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EL BARQUERO

Editado por encargo de la


Cantera de la Juventud del
Lectorium Rosicrucianum
C/ Río de la Plata 9, 41013 Sevilla
ESPAÑA

Sede Internacional:
LECTORIUM ROSICRUCIANUM
Bakenessergracht 11-15
Haarlem (Holanda)

ISBN: 84-398-5895-7

Depósito legal: B 4096-1986

Copyright del original, 1977 by Rozekruis Pers,


Haarlem (Holanda)

Copyright de la presente edición española, 1985 by


Ediciones del Lectorium Rosicrucianum S.A.
Vía Lusitana 62, 28025 Madrid

Imprimido en el taller de
Ediciones del Lectorium Rosicrucianum S.A.
C/ del Oro 23, 08012 Barcelona

Todos los derechos reservados, incluidos los de traduc­


ción a otras lenguas. Ninguna parte de este libro
podrá ser reproducida sin autorización escrita del
Editor.
Conferencia de la Juventud
realizada en Noverosa
en el año 1963
¡Quien comienza a leer esta historia,
descubrirá muy pronto que se trata de un cuento!

¡ ' E l Barquero' también es un cuento!

Pero un cuento en el que


es buscado
el Camino hacia la Verdad.

Un cuento que creció


durante la semana A
en Noverosa
en el verano del año 1963.
C ap ítu lo 1

Hace mucho tiempo, hubo un Rey que v i v í a en un


magnífico Palacio situado en la cumbre de una
alta montaña.
(Este Palacio irradiaba una luz poderosa!
Sus pequeñas y grandes torres emitían resplandores
de oro tan intensos que era como si el sol se
reflejara miles de veces en las ventanas. En
realidad no había sol. Pues la verdad es que los
rayos salían del propio Palacio, iluminando todo
el Reino. El Rey que allí vi v ía no era un Rey
cualquiera. Se le llamaba el Rey del Fuego del
Amor, pues quería con gran amor a todos los
habitantes del Reino; sí, a todos, a pequeños y
grandes, pobres y ricos, buenos y malos.
Este sabio Rey conocía el corazón de los
hombres. Sabía que los hombres olvidan pronto las
cosas, incluso lo que es más bello y más maravillo­
so. El Rey hizo preparar justo en medio del Pala­
cio una gran sala redonda, y en su centro fue
encendido un fuego para que ardiese eternamente,
un fuego magnífico: el Fuego del Amor. La luz de
oro de este Fuego era la que daba al Palacio esos
resplandecientes rayos que todos podían ver.
"Así -pensaba el Rey-, cuando estén tristes
y cansados y caigan en el mal, la luz de mi
Palacio les dirá que mi amor, eternamente fiel, les
espera. "
El Rey tuvo además otra idea: un plan
maravilloso. Que quiso dar a conocer a sus doce
servidores más inteligentes. Aquí es donde empieza
nuestra historia.
Así pues, les invitó especialmente para ha­
blarles de ese plan. Al alba abrió el Rey mismo
la puerta del Palacio a los doce que habían
escalado hasta la cumbre de la montaña.

7
Los doce sirvientes, al entrar en el umbral se
sintieron súbitamente alegres y felices. En el inte­
rior todo resplandecía con una maravillosa luz;
resonaba una música agradable, suave y clara.
Después de haber pasado por la puerta, atravesa­
ron lentamente, muy atentos, una sala grande y
bella, y llegaron a una fuente de la que brotaban
hacia lo alto tres hilos de agua.
En el estanque, las gotitas repicaban al
caer un compás melodioso. Alrededor de la fuente
crecían y esparcían sus perfumes las más bellas
flores. En altos nidos, los pájaros emitían alegres
trinos. Se sabían protegidos, ningún peligro les
amenazaba y cantaban su agradecimiento.
Cuando todos los servidores estuvieron a llí,
una campana sonó; los muros de la inmensa sala
hicieron resonar el eco. Las miradas se dirigieron
hacia una puerta doble, cuyas pesadas hojas se
habrían en aquel momento. Los servidores las fran­
quearon en respetuoso silencio. Así pasaron por
grandes corredores y magníficos salones. Las pare­
des de cristal dejaban filtrar los rayos de oro del
Fuego del Amor: ¡Todo era resplandeciente luz!
Una gran serenidad reinaba por doquier y sólo se
oían los ligeros pasos de los servidores. Por fin
desembocaron en el último corredor que se iba
ensanchando hasta dar en la sala redonda de
elevado techo que estaba justo en medio del Pala­
cio.
La cúpula estaba a tal altura, que para
verla, los servidores tuvieron que inclinar hacia
atrás la cabeza. Descansaba sobre sólidas colum­
nas de oro. Pasaron entre ellas con respeto, y
después se dirigieron hacia donde estaba el Rey,
allí donde brillaba el Fuego del Amor.
¡Nadie había visto antes el Fuego tan de
cerca! Cada uno de ellos sentía en su corazón que
se hallaba en un Templo.

