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EL JUEGO Y LA CLASE: APUNTES CRÍTICOS

SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL


Daniel Brailovsky

EL JUEGO Y LA CLASE
APUNTES CRÍTICOS SOBRE LA
ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL

Daniel Brailovsky

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EL JUEGO Y LA CLASE: APUNTES CRÍTICOS
SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL
Daniel Brailovsky

CAPÍTULO 1
La clase y el juego: debates en torno a la
enseñanza post-tradicional

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EL JUEGO Y LA CLASE: APUNTES CRÍTICOS
SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL
Daniel Brailovsky

La clase: decir y mostrar

Insuflar la pasión por el conocimiento, llamar a la reflexión o a la conciencia crítica,


ofrecer herramientas conceptuales, o simplemente transmitir conocimientos son
todos propósitos de la enseñanza que pueden materializarse (y usualmente se
materializan) en las acciones de decir y mostrar. “Dar clase” consiste, en la
concepción genérica más simple y consensuada por el imaginario pedagógico,
básicamente en eso: decir y mostrar. Decir y mostrar a los alumnos cuánto puede
cambiar este instante, esta historia de vida o este mundo si construyen un saber
desde la pasión; decir y mostrar los abismos y universos que se abren ante la
conciencia crítica y reflexiva; decir y mostrar las herramientas que los convertirían
en quienes tal vez quieran llegar a ser. Para decir, los maestros disponen de su voz,
guionizada y acompasada por una elaborada retórica enseñante que dialoga con
otras voces, en general escritas en libros. Para mostrar, disponen del pizarrón y
algunos otros objetos mostrables al frente del aula: láminas, videos, presentaciones
de diapositivas.

Más allá de todo lo que puede añadirse a estas acciones (que es, posiblemente,
mucho) la definición clásica de una “clase tradicional” consiste esencialmente en el
ejercicio de estos gestos básicos por parte del maestro y unos pocos gestos
recíprocos por parte del alumno: mirar, escuchar (atender) y eventualmente,
participar, bajo la forma de preguntas formuladas al maestro. Podría decirse que a
estos términos básicos se reduce la gestualidad esencial de la situación de clase,
entendida como el sostenimiento de un ambiente que habilita específicas formas de
intercambio y encuentro.

Hay quienes afirman, claro, que una clase debería trascender esta definición básica y
en ese sentido estas reglas gestuales de funcionamiento de la clase, aunque muy
vigentes, están hoy profundamente cuestionadas. Incluso se discute en ciertos foros
acerca de la conveniencia de seguir manteniendo juntas la enseñanza con la idea
genérica de “clase” ante la emergencia de otros formatos y espacios pedagógicos.
Entre los cuestionamientos a la educación tradicional se reconocen críticas dirigidas
específicamente a la idea tradicional de “clase”; y allí se destacan principalmente

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argumentos didácticos y psicológicos, y otros de orden político. Entre los primeros,


pueden señalarse principios como el que afirma que “el conocimiento se construye,
no se recibe”, o que “se aprende en la actividad y no en la quietud”. Entre los
segundos, las ideas de que la asimetría en la clase deviene en autoritarismo porque
niega la palabra del alumno, o la fundada sospecha sobre la suposición de justicia
que se basa en la igualdad de los alumnos en la clase. Los primeros se expresan
paradigmáticamente en los principios constructivistas y escolanovistas. Los
segundos, en la pedagogía crítica. Como puede verse, en todos los casos se trata de
posiciones fuertemente arraigadas y omnipresentes en el “sentido común” del buen
educador, a tal punto que resultaría difícil circunscribirlas a la obra de un sólo autor o
enmarcarlas en una única corriente de pensamiento. El contenido específico de cada
una de ellas, remite a algún elemento de la clase tradicional:

Algunos principios constructivistas, Referencias al dispositivo de clase


escolanovistas y de la pedagogía
crítica
“El conocimiento se construye, no se Carácter expositivo de la actividad del
recibe”. docente, traducido en los gestos de decir
y mostrar (explicar).
“Se aprende en la actividad y no en la Carácter receptivo del rol del alumno,
quietud”. traducido en los gestos de mirar y
escuchar (atender).
“La asimetría en la clase deviene en Centramiento en los contendidos que
autoritarismo porque niega la palabra del propone el docente y necesidad de
alumno”. procedimientos de control disciplinario
que mantengan los gestos de la clase.
La sospecha sobre la suposición de Instrucción simultánea, enseñanza
justicia que se basa en la igualdad de los homogénea.
alumnos en la clase.

