del Calvario —dijo mi padre, que había ido a pie
al pueblo.
¿Era esto suficiente para explicar la angustia que pesaba sobre la casa?
Por nada del mundo quisiera equivocarme. Sé que, recostado sobre mi
edredón encamado, con las piernas recogidas bajo mis nalgas, la cara
enrojecida por los reflejos de la enorme estufa de petróleo, casi no participaba
en la vida familiar.
¿Por qué mi madre me daba chocolate cuando lo pedia, siendo así que
nunca teníamos derecho a chocolate si padecíamos la gripe?
¿Por qué me cerraba la puerta de la cocina, aislándome así del resto del
mundo? ¿Y por qué, repetidas veces, mi hermano pasó la tarde conmigo,
aunque la regla fuera separarnos para impedir las disputas?
Estaba harto de todo. Harto de alimentos, de bebidas, de calor, de
bienestar, de sueño. Jamás, desde entonces, me ha sido dable emborracharme
tan completamente de vida confusa.
Seguían haciéndome tragar la limonada. Me atiborraban de té purgante y
mi lengua seguía estando espesa. Cada mediodía tenía flan y luego, hacia las
cuatro, bizcochos mojados en leche azucarada.
Mi madre me daba lo que pedía, como si de pronto esto no revistiera
importancia.
—¡Han cerrado la escuela!
No sé quién dijo esto, si fue el cartero u otra persona. El hecho es que
debieron de cerrar la escuela, porque la mayoría de los niños estaban
bloqueados en sus casas.
¿Qué hacía mi padre durante el día? No acierto a precisarlo. Fuera de los
burletes, no recuerdo haberle visto con más frecuencia que de costumbre,
aunque los trabajos del campo fueran imposibles de realizar.
Los prados estaban inundados. Si aserró madera, sólo pudo hacerlo
durante unos días y Eugenio bastaba para cuidar el establo y las caballerizas.
Tampoco ha sacado el coche. Me hubiera sorprendido de verlo atravesar
la capa de agua que comenzaba a rodearnos.
¡Y, sin embargo, no estaba en casa! ¡Luego iba a alguna parte! No al
pueblo, ya que excepto los domingos después de la misa no ponía los pies en
la posada.
Otro recuerdo lo prueba: se afeitaba más a menudo. Durante todo este
período no recuerdo haber sentido, de noche, el roce de sus mejillas rasposas
como solían serlo durante la semana.
Total, que iba a pie a Arcey y que allí tomaba el tren.
¿Para ir adónde? ¿Para hacer qué? Y, sobre todo, de noche, ¿por qué
había luz hasta tan tarde en la cocina?
¿Por qué mi madre le dijo una vez: «¡No eres más listo que tu
hermano!»?
Si aludía a Jaminet (y mi padre no tenía otro hermano), ello era terrible.
¡Y yo jugaba a barquitos! El barco era el blanco edredón rojo y el agua
estaba representada por el enladrillado que me rodeaba. Mi hermano tenía
que pagar para embarcarse y ser llevado a tierra. Había desmontado su tren
mecánico y las ruedas servían de moneda.
¿Cuándo, cómo y por qué Tesson vino a casa, sobre todo en bicicleta, lo
que parece inverosímil? Sin embargo, ¡le he visto cruzar la pasarela y llevaba
los pantalones sujetos con pinzas! ¡Estoy seguro de que dejó la bicicleta
apoyada en el olmo, en el camino! Estoy seguro también de que antes de
entrar en casa mi madre cerró la puerta de mi cuarto, sin preocuparse por
saber lo que hacíamos, mi hermano y yo.
Reinó un gran silencio, como una espera, y me pregunto hoy:
—¿Dónde estaba mi padre?
IV

¿E Sloslaque
incoherencia, el estupor que acompañan los momentos dramáticos,
los hace soportables? No lo sé, y, si quiero contar las horas que
acabo de vivir, tampoco encuentro nada más.
Estaba solo y debían ser las diez de la noche cuando arrugué las cejas,
levanté la cabeza, porque la respiración de Bilot me chocaba por su
irregularidad. Me acerqué, desconfiado, sabiendo que en cuanto hiciera un
gesto el drama comenzaría.
¡47 pulsaciones! Con sus fallas, su respirar anheloso, hasta el punto de
que no me atrevía a dejar su muñequita.
He tragado saliva y he enjugado mi frente. Dios sabe por qué, he
demorado el momento de despertar a mi mujer, que acababa de acostarse.
Mis gestos eran calmosos, precisos, como en el hospital cuando atiendo a uno
de mis enfermos, pero evolucionaba en un universo algodonoso y me repetía
estúpidamente:
—¡Tengo toda mi sangre fría!
Había encargado bolsas de oxígeno y fui a buscarlas a la antesala. Tomé
el pulso de nuevo: 44…
Entonces sentí un vago malestar. Tuve miedo de desvanecerme. Llamé a
la puerta, suavemente:
—¡Juana!
Ella comprendió inmediatamente de qué se trataba. Sin embargo, creo que
no se dio cuenta de mi aturdimiento y que atribuyó mi calma a mi seguridad.
—¿No telefoneas a Morin?
—Sí…
Telefoneé. Pronuncié ex profeso palabras triviales e inútiles.
Perdón, señora… Lamento molestarla… Soy Malempin… Sí… ¿Dice
Vd. que su marido no está?… ¿Palacio de Orsay?… Gracias, señora…
Espero que sólo se tratará de una alarma…
¿Cuántos centenares de personas me han telefoneado de este modo?
—¡Oiga!… ¿Palacio de Orsay?… Sirven ustedes un banquete de
médicos, ¿verdad?… ¿Quiere llamar al doctor Morin? Sí… Es urgente…
Un poco más tarde mi mujer preguntó:
—¿Va a venir?… ¿No podemos hacer nada, entretanto?
—Quizás… Ciertamente… Pero no me atrevo… 41 pulsaciones… Una
vida apenas perceptible…
¡Y bien! Mi mujer se puso una bata, arregló su cabello, agitó su borlita de
polvos, luego abrió la puerta para esperar en el rellano.
Morin llegó vestido de etiqueta, pues se trataba de una gran cena en honor
de una delegación médica brasileña. No me preguntó nada. Me trató como se
trata a los padres de enfermos, ignorándome.
Primero tomó el pulso; luego se quitó el frac, arrancó su corbata blanca y
se enjabonó copiosamente hasta el codo.
La lucha duró algo más de dos horas, con solamente algunas sílabas de
Morin para reclamar alguna cosa. Su chaleco se había subido, dejando salir el
rabo y los bajos de su pechera almidonada.
Esto es todo. A la una menos diez, ha consultado su reloj:
—Es demasiado tarde —murmuró.
Aludía al Palacio de Orsay. Se vistió. No sabía qué decir. Mi mirada
interrogaba y, por más que me esforzaba, era una mirada de cliente.
—En todo caso por esta noche… —respondió.
Era suficiente. Bilot tenía algunas horas delante de él. De pronto, pude
pronunciar:
—¿Erais muchos?
Mi mujer llenaba unos vasitos de alcohol, pero Morin padece una úlcera
de duodeno y no quiso beber. En cuanto él hubo salido, Juana me miró con
estupor. Ella esperaba cualquier cosa, excepto justamente lo que hice.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Ya vuelvo…
¿Adónde iba? A abrir la nevera. Y vacilé, verdaderamente, como un
glotón, ante los restos: algunos filetes de arenque, un muslo de pollo frío, un
pedazo de buey del cocido. Lo he llevado todo al comedor. Ella me ha visto
por la abertura de la puerta y no me ha comprendido nada de nada.
Me atraqué, bebí una botella de cerveza enteja, solo, mirando
pesadamente a mi alrededor.
De vez en cuando mi mujer sacaba la cabeza, impacientada y, apostaría
cualquier cosa, asqueada. ¿Qué podría haberle dicho yo?
Por lo demás, no es la primera vez que ella piensa lo mismo de mí.
Nuestras reacciones son diferentes. Ella está convencida de que soy egoísta,
frío, que pongo por encima de todo la preocupación por mi tranquilidad.
¿Qué diría si le explicara lo que pienso en ese momento? Llegó un
momento en que fui a la cocina y abrí la puerta de la nevera. Tuve la
impresión de verme a mí mismo en esa habitación y he experimentado la
sorpresa de encontrarme allí.
¿Desde cuándo habitamos este piso? Hace algo más de catorce años. Lo
hemos amueblado cuarto a cuarto. En la obscuridad, mi mano encuentra
naturalmente el asidero de las puertas.
¿Por qué no tengo la impresión de estar en mi casa? Esto no es del todo
exacto. Miles, decenas de miles de médicos, poseen un piso casi semejante,
se levantan a la misma hora, reciben esta revista médica que veo sobre la
mesita y que edita una casa de productos químicos.
Las salas de espera se parecen todas entre sí, los consultorios también y
los instrumentos. Las vacaciones en el campo y los «bridges» una vez o dos
por semana…
Todo eso existe, claro. La prueba de ello es que hago concienzudamente
los gestos que debo hacer y a la hora debida. Me comporto como un buen
marido, escrupulosamente. Soy un buen padre…
Pero, no es la primera vez que me detengo de pronto, que me miro, que
me pregunto si todo esto es real.
¿Cómo es posible que, a la una de la madrugada, después de semejante
alarma, trague todo eso con evidente glotonería?
¡Y bien!… Podría precisar, con mi rigor casi científico, lo que, hace un
instante, cuando cruzaba la cocina, me ha producido esta impresión de
irrealidad: ¡no he sentido el olor!
Porque para mí, el olor a cocina es el de nuestra cocina de Arcey, olor a
leña quemada, a leche cruda, a establo, olor que no he sentido en ninguna otra
parte y que sigue estando estrechamente ligado en mi subconsciente con la
noción de vida familiar.
Nuestra cocina de París no huele. Al menos, no huele para mí. Pero, estoy
persuadido de que para Juan, para Bilot, huele tanto como la de Arcey en mis
recuerdos.
Pienso y como a conciencia, para recobrar vigor. Me asustan las
conclusiones a que llego, no me equivoco: los únicos años de vida real son
los años de mi infancia.
¡Y, después, exactamente cuando uno cree asir la realidad a brazo partido,
uno no hace sino agitarse en el vacío!
¡Así, sólo Bilot vive verdaderamente estos días!
Al entrar en el dormitorio, cometo la torpeza o tengo el cinismo de
preguntar a mi mujer:
¿No tienes apetito?
Ella se limita a encogerse de hombros.
¿Sabe ella de dónde vengo, ella que no ha conocido la casa de Arcey y no
ha «hecho novillos»? ¡Y yo ni siquiera la conocí cuando era niña! Hace
quince años que vivimos juntos y que dormimos en el mismo lecho. ¿Qué sé
yo de su vida profunda y ella de la mía? Es esto tan cierto, que ella, que sin
embargo no suele buscar tres pies al gato, me mira ciertos días como si me
viera por primera vez, preguntándose sin duda qué hago a su lado.
¡Bueno! Todo esto no tiene importancia. Nada nos impedirá que
continuemos como hemos empezado, pues es así como esto debe ser.
—Sería preferible te acostaras de nuevo —le digo.
Ella duda.
—¿Estás seguro de no adormecerte?
—No tengo nada de sueño…
Ella se resigna, me dice buenas noches, se asegura antes de salir de que
hay suficiente agua hirviendo. Deja la puerta entreabierta, ya que su
confianza nunca es total.
¿Habría sido todo diferente si nos hubiésemos amado? Vivimos como
todo el mundo, como mi padre y mi madre, como Morin y su mujer, como
algunos matrimonios de colegas que conozco, salvo quizás los Fachot. Pero
Fachot se casó con una de sus enfermeras, en el momento en que no podía
esperar salvarla y es en suma voluntariamente, como se ha contagiado.
Me casé porque tenía veintiocho años y no resulta práctico para un
médico ser soltero. A sabiendas fui a los jueves de mi maestro Filloux y no
ignoraba que, si él atraía a sus alumnos a su piso del bulevar Beaumarchais
era porque tenía cuatro hijas casaderas.
Aquello era dulce y triste, ingenuo, esfumado. Juana parecía salir de una
novela femenina.
—Tengo que hablarle con franqueza. Mi corazón no está libre…
Siempre hemos aportado a nuestras relaciones esta honestidad pueril, esta
delicadeza libresca. Me contó la historia de un joven, un vecino, que la había
cortejado durante dos años para declararle por fin:
—No creo, en mi alma y conciencia, que esté hecho para el matrimonio.
Me siento atraído por las colonias, por la aventura…
—¿Y si le siguiera?
—¡No tengo el derecho de aceptar tal responsabilidad!
Estuvo, en efecto, dos años en Gabón, como agente de una Compañía de
navegación. Después se casó en Burdeos. Y yo me casé con Juana.

