Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
Mentes perversas
A Silvia, dueña de mis virtudes y defectos
Luci fue un regalo del infierno. Habíamos rezado mucho a nuestro Dios
para que nos ofreciese un descendiente digno de nuestras creencias esotéricas.
Incluso llegamos a sacrificar tres cabras la semana anterior al alumbramiento.
Cuando lo veíamos en la urna, nervioso tras la sesión fotográfica con que los
periodistas lo obsequiaban cada amanecer, nos sentíamos los padres más felices
del mundo. Hubo un médico que incluso nos ofreció acabar con la vida del niño si
estábamos de acuerdo. ¡Qué disparate! Existen tantas parejas con bebés clónicos,
niños pánfilos que solo saben jugar al fútbol y entretenerse con videojuegos
durante sus primeros años. Criaturas bellas e inocentes como los querubines de las
iglesias.
Nosotros, en cambio, éramos afortunados. Nuestro hijo era único. Y
mientras su madre soportaba los afilados colmillos en sus pezones, ambos veíamos
crecer sus alas día tras día, al principio no más grandes que la palma de mi mano,
membranosas como las de un murciélago gigante.
Los familiares que nos visitaban para ver al bebé quedaban horrorizados.
Les resultaba imposible adular a nuestro descendiente. Ningún comentario sobre
qué criatura tan linda, qué ojitos más claros o qué bracitos para comérselos. Al
contrario. Todos permanecían mudos al verlo por primera vez en el interior de su
jaula de madera, que yo mismo tallé. Ni tan siquiera acercaban sus manos a la
carita de nuestro ángel draconiano por miedo a recibir una dentellada. La abuela
de mi mujer fue la primera en contemplarlo. Sujetó con tanta fuerza el rosario que
pendía de su cuello que el collar se quebró como una vara seca. Después se
desmayó sobre la moqueta.
Los médicos practicaron interminables pruebas analíticas a nuestro retoño.
Descubrieron, entre otros detalles, que su sangre era más espesa y su corazón más
grande de lo habitual. Explicaron que su piel escamosa podía ser el resultado de
una sobresaliente afección cutánea producida por una enzima desconocida,
aunque no daban crédito a la extraña coloración de la piel o a las alas que crecían
desde la espina dorsal. Hallaron además dos datos de menor importancia para
nosotros, aunque no menos curiosos: nuestro bebé era alérgico a las manzanas y a
la luz diurna. Claro que esto no supuso ningún problema en nuestro paraíso de
noventa metros cuadrados. Paulatinamente nuestro niño comenzó a gatear y a
revolotear torpemente por los pasillos, en una casa cegada e iluminada por
decenas de velas y candelabros. A veces creías haberlo perdido y lo encontrabas en
un rincón bajo la encimera o en lo alto de una estantería. Yo me preocupaba de
llevarle ratones y polluelos vivos que arrojaba sobre su cabeza, y él los capturaba
ágilmente en el aire y los devoraba con fruición en el interior de su jaula. Dormía
durante casi todas las horas del día, pero al caer el sol sus ojitos cobrizos se abrían
de par en par como dos oscuros relojes.
Susana bajó al vestíbulo. Manuel tampoco quería hablar con ella y se encerró
en su cuarto. Disgustada, entró en la cocina y sentó a la niña en la sillita para darle
la cena. Raquel cesó de llorar en cuanto tuvo el babero en torno a su cuello. Su
madre cogió una cuchara mediana del primer cajón bajo la encimera. Luego abrió
la nevera para buscar la papilla de verduras.
Entonces escuchó a su hija y el sonido la hizo palidecer. Giró sobre sí misma
y contempló a la niña. Sonreía contenta, divertida tras haber descubierto su nueva
habilidad.
La pequeña Raquel había maullado.
Teseo y el minotauro
Estoy loco.
He de reconocer que algunas obras han pasado ante mis ojos como un verdadero
jeroglífico. Deposité una fe tan ciega sobre todo aquello escrito por autores
consagrados que obvié por completo cualquier pensamiento segregacionista,
admitiéndolos todos, sea cual fuere su condición. Así, estudié largos ensayos sin
comprender una palabra, por la mera liturgia de haberlos devorado en mi soledad
kafkiana. No me arrepiento de ello, porque estas obras incomprensibles son, en
cierto modo, como los obstáculos en una prueba atlética. Son precisamente las
dificultades que se han de superar en una carrera las que verdaderamente
determinan la valía del deportista. Es fácil correr. Todo el mundo llegaría a la meta
si el camino fuera llano, aunque lo hiciera con más lentitud. Pero son los
obstáculos, los obligados saltos o adelantamientos que se encuentran a lo largo de
la pista y que obligan a un esfuerzo mayor, los que determinan la capacidad del
individuo.
Era extraño ese cuadro. La escena transmitía un aliento tan real y los rasgos del
monstruo eran tan dolorosamente definidos que causaban verdadero estupor. Pero
lo más peculiar de la escena no era la estupenda recreación de la antigua leyenda
griega, sino la expresión de Romani como protagonista. Ésta era tétrica y maliciosa,
a tal punto que se descubría como el verdadero cazador, mientras el monstruo era
la presa estremecida y escondida en la oscuridad.
—A veces paso días enteros en el túnel —indicó—, con una lámpara de aceite y
fósforos. Y cuando siento que mis ojos comienzan a ver sombras extrañas y mis
oídos escuchan repetido el eco de mis propios pasos, entonces vuelvo a ascender
hasta la bodega, justo a tiempo para no volverme loco.
Me ofreció echar un vistazo y acepté. Supuse que internarme en aquel recóndito
escondrijo me ayudaría a mí también para inspirarme en mis relatos. ¡Quién sabe si
alguien había descubierto alguna vez su final! ¿Y si era ese el verdadero secreto
que guardaba Romani? ¿Acaso era lo que favorecía su ingenio artístico?
Permanecer allí sin más quehacer que imaginar siluetas ocultas, obligando a su
mente a resistir una lucha constante entre la cordura y la demencia durante largas
horas.
Entramos los dos en el túnel. Ambos sosteniendo una antigua lámpara de aceite
de latón en la mano y guardando una cajetilla de fósforos en el bolsillo. Yo habría
preferido una linterna, pero Carlos era un individuo enamorado del pasado.
Avanzábamos despacio, algo agachados, porque el techo apenas alcanzaba la
altura de un hombre bajito. Yo andaba en primer lugar aunque él me guiaba desde
la retaguardia, informándome si debía girar a la izquierda o derecha. Aquel era un
verdadero laberinto de esquinas y bifurcaciones y, mientras caminaba temeroso de
encontrarme con algún abismo insuperable, pensaba en quién diablos podría haber
excavado aquello. Llevábamos muchos metros avanzando, imposibles de calcular,
cuando alguien o algo me hizo tropezar. Caí de bruces al suelo, derramándose el
contenido de la lámpara, y en seguida advertí que me había torcido un tobillo.
Pude girarme sobre mí mismo y observé horrorizado cómo Carlos caminaba raudo
alejándose de mí. Le grité que volviera con todas mis fuerzas pero no hizo ningún
caso a mis súplicas. Intenté seguirle pero me resultó imposible. Con él se fue
alejando la luz de su lámpara y yo terminé sumiéndome en la oscuridad. Pude
escuchar cómo la pesada puerta chirriaba hasta cerrarse y me quedé
completamente solo. Procuré no dejarme vencer por el nerviosismo y eché mano
de la cajetilla de fósforos que él me había dado, descubriendo para mi fatalidad
que sólo había una cerilla. La encendí y, durante los escasos momentos que duró la
lumbre, pude desandar parte del camino, aunque no logré llegar hasta la puerta.
Ni siquiera sabía si ése era el camino correcto, porque habíamos superado varias
bifurcaciones y mi orientación era nefasta.
Han pasado unos dos días desde que entré aquí, en el laberinto. Hace mucho rato
que no puedo ver la hora en mi reloj digital. He mantenido durante tanto tiempo
mis dedos oprimiendo el botón que ilumina la pantalla que mis manos se han
entumecido y la pila de litio se ha agotado. Me duele el tobillo, tengo el estómago
vacío y la garganta seca como el esparto. Una creciente excitación me hace temblar
continuamente. Llevo dos días escuchando el avance de las alimañas. No puedo
dormir en esta oscuridad que me envuelve y mi única defensa es mantenerme
quieto como un bebé agazapado, con los brazos y rodillas doblados para intentar
ocupar el menor espacio posible y evitar que me encuentren. El corazón me
golpetea con violencia en el pecho amenazando con asfixiarme; no ha dejado de
latir frenéticamente desde que quedé encerrado. El sudor mantiene mi ropa
empapada y pegada a mi estremecido cuerpo cual mortaja. He defecado y orinado
en el mismo lugar dos veces, sobre mí mismo, pero el hedor que transmito apenas
me importa. Un terrible dolor de cabeza atrofia mis sentidos. Sólo mis oídos captan
sonidos lejanos. Percibo el sisear de las serpientes y el mordisqueo de los grandes
roedores, y rezo para que no me hallen. Al cabo de unos momentos escucho el
baladro de una bestia y todo a mi alrededor queda en completo silencio.
Soy yo quien ha rugido. Mis brazos parecen más fuertes y los dolores han
desaparecido. Me yergo imponente hasta una altura mucho mayor que la mía. El
techo bajo ha desaparecido y mis ojos pueden ver en la oscuridad. La silueta que
desprendo es más robusta, los hombros se han ensanchado y de mi cuello han
brotado músculos duros y abundante vello. Sobre las sienes afloran dos largos
cuernos de toro. Mi boca empieza a echar espuma y una extraña vehemencia me
invade mientras la sangre corre frenética por mis venas. Comienzo a ponerme
furioso mientras lo comprendo todo.
Yo soy el minotauro.
Ya no nos quieren
Cuando la señora Lozano le dijo a la policía que su hijo Carlitos era sonámbulo,
los inspectores que llevaban el caso comprendieron mejor la desaparición del chico
de seis años. No había huellas que delataran la intrusión de extraños en la casa, ni
cerraduras forzadas o cristales rotos. Sencillamente, la puerta principal estaba
abierta cuando Alberto, el padre, bajó al primer piso y sospechó que algo
marchaba mal. Al principio pensó que alguien había entrado con hábil subterfugio
en la casa. Muy decidido fue a la cocina para apropiarse de un cuchillo y el sólido
martillo que descansaba en la caja de herramientas bajo la encimera. Alberto
recorrió cada una de las habitaciones y pasillos de la casa, descalzo y en completo
silencio, y sólo cuando comprobó que su hijo no dormía en su cama, comprendió
que no habían sufrido ningún robo. Se trataba de algo más grave.
Pese a todo, los policías quisieron asegurarse de que no era un secuestro. En los
primeros rastreos sólo se habían encontrado restos de tierra en el parqué,
procedentes de las huellas que los perros dejaban en las alfombras al entrar desde
el jardín, así como el rastro de las botas pequeñas que los dos hijos de los Lozano
utilizaban para ir al colegio los días de lluvia.
Se trataba de una bonita casa de dos plantas con un jardín de sesenta metros
cuadrados. En un extremo había un columpio junto a un gran limonero y, en el
otro, una caseta de madera para dos perros. Las paredes exteriores del hogar de los
Lozano eran blancas, aunque una antigua trastada de críos dejaba entrever una
mancha de kétchup en forma de zeta borrada parcialmente tras mucho frotar.
Todas las habitaciones tenían grandes ventanas con marcos grises, para que la luz
matinal iluminara los amplios espacios. En el sótano había una bodega cubierta
con listones de madera de nogal y un aparcamiento doble de garaje. Los policías
murmuraban entre sí. Una casa preciosa, el sueño de cualquier familia modesta.
—No es la primera vez que ocurre, agente, ya se lo hemos dicho —insistió Claudia
Lozano visiblemente alterada—. El caso es que nunca había salido más allá del
jardín. Pero esta vez debió de saltar la valla y… oh, Dios, ¡pueden haberlo
atropellado!
La señora Lozano rompió a llorar por tercera vez desde que los agentes entraron
en el domicilio.
—Tranquilícese, señora —pidió el inspector Carabueso, quien no disimulaba su
incomodidad ante el asunto—. Nadie ha llamado informando de ningún atropello
en las últimas doce horas en cualquier punto de la ciudad. Ya hemos alertado de la
desaparición de su hijo y tenemos varias patrullas rastreando la zona. Si se ha
marchado por su propio pie no andará muy lejos.
Pero el pequeño Carlitos no apareció a lo largo del día. Tampoco durante la noche.
Se amplió el radio de búsqueda pero siguió sin aparecer. Los investigadores
comenzaron a sospechar nuevamente de un posible secuestro. Este podía haberse
producido a manos de un extraño de guante blanco en la propia casa, o quizás
algún desaprensivo había descubierto al niño caminando sin rumbo por la calle y
había decidido aprovechar la ocasión. Pero no llegó ninguna llamada pidiendo un
rescate, lo que conmocionó aún más a los padres y a la propia población que
descubrió los hechos en los informativos de las cadenas locales. Llegó un equipo de
la brigada científica y tomó huellas para analizarlas en el laboratorio. No hubo
resultados positivos.
Transcurrieron dos días más sin tener noticias del pequeño. Un vecino informó a
la policía de una sospechosa furgoneta, cuyo conductor había estacionado cerca de
la casa de los Lozano unas horas antes de la desaparición del chico. Pero no había
anotado la matrícula. Tan sólo facilitó una vaga descripción del vehículo,
imposible de identificar por estos medios, y la policía perdió el rastro.
Una noche las nubes se aliaron en un conjuro que descargó una potente lluvia
sobre el barrio. El agua se desbordaba en las canaletas y una cortina de lluvia
cubría los ventanales. Marga permanecía sobre su cama cubierta por las mantas.
