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Dejamos a Jesús en el sepulcro. Los más cercanos a él están rotos por la pérdida.

Su madre y las mujeres cercanas


le han enterrado y se preparan para embalsamarlo. Los discípulos están dispersos y escondidos, lidiando cada
uno con su propia actuación en la Pasión: el abandono, el miedo, el haberle dejado solo o haberle negado. Y
lidiando también con la sensación de fracaso de un proyecto, de un sueño, de una buena noticia que al final ha
conducido a su maestro a la cruz. Judas no ha sido capaz de afrontar su propia traición y se ha suicidado. Las
autoridades vuelven a sus dinámicas habituales, presos los poderosos en sus celdas doradas: la Ley para Caifás,
la banalidad para Herodes, y la conveniencia para Pilato. Simón de Cirene, Malco, José de Arimatea, Claudia...:
cada uno de ellos tendrá que ir comprendiendo lo que ha sucedido estos días y obrando en consecuencia. ¿Es el
fin de una época, de un ciclo, de un sueño? ¿Tal vez es hora de pasar página y de seguir adelante, intentando
acaso no olvidar las enseñanzas del maestro, pero regresando a sus vidas de antes? El otoño, la nostalgia y la
bruma parecen tener la última palabra.
Y, sin embargo, un tiempo después volveremos a encontrar a esos mismos discípulos en medio de la calle,
hablando sin temor, afrontando los peligros, enfrentándose a quienes condenaron a su maestro. Los veremos de
nuevo, sintiéndose seguros. Convencidos de que la muerte no tiene la última palabra, de que en verdad Dios
estaba con él, y de que es el mismo Jesús quien les acompaña ahora, en su espíritu. Los veremos llenos de alegría,
de coraje, de fuerza.
Entre ambos momentos han experimentado la Resurrección de Jesús. La resurrección es difícil de describir. No
se puede contemplar de la misma manera que los otros relatos. Porque, siendo algo que ocurre en la historia,
también lo trasciende. Porque la presencia de Jesús se da de una manera difícil de entender para los propios
discípulos, que en los relatos intentan explicar lo que ocurrió, conscientes de que, muchas veces, ni ellos mismos
lo comprenden del todo y les cuesta describirlo. Lo ven, y no lo ven. Está, pero no siempre lo reconocen. O lo
reconocen, pero ya se marcha. Unos se lo cuentan a otros. Está, pero desaparece. Lo quieren retener, pero no
pueden apresarlo. ¿Qué les está pasando? ¿Es visión? ¿Es sentimiento? ¿Es intuición? ¿Es encuentro? Tal vez
un poco de todo. Los gestos empiezan a cobrar fuerza: la fracción del pan se convierte en referencia. A la luz de
lo ocurrido, empiezan a cobrar sentido sus palabras acerca de vencer a la muerte. Sienten en sí una presencia
que les lleva a hablar del espíritu de Jesús en sus vidas. Se saben enviados y con una misión, que es continuar
el camino abierto por su maestro. Una certidumbre va ganándoles. No es temeridad ni locura, sino la lucidez de
quien se pone en marcha. Y como consecuencia de todo ello, pierden el miedo. Se atreven a salir a la luz y a
proseguir su misión. Ellos proclamarán la buena noticia. Ellos serán quienes continúen derribando muros,
sanando heridas, vaciando sepulcros y proclamando la salvación. Ellos darán la vida, siguiéndole hasta el final.
Tanto es así, que siglos, milenios después, aquí seguimos, tomando el relevo, herederos de esa promesa, de esa
palabra y de esa misión. A veces me pregunto por qué, si creemos que ha resucitado, no somos la gente más feliz
del mundo. Por qué no se han disipado también en nuestra vida los recelos e incertidumbres. Incluso podría uno
preguntarse por qué Jesús no se quedó, vivo y resucitado, entre los suyos. Y para el caso, por qué no se nos hace
más evidente hoy. Nos lo habría puesto más fácil, ¿no?
En parte, es porque todos y cada uno de nosotros, de manera diferente, estamos llamados a reproducir ese
itinerario que va de la noche de muerte al amanecer radiante. Pero a hacerlo con libertad, no obligados por la
evidencia o por una presencia impuesta. En Jesús, Dios no vino a revocar nuestra libertad, sino a devolvérnosla.
Y ahora está en nuestra mano seguir buscando. Buscándole a él.
Buscando la verdad que descubre, apoyados en lo que otros van descubriendo y comunicando. Somos, entonces,
los buscadores de Dios. Somos la gente del sábado santo, esperando un resquicio de esperanza. Somos los que
hemos oído la buena noticia, pero aún tenemos que descubrirla. Somos los que, confiados en su testimonio, nos
hemos puesto en marcha y buscamos respuestas, sentido... y, en definitiva, lo buscamos a él. Y somos, en fin, los
que en ocasiones lo vislumbramos, pero sabiendo que no podemos retenerlo y se nos vuelve a ir.

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