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Oscar Bribián

Mentes perversas
A Silvia, dueña de mis virtudes y defectos

Y a mis padres, Por todo su esfuerzo


“Mas de qué sirven nuestras vidas,
si no enriquecen otras vidas”
José Hierro
Luci

El grito rasgó la pintura de las paredes como un inesperado terremoto.


La comadrona se negaba a acercar sus manos a la oscura cabeza del engendro que
brotaba estridente del útero de mi mujer. El médico llegó después, alertado por las
enfermeras. No podía explicarse cómo el parto se había adelantado tanto, pero la
realidad era incuestionable, y terrorífica. Nadie quiso acercarse a recoger al bebé.
Por suerte yo estaba allí y ayudé a salir a aquella especie de lagarto escamado, rojo
como un atardecer. Retiré la oscura placenta y ofrecí nuestro retoño a mi mujer.
Ambos nos mostrábamos encantados, pero el personal del hospital no compartía
en absoluto nuestra felicidad.

Luci fue un regalo del infierno. Habíamos rezado mucho a nuestro Dios
para que nos ofreciese un descendiente digno de nuestras creencias esotéricas.
Incluso llegamos a sacrificar tres cabras la semana anterior al alumbramiento.
Cuando lo veíamos en la urna, nervioso tras la sesión fotográfica con que los
periodistas lo obsequiaban cada amanecer, nos sentíamos los padres más felices
del mundo. Hubo un médico que incluso nos ofreció acabar con la vida del niño si
estábamos de acuerdo. ¡Qué disparate! Existen tantas parejas con bebés clónicos,
niños pánfilos que solo saben jugar al fútbol y entretenerse con videojuegos
durante sus primeros años. Criaturas bellas e inocentes como los querubines de las
iglesias.
Nosotros, en cambio, éramos afortunados. Nuestro hijo era único. Y
mientras su madre soportaba los afilados colmillos en sus pezones, ambos veíamos
crecer sus alas día tras día, al principio no más grandes que la palma de mi mano,
membranosas como las de un murciélago gigante.

Los familiares que nos visitaban para ver al bebé quedaban horrorizados.
Les resultaba imposible adular a nuestro descendiente. Ningún comentario sobre
qué criatura tan linda, qué ojitos más claros o qué bracitos para comérselos. Al
contrario. Todos permanecían mudos al verlo por primera vez en el interior de su
jaula de madera, que yo mismo tallé. Ni tan siquiera acercaban sus manos a la
carita de nuestro ángel draconiano por miedo a recibir una dentellada. La abuela
de mi mujer fue la primera en contemplarlo. Sujetó con tanta fuerza el rosario que
pendía de su cuello que el collar se quebró como una vara seca. Después se
desmayó sobre la moqueta.
Los médicos practicaron interminables pruebas analíticas a nuestro retoño.
Descubrieron, entre otros detalles, que su sangre era más espesa y su corazón más
grande de lo habitual. Explicaron que su piel escamosa podía ser el resultado de
una sobresaliente afección cutánea producida por una enzima desconocida,
aunque no daban crédito a la extraña coloración de la piel o a las alas que crecían
desde la espina dorsal. Hallaron además dos datos de menor importancia para
nosotros, aunque no menos curiosos: nuestro bebé era alérgico a las manzanas y a
la luz diurna. Claro que esto no supuso ningún problema en nuestro paraíso de
noventa metros cuadrados. Paulatinamente nuestro niño comenzó a gatear y a
revolotear torpemente por los pasillos, en una casa cegada e iluminada por
decenas de velas y candelabros. A veces creías haberlo perdido y lo encontrabas en
un rincón bajo la encimera o en lo alto de una estantería. Yo me preocupaba de
llevarle ratones y polluelos vivos que arrojaba sobre su cabeza, y él los capturaba
ágilmente en el aire y los devoraba con fruición en el interior de su jaula. Dormía
durante casi todas las horas del día, pero al caer el sol sus ojitos cobrizos se abrían
de par en par como dos oscuros relojes.

La desgracia llegó un anochecer. Nuestro pequeño engendro quiso dar un


bocado del apetitoso yogur de manzana que su madre saboreaba junto a la jaula,
mientras le contaba leyendas nórdicas para despertarle. Yo me negué
rotundamente a que el niño probara aquel manjar lácteo. Pero mi mujer insistió en
que una cucharada no le haría daño, máxime teniendo en cuenta que apenas
quedaban trocitos de manzana en el vaso. Así pues, acercó una cucharada hasta
sobrepasar el límite de los barrotes de madera, y nuestro hijo se incorporó y probó
aquel yogur que a la postre resultó su ruina.

Al cabo de media hora descubrimos con espanto que el Anticristo que


pendía de una pared del salón tenía las manos sobre la cabeza y la boca abierta
como si gritara con todas sus fuerzas. Antes de llegar el nuevo amanecer, nuestro
niño había perdido su color rojizo y mudado su piel como una crisálida. Las alas se
le habían desprendido igual que dos pétalos marchitos, y tenía el indeseable
aspecto de un niño normal. Hasta sus dientes habían menguado
sorprendentemente y los ojos eran de un azul claro, como los días que con tanto
empeño habíamos evitado mostrarle.

En un principio mi mujer y yo caímos abatidos en la tristeza. Yo la culpé


por convencerme de que aquel estúpido yogur era inocuo y ella se escudó en que
yo no hice lo suficiente por impedírselo. Al final los dos resultamos culpables. Así
lo reconocimos ante el crucifijo volteado del dormitorio. Yo traté de resolverlo
comprando un bote de pintura roja y algo de masilla. Quizás no podía engañarme
a mí mismo, pero sí a los familiares y periodistas que visitaran a la criatura en
adelante. Sin embargo, comprendí que no era buen escultor ni pintor, y el fraude
resultaba demasiado palpable.

Finalmente decidimos ahogarlo. Sumergimos su cuerpecito, débil y de piel


suave, en el agua fría de la bañera. Al principio pataleó un poco y abrió sus ojos
claros, mirándonos como si quisiera maldecirnos desde el Cielo, hasta que emergió
exánime en mis brazos, con los ojitos cerrados como un querubín dormido en una
cuna de mimbre. Mi mujer y yo nos miramos cómplices. Nos habíamos deshecho
de una carga. Nunca nos gustaron los ángeles.
El cónclave

Se podía intuir a los gatos antes de verlos.


Sus escurridizas sombras iban y venían por las angostas callejuelas del
pueblo, acechando como malhechores. Parecían fantasmas embutidos en cuerpos
diminutos. Cada vez que alguien se daba la vuelta, tenía a uno de ellos tras de sí.
Después se oían sus maullidos, largas súplicas de animales hambrientos.
Pero los gatos comían diariamente. Por supuesto que comían. Prueba de ello
era la descontrolada natalidad y el progresivo crecimiento de estos felinos en la
región.
La mayoría de las personas que se veían en el pueblo eran turistas. Cada fin
de semana, especialmente durante el verano, las casas rurales del lugar eran
ocupadas por familias y grupos de amigos con ganas de desconectar de la rutina
diaria de las ciudades.
David Espinosa, su mujer y sus dos hijos, eran un claro ejemplo del turismo
que alimentaba los exiguos ingresos del pueblo. La pequeña localidad se llamaba
Murillo de Huerta, aunque tenía más bien poco que ver con la agricultura. Lo
especialmente abrupto y rocoso del terreno donde se asentaba, en la falda sur de
las estribaciones pirenaicas, hacía prácticamente imposible el desarrollo de un
amplio campo de cultivo. En cambio, sí podían descubrirse pequeñas parcelas con
hileras de hortalizas en la parte trasera de algunas viviendas.
—Mira, papá, ¡tomates! —El pequeño Manuel, de nueve años, tiró de la
manga del abrigo de su padre para llamar su atención.
—Eso parece, sí —respondió David, sin apenas desviar la vista del suelo
empedrado.
Estaba algo cansado de la insistencia de su hijo cada vez que veía un
huertecillo.
Habían salido de pesca, tras el desayuno. Susana se había quedado con la
pequeña descansando tras la excursión del día anterior. Raquel tenía medio año y
el frío de la mañana podía serle perjudicial. Claro que David sabía que aquello no
era más que una excusa. Susana nunca había llegado a simpatizar con la afición de
su marido. En cierto sentido, la presencia de Manuel, quien tampoco se mostraba
muy ilusionado con una caña de pescar en la mano, le venía bien a David. Aunque
la pesca requiere quietud y perseverancia, no le gustaba sentirse solo en la
montaña.
Subieron por las callejuelas flanqueadas por viviendas ruinosas. En algún
rincón se levantaba una casa rural totalmente remodelada. Casa Leandro, casa
Leal, casa Martínez. Las letras destacaban en la superficie de los azulejos situados
sobre las puertas principales. Pero eran excepciones en un pueblo
semiabandonado, anclado en el tiempo como un cadáver que ya nunca volverá a
caminar.
Sólo había un pastor en Murillo y contaba con medio centenar de ovejas. Lo
habían visto partir con el rebaño a primera hora de la mañana, al alba. El resto de
oficios se habían extinguido con el paso del tiempo. Ni siquiera la vieja tienda de
recuerdos de la anciana Pilar abría sus puertas, y en su polvoriento escaparate aún
podían verse las últimas tallas de gatos en madera y alabastro que no se habían
vendido.
Pero David Espinosa no deseaba adquirir ningún gato, ya estuviera vivo o
cincelado en piedra. No le gustaban. Cada vez que pasaba junto a alguno de
aquellos animales sentía que lo miraban con recelo. En especial los que
merodeaban en aquel pueblo. Los había negros, pardos, blancos y atigrados. Todos
callejeros. Vivían de lo que sisaban a los turistas. Se colaban en las casas trepando
por las paredes verticales hasta alcanzar las ventanas. El resto era tarea fácil.
Sigilosamente entraban en las cocinas o en los fogones para hurtar un pedazo de
carne o una ristra de salchichas.
—Cierre bien las ventanas de la casa cuando vaya a preparar algo de carne
para cocinar —le había recomendado la dueña de la casa, la señora Pomar, al
matrimonio recién llegado, antes de entregarles las llaves y regresar a una
localidad vecina—. Y es también recomendable que lo hagan durante las noches,
haga frío o calor.
A David le había parecido exagerada la medida. ¿Cuántos gatos podía haber
en el pueblo, al fin y al cabo? ¿Tan acostumbrados estaban a entrar en las casas que
era necesario cerrar cualquier posible entrada? Se lamentó de la indolencia de los
ancianos, lo que sin duda había fomentado este mal hábito. Un par de
perdigonazos habrían resuelto el problema a las primeras de cambio, pensó.
Antes de salir del pueblo se cruzaron con un viejo vestido de negro, el cual
permanecía sentado en una banqueta y con la espalda recostada en la pared de su
casa. El hombre no hacía nada aparentemente, salvo aguardar quizás la llegada del
mediodía. Miró al niño y al padre con antipatía, sin mostrar el más leve saludo.
Mientras el pequeño Manuel saltaba y brincaba alegremente bordeando el lado
opuesto de la calle, contando uno tras otro los adoquines en línea recta, David tuvo
tiempo de descubrir dos filetes de carne tendidos en el suelo, bajo la banqueta, a
los pies del anciano. Varias moscas se habían posado en la carne con el firme
propósito de corromperla. Pero no les dio tiempo. Dos zarpazos las ahuyentaron, y
el resuelto gato negro, ahora bajo los pies del octogenario, asió con sus fauces la
comida para desaparecer por un callejón tan rápidamente como había llegado.
El anciano se levantó, como si ya hubiera cumplido su cometido, y abrió la
puerta de su casa para entrar dentro. Manuel seguía jugando a contar los
adoquines, cuesta arriba. David quedó estupefacto. ¿Era posible lo que habían
visto sus ojos? ¿Aquel hombre había regalado dos gruesos filetes de carne a un
gato vagabundo? Era la primera vez que veía aquello. Lo de tirar migas de pan a
las palomas o a los patos en el estanque u ofrecer un tazón de leche a unos gatitos
era plausible, pero esa esplendidez lo dejó desconcertado. No era inverosímil que
los animales entraran en las despensas de las casas para buscar carne cuando los
propios habitantes del pueblo los habían acostumbrado a esa dieta hiperproteica.
Alcanzaron los límites de Murillo poco después y tomaron la senda más
cercana que David había encontrado en el mapa turístico. Era una cabañera
probablemente en desuso. La vegetación que había crecido durante la primavera
había invadido el sendero de forma que en algunos tramos había que emplear los
antebrazos enérgicamente para apartar las ramas que obstaculizaban el camino.
David caminaba con cuidado para no dañar las cañas de pescar que sobresalían de
la mochila asida a sus hombros. Manuel, en cambio, disfrutaba como el enano que
era corriendo y saltando sobre la maleza que surgía en el camino. De vez en
cuando avisaba a su padre de la presencia de algún insecto extraño o de los buitres
leonados que planeaban ocasionalmente en las alturas.
El día era espléndido. Un sol radiante inauguraba el comienzo del verano,
aunque en los informativos habían previsto abundantes lluvias a última hora de la
tarde. Nunca aciertan, pensó David mirando el cielo límpido.
El sendero serpenteó hasta descender a la ribera del Gállego. Una vez allí,
comenzó de nuevo el ascenso, paralelamente al curso del río. En algún momento
del trayecto, poco antes del mediodía, atisbaron varias barcas de turistas
practicando rafting. Manuel les saludó airadamente, pero se encontraban a
bastante distancia y el río de los rápidos impedía la comunicación.
Al cabo de una hora alcanzaron el lugar idóneo para pescar. Se trataba de un
remanso cubierto de vegetación que sin embargo ofrecía una pequeña playa de
piedra a la sombra. Allí dispuso David todos los accesorios. Un salabre, dos cañas
para pescar con mosca y un sinfín de aparejos diferentes. Padre e hijo comenzaron
a comer sendos bocadillos, sentados sobre dos piedras lisas y perfiladas como
almendras gigantes, antes de iniciar la actividad. Al pequeño no le motivaba
demasiado aquel deporte, pero siempre acompañaba a su padre con tal de
disfrutar del paisaje y escaquearse de vez en cuando para atrapar algún
saltamontes.
Apenas habían terminado de comer cuando un ruido de cascabeles inundó
el ambiente. Decenas de ellos sonaban acercándose como un ejército de
campanillas.
—¿Son ovejas? —inquirió Manuel a su padre entornando los ojos.
David afirmó con el rostro circunspecto.
No tuvieron que esperar mucho para comprobarlo. Al cabo de unos
momentos, un pequeño rebaño ovino apareció ante ellos dispuesto a beber en la
orilla. Por suerte, David tuvo tiempo de recoger los aparejos de pesca antes de que
la multitud de patas pisoteara el suelo pedregoso, llenando todo aquello de
diminutas deyecciones.
Tras los animales apareció un pastor.
—Buenos días —saludó el hombre, vestido con pantalones de pana y una
raída camisa a cuadros.
Maldita sea, pensó David al reconocerlo. ¿Cuántas probabilidades había de
que el único puñetero ganadero de Murillo se topara con ellos en el camino? Había
salido antes que ellos del pueblo y, sin embargo, los alcanzaba ahora, o quizás
estuviera de vuelta.
—Buenos días —arguyó David mostrando su malhumor, aunque el hombre
hizo caso omiso.
—Que aproveche —dijo mientras sacaba de su alforja un bocadillo de
chorizo envuelto en papel de plata—. Espero que no os importe si os acompaño.
¡Estoy que desfallezco!
Antes de que David pudiera replicar, el pastor se sentó a su lado mordiendo
con avidez el bocadillo. El hombre rondaba los sesenta años y su cuerpo, arrugado
pero en forma, exhalaba un olor rancio a sudor.
—No os molestaré mucho tiempo. Las ovejas necesitaban descansar y beber,
y yo también. ¿Estabais pescando? —inquirió al ver las cañas junto a la mochila.
—En eso estábamos —masculló David.
—¿Cuántas ovejas tiene? —preguntó Manuel.
—Cincuenta y cuatro —respondió el pastor, hablando a la vez que
masticaba—. Cincuenta y cinco hasta hace un momento. Una de estas tontas se ha
despeñado por un precipicio. ¿No esperaréis quedaros hasta tarde, verdad?
—Pescaremos durante unas horas, por pasar el rato, ya sabe que los peces
abundan menos a estas horas —explicó David, resignado a seguir la
conversación—. Antes del anochecer estaremos de vuelta.
—Quizás sería mejor que volvieran antes. Va a llover —dijo señalando al
cielo.
David miró arriba y no descubrió nada sospechoso. Apenas unas nubes
deshilachadas se deslizaban lentamente como pecios a la deriva. Volvió el rostro,
perplejo, hacia el pastor.
—Créame, sé lo que me digo —afirmó el hombre, percibiendo la
incredulidad de su interlocutor.
—¿No tiene usted perro? —apuntó Manuel, observador como cualquier niño
de su edad.
—Lo tenía —respondió el hombre esbozando una sonrisa amarga—. Hasta
la semana pasada. Se llamaba Lucas. Se perdió en una gruta en la que nos
refugiamos de la lluvia y no lo he vuelto a ver. Al principio escuché sus quejidos y
pensé que se habría caído en algún pozo. Lo busqué siguiendo el sonido de sus
lamentos, pero la caverna era mayor de lo que imaginaba, ¡un auténtico laberinto!
Al poco rato dejé de escucharle y me fue imposible hacer nada por él.
—Pobre Lucas —dijo Manuel, apenado por la historia.
—Sí, pobre Lucas —convino el pastor—. Si él hubiera estado aquí hoy, yo no
habría perdido ninguna oveja.
El hombre terminó de comer y se levantó resuelto. Emitió un largo y agudo
“yihaaaaaaa” para llamar a las ovejas y algunas de ellas dejaron la orilla para
acercársele. Luego echó mano de una figurita de madera que guardaba en el
bolsillo. Ante ella se persignó rápidamente, como besando el miedo en las yemas
de los dedos. Fue un gesto realmente extraño teniendo en cuenta el carácter
bucólico del lugar donde se encontraban. David se fijó atentamente en la figurita
que el pastor sostenía en la palma de su mano. Era un gato, un felino tallado en
madera, erguido sobre sus patas anteriores y con los cuartos traseros en reposo.
—¿Se santigua ante la figura de un gato? —preguntó David, visiblemente
sorprendido.
—¿Puedo verlo? —rogó Manuel, acercándose al pastor.
—No, muchacho, no es un juguete —replicó el hombre, guardando la figura
nuevamente en el bolsillo. Después se volvió hacia David—. En esta tierra los gatos
tienen mil ojos. Hay que protegerse de ellos.
—¿Protegerse? —inquirió David.
—Sí —respondió el hombre con parquedad, al tiempo que volvía a llamar a
las ovejas que aún no habían levantado la testa de la orilla del río; después
añadió—: Me lo regaló la Pilar, la del pueblo, la que tenía la tienda. No sé si la
conocisteis vosotros.
David y Manuel negaron con la cabeza.
—Una buena mujer. Falleció el pasado invierno. Temía a los gatos y siempre
estaba diciendo cosas terribles sobre ellos. Tallaba constantemente figurillas de
estos animales y los vendía a los turistas. Decía que espantaban a los espíritus. A
los gatos.
—¿Qué cosas terribles decía de los gatos? —inquirió David.
—No son los gatos en sí, sino los gatos de nuestro pueblo. Cuantos vienen a
Murillo son… ¿cómo decirle? ¿No se ha fijado en ninguno de ellos? Tienen una
mirada… malvada.
—¿Esta hablando en serio? —sonrió David esperando que el hombre
estuviera bromeando.
—Pilar siempre decía que había que tener cerradas las puertas y ventanas de
las casas durante las noches. Por el día los gatos se cuelan para robar la comida.
Por la noche roban algo más. Pilar era un poco bruja, ¿sabe? No es que usara una
escoba ni que tuviera una nariz arrugada. Pero intuía los males en las personas y
los animales, sabía preparar brebajes para curar enfermedades y rara vez fallaba
con una predicción. Antes siempre subía al monte para buscar hierbas y frutos
medicinales, pero hace varios años descubrió algo en estos alrededores que la
obligó a no salir nunca más del pueblo.
—¿Qué descubrió?
—Nadie lo sabe, y ella nunca lo desveló. Decía que era demasiado horrible
para narrarlo. Deseaba mantener en el olvido las imágenes que tuvo que soportar.
Sólo puedo decirle que regresó con un gran temor hacia los felinos. Antes no temía
a nada. Y ese pavor se contagió en el pueblo. Por ese motivo algunos ancianos
ofrecen carne y otros alimentos a los gatos durante el día, para complacerlos. Por
esa misma razón, seguramente la dueña de la casa donde os hospedáis os ha
aconsejado que cerréis las puertas y ventanas, especialmente durante la noche.
—Eso es ridículo —dijo David.
—No hagas caso a tu padre —dijo el pastor, dirigiéndose al chiquillo—.
Cierra la ventana de tu habitación por la noche. O vendrán los gatos y se te
llevarán.
—No le cuente esos cuentos al niño, que luego no duerme —le reprendió
David.
El pastor lo miró ofendido, el semblante muy serio.
—No son cuentos, amigo. En los últimos dos años han desaparecido tres
niños en estas tierras, durante la noche. Puede leer los periódicos si no me cree.
—Está bien, lárguese —respondió David con un gesto de desdén en la
mano—. Ya me ocuparé de leer los periódicos cuando regrese a la ciudad.
—Usted verá —murmuró el pastor.
Luego llamó una tercera vez a las ovejas, y cuando todas estuvieron a su
alrededor, enarboló la vara de cedro y las fue conduciendo de vuelta al sendero.
—Hasta pronto —se despidió.
—Adiós —dijo Manuel, despidiendo animadamente al pastor y a todas las
ovejas.
—Chiflado —farfulló David, mientras preparaba de nuevo los accesorios de
pesca y se disponía a pasar unas cuantas horas entretenido con su afición favorita.
La explicación del pastor le había parecido de lo más risible al principio,
pero luego le molestó que tratara de asustar a su propio hijo. ¡Que se fueran a la
mierda él y sus leyendas de taberna! En la ciudad sí que existían historias reales y
bastante más crueles. No hacía falta inventarse tonterías para andar con cuidado
por las calles durante la noche. No necesitaba meterle a su hijo más miedos en la
cabeza de los que producían el cine o los libros de terror.
Pasaron varias horas en la quietud más absoluta. Sólo el sonido del agua
susurraba en el ambiente. De forma paulatina el cielo se fue cubriendo de nubes.
Al principio, el tenue manto filtraba la luz dejando el paisaje cubierto de una
pátina gris que languidecía los colores. Después los nubarrones se convirtieron en
densas manchas de brea. Bajo el cielo encapotado comenzaron a planear decenas
de buitres. David recordó que una de las ovejas del pastor había caído en un
desfiladero cercano. Eso explicaba la inquietante presencia de los carroñeros. De
cualquier modo, las nubes le causaban más desconfianza. Tenían un buen trecho
hasta volver al pueblo y probablemente la lluvia los alcanzaría si no se daban prisa.
De manera que pidió a Manuel que le ayudara a recoger todos los instrumentos de
pesca.
David devolvió al río la única trucha que había pescado y limpió un poco el
salabre en la orilla. Algunas escamas se habían quedado pegadas al fondo de la
red.
Fue entonces cuando lo vio.
Podría decirse que intuyó la aparición. Durante un instante fue como si el río
enmudeciera y sus oídos se taponaron del mimo modo que si hubiera ascendido
cien metros en un único salto. Después lo descubrió. David sintió un súbito
escalofrío en la nuca. El animal estaba frente a él, en la otra orilla del río, a unos
escasos cinco metros de distancia. Mantenía el equilibrio sobre la rama de un pino
negro encaramado sobre las aguas. Era un gato de color negro. Apenas podía
distinguirse entre el ramaje. Oculto como una mantis. Camuflado. Expectante.
¿Quién sabe cuánto tiempo llevaba observándolos?
Manuel no se había dado cuenta y su padre prefirió no advertirle. No quería
asustar al chico. Al fin y al cabo, ¿qué importaba un gato negro? Él no creía en
supersticiones, ni en cuentos o leyendas. Tampoco en los espíritus. Un estúpido
gato no iba a asustarle fácilmente. Cuando retiró el salabre del agua, el animal
había desaparecido. La rama se mecía aún suavemente.
Retomaron la cabañera rumbo a Murillo. No les costaría más de dos horas a
buen ritmo, pero las nubes estaban impacientes por descargar sus hinchadas
barrigas. La lluvia llegó de pronto, como una ducha de agua tibia. No cayó
ninguna gota aislada, como suele suceder en todos los prólogos de las tormentas.
Las nubes descargaron con furia desde el principio. David y su hijo avanzaron con
esfuerzo. Normalmente descendían, aunque tuvieron que superar algunos
repechos. Manuel apenas podía seguir a su padre, aunque este sentía un dolor
agudo en la rodilla izquierda, donde le habían operado una vez de ligamentos. El
agua discurría sucia por el sendero, como un torrente, haciéndoles resbalar de vez
en cuando. Hubo un momento en que el barro hizo imposible seguir caminando
con cierta seguridad. Por eso David intentó buscar un refugio. Levantó la vista por
encima del follaje. A escasa distancia divisó un muro de roca vertical, cuyas
paredes laterales en ángulo cóncavo, con forma de libro abierto, podrían
resguardarles hasta que amainara. Decidió separarse del sendero junto a su hijo y
caminar entre la maleza hasta que lograron alcanzar el abrigo del muro de piedra.
Allí descubrieron una grieta, lo suficientemente ancha como para dar paso a dos
hombres corpulentos. David no dudó en asomarse y ante él se reveló un amplio
espacio oscuro. Una caverna.
Decidió entrar. Detrás le siguió Manuel. Las botas les pesaban como si el
cuero se hubiera transformado en plomo y la ropa empapada se pegada a la piel
haciéndoles tiritar de frío. Las suelas friccionaban a cada paso en el suelo de
piedra, rasgando el silencio de la caverna. Afuera sonaba lejano el ruido de la
tormenta. David sacó del interior de su mochila una pequeña linterna a pilas. La
encendió para guiarse entre las paredes húmedas. Había cientos de estalactitas y
estalagmitas. El techo era alto y cóncavo como una amplia bóveda. Quizás para un
espeleólogo aquel lugar fuera una maravilla. Para David resultaba estremecedor.
También podía sentir el miedo en los ojos de su hijo, que se arrimaba a él como un
animalillo indefenso.
—No te preocupes —trató de tranquilizarle—, pronto la lluvia remitirá y
podremos continuar. Nos quedaremos aquí, junto a la entrada. Tendremos que
quitarnos la ropa para secarnos un poco, he traído una toalla pequeña.
—Pero tengo frío, papá —replicó el niño.
—Quítate todo salvo los calzoncillos, Manuel —le ordenó su padre.
David estrujó las camisas y pantalones y después los tendió en el suelo de
piedra con la esperanza de que perdieran algo de humedad. Ellos se secaron con la
toalla. Allí aguardaron, desnudos, sentados junto a la grieta, observando la intensa
lluvia.
David apagó la linterna. Les sería más necesaria si llegaba la noche y, a
juzgar por cómo llovía, resultaría irremediable quedarse allí, aunque prefería no
decírselo a Manuel. Si se quedaban en la cueva, al menos no se perderían. Intentar
retomar el sendero durante las horas nocturnas era una locura. Ya le costaba
bastante orientarse a plena luz del día. Si lo intentaba durante la noche, muy
probablemente se extraviarían y, lo que era peor, podrían sufrir algún accidente.
Una caída en un barranco a esas horas resultaría fatal. Era mejor quedarse allí,
resguardados de la lluvia y el frío. Al menos no es invierno, pensó. Probó a llamar
a su mujer para advertirle del imprevisto, pero no tenía cobertura. Susana debía de
estar muy preocupada. Quizás ya había avisado a la Guardia Civil y a los servicios
de socorro.
Entonces lo vio otra vez. Ambos lo vieron. Padre e hijo sintieron el mismo
escalofrío.
David no sabía si era el mismo que había descubierto en el río, pero el
animal era igualmente negro como la noche sin luna. El felino apareció empapado
en el umbral, con un pedazo de carne rosada en sus fauces. Entró con rapidez y se
detuvo un instante, mirando desconcertado a los seres humanos, ridículamente
desnudos y sentados en el suelo. Después siguió su camino, internándose en la
oscuridad de la caverna. Su cuerpo negro se fundió en las tinieblas como una gota
de lluvia en un océano.
—¿Dónde leches va ese bicho? —gruñó David, siguiéndolo con la mirada
hasta que sus ojos no pudieron distinguir nada.
Volvió a encender la linterna y se levantó para seguir al animal, pero lo
había perdido de vista en aquel terreno irregular cargado de columnas.
Manuel también se levantó y cogió a su padre por la muñeca.
—Papá, recuerda lo que dijo el pastor sobre los gatos —le recordó.
—No pasa nada —dijo David, echándose la mochila a los hombros—, sólo
quiero saber adónde va. No creas todas las historias que te cuenten los viejos de
esta zona. A veces sólo pretenden asustarte para que no vuelvas. En las montañas
la gente suele ser muy huraña.
David avanzó seguido de su hijo. Ambos caminaban descalzos, con cuidado,
para no torcerse los tobillos. Al final de la caverna encontraron una ancha abertura,
la entrada a un corredor subterráneo que seguía descendiendo.
—Ha tenido que meterse por aquí —comentó David desviando el haz de luz
hacia otros puntos para comprobar que no había más aberturas.
—Déjalo, papá, ¿para qué quieres seguirlo? —porfió el niño.
Pero David no respondió. Simplemente agachó la cabeza para entrar en el
corredor y avanzó con cuidado, descendiendo paulatinamente, apoyándose con
una mano en la pared cubierta de caídas de agua solidificadas. Quería saber hasta
dónde había llegado aquel gato. ¿Desde cuándo los felinos se ocultaban en grutas
bajo las montañas? Resultaba realmente extraño, como extraño era también el
comportamiento de los vecinos de Murillo con esos animales. Seguramente el trozo
de carne que el gato sujetaba en su boca había sido otro regalo de algún anciano.
¿Todo por miedo? ¿Miedo a qué? ¿A los gatos? ¿A los espíritus?
A medida que descendieron el silencio se hizo más absoluto. Sólo se
escuchaba la respiración de los dos exploradores. No había rastro del rumor de la
lluvia en el exterior. No encontraron murciélagos tendidos boca abajo con las alas
replegadas, ni lobos o cualquier otro animal peligroso. Sólo había silencio y una
oscura gruta que se extendía ante ellos como una profunda garganta. El corredor
continuaba sin bifurcaciones y parecía no tener fin. La quietud era opresiva.
Hasta que sucedió.
La luz de la linterna parpadeó para después extinguirse. La bombilla apenas
se convirtió en una luciérnaga. David y Manuel se quedaron en silencio,
enmudecidos por un miedo que recorrió sus cuerpos desnudos como una serpiente
viscosa. David sintió a su hijo detrás de él. El niño gimoteaba con el mayor
disimulo que le era posible. Su padre buscó en su mochila a tientas, en cada
bolsillo. Recordaba haber cogido pilas de repuesto. Sentía que sus manos
temblaban mientras palpaba la tela. No tenían que haber descendido hasta allí.
Toda la culpa era suya. Ahora el regreso se haría complicado.
Los dos lo oyeron.
Ninguno habría podido definirlo, pero el sonido fue claro y contundente en
la oscuridad. Un indescriptible y penetrante gruñido antinatural avanzó
arrastrándose por las paredes de la gruta. David ahogó un grito de terror al tiempo
que sentía cómo su hijo se agarraba con ambos brazos a su pierna izquierda.
Encontró las pilas. ¡Sí, las encontró! Rápidamente abrió la linterna e hizo el
recambio. La luz volvió a alumbrar el espacio que se extendía ante ellos. Esta vez el
pulso de David no era firme y el haz de luz vibraba ante ellos. Sin embargo, no
había ninguna criatura allí. Por lo menos, no en cinco o seis metros más adelante.
¿Qué diablos podía haber sido aquello? ¿El ruido de un río subterráneo?
Imposible, pensó David. Había sido tan sólo un instante. ¿Una piedra que se
hubiera desprendido del techo? ¿Eran así de estremecedores los desprendimientos
bajo la montaña?
Entonces escucharon un maullido. Después, otro, y otro.
Era una locura. Decenas de maullidos se escucharon a escasa distancia. Los
gatos estaban apenas a unos metros, quizás detrás del siguiente recodo.
—Papá, vámonos —instó Manuel.
Pero David deseaba verlos. Necesitaba verlos para entender qué estaba
ocurriendo. Aquello debía tener una explicación.
Caminó un poco más hacia delante. Sentía el frío de las piedras en la planta
de los pies. Con la luz de la linterna recorría las abruptas paredes, buscando algo
real, tangible, a lo que aferrar su cordura.
Cuando dobló el recodo vio algo tan horripilante que le provocó un agudo
espasmo. Sintió el corazón acelerarse como una locomotora y los dedos de la mano
derecha dejaron escapar la linterna, la cual cayó al suelo con un ruido sordo, junto
a los pies de David. ¿Qué era lo que había visto? La imagen era tan descabellada
que su memoria se negaba a recrearla. Volvieron a escuchar el gruñido, y esta vez
Manuel rompió a llorar abiertamente. La luz de la linterna chocaba contra la pared
de la izquierda y no alumbraba nada ante ellos. En las tinieblas que se extendían,
decenas de pares de ojos iridiscentes los observaban. Seguían escuchándose los
maullidos.
David se agachó para recoger la linterna. Volvió a alumbrar el rincón donde
había descubierto una figura imposible. Su grito fue tan fuerte que sintió
desgarrársele la garganta. Sus manos temblaban tanto que no pudo centrar la
atención más que un momento. Frente a él se erguía una masa indescriptible,
sanguinolenta, como un muñeco de nieve hecho de carne. Ridículo y a la vez
espantoso. A su alrededor, protegiéndolo como a un demonio venerado, decenas
de gatos miraban a los intrusos con la maldad reflejada en sus brillantes pupilas.
Bufaban amenazantes y abrían sus fauces de colmillos diminutos. El horrible
montículo de carne se movía espasmódicamente, como un monstruo grotesco, y en
la zona baja podía distinguirse un estómago que palpitaba y varias extremidades
arqueadas de piel desnuda y apergaminada. Bajo su peso yacían los restos
desparramados de un montón de esqueletos. Había tres cráneos de seres humanos,
pequeños como los de un niño, y muchos más de perros y otros animales
domésticos y salvajes. Cabras, ardillas, ratones, etcétera.
Detrás de él, Manuel comenzó a correr hacia la salida, gritando
absolutamente poseído por el miedo. David miró una última vez el insólito
cónclave. Los gatos comenzaron a acercarse a él. El monstruo emitió una especie de
regüeldo, y en el mismo tronco que formaba casi todo su ser, se desplegó una boca
dentada y ancha como la de un tiburón. La increíble bestia comenzó a avanzar
despacio como un lagarto sin cabeza.
David retrocedió unos pasos. Cuando su espalda se topó con la pared, giró
sobre sí mismo y huyó ascendiendo la galería con toda la velocidad que le
permitieron sus piernas. Sentía los bufidos de los gatos detrás de él, los gruñidos
de la bestia cada vez más cerca, estallando en sus tímpanos, inundando los
rincones de la siniestra caverna. Corrió con todas sus fuerzas. Pisó el suelo
irregular con los pies desnudos, clavándose las piedras en la piel, hasta que logró
alcanzar la abertura de la cueva y salió al exterior.
Afuera reinaba la incesante tormenta. La lluvia cayó pesadamente sobre sus
hombros y su mochila. El fugaz resplandor de un rayo le permitió divisar a su
propio hijo corriendo pendiente abajo, buscando el sendero de vuelta. David corrió
detrás de él. Sentía que la bestia inmunda había emergido de su guarida y los
perseguía junto a la manada de felinos, ansiosos de más carne fresca.
—¡Corre, corre! —le gritaba a su hijo, que corría unos metros delante de él.
Sentía sus ojos llorando de dolor, de terror, de angustia, mientras resbalaba
en el suelo enlodado, y tropezaba con matorrales y piedras que le provocaron una
torcedura de tobillo. Pero siguió corriendo, renqueante, desnudo, siguiendo a su
hijo, quien parecía seguir el camino correcto hacia el pueblo, ambos azuzados por
un brutal instinto de supervivencia.
Susana acunaba a su hija en su regazo, balanceándose una y otra vez en la
mecedora. Había dejado la ventana del dormitorio abierta para ventilar un poco.
La veleta giraba denodadamente, emitiendo un débil silbido. Afuera llovía a
cántaros y las nubes permanecían tan negras que la luna llena era tan sólo un
atisbo.
Estaba preocupada. Hacía muchas horas que David y su hijo se habían
marchado y deberían estar de vuelta. Había intentado llamar a su marido en un
par de ocasiones, pero no debían tener cobertura allí arriba. Se estaba poniendo
nerviosa. Por un momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de cualquier tipo
de accidente y las lágrimas surcaron vertiginosas sus mejillas. Se decidió a llamar a
la Guardia Civil, cuando de pronto escuchó fuertes golpes de puños en la madera
de la puerta de entrada. Alguien gritaba desde la calle. Pese al rumor de la lluvia
pudo reconocer las voces. Susana se asomó por la ventana y ahogó un grito de
alegría al descubrir a David y a Manuel. Rápidamente, dejó a su niña en la cuna y
bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Cuando abrió la puerta descubrió a su marido
y a su hijo mayor en un deplorable estado físico. Jadeantes, desnudos y cubiertos
de barro, con multitud de magulladuras y torceduras. Entraron en la casa y lo
primero que hizo David fue girar el cerrojo.
—¡Dios mío! —exclamó Susana, llorando al tiempo que abrazaba a ambos—.
¿Qué os ha sucedido?
—No te lo vas a creer —dijo David, temblando como un flan en el epicentro
de un terremoto.
—Mamá, tenemos que marcharnos —suplicó Manuel.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis desnudos?
—Escucha, cariño —intentó apaciguarla David—. Te lo explicaremos. Pero
ahora no, nos tomarías por locos. Tenemos que largarnos de aquí.
—¿Largarnos? ¿Adónde? —Susana los miraba con ojos cada vez más
perplejos—. Hemos pagado la casa para toda la semana.
—¡Al cuerno con la casa! —estalló David, colérico— ¡Tendríamos que
prenderle fuego a esta puta casa y a todo el puto pueblo!
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no me explicas…?
De pronto, David sintió algo extraño en el ambiente y dejó de escuchar las
réplicas de su mujer. Manuel también lo percibió. El niño se lanzó al suelo y se
arrastró hasta un rincón del vestíbulo, haciéndose un ovillo detrás de un viejo
arcón. David miró a los ojos a Susana. Ella los observaba incrédula, sin
comprender toda aquella escena. Él no podría haberlo descrito nunca. Fue como un
rumor sordo, un hálito estremecedor, lo que se coló en los resquicios de las puertas
y ventanas, haciendo crujir muy débilmente la madera.
Un pensamiento sobrecogió a David.
—¿Dónde está Raquel?
—No te preocupes —respondió Susana—, está arriba en nuestro dormitorio,
durmiendo en su cuna.
—¿Has dejado la ventana abierta?
—¿Cómo dices?
—¡La ventana! —gritó David, histérico, cogiendo a su mujer por los hombros
y zarandeándola como a una niña estúpida que se niega a decir la verdad—. ¿La
has dejado abierta?
Susana hizo un breve esfuerzo por recordar. La actitud de su marido la
había dejado desconcertada.
—Es verdad —murmuró—, ahora mismo subiré a cerrarla. ¿Qué coño te
pasa?
David la apartó con un brazo y ascendió los escalones de tres en tres. Llegó
hasta la puerta del dormitorio. La abrió de un golpe, sin importarle si podía
despertar a la niña. La habitación estaba a oscuras. En el alféizar de la ventana
abierta, la veleta giraba frenéticamente, tanto que el ruido que producía le taladró
los oídos como el agudo chirrido de un tren al frenar. Desde que descendió a las
profundidades hacía un par de horas, su sentido auditivo se había multiplicado.
Podía escuchar el zumbido de una mosca en el techo y el golpeteo de cada gota de
lluvia en el tejado de pizarra.
Se acercó a la ventana y la cerró. Caminó a tientas en la habitación, sin
encender ninguna luz. No le era necesario. Miró debajo de la cama. Tras el armario.
No encontró a ningún felino oculto. En un rincón estaba la cuna. Sintió que el
corazón le latía más fuerte a medida que se acercaba. Recordó la imagen del
monstruo acéfalo hecho de pedazos de carne. La sangre bañando la piel arrugada,
el cuerpo deforme, la mandíbula formidable, los esqueletos desparramados en el
suelo.
Asomó la cabeza sobre la cuna y la vio. Raquel dormía plácidamente, ajena a
los temores de su padre. David la cogió en brazos y eso lo tranquilizó. Pudo sentir
la débil respiración de la niña contra su pecho. Ningún sedante habría causado
más efecto. Tras él había subido Susana, que ahora lo observaba desde el umbral
de la puerta.
—¿Me podrás explicar lo que ha sucedido? —exigió.
David la miró a los ojos. No podía comprender lo acontecido en las últimas
horas, ¿cómo iba a narrarlo? Parecía una pesadilla. Una locura. De no haberlo
presenciado también su hijo, cualquiera le habría convencido de la necesidad de
ser internado en un psiquiátrico. ¿Cómo explicar lo que había visto sin ser tomado
por un demente?
—Necesito una ducha caliente —contestó David, dejando a Raquel en brazos
de su madre.
—¿Quieres explicarme por qué tu hijo está escondido en el vestíbulo? —
insistió Susana—. ¿Es que os habéis vuelto locos?
David se giró en cuanto escuchó la última palabra.
—Sí —afirmó con el rictus serio.
Luego se dio la vuelta y entró en el cuarto de baño, cerrando con un portazo.
Tras el golpe, la niña despertó y comenzó a lloriquear.
David se miró a sí mismo en el espejo. Su cuerpo delgado estaba magullado
y sucio. Los pies y los muslos cubiertos de barro, el pelo enredado, la mirada
perdida. Creyó que sus ojos habían perdido el brillo. Se acercó al espejo, pero un
ruido a sus espaldas lo paralizó. ¿Qué le sucedía? Sentía cada suspiro del viento,
cada paso que alguien daba en la casa, cada insecto arrastrándose bajo el parqué. Y
cualquiera de estas cosas lo inquietaban. Algo no marchaba bien. Había una
presencia extraña en la casa. Podía intuirlos aunque no los viera.