Pese a querer permanecer firme, cada rayo la sobresaltaba y el sucesivo trueno
encogía su corazón. Las ramas de los árboles cercanos agitándose al viento
formaban sombras monstruosas en la pared del dormitorio. Oyó a los dos perros
aullar bajo el cobijo de la caseta, y sintió lástima por ellos. ¡Se van a ahogar!, pensó
la niña recordando con inocencia el episodio del arca de Noé que había visto en
una película de dibujos animados. Rápidamente se calzó las zapatillas de Piolín y
bajó las escaleras hasta la cocina. Allí su madre se preparaba un té caliente antes de
marcharse a dormir. Su padre había salido de viaje de negocios a una ciudad en el
norte, y ahora eran ellas las únicas habitantes de una casa cada vez más solitaria.
—Hola, mi vida —saludó su madre al verla y no pudo evitar esbozar una sonrisa
al ver los largos cabellos rubios de la niña notablemente enredados—. ¿Te han
despertado los truenos?
—No, pero Hércules y Sansón tienen miedo. Están pidiendo socorro.
—No te preocupes cariño, estarán bien.
—Pero tienen miedo...
—No les pasará nada. Si les dejamos entrar ahora me pondrán el suelo perdido de
barro.
—El árbol del jardín les asusta. He visto cómo se inclinaba sobre la caseta. ¡Quiere
atraparlos! —insistió la niña.
Claudia miró a su hija de hito en hito. Delgada, con el camisón blanco
sobresaliendo debajo de un batín turquesa que comenzaba a quedársele pequeño,
la mirada suplicante, como la de un pajarillo sin su alimento.
—Está bien —aceptó con un suspiro—. Puedes ir a buscarles y traerlos a casa, pero
coge el paraguas y las botas, no quiero que te resfríes.
La niña estalló de alegría al ver la batalla ganada y se lanzó sobre ella regalándole
un abrazo: «¡Gracias, mamá!»
Poco después Marga abrió el paraguas y salió al exterior tapándose bien la
garganta con la solapa del batín. Bajó los escalones de la entrada y comenzó a
adentrarse en el jardín, avanzando despacio por miedo a tropezar y ganarse una
regañina. La lluvia caía sobre el paraguas como una cascada y el agua
empantanada cubría hasta la altura de los tobillos de sus botas impermeables. Alzó
la vista y se estremeció al contemplar el limonero del jardín, retorciéndose y
agitando las ramas largas como tentáculos sobre la caseta de madera. En su interior
oía a los perros aullar indefensos. Se acercó al umbral y en la fría oscuridad
vislumbró las sombras nerviosas de los dos dogos. Marga le tendió la mano a
Sansón para acariciarle el cuello e invitarlos a entrar en la casa.
Al oír el grito de la niña, Claudia sintió un escalofrío que le erizó el bello de la
nuca. Se levantó de un sobresalto y se arrimó a la ventana de la cocina. Descubrió a
su hija corriendo a través del césped, después de haber abandonado su paraguas
rosa en el suelo. Marga entró en la casa y cerró tras ella la puerta, llorando y
mostrándole a su madre una mano ensangrentada.
—¿Qué ha pasado? —inquirió la madre desde el recibidor.
—Me hace daño —lloraba la niña—. Me hace daño.
Claudia asió a su hija por los hombros y la zarandeó repitiendo la pregunta. Pero
la niña repetía lo mismo una y otra vez. Estaba claro que uno de los perros la había
mordido. Trató de averiguar cuál de ellos se había atrevido pero le fue imposible
sacar una explicación coherente a su hija. Era una herida poco profunda, pero la
niña temblaba de miedo como si hubiese visto un fantasma: jamás volvería a
acercarse a los perros. Deberían sacrificar al animal que la había mordido, ¿pero
cuál de ellos era? Tal vez ambos estuvieran agresivos. ¿Qué les estaba ocurriendo?
Quizás fuera por culpa de la tormenta. Nunca se habían mostrado violentos con
ningún miembro de la familia, ni siquiera con los amigos que habían visitado la
casa por primera vez. Sentía miedo al igual que su hija. Habría preferido esperar a
que su marido regresara, pero no podía actuar con cobardía ante la pequeña
Marga. Llevó a la niña a la cocina, la sentó sobre una de las cuatro sillas blancas
que rodeaban la mesa del mismo color y le aplicó desinfectante. Luego le vendó la
herida. Aspiró hondo para insuflarse valor y cogió el palo de la escoba. Con él salió
afuera dispuesta a reprender a los animales. La tormenta descargaba sobre sus
hombros una lluvia lacerante similar al chorro de una ducha fría. Sus zapatillas
chapoteaban sobre el césped mojándole los dedos de los pies. Las raíces del
limonero, zarandeado violentamente por el viento, habían emergido un palmo de
la tierra y el frutal amenazaba con caer derribado. Claudia se acercó a la abertura
de la caseta sosteniendo el palo con gesto amenazante. Vio las sombras de los
perros trabajando afanosamente en cavar un hoyo en el barro. Claudia gritó para
alertarles y golpeó con el extremo de la escoba en las costillas de uno de los
animales. Los dos perros se revolvieron y salieron de la caseta ladrando
ferozmente. Claudia se sobresaltó, dio un paso en falso retrocediendo y cayó al
suelo. Los perros la rodearon y se dirigieron a la puerta principal de la casa,
arañando la madera de roble para encontrar un resquicio por el que entrar en el
interior. Por suerte Claudia la había cerrado por precaución y los perros no tenían
forma de entrar. Se incorporó y echó un vistazo al interior de la caseta mientras los
perros ladraban a su hija, que los veía a través del cristal doble de la ventana de la
cocina. Claudia palpó en el suelo oscuro y encontró un profundo hoyo de medio
metro de diámetro, mucho mayor que cualquier otro que hubieran excavado los
perros en otros puntos del jardín. Se acercó todavía más. Sacó de su bolsillo el
paquete de tabaco donde guardaba el mechero. Tras el chasquido de la piedra, una
tímida llama bailó sobre el dorado encendedor, iluminando la pequeña estancia de
madera. Claudia descubrió horrorizada una manita que emergía con la palma
abierta del fondo del hoyo. Tiró de ella hasta desenterrar el resto de un pequeño
cadáver devorado por fuertes mandíbulas. La cortina de lluvia amortiguó el grito
desgarrador que emergió desde el fondo de su ser. Con el pequeño entre sus
brazos, empapada de sangre y barro, Claudia salió de la caseta. Frente a ella
aguardaban los dos magníficos dogos, quietos en posición de alerta y mirándola
con ojos sanguinolentos.
Marga lo presenciaba todo desde la ventana mientras veía aterrada cómo los
perros acechaban a su madre. Sólo podía sollozar y repetir una y otra vez con voz
trémula: «No nos quieren, mamá, ya no nos quieren».
El Nano y el Negro
El Nano y el Negro ya hacen conjeturas con lo que van a hacer con ellas.
—La rubia me ha dicho que viven solas en un piso —asegura el Negro.
—Perfecto —sonríe el Nano, relamiéndose—. Siempre es mejor un piso que la
habitación de un hotel.
Entonces el Negro le cuenta un chiste verde y el otro se ríe a carcajadas. La
excitación se está apoderando de ambos y aguardan el momento adecuado para
invitarlas a salir del pub.
—¿Qué carajo están haciendo ahí dentro? —dice el Negro mirando la puerta de los
servicios y consultando su reloj digital—. Cinco minutos ya.
—Déjalas. Ya sabes cómo son las mujeres.
—¿Se estarán masturbando? —comenta el Negro con los ojos entornados y
mostrando nuevamente su amplia sonrisa.
El Nano se ríe otra vez a carcajada limpia, como si con ello quisiera expulsar todos
los pecados y remordimientos que le anteceden.
Un tipo alto de facciones duras y otro bastante corpulento se acercan a los dos
hombres sentados junto a la barra.
—¿Cómo estáis, parejita? —bromea el tipo alto a sus espaldas.
Al Negro le sienta mal el comentario y enseguida hace intención de sacar la navaja
del bolsillo del pantalón. Pero al darse la vuelta y reconocer el rostro de aquel tipo
decide no responder con violencia. Ambos conocen al inspector Fuentes, como la
mayoría de los presidiarios.
—¿Cómo va, jefe? —responde el Negro con deferencia.
—Supongo que vosotros no sabéis nada de las dos chavalas que encontramos la
semana pasada en la habitación de un hotel —comenta el inspector Fuentes,
directo al grano, posando su mano sobre el hombro del moreno.
El otro policía, vestido con un chaleco gris, permanece de pie a una distancia
prudencial, en posición de alerta, no vaya a complicarse la intervención.
—No sé de qué me habla, jefe —responde el Nano, aún a riesgo de molestar a
aquel hombre alto y fuerte como un roble.
Fuentes ya lo detuvo una vez, hace años, tras el atraco. Aunque le doblaba en
edad, aquel tipo le dio una buena paliza por aquel entonces.
El inspector da un profundo suspiro y después esboza una mueca de desagrado.
—Lo siento, pero vais a tener que acompañarnos.
—¡Qué me dice, jefe! —exclama el Negro—. Vamos, hombre, enróllese. No
estábamos haciendo nada malo.
—¿De quién son esos martinis? —pregunta el inspector mirando las dos copas
llenas junto a los dos güisquis de los chicos; el Negro se encoge de hombros—.
Vamos, no me hagáis cabrear. Venid con nosotros a comisaría. Y no intentéis nada,
ahí afuera tengo otras dos patrullas esperando.
El Nano y el Negro se bajan obedientes de sus asientos y se despegan de la barra
como quien se aleja de los sueños, mirando una última vez la puerta del servicio de
mujeres. Casi mejor que no salgan ellas ahora, piensan ambos, porque el inspector
se enfadará aún más y les lloverán hostias por todos lados.
—La hostia que te voy a dar como no te estés quietecita, zorra —amenazó el
Negro a la rubia.
Ya no necesitaba su boca de labios carnosos, sólo su coño caliente, y por eso le
amordazó la boca como hizo el Nano con la otra. Empujó sin cesar durante
minutos interminables para ella. La joven apenas podía respirar. Las lágrimas y las
mucosidades cubrían su rostro desencajado. Deseaba morir y evitar el sufrimiento
de una vez por todas. Aquello no podía estar pasándole a ella. Era una pesadilla,
tenía que ser una pesadilla. El Negro le tiraba del pelo con fuerza, arrancándole
algunos cabellos con cada embate. Junto a ellos el Nano seguía divirtiéndose con la
pelirroja. Ya no sabía qué postura adoptar. Las había probado todas, mientras la
joven tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—No llores tanto, zorrita —le susurró el Nano al oído—. A mí me hicieron lo
mismo en el trullo y no duele tanto, te acabas acostumbrando.
Mientras tanto el Negro empujaba sintiendo un placer infinito, viendo el culo
amelocotonado abierto ante él. Le excitaba saber que era suyo, sólo suyo.
Arremetía con fuerza deseando que llegara la explosión de placer por segunda vez.
Cuanto más oía gemir a la rubia, más se excitaba. Y ya le llegó el momento, la
empujó violentamente contra el suelo y empaló a la vampiresa con su estaca
ardiente hasta que el río se desbordó. Entonces lanzó un aullido de deleite
mientras un estremecimiento de placer sumía todo su cuerpo en el sosiego. Pero
antes de dejarse caer extasiado en la moqueta, tiró del pelo de la rubia con fuerza,
hasta que la delicada espalda chocó contra su pecho. Abrazó a la mujer como a una
muñeca con su brazo izquierdo, mientras con la otra mano pasaba la navaja por el
agitado cuello y cortaba la piel con suavidad, de un lado a otro, sintiendo la sangre
tibia derramarse entre sus dedos. La cabeza de la joven cayó con laxitud sobre el
hombro izquierdo. Los brazos maniatados dejaron de forcejear y el Negro la dejó
caer en un charco de sangre. Después se abandonó en el suelo mientras esperaba
que el Nano hiciera lo propio con la otra.
Minutos más tarde, ambos abandonaron el edificio situado en el centro de la
ciudad. En la habitación quedaron las dos amigas, mirándose mutuamente con
ojos vacíos de vida.
—¿Sales? —la llama Sonia.
—Ve tú, ahora salgo —responde Tania, al tiempo que acerca los labios al espejo
para darles un repaso de rojo carmesí.
Mira la hora como si nada, pero después recuerda. El reloj. El reloj de Álex. Ese
cabrón. Pero, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué es lo que estoy a punto de hacer? Ese
Nano está buenísimo, pero... vaya jeta tienen. Se les ve en la mirada. Sólo quieren
follar. ¿Y Sonia? ¿Qué es lo que quiere ella? ¿Y qué quiero yo? ¿Follar para enterrar
las penas? ¿Tirarme al rubio para vengarme de mi ex? No. No puedo hacerlo. Yo
no quiero eso. No soy como Sonia. ¿O si? Yo también tengo derecho a divertirme,
después de todo. Y ese tío me está esperando. Hace meses que no practico sexo.
Que le den a Álex. Sólo será una noche de sexo.
—Deja de pensar, chica, que te vas a volver loca —sugiere Sonia.
—¿Aún estás ahí? —se sorprende Tania.
Su amiga la va a esperar después de todo.
—Yo no me enfrento sola a esos dos, bonita —bromea Sonia.
Tania sonríe y termina de repasarse los labios.
—Espera un momento —le dice a su amiga; se desabrocha el reloj de pulsera y
entra en uno de los apartados; tira el objeto plateado al retrete y se decide a no
mirar atrás—. Vamos a por ellos.