No tengo en modo alguno la certeza de conseguir la verdad. Era un


objeto, casi una excusa que me daba al empezar, pero ahora esto me importa
poco. Lo que resulta voluptuoso, a la manera de un diente cariado, es tropezar
a cada instante con detalles que creía olvidados. Por ejemplo, el gato. ¿Cómo
había podido olvidar el gato que siempre tenía costras en la cabeza y que mi
madre expulsaba diez veces por día de la cocina?
—Te prohíbo acariciar a esa sucia bestia. Un día, te contagiará una
enfermedad…
Y cuando tuve usagre:
—¡Te lo había prevenido! Es el gato…
Por lo que hace a la fecha de la famosa visita, no encuentro nada.
Recuerdo, en cambio, las quejas de tía Elisa con respecto a mi tío.
—Es un hombre original. Sale días enteros, en bicicleta, para sus
negocios y nunca me dice adónde va…
En aquella época, los negocios de tío Tesson me parecían misteriosos y
hasta temibles; y la sola puerta de su despacho bastaba para impresionarme.
No me he informado después. ¿Para qué? Salta a los ojos que el antiguo
abogado se había transformado en un hombre de negocios más o menos
turbios, como ésos que se encuentran en todas las pequeñas ciudades. Se
ocupaba de compra y venta de propiedades, de inversiones, sin duda de
administración de fincas.
Desconfiaba de su mujer.
Tengo la prueba de que era tan diabólico como yo pensaba con mi
ingenuidad de niño.
Cierto es que, en los alrededores de la cincuentena, ese personaje feo y
cojitranco se casó con una joven frescachona de veintiocho años, lo que, para
la familia, es decir, para mi madre y para su hermana, que vivía en Nantes,
constituía una traición.
En lenguaje Malempin, se dice un robo. ¡Nos robaba una hermosa
herencia que esperábamos, a la cual teníamos derecho!
Pero, el viejo mono no era tan imprudente como parecía: había redactado,
sobre un minúsculo papel de barba, un testamento desheredando a su mujer.
Este detalle lo conocí más tarde por mi hermano Guillermo, en el cual mi
madre ha tenido siempre más confianza que en mí.
Ignoro a propósito de qué se disputaban Tesson y su mujer. ¿Era él
celoso? No creo que ella le engañara, pues era prudente y se aferraba a su
situación.
A menos que… Volveremos sobre el tema.
El caso es que, en el curso de sus disputas, Tesson introducía el
testamento doblado en pequeños pliegues en la uña de su dedo índice que
tenía muy larga. Con muecas picarescas, enarbolaba ese dedo ante tía Elisa,
chillando:
—¡Tita, tita, tita!…
Como las campesinas cuando llaman a sus gallinas por la noche.
¿Tenía verdaderos vicios? Es probable. En este caso era un hombre que
para satisfacerlos tomaba precauciones inauditas. Esto explica su vieja
bicicleta negra a la que seguía fiel, cuando un automóvil hubiera sido más
práctico para sus desplazamientos de negocios. Así pasaba más inadvertido y
era más dueño de sus movimientos.
Lo que me inquieta es una cuestión, siempre la misma: ¿dónde estaba mi
padre esa mañana? Era por la mañana, pues yo aún no había comido mi flan.
Me he preguntado también si mi madre esperaba esta visita. Mi tío venía
a vemos raramente. ¿Dos veces? ¿Tres veces? Una vez, en todo caso, me
enviaron al pueblo a comprar una botella de aperitivo, porque la que se
guardaba en el aparador estaba vacía y no se atrevían a servirle vino blanco a
Tesson.
Pues bien, juraría que ese día no le ofrecieron el tradicional vasito.
Hubiera oído abrir el aparador, destapar la botella.
En cambio, después de una breve conversación en voz baja, mi madre
cruzó mi cuarto para ir al suyo. Abrió el cajón de los papeles. Cuando pasó de
nuevo llevaba en la mano una cartera usada, amarillenta, donde guardaban el
dinero. Apenas nos miró y nos dijo:
—Sed buenos, ¿eh?
Reinó en seguida un gran silencio, una especie de agujero. ¿Tesson y mi
madre estaban todavía en la cocina? ¿Examinaban los papeles sin decir nada?
¿Habían salido? Y si habían salido, ¿adónde fueron? ¿O era yo el que ya no
escuchaba mientras seguían conversando en voz baja?
No lo sé. Pero, no renuncio a saberlo algún día. Estoy seguro de que no
todo se ha apagado en mi memoria, de que una llamita surgirá en un
momento dado.
Volví a la realidad al oír la trompeta de Jaminet, en el camino. He mirado
por la ventana y no he visto la bicicleta apoyada en el olmo. Jaminet ha
chapoteado en la cocina, con sus botas claveteadas y con su voz avinada:
—¿No hay nadie ahí dentro?
Esto me pareció durar largo tiempo. Hasta me he preguntado qué hacía, y
de pronto abrió nuestra puerta.
—¿Qué, pillastres, está vacía la barraca?
En este preciso momento la puerta guarnecida de vidrios se abrió y mi
madre preguntó:
—¿Qué quieres?
—No es a ti a quien quiero ver, sino a tu marido. ¿No está aquí?
La puerta se cerró. Era mi madre evidentemente. Oí hablar confusamente
de dos jornales con un hombre y un caballo para ir a la estación para cargar
materiales.
Resulta bastante difícil reconstruir la conversación. Jaminet no recurría
jamás a un contratista Pretendía hacerlo todo por su cuenta, lo que daba a su
café un aspecto pasmoso. Se le metió en la cabeza transformar un gallinero
inservible en sala de baile. Como no había trabajo en los campos, venía a
pedir el carro y la yegua, la ayuda de mi padre y de Eugenio.
—Tú se lo dirás cuando vuelva…
Debía de estar aún en la cocina, cuando mi madre cruzó de nuevo el
cuarto para poner la cartera en su sitio.
—¿No te has disputado con tu hermano?
—¡No! Yo estaba absorto. Sentado en el suelo, sobre mi edredón rojo,
derribé una silla con asiento de paja… Con la ayuda de un clavo encontrado
Dios sabe dónde, introduje extremidades de bramante entre las briznas de
paja y he olvidado lo que, en mi espíritu, esto representaba. En cuanto a mi
hermano, jugueteaba a mi alrededor, pero no le hacía caso.
Dos voces sonaron en la cocina, una de ellas la de mi padre. Había vuelto
mi padre y esto me gustaba. La casa me parecía más viva cuando oía su voz.
—¡Mañana no es posible!… Quizás el lunes…
¿Indica esto que era sábado? No, necesariamente por ser el domingo, por
definición, un día vacío. Podía ser viernes. Pero, no era el viernes de la
misma semana en que Jaminet nos visitó el día de Santa Valeria. Si no, de
haber venido el viernes, nos hubiera hablado de su sala de baile. La idea no se
le había ocurrido en dos días.
Veremos luego cómo esto casa con el resto.
—¿Come un bocado con nosotros?
Debió decir no. Oí cómo se alejaba el automóvil. Reinó el silencio en la
cocina, en la cual, sin embargo, se hallaban mi padre y mi madre.
En realidad, ¿por qué Jaminet no habló de Tesson, a quien conocía y por
el que sentía un odio tenaz? ¿No se encontró con él?
Mi madre, por su parte, bastante orgullosa de su tío rico, no se había
aprovechado de ello para espetar:
—Tesson acaba de salir…
Y no tuvo ninguna agarrada con Jaminet, como era natural.
—¡Ven a la mesa, Guy!
Yo, no. Estaba enfermo. No tenía derecho a la comida de los demás.
—¡Vale más que te acuestes! ¿Qué haces con esta silla? ¿Estás loco?
¡Y se daba el caso de que había cruzado dos veces el cuarto sin
preocuparse por mis actividades!
—Luego lavaré tus costras. ¡Comerás más tarde!
Un olor de agua oxigenada y un chisporroteo de espuma. Luego el olor
más desagradable de la pomada. Mi madre me meneaba de un lado a otro sin
contemplaciones, frotándome la cara con sus dedos de hierro… y su cara, que
veía muy cerca de la mía, sin expresión…
—¡De nuevo has dejado quemar la mecha! Tienes ennegrecidas las fosas
nasales…
Me las limpiaba con algodón arrollado con sus dedos. Me hacía daño. Me
estiraba la piel. Yo esperaba, con el cuello tenso, que terminara.
Entonces, detrás de su espalda, veía a mi padre, enmarcado en la puerta,
que me miraba en silencio. Fumaba su pipa, como después de cada comida.
Brillaban sus grandes ojos.
Mi madre, que debió sentir su presencia, se volvió:
—¿Qué haces aquí?
Con gran humillación mía, mi padre regresó a la cocina sin protestar.
—Si arrancas de nuevo tus costras, te ataré las manos, ¿oyes?
Mi madre quizás no se acuerde, pero esas palabras aún resuenan en mis
oídos, con las menores entonaciones, como un disco.
—¿No puedes sentarte en otra parte que no sea el suelo?
Será debido a que recuerdo demasiado su voz, que me parece hoy que
hablaba sin pensar lo que decía, para hacer ruido. Regañaba sin regañar. Me
cuidaba del mismo modo como, hace un momento, he comido después del
susto que nos dio Bilot.
Hacía viento. Ignoro si llovía, pero hacía viento, porque, cuando mi padre
salió, se cerró la puerta de la cocina tan bruscamente detrás de él que casi se
rompieron los cristales y hasta mi madre levantó la cabeza, con el ceño
fruncido.
¿Qué hice hasta la llegada de los gendarmes? ¿Cuánto tiempo transcurrió?
Muchos días. Y las aguas no han bajado. La prueba de ello es que jugué a
pescar desde la ventana, con un bramante y un alfiler atado a la extremidad
de un bastón. Provoqué así una corriente de aire. Mi madre entró, cerró la
puerta, me quitó la caña de pescar y regresó a la cocina sin reñirme.
En este mismo momento, Tesson aún no había vuelto a su casa. Tía Elisa
le ha esperado toda la noche (por lo menos, es lo que ella ha pretendido) y,
después, por la mañana ha telefoneado al hospital. Por lo demás, nada prueba
que el día de la desaparición de Tesson coincidiera con el día de su visita a
Arcey.
¿Por qué tía Elisa telefoneó al hospital y no a la policía?
—¡He pensado inmediatamente en un accidente! —explicó. Miope como
era, me espantaba verle partir en bicicleta…
No ha pensado en nosotros. Aunque hubiese querido telefonearnos, no
hubiera podido, porque no teníamos teléfono. Me pregunto qué hizo durante
todo el día en su domicilio de la calle del Chapitre…
Por la noche, sin embargo, tomó el tren para ir a La Rochelle, donde
visitó a su hermana.
Su hermana no era nada recomendable. Vivía con un viejo comandante
del Ejército colonial, y era el mismo tipo de la mujerzuela ya ajada, tanto más
odiosa cuanto se daba aires de burguesa y estaba furiosa por no ser recibida
en ninguna parte. Tenía la voz cascada. Con su maquillaje exagerado, sus
labios sanguinolentos, sus ojeras pronunciadas, me hacía pensar en una
cabeza de muerto.
Es Guillermo quien me ha hablado de ella. Ha vivido más tiempo que yo
en el país. Me ha citado, entre otros, el pasaje de una carta de Eva a su
hermana. Eva padecía bronquitis.
«… Me pregunto si al comandante no le gustaría verme reventar…».
Luego, al final de su carta:
«… Te beso y toso sobre Tesson…».
Porque Tesson no la admitió jamás en su casa, de San Juan de Angely, y,
una vez que la encontró en ella, salió sin pronunciar palabra, esperó afuera y
declaró luego a su mujer que si esta mujerzuela volvía a poner los pies allí…
¡El gesto del índice, probablemente!
Por lo que sé, tía Elisa pasó la noche en la casita de un piso que el
comandante tenía alquilada cerca del cuartel. ¿De qué discutieron los tres?
La mañana siguiente, o sea dos días después de la desaparición de mi tío,
tía Elisa se presentó a la policía de San Juan de Angely, acompañada de su
hermana, emperifollada.
He oído varias veces evocar tales acontecimientos. Hay un detalle
bastante sorprendente, aunque, sea tal vez muy humano. Desde la estación mi
tía se dirigió a la policía sin que se le ocurriera pasar por su casa para ver si
su marido había regresado.
No habló de nosotros, a pesar de la anécdota del pastel. En el fondo,
supongo que era una buena mujer.
Lo que declaró, lo deduzco por las medidas que se tomaron: en los
prostíbulos y en los cafés equívocos del campo la policía y los gendarmes
efectuaron las primeras pesquisas.
Mi tía Elisa, ¿tenía suficientes motivos para creer que Tesson era un
parroquiano de esos lugares? Creo más bien —sin razón precisa— que es en
La Rochelle donde se le ocurrió esa idea. Su hermana, o el comandante, le
dijeron sin duda:
—¿No sabes que a veces venía a divertirse por estos andurriales?
En todo caso, desde este instante, la existencia de mi tía se vio como
ensuciada por esta horrible Eva y esto me causó una decepción.
¿A causa tal vez de ciertas concomitancias que yo suponía existir entre tía
Elisa y mi padre?
En parte, sin ningún género de dudas.
Pero, también estoy persuadido de ello, a causa de la influencia que
ejercía sobre el futuro hombre que yo era esta hembra en estado puro.
Ella no se dio cuenta de ello, ni yo tampoco durante largo tiempo. La
presencia de su hermana me quitó más ilusiones que veinte años de
experiencia. El amor físico, para mí, ha quedado estrechamente unido a la
imagen de tía Elisa, pero la noción de castigo, de servidumbre, estaba
representada por Eva y por el comandante, a quien no vi jamás.
¿Ha muerto? Es probable. Por lo que sé, era un ser grosero que ganó
penosamente sus galones en el transcurso de treinta años de África. ¿Acaso,
Eva hubiera llegado a casarse de haber recibido mejor acogida en casa de su
hermana?
¿Cómo podría explicar a mi mujer, que se despierta de vez en cuando, y
levanta la cabeza sobre la almohada, cómo podría hacerle comprender que, si
frecuenté el piso del bulevar Beaumarchais con deliberación, si escuché su
tierna historia de amor frustrado, si le prometí con solemnidad cómica no
aludir jamás a ello y proporcionarle el olvido, era debido a tía Eva y a su
hermana?
Incluso a un hombre me resultaría difícil confesar que, para mí, las
palabras «hacer el amor» evocan automáticamente la carne rosada y rubia,
abundante y tibia, quizás algo fofa, de mi tía.
Pero he aquí que, de pronto, se yergue ante mí una Eva caricaturesca, que
apenas he visto en realidad y que permanece grabada con buril en mi
memoria con la misma intensidad que un Felicien Rops.
Y de ahí que, según toda probabilidad, nosotros dos hablemos el mismo
lenguaje, vivamos juntos tan íntimamente como es posible, nos acostemos en
la misma cama, cuidemos los mismos niños, sin que por ello podamos
comunicarnos las realidades profundas a las cuales nuestros gestos
corresponden.
Mi padre fue un campesino que a los catorce años trabajaba como
jornalero.
El padre de ella era un médico conocido.
Su madre murió de hemiplejía siendo aún joven y ella tiene en el recuerdo
la imagen de una tierna y frágil mamá.
Mi madre habita en la calle Championnet y se vale de todas las artimañas
imaginables para obligarme a ayudar a mi hermano Guillermo con mi dinero
y mi escasa influencia.
Hasta la noción de lluvia… Llueve, esta mañana, un poco antes del
amanecer, y soy el único, a pesar de París y de junio, que evoco unas barricas
que sostenían una pasarela.
No me tomo nada a lo trágico. La prueba de ello es que hace un rato me
dirigí a la nevera y que he comido. Es un ardid. Se da de comer a la bestia y
el equilibrio no tarda en restablecerse, un equilibrio más o menos frágil que
hay que vigilar de cerca.
Esto no impide, algunas veces, que uno caiga en la trampa, que viva una
jornada de ritmo acelerado, como la… ¡He aquí que no puedo decir si fue
ayer, anteayer o el día anterior! Un impulso que os acomete y os da la ilusión
que vais a lanzaros hacia lo nuevo, hacia lo helio, hacia…
Pero, sé perfectamente, en lo más hondo de mí mismo, que esto no era
verdad y que no bastaba con comprar un coche nuevo y decidir efectuar un
viaje al Sur.
La prueba de ello es que no me asombré cuando Juana me anunció que
Bilot estaba enfermo.
Lo que la asombra a ella es verme siempre tranquilo, sereno, indulgente.
Es verme cenar unos minutos después de haber estado a punto de perder a mi
hijo. Es verme, cuando se despierta, escribir tranquilamente en el cuaderno
escolar.
No sospecha que éstas son las pequeñas tretas que aprendí cuando niño
para engañar a la suerte. Me ve con mi gran cuerpo fofo, con mi cabezota
algo blanda, y se engaña como mi madre, convencida aún hoy de que
Guillermo es el gran personaje de la familia.
V

I GNORO qué espectáculo esperaba, pero me vi sorprendido por la calma de


la cocina donde el puchero cantaba. Hacía largo tiempo que no había
saboreado la paz cálida de la cocina, con su hornillo lustroso (por una
abertura pequeña atisbaba la caída de las cenizas enrojecidas) y la alta
chimenea, sus troncos y su olor, el aparador y sus lozas decoradas, las sillas,
en fin, de las cuales conocía mejor que nadie la menor brizna de paja, pues
fue apoyándome en ellas como aprendí a andar.
Las personas mayores debieron mirar con asombro la puerta que se abría
lentamente y se vieron obligadas a bajar los ojos para ver al hombrecito con
una cabezota que estaba allí, no atreviéndose a avanzar ni a retroceder.
Mi madre, que permanecía de pie, me cogió de la mano, sin discutir, sin
decir palabra, con esa autoridad categórica que uno halla en las madres,
cuando, por ejemplo, pasean a fuerza de brazos y sin volverse a un niño que
se resiste y patalea. La puerta se cerró. El aire caliente volvió a ocupar su
lugar. Los agujeros volvieron a obstruirse.
Uno de los gendarmes estaba sentado en un ángulo de la mesa, con las
piernas algo separadas, el quepis sobre la nuca. Tenía un vaso delante de él,
sobre la mesa cubierta de hule, y mi madre le había hecho sitio amontonando
sus cobres en el otro extremo de la mesa, ya que era el día de los cobres.
El otro gendarme mantenía sus piernas separadas también, pero como no
había mesa delante de él dejaba colgar sus brazos y un cigarrillo humeaba
entre sus dedos.
—Decía que la última vez que lo he visto…
Mi madre, siempre de pie, aparentaba tranquilidad y respondía mirando al
revés la gruesa libreta en la cual el gendarme empezaba a escribir con lápiz
violeta.
—Fue el pasado miércoles último… Lo que me permite afirmarlo con
certeza es que Jaminet, mi cuñado, pasó por aquí un poco después…
Vi que el gendarme copiaba concienzudamente:
—«… lo que permite afirmarlo con certeza…».
Mi madre esperaba, apacible. Me pregunto si abrí o no la boca para
protestar. Lo primero que se me ocurrió fue que se equivocaba, pero, dándose
cuenta de que yo me movía, se volvió hacia mí, me miró.
—Sí, fue el miércoles —repitió.
No afirmo que me diera una orden muda, que me mirara de cierta manera.
No sentí tampoco su angustia. ¡Sus ojos no me suplicaron! ¡No! Repito que
estaba tranquila, segura de sí misma, y fui yo quien enrojeció.
—«… pasó por aquí poco después…» —silabeaba el gendarme
escribiendo.
Yo estaba como aplastado. Mi madre, en ese momento, me pareció
enorme, con una fuerza y una serenidad monstruosas. ¿No había supuesto un
instante que se equivocaba con respecto a las dos visitas de Jaminet?
Después de haberme mirado, sabía que no se equivocaba. El error era
voluntario.
—¿No le ha comunicado ningún proyecto? ¿No le dijo si tenía la
intención de salir de viaje?
¡Con qué simplicidad respondió mi madre!
—¡No!
—Supongo que no se disputaron ustedes.
Ella sonrió levemente: perdonó la pregunta.
—¡Jamás!
En cuanto a mí, sentí alrededor de mi personita un engranaje formidable.
Mis pensamientos tenían la misma hinchazón que mis dedos, que todo mi
cuerpo, que el edredón y la almohada cuando tenía fiebre.
El miércoles era Santa Valeria, fue el día de Jaminet, de la primera visita
de Jaminet. La segunda visita, la buena, tuvo lugar días después, o más bien,
el viernes, y esta vez llegó cuando tío Tesson acababa de salir y no había
nadie en la cocina.
Luego, si tío Tesson había venido el miércoles, había regresado luego a
su casa y su desaparición no nos concernía en modo alguno. ¿Y si, por
casualidad, no salió el miércoles y tía Elisa declaraba que no había salido ese
día?
—Me parece que eso es todo —suspiró el gendarme, mientras le llenaban
el vaso—. ¡Esperen!… (una ojeada hacia mí). ¿Supongo que usted no le
conocía ningún lío… Usted comprende lo que quiero decir…?
Vació el vaso, reajustó su cinturón, volvió a poner la goma en su libreta y
el otro gendarme se levantó sin decir nada.
—Adiós, señora Malempin… Saludos a su marido…
Mi madre cerró la puerta, removió la estufa, echó agua del perol en una
cazuela. No me dijo nada. No hizo ninguna pregunta.
Voy a escribir una cosa muy exagerada y, sin embargo, menos inexacta
de lo que parece: desde ese momento, mi madre dejó de mirarme.
En cuanto a mí, aunque no me atreva a afirmar que ello fue debido a esos
acontecimientos, he considerado siempre a mi madre como una extranjera.
Aquel día, en presencia de los gendarmes en la cocina, de la cual cada
centímetro cúbico estaba adherido, por decirlo así, a mi vida, nadó un secreto
entre una mujer de treinta y dos años y un muchachito aún calenturiento.
Desde aquel entonces, mi madre ha envejecido. Yo soy un hombre.
Tengo hijos. Durante años y años he ido cada día a la calle Championnet.
Volveré allí mañana o los días siguientes. Cada mes he entregado a mi madre
la pensión que le permite vivir.
Jamás, ni ella ni yo, hemos pronunciado una palabra relacionada con la
visita de Tesson.
Ella sabe que yo lo sé. Hablamos juntos de unas y otras cosas, como las
gentes en visita. Hasta el punto de que se cree obligada, en cuanto llego, a
coger un vaso del aparador y servirme de beber.
Si trato de analizar el sentimiento que se formó en mi mente respecto a mi
madre a partir de aquel día, creo descubrir en él una parte de admiración.
Pero, de una admiración sin calor, una admiración puramente intelectual.
En aquella época, yo no lo sabía todo. Aun ahora no conozco sino cabos
sueltos de la historia de nuestra familia, porque, también en mi casa, rige la
pauta de callar con pudor las verdades más esenciales.
Así, me decían:
—Tu abuelo era muy rico, pero tuvo muchos contratiempos. Tu madre ha
sido valiente…
Admitía esa valentía como un artículo de fe y porque cuadraba con el
aspecto físico de mi madre, pero hubiera sido incapaz de precisar en qué mi
madre fue valiente.
Ahora ya lo sé. A la muerte de mi abuelo, que era viudo, mi madre
contaba cinco o seis años y fue recogida por las Hermanas, en una especie de
obrador, si no he comprendido mal. Cuando tuvo quince años, las Hermanas
la colocaron como vendedora en un colmado de San Juan de Angely, un gran
almacén de dos escaparates, siempre un poco sombrío, que olía a café tostado
y ante el cual hemos pasado docenas y docenas de veces sin que una alusión
saliera de los labios de mi madre.
Parece ser que más bien la trataban como criada para todo que como
vendedora y que dormía en el granero.
Allí la conoció mi padre, lo que explica que una Tesson consintiera en
contraer matrimonio con un vulgar jornalero.
Una vez, una sola vez, no recuerdo a propósito de qué, mi padre descorrió
un poco el velo y me dijo:
—No debes olvidar jamás que tu madre ha pasado hambre.
Quien no lo ha olvidado es ella. Ni sus humillaciones.
¿Mi padre, sin ella, habría sido ambicioso, glorioso, como se decía en
Arcey? Lo creo. Poseía un terrible afán de vida y de goces. Estaba bien
decidido a no hacer de mozo toda la vida.
Pero su ascensión habría sido diferente. Comprendo ahora en qué
consistía la aportación Malempin y la aportación Tesson a la casa.
Comprendo también, con los años, la diferencia que existía entre nuestra
granja y las otras del país.
Esta diferencia era mi madre, era la gravedad, la dignidad que
comunicaba espontáneamente a todo lo que tocaba.
Comíamos en la cocina con el mozo y, sin embargo, a pesar de los
cuchillos de bolsillo que los hombres ponían sobre la mesa, esas comidas
constituían una verdadera ceremonia, lo mismo que en el comedor burgués
del tío Tesson.
Excepto Jaminet, que lo hacía a propósito, justamente porque estaba
impresionado, nunca he visto a nadie mostrarse grosero bajo nuestro techo.
El detalle parecerá quizás fútil. En las otras granjas, cuando llegaba
alguien de improviso, sacaban una botella de vino o de alcohol, según la
hora.
En casa, había ritos que nunca dejábamos de observar: el cartero, los
labradores de la vecindad, las gentes del campo, tenían derecho a vino
blanco; no obstante, si era domingo, si no se trataba de una visita imprevista,
sino de una invitación, se servía burdeos de marca; los gendarmes que venían
a veces con motivo de un robo de gallinas o con cualquier pretexto, eran
obsequiados con alcohol de la garrafa, una garrafa tallada, con su fuente de
plata y sus seis vasos de pie alto; la misma garrafa servía para todos los
hombres el primero de enero; en fin, algunas personas de la ciudad, como tío
Tesson, tenían derecho a un aperitivo de licor acompañado de pastas secas.
No he conocido, no obstante haber nacido en ella, la primera granja que
mis padres alquilaron, no en Arcey, sino en Sainte-Hermine, cerca de la casa
de tío Jaminet. Hemos pasado a menudo a menos de quinientos metros de
allí, pero jamás nos hemos desviado. Me han dicho que era una barraca
situada en pleno campo y que sólo tenía una pieza habitable; mi madre debió
de dar a luz en la cocina, una de cuyas puertas daba al establo.
Mientras hemos habitado allí, mi madre, cada mañana a las cinco, en
invierno como en verano, iba a la ciudad y distribuía la leche de puerta en
puerta. La víspera del parto, efectuó también su recorrido.
Estoy seguro, porque la conozco, de que entonces se mostraba tan digna
como en el piso de la calle Championnet.
¿La idea de comprar la granja de Arcey se le ocurrió a ella o a mi padre?
Tuvo que ser Guillermo, mi benjamín, quien me dijera un día, hace ya
algunos años, mientras hablábamos no sé de qué:
—Fue esta casa la causa de sus desdichas. Les costó demasiado cara.
Tuvieron deudas sin cuenta. Y vivieron siempre con la angustia de los
vencimientos…
¿Fue en el curso de uno de esos pánicos periódicos, cuando mis padres
decidieron librarse de Tesson?
Contrariamente a mi propia expectación, es con sincero desinterés cómo
me hago esta pregunta y trato de contestarla.
El crimen en sí mismo, si hubo crimen, no me conmueve y lo examino sin
horror.
Lo que me ha impelido a remover esos recuerdos es un sentimiento
complejo, que solamente se me aparece con cierta claridad a medida que voy
hacia delante. Esto ha traído su origen de Bilot, de la mirada pesada que fijó
en mí y del doctor Malempin, que descubrí en el espejo.
De todas formas poco importa. Me he enredado en unas zarzas que
desenmaraño y encuentro unas que siempre van más lejos y que cada vez
están más revueltas.
No se plantea la cuestión de saber si mi padre y mi madre tenían interés
en suprimir al cojo Tesson. Ello es evidente. En el pueblo, las gentes lo
presintieron. Lo que me asombra es que los magistrados no se dieran cuenta
de ello más pronto, porque, por lo que recuerdo, transcurrieron varias
semanas antes que mi padre y mi madre fueran llamados a San Juan de
Angely.
Lo que me sorprende más todavía es que tía Elisa, que no quería a mi
madre, no pusiera a los investigadores sobre esa pista.
¿Había olvidado la historia del pastel de manzanas y el impresionante
conciliábulo entre los dos hombres en el despacho de mi tío?
Éste nos había prestado dinero. No por espíritu de familia, claro está.
Debía de prestarlo a todo el mundo, a interés usurario. ¿No es eso lo que los
campesinos llaman un hombre de negocios?
¿Mis padres tenían necesidad de nuevas sumas para pagar otros intereses?
¿Solicitaban únicamente la renovación de los créditos vencidos?
¡Cómo me explico ahora el aire avergonzado de mi padre! Estaba
orgulloso de su fuerza, de su pujanza para el trabajo, de sus cualidades de
cultivador que nadie ponía en duda. ¡Y he aquí que sus manazas tenían que
manejar papeles espantosos, que su inmenso corpachón tenía que doblegarse
ante ese pobre hombre de Tesson!
No es injuriar su memoria decir que su espíritu no era lo bastante sutil
para esos tratos. ¿Cómo hacerle comprender que todo el producto de un
trabajo titánico iba a gentes que no hacían nada y que cuanto más penaba más
deudas contraía?
¿Es que en lo más hondo de su ánimo culpaba a mi madre?
Lo he pensado a menudo. Durante años, he tratado de reconstruir la figura
de mi padre, el hombre que más cuenta para mí, aquél también acerca del
cual sé menos cosas. A veces, cierro los ojos. Trato de volver a ver su cara y
no lo consigo. Evoco una silueta, más alta y más ancha, sin duda, de lo que
era en realidad. Me digo:
—Era así, con una nariz así…
Y la imagen apenas nacida se borra. Por Dios sabe qué fatalidad, no
solamente no poseemos un buen retrato suyo, sino una de esas siniestras
ampliaciones a lápiz que hacen, por el precio del marco dorado, los
fotógrafos que corren por los campos.
Cuando conoció a mi madre, debió sentirse orgulloso de pasear con una
joven de la ciudad, una joven instruida y fina, de maneras burguesas.
Tal como creo conocerlo, sintió también piedad. Se sentía dichoso de
proteger a los demás de saberse indispensable.
Probablemente nunca se dio cuenta de que, desde el principio de su boda,
no era en su casa sino un mozo de granja.
Se dio cuenta después, cuando era demasiado tarde. Tenía que dar cuenta
de lo que hacía, contar por menudo y en particular a donde había ido.
Las befas de tío Jaminet son sintomáticas. Éste adivinaba la situación.
Conocía a su hermano.
—¡Es un charlatán! —espetó un día.
Y, como para lo restante, he necesitado años para comprenderlo, pero no
he olvidado la palabra.
Jaminet quería decir que mi padre era fachendoso como todos aquellos
que en los pueblos se creen más fuertes que los demás. No he visto jamás a
mi padre en la posada, pero me lo imagino entrando con el aplomo del
personaje principal, gritando con más fuerza que todos (tenía una voz
estentórea) y dando su opinión sobre todo.
Amaba las aventuras, y se veía obligado a ocultarse.
¿A pesar de todo, no era, precisamente, de esta mujer a la cual temía de la
que estaba más orgulloso? A buen seguro que hubiera soportado de buena
gana más desorden, más desarreglo en casa, en nuestra vida. Ciertas
sujeciones le pesaban mucho.
Pero era gracias a esos constreñimientos que nuestra granja no era una
granja vulgar y que en Arcey no éramos considerados del todo como
campesinos. Se sentía la progresión hacia la burguesía campesina y, para
muchos, nuestra casa adquiría aires de solar.
Todo esto, ¡era mi madre! Es ella la que nos quería instruidos. Es ella la
que puso a mi hermana en pensión en La Rochelle. Es ella la que quiso que
ingresara en el Liceo y en la Universidad.
Un detalle insignificante: nuestros vestidos. Para mi padre, siempre
íbamos bien vestidos y era mi madre la que pugnaba para inculcarnos el gusto
por los trajes lujosos. Es ella aún la que, ante el menor chirle, llamaba al
médico, en tanto que mi padre ni siquiera hacía caso de ello.
Mi padre era de un egoísmo congénito. Apenas nos conocía, a mi
hermano y a mí, y de noche, en vez de ocuparse de nosotros, pensaba en los
ardides de que usaría el día siguiente para ofrecerse una «ganga» en cualquier
pueblo de los alrededores.
¿Por qué es a mi madre a quien siempre, aun ahora, pido mentalmente
cuentas? Son sus hechos y gestos lo que analizo instintivamente. Todavía no
he perdido la costumbre de mirarla fríamente como un juez.