Susana bajó al vestíbulo. Manuel tampoco quería hablar con ella y se encerró
en su cuarto. Disgustada, entró en la cocina y sentó a la niña en la sillita para darle
la cena. Raquel cesó de llorar en cuanto tuvo el babero en torno a su cuello. Su
madre cogió una cuchara mediana del primer cajón bajo la encimera. Luego abrió
la nevera para buscar la papilla de verduras.
Entonces escuchó a su hija y el sonido la hizo palidecer. Giró sobre sí misma
y contempló a la niña. Sonreía contenta, divertida tras haber descubierto su nueva
habilidad.
La pequeña Raquel había maullado.
Teseo y el minotauro

Estoy loco.

La mía es una locura abstracta, difícil de entender o diagnosticar. A ojos de


los demás puedo parecer simplemente introvertido, pero cada cual entiende la
locura a su manera.

Desde siempre he sido considerado un chico extraño. En todo instituto o escuela


se encuentran clasificados el inteligente, el listillo, el tonto, el charlatán, el tímido,
el guapo, el feo, el fuerte, el debilucho… y también hay un raro. Siempre hay un
raro. Yo era uno de estos. Tal vez porque desde niño jugaba solo en los recreos,
seleccionando minuciosamente arañas que, atrapadas y engañadas por mi
superioridad jerárquica, depositaba a su suerte en tarros llenos de hormigas rojas,
mientras mis compañeros jugaban inocentemente a policías y ladrones. Poco
después, harto de presenciar horribles descuartizamientos entre insectos, cambié
las arañas por los cómics de ciencia ficción. Éstos no eran guardados en tarros, sino
en cajones cada vez más profusos en mi habitación, y fue mi madre la que decidió
un día desmembrarlos todos, arrancando sus espinas dorsales cosidas con hilo
blanco y deshojando uno a uno todos ellos como margaritas de pétalos en blanco y
negro. Fue el castigo por mi nefasto expediente escolar.

No obstante, mis inquietudes hacia lo fantástico no cesaron y los cómics


evolucionaron irremediablemente hacia una forma más densa: los libros. En este
camino adquirí la capacidad sin igual de abstraerme del resto del mundo. Luego
comencé a escribir historias en un desusado cuaderno de ejercicios y esto fundó mi
condición de escritor.

Ya en el instituto, simultáneamente a mis primeras lecturas serias y escritos


imberbes, heredé por primera vez el apelativo de «loco» y ya nunca logré
desprenderme de él. Mi desafecto hacia los alumnos que promulgaron tal apodo
facilitó que me desvinculase pronto de cualquier futura amistad. Ahora procuro
que el recuerdo no me afecte demasiado. Intento darle menos importancia, porque
entiendo que es en la adolescencia y no en la infancia cuando las personas son más
crueles inconscientemente, o, por lo menos, en la infancia los insultos casi siempre
suenan a esparcimiento, mientras que en la adolescencia saben a derrota y
vergüenza. Y en esa época de la vida en que se coronan reyes tempranos y bufones
pánfilos, a mí me tocó el papel de bestia mitológica, triste y solitaria. No encontré
mejor consuelo que el de una cada vez más creciente y obsesiva afición por los
libros.
En mis escasos años como lector insaciable, he deglutido la nada desdeñable
cantidad de doscientos volúmenes anuales, adquiriendo apenas una docena de
ellos en librerías, con lo que el mercado editorial actual no tiene por qué
agradecerme nada. Sin embargo, sí puedo jactarme de haber sido uno de los pocos
lectores que han obligado a trabajar sin mesura a los funcionarios de las bibliotecas
públicas. Comencé anotando ceremoniosamente el historial de mis cacerías
literarias en una pequeña libreta de anillas. Lo hacía con prudencia burocrática,
cuidando la grafía como un aprendiz, aunque más tarde me alié con la informática
para organizarme mejor en un archivo de texto. Me gusta la escritura manuscrita,
pero soy un fanático del orden. No pude evitar el cambio a peor. De manera que
tengo escritos (o tecleados) los cientos de títulos con sus autores, reseñas y
valoraciones personales. C’est mon petit trésor. La prueba irrefutable de que no he
perdido el tiempo.

He de reconocer que algunas obras han pasado ante mis ojos como un verdadero
jeroglífico. Deposité una fe tan ciega sobre todo aquello escrito por autores
consagrados que obvié por completo cualquier pensamiento segregacionista,
admitiéndolos todos, sea cual fuere su condición. Así, estudié largos ensayos sin
comprender una palabra, por la mera liturgia de haberlos devorado en mi soledad
kafkiana. No me arrepiento de ello, porque estas obras incomprensibles son, en
cierto modo, como los obstáculos en una prueba atlética. Son precisamente las
dificultades que se han de superar en una carrera las que verdaderamente
determinan la valía del deportista. Es fácil correr. Todo el mundo llegaría a la meta
si el camino fuera llano, aunque lo hiciera con más lentitud. Pero son los
obstáculos, los obligados saltos o adelantamientos que se encuentran a lo largo de
la pista y que obligan a un esfuerzo mayor, los que determinan la capacidad del
individuo.

Participar como redactor en la revista de mi facultad, Palabras Escritas, tras varios


años como lector pertinaz y escritor anónimo, sirvió para sacudirme de encima
todos los instintos de lobo estepario y aliarme con otros jóvenes. Colaboraba con
artículos literarios diseccionando el estilo de Joyce y las brevedades de Monterroso.
Aportaba cuentos nacidos de mi imaginación y de vez en cuando me ofrecía para
entrevistar a alguna eminencia local. Mi vida parecía normal en ese breve periodo.
Combinaba mis facultades como escritor y lector con una renaciente sociabilidad
perdida en mi memoria. Pero hace aproximadamente dos días, acudí a visitar a un
joven artista cuyo secreto era la envidia de todos los maestros.

Se llamaba Carlos Romani y era pintor. Siendo completamente desconocido, había


conseguido el primer premio del certamen universitario de arte joven de la ciudad.
El día de la presentación de la obra ante los medios de comunicación, a la cual
asistí, el jurado reafirmó con unanimidad su decisión: «Hace más de un siglo que
esta ciudad no ha tenido un pintor tan grande como Carlos», señaló el rector de la
Universidad. Hubo algunos periodistas y expertos que, sin ver apenas el cuadro,
pusieron en tela de juicio la aptitud de los miembros del prestigioso jurado. Pero
nadie que hubiera contemplado de cerca la obra ganadora podría negarle el primer
puesto. Producir obras como la de Romani requería un profundo conocimiento de
la naturaleza humana y de lo fantástico. Cualquier dibujante experimentado puede
salpicar un lienzo de tintes oscuros y proyectar formas terribles para conseguir una
escena de terror. Pero únicamente Romani lograba combinar la realidad y la
imaginación de forma que fuera igualmente verosímil y espeluznante.
Su Aquelarre parecía el vivo retrato de una escena real, casi fotográfica. Las tres
ancianas meigas en el sombrío claro del bosque no podían plasmarse mejor. Pero
era la expresión facial del joven atado al árbol retorcido lo que resultaba más
escalofriante. Ni siquiera Goya podría haber dibujado algo con tanta intensidad.
Todo él parecía temblar en la imagen, exhibiendo un rictus de terror mientras
intuía el ente incorpóreo escondido entre la maleza. Desde el momento en que vi el
cuadro percibí que la mente de Romani transgredía los límites de la imaginación y
acerté al comprender que era un genio. Había algo en su estilo que captaba el
miedo más recóndito de cada ser humano, y los esquemas cromáticos que
empleaba eran capaces de oscurecer incluso una habitación bien iluminada.
Cuando le preguntaron por su secreto, él bromeó con que ya llevaba siglos
practicando. Guardaba el resto de sus obras en el sótano de su casa, aunque era de
este último trabajo del que se sentía más orgulloso. Por eso se presentó al
certamen.
Tuve el propósito de entrevistarle para añadir un pequeño éxito en la edición de
Palabras Escritas, antes de que recibiera más premios y se convirtiera en un
personaje famoso e inalcanzable. Accedió fácilmente, tal vez porque intuía en mí
un reflejo de su propia peculiaridad, porque fui el primero que tuvo la
oportunidad de visitarlo en su propia casa.

Acudí temprano, en torno a las siete de la tarde, pero el invierno y la lluvia


parecían cebarse aquel día especialmente con el casco antiguo de la ciudad. Me
adentré en calles angostas y serpenteantes, semejantes a desfiladeros de ladrillo
donde las sombras de una oscuridad temprana jugaban agazapadas en las
esquinas. Encontré su casa fruto del azar, porque mi intuición nunca fue buena y
menos en las tinieblas. No había timbre electrónico ni videoportero, ni siquiera una
aldaba que zarandear. Recuerdo que Romani abrió la puerta antes de que yo
llamara. Me dijo que estaba esperándome –yo había llegado diez minutos tarde- y
me invitó a pasar con el gesto ausente. Era un sujeto delgado y de estatura
mediana, con el pelo cobrizo y la piel pálida, como la de un vampiro. Su casa, que
abarcaba dos pisos y un sótano, estaba sumida en la más completa oscuridad. No
empleaba luz eléctrica y las ventanas estaban bajadas. Sólo la luz de cientos de
cirios iluminaba las estancias. Decía que todos los sonidos y luces procedentes del
exterior lo molestaban y necesitaba estar siempre concentrado, mientras que yo
empezaba a darme cuenta de que existían locuras más extrañas que la mía.

Vivía solo. No quiso nombrar a ningún familiar y yo preferí ser discreto.


Respondió con evasivas cuando traté de descubrir algo sobre su vida. Parecía una
persona taciturna, e incluso caminaba lánguidamente como quien no desea hacer
ruido para evitar despertar a quienes permanecen dormidos. No quiso revelarme
dónde nació ni su edad exacta, aunque no aparentaba más de veinticinco años y
estaba matriculado en la carrera de Filología Hispánica, a cuyas clases reconoció
que no asistía. Ante mis inquietudes acerca del resto de sus obras aceptó gustoso
que bajara a verlas. Me prohibió que le hiciera fotos a él o a lo que yo iba a
descubrir abajo. Su único objetivo consistía en mostrarme toda su obra en la
intimidad de aquella casa, ahora que comenzaba a ser alguien reconocido, pero no
deseaba divulgar las imágenes en una revista. Sólo me permitió describir la visita
con lo que yo recordara.

Descendimos unas escaleras esculpidas en piedra hasta llegar a una bóveda


medieval de paredes enmohecidas. Allí descansaban apoyados contra la pared
decenas de cuadros escalofriantes. De este modo comprobé que el talento de
Romani era categóricamente superior a todo lo que yo había visto hasta la fecha.
Nadie podía igualar sus contrastes de color y la perfección anatómica de sus
personajes. Hasta tal punto alcanzaba el cénit artístico que sería inútil intentar
describir adecuadamente aquellos cuadros expuestos a todo lo largo de la sala,
gélida como un cementerio. En los lienzos podían contemplarse acantilados
escoceses con figuras humanas lanzándose al vacío, bosques y tribus celtas en
rituales de sangre, catedrales góticas cuyas gárgolas trepaban por los arbotantes,
un hombre escribiendo el Necronomicón en una antigua lengua árabe, escenas de
batallas griegas protagonizadas por héroes apasionados… Todos eran cuadros
impresionantes, dignos del Siglo de Oro.

Entonces lo vi. Junto a una puerta remachada en bronce descansaba sobre el


caballete su último trabajo. Un oscuro espacio se abría ante mis ojos con hábiles
trazos, plasmando una profundidad que mareaba si se fijaba la vista en ella, y a
dos personajes de contraria naturaleza. En primer plano un joven semidesnudo
avanzaba decidido por el túnel del laberinto, con una antorcha en la mano y una
espada corta en la otra. Quedé sorprendido al descubrir que las facciones del
personaje eran idénticas a las de Romani, como si el autor hubiese querido
autorretratarse en una historia de leyenda. Al fondo del túnel se revelaba una
forma monstruosa y cornuda, con dos ojos tan descaradamente humanos como
bestiales eran sus pezuñas.

—Lo titularé “Teseo y el minotauro”— me confesó.

Era extraño ese cuadro. La escena transmitía un aliento tan real y los rasgos del
monstruo eran tan dolorosamente definidos que causaban verdadero estupor. Pero
lo más peculiar de la escena no era la estupenda recreación de la antigua leyenda
griega, sino la expresión de Romani como protagonista. Ésta era tétrica y maliciosa,
a tal punto que se descubría como el verdadero cazador, mientras el monstruo era
la presa estremecida y escondida en la oscuridad.

Luego reparé en la puerta que había junto al caballete.

—¿Adónde conduce?— pregunté.

—Es un pasaje que comunica con la Basílica—, me dijo.

Yo no quise creerlo, y aquello provocó en Carlos una sonrisa siniestra, semejante a


la reflejada en su retrato. Eso me estremeció. Abrió la pesada puerta y mostró ante
mi un túnel que descendía con ligera pendiente hasta perderse en la oscuridad más
absoluta. Después pudo explicarme que en realidad no sabía adónde conducía,
aunque le habían contado los anteriores dueños de la casa que el pasaje alcanzaba
hasta la Basílica y más allá, descendiendo finalmente hasta una profunda sima. Él
sólo entraba allí de vez en cuando para inspirarse, aunque sólo había explorado un
centenar de metros del recorrido. Decía que la sensación de claustrofobia allí
dentro lo ayudaba para imaginar las fantásticas escenas de sus pinturas.

—A veces paso días enteros en el túnel —indicó—, con una lámpara de aceite y
fósforos. Y cuando siento que mis ojos comienzan a ver sombras extrañas y mis
oídos escuchan repetido el eco de mis propios pasos, entonces vuelvo a ascender
hasta la bodega, justo a tiempo para no volverme loco.
Me ofreció echar un vistazo y acepté. Supuse que internarme en aquel recóndito
escondrijo me ayudaría a mí también para inspirarme en mis relatos. ¡Quién sabe si
alguien había descubierto alguna vez su final! ¿Y si era ese el verdadero secreto
que guardaba Romani? ¿Acaso era lo que favorecía su ingenio artístico?
Permanecer allí sin más quehacer que imaginar siluetas ocultas, obligando a su
mente a resistir una lucha constante entre la cordura y la demencia durante largas
horas.

Entramos los dos en el túnel. Ambos sosteniendo una antigua lámpara de aceite
de latón en la mano y guardando una cajetilla de fósforos en el bolsillo. Yo habría
preferido una linterna, pero Carlos era un individuo enamorado del pasado.
Avanzábamos despacio, algo agachados, porque el techo apenas alcanzaba la
altura de un hombre bajito. Yo andaba en primer lugar aunque él me guiaba desde
la retaguardia, informándome si debía girar a la izquierda o derecha. Aquel era un
verdadero laberinto de esquinas y bifurcaciones y, mientras caminaba temeroso de
encontrarme con algún abismo insuperable, pensaba en quién diablos podría haber
excavado aquello. Llevábamos muchos metros avanzando, imposibles de calcular,
cuando alguien o algo me hizo tropezar. Caí de bruces al suelo, derramándose el
contenido de la lámpara, y en seguida advertí que me había torcido un tobillo.
Pude girarme sobre mí mismo y observé horrorizado cómo Carlos caminaba raudo
alejándose de mí. Le grité que volviera con todas mis fuerzas pero no hizo ningún
caso a mis súplicas. Intenté seguirle pero me resultó imposible. Con él se fue
alejando la luz de su lámpara y yo terminé sumiéndome en la oscuridad. Pude
escuchar cómo la pesada puerta chirriaba hasta cerrarse y me quedé
completamente solo. Procuré no dejarme vencer por el nerviosismo y eché mano
de la cajetilla de fósforos que él me había dado, descubriendo para mi fatalidad
que sólo había una cerilla. La encendí y, durante los escasos momentos que duró la
lumbre, pude desandar parte del camino, aunque no logré llegar hasta la puerta.
Ni siquiera sabía si ése era el camino correcto, porque habíamos superado varias
bifurcaciones y mi orientación era nefasta.

Han pasado unos dos días desde que entré aquí, en el laberinto. Hace mucho rato
que no puedo ver la hora en mi reloj digital. He mantenido durante tanto tiempo
mis dedos oprimiendo el botón que ilumina la pantalla que mis manos se han
entumecido y la pila de litio se ha agotado. Me duele el tobillo, tengo el estómago
vacío y la garganta seca como el esparto. Una creciente excitación me hace temblar
continuamente. Llevo dos días escuchando el avance de las alimañas. No puedo
dormir en esta oscuridad que me envuelve y mi única defensa es mantenerme
quieto como un bebé agazapado, con los brazos y rodillas doblados para intentar
ocupar el menor espacio posible y evitar que me encuentren. El corazón me
golpetea con violencia en el pecho amenazando con asfixiarme; no ha dejado de
latir frenéticamente desde que quedé encerrado. El sudor mantiene mi ropa
empapada y pegada a mi estremecido cuerpo cual mortaja. He defecado y orinado
en el mismo lugar dos veces, sobre mí mismo, pero el hedor que transmito apenas
me importa. Un terrible dolor de cabeza atrofia mis sentidos. Sólo mis oídos captan
sonidos lejanos. Percibo el sisear de las serpientes y el mordisqueo de los grandes
roedores, y rezo para que no me hallen. Al cabo de unos momentos escucho el
baladro de una bestia y todo a mi alrededor queda en completo silencio.

Soy yo quien ha rugido. Mis brazos parecen más fuertes y los dolores han
desaparecido. Me yergo imponente hasta una altura mucho mayor que la mía. El
techo bajo ha desaparecido y mis ojos pueden ver en la oscuridad. La silueta que
desprendo es más robusta, los hombros se han ensanchado y de mi cuello han
brotado músculos duros y abundante vello. Sobre las sienes afloran dos largos
cuernos de toro. Mi boca empieza a echar espuma y una extraña vehemencia me
invade mientras la sangre corre frenética por mis venas. Comienzo a ponerme
furioso mientras lo comprendo todo.
Yo soy el minotauro.
Ya no nos quieren

Cuando la señora Lozano le dijo a la policía que su hijo Carlitos era sonámbulo,
los inspectores que llevaban el caso comprendieron mejor la desaparición del chico
de seis años. No había huellas que delataran la intrusión de extraños en la casa, ni
cerraduras forzadas o cristales rotos. Sencillamente, la puerta principal estaba
abierta cuando Alberto, el padre, bajó al primer piso y sospechó que algo
marchaba mal. Al principio pensó que alguien había entrado con hábil subterfugio
en la casa. Muy decidido fue a la cocina para apropiarse de un cuchillo y el sólido
martillo que descansaba en la caja de herramientas bajo la encimera. Alberto
recorrió cada una de las habitaciones y pasillos de la casa, descalzo y en completo
silencio, y sólo cuando comprobó que su hijo no dormía en su cama, comprendió
que no habían sufrido ningún robo. Se trataba de algo más grave.

Pese a todo, los policías quisieron asegurarse de que no era un secuestro. En los
primeros rastreos sólo se habían encontrado restos de tierra en el parqué,
procedentes de las huellas que los perros dejaban en las alfombras al entrar desde
el jardín, así como el rastro de las botas pequeñas que los dos hijos de los Lozano
utilizaban para ir al colegio los días de lluvia.

Se trataba de una bonita casa de dos plantas con un jardín de sesenta metros
cuadrados. En un extremo había un columpio junto a un gran limonero y, en el
otro, una caseta de madera para dos perros. Las paredes exteriores del hogar de los
Lozano eran blancas, aunque una antigua trastada de críos dejaba entrever una
mancha de kétchup en forma de zeta borrada parcialmente tras mucho frotar.
Todas las habitaciones tenían grandes ventanas con marcos grises, para que la luz
matinal iluminara los amplios espacios. En el sótano había una bodega cubierta
con listones de madera de nogal y un aparcamiento doble de garaje. Los policías
murmuraban entre sí. Una casa preciosa, el sueño de cualquier familia modesta.
—No es la primera vez que ocurre, agente, ya se lo hemos dicho —insistió Claudia
Lozano visiblemente alterada—. El caso es que nunca había salido más allá del
jardín. Pero esta vez debió de saltar la valla y… oh, Dios, ¡pueden haberlo
atropellado!
La señora Lozano rompió a llorar por tercera vez desde que los agentes entraron
en el domicilio.
—Tranquilícese, señora —pidió el inspector Carabueso, quien no disimulaba su
incomodidad ante el asunto—. Nadie ha llamado informando de ningún atropello
en las últimas doce horas en cualquier punto de la ciudad. Ya hemos alertado de la
desaparición de su hijo y tenemos varias patrullas rastreando la zona. Si se ha
marchado por su propio pie no andará muy lejos.
Pero el pequeño Carlitos no apareció a lo largo del día. Tampoco durante la noche.
Se amplió el radio de búsqueda pero siguió sin aparecer. Los investigadores
comenzaron a sospechar nuevamente de un posible secuestro. Este podía haberse
producido a manos de un extraño de guante blanco en la propia casa, o quizás
algún desaprensivo había descubierto al niño caminando sin rumbo por la calle y
había decidido aprovechar la ocasión. Pero no llegó ninguna llamada pidiendo un
rescate, lo que conmocionó aún más a los padres y a la propia población que
descubrió los hechos en los informativos de las cadenas locales. Llegó un equipo de
la brigada científica y tomó huellas para analizarlas en el laboratorio. No hubo
resultados positivos.