Cuando salen no hay nadie en el lado de la barra donde las aguardaban, sólo un
hombre maduro que pide cambios al camarero para comprar tabaco. Las dos se
quedan perplejas mientras regresan hacia sus martinis, escrutando todos los
rincones del local con miradas de ave rapaz. Al principio creen que se trata de una
broma; luego entienden que se han largado.
—¡¿Será posible?! —exclama Sonia con indignación.
—¿Se han marchado de veras? —titubea Tania.
—Madre mía, es la primera vez que un tío me hace esto —resopla la rubia.
Deciden terminar sus martinis brindando por ellas mismas y dando un largo
trago.
—Que les den, ellos se lo pierden —dice Sonia, displicente.
Las dos salen del pub un tanto mareadas por el alcohol. La última copa se les ha
subido demasiado a la cabeza. Las plantas de los pies les duelen a causa de los
tacones de aguja. Por suerte viven cerca. Cuando llegan al piso se tumban en el
sofá biplaza, mirando la pantalla del televisor apagado. Reina el silencio en el
salón, como si estuviera transitando un ejército de ángeles por allí. Estrellita parece
estar dormida en su cesto de mimbre. Las dos amigas se encuentran algo aturdidas
y decepcionadas por el plantón.
—Joder—comenta Sonia—. ¡Vaya oportunidad perdida!
Tania no dice nada. Sólo piensa. Recuerda. Pero su mente ya no evoca a Álex. Ya
no. Es el Nano quien protagoniza su ensueño. Se lo imagina encima de ella sobre el
sofá, como un caballo salvaje. Quizás no fue una buena idea demorarse en los
servicios. Tal vez vieron a otras y salieron tras ellas. Ojalá tuviera una segunda
oportunidad para tirárselo.
Condenados
Tardamos dos días en encontrar el camino. Hasta entonces habíamos venido los
dos solos, mi amigo Juan y yo, desorientados y sedientos, pero desde allí
comenzamos a juntarnos con otros viajeros errantes que salían de todas partes y
desembocaban como nosotros en aquella carretera ancha de tierra y polvo. No
sabíamos qué hacíamos allí y nadie respondía a nuestras preguntas. Todos
hablaban para sí mismos, pero ninguno quería comunicarse con los demás. Yo
tenía un brazo roto que no me dolía, y Juan cojeaba de una pierna y mostraba toda
la cara cortada como a machetazos, pero no sangraba. Todo era extraño.
Después de muchos días de caminar sin encontrar ni una sola sombra de árbol
seco, ni una planta, ni una raíz o un brote de mala hierba, oímos el ladrar de los
perros. Hasta entonces nos habíamos convencido de que aquel camino, que
atravesaba un pedregoso desierto de llanuras rajadas de grietas y salpicadas por
cerros pelados, verdaderamente no tenía fin y no albergaba población alguna. Pero
sí la había. El ladrido de los canes se oía desde lo alto de una ladera que se elevaba
a un lado del camino y, al escuchar a los perros entendimos que más allá, salvando
la pendiente, encontraríamos quizás un pueblo. Así que los que éramos más
jóvenes, desoyendo los consejos de los ancianos, comenzamos a ascender la loma
alejándonos del camino, con la esperanza de encontrar hogareños amistosos que
nos orientaran y ofrecieran un buen plato de comida. Ya soñábamos con las jarras
de agua fresca y la espumosa cerveza cuando coronamos la cima y nos
encontramos con dos únicos cobertizos semiabandonados, con la madera corroída
y los portones cerrados, y más allá una cerca de espino y alambre donde vivían
encerradas las jaurías que habíamos escuchado. Llamamos a la puerta de uno de
los cobertizos, con la esperanza de encontrar algún habitante, el cuidador de los
perros tal vez. Al instante nos atendió un hombrecillo, abriendo la puerta con un
lento chirrido y mirándonos desde su altura con hosquedad. Era un individuo
canijo y encorvado, con la piel tostada por el sol del desierto y el rostro cubierto de
forúnculos ponzoñosos, verrugas y sangre seca. El hedor que desprendía
provocaba vértigo a los sentidos. En cuanto traté de presentarme, el hombrecillo se
giró sobre sí mismo y gritó algo en su lengua, una lengua pérfida y viperina,
tránsito entre el ladrido de un perro y el siseo de una serpiente. Y de esta forma
nos vimos perseguidos por un grupo de hombrecillos que salieron furiosos del
cobertizo, armados con arcos y lanzas. Nos siguieron y huimos de vuelta hacia el
camino. A Juan lo abatieron fácilmente debido a su cojera, antes de que comenzara
a descender la loma. Los demás llegamos ahogados por el esfuerzo y el miedo. No
lloré por Juan, tal vez tuvo suerte.
—¿Qué eran esos seres? —pregunté al más anciano de cuantos andaban a nuestro
lado.
—Son los guardianes —musitó; era la primera vez que alguien respondía a mis
preguntas—. No conviene alejarse de los caminos, ni hablar sobre ellos, o nos
convertiremos en ceniza.
No volvió a pronunciar palabra. Nadie hablaba con el transcurso de los días.
Arrastrábamos nuestros cuerpos cansados como almas en pena que éramos. Un
día, otro de los ancianos rompió el silencio y confesó estar cansado de arrastrar sus
pecados:
—Necesito terminar con esto. Necesito llegar ya.
—¿Llegar a dónde? —pregunté—. ¿Qué pecados arrastramos? El anciano me miró
sorprendido.
—¿Todavía no comprendes por lo que estás aquí, joven? —susurró. Negué con la
cabeza.
—No has bebido agua desde hace semanas, ¿cierto? Y sin embargo tienes la misma
sed que el primer día en que apareciste en este mundo. Y no padeces de sueño,
pero sí de un incurable cansancio.
—Tampoco tengo hambre, aunque querría saborear una buena comida.
—Estamos aquí para pagar por lo que hemos hecho en vida. Cuanto más graves
han sido tus pecados, más camino deberás recorrer en este mundo antes de rendir
cuentas. Yo vengo de muy lejos, pues asesiné a mi mujer con un cuchillo.
Traté de recordar, aunque al principio no me fue fácil porque todo había sido muy
rápido. Estaba participando en una carrera nocturna por las calles de la ciudad. Mi
deportivo tronaba con sus doscientos caballos a toda potencia, pugnando con el de
un colega que conducía un flamante BMW negro. La «farlopa» me aceleraba el
corazón y excitaba mis sentidos. A mi lado, Juan me increpaba desde el asiento del
copiloto para pisar más a fondo y ganar la carrera, mientras subía la música a todo
volumen y bajaba las ventanillas para anunciar nuestra llegada a la avenida
principal. Íbamos tan deprisa que los demás conductores apenas podían seguirnos
con la mirada. A la altura del último cruce un chaval atravesó el paso de peatones,
obstaculizando justamente mi trayectoria. No tuve tiempo ni espacio para evitar la
tragedia. Pisé el freno a fondo, las ruedas chirriaron hasta quemarse, pero el
viandante recibió un impacto mortal mientras yo giraba el volante para tratar de
esquivarlo en vano, estrellándome contra una farola. Cristales rotos y hierros
retorcidos, sangre por todos lados. Me golpeé la cabeza contra el volante. No
llevaba puesto el cinturón de seguridad. Juan tampoco, y salió despedido por el
parabrisas. Por eso tenía toda la cara rasguñada y cortada como a machetazos. Los
cristales le hicieron eso.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —insistí.
—No puedo decírtelo. Quien pronuncia los nombres propios de este lugar se
convierte en ceniza —concluyó el anciano, temeroso de mi pregunta y alejándose
de mí con sigilo.
No había sol en esa tierra maldita, sólo la eterna luz crepuscular que se escondía
tras una lejana cordillera, negra y dentada como una sierra oxidada. De vez en
cuando veíamos a algunos a los que habían colgado alto de los pies en un mástil
largo, y allí estaban padeciendo mientras los buitres se los comían por dentro,
sacándoles las vísceras, hasta dejar pura cáscara de pellejo y ropas. Y allá estaban
meciéndose al soplo del viento, un viento que traía un rumor constante, como el
lejano mugido de un animal moribundo.
Al cabo del tiempo divisamos a lo lejos el imponente castillo negro de quien todo
el mundo hablaba pero temía pronunciar su nombre. Todos levantamos la cabeza y
miramos una nube negra y pesada que amenazaba. A medida que nos
acercábamos se escuchaban más profundos los lamentos de quienes sufrían en las
mazmorras. Era allí donde estábamos destinados contra nuestra voluntad y, sin
embargo, todos nos acercábamos, obedeciendo a un poder superior que dominaba
nuestros pasos. Los grandes portones de acero permanecían siempre abiertos para
dejar paso a la interminable hilera de condenados. Al pasar bajo el umbral sentí
cómo las gárgolas esculpidas en piedra vigilaban nuestra marcha con la mirada
embrujada. Finalmente entré en el castillo de nuestro Señor. No pronuncié su
nombre por temor a convertirme en polvo.
La maldición de Golightly
Violeta, que así se llamaba, era tan bonita como las flores que le dieron el nombre.
En su familia quedaba claro quién había heredado las facciones de la abuela Clara,
mujer con un claro estilo Holly Golightly, quien enamoró a varios de los jóvenes
más apuestos del país antes de su fatal accidente de coche. Felipe, en cambio,
resultaba la excepción en una familia bien parecida. No en vano, encima del punto
de honor del escudo de armas de la villa, aparecía el rostro del abuelo Casadiel
como ejemplo de gallardía.
Llegó el primer verano desde que Felipe se doctoró, con tan sólo veinte años, y el
joven científico y artista regresó a su pueblo para quedarse. En cierto modo amaba
su tierra, los trigales del color del atardecer, la brisa acariciando las hojas de los
sauces, el río susurrante, los pájaros… y a su familia. Más de cinco años sin verlos,
carteándose de cuando en cuando, habían creado en él una necesidad de saberse
recompensado por los halagos que nunca cosechó, ahora que había logrado ser
alguien notable, aunque poco valorado en el pueblo. Al regresar, sus padres
organizaron una fiesta de bienvenida en el jardín. Acudieron familiares y vecinos,
antiguos compañeros de colegio, tías y tíos, cercanos y lejanos, primos y primas,
hasta el sacerdote se dejó ver en el convite. Sin embargo, aunque todos saludaban a
Felipe, lo hacían por simple cortesía, y el tema principal de conversación seguía
girando alrededor de su bella hermana, del mismo modo que en su cruenta
infancia. Violeta, con dieciséis años, se había convertido en una adolescente de
curvas maravillosas, y aunque poco espabilada, había logrado un papel en un
famoso programa de televisión donde formaban a jóvenes para ser modelos. «¡Oh,
eso sí es importante! ¡Saldrás por la tele!», tuvo que soportar Felipe los constantes
comentarios hacia su hermana.
Aquella tarde se reunió conmigo. Me confesó que estaba harto de Violeta. Amaba
a sus padres pero detestaba a su hermana por todo el amor que le había arrebatado
desde que nació. Ella era el problema y necesitaba una solución, porque deseaba
quedarse en el pueblo, pese a la indiferencia de la gente que jamás soslayaría su
horrible aspecto. Quería vivir en el lugar que le vio nacer y seguir escribiendo
libros en su propia casa de campo. Yo, que era su mejor amigo, su único amigo, le
recomendé que acudiera a una bruja para solucionar el problema. Él se mostró
incrédulo al principio. Luego accedió. No tenía nada que perder.
No había puerta para entrar en la chabola. Tan sólo una ajada cortina corrediza de
color púrpura. El vestíbulo, que a la vez era salón, baño, dormitorio y cocina, era
un entorno reducido y oscuro donde se amontonaban trastos y cachivaches. Las
paredes de maderos planos superpuestos dejaban algún resquicio al
entrometimiento del viento y a la luz escarlata del atardecer. Una bombilla
desnuda alumbraba débilmente desde el centro de la estancia, acompañada por
estrellas de plata colgadas de hilos de lana blancos. Un poco apartada, detrás de un
biombo y una mesilla de noche, como acechando pero queriendo ser vista en un
segundo intento, se encontraba la bruja. Sofía, nómada como antigua gitana que
era, había llegado hacía dos meses al pueblo. Allí habíamos probado sus cartas y
remedios cuantos vivíamos en el lugar. Unas veces acertó y otras el destino quiso
confundirla, pero pese a todo no resultaba cara porque sólo pedía la voluntad.
«El remedio es fácil», nos dijo mientras tamborileaba la mesilla con unos dedos de
pianista maltratados por el hambre. Enseguida se giró y encorvó su espalda sobre
un baúl de madera, en el cual guardaba sus ungüentos y las etiquetas para cada
uno de ellos. De allí extrajo un botecito pequeño similar a los que se usan para las
lociones más prestigiosas. El líquido morado del interior parecía jugo de moras—.
Haz que tu hermana se beba esta pócima una sola vez, y mientras lo hace, piensa
en el animal en que deseas que se convierta. De esta forma ya nunca te molestará
su hermosa presencia.
—No tienes nada que perder —le dije dándole una palmada en el hombro e
invitándole después a tomar un trago en la taberna.
Felipe no tuvo prisa en buscarse un hogar para él solo. Pasadas dos semanas
todavía convivía con sus padres y su hermana. Aguardó con la pócima escondida
en su maleta hasta que su madre sirvió un mediodía uno de sus suculentos
estofados. Pensó que era el plato perfecto para que el líquido morado del mejunje
se diluyera en el oscuro caldo, y decidió ayudar a su madre aquella vez a servir la
comida en la mesa. Mientras la buena mujer removía la olla y descargaba con el
cucharón los pedazos de carne y el espeso caldo sobre los platos hondos, Felipe
colocaba cada plato en el lugar que le correspondía en la mesa. Aprovechó que su
madre estaba de espaldas para vaciar la pócima en el plato de Violeta y lo removió
un poco con una cuchara hasta que la tonalidad morada apenas se percibía.