No es posible que haya estado enfermo durante tanto tiempo. Sin


embargo, no volví a la escuela. El agua se había retirado, dejando por doquier
lodo y suciedad, residuos sin cuento y cadáveres de bestias.
¿Quizás no habían terminado las vacaciones de Navidad? No tengo
ningún recuerdo, por lo que hace a aquel año, de Navidad y de Año Nuevo.
Un día, el cartero trajo un papel verdoso que no iba metido en un sobre,
sino doblado y pegado con un sello, como aquéllos que se recibían para las
contribuciones y provocaban sombríos conciliábulos. Mis padres discutieron.
Yo estaba medio dormido cuando mi madre entró en mi cuarto y preparó mi
hermoso vestido, el que colocaban de noche en una silla con la ropa y los
calcetines, cuando al día siguiente teníamos que salir temprano.
Nos vestimos a la luz de la lámpara. Vistieron a mi hermano con el traje
de todos los días, pero lo subieron al coche con nosotros.
Este detalle, bien explicable, me asombró y, tal vez, asustó. Ya no sé lo
que me figuré, pero no estuve lejos de atribuir a mis padres intenciones
criminales con respecto a nosotros. El universo seguía siendo frío y húmedo.
Aún no había apuntado el día. Me envolvieron el cuello y la parte inferior del
rostro con una bufanda espesa y mi madre me dijo al depositarme sobre el
banquillo:
—¡Estate quieto!
Nos detuvimos en Arcey. Allí dejaron a mi hermano en casa de una
anciana, la tía Renaud, que vino para hacer la limpieza en casa durante el
parto de mi madre.
¿Por qué me llevaron a San Juan de Angely? No me lo explico aún. O,
más bien, pienso que, desde aquel momento, mi madre ha temido siempre
que yo hablara.
Apuntaba el día cuando llegamos a la ciudad. Mi padre se volvió un
instante para arreglar algo en el coche, y advertí que olía a alcohol.
Nos detuvimos delante de la estación. Yo tenía miedo de nuevo. Me
pareció que querían librarse de mí.
—¡Entra!…
No en la estación, sino en un café aún iluminado y donde no había nadie.
Nos sentamos ante una mesa polvorienta. Mi madre abrió un paquete que
contenía tostadas y nos sirvieron café que mi padre bebió con ron.
—Trata de ser bueno, en casa de tu tía…
¡Así, me llevaban a casa de mi tía! De vez en cuando, mi padre miraba la
hora en su gran reloj de plata. Poco después, descendimos del coche en la
calle del Chapitre, y mi padre desenganchó la yegua. Mi tía Elisa salió a la
escalinata, mi madre corrió hacia ella y cayeron una en brazos de la otra,
sollozando.
—¡Mi pobre Elisa!…
Yo, advertí una presencia detrás de las cortinas: la hermana de tía Elisa, la
cual desde aquel momento desapareció.
—¿Quieres guardar el muchacho un rato?
Tía Elisa me cogió la mano. Mis padres se fueron a pie.
Iban al Palacio de justicia, en donde por fin les habían convocado.
Por lo que puedo conjeturar, hacía tres semanas que mi tío había
desaparecido. ¿Por qué esa lentitud? No se debe olvidar que sólo se trataba de
una desaparición. Algunos pudieron creer en una huida, habida cuenta de los
rumores que corrían acerca de las costumbres de mi tío.
En cuanto a tía Elisa, supe después que no hizo denuncia alguna.
¿Era apatía de su parte? ¿Había examinado, ella también, durante cierto
tiempo, la hipótesis de una fuga? ¿Tuvo miedo a verse comprometida? ¿Su
hermana, que desconfiaba de la policía, le aconsejó que se callara?
No hay que olvidar tampoco la historia del testamento, que mi tío agitaba
con aire feroz con la punta de su dedo índice y que otros podían conocer.
Pero ya no se hablaba de ese testamento y tía Elisa era la única heredera.
La mañana que pasé en la calle del Chapitre fue una de las más
memorables de mi infancia.
Ignoraba por qué estaba allí. Mis temores de la madrugada no se habían
desvanecido del todo. Cuando entré en el comedor y vi a la mujer ya divisada
detrás de la cortina, sentí verdadero miedo.
Jamás había visto a semejante ser. Llevaba una bata de un color azul
agresivo que flotaba sobre su cuerpo enclenque. Cubría sus pies desnudos
con unas zapatillas que ella arrastraba por el piso. En fin, fumaba cigarrillo
tras cigarrillo.
—¿No tienes hambre? —me preguntó tía Elisa—. ¿Qué quieres comer?
Y entonces, sin motivo, me besó, me apretó contra su pecho caliente hasta
el punto de que me sentí impregnado de una misteriosa humedad femenina.
—¡Ya he comido, tía!
—¿Dónde has comido?
Enrojecí. Recordé el pastel. No quería confesar que nos habíamos
detenido en un café para comer unas tostadas.
—No sé…
—¿Ves como no has comido? Siéntate aquí… ¿Te gusta la miel?…
Ponía en evidencia ese cariño lacrimoso que las mujeres creen deber
manifestar después de las catástrofes. Me hacía comer a la fuerza. Me besaba
sin motivo aparente. Me decía:
—¡Cuando una piensa en tu pobre tío!…
Y hoy todavía me quedo estupefacto al pensar que fue allí, en esa casa,
cerca de esa mujer, donde mis padres me dejaron mientras iban al Palacio de
Justicia.
He examinado varias hipótesis. Contrariamente a lo que se podría creer,
raras veces, por no decir nunca, se me ha ocurrido pensar fríamente en esos
acontecimientos. Pero, a veces, ciertas imágenes han acudido a mi mente,
algunas de ellas bastante inesperadas.
Como, por ejemplo, mi padre y tía Elisa estrechándose entre sus brazos,
en esta misma pieza. Esa imagen la he visto en sueños muchas veces, con
largos intervalos.
¡Es posible! Incluso diría que lo deseo confusamente. Pero de eso a
suponer que tía Elisa encargara a mi padre que la librara de Tesson…
Creo que la explicación es más sencilla, que ella se ajusta más al espíritu
de la familia, a la atmósfera que nos rodeaba. Estoy seguro de que mi mujer,
que ha llevado una vida aún más familiar, lo comprendería fácilmente.
¿No es ésta la razón, entre otras, por la cual Juana pasa muchas horas por
semana en lo que ella llama su correo?
Con su gran caligrafía inclinada, escribe páginas y páginas a parientes
que ha perdido de vista, a amigos de infancia. Ignoro lo que se le ocurre
escribirles, pero esto constituye para ella un deber sagrado, como el enviar
tarjetas de participación.
Esto trae más su origen de la disciplina que de la mentira. La familia es la
familia y uno debe portarse de tal manera en tal o cual circunstancia. Por
ejemplo, en mi familia no nos besábamos una ni dos, sino tres veces; un beso
sobre la mejilla izquierda, otro sobre la derecha y de nuevo otro en la
izquierda.
Si ocurría una desgracia, uno debía obrar como en caso de desgracia. Y,
en caso de desgracia, la familia olvida necesariamente sus disputas y sus
odios.
He visto otro caso. La única hermana de mi madre, da la cual no me
hablaron durante largos años y de la cual me hablaron luego con palabras
encubiertas, casó con un camarero. El matrimonio vivía en Nantes y, si mi
madre escribía a tía Enriqueta, jamás aludía al camarero.
Pero, cuando éste fue operado (ignora de qué enfermedad), mi madre se
trasladó a Nantes sin vacilar. Es verdad que luego, una vez el tío restablecido,
no se habló más de él en las cartas o en casa.
Durante varias semanas hemos visto a tía Elisa con más frecuencia que
nunca. Las semanas, supongo, que duró la investigación. Y tía Elisa nos
recibía con un cariño fundente y cálido como un baño tibio, y en el aparador
hubo siempre un paquete de chocolate de nueces para mi consumo particular.
¿Mis padres tenían miedo?
¿Tía Elisa, por su parte, temía las sospechas?

Hemos desayunado en la calle del Chapitre. Tía Eva (tía Elisa me dijo que
la llamara así) se había puesto un traje sastre que la hacía más extraña, como
si estuviera de viaje.
Se hablaba del juez de instrucción y mi madre afirmaba:
—Es un hombre muy bien educado…
¿Han interrogado a mi padre acerca de sus negocios con dinero? Es
probable. En este caso, es mi madre la que debió responder, mientras mi
padre la miraría con admiración.
¿Les creen verdaderamente sospechosos de asesinato? Es probable
también. Me pregunto cuáles habrán podido ser las reacciones del juez ante
mi madre. Ella debió de impresionarle por su sangre fría. ¿Comprendió que
mi padre no existía al lado de ella?
No sé nada de todo esto, pero sospecho que mi hermano Guillermo supo
algo más, quizás de boca de mi madre.
Comimos palomos con guisantes. En la mesa se ha hablado de mi
hermana. Mi madre ha dicho:
—Prefiero que siga en La Rochelle, hasta que esto termine.
¿Por qué, de vez en cuando, me miraba, como queriendo adivinar en mi
cara lo que pudo haber sucedido durante la mañana? ¿Por qué, en cambio, mi
padre y tía Elisa evitaban mirarse el uno al otro?
—Debo dar al muchacho un recuerdo de su tío…
Y nos trasladamos, después de comer, al despacho inmenso y vacío. Tía
Elisa buscaba en torno suyo.
—Debo dar al muchacho un recuerdo de su tío…
Yo sólo pensaba en el reloj, un reloj de oro que Tesson se sacaba de vez
en cuando del bolsillo (era casi una ceremonia) y cuya doble tapa abría
lentamente. Después apretaba un muelle y el reloj daba la hora.
No se me ocurrió, ese día, que el reloj había desaparecido con el tío.
—¿Qué le daré?… Veamos…
—No busque más, Elisa —protestaba cortésmente mi madre—. Ya se
presentará otra ocasión…
Mi tía se obstinaba, miraba en torno suyo con una especie de angustia, se
precipitó, en fin, sobre una pluma fuente.
—¡Una estilográfica! Así se acordará de él.
—¡Es demasiado!… Ten cuidado, Eduardo… Da las gracias a tía Elisa…
Mis padres no volvieron a pensar en la pluma durante todo el día. Una
vez en casa, he tratado de llenarla. La pluma estaba sucia de tinta violeta
seca. La limpié con la minuciosidad que pongo en todas las tareas materiales,
y cuando quise llenar el depósito no lo conseguí.

¡Sí… eso es!… Cuando Bilot esté restablecido (toco madera) le compraré
un reloj de oro que dará las horas. Su madre, una vez más, me mirará sin
comprender nada de nada.
VI

M E ha pedido con fingida indiferencia:


—¿Sales?
No, viejecita, o mejor dicho, querida mía. Ocurre simplemente que esta
mañana he sido sensible a algo que olía a encerrado, a fiebre, a sudor, que
emanaba de mi piel. He tomado un baño y el sol me siguió hasta en la bañera.
Me afeité a contrapelo. Me he puesto mi traje azul marino, un cuello duro,
una corbata, puños y zapatos.
En el momento de calzarme, he titubeado, pero verdaderamente he
sentido la necesidad de tener en los pies otra cosa que la blandura endeble de
las zapatillas.
¡Y esto es todo! Morin se equivocó, también.
—¿Sales?
Y, al escucharla, uno podía creer que el enfermo era yo. ¡No salgo, no!
Por el momento, Bilot duerme con sueño profundo. No puede afirmarse que
esté fuera de peligro, pues las complicaciones más graves surgen con mucha
frecuencia hacia el décimo día. Al menos, el suero ha actuado.
De pronto, me miran casi con ceño. El sol cae del cielo y se mete en todas
partes. La ventana-balcón del salón está abierta de par en par. Veo, en la
acera de enfrente, a un tabernero con delantal azul que riega su pedazo de
terraza, a causa del polvo. Los ruidos de la calle me llegan en estado puro, y
yo, que no he salido durante muchos días del cuarto cerrado con las cortinas
bajadas, tengo la misma sensación que experimenta el que acaba de hacerse
destaponar los oídos.
Contrastando con mi elegancia, Juana lleva una blusa gris que se compró
anteayer para hacer la limpieza; anudado a su pelo lleva un pedazo de tela
gris y, hace un momento, en la cocina, la vi con guantes de goma. Va y viene,
abre y cierra puertas, provoca corrientes de aire, trae y se lleva escobas, palas
y cubos.
Han llamado. Ella va a abrir, pues aún no tenemos sirvienta. Vislumbro
en la penumbra azulada de la antesala el empleado de la lavandería que viene
todas las semanas a buscar la ropa sucia. Mi mujer y él inclinan el cuerpo
hasta un abultado montón de ropa y cuentan las piezas.
Otro timbre suena, el del teléfono. Cojo el auricular.
—¡Diga!
—¿El doctor Malempin? ¿Podría hablar con la señora Malempin?…
Es mi madre. Reconozco su voz, aunque deformada por el micro.
—Soy Eduardo.
Y ocurre como si yo turbara un poco el orden establecido. En la antesala
mi mujer levanta la cabeza. Mi madre, en la otra extremidad del hilo, no sabe
qué decir.
—¿No está Juana?
—Está ocupada.
No sucede nada extraordinario, lo sé. No sucede nada de nada. Mi mujer,
ocupada con exceso por la limpieza, ha tomado la resolución de no ir cada día
a la calle Championnet para ver a Juan. Se convino, pues, que mi madre
telefonearía por la mañana a las once y pasearía a nuestro hijo por el Bosque
durante una hora o dos.
¿Por qué en el Bosque? Porque el aire de Montmartre no vale nada. ¡Ya
hay demasiado niños mal cuidados que corren por las calles y Dios sabe qué
enfermedad pueden coger! ¡Eso es lo que dicen las mujeres!
—¿Bilot está mejor?
—Sí…
—Me alegro… Juan también… Di a Juana que telefonearé luego…
Aunque parezca increíble, ésta es la primera vez que oigo la voz de mi
madre por teléfono. Ella también y, por consiguiente, debe experimentar la
misma sensación que yo, reconocerme sin reconocerme de verdad, sentirme
tan lejos que sólo sabe balbucir:
—¡Bien!… Sí…, sí, hasta luego…
Mi mujer ha terminado con el hombre de la lavandería y se encuentra a
mi lado.
—¿No ha dicho nada?
Entonces sucede una cosa sabrosa, una cosa que es bien nuestra: ya que, a
través de mi mancha de sol, una suave sonrisa vaga por mis labios, Juana se
cree obligada a sonreír también, como se sonríe por educación a alguien que
no conocemos y que nos salude en la calle.
Luego reaccionó con rapidez y me preguntó qué quería para comer.

¿Se ha preguntado ya por qué me casé coa ella? Y, si se ha hecho esta


pregunta, ¿qué ha respondido?
Nos hallamos aquí, muy amables los dos, atentos el uno hacia el otro, en
este piso que es nuestro y que tiene hoy un aspecto aéreo, con sus ventanas
abiertas y los estremecimientos del aire que navegan en todas direcciones.
Pienso con toda exactitud, desde la mañana, que elegí una mujer como en
un catálogo. Ella no puede adivinarlo. No debe adivinarlo.
Pero, es verdad. Ella me ha recordado siempre esos anuncios redactados a
fuerza de abreviaturas: «Jo. dis. exc. ed. comp. d. am. d. hog. b. cab. p…».
«Joven distinguida, excelente educación, compositora, dulce, amante del
hogar, busca caballero para…».
Y es lo que yo quería. No es en vano que he hablado de catálogo. Cuando
se me ha ocurrido casarme, he pensado en esos catálogos que ostentan en la
cubierta a unas jóvenes dulces y alegres vestidas de punto o con esos trajes
que se hace uní misma según patrones de papel sedoso.
He evocado esas secciones enternecedoras: «El Correo de Babette»…
«Los Consejos de tía Mónica»…
Así, pues, fue a sabiendas, podría decir cínicamente, como fui al bulevar
Beaumarchais, donde las recepciones de mi profesor Filloux se parecían a las
que describen las novelas para muchachas.
«… casaría con caballero delicado, funcionario o profesión liberal, que
quiera a los niños…».
He llegado a serlo. Durante trece años, he sido tan escrupulosamente el
hombre con el que Juana pudo soñar, que a veces me ha observado con
disimulo y con cierta inquietud.
Sin embargo, yo ya era así antes de conocerla. Si he escogido la medicina
antes que cualquier otra profesión, ¿no es porque supone mejor que todas las
demás esa seguridad a la vez intelectual y material que yo apetecía costara lo
que costara?
Este mismo encarnizamiento de coleccionista, lo he puesto en los
menores actos de nuestra vida, en nuestras vacaciones de Bretaña, en las
comidas que solíamos dar, en las veladas de «bridge», en mis vestidos; y
nuestro mobiliario, la escenografía de nuestra existencia, podrían haber sido
también escogidos en un catálogo incluyendo las chucherías.
Cuando tuvimos a Juan, compré un aparato fotográfico y poseemos
fotografías de los niños en todas las edades, algunas de ellas ampliadas y
puestas bajo cristal.
Soy dulce. Todos los enfermos coinciden en decir que soy dulce. Ni llego
a pretender que esta dulzura sea artificial. Detesto el dolor y aún más el
espectáculo del dolor. Hago la imposible para evitárselo a mis enfermos y
también para evitarles ese dolor más cruel que es el miedo.
Se repite espontáneamente en el hospital:
—Con el doctor Malempin no sentirá nada…
Y nadie, ni mi mujer, ni mis colegas, ha sospechado nunca que esto fuera
una actitud deliberada. Pero no debo tampoco exagerar. Las palabras, con su
precisión, van siempre demasiado lejos.
Una comparación será más exacta. Un enfermo acostumbrado a su
enfermedad, sobre todo un enfermo que padece crisis agudas y sabe que una
de esas crisis puede producirse de un momento a otro, vive con prudencia,
anda a paso cauteloso, siempre dispuesto a replegarse sobre sí mismo. Intuye
que el mal está allí, en alguna parte; no sabe cómo ni cuándo se arrojará sobre
él y disimula, desconfía, va a tientas, como si esperara así engañar al destino.
Lo mismo que yo, él debe tener a veces la impresión de un universo poco
sólido y preguntarse si los objetos tienen verdaderamente la consistencia de
su aspecto, si lo real es bien real, si las voces son voces y si pertenecen a las
personas que abren la boca.
—¡La comida está servida! —anuncia Juana, que se ha quitado sus trapos
de trabajo y, para imitarme, se ha puesto un vestido bastante coquetón.
Como. Como mucho. Como tanto que mi mujer me mira de reojo y, para
disimularlo, esboza al punto una sonrisa.
La comida aún no ha terminado y yo ya pienso en mi cuaderno y me
alegro de bajar las cortinas.