El cuadro pone lado a lado unos pocos ejemplos de afirmaciones genéricas que
suelen esgrimirse como argumentos en contra de la llamada “educación tradicional”
y rasgos muy específicos de la actividad de clase. Equipara, o de algún modo
operacionaliza ciertas creencias sobre la buena educación y la buena enseñanza
sobre prácticas habituales en las que dichas críticas podrían inspirarse. Sin

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anticiparnos demasiado, podríamos imaginar una tercera y cuarta columna en la que


se describieran afirmaciones opuestas a las primeras y ejemplos de práctica
consistentes con esas nuevas afirmaciones. Muy probablemente, de ese nuevo
conjunto de elementos se desprendería una definición bastante ajustada de la
actividad y los rasgos lúdicos.

Pero volvamos a la clase. Un ejemplo elocuente de la crítica a la clase como


gestualidad ejemplar de la explicación lo constituye el libro de Jacques Rancière El
maestro ignorante, en el que retomando las ideas del extravagante pedagogo de
principios del siglo IXX Joseph Jacotot, edifica un sólido argumento a favor de la
enseñanza para la autonomía, basada en la actividad del alumno, y en contra del
“maestro explicador” que, con gesto arrogante, cierra las persianas del mundo y lo
va destapando a su antojo. Vale la pena reproducir un pasaje que se explaya sobre
esta cuestión y donde la explicación, procedimiento central de la clase, se presenta
como el nudo falaz a ser desarmado:

La explicación no es necesaria para remediar la incapacidad de comprender, por el contrario,


justamente esa incapacidad es la ficción estructurante de la concepción explicadora del mundo.
Es el explicador quien necesita del incapaz, y no a la inversa. Es él quien constituye al
incapaz como tal. Explicarle algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no
puede comprenderlo por si mismo. (…) El truco característico del explicador consiste en ese
doble gesto inaugural: por un lado decreta el comienzo absoluto: en éste momento y sólo ahora
comenzará el acto de aprender, por el otro arroja un velo de ignorancia sobre todas las cosas a
aprender, que él mismo se encarga de levantar. Hasta que él llegó, el hombrecito se movía a
ciegas, tanteaba. Ahora, aprenderá (Rancière, 2007:21, el destacado me pertenece).

Las alternativas que tanto los didactas como los pedagogos anteponen al dispositivo
de la clase tradicional abrevan del universo del juego como imagen inspiradora. Las
ideas de “clase” y “juego”, en ese sentido, están en el centro de un dilema
pedagógico fundamental. Las discusiones acerca del encuentro entre dispositivos de
enseñanza y propuestas lúdicas - que ocupan un lugar central en el debate educativo
– no son sólo debates metodológicos sino que constituyen también la expresión de
una sostenida contienda entre modelos educativos que, bajo distintas
denominaciones, ha atravesado la historia de la pedagogía. Las proclamas
“renovadoras” consisten habitualmente en críticas dirigidas a los modelos llamados
“tradicionales” (que suelen centrarse en los modos de actuar y de disponer los
espacios y tiempos propios de una “clase”) y tienden a oponer alternativas que,

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aunque menos organizadas y sistematizadas, remiten a algunos elementos que


genéricamente se asocian a lo lúdico, en muchos casos en forma explícita. Una
pedagogía “nueva” promueve la automotivación, el placer, la espontaneidad, el
movimiento y la actividad, el uso de la imaginación, la organización del acto
educativo a partir del desafío: todos elementos propios del mundo lúdico.

Hacer jugar y hacer aprender

En este contexto, el seno de los debates didácticos ha visto emerger sólidos trabajos
tendientes a demostrar que, en el contexto de la clase, hacer jugar es un propósito
tan noble como el de hacer aprender siempre que se guarden ciertas precauciones y
se conozcan los alcances y limitaciones de tal empresa. En este texto, sin embargo,
asumiremos un camino diferente, casi opuesto: nos centraremos en el punto de vista
de la escena denostada, la de la clase, porque aceptaremos que al hablar de “clase”
nos referimos a un formato que puede variar significativamente entre márgenes
amplios de formatos (modos de organizar estratégicamente espacios, tiempos,
materiales e interacciones) y ambientes (cualidades del encuentro, gestualidades
habilitadas, climas y valoraciones sobre las situaciones compartidas). La clase
remite, claro, a un molde genérico que consiste esencialmente en la reunión
armónica de una serie de procedimientos muy precisos y fácilmente reconocibles por
cualquiera que haya pasado algunos años dentro del sistema formal de enseñanza o
se haya expuesto a la iconicidad de la clase que muestran otras expresiones
culturales como el cine, la literatura o la publicidad. Una formulación posible de estos
procedimientos genéricos, esto es, de las acciones y disposiciones frecuentes del tipo
de encuentro pedagógico al que llamamos “clase”, podría ser la que sigue:

a) Una clase suele comenzar con un foco, es decir, el establecimiento de un


inicio temático y la organización de los cuerpos y los objetos en una
disposición preconcebida: el maestro al frente y de pie; los alumnos en filas,
sentados.
b) Sigue, casi siempre, la alocución-mostración del docente (propiamente,
decir y mostrar) como etapa de exposición y puesta en escena de un
contenido mediante la palabra y los distintos objetos (mostrados, y en general
escritos, con preeminencia del pizarrón) que están al servicio de la