Mientras transcurría el devenir de periodistas, policías y curiosos por la casa, la


pequeña Marga jugaba en el jardín con Sansón y Hércules, los dos grandes dogos
alemanes. Era verano y no volvería al colegio hasta dentro de unas semanas, de
manera que tenía todo el día libre para jugar. Su madre la observaba desde la
ventana abierta de la cocina, mientras la niña jugaba con los perros a esconder
juguetes en algún lugar del jardín después de cavar pequeños hoyos. Los Lozano
no riñeron a su hija por estropear el césped con decenas de agujeros, y mucho
menos a los perros. Los animales parecían abatidos, como si la desaparición del
niño también les hubiese afectado a ellos. Claudia recordaba cómo su hijo jugaba
en el jardín el día anterior a su desaparición. Controlaba una pelota con los pies y
luego hacía movimientos en zigzag imitando a los futbolistas que veía por la tele y
lanzando el balón contra la pared de la caseta de madera, imaginándose una
portería de fútbol. Claudia le reprendió diciéndole que no debía golpear la caseta,
que mejor hiciera una portería con dos palos hasta que su padre le comprara una
por su cumpleaños. El pequeño esbozó una mueca de disgusto pero hizo caso a su
madre y abandonó el juego. Se acercó a los dos animales que estaban tumbados en
la alfombra de césped como dos perezosas efigies de azabache, se acuclilló frente a
ellos y susurró al oído una disculpa a cada uno. Pero luego comenzó a sujetarles
las poderosas mandíbulas con ambas manitas y trató de menear el cuello de los
perros para hacerlos desperezar. Intentó provocarles cosquillas en los costados,
danzó a su alrededor, pero nada. El resultado fue el mismo. Finalmente, los canes
terminaron por cansarse de aquella insistencia y con un bufido regresaron al cobijo
de la caseta. Claudia sonrió al recordar cómo el pequeño había acudido al lugar de
la cocina donde ella se encontraba ahora y le decía que los perros eran unos
aburridos. Carlitos tenía los mofletes sonrosados y los ojos color café, como los de
su padre. El pelo poseía la tonalidad del sauce en primavera, enmarañado en
múltiples rizos. Las manitas tostadas por el sol tiraban imaginariamente con
suavidad del delantal de su madre. Claudia rompió a llorar recordando aquello. Su
hija lo advirtió desde el jardín y corrió hasta ella para consolarla.

Transcurrieron dos días más sin tener noticias del pequeño. Un vecino informó a
la policía de una sospechosa furgoneta, cuyo conductor había estacionado cerca de
la casa de los Lozano unas horas antes de la desaparición del chico. Pero no había
anotado la matrícula. Tan sólo facilitó una vaga descripción del vehículo,
imposible de identificar por estos medios, y la policía perdió el rastro.

Una noche las nubes se aliaron en un conjuro que descargó una potente lluvia
sobre el barrio. El agua se desbordaba en las canaletas y una cortina de lluvia
cubría los ventanales. Marga permanecía sobre su cama cubierta por las mantas.
Pese a querer permanecer firme, cada rayo la sobresaltaba y el sucesivo trueno
encogía su corazón. Las ramas de los árboles cercanos agitándose al viento
formaban sombras monstruosas en la pared del dormitorio. Oyó a los dos perros
aullar bajo el cobijo de la caseta, y sintió lástima por ellos. ¡Se van a ahogar!, pensó
la niña recordando con inocencia el episodio del arca de Noé que había visto en
una película de dibujos animados. Rápidamente se calzó las zapatillas de Piolín y
bajó las escaleras hasta la cocina. Allí su madre se preparaba un té caliente antes de
marcharse a dormir. Su padre había salido de viaje de negocios a una ciudad en el
norte, y ahora eran ellas las únicas habitantes de una casa cada vez más solitaria.
—Hola, mi vida —saludó su madre al verla y no pudo evitar esbozar una sonrisa
al ver los largos cabellos rubios de la niña notablemente enredados—. ¿Te han
despertado los truenos?
—No, pero Hércules y Sansón tienen miedo. Están pidiendo socorro.
—No te preocupes cariño, estarán bien.
—Pero tienen miedo...
—No les pasará nada. Si les dejamos entrar ahora me pondrán el suelo perdido de
barro.
—El árbol del jardín les asusta. He visto cómo se inclinaba sobre la caseta. ¡Quiere
atraparlos! —insistió la niña.
Claudia miró a su hija de hito en hito. Delgada, con el camisón blanco
sobresaliendo debajo de un batín turquesa que comenzaba a quedársele pequeño,
la mirada suplicante, como la de un pajarillo sin su alimento.
—Está bien —aceptó con un suspiro—. Puedes ir a buscarles y traerlos a casa, pero
coge el paraguas y las botas, no quiero que te resfríes.
La niña estalló de alegría al ver la batalla ganada y se lanzó sobre ella regalándole
un abrazo: «¡Gracias, mamá!»
Poco después Marga abrió el paraguas y salió al exterior tapándose bien la
garganta con la solapa del batín. Bajó los escalones de la entrada y comenzó a
adentrarse en el jardín, avanzando despacio por miedo a tropezar y ganarse una
regañina. La lluvia caía sobre el paraguas como una cascada y el agua
empantanada cubría hasta la altura de los tobillos de sus botas impermeables. Alzó
la vista y se estremeció al contemplar el limonero del jardín, retorciéndose y
agitando las ramas largas como tentáculos sobre la caseta de madera. En su interior
oía a los perros aullar indefensos. Se acercó al umbral y en la fría oscuridad
vislumbró las sombras nerviosas de los dos dogos. Marga le tendió la mano a
Sansón para acariciarle el cuello e invitarlos a entrar en la casa.
Al oír el grito de la niña, Claudia sintió un escalofrío que le erizó el bello de la
nuca. Se levantó de un sobresalto y se arrimó a la ventana de la cocina. Descubrió a
su hija corriendo a través del césped, después de haber abandonado su paraguas
rosa en el suelo. Marga entró en la casa y cerró tras ella la puerta, llorando y
mostrándole a su madre una mano ensangrentada.
—¿Qué ha pasado? —inquirió la madre desde el recibidor.
—Me hace daño —lloraba la niña—. Me hace daño.
Claudia asió a su hija por los hombros y la zarandeó repitiendo la pregunta. Pero
la niña repetía lo mismo una y otra vez. Estaba claro que uno de los perros la había
mordido. Trató de averiguar cuál de ellos se había atrevido pero le fue imposible
sacar una explicación coherente a su hija. Era una herida poco profunda, pero la
niña temblaba de miedo como si hubiese visto un fantasma: jamás volvería a
acercarse a los perros. Deberían sacrificar al animal que la había mordido, ¿pero
cuál de ellos era? Tal vez ambos estuvieran agresivos. ¿Qué les estaba ocurriendo?
Quizás fuera por culpa de la tormenta. Nunca se habían mostrado violentos con
ningún miembro de la familia, ni siquiera con los amigos que habían visitado la
casa por primera vez. Sentía miedo al igual que su hija. Habría preferido esperar a
que su marido regresara, pero no podía actuar con cobardía ante la pequeña
Marga. Llevó a la niña a la cocina, la sentó sobre una de las cuatro sillas blancas
que rodeaban la mesa del mismo color y le aplicó desinfectante. Luego le vendó la
herida. Aspiró hondo para insuflarse valor y cogió el palo de la escoba. Con él salió
afuera dispuesta a reprender a los animales. La tormenta descargaba sobre sus
hombros una lluvia lacerante similar al chorro de una ducha fría. Sus zapatillas
chapoteaban sobre el césped mojándole los dedos de los pies. Las raíces del
limonero, zarandeado violentamente por el viento, habían emergido un palmo de
la tierra y el frutal amenazaba con caer derribado. Claudia se acercó a la abertura
de la caseta sosteniendo el palo con gesto amenazante. Vio las sombras de los
perros trabajando afanosamente en cavar un hoyo en el barro. Claudia gritó para
alertarles y golpeó con el extremo de la escoba en las costillas de uno de los
animales. Los dos perros se revolvieron y salieron de la caseta ladrando
ferozmente. Claudia se sobresaltó, dio un paso en falso retrocediendo y cayó al
suelo. Los perros la rodearon y se dirigieron a la puerta principal de la casa,
arañando la madera de roble para encontrar un resquicio por el que entrar en el
interior. Por suerte Claudia la había cerrado por precaución y los perros no tenían
forma de entrar. Se incorporó y echó un vistazo al interior de la caseta mientras los
perros ladraban a su hija, que los veía a través del cristal doble de la ventana de la
cocina. Claudia palpó en el suelo oscuro y encontró un profundo hoyo de medio
metro de diámetro, mucho mayor que cualquier otro que hubieran excavado los
perros en otros puntos del jardín. Se acercó todavía más. Sacó de su bolsillo el
paquete de tabaco donde guardaba el mechero. Tras el chasquido de la piedra, una
tímida llama bailó sobre el dorado encendedor, iluminando la pequeña estancia de
madera. Claudia descubrió horrorizada una manita que emergía con la palma
abierta del fondo del hoyo. Tiró de ella hasta desenterrar el resto de un pequeño
cadáver devorado por fuertes mandíbulas. La cortina de lluvia amortiguó el grito
desgarrador que emergió desde el fondo de su ser. Con el pequeño entre sus
brazos, empapada de sangre y barro, Claudia salió de la caseta. Frente a ella
aguardaban los dos magníficos dogos, quietos en posición de alerta y mirándola
con ojos sanguinolentos.
Marga lo presenciaba todo desde la ventana mientras veía aterrada cómo los
perros acechaban a su madre. Sólo podía sollozar y repetir una y otra vez con voz
trémula: «No nos quieren, mamá, ya no nos quieren».
El Nano y el Negro

—Ahora me la vas a chupar, ¡zorra! —dijo el Negro, sacando su enorme


miembro circuncidado por encima de los Calvin Klein de imitación. Del bolsillo de
su chaqueta sacó una reluciente navaja, mientras con la mano izquierda sujetaba la
coleta de la rubia arrodillada ante él. El Negro acercó la cara de la chica a su pene,
mientras ella gimoteada aterrorizada, moviendo la cabeza de un lado a otro en un
claro gesto de negación.
—Escucha, puta, más vale que me la chupes, y hazlo bien. Como se te ocurra
morderme... ¡chack! —El Negro chasqueó la lengua al tiempo que simulaba un
corte de garganta con su propia navaja.
La rubia se sorbió los mocos e introdujo aquel pedazo de carne erecta en su boca.
Estaba caliente, tan caliente como una gruesa barra de hierro candente. Podía
sentir la piel estirada entre sus labios, empujando una y otra vez hacia el interior,
tan hondo que le costaba respirar.
A su lado, su amiga lloraba mientras el Nano la enculaba como a una yegua,
ambos sobre el sofá biplaza del salón. Ella notaba la barriga del resuelto violador
golpeando con sus glúteos, una y otra vez, dolorosamente, mientras la taladraba
sin vaselina ni mantequilla ni nada, a pelo, «a pelo te voy a follar, zorra», repetía él.
Y para que no gritara le había amordazado la boca con parte del mantel de la
cocina que había rasgado en dos pedazos.
Pedazos de pizza sobre la mesa. Fríos y tan nevados de queso que se diría que son
enormes triángulos de mozarela fundidos. Es medianoche y los créditos de Match
Point aún pueden leerse en la pantalla plana de cuarenta pulgadas. Tania descansa
sobre el sofá junto a su amiga, hecha un ovillo con las piernas encogidas.
—¿No quieres más pizza? —dice Sonia.
—Cómetela tú, está fría. No me gusta el queso frío.
—Si quieres lo meto en el micro.
—No hace falta, de verdad. No tengo más hambre.
—Está bien —suspira Sonia, y alarga la mano para coger un pedazo más de pizza,
extendiendo bajo él la otra mano para no manchar el sofá.
—Desde luego —comenta Tania—. No sé dónde lo metes.
—Pues aquí, chica, aquí —replica Sonia, señalándose el vientre plano de gimnasio.
Son amigas desde la infancia. Han ido juntas al colegio, al instituto y durante los
dos primeros años de universidad. Sonia abandonó la carrera y con los años
consiguió hacerse un hueco en el mercado laboral como jefa de una agencia de
azafatas. Tania tardó mucho en terminar sus estudios y, cuando lo hizo, sólo pudo
aspirar a un puesto de administrativa. Las dos tienen veintitantos. Comparten un
piso pequeño, con cocina americana, también el único televisor, y a Estrellita, la
alegría de la casa.
Estrellita se asoma tras el quicio de la puerta de uno de los dormitorios cuando la
película parece haber terminado. Quizás la musiquilla de los créditos la ha
despertado, o sencillamente ha permanecido todo el tiempo tras la puerta,
espiando a sus dueñas.
—Ven, ven —la llama Tania con los brazos extendidos.
Estrellita avanza rauda buscando el abrazo y las cosquillas en el vientre. Es una
perrita de raza indeterminada, más parecida a un plumero con cuatro patas que a
un can. De entre el abundante pelo desaliñado emerge la cabecita y el hocico
marrón moteado. A veces enseña, no por pretender asustar sino debido a los
continuos bostezos, unas mandíbulas con dientes pequeños y unos ojitos de “yo no
he hecho nada” que dan ganas de comérsela.
—Cómetela, eso, cómetela toda, zorra —le susurraba el Negro a la rubia.
Ella lo hacía con los ojos cerrados, hipnotizada por el miedo. Por un momento
luchó con todas sus fuerzas para levantar los párpados. Abrió los ojos y miró
arriba el torso de ese cabrón. Él debió excitarse más al verla chupando con los ojos
abiertos, porque dejó su semilla dentro de ella, sin avisar. La joven se atragantó y
cerró un poco la boca al hacerlo, recibiendo por ello una sonora bofetada que la tiró
al suelo. Se rindió tumbada sobre la moqueta a las perversiones del Negro, quien
siguió jugando con su miembro y su mano izquierda cubierta de saliva.
—¿Y si salimos un rato? —propone Sonia terminando de masticar la masa
esponjosa de pizza.
—¿Ahora? ¿No es un poco tarde?
—Venga, no seas aburrida. ¡Vámonos!
Tania consulta su reloj de pulsera. El último regalo de su ex novio. Todavía no se
ha desembarazado de él, de Álex. Del reloj tampoco. Ni de las fotos en Ibiza o en
Croacia, ni del peluche con el cartelito: «Terrorista al volante», que aún cuelga en el
cristal de la ventanilla del coche. Un mes ya. Ni una llamada de arrepentimiento.
Ni un “qué tal estás”. Nada. Solo indiferencia. El peor de los insultos.
Sonia descubre el viaje que está recorriendo su amiga, una vez más, como un
romántico animal que tropieza una y otra vez, no dos veces, no, sino infinidad de
ellas, con la misma piedra.
—¿Quieres olvidarte de Álex por una vez? —le recrimina con un bufido.
—Lo intento... —responde su amiga, un poco ruborizada tras ver que Sonia ha
leído sus pensamientos por enésima vez.
—Mira, nos vamos ahora mismo —afirma Sonia resuelta, levantándose del sofá—.
Necesitas desmelenarte un poco, guapa.
—Eso me dijiste ayer, Sonia, cuando fuimos de compras. Y al final tú te gastaste la
mitad de la paga extra y yo me quedé sin probar nada.
Sonia suelta una sonora carcajada.
—¡Qué pesimista estas, caray! Mira, yo quiero salir y tú lo necesitas —insiste.
—Bueno, pero sólo un ratito, ¿vale? —accede Tania, con Estrellita aún panza
arriba en su regazo—. Que te conozco...
Sonia le guiña un ojo a su amiga y ambas se preparan para salir.
—¡Dale, dale duro, Nano! —aulló el Negro viendo a su colega de celda cabalgar
sobre la otra sin compasión.
La pelirroja gemía y lloraba, con la boca amordazada y las manos y pies atados de
forma que era imposible liberarse. El Nano necesitaba desahogarse después de
cuatro años de culos peludos y pajas en la oscuridad. De haber sabido lo que le
cayó encima en el trullo habría evitado herir a alguien durante el atraco. Pero ya
era tarde para lamentarse. Ahora tenía que aprovechar la carne joven de la hembra
que temblaba bajo su dominio.
—Dos martinis con limón —pide Sonia al camarero; luego, sin perderle de vista, se
gira disimuladamente hacia su amiga—. Está bueno, ¿eh?
Tania esboza una mueca de indiferencia. Sabe que su amiga se pirra por cualquier
chico que trabaje detrás de una barra. Siempre que sea una barra de pub, claro.
Sonia parece una auténtica modelo de Play Boy en miniatura. Es bajita, pero de
pecho generoso. La larga melena rubia le cae hasta la cintura y los ceñidos
pantalones blancos de licra transparentan un tanga negro, demasiado provocador
para que ningún hombre lo pase por alto. Tania es más prudente. Siempre ha
llamado la atención entre los chicos, pero viste con pantalones vaqueros y una
camiseta de Mango con poco escote. Sabe que las dos podrían ligarse a casi
cualquiera de los hombres del establecimiento, incluso al camarero. Pero ella no
está para esas historias. Álex y su indolencia siguen molestando en algún lugar de
su memoria.
El camarero se acerca a ellas y les tiende los martinis.
—Gracias, guapo —piropea Sonia, guiñándole un ojo.
El camarero sonríe. Debe ser muy joven. No más de veintitrés. Un yogurín. Seguro
que se ha puesto cachondo.
—Mira que eres mala —comenta su amiga, reprendiéndola con sorna—. Seguro
que te lo tirarías esta misma noche.
—Chica, qué le voy a hacer, si me gustan los dulces, pues me los como —replica la
otra, encendiéndose un pitillo y sentándose en uno de los dos taburetes que una
pareja ha dejado libres.
Da una larga calada y luego exhala el humo como una dragona en celo, mirando
de soslayo la completa amplitud del local. Parece un androide extraterrestre
buscando especímenes masculinos que analizar.
Tania no le pide ningún cigarrillo a su amiga. Lo dejó hace un mes, con el
disgusto. Ya ves. Se le quitaron las ganas de fumar. Normalmente fumaba más
cuanto más nerviosa se encontraba, pero lo de Álex fue un shock, de golpe, como
un accidente de coche, como si la atropellara un autobús. ¡Plas! De repente, fumar
no tenía sentido. Nada tenía sentido. Cinco años de relación a la mierda. A falta de
cuatro meses para la boda, con las invitaciones impresas y a punto de ser
repartidas. A la mierda.
Sonia vuelve a adivinar los pensamientos de su amiga y se lanza a la batalla,
decidida por salvarla del campo plagado de heridos sentimentales.
—Olvídate de él, Tania —le aconseja con una voz que refleja más seguridad que la
de un policía—. Se fue con otra. Se enamoró de otra. ¿Y sabes qué? Fue lo mejor
que te podía haber ocurrido. Lo vuestro llevaba meses estancado. Reconócelo.
—Quizás estábamos pasando por una mala racha, nada más.
—¡Por dios! —exclama Sonia—, ¡pero si hasta apenas teníais sexo!
—¡Estábamos estresados por el trabajo! —responde Tania.
—El sexo desestresa, cariño, no me vengas con cuentos —dice Sonia, posando una
mano sobre el hombro de su amiga.
Tania tiene ganas de darle una bofetada, pero sabe que su amiga tiene razón,
aunque sus palabras sean tan duras que duelen como un cuchillo en el estómago.
El cuchillo estaba ahí, amenazante. Mientras sentía los dedos del Negro
penetrándola, pensaba en si habría alguna posibilidad de escapatoria. Tenía las
manos y pies atados, pero si esperaba el descuido de ese cabrón podría propinarle
una patada con los talones en toda la cara. Pero, ¿de qué le serviría eso? No podía
correr, apenas arrastrarse por el suelo. Y el Negro, furioso con la nariz achatada, la
alcanzaría para desollarla como a una liebre. No había escapatoria. Sólo quedaba
sufrir la violación hasta que ellos se cansaran. Su amiga seguía llorando a escasos
metros sobre el sofá. El Nano seguía empujando, irrefrenable. El símbolo tatuado
en su hombro izquierdo brillaba perlado por el sudor.
—¿Has visto el tatuaje del rubio? —comenta Sonia tras mirar de soslayo a un par
de jóvenes sentados en una mesa.
Ambos parecen observarlas atentamente.
Tania se vuelve sin demasiado disimulo y su mirada choca frontalmente con la de
un hombre guapo y apuesto que la observa. Rápidamente, azorada, retira la vista.
Pero el instante ha sido suficiente. Puede recordarlo. Él es rubio y usa una camiseta
sin mangas para mostrar unos hombros atléticos. En el izquierdo luce un tatuaje
parecido a un rosal negro. El otro chico es moreno, aunque no se ha fijado en más
detalles. Antes de dar el siguiente trago a su martini, descubre que Sonia les está
mirando abiertamente, sonriendo y doblando las piernas sobre el asiento.
—¿Qué coño estás haciendo? —inquiere Tania al verla flirtear.
—¿Tú qué crees? Hemos venido a divertirnos, ¿no? —responde su amiga, y acto
seguido se ríe como si hubiera escuchado un comentario gracioso.
Todo por llamar la atención, piensa Tania. Siempre igual. No hay noche en que no
quiera arrimarse a un hombre.
Los dos jóvenes se acercan para presentarse. A ellas les resulta gracioso, porque no
desvelan sus nombres de pila, sino los apodos. Y el Nano que se arrima a Tania, y
ésta que duda entre ser cortés o mandarlo a la mierda. Pero mira qué ojos, y qué
rubio el tío. Y qué hombros tiene, que parece sacado de un anuncio. Al final va a
tener razón Sonia. Álex no era para tanto. Después de sorprenderlo caminando de
la mano con la otra, le montó un escándalo terrible en plena calle. Desde entonces
ni siquiera había recibido un mensaje suyo para pedirle perdón. Será cretino.
Seguro que este Nano se mueve mucho mejor en la cama.
—¿Y a ti por qué te llaman el Negro? —le pregunta Sonia al moreno de metro
ochenta, mirándolo con picardía mientras esconde una sonrisa traviesa detrás del
cristal de su copa.
—¿Tú por qué crees que me lo dicen? —responde el otro mostrando una amplia
sonrisa, lanzado como un tren de mercancías.
Tiene la piel tostada como los cubanos, pero es español. Se le nota el acento
valenciano y las facciones hispánicas en un claro estilo Javier Bardem.
Había pasado el tiempo suficiente para que el Bardem, o el Negro, que la tenía
retenida, volviera a mostrar una erección. El joven la obligó a ponerse a cuatro
patas, mientras rasgaba el tanga negro, haciéndola estremecer. Luego se acopló a la
aterrorizada rubia cañón para comenzar el segundo espectáculo. Lástima no haber
traído cámara de vídeo, pensó el depravado.
—Eres una buscona —le dice Tania a su amiga con algo de retintín; en realidad, se
está divirtiendo con el ligoteo—. En menudo lío nos has metido.
—Tú lo que necesitabas era un lío, cariño —responde su amiga, empolvándose la
nariz frente al espejo.
Están las dos en los aseos. Ellos se han quedado custodiando la barra y la cuarta
ronda de martinis.
—La verdad es que el rubio no está nada mal —comenta Tania.
—¿Y el moreno? ¿Has visto qué paquete gasta? —Sonia se ríe abiertamente.
Está exultante por ver que su mejor amiga le sigue el rollo con los tíos.

El Nano y el Negro ya hacen conjeturas con lo que van a hacer con ellas.
—La rubia me ha dicho que viven solas en un piso —asegura el Negro.
—Perfecto —sonríe el Nano, relamiéndose—. Siempre es mejor un piso que la
habitación de un hotel.
Entonces el Negro le cuenta un chiste verde y el otro se ríe a carcajadas. La
excitación se está apoderando de ambos y aguardan el momento adecuado para
invitarlas a salir del pub.
—¿Qué carajo están haciendo ahí dentro? —dice el Negro mirando la puerta de los
servicios y consultando su reloj digital—. Cinco minutos ya.
—Déjalas. Ya sabes cómo son las mujeres.
—¿Se estarán masturbando? —comenta el Negro con los ojos entornados y
mostrando nuevamente su amplia sonrisa.
El Nano se ríe otra vez a carcajada limpia, como si con ello quisiera expulsar todos
los pecados y remordimientos que le anteceden.
Un tipo alto de facciones duras y otro bastante corpulento se acercan a los dos
hombres sentados junto a la barra.
—¿Cómo estáis, parejita? —bromea el tipo alto a sus espaldas.
Al Negro le sienta mal el comentario y enseguida hace intención de sacar la navaja
del bolsillo del pantalón. Pero al darse la vuelta y reconocer el rostro de aquel tipo
decide no responder con violencia. Ambos conocen al inspector Fuentes, como la
mayoría de los presidiarios.
—¿Cómo va, jefe? —responde el Negro con deferencia.
—Supongo que vosotros no sabéis nada de las dos chavalas que encontramos la
semana pasada en la habitación de un hotel —comenta el inspector Fuentes,
directo al grano, posando su mano sobre el hombro del moreno.
El otro policía, vestido con un chaleco gris, permanece de pie a una distancia
prudencial, en posición de alerta, no vaya a complicarse la intervención.
—No sé de qué me habla, jefe —responde el Nano, aún a riesgo de molestar a
aquel hombre alto y fuerte como un roble.
Fuentes ya lo detuvo una vez, hace años, tras el atraco. Aunque le doblaba en
edad, aquel tipo le dio una buena paliza por aquel entonces.
El inspector da un profundo suspiro y después esboza una mueca de desagrado.
—Lo siento, pero vais a tener que acompañarnos.
—¡Qué me dice, jefe! —exclama el Negro—. Vamos, hombre, enróllese. No
estábamos haciendo nada malo.
—¿De quién son esos martinis? —pregunta el inspector mirando las dos copas
llenas junto a los dos güisquis de los chicos; el Negro se encoge de hombros—.
Vamos, no me hagáis cabrear. Venid con nosotros a comisaría. Y no intentéis nada,
ahí afuera tengo otras dos patrullas esperando.
El Nano y el Negro se bajan obedientes de sus asientos y se despegan de la barra
como quien se aleja de los sueños, mirando una última vez la puerta del servicio de
mujeres. Casi mejor que no salgan ellas ahora, piensan ambos, porque el inspector
se enfadará aún más y les lloverán hostias por todos lados.
—La hostia que te voy a dar como no te estés quietecita, zorra —amenazó el
Negro a la rubia.
Ya no necesitaba su boca de labios carnosos, sólo su coño caliente, y por eso le
amordazó la boca como hizo el Nano con la otra. Empujó sin cesar durante
minutos interminables para ella. La joven apenas podía respirar. Las lágrimas y las
mucosidades cubrían su rostro desencajado. Deseaba morir y evitar el sufrimiento
de una vez por todas. Aquello no podía estar pasándole a ella. Era una pesadilla,
tenía que ser una pesadilla. El Negro le tiraba del pelo con fuerza, arrancándole
algunos cabellos con cada embate. Junto a ellos el Nano seguía divirtiéndose con la
pelirroja. Ya no sabía qué postura adoptar. Las había probado todas, mientras la
joven tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—No llores tanto, zorrita —le susurró el Nano al oído—. A mí me hicieron lo
mismo en el trullo y no duele tanto, te acabas acostumbrando.
Mientras tanto el Negro empujaba sintiendo un placer infinito, viendo el culo
amelocotonado abierto ante él. Le excitaba saber que era suyo, sólo suyo.
Arremetía con fuerza deseando que llegara la explosión de placer por segunda vez.
Cuanto más oía gemir a la rubia, más se excitaba. Y ya le llegó el momento, la
empujó violentamente contra el suelo y empaló a la vampiresa con su estaca
ardiente hasta que el río se desbordó. Entonces lanzó un aullido de deleite
mientras un estremecimiento de placer sumía todo su cuerpo en el sosiego. Pero
antes de dejarse caer extasiado en la moqueta, tiró del pelo de la rubia con fuerza,
hasta que la delicada espalda chocó contra su pecho. Abrazó a la mujer como a una
muñeca con su brazo izquierdo, mientras con la otra mano pasaba la navaja por el
agitado cuello y cortaba la piel con suavidad, de un lado a otro, sintiendo la sangre
tibia derramarse entre sus dedos. La cabeza de la joven cayó con laxitud sobre el
hombro izquierdo. Los brazos maniatados dejaron de forcejear y el Negro la dejó
caer en un charco de sangre. Después se abandonó en el suelo mientras esperaba
que el Nano hiciera lo propio con la otra.
Minutos más tarde, ambos abandonaron el edificio situado en el centro de la
ciudad. En la habitación quedaron las dos amigas, mirándose mutuamente con
ojos vacíos de vida.
—¿Sales? —la llama Sonia.
—Ve tú, ahora salgo —responde Tania, al tiempo que acerca los labios al espejo
para darles un repaso de rojo carmesí.
Mira la hora como si nada, pero después recuerda. El reloj. El reloj de Álex. Ese
cabrón. Pero, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué es lo que estoy a punto de hacer? Ese
Nano está buenísimo, pero... vaya jeta tienen. Se les ve en la mirada. Sólo quieren
follar. ¿Y Sonia? ¿Qué es lo que quiere ella? ¿Y qué quiero yo? ¿Follar para enterrar
las penas? ¿Tirarme al rubio para vengarme de mi ex? No. No puedo hacerlo. Yo
no quiero eso. No soy como Sonia. ¿O si? Yo también tengo derecho a divertirme,
después de todo. Y ese tío me está esperando. Hace meses que no practico sexo.
Que le den a Álex. Sólo será una noche de sexo.
—Deja de pensar, chica, que te vas a volver loca —sugiere Sonia.
—¿Aún estás ahí? —se sorprende Tania.
Su amiga la va a esperar después de todo.
—Yo no me enfrento sola a esos dos, bonita —bromea Sonia.
Tania sonríe y termina de repasarse los labios.
—Espera un momento —le dice a su amiga; se desabrocha el reloj de pulsera y
entra en uno de los apartados; tira el objeto plateado al retrete y se decide a no
mirar atrás—. Vamos a por ellos.
Cuando salen no hay nadie en el lado de la barra donde las aguardaban, sólo un
hombre maduro que pide cambios al camarero para comprar tabaco. Las dos se
quedan perplejas mientras regresan hacia sus martinis, escrutando todos los
rincones del local con miradas de ave rapaz. Al principio creen que se trata de una
broma; luego entienden que se han largado.
—¡¿Será posible?! —exclama Sonia con indignación.
—¿Se han marchado de veras? —titubea Tania.
—Madre mía, es la primera vez que un tío me hace esto —resopla la rubia.
Deciden terminar sus martinis brindando por ellas mismas y dando un largo
trago.
—Que les den, ellos se lo pierden —dice Sonia, displicente.
Las dos salen del pub un tanto mareadas por el alcohol. La última copa se les ha
subido demasiado a la cabeza. Las plantas de los pies les duelen a causa de los
tacones de aguja. Por suerte viven cerca. Cuando llegan al piso se tumban en el
sofá biplaza, mirando la pantalla del televisor apagado. Reina el silencio en el
salón, como si estuviera transitando un ejército de ángeles por allí. Estrellita parece
estar dormida en su cesto de mimbre. Las dos amigas se encuentran algo aturdidas
y decepcionadas por el plantón.
—Joder—comenta Sonia—. ¡Vaya oportunidad perdida!
Tania no dice nada. Sólo piensa. Recuerda. Pero su mente ya no evoca a Álex. Ya
no. Es el Nano quien protagoniza su ensueño. Se lo imagina encima de ella sobre el
sofá, como un caballo salvaje. Quizás no fue una buena idea demorarse en los
servicios. Tal vez vieron a otras y salieron tras ellas. Ojalá tuviera una segunda
oportunidad para tirárselo.
Condenados