Lo que debo decir, lo que tengo interés en decir con vehemencia, porque
en mi alma y conciencia creo que es verdad, es que los acontecimientos que
relato no son la causa de lo que sucedió luego.
En rigor, ¿qué sucedió? Cuando uno traza su propia historia, llega
fácilmente a creer y a hacer creer en un destino excepcional. Por mi parte,
estoy persuadido de que miles, centenares de miles de hombres, usan de
astucias como yo con el destino, se representan a sí mismos una comedia,
toman actitudes que juzgan ser las más adecuadas y las menos peligrosas.
¿Qué he hecho yo, en suma, sino perseguir obscuramente un instinto
familiar, el mismo que convirtió a mi abuelo en un notario de San Juan de
Angely, el mismo que empujó a mi madre arruinada hacia una vida burguesa
o al menos hacia su apariencia o su caricatura?
Así soy, así era antes de los acontecimientos de Arcey. La prueba de ello
es que la escuela, por ejemplo, me ha parecido siempre tan irreal como mi
piso actual. Apenas si me acuerdo de mis condiscípulos. Y me pregunto
cómo he podido pasar tantas horas, centenares de horas, en esa escuela
campesina, siendo impermeable a las cosas exteriores.
¿Por qué no he dicho nunca nada, jamás hecho una pregunta a mi madre o
a mi padre? ¿Por qué nunca, en lo sucesivo, cuando era tan fácil, traté de
saber?
Es verdad que sé. Acabé por volver a la escuela, con mis zuecos, mis
medias de lana hechas por mi madre, mi cesta y mi cartera a cuestas.
Aquella mañana, seguí el pésimo camino que conducía al pueblo,
lentamente, deteniéndome a veces, según mi costumbre. Conozco este estado
de ánimo, pues me ocurre aún, mientras ando, o corro en automóvil, o hago
no importa qué, quedar como en suspenso, y, en esos casos, no podría
precisar qué ensueño ha interrumpido la vida mecánica.
Había, a quinientos metros de nuestra casa, cerca de una hilera de álamos,
un terreno desfondado, a la izquierda de la carretera, donde las gentes
echaban la basura, un montón informe que olía mal, pedruscos y legumbres
podridas, viejos cubos, camas de hierro, botes de conservas y gatos
reventados.
Estaba completamente solo. Desde este sitio no se veía la granja ni el
campanario de Arcey, y siempre experimenté allí cierto malestar.
Sin embargo, me detuve allí. No recuerdo que me detuviera, ni de haber
ido de casa al montón de residuos, pero me acuerdo de una especie de
despertar brutal.
Miraba un objeto, acaso desde hacía un buen rato, y he aquí que este
objeto se convirtió en un puño redondo, pardusco. Distinguía el gemelo de
oro, con la puntita roja de un rubí, y lo reconocí. Ese gemelo, ese puño,
habían pertenecido a tío Tesson.
Me quedé aún allí, clavado en el suelo, estoy seguro de ello. Temblaba.
Tenía miedo. Estaba allí, con la mirada fija en ese pedazo de ropa blanca y
manchada. Luego eché a correr a pierna suelta. Tropecé con alguien al llegar
al pueblo.
—¿Adónde vas? —me dijo una voz gruesa.
Había llegado tarde. En la clase, repetían una lección en alta voz, y entré
en ese zumbido como en una catedral; oí al maestro que decía:
—Malempin, le pongo mala nota. Siéntese. Abra el libro de historia, en la
página veinte…

El período que sigue es más confuso. Lógicamente son imágenes de


primavera las que tendría que recordar, pues estábamos en marzo o quizás
abril. Nada de eso. De la casa, en esa época, apenas me acuerdo. Me parece,
no obstante, que mi padre se ausentaba con más frecuencia, que mi madre, a
veces, iba a esperarle al borde de la carretera y que hablaban en voz baja
antes de entrar en la cocina.
He oído hablar de un doctor. No ha venido a casa, pero mi padre ha ido a
consultarlo y desde entonces, en cada comida, tomaba unas gotas con medio
vaso de vino.
—¡No olvides tus gotas! —repetía mi madre.
Eugenio, el mozo, se fue al servicio militar y tomaron a otro criado de
cuyo nombre no me acuerdo y que se veía acometido por ataques de
epilepsia.
Para mí, estas semanas estaban centradas en el montón de basura. Ya no
me atreví a pasar demasiado cerca de allí. Me desviaba de camino y me
internaba en los campos, con preferencia en los sitios donde trabajaban los
cultivadores. Así, vuelvo a ver caballos gordos que se destacaban sobre el
cielo, hombres y mujeres que me miraban pasar por las tierras cultivadas.
—¿Por dónde has ido? ¡Tienes lodo hasta las rodillas!
No respondía. Me callaba. Jamás mi madre insistió.
No sabía aún que iba a abandonar la casa para siempre y ahora me turbo
cuando rememoro esa partida.
¿Qué hubiera sucedido de haberme quedado? Pero ¡cuántas cosas
ocurrieron para que esa marcha tuviera lugar!
En primer lugar, que mis padres y tía Elisa, contrariamente a lo que cabía
esperar, se reconciliaron después de la desaparición de Tesson. En vez de
romper las relaciones, como parecía lógico entre gentes que se detestaban y a
las cuales ya no unía ningún lazo, restablecieron la concordia.
Mi padre fue Solo, muchas veces, a la calle del Chapitre, sabiéndolo mi
madre, pues oí a ésta preguntar:
—¿Su hermana sigue viviendo con ella?
Para que yo abandonara la casa, fueron precisos cambios del todo
inesperados.
¿No hubiera sido lógico que tía Elisa, libre ya, aprovechara la situación
para llevar otra vida? ¿No se casó con mi tío por su dinero y ahora, a los
treinta y dos años, no se apresuraría a gastarlo?
Se decía antes:
—¡No fue por nada que se casó con un viejo como ése y aceptó pasar
algunos años en esa casa lúgubre!
Ciertamente, todo no estaba terminado. No he estudiado la cuestión, pero
he oído hablar de formalidades que debían durar muchos años, en espera del
acta definitiva de defunción. Sin embargo, mi tía gozaba del usufructo y de
una parte de la fortuna.
Sin embargo, a pesar de la presencia de su hermana, eran mis padres sus
confidentes, y cada dos o tres días, el cartero nos traía una carta enlutada
cubierta de una fina caligrafía de color violeta.
Tía Elisa se quejaba, lo supe por Guillermo, de que su hermana Eva fuese
mal educada, embarazosa e incómoda, y que por culpa de ella, de sus batas,
de sus cigarrillos, murmurara toda la ciudad.
Ignoro cuántas semanas vivieron juntas, en la gran casa llena de objetos
acumulados poco a poco por generaciones de Tesson.
Un día, Eva tuvo la osadía de invitar a su comandante, sin decir nada a su
hermana. Elisa encontró a los dos en la mesa, volviendo de la Salud, pues
frecuentaba la iglesia más asiduamente que antes.
Hubo una violenta discusión: se pronunciaron palabras gruesas, y Eva fue
echada de la casa con su comandante.

¿Sentía yo que ya casi no formaba parte de la casa, de la familia? En mi


memoria sólo encuentro neblinas, como el recuerdo de las horas grises
pasadas en una sala de espera.
Se ha hablado mucho de dinero. ¿Ocurría esto tan a menudo antes? Es
probable, dada la situación difícil de mis padres, que habían gastado el dinero
en cosas inútiles. Pero ahora yo aguzaba el oído. Y la palabra dinero adquiría
un sentido nuevo y me estremecía cada vez que la oía pronunciar.
Un hombre de negocios de Niort vino varias veces en automóvil y trataba
a mi padre y a mi madre con desenfado, mientras mis padres se deshacían en
atenciones. ¿Tenían necesidad de un nuevo préstamo?
Mi madre no había cambiado. No ha cambiado nunca. Jamás, en casa, ni
en la calle Championnet, una comida ha sido servida con cinco minutos de
retraso. Se ocupaba de sus vacas y de la casa como de costumbre y todos los
sábados a las cuatro hacía calentar el agua para nuestro baño; todos los
domingos por la mañana había un pollo asándose en el horno.
Mi padre era más gris, más apagado. Ya no nos dirigía la palabra, a mi
hermano y a mí. Ya no se preocupaba de nosotros. Ya no íbamos a San Juan
de Angely, los domingos, y esta jornada dominical, semana tras semana, se
volvía más insípida. Me ponían el traje bueno, por principio. Pero ¿qué podía
hacer yo?
—Vete a jugar afuera…
Me entretenía delante de la casa, al borde del camino, sin osar
ensuciarme. Jamás la tierra me pareció tan inútil. Unas barricas quedaron allí
después del invierno y evocaban la época en que los prados estaban
inundados.
Todos los sábados, tenía miedo del domingo y de todas esas horas que no
sabía cómo llenar y he aquí que un sábado, regresando de la escuela, encontré
a mi padre sentado en la cocina a donde no iba nunca cuando nos bañaban.
Aquélla era una hora especial, los cristales de las ventanas y de la puerta
estaban empañados. Como no había cortinas en la puerta, colgaban una vieja
manta, pues yo no quería desnudarme si me podían ver desde el exterior. Por
el suelo, sobre un paño, el gran cazo galvanizado y el jabón, el cepillo, la
piedra pómez.
Sobre la mesa, las tijeras para cortar las uñas, las toallas y la ropa limpia.
Reinaba un olor parecido al de los días de colada. Mi hermano Guillermo
estaba ya lavado. Mi madre le cepillaba los cabellos, después de haberlos
friccionado con agua de Colonia.
Mi padre estaba sentado en una silla, con un codo apoyado en la mesa, y
nos miraba con indiferencia. Mi madre fue la que habló, mientras estaba yo
en el baño.
—Ahora que ya eres mayorcito, hay que pensar en tus estudios… No te
sientes en el suelo, Guillermo, vas a ensuciarte de nuevo.
Y mi madre, que no había perdido la costumbre de lavarnos, me
embadurnaba la cara y las narices con jabón.
—En San Juan de Angely hay mejores escuelas que en el campo y tía
Elisa quiere ocuparse de ti…
Yo estaba metido en el agua caliente y azulada. Me dejaba manosear, con
los ojos cerrados, los nervios tensos.
—Mañana te llevaremos a San Juan e iremos a verte cada semana…
No dije nada. No lloré. A pesar del agua caliente con la que me duchaban,
estaba helado. Veía la chimenea, la estufa con la cazuela sopera y la manta
delante de los vidrios de la puerta.
—Tía Elisa te quiere mucho… Te cuidará mucho…
Debió transcurrir mucho tiempo, mientras mi madre me vestía como a un
bebé, y luego oí que decía a mi padre:
—¡Ya ves! ¡Ni siquiera ha reaccionado!
Comí mi sopa, pues sé que era sopa de lentejas. Pero ignoro lo que hubo
después. Es verdad que los sábados, después del baño, teníamos siempre, mi
hermano y yo, las mejillas ardientes, picazón en los ojos y una especie de
fiebre.
Nos acostaron. Durante largo rato, oí a mi madre que iba y venía y,
cuando entreabría los ojos, veía que ordenaba mis vestidos y mi ropa en un
cesto de mimbre. Lo que me produjo más efecto, en cierto momento, fue oír
una vaca que golpeaba con sus cascos el piso del establo y el caballo tirar de
su cabestro.
La luz permaneció encendida hasta muy tarde. Era de noche cuando
encendieron de nuevo la lámpara y entreabrí levemente los párpados.
Fue esa vez cuando vi a mi padre, en camisa, cerca de mi lecho. ¿Qué
sentimiento me impelió a no abrir los ojos, a fingir que dormía, a no mirar
sino a través de una delgada hendidura de mis pestañas?
Desde el momento que estaba en camisa es que acababa de levantarse. No
había apuntado aún el día, pues la ventana estaba obscura. Y tampoco era de
noche, pues no se veía luz en parte alguna.
¿Saltó del lecho sin hacer ruido, por temor a despertar a mi madre? ¿Por
qué tuve la impresión de que temía que yo hablara, de que se disponía a
ponerse un dedo sobre los labios?
Me miraba. Tenía la nariz atravesada, como cuando clavaba los burletes
en la ventana, pero esta vez la sombra de su nariz era más larga.
Ignoro si apagó la luz de golpe al ver un estremecimiento en mi cara, o si
me volví a dormir. Al despertarme, por la mañana, lo busqué
inconscientemente en el sitio donde estuvo por la noche. Le llamé:
—¡Padre!
La voz de mi madre me respondió, desde su cuarto, donde se estaba
vistiendo para ir a misa.
—¿Qué quieres? ¡Tu padre engancha la yegua!

¿Es que, capaz de registrar con intensidad ciertas impresiones, no por eso
era menos inconsciente? ¿Tal vez era ya más prudente?
Guillermo me ha repetido con frecuencia, y sólo podía hacerse eco de lo
que le decía mi madre, puesto que, por decirlo así, no me ha conocido:
—¡Tú siempre has sido falso!
¿Por qué falso? Sé lo que esta palabra significa para él. ¿Acaso yo era
falso? ¿Había falsedad en la mirada pesada que yo fijaba en mi madre y en la
manera fría como me dejaba besar por ella?
Me han reprochado que no llorara aquel domingo. Como tampoco el
sábado. ¿Qué saben ellos? ¿Qué sé yo mismo?
Ignoro si tenía la cabeza gacha, pero moralmente la inclinaba hacia tierra,
estaba aplastado por una sensación de castigo.
Otra palabra muy peligrosa de escribir. Porque, ¿de qué castigo se
trataba? ¿De una falta mía? ¿Porque no había dicho nada? ¿Porque no declaré
al gendarme?:
—No era miércoles…
¿Porque jamás he hablado del puño y del gemelo con cabeza de rubí? ¿O,
al contrario, porque me replegué sobre mí mismo, porque no había revelado
mi secreto y había mirado fríamente a mi madre?
Todo eso es más complejo, más infantil y, llegado a hombre —lo que me
asombra siempre—, no puedo expresarlo. Así, en la especie de
remordimiento que me ahogaba, había sitio para un pecado que sólo me
pertenecía a mí, para un recuerdo sucio y penoso.
Y, también, para una terrible mentira cometida el segundo año de clase.
Nos vendían a menudo libros que ya habían servido. De ahí que tuviera una
gramática sucia y desmantelada y que soñara con una gramática nueva, con
cubiertas rígidas, con páginas lisas y crujientes.
Un día, dije al maestro, con zumbidos en las sienes:
—¡Mi madre pide que me dé usted una gramática nueva!
Me la entregó. Esta gramática demasiado hermosa, que no me atrevía a
mostrar en casa, me hacía sufrir. Temía el momento en que, a fines del
trimestre, mandarían a mis padres la cuenta de las provisiones escolares.
Se pretende que los niños duermen a pesar de todo; sin embargo, estuve
muchas noches sin dormir antes de tomar una decisión heroica, la de ir a ver
al maestro, en la hora de recreo, y balbucear:
—Mi mache dice que le devuelva la Gramática…
Él la tomó. ¿Olió la verdad? Sin duda ya ha dejado de existir, pero aún
me acuerdo de esta falta y de esta humillación.
Estaba embutido en el coche. Nada podía ya cambiar…
Juro que no deseaba mal a nadie.
Me hallaba de nuevo en nuestro coche, pero no me percataba de que era
mi hermano el que estaba sentado a mi lado y permanecía tan insensible a lo
inmediato que soy incapaz, hoy, de decir si mi hermana estaba presente.
Edmée ha casado con un salchichero de La Rochelle. He visto su casa, un
día en que fui a cortar suturas en la región. La fachada era de mármol
azulado. Mi cuñado, que no he conocido, hizo construir una torre a diez
kilómetros de la ciudad, cerca de Chatelaillon.
Está muerto, hoy. Guillermo pretende que Edmée mantiene muy buenas
relaciones con su primer dependiente. Gozan de prosperidad. Edmée está
gorda y rosada. Tiene una hija que sigue los cursos de la Facultad de Letras
de Burdeos.
Ellos se escriben. Se ven de vez en cuando. Guillermo está al corriente de
todo esto. Los hilos, entre ellos, no han sido cortados y forman parte, por
decirlo así, de un mismo cuerpo.
Esta mañana mi mache estaba desorientada, porque yo respondí al
teléfono y no supo qué decirme. Me ha dicho instintivamente:
—Telefonearé a Juana, luego…
¡A Juana que no conoce Arcey y que elegí en un catálogo!
Guillermo ha pretendido también:
—¡Estabas muy contento de abandonar la casa!
¡Porque esto me permitió estudiar, como dicen ellos, mientras Guillermo
se vio obligado a ganarse la vida desde los dieciséis años!
Entre mis piernas había, introduciéndose en mis pantorrillas, el cesto de
mimbre que contenía mis cosas. Si hizo sol, no lo vi. Unos pueblos se
levantaban, uno no sabe por qué, en el verdor sombrío de los prados y de los
pantanos… Unos caballos plantados de dos en dos cerca de las vallas, uno
apoyando su cuello en el cuello del otro y mirando Dios sabe qué… Gentes
vestidas de negro, mujeres que corrían a la iglesia, muchachas y muchachos
que reían sin razón…, y así a lo largo de la carretera, durante kilómetros y
kilómetros, con, a veces, una granja como la nuestra, blanca y solitaria, en el
verdor sucio, con algo de estiércol a su alrededor…
En San Juan de Angely el coche se detuvo ante una pastelería. Mi madre
se apeó. Volvió con un enorme paquete de pasteles. La señorita que la sirvió,
a la que vi desde mi asiento, a través del escaparate, llevaba un delantal
blanco almidonado, un delantal como mi madre debía de llevar cuando fue
vendedora en el colmado.
La portada. El patío, siempre el mismo, salvo que los rosales florecían.
Pero sus flores no me dejan otro recuerdo que los adoquines y la tierra negra,
de los macizos, que la escalinata y los ocho cristales de la puerta coronada
por una linterna.
—Entrad… —decía tía Elisa—. ¡Si supieran lo contenta que estoy!…
¡Estoy tan sola!…
Me cogió de los hombros, me hizo andar delante de ella, con ella.
Tomaba ya posesión. Mi madre, melosa en extremo, recomendaba a mi
hermano:
—¡Límpiate bien los pies!
Había traído, entre otras cosas, un pastel de almendras, porque a mi tía le
gustaban, y ninguna de las dos parecía acordarse del pastel de manzanas.
Sólo mi padre no sabía dónde meterse. En aquella casa ya no existían
para él las mismas proporciones, la misma solidez. Se mostraba torpe,
vacilaba entre los distintos sillones y sillas.
—Sentaos… Os haré preparar una buena taza de café… Cuando pienso
que no hace mucho mi pobre Tesson…
Mi madre, como los demás, miró el sillón del tío de la misma manera
como los curas inclinan el cuerpo con respeto familiar y mecánico, cada vez
que pasan por delante del tabernáculo.
—¡Me siento tan sola, en esta casa tan grande!…
Todos fijaban en mí la misma concienzuda mirada. Reinó luego un
silencio y tía Elisa suspiró.
VII

D EBIERON idear un plan completo, cuchicheando entre dos puertas,


haciéndose señas detrás de mí, con esa ingeniosa torpeza de las
personas mayores que juegan al misterio. Lo consiguieron, en suma, porque
me encontré solo en el comedor, ante la mesa aún puesta, y se cuidaron de
colocar en mi plato un gran pedazo de pastel que no lograba terminar.
Fue la yegua la que los traicionó al resoplar mientras la enganchaban. Tía
Elisa estaba fuera, en la obscuridad, con ellos. Antes de que yo tuviera
tiempo de bajar de la silla, la puerta se cerró (era la primera vez que oía,
desde el interior, el estrépito producido por la puerta de entrada al cerrarse
por la noche).
Permanecí sentado, con los dedos en la nata. Cuando tía Elisa volvió, yo
miraba la pera barnizada que, en la extremidad de un cordón de campanilla,
colgaba de la lámpara. Me besó muchas veces y me dijo, con voz falsa, cosas
ridículas.
—Eres un hombrecito, ¿eh? ¡Sí, sí! ¡Sé que eres valiente! Sé también que
mantendremos excelentes relaciones los dos, ¿verdad, Eduardo? Espero que
no te infundiré miedo. ¡Di! ¿No me tienes miedo?…
Hablaba, hablaba, y yo la miraba con triste estupor. Luego subimos al
primer piso. Para circular de noche por esa casa complicada, llena de recodos,
de puertas imprevistas y de armarios, era necesario tocar una serie de
interruptores con los cuales nunca daba pie con bola, tanto más cuanto que
ciertos conmutadores estaban colocados demasiado arriba.
—¿Ves, Eduardito? Éste es mi dormitorio. Tú dormirás muy cerca y
dejaré mi puerta abierta. Así no tendrás miedo.
Mi dormitorio debió haber servido mucho tiempo antes, en una época en
que bastantes niños vivían en la casa, porque contenía, además del lecho
corriente que me habían preparado, dos camas-cuna y una cuna, sin contar,
encima de un armario, un número considerable de cajas para sombreros
apiladas hasta el techo.
—¿Quieres que te ayude a desnudarte?
—No.
Luego, como si quisiera demostrarme difícil de conformar:
—No tengo mi camisa de noche.
Fue a sacarla del cesto que contenía mis cosas y se veía, por la manera de
manipular mi ropa blanca, que nunca había tenido hijos.
No he llorado, he permanecido tranquilo, obstinado, con los ojos abiertos.
Oía a mi tía que estaba ocupada en su toilette, se acostaba en el gran
dormitorio y apagaba la luz. Algún tiempo después, mi corazón latió, al oír
que se levantaba con precaución y que se acercaba, con los pies desnudos, en
la oscuridad, a mi puerta entreabierta.
Susurró:
—¿Duermes?
Suspiré con fuerza y esto la hizo incurrir en un error, dio una vuelta al
conmutador y preguntó, inclinándose hacia mi cama:
—¿Lloras?
—No.
—¿Tienes miedo? ¿Quieres venir a mi cama?
—No.
Me pregunto si, esa noche, tía Elisa no deploró haberme admitido en su
casa.