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enseñanza. En esta etapa se ejercen de manera intensa los gestos de la


explicación y la atención.
c) En forma simultánea tiene lugar un sostenimiento de las condiciones
gestuales de la clase, esto es, de la mirada y la escucha de los alumnos
(definidas en conjunto como “atención”), la regulación de la participación y el
resguardo del silencio bajo la forma de diferentes tipos de medidas
disciplinarias.
d) Finalmente, una clase suele cesurarse con el ofrecimiento de una consigna
y la habilitación de una etapa de trabajo más autónomo de los alumnos.

Foco, explicación (con atención y sostenimiento de los gestos de clase) y consigna


son entonces las grandes piezas de una clase. Ante esta presentación tan específica
y acotada de la idea de una clase, debe decirse que muchas veces, aún bajo la
apariencia de un modelo tradicional, se destacan sobre este estereotipo genérico
algunas prácticas que apuntan a la exploración, a promover la iniciativa de los
alumnos, a alternar las explicaciones con otras actividades o bien se utilizan recursos
alternativos que rompen la cerrada circularidad a que este estereotipo remite. Es
decir que, sin dejar de ser una “clase”, la experiencia de enseñanza del dispositivo
que estamos analizando aquí puede también variar y transformarse
significativamente, habilitando así otros formatos y otras gestualidades.

El propósito central de este capítulo y el próximo es precisamente describir estas


variaciones y esbozar una reflexión acerca de sus alcances y posibilidades. No
porque las críticas a la clase no estén justificadas, sino porque la empresa de edificar
un nuevo modelo genérico de enseñanza es lenta y amerita dialogar con alguna
reflexión acerca de cómo se enseña en el mientras tanto, cuando todavía creemos
profundamente (y tal vez nunca dejemos de creerlo) que enseñar es, esencialmente,
decir y mostrar. Un cambio en el sentido que demandan las pedagogías críticas sólo
puede caber en las grietas que deja la clase: difícilmente puede ignorarse el hecho
de que creemos en ella. Incluso cuando simpatizamos y nos sumergimos en las ideas
renovadoras que desafían esta hegemonía de la explicación y la atención, incluso
cuando nos sentimos identificados con el maestro ignorante de Ranciére, no
podemos dejar de notar que las matrices explicativas de la enseñanza se imponen, y
a veces con buenas razones. Los argumentos en contra de la clase magistral, sin ir
más lejos, también son presentados por sus autores en exposiciones y conferencias

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donde se dice y se muestra, y es básicamente así que hemos llegado a incorporar


esas ideas a nuestra concepción educativa. Nos desbordan los deseos de pedagogía
lúdica, pero aún no estamos listos para dejar de explicar.

Como hipótesis de trabajo sostendremos la idea de que este conjunto de variaciones


o grietas que convierten la clase tradicional en clase post-tradicional, abrevan del
mundo del juego como principal fuente de formatos, recursos y referencias: no sólo
ni principalmente del juego como actividad, sino del juego como símbolo, como ícono
de ciertos valores y como rasgo. Cuando digamos más adelante, por ejemplo, que
proyectar una película para tratar un tema en clase es un ejemplo de elemento post-
tradicional de la clase, no nos preocupará la débil relación que pueda existir entre el
cine y el juego, por ejemplo, sino la fortaleza que resulta de superponer un elemento
de la vida extraescolar, ligado a la recreación y la contemplación gozosa, con una
actividad de aprendizaje.

Repensar la clase a la luz de los modelos lúdicos, entonces, se presenta como una
empresa pertinente y que vale la pena emprender, pero no porque las reglas del
juego puedan parecerse a las reglas de la clase, sino porque ambos universos al
ponerse en relación abren un escenario que se articula bien con las críticas a la
enseñanza tradicional que vienen esgrimiendo pretensiones de liso y llano
“derrocamiento” de la clase. En otras palabras: ya que una pedagogía lúdica no
necesita renunciar al pizarrón, y ya que aunque una clase parezca un juego, puede
también en esencia no haberse movido ni un centímetro del formato tradicional, me
interesa buscar las alternativas en los fundamentos de cada lado de esta polaridad,
en sus encuentros fortuitos, en sus dilemas.

