Acerca de la centralidad del Estado en la política educativa
Cualquier política educativa supone la decisión de ejercer poder sobre ins-
tituciones y actores en direcciones determinadas, que tienen un fundamento ético. Ese ejercicio de poder puede ser conceptualizado desde diferentes perspectivas, y corresponde por consiguiente explicitar la que sustenta las recomendaciones que se formulan en este escrito.
Es posible encontrar políticas educativas programadas desde una Pers-
pectiva macropolítica del poder, desde la cual llega a creerse que el sistema educativo y la práctica cotidiana de las escuelas se modifican como producto de la voluntad de quienes los gobiernan, expresada en leyes, acuerdos regla- mentarios y programas de política educativa; que "hacer política educativa" es moverse en este nivel macro del planeamiento, o de la evaluación. En for- ma antagónica, cierto discurso crítico de la centralización estatalista plantea una antinomia entre políticas centrales y autonomías institucionales, y con- cluye que el papel del Estado debe ser severamente restringido, transfiriendo a otras instancias (las organizaciones sociales, las instituciones educativas) las funciones que tradicionalmente eran competencia del Estado.
No es en estas perspectivas en donde se inscribe este trabajo. No se trata
de cuánto nos agrade una u otra posición, sino que no hay razones de peso, no encontramos razones apoyadas en la experiencia histórica, que permitan sostener que las cosas funcionan de una u otra manera. Las políticas guber- namentales mantienen relaciones complejas con las historias y las dinámicas de las escuelas: en determinados casos, habilitan iniciativas institucionales previas y les otorgan recursos que permiten consolidarlas; en otros, abren problemas a los que las escuelas pueden responder tanto como no hacerlo; en otros tantos, obstaculizan la generación de respuestas locales a los pro- blemas. Coexisten posibilidades de prácticas locales innovadoras con me- canismos centrales de control de la actividad institucional que esterilizan las estrategias de mejora; al mismo tiempo que iniciativas estatales a favor de la inclusión o la igualdad naufragan en los pliegues de las culturas instituciona- les de las escuelas.
En la perspectiva que sostiene este trabajo, estamos lejos de pensar que
las soluciones hay que encontrarlas por vías particulares, no sólo por la ne- gativa a servir al bien público a través de intereses privados (Carpenter, We- ber y Schugurensky, 2008), sino porque de este modo se pone en riesgo el sostenimiento de un horizonte compartido y de un proyecto común (Dussel y Southwell, 2006), ideas clave del concepto de inclusión educativa tal como lo venimos desarrollando. En tal sentido, cuando hablemos de política educa- tiva, nos estaremos refiriendo al nivel gubernamental de decisiones,que, desde luego, se toman sobre otros niveles además del propiamente guber- namental; por ejemplo, se refieren a las escuelas, a la producción editorial, a la carrera docente, a las familias. Pero también reconocemos la insuficiencia de un Estado que se repliega en elaboraciones macro, que desconoce y aun obtura las formas locales de realización de la educación, o que se desentien- de de su obligación de sostener las políticas en los pliegues de la gestión cotidiana. Se trata de sostener la centralidad del Estado pero no como decla- mación, sino fortaleciendo su capacidad para inte~eniren la vida social; un Estado que asuma una posición de defensa explícita de los derechos educa- tivos de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, no sólo en sus declaracio- nes públicas, sino en las modalidades de sus prácticas.