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inmersión en el mundo

según rodrigo garcía por bruno tackels

Hay muchas paradojas en relación con Rodrigo García. La primera


es que es bastante más conocido en el extranjero que en su propio
país. Les ha ocurrido a otros; hay incluso un dicho que lo describe
muy bien: «Nadie es profeta en su tierra». En Francia el trabajo de
García ha sido especialmente bien recibido y fomentado, sobre
todo, por el Festival de Avignon o el Teatro Nacional de Bretaña,
en Rennes. Además, y con razón, Rodrigo, fiel profeta de estos
tiempos electrónicos, es capaz de ver más allá y lo dice alto y claro.
Sin ambages, sin precauciones. Y eso hace daño. De ahí la acogida
a menudo complicada, e incluso escandalosa, de sus obras. Más
brechtiano de lo que cabría pensar, su teatro divide al público,
enciende los ánimos y da que hablar a los espectadores (incluso
a los que no han visto sus obras) con una pasión y una virulencia
inusitadas. Provoca la discusión, pero de ahí a afirmar que es un
provocador sólo hay un paso, que fácilmente dan aquellos que
se sienten incómodos por lo que se les muestra y reciben.

Contrariamente a esta percepción superficial, Rodrigo García no


hace un teatro provocador o elitista, chic o de tendencia. Los que
insisten en ello son, ni más ni menos, los mismos que van de
chic y siguen las tendencias. Se trata de leer su obra en el tiempo,
un valor no muy a la moda precisamente, y de buscar asimismo
los hilos que van de un texto a otro, de un espectáculo a otro, de
una versión a la siguiente. Sólo cuenta el presente, desastroso,
ajeno a todo orden, y las palabras para expresarlo, nuestra única
arma, tan débil y, sin embargo, nuestro único apoyo. Todas las
palabras tienen su lugar en la paleta de García: sin exclusión, sin
ostracismo, sin jerarquía entre lo noble y lo vulgar, lo cutre y lo
glamuroso, lo popular y lo refinado. Se admiten todas las palabras.

El público que acude no se deja engañar, un público extremadamente


joven, esos famosos «escolares» que tan mala reputación tienen
dentro del mundillo teatral. Ya vayan por sí mismos, o por la sutil
sugerencia de su profesor, o por el motivo que sea, podemos decir
que el teatro, tan arcaico como pueda parecer, guarda aún un precioso
fondo, y abre una bonita puerta a las preguntas del momento.
12 cenizas escogidas

Lo que este teatro nos muestra, a decir verdad, no es muy agradable


de ver: es poco cómodo asistir, in situ, al lento sacrificio del cuerpo
en la arena catódica de la consumación. Y es en esto, sin duda, en
lo que los jóvenes (y no tan jóvenes) se reconocen: al hacer uso
del lenguaje televisivo en alza, Rodrigo García consigue darle
la vuelta como a un guante. Pero lo que llama la atención es la
ternura con la que mira este mundo tan estropeado. Ninguna
moral, ni rastro de prejuicios, sólo la visión risueña de un niño
que acaba de hacer una putada. Sí, el mundo está lleno de putadas.
Pero al verlas volcadas en un escenario, el espectador no se queda
indiferente. Apasionado o furioso, el mundo de García apela a que
tengamos una postura firme. Sí, el mundo está lleno de putadas.

Hacer explotar los códigos de la moral resulta, en realidad, bastante


simple. Mucho más malicioso y juicioso es mostrar que esos
códigos se encuentran por todas partes, dentro de nosotros, incluso
cuando, al sentirnos modernos, muy modernos, creemos haber
escapado de ellos… En el fondo, es en ese gesto en el que García no
deja de insistir. Su teatro elude cuidadosamente definir esas zonas
puras y exentas de toda responsabilidad en relación con el desastre
mundial (el cual concierne precisamente al mundo entero). Nadie
puede librarse de los efectos de la globalización. Nadie puede
sacudirse ese tufillo moral que acosa a nuestra sociedad moderna,
la misma que se fundaba en la pretendida emancipación de toda
ley moral. Los espectáculos de Rodrigo García son un síntoma
explosivo de esta vuelta al orden moral que mina y contagia todo
discurso, todo comportamiento, incluso el más progresista.