El escenario de este trabajo no se restringe a un nivel de enseñanza sino que oscila


entre ejemplos y problemas que se aplican a la educación de niños pequeños, de
adultos y de adolescentes, alternativamente. Esto se debe a que muchas de las
variaciones de formato, ambiente y diseño que componen los elementos a tratar sólo
se hacen visibles desde esta mirada comparativa. En cuanto al terreno teórico en el
que tienen lugar estas propuestas, puede definirse como una posición intermedia
entre la didáctica y la pedagogía, una suerte de zona gris entre ambas donde es
posible tomar herramientas de cada lado y eludir a la vez la asepsia política de la
primera y el teoricismo de la segunda.

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El estereotipo genérico de la clase y las promesas del juego

Aceptaremos como punto de partida la existencia de un estereotipo genérico de la


clase tradicional, cuyos rasgos hemos ya presentado sucintamente (foco,
explicación-atención-disciplina, consigna), para proceder a “desarmarlo” a la luz de
las prácticas que tienden a enriquecerlo. Es preciso partir de la premisa de que tal
modelo existe como fuerte representación porque es a ése molde genérico que de
hecho se oponen (y sobre esta oposición militante se edifican) una serie de prácticas,
discursos e idearios pedagógicos que son acogidos bajo denominaciones distintas,
pero con muchos elementos en común. Ya hemos sugerido párrafos atrás que
pedagogía crítica, escolanovismo o constructivismo pueden ser entendidos, tal como
se presentan al discurso escolar contemporáneo, como expresiones más políticas,
más didácticas o más psicológicas de un mismo gran argumento acerca del anhelo
de superar ese molde educativo del que “la clase” tradicional es un paradigmático
referente.

Algo que puede añadirse a esta presentación del problema (y que avala la
pertinencia de un análisis más respetuoso del formato de clase) es la inscripción
histórica de estas ideas, ya que la suposición de actualidad en estos debates, es
engañosa. Ya hemos señalado una referencia histórica al referirnos a la pedagogía de
Jacotot, pero la cuestión estaba ya nítidamente formulada incluso antes, en la
pedagogía del siglo XVII y puede reconstruirse una trama a su alrededor en las
teorías pedagógicas más salientes que unen aquellos tiempos con el nuestro. No nos
adentraremos ahora en un análisis histórico extenso, cosa que sí se hará en el
capítulo 5 de este volumen, pero al menos se amerita ofrecer algunos ejemplos para
apoyar la idea de que enseñar más allá de la clase no es un asunto del siglo XXI.

Aunque el arraigo que estas críticas reconocen en la didáctica suele imponer una
cauta sordina a la perspectiva de análisis histórico-pedagógica, desde ese punto de
vista las “nuevas” ideas sobre la inclusión del juego en la enseñanza se evidencian
antiguas y cristalizadas en dilemas clásicos. La oposición entre objetos escolares
(pizarrón, cuaderno, libro) y objetos naturales, por ejemplo, está en el centro de la
filosofía educativa de Rousseau y se refleja en forma nítida en las prescripciones

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acerca del material de enseñanza. Apenas una cita del Emilio puede servir como
anticipo de esta dicotomía. “Sean siempre los sentidos los guías del espíritu en sus
primeras operaciones”, dice Rousseau, y agrega: “No consultemos otro libro que el
mundo, ni otra instrucción que los hechos. El niño que lee no piensa, no hace más
que leer; no se instruye, sólo aprende palabras” (1955:208). Más adelante apela a la
fortaleza de los aprendizajes que se inscriben en un universo de objetos naturales, y
dice “¿Queréis enseñar la geografía a ese niño, y le vais a buscar globos, esferas y
mapas? ¡Cuánta máquina! ¿Para qué todas esas representaciones? ¿Por qué no
comenzáis enseñándole el objeto mismo, para que al menos sepa de lo que se
trata?” (ob.cit.: 209). Un estudio minucioso de la obra de este autor paradigmático
revela el nítido contraste entre la clase como denostado artificio y el mundo amplio
del conocimiento natural como alternativa liberadora.

Las ideas de atención y comprensión puestas en debate con la de actividad


conforman asimismo un punto saliente en la obra didáctica de Comenius. Aunque se
reconoce a este pedagogo como el precursor de los formatos escolares tradicionales
(a los que como hemos visto tiende a oponerse toda pedagogía nueva), entre los
debates que propicia acerca de la enseñanza se destacan sus encendidas defensas
del juego como medio educativo. Con elocuencia y desde argumentos muy parecidos
a los que hoy sostienen los impulsores de la inclusión del juego en la enseñanza,
Comenius postula la conveniencia de convertir las escuelas en universos lúdicos.
Como buen producto de su época, claro, a la hora de diseñar un método confía en la
asepsia experimental de la clase, pero no puede dejar de reconocerse en sus
decisiones un dejo de resignación.