Después se sentaron los cuatro alrededor de la mesa y comieron como de
costumbre. Mientras la joven saboreaba cada cucharada, Felipe se la imaginó
convertida en una rata.
Pasó medio año y Violeta se había convertido en una rata. Sus padres dijeron a los
vecinos y familiares que se había marchado a la capital, a estudiar Periodismo. Así
acallaron un poco los rumores. La madre acabó haciéndose a la idea de que su hija
no volvería a ser una joven alta y bella, y poco a poco se fue acostumbrando.
Violeta sólo emitía sonidos como los de cualquier animal, pero muy pronto
comprobaron que seguía entendiendo el idioma de los humanos. Mientras su
madre le zurcía diminutos vestiditos para vestirla como a una muñeca de cuatro
patas, su padre se dedicó a constatar que su hija, pese a tener el cerebro de un
roedor, conservaba la misma agilidad mental –si es que alguna vez se le pudo
llamar agilidad, en su caso-. Compró una pizarra y en ella se dedicó a anotar
diariamente cuantiosas sumas y restas y todo tipo de operaciones sencillas y
problemas de cálculo. Luego escribía varias posibles respuestas y le pedía a Violeta
que señalara la correcta con la pata, y siempre acertaba. Si alguna vez erró, fue
porque la chica nunca abundó en Matemáticas. Después el padre hizo pruebas con
ella para demostrar su comprensión lectora, incluso compró un cuadernillo con
imágenes para saber si Violeta las recordaba todas en el orden que le pidieran.
Felipe me contó que estaba harto de aquella situación. No sólo le seguían
prestando más atención a su hermana que a él, sino que ahora resultaba más
humillante.
En una ocasión el padre de Felipe llevó a la niña, o a la rata vestida de niña, a un
estudio de televisión. Su madre se enfadó mucho cuando se enteró, pero luego el
mal humor menguó al ver multiplicarse la cuenta bancaria. Cada sábado por la
noche aparecía la ratita presumida copando el horario de máxima audiencia
mientras resolvía ecuaciones de primer grado y acertaba la respuesta correcta de
un juego semejante al Trivial Pursuit, mientras los asistentes contemplaban
boquiabiertos el programa.
Violeta era una estrella televisiva, como siempre había deseado, al igual que sus
padres. Pero la fama duró poco tiempo. Muy pronto, unos científicos de
Washington reclamaron a la ratita para efectuar numerosos estudios en un
laboratorio situado al otro lado del océano. Sus padres se negaron un sinnúmero
de ocasiones, por más dinero que les ofrecieron. El resto de la gente desconocía que
el cariño hacia el roedor se debía precisamente a que se trataba de su propia hija
pequeña. Fue tal la presión que recibieron para que donaran el animal a la ciencia,
incluso por parte de los medios de comunicación, que finalmente optaron por
fingir la muerte de la pequeña ratita, mostrando a una vulgar rata de campo ante
las cámaras —vestida con un trajecito azul turquesa, por supuesto—. De esta
manera terminó la gloria efímera de Violeta, quien se vio obligada a permanecer
encerrada por siempre en el interior de la casa para que los vecinos no la
descubrieran y denunciaran su presencia. Incluso los padres dispusieron un
sistema de rejillas en las ventanas por medio del cual ningún vecino podía escrutar
desde el exterior, y para evitar que el bueno de Gervasio, el gato de doña Concha,
desistiera de sus instintos cazadores.
Bajo el techo de la vivienda, reformada gracias a las cuantiosas ganancias
obtenidas durante la gira televisiva, seguían viviendo los padres y los dos
hermanos. Ante la mirada recelosa de Felipe, su madre siguió zurciendo vestiditos
hasta completar una extensa colección en miniatura. El padre nunca se cansaba de
crear nuevos juegos para mantener entretenida a Violeta y a sí mismo. El buen
hombre se aficionó a la marquetería y fabricó para su hija un bonito laberinto lleno
de rampas, bolitas colgantes y espejos. El hermano mayor se encerraba en su
cuarto y golpeaba con rabia las teclas de su vieja máquina de escribir mientras
expresaba en ellas todos sus malos sentimientos. Llegó a quemar sus títulos
académicos mientras observaba en el espejo el feo rostro que lo había condenado
desde siempre. Luego me llamaba para tomar una copa y desahogarse, llorando
como un niño huérfano.
Hoy he visto a Felipe. Hemos quedado donde siempre, cuando los grillos
comienzan su fiesta y las mujeres públicas del pueblo juegan a ser cigarras en las
esquinas.
Nuevamente un agudo pitido barrió todos los rincones del edificio. Hugo abrió la
puerta de la cocina y salió a la galería acristalada que daba al patio interior. En ella
colgaban de perchas independientes dos jaulas, suspendidas sobre los sacos de
patatas y el pienso, la cesta de la fruta y las cajas de cereales. En una de ellas había
dos periquitos: Azul y Fraile. Pero era el pájaro que habitaba solo en la segunda de
las jaulas quien generaba ese ensordecedor silbido procedente de su buche. Toni,
un auténtico miná del Himalaya, negro azabache con reflejos azules y verdes, ojos
grandes y pico insectívoro y amarillo, era capaz de repetir hasta cincuenta palabras
y frases que Hugo le había enseñado durante dos años. Pero lo que más le gustaba
era reclamar la atención de su dueño mediante esos pitidos.
—Ya puedes dejar de dar la nota, Toni —le recriminó al animal golpeando
levemente los barrotes con el dorso de la mano; y el miná lo miró con el cuello
torcido y la cabeza ladeada, como si no comprendiera bien la reprobación—.
Espero que esta mañana no hayas molestado demasiado, o tendré que tomar
medidas contigo.
En la última reunión mensual de vecinos, formada por todos los que vivían en una
reducida zona del barrio, multitud de ciudadanos se habían quejado de los pitidos
que el exótico pájaro emitía no sólo cuando su dueño llegaba al hogar, sino cada
amanecer, rompiendo la calma y el sueño a la mayoría de cuantos descansaban a
esas horas. Por este motivo Hugo se había visto obligado a salir del cómodo
anonimato y reconocer que era el culpable indirecto de las molestias matutinas.
Pero poco podía hacer para evitarlo. Trabajaba durante las noches y el animal
podía lanzar sus pitidos cada salida del sol sin que su dueño pudiera recriminarle
nada en el mismo momento.
El ávido lector de cómics llenó cada uno de los cuencos de comida destinado a
cada animal: pasta insectívora, Whiskas y pienso. Inmediatamente se repantingó
en el sofá, cansado tras nueve horas consecutivas en una cadena de montaje y la
rutinaria visita a la librería. Era un superhéroe abotargado con calva de fraile
onanista. Y Hugo lo sabía. Reconocía sus limitaciones, siempre había sido un chico
fofo e inocente, incapaz de matar a una mosca o de desearle mal a nadie. Pero
existía algo latente en su interior que podía emerger si las circunstancias lo
requerían. Sus compañeros de clase lo habían descubierto una vez cuando se
burlaban de él. Desde que Hugo estalló repartiendo certeros golpes y mordiscos a
todos cuantos estaban a su alcance, los demás alumnos dejaron de molestarle en el
instituto. Pero él sabía que a pesar de sus explosiones emocionales era una persona
de buen corazón; solo necesitaba vivir tranquilo y que nadie se burlase de él.
Volvió a tumbarse sobre la cama. Miró su reloj y comprobó que apenas había
dormido cuatro horas. Pasaban las siete de la tarde y se encontraba totalmente
despejado después del choque contra el suelo. Con los ojos entornados repasó una
a una las chinchetas con forma de estrella clavadas en el techo sobre un plano
astral. En algún momento se rascó el trasero perezosamente, advirtiendo que en el
bolsillo de sus desgastados pantalones vaqueros conservaba el folleto que la
universitaria le había ofrecido. Lo extrajo y leyó nuevamente el sugestivo titular,
también la letra pequeña con los horarios y la ubicación exacta del museo Alfred
Hitchcock. Según la fecha de inauguración la exposición llevaba apenas una
semana abierta. Recordó haber leído algo en los periódicos acerca de una pequeña
manifestación en contra de su apertura. Él lo conocía. Una vez lo había visitado
para contemplar la pintura abstracta de un artista neozelandés. No le costó mucho
decidirse. El museo quedaba cerca y en un par de horas podría volver a casa y
cenar antes de irse a trabajar. Y eso fue lo que hizo.
Una amplia escalinata prologaba el edificio construido con falsa intención
renacentista. En uno de los muros grises de piedra se podía leer en un grafiti
bermellón: «La tortura no es cultura», y un símbolo anarquista. Hacía dos semanas
que el viento no daba descanso y Hugo caminaba arrebujado en su gabardina
como un espía de ciencia ficción. Subió los escalones hasta alcanzar el umbral de
los portones abiertos de par en par que precedían el vestíbulo. Sobre ellos se leía el
cartel anunciador de la exposición. Entró y a su derecha encontró a un empleado
en el mostrador de información. Se acercó para coger algunos folletos cargados de
fotografías macabras.
—Buenas tardes —saludó el empleado con una sonrisa.
Era un hombre de mediana edad e insólitamente amable. Se anticipó a Hugo y le
ofreció todos los folletos disponibles en un perfecto abanico sobre su mano
derecha. Recuerde que cerramos a las nueve de la noche. Espero que disfrute
mucho de la exposición, señor.
En otras salas descubrió las estatuas de Zeus, Némesis y otras tantas figuras
mitológicas griegas. Luego aprendió un poco sobre los dioses vikingos de la
guerra, advirtió la presencia de hombres lobo ocultos en frondosos árboles,
vampiros con aspecto humano asomados a la balaustrada de cartón piedra de un
castillo gótico y una sala de torturas plagada de horribles instrumentos y máquinas
empleadas por la Inquisición. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue la
sala dedicada a Edgar Allan Poe. Allí había una reproducción exacta del escritor,
sentado en su escritorio, sosteniendo una pluma en la mano derecha y con la
mirada clavada en el infinito de su imaginación. Tras él había una biblioteca y
junto a ella la réplica perfecta de un cuervo apoyado en un soporte de bronce. La
luz de una lámpara se derramaba sobre el pájaro y la sombra se proyectaba en el
suelo. Hugo se acercó al animal para observarlo detenidamente. Sus ojos, dos
perlas oscuras y vidriosas, mostraban una mirada profunda y penetrante, tanto
que parecía un animal vivo aunque detenido en el tiempo. Había algo inteligente y
diabólico en aquella mirada. Daba la impresión de que se dispondría a hablar en
cualquier momento, o incluso algo mucho peor, podría atacar a los visitantes al
menor descuido. Hugo miró alrededor. No había apenas gente en el museo a
aquellas horas. Si el animal le hablase, tal vez fuera el único en presenciarlo. Luego
leyó el poema “El cuervo”, impreso en un folio aplastado tras una placa de plástico
atornillada a un mueble. Esto lo intranquilizó aún más. Se centró nuevamente en la
mirada del pájaro. Estaba acercando una mano para comprobar si aquel animal era
en verdad un cuervo disecado o una fiel reproducción artificial, cuando de pronto
escuchó la voz del servicial empleado de información a través de la megafonía.
—Señores visitantes, el museo cerrará sus puertas en cinco minutos. Muchas
gracias por su visita.
El sonido rompió el hilo tendido como una corriente eléctrica entre el cuervo y
Hugo. Este apartó la mano entrometida y se dirigió a la salida, no sin antes dar
media vuelta para contemplar una última vez al animal de mirada obscura y a su
sombrío creador.
El quejido que lanzó uno de los periquitos desde la otra jaula le pareció una burla,
como si ellos sí le entendieran pero quisieran explicarle a Hugo que el miná era un
pájaro tonto que jamás iba a entenderle. No como ellos, que callaban todas las
noches obedientemente.
Hugo miró por última vez al miná antes de taparlo con la manta negra que llevaba
en la mano recogida. Le dio cierta lástima, aunque sabía que era su obligación
como dueño del animal ponerle remedio a aquellos profundos y molestos silbidos
que irritaban a la vecindad. Al tapar la jaula con la manta sintió que el animal
emitía una leve protesta y revoloteaba en el interior. Luego el animal cesó y Hugo
comprendió que el pájaro se había dado por vencido.
Al llegar a casa al día siguiente, por primera vez desde que compró al miná no oyó
su irritante silbido de bienvenida, y esto satisfizo a Hugo, porque dicha prueba
cercioraba que aquella mañana los vecinos no se habían enojado. Acarició a su gato
Fufú y a Peter Pan, que ladraba nerviosamente al verle. La ardilla lo saludó con el
cotidiano chuc, chuc, chuc y los periquitos revolotearon contentos al percibir su
llegada. Pero cuando levantó la manta de la jaula del miná, Tony no mostró ningún
tipo de excitación o alegría. El pájaro permanecía acurrucado en un rincón,
arrebujado en su propio pelaje, mirando a su dueño como quien mira a un traidor.
—¿No me saludas? —preguntó Hugo al no escucharle articular palabra alguna y,
al mirarlo a los ojos, sintió el recelo en la mirada del animal—. Lo siento, pero
tendrás que acostumbrarte. Los vecinos no quieren que molestes.
Como cada mañana dio de comer a los animales, pero por primera vez Tony le
atacó desde el otro lado de los barrotes. Se lanzó como quien desea expulsar de su
hogar a su peor enemigo: clavó su fino pico amarillento en la mano de Hugo
mientras éste trataba de llenarle el bol de pasta insectívora. Hugo se llevó un susto
tremendo y golpeó la jaula con violencia como respuesta.