A medida que mis recuerdos se hacen en conjunto más precisos, como los
de este período, pierden mucho de lo que tengo deseos de llamar
materialidad. Verdad es que, de la casa de la calle del Chapitre, me llegan aún
olores, sonidos, reflejos del sol sobre los objetos, pero esto no forma el
plasma espeso y cálido en el cual yo evolucionaba en Arcey.
Desde luego, aquel ambiente, no lo he vuelto a hallar, y, sin duda, una vez
fuera del terruño, uno no lo vuelve a hallar nunca. Todo se vuelve luego más
nítido, pero más inmaterial, como sobre una fotografía.
¿Fui desdichado al lado de tía Elisa? ¿Fui feliz? Lo ignoro. Los meses y
los años se confunden: me es difícil determinar lo que sucedió en los
primeros días de mi estancia en su casa y lo que sucedió después; además una
gran parte de mis jornadas las pasaba en la escuela, otra haciendo mis deberes
y lecciones y otra, en fin, copiando tarjetas postales a la acuarela.
Lo que predomina es el recuerdo de un ser ligero, inconsistente: tía Elisa
iba y venía en la casa y en la vida como un espíritu. Reía, sonreía, se volvía
grave, se enfadaba y siempre parecía aérea.
Olvidó pronto de tratarme como a un niño, casi en seguida, y me hablaba
como a una persona mayor, me hablaba horas enteras, o más bien creo que se
hablaba a sí misma en mi presencia.
—Me pregunto si hemos de continuar tomando criadas que no hacen nada
en todo el día y que son unas ladronas. Sé que la casa es grande, pero si
tuviera solamente una asistenta cada mañana un par de horas… ¿Qué
ensuciamos, los dos?… Y, además, doy mi ropa a la lavandería.
Hablaba, hablaba. Aunque ella permanecía inmóvil en la silla o en el
sillón, uno sentía que su espíritu iba errante de una parte a otra sin conseguir
fijarse.
—¡Debes comer mucho! Compréndelo, no quiero que tu madre diga que
viniste a casa para enflaquecer. Mañana, iremos a la farmacia para pesarte.
Me interesa que cuando tus padres vuelvan hayas ganado dos o tres kilos…
Yo no analizaba nada, y, sin embargo, no la consideré jamás como una
persona mayor. ¿Diré que en mi actitud había algo como de protector?
—¿Qué coméis de noche en tu casa? ¿Sopa?
—Sopa y queso…
—¿Tu madre pone nata en la sopa?
—Según…
En su casa era distinto. Mi tía era glotona, pero sólo por lo que hacía a
ciertos platos, por ejemplo, la langosta de mar en lata. Comíamos también
cantidades impresionantes de pasteles y, entre las comidas, chocolates y
caramelos.
—¡Come, Eduardo! No comías tanto en tu casa. A tu edad hay que
fortalecerse.
Se le ocurría a menudo palparme como a un pollo, para asegurarse de que
mis brazos, mis hombros, adquirían consistencia.
—Cuando llegaste, estabas fofo…
Me inscribió primero en la escuela municipal, sin reflexionar, porque era
la más próxima, y de ella me ha quedado la imagen de un inmenso patio
rodeado de rejas.
Durante un mes y algo más, debí vegetar como una larva sentado en mi
banco, y el maestro, sabiendo que procedía de una escuela pueblerina, no se
tomaba la molestia de ocuparse de mí. Pronto observaron, sin embargo, que
sabía siempre mis lecciones, que retenía todo lo que el maestro decía.
Me acuerdo de una anécdota de aquella época. Hace algunos años, en
Beuzec-Conq, durante las vacaciones, encontré en la playa a un muchacho
gordo y sanguíneo que me llamó por mi nombre y luego me presentó a su
mujer cuando salía del baño. Era Bouchard, el hijo del zapatero de San Juan
de Angely, convertido en dueño de un garage, no se dónde, en Îlle-et-Vilaine.
—¿Te acuerdas de los caramelos?
No lo recordaba. Mi tía, cuando yo salía para la escuela, tenía la
costumbre de llenarme los bolsillos de chocolate y bombones, sobre todo de
caramelos. Como ya estaba harto de ellos, pronto me saciaba. No conocía a
mis condiscípulos, ni los juegos que jugaban en el recreo. Según Bouchard,
yo erraba lentamente por el patio solo, meneando la cabezota, deteniéndome
ante un muchacho, como, en el campo, me detenía ante un árbol o ante un
pájaro. Tenía el aspecto de reflexionar, de pesar el pro y el contra; y, por fin,
iba hacia adelante, tendía un caramelo y decía:
—¡Es para ti!
Según Bouchard, esto no representaba de ninguna manera un intento de
acercamiento, ni una delicadeza. Pretende que yo tenía un aspecto grave,
solemne, que de esta manera parecía cumplir con una especie de rito
misterioso.
El segundo año ya era uno de los mejores alumnos de mi clase, pero no
uno de esos alumnos a los que los maestros estiman y ayudan. Mi carácter,
mi trato, no eran atrayentes. Estudiaba sin fiebre, sin fantasías, pesadamente.
Retenía las cosas, porque lo retenía todo sin querer.
De la misma manera retenía las frases de tía Elisa, pero estoy seguro de
que no les daba importancia y que ello no me dolía. Mis padres venían a
verme algunas veces, el domingo. No me alegraba de esas visitas y tal vez me
eran desagradables.
Hay que creer que, en mi casa, los negocios iban mal. A mi padre y a mi
madre se les veía preocupados. Mi tía llenaba a mi hermano de pasteles,
luego lo atraía hacia los rincones para atiborrarle los bolsillos de golosinas.
—Toma. Comerás eso mañana…
Compadecía a mi madre, según su humor. Suspiraba:
—¡Mi pobre Francisca!…
Y le daba, a ella también, paquetes de chocolate o un viejo pantalón de su
marido para que con él cortara calzones para Guillermo.
—¡Sí…, sí! ¡Tómalo! Aquí no sirve para nada…
Luego, al día siguiente u otro día, me decía:
—Cuando tu madre viene a verme, es siempre para pedirme dinero o
sacarme alguna cosa…
La palabra dinero acudía sin cesar a sus discursos. La obsesionaba. De
noche inspeccionaba todas las puertas, las cerraba con llave y suspiraba:
—Cuando se tiene dinero, nunca se está seguro…
Las frases están grabadas en mi mente, como las primeras lecciones
aprendidas de memoria en la escuela y que uno puede recitar cincuenta años
más tarde.
—¡Las gentes envidian mi dinero!…
A veces, al final de las comidas, con los codos apoyados en la mesa, me
miraba con ojos velados:
—¿Tú me quieres, al menos? ¿Tú me quieres por mí y no por mi dinero?
Había observado que después de comer, sobre todo por las noches, mi tía
suspiraba más profundamente y se enternecía con facilidad. Emanaba de su
persona como una neblina caliente y es ahora cuando comprendo, pensando
en la cantidad de alimentos que ambos devorábamos, el sentido de la botella
de vino que nos bebíamos entera.
—¡Bebe! Esto fortalece…
Quería absolutamente infundirme vigor.
—No vale la pena decir a tu madre lo que comemos. Cuando te pregunte
si hago sopas, di que sí. ¿Comprendes?
A mi tía no le gustaba la sopa, le gustaba menos prepararla y nos
hartábamos de langosta de mar, de tortas en lata, de jamón, de pollos fríos y
de pastelería. Hasta que teníamos la cabeza pesada, y pesada de vino, con
picazón en los ojos. Y mi tía me explicaba sus negocios como a un hombre.
—¡Es terrible para una mujer quedarse sola a mi edad! ¿En quién puedo
confiar? Todo el mundo envidia mi dinero, y tu pobre tío ya no está aquí para
aconsejarme…
Al principio no hablaba de ello en demasía. Fue luego cuando eso se
convirtió en obsesión.
—No consigo desembrollar las cuentas que me dejó, y si no fuera por el
señor Dion, que se preocupa…
El señor Dion da forma concreta a un período que evalúo en dos o tres
meses. Por lo que puedo juzgar, era el primero o segundo pasante de un
notario, pero por su cuenta venía después del trabajo a casa de mi tía y trataba
de desenredar sus negocios.

¿Constituyó esto una tentativa instintiva de evasión? Durante largo


tiempo, con una seriedad, una paciencia que existen más a menudo de lo que
se cree en los niños, pasé todos los recreos, de cabo a rabo, mirando a los que
jugaban al fútbol.
Se llamaba así a una veintena de muchachos que tenían un balón y a los
que se reservaba una parte del patio; y el maestro de los mayores se ocupaba
de sus juegos, metiéndose en uno u otro bando.
Me aplicaba en ocultar mi envidia, que debía traslucirse en mi actitud. No
quería pedir las reglas a nadie y reflexionaba horas enteras en ciertas jugadas.
No tenía ningún camarada. Estaba solo. Y he aquí que un día en que estaban
formando los bandos y faltaba un muchacho, yo me adelanté, impregnado de
lo que hoy me parece solemnidad.
—Yo, si queréis —dije.
—¿Sabes jugar?
—¡Sí!…
Entonces me arrojé con ímpetu como si me lanzara hacia la vida. Es éste
un recuerdo único que ninguna palabra puede expresar. Todo yo ardía. Mi
aliento era fuerte y ardoroso. Corría a pierna suelta y mis sienes latían, mis
ojos brillaban, mi ser se animaba hasta el extremo de que no veía los límites
del juego, ni el patio, solamente al maestro de los mayores, que me miraba, y
del cual dependía mi suerte, porque él decidiría si volvería a jugar o no.
Siento aún, cuando tañó la campana, el estremecimiento que persistía en
mi cuerpo como las vibraciones de un gongo.
Jugué los días siguientes. Fui a la escuela el jueves por la tarde para
seguir jugando. Sabía, sentía, que iba a ser el más fuerte, el más hábil, que ya
corría más de prisa, que…
Luego, de súbito, una mañana, después de unos quince días, la
campanada me sorprendió inmóvil, vacilante en medio del patio que se
vaciaba mientras los alumnos se alineaban delante de las clases. Una voz me
llamó:
—¡Malempin!…
Tenía mal gusto de boca y todo se movía, todo se borraba. Me
transportaron al despacho del director. Me acostaron en el suelo. Vino un
doctor, que decía sin cesar:
—¡Pobre chico!…
Luego habló al director. Le preguntó:
—¿Quién es?
—Vive en casa de una de sus tías, en la calle del Chapitre. Esa dama cuyo
marido ha desaparecido…
El doctor me acompañó a casa. Nos veo a los dos andando por la calle a
la hora en que debería estar en la escuela.
—Has de saber, niño, que en la vida no se debe querer hacerlo todo a la
vez…
Llamó. Mi tía preguntó qué sucedía. Él contó la historia, después me
descubrió el pecho y me auscultó.
—He aquí a un muchacho en pleno crecimiento y no muy fuerte de
pecho. Uno de esos días llévelo a mi consultorio, examinaremos esos
pulmones con más detención…
Redactó una receta. Durante cierto tiempo me hicieron tragar pócimas
azucaradas y tuve que ir varias veces a casa del doctor, pero ya no me
acuerdo de nada más.
Solamente que, después, mi tía me repitió:
—Recuerda lo que el doctor ha dicho: nada de ejercicios violentos.
Y me alimentó hasta la saciedad, hasta el punto de que sentía vértigo al
sentarme cerca de la estufa después de cenar.
Me ocurrió a menudo despertarme de noche al oír ruido de pasos y, al
principio, tuve miedo. En cuanto me oía gritar, mi tía encendía la lámpara y
me preguntaba:
—¿No has oído nada? Es abajo, en el despacho. No es la primera vez que
esto sucede…
Estaba asustada y se refugiaba a mi lado, se quedaba durante largo tiempo
sentada al borde de mi cama, con un chal sobre los hombros.
Han tenido que transcurrir años y años y, además, ha sido preciso que
terminara la carrera, para que una frasecita adquiera un valor de diagnóstico.
—Tu tío sabía demasiado, ¿sabes?…
Estoy persuadido de que era verdad. Me pregunto qué sabía mi tío, qué
secreto terrible poseía el pie de piña, pero no osaba preguntarlo a mi tía. Era
aquél un terreno prohibido, sagrado.
—Es porque sabía demasiado que ellos le han hecho desaparecer…
¿No resulta extraño que yo, que lo sabía todo, me dejara impresionar y
acabara por creer en una conjura contra Tesson?
Algunas veces me he preguntado si, al principio, esto no fue un juego por
parte de mi tía. Sí, en efecto, me preguntaba si, de noche, cuando había
comido bien, bebido bien, cuando estaba blanda y húmeda y se aburría
mirando el reloj mientras yo me sumía en mis libros, no se divertía creando
una atmósfera fantástica en torno nuestro.
Decía por ejemplo:
—Cuando vuelvo los ojos bruscamente hacia su sillón, tengo la impresión
de que está allí, de que estará allí, de que un día nos quedaremos atónitos los
dos viéndole allí, tranquilamente sentado, con su sonrisa misteriosa…
¿No jugaba yo también a tener miedo? Contemplaba el sillón, mal
iluminado, y me estremecía, hacía un esfuerzo para pensar en mi tío.
—¡Tú no sabes cómo era!… No era un hombre como los demás… Yo me
hallaba en cualquier parte de la casa y, de súbito, volvía la cabeza y le veía de
pie detrás de mí, cuando estaba segura de no haberle visto ni oído entrar.
Era la época de la señora Caramachi, porque hubo varias épocas: la época
del señor Dion, con sus visitas nocturnas y sus cuentas en las que se sumía;
después la señora Grisard, una dama distinguida, viuda de un oficial, que
venía todas las tardes con su punto de aguja. Ignoro cuánto tiempo duró la
señora Grisard, pero la vuelvo a ver y siento el olor a aguardiente de caña y
había siempre ovillos de lana y bordados que se arrastraban por los rincones.
Aquella amistad terminó como todas las experiencias de tía Elisa.
—¡Qué mezquino es el mundo! Sólo venía para estar al comente de mis
negocios y, si se lo hubiese permitido, ella se habría preocupado de mis
inversiones.
Algunas semanas más tarde, llegó el turno de la señora Caramachi, una
enorme italiana de ojos magníficos, que podía estarse horas en el sillón
hablando con volubilidad, sin ni siquiera mover su meñique mantecoso.
Mi tía la encontró en el colmado o en la lechería. Ignoro qué hacía en San
Juan de Angely, pero era una mujer que tuvo sus contratiempos. Echaba las
cartas. A veces, traía una botella de vino Asti espumante.
—Fue muy rica antes. Ha tenido hasta cinco sirvientes. Los leguleyos la
arruinaron…
Una palabra que no olvidaré fácilmente: los leguleyos. Porque había
también leguleyos en las cartas.
—El cartero… Una carta… El leguleyo…
¡Mi tía esperaba la continuación, jadeando! Lo que no le impidió la
semana siguiente poner de patitas en la calle a la señora Caramachi
acusándola de ladrona.
Daba y volvía a tomar con la misma facilidad. Las asistentas, los
primeros días, no salían de casa sin los brazos cargados de cosas o el delantal
lleno. Luego, mi tía decía:
—¡Otra mendiga! Sólo me sonríe para obtener algo…
Y, por fin:
—Después de irse, faltaba una tableta de chocolate en el armario. ¡Estoy
segura de que fue ella! Después de lo que he hecho por sus hijos…
Y mi tía se sentía desdichada y se indignaba. Se arrebataba, se volvía
grosera, echaba en cara a las gentes lo que había hecho por ellas.
Ignoro si hubo progresión o escisión brusca, pues las visitas de mis padres
me dejaban un amargo sabor de extranjería. No me interesaba tampoco por
mi padre, cohibido por cierto recuerdo.
—Si te hubieras quedado en casa de tus padres, serías aún un campesino.
Yo quiero que llegues a ser algo. ¿Qué preferirías ser? Si yo fuese un
hombre, quisiera ser notario, porque así uno roba a los demás en vez de ser
robado por ellos. ¡Cuando pienso que no puedo saber en qué estado se
encuentran mis cuentas! Lo embrollan todo adrede. Saben que no soy más
que una pobre mujer…
Un día en que dormíamos juntos, con la pera del timbre colgando entre
los dos, como de costumbre, me dijo de pronto:
—¡Dime, Eduardo!… Sé que aún eras pequeño…, pero ¿no has oído
hablar de la cantidad que Tesson prestó a tus padres?
Creo que me puse muy pálido. Respondí como si mintiera:
—¡No!
Pero no mentía. Ni siquiera tenía la certeza de que mi tío nos hubiera
prestado dinero. Mis padres nunca hablaron de ello delante de mí.
Lo que me espantaba era mi tía, era su manera brusca de decir alguna
cosa, de preguntar algo, como si ella fuera un ser extraordinario, como si
leyera en el pasado o en el porvenir. Yo lo mezclaba todo, sus espantos que
me contagiaba, los ruidos que oía, Tesson que ella esperaba siempre
encontrar sentado en su sillón, las gentes que odiaban a mi tío porque sabía
demasiadas cosas y las cartas de la señora Caramachi, con el cartero y el
leguleyo.
—Estoy segura —enunciaba apaciblemente— que tus padres me han
hecho trampas. No importa. Ellos lo pagarán, porque no tendrán un céntimo
de mi herencia…
¿Por qué hablaba de su herencia, cuando era más joven que mi padre, de
la misma edad que mi madre?
—Todo el mundo me hace trampas. Creen que no me doy cuenta de nada,
porque soy una buena mujer. ¿Tú también me harás trampas?
—No, tía.
—No te dejaré tampoco mi herencia, porque serían tus padres los que se
aprovecharían de ella, ¿comprendes? Se imaginan que se trata de dinero que
les pertenece. Me han considerado siempre como una extranjera, como una
intrigante, pero, ahora que tienen necesidad de dinero, me miman… Sobre
todo, tu madre… Ella lleva a tu padre por la punta de la nariz…
Me espanto hoy poniendo así unas a continuación de otras, después de tan
largo tiempo, las frases que mi tía espetaba con su voz blanda, inconsistente,
fijando su mirada siempre indecisa en un punto cualquiera.
—Si tu madre no tuviera tanto orgullo, hace tiempo que hubiera vendido
su granja y alquilado una explotación más pequeña… Mientras Tesson vivía,
se decían que algún día heredarían…
¿Ha entrevisto la verdad? Es posible, pero me doy cuenta de que esto no
tiene importancia, pues ella era incapaz de detenerse largo tiempo en una
idea.
Flotaba, dulce y vaga, harta de langosta y de dulces, un poco borracha de
vino, y yo tuve que compartir su embrutecimiento sin saberlo.
Tenía a un nuevo leguleyo, un verdadero notario, esta vez el doctor
Gamache, al cual iba a ver varias veces por semana. Las ventanas de su casa,
cerca de la escuela, estaban guarnecidas con cristales verdes.
—He hecho algo por ti. He colocado una pequeña suma a tu nombre, para
que puedas de todas formas proseguir tus estudios.
¡A mi nombre! Durante un año, quizás, estas palabras me hipnotizaron.
Busqué en vano su significado. Me preguntaba por qué, cómo una pequeña
suma podía estar a mi nombre, y la incógnita me asustaba.
—Es inútil hablar de ello con tu madre cuando venga. Se las compondría
para «birlártela»…
Eva, una vez, ha bajado de un automóvil conducido por un joven que
siguió su camino. Hubo reconciliación. Durante dos días, Eva ha dormido en
el cuarto de su hermana y el olor de sus cigarrillos ha reinado de nuevo en la
casa. Luego volvieron a disputar. Oí a Eva chillar:
—Estás loca, ¿sabes? ¡Si hubiese justicia, sé dónde estarías ahora!
La puerta fue cerrada tan violentamente que un cristal voló hecho añicos.
Fue en ese año cuando pasé en casa los quince días de vacaciones. Casi
no me acuerdo de ello. La casa era vulgar, sin vida. Mi padre estaba siempre
fuera y, cuando volvía, gruñía a propósito de nada. Mi madre también me
pareció diferente, más cerca de lo que ella es hoy que de mi madre tal como
la había conocido. Mi hermana jugaba a jovencitas y convertía en misterios
cosas que yo no comprendía. Mi hermano Guillermo se pasaba todo el día en
el pueblo. Habían vendido la mitad de las vacas y el nuevo mozo era más
sucio y más insolente que los anteriores.
¿Existen, en los niños, períodos de entorpecimiento? Pasé varias veces
cerca del montón de basuras y no me fijé en él. No observé nada. Me aburrí.
Lo que más me chocó fue que no había en la casa un sitio apropiado, para
instalarme con mi caja de acuarelas y las tarjetas postales que copiaba a lo
largo y a lo ancho de la jornada.
Volví a ver a Jaminet. No escuché lo que decía y hoy me pregunto si es
exacto, o es una ilusión, que su hija se casó con el hijo de un molinero de los
alrededores.
No sé ya si es en Royan o en Fourras donde mi tía Elisa pasó las
vacaciones. No hubo necesidad de movilizar a toda la familia para llevarme
de nuevo a San Juan de Angely. Mi padre me subió al coche, me sentó a su
lado, un día de mercado, y había dos ovejas balantes detrás de la banqueta.
Perdí la ocasión de hablarle, de mirarle. Se detuvo muchas veces durante
el trayecto para beber un vasito e hizo restallar, de vez en cuando, el látigo.
¿Podía prever que ésta sería la última vez en que le vería a solas?
—Entra, Arturo —dijo mi tía.
Me besó tres veces, como de costumbre, sin prestar atención en ello, y me
chocó un cambio sufrido en el olor de la casa.
—¿Qué tomas? ¿Un vasito de Cointreau?…
Levanté los ojos. Mi tía estaba ante el aparador, manoseando los vasos.
—No sé si opinas como yo, pero pienso que Eduardo está en edad de ir al
Liceo…
Un vacío. Mi padre y mi tía hablaron durante largo rato. Es posible que
en cierto momento desearan mantener relaciones más íntimas. Ya no
pensaban en eso. Mi padre estaba obeso y falto de vigor. Mi tía miraba a
menudo el reloj.
—Tranquiliza a tu mujer, que desconfía siempre. He pensado en todo y
procuraré que una pequeña suma…
¿Besé a mi padre cuando se fue? Noté en la cocina la presencia de una
nueva criada a quien llamaban Rosina y que me observaba con curiosidad.
Fue a ella a quien pregunté:
—¿Quién ha de venir?
—¿Por qué?
—Porque hay tres cubiertos.
—¡El señor Reculé, naturalmente!
Mi tía me explicó, algo más tarde, cohibida:
—Es un señor muy bien educado, muy honesto, hasta demasiado honesto,
pues de no haberlo sido tanto hubiera tenido más éxito en sus negocios. Se
ocupa de mis asuntos. Va a venir esta noche y la semana próxima te
presentaremos en el Liceo…
Se estremeció al oír el picaporte de la puerta de entrada. Arregló sus
cabellos, echó una ojeada a la mesa puesta.
—Deseo que seas amable con él… Te quiere mucho ya…
¿Qué me imaginaba? No lo sé, pero sentí despecho. Vi entrar a un
hombre que era una copia exacta del señor Dion, en moreno, un hombre de
una cuarentena de años, un bloque, con el pelo duro, los bigotes rizados bajo
unas narices peludas.
—¡Éste es nuestro amiguito! —dijo estrechándome la mano con vigor.
Luego le vi inclinarse, coger la mano de mi tía y besársela.
Yo estaba estupefacto.
VIII