La propuesta de otros formatos para las relaciones pedagógicas (juguetes,


materiales educativos, espacios diseñados como escenarios de aprendizaje),
finalmente, articula la obra de pedagogos como Froebel y Montessori que, aunque
respetados y reconocidos por el discurso educativo, terminaron mayormente
relegados al universo de la educación infantil, único lugar donde es aceptable una
pedagogía no centrada exclusivamente en la lectura y la escritura (cf. Brailovsky,
2010). Parece ser que las experiencias exitosas desarrolladas en base a métodos
disruptivos (con mucha frecuencia centrados en propuestas lúdicas) llaman la
atención y suscitan elogiosos comentarios, pero no se imponen en el centro de

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ningún sistema educativo ni llegan a afectar significativamente el “sentido común”


pedagógico.

Una pregunta a la que sería interesante intentar responder en este trabajo es la


siguiente: si la idea de la “clase tradicional”, blanco de toda pedagogía crítica (por
sus connotaciones antidialógicas) y de toda didáctica innovadora (por su escasez de
recursos y el lugar receptivo que deja al alumno) fuera finalmente susceptible de
transformarse para dar cuenta de estas críticas, pero sin dejar de ser una “clase”, si
se tomaran todas las oportunidades que abren sus “grietas”: ¿en qué podría
convertirse? ¿Qué formatos, qué acciones, qué objetos representarían la esencia de
una clase post-tradicional? ¿Cómo se materializa el propósito de reordenar el vasto,
desordenado y ecléctico universo de lo lúdico dentro del molde de la clase, concebido
como ordenado, esquemático y homogéneo? ¿Por medio de qué procedimientos, qué
metáforas, es posible concebir una clase post-tradicional?

Juego y educación infantil: la batalla de las definiciones

Si se trata de buscar un entorno teórico para pensar el problema, resulta


imprescindible repasar el abordaje que se realiza desde el nivel inicial de enseñanza.
La cuestión ha sido profundamente trabajada en el campo de la educación infantil,
donde la pedagogía del juego cuenta con una larga tradición de investigación, diseño
didáctico y debate académico. Hay, sin embargo, varios obstáculos o problemas que
aletargan el progreso y la expansión de los debates que allí se acuñan.

El primer problema que se nos presenta al tomar los aportes de la relación juego –
educación escolar en el mundo del nivel inicial es que en este nivel de enseñanza es
donde posiblemente menos se manifiesta la tensión fundante que hemos
presentado: prácticamente desde sus orígenes el jardín de infantes ha renunciado a
estructurar sus prácticas en forma subordinada al estereotipo genérico de la clase, y
la relación entre lo tradicional y lo nuevo no se ve allí especialmente representada
por el par juego-clase. El lugar secundario de la escritura como ordenador de la
actividad y los rasgos propios de los niños pequeños atenúan significativamente la
crudeza de estas tensiones y la cautela sobre sus efectos. En la escuela primaria, en
cambio, y especialmente después del primer período de los alumnos a la misma, la

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preeminencia del modelo genérico ya no puede ser desafiada tan abiertamente, y


sólo se admiten algunas variaciones al mismo.

Carretero lo señala con claridad cuando observa que en los centros escolares de casi
cualquier parte del mundo

“los alumnos de cinco a diez años, aproximadamente, se encuentran realizando juegos


semiestructurados y otras actividades en las que (…) se produce una relación adecuada entre las
capacidades de aprendizaje espontáneas del alumno y los objetivos que se deben alcanzar en
este segmento de la educación. (…) Sin embargo, esta situación suele cambiar en cuanto
comienza el período escolar que corresponde, aproximadamente, a la edad de diez años. A partir
de esa edad, los contenidos se van haciendo cada vez más académicos y formalistas (…), parece
como si hasta la edad citada los distintos sistemas educativos hubieran tenido en cuenta al
aprendiz intuitivo que existe en cada persona, mientras que a partir de los diez años se
pretendiera que el alumno se fuera convirtiendo paulatinamente en un aprendiz académico”
(Carretero, 1997:40).

El segundo obstáculo que se presenta al campo de la educación infantil para pensar


la tensión entre el estereotipo genérico de la clase y la idea de una enseñanza lúdica
reside en el hecho de que, en sus tradiciones teóricas, se tiende a situar al juego (y
no a la enseñanza) en el centro del debate. Compartiremos aquí la idea de que un
carácter lúdico como atributo de una actividad de enseñanza es en realidad
independiente del “juego” específico con un nombre, unos materiales y un cuerpo de
reglas propias: son dos objetos de estudio distintos. En este último caso, la
existencia de ciertas coordenadas espaciotemporales aseguran que aquello es un
juego; en el aspecto lúdico de una situación de enseñanza, en cambio, podríamos
esbozar la hipótesis de un carácter continuo: lo lúdico como atributo admite grados
de ludicidad.

