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TEXTOS Y TERRONES
4. Walter Michaels, «Saving the text», Modem Languaje Notes, 93 (1978), pág. 780.
Véase también Jeff rey Stout, «What is the meaning of a text?», New Literary History,
14 (1982), págs. 1-12.
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estas reproducciones contando un relato sobre su relación con otros
textos, o las intenciones de su autor, o lo que hace la vida digna de
ser vivida, o los acontecimientos del siglo en que se escribió el poe-
ma, o los acontecimientos de nuestro siglo, o los sucesos de nuestra
vida, o cualquier otra cosa que parezca adecuada en una situación
determinada. La cuestión de si en realidad cualquiera de estos rela-
tos es adecuado es como la cuestión de si el hilomorfismo aristotéli-
co o la matematización galileana es realmente adecuada para des-
cribir el movimiento de los planetas. Desde el punto de vista de una
filosofía pragmatista de la ciencia, semejante cuestión no tiene ob-
jeto. La única cuestión es la de si el describir los planetas en uno
u otro lenguaje nos permite contar relatos sobre ellos que encajen
con todos los relatos que deseamos contar.
No obstante, cualquiera que argumente desde una filosofía prag-
matista de la ciencia a una filosofía de la interpretación literaria como
la de Fish va a tener que explicar la diferencia aparente entre la quí-
mica y la crítica. Parece existir una diferencia entre los objetos du-
ros con que tratan los químicos y los blandos con que tratan los crí-
ticos literarios. Esta aparente diferencia constituye el motivo para
que todas las teorías neodiltheyanas insistan en la distinción entre
explicación y comprensión, y para que todas las teorías neo-saussu-
reanas insistan en la distinción entre terrones y textos. El pragma-
tista rechaza ambas distinciones, pero tiene que admitir que hay una
diferencia prima facie a explicar. Pues cuando el químico afirma que
el oro no es soluble en ácido nítrico, se acabó la historia. Pero cuan-
do el crítico afirma que el problema de Otra vuelta de tuerca, o de
Hamlet, o cualquier otro texto, no es soluble en el aparato de la nue-
va crítica psicoanalítica o semiótica, esto es una invitación a que las
respectivas escuelas de crítica destilen brebajes aún más potentes.
La manera idealista de Kant de interpretar esta diferencia se ha
vuelto canónica. Kant pensó que los objetos duros eran aquellos que
nosotros constituimos según reglas —reglas establecidas por concep-
tos inevitables enlazados en nuestras facultades transcendentales—
mientras que los objetos blandos eran aquellos que constituimos sin
que estén ligados a regla alguna. Esta distinción —el fundamento
transcendental de la distinción tradicional entre lo cognitivo y lo
estético— no es satisfactoria por las razones dialécticas esgrimidas
por Hegel y las evolutivas formuladas por Dewey. No se puede for-
mular una regla sin decir cómo sería violar la regla. Tan pronto como
lo hacemos, resulta interesante la cuestión de si seguirla o no. Cuan-
do —con Hegel— empezamos a concebir las reglas como etapas his-
tóricas o productos culturales, borramos la distinción kantiana en-
tre conducta regida por reglas y conducta lúdica. Pero mientras que
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Hegel interpreta la ciencia natural como una forma más bien tem-
prana y primitiva de autoconsciencia del espíritu, Dewey concibe la
química, la crítica literaria, la paleontología, la política y la filosofía
avanzando conjuntamente —como camaradas iguales con intereses
diferentes, que sólo se distinguen por estos intereses, y no por el es-
tatus cognitivo—. James y Dewey apreciaron la idea de Kant de que
no se pueden comparar nuestras creencias con algo que no es una
creencia para ver si corresponde. Pero señalaron sensatamente que
esto no significa que no exista nada en el exterior sobre lo cual ver-
san las creencias. La independencia causal del oro o del texto res-
pecto al químico o el crítico indagador no significa que éste pueda
o deba realizar la imposible hazaña de desnudar su objeto elegido
de las inquietudes humanas, verlo como es en sí, y luego ver cómo
nuestras creencias encajan en él. Así pues, hemos de descartar la dis-
tinción de Kant entre constituir el oro mediante una síntesis regida
por reglas y constituir los textos mediante una síntesis libre y lúdica.