—¿Así me agradeces que te dé de comer? ¡Pájaro estúpido! —gritó; luego
inspeccionó su mano: por fortuna el pájaro no tenía un pico tan poderoso como el
de un loro, y el ataque sólo derivó en un rasguño—. Ahora no vas a comer en todo
el día. A ver si aprendes.
Volvió a entrar en la cocina y se preparó una copiosa comida. Desde el otro lado
de la puerta acristalada que daba a la galería observaba a Tony en el interior de su
jaula, el cual seguía dedicándole una mirada cargada de odio. Así, silencioso y
arisco, a Hugo le pareció en ese momento que el exótico animal no era más que un
cuervo menudo con el pico amarillo. Tal vez había logrado acallar los afilados
pitidos del animal, pero, en consecuencia, tampoco escuchaba sus palabras.
Entonces, ¿qué lo diferenciaba de cualquier otro pájaro?
Siguió preocupado durante la comida y después de ella, hasta que los párpados
pesaron como persianas de hierro y durmió hondamente hasta el anochecer. Fue
un rasgar de papeles y un ruidito como de masticar el que despertó a Hugo. Al
principio creyó que los sonidos eran reales, pero después de lo sucedido concluyó
que había sido sólo una dura pesadilla. Descubrió a la ardilla royendo el último
pedazo de un ejemplar de coleccionista de Batman, y más allá, al pie de la cama,
Fufú y Peter Pan luchaban por apropiarse de un cómic de Spiderman, hasta que
éste se partió por la mitad separando al superhéroe del villano de la portada. De
alguna forma los animales habían descubierto el cajón donde Hugo guardaba sus
tesoros y los habían desperdigado todos en el suelo de la habitación,
mordiéndolos, arañándolos, comiéndoselos, orinando sobre ellos. Hugo saltó de la
cama de un brinco. Su corazón latía tan fuerte como un tambor de guerra,
inyectando en sus extremidades una sangre ajena que le daba un vigor y una
violencia insólita. La rabia espoleó al latente asesino que llevaba dentro. Un rayo
atravesó su espina dorsal y partió la fina línea que suele sujetar a la locura. Hugo
chilló como sólo lo hacen los primates que se saben ofendidos. Con una mano
rápida alcanzó a la ardilla, partiéndole el frágil cuello con un movimiento seco.
Luego persiguió al yorkshire hasta alcanzarlo en el pasillo y le partió las costillas
de un puntapié. Los quejidos de dolor del animal habrían estremecido a cualquier
persona con un mínimo sentimiento de afecto hacia los animales, pero no
amedrentaron a su dueño. Fufú corrió una suerte más sanguinolenta, porque a
Hugo le dio tiempo de asir un cuchillo de la cocina antes de atenazar al felino con
sus gruesas manos. Acto seguido, cogió la jaula de los inocentes periquitos y la
sumergió en la bañera llenada a tal efecto. Mientras veía ahogarse a los dos pobres
pajarillos, fue recobrando la tranquilidad. Su respiración entrecortada se moderó
hasta que los cadáveres flotaron en la superficie, tras los barrotes. Entonces
despertó.
Antes de marcharse a trabajar volvió a cubrir la jaula de Tony con la manta, y una
vez más tuvo que soportar la huraña mirada de quien se había convertido en su
nuevo enemigo. Cuando salió por la puerta sintió el peso de la conciencia sobre su
cuello. ¿Pero qué podía hacer él? Los vecinos de las calles colindantes estaban
hartos del animal. No había una solución mejor.
Una vez más no escuchó a Tony silbar mientras extraía las llaves de la cartera.
Abrió la puerta y, por primera vez en mucho tiempo, nadie acudió al recibidor
para saludarle. Tal vez era demasiado temprano para que los animales estuvieran
despiertos, pensó. Fufú, especialmente, era un gato muy dormilón. Se dispuso a
entrar en el salón de puntillas, divirtiéndose con la sola idea de sorprender a sus
amigos antes de que ellos intuyeran su llegada. Las persianas cubrían casi
completamente los ventanales, y la luz del sol apenas se colaba entre las rendijas,
de manera que Hugo tuvo que andar a tientas en la semioscuridad. Se acercó al
rincón donde Fufú dormía en un cesto de mimbre, junto al televisor. Allí lo
encontró hecho un ovillo, quieto como un pequeño zurrón de piel. Se acuchilló y
acercó su mano suavemente para acariciar con el dorso el lomo del animal. Pero
algo lo intranquilizó. Fufú estaba frío como si hubiera dormido a la intemperie en
una noche de invierno, quieto como un animal disecado. Su cuerpecito no
mostraba el menor movimiento respiratorio. Hugo trató de asirlo por los costados,
pero un líquido oscuro y pegajoso hizo retirar sus dedos del animal. Un escalofrío
recorrió todo su oriundo cuerpo. Se incorporó rápidamente para acercarse a las
persianas. Tiró de ellas y el sol cubrió con una luz espléndida todo el salón. Hugo
gritó horrorizado al contemplar la realidad. Fufú estaba bañado en un charco de
sangre oscura. Se acercó a él, sollozando, y abrazó su cuerpecito lánguido mientras
las lágrimas caían sobre el lomo pardusco.
—¿Qué te han hecho? ¿qué te han hecho? —repitió una y otra vez, más alto con
cada súplica, mientras acunaba al gato en su regazo igual que cuando ambos
miraban juntos la televisión.
Al ver que ninguno de los demás animales acudía al salón a su llamada, decidió
buscarlos. En el pasillo encontró a Peter Pan, tumbado en el suelo como una
moqueta, y en el dormitorio descubrió a la ardilla desnucada junto a un millar de
pedazos de cómic. ¿Cómo había ocurrido aquello? ¿Quizás un extraño había
entrado en la casa y destrozado su preciada colección? ¿Entonces los animales
habían tratado de expulsarlo y por eso los había matado? Aquella no era una
explicación lógica. Hugo no quiso recordar la pesadilla que había sufrido el día
anterior. Pero era inevitable. Las imágenes llegaban frenéticas a su memoria y lo
hacían chillar de espanto, temeroso por reconocerse culpable de la matanza. Corrió
hasta el cuarto de baño para cerciorarse de la peor de sus sospechas. Allí estaban
los dos periquitos, encerrados en la celda sumergida. ¿La pesadilla había sido
realidad? ¿Cómo podía él haber hecho aquello? Él no podía haber sido. Él amaba a
sus amigos. Pero, sin embargo, cada vez que recordaba los cientos de cómics
destrozados, una vehemencia conquistaba su mente y sentía ganas de golpear a las
paredes, al suelo, a los muebles, a los animales, a todo cuanto le rodeaba. Vació el
armario lleno de ropa, arrancando las puertas de sus goznes. Tiró lámparas al
suelo, lanzó zapatos a los cristales de las ventanas. Golpeó las paredes estucadas
con los puños, rompió los cuadros. Lanzó el televisor al suelo, empujó la biblioteca
después de barrer con los brazos decenas de libros y figuritas de cristal que
cayeron y se estrellaron como sueños rotos. Se maldijo a él, al Dios en que no creía
y al aciago destino que de tantas historias había resultado culpable. Ahora su
valiosa colección de cómics había desaparecido, igual que sus únicos amigos. La
locura se había adueñado de él como un monstruo latente. Pero cuando todo
parecía perdido, cuando el suicidio comenzó a parecerle la única salida, recordó
que tal vez uno de los animales había sobrevivido. Entonces trató de
recomponerse, fue hasta la galería y allí estaba la jaula cubierta con la manta
oscura. Retiró la cortina que para el miná significaba la noche eterna y lo saludó
como si nada hubiera ocurrido.
—¿Hola, Tony, qué tal estás, buen amigo? —lo dijo como en un susurro, tratando
de parecer dulce y convincente, aunque del fondo de su garganta todavía se
percibía la terrible excitación.
El pájaro respondió intratable. Su mirada continuaba rencorosa y penetrante,
aunque a Hugo le pareció algo más. En el fondo de esos ojos obscuros creyó intuir
un mal diabólico, una inteligencia maligna que le deseaba el mayor de los males.
Recordó haber visto aquella mirada en un museo.
Finalmente arrojó la jaula al río. Cuando la estructura golpeó el agua fría, Hugo
creyó oír en la oscuridad un silbido penetrante, después el grito desgarrador de un
demonio que se sabía vencido, un demonio que insultaba y maldecía con voz
gutural, hasta que la jaula se sumergió y sólo quedó el silencio y las luces turbias
de las farolas rielando bajo la niebla.
El buen amigo
Tal vez sea por eso por lo que tengo la sensación de que quienes
transitamos a esas horas por las calles no tramamos nada bueno. La gente honrada
permanece en sus hogares, terminando su cena en familia o durmiendo temprano,
quizás viendo la televisión con cierta desidia. Pero yo no veo la televisión. Sólo lo
hago durante las noches cálidas, cuando el calor y los remordimientos no me dejan
dormir. En cambio hoy hace frío, es octubre y el cierzo ruge abofeteándolo a uno
en la cara como un capataz.
He aparcado a las afueras del barrio Oliver, y desde allí vengo andando. Primero
transito por Antonio Leyva y luego giro a la derecha para comenzar Miguel
Artigas. A estas horas los yonquis son costumbre en este lugar. Me cruzo con uno
que parece un espectro, y a buen seguro que reúne todos los boletos para morir
esta misma semana de sobredosis. Paso frente a la esquina de Rafael Salillas. Allí
hay una silla de madera y una puerta abierta a una parcela de paredes
cochambrosas. Se tienen que estar forrando la Dolores y la Rocío, pienso, porque
mientras camino observo a otros tres fantasmas raquíticos, emergiendo de la luz
tenue del vestíbulo precedido por aquella silla.
La droga mata. La droga consume. Pero el dinero también mata, o por lo menos el
carecer de él. En mi caso ambos elementos jugaron en mi contra.
Alcanzo la calle del Doctor Purjasol y allí encuentro la Tasca del Caballo. Yo
prefiero apodarlo “el Faro”. Una de sus ventanas asoma a una antigua acequia
donde los toxicómanos se pinchan de madrugada. Más allá, hay un desnivel que
alcanza los terrenos del antiguo cuartel de San Lamberto y se extiende hasta la
carretera de Logroño. Ha sido un paraje inhóspito durante años, hasta que
comenzaron a edificar recientemente. Por esto llamo a la tasca “el Faro”, porque la
luz de una de sus ventanas puede verse desde algunos puntos recónditos de la
extensión, deshabitada como un mar tranquilo desde que el cuartel fue
abandonado.
Me retiro al rincón casi arrendado a Marcos. Allí me siento en una silla de madera
y enciendo un cigarrillo para recompensarme anticipadamente por el otro mal
trago que voy a intentar superar. Doy una larga calada, mientras veo cómo el
cigarro se consume del mismo modo que si un anillo de lava lo devorase
lentamente. Aguanto todo lo que puedo el nocivo humo en mis pulmones. No soy
lo suficientemente valiente como para suicidarme, pero me conformo con este
envenenamiento. Después suelto una bocanada gris que también se cuela en mis
fosas nasales, igual que un dragón. Miro a mi alrededor y advierto que nadie más
sufre tal adicción. Entonces pienso si no soy yo acaso el último dragón de Pern por
extinguir. Pero no, somos muchos los que aún sobrevivimos, aunque el Gobierno
no nos lo ponga fácil.
Es una meiga que me hechizó hace tiempo, aunque ya casi no recuerdo su tacto.
Supongo que espera encontrar a Marcos en mi lugar, y el cambio, tal vez a mejor,
la sorprende. Pero no se lleva ninguna alegría. En lugar de eso me saluda desde el
umbral con una mueca de desagrado. Se queda ahí, sorprendida, varada en el
tiempo también como una estatua de sal, mientras el joven camarero y los
concurrentes la observan, desnudándola como si vieran a la chica de un calendario.
Ella no sabe qué hacer, si retirarse o afrontar los errores. Sus ojos son los de una
mujer inteligente, pero las curvas la traicionan, igual que una vez nos traicionó el
instinto a ambos, ese instinto animal que no sabe de amistades, de respeto o de
compromiso.
Ella sabe que el camarero la desea, por eso no mira siquiera hacia la barra mientras
se acerca al rincón donde yo estoy disfrazado de bestia derrotada. Prefiere no
sentarse, tal vez por mantener las distancias. Sencillamente se queda ahí, frente a
mí, con las manos apoyadas sobre las caderas.
—¿Qué haces aquí? —inquiere con ese acento gallego que excita mis sentidos.
—Hace días que no os habláis, idiota —ese insulto es casi un susurro, aunque se
clava igual que un punzón.
Creo que ella sabe en realidad para lo que he venido. Esos pechos generosos bajo
la chaqueta azul, esas caderas que cimbrean, esa falda corta, la traicionan siempre.
Tiene la mente lúcida, pese a lo que parezca a primera vista. Sabe que no vengo
por ella, aunque una vez fue así.
—Por eso mismo, tengo que verle ahora —respondo reponiéndome del golpe.
—No seas idiota —cómo le gusta este insulto, lo repite tanto en el amor como en la
guerra—, me refiero a aquella noche.
—Ya… —suspira, como una madre que intuye la trastada de su hijo, pero espera
que este confiese—. ¿Quedaste con él, entonces?
Entonces se da la vuelta y camina con esos tacones que suenan terribles hasta la
barra, se sienta en un taburete y pide un refresco, mientras el camarero se apura
por demostrar cierta pericia. Yo me disuelvo en deseos carnales, mientras veo sus
caderas y sus cabellos largos y lacios que le caen como una cascada de agua negra.
No puedo evitar sonreír porque sé que ella aún me desea. Pero Marcos siempre ha
sido el escollo donde nuestros mares se encuentran, aunque una vez el deseo
rebosó el límite y ella siempre me lo reprochará.