Tardamos dos días en encontrar el camino. Hasta entonces habíamos venido los
dos solos, mi amigo Juan y yo, desorientados y sedientos, pero desde allí
comenzamos a juntarnos con otros viajeros errantes que salían de todas partes y
desembocaban como nosotros en aquella carretera ancha de tierra y polvo. No
sabíamos qué hacíamos allí y nadie respondía a nuestras preguntas. Todos
hablaban para sí mismos, pero ninguno quería comunicarse con los demás. Yo
tenía un brazo roto que no me dolía, y Juan cojeaba de una pierna y mostraba toda
la cara cortada como a machetazos, pero no sangraba. Todo era extraño.
Después de muchos días de caminar sin encontrar ni una sola sombra de árbol
seco, ni una planta, ni una raíz o un brote de mala hierba, oímos el ladrar de los
perros. Hasta entonces nos habíamos convencido de que aquel camino, que
atravesaba un pedregoso desierto de llanuras rajadas de grietas y salpicadas por
cerros pelados, verdaderamente no tenía fin y no albergaba población alguna. Pero
sí la había. El ladrido de los canes se oía desde lo alto de una ladera que se elevaba
a un lado del camino y, al escuchar a los perros entendimos que más allá, salvando
la pendiente, encontraríamos quizás un pueblo. Así que los que éramos más
jóvenes, desoyendo los consejos de los ancianos, comenzamos a ascender la loma
alejándonos del camino, con la esperanza de encontrar hogareños amistosos que
nos orientaran y ofrecieran un buen plato de comida. Ya soñábamos con las jarras
de agua fresca y la espumosa cerveza cuando coronamos la cima y nos
encontramos con dos únicos cobertizos semiabandonados, con la madera corroída
y los portones cerrados, y más allá una cerca de espino y alambre donde vivían
encerradas las jaurías que habíamos escuchado. Llamamos a la puerta de uno de
los cobertizos, con la esperanza de encontrar algún habitante, el cuidador de los
perros tal vez. Al instante nos atendió un hombrecillo, abriendo la puerta con un
lento chirrido y mirándonos desde su altura con hosquedad. Era un individuo
canijo y encorvado, con la piel tostada por el sol del desierto y el rostro cubierto de
forúnculos ponzoñosos, verrugas y sangre seca. El hedor que desprendía
provocaba vértigo a los sentidos. En cuanto traté de presentarme, el hombrecillo se
giró sobre sí mismo y gritó algo en su lengua, una lengua pérfida y viperina,
tránsito entre el ladrido de un perro y el siseo de una serpiente. Y de esta forma
nos vimos perseguidos por un grupo de hombrecillos que salieron furiosos del
cobertizo, armados con arcos y lanzas. Nos siguieron y huimos de vuelta hacia el
camino. A Juan lo abatieron fácilmente debido a su cojera, antes de que comenzara
a descender la loma. Los demás llegamos ahogados por el esfuerzo y el miedo. No
lloré por Juan, tal vez tuvo suerte.
—¿Qué eran esos seres? —pregunté al más anciano de cuantos andaban a nuestro
lado.
—Son los guardianes —musitó; era la primera vez que alguien respondía a mis
preguntas—. No conviene alejarse de los caminos, ni hablar sobre ellos, o nos
convertiremos en ceniza.
No volvió a pronunciar palabra. Nadie hablaba con el transcurso de los días.
Arrastrábamos nuestros cuerpos cansados como almas en pena que éramos. Un
día, otro de los ancianos rompió el silencio y confesó estar cansado de arrastrar sus
pecados:
—Necesito terminar con esto. Necesito llegar ya.
—¿Llegar a dónde? —pregunté—. ¿Qué pecados arrastramos? El anciano me miró
sorprendido.
—¿Todavía no comprendes por lo que estás aquí, joven? —susurró. Negué con la
cabeza.
—No has bebido agua desde hace semanas, ¿cierto? Y sin embargo tienes la misma
sed que el primer día en que apareciste en este mundo. Y no padeces de sueño,
pero sí de un incurable cansancio.
—Tampoco tengo hambre, aunque querría saborear una buena comida.
—Estamos aquí para pagar por lo que hemos hecho en vida. Cuanto más graves
han sido tus pecados, más camino deberás recorrer en este mundo antes de rendir
cuentas. Yo vengo de muy lejos, pues asesiné a mi mujer con un cuchillo.
Traté de recordar, aunque al principio no me fue fácil porque todo había sido muy
rápido. Estaba participando en una carrera nocturna por las calles de la ciudad. Mi
deportivo tronaba con sus doscientos caballos a toda potencia, pugnando con el de
un colega que conducía un flamante BMW negro. La «farlopa» me aceleraba el
corazón y excitaba mis sentidos. A mi lado, Juan me increpaba desde el asiento del
copiloto para pisar más a fondo y ganar la carrera, mientras subía la música a todo
volumen y bajaba las ventanillas para anunciar nuestra llegada a la avenida
principal. Íbamos tan deprisa que los demás conductores apenas podían seguirnos
con la mirada. A la altura del último cruce un chaval atravesó el paso de peatones,
obstaculizando justamente mi trayectoria. No tuve tiempo ni espacio para evitar la
tragedia. Pisé el freno a fondo, las ruedas chirriaron hasta quemarse, pero el
viandante recibió un impacto mortal mientras yo giraba el volante para tratar de
esquivarlo en vano, estrellándome contra una farola. Cristales rotos y hierros
retorcidos, sangre por todos lados. Me golpeé la cabeza contra el volante. No
llevaba puesto el cinturón de seguridad. Juan tampoco, y salió despedido por el
parabrisas. Por eso tenía toda la cara rasguñada y cortada como a machetazos. Los
cristales le hicieron eso.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —insistí.
—No puedo decírtelo. Quien pronuncia los nombres propios de este lugar se
convierte en ceniza —concluyó el anciano, temeroso de mi pregunta y alejándose
de mí con sigilo.
No había sol en esa tierra maldita, sólo la eterna luz crepuscular que se escondía
tras una lejana cordillera, negra y dentada como una sierra oxidada. De vez en
cuando veíamos a algunos a los que habían colgado alto de los pies en un mástil
largo, y allí estaban padeciendo mientras los buitres se los comían por dentro,
sacándoles las vísceras, hasta dejar pura cáscara de pellejo y ropas. Y allá estaban
meciéndose al soplo del viento, un viento que traía un rumor constante, como el
lejano mugido de un animal moribundo.
Al cabo del tiempo divisamos a lo lejos el imponente castillo negro de quien todo
el mundo hablaba pero temía pronunciar su nombre. Todos levantamos la cabeza y
miramos una nube negra y pesada que amenazaba. A medida que nos
acercábamos se escuchaban más profundos los lamentos de quienes sufrían en las
mazmorras. Era allí donde estábamos destinados contra nuestra voluntad y, sin
embargo, todos nos acercábamos, obedeciendo a un poder superior que dominaba
nuestros pasos. Los grandes portones de acero permanecían siempre abiertos para
dejar paso a la interminable hilera de condenados. Al pasar bajo el umbral sentí
cómo las gárgolas esculpidas en piedra vigilaban nuestra marcha con la mirada
embrujada. Finalmente entré en el castillo de nuestro Señor. No pronuncié su
nombre por temor a convertirme en polvo.
La maldición de Golightly

A Felipe Casadiel le hundieron el chasis delantero del cráneo de un puñetazo, o


cayó de cabeza en el suelo impoluto del hospital cuando lo alumbraron, o su
hermana lo atropelló con la bicicleta cuando eran niños, pasándole la rueda por
encima de la cara, o qué sé yo. El caso es que Felipe era un muchacho retraído y
taciturno, muy vulnerable a toda la barahúnda de conjeturas que sus compañeros
de clase ideaban para explicar su deformidad física. Tenía la cara achatada como la
de un murciélago, las orejas de coliflor, como los boxeadores veteranos, y una
mirada imberbe agrandada tras el reflejo de los gruesos cristales graduados. Pero
lo peor de todo era que su hermana pequeña resultó ser una chica hermosa como
pocas en el pueblo.

Violeta, que así se llamaba, era tan bonita como las flores que le dieron el nombre.
En su familia quedaba claro quién había heredado las facciones de la abuela Clara,
mujer con un claro estilo Holly Golightly, quien enamoró a varios de los jóvenes
más apuestos del país antes de su fatal accidente de coche. Felipe, en cambio,
resultaba la excepción en una familia bien parecida. No en vano, encima del punto
de honor del escudo de armas de la villa, aparecía el rostro del abuelo Casadiel
como ejemplo de gallardía.

De esta manera, el hermano mayor tenía que soportar a diario un sinfín de


ofensas. Sus padres le dedicaban a la pequeña todo tipo de agasajos y atenciones,
comprándole la ropa más delicada que encontraban en las tiendas, mientras que a
Felipe siempre le vistieron con camisas y pantalones remendados. La pequeña
Violeta tenía los ojos claros como dos aceitunas verdes, era delgada y su pelo rubio
ensortijado le caía sobre los hombros como una mantilla de oro. Los vecinos
paraban a su madre por la calle para decirle lo mucho que valoraban la belleza de
su hija, subestimando siempre la presencia del hermano mayor. Incluso una vez, el
Ayuntamiento promovió un calendario con fines benéficos y fue Violeta quien
protagonizó la portada con un vestido azul. Felipe, por supuesto, no figuró ni tan
siquiera con su nombre, no fuera a provocar que los vecinos rasgaran la página del
mes donde apareciese. Hasta Gervasio, el gato atigrado de doña Concha, tía y
vecina de la familia, mostraba un dispar comportamiento ante cada uno de los
hermanos. Mientras con Violeta era cariñoso y maullaba inocentemente buscando
el tacto de sus delicados tobillos, la sola presencia del hermano mayor le hacía
arquear el lomo electrizado y enseñar las fauces.
De esta guisa transcurrían los días aciagos para Felipe, chico tímido y afeado pero
brillante en los estudios y las ideas. Un cerebro demasiado inteligente para un
cuerpo tan injusto. Nadie en su familia pareció nunca elogiar sus éxitos
académicos, ni tan siquiera cuando el rector de la Universidad respondió a una
carta suya en la que contradecía no sé qué fórmula matemática, para darle la razón
e invitarle a un congreso de ciencias. Poco después Felipe se trasladó a la ciudad
gracias a una beca, porque sus padres jamás le hubieran costeado los estudios. Se
matriculó en la Universidad con tan sólo catorce años. Publicó ensayos que nadie
nunca leyó. Se hizo escultor, pintor, escritor, poeta. Expuso en galerías de arte y
presentó sus libros en famosas librerías, pero casi nadie acudía. «¡En España es un
delito el talento!», leyó alguna vez en un libro sobre el esperpento. Así
transcurrieron sus años de exilio voluntario, alejado de la familia, con odio en el
corazón cada vez que recordaba a su hermana, porque todavía la envidiaba del
mismo modo que cuando convivían juntos.

Llegó el primer verano desde que Felipe se doctoró, con tan sólo veinte años, y el
joven científico y artista regresó a su pueblo para quedarse. En cierto modo amaba
su tierra, los trigales del color del atardecer, la brisa acariciando las hojas de los
sauces, el río susurrante, los pájaros… y a su familia. Más de cinco años sin verlos,
carteándose de cuando en cuando, habían creado en él una necesidad de saberse
recompensado por los halagos que nunca cosechó, ahora que había logrado ser
alguien notable, aunque poco valorado en el pueblo. Al regresar, sus padres
organizaron una fiesta de bienvenida en el jardín. Acudieron familiares y vecinos,
antiguos compañeros de colegio, tías y tíos, cercanos y lejanos, primos y primas,
hasta el sacerdote se dejó ver en el convite. Sin embargo, aunque todos saludaban a
Felipe, lo hacían por simple cortesía, y el tema principal de conversación seguía
girando alrededor de su bella hermana, del mismo modo que en su cruenta
infancia. Violeta, con dieciséis años, se había convertido en una adolescente de
curvas maravillosas, y aunque poco espabilada, había logrado un papel en un
famoso programa de televisión donde formaban a jóvenes para ser modelos. «¡Oh,
eso sí es importante! ¡Saldrás por la tele!», tuvo que soportar Felipe los constantes
comentarios hacia su hermana.

Aquella tarde se reunió conmigo. Me confesó que estaba harto de Violeta. Amaba
a sus padres pero detestaba a su hermana por todo el amor que le había arrebatado
desde que nació. Ella era el problema y necesitaba una solución, porque deseaba
quedarse en el pueblo, pese a la indiferencia de la gente que jamás soslayaría su
horrible aspecto. Quería vivir en el lugar que le vio nacer y seguir escribiendo
libros en su propia casa de campo. Yo, que era su mejor amigo, su único amigo, le
recomendé que acudiera a una bruja para solucionar el problema. Él se mostró
incrédulo al principio. Luego accedió. No tenía nada que perder.

No había puerta para entrar en la chabola. Tan sólo una ajada cortina corrediza de
color púrpura. El vestíbulo, que a la vez era salón, baño, dormitorio y cocina, era
un entorno reducido y oscuro donde se amontonaban trastos y cachivaches. Las
paredes de maderos planos superpuestos dejaban algún resquicio al
entrometimiento del viento y a la luz escarlata del atardecer. Una bombilla
desnuda alumbraba débilmente desde el centro de la estancia, acompañada por
estrellas de plata colgadas de hilos de lana blancos. Un poco apartada, detrás de un
biombo y una mesilla de noche, como acechando pero queriendo ser vista en un
segundo intento, se encontraba la bruja. Sofía, nómada como antigua gitana que
era, había llegado hacía dos meses al pueblo. Allí habíamos probado sus cartas y
remedios cuantos vivíamos en el lugar. Unas veces acertó y otras el destino quiso
confundirla, pero pese a todo no resultaba cara porque sólo pedía la voluntad.

«El remedio es fácil», nos dijo mientras tamborileaba la mesilla con unos dedos de
pianista maltratados por el hambre. Enseguida se giró y encorvó su espalda sobre
un baúl de madera, en el cual guardaba sus ungüentos y las etiquetas para cada
uno de ellos. De allí extrajo un botecito pequeño similar a los que se usan para las
lociones más prestigiosas. El líquido morado del interior parecía jugo de moras—.
Haz que tu hermana se beba esta pócima una sola vez, y mientras lo hace, piensa
en el animal en que deseas que se convierta. De esta forma ya nunca te molestará
su hermosa presencia.

Felipe pagó a la bruja con un montón de sombrías monedas de veinte céntimos,


tan pulidas por el uso como guijarros de río. Pero cuando salimos de la
destartalada chabola me miró con absoluto escepticismo.

—No tienes nada que perder —le dije dándole una palmada en el hombro e
invitándole después a tomar un trago en la taberna.

Felipe no tuvo prisa en buscarse un hogar para él solo. Pasadas dos semanas
todavía convivía con sus padres y su hermana. Aguardó con la pócima escondida
en su maleta hasta que su madre sirvió un mediodía uno de sus suculentos
estofados. Pensó que era el plato perfecto para que el líquido morado del mejunje
se diluyera en el oscuro caldo, y decidió ayudar a su madre aquella vez a servir la
comida en la mesa. Mientras la buena mujer removía la olla y descargaba con el
cucharón los pedazos de carne y el espeso caldo sobre los platos hondos, Felipe
colocaba cada plato en el lugar que le correspondía en la mesa. Aprovechó que su
madre estaba de espaldas para vaciar la pócima en el plato de Violeta y lo removió
un poco con una cuchara hasta que la tonalidad morada apenas se percibía.
Después se sentaron los cuatro alrededor de la mesa y comieron como de
costumbre. Mientras la joven saboreaba cada cucharada, Felipe se la imaginó
convertida en una rata.

Transcurrieron dos semanas y no hubo el menor ápice de cambio en la fisonomía


de Violeta. La bruja Sofía abandonó el pueblo sin dejar rastro antes de que Felipe
pudiera volver a visitarla. Sin embargo, cuando ya había pasado un mes desde
aquella comida, el hermano mayor se dio cuenta de algo asombroso. Su bella y
orgullosa hermana, casi tan alta como él, parecía haber menguado unos
centímetros. A finales del mes siguiente Violeta le llegaba hasta los hombros. Los
padres, asustados, acudieron a un especialista en la ciudad. Primero un
traumatólogo, después otro, y otro. Pero ninguno podía explicar aquella
circunstancia, y lo que era peor, a cada médico al que acudían, la estatura de
Violeta era mucho menor, tanto que a los pocos meses parecía una niña de ocho
años. Al cabo le creció un extraño bigote de roedor sobre los labios, que su madre
se ocupaba de afeitar cada mañana. Por las noches, Felipe oía llorar a sus padres
encerrados en el dormitorio, pero a él no le daba tristeza la desgracia que sufría su
hermana.

Pasó medio año y Violeta se había convertido en una rata. Sus padres dijeron a los
vecinos y familiares que se había marchado a la capital, a estudiar Periodismo. Así
acallaron un poco los rumores. La madre acabó haciéndose a la idea de que su hija
no volvería a ser una joven alta y bella, y poco a poco se fue acostumbrando.
Violeta sólo emitía sonidos como los de cualquier animal, pero muy pronto
comprobaron que seguía entendiendo el idioma de los humanos. Mientras su
madre le zurcía diminutos vestiditos para vestirla como a una muñeca de cuatro
patas, su padre se dedicó a constatar que su hija, pese a tener el cerebro de un
roedor, conservaba la misma agilidad mental –si es que alguna vez se le pudo
llamar agilidad, en su caso-. Compró una pizarra y en ella se dedicó a anotar
diariamente cuantiosas sumas y restas y todo tipo de operaciones sencillas y
problemas de cálculo. Luego escribía varias posibles respuestas y le pedía a Violeta
que señalara la correcta con la pata, y siempre acertaba. Si alguna vez erró, fue
porque la chica nunca abundó en Matemáticas. Después el padre hizo pruebas con
ella para demostrar su comprensión lectora, incluso compró un cuadernillo con
imágenes para saber si Violeta las recordaba todas en el orden que le pidieran.
Felipe me contó que estaba harto de aquella situación. No sólo le seguían
prestando más atención a su hermana que a él, sino que ahora resultaba más
humillante.
En una ocasión el padre de Felipe llevó a la niña, o a la rata vestida de niña, a un
estudio de televisión. Su madre se enfadó mucho cuando se enteró, pero luego el
mal humor menguó al ver multiplicarse la cuenta bancaria. Cada sábado por la
noche aparecía la ratita presumida copando el horario de máxima audiencia
mientras resolvía ecuaciones de primer grado y acertaba la respuesta correcta de
un juego semejante al Trivial Pursuit, mientras los asistentes contemplaban
boquiabiertos el programa.

Violeta era una estrella televisiva, como siempre había deseado, al igual que sus
padres. Pero la fama duró poco tiempo. Muy pronto, unos científicos de
Washington reclamaron a la ratita para efectuar numerosos estudios en un
laboratorio situado al otro lado del océano. Sus padres se negaron un sinnúmero
de ocasiones, por más dinero que les ofrecieron. El resto de la gente desconocía que
el cariño hacia el roedor se debía precisamente a que se trataba de su propia hija
pequeña. Fue tal la presión que recibieron para que donaran el animal a la ciencia,
incluso por parte de los medios de comunicación, que finalmente optaron por
fingir la muerte de la pequeña ratita, mostrando a una vulgar rata de campo ante
las cámaras —vestida con un trajecito azul turquesa, por supuesto—. De esta
manera terminó la gloria efímera de Violeta, quien se vio obligada a permanecer
encerrada por siempre en el interior de la casa para que los vecinos no la
descubrieran y denunciaran su presencia. Incluso los padres dispusieron un
sistema de rejillas en las ventanas por medio del cual ningún vecino podía escrutar
desde el exterior, y para evitar que el bueno de Gervasio, el gato de doña Concha,
desistiera de sus instintos cazadores.
Bajo el techo de la vivienda, reformada gracias a las cuantiosas ganancias
obtenidas durante la gira televisiva, seguían viviendo los padres y los dos
hermanos. Ante la mirada recelosa de Felipe, su madre siguió zurciendo vestiditos
hasta completar una extensa colección en miniatura. El padre nunca se cansaba de
crear nuevos juegos para mantener entretenida a Violeta y a sí mismo. El buen
hombre se aficionó a la marquetería y fabricó para su hija un bonito laberinto lleno
de rampas, bolitas colgantes y espejos. El hermano mayor se encerraba en su
cuarto y golpeaba con rabia las teclas de su vieja máquina de escribir mientras
expresaba en ellas todos sus malos sentimientos. Llegó a quemar sus títulos
académicos mientras observaba en el espejo el feo rostro que lo había condenado
desde siempre. Luego me llamaba para tomar una copa y desahogarse, llorando
como un niño huérfano.

Hoy he visto a Felipe. Hemos quedado donde siempre, cuando los grillos
comienzan su fiesta y las mujeres públicas del pueblo juegan a ser cigarras en las
esquinas.

En un rincón de la taberna nos despatarramos en los asientos mientras el alcohol


espesa nuestros glóbulos rojos. Sus padres han ido a la ciudad para comprarle
nuevos juguetes a Violeta, quizás también alguna tela con la que confeccionar
nuevos vestiditos. Sus ojos brillan acuosos cuando me lo cuenta. Yo le he
preguntado por ella, aunque sé que no le gusta. Pero en aquel momento he
advertido una mueca de satisfacción en sus labios.
—Está todo resuelto —sentencia.
—¿A qué te refieres? —le pregunto.
Después ha acercado la botella de ron y ha llenado los dos vasitos que tantas y
tantas veces hemos colmado de esperanzas o de recuerdos. Sin embargo, en esta
ocasión es distinto, porque él no llora. Y se ofrece a brindar, contento porque
parece que por fin le ha sonreído la suerte. Entonces un escalofrío me hace
presentir el motivo, mientras mi amigo responde:
—Pregúntale a Gervasio.
El cuervo

A Hugo Clarillas le fascinaban los cómics. Subía al autobús cargado de


bolsas transparentes, desde las que se adivinaban decenas de títulos de lo más
atractivos: El vengador de fuego, La espada maldita, El hombre cuervo, Asesinos sin
rostro… Cuando lograba sentarse introducía sus manos nerviosas en la bolsa y
seleccionaba un ejemplar todavía virgen. Rasgaba con dulzura el himen de plástico
antes de leer las primeras páginas y contemplar las viñetas iniciales a todo color.
Entonces echaba la cabeza hacia atrás unos segundos y se relajaba para perpetuar
los dibujos en su memoria. Tenía «treinta y diez» años y su tío, que era un chistoso,
decía que ese invierno Hugo perdería sus últimos pelos de tonto. Sin embargo, el
devorador de cómics contemplaba las recién adquiridas joyas impresas con la
mirada inquieta e imberbe, semejante a la de un niño de ochenta kilos al que
Saturno había despreciado. Tenía el pelo introvertido alrededor de una calva
desprotegida, como un cerro en el claro de un bosque negro.

Pese a su edad continuaba imaginando mundos fantásticos, donde viajaba


convertido en cualquiera de sus héroes favoritos, con el traje azul, negro, rojo o
púrpura ceñido al cuerpo morcillón, volando como un cochinillo con alas.

Su lectura se vio interrumpida con el frenazo de rigor que anunciaba la parada


cercana a su casa. Allí se apeó junto a un rebaño de ancianos, y todos se
precipitaron calle abajo, como un río desbordado en primavera hasta los confines
del casco viejo de su ciudad. Allí, Hugo Clarillas pagaba el alquiler de un piso que
no se venía abajo porque quizás la atmósfera había hecho una excepción. Era una
estructura arcaica en cuyas paredes apergaminadas Bécquer podría haber escrito
sus cartas amorosas durante la adolescencia. Las ventanas de algunos pisos
deshabitados habían sido cegadas y el portal tenía un armazón de hierro oxidado
como el de los buques hundidos en Pearl Harbour. Sin duda era el lugar idóneo
para un soltero que no desea escuchar las críticas de sus vecinos. El único habitante
de la casa además de Hugo era una anciana llamada Clara, la cual estaba medio
sorda y él disfrutaba con preguntarle por Heidi cada vez que se topaba con ella en
el rellano.

Hugo subió las escaleras pausadamente, porque la veintena de cómics pesaba lo


suyo y sus músculos flácidos no provenían de ningún planeta con gravedad
superior. Alcanzó la puerta de su casa y, al girar la llave en la cerradura, escuchó el
canto que saludaba al recién llegado: un sonido agudo y estridente como el de un
silbato de policía. En cuanto entró, Fufú vino a saludarle maullando y moviendo el
rabo sinuosamente, mientras frotaba su lomo pardo con el dobladillo de los raídos
pantalones vaqueros de su dueño. Peter Pan, un yorkshire juguetón de apenas seis
meses correteó desde el fondo del pasillo ladrando vivamente. Se detuvo frente al
recién llegado y esperó a que este le acariciara la base del cráneo. Una ardilla
coreana de espalda rojiza saltó desde lo alto de un anaquel del recibidor y fue a
parar al pie del perchero. Luego trepó ágilmente por el mástil hasta alcanzar la
percha y allí se detuvo, a la altura del pecho de Hugo, al que saludó con un chillido
estridente. Después pronunció un ininteligible sermón con una voz ronca, una
especie de chuc, chuc, chuc seco y rápido, con el que parecía explicar sus
acrobacias a lo largo del día.
—¡Buenos días, amigos! —respondió Hugo, contento por volver a verlos como
cada mañana.
Trabajaba en una fábrica de lunes a sábado en horario nocturno y, cuando salía del
tajo, tomaba el desayuno en una cafetería del polígono industrial. Café con churros
descongelados, siempre. Luego cogía el bus que le acercaba hasta la ciudad. Se
apeaba en una parada situada frente a un centro comercial y allí entraba a primera
hora de la mañana para hojear en una librería los cómics que había expuestos. De
vez en cuando, sobre todo a primeros de mes cuando recién había cobrado su
exiguo salario, compraba los ejemplares que más le habían seducido de cuantos
había hojeado a diario. Después, con o sin compra, volvía a coger el autobús, esta
vez el 34, que le llevaba hasta el casco viejo. Entraba siempre a su casa pasadas las
once, con el tiempo suficiente para charlar con sus numerosos compañeros de piso
y quedarse a leer en el sofá o bajar para hacer la compra si la nevera comenzaba a
sentirse sola.

Nuevamente un agudo pitido barrió todos los rincones del edificio. Hugo abrió la
puerta de la cocina y salió a la galería acristalada que daba al patio interior. En ella
colgaban de perchas independientes dos jaulas, suspendidas sobre los sacos de
patatas y el pienso, la cesta de la fruta y las cajas de cereales. En una de ellas había
dos periquitos: Azul y Fraile. Pero era el pájaro que habitaba solo en la segunda de
las jaulas quien generaba ese ensordecedor silbido procedente de su buche. Toni,
un auténtico miná del Himalaya, negro azabache con reflejos azules y verdes, ojos
grandes y pico insectívoro y amarillo, era capaz de repetir hasta cincuenta palabras
y frases que Hugo le había enseñado durante dos años. Pero lo que más le gustaba
era reclamar la atención de su dueño mediante esos pitidos.
—Ya puedes dejar de dar la nota, Toni —le recriminó al animal golpeando
levemente los barrotes con el dorso de la mano; y el miná lo miró con el cuello
torcido y la cabeza ladeada, como si no comprendiera bien la reprobación—.
Espero que esta mañana no hayas molestado demasiado, o tendré que tomar
medidas contigo.

En la última reunión mensual de vecinos, formada por todos los que vivían en una
reducida zona del barrio, multitud de ciudadanos se habían quejado de los pitidos
que el exótico pájaro emitía no sólo cuando su dueño llegaba al hogar, sino cada
amanecer, rompiendo la calma y el sueño a la mayoría de cuantos descansaban a
esas horas. Por este motivo Hugo se había visto obligado a salir del cómodo
anonimato y reconocer que era el culpable indirecto de las molestias matutinas.
Pero poco podía hacer para evitarlo. Trabajaba durante las noches y el animal
podía lanzar sus pitidos cada salida del sol sin que su dueño pudiera recriminarle
nada en el mismo momento.

El ávido lector de cómics llenó cada uno de los cuencos de comida destinado a
cada animal: pasta insectívora, Whiskas y pienso. Inmediatamente se repantingó
en el sofá, cansado tras nueve horas consecutivas en una cadena de montaje y la
rutinaria visita a la librería. Era un superhéroe abotargado con calva de fraile
onanista. Y Hugo lo sabía. Reconocía sus limitaciones, siempre había sido un chico
fofo e inocente, incapaz de matar a una mosca o de desearle mal a nadie. Pero
existía algo latente en su interior que podía emerger si las circunstancias lo
requerían. Sus compañeros de clase lo habían descubierto una vez cuando se
burlaban de él. Desde que Hugo estalló repartiendo certeros golpes y mordiscos a
todos cuantos estaban a su alcance, los demás alumnos dejaron de molestarle en el
instituto. Pero él sabía que a pesar de sus explosiones emocionales era una persona
de buen corazón; solo necesitaba vivir tranquilo y que nadie se burlase de él.

Miró el reloj de agujas que descansaba sobre el televisor de veintiséis pulgadas.


Las manecillas marcaban pasadas las doce y el estómago de Hugo solicitaba
combustible con quejumbrosos gruñidos. Recordó que había pasado por alto el
post-it que declamaba desde la puerta de la nevera el recado de comprar carne, así
que se incorporó pesadamente y cogió una bolsa de cartón reciclable con asas de
cuerdecilla de las que tenía amontonadas en la galería. Contó el dinero que llevaba
en la billetera antes de salir de casa, y el miná le dedicó un áspero y gutural «hasta
luego» desde la jaula.