Los pragmatistas sustituyen esta formulación idealista por una
aceptación plena de la inhumana y bruta tenacidad causal del oro
o del texto. Pero piensan que no hay que confundir esto con —por
así decirlo— una tenacidad intencional, una insistencia en que se des-
criba de una determinada manera, su propia manera. El objeto pue-
de, dado un acuerdo previo en un juego de lenguaje, hacer que tén-
ganlos creencias, pero no puede sugerir las creencias que hemos de
tener. Sólo puede hacer cosas a las que nuestras prácticas reaccio-
nan con cambios de creencias preprogramados. Así, cuando se le pide
que interprete la diferencia entre objetos duros y objetos blandos,
el pragmatista dice que la diferencia está entre las reglas de una ins-
titución (la química) y las de otra (la crítica literaria). Piensa, con Stan-
ley Fish, que «todos los hechos son institucionales, y sólo son hechos
en virtud de la institución anterior de tales [dimensiones de valora-
ción concebidas socialmente]».5 La única manera de obtener un he-
cho no institucional sería encontrar un lenguaje para describir un
objeto que fuese tan poco nuestro, y tanto el propio objeto, como las
fuerzas causales del objeto. Si renunciamos a esa fantasía, ningún
5. Stanley Fish, Is there a text irt this class? (Cambridge, Mass., 1980), pág. 198.
Por supuesto, ni el oro ni el texto son institucionales cuando se consideran como lo-
cus de fuerza causal —para resistir los ataques de un ácido, o hacer que determina-
das formas aparezcan en la retina—. Utilizando un vocabulario causal podemos de-
cir que el mismo objeto es estímulo para muchos usos del lenguaje. Pero tan pronto
como nos preguntamos por los hechos acerca del objeto, estamos preguntando cómo
hay que describir el objeto en un lenguaje particular, y ese lenguaje es una institu-
ción. El hecho de que el mismo objeto se glose en muchas comunidades diferentes
no muestra —pace la crítica de Fish por Richard Wollheim— que el objeto pueda
ayudarnos a decidir a qué comunidad pertenece.
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objeto parecerá más blando que otro. Más bien, algunas institucio-
nes parecerán internamente más diversas, más complejas, más polé-
micas en relación a los desiderata finales que otras.
6. E.D. Hirsch, Jr., Validity in interpretador! (New Haven, 1967), pág. 264.
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TEXTOS TERRONES
I. Los rasgos fonéticos o gráficos de I. El aspecto sensorial y la ubicación
una inscripción (éste es el dominio espacio-temporal de un terrón (lo
de la filología). pertinente aquí es evitar una ilu-
sión perceptiva).
II. Lo que respondería el autor, en II. La esencia real del terrón que sub-
condiciones ideales, a las pregun- yace a su apariencia —la forma en
tas sobre su inscripción que estén que Dios o la naturaleza lo descri-
formuladas en términos que pue- birían.
• de comprender por sí mismo.
III. Lo que respondería el autor, en con- III. El terrón descrito por ese sector
diciones ideales, a nuestras pregun- de nuestra ciencia «normal» espe-
tas sobre su inscripción —pre- cializada en terrones de ese tipo
guntas para comprender las cua- (por ejemplo, un análisis rutinario
les tendría que ser reeducado realizado por un químico, o una
(piénsese en un primitivo formado identificación rutinaria realizada
en Cambridge, un Aristóteles que por un biólogo.
hubiera asimilado a Freud y a
Marx) pero que son fáciles de en-
tender para una comunidad inter-
pretativa actual.
IV. El papel del texto en la concepción IV. El terrón descrito por un científi-
revolucionaria de alguien de la se- co revolucionario, es decir, alguien
cuencia de inscripciones a la que que desea reformular la química,
pertenece el texto (incluidas las su- o la entomología, o cualquier otra
gerencias revolucionarias sobre la ciencia, de forma que los análisis
secuencia de que se trata) —por químicos o las taxonomías bio-
ejemplo, el papel de un texto de lógicas actualmente «normales»
Aristóteles en Heidegger o de un se revelan como «meras aparien-
texto de Blake en Bloom. cias».
V. El papel del texto en la concepción V. El lugar del terrón, o de ese tipo
que alguien tiene distinta al «gé- de terrón en la concepción que al-
nero» a que pertenece el texto guien tiene de algo distinto a la
—por ejemplo, su relación con la ciencia a la que se ha asignado el
naturaleza del hombre, la finali- terrón (por ejemplo, el papel del
dad de mi vida, la política de nues- oro en la economía internacional,
tra época, etc. en la alquimia del siglo XVI, en la
vida fantasiosa de Albecrich, en
mi vida fantasiosa, etc., frente a su
papel en la química).