El término juego tiene entonces al menos dos acepciones; por un lado, el juego
como tipo de actividad recreativa libremente elegida o aceptada que se realiza para
producir en quienes lo realizan algún tipo de goce intenso, mediante la participación
en una mecánica de relaciones minuciosamente regladas que inducen a establecer
roles de competencia y/o colaboración con otras personas o de interacción fluida con
los objetos. Dicha actividad se halla circunscripta espacial y temporalmente y es
reconocida e identificada en el contexto de una cultura (amplia o local) a la que
pertenecen sus participantes, lo que usualmente se materializa en un nombre

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convenido o asignado en el momento de realizarse (por ejemplo: la Rayuela, la


Mancha, etc.). A esta acepción de juego se refiere también Brougère cuando afirma
que jugar supone que, del conjunto de actividades humanas, algunas sean
clasificadas y designadas como juego, a partir de un proceso de designación e
interpretación complejo que varía en la historia y la cultura (1998:4). Aún con todas
las prevenciones teóricas destinadas a atenuar el carácter taxativo de la definición,
es claro que si el juego es sustantivo, si se refiere a “los juegos” existentes,
conocidos o por inventarse, queda bastante claro qué es juego y qué no lo es dentro
de un mismo campo cultural.

Por otro lado, una segunda acepción refiere al juego como rasgo, como adjetivo: “lo
lúdico”, aquello que está revestido de alguna/s cualidades del juego como actividad
sin necesariamente serlo en un sentido estricto. Cuando se entablan debates en
torno a la definición de juego (y allí hay incluso quienes aseguran que el juego “no
puede definirse”) y se afirma que éste no puede considerarse un tipo de actividad, se
está defendiendo el peso de la segunda acepción aquí presentada; cuando se
circunscribe al juego para estudiar el efecto de sus reglas o lo que es preciso saber
para jugarlo, etc. se da por válida la primera.

Entre las cualidades del juego como rasgo se destacan la diversión, la informalidad o
espontaneidad, la competencia o enfrentamiento, el desafío, la imaginación, la
creatividad, el movimiento. Así, se adjetiva como lúdico aquél objeto, espacio,
actividad o fenómeno perceptivo que se reconoce como alegre, imaginativo o
creativo.2 En palabras de Bleichmar, se trata de “la diferencia entre el juego y lo
lúdico, (…) en toda actividad humana puede haber algo de lo lúdico sin que
necesariamente uno lo aísle de la producción (…); el problema está en la radicación
de lo lúdico y su contraposición al juego. (…) Lo lúdico tiene que estar, de alguna
manera, en las formas con que la sociedad nos permita vivir de una manera creativa
en relación a lo que hacemos” (Bleichmar, 2006:3).

En suma, digamos que llamamos juego a los formatos culturalmente reconocidos


tanto como a los climas que suelen asociarse a esos formatos, y que al contraponer
2
Adicionalmente, claro, existen connotaciones del término que exceden estas categorías, como la idea de
juego como metáfora de rol desempeñado dentro de un sistema caracterizado por la complejidad. Así,
expresiones del tipo de: “¿Cómo juega la edad de los alumnos en este asunto?”, destacan ciertos rasgos
del juego como actividad (su complejidad y la existencia de roles definidos) interconectados por una
dinámica precisa. A los efectos de este análisis, no serán considerados en detalle estos usos del término
juego como metáfora cotidiana del lenguaje corriente.

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clase y juego asumimos que, dependiendo de cuál de esas dos definiciones sea la
que se toma en cuenta, los alcances e implicancias del análisis varían
significativamente. Los estudios de la educación infantil suelen enfocarse
principalmente en la primer definición de juego; nosotros tomaremos ambas, pero
haremos hincapié en la segunda.

Esta distinción básica entre “los juegos” como objetos culturales y “lo lúdico” como
atributo de una situación cualquiera (por ejemplo, pero no exclusivamente, una
situación de clase) dialoga en el ámbito del jardín de infantes con una tercera forma
habitual de emprender el análisis educativo utilizando el término “juego”: el conjunto
de tipologías que aspiran a clasificarlo. Hay, por una parte, clasificaciones
psicológicas que definen “tipos” de juego propios de cada estadio del desarrollo,
dándose así lugar a progresiones del juego paralelo al social, del ejercicio al juego
simbólico, etc. A la vez, se trabaja sobre “tipos” de juego apelando a los propios
rasgos formales o culturales del mismo (p.e. juego tradicional, juego de manos,
juegos de tablero); y un tercer criterio clasificatorio se orienta a las estructuras
didácticas que utilizan el juego y usan el término para nomenclarse, como el juego
centralizado o el juego-trabajo. Estas clasificaciones no son en sí mismas un
problema, pero en ocasiones la distinción entre tipos de juego como marcas del
estadio psicológico, como variaciones de formato o como estructura didáctica se
superponen falazmente y se discute entonces el “juego-trabajo” (una forma de
organizar la enseñanza) como si fuera una forma de juego, o se discuten aspectos de
la enseñanza – su cualidad de motivar al alumno, sus potenciales para adquirir una
forma dinámica y flexible – como si fueran problemas o virtudes del juego como
objeto cultural, o bien se subordina el “tono lúdico” de la enseñanza a la modalidad
psicológica de juego que “corresponde” a los alumnos, por su edad.