De ahí que no podamos eludir la cuestión de la provocación, en tanto


que ésta influye en la manera en que un sector del público acoge
su obra. Si bien, dicha cuestión nunca es planteada por Rodrigo
García, se hace, sin embargo, muy evidente en sus espectáculos.
Por lo que es preciso darle otro sentido: ingenuidad asumida
por pensar que el teatro todavía puede «provocar», atreverse,
experimentar, suscitar el gesto, prolongarlo. El malentendido surge
cuando creemos que lo que dice el autor se corresponde con lo
que piensa: ¡trágico malentendido! Pues aquí comienza la mala
provocación. Hay que reconocer que nuestros contemporáneos,
incapaces de mirar más allá de sus narices, caen muchas veces
en este error, pues con demasiada frecuencia sufren de miopía.
Claro que también es cierto que la mirada se cultiva y que, al igual
que una lengua extranjera, se aprende a base de ejercicios.

¿De dónde vienen esos numerosos malentendidos? ¿Y esas


reacciones de pronto tan violentas? Se deben principalmente a que
las propuestas de Rodrigo García son absolutamente literales. Se
toma las cosas al pie de la letra, sin ninguna intención metafórica,
motivo por el cual hay quien no le considera un poeta. Ahora
bien, podemos darle la vuelta a esta crítica, es decir, García no es
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un poeta precisamente porque rechaza la metáfora en beneficio


del sentido exacto de la palabra. Es, por lo tanto, un adepto a la
prosa, en la que ninguno diría que está la verdad de la poesía.

¿De qué hablamos cuando evocamos esta prosa literal? De una


voluntad de no transfigurar nada, de nombrar lo que se piensa sin
rodeos, y llegar hasta el fondo de la cuestión sin reservarse nada.
La escritura como último refugio donde se prohíbe cualquier tabú.
Como, por ejemplo, cuando García evoca la figura de Borges para en
realidad escribir, de manera subrepticia, una auténtica autobiografía
camuflada. Él lo cuenta todo sobre su amor, su admiración, la
estupidez que ésta engendra en su forma de comportarse, y su
mirada lúcida, todo ello a un mismo tiempo, de tal manera que su
admiración acaba transformándose en odio, en violenta aversión
hacia la figura venerada, que deja entrever las sombras que esconde
un ídolo sabiamente mantenido. Asimismo, cuando pone en escena
a un hombre que le cuenta a un niño su infancia, aparentemente
anodina y banal, en la que aparece fotografiado montado en un
pequeño poni por sus convencionales padres, asistimos de pronto
a un brutal giro al comprender que, en realidad, era víctima del
tráfico de fotografías pedófilas. La dramaturgia se convierte en
«provocativa», es decir, en literal, cuando el narrador, encarnado
por el potente Marcial Di Fonzo Bo, relata su lucha a muerte con
el poni, al que intenta en un principio liberar y, al no conseguirlo,
acaba envenenándolo con cianuro. La historia es provocativa,
desde luego, pero no se trata tanto de impactar como de «apurar al
máximo» la lógica que contiene: un niño es forzado, se defiende y
14 cenizas escogidas

da muerte al objeto transmisor de la violencia que está sufriendo.


Y podemos darle otra vuelta de tuerca, ya que el poni, mientras
agoniza, rompe el cráneo de los dos niños que lo montaban… Lógica
literal que se agota en sí misma. No más insoportable que lo que se
representa en escena. En este contexto, el niño que escucha cobra
todo el sentido. Y el discurso transgresivo que le ofrece el adulto
violentado adquiere un sentido diferente. De pura provocación
se convierte en revelación pura: sí, la escuela es peligrosa cuando
está en manos de aquellos que hacen que reine este orden de
violencia contra la infancia. Y la única objeción que el niño da como
respuesta es aplastar kilos de Corn Flakes mientras se revuelca
en un torrente de leche. Una respuesta literal y completamente
exacta. En las descripciones mentales de Rodrigo García se trata
siempre de llevar la lógica hasta su extremidad más extrema.