L A cosa empezó como una roedura de ratón, tanto más difícil de situar
cuanto que la ventana-balcón estaba abierta de nuevo, así como todas
las puertas del piso. Yo iba vestido como la víspera, exactamente. Me hallaba
en el mismo sitio, en la misma mancha de sol, y casi esperaba el telefonazo
de mi madre. Es una manía que he conservado desde la infancia la de intentar
reproducir con minuciosidad los momentos felices, o simplemente eufóricos.
Quién sabe si esto no es más complejo y más profundo, si no se trata de una
tentativa inconsciente de crear, por medio de la repetición de detalles
insignificantes, un hábito, una tradición, iba a escribir un pasado familiar.
Juana se ocupaba de la limpieza, como la víspera. Estábamos bastante
contentos los dos y nos sonreíamos mutuamente.
Mi mujer ha sido la primera en notar el ruidillo ratonesco, una carta que
alguien intentaba deslizar por debajo de la puerta y que pasaba difícilmente
debido al espesor de la alfombra. No nos movimos. Mirábamos el ángulo del
papel blanco que luchaba contra la resistencia, cedía, se replegaba, intentaba
introducirse por el lado izquierdo, aumentaba de tamaño por último. Juana
cogió la carta, me la tendió y suspiró:
—¡Es de tu hermano!
Sin acritud, debo reconocerlo, de modo que una persona extraña hubiera
podido creer que una carta de mi hermano era como otra carta cualquiera.

«Mi querido Eduardo:

No me atrevo a subir a tu casa, porque soy padre de


familia, yo también, y no tengo derecho a exponer a mis hijos
al contagio. Sin embargo, es absolutamente necesario que te
hable. Esta vez, la cosa es verdaderamente grave. Te espero
abajo.

Tu afectuoso hermano,

Guillermo».

Tendí la carta a mi mujer. De momento no dijo nada. Resignado, fui a


coger mi sombrero en el perchero y hasta que abrí la puerta Juana no me
preguntó:
—¿Llevas tu cartera?

En la calle hacía el mismo tiempo que la víspera, el mismo sol, las


mismas zonas de sombra en su sitio hasta la extremidad de la terraza recién
regada del tabernero.
Miré en ambas direcciones. Recuerdo a un joven que andaba con la
chaqueta al brazo y cuya camisa producía una mancha deslumbrante.
Pero fue de la sombra, como debí suponer, de la tienda angosta del
tabernero, de donde salió la voz de mi hermano.
—¡Voy!…
Experimenté cierta contrariedad, lo confieso. Conozco de sobra esta
tabernucha, porque está enfrente de mi casa. Su dueño nos proporciona leña y
carbón. La patrona padece un bofio. Esto no tiene nada de particular.
Yo sé lo que digo. Son apenas las diez de la mañana y, por más que
Guillermo se trague muy de prisa el contenido de su vaso para que yo no vea
lo que hay dentro, he adivinado el color opalino. ¡No es un borracho!
Siempre que ha de esperar cinco minutos, tiene necesidad de entrar en una
tabernucha como ésa, de beber un vaso de cualquier cosa. Se encuentra allí
como en su propia casa. Sin esforzarse mucho se familiariza con el patrón o
la patrona, con los clientes, sean quienes sean.
Sale enjugándose los labios y está cohibido. Cree que ha de mentir.
—Debía hablarte por teléfono…
Luego, sin transición, compungido:
—¿Cómo está el pequeño?
—Bien…
—Está fuera de peligro, espero. Tuve noticias por mamá. Parece ser que
es Morin quien…
Andamos uno al lado del otro. Guillermo, movido siempre por el sentido
del deber, prosigue.
—¡Esto ha conmovido profundamente a mi mujer! Si no hubieras
prohibido las visitas a causa del contagio…
Todo esto es absolutamente falso, pero Guillermo se creería deshonrado
si no manifestara emoción. Su mujer nos detesta a todos sin excepción, a mi
madre, a Juana, a mí, sin excluir a mis hijos. Sabe que entró por la fuerza en
la familia y que no nos interesa verla ni encontrarla.
Es una historia que debía ocurrirle a Guillermo. He olvidado en qué
ciudad hizo su servicio militar, creo que era Valenciennes. Salía todas las
noches con una hija del país. La joven quedó embarazada. Su padre y sus
hermanos, obreros de fábrica, le amenazaron con hacerle el «paquete» si no
se casaba con ella. No conozco persona tan obstinadamente vulgar como esa
mujer, y los hijos están mal cuidados, el matrimonio es la personificación del
desorden, el piso está lleno de chillidos desde la mañana a la noche.
—¿Qué querías decirme?
—Escucha, Eduardo… Supongo que me conoces, que me sabes incapaz
de cometer una porquería…
Hace tiempo que no me he hartado de sol y de vida como lo hago a lo
largo de esa acera, de esa empalizada donde brillan anuncios multicolores, y
se me hace difícil tomar en serio a mi hermano. ¿Incapaz de una porquería?
¿Por qué?
—¡Habla! —dije con cierto cansancio.
Cometo el disparate de añadir:
—¿Cuánto?
—¡Bueno! ¡Siempre el dinero! ¡Tú piensas en seguida en esto! Tu mujer
y tú me consideráis como un mendigo…
Si continúa, llorará. Le conozco. Se indigna, se enternece, llora por
encargo, a menos que sean sus aperitivos lo que aflora a sus ojos. Y, sin
embargo, se parece a mí, en rubio, con el cráneo más desguarnecido, los
rasgos más borrosos. Me siento siempre cohibido cuando le miro y me
pregunto si soy tan flojo como él.
—He tenido que hacer un esfuerzo, te lo juro, para venir a verte, y, de no
ser por mis hijos, no habrías oído hablar jamás de mí…
Va mal cuidado. Sus zapatos son gastados. Si discuto, va a recordarme
con amargura que no tuvo mi suerte, que ha conocido la miseria al lado de mi
madre, mientras yo terminaba apaciblemente mis estudios.
He tratado de ayudarle durante largo tiempo. Hace algunos años le hice
entrar como ayudante-preparador en un laboratorio, pero dos semanas
después se hizo insoportable, quejándose de que le trataban con altivez los
químicos que sabían menos cosas que él.
—Acaba —le digo suavemente.
—¿Tienes una cita?
—¡No! Voy hasta el hospital…
He dicho esto para acabar de una vez, para no andar indefinidamente por
delante de mi casa.
—Te acompaño… Ha ocurrido en el teatro un drama espantoso… Ayer,
ajustando cuentas con el delegado de la Sociedad de Autores, hemos
comprobado que faltaban…
Duda. Duda sobre la cifra. Luego, miente, según su costumbre. Me mira
de reojo para saber hasta dónde puede llegar.
—¡… Dos mil! Soy responsable. Si a mediodía esa cantidad…
Se le ve en el semblante una sensación de alivio. Para él lo más duro ha
pasado. Como no protesto, cree tener ya los dos mil francos, tanto más cuanto
que me ve hurgar en mi cartera. Pero sólo saco cinco billetes de cien francos.
—Es todo lo que puedo hacer, por ahora…
No se atreve a regocijarse demasiado abiertamente. Dice:
—Trataré de arreglármelas, de obtener un plazo para el resto…
Me acompaña un trecho más.
—Di, Guillermo…
—¿Qué?
—Es que…
Nos hemos detenido al borde de la acera, para dejar pasar los coches, y
decido:
—¡Nada!
—¿Qué querías preguntarme? Sabes, Eduardo, que puedes tener
confianza en mí, que yo me haría matar por ti, que si tropiezas con
dificultades…
—¡No! ¡Nada!…
Quería simplemente preguntarle detalles sobre la muerte de mi padre,
sobre lo que pasó en Arcey en esa época. Pues apenas si sé de qué murió mi
padre. Y conozco casi mejor al señor Reculé que al ser que me dio la vida.
¿Empecé a llevar en el Liceo del cual era interno una vida más personal?
¿Estaba simplemente en una edad de vida vegetativa? Lo que sé de esa época,
lo sé mal, con huecos y, sin duda, con deformaciones.

El señor Reculé no empezó en seguida a vivir en casa de mi tía. Querían


casarse, pero tropezaban con dificultades debido a la desaparición de Tesson.
A pesar del miedo que le infundía la opinión pública, mi tía acabó por tomar
al señor Reculé como supuesto inquilino y meterlo oficialmente en un
cuartito del segundo piso.
Cuando yo pasaba la noche en casa, dormía, efectivamente, encima de mi
cabeza y oigo aún sus pasos por el piso; me pregunto todavía, por qué se
paseaba arriba y abajo durante una hora antes de meterse en la cama.
Un día mi tía me anunció con aire de misterio:
—Estarás unas semanas sin verme…
Se fueron juntos. Recibí una tarjeta postal de Niza representando la
escollera y el Casino con azules y rosas inauditos. Al dorso, había:
«Besos de tu tío y de tu tía».
Se habían casado. Tía Elisa me lo confesó a su regreso y el señor Reculé
se instaló, al fin, en la gran cama. Casi a renglón seguido, mi tía se mostró
inquieta, nerviosa. Se ponía ahora polvos en la cara, mal, sin duda, porque
eso le daba un aspecto limar. Venía a verme en el locutorio.
—No digas a tu tío que me has visto… ¡Toma! Mete esto en tu bolsillo…
No hables de ello…
Me alargaba bombones o algunas monedas. Miraba hacia atrás temiendo
haber sido seguida.
—No es un hombre como los demás… Lo comprenderás más tarde…
Cuando pienso en mi pobre Tesson…
No tengo nada de preciso que reprochar a mi tío. Me recibía bien, con esa
gravedad que le era peculiar. Sin embargo, sus ojos sombríos, brillantes, de
largas pestañas, siempre me han infundido pavor y ahora le descubro, Dios
sabe por qué, un cierto parecido con Landrú.
Hay un recuerdo que podría aclararme muchas cosas, pero es vago, tanto
más vago cuanto que, avergonzado, he hecho todo lo posible para olvidarlo.
Fue en una de esas noches de permiso que pasaba en la calle del Chapitre,
donde siempre tenía mi cuarto. Había ya dormido. Oí murmullos, ruidos y vi
una luz que se filtraba por debajo de la puerta. Entonces me acerqué a ésta,
pegué un ojo a la cerradura, vi a mi tío en camisa, de pie, y a mi tía, de pie
también.
—¡Pide perdón, puerca! —gruñía él—. ¡Quiero que pidas perdón! ¡De
rodillas! ¡Más rápido! ¡Arrástrate, ahora!
Estaba demasiado trastornado para darme cuenta de lo que sucedía.
Juraría que el señor Reculé no estaba encolerizado, que hablaba fríamente,
con una voz bastante velada.
—Pido perdón… Me arrodillo… ¡No soy más que una miserable criatura
y merezco que me peguen!…
Pero él, de pronto, preguntó:
—¿No has oído nada?
Dejó plantada a mi tía, se dirigió hacia la puerta de comunicación, con sus
bigotes rizados que producían una mancha muy negra en medio de su cara.
Me eché en la cama y me cubrí la cabeza.

Mi vida no estaba allí, menos aún en Arcey. Mi madre venía de vez en


cuando a verme, a veces con mi padre, y yo intuía que las cosas no iban bien,
pero no tenía interés en saberlo.
En cuanto a mi tía, se mostraba siempre más agitada, más emocionada. La
movilidad de su mirada me cohibía. Mi propia mirada era huidiza, pues no
podía olvidar la escena del dormitorio.
—¡Si supieras, pobre Eduardo!… ¡Pago mis pecados!… Esto es un
infierno… Ese hombre me pega… ¡Un día, me matará!
Y, sin transición, con una alegría sorda:
—¡Pero me lo pagará!
Siempre esta inestabilidad; su pensamiento era como ciertos pájaros que
se posan no importa dónde, pero un segundo nada más, para posarse en
seguida en otra parte y volver a volar.
—Más tarde, cuando seas notario, tú nos vengarás a todos… A
propósito… Lo olvidaba… Te he traído caramelos… ¡Escóndelos!…
¿Por qué esconderlos?
Una vez, dos meses más tarde, lloraba, sorbía, con los ojos enrojecidos en
su cara lívida. Se hubiera dicho que era una niña crecida demasiado de prisa,
o, más bien, una monstruosa muñeca inconsistente.
—¡Es terrible, Eduardo!… Si lo contara, no me creerían… Me tratarían
de loca…
Debía de tener doce años en esa época. Me era imposible comprender
algo, y de ahí que me viera más sorprendido, más aplastado, por la rapidez de
los acontecimientos. Un jueves llegué a la calle del Chapitre. La puerta no
estaba cerrada. Vi a un desconocido en el umbral, pero no hice caso. En el
vestíbulo, al pie de la escalera, el señor Reculé había adoptado una postura
extraña. Apoyado con los dos brazos en la pared, tenía metida la cabeza en
ellos y su espalda se veía sacudida por violentos sobresaltos; lloraba, lanzaba
verdaderos gritos.
—Ven aquí, Eduardo…
Era mi madre, que acababa de abrir la puerta del comedor y me introducía
en esa pieza. Tenía los ojos encarnados, ella también. Entreví a la gorda
señora Caramachi, que bebía una taza de café.
Encima de nosotros, andaban, forcejeaban en el cuarto de mi tía.
—¿Por qué no estás en el liceo? —preguntó mi madre, pensando
visiblemente en otra cosa.
—Es jueves…
No había vuelto a cerrar la puerta. Desde el cuarto, el estruendo pasó a la
escalera. Los estertores del señor Reculé se amplificaron más hasta parecerse
a los aullidos de una bestia, de noche, en el bosque. Descubrí un espectáculo
confuso, una mujer, mi tía, que unos hombres se llevaban a la fuerza, que se
debatía entre sus brazos y que trataba de agarrarse a las paredes, a las puertas,
a cualquier cosa. Mi madre volvió la cabeza. La señora Caramachi se puso a
llorar.
Por fin, crujió una puertecilla. Un automóvil que no había visto al llegar,
se alejó. Mi madre se persignó y, después de vacilar, declaró:
—¡Tu pobre tía está loca! ¡Nos hemos visto obligados a internarla!
El señor Reculé no entró en el comedor. Fue a esconderse en algún rincón
de la casa.
—No debes venir más aquí —decretó mi madre—. No debes ver a ese
hombre… ¡No es ya tu tío!…
Comimos. En todos los dramas de familia, se acaba por comer. La señora
Caramachi se quedó Desconfiaban de mí, pero oí frases sueltas de la
conversación: se trataba del señor Reculé, que pegaba a mi tía y la había
enloquecido a fuerza de malos tratos. Hasta creo que se dio parte a la
autoridad, que hubo un principio de encuesta.
Luego, unas semanas más tarde, se supo que mi tía había muerto en el
asilo. Ignoro por qué razón no me dejaron ir al entierro. Ignoro también
dónde está enterrada tía Elisa.
Lo más extraordinario del caso es que ella hizo todo lo que había
anunciado. Por testamento, me dejaba una suma de veinte mil francos, si no
me falla la memoria, destinada exclusivamente a pagar mis estudios hasta la
edad de veintiún años. Esta suma, movida por su odio a los hombres de la
ley, mi tía la confió al administrador del liceo, a quien encargaba que cuidara
de mi sostenimiento.
En cuanto al resto de la fortuna de Tesson, fue legado a la Sociedad
Protectora de Animales.
Se celebró un largo proceso. Mi pobre tía Elisa, sin embargo, consiguió,
una vez muerta, ganar la partida.
Casi al mismo tiempo, el administrador del liceo me hizo llamar a su
despacho, me obligó a sentarme, se puso grave y dulce, me dijo con énfasis:
—Ahora que usted es un hombre…
Ya lo sabía. No puedo precisar por qué, pero lo sabía. Le miré duramente.
—Es necesario que sea valiente, que pienso…
No me inmuté. Con la mirada rígida, dejé que llegara hasta el fin. Mi
padre había muerto, repentinamente, no en casa, sino en casa de su hermano
Jaminet, a quien había ido a saludar.
—No sufrió… Bebía un vaso de vino blanco con unos amigos… Soltó el
vaso y cayó hacia adelante, fulminado…
Cuando llegué allí y le vi sobre el lecho, no pude besarle. Tuve miedo.
Tenía prisa, lo confieso, por abandonar la casa.
A esto alude siempre mi hermano.
—¡Tú no has conocido los malos momentos de la familia!
Es verdad. No he querido conocerlos. Sé que mi madre y mi hermano
tropezaron con graves dificultades económicas, que hubo escenas sórdidas,
que mi madre fue muchas veces a suplicar al administrador que le entregara
una parte de la suma que heredé.
Lo vendieron todo de mala manera. Era el invierno. Empezó un período
aún más turbio y del cual no se habla jamás en la familia, sino por alusiones.
¿Mi madre se colocó realmente como sirvienta? Una sola vez, en el curso
de una disputa, Guillermo ha pronunciado la palabra, pero, por lo general, se
decía ama de llaves, se hacía creer que mi madre vivió con unos viejos, en
Niort, más bien como una amiga.
Luego, hubo que encontrar una suma insignificante, mil doscientos
francos, y para conseguirla se necesitaron semanas. Se trataba del depósito de
garantía exigida por la gerencia de una cooperativa.
El negocio se llevó a cabo. Era una pequeña tienda pueblerina, en
Dompierre, dos vitrinas con especiería y granos y, en el interior, una hilera de
botas: vino negro, vino blanco y petróleo. La puerta, al abrirse, hacía sonar un
timbre y mi madre salía de la cocina, esbozaba una sonrisa resignada,
dolorosa, preguntando a una niñita que llevaba un cántaro o una bolsa:
—¿Qué quieres?
En cuanto a mí, no se me consideraba ya como de la familia y no volví a
ocupar mi lugar en aquella casa, lo recuerdo con pena.