Pasan quince minutos desde que las manecillas se posaron en las diez y Marcos no
aparece. Comienzo a sospechar si se lo habrá pensado mejor y ha decidido huir, si
ha resultado finalmente un cobarde en el último momento de su vida y ha
decidido alargar un poco más su existencia miserable, hasta que el jefe lo
encuentre, o sus matones, y entonces su final sea atroz. Ella permanece en la barra,
rígida como un espantapájaros que atrae sin embargo a todas las bestias, pero no
mira atrás. Sólo gira levemente el mentón para mirar de soslayo a cada
parroquiano que entra en el local, esperando que Marcos sea uno de ellos. Debe de
estar preocupada.
Marcos huele a alcohol. Ha estado bebiendo a lo largo de todo el día, y ahora sus
ojos vidriosos sueltan un par de lágrimas que ya quisieran los cocodrilos.
—¿Dónde has estado? —le increpa ella, nuevamente con los brazos en jarras,
aunque en realidad tiene ganas de abrazar a su marido.
—Te quiero —le espeta él, y se acerca para darle un beso en los labios,
tambaleante.
—Estás borracho —dice ella mientras aparta la cara; se alegra de ver a Marcos
pero no quiere mostrar debilidad, no ante tanta gente que observa la escena—.
Ahora subes a casa conmigo y ya hablaremos.
Ella me dedica una mirada homicida. Sus facciones se tensan aunque trata de
fingir cierta calma. Me sigue mirando a los ojos, como si quisiera descubrir mis
intenciones. No sabe si traigo noticias buenas o malas. O si soy un mensajero o un
verdugo, o ambas cosas a la vez.
—Cariño, he quedado con él. Es importante. Ve a casa, por favor. Espera allí.
Trata de acariciar las mejillas de su mujer con esa mano curtida, marcada con una
sombra tatuada que una noche lo sentenció, cuando estuvo a punto de tocar el lujo
de los coches deportivos y los chalets en la playa.
Marcos se acerca a la barra y pide una copa de coñac. El camarero vacila porque lo
ve demasiado ebrio y me mira pidiendo un permiso que yo ofrezco asintiendo.
Marcos se aproxima con su nueva copa a la mesa donde le estoy esperando desde
hace rato. Se desliza en el asiento que hay frente a mí y noto cómo su silla rechina
como un mal presagio.
—Podrías haber huido —le indico casi con un susurro, porque la garganta se me
ha obturado por el malestar.
—¿Para qué? —me dice, y levanta la mirada hacia mí, y por primera vez desde
aquella noche nos volvemos a mirar a los ojos, a esos ojos de dos chiquillos que
jugaban juntos en el colegio. Esos ojos de dos jóvenes que no querían estudiar y
vieron el dinero fácil trabajando durante las noches, mientras vivían la vida
atropelladamente y el resto del mundo dormía, a la par que ellos descubrían la
transparencia de la urbe sumergida.
—¿Con el dinero que tengo? Vamos, Adam… —trata de reír, aunque lo que brota
de sus labios es más bien un lamento tragicómico—. No habría llegado a ninguna
parte. Habría sido prolongar lo inevitable.
—Y tú lo sabes —sentencia.
—Tal vez marchar a otra ciudad con Eva, buscar cualquier empleo en una
fábrica— sigo insistiendo.
Busco algo de líquido en mi copa, pero está vacía. No hay cigarrillos ni alcohol a
los que abrazarse, y me siento más incómodo.
Yo sonrío. Tu puta madre, pienso. Todavía inventando excusas, aun cuando los
inventos nos han traído aquí por última vez. Me dan ganas de llorar mientras veo
su rostro abotargado. Tu puta madre, ¿por qué olvidaste los malditos guantes?
Quiero recriminarle. Pero no es el momento. No ahora. Puede que lo siga haciendo
cuando vaya a visitarle cada día uno de noviembre.
—Bueno… —murmura.
Me mira sonriendo y hace una seña al camarero. Otro coñac. Pero el chaval me
vuelve a mirar y yo niego tímidamente con el mentón mientras mi amigo no me ve.
El camarero se hace el sordo y continúa con su labor detrás de la barra.
—Déjalo.
—¿Que lo deje? —dice Marcos, molesto—. Llevo un huevo de años viniendo aquí,
¿para que ahora ese crío me niegue una copa? Hace siglos que no me emborracho.
¡Eh, tú!
Marcos se vuelve hacia mí, con esos ojos grandes y ahogados en lágrimas
contenidas. Me mira como un niño que no comprende por qué le prohíben su
último capricho.
—Lo sé. Esto es para ella. Es una carta. Le digo que la quiero y he escrito el
número de una cuenta que ella desconocía. Ahí tengo algo ahorrado. No es mucho.
—Lo he escrito con buena letra, para que me entienda —dice Marcos, dejando
escapar más lágrimas—, tú sabes que no suelo escribir con buena letra.
Yo asiento mientras sonrío recordando al oriundo jefe del clan de los Bardajiles,
fumando uno de sus puros habanos y hablando de toros en la habitación principal
de su parcela.
—Menuda noche. Primero tú que no acertabas con la cerradura. Luego los perros,
la poli…
No puedo evitar soltar una risita de satisfacción. Habían pasado más de quince
años desde nuestro primer gran robo. Desde entonces todo se había acelerado
entrando en una espiral imposible de abandonar.
—A veces pienso en si nos hubiera cogido la policía aquella primera gran noche —
dice Marcos, frunciendo el ceño—. Si hubiéramos pisado la cárcel siendo jóvenes.
¿Crees que nos habríamos retirado de esto?
—No lo creo, amigo mío. Es lo único que sabíamos hacer. Y ahora es lo único que
podemos enseñar.
Sólo tengo que fijar la mirada en su rostro para que comprenda la respuesta. Al
jefe ya le jodía demasiado que los colombianos y los rusos le estuvieran jodiendo el
negocio, pero que sus propios hombres le hurtaran parte de la mercancía a punta
de pistola… Eso no tenía perdón alguno. Y ambos lo sabíamos. Los conductores de
la furgoneta sólo habían reconocido a Marcos aquella noche en la carretera del
aeropuerto. Fui yo quien dio las órdenes de que bajaran del vehículo y abrieran los
portones traseros, para descargar la droga e introducirla en el maletero de un
coche con la matrícula doblaba. Marcos apenas habló. Se dedicó a apuntar
fijamente al conductor, con esa mirada suya que siempre le ha caracterizado. Una
mirada de ojos negros y penetrantes como agujas, capaz de congelar un incendio y
de amedrentar a un boxeador iracundo.
Pero no fue por la mirada por lo que le reconocieron. Ese tatuaje intrincado lo
delató. Cuando volvimos al coche y arrancamos con toda una vida de fortuna en el
maletero, ambos nos dimos cuenta del error que Marcos había cometido. Él se miró
las manos y luego me miró a mí. Yo lo vi con incredulidad, pero él no dijo nada. Ni
siquiera mostró sorpresa. Ninguno dijo nada, pero ambos sabíamos lo que aquello
significaba. Pensé en decirle que volviéramos al lugar donde habíamos detenido el
camión. Tal vez los dos peleles que manejaban el vehículo no se habían alejado y
aún habría tiempo de volver y descerrajarles un tiro en la cabeza antes de que
pudieran delatar a nadie. Pero no lo hice. Supuse que Marcos ya había pensado en
eso, y si él no tomaba aquella dirección, era porque no confiaba en que saliera bien.
—No, capullo. El dinero. Es para ti también. Compártelo con ella. Marchaos lejos
si queréis y búscate una nueva vida.
—No digas nada —añade con esa voz que ahora parece la de Marlon Brando, o tal
vez yo la escucho así porque me siento como un mierda que ha traicionado a quien
siempre le ha protegido.
—Escucha —trato de recomponer mis ideas, mis excusas, mientras intento decir
algo coherente.
—Al principio tuve celos y pensé en liquidarte —me asegura Marcos, con esa voz
grave que se le ha transformado de pronto, tal vez porque su garganta se ha
estrechado para no aceptar más alcohol, o porque quiere terminar ese día como un
gran mafioso, o por yo qué sé—. Luego intenté perdonarte y lo conseguí a medias
—prosigue—. Pero a ella le guardo un rencor más profundo. Nunca le dije nada
porque siempre he necesitado a una mujer a mi lado para que cuidase de mí, pero
nunca la perdonaré. En cualquier caso, merece ese dinero que le he guardado,
porque es la única mujer que me ha soportado durante años.
—Está bien.
Yo asiento. No me gusta nada la situación, pero ésas son las órdenes. Disparar y
salir cagando leches. No contarle a nadie lo sucedido y, por supuesto, no trabajar
nunca más para el jefe.
—Vaya susto se van a llevar todos estos —dice Marcos abarcando con la mirada a
toda la gente que nos rodea.
Yo disparo dos veces y mato a Marcos, mi mejor amigo. Bam, bam. Y se acabó.
Con cada impacto su torso se convulsiona. Después él me sigue contemplando,
pero esta vez con una mirada opaca, extraviada, hasta que por fin su cuello pierde
fuerza y la cabeza cae ligeramente hacia atrás con la boca abierta.
Me pierdo en los callejones de este barrio viejo, abandonado a su suerte desde hace
varias décadas. Mis pulmones no soportarán una carrera hasta mi coche, de
manera que cambio el rumbo y tras sortear dos esquinas en una frenética escapada
consigo alcanzar el portal donde está el piso de Marcos. Me detengo ante la puerta
de entrada, apoyándome en la pared deslucida para recuperar el resuello. Llamo al
automático y ella me abre. Subo las escaleras, ahora más tranquilo, aunque
jadeando. Creo que nadie me ha visto. En esta parte de la ciudad los viandantes
sólo son nómadas errantes que callan cuando la policía interroga, así que no
debería estar tan preocupado.
—Pasa —me dice con el gesto serio, y yo no me niego: ¡Qué viajero rechazaría
semejante oasis!
Entro en el vestíbulo sin saber bien qué decir o cómo comportarme. Eva me hace
pasar al salón tras ella y yo la sigo por el pasillo, concentrándome en el sensual
ritmo de sus caderas, mientras los tacones resuenan en la superficie de mármol
veteado. En el salón apenas alumbra la luz mortecina de una lamparita con cúpula
de cristal. Junto a la modesta biblioteca, sobre un retrato de Marcos, subsiste el
gran lucio disecado, con las fauces abiertas y unos ojos perlados y rojizos que me
amenazan igual que un pitbull con escamas. Marcos no lo pescó, le compró el pez a
un pescador rumano que lo capturó en los galachos de Juslibol, y se gastó una
pasta después en disecarlo y lucirlo como propio. Sólo yo y Eva conocemos esa
verdad. En realidad, me parece que solo nosotros dos conocemos todas las
verdades.
Me invita a sentarme en el sofá, aunque lo rechazo. Prefiero permanecer de pie,
quieto y envarado en un rincón, junto a una palmera tropical que rivaliza conmigo
en altura con sus largas hojas afiladas e inclinadas hacia mí. Una kentia, recuerdo.
Me había dicho Marcos una vez que le había costado una pasta. Pero tiene otro
nombre más atractivo: la palma del paraíso. Qué curioso, Marcos, no creo que estés
en el paraíso ahora. Y yo tampoco, ya sea en esta vida o en la del más allá, nunca
hollaré ese territorio.
Eva mira a través del gran ventanal que da a la calle. Un piso con mucha luz, me
había dicho Marcos cuando lo compraron. Pero ahora es de noche y no puedo
comprobarlo.
—Sí, te ha escrito una nota. —Busco entre los bolsillos de mi chaqueta, y en esa
búsqueda nerviosa palpo el metal aún caliente de la pistola.
—Lo ha escrito con buena letra —dice ella al terminar, casi en un susurro
imperceptible.
—¿Cómo dices?
¿Cómo coño tiene las maletas preparadas? ¿Cuándo había decidido largarse?
Marcos me lo había dicho, sí, pero pedírmelo ella, pocos minutos después de que
yo haya asesinado al hombre con el que había compartido media vida… esto es
demasiado.
—Claro que lo digo en serio —mientras lo dice adopta un gesto de gata en celo
que me sorprende aún más y me pone a cien, a doscientos, a mil. Se acerca más y
rodea mi cuello con sus brazos delicados. Yo no sé si cogerla por las nalgas o darle
un beso. Pero el disparo que ha matado a Marcos resuena en mi memoria.
—Por fin estamos solos —me susurra al oído con una voz deliciosa.
Ahhh, ese punto débil, esa clavija oculta que desata la lascivia. Agarro con fuerza
sus nalgas mientras la empujo hasta la mesa comedor del salón. Es una mesa
grande y ovalada de madera de arce. El contorno está decorado con dos finas
bandas doradas que se entrelazan como signos celtas, o élficos, o yo qué sé. ¡Estoy
a cien, a doscientos, a mil! Soy un ser ruin. El sentimiento de culpa se va quedando
en el fondo, como una pesada piedra que jamás emergerá, mientras la lujuria lo
inunda todo como un tsunami irrefrenable. Meto la mano por debajo de su falda y
palpo la carne aún tersa de sus glúteos. Qué culo, ¡mon Dieu! Este culo curtido en
gimnasio por el que me gané el infierno una primera vez…
Creo que siente mis latidos, unos golpes tan fuertes como los de un ariete que
pretende romper esta cansada celda de huesos. Yo trato de continuar, intento
acercarme a ella, besarle el cuello y tocarle el pecho que asoma tras la chaqueta,
pero ella me vuelve a pedir que me detenga.
—Quítatelo todo —me ordena con una voz melosa que enturbia los oídos y la
mente.
—¿Estás segura?
—Claro que sí. Hay algo de licor de manzana. Sírveme un poco. Tú quieres
también, ¿no?