De camino a la carnicería más cercana una joven llamó su atención. La chica


parecía una estudiante de instituto o primer curso de carrera, y llevaba en una
mano una pila de folletos de tonalidad beige que repartía entre los viandantes.
Hugo sintió curiosidad por leerlos y se acercó a ella.
—¡Buenos días!, tenga —La joven le regaló una sonrisa efímera mientras Hugo se
ruborizó y bajó la vista al embaldosado.
Ella era rubia, bajita aunque atractiva, y a él le resultaba imposible mirar a los ojos
a una chica así. Cogió el folleto que la mano suave de la joven le tendía y dio media
vuelta para continuar su recorrido. A medida que se alejaba de ella su
incomodidad fue disminuyendo.
—La galería de los horrores —leyó entre dientes tras desplegar el papel
granulado-. En el museo Alfred Hitchcock… —Quizás lo visitaría por la tarde.
Una vez en la carnicería tuvo que resignarse a aguardar el turno detrás de media
docena de charlatanas amas de casa. Cada vez que le llegaba el turno a alguna, ésta
se mostraba sorprendida y dudaba mucho hasta decidirse, o rebuscaba en el
interior de su bolso una larga lista de la compra. Hugo Clarillas trataba de
abstraerse de las superficialidades cotidianas mirando distraídamente alrededor,
como un niño que recién comienza a descubrir el mundo. Pero Hugo no hacía
preguntas a los demás adultos. Sus inquietudes y pensamientos eran extraños y
tenía miedo de que alguna persona lo tomara por loco si le revelaba directamente
su imaginación. Clavó la mirada en un ternero de poco más de seis kilos,
despellejado y rosado como una herida abierta. Los ojos vidriosos parecían mirar
al infinito, y Hugo pensó que tal vez aquel animal se encontraba muy lejos de allí,
soñando con días mejores, o quizás su alma todavía no se había despegado de su
cuerpo y era aquella mirada la de un muerto viviente que agonizaba mientras el
cuchillo golpeaba implacable una y otra vez contra la espina dorsal. La sangre seca
no salpica, pensó Hugo, mientras el oriundo y moreno carnicero se inclinaba hacia
delante para alcanzar otro cadáver recostado en el frío metal de la vitrina.
—¿Cuánto quieres? —escuchó una voz que le preguntaba.
Al principio, como en un sueño ilógico, pensó en la cantidad de respuestas que
podían dársele a aquella cuestión. Como si la pregunta fuera el timbre de un
despertador que surgiera de una elevada montaña, y luego quien duerme lo
escucha mientras cae desde lo alto de un edificio, y sigue sonando mientras aquel
sale al recreo, cuando le llaman para comer o escucha los vagones del tren pasar
ante su rostro. Al instante despertó de su aislamiento y vio al carnicero mirándole
de hito en hito.
—Deprisa, que no tenemos todo el día —oyó a una relamida anciana que
arrastraba un carro de compra del Corte Inglés.
Hugo pidió medio kilo de pollo y algo de lomo para pasar la semana. Cuando
tuvo las bolsas repletas de carne empapelada se marchó del local con la misma
parsimonia con que un familiar se retira de un cementerio. Atrás dejó Hugo el
campo de concentración de cientos de animales torturados, chillando en sus oídos
como un camión repleto de cochinos.
Ya cuando alcanzaba su calle se topó con don Bernal, un viejo cascarrabias que
últimamente lo había criticado mucho durante las reuniones vecinales.
—Esta mañana he vuelto a oír los insoportables pitidos de su maldito pajarraco,
me ha despertado a las ocho en punto, ¡el muy canalla! —le espetó— ¿Aún no ha
resuelto el problema?
Hugo se encogió de hombros e intentó rodearle para seguir su camino. Apenas
balbuceó un no por respuesta.
—¡Y usted no hace nada! Claro, con esa cara de pánfilo que tiene, bastante suerte
tiene el animal si logra que usted se acuerde de darle comida a diario. ¡Patán, eso
es usted, un patán!
El anciano enarbolaba su bastón como un estandarte. Con él se sentía seguro en las
discusiones. Hugo comenzó a perder la paciencia al ver que el viejo no le dejaba
continuar. Lo miró con ojos desafiantes y cargados de un odio profundo. Don
Bernal se arrugó mucho más que su piel y se hizo tan pequeñito con un muñeco de
trapo. La mirada de aquel joven le asustó y comprendió que se había excedido en
sus insultos.
—Ya perdonará —trató de excusarse—. Pero, de verdad, usted debe hacer algo
con ese animal, es imposible dormir más allá de la salida del sol.
—Algo haré —masculló Hugo, que ahora no encontró obstáculo para seguir
adelante y entrar en el portal de su casa.
Subió las escaleras fastidiado por el comentario del anciano y molesto por la
actitud de Tony. Era verdad que su pitido era insoportable. Él mismo lo escuchaba
durante las mañanas cuando llegaba del trabajo o cuando bajaba para comprar.
Metió la llave en la cerradura y una vez más la aguda bienvenida repiqueteó en el
aire como el silbido de una vieja locomotora.
—¿Quieres callarte? —le increpó Hugo al animal abriendo con una sacudida la
puerta de la galería.
El miná se sobresaltó con la repentina aparición de su gigantesco dueño, tanto que
comenzó a revolotear nerviosamente en la jaula como si hubiera visto al
mismísimo Polifemo. Hugo no se relajó.
—No es la primera vez que un vecino me increpa. Sólo quiero que me dejen en
paz, ¡y tú lo estás fastidiando todo!
Hugo acercó el rostro abotargado a los barrotes de aluminio de la jaula y esperó en
silencio hasta que el pájaro dejó de temerlo. Cerca de ellos, los periquitos
jugueteaban ajenos, inmersos en su micromundo amoroso. Tony templó sus
nervios y se arrebujó en su propio plumaje en un rincón de la jaula, el más alejado
del rostro de su dueño, a la sombra del recipiente para el agua.
Hugo suspiró después de mirar al pájaro a los ojos y de que éste le respondiera
con una leve inclinación de cabeza. Comprendió que el animal no tenía la culpa.
Era un pájaro exótico en un mundo de personas, bípedos animales estresados con
el tiempo de descanso supeditado a los horarios electrónicos y no a la naturaleza.
El ser humano había progresado lo suficiente para desemplear a los gallos de
corral, y ahora este animal de plumaje oscuro molestaba a un barrio viejo y
tranquilo. Definitivamente, no era culpa suya, pero habría que buscar una
solución, pensó Hugo.
Comió una buena ración de carne con patatas y se sintió pesado y con el buche
lleno como un animal de granja. Era hora de dormir hasta el anochecer. Se colocó
los tapones en los oídos y se tumbó boca abajo sin desvestirse en la cama, con las
zapatillas sobresaliendo de ésta, como dos chinchillas asomadas, para no ensuciar
las sábanas. Soñó con lo que suelen soñar los niños de cuarenta años: él vestía de
Batman mientras su entrepierna se erguía ante una sensual Catwoman, vestida
ahora de rojo y con el sexo descubierto. Luego de varios empujones que hicieron
crujir los muelles de la cama arribó la calma sobre la ciudad de Gotham. Hugo era
el caballero de la Noche, y su voz baja y áspera intimidaba a los delincuentes en los
sombríos callejones. Luego sucedieron demasiadas aventuras para ser descritas,
rápidas y efímeras como ráfagas de viento, hasta que el superhéroe oriundo
trastabilló en una cornisa y cayó al vacío. La alfombra que cubría el suelo junto a la
cama apenas amortiguó el golpe. Hugo se dio de bruces con el pelaje sintético y
escupió con repulsa los restos de pelusa pegados a su boca. Se incorporó
sentándose frente al espejo del armario. Trató de doblar el brazo derecho
marcando un bíceps fofo y pálido tras remangarse la camisa. Aspiró hondo y su
pecho subió unos centímetros, pero su gran estómago permanecía ahí, como un
plúmbeo testigo imposible de comprimir. La única tableta de chocolate que aquel
maldito espejo cóncavo mostraría alguna vez sería la que de vez en cuando se
llevaba a la boca mientras leía las aventuras animadas. Hugo suspiró. No era un
superhéroe fornido o superdotado. Ni siquiera era el típico personaje delgado, el
cual resulta ser finalmente un hábil acróbata o un inteligente científico. No,
rotundamente no. Aquel espejo insolente y las pésimas notas académicas
coleccionadas durante la juventud cercioraban su debacle. Era un tipo gordo, feo y
tonto. Así se lo recriminaba su madre constantemente cuando convivía con ella, y
él la recordaba de esta manera en sus pensamientos, severa aunque
sobreprotectora, con el delantal rosa colgado siempre de las anchas caderas. Pero a
Hugo le quedaba la imaginación. Sí, como una amiga fiel que jamás engaña. Con
ella podía soportar su vida diaria y soñar con ser alguien importante.

Volvió a tumbarse sobre la cama. Miró su reloj y comprobó que apenas había
dormido cuatro horas. Pasaban las siete de la tarde y se encontraba totalmente
despejado después del choque contra el suelo. Con los ojos entornados repasó una
a una las chinchetas con forma de estrella clavadas en el techo sobre un plano
astral. En algún momento se rascó el trasero perezosamente, advirtiendo que en el
bolsillo de sus desgastados pantalones vaqueros conservaba el folleto que la
universitaria le había ofrecido. Lo extrajo y leyó nuevamente el sugestivo titular,
también la letra pequeña con los horarios y la ubicación exacta del museo Alfred
Hitchcock. Según la fecha de inauguración la exposición llevaba apenas una
semana abierta. Recordó haber leído algo en los periódicos acerca de una pequeña
manifestación en contra de su apertura. Él lo conocía. Una vez lo había visitado
para contemplar la pintura abstracta de un artista neozelandés. No le costó mucho
decidirse. El museo quedaba cerca y en un par de horas podría volver a casa y
cenar antes de irse a trabajar. Y eso fue lo que hizo.
Una amplia escalinata prologaba el edificio construido con falsa intención
renacentista. En uno de los muros grises de piedra se podía leer en un grafiti
bermellón: «La tortura no es cultura», y un símbolo anarquista. Hacía dos semanas
que el viento no daba descanso y Hugo caminaba arrebujado en su gabardina
como un espía de ciencia ficción. Subió los escalones hasta alcanzar el umbral de
los portones abiertos de par en par que precedían el vestíbulo. Sobre ellos se leía el
cartel anunciador de la exposición. Entró y a su derecha encontró a un empleado
en el mostrador de información. Se acercó para coger algunos folletos cargados de
fotografías macabras.
—Buenas tardes —saludó el empleado con una sonrisa.
Era un hombre de mediana edad e insólitamente amable. Se anticipó a Hugo y le
ofreció todos los folletos disponibles en un perfecto abanico sobre su mano
derecha. Recuerde que cerramos a las nueve de la noche. Espero que disfrute
mucho de la exposición, señor.

Hugo no estaba acostumbrado a que la gente le mostrara aquella simpatía.


Sencillamente asintió y balbució un “gracias” mientras asía los folletos y se
internaba en la primera sala, lóbrega como una caverna. Allí descubrió una
decoración tenebrosa que desde el primer momento lo sobrecogió. Las telarañas de
las esquinas parecían reales, así como las cortinas de tela pardusca manchadas de
sangre que cubrían algunas secciones de las paredes. Había candelabros con largos
velorios, tenues lámparas de prostíbulo y algunos murciélagos colgando de los
techos con hilos invisibles. De fondo podía escucharse una grabación
probablemente tomada en el interior de un bosque durante la noche. Se escuchaba
el ulular de los búhos y el ruido que hacen las botas cuando se transita sobre la
hojarasca en otoño.

Observó los cuerpos mutilados desperdigados a un lado como gruesos fardos de


ropa. Había cabezas cortadas y dos personas de cera arrodilladas en el suelo y
pidiendo clemencia a un monstruo con tentáculos que emergía de un torbellino
negro anclado a la pared. En un atril leyó el titular: “la presencia de Cthulhu”, y se
recreó en el párrafo que explicaba los mitos de aquella especie de ser ancestral y el
resto de las obras de Lovecraft.

En otras salas descubrió las estatuas de Zeus, Némesis y otras tantas figuras
mitológicas griegas. Luego aprendió un poco sobre los dioses vikingos de la
guerra, advirtió la presencia de hombres lobo ocultos en frondosos árboles,
vampiros con aspecto humano asomados a la balaustrada de cartón piedra de un
castillo gótico y una sala de torturas plagada de horribles instrumentos y máquinas
empleadas por la Inquisición. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue la
sala dedicada a Edgar Allan Poe. Allí había una reproducción exacta del escritor,
sentado en su escritorio, sosteniendo una pluma en la mano derecha y con la
mirada clavada en el infinito de su imaginación. Tras él había una biblioteca y
junto a ella la réplica perfecta de un cuervo apoyado en un soporte de bronce. La
luz de una lámpara se derramaba sobre el pájaro y la sombra se proyectaba en el
suelo. Hugo se acercó al animal para observarlo detenidamente. Sus ojos, dos
perlas oscuras y vidriosas, mostraban una mirada profunda y penetrante, tanto
que parecía un animal vivo aunque detenido en el tiempo. Había algo inteligente y
diabólico en aquella mirada. Daba la impresión de que se dispondría a hablar en
cualquier momento, o incluso algo mucho peor, podría atacar a los visitantes al
menor descuido. Hugo miró alrededor. No había apenas gente en el museo a
aquellas horas. Si el animal le hablase, tal vez fuera el único en presenciarlo. Luego
leyó el poema “El cuervo”, impreso en un folio aplastado tras una placa de plástico
atornillada a un mueble. Esto lo intranquilizó aún más. Se centró nuevamente en la
mirada del pájaro. Estaba acercando una mano para comprobar si aquel animal era
en verdad un cuervo disecado o una fiel reproducción artificial, cuando de pronto
escuchó la voz del servicial empleado de información a través de la megafonía.
—Señores visitantes, el museo cerrará sus puertas en cinco minutos. Muchas
gracias por su visita.
El sonido rompió el hilo tendido como una corriente eléctrica entre el cuervo y
Hugo. Este apartó la mano entrometida y se dirigió a la salida, no sin antes dar
media vuelta para contemplar una última vez al animal de mirada obscura y a su
sombrío creador.

Ya en el exterior agradeció que el aire le golpeara en la cara. Esto le devolvió un


poco a la realidad. La noche se había adueñado de la ciudad y se apresuró para
llegar a casa a tiempo. Cuando llegó, sus animales lo recibieron como siempre.
Tony silbó otra vez en repetidas tandas y Hugo pensó seriamente en resolver el
problema aquella misma noche, mientras preparaba la cena.
Comió poco para compensar el atracón de carne del mediodía. Al terminar se
acercó al miná del Himalaya y lo miró fijamente a los ojos del mismo modo que
había observado al cuervo del museo Hitchcock.
—Mira, Tony —Hugo le empezó a hablar del mismo modo que un padre le habla
a su hijo.
Siempre hacía aquello con todos sus animales para paliar la soledad, aunque
ahora más que nunca su verdadera intención era lograr que el animal le
entendiera—. He estado pensándolo. Sé que tú no tienes la culpa, pero los vecinos
piden que haga algo, que solucione tu mala costumbre de silbar a todas horas del
día, especialmente a primera hora del día.

El pájaro ladeaba la cabeza como siempre. Lo miraba con su habitual expresión de


extrañeza, con unos ojos negros y curiosos que no ocultaban ningún mal.
—¡Hola! —declaró el pájaro, articulando unas palabras que no entendía pero cuya
sonoridad había aprendido a reproducir después de haber escuchado durante
muchos meses a su dueño— ¡Hasta luego!
Hugo sonrió con una mueca de tristeza.
—Tú no vas a dejar la costumbre por más que te lo pida. De manera que he
decidido tapar tu jaula con una gruesa manta durante las noches, hasta que yo
regrese a casa. De esta forma no verás la luz del sol hasta entrada la mañana y, por
lo menos, tus silbidos no despertarán a los vecinos y a mi nadie me insultará.
Espero que entiendas mi posición.

El quejido que lanzó uno de los periquitos desde la otra jaula le pareció una burla,
como si ellos sí le entendieran pero quisieran explicarle a Hugo que el miná era un
pájaro tonto que jamás iba a entenderle. No como ellos, que callaban todas las
noches obedientemente.

Hugo miró por última vez al miná antes de taparlo con la manta negra que llevaba
en la mano recogida. Le dio cierta lástima, aunque sabía que era su obligación
como dueño del animal ponerle remedio a aquellos profundos y molestos silbidos
que irritaban a la vecindad. Al tapar la jaula con la manta sintió que el animal
emitía una leve protesta y revoloteaba en el interior. Luego el animal cesó y Hugo
comprendió que el pájaro se había dado por vencido.

Durante su trabajo en la fábrica, mientras golpeaba los segmentos de metal y


sacaba las piezas de plástico de las matrices, siguió pensando en el miná. Trató de
ponerse en su lugar, viéndose envuelto por un enorme muro negro que envolvía
todo el reducido mundo conocido por el animal. Tony ya no iba a ver la salida del
sol desde la galería, tampoco podría observar a los periquitos muy cerca de él ni
las luces encendidas de los edificios cercanos o las estrellas en el cielo claro. A
partir de ahora su mundo entero se había convertido en completa oscuridad
durante largas horas, hasta que su dueño volviera al hogar y lo salvara de la
negrura. Hugo meditó en si el animal podría tener miedo ante esas circunstancias.
Luego supuso que el miedo, como tal, era producto de la imaginación
fundamentalmente, y un pájaro no tenía imaginación. De manera que siguió
trabajando sin más divagaciones en la cadena de la empresa juguetera, sintiéndose,
como cada noche, un dios minúsculo hacedor de sueños para niños.

Al llegar a casa al día siguiente, por primera vez desde que compró al miná no oyó
su irritante silbido de bienvenida, y esto satisfizo a Hugo, porque dicha prueba
cercioraba que aquella mañana los vecinos no se habían enojado. Acarició a su gato
Fufú y a Peter Pan, que ladraba nerviosamente al verle. La ardilla lo saludó con el
cotidiano chuc, chuc, chuc y los periquitos revolotearon contentos al percibir su
llegada. Pero cuando levantó la manta de la jaula del miná, Tony no mostró ningún
tipo de excitación o alegría. El pájaro permanecía acurrucado en un rincón,
arrebujado en su propio pelaje, mirando a su dueño como quien mira a un traidor.
—¿No me saludas? —preguntó Hugo al no escucharle articular palabra alguna y,
al mirarlo a los ojos, sintió el recelo en la mirada del animal—. Lo siento, pero
tendrás que acostumbrarte. Los vecinos no quieren que molestes.
Como cada mañana dio de comer a los animales, pero por primera vez Tony le
atacó desde el otro lado de los barrotes. Se lanzó como quien desea expulsar de su
hogar a su peor enemigo: clavó su fino pico amarillento en la mano de Hugo
mientras éste trataba de llenarle el bol de pasta insectívora. Hugo se llevó un susto
tremendo y golpeó la jaula con violencia como respuesta.
—¿Así me agradeces que te dé de comer? ¡Pájaro estúpido! —gritó; luego
inspeccionó su mano: por fortuna el pájaro no tenía un pico tan poderoso como el
de un loro, y el ataque sólo derivó en un rasguño—. Ahora no vas a comer en todo
el día. A ver si aprendes.
Volvió a entrar en la cocina y se preparó una copiosa comida. Desde el otro lado
de la puerta acristalada que daba a la galería observaba a Tony en el interior de su
jaula, el cual seguía dedicándole una mirada cargada de odio. Así, silencioso y
arisco, a Hugo le pareció en ese momento que el exótico animal no era más que un
cuervo menudo con el pico amarillo. Tal vez había logrado acallar los afilados
pitidos del animal, pero, en consecuencia, tampoco escuchaba sus palabras.
Entonces, ¿qué lo diferenciaba de cualquier otro pájaro?

Siguió preocupado durante la comida y después de ella, hasta que los párpados
pesaron como persianas de hierro y durmió hondamente hasta el anochecer. Fue
un rasgar de papeles y un ruidito como de masticar el que despertó a Hugo. Al
principio creyó que los sonidos eran reales, pero después de lo sucedido concluyó
que había sido sólo una dura pesadilla. Descubrió a la ardilla royendo el último
pedazo de un ejemplar de coleccionista de Batman, y más allá, al pie de la cama,
Fufú y Peter Pan luchaban por apropiarse de un cómic de Spiderman, hasta que
éste se partió por la mitad separando al superhéroe del villano de la portada. De
alguna forma los animales habían descubierto el cajón donde Hugo guardaba sus
tesoros y los habían desperdigado todos en el suelo de la habitación,
mordiéndolos, arañándolos, comiéndoselos, orinando sobre ellos. Hugo saltó de la
cama de un brinco. Su corazón latía tan fuerte como un tambor de guerra,
inyectando en sus extremidades una sangre ajena que le daba un vigor y una
violencia insólita. La rabia espoleó al latente asesino que llevaba dentro. Un rayo
atravesó su espina dorsal y partió la fina línea que suele sujetar a la locura. Hugo
chilló como sólo lo hacen los primates que se saben ofendidos. Con una mano
rápida alcanzó a la ardilla, partiéndole el frágil cuello con un movimiento seco.
Luego persiguió al yorkshire hasta alcanzarlo en el pasillo y le partió las costillas
de un puntapié. Los quejidos de dolor del animal habrían estremecido a cualquier
persona con un mínimo sentimiento de afecto hacia los animales, pero no
amedrentaron a su dueño. Fufú corrió una suerte más sanguinolenta, porque a
Hugo le dio tiempo de asir un cuchillo de la cocina antes de atenazar al felino con
sus gruesas manos. Acto seguido, cogió la jaula de los inocentes periquitos y la
sumergió en la bañera llenada a tal efecto. Mientras veía ahogarse a los dos pobres
pajarillos, fue recobrando la tranquilidad. Su respiración entrecortada se moderó
hasta que los cadáveres flotaron en la superficie, tras los barrotes. Entonces
despertó.

Antes de marcharse a trabajar volvió a cubrir la jaula de Tony con la manta, y una
vez más tuvo que soportar la huraña mirada de quien se había convertido en su
nuevo enemigo. Cuando salió por la puerta sintió el peso de la conciencia sobre su
cuello. ¿Pero qué podía hacer él? Los vecinos de las calles colindantes estaban
hartos del animal. No había una solución mejor.

Aquella noche trabajó pesadamente, como si el reloj electrónico que lo vigilaba


desde lo alto del despacho de su jefe estuviera estropeado y los minutos marcaran
en realidad las horas, y las horas significaran los días que llevaba allí encerrado.
Pero al terminar la jornada, tras realizar su inventario, comprobó que el número de
piezas con las que había trabajado era el mismo que el resto de las noches. Las
máquinas siempre producían a la misma velocidad, sí, pero Hugo se había
habituado de tal forma al trabajo rutinario que hacía exactamente el mismo trabajo
siempre. Pensara en lo que pensara, estuviera animado o cansado, débil o enérgico,
siempre lograba trabajar con completo paralelismo ante el ritmo de las máquinas.
Otros empleados no podían sobrellevar la carga de trabajo y finalmente levantaban
el pistón e iban más lentos de lo que la maquinaria exigía. Pero Hugo no. Se había
acostumbrado asombrosamente a trabajar según un ritmo uniforme, del mismo
modo que un androide.

Cuando salió de las instalaciones, el sol arrebolado del amanecer comenzaba a


despuntar en el horizonte, más allá del polígono y de la autopista. Se encontró
terriblemente cansado, y por esto prefirió obviar el consabido café con churros
descongelados de la única cafetería cercana y cogió el primer autobús de la
mañana hacia la ciudad. Se apeó en el centro comercial, que todavía no estaba
abierto porque él acostumbraba a llegar más tarde, pero no quiso esperar a que
abrieran su tienda favorita. Estaba demasiado cansado. Subió en el 34 y alcanzó su
casa un par de horas antes de lo habitual.

Una vez más no escuchó a Tony silbar mientras extraía las llaves de la cartera.
Abrió la puerta y, por primera vez en mucho tiempo, nadie acudió al recibidor
para saludarle. Tal vez era demasiado temprano para que los animales estuvieran
despiertos, pensó. Fufú, especialmente, era un gato muy dormilón. Se dispuso a
entrar en el salón de puntillas, divirtiéndose con la sola idea de sorprender a sus
amigos antes de que ellos intuyeran su llegada. Las persianas cubrían casi
completamente los ventanales, y la luz del sol apenas se colaba entre las rendijas,
de manera que Hugo tuvo que andar a tientas en la semioscuridad. Se acercó al
rincón donde Fufú dormía en un cesto de mimbre, junto al televisor. Allí lo
encontró hecho un ovillo, quieto como un pequeño zurrón de piel. Se acuchilló y
acercó su mano suavemente para acariciar con el dorso el lomo del animal. Pero
algo lo intranquilizó. Fufú estaba frío como si hubiera dormido a la intemperie en
una noche de invierno, quieto como un animal disecado. Su cuerpecito no
mostraba el menor movimiento respiratorio. Hugo trató de asirlo por los costados,
pero un líquido oscuro y pegajoso hizo retirar sus dedos del animal. Un escalofrío
recorrió todo su oriundo cuerpo. Se incorporó rápidamente para acercarse a las
persianas. Tiró de ellas y el sol cubrió con una luz espléndida todo el salón. Hugo
gritó horrorizado al contemplar la realidad. Fufú estaba bañado en un charco de
sangre oscura. Se acercó a él, sollozando, y abrazó su cuerpecito lánguido mientras
las lágrimas caían sobre el lomo pardusco.
—¿Qué te han hecho? ¿qué te han hecho? —repitió una y otra vez, más alto con
cada súplica, mientras acunaba al gato en su regazo igual que cuando ambos
miraban juntos la televisión.
Al ver que ninguno de los demás animales acudía al salón a su llamada, decidió
buscarlos. En el pasillo encontró a Peter Pan, tumbado en el suelo como una
moqueta, y en el dormitorio descubrió a la ardilla desnucada junto a un millar de
pedazos de cómic. ¿Cómo había ocurrido aquello? ¿Quizás un extraño había
entrado en la casa y destrozado su preciada colección? ¿Entonces los animales
habían tratado de expulsarlo y por eso los había matado? Aquella no era una
explicación lógica. Hugo no quiso recordar la pesadilla que había sufrido el día
anterior. Pero era inevitable. Las imágenes llegaban frenéticas a su memoria y lo
hacían chillar de espanto, temeroso por reconocerse culpable de la matanza. Corrió
hasta el cuarto de baño para cerciorarse de la peor de sus sospechas. Allí estaban
los dos periquitos, encerrados en la celda sumergida. ¿La pesadilla había sido
realidad? ¿Cómo podía él haber hecho aquello? Él no podía haber sido. Él amaba a
sus amigos. Pero, sin embargo, cada vez que recordaba los cientos de cómics
destrozados, una vehemencia conquistaba su mente y sentía ganas de golpear a las
paredes, al suelo, a los muebles, a los animales, a todo cuanto le rodeaba. Vació el
armario lleno de ropa, arrancando las puertas de sus goznes. Tiró lámparas al
suelo, lanzó zapatos a los cristales de las ventanas. Golpeó las paredes estucadas
con los puños, rompió los cuadros. Lanzó el televisor al suelo, empujó la biblioteca
después de barrer con los brazos decenas de libros y figuritas de cristal que
cayeron y se estrellaron como sueños rotos. Se maldijo a él, al Dios en que no creía
y al aciago destino que de tantas historias había resultado culpable. Ahora su
valiosa colección de cómics había desaparecido, igual que sus únicos amigos. La
locura se había adueñado de él como un monstruo latente. Pero cuando todo
parecía perdido, cuando el suicidio comenzó a parecerle la única salida, recordó
que tal vez uno de los animales había sobrevivido. Entonces trató de
recomponerse, fue hasta la galería y allí estaba la jaula cubierta con la manta
oscura. Retiró la cortina que para el miná significaba la noche eterna y lo saludó
como si nada hubiera ocurrido.
—¿Hola, Tony, qué tal estás, buen amigo? —lo dijo como en un susurro, tratando
de parecer dulce y convincente, aunque del fondo de su garganta todavía se
percibía la terrible excitación.
El pájaro respondió intratable. Su mirada continuaba rencorosa y penetrante,
aunque a Hugo le pareció algo más. En el fondo de esos ojos obscuros creyó intuir
un mal diabólico, una inteligencia maligna que le deseaba el mayor de los males.
Recordó haber visto aquella mirada en un museo.

Caminando en el puente sobre el caudaloso río podía sentirse la humedad al


anochecer. El viento había ofrecido su tregua y una fina neblina envolvía las luces
opacas de las farolas. Hugo avanzaba despacio abrigado por su vieja gabardina. En
la mano derecha llevaba un ostentoso bulto cubierto de un manto oscuro. No había
gente alrededor. Cuando alcanzó el centro del puente retiró la manta y vio por
última vez a los ojos a su reciente enemigo. Trató de escrutar el interior de esa
mirada hechizada. Nunca descubriría cómo el cuervo maldito de Poe había
poseído al miná. Tal vez el espíritu había seguido a Hugo hasta su casa y una vez
allí dominó al pájaro. Una parte de él seguía clamando por la inocencia del animal.
En cambio, su turbada lógica necesitaba encontrar un culpable. ¿Y quién más
culpable que aquel que había puesto a los vecinos en su contra? Aquel animal que
había molestado sus oídos durante tanto tiempo, cuyo comportamiento había
preocupado hasta tal punto a su dueño que le hizo perder el juicio. Probablemente
fue el miná poseído quien instó a los demás animales de la casa a buscar los cómics
y destrozarlos. Aquel ser demoníaco había sentenciado su futuro desde el primer
momento en que lo observó fijamente en el museo.

Finalmente arrojó la jaula al río. Cuando la estructura golpeó el agua fría, Hugo
creyó oír en la oscuridad un silbido penetrante, después el grito desgarrador de un
demonio que se sabía vencido, un demonio que insultaba y maldecía con voz
gutural, hasta que la jaula se sumergió y sólo quedó el silencio y las luces turbias
de las farolas rielando bajo la niebla.
El buen amigo

Al anochecer la ciudad se vuelve transparente. En cierto modo es como un


río de aguas claras. Se puede ver el fondo.

Tal vez sea por eso por lo que tengo la sensación de que quienes
transitamos a esas horas por las calles no tramamos nada bueno. La gente honrada
permanece en sus hogares, terminando su cena en familia o durmiendo temprano,
quizás viendo la televisión con cierta desidia. Pero yo no veo la televisión. Sólo lo
hago durante las noches cálidas, cuando el calor y los remordimientos no me dejan
dormir. En cambio hoy hace frío, es octubre y el cierzo ruge abofeteándolo a uno
en la cara como un capataz.

He aparcado a las afueras del barrio Oliver, y desde allí vengo andando. Primero
transito por Antonio Leyva y luego giro a la derecha para comenzar Miguel
Artigas. A estas horas los yonquis son costumbre en este lugar. Me cruzo con uno
que parece un espectro, y a buen seguro que reúne todos los boletos para morir
esta misma semana de sobredosis. Paso frente a la esquina de Rafael Salillas. Allí
hay una silla de madera y una puerta abierta a una parcela de paredes
cochambrosas. Se tienen que estar forrando la Dolores y la Rocío, pienso, porque
mientras camino observo a otros tres fantasmas raquíticos, emergiendo de la luz
tenue del vestíbulo precedido por aquella silla.

La droga mata. La droga consume. Pero el dinero también mata, o por lo menos el
carecer de él. En mi caso ambos elementos jugaron en mi contra.

Alcanzo la calle del Doctor Purjasol y allí encuentro la Tasca del Caballo. Yo
prefiero apodarlo “el Faro”. Una de sus ventanas asoma a una antigua acequia
donde los toxicómanos se pinchan de madrugada. Más allá, hay un desnivel que
alcanza los terrenos del antiguo cuartel de San Lamberto y se extiende hasta la
carretera de Logroño. Ha sido un paraje inhóspito durante años, hasta que
comenzaron a edificar recientemente. Por esto llamo a la tasca “el Faro”, porque la
luz de una de sus ventanas puede verse desde algunos puntos recónditos de la
extensión, deshabitada como un mar tranquilo desde que el cuartel fue
abandonado.

Entro en el establecimiento. Marcos se suele sentar en un rincón oscuro, junto a un


cuadro con el escudo del Real Madrid y bajo la luz de una lámpara cuyas hélices
hace años que no giran. Allí lee el periódico, el deportivo y el otro, ése al que la
gente apenas presta atención, porque para dramas ya tienen su propia vida y para
comprender la inflación no tienen más que atender a su cuenta bancaria. En
muchas ocasiones le he acompañado para tomar un café o una copa, pero esta vez
será diferente. Hoy no vamos a hablar de fútbol, ni de futuro. Hoy una vida se va a
estampar con la cruda realidad, como una canoa que se precipita por una cascada.

