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BREVE)
COLECCIÓN
FORMATO 13,3X23-RUSITCA CON SO-
LAPAS
SERVICIO 16/7
Foto: © C. Bertelsmann
DISEÑO 17/6
Sascha Arango
REALIZACIÓN
www.seix-barral.es
«Patricia Highsmith nos saluda cordialmente desde Aclamada unánimemente por la crítica y los lectores
estas páginas, lo mismo que Hitchcock», Funkhaus STAMPING
en Alemania, y con un espectacular desembarco interna-
Europa. cional, La verdad y otras mentiras juega con la naturaleza
del ser humano y nuestra innegable necesidad de mentir. FORRO TAPA
«Humor negro con aromas de Tom Sharpe y La conjura
De la mano de uno de los guionistas más prestigiosos del
de los necios», Fernando Gracia Guía, presidente de la
Asociación Aragonesa de Amigos del Libro.
momento, Sascha Arango sorprende con esta excepcional 10087942
primera novela, considerada «el mejor debut literario de
GUARDAS
«Sascha Arango, uno de los autores más interesantes de la temporada» (Corriere della Sera).
Diseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño,
pvp 18,50 €
la televisión alemana, ha construido una muy notable Área Editorial Grupo Planeta INSTRUCCIONES ESPECIALES
primera novela», Der Spiegel. Ilustración de la cubierta: © Carlos Martin
Seix Barral Biblioteca Formentor
Seix Barral Biblioteca Formentor
Sascha Arango
La verdad y otras mentiras
El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está
calificado como PaPeläeCOlGiCO.
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no podía quedarse embarazada de él? ¿Por qué tenía que
estar sentado en el coche con aquella otra mujer?
Se despreciaba a sí mismo, sentía vergüenza, se arre-
pentía de veras. Su máxima vital había sido siempre: «La
vida te lo da todo, pero nunca de una vez».
Era por la tarde. Por el acantilado subía el monótono
retumbar de las olas, el viento doblaba la hierba y se deja-
ba sentir en las ventanillas del Subaru verde. Henry solo
tenía que arrancar el motor y pisar el acelerador para que
el coche se precipitara por el acantilado, contra el rom-
piente. En cinco segundos todo habría terminado, el im-
pacto los mataría a los tres. Aunque para ello habría teni-
do que dejar el asiento del copiloto y cambiarle el sitio a
Betty. Demasiado complicado.
—¿Qué me dices?
¿Qué iba a decirle? El asunto le resultaba bastante ab-
yecto de por sí, aquella cosa debía de estar moviéndose ya
dentro de su útero, y si algo había aprendido Henry era que
uno debía quedarse para sí lo que era preferible no decir.
Durante los últimos años, Betty lo había visto llorar
tan solo en una ocasión, cuando lo habían investido doc-
tor honoris causa por el Smith College de Massachusetts.
Hasta ese día había estado convencida de que Henry no
lloraba nunca. Sentado en la primera fila, en silencio, él
pensaba en su mujer.
Betty se inclinó sobre el cinturón de seguridad y lo
abrazó. Se quedaron así un momento, escuchando sus res-
pectivas respiraciones, hasta que Henry abrió la puerta y
vomitó sobre la hierba. Vio la lasaña que le había prepara-
do a Martha para comer: parecía una compota de embrión,
cuajada de grumos de pasta de color carne. Ante aquella
visión se atragantó y empezó a toser de mala manera.
Betty se quitó los zapatos y se bajó del coche. Ante la
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puerta del copiloto, tiró de Henry, le pasó los brazos por
encima del pecho y lo estrujó con fuerza, hasta que él
sacó un trozo de lasaña por la nariz. Era fenomenal cómo,
de forma instintiva, Betty había hecho lo adecuado. Se
quedaron los dos de pie sobre la hierba, junto al Subaru,
mientras el viento hacía volar la espuma del mar.
—Di, vamos. ¿Qué hacemos?
Lo apropiado habría sido responder: «Cariño, esto no
va a acabar bien». Pero una respuesta de este tipo tiene
consecuencias, hace que las cosas cambien, cuando no las
destruye por completo. De nada servía ya lamentarse;
además, ¿quién quiere cambiar algo bueno y agradable?
—Iré a casa y se lo contaré todo a mi mujer.
—¿En serio?
Henry vio el desconcierto en el rostro de Betty. Él
mismo estaba sorprendido. ¿Por qué había dicho eso?
Henry tenía tendencia a exagerar las cosas: lo de contár-
selo todo se lo podría haber ahorrado.
—¿A qué te refieres con «todo»?
—A todo. Se lo contaré todo. Se acabaron las mentiras.
—¿Y si te perdona?
—¿Cómo me va a perdonar?
—¿Y el bebé?
—Espero que sea una niña.
Betty lo abrazó y lo besó en los labios.
—Henry, a veces eres increíble.
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rriblemente doloroso, incluso para él. Supondría el final
de la confianza y de la armonía entre Martha y él, pero
también sería un acto de liberación. Henry dejaría de ser
un canalla infame y de sentirse abrumado por la vergüen-
za. No había otra, debía anteponer la verdad a la belleza,
y todo lo demás vendría rodado.