—¿Quieres hielo?
Y cojo ambas copas y las dejo sobre la mesilla, bajo el pez asesino y al lado de una
foto de Marcos. No sé si es un reproche lo que veo en su mirada, pero no quiero
detenerme en él, porque entonces no podré hacer lo que estoy a punto de hacer.
Tomo la copa y doy un largo trago que me calienta por dentro como un abrigo
invertido. Me quedo tumbado en el sofá igual que un tonto embobado, esperando
volver a ver la cadencia de ese cuerpo concebido para el pecado. Me recreo en esas
curvas que me hicieron soñar durante algunos días y todas las noches de mi vida
tras recorrerlas la primera vez.
Poco después escucho el sonido de los tacones que se acercan por el pasillo y ella
aparece a la trémula luz de la lamparilla. Pero ya no me siento excitado, mi cuerpo
se ha convertido en una masa maciza imposible de levantar. Me parece que la
oscuridad se extiende aún más entre nosotros y apenas puedo distinguirla como
una figura borrosa. Me siento somnoliento y extrañamente ajeno a todo aquello,
como si estuviera viviendo un sueño. Me miro la palma de la mano y apenas
distingo si es una mano o un pie desnudo. Todo da vueltas. Las paredes, el techo,
los muebles, la kentia, el lucio, la foto de Marcos… La casa entera se eleva en el aire
engullida por un tornado, y luego se sumerge en un abismo submarino.
Repasó todo lo sucedido aquel día para determinar cómo había llegado a esa
situación. ¿Por qué coño lo habían secuestrado? Nunca había recibido una carta de
aviso, ni siquiera había tenido problemas con nadie. No era empresario, ni
deportista de élite, ni nada que tuviera que ver con la gente adinerada. ¿Por qué lo
habían secuestrado, entonces? ¿Una equivocación? ¿Divertimento?
Miró el reloj. Las nueve y media de la mañana. Lo habían secuestrado sobre las
dos del mediodía, cuando él esperaba para recoger a su hijo Juan a la salida del
colegio, de manera que era muy difícil que hubiese estado dormido tantas horas.
Sus captores debían haber cambiado la hora a propósito para confundirlo. Hijos de
puta. ¿Qué mas le daba a él si era de día o de noche?
Se sentó en el incómodo camastro apoyando los codos en las rodillas y las manos
sobre la frente. Se lamentaba por su familia. A esas horas su mujer ya habría
avisado a la policía. ¿Qué habría pensado su hijo pequeño al salir del colegio y no
ver a su padre? Gregorio era siempre muy puntual, de modo que el pequeño Juan
habría sospechado algo desde el primer instante. La que tal vez no sabría nada
sería su hija Laura. Había ido con su novio de viaje la semana pasada a la playa, a
pasar unos días, con el consentimiento del padre. Su hija era mayor de edad y lo
suficientemente responsable para saber lo que hacía. Era aplicada en los estudios, y
un par de semanas de fiesta con su novio no harían daño. Laura llevaba siempre el
móvil encima, de modo que ya se habría enterado. Sí, a esas alturas toda la familia
de Gregorio, desde sus padres hasta sus sobrinos, conocerían el drama.
Maite, su mujer, sospechaba desde hacía tiempo de su relación con Susana, una
joven secretaria ex compañera de trabajo de su marido, pero ella nunca habría
imaginado que su marido se había marchado con su amante. Maite le conocía y
sabía que aquel no era el estilo de Gregorio. Él podía engañarla, ella lo reconocía,
pero jamás olvidaría sus responsabilidades para con sus hijos y no los olvidaría de
aquellas maneras. Gregorio estaba seguro de que Maite pensaba en un secuestro,
tal vez en algo peor, pero, desde luego, no en que su marido había salido a por
tabaco. Y ahora que pensaba en Susana, ¿cómo se daría cuenta ella de su ausencia?
Se había citado con ella el próximo martes, aduciendo ante su mujer que tenía una
comida de trabajo con los compañeros, y ahora no podía cancelar la fecha.
Gritó esto varias veces hasta que se dio cuenta de que hablaba solo. Entonces
volvió a tumbarse en el lecho cubierto de paja. Observó la bombilla pendiendo del
cable enroscado, pidiendo tímidamente permiso para iluminar al preso.
Intentó desviar su atención en otra cosa. Pensó en su jefe. ¿Qué habría pensado el
señor Eduardo Estanella al no verle llegar puntual en el horario de la tarde?
Un tipo delgado, nervioso a pesar de la edad, de rostro pálido y bien afeitado, con
el escaso pelo cano peinado hacia atrás y engominado. Gregorio podía
imaginárselo preguntando a la secretaria sobre el paradero del encargado de
Contabilidad, con esa mirada de aparente curiosidad cuyo fondo escondía un
maniático rechazo hacia la impuntualidad. De no ser porque tenía que mantener a
una familia, Gregorio ya se habría despedido hace tiempo, se habría presentado
ante él en su despacho y le habría soltado todos los improperios acumulados
durante una década. Aquel hombre era insoportable.
Gregorio se sintió cansado. Eran las cinco y media de la tarde según el reloj
despertador, pero bien podría haber caído la noche, de modo que optó por
dormirse. ¿A qué hora estaría dispuesta la alarma del reloj? Ni siquiera lo había
mirado. Se apoyó sobre un costado para asomarse y ver el reloj bajo el camastro. La
alarma estaba dispuesta para dentro de seis horas. Decidió apagarla.
Era una sopa de fideos a la que le habían añadido un huevo duro. Le supo
deliciosa, aunque tal vez se debía al enorme apetito. Por lo menos, sabía que le
darían ocasionalmente algo de comer y beber para poder seguir con vida, y deseó
que ese regalo ocurriese todos los días. Tal vez fuera mediodía o, más
probablemente, por la mañana. El reloj marcaba las doce de la noche, pero
Gregorio optó por adelantarlo a las doce de la mañana. Tal vez así se ajustase más
a la realidad del exterior. No era la hora correcta, pero al menos ahora tenía una
referencia creíble.
Bebió algo de agua para aclararse la garganta. Su lengua estaba tan reseca que se
podría encender una cerilla con ella, de manera que bebió poco a poco, saboreando
los insípidos tragos; tenía tiempo de sobra y mucha sed. Finalmente mojó el pan
con lo poco que le quedaba de sopa y se lo zampó de tres bocados.
Pasaban los días y con ellos las noticias se sucedían. Gregorio leía con
detenimiento la retirada parcial de las tropas israelíes en las ciudades palestinas,
opinaba e incluso discutía consigo mismo sobre el visto bueno a la Ley de Partidos
del Partido Popular por el Consejo de Estado, sufría imaginando a España en el
Mundial de fútbol mientras gozaba con la crónica de la victoria conseguida en
Irlanda, y se sorprendía de dos nuevas muertes de jóvenes mujeres a manos de sus
celosas parejas. Lo que más le entusiasmó, si podía hablarse de entusiasmo en sus
condiciones, fue el día en que debía observar con detenimiento las viñetas cómicas.
Le encantaban. En las primeras páginas aparecía un primer diseño de Romeu, en el
que uno de sus simpáticos y narigudos personajes explicaba al otro la complicada
situación de Venezuela con el gobierno de Chávez, a modo de telenovela. El oyente
aparecía con los ojos un poco confusos, y con el pelo largo y distraído daba la
razón al orador como si aquello fuese demasiado complicado de entender.
Habían transcurrido tres semanas desde su secuestro y, pese a que cada mañana
aparecía un rollo de papel junto a la comida y Gregorio utilizaba la olla para
defecar, el aire corrompido del zulo le llevó a determinar que el agujero que servía
de retrete no conducía a un río subterráneo, sino a una especie de almacén de
estiércol de donde ascendían irremisiblemente los olores.
Hacía días que no releía el periódico y no había forma alguna de detener el caudal
de pensamientos en su cabeza. Estaba seguro de que muy pronto se volvería loco.
A veces le surgían pensamientos estúpidos como «Laura ya habrá vuelto de sus
vacaciones», para luego darse cuenta de que la muchacha habría regresado a su
casa nada más conocer el secuestro. Se preguntaba si sus carceleros habrían
llamado ya a su hogar. Le parecía extraño que no hubieran requerido a Gregorio
para grabar algo en un casete que enviar a la familia, algo con lo que atestiguar el
secuestro. Tres semanas y todavía no había visto sus caras. Algunas noches —o lo
que, según el reloj, él intuía que eran noches- intentaba contener el sueño para
poder ver a sus secuestradores abrir la puerta y colocar el plato de comida, pero
nunca conseguía su propósito. En cuanto el agotamiento le jugaba una mala
pasada y despertaba tras un desliz o un lánguido parpadeo, el plato de comida
aparecía junto al nuevo rollo de papel como por arte de magia. Jamás oía voces
detrás de la puerta, ni tan siquiera ruidos.
Al recibir tan escaso alimento Gregorio no utilizaba el papel a diario, por lo que lo
aprovechaba para acolchar mejor el camastro, cada día más desvencijado. Tenía la
voz rota de gritar palabras en silencio, y las horas sonaban profundas y graves, una
tras otra, día tras día, en el reloj de agujas, como un incesante y enloquecedor
goteo.
Tal vez fuera el incesante tic tac lo que pudo sugestionar la mente de Gregorio
para que éste sufriera una continua y desagradable pesadilla que se repetía todas
las noches. En sus desvaríos nocturnos aparecía en una galería de arte, observando
siempre el mismo extraño cuadro. En el lienzo figuraban dos hombres en primer
término, uno de ellos apuntando a la cabeza del otro con una pistola, y el segundo,
a juzgar por la ropa, la complexión y el pelo cano, era Gregorio. Justo al frente de
ambos hombres había una especie de habitación transparente, a modo de jaula, en
la que aparecían arrodillados, en postura previa a una ejecución medieval, Maite,
Susana y sus dos hijos. Los rostros de los condenados eran inexpresivos, mientras
que el hombre armado que apuntaba a Gregorio tenía la cabeza emborronada,
como desvanecida por el disolvente y el algodón de un efervescente artista.
Entonces la figura de Gregorio intentaba dar un paso adelante para abrir la puerta
del habitáculo transparente, pero la imprecisa figura agresora emitía un rugido
ininteligible que podía traducirse como una orden, y el contable secuestrado
retrocedía de nuevo. Entonces Gregorio intentaba desviar la mirada del cuadro, el
hombre armado se giraba hacia él y un sonoro disparo lo hacía despertar y
deslumbrarse con la luz de la bombilla encendida día y noche como un guardián.
La pesadilla se repetía todas las noches, de manera que Gregorio intentaba pensar
en cosas positivas y en gratos recuerdos para sobrellevar su situación lo mejor
posible. En los recorridos de su memoria evocó los mejores momentos con Marta,
las primeras citas, el matrimonio, la noche de bodas, los hijos. Ante él se sucedían
los mejores recuerdos de su vida, como si alguien estuviese manipulando un rollo
de película dentro de su cabeza. Todo en su vida estaba resuelto, hasta que
apareció Susana.
Gregorio recordaba bien a Susana, con la que ya compartía varios meses de idilio.
Muchos años más joven que él, era pequeñita, y su semblante parecido a una
manzana colorada, con unos ojazos negros y una boca tan encantadora que lo
había cautivado desde el primer momento en que ella sonrió el primero de sus
chistes.
Pero primero tenía que salir de allí. ¿Cuánto tiempo más iban a tenerlo encerrado?
Deseaba tener un espejo con el que poder apreciar mejor los cambios. Debía haber
adelgazado unos diez kilos, la cintura del pantalón ya no le quedaba estrecha, y la
barba comenzaba a parecerse a la del padre de Maite. Menudo viejo vanidoso.
Creía que por conducir un Mercedes y vestir un Emilio Tucci para acudir a las
reuniones de su empresa podía mirar a todo el mundo por encima del hombro.
Gregorio aún recordaba la cara que puso cuando su hija anunció en medio de una
fiesta navideña que iba a casarse con él. Nunca se habían caído simpáticos. El viejo
Ortiz siempre había esperado un marido de alta alcurnia para su hija y no un
currante de oficina cuyos padres todavía vivían en el arrabal de Zaragoza.
Sin embargo, no era en su mujer en quien pensaba a todas horas. Poco a poco la
voluntad de estar junto a Susana se convertía en una obsesión. Gregorio recordaba
una y otra vez el día en que visitó el piso de la joven, un domingo por la mañana.
Estaba escondido en una olvidada callejuela del Casco Viejo de la ciudad, en una
zona conflictiva plagada de etnias marginales. A él no le gustaba el ambiente pero
ella aseguraba que era provisional.
Seis meses de idilio y ni tan siquiera una vez pudo descubrir lo que había al otro
lado de la puerta de aquella misteriosa habitación. Por supuesto que eso nunca lo
había molestado. Al contrario, el pequeño secreto de Susana era un aliciente más
para volver cada domingo por la mañana a su piso, mientras le decía a Maite que
se marchaba de pesca.
¡Cuánto había disfrutado con Susana! Esa joven le había devuelto su juventud y su
pasión por la vida y sería por ella y por sus hijos por lo que seguiría vivo hasta que
los secuestradores decidieran sacarle de allí. Porque ahora estaba convencido de
que saldría pronto.
***
Gregorio Sánchez fue hallado muerto el 30 de abril del 2002, dos meses después de
su desaparición, en un pequeño zulo situado en los montes de Villamayor. El
escondite fue hallado gracias a la cantidad de fotografías que la policía descubrió
en una habitación del pequeño piso de la joven detenida, Susana Lorente, situado
en el centro de la capital, quien al parecer había sido también su amante.
Ya me lo advertía mi madre:
—Hija, mira que este chico parece buen mozo a primera vista, pero lo veo un poco
autoritario contigo, y eso que sólo sois novios desde hace unas pocas semanas.
