Alexandra David-Neél entendió esto de vivir como una trashumancia que no termina nunca. Detenerse era una derrota, así que rechazó la tentación de quedarse en casa. Proyectó su biografía como un trasiego constante y perpetró algunos viajes extraordinarios también por el placer de escribirlo luego. Es una de las exploradoras más singulares del siglo XIX. Una mujer que rompe el álgebra que el sedentarismo impone para una dama de bien y se echa al mundo con cada hormona en su sitio, ajena al murmullo de los machos alfa.
Es la primera occidental que entra en la capital de Tíbet, Lhasa, en 1924. Por entonces, una ciudad prohibida para los extranjeros y protegida por las cumbres del Himalaya. La ciudad dispensa un aire purísimo adornado por ráfagas de sándalo, cantos monocordes y budistas que aliñan su fe con un tintineo de esquilas de cobre. Alexandra David-Neél llegó por la ruta más larga. Nadie antes había pisado ese camino que ella pensó resolver en varios meses y finalmente le ocupó tres años. Lo hizo disfrazada de peregrina tibetana, con la cara tiznada de hollín, una peluca hecha con la cola de un yak y el pelo untado con tinta china. De este modo se enredó por aquellas rutas sin dios, acompañada por el joven Yongden, un sherpa, dos religiosas y siete mulas. Al final de la expedición sólo le quedaba Yongden. La travesía le había permitido abrir aún más su escotilla espiritual y avanzaba hacia la trascendencia ligera de equipaje y de torturas mentales. Más o menos como esos lamas que disuelven su sabiduría en una sonrisa.
Alexandra David-Neél entendió esto de vivir como una trashumancia que no termina nunca. Detenerse era una derrota, así que rechazó la tentación de quedarse en casa. Proyectó su biografía como un trasiego constante y perpetró algunos viajes extraordinarios también por el placer de escribirlo luego. Es una de las exploradoras más singulares del siglo XIX. Una mujer que rompe el álgebra que el sedentarismo impone para una dama de bien y se echa al mundo con cada hormona en su sitio, ajena al murmullo de los machos alfa.
Es la primera occidental que entra en la capital de Tíbet, Lhasa, en 1924. Por entonces, una ciudad prohibida para los extranjeros y protegida por las cumbres del Himalaya. La ciudad dispensa un aire purísimo adornado por ráfagas de sándalo, cantos monocordes y budistas que aliñan su fe con un tintineo de esquilas de cobre. Alexandra David-Neél llegó por la ruta más larga. Nadie antes había pisado ese camino que ella pensó resolver en varios meses y finalmente le ocupó tres años. Lo hizo disfrazada de peregrina tibetana, con la cara tiznada de hollín, una peluca hecha con la cola de un yak y el pelo untado con tinta china. De este modo se enredó por aquellas rutas sin dios, acompañada por el joven Yongden, un sherpa, dos religiosas y siete mulas. Al final de la expedición sólo le quedaba Yongden. La travesía le había permitido abrir aún más su escotilla espiritual y avanzaba hacia la trascendencia ligera de equipaje y de torturas mentales. Más o menos como esos lamas que disuelven su sabiduría en una sonrisa.
Alexandra David-Neél entendió esto de vivir como una trashumancia que no termina nunca. Detenerse era una derrota, así que rechazó la tentación de quedarse en casa. Proyectó su biografía como un trasiego constante y perpetró algunos viajes extraordinarios también por el placer de escribirlo luego. Es una de las exploradoras más singulares del siglo XIX. Una mujer que rompe el álgebra que el sedentarismo impone para una dama de bien y se echa al mundo con cada hormona en su sitio, ajena al murmullo de los machos alfa.
Es la primera occidental que entra en la capital de Tíbet, Lhasa, en 1924. Por entonces, una ciudad prohibida para los extranjeros y protegida por las cumbres del Himalaya. La ciudad dispensa un aire purísimo adornado por ráfagas de sándalo, cantos monocordes y budistas que aliñan su fe con un tintineo de esquilas de cobre. Alexandra David-Neél llegó por la ruta más larga. Nadie antes había pisado ese camino que ella pensó resolver en varios meses y finalmente le ocupó tres años. Lo hizo disfrazada de peregrina tibetana, con la cara tiznada de hollín, una peluca hecha con la cola de un yak y el pelo untado con tinta china. De este modo se enredó por aquellas rutas sin dios, acompañada por el joven Yongden, un sherpa, dos religiosas y siete mulas. Al final de la expedición sólo le quedaba Yongden. La travesía le había permitido abrir aún más su escotilla espiritual y avanzaba hacia la trascendencia ligera de equipaje y de torturas mentales. Más o menos como esos lamas que disuelven su sabiduría en una sonrisa.