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facilitar nuestro comercio con las cosas que nos rodean—. Según
níi interpretación, nuestro ideal de conocimiento perfecto es el co-
nocimiento empático que en ocasiones tenemos de la situación mental
de otra persona. Las epistemologías realistas han sido intentos des-
carriados para transferir este tipo de conocimiento a nuestro cono-
cimiento de los terrones. Como dijo Nietzsche, «el concepto de sus-
tancia es una consecuencia del concepto de sujeto; y no al revés».9
Las interpretaciones realistas de la ciencia natural son así intentos
desesperados de hacer que la ciencia física imite a las Geisteswis-
senschaften. Pero tan pronto abandonamos el animismo primitivo,
y las formas más sofisticadas de antropomorfización de la naturale-
za intentadas por Platón y Aristóteles, podemos admitir que los te-
rrones son sólo algo que en la actualidad es conveniente definir como
tal —es decir, que no tienen un «interior» como lo tienen las perso-
nas—. Así, mientras que Hirsch desea hacer que la filosofía realista
de la ciencia parezca buena para hacer que el «significado» al nivel
II parezca bueno para los textos, yo deseo hacer lo contrario. Yo de-
seo admitir todo lo que dice Hirsch sobre la validez objetiva de la
indagación del significado (en ese sentido) al objeto de hacer que la
filosofía realista de la ciencia parezca mala. Deseo insistir en que po-
demos tener lo que Hirsch desea al nivel II para los textos, sólo para
probar que no podemos tener nada semejante para los terrones.
Pero aun cuando coincido con Hirsch en que podemos tener el
mismo tipo de objetividad sobre la mente del autor de la que pode-
mos tener sobre la composición química de un terrón, deseo discre-
par con la manera en que establece una distinción entre significado
y significación. Hirsch define estos términos en el siguiente pasaje:
«"Significado" se refiere a todo el significado verbal de un texto, y
"significación" se refiere al significado textual en relación a otro con-
texto, es decir, otra mente, otra época, una materia más amplia,, un
sistema de valores diferente, etc. En otras palabras, "significación"
es el significado textual relacionado con un contexto —cualquiera—
más allá de sí mismo».10 Estas definiciones le permiten afirmar que
«desde el punto de vista del conocimiento, la crítica válida depende
de la interpretación válida»,11 donde «crítica» significa el descubri-
miento de la significación e «interpretación» el descubrimiento del
significado. Estas distinciones entrelazadas están respaldadas por
la afirmación de Hirsch de que «si no pudiéramos distinguir un con-
pío, dice Heidegger sobre él; al nivel V está, por ejemplo, lo que yo
estoy diciendo aquí sobre él.
Es erróneo preguntarse qué es aquello que es lo mismo en cada
nivel, como si fuésemos en busca de un sustrato permanente de des-
cripciones cambiantes. Todo lo que necesitamos para hacer posible
la comunicación y persuasión, y así el conocimiento, es la técnica
lingüística necesaria para pasar de un nivel a otro. Una explicación
de la adquisición de esa técnica no exige que postulemos un objeto
—el mismo texto en sí, o el verdadero significado del texto, o el mis-
mo terrón en sí, o la esencia verdadera del terrón— que está presen-
te a la consciencia en cada nivel. Todo lo que necesitamos es que pue-
da alcanzarse un acuerdo sobre aquello de lo que estamos hablando
—y esto sólo significa un acuerdo sobre un número razonable de pro-
posiciones que utilizan el término en cuestión—. Las proposiciones
a cualquier nivel realizan esa labor. La tradición epistemológica co-
mún a Hirsch y a la «teoría de la autonomía semántica» (que Hirsch
atribuye a los nuevos críticos y a los deconstructivistas) insiste en
que ha de elegirse uno de estos niveles como «aquello sobre lo que
en realidad estamos hablando» en cada uno de los demás niveles. Am-
bos insisten en que el conocimiento del significado a ese nivel es el
fundamento de la discusión a los demás niveles. Pero esta doctrina
común es —en mi opinión— el análogo a la doctrina común al empi-
rismo fenomenalista y a la actual reacción realista contra el fenome-
nalismo —a saber, la doctrina de que o bien el nivel I (para el feno-
menalismo) o el nivel II (para el realismo) es el privilegiado (en el
caso de los terrones) en tanto que «determina la referencia»—. Des-
de una óptica pragmatista, toda esta noción de privilegiar un nivel
y presentarlo como fundamento de la indagación es un desafortuna-
do intento más de salvar la noción de verdad como correspondencia.
Hirsch y sus adversarios están demasiado preocupados por la tex-
tualidad característica de los textos, igual que Kripke y sus adversa-
rios están demasiado preocupados por la terroneidad característica
de los terrones. En vez de intentar ubicar la identidad, deberíamos
disolver tanto los textos como los terrones en nodos con tramas de
relaciones transitorias.
La crítica de los intentos de privilegiar niveles ha dado lugar, de-
safortunadamente, a una suerte de relativismo absurdo según el cual
las concepciones de los idiosincrásicos místicos de la naturaleza so-
bre los terrones están de alguna manera «en pie de igualdad» con
las concepciones de los profesores de química (como en Feyerabend)
o que las interpretaciones de los textos mediante libre asociación es-
tán «en pie de igualdad con» las interpretaciones filológicas o histó-
ricas normales. Todo lo que significa «en pie de igualdad con» en es-
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