Él acostumbra a llegar a las diez de la noche, y siempre es puntual. Miro mi reloj


electrónico advirtiendo que restan quince minutos para el fatal encuentro.
Mientras permanezco de pie, noto que varios comensales me miran, incluido el
propio camarero. Hay tres ancianos al fondo que prolongan indefinidamente la
rutinaria partida de cartas, como cada tarde. Cerca de ellos hay una mesa donde
un hombre maduro, de pelo disperso y cano, vestido con un traje gris y arrugado,
aguarda con el torso reclinado sobre una taza de té que se resiste a enfriar. Un poco
más cercanos a la entrada, en una mesa redonda y cubierta con un mantel blanco,
hay una pareja que cena lo poco comestible que la tasca puede ofrecer. A su lado
tres chavales beben sus cervezas, mientras discuten sobre fútbol y otros deportes
que también existen.

No sé si llevo varios minutos mirando el reloj o es que se ha detenido el tiempo


para mí, porque los demás me observan extrañados, como si me hubiera
convertido en una estatua de sal tras atravesar el umbral de la puerta. El sonido de
una generosa máquina tragaperras me hace salir de mis pensamientos y me acerco
a la barra. Con voz queda pido un güisqui con hielo. El camarero parece novato. Le
cuesta encontrar la botella de White Label entre la fila de soldados desordenados
que pueblan la vitrina. Es la primera vez que le veo. No aparenta más de veinte
años. De todas formas no importa, cualquier pelele sabe vaciar una botella y unos
cuantos cubitos en una copa de vidrio grueso, pero compadezco a quien desee
tomar un capuchino en este antro.

Acerco la copa a la comisura de los labios y aspiro el aroma. Es un perfume


común, de ése que se vende barato en los supermercados, pero a mí me basta. Doy
un trago y noto cómo el esófago se resiente, complacido por la tortura.

Me retiro al rincón casi arrendado a Marcos. Allí me siento en una silla de madera
y enciendo un cigarrillo para recompensarme anticipadamente por el otro mal
trago que voy a intentar superar. Doy una larga calada, mientras veo cómo el
cigarro se consume del mismo modo que si un anillo de lava lo devorase
lentamente. Aguanto todo lo que puedo el nocivo humo en mis pulmones. No soy
lo suficientemente valiente como para suicidarme, pero me conformo con este
envenenamiento. Después suelto una bocanada gris que también se cuela en mis
fosas nasales, igual que un dragón. Miro a mi alrededor y advierto que nadie más
sufre tal adicción. Entonces pienso si no soy yo acaso el último dragón de Pern por
extinguir. Pero no, somos muchos los que aún sobrevivimos, aunque el Gobierno
no nos lo ponga fácil.

Dejo el cigarrillo apoyado en la hendidura del cenicero. A la luz tenue de las


lámparas, observo cómo el humo se escapa entre el tabaco estrangulado, como un
hilillo que se enrosca en el aire, inquieto, adquiriendo formas oníricas. Seguir el
perezoso movimiento del humillo me tranquiliza y me hace comprender la belleza
del mundo, una belleza que nunca he descubierto en las calles, salvo durante los
días de lluvia.

Entonces entra ella.

Es una meiga que me hechizó hace tiempo, aunque ya casi no recuerdo su tacto.

Supongo que espera encontrar a Marcos en mi lugar, y el cambio, tal vez a mejor,
la sorprende. Pero no se lleva ninguna alegría. En lugar de eso me saluda desde el
umbral con una mueca de desagrado. Se queda ahí, sorprendida, varada en el
tiempo también como una estatua de sal, mientras el joven camarero y los
concurrentes la observan, desnudándola como si vieran a la chica de un calendario.
Ella no sabe qué hacer, si retirarse o afrontar los errores. Sus ojos son los de una
mujer inteligente, pero las curvas la traicionan, igual que una vez nos traicionó el
instinto a ambos, ese instinto animal que no sabe de amistades, de respeto o de
compromiso.

Ella sabe que el camarero la desea, por eso no mira siquiera hacia la barra mientras
se acerca al rincón donde yo estoy disfrazado de bestia derrotada. Prefiere no
sentarse, tal vez por mantener las distancias. Sencillamente se queda ahí, frente a
mí, con las manos apoyadas sobre las caderas.

—¿Qué haces aquí? —inquiere con ese acento gallego que excita mis sentidos.

—Espero a Marcos, ¿no lo ves?


—Podrías haber venido por nada o por otra cosa que no fuera él —Y me lanza una
mirada que no logro comprender. Esos ojos negros que parecen dos piezas de
azabache pulidas me interrogan, tratando de sonsacarme una respuesta imposible.

—¿Qué se me ha perdido en este barrio, si no es tu marido? —replico, tajante.

—Hace días que no os habláis, idiota —ese insulto es casi un susurro, aunque se
clava igual que un punzón.

Creo que ella sabe en realidad para lo que he venido. Esos pechos generosos bajo
la chaqueta azul, esas caderas que cimbrean, esa falda corta, la traicionan siempre.
Tiene la mente lúcida, pese a lo que parezca a primera vista. Sabe que no vengo
por ella, aunque una vez fue así.

—Por eso mismo, tengo que verle ahora —respondo reponiéndome del golpe.

—Él no me cuenta nada, ¿sabes? —y mientras me dice esto último se acerca


inclinándose hacia mí, hacia este dragón que un día fue joven y ahora ya no tiene
fuego en su interior. Solo un humo negro que entumece los pulmones.

—¿Sobre qué? —me hago el tonto, o el despistado, rehuyendo su mirada.

—No seas idiota —cómo le gusta este insulto, lo repite tanto en el amor como en la
guerra—, me refiero a aquella noche.

—Si él no te ha dicho nada, yo tampoco puedo.

—Ya… —suspira, como una madre que intuye la trastada de su hijo, pero espera
que este confiese—. ¿Quedaste con él, entonces?

Yo asiento, mientras doy la última calada al cigarrillo y estrello la colilla


iridiscente contra el fondo del cenicero.

—Muy bien —responde dando un respingo—. Yo también le espero, porque


desde esta mañana no ha aparecido por casa.

Entonces se da la vuelta y camina con esos tacones que suenan terribles hasta la
barra, se sienta en un taburete y pide un refresco, mientras el camarero se apura
por demostrar cierta pericia. Yo me disuelvo en deseos carnales, mientras veo sus
caderas y sus cabellos largos y lacios que le caen como una cascada de agua negra.
No puedo evitar sonreír porque sé que ella aún me desea. Pero Marcos siempre ha
sido el escollo donde nuestros mares se encuentran, aunque una vez el deseo
rebosó el límite y ella siempre me lo reprochará.

Echo la mirada hacia atrás, no en el espacio sino en el tiempo, como si quisiera


filmar una película de suspense durante una noche a las afueras de la ciudad. En la
transparencia que oculta la noche, aparece un Audi con las matrículas dobladas, y
dos individuos que se apean embozados con pasamontañas oscuros y
resguardados de la lluvia lacerante con gabardinas grises. Bajo las suelas de las
botas la calzada vibra al acercarse otro vehículo más grande, un pequeño camión
con los rótulos de una constructora. El vehículo va despacio y se ve obligado a
frenar porque uno de los hombres permanece de pie en medio del camino,
haciendo aspavientos con los brazos como si quisiera pedir ayuda. Pero cuando
frenan, el otro encapuchado aparece desde la izquierda del camión y apunta al
conductor con una pistola.

Pasan quince minutos desde que las manecillas se posaron en las diez y Marcos no
aparece. Comienzo a sospechar si se lo habrá pensado mejor y ha decidido huir, si
ha resultado finalmente un cobarde en el último momento de su vida y ha
decidido alargar un poco más su existencia miserable, hasta que el jefe lo
encuentre, o sus matones, y entonces su final sea atroz. Ella permanece en la barra,
rígida como un espantapájaros que atrae sin embargo a todas las bestias, pero no
mira atrás. Sólo gira levemente el mentón para mirar de soslayo a cada
parroquiano que entra en el local, esperando que Marcos sea uno de ellos. Debe de
estar preocupada.

A las diez y veinticinco una sombra aparece en el umbral, empuja la puerta de


cristal con una mano sin apenas fuerza y se introduce lentamente como un
espectro en la Tasca del Caballo. Eva lo descubre y se levanta hacia él, visiblemente
enfadada, aunque tranquila en su interior por ver que a su marido no le ha
ocurrido ninguna desgracia.

Marcos huele a alcohol. Ha estado bebiendo a lo largo de todo el día, y ahora sus
ojos vidriosos sueltan un par de lágrimas que ya quisieran los cocodrilos.

—¿Dónde has estado? —le increpa ella, nuevamente con los brazos en jarras,
aunque en realidad tiene ganas de abrazar a su marido.

—Por ahí —balbucea Marcos.


—Pensé que no ibas a volver, que te había sucedido algo malo —dice ella.

—Te quiero —le espeta él, y se acerca para darle un beso en los labios,
tambaleante.

—Estás borracho —dice ella mientras aparta la cara; se alegra de ver a Marcos
pero no quiere mostrar debilidad, no ante tanta gente que observa la escena—.
Ahora subes a casa conmigo y ya hablaremos.

—No puedo —masculla él.

—¿Cómo que no puedes?

—He quedado —dice él, señalándome con un dedo después de descubrirme en su


rincón preferido.

Ella me dedica una mirada homicida. Sus facciones se tensan aunque trata de
fingir cierta calma. Me sigue mirando a los ojos, como si quisiera descubrir mis
intenciones. No sabe si traigo noticias buenas o malas. O si soy un mensajero o un
verdugo, o ambas cosas a la vez.

—¿Seguro que no quieres venir a casa? —le pregunta a su marido.

Marcos niega con la cabeza.

—Cariño, he quedado con él. Es importante. Ve a casa, por favor. Espera allí.

Trata de acariciar las mejillas de su mujer con esa mano curtida, marcada con una
sombra tatuada que una noche lo sentenció, cuando estuvo a punto de tocar el lujo
de los coches deportivos y los chalets en la playa.

—Muy bien —responde ella dando un respingo—. ¿Quieres quedarte? De


acuerdo.

Eva se marcha visiblemente enfadada. Yo sé que la volveré a ver, más veces de lo


que ella imagina.

Marcos se acerca a la barra y pide una copa de coñac. El camarero vacila porque lo
ve demasiado ebrio y me mira pidiendo un permiso que yo ofrezco asintiendo.
Marcos se aproxima con su nueva copa a la mesa donde le estoy esperando desde
hace rato. Se desliza en el asiento que hay frente a mí y noto cómo su silla rechina
como un mal presagio.

—Qué extraño que hayas llegado tarde… —murmuro.

—Tenía cosas que hacer, Adam —balbucea, escondiendo la mirada—. Ya sabes,


despedirme de ciertas cosas…

—Sí, y de todas las bebidas.

—Bueno, el alcohol abre el tarro de los recuerdos, querido amigo —afirma


Marcos—. Y yo necesitaba recordar.

—Está bien —respondo quedamente.

Me cuesta trabajo mirar a ese rostro que anuncia lo inevitable.

Los dos nos quedamos quietos, en silencio. El resto de los parroquianos


conversan, ríen entre ellos. Algunos cantan las cuarenta mientras juegan a las
cartas, otros bromean sobre equipos de fútbol y los devenires de Fernando Alonso.
Pero nosotros permanecemos allí, como dos gárgolas que no se atreven a mirarse.
No me quedan más cigarrillos y me siento incómodo por primera vez ante él.
Advierto que la mirada de Marcos divaga entre pensamientos. Él está en alguna
parte de esos ojos vidriosos, ebrios de tristeza y alcohol. Tal vez arrepintiéndose de
no haber apretado el gatillo aquella noche, o de haber sacado el arma buscando
una gloria que nunca llegó, porque eso sólo sucede en las películas, cuando los
malos son malos y los buenos siempre vencen aunque hagan fechorías. Puede que
se lamente de aquél desafortunado descuido, cuando olvidó los guantes sobre el
salpicadero, haciendo que esa sombra retorcida como una raíz que le cubre toda la
mano lo delatase bajo la lluvia. Él se está mirando el dorso de esa mano y
comprendo que ése ha sido su principal pensamiento en los últimos días. Ese
tatuaje tribal, con el que tanto alardeó ante sus compañeros de trabajo, lo traicionó
como un cuervo ávido de tesoros imposibles.

—Podrías haber huido —le indico casi con un susurro, porque la garganta se me
ha obturado por el malestar.

—¿Para qué? —me dice, y levanta la mirada hacia mí, y por primera vez desde
aquella noche nos volvemos a mirar a los ojos, a esos ojos de dos chiquillos que
jugaban juntos en el colegio. Esos ojos de dos jóvenes que no querían estudiar y
vieron el dinero fácil trabajando durante las noches, mientras vivían la vida
atropelladamente y el resto del mundo dormía, a la par que ellos descubrían la
transparencia de la urbe sumergida.

—No sé —respondo con voz apocada.

—¿Con el dinero que tengo? Vamos, Adam… —trata de reír, aunque lo que brota
de sus labios es más bien un lamento tragicómico—. No habría llegado a ninguna
parte. Habría sido prolongar lo inevitable.

Me mantengo en silencio mientras lo veo y lo escucho, comprendiéndole,


poniéndome en su lugar.

—Y tú lo sabes —sentencia.

—Tal vez marchar a otra ciudad con Eva, buscar cualquier empleo en una
fábrica— sigo insistiendo.

Parece que soy yo el que está evitando su final.

—Llevo toda la vida en esto —contesta—, no me digas que ahora me convierta en


un hombre honrado. Además, Eva no merece estar con un perdedor como yo.
Sabes que prefiero que seas tú quien termine con esto y le des a ella la noticia. Lo
tengo todo arreglado. Es poco dinero, pero podrá salir adelante durante un tiempo.

—Está bien —asiento.

Busco algo de líquido en mi copa, pero está vacía. No hay cigarrillos ni alcohol a
los que abrazarse, y me siento más incómodo.

—Tú les dices que escapé, ¿de acuerdo? Y que me alcanzaste.

Yo sonrío. Tu puta madre, pienso. Todavía inventando excusas, aun cuando los
inventos nos han traído aquí por última vez. Me dan ganas de llorar mientras veo
su rostro abotargado. Tu puta madre, ¿por qué olvidaste los malditos guantes?
Quiero recriminarle. Pero no es el momento. No ahora. Puede que lo siga haciendo
cuando vaya a visitarle cada día uno de noviembre.

—Bueno… —murmura.
Me mira sonriendo y hace una seña al camarero. Otro coñac. Pero el chaval me
vuelve a mirar y yo niego tímidamente con el mentón mientras mi amigo no me ve.
El camarero se hace el sordo y continúa con su labor detrás de la barra.

—Hijo de puta, ¡pero si me ha visto! —exclama Marcos.

—Déjalo.

—¿Que lo deje? —dice Marcos, molesto—. Llevo un huevo de años viniendo aquí,
¿para que ahora ese crío me niegue una copa? Hace siglos que no me emborracho.
¡Eh, tú!

—Déjalo, te digo —esta vez mi voz suena imperativa.

Marcos se vuelve hacia mí, con esos ojos grandes y ahogados en lágrimas
contenidas. Me mira como un niño que no comprende por qué le prohíben su
último capricho.

—Veo que tienes ganas de acabar con esto —protesta.

—Al contrario, habría preferido no verte.

—Pero me encontraste —sonríe con un gesto sórdido.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Habíamos quedado aquí, y tú vas y te presentas. Eres


un cretino.

—No —me replica levantando el dedo índice y señalándome—. Soy tu amigo.


Mejor dicho, tu mejor amigo.

Introduce la mano en la solapa de su chaqueta marrón y de un bolsillo extrae una


hoja de papel plegada. Me la tiende como si fuera un obsequio. Yo noto cómo el
papel tiembla igual que un pajarito herido en su mano.

—Ella no sabe nada —dice.

—Pero presiente, no es tonta.

—Lo sé. Esto es para ella. Es una carta. Le digo que la quiero y he escrito el
número de una cuenta que ella desconocía. Ahí tengo algo ahorrado. No es mucho.

Cojo el papel, y sin desplegarlo me lo guardo en la cartera, junto al permiso de


conducir y el carnet de una biblioteca a la que casi nunca acudo.

—Lo he escrito con buena letra, para que me entienda —dice Marcos, dejando
escapar más lágrimas—, tú sabes que no suelo escribir con buena letra.

Asiento y le veo ahí, quieto, descargando todo el peso de su plúmbea espalda


sobre el respaldo de la silla. Tiene la respiración acompasada y me parece un viejo
elefante que ha acudido a un cementerio ancestral en el ocaso de sus días.

—¿Recuerdas a Juan Bardajil, el gitano? —me dice.

Yo asiento mientras sonrío recordando al oriundo jefe del clan de los Bardajiles,
fumando uno de sus puros habanos y hablando de toros en la habitación principal
de su parcela.

—¿Cómo lo iba a olvidar? Fue nuestro primer trabajo.

—Menuda noche. Primero tú que no acertabas con la cerradura. Luego los perros,
la poli…

—Por poco nos trincan —apostillo.

—Entonces aún éramos jóvenes y corríamos mucho —dice Marcos.

No puedo evitar soltar una risita de satisfacción. Habían pasado más de quince
años desde nuestro primer gran robo. Desde entonces todo se había acelerado
entrando en una espiral imposible de abandonar.

—A veces pienso en si nos hubiera cogido la policía aquella primera gran noche —
dice Marcos, frunciendo el ceño—. Si hubiéramos pisado la cárcel siendo jóvenes.
¿Crees que nos habríamos retirado de esto?

—No lo creo, amigo mío. Es lo único que sabíamos hacer. Y ahora es lo único que
podemos enseñar.

Marcos me mira. No quiere despedirse, pero sabe que es inevitable.


—No hay solución, ¿verdad?

Sólo tengo que fijar la mirada en su rostro para que comprenda la respuesta. Al
jefe ya le jodía demasiado que los colombianos y los rusos le estuvieran jodiendo el
negocio, pero que sus propios hombres le hurtaran parte de la mercancía a punta
de pistola… Eso no tenía perdón alguno. Y ambos lo sabíamos. Los conductores de
la furgoneta sólo habían reconocido a Marcos aquella noche en la carretera del
aeropuerto. Fui yo quien dio las órdenes de que bajaran del vehículo y abrieran los
portones traseros, para descargar la droga e introducirla en el maletero de un
coche con la matrícula doblaba. Marcos apenas habló. Se dedicó a apuntar
fijamente al conductor, con esa mirada suya que siempre le ha caracterizado. Una
mirada de ojos negros y penetrantes como agujas, capaz de congelar un incendio y
de amedrentar a un boxeador iracundo.

Pero no fue por la mirada por lo que le reconocieron. Ese tatuaje intrincado lo
delató. Cuando volvimos al coche y arrancamos con toda una vida de fortuna en el
maletero, ambos nos dimos cuenta del error que Marcos había cometido. Él se miró
las manos y luego me miró a mí. Yo lo vi con incredulidad, pero él no dijo nada. Ni
siquiera mostró sorpresa. Ninguno dijo nada, pero ambos sabíamos lo que aquello
significaba. Pensé en decirle que volviéramos al lugar donde habíamos detenido el
camión. Tal vez los dos peleles que manejaban el vehículo no se habían alejado y
aún habría tiempo de volver y descerrajarles un tiro en la cabeza antes de que
pudieran delatar a nadie. Pero no lo hice. Supuse que Marcos ya había pensado en
eso, y si él no tomaba aquella dirección, era porque no confiaba en que saliera bien.

Esa misma noche devolvimos toda la mercancía. Robamos una camioneta y lo


metimos todo ahí. Luego la estacionamos frente a la vivienda del jefe y dejamos
una carta en su puerta, sin revelar nuestra identidad.

Pero el jefe no quiso perdonar.

A los pocos días unos matones me abordaron en mi propio apartamento. Después


de darme una paliza me ordenaron que liquidara a Marcos. El Jefe suponía que yo
le había acompañado en el robo, pero, como no estaba seguro, decidió ese castigo
para mí, peor que cualquier tortura. De esta forma dábamos ejemplo a quien se
atreviera a hacer lo mismo, liquidaba a quien seguro lo había traicionado y
castigaba al principal sospechoso como su cómplice.

—Ese papel que te he dado… también es para ti.


—¿También me dices que me quieres? —bromeo.

—No, capullo. El dinero. Es para ti también. Compártelo con ella. Marchaos lejos
si queréis y búscate una nueva vida.

Lo miro a los ojos, extrañado. Dudo si por un momento sabe lo nuestro. Si lo


intuyó aquella vez o fue ella quien se lo confesó. Lo miro y veo tanta seguridad en
su mirada que a punto estoy de confesarlo, de pedirle perdón por aquel desliz
inaceptable.

—No digas nada —añade con esa voz que ahora parece la de Marlon Brando, o tal
vez yo la escucho así porque me siento como un mierda que ha traicionado a quien
siempre le ha protegido.

—Escucha —trato de recomponer mis ideas, mis excusas, mientras intento decir
algo coherente.

—Te digo que no me cuentes nada —responde Marcos—, lo sospeché en su


momento y podría jugarme la vida en ello para asegurarlo. Uno se puede ocultar
para follar con la mujer de otro. Pero las miradas, las miradas cómplices entre tú y
ella… Las miradas arrepentidas en tus ojos cuando me hablabas… No, no hace
falta que digas nada. Es lo mejor.

Nuevamente el silencio, y los parroquianos que ríen, juegan y discuten. Mientras


me siento caer por un abismo insondable. Soy un gusano ruin que primero
destrozó una relación y ahora pretende acabar con una vida, asesinar nuevamente
un corazón que aún no se ha recuperado de las heridas.

—Al principio tuve celos y pensé en liquidarte —me asegura Marcos, con esa voz
grave que se le ha transformado de pronto, tal vez porque su garganta se ha
estrechado para no aceptar más alcohol, o porque quiere terminar ese día como un
gran mafioso, o por yo qué sé—. Luego intenté perdonarte y lo conseguí a medias
—prosigue—. Pero a ella le guardo un rencor más profundo. Nunca le dije nada
porque siempre he necesitado a una mujer a mi lado para que cuidase de mí, pero
nunca la perdonaré. En cualquier caso, merece ese dinero que le he guardado,
porque es la única mujer que me ha soportado durante años.

Yo sólo escucho sin menear la cabeza. De vez en cuando asiento casi


imperceptiblemente. ¿Qué más puedo hacer? Supongo que yo también haría lo
mismo si conociera cuándo iba a llegar mi final. Intentaría despedirme de mis
amigos, dejar todas las cosas atadas, soltar todo aquello que guardo en mis
adentros, recordar los mejores momentos de mi vida...

—¿Estás solo? —inquiere, de sopetón.

—No exactamente —le digo, y no le miento: ¿para qué me iban a ayudar?; si no


hago mi trabajo, ellos tendrán la excusa perfecta para sentenciarnos a ambos; no; es
mejor que nadie me ayude—. Me dijeron que alguien estaría al tanto de si
terminaba mi trabajo. Ya sabes, si no lo hago…

—Lo sé, lo sé —trata de tranquilizarme con un deje de mano—. Bueno, acabemos


con esto. Te estoy dando la brasa y ya he dicho cuanto quería.

—Está bien.

Yo meto la mano en el interior de la chaqueta. Ahí llevo oculta la pistola, y cuando


Marcos ve el reflejo metálico que brota desde la oscuridad de la tela, me pregunta
en un susurro:

—¿Tiene que ser aquí?

Yo asiento. No me gusta nada la situación, pero ésas son las órdenes. Disparar y
salir cagando leches. No contarle a nadie lo sucedido y, por supuesto, no trabajar
nunca más para el jefe.

—Vaya susto se van a llevar todos estos —dice Marcos abarcando con la mirada a
toda la gente que nos rodea.

—Es verdad —respondo, y haciendo de tripas corazón, mientras un par de


lágrimas se me escapan, consigo pronunciar una frase sencilla que llevo días
preparando para este momento—: Adiós, amigo mío.

Saco la pistola y me levanto de mi asiento. Algunos de los parroquianos que me


descubren sueltan un “hostias”, otros sólo emiten un grito ahogado de pavor
mientras se agachan en un gesto reflejo. Pero Marcos no. Él se queda quieto,
mirándome a los ojos, con ese corazón en el pecho que espera ser aniquilado
definitivamente.

Yo disparo dos veces y mato a Marcos, mi mejor amigo. Bam, bam. Y se acabó.
Con cada impacto su torso se convulsiona. Después él me sigue contemplando,
pero esta vez con una mirada opaca, extraviada, hasta que por fin su cuello pierde
fuerza y la cabeza cae ligeramente hacia atrás con la boca abierta.

Inmediatamente después cojo mi abrigo y salgo del bar corriendo. Me golpeo el


hombro con el lateral de la puerta mientras escondo nuevamente el arma en el
interior de la chaqueta. Cuando cruzo el umbral veo frente a mí a un hombre
vestido con un traje gris y un sombrero oscuro. Está apoyado en la pared y se
muestra impasible pese a haber oído el disparo. Me mira inquisitivo y yo asiento
mecánicamente, como respondiendo a todas sus preguntas. Entonces él se da la
vuelta doblando una esquina y desaparece en la penumbra como un topo en un
laberinto subterráneo. Yo resuelvo que tengo que echarme el abrigo encima y
correr muy rápido, antes de que venga la policía.

Me pierdo en los callejones de este barrio viejo, abandonado a su suerte desde hace
varias décadas. Mis pulmones no soportarán una carrera hasta mi coche, de
manera que cambio el rumbo y tras sortear dos esquinas en una frenética escapada
consigo alcanzar el portal donde está el piso de Marcos. Me detengo ante la puerta
de entrada, apoyándome en la pared deslucida para recuperar el resuello. Llamo al
automático y ella me abre. Subo las escaleras, ahora más tranquilo, aunque
jadeando. Creo que nadie me ha visto. En esta parte de la ciudad los viandantes
sólo son nómadas errantes que callan cuando la policía interroga, así que no
debería estar tan preocupado.

Subo al segundo piso y Eva me espera detrás de la puerta entreabierta. Afuera se


oyen las sirenas de la policía y de la UVI móvil.

—Pasa —me dice con el gesto serio, y yo no me niego: ¡Qué viajero rechazaría
semejante oasis!

Entro en el vestíbulo sin saber bien qué decir o cómo comportarme. Eva me hace
pasar al salón tras ella y yo la sigo por el pasillo, concentrándome en el sensual
ritmo de sus caderas, mientras los tacones resuenan en la superficie de mármol
veteado. En el salón apenas alumbra la luz mortecina de una lamparita con cúpula
de cristal. Junto a la modesta biblioteca, sobre un retrato de Marcos, subsiste el
gran lucio disecado, con las fauces abiertas y unos ojos perlados y rojizos que me
amenazan igual que un pitbull con escamas. Marcos no lo pescó, le compró el pez a
un pescador rumano que lo capturó en los galachos de Juslibol, y se gastó una
pasta después en disecarlo y lucirlo como propio. Sólo yo y Eva conocemos esa
verdad. En realidad, me parece que solo nosotros dos conocemos todas las
verdades.
Me invita a sentarme en el sofá, aunque lo rechazo. Prefiero permanecer de pie,
quieto y envarado en un rincón, junto a una palmera tropical que rivaliza conmigo
en altura con sus largas hojas afiladas e inclinadas hacia mí. Una kentia, recuerdo.
Me había dicho Marcos una vez que le había costado una pasta. Pero tiene otro
nombre más atractivo: la palma del paraíso. Qué curioso, Marcos, no creo que estés
en el paraíso ahora. Y yo tampoco, ya sea en esta vida o en la del más allá, nunca
hollaré ese territorio.

Eva mira a través del gran ventanal que da a la calle. Un piso con mucha luz, me
había dicho Marcos cuando lo compraron. Pero ahora es de noche y no puedo
comprobarlo.

—He oído los disparos, tenía la ventana abierta —espeta ella.

Siento como si lanzara contra mí una pedrada, acertándome en la misma frente.

—No sé cómo explicártelo… —intento responder con suavidad, acercándome


unos pasos hacia ella.

—No es necesario —me interrumpe—. Ya sé para lo que quedasteis. Sé que


Marcos estaba metido en un buen lío. Aunque no me lo dijera, yo notaba a diario
su preocupación. Sospechaba que la habría cagado con alguno de vuestros asuntos.
Cuando he oído los disparos no me he asustado. Sólo se han confirmado mis
sospechas.

Yo no sé qué decir. Estoy sorprendido por la abrumadora suspicacia de esta mujer


cuyas curvas engañan. Sí, definitivamente es una mujer inteligente. No lo dicen sus
atractivos hombros, su culo amelocotonado ni sus pechos generosos. Lo dicen esos
ojos que ahora veo reflejados en la ventana. Ambos nos quedamos en silencio unos
instantes, como dos efigies bañadas por las sombras.

—Te ha dicho algo sobre mí antes de… Ya sabes…

—Sí, te ha escrito una nota. —Busco entre los bolsillos de mi chaqueta, y en esa
búsqueda nerviosa palpo el metal aún caliente de la pistola.

Luego encuentro el papel y con dos dedos lo extraigo cuidadosamente, como si se


tratase de una prueba criminal. Me acerco a ella y se lo entrego.
Mientras Eva lee el texto breve, percibo que su rostro expresa una amarga sonrisa.
Yo tengo calor y Eva viste como si fuera agosto a mediodía. Por eso me desprendo
del abrigo y la chaqueta y los dejo sobre el respaldo de una silla, cerca del pasillo.

—Lo ha escrito con buena letra —dice ella al terminar, casi en un susurro
imperceptible.

Yo asiento también con un susurro y me acerco a ella de nuevo. Quisiera posar


mis manos sobre esos hombros cuyo tacto no he olvidado. Pero no me atrevo. Soy
un ser vil. Acabo de matar a su marido y, sin embargo, sigo teniendo un feroz
apetito sexual sobre ella.

—Tengo las maletas preparadas en mi cuarto.

—¿Cómo dices?

—No te hagas el sordo. Me has entendido.

—¿Te vas? —el comentario me ha dejado perplejo.

¿Cómo coño tiene las maletas preparadas? ¿Cuándo había decidido largarse?

—Así es —responde—. Hoy pensaba marcharme de todas maneras, aunque quería


despedirme de él. Marcos ya no era el mismo. Estaba profundamente deprimido y
yo no puedo permanecer con alguien así.

Ella también es cruel. Quería abandonar a mi mejor amigo. De no haber matado a


Marcos ahora estaría furioso con ella. ¿Pero qué coño voy a reprocharle?

—Si quieres, podemos irnos juntos... —insinúa, apartándose del cristal y


volviéndose hacia mí—. Como dice Marcos en su carta. Marchémonos lejos y
comencemos una nueva vida. A otra ciudad, a otra provincia. Quizás a otro país.

—¿Lo dices en serio? —no puedo creer lo que estoy escuchando.

Marcos me lo había dicho, sí, pero pedírmelo ella, pocos minutos después de que
yo haya asesinado al hombre con el que había compartido media vida… esto es
demasiado.

—Claro que lo digo en serio —mientras lo dice adopta un gesto de gata en celo
que me sorprende aún más y me pone a cien, a doscientos, a mil. Se acerca más y
rodea mi cuello con sus brazos delicados. Yo no sé si cogerla por las nalgas o darle
un beso. Pero el disparo que ha matado a Marcos resuena en mi memoria.

—Espera, creo que no debemos… —intento decir, apenas convencido de mí


mismo.

¡Por Dios, acabo de matar a su marido, a mi mejor amigo!

—Por fin estamos solos —me susurra al oído con una voz deliciosa.

Y entonces me besa. Y yo siento que mi excitación estalla mientras esa lengua


pérfida confabula con la mía.

—Ámame, rómpeme, cómeme —musita ella mordiéndome el lóbulo de la oreja


derecha.