La literatura sobre juego y educación trasluce una preocupación constante – tal vez
desmesurada – por las relaciones que pueden establecerse entre el juego y la
enseñanza, el juego y el conocimiento, el juego y los formatos escolares, que tiende
a desplazar al terreno del juego las discusiones sobre la eficacia y la pertinencia de
ciertos procedimientos de enseñanza. Expresiones como “evaluar el juego”, “enseñar
jugando”, etc. expresan la intención de dotar al arsenal teórico de la enseñanza de
ciertas cualidades derivadas del juego. Pero hay una confusión generalizada en
muchos trabajos que se esmeran en “despejar” los aspectos didácticos del juego,

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procurando a la vez proteger su esencia lúdica de las rigideces funcionales propias


del mundo escolar, en lugar de definir, inspirándose en algunos rasgos de la vida
lúdica (es decir, el juego como adjetivo, el juego como ambiente) cualidades
deseables para la enseñanza.

Estas consideraciones son, claro, mucho más nítidas en otros niveles de enseñanza
diferentes del Nivel Inicial. La posibilidad de una reflexión explícita por parte de los
niños mayores (que no creen, como los más pequeños, que la maestra juega con
ellos sólo para divertirse) lleva necesariamente la cuestión a otro nivel de análisis. El
efecto (atribuido al juego en la escuela) de dotar a las actividades de sentido
genuino para el niño parte en alguna medida de un prerrequisito: la existencia de
cierta ingenuidad por parte del alumno respecto de los rasgos compulsivos de la
escolaridad.

El niño pequeño cree que su maestra juega con él para divertirse, como cree que la
directora construyó la escuela o que el profesor de plástica vive en el taller. Forma
parte de la visión del mundo propia de la temprana infancia, y hace posible que el
juego en la escuela tenga sentido real para el niño. Pero cuando la experiencia
escolar es vivida (también) como una obligación, se hace evidente una diferencia
importante entre “la clase” y “el juego”: las reglas de juego son primero libremente
aceptadas y luego obligatorias. En la clase pasa al revés, las reglas son primero
obligatorias y luego, en el mejor de los casos, voluntariamente aceptadas por los
alumnos. Por eso, el sentido de los formatos de juego que estructuran una clase o
bien de las cualidades lúdicas de su ambiente, varía mucho entre jardín y primaria, y
también entre cursos con diferentes culturas y climas de estudio. “El” contexto
escolar en el que se pretenda incluir al juego no es algo homogéneo, sino algo muy
variable, y muy especialmente entre niveles de enseñanza.

Así, lo que interesa discutir es, en definitiva, la conveniencia de que bajo ciertas
circunstancias la enseñanza se inspire en el juego para generar formatos o
ambientes de actividad favorables al aprendizaje. Al hablar de juego en un sentido
literal y puro (al margen de la aspiración de volver a la enseñanza amable,
motivadora, respetuosa o libertaria) el tipo de problemas que afloran tienen menos
que ver con la educación que con cuestiones propias de la política del juego: el
placer, la regla y la trampa, el desafío, la victoria y la derrota, el mundo imaginario

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EL JUEGO Y LA CLASE: APUNTES CRÍTICOS
SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL
Daniel Brailovsky

compartido. Vale la pena, por supuesto, comprender el juego infantil. Pero en la


mayor parte de los casos esta comprensión no necesita orientarse a convertirlo en
una experiencia educativa sino simplemente a sensibilizarnos respecto de la
perspectiva de los alumnos. Esta perspectiva abreva en general del juego para crear
un espacio de contestación al mundo adulto, que tal vez sea oportuno permitirles
conservar intacto (cf. Scheines, 1998). La enseñanza inspirada en el juego, los
rasgos lúdicos del ambiente de clase y el juego espontáneo de los chicos son tres
objetos diferentes que ameritan tratamientos distintos.