A partir de aquí, cabe preguntarse: ¿Por qué esta violencia? ¿De


dónde procede? Los textos de Rodrigo García funcionan como
un espejo puesto delante de nosotros que, naturalmente, no nos
devuelve una imagen demasiado reluciente. Tienen el mérito
de revelarla, y esta revelación provoca necesariamente una
conmoción. Una conmoción física y psíquica, jamás un escándalo
desde un punto de vista estrictamente moral. El escándalo es
una categoría que no le conviene a Rodrigo García, pues tiene
una energía mucho más profunda, más ingenua, irreductible. Es,
sin embargo, en esta categoría donde encajan un buen número
de las reacciones que suscita su trabajo. De la conmoción al
escándalo que se niega a aceptar la conmoción que él mismo
ha generado. Después de las representaciones en París de After
Sun, el propio Rodrigo García analizó esta dialéctica perversa:
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Se han presentado muchas quejas contra mí a causa de mi


trabajo. Incluso una escena de mi último espectáculo [After Sun]
ha sido objeto de debate en el pleno del Ayuntamiento de París.
Algunos han puesto el grito en el cielo al ver cómo unos conejos
compartían escenario junto a los actores, en lugar de estar en una
olla, o en un criadero donde son cebados y de donde sólo salen
para acabar en un estofado. Otros se han sentido ofendidos por
ver al público subir al escenario para desnudarse con nosotros,
porque les parecen cuerpos expuestos, ardiendo en deseos de
exhibirse en un lugar insólito y en una situación poco banal
[…]. Podemos permitirnos ser los verdugos de África y América
Latina, pero no toleramos una escena en la que dos de mis actores
se restriegan comida entre las nalgas; y sí amigos, se trata de la
comida que le hemos levantado al resto del planeta. Podamos los
árboles para que vuelvan a brotar con una fuerza renovada, pero
la poda de hombres y mujeres no da los mismos resultados.

El razonamiento es implacable para el que acepte dejarse


provocar a nivel del pensamiento, y no tanto dentro del registro,
por otro lado tan perezoso, de la buena conciencia. Se sitúa en
la misma línea que las sátiras políticas de Jonathan Swift, quien
a principios del siglo xviii también escenificó con sus fábulas
provocadoras la miseria y la idiotez de su época, como en aquel
célebre panfleto en el que propone matar a los recién nacidos para
arreglar el problema de la malnutrición y de la miseria social.

Sobre el escenario, Rodrigo García verbaliza algunas


pesadillas recurrentes, tres o cuatro, siempre las mismas,
a veces encubiertas hábilmente. Podemos resumirlas en la
siguiente lista, casi exhaustiva: la matanza de los niños, la
tortura de la comida, la violencia política de la patada en la
puerta, y el hombre que se resiste tanto a convertirse en cosa
(mercancía) como en animal. No se trata de una formulación
demasiado sintética, pero tiene el mérito de balizar un campo
de acciones en el que tendría cabida una parte bastante
amplia del teatro escrito y gestual de Rodrigo García.

El animal es en el fondo nuestra obsesión más profunda. Sobre todo


el animal que está expuesto por lo que es: alimento para el futuro,
carnaza para alimentar la economía humana. En Accidens (muy
mal recibida, aunque ha permanecido en Francia en un ámbito
restringido), Rodrigo García sigue paso a paso lo que ocurre cuando
nos pedimos un bogavante, es decir, su sacrificio programado, en
tiempo real, en la cocina del restaurante, con la salvedad de que
lo hace delante de nosotros, público y comensales potenciales, al
tiempo que, y esto es lo que más nos impacta, sonoriza al bogavante.
Oímos entonces los (últimos) latidos del corazón del animal, antes
de su «ejecución» (esta palabra ha de entrecomillarse precisamente
porque este sacrificio es escenificado). Y he aquí el único motivo
16 cenizas escogidas

de nuestra conmoción (ya que la escena sólo puede conmovernos).


Tras lo cual es preciso hacerse la siguiente pregunta: ¿Por qué la
muerte del animal sólo nos afecta en tanto que es visible, a plena
luz?¿Por qué no sentimos nada parecido en el momento en que
esto mismo ocurre, cada vez que ocurre, fuera de la escena teatral?
La única hipótesis a tener en cuenta nos lleva de nuevo a reconocer
la dimensión profundamente sagrada de la escena. No es que
rivalice con los ritos y ceremonias religiosas, sino que, al contrario,
ritualiza y sacraliza a la inversa aquello de lo que parece carecer. De
ahí el interés de Rodrigo García por la pintura religiosa. Su teatro
no la imita, sino que exprime de ella la energía de un verdadero
espacio sagrado. De ahí lo intolerable de algunas escenas, que pasan
completamente desapercibidas en la vida real, fuera de su teatro.
Como si la vida necesitase de un teatro para mostrarse tal como es.