He aquí lo que reviste importancia: he efectuado el trayecto casi sin


darme cuenta, he cruzado la portada donde reina una perpetua corriente de
aire, he debido, o juraría, dirigir una seña amistosa al portero y he empujado
la puerta guarnecida de vidrios, he seguido el largo pasillo embaldosado. Una
voz asombrada, feliz, me dice:
—¡Doctor Malempin!
Es la señorita Berta, mi asistenta, vestida de blanco, con una pluma en la
mano. Quisiera hablarme, interrogarme, pero primero ha de terminar su
trabajo. Por lo menos, echando una ojeada, comprueba que estoy bien, que en
mi rostro no se lee ninguna mala noticia.
—Firme aquí… —dice.
Hay en la oficina, de muebles claros y encerados, una mujer y un hombre.
La mujer, sin sombrero, es delgada, de edad indefinida, deformada por una
maternidad de seis o siete meses. Mira en torno suyo con temor y se vuelve
sin cesar hacia su marido, uno de esos campesinos venidos a París para
trabajar como peones.
—¿Dónde debo firmar?
Él es desconfiado. Me espía, preguntándose cuál es el papel que
desempeño. No sabe cómo sostener la pluma.
—¿Solamente el nombre?
La mujer lleva un montón de vestidos y otras cosas envueltas en un
pañuelo y sé lo que significa esto. Por una sesgadura del enorme pañuelo
atado con cuatro nudos, diviso un color azul intenso que sobrepasa, seda viva,
y reconozco la muñeca que traje una tarde.
—¿Esto es todo? —pregunta el hombre, obstinado, empujando a su mujer
hacia la puerta.
Interrogó a la señorita Berta con la mirada. Ella lo comprende. Sabe que
he visto la muñeca. Hace que sí con la cabeza. Murmura:
—Anteayer… No ha sufrido casi… No quería soltar su muñeca… ¿Pero
en su casa, doctor?
Trata de alejar la nube. Por la primera vez, no ha comprendido del todo.
Pienso en mi enfermita de la cama 11, claro está, pero no como de costumbre,
no como cree la señorita Berta. Acabo de ver a su padre y a su madre que está
de nuevo en cinta, ¿por cuarta vez? Y es en función de este hombre y de esta
mujer que…
—¿Sabe usted?, le pido noticias, pero las tengo, porque me he permitido
telefonear todos los días al doctor Morin. Parece ser que su hijo se ha
defendido valientemente y que está fuera de peligro…
¡Resulta curioso, para un médico, ver que le hablan a él como él habla a
los enfermos! Diríase que ella quiere suavizarlo todo a mi alrededor. Me
asombro de ver flores en mi despacho. Las colocan allí todos los días, es
cierto, ¿pero no resulta conmovedor comprobar que las han colocado no
estando yo allí?
—¿Quiere visitar las salas?
Sacó una de mis batas del armario. Desdobló la tela almidonada.
—Tenemos muchos nuevos… Tengo que avisar a Gerbert…
Es uno de los internos. Vamos los tres, de lecho en lecho.
¿No es extraño que haya vuelto a casa exactamente a la misma hora que
de costumbre y que no me acuerde de haber maniobrado el ascensor ni de
haber buscado la llave en mi bolsillo? Es un milagro que esté en mi bolsillo,
porque no debía salir. Me despierto, en suma, en el momento de introducir la
llave en la cerradura y pienso solamente que no tenemos sirvienta. Cuelgo mi
sombrero, cruzo la antesala, el salón que, a las horas de consulta, sirve de sala
de espera.
No anduve a propósito sin hacer ruido. ¿Quise, inconscientemente,
plagiar la ligereza del aire, eso día?
Me detengo. No me esperan. No saben que estoy aquí. El cuarto de Bilot
está abierto. Mi mujer, durante mi ausencia, ha subido las cortinas. Voy de
puntillas para ver y diviso el lecho, mi hijo sentado, con la espalda apoyada
en dios almohadones.
Ellos no sospechan nada. Ellos se creen solos. Bilot sonríe. Sonríe
confiadamente, diríase que sonríe a los ángeles y tiene ese modo de entornar
los párpados que hace su sonrisa tan desarmante que nunca se le ha podido
reñir.
Ya no hay redomas sobre la mesita de noche. Diríase que ya no hay
enfermedad en el cuarto, que se la ha expulsado como se echa el polvo o el
humo. No tengo necesidad de dar un paso, me basta con mover hacia adelante
el torso para descubrir otra cara, la de Juana.
¡Ella entorna los párpados exactamente como Bilot!
Sonríe como él. Sonríe como si no tuviera edad, con una sonrisa en estado
puro.
No me doy cuenta en seguida de lo que hacen. ¡Ah, sí! Bilot mueve los
dedos de una mano, mi mujer avanza la boca para mordisquearlos y él los
retira, amedrentado. El ríe. Ella ríe.
No me han oído. No se oyen más que a sí mismos. Bilot la mira como si
ella fuera el mundo entero, y Dios, y él mismo por añadidura, como si ella lo
fuera todo, toda seguridad y toda alegría.
¿Es verdad que hago una mueca, que yo…?
Juana ha cogido un meñique entre sus dientes, mejor dicho, entre sus
labios, y sus ojos…
Sus ojos cambian de pronto, las pupilas se inmovilizan, se ensombrecen.
Todo se sosiega. Todo se apaga. Ella levanta la cabeza. Cohibida, adopta otra
actitud. Pregunta:
—¿Estás aquí?…
Toso. Desvío la mirada. No puedo mirar allí donde ellos están. No sé lo
que digo, pero digo cualquier cosa, muy de prisa, porque es necesario que
hable muy de prisa. Muevo un objeto. Estoy a punto de cerrar la ventana,
porque esto me daría tiempo para…
Y, de pronto, tengo miedo, me acomete el pánico, pienso en el cuaderno
que debí dejar sobre la mesa.
Juana, de pie ante mí, me pregunta:
—¿Has ido al hospital?
¿Cómo lo ha adivinado? ¿Por qué esto le agrada?
—¡Sí! He ido allí…
¿Ha leído? ¿No ha leído? Quisiera hacerle una pregunta insidiosa para
informarme. Y, tontamente, pregunto:
—¿No vino nadie?
Me pregunto si no ha comprendido, si no lo hace adrede para
tranquilizarme:
—Solamente, Morin… Ha estado aquí más de una hora… Está muy
satisfecho del giro que ha tomado…
¿No se da cuenta ella de que no sé qué hacer, ni dónde meterme, que no
me atrevo a entrar en el cuarto de Bilot, como si temiera, con mi sola
presencia, romper alguna cosa?
¿Es culpa mía? ¿Qué es lo que sé de ella?
He hecho todo lo que he podido. ¡Hace doce años!, ¡qué digo!, ¡veinte
años, treinta años, que ando de puntillas, que apenas me atrevo a respirar a
fondo!
Porque he aprendido que todo es frágil, todo cuanto nos rodea y todo lo
que tomamos por la realidad, por la vida, la fortuna, la razón, el sosiego… ¡Y
la salud también!… ¡Y la honradez!…
Ciertos días, si me hubiese abandonado…
Esto nada tiene que ver con Tesson, con mi padre, con mi madre, con mi
tía, con todos los Reculé del mundo…
Sé… Siento…
Y he aquí que ya me angustia el pensar que Juan está en casa de mi madre
y que ardo en deseos de tenerlo aquí, entre nosotros.
¡Es necesario, es absolutamente indispensable cerrar muy de prisa el
círculo!
Es necesario andar de puntillas, prudentemente…
Es necesario trazar humildes contornos y declararse a sí mismo, con
fuerza:
—Esto me pertenece… Ésta es mi casa… Éste soy yo, para siempre…
No ignoro que los sentidos de Juan se despiertan precozmente y que esto
supone…
Le hablaré.
En cuanto a mi mujer, desde la semana próxima, la haré radiografiar,
debido a su duodeno…
Yo mismo… He pensado a menudo en la muerte brutal de mi padre. Es
evidente que si se trata de…
¡Esto sería, desde luego, demasiado fácil! Como el día en que creí que
bastaba comprar un coche nuevo y ponerlo en marcha para poseer, a la vez, el
Mediodía y el sol.
¿Acaso tía Elisa, que se casó con el viejo y feo Tesson para…?
Y mi madre, que…
Mi padre…
El sol, oblicuo, parte el salón en dos. Mi mujer ha corrido a la cocina,
donde el estofado se quema. Bilot dice, solito en su cama:
—¿Qué me has traído?
Y estoy allí sin saber qué responder. Me siento avergonzado. He llevado a
mi enfermita del 11 una muñeca.
Una respuesta afluye a mis labios. No me atrevo a decirlo. Esto no tiene
sentido. Esto pertenece a todo un fárrago de cosas que quisiera aniquilar.
—¡Yo!
Y traduzco, celoso por la mirada que dirigió a su madre y que no fija en
mí, cohibido por las preguntas precisas que traducen sus pupilas:
—Iremos a pasar las grandes vacaciones en el Mediodía…
Toco madera, tontamente. Me digo que debo quemar el cuaderno, y sé
que no lo quemaré.

FIN
La cabeza de José

(La tête de Joseph).


L A historia de la cabeza, la auténtica —porque después se han pregonado
otras que no eran verdaderas, sino en parte, o que eran falsas de cabo a
rabo, por gente que no ha puesto nunca los pies en Colón o en Panamá—,
comenzó en casa de Julio, precisamente un martes, poco antes de las ocho de
la mañana. Ahora bien: en Colón, como en otras partes, es una buena hora,
cuando por las puertas abiertas las escobas repelen hacia el sol los residuos de
la víspera y de la noche, y de los trapajos sacudidos en las ventanas se
desprende un polvo tenue; cuando los unos trabajan ya y otros duermen
todavía, percibiendo, a través de las persianas, de los mosquiteros y de su
sopor, los ruidos familiares de la vida.
Napo, el negro, que todavía no se había lavado, bruñía con blanco de
España el gran espejo de detrás del mostrador, y pasando la rodilla por el
dorso de las botellas hacía vibrar los golletes. Napo no se lavaba jamás antes
de las diez, cuando el baldeo estaba terminado y la bomba de la cerveza
cebada. Como que él se movía mucho, y el calor se dejaba sentir, un fuerte
olor le seguía como una estela en sus idas y venidas, pero Julio, que había
conocido otros olores, no detestaba el de los negros, un poco sazonado de
pimienta.
Julio estaba allí, en el bar o en el café, como se quiera, porque había en él
un mostrador, pero también una docena de mesas de madera barnizada,
perchas entre los espejos, una bola de níquel sobre un pie de bronce para las
servilletas sucias, tapices reclamo para la «belote» y un juego de chaquete; y
la sola diferencia con los pequeños cafés de las ciudades de Francia estaba en
la puerta, con una cancela que no descendía a más altura que a media pierna,
de modo que todo el día se veía sólo desfilar pies por la acera.
Julio estaba allí sin estar porque sin cesar pasaba, enorme, resoplando,
gruñendo, oliendo a jabón y a agua de Colonia, del café al pequeño aposento
trasero que servía de cocina y de todo; Julio se había endomingado, porque
llevaba puesto un pantalón de tela almidonada, que se le resbalaba sin cesar
del vientre y que ya formaba arrugas crujientes. Se había puesto una camisa
limpia; le quedaba talco detrás de las orejas, y se debatía con un cuello
postizo.
—¿No podrías ayudarme tú?
Napo le pellizcó la piel, a la altura de la nuez, intentando acertar la cabeza
del botón de la camisa. Julio se arrancó el cuello, y fue en busca de otro, sin
que todo ello le impidiera ocuparse de una porción de cosas, de abrir el cajón
del mostrador, de mirar a la calle, de meterse en su bolsillo papeles y dinero,
y de señalar después el nivel de los alcoholes y de los licores en las botellas.
El sol dibujaba, a través de las claraboyas, rayas luminosas en el café y en las
caras. Una grúa rechinaba fuera; unos coches pasaban y los caballos agitaban
sus cascabeles al tiempo que desfilaban, a la altura de los vidrios, los doseles
blancos de los coches con sus cenefas de borlas en danza.
Julio estaba casi listo. Se había anudado una corbata de color malva. Se
embutió en una chaqueta aún más almidonada que el pantalón, cuando unos
pies se detuvieron detrás de la puerta y una silueta se perfiló.
—¡Peste! —refunfuñó Julio, y añadió seguidamente—: ¡Sírveme un
bock!
Un hombre entró, alto, flaco, vestido de smoking, tranquilo, con paso
alegre y con un monóculo en el ojo izquierdo. Tendió la mano sin decir nada,
acodándose en el mostrador como hacen los habituados.
—¡Salud, Barón! —dijóle Julio.
El Barón le miró y Julio vio bien claramente que había bebido chicha,
porque tenía las pupilas de los ojos fijas y dilatadas, curiosos
estremecimientos en las ventanas de la nariz, y una sonrisa amarga en la
comisura de los labios.
—Tú has jugado, has ganado, y te lo gastaste en bebida, ¿no?
Aquello era, fatalmente, lo que había ocurrido, cuando se veía al Barón de
smoking a las ocho de la mañana. La víspera debió descubrir unos
compañeros de juego, aves de paso, ingleses sin duda, porque a él ya no se le
admitía en los círculos, casi con seguridad rondando por los alrededores del
Hotel Washington. Había jugado al bridge parte de la noche, y sin haber
hecho trampa había ganado, porque estaba fuerte en ese juego.
—¿Cuánto? —preguntó Julio.
—Doscientos dólares. Oye, Julio…
—¿Gastados?
Esto no valía la pena preguntárselo. Con sus doscientos dólares en el
bolsillo, el Barón se hubiera guardado bien de ir a casa de Julio, pero se había
saciado de chicha en las más ambiguas tiendas, con negros y mestizos, para
acabar en alguna bodega donde clientes empedernidos continuaban bebiendo
hasta que amaneciera.
—¡Oye, Julio!… Es una cuestión de honor. Es preciso que me prestes
cincuenta dólares.
—¡Eso es! —gruñó Julio, sin inmutarse—. Tenías doscientos dólares en
el bolsillo a las dos de la mañana, y a las diez vienes a pedirme cincuenta.
Estaba listo. Dio la vuelta al mostrador para salir, poniéndose sobre el
cráneo rasurado un extraño gorro de seda color crema.
—Hasta luego.
—Yo te aseguro, Julio, que…
Pero Julio empujó la puerta diciendo:
—Hay un «Santa» de arribada.
Porque había días de «Santas», días de «W» y días de «Villas». Los
Santas eran pequeños paquebotes de la línea de Nueva York-Valparaíso, los
que hacen escala a lo largo de la costa sur del Pacífico, en Buenaventura, en
Guayaquil, en el Callao: el «Santa Clara», el «Santa María», el «Santa
Margarita».
Los «W», el «Wisconsin» y el «Wyoming», eran franceses e iban del
Havre a San Francisco; bonitos barcos con piscina.
Después, los Villas, el «Ville de Verdun» y el «Ville d’Alger», de
Marsella a Tahití y a Nueva Caledonia con sólo funcionarios…
—«Santa Clara» —puntualizó Julio, dejando que la puerta se cerrase por
sí misma y extendiendo el brazo para hacer que parara un coche que gimió
bajo su peso. Lo llenó todo con su cuerpo y se reclinó hacia atrás, sin tener
necesidad de decir al cochero negro adonde iba. A todo lo largo de la calle se
frotaban las vitrinas de los bazares, se sembraba de serrín el piso de los bares,
y una carricuba paseaba perezosamente su doble surtidor. Luego, los grandes
edificios blancos de las Compañías de Navegación, y de los Bancos.
—Para un momento…
Delante de un Banco, a través de una gran ventana, se veía a los
empleados agitarse en la penumbra; uno de los empleados había ya percibido
a Julio y se precipitó llevando un papel rosa en la mano.
—¡Ya está! Pagó.
—¿Has hecho entrega del dinero en el Consulado?
—Todo está en regla.
Julio se metió el papel rosa en el bolsillo. El sudor empezaba a manar de
su cara cuidadosamente afeitada. El caballo se puso otra vez en marcha, y se
detuvo ante la barrera de la aduana. Julio, sin decir nada, se apeó, hizo un
signo al aduanero, anduvo a lo largo del muelle, las piernas separadas,
siempre jadeante, y franqueó por fin la pasarela del «Santa Clara».
El comisario le estrechó la mano en silencio y Julio miró hacia un grupo
de pasajeros que se disponía a bajar a tierra, todos iguales, vestidos de
blanco, con casco, gafas azules o ahumadas, y aparatos fotográficos en
bandolera.
Alguien le hizo un guiño, y él le devolvió la cortesía sin inmutarse,
porque era Félix, un compinche que estaba también a bordo para lo que se
llevaban entre manos.
Al fin Julio, que sabía cuál era su camino, descendió por una escalera de
hierro, después por otra, penetró en el ambiente bochornoso y grasiento de
los pasillos inferiores, cerca de las máquinas, y empujó la puerta del
maquinista jefe que le esperaba. Porque Julio no era siempre lo mismo, lo que
aparentaba tener que hacer a bordo de todos los buques; se decía, sin que él
protestara, que se entregaba al contrabando de armas con las repúblicas de la
América del Sur; también se sostenía que era un antiguo forzado, no francés,
sino belga, y que se llamaba Jef y no Julio; pero eso a él le importaba poco.