El recorrido que estamos haciendo a través de estas páginas no parte del juego, sino
que de algún modo llega a él. He preferido hablar “desde la boca del lobo”, y partir
del cuestionado estereotipo genérico de la clase para avanzar en dirección a las
variaciones que podrían enriquecerlo, buscando en el juego imágenes inspiradoras.
En el capítulo que sigue se desarrollarán algunos puntos destacados en los que
puede reconocerse un “mapa” de alternativas de la clase tradicional, que aquí nos
limitaremos apenas a formular. Estos componentes post-tradicionales no son
propuestas imaginativas que se enuncian en un tono propositivo para considerar su
aplicación, sino principalmente un intento de sistematización de lo que de hecho
tiene lugar en forma más o menos habitual en las prácticas de enseñanza de
distintos niveles educativos.

Por un lado, la inclusión de expresiones artísticas, especialmente imágenes, en la


mostración de clase. Si explicar es decir y mostrar, la apelación a lo visual es un
enriquecimiento de esa discencia y esa mostración, que podría verse amplificada
mediante la utilización de imágenes, videos o películas. Esta posibilidad abre
dicotomías entre el camino técnicamente calificado de la explicación analítica, con su
entramado de premisas lógicas sistematizadas en fórmulas matemáticas, premisas
teóricas, etc. y el hecho literal mostrado, proyectado, exhibido, pleno de
deslumbramiento y apoyado en la eficacia de hacer sentir al otro que puede entender
mirando. Dentro de esta dimensión, y para remitir una vez más a la educación
infantil, el uso de canciones es un buen ejemplo de una práctica muy instalada y
sostenida a pesar de ser objeto de innúmeras críticas.

Un segundo conjunto de procedimientos de la clase que trazan un relieve sobre el


dispositivo tradicional lo constituye el que reúne cambios o agregados de roles de la

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SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL
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clase, como el enroque estratégico de roles entre maestro y alumno, o las diferentes
formas de complicidad y transferencias del rol. En el auge del escolanovismo, por
ejemplo, el trabajo en pequeños grupos se constituyó en todo un símbolo de las
nuevas formas de enseñanza. De modo análogo, la delegación de ciertos aspectos de
la enseñanza a los alumnos y la alteración total o parcial de las definiciones tácitas
de responsabilidad docente y responsabilidad estudiantil, abren el juego a algunas
alteraciones del dispositivo de clase.

En tercer lugar, la adopción del formato de un juego. La idea de llevar a la actividad


en el aula el formato específico de un juego con el fin de promover aprendizajes en
los alumnos ha sido objeto de elogios y críticas fundados en diversos argumentos,
algunos de los cuales ya hemos presentado sucintamente en estas páginas. En este
punto, posiblemente el más conflictivo, parece imponerse cautela sobre la actitud de
“defensa del juego puro”, como si éste se viera amenazado por las iniciativas que
asumen su formato en las clases, ya que parece haber una frontera más o menos
infranqueable (e inmune a toda pedagogía) entre el juego propuesto como
mecanismo de aprendizaje y los espacios de juego automotivado por los alumnos.

Veremos que el cambio del formato de clase para asumir la forma de un juego se
enfrenta también a algunos dilemas relacionados con el hecho de que la clase puede
ser “obligatoria” (como lo es la enseñanza, por ley) mientras que el juego necesita
ser voluntario. El formato de juego para enseñar, entonces, se ve ante el dilema de
sostenerse en el encuentro mientras éste cuente con la participación voluntaria y
entusiasta de los alumnos, o diluirse ante el incontestable hecho de que en general
los alumnos no eligen aprender las tablas de multiplicar o los ángulos consecutivos,
ni los hechos de las revoluciones y las guerras, ni tampoco ansían cotidianamente
enterarse de cómo debe hacerse para reconocer el sujeto del predicado en una
oración bimembre.

Finalmente, un cuarto conjunto de procedimientos se define a partir de la presencia


de objetos no tradicionales de la clase. Y lo que interesa indagar en estos recursos es
qué lugar puede otorgarse a un objeto en el aula toda vez que las cosas no
contienen, en esencia, un mensaje. Ya sea que el objeto contribuya a la clase
trayendo pruebas de un pasado o una geografía remota, o aportando argumentos

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EL JUEGO Y LA CLASE: APUNTES CRÍTICOS
SOBRE LA ENSEÑANZA POST-TRADICIONAL
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sobre la naturaleza de un sistema, o abriendo interrogantes, el acto de traerlo al aula


supone una modificación a la geografía material tradicional de la clase.

Estos conjuntos de procedimientos, que estructuran el siguiente capítulo, dan cuenta


de algunos intentos más o menos habituales de expansión del formato de clase. La
inclusión de expresiones artísticas en la clase, por ejemplo, es más frecuente que la
estrategia de cambio o agregado de roles o la adopción de formatos lúdicos, pero
todas tienen en común el hecho de que varían y enriquecen en alguna medida la
gestualidad propia de la clase tradicional.

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