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1952: Revolución y Democracia

Publicado en 10 abril 2012

Publicado en Página Siete el 9 de abril de 2012

La Revolución de 1952 fue el primer paso de la constitución genuina de la democracia en la


sociedad boliviana . El proceso que comenzó en abril no escogió, como proponía intuitivamente
Guevara, la formación del ciudadano con toda su implicación conceptual desde la óptica liberal,
sino la construcción de una Nación que pudiera entretejer lazos de convivencia e intercambio
entre el conjunto de los habitantes de este territorio.

Esa es la naturaleza verdaderamente central de la Revolución: la apropiación objetiva del


espacio geográfico por todos sus habitantes. La idea de democracia tiene aquí una connotación
especial, pero no es todavía la aplicación de unas reglas de juego en las que comience a
aplicarse de un modo más o menos sofisticado el concepto de derechos y deberes de ciudadanos
iguales y soberanos.

Pero está claro que sin ese paso que cambió definitivamente el eje de las relaciones de poder, y
que permitió el tránsito hacia la práctica democrática, lo ocurrido en1982 era simplemente
impensable.

La Reforma Agraria, el Voto Universal y la Reforma Educativa resolvieron en gran medida el


viejo entrabamiento basado en las exclusiones y planteado como el “problema indígena”, y
abonaron el terreno para la participación real de todos en los destinos de la República. Si bien
es cierto que la tierra, el voto y la educación entregaron de hecho un poder de decisión y fueron
instrumentos para el camino hacia la igualdad, está claro que la estructura de la administración
del poder no cambió, en la medida en que también fue un poder autoritario, excluyente y tan
arropado en un texto constitucional como descaradamente dictatorial e intolerante. Esa es la
paradoja revolucionaria en su compleja relación con lo democrático.
No debe escapar de nuestra visión el hecho de que tras el primer gobierno de la Revolución, el
partido gobernante vivió un duro debate a propósito del camino a seguir. La imposición de las
posturas moderadas que aceptaban la Constitución de 1947 y la reapertura del Parlamento, no
fue fácil. Otra vez, la democracia se concebía en el seno del MNR de maneras muy distintas. La
fuerte influencia de posturas marxistas y seudo fascistas dominó el escenario de ese debate
hasta el final de los años 80, mucho después de concluido el ciclo de la Revolución Nacional, y
sólo fue superada por el vendaval de los hechos más que por el convencimiento de una derrota
en el campo de las ideas. Lo democrático, en consecuencia, no tenía una lectura equivalente en
ese período; la recuperación de la democracia poco tuvo que ver, salvo en sectores de élites más
bien aislados y arrinconados por mucho tiempo, con el modelo que empezó a construirse a lo
largo de las dos últimas décadas del siglo XX.

Las acciones basadas en la violencia que tuvieron una larga saga expresada en el círculo
permanente y aparentemente cerrado desde 1952, de levantamiento-masacre, la lucha frontal
entre los movimientos gremiales primero, y sindicales después, sobre todo en la minería y la
consecuente sucesión de masacres de mineros en el período 1920-1950, marcaron una realidad
en que lo democrático no era parte de la historia. La sociedad boliviana no concibió la
resolución de su futuro a través del diálogo ni sobre la base del orden constitucional, en tanto el
orden constitucional había sido capturado por las élites para la legitimación de poder absoluto.
Esta constatación sigue siendo hoy parte constitutiva de nuestra estructura política. No se trata,
por tanto, de la discusión de una filosofía, de una mirada conceptual sobre cómo construir la
sociedad, sino de revertir la práctica que excluye a la base de la sociedad y la reivindicación de
la democracia que, a título de cambio “revolucionario”, está controlada y capturada por nuevas
élites autocráticas.

A partir de la Revolución, a la par que se agudizaba el debate sobre las diferentes concepciones
de lo democrático, sobre todo con la idea de las democracias populares de corte marxista que
parecían opciones importantes y posibles como alternativa al liberalismo clásico, la sociedad
boliviana se reconfiguró y las mayorías excluídas sistemáticamente del banquete comenzaron a
integrarse a la sociedad. Paradójicamente, la brecha campo-ciudad no sólo en tanto implica
grandes diferencias sociales y económicas, sino en tanto el mundo rural mantuvo aislada su
visión de cultura y práctica política casi sin cambios, planteó una fuerte discusión de tono
culturalista que desembocó en las transformaciones iniciadas en 2003.

Los hechos terminaron por demostrar que la confrontación de las ideas a lo largo de varias
décadas había prescindido de un ingrediente central: intentar comprender la realidad del otro,
pero no sólo en tanto ese otro tenía necesidades y carencias, no sólo en tanto el otro debía ser
también un ciudadano, sino en tanto ese otro no funcionaba en la lógica de un modelo de
pensamiento, de un conjunto de valores y de una visión determinada del tiempo y del espacio.
La compulsa de poder en Bolivia estuvo siempre bajo el paraguas de un paradigma claramente
occidental: el paradigma del progreso. La idea del progreso determina una visión del tiempo y
de la historia y, por supuesto, de la construcción del futuro; tiene que ver con los valores
básicos de la vida cómo la concebimos. Este dislocamiento aún no resuelto puso en el tapete el
ingrediente de la visión de la cultura y forzó a la sociedad boliviana a intentar una respuesta que
fuera capaz de combinar ambas visiones sobre la base de una Constitución única rabiosamente
liberal en sus principios (1967), aunque claramente teñida de las ideas de la responsabilidad
social a partir de 1938 y los hechos consecuentes de 1952.

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