La comida, tal como la utiliza Rodrigo García en escena,


molesta. Y literalmente molesta ya que no se acaba ahí
donde estamos acostumbrados a verla acabarse. Es sobre este
desplazamiento sobre el que debemos preguntarnos, si se
acepta la idea de que no es un asunto gratuito, ¿cuál es entonces
su sentido?¿Por qué la comida desborda su ámbito social?
¿Por qué una ducha de Coca-Cola?¿Por qué una cama llena de
Corn Flakes con leche?¿Por qué untarse el cuerpo de miel?

–Estamos de mierda hasta el cuello


–Entonces ¿qué hacemos?
–Pues nos las apañamos, saldremos de ésta…

Uno tiene siempre la sensación de que las figuras que aparecen


en los espectáculos de Rodrigo García evocan una y otra vez este
breve diálogo imaginario. Aunque por otra parte no es ni mucho
menos tan imaginario. Los actores de Rodrigo García se hallan
siempre en esa situación extrema. No reculan ante ninguna de
las consecuencias de aquello que han enunciado. Lo que, por
supuesto, puede extrañar, es que no lo hagan bajo la máscara de
un personaje que, finalmente, como muestra la tradición teatral,
les redima de lo que están haciendo. Ahora bien, todo lo que la
historia del teatro obliga a hacer a los actores es, literalmente,
monstruoso: se trata, efectivamente, de mostrar lo que no debe
mostrarse. Sin embargo, están a salvo de lo monstruoso, por el
hecho de que lo dramatizan, lo llevan consigo y lo interpretan en
nombre de personajes ficticios. Nada que ver con lo que hacen los
actores de Rodrigo García. La frontera entre lo que hacen y lo que
son, es sumamente delgada. Ya no está delimitada por esa excesiva
máscara de ficción. Sin duda, cuanto hacen lo muestran sobre un
escenario, pero es su propia persona la que actúa y se expone.

Los actores de Rodrigo García se parecen mucho a aquellos que


llenan las salas: son jóvenes, tienen todos los atributos de la
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juventud globalizada, hablan su idioma, adoptan sus códigos,


su actitud… Y, de golpe: patinazo. Se desnudan, se cubren de
comida y se meten en la piel de los héroes de la sociedad mundial
del consumo, como Mickey o el payaso de McDonald´s.

Las almas tristes reprochan a Rodrigo García su nihilismo y su falta de


parcialidad. Por supuesto, su teatro no resuelve las contradicciones; es
más, no escenifica los conflictos, sino sus consecuencias, allí donde se
produzcan. Así, apreciamos la ausencia total de toda figura de poder
en el escenario. Vemos sus efectos, los resultados sobre los cuerpos y
las mentes. El escenario se parece a una enorme picadora industrial
de carne, de la que no se salva nada ni nadie. Extinción de lo puro, del
héroe, de la salvación. Esto es, sin duda, lo que resulta insoportable.
En esta forma de mostrar los cuerpos rige una verdadera moral.
Como apunta Philippe Macasdar, director del teatro Saint-Gervais
de Ginebra, y fiel aliado de Rodrigo García, es uno de los últimos
moralistas, con ese lado quijotesco que le lleva a librar todas las
batallas, aunque sean ilusorias y estén perdidas de antemano.

Aún así, las cosas se complican todavía más. Pues normalmente, la


denuncia de la mercantilización generalizada se critica de manera
frontal y binaria. El mundo liberal o la defiende o la combate. Con
Rodrigo García todo esto es más complejo: se detiene a las puertas
de un McDonald´s, escupe al suelo, pero no acaba con ello… A veces,
incluso se podría pensar que le gusta comerse un Big Mac… Hay en
él una especie de debilidad a esta dependencia a lo comercial, hacia
las marcas, los trapos, los coches, los centros comerciales, las modas,
las tendencias, los juegos, las nuevas tecnologías, la publicidad, los
parques de atracciones, las grandes franquicias, etc. Se trata de un
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universo que se toma en serio, para después darle la vuelta con un


humor frío y tranquilo, con esa voluntad de comprender cómo el
mundo entero, avergonzado, está sacrificándose. Esto explica el
entusiasmo de los más jóvenes por su teatro. Encuentran aquí un
idioma como el suyo, y el cual, al mismo tiempo les muestra su
asqueroso día a día. Y eso sienta bien. Algo es algo. No es mucho, pero
ya es algo. Una brújula. Después habrá que saber usarla y sobrevivir.

12 de octubre de 2008

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