No había que esperar gran cosa a bordo de los Santa, porque los
americanos y la gente del Sur no eran de la competencia de Félix. Pero
cuando por azar se encontraba con franceses, la cosa marchaba bien.
De Nueva York, en efecto, no llegaban funcionarios de ésos que acaban por
no sentir curiosidad de nada, sino verdaderos turistas.
Félix tenía tres esta mañana: una pareja de Reims que hacía su viaje de
novios por el mundo —el marido debía ser hijo de campesinos—, y una
viuda de Atlantic-City con quien la pareja había entablado relación jugando
al bridge.
Félix les condujo a un precioso auto que aguardaba. No había nada que
ver en Colón por la mañana y el «Santa Clara» volvía a zarpar a las dos.
Había bazares, claro está, todos en manos de los sirios.
—Yo les aconsejo comprar perfumes y sedas. Es menos caro que en otra
parte cualquiera…
Vendedores y vendedoras le conocían. Los dueños de los
establecimientos les atendían personalmente.
—No se carguen de paquetes. Todo lo encontrarán a la vuelta a bordo.
Den solamente el número de sus camarotes.
—¿No hay nada más interesante para visitar?
Félix sabía muy bien, ¡pardiez!, lo que ellos querían. Por la noche era
fácil. Lo que no existía se creaba, como una necesidad, y, si tenían empeño
en el espectáculo, era cosa de reunir algunos negros y negras en alguna
casucha.
—Voy a enseñarles a ustedes la calle reservada. A esta hora todo está
cerrado. Luego les llevaré a casa de Julio, a beber un verdadero Pernod de los
de antes de la guerra. No está prohibido en Colón.
Les hizo comprar también pequeños caimanes disecados para llevar a sus
parientes y amigos. Se mostraba amable, sonriente, de una cordialidad
respetuosa. Como les había precisado a bordo, al encontrarles por casualidad,
él no era un guía. Cuanto hacía era sólo por rendir un servicio a sus
compatriotas.
Un vaho cálido comenzaba a ascender del suelo, a exhalarse de las
paredes, y los tiros de los caballos no mantenían su derecha por la calle, sino
que trotaban corto, con la cabeza gacha, por el lado de la sombra.
El joven casado hacía preguntas. La joven casada se apretaba contra él.
La americana, que era pelirroja, tenía dos círculos de sudor desabrido en los
sobacos.
—Ven aquí, Napo. Dame un vaso de chicha. Supongo que Julio no te ha
prohibido servirme de beber —dijo el Barón.
Napo tomó de debajo del mostrador una botella sin marbete que contenía
un licor de un blanco turbio.
—¡Estoy seguro de que tienes por lo menos cincuenta dólares
economizados!
Napo se hizo el sordo y continuó su limpieza agitando las botellas una por
una para sacudirles el polvo.
El Barón no se movía. Estaba sentado en el rincón más apartado del café,
frente a su vaso de chicha. No se había quitado su monóculo. De cuando en
cuando se frotaba espasmódicamente una con otra sus largas y pálidas manos,
o se tiraba de los dedos para hacerlos crujir. Esto aparte, su aspecto era
tranquilo. Esperaba, reflexionaba.
—¿No sabes adónde ha ido Félix?
—Seguramente a bordo del «Santa Clara».
—¿Te da miedo prestarme cincuenta dólares? Oye, Napo… He
encontrado a mi hermano José.
Napo le miró fijamente.
—No entero, pero he encontrado su cabeza.
En aquel momento se oyeron voces, se vieran piernas bajo la puerta,
después ésta se abrió y Félix hizo entrar delante a las dos mujeres y al joven
casado. Félix advirtió inmediatamente al Barón en su rincón, pero se contentó
con hacer un guiño discreto. E instaló a su gente en el rincón opuesto.
—Absenta, Napo.
Tuvo que enseñarles a poner la cuchara agujereada tendida en equilibrio
sobre el vaso, los trozos de azúcar sobre la cuchara y a derramar el agua gota
a gota. La americana tartajeó que no era aquello bastante fuerte. Félix bajó la
voz y comenzó a contarles una historia, mientras, por turno, los otros
lanzaban miraditas al Barón.
—¿Creerían ellos todo cuanto les dijo? Sin duda se figuraban que
exageraba, y, no obstante, Félix se limitó a la verdad exacta.
—Es un verdadero Barón, este Barón Veuillé. No sé si pertenece a la
vieja nobleza. A mí, ¿comprenden ustedes?… Yo no entiendo de eso. Por lo
que he oído decir, pertenece más bien a la nobleza de las finanzas, a gente del
barrio Haussmann, de París. Ello no impide que sean barones auténticos.
Digo que sean, porque eran dos. Y muy ricos. Por lo tanto, pienso…
Se habría podido creer, a juzgar por su inmovilidad mientras tenía los
ojos fijos en su vaso de chicha, que acababa de llenar de nuevo, que el Barón
estaba de acuerdo con lo que decía Félix, fungiendo ignorar que era de él de
quien se hablaba; lo sabía, pero le era perfectamente igual.
Fue su hermano José, el más joven, quien desembarcó primero en Colón.
Se proponía visitar el Ecuador, el Perú, Chile… No tenía más que treinta y
cinco años. Es posible que no los tuviera… Empezó por correr juergas, dejó
partir un barco, después otro, «Santas» justamente. Luego descubrió un
innoble bodegón indígena, y bebió chicha.
Esto era exacto sin serlo. La verdad es que Julio, Félix y uno o dos más,
sobre todo Mimile, a quien no se veía aquella mañana, habían mostrado a
José lo que él quería ver, y le habían ayudado a divertirse. ¿Era acaso culpa
de ellos si José no se había divertido bonitamente como todo el mundo y si
había tomado gusto a la chicha al mismo tiempo que a una india, que no
solamente no era bella, sino ni tan siquiera limpia de su persona…?
—¿Es buena la chicha? —preguntó la americana.
—¡Es repugnante! El verdadero nombre es chicha de mucos, porque las
viejas indígenas la fabrican masticando el maíz y escupiéndolo en un pote de
tierra donde fermenta.
La joven casada apretó el brazo de su marido y miró al Barón con un
poco de terror.
—¿Qué efecto produce? —quiso saber el marido.
—Ya lo ve usted, porque él también… Pero, espere.

En aquel momento —no eran todavía las once de la mañana— Julio


regresó con las piernas siempre separadas, arrancó el cuello de su camisa,
apenas en el umbral de la puerta, y, después de mirar al grupo del rincón,
suspiró, fue a verificar el nivel de las botellas, lanzó un vistazo al Barón y a
su vaso, quitóse la chaqueta y se recogió las mangas.
—José permaneció un año en Colón —prosiguió Félix, siempre en voz
baja e inclinándose hacia sus interlocutores—. Su familia, es decir, su
hermano y su tía, se inquietaron. Se emborrachaba de cincha todas las noches
y no quería volver a Europa, pero lo que le sucedió fue por culpa de Mimile,
un guapo mozo que tiene dos barracas de venta de salchichas.
La pareja y la americana no podían comprender. Ellos no sabían que por
la noche se instalaban barracas en las esquinas de las calles, despachándose
en ellas salchichas calientes. Mimile era propietario de dos de esas barracas,
que estaban a cargo de negros y a las que se contentaba con dar un vistazo de
vez en cuando, hasta la hora del cierre, en que recogía el dinero.
—¡Miren! ¿No les hablaba de Mimile? Hélo aquí…
Alguien entró, vestido de blanco, como todo el mundo, y cubierto con un
jipijipa. Era delgado, de tipo mezquino. Parecía triste, pero sólo lo era en
apariencia, debido a la configuración de su cara. Miraba tan fijamente que
hacía esperar terribles confidencias a quien no sabía que uno de sus ojos era
de cristal.
Mimile estrechó la mano de Julio sin decir palabra. Debió de hacerle una
señal, porque Julio le siguió a la trastienda. Y en aquel instante se distrajo
Félix, porque se preguntó qué podían decirse aquéllos.
—Usted decía que la culpa fue de Mimile…
—¡Su culpa y no su culpa! Una mañana, cuando el «Ville de Verdun»
acababa de arribar, Mimile se presentó aquí, listaba José. A éste, nosotros le
llamábamos José y no Barón. Ignoro por qué… Estaba más afable. No
llevaba monóculo. De repente, Mimile le dice a José:
—¡Adivina quién está a bordo! Tu hermano… Si no él, un Barón Vouillé
que vendrá aquí dentro de media hora… En este momento discute con la
aduana. —Entonces José se levantó. Había bebido gran cantidad de chicha.
No tenía aspecto de ver a nadie y se dirigió hacia la puerta. No se percibió
más que una sombra que se alejaba, y después no hemos tenido jamás
noticias suyas.
Tanto peor para el joven recién casado, que era escéptico: como
verdadero burgués y francés además, temía siempre que le robaran. Sacudió
la mano de su esposa, como para decirle:
—No te espantes… Nos cuenta cosas para ganarse la propina.
Hasta aquí el relato de Félix no se separaba de la realidad. Después fue
diferente, pero no en el sentido que la gente palurda hubiera podida pensar.
Era delicado explicar que en compañía del nuevo Barón había buscado a José
sin encontrarlo, pues no había interés en encontrarlo demasiado aprisa. Y que
lo que se había hecho con uno de los hermanos se podía arriesgar con el
otro… pero éste era demasiado grave, demasiado altivo, con su monóculo y
sus largos dedos pálidos. Se le conducía aquí o allá. Se le decía:
—Donde es más fácil a un hombre ocultarse es en el barrio negro…
Después se recorrían con él todos los comercios clandestinos de chicha.
Félix, no obstante, no mentía al afirmar:
—Tal y como lo ven ustedes, está ahora más intoxicado que su hermano
José… Sería capaz de venir a mendigarles un dólar para beber. He tenido que
cederle una habitación en mi casa, en el barrio negro… Su tía le ha suprimido
la ración y él no le escribe. De cuando en cuando, si no está borracho, se pone
el smoking, ronda por los jardines del Hotel Washington, donde se le conoce.
Los criados tratan de alejarlo. No tiene derecho a entrar, a no ser que un
cliente imponga su presencia. Entonces juega al bridge, gana y tiene para
algunos días o para una noche.
Julio salió el primero de la cocina y su mirada pesó sobre Félix. Éste
comprendió que ocurría algo, pero no podía abandonar de golpe a sus
clientes. Después le tocó el tumo de entrar en el café a Mimile, que se sentó
delante del Barón.
Julio, Mimile y Félix tenían la costumbre de entenderse con miradas, con
signos, pero esta vez la cosa ofrecía más dificultades. Lo que asombraba a
Félix es que Julio hiciese servir chicha al Barón sin que éste la pidiera.
—¡Oye! —murmuró Mimile, con la mano en uno de los bolsillos de la
chaqueta—. Escúchame, Barón… ¿No estás demasiado borracho? ¿Te sientes
capaz de reconocer la cabeza de tu hermano?
El Barón le miró sin estremecerse, pero su monóculo se empañó.
—No te muevas; echa una ojeada.
Sobre la mesa, ocultando el objeto con sus dos manos, desenvolviéndola
de un papel de seda, le enseñó una cosa.
—¿La compraste a Moisé? —preguntó con dureza al Barón.
—La vi esta mañana en su escaparate. He creído reconocer a José…
—Yo también la he visto…
—¿Por qué no la compraste…?
—Porque no tenía dinero. ¡Dame!
—¡Un momento! No es mía… Un pasajero del buque me ha encargado
que le comprara una cabeza y me ha entregado cien dólares.
—Generalmente cuestan cincuenta dólares.
—Una cabeza de indio; pero no la de un blanco…
Julio se aprovechaba de la ocasión para lavar los vasos con lentitud,
minuciosamente, observando a todos por turno, incluso a la americana y a la
pareja de recién casados.
—¿Qué es eso? —preguntó la americana, que acababa de beber su
segunda absenta y la encontraba mejor que la primera.
De salir en aquel momento en que el sol achicharraba y la calle estaba
como un homo, seguramente hubiera tenido que agarrarse del brazo de
alguien.
—Una cabeza.
—¿Una cabeza de qué?
—De hombre… ¿No ha oído usted lo que decían? Los indios jíbaros, que
viven todavía en la selva tropical, cortan las cabezas de sus enemigos y las
preparan de tal manera que las dejan reducidas al grueso de un puño, sin que
pierdan nada de su natural expresión. Quedan tan secas, tan naturales y tan
limpias como si fuesen de cuero. Los cabellos guardan su longitud.
—¡Qué horror!
Y ella tembló a todo lo largo de sus muslos y piernas, en tanto la joven
desposada sentía que la absenta se le subía a la garganta, y su marido la
confortaba apretándole la mano.
—¿Está usted seguro de que esto es una cabeza humana?
Desconfiaba. No en vano era hijo y nieto de comerciantes.
—¿Quieren ustedes verla de cerca?
Félix se levantó, dijo unas palabras al Barón y a Mimile y tomó el objeto,
que el Barón no perdía de vista, mientras sus dedos agitados buscaban el vaso
de chicha.
—¿Qué les había dicho? Lo más extraordinario es que esta cabeza es la
de su hermano José; ya les he hablado de él. Acaba de ser descubierta en la
vitrina de un sujeto que vende toda clase de objetos. Mimile la ha comprado
por cuenta de uno de sus clientes.
—¿Por cuánto? —preguntó la americana.
Y Félix, sin pestañear, mirando a Julio:
—Doscientos dólares. Son cada vez más caras. Teóricamente está
prohibido comerciar con ellas. Si no fuera que Moisé…
La joven casada no se atrevía a tocar la cabeza, del tamaño de un huevo
de pava, lisa como el cuero de Rusia. Su marido fue más valiente.
—Doscientos dólares —repetía la americana.
—Pero ya está vendida…
Julio, con la botella de chicha en la mano, se aproximó al Barón y le
sirvió bebida.
—¡Y bien, Barón! —le dijo inocentemente.
—Si me hubieses prestado cincuenta dólares…
—Y si tú hubieras guardado lo que ganaste esta noche…
—Mimile no pagó más que cincuenta dólares.
—Eso no es cierto —protestó Mimile, mirándole con su ojo de cristal.
Afuera, las sirenas anunciaban el fin del trabajo de la mañana. Pasaban
coches. Las borlitas de sus doseles danzaban, mientras tintineaban los
cascabeles, y en tanto que no hubieran embarcado los pasajeros del «Santa
Clara» no se cerrarían los bazares, ni la estrecha tienda de Moisé, donde se
vendía de todo.
—¿Es la cabeza de José?
—Bebe, imbécil…
—Tanto me da ser un imbécil, pero es la cabeza de José.
Después que hubo pasado de mano en mano, Mimile la envolvió de
nuevo en su papel de seda y se la metió en su bolsillo.
—Doscientos dólares, ¿cuántos francos hace? —preguntó el joven marido
a su mujer, que contaba mejor que él, y que se echó a temblar.
—Tú no intentarás…
Julio, Mimile y, por último, el Barón, que guardaba una inflexible
dignidad, cuchicheaban en su rincón.
—Comprende, Barón, que yo no tengo doscientos dólares para prestar.
—¿Qué te puede importar esto? Imagínate ahora que esa gente…
El del ojo de cristal designaba al grupo de Félix.
—Supongamos que saco cuatrocientos dólares y partimos… ¿qué te
parece?
De cuando en cuando Julio levantaba su pantalón que se le desprendía
vientre abajo y que amenazaba caerse definitivamente.
—¡Cometerías un error! —murmuró el Barón.
—¿Qué error?
—Si no lo aprovechases.
Napo sirvió una nueva ronda de absenta. Mimile bebió picón. Julio, agua
con vino. Al fin se vio a Julio levantarse y aproximarse a Félix, hablarle bajo,
al oído, y murmurar después:
—¿Permiten ustedes?
Cuando se hubo alejado, Félix suspiró:
—Si tienen ustedes interés…
—¿Cuánto? —preguntó el hombre de Reims.
—Cuatrocientos.
—¡Lo tomo! —exclamó la americana abriendo su bolso.
Y tal vez se hubiera podido organizar una subasta, pero a eso le hubiera
faltado dignidad.
Julio prefirió levantarse, para unirse a los otros. La cabeza salió otra vez
del bolsillo envuelta en su papel de seda. El Barón miraba fijamente.
—Un momento…
Félix volvió a sus clientes.
—Dice que a los cuatrocientos dólares será preciso añadirles cincuenta
para…
El comerciante de champaña hizo un gesto que quería decir: «¡Tomad!,
nosotros ya nos arreglaremos».
¡Como en un salón de ventas! La americana contó los billetes. Faltaban
algunos dólares.
—¿Están cerrados los Bancos?
—Espere —interrumpió el joven casado, alineando los billetes que
faltaban.
—¿Está usted seguro de que es verdaderamente la cabeza de José?
—Estoy dispuesto a jurárselo.
No hubo aquel día, después del «Santa Clara», más buques que uno sueco
que no permitió desembarcar a sus pasajeros, porque llevaba retraso.
Se jugó a la belote. Luisa, una de las mujeres de Félix con quien pasaba él
dos meses cada año en su villa de Joinville, a orillas del Marne, tomó parte en
la partida. El Barón, que en su mesa había almorzado un trozo de jamón,
bebía chicha continuamente y miraba frente a sí.
Debieron creer los demás, al hacerse de noche, que se hallaba incapaz de
comprender. Estaba así generalmente. Se mantenía rígido, pero sabe Dios por
dónde andada su espíritu.
Entonces, a media voz, discutieron sobre el reparto.
—Tú la obtuviste por treinta —insinuó Julio—. Moisé me lo ha dicho.
—¡Te juro que fueron cuarenta! —afirmó Mimile—. ¡Es un embustero!
—Pongamos cuarenta… Quedan cuatrocientos diez para nosotros tres.
—¡Alto!, mañana el Barón me reclamará doscientos.
—Le darás cien.
Era la hora en que se abrían los postigos en la calle reservada.
—¡Qué tipo! Debió de meterse en la selva. ¿Con quién? Para encontrar a
los jíbaros, preciso sería que…
—¡No me vengas con músicas! ¡Cincuenta para mí! —rugió Julio, que
acababa de beberse un doble y había arrasado la espuma con la espátula de
madera.
—De modo que sólo me quedará… —protestó Mimile.
—¡Oye!… ¿Y si yo no hubiera traído a la americana, y si…?
—Ya está bien. ¿Cuánto?
—Cincuenta.
—Vengan cien…
Félix quiso bromear:
—¡Cien dólares la cabeza de José! Si jamás no habría sacado tanto él
mismo…
En aquel momento alguien se movió. El Barón se levantó de su rincón,
siempre grave, siempre erguido, siempre con su monóculo. Se levantó para
dirigirse hacia Félix, como si no hubiera de encontrar ningún obstáculo.
Tenía tan extraña expresión su fisonomía que Félix se puso en pie, vagamente
inquieto.
Se fue aproximando el Barón, sin ver a los otros, y después, creyéndose a
tiro de su adversario, lanzó uno de esos puñetazos limpios, definitivos, como
se ven en los films americanos.
Sólo que no fue capaz de calcular la distancia. El puñetazo alcanzó el
vacío. Fue él quien cayó, como una masa, y no se movió más.
—¡No os apuréis! —suspiró Félix—. ¡Yo me lo llevaré! ¿Cuántos vasos
le serviste, Napo?
—¡Qué sé yo!

En el coche, que iba al paso, y que entre las guirnaldas de las luces se
dirigía hacia el barrio negro, Félix hablaba continuamente:
—¿Comprendes, amigo?… Si fueras listo… A cada buque se repite el
golpe. Tú tienes siempre el derecho de reconocer la cabeza de José, ¿no es
verdad? A los turistas, eso les excita… No es necesario pasar por Julio ni por
Mimile. Moisé nos proveerá de cabezas, a treinta dólares unas con otra. Él
conoce a un sujeto que irá a buscarlas adonde los jíbaros… En cuanto a lo
que hacen los jíbaros, a nosotros no nos importa; lo que nos importa es contar
con la mercancía.
Sabía que el Barón estaba completamente dormido. Se divertía solo.
—Tú veras… Te hablaré de ello uno de esos días en que seas capaz de
comprender.
Los establecimientos nocturnos estaban abiertos, iluminados en rojo, en
azul y en malva. Pero aquél era un día inhábil, porque no había buques. En
vano las bailarinas seguían agitándose, y las animadoras bebiendo en sus
mesas agua teñida.
Después, la oscuridad, casas de madera con veranda. Negros que dormían
fuera. Ropa blanca puesta a secar al claro de la luna.
Se oían aviones en el cielo, aviones americanos sobrevolando el canal,
que se dirigían a lo lejos, hacia alguna parte, a través de bosques vírgenes, a
través de lagos donde al parecer había todavía cocodrilos. Por las esclusas
subían y bajaban lentamente los buques que mañana proveerían de clientes.
El cielo estaba claro, color vellosilla. Negros dormidos se movían en las
verandas. Un bebé gimoteaba.
A la derecha, luego, más a la derecha aún, una calle no empedrada. Y
siempre las mismas casas de madera. Félix poseía diez, pero, desde hacía
algún tiempo, los arrendamientos se cobraban mal y era preciso amenazar
para ser pagado.
Quinta casa a la izquierda. Un rótulo: «Buenaventura, sastre para
caballeros y damas».
Félix no tuvo necesidad de llamar. Gritó:
—¡Buenaventura! ¡Eh, Buenaventura!
Un negro alto, en mangas de camisa, se estiró bajo la luna.
—Sube a este hombre a su habitación.
El cochero no se desplazó de su asiento. Félix no se movió de su sitio.
Buenaventura tiró del Barón por los hombros y dejó arrastrar sus piernas por
tierra, y luego por la escalera.
—¡A casa de Julio! —ordenó entonces Félix.
Puede que no estuviera acostado, que Luisa se hallase allí todavía, y que
pudiera aprovechar la frescura de la noche para jugar una última partida de
naipes, y comiendo salchichas que Napo iría a adquirir a usa de las barracas
de Mimile.
GEORGES SIMENON, nació en 1903 en Lieja, Bélgica, en una familia de
escasos medios. Estudia sólo hasta los 15 años porque tiene que buscarse la
vida. Tras vivir un año de toda suerte de trabajos, no siempre legales, entra,
en 1919, como reportero en La Gazette de Liège. En 1921, publica su primera
novela, Le Pont des Arches. Al año siguiente, parte hacia París, donde
empieza a colaborar en Le Matin. Tras diez años de intensa vida bohemia,
durante la que escribe por encargo más de mil novelitas populares, reportajes
y artículos, consigue, en 1931, firmar su primer contrato con una editorial
literaria y escribe la primera de las 117 novelas que finalmente le llevarán a
la fama. Curiosamente, ese mismo año concibe al hoy célebre personaje del
comisario Maigret que protagonizará una serie de 76 novelas policíacas,
clásicas ya del género.

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