Además, parece un poco borrachín con eso de tener siempre la copa de vino en la
mano cada vez que cena con nosotros en casa, que parece que el vaso lo lleve
pegado a los dedos.
¡Pero qué tonta! En cuanto nos casamos, lo primero que hizo él fue comprar un
minibar para el salón, bien completito, con sus copas de bohemia y sus botellas de
bourbon, vodka y otras «bebidas de hombres», como él las denominaba. Al
principio echaba mano de la bebida a escondidas, algo avergonzado de aquello,
pero cuando fue aumentando la confianza, o la convivencia, mejor dicho, porque
confianza nunca la hubo, se preparaba siempre las copas con el mayor descaro,
delante de mí, e incluso delante de los niños cuando llegamos a tenerlos. Yo
aguantaba este vicio porque ningún daño me hacía, pero cuando se trataba de mis
hijos era otra cosa. Buenas broncas tuvimos en casa. Claro que nunca logré
disuadirle. Y del sexo ni hablemos, no creo que ningún hombre hubiese sido tan
malo en la cama como mi marido. Ya lo decía mi madre, los hombres y las mujeres
son como el aceite y el agua, los echas en un vaso, y si no los agitas continuamente,
se separan. Algo así nos sucedió a nosotros. Casados oficialmente, aunque aislados
el uno del otro. Sin embargo, fue cuando llegaron los verdaderos problemas, los
económicos y laborales, cuando mi marido mostró su verdadera cara, su rostro
más oscuro, y jamás pude contenerlo.
Tras quince años dedicados a la misma empresa, un taller mecánico de
automóviles, el negocio cerró y él se quedó en la calle. No tardó en encontrar un
nuevo empleo en la cadena de montaje de una fábrica, pero mucho peor pagado y
más agotador. Ya nada fue lo mismo. Llegaba a casa exhausto, se sentaba a la mesa
para comer, refunfuñando si la comida no era de su completo agrado, abroncando
a sus hijos más que de costumbre cuando armaban algo de jaleo por el piso. Su
carácter era mucho más irascible. Dejó el minibar por la taberna de la esquina, la
cual fue frecuentando los fines de semana primero, día tras día después, sin
descanso, hasta acostumbrarse a llegar a casa a diario totalmente ebrio y enojado
por haber acabado así en la vida. Traía tal desprecio y resentimiento al hogar que
muy pronto le tuve miedo, y la única vez que osé abroncarle, tras llegar borracho a
las dos de la madrugada de un martes, me golpeó de tal manera que ya nunca abrí
la boca. No cuando veía en sus ojos el odio de un cobarde embrutecido por el
alcohol. Con el tiempo se hizo más agresivo y los maltratos pasaron de la madre a
los hijos. Yo no podía soportarlo. Recuerdo a mi hijo menor corriendo despavorido
por el pasillo, escondiéndose tras de mi falda para evitar las bofetadas y las
patadas de su desmerecido padre. A duras penas conseguía retener a mi marido.
Muchas veces me ponía por delante para que se ensañase conmigo.
Tras varios años soportándolo me cansé de él. Estaba harta de aguantar el suplicio
de convivir con un fantasma continuamente encolerizado. Sólo los peces muertos
se dejan llevar por la corriente, y a mis cuarenta y dos años yo estaba todavía muy
viva, demasiado viva para desaprovechar el resto de mi vida en compañía de ese
cobarde borracho. En una ocasión, la noche de un viernes frío de invierno, hice
acopio de voluntad y decidí no contestarle cuando trataba de volver a casa. Él
siempre llevaba las llaves del portal consigo, por lo que si no abría nunca la puerta
era debido a una necesidad de hacerme la vida imposible y contagiarme la
desdicha que lo corroía a él día tras día. Aquel viernes fatídico recuerdo no haber
contestado a su llamada. En lugar de eso decidí asomarme a la ventana para ver
cómo reaccionaba, y al observar mi marido que yo no respondía, encolerizó de tal
forma que sus gritos despertaron a buena parte del vecindario. Comenzó a golpear
la puerta con tal ferocidad que a punto estuvo de echarla abajo. Miraba hacia
arriba para encontrarme, intuyendo con acierto que yo estaría observándole desde
la ventana, pero andaba demasiado ebrio para concentrar la vista en un único
punto fijo. Mientras tanto yo le espiaba desde las alturas del cuarto piso, sonriendo
por su forma de intentar torpemente abrir la puerta, sin acertar con la llave en la
cerradura. Tras unos instantes lo consiguió, se abalanzó sobre la puerta y el
corazón me dio un vuelco. Llamé rápidamente a la policía. Apenas pude articular
palabra hasta que conseguí concederles con mucho esfuerzo nuestro número de
teléfono completo y la dirección exacta. Sin embargo, en lugar de permanecer en
casa atrancando la puerta, como me sugirió la joven agente que contestó al
teléfono, por una irracional decisión me acerqué a la puerta de entrada y la abrí
para asomarme a las escaleras, como un infeliz esperaría la llegada del demonio
pese a saber que éste lo enviará al mismísimo infierno si lo atrapa.
Lo observé subir lentamente los escalones dando bandazos, pese a que trataba de
apresurarse. Recé para que tuviera un fatídico resbalón que lo hiciera trastabillar y
caer escaleras abajo, o que en un intento por regurgitar se asomara a la barandilla y
cayera al vacío hasta estrellarse contra el terrazo del vestíbulo. Pensé también en
atacarle aprovechando su confuso ascenso, pero no me atreví. Cuando llegó al
patio del cuarto piso lo vi desabrocharse el cinturón mientras maldecía mi nombre.
Entonces volví a entrar en mi casa, horriblemente asustada, sin acordarme de
cerrar la entrada tras de mí. Intenté esconderme en la cocina atrancando la puerta,
pero cuando amenazó alejándose por el pasillo con matar a mis hijos me vi
obligada a entregarme. Entreabrí la puerta para saber si aún andaba cerca y le grité
que viniera a por mí con la garganta acuchillada por el miedo. En realidad, él
permanecía escondido tras la pared de la cocina, y aprovechó mi despiste para
precipitarse sobre la puerta y con ello derribarme. En un vano intento por
aferrarme a algo mientras caía al suelo volqué la frágil mesa de la cocina. Varios
platos y una jarra de cristal llena de agua cayeron en mi tentativa por
incorporarme. Mientras, mi esposo flanqueaba el umbral con una rabia infinita
fulgurando en su mirada. Cinturón en mano, me golpeó sin piedad como a un
animal indefenso. Entretanto yo me arrastraba a través de los cristales rotos y de
las baldosas mojadas que me hacían resbalar en la huida. Alcancé con la mano
derecha la pata de una silla y la interpuse delante de mi esposo. Él intentó sortearla
saltando, pero afortunadamente el güisqui mermaba su equilibrio y cayó de bruces
en el suelo con las piernas enredadas con las patas de la silla. Conseguí
incorporarme, y junto a mí, en el fregadero, vi el cuchillo utilizado horas antes para
cortar el pescado y separar las vísceras. Apareció ante mí la oportunidad, la
ocasión de terminar por mí misma el infierno que había vivido durante años y de
empezar una nueva vida. Mi mente navegó por un instante en lo que podría haber
sido mi existencia de no haberme casado con ese desgraciado. Cientos de ingratos
recuerdos se presentaron ante mis ojos a modo de desagradables flashes
fotográficos que estremecían todo mi interior y rebelaban mi alma. Acaloradas
discusiones por tonterías, días de celebración aguados por el alcohol, ninguna
noche en familia, nerviosismo, miedo, disgustos e injurias, bofetadas, patadas,
violaciones. Desperté de la pesadilla al escuchar a mi marido gritarme «puta» a la
cara mientras se incorporaba torpemente después de varios segundos de
aturdimiento. Decidí no volver a sufrir jamás.
*********
El juez estimó que los maltratos sufridos hasta entonces no justificaban el motivo
de mi sanguinario ensañamiento. Además, no creyó totalmente que los maltratos
se hubiesen sucedido durante años, pues yo nunca había interpuesto denuncia
alguna, como bien recordó el fiscal. El juez declaró que yo podía haber atrancado la
puerta de entrada y haber esperado a la policía, intuyendo que si no lo hice fue por
aprovechar la embriaguez de mi marido para asestarle a sangre fría las diecisiete
puñaladas. Tal vez debí dejarme asesinar, pero si no lo hice fue por evitar las
posteriores preguntas de algunas personas que siempre se ponen de parte de los
maltratadores: ¿Qué habrá hecho la mujer para que su marido la matara? ¿Es que
eran una pareja de drogadictos?
Tampoco quise dejar solos en este mundo a mis hijos y opté por sobrevivir para
demostrarles que los malos jamás se salen con la suya.
Me equivoqué.
Ahora mi confinamiento en una celda durante los próximos veinte años me hace
renegar categóricamente de la justicia. Pero lo peor sucede a medianoche, cuando,
refugiada bajo las sábanas, intuyo la incorpórea forma de mi marido atravesar los
barrotes del cuarto y acercarse a mi lecho para susurrarme al oído un insulto y
reírse de mi desgracia. Promete no cejar jamás en su empeño por martirizarme; no
tiene otro objetivo ahora que su alma vaga errante por el mundo. Beso mortal
Allí estaba ella. Quieta, tranquila, fría, descansando sobre la barra del pub,
de mi pub. Habíamos cerrado media hora antes, a las seis de la mañana, y Héctor y
los camareros se habían marchado ya, probablemente a algún alter hour, así que
estábamos los dos solos. De haberla visto en manos de otra persona no lo habría
admitido, pero no, ella estaba conmigo desde siempre. Nunca nadie antes la había
poseído, bueno, lo cierto era que yo tampoco, pero aquella noche se me intuía
propicia, más que ninguna otra. Ya bastaba de rodeos, necesitaba decidirme de una
vez.
La música de Red Hot Chili Peppers trepaba por las paredes del local y se
colaba en mis oídos ordenándome. By the way; el ritmo pretendía acerarme la
sangre, pero mis manos temblaban como hojas al viento.
Veía su sonrisa fría, metálica, esperándome como venía haciéndolo todas las
noches desde que la encontré en el Full Aventura Fire. Ella era preciosa. Un poco
pequeña, pero me habían dicho que era de esas que tienen un beso mortal, y yo así
lo creía, por eso me asustaba tanto tenerla entre mis manos. Siempre venía
conmigo, y a menudo yo le decía algún cumplido, pero no solía acariciarla. Tal vez
era por eso por lo que ella me miraba con expresión resuelta, desafiante. Sabía que
yo le tenía miedo, aunque la quería para mí.
Fijé la mirada en ella, y al saberme descubierto giré el rostro. En el local se
respiraba un olor a sudor, a alcohol desparramado por el suelo, a suciedad que a la
mañana siguiente la empleada de la limpieza vendría a limpiar como cada
domingo. No pude resistir acudir detrás de la barra y llenarme un vaso de güisqui.
Nunca fui lo que se llama un chico atrevido. Cogí una botella de Ballantines y llené
el vaso hasta el borde, sin hielo. Luego di un largo trago hasta abrasarme la
garganta.
—Está bien —le dije; ella estaba a tan sólo dos metros de distancia—. Hoy es
la noche. Lo he decidido.
Ella no respondió. Nunca lo hacía. Pero intuí que esos ojos negros me
miraban incrédulos.
—De verdad —añadí.
La cogí con la mano derecha y ella se amoldó a mis dedos deferentemente.
Puse su cuerpo contra mi rostro y advertí el frío inquebrantable en su piel, el frío
del ejecutor que lleva esperando mucho tiempo impaciente. La volví hacia mí y
esperé el beso mortal, pero ella no respondía. La música me impulsó a dar el
primer paso. Apreté el gatillo y la bala salió tan deprisa que no tuve tiempo de
despedirme de ella, de mi Taurus calibre 357.
El hoyo
—¿Y si alguien lo encuentra? —inquirió Arosta, mientras conducía con la vista fija
en la calzada. —¿Quién va a pasar por ahí? —preguntó Tomás—. Casi nadie
circula por esos caminos agrícolas. Y aunque lo hagan, no se van a asomar a
cualquier hoyo que vean a lo lejos. —Pero el chico podría gritar y llamar la
atención… —Escucha —lo interrumpió el veterano con un movimiento tajante de
la mano izquierda—, sé que no estás nada de acuerdo con lo que he hecho. Pero
ese puto crío necesitaba un buen escarmiento. Si lo encuentra alguien antes de que
nosotros regresemos mañana, mejor para él. No hay pruebas de lo que hemos
hecho. Sería su palabra contra la nuestra. Nadie podría acusarnos. Después de
todo, el chico estará bien. Y si mañana nos lo encontramos jodido con una
pulmonía, mejor. Mejor para nosotros y para todos aquellos vecinos que han
sufrido sus gamberradas. Así aprenderá. —Sigue sin gustarme —rumió Arosta.
Desde luego, esas prácticas no tenían nada que ver con los protocolos aprendidos
en la academia policial. —En cualquier caso, recuerda que lo hemos hecho los dos
—añadió Tomás. Esta última frase hizo perder la concentración al conductor, que
desvió la mirada de la carretera. —¿Qué coño estás diciendo? —Tú pudiste
impedírmelo —explicó Tomás, mostrando un rostro triunfal—. Es así de fácil.
Como se te ocurra decirle algo a nuestros superiores, o a algún otro, te meto un tiro
por el culo. Recuerda que vamos los dos en el mismo coche. Somos un equipo,
joder. La conversación se eclipsó con el último comentario y el resto del camino de
regreso lo pasaron en completo silencio. Sólo la emisora policial chasqueaba de vez
en cuando para solicitar la presencia en algún lugar de la capital.