Se abrazó a la estrecha cintura de Betty. Entre la hier-
ba había una piedra lo bastante grande y pesada como
para asestarle un golpe mortal. No tenía más que aga-
charse y levantarla.
—Vamos, sube al coche.
Henry se sentó al volante y puso el motor en marcha.
En lugar de dar gas a fondo y precipitarse por el acantilado,
metió la marcha atrás y dejó que el Subaru retrocediera po-
co a poco. Craso error, tal como se demostraría más tarde.
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quiere saber por qué, desde cuándo y con quién. Es natu-
ral. La traición es un enigma que exige respuestas.
Betty posó la mano con el cigarrillo encendido sobre
el muslo de Henry.
—Cariño, los dos hemos tomado precauciones. Quie-
ro decir que ni tú ni yo queríamos un hijo, ¿no?
Henry no podía estar más de acuerdo: no, no quería
un hijo, y menos con ella. Betty era su amante, nunca se-
ría una buena madre, no tenía el corazón preparado para
ello, estaba demasiado ocupada consigo misma. Un hijo
en común le otorgaría poder sobre él, un poder que apro-
vecharía para echar por tierra sus coartadas y presionarlo
hasta las últimas consecuencias. Durante mucho tiempo
le había dado vueltas a la idea de esterilizarse, pero había
algo, un no sé qué difuso, que se lo impedía. Tal vez la
esperanza de concebir un hijo con Martha.
—Pero quería nacer y ya está —soltó él.
Betty sonrió con labios temblorosos. Henry había en-
contrado el tono apropiado.
—Creo que será una niña.
Bajaron del coche y volvieron a cambiar de sitio.
Betty se sentó al volante, se puso los zapatos, pisó mecá-
nicamente el embrague y movió la palanca del cambio de
marchas de un lado a otro.
«No parece que esté contento», pensó. Sin embargo,
¿no era esperar demasiado de un hombre que acababa de
decidir que iba a cambiar drásticamente de vida y que iba
a poner fin a su matrimonio? A pesar de los años que
llevaban juntos, Betty sabía muy pocas cosas de él, pero
tenía una bien clara: Henry no era un tipo familiar.
«Se muere de ganas —pensó él—. Se muere de ganas
de que renuncie a todo por ella.» No obstante, Henry
no tenía intención de cambiar su despreocupado recogi-
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miento por una vida familiar para la que no estaba hecho.
Después de la gran confesión ante su mujer, iba a necesi-
tar una nueva identidad. Inventarse un nuevo Henry, un
Henry para Betty, le iba a llevar mucho trabajo. Se sentía
cansado solo de pensarlo.
—¿Puedo hacer algo?
Henry asintió.
—Dejar de fumar.
Betty dio una calada y tiró el cigarrillo.
—Será horrible.
—Sí, será horrible. Te llamo cuando todo haya termi-
nado.
Ella metió una marcha.
—¿Cómo llevas la novela?
—Ya falta poco —aseguró él, y se inclinó hacia ella a
través de la puerta abierta—. ¿Le has contado a alguien lo
nuestro?
—No, a nadie —contestó ella.
—Y el hijo es mío, ¿verdad? Quiero decir que está
realmente ahí, que va a nacer...
—Sí. Es tuyo. Y va a nacer.
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pero extremadamente práctica. Y ahora estaba embaraza-
da de él. No hacía falta ninguna prueba de paternidad.
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a la editorial, y se lo llevó al comedor para tener algo que
leer. Henry no había acompañado el texto de ninguna
carta y lo había facturado como un envío de libros para
ahorrarse parte del franqueo. Hasta aquel momento siem-
pre había tenido problemas económicos.
Betty leyó treinta páginas sin tocar la comida. Enton-
ces subió al tercer piso y se plantó en el despacho del fun-
dador de la editorial, Claus Moreany, al que despertó de
la siesta. Tres horas más tarde, Moreany llamó a Henry en
persona.
—Buenos días, soy Claus Moreany.
—¿En serio? Dios mío.
—Ha escrito usted algo increíble, realmente maravi-
lloso. ¿Le han comprado ya los derechos?
No, no se los habían comprado. Aquella primera no-
vela, Frank Ellis, vendió diez millones de ejemplares en
todo el mundo. Un thriller, como suele decirse, con mu-
cha violencia y poca condescendencia. Era la historia de
un autista que se hacía policía para encontrar al asesino
de su hermana. Los primeros cien mil ejemplares se ven-
dieron, y seguramente se leyeron, en apenas un mes. Las
ventas salvaron a la Editorial Moreany de la quiebra.
Ocho años más tarde, Henry era un escritor de éxito cu-
yos libros se traducían a veinte idiomas, que ganaba todo
tipo de premios y a saber qué más. Entretanto, Moreany
le había publicado cinco novelas y todas ellas se habían
convertido en best sellers, se habían llevado al cine y se
habían adaptado para el teatro. Frank Ellis incluso se en-
señaba en las escuelas, convertida ya casi en un clásico. Y
Henry seguía casado con Martha.
Aparte de él mismo, Martha era la única que sabía
que Henry no había escrito ni una sola palabra de todas
esas novelas.
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