Ahhh, ese punto débil, esa clavija oculta que desata la lascivia. Agarro con fuerza
sus nalgas mientras la empujo hasta la mesa comedor del salón. Es una mesa
grande y ovalada de madera de arce. El contorno está decorado con dos finas
bandas doradas que se entrelazan como signos celtas, o élficos, o yo qué sé. ¡Estoy
a cien, a doscientos, a mil! Soy un ser ruin. El sentimiento de culpa se va quedando
en el fondo, como una pesada piedra que jamás emergerá, mientras la lujuria lo
inunda todo como un tsunami irrefrenable. Meto la mano por debajo de su falda y
palpo la carne aún tersa de sus glúteos. Qué culo, ¡mon Dieu! Este culo curtido en
gimnasio por el que me gané el infierno una primera vez…

—Espera —advierte ella poniendo de pronto la palma de la mano contra mi


pecho.

Creo que siente mis latidos, unos golpes tan fuertes como los de un ariete que
pretende romper esta cansada celda de huesos. Yo trato de continuar, intento
acercarme a ella, besarle el cuello y tocarle el pecho que asoma tras la chaqueta,
pero ella me vuelve a pedir que me detenga.

—¿No quieres hacerlo? —le sonrío, escéptico.

Ella me devuelve la sonrisa. Se acerca a mi rostro y me susurra a la oreja un suave:


«mejor en el sofá». Sí, claro. Mejor en el sofá. Ya no somos tan jóvenes. Quizá la
cama sería más lo nuestro, pero el sofá está bien. Muy bien. Es menos incómodo.
No necesito oír nada más. La levanto en volandas mientras ella lanza una leve
exclamación y me abraza hasta que se siente segura en la superficie mullida del
tres plazas.

—Quítatelo todo —me ordena con una voz melosa que enturbia los oídos y la
mente.

Yo la obedezco como si fuera la única mujer de la Tierra. Me quito los zapatos,


luego los vaqueros, peleando con la hebilla de la correa que no acierto a desajustar
por la excitación. Cuando estoy desnudo, me acerco a ella. Eva me recibe con una
sonrisa, pero todavía no está satisfecha.

—¿Por qué no nos ponemos una copa?

—¿Estás segura?

—Claro que sí. Hay algo de licor de manzana. Sírveme un poco. Tú quieres
también, ¿no?

Y mientras lo dice se levanta y se marcha por el pasillo, aludiendo que va a buscar


protecciones al cuarto de baño. Y yo la creo y abro el minibar de la biblioteca
donde descansan las botellas. Conozco cada palmo de esa casa. Cada rincón. Pasé
muchas tardes viendo la liga y la Champions por la tele junto a mi amigo, mientras
su mujer nos servía unas cervezas. Encuentro el licor y lo sirvo generosamente en
dos copas anchas, después enciendo el maravilloso artefacto que fabrica cubitos
con sólo pulsar un botón.

—¿Quieres hielo?

—Claro —asiente desde el baño.

Y cojo ambas copas y las dejo sobre la mesilla, bajo el pez asesino y al lado de una
foto de Marcos. No sé si es un reproche lo que veo en su mirada, pero no quiero
detenerme en él, porque entonces no podré hacer lo que estoy a punto de hacer.
Tomo la copa y doy un largo trago que me calienta por dentro como un abrigo
invertido. Me quedo tumbado en el sofá igual que un tonto embobado, esperando
volver a ver la cadencia de ese cuerpo concebido para el pecado. Me recreo en esas
curvas que me hicieron soñar durante algunos días y todas las noches de mi vida
tras recorrerlas la primera vez.
Poco después escucho el sonido de los tacones que se acercan por el pasillo y ella
aparece a la trémula luz de la lamparilla. Pero ya no me siento excitado, mi cuerpo
se ha convertido en una masa maciza imposible de levantar. Me parece que la
oscuridad se extiende aún más entre nosotros y apenas puedo distinguirla como
una figura borrosa. Me siento somnoliento y extrañamente ajeno a todo aquello,
como si estuviera viviendo un sueño. Me miro la palma de la mano y apenas
distingo si es una mano o un pie desnudo. Todo da vueltas. Las paredes, el techo,
los muebles, la kentia, el lucio, la foto de Marcos… La casa entera se eleva en el aire
engullida por un tornado, y luego se sumerge en un abismo submarino.

—¿Qué has echado en la bebida? —balbuceo, aunque mi narcotizado cerebro está


seguro de la respuesta.

Ella no contesta. Simplemente permanece ahí, de pie junto a la kentia paradisíaca


y la silla donde descansa mi arma. Tranquila y taimada, probablemente espera el
final de esta tortuosa historia. Se divierte con los torpes movimientos de su
víctima, y yo me debato inútilmente en este sofá que ha terminado siendo la
telaraña de una viuda negra vestida de azul. Decididamente, es una mujer
inteligente, más allá de esas curvas que la disfrazan. Miro a ambos lados, deseando
encontrar un ángel libertador tras la ventana, pero es de noche y lo único que logro
distinguir ahí afuera son las garras de un demonio infecto que trepa por el alféizar.
En el zulo

Cuando Gregorio Sánchez despertó aquella mañana después del incidente,


se encontró sobre su lecho convertido en una bestia encerrada. Estaba tumbado
sobre una tabla dura acolchada con paja y, al levantar un poco la cabeza, vio su
vientre abombado y peludo asomar bajo la camisa azul celeste de Renoir que
llevaba puesta. Sus pies sobresalían un palmo de la cama y rozaban con la
escabrosa pared que tenía enfrente. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un
sueño, más bien una pesadilla. Las paredes de la habitación donde se encontraba
apenas superaban en longitud su propia estatura y la bombilla de cuarenta vatios
que iluminaba el reducido cubículo pendía a metro y medio de altura. Por el
carácter pedregoso de los muros intuyó que la habitación se había construido bajo
tierra, y cuando se levantó comprobó que el techo sólo era unos centímetros más
alto que él. Suerte que Gregorio era bajito.
Cuando intentó levantarse, sintió una punzada de dolor insoportable en el costado
izquierdo. Optó por sentarse de nuevo sobre el jergón de paja, adoptando la
posición en la que había dormido varias horas. Se palpó un poco con la mano y
comprobó que sólo era una contusión. Tal vez debió de recibir un golpe mientras le
capturaban. Intentó recordar cómo había sucedido todo, pero el secuestro había
sido demasiado rápido. Estaba entretenido mirando el periódico cuando alguien
entró en el asiento del copiloto de su Seat Toledo y le puso un pañuelo sobre la
boca, haciéndolo desfallecer al instante. Probablemente, cloroformo o algo
parecido. Lo había visto mucho en las películas, aunque siempre había pensado
que la víctima tenía tiempo de sobras para desembarazarse.

Miró todo a su alrededor, rastreando el suelo. Justo al lado de su jergón le habían


dejado un reloj despertador y el mismo periódico que estaba leyendo antes del
incidente. Nada más excepto una olla grande, sin fondo, colocada en una esquina a
modo de retrete, y un par de rollos de papel junto a ella. Ni siquiera había un
interruptor para la bombilla. Debía de estar al otro lado de la puerta, cuyo color
negruzco apenas se distinguía de las paredes.

Repasó todo lo sucedido aquel día para determinar cómo había llegado a esa
situación. ¿Por qué coño lo habían secuestrado? Nunca había recibido una carta de
aviso, ni siquiera había tenido problemas con nadie. No era empresario, ni
deportista de élite, ni nada que tuviera que ver con la gente adinerada. ¿Por qué lo
habían secuestrado, entonces? ¿Una equivocación? ¿Divertimento?

Miró el reloj. Las nueve y media de la mañana. Lo habían secuestrado sobre las
dos del mediodía, cuando él esperaba para recoger a su hijo Juan a la salida del
colegio, de manera que era muy difícil que hubiese estado dormido tantas horas.
Sus captores debían haber cambiado la hora a propósito para confundirlo. Hijos de
puta. ¿Qué mas le daba a él si era de día o de noche?

De pronto enfureció movido por la cólera. Se abalanzó sobre la puerta como un


toro embiste el burladero, olvidando la contusión en la espalda y golpeando la
dura madera con el hombro. La puerta debía abrirse hacia fuera, pero estaba bien
atrancada o acaso un grueso pestillo la remachaba. Al no conseguir más que
magullarse, optó por buscar remedio a través de las paredes. Palpó los muros e
intentó excavar sin éxito el lado más erosionable empleando sus uñas de empleado
oficinesco, las cuales quedaron sucias y rotas por la desesperación. En media hora
de trabajo sus manos sólo consiguieron arrancar una docena de piedras de la tierra
y se convenció de que no había ningún tragaluz oculto. Sólo descubrió unas
pequeñas grietas en el techo, que sin duda debían cumplir la función de conducto
de aire, pero eran demasiado estrechas e intrincadas para poder transmitir luz o
incluso cualquier sonido del exterior. Gregorio se hallaba incomunicado con el
resto del mundo, y eso lo hizo rendirse por unos instantes.

Se sentó en el incómodo camastro apoyando los codos en las rodillas y las manos
sobre la frente. Se lamentaba por su familia. A esas horas su mujer ya habría
avisado a la policía. ¿Qué habría pensado su hijo pequeño al salir del colegio y no
ver a su padre? Gregorio era siempre muy puntual, de modo que el pequeño Juan
habría sospechado algo desde el primer instante. La que tal vez no sabría nada
sería su hija Laura. Había ido con su novio de viaje la semana pasada a la playa, a
pasar unos días, con el consentimiento del padre. Su hija era mayor de edad y lo
suficientemente responsable para saber lo que hacía. Era aplicada en los estudios, y
un par de semanas de fiesta con su novio no harían daño. Laura llevaba siempre el
móvil encima, de modo que ya se habría enterado. Sí, a esas alturas toda la familia
de Gregorio, desde sus padres hasta sus sobrinos, conocerían el drama.

Maite, su mujer, sospechaba desde hacía tiempo de su relación con Susana, una
joven secretaria ex compañera de trabajo de su marido, pero ella nunca habría
imaginado que su marido se había marchado con su amante. Maite le conocía y
sabía que aquel no era el estilo de Gregorio. Él podía engañarla, ella lo reconocía,
pero jamás olvidaría sus responsabilidades para con sus hijos y no los olvidaría de
aquellas maneras. Gregorio estaba seguro de que Maite pensaba en un secuestro,
tal vez en algo peor, pero, desde luego, no en que su marido había salido a por
tabaco. Y ahora que pensaba en Susana, ¿cómo se daría cuenta ella de su ausencia?
Se había citado con ella el próximo martes, aduciendo ante su mujer que tenía una
comida de trabajo con los compañeros, y ahora no podía cancelar la fecha.

¿Pero en qué estaba pensando? Lo habían secuestrado y él se dedicaba a pensar en


su amante. Se golpeó la frente varias veces con la palma de su mano derecha,
intentando expulsar esos inoportunos pensamientos de su cabeza. Debía mantener
la calma. Seguro que pronto lo sacarían de allí. Debía tratarse de una equivocación.
Muy pronto los secuestradores darían cuenta de su error. Aunque tal vez en ese
caso lo dejasen allí olvidado para siempre, hasta que muriera por inanición. Había
personas a las que habían secuestrado durante meses. Incluso algunas habían sido
descubiertas después de pasar dos años abandonadas bajo tierra. Los pelos de sus
extremidades se le erizaron. Se le ocurrió gritar, aunque estaba convencido de que
en esos momentos no había nadie al otro lado. No podía saberlo, pero lo presentía.

—¿Van a sacarme de aquí? ¿Qué quieren hacer conmigo?

Gritó esto varias veces hasta que se dio cuenta de que hablaba solo. Entonces
volvió a tumbarse en el lecho cubierto de paja. Observó la bombilla pendiendo del
cable enroscado, pidiendo tímidamente permiso para iluminar al preso.

¿Y si era su captor un asesino? ¿Un psicópata que esperaba matarle pronto y


enterrarlo después de mutilarlo? Eso lo hizo ponerse de nuevo alerta. Sintió que en
cualquier momento alguien desatrancaría la puerta y entraría armado con un
enorme cuchillo de cocina. Gregorio miró a ambos lados tratando de encontrar
inútilmente algo con lo que defenderse si llegaba el momento. Había registrado
antes la habitación, sabía que no encontraría nada punzante. Le dio igual, lucharía
con uñas y mordiscos si era necesario. No era especialmente fuerte, pero sus más
de noventa voluminosos kilos podrían servirle de algo. Aunque tal vez el asesino
fuera un hombre de físico atlético o llevase un arma de fuego. En ese caso no
habría ninguna posibilidad de salir con vida. El asesino también podía ser un
hombre rico, de buena presencia, obsesionado con eliminar a todos aquellos que no
cumplían sus cánones de belleza o no eran lo suficientemente adinerados. Había
visto ese perfil en una película: American Psyco. Un filme horrible, demasiado
inverosímil, falto de argumento y sanguinolento, había pensado Gregorio al salir
de la sala de cine con su mujer. ¿O fue con Susana?

Intentó desviar su atención en otra cosa. Pensó en su jefe. ¿Qué habría pensado el
señor Eduardo Estanella al no verle llegar puntual en el horario de la tarde?

—¿Dónde está Gregorio? —habría preguntado el viejo Estanella, director del


departamento de Administración.

Un tipo delgado, nervioso a pesar de la edad, de rostro pálido y bien afeitado, con
el escaso pelo cano peinado hacia atrás y engominado. Gregorio podía
imaginárselo preguntando a la secretaria sobre el paradero del encargado de
Contabilidad, con esa mirada de aparente curiosidad cuyo fondo escondía un
maniático rechazo hacia la impuntualidad. De no ser porque tenía que mantener a
una familia, Gregorio ya se habría despedido hace tiempo, se habría presentado
ante él en su despacho y le habría soltado todos los improperios acumulados
durante una década. Aquel hombre era insoportable.

Gregorio se sintió cansado. Eran las cinco y media de la tarde según el reloj
despertador, pero bien podría haber caído la noche, de modo que optó por
dormirse. ¿A qué hora estaría dispuesta la alarma del reloj? Ni siquiera lo había
mirado. Se apoyó sobre un costado para asomarse y ver el reloj bajo el camastro. La
alarma estaba dispuesta para dentro de seis horas. Decidió apagarla.

Le costó conciliar el sueño sumido en sus muchos pensamientos, lógicos para


alguien que desconoce totalmente su futuro y se encuentra en una situación tan
dramática. La bombilla seguía en el mismo lugar, encendida con su humilde
intensidad y moviéndose según como Gregorio la mirase. Un estremecimiento
sacudió todo su cuerpo cuando descubrió que sus captores habrían entrado en el
cuarto mientras dormía. Le habían dejado un plato de sopa, un mendrugo de pan,
un poco de agua en vaso de plástico y una cuchara. Rápidamente se abalanzó
sobre el plato. El hambre devoraba sus carnes. Les habría dado las gracias de saber
que podrían oírlo.

Era una sopa de fideos a la que le habían añadido un huevo duro. Le supo
deliciosa, aunque tal vez se debía al enorme apetito. Por lo menos, sabía que le
darían ocasionalmente algo de comer y beber para poder seguir con vida, y deseó
que ese regalo ocurriese todos los días. Tal vez fuera mediodía o, más
probablemente, por la mañana. El reloj marcaba las doce de la noche, pero
Gregorio optó por adelantarlo a las doce de la mañana. Tal vez así se ajustase más
a la realidad del exterior. No era la hora correcta, pero al menos ahora tenía una
referencia creíble.

Bebió algo de agua para aclararse la garganta. Su lengua estaba tan reseca que se
podría encender una cerilla con ella, de manera que bebió poco a poco, saboreando
los insípidos tragos; tenía tiempo de sobra y mucha sed. Finalmente mojó el pan
con lo poco que le quedaba de sopa y se lo zampó de tres bocados.

No tardó mucho tiempo en volver a sus confusos y dolorosos pensamientos, por lo


que decidió organizarse para remediarlo. Se volvería loco si no inventaba una
forma mediante la que pasar el tiempo sin preocuparse de su familia o de él
mismo. Gregorio era muy ordenado debido a su trabajo, así que no le costaría
mucho planificar las actividades de entretenimiento. Lo primero de todo sería
caminar durante media hora justo después de aquella especie de desayuno, para
desentumecer sus músculos y mantenerse en forma dentro de lo posible. No quería
que lo sacaran de allí con abrelatas. Luego dedicaría el resto del día a reflexionar
acerca de una de las noticias que aparecían en el periódico. El diario El País tenía
ochenta páginas, contando la portada y la contraportada. Comenzó a contar y
enumerar objetivos. Treinta y dos páginas contenían exclusivamente publicidad,
así que decidió dedicar dos días a leer y releer anuncios. Otras dos páginas se
reservaban a anuncios clasificados. Otra estaba dedicada por entero a la
climatología del día de su secuestro, algo de lo que no sacaría ningún provecho.
Decidió dedicar un día a los clasificados y otro a las viñetas, le encantaban las
viñetas cómicas.

A su juicio había seis noticias de destacada importancia y otras muchas de mínimo


interés, así que decidió dedicar un día entero para la reflexión de una noticia
importante y otros dos para solventar el resto de las novedades y artículos. Tenía
doce días para repasar el periódico a fondo, y el primer suceso seleccionado fue el
que ocupaba el mayor tamaño de la portada: el siniestro aéreo en Milán sobre el
rascacielos Pirellone.

En la foto se destacaba la fachada del edificio, rasgada por el zarpazo de una


avioneta que se estrelló de frente llevando al volante a un arruinado millonario
suicida. Gregorio pudo imaginarse la conmoción en la ciudad milanesa, y se
entretuvo recordando las escenas del 11-S que lo habían martilleado desde todos
los canales informativos durante semanas. Naturalmente, las dimensiones de
ambos sucesos no eran comparables, ni siquiera las razones que los provocaron,
pero aún así Gregorio no podía soslayarlo y se imaginaba a la avioneta del
multimillonario chocando con el enorme edificio de la misma forma que el Boeing
había atravesado el año anterior una de las desafortunadas Torres Gemelas.

Pasaban los días y con ellos las noticias se sucedían. Gregorio leía con
detenimiento la retirada parcial de las tropas israelíes en las ciudades palestinas,
opinaba e incluso discutía consigo mismo sobre el visto bueno a la Ley de Partidos
del Partido Popular por el Consejo de Estado, sufría imaginando a España en el
Mundial de fútbol mientras gozaba con la crónica de la victoria conseguida en
Irlanda, y se sorprendía de dos nuevas muertes de jóvenes mujeres a manos de sus
celosas parejas. Lo que más le entusiasmó, si podía hablarse de entusiasmo en sus
condiciones, fue el día en que debía observar con detenimiento las viñetas cómicas.
Le encantaban. En las primeras páginas aparecía un primer diseño de Romeu, en el
que uno de sus simpáticos y narigudos personajes explicaba al otro la complicada
situación de Venezuela con el gobierno de Chávez, a modo de telenovela. El oyente
aparecía con los ojos un poco confusos, y con el pelo largo y distraído daba la
razón al orador como si aquello fuese demasiado complicado de entender.

Luego aparecía la viñeta de Forges, representando bajo un cielo azabache el


campo yermo, cuyos guijarros llevaban todos la denominación “made in Sharon”,
y en medio de la desolación aparecía un cartelito con el nombre de Yenín, el campo
de refugiados palestinos.

En otra página, Máximo representaba en una bandera norteamericana, con la


estrella de David sustituyendo a los cincuenta Estados, la comunión entre los
israelíes y los intereses estadounidenses.

Peridis seguía en su línea, retratando a Zapatero y a Aznar como burlescas


caricaturas que se echaban la culpa de todo. Pero la que más le gustaba a Gregorio
era la viñeta de «El Roto». En la personal visión del artista aparecía el sempiterno e
inexpresivo rostro de Aznar diciendo: «No pensar como yo es crear la división
entre los españoles». Aquello produjo una sonrisa en el preso. Las líneas que
trataban de mostrar una negra corbata bajo el serio semblante del presidente
podían compararse fácilmente con la silueta de un zapato, y Gregorio pensó
rápidamente en un posible intento del artista por filtrar al líder de la oposición
«Zapatero» en el retrato, aunque finalmente resolvió tomarlo como una
contingencia sin ninguna intención.

Habían transcurrido tres semanas desde su secuestro y, pese a que cada mañana
aparecía un rollo de papel junto a la comida y Gregorio utilizaba la olla para
defecar, el aire corrompido del zulo le llevó a determinar que el agujero que servía
de retrete no conducía a un río subterráneo, sino a una especie de almacén de
estiércol de donde ascendían irremisiblemente los olores.

Siempre somnoliento y cansado por el aislamiento y el ambiente viciado, Gregorio


observaba la bombilla por un largo tiempo, y cuando apenas desviaba su mirada la
bombilla se movía en esa dirección como exigiendo su interés. Aquella reclusión
estaba dando vida a los objetos que lo rodeaban. En ocasiones creía moverse el
minutero del reloj despertador con tal velocidad que juraría que alguien invisible
estaba manipulando las agujas. Desde el camastro se agotaban lentamente sus
fuerzas.

Hacía días que no releía el periódico y no había forma alguna de detener el caudal
de pensamientos en su cabeza. Estaba seguro de que muy pronto se volvería loco.
A veces le surgían pensamientos estúpidos como «Laura ya habrá vuelto de sus
vacaciones», para luego darse cuenta de que la muchacha habría regresado a su
casa nada más conocer el secuestro. Se preguntaba si sus carceleros habrían
llamado ya a su hogar. Le parecía extraño que no hubieran requerido a Gregorio
para grabar algo en un casete que enviar a la familia, algo con lo que atestiguar el
secuestro. Tres semanas y todavía no había visto sus caras. Algunas noches —o lo
que, según el reloj, él intuía que eran noches- intentaba contener el sueño para
poder ver a sus secuestradores abrir la puerta y colocar el plato de comida, pero
nunca conseguía su propósito. En cuanto el agotamiento le jugaba una mala
pasada y despertaba tras un desliz o un lánguido parpadeo, el plato de comida
aparecía junto al nuevo rollo de papel como por arte de magia. Jamás oía voces
detrás de la puerta, ni tan siquiera ruidos.
Al recibir tan escaso alimento Gregorio no utilizaba el papel a diario, por lo que lo
aprovechaba para acolchar mejor el camastro, cada día más desvencijado. Tenía la
voz rota de gritar palabras en silencio, y las horas sonaban profundas y graves, una
tras otra, día tras día, en el reloj de agujas, como un incesante y enloquecedor
goteo.

Tal vez fuera el incesante tic tac lo que pudo sugestionar la mente de Gregorio
para que éste sufriera una continua y desagradable pesadilla que se repetía todas
las noches. En sus desvaríos nocturnos aparecía en una galería de arte, observando
siempre el mismo extraño cuadro. En el lienzo figuraban dos hombres en primer
término, uno de ellos apuntando a la cabeza del otro con una pistola, y el segundo,
a juzgar por la ropa, la complexión y el pelo cano, era Gregorio. Justo al frente de
ambos hombres había una especie de habitación transparente, a modo de jaula, en
la que aparecían arrodillados, en postura previa a una ejecución medieval, Maite,
Susana y sus dos hijos. Los rostros de los condenados eran inexpresivos, mientras
que el hombre armado que apuntaba a Gregorio tenía la cabeza emborronada,
como desvanecida por el disolvente y el algodón de un efervescente artista.
Entonces la figura de Gregorio intentaba dar un paso adelante para abrir la puerta
del habitáculo transparente, pero la imprecisa figura agresora emitía un rugido
ininteligible que podía traducirse como una orden, y el contable secuestrado
retrocedía de nuevo. Entonces Gregorio intentaba desviar la mirada del cuadro, el
hombre armado se giraba hacia él y un sonoro disparo lo hacía despertar y
deslumbrarse con la luz de la bombilla encendida día y noche como un guardián.

La pesadilla se repetía todas las noches, de manera que Gregorio intentaba pensar
en cosas positivas y en gratos recuerdos para sobrellevar su situación lo mejor
posible. En los recorridos de su memoria evocó los mejores momentos con Marta,
las primeras citas, el matrimonio, la noche de bodas, los hijos. Ante él se sucedían
los mejores recuerdos de su vida, como si alguien estuviese manipulando un rollo
de película dentro de su cabeza. Todo en su vida estaba resuelto, hasta que
apareció Susana.

Recordó haberla conocido una tarde en el concurrido paseo de la Independencia.


Una de esas conversaciones triviales en torno a un libro, situado en uno de los
estantes superiores de la librería, que terminan con una mirada de interés y un
adiós afectado. En apenas unas palabras, mientras Gregorio le alcanzaba el
ejemplar que ella quería de Agatha Christie, cruzaron opiniones sobre libros y
lecturas, y desde aquel momento ambos decidieron tácitamente encontrarse a
diario en aquella librería, justo veinte minutos después de terminar la jornada
laboral para Gregorio. Los dos sabían que el segundo encuentro del día siguiente
no resultó casual, ni el tercero, ni el cuarto, ni todos los sucesivos. Poco a poco el
asunto fue adquiriendo vigor y Gregorio comenzaba a faltar en casa hasta altas
horas de la madrugada, aludiendo a problemas de trabajo o reuniones escasas en
toda su vida hasta que conoció a Susana. Fue así que Maite sospechaba tan
fácilmente de él.

Gregorio recordaba bien a Susana, con la que ya compartía varios meses de idilio.
Muchos años más joven que él, era pequeñita, y su semblante parecido a una
manzana colorada, con unos ojazos negros y una boca tan encantadora que lo
había cautivado desde el primer momento en que ella sonrió el primero de sus
chistes.

Tantas veces se había asomado Gregorio a la puerta de la librería, entrando en


cada uno de los pasillos con el disimulo puesto sobre los libros hasta que la
encontraba a ella detenida frente a un estante de novelas de terror y suspense.
Entonces comenzaba el juvenil coqueteo que a Gregorio le hacía tanto bien en el
alma y le llenaba de una intensa alegría.

Pobre Maite, pensaba Gregorio tumbado en el camastro. No era justo esconderles


aquella relación a su mujer y a sus hijos. En cuanto volviese a casa abriría la puerta
y le contaría a su mujer toda la verdad. Ella lo sospechaba desde hacía tiempo, no
se pueden esconder ese tipo de cuestiones a una mujer con la que se comparte
lecho todas las noches desde hace más de dos décadas, pero Gregorio sabía que
Maite querría escucharlo de su propia voz al menos, tal vez para llorar en su
hombro o para lanzarle los platos a la cabeza. Ya daba lo mismo. Amaba a Susana
y quería vivir el resto de su vida con ella.

Pero primero tenía que salir de allí. ¿Cuánto tiempo más iban a tenerlo encerrado?
Deseaba tener un espejo con el que poder apreciar mejor los cambios. Debía haber
adelgazado unos diez kilos, la cintura del pantalón ya no le quedaba estrecha, y la
barba comenzaba a parecerse a la del padre de Maite. Menudo viejo vanidoso.
Creía que por conducir un Mercedes y vestir un Emilio Tucci para acudir a las
reuniones de su empresa podía mirar a todo el mundo por encima del hombro.
Gregorio aún recordaba la cara que puso cuando su hija anunció en medio de una
fiesta navideña que iba a casarse con él. Nunca se habían caído simpáticos. El viejo
Ortiz siempre había esperado un marido de alta alcurnia para su hija y no un
currante de oficina cuyos padres todavía vivían en el arrabal de Zaragoza.

Se despertó una mañana con la duda y el remordimiento devanándole los sesos.


Echó mano de los papeles de periódico que aún no había utilizado y miró la fecha
de la edición. Luego contó las bolitas de papel que había arrugado desde su
llegada para contar los días de su secuestro, y comprobó que aquella mañana era
su aniversario de boda. El primer aniversario que no compartiría con Maite en
veinte años.

Sin embargo, no era en su mujer en quien pensaba a todas horas. Poco a poco la
voluntad de estar junto a Susana se convertía en una obsesión. Gregorio recordaba
una y otra vez el día en que visitó el piso de la joven, un domingo por la mañana.
Estaba escondido en una olvidada callejuela del Casco Viejo de la ciudad, en una
zona conflictiva plagada de etnias marginales. A él no le gustaba el ambiente pero
ella aseguraba que era provisional.

Cuando entró en el piso se sorprendió por la exuberante decoración, cargada de


un envolvente halo místico. Multitud de estatuillas africanas y objetos exóticos
aparecían diseminados con dudoso orden sobre las mesillas circulares tipo
Segundo Imperio y las alfombras persas que tupían el suelo de los pasillos y el
salón. Gregorio nunca había visto nada igual. Parecía el hogar de una mística, una
vidente, no de una joven secretaria que trabajaba en una oficina a horario partido.
Sin embargo, Gregorio recordó que esto mismo había hecho de Susana algo más
interesante, más estimulante para él. En el anticuado domicilio había estantes
rebosantes de libros de terror y ocultismo, alguna foto de la joven y de sus amigas,
y muchas alfombras enjaezadas con filigranas y ribetes tapizando las viejas
paredes. Había una habitación cerrada con llave que Susana no quiso abrir, porque
allí escondía pinturas de su creación y otras obras de arte que ella escondía a los
demás por vergüenza. Decía que era algo muy personal y, por más que Gregorio
insistió, se quedó con la curiosidad.

Seis meses de idilio y ni tan siquiera una vez pudo descubrir lo que había al otro
lado de la puerta de aquella misteriosa habitación. Por supuesto que eso nunca lo
había molestado. Al contrario, el pequeño secreto de Susana era un aliciente más
para volver cada domingo por la mañana a su piso, mientras le decía a Maite que
se marchaba de pesca.

¡Cuánto había disfrutado con Susana! Esa joven le había devuelto su juventud y su
pasión por la vida y sería por ella y por sus hijos por lo que seguiría vivo hasta que
los secuestradores decidieran sacarle de allí. Porque ahora estaba convencido de
que saldría pronto.

En ese momento la luz de la bombilla se apagó de improviso y Gregorio se


estremeció con el sobresalto. La luz no había menguado paulatinamente hasta
apagarse, no, había sido un apagón repentino, como si alguien al otro lado de la
puerta hubiese pulsado el interruptor. Gregorio gritó súplicas y peticiones que a la
postre se volvieron insultos. Saltó del jergón para apoyarse sobre la puerta y pedir
auxilio propinando inocuos golpes con las manos en la madera. Al ver que nadie
contestaba retrocedió hasta tropezar con la olla y algunas hojas de periódico, para
luego volver a tientas a su lecho. Llevaba dos días sin recibir comida ni agua ni
papel, algo a lo que en principio no había dado importancia. Pensaba que los
guardianes habrían tenido algo que hacer en otro lugar para más tarde volver a
por él. Pero ahora sabía lo que significaba ese apagón. Lloró como un niño,
recogido en posición fetal, mientras sus oídos engañaban a sus ojos, ciegos en la
noche, y le hacían ver y escuchar ruidos y movimientos de ratas e insectos que
hasta entonces no habían existido. Gregorio comprendió que aquella luz, aquella
bombilla que soportó su aislamiento durante casi un mes, no volvería a
encenderse. Mientras tanto el reloj marcaba las horas y el eco de las agujas en la
oscuridad se confundía con el corretear de las alimañas.

***

Gregorio Sánchez fue hallado muerto el 30 de abril del 2002, dos meses después de
su desaparición, en un pequeño zulo situado en los montes de Villamayor. El
escondite fue hallado gracias a la cantidad de fotografías que la policía descubrió
en una habitación del pequeño piso de la joven detenida, Susana Lorente, situado
en el centro de la capital, quien al parecer había sido también su amante.

Pocos días después de la desaparición de Gregorio Sánchez, su mujer puso a


disposición de la policía la agenda telefónica del secuestrado. Se determinó
contactar con todas aquellas personas que figuraban en la lista y que su mujer
desconocía, descubriéndose al poco tiempo la identidad de la joven. Cuando los
agentes irrumpieron en el piso de Susana Lorente, descubrieron en el interior de
una habitación cerrada con llave multitud de fotografías, organizadas
cronológicamente sobre un tablón de caucho, realizadas a la víctima durante su
secuestro y siempre cuando este se hallaba dormido. Así mismo se halló en la
misma habitación un extraño cuadro en el que figuraban la familia de la víctima,
Gregorio y la propia Susana, además de un hombre desconocido armado con una
pistola automática.

(Fin del extracto del informe policial). Lágrimas de sangre

Mi marido siempre fue uno de esos hombres enfrentados consigo mismos.


Jamás se hacen a la realidad de ser adultos. Prefieren caminar cabizbajos por la
calle, con la condena de muchos mal llevados años achacándoles las espaldas, y
llegan a sus casas apoltronándose en el sofá o se quedan varados en los bares como
ballenas melancólicas, arrepintiéndose de lo que no hicieron en la vida, buscando
una excusa que les haga entender la razón del paso del tiempo, por qué éste se ha
vengado de ellos, de su cobardía, de su indeterminación en la vida, y los ha dejado
sin nada, sin algo por lo que sentirse orgullosos de sí mismos.
Algunos de estos hombres pueden ser peligrosos. Unos se vuelven agresivos
y tratan de encontrar jarana en los bares con los demás comensales, otros dilapidan
el dinero en máquinas tragaperras y demás vicios que les hacen olvidar
efímeramente sus responsabilidades familiares. Son niños enrabietados después de
haber perdido la batalla de la vida. Todos ellos quisieron alcanzar la madurez muy
pronto, perdiéndose la mejor parte de la película.
La juventud es sin duda la mejor época del ser humano, pero ha de finalizar
para que nos demos cuenta de lo valiosa e irrepetible que es, de lo poco que la
hemos exprimido. Lo justo sería guardarse unos diez años de juventud para
aprovecharlos al finalizar la vejez, ésa sería la mejor de las pensiones: cumplir los
setenta años, con toda la experiencia de la vida en nuestras retinas y recuerdos, y
volver a ser joven por una década para aprovechar los momentos perdidos, las
oportunidades desperdiciadas, los amores resignados, los besos y caricias
anheladas, las lecturas y aprendizajes nunca cursados, los viajes olvidados debido
a la falta de dinero en la adolescencia, las aficiones abandonadas.

Probablemente no volvería a casarme con mi marido si nos dieran la


oportunidad de ser jóvenes nuevamente, no cometería el mismo error dos veces,
aunque a menudo me da la sensación de que si los hombres son el único animal
que tropieza dos veces con la misma piedra, las mujeres somos las únicas que
tropezamos cien veces con el mismo hombre, o, por lo menos, las mujeres de mi
edad, porque hay que reconocer que las jóvenes de hoy en día suelen tener bien
puestos los... atributos. Ése ha sido el gran logro de las mujeres de mi época, haber
inculcado a nuestras hijas que somos iguales a ellos y tenemos sus mismos
derechos. Antes no era así. Antes las mujeres esperábamos al hombre ideal de
nuestra vida, pero, mientras tanto, nos casábamos con el primero que nos decía
cuatro tonterías y tenía un empleo asegurado. ¿Quién me mandaría a mí casarme
con semejante personaje?

Ya me lo advertía mi madre:

—Hija, mira que este chico parece buen mozo a primera vista, pero lo veo un poco
autoritario contigo, y eso que sólo sois novios desde hace unas pocas semanas.
Además, parece un poco borrachín con eso de tener siempre la copa de vino en la
mano cada vez que cena con nosotros en casa, que parece que el vaso lo lleve
pegado a los dedos.

—No diga bobadas, madre— respondía yo.

¡Pero qué tonta! En cuanto nos casamos, lo primero que hizo él fue comprar un
minibar para el salón, bien completito, con sus copas de bohemia y sus botellas de
bourbon, vodka y otras «bebidas de hombres», como él las denominaba. Al
principio echaba mano de la bebida a escondidas, algo avergonzado de aquello,
pero cuando fue aumentando la confianza, o la convivencia, mejor dicho, porque
confianza nunca la hubo, se preparaba siempre las copas con el mayor descaro,
delante de mí, e incluso delante de los niños cuando llegamos a tenerlos. Yo
aguantaba este vicio porque ningún daño me hacía, pero cuando se trataba de mis
hijos era otra cosa. Buenas broncas tuvimos en casa. Claro que nunca logré
disuadirle. Y del sexo ni hablemos, no creo que ningún hombre hubiese sido tan
malo en la cama como mi marido. Ya lo decía mi madre, los hombres y las mujeres
son como el aceite y el agua, los echas en un vaso, y si no los agitas continuamente,
se separan. Algo así nos sucedió a nosotros. Casados oficialmente, aunque aislados
el uno del otro. Sin embargo, fue cuando llegaron los verdaderos problemas, los
económicos y laborales, cuando mi marido mostró su verdadera cara, su rostro
más oscuro, y jamás pude contenerlo.
Tras quince años dedicados a la misma empresa, un taller mecánico de
automóviles, el negocio cerró y él se quedó en la calle. No tardó en encontrar un
nuevo empleo en la cadena de montaje de una fábrica, pero mucho peor pagado y
más agotador. Ya nada fue lo mismo. Llegaba a casa exhausto, se sentaba a la mesa
para comer, refunfuñando si la comida no era de su completo agrado, abroncando
a sus hijos más que de costumbre cuando armaban algo de jaleo por el piso. Su
carácter era mucho más irascible. Dejó el minibar por la taberna de la esquina, la
cual fue frecuentando los fines de semana primero, día tras día después, sin
descanso, hasta acostumbrarse a llegar a casa a diario totalmente ebrio y enojado
por haber acabado así en la vida. Traía tal desprecio y resentimiento al hogar que
muy pronto le tuve miedo, y la única vez que osé abroncarle, tras llegar borracho a
las dos de la madrugada de un martes, me golpeó de tal manera que ya nunca abrí
la boca. No cuando veía en sus ojos el odio de un cobarde embrutecido por el
alcohol. Con el tiempo se hizo más agresivo y los maltratos pasaron de la madre a
los hijos. Yo no podía soportarlo. Recuerdo a mi hijo menor corriendo despavorido
por el pasillo, escondiéndose tras de mi falda para evitar las bofetadas y las
patadas de su desmerecido padre. A duras penas conseguía retener a mi marido.
Muchas veces me ponía por delante para que se ensañase conmigo.

Nunca dormíamos juntos por aquella época. Él decidió dormir en el salón, en el


sofá, con la televisión encendida toda la noche y el volumen al máximo, y yo
permanecía en la cama de matrimonio de nuestro dormitorio, llorando, temiendo
que en algún momento entrase en el cuarto quejándose de mis sollozos y me
arrease una paliza.

La falta de dinero se unió infaustamente a su hábito por el juego. Yo al principio


no sabía si era realmente tan estúpido como para esperar solucionar todos nuestros
problemas con una buena racha en el bingo, o si simplemente había decidido
acabar con lo poco que poseía. Ahora sé que jamás se le pasó por la cabeza sacar su
vida, nuestra vida, adelante. En su dispendio ludópata apenas nos dejaba una
porción de su salario para sobrevivir como presos. Mis hijos tenían que acudir al
colegio como pordioseros, con pantalones apolillados y camisetas descoloridas que
debían remangarse para ocultar que eran dos tallas menores de lo relativo a su
estatura. No les podía comprar ropa nueva ni libros para su educación; el dinero
apenas me llegaba para poner un plato en la mesa. Pero lo peor llegaba todas las
noches cuando volvía mi esposo de la taberna, después de haber despilfarrado su
mensualidad en varias docenas de cartones de bingo y apuestas, incluso con
alguna fulana de club nocturno. Mis niños rara vez percibían su llegada, y si lo
hacían, bien se cuidaban de permanecer callados en sus cuartos, ocultos bajos las
mantas. Mi marido llamaba primero por el videoportero, pulsando repetidamente
el interruptor, como si imaginara que estaba marcando cualquier número a través
de una cabina telefónica. Entonces yo descolgaba y preguntaba. Él no respondía,
pero lo escuchaba arrimarse contra la puerta y golpear fuerte para que ésta se
abriera, mientras maldecía y emitía sucios regüeldos provocados por las náuseas.
Siempre le abría. Probablemente debí haber llamado a la policía la primera noche
que hizo aquello, pero no fue así, no sé si por azoramiento o por resignación, pero
el caso es que nunca avisé a los municipales hasta la última noche de mi desgracia.

Tras varios años soportándolo me cansé de él. Estaba harta de aguantar el suplicio
de convivir con un fantasma continuamente encolerizado. Sólo los peces muertos
se dejan llevar por la corriente, y a mis cuarenta y dos años yo estaba todavía muy
viva, demasiado viva para desaprovechar el resto de mi vida en compañía de ese
cobarde borracho. En una ocasión, la noche de un viernes frío de invierno, hice
acopio de voluntad y decidí no contestarle cuando trataba de volver a casa. Él
siempre llevaba las llaves del portal consigo, por lo que si no abría nunca la puerta
era debido a una necesidad de hacerme la vida imposible y contagiarme la
desdicha que lo corroía a él día tras día. Aquel viernes fatídico recuerdo no haber
contestado a su llamada. En lugar de eso decidí asomarme a la ventana para ver
cómo reaccionaba, y al observar mi marido que yo no respondía, encolerizó de tal
forma que sus gritos despertaron a buena parte del vecindario. Comenzó a golpear
la puerta con tal ferocidad que a punto estuvo de echarla abajo. Miraba hacia
arriba para encontrarme, intuyendo con acierto que yo estaría observándole desde
la ventana, pero andaba demasiado ebrio para concentrar la vista en un único
punto fijo. Mientras tanto yo le espiaba desde las alturas del cuarto piso, sonriendo
por su forma de intentar torpemente abrir la puerta, sin acertar con la llave en la
cerradura. Tras unos instantes lo consiguió, se abalanzó sobre la puerta y el
corazón me dio un vuelco. Llamé rápidamente a la policía. Apenas pude articular
palabra hasta que conseguí concederles con mucho esfuerzo nuestro número de
teléfono completo y la dirección exacta. Sin embargo, en lugar de permanecer en
casa atrancando la puerta, como me sugirió la joven agente que contestó al
teléfono, por una irracional decisión me acerqué a la puerta de entrada y la abrí
para asomarme a las escaleras, como un infeliz esperaría la llegada del demonio
pese a saber que éste lo enviará al mismísimo infierno si lo atrapa.
Lo observé subir lentamente los escalones dando bandazos, pese a que trataba de
apresurarse. Recé para que tuviera un fatídico resbalón que lo hiciera trastabillar y
caer escaleras abajo, o que en un intento por regurgitar se asomara a la barandilla y
cayera al vacío hasta estrellarse contra el terrazo del vestíbulo. Pensé también en
atacarle aprovechando su confuso ascenso, pero no me atreví. Cuando llegó al
patio del cuarto piso lo vi desabrocharse el cinturón mientras maldecía mi nombre.
Entonces volví a entrar en mi casa, horriblemente asustada, sin acordarme de
cerrar la entrada tras de mí. Intenté esconderme en la cocina atrancando la puerta,
pero cuando amenazó alejándose por el pasillo con matar a mis hijos me vi
obligada a entregarme. Entreabrí la puerta para saber si aún andaba cerca y le grité
que viniera a por mí con la garganta acuchillada por el miedo. En realidad, él
permanecía escondido tras la pared de la cocina, y aprovechó mi despiste para
precipitarse sobre la puerta y con ello derribarme. En un vano intento por
aferrarme a algo mientras caía al suelo volqué la frágil mesa de la cocina. Varios
platos y una jarra de cristal llena de agua cayeron en mi tentativa por
incorporarme. Mientras, mi esposo flanqueaba el umbral con una rabia infinita
fulgurando en su mirada. Cinturón en mano, me golpeó sin piedad como a un
animal indefenso. Entretanto yo me arrastraba a través de los cristales rotos y de
las baldosas mojadas que me hacían resbalar en la huida. Alcancé con la mano
derecha la pata de una silla y la interpuse delante de mi esposo. Él intentó sortearla
saltando, pero afortunadamente el güisqui mermaba su equilibrio y cayó de bruces
en el suelo con las piernas enredadas con las patas de la silla. Conseguí
incorporarme, y junto a mí, en el fregadero, vi el cuchillo utilizado horas antes para
cortar el pescado y separar las vísceras. Apareció ante mí la oportunidad, la
ocasión de terminar por mí misma el infierno que había vivido durante años y de
empezar una nueva vida. Mi mente navegó por un instante en lo que podría haber
sido mi existencia de no haberme casado con ese desgraciado. Cientos de ingratos
recuerdos se presentaron ante mis ojos a modo de desagradables flashes
fotográficos que estremecían todo mi interior y rebelaban mi alma. Acaloradas
discusiones por tonterías, días de celebración aguados por el alcohol, ninguna
noche en familia, nerviosismo, miedo, disgustos e injurias, bofetadas, patadas,
violaciones. Desperté de la pesadilla al escuchar a mi marido gritarme «puta» a la
cara mientras se incorporaba torpemente después de varios segundos de
aturdimiento. Decidí no volver a sufrir jamás.

*********

Cuando la policía llegó al piso me encontraron arrodillada encima de mi marido,


tendido sobre un gran charco de sangre. Yo me debatía nerviosa en desgarradores
sollozos entre el odio y el arrepentimiento, con el afilado cuchillo en las manos y el
rostro cubierto por lágrimas de sangre, anhelando encontrar descanso.

Mis hijos salieron de la casa en cuanto escucharon la amenaza de su padre, por lo


que salieron ilesos físicamente aunque traumatizados para siempre.

El juez estimó que los maltratos sufridos hasta entonces no justificaban el motivo
de mi sanguinario ensañamiento. Además, no creyó totalmente que los maltratos
se hubiesen sucedido durante años, pues yo nunca había interpuesto denuncia
alguna, como bien recordó el fiscal. El juez declaró que yo podía haber atrancado la
puerta de entrada y haber esperado a la policía, intuyendo que si no lo hice fue por
aprovechar la embriaguez de mi marido para asestarle a sangre fría las diecisiete
puñaladas. Tal vez debí dejarme asesinar, pero si no lo hice fue por evitar las
posteriores preguntas de algunas personas que siempre se ponen de parte de los
maltratadores: ¿Qué habrá hecho la mujer para que su marido la matara? ¿Es que
eran una pareja de drogadictos?

Para los actos más violentos siempre se buscan justificaciones.

Tampoco quise dejar solos en este mundo a mis hijos y opté por sobrevivir para
demostrarles que los malos jamás se salen con la suya.

Me equivoqué.

Ahora mi confinamiento en una celda durante los próximos veinte años me hace
renegar categóricamente de la justicia. Pero lo peor sucede a medianoche, cuando,
refugiada bajo las sábanas, intuyo la incorpórea forma de mi marido atravesar los
barrotes del cuarto y acercarse a mi lecho para susurrarme al oído un insulto y
reírse de mi desgracia. Promete no cejar jamás en su empeño por martirizarme; no
tiene otro objetivo ahora que su alma vaga errante por el mundo. Beso mortal

Allí estaba ella. Quieta, tranquila, fría, descansando sobre la barra del pub,
de mi pub. Habíamos cerrado media hora antes, a las seis de la mañana, y Héctor y
los camareros se habían marchado ya, probablemente a algún alter hour, así que
estábamos los dos solos. De haberla visto en manos de otra persona no lo habría
admitido, pero no, ella estaba conmigo desde siempre. Nunca nadie antes la había
poseído, bueno, lo cierto era que yo tampoco, pero aquella noche se me intuía
propicia, más que ninguna otra. Ya bastaba de rodeos, necesitaba decidirme de una
vez.
La música de Red Hot Chili Peppers trepaba por las paredes del local y se
colaba en mis oídos ordenándome. By the way; el ritmo pretendía acerarme la
sangre, pero mis manos temblaban como hojas al viento.
Veía su sonrisa fría, metálica, esperándome como venía haciéndolo todas las
noches desde que la encontré en el Full Aventura Fire. Ella era preciosa. Un poco
pequeña, pero me habían dicho que era de esas que tienen un beso mortal, y yo así
lo creía, por eso me asustaba tanto tenerla entre mis manos. Siempre venía
conmigo, y a menudo yo le decía algún cumplido, pero no solía acariciarla. Tal vez
era por eso por lo que ella me miraba con expresión resuelta, desafiante. Sabía que
yo le tenía miedo, aunque la quería para mí.
Fijé la mirada en ella, y al saberme descubierto giré el rostro. En el local se
respiraba un olor a sudor, a alcohol desparramado por el suelo, a suciedad que a la
mañana siguiente la empleada de la limpieza vendría a limpiar como cada
domingo. No pude resistir acudir detrás de la barra y llenarme un vaso de güisqui.
Nunca fui lo que se llama un chico atrevido. Cogí una botella de Ballantines y llené
el vaso hasta el borde, sin hielo. Luego di un largo trago hasta abrasarme la
garganta.

—Está bien —le dije; ella estaba a tan sólo dos metros de distancia—. Hoy es
la noche. Lo he decidido.
Ella no respondió. Nunca lo hacía. Pero intuí que esos ojos negros me
miraban incrédulos.
—De verdad —añadí.
La cogí con la mano derecha y ella se amoldó a mis dedos deferentemente.
Puse su cuerpo contra mi rostro y advertí el frío inquebrantable en su piel, el frío
del ejecutor que lleva esperando mucho tiempo impaciente. La volví hacia mí y
esperé el beso mortal, pero ella no respondía. La música me impulsó a dar el
primer paso. Apreté el gatillo y la bala salió tan deprisa que no tuve tiempo de
despedirme de ella, de mi Taurus calibre 357.
El hoyo

Cuando el vehículo policial se detuvo, la medianoche imperaba como un dios


antiguo.
En el sereno cielo de diciembre podían verse las estrellas, destacando como
purpurina esparcida en un vasto mantel negro. Habían parado en un descampado,
en medio de la nada, junto a un camino agrícola que distaba un kilómetro de un
polígono industrial alejado de la capital. Los faros del coche eran la única luz
artificial en aquél terreno, y su haz blanquecino bañaba varias decenas de metros
de terreno árido. Muy lejos, podían distinguirse en el horizonte los edificios
arracimados en la ciudad, como una orgía de luciérnagas copulando. Tomás, el
policía que estaba en el asiento del copiloto, gruñó antes de abrir la puerta. Era un
hombre corpulento. Su rostro feo e hinchado por la comida rápida mostraba un
profundo desagrado por quien transportaban en el asiento trasero, detrás de la
mampara. Bajó primero el pie derecho a tierra. La suela de la bota Swat crujió al
aplastar las piedrecillas. Después se ayudó a salir aferrándose con ambas manos al
chasis del vehículo. Parecía un enorme gorila de pecho plateado saliendo del
interior de una cueva. Hacía frío. Mucho frío. El ordenador del coche marcaba dos
grados bajo cero y un viento lacerante estremecía la noche. El conductor, David
Arosta, un policía de la última promoción, dejó el motor encendido y salió con el
rostro serio, situándose detrás del veterano. Tomás se colocó junto a la puerta
trasera derecha del vehículo y, tras un bufido, abrió la puerta. En el interior había
un niño. Tenía poco más de once años, aunque en su mirada despierta se adivinaba
la agudeza propia de los chavales que viven en la calle. —Baja, hijo de puta —
conminó el agente. El niño salió del vehículo con bastante agilidad, mucho más
rápido de lo que lo había hecho Tomás e incluso su compañero. Ambos sabían que
si el chiquillo echaba a correr, no lograrían alcanzarlo. Claro que esta vez miraban
con tanta seriedad al pequeño delincuente, que parecía que pudieran llegar hasta el
final. Por eso, Ismael, hijo de los Putrescu Garmendia, residentes en una parcela de
la calle Salillas, tenía miedo por primera vez a la policía. Ismael pertenecía a una
larga estirpe de traficantes y chorizos, procedente de los montes transilvanos,
aunque asentados hacía varias generaciones en la Península. A los seis años, el
chiquillo robó su primer ciclomotor. A los nueve ya había prendido fuego a cuatro
coches y hurtado en medio centenar de comercios, siempre en horas nocturnas. A
los diez comenzó a ayudar a sus primos a transportar las papelinas envueltas en
papel de plata, sirviendo de enlace entre dromedarios y almas venidas a menos.
Pero la policía vestida de paisano, que acechaba todas las noches en vehículos sin
distintivos, acabó por hartarse de su impunidad. El mismo Tomás había cogido al
menor con las manos en la masa en dos ocasiones, con sendas bolsitas de las que el
niño había jurado que eran harina para su tía, la panadera. Desde luego, el crío era
una de las jóvenes promesas del barrio. Al paso que iba, pisaría el talego al día
siguiente de cumplir la mayoría de edad, por más que el Código Penal perdonase
sus pecados anteriores. Pero Tomás no estaba dispuesto a esperar tanto tiempo. —
Ahora vas a cavar —dijo el corpulento policía, sacando una pala del maletero del
coche y tendiéndosela al niño. —¿Qué? —inquirió el chaval, mirándolo con los ojos
desorbitados. —¡Que caves, coño! —ordenó Tomás, ofreciendo esta vez la pala con
los brazos en tensión. Ismael la asió. Le resultó muy pesada al principio y dejó caer
la cabeza de hierro en el suelo. Después, haciendo un esfuerzo, la levantó unos
centímetros del suelo y trató de incrustarla en la tierra con un golpe seco. Con
ayuda de un pie, pudo hundir más la pala. Así comenzó a cavar. —Apaga el
motor, compañero —pidió Tomás al joven Arosta, sacando de su funda la linterna
con la que comenzó a alumbrar al pequeño. Arosta, algo aturdido por el
comportamiento del veterano, apagó el motor. Las luces y el ronroneo del vehículo
se extinguieron. En la oscuridad podían distinguirse las tres sombras en torno a la
linterna. Una de ellas cavando penosamente en el suelo árido. Las otras dos
expectantes. —¿Por qué estoy cavando? —inquirió Ismael, resoplando por el
esfuerzo que le arrancaba cada palada. —Porque me sale de los huevos —
respondió Tomás—. ¿Recuerdas la vez que me hiciste correr detrás de ti por toda la
calle Villalpando? ¿Recuerdas, mocoso de mierda? El policía se acercó con una
horrible mueca de furia en los labios. Ismael comenzó a temblar. Arosta nunca
había visto así al muchacho, pese a que ya se había topado con él en una docena de
ocasiones en sólo un mes. Con el pelo alborotado, extremidades delgadas y la tez
pálida característica de los Putrescu, ese chico resultaba ser todo un demonio. Esa
maldad contenida podía intuirse normalmente si se le miraba a los ojos. Aunque
ahora era diferente. Por primera vez, Ismael parecía temer lo que le iba a suceder, y
eso había permitido evolucionar la expresión de su mirada hasta aparentar una
imagen más cándida. Arosta habría terminado con aquello. Ya era más que
suficiente. El chico había recibido su pequeño susto, su merecido. Quizás ahora
aprendería a respetar a los demás. No era necesario ir más allá, pero sabía que
Tomás deseaba hacerlo. Y Arosta no se atrevía a contradecirle. Conocía el mal
genio de su compañero. —¿Quién te ha dicho que pares de cavar? —gruñó Tomás
propinándole un puntapié al muchacho en la espalda. El niño cayó al suelo. Una
lágrima furtiva parecía asomar en su mirada. Ismael volvió a coger la pala e
insistió en su labor. Apenas había cavado un hoyo de tres palmos de profundidad.
—¿No crees que te estás pasando? —le susurró Arosta a su compañero. Pero
Tomás no le escuchó y siguió insultando al pequeño, regalándole un bofetón cada
vez que abandonaba el mango de la pala. Transcurridas tres largas horas, Tomás
ordenó a Ismael que se detuviera. El hoyo estaba terminado. Metro y medio de
profundidad. El pequeño resollaba con la pala en la mano. Sus rodillas apenas
podían tenerlo en pie. Entonces Tomás se acercó al agujero, de forma que sus botas
quedaron a la misma altura que la cabeza del muchacho. —Descálzate y dame tus
zapatillas —dijo desde arriba. —¿Qué pretendes? —preguntó Arosta. El joven
obedeció sin rechistar. Sabía que una nueva queja conllevaría otra bofetada o
muchas más paladas en la tierra, de manera que se limitó a desatar los cordones
para darle a Tomás lo que reclamaba. —Ahora ponte estas bridas en las muñecas
—instó el veterano policía lanzándole unos cordones tan efectivos como el mejor
de los grilletes. —No —respondió el joven. —¿Cómo dices? —No me las pondré —
dijo Ismael—. Quieres matarme, ¿verdad? —Nadie va a matarte si te portas bien,
estúpido —rezongó Tomás, aunque desenfundó su arma con la mano libre. Montó
la pistola con un rápido movimiento y apuntó al chico a la cabeza. —¿Qué coño
haces? —exclamó Arosta, mirando a su compañero con una mezcla de miedo e
incredulidad. ¿Verdaderamente pensaba acabar con la vida del chiquillo? Si era
así, no estaba dispuesto a permitirlo. Como policía, no podía permitir ese crimen.
Como persona, tampoco. Estaban yendo demasiado lejos. —Ponte las bridas y
cíñetelas fuerte —ordenó Tomás. Ismael miró a ambos policías con perplejidad.
Intentó buscar la respuesta en Arosta, pero éste desconocía igual que el niño la
dirección que iba a tomar el asunto. El chico tuvo que obedecer y tensó al máximo
las bridas. Una vez le demostró al policía que le resultaba imposible liberar sus
manos, empezó a lloriquear desde el fondo del hoyo. —¿Qué me vas a hacer,
cabrón? Tomás esbozó una sonrisa siniestra. —Veremos si descalzo, cansado y
maniatado eres tan ágil —explicó. El veterano se giró hacia su compañero. —Ya
podemos irnos. —¿Y qué hacemos con él? —preguntó Arosta señalando al
chiquillo. —Lo dejamos aquí —dijo Tomás—. Mañana por la noche volveremos a
por él. Ahora regresamos a comisaría. —No podéis dejarme aquí, tengo mucho
frío, por favor —suplicó el chico. Tomás lanzó una carcajada tan fuerte que parecía
que el manto de estrellas devolviera el eco. —Seguro que es la primera vez que
pides algo por favor, ¿eh, chaval? —dijo—. Mañana por la noche vendremos a
buscarte y te dejaremos libre. Después le dijo a Arosta que se marchasen. El policía
recién licenciado, aunque receloso, optó por seguirle la corriente a su compañero.
Segundos más tarde, el vehículo policial encendía las luces y se alejaba por donde
había venido. El pequeño Ismael se quedó allí, en el hoyo excavado por él mismo,
pidiendo ayuda a gritos. Al principio intentó zafarse de las bridas
mordisqueándolas. Necesitaba deshacerse de ellas antes de que llegara el alba y el
sol lamiera su piel macilenta. Pero sus dientes no eran suficientemente afilados.
Todavía no. Intentó trepar por la pared de tierra con las manos maniatadas, algo
que le resultó imposible y terminó con las escasas fuerzas que le quedaban. Sólo le
quedaba esperar, aguardar lo irremediable. En unas pocas horas el sol brillaría y su
miserable existencia sería la más breve de todo su linaje.

—¿Y si alguien lo encuentra? —inquirió Arosta, mientras conducía con la vista fija
en la calzada. —¿Quién va a pasar por ahí? —preguntó Tomás—. Casi nadie
circula por esos caminos agrícolas. Y aunque lo hagan, no se van a asomar a
cualquier hoyo que vean a lo lejos. —Pero el chico podría gritar y llamar la
atención… —Escucha —lo interrumpió el veterano con un movimiento tajante de
la mano izquierda—, sé que no estás nada de acuerdo con lo que he hecho. Pero
ese puto crío necesitaba un buen escarmiento. Si lo encuentra alguien antes de que
nosotros regresemos mañana, mejor para él. No hay pruebas de lo que hemos
hecho. Sería su palabra contra la nuestra. Nadie podría acusarnos. Después de
todo, el chico estará bien. Y si mañana nos lo encontramos jodido con una
pulmonía, mejor. Mejor para nosotros y para todos aquellos vecinos que han
sufrido sus gamberradas. Así aprenderá. —Sigue sin gustarme —rumió Arosta.
Desde luego, esas prácticas no tenían nada que ver con los protocolos aprendidos
en la academia policial. —En cualquier caso, recuerda que lo hemos hecho los dos
—añadió Tomás. Esta última frase hizo perder la concentración al conductor, que
desvió la mirada de la carretera. —¿Qué coño estás diciendo? —Tú pudiste
impedírmelo —explicó Tomás, mostrando un rostro triunfal—. Es así de fácil.
Como se te ocurra decirle algo a nuestros superiores, o a algún otro, te meto un tiro
por el culo. Recuerda que vamos los dos en el mismo coche. Somos un equipo,
joder. La conversación se eclipsó con el último comentario y el resto del camino de
regreso lo pasaron en completo silencio. Sólo la emisora policial chasqueaba de vez
en cuando para solicitar la presencia en algún lugar de la capital.

Aquella mañana, tras terminar con su jornada laboral nocturna y regresar a su


piso de alquiler, Arosta no durmió bien, pese a bajar completamente las persianas
y ponerse tapones en los oídos. Pensó en todo momento en lo que podría haberle
ocurrido al chiquillo, arrepintiéndose por no haber impedido el abuso. No podía
fiarse de la palabra de su compañero. Recordó el cañón de la pistola apuntando el
cráneo del pequeño ladronzuelo y le dolió la cabeza de tanto darle vueltas. ¿Seguro
que Tomás pensaba liberar al chiquillo? ¿O tenía pensado liquidarlo? Decidió
regresar antes de que alcanzara la noche y a Tomás se le ocurriera continuar con la
tortura. Llegó en su vehículo particular. Eran las cinco de la tarde cuando alcanzó
el descampado donde habían obligado al niño a cavar el foso. Estacionó al margen
del camino agrícola. Prefirió no adentrarse en el campo con su coche. Las piedras y
baches podían arruinar los amortiguadores que tan poco le importaban cuando
conducía en un vehículo policial. Se acercó andando al hoyo. Recordaba
exactamente su situación. Cuando lo tuvo al alcance de la vista, se acercó con cierto
sigilo. Quizás el chico estuviera durmiendo en su interior. Tal vez hubiera tenido
mejor suerte y un agricultor lo hubiera liberado a primera hora de la mañana.
Nadie gritaba pidiendo ayuda. No se escuchaban sonidos en su interior. Cuando lo
encontró, no pudo detener el vómito de la comida del mediodía. En el fondo del
hoyo yacía una figura extraña. Una especie de animal calcinado por el impacto de
un rayo o algo semejante. Parecía un murciélago de proporciones grotescas, algo
mayor que un perro de presa. Tenía unas alas membranosas quebradas y
retorcidas, como si hubiera fallecido después de soportar un gran dolor. Junto al
cadáver, Arosta descubrió los restos indemnes de las bridas que Tomás le había
obligado a ponerse al hijo menor de los Putrescu. Eso le provocó un escalofrío tan
hondo que sus rodillas flaquearon y a punto estuvo de caer al agujero junto al
despojo carbonizado. Decidió coger la pala apoyada en la pared del foso. Con ella
tardó casi una hora en devolver la tierra al hoyo, enterrando el cadáver. Nadie
debía descubrir lo que sus ojos habían visto. Después metió la pala en el maletero
de su coche y se alejó de aquel maldito lugar, persignándose por primera vez en
muchos años. No volvería a patrullar durante las noches.

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