8
El Rey les envolvió con su mirada llena de Amor.
Estaba muy cerca del Fuego. Les invitó a colocarse
a su alrededor. Después... un silencio completo
llenó la gran sala. El Rey, con gran calma, los
miró a uno tras otro y les dirigió estas palabras:
— Fieles servidores, ha llegado para vosotros
el tiempo de trabajar conmigo. Sabéis que si este
Palacio fue construido y este fuego encendido fue
con el propósito de realizar un gran plan. Ese
plan está al servicio de todos los hombres que
viven en mi reino. Hoy os he reunido en esta sala
para empezar a llevarlo a cabo. Aquí, como sa­
béis, arde el Fuego del Amor. Yo quiero daros de
este Fuego porque sé que vuestros corazones son
puros y vuestra voluntad fuerte. Por dondequiera
que vayáis llevadlo bien alto para que todos lo
pueda n ver.
Dicho esto, el Rey se quedó en silencio.
Salió del círculo de los servidores, tomó una de
las doce antorchas colocadas al lado del Fuego, la
encendió con el mayor cuidado y la entregó al
primer servidor, que con gratitud la tomó. Después
el Rey hizo lo mismo con las otras once. Con las
antorchas alzadas muy en alto, esparcían sobre
todos el resplandor de oro del Fuego del Amor;
todos guardaban silencio. Y de pronto, como si se
hubiesen puesto de acuerdo, surgió de sus corazo­
nes un dichoso himno de agradecimiento. El Rey
escuchaba con gran recogimiento. Después añadió:
— En el instante en que se encendió el Fuego
del Amor en nuestra sala redonda, el corazón de
todos los hombres de mi reino recibió una chispa
de ese Fuego, y a l l í estableció su morada. ¡Pero
ellos todavía no lo saben! ¡En vosotros, mis fieles
servidores, recae la misión de hacerles comprender
que mi Fuego arde para todos!

9
Enseñadles a hacer de esa chispa una ardiente
llama de amor. Por lejos que vayáis y mientras la
empleéis al servicio del Plan, vuestra llama perma­
necerá encendida. ¡Pero cuidado! Si la utilizáis
para otro fin, se apagará. Entonces despedirá
humo en vez de luz, cubrirá todo de hollín y
vuestra estancia en mi reino no durará ya mucho
tiempo.
Ahora id, recorred todo el país para estable­
cer en él mi Reino.
Los servidores salieron de la sala del Fuego
del Amor en silencio, muy felices y contentos de
su misión. Guardaban en su corazón la misión del
Rey como un incalculable tesoro.
Lentamente descendieron la montaña. Cuando
llegaron abajo, cada uno tomó una dirección dife­
rente con el fin de cumplir el trabajo que el Rey
les había encomendado, hasta en los más lejanos
lugares del Reino.

* * *

10
C a p ítu lo 2

Uno de aquellos doce servidores se sentía particu­


larmente feliz por la misión recibida. Estaba segu­
ro de sí mismo y recorría el país con paso
decidido, esforzándose por proteger su antorcha
del más mínimo soplo de viento o de un gesto
torpe de las gentes que encontraba.
Seguramente que vosotros habéis recibido ya
regalos de esos que producen gran alegría y
gustan mucho. ¿Qué ocurre entonces? El regalo es
tan bonito que jugáis con él todo el día y tampoco
cuando vais a la cama queréis separaros de él.
i No hay nada mejor que vuestro regalo! Y cuando
un amiguito o una amiguita os lo toma de las
manos, o lo toca, diciendo con tono ligeramente
desdeñoso: "¿Qué es eso?"; ¿no se lo quitáis enfa­
dados replicando: "¡Es mío, no lo toques!"? Sin
duda que esto os ha ocurrido ya, ¿no es así?
¡Pues esto fue lo que le ocurrió también al
servidor que tenía tanta admiración por su antor­
cha! No cesaba de contemplarla. Observaba que
las gentes lo miraban, y cuando le preguntaban
acerca de la extraña luz que centelleaba, expli­
caba que era la más bella llama y la más bella
luz del mundo. Añadía que la había recibido de
manos del mismísimo Rey y que tenía que v i g i l a r l a
con el mayor de los cuidados, i Era su antorcha!
Sólo tenía estas palabras en la boca; pero se
olvidaba totalmente de hablar de la chispa que
cada uno lleva en su corazón y de su verdadera
misión.
El verdadero significado del plan real se
hundía lentamente en las sombras y así, cegado
por su orgullo, iba creciendo el deseo de guardar
para él solo la maravillosa antorcha.

11
Lentamente perdió el recuerdo de la misión del
Rey. Incluso acabó creyendo que el Rey le había
dicho: "Vigila tu antorcha y protégela, pues no es
una antorcha cualquiera. Y presta atención a esto:
hay que reunir a muchas personas que deberán
obedecerte ciegamente y deberán proteger tu llama".
Y así fue como poco a poco reunió a su
alrededor a hombres que sólo deseaban y pedían
contemplar su antorcha; ésa era su única felicidad.
Un día, llegó con sus seguidores a un país
lejano, en medio de rocosas montañas. "Este es el
sitio que busco" —se dijo. Pues en esas montañas
había profundas grutas en las que su antorcha
podría estar en seguridad y en un buen encondrijo
nadie podría destruirla. Vio una gruta que le
pareció la más adecuada. Impacientemente, esperó
el momento propicio para desaparecer sin que na­
die lo supiese.
Después de pasar por la enorme boca, la
gruta se volvió rápidamente estrecha y oscura.
Pero él pensó que su antorcha esparcería suficiente
claridad; pero en realidad vacilaba y él caminaba
como un fantasma; su antorcha no tenía ya pareci­
do alguno con la luz que había recibido del Rey.
De pronto vio brilla r dos ojos en la oscuri­
dad que se acercaban hacia él. Le pareció como si
súbitamente un espantoso rugido llenara el sub­
terráneo. Su temor fue tal que la antorcha cayó y
una voz, que resonaba por todas partes a la vez,
dijo:
— ¡Oh, servidor del Fuego, hace tanto tiempo
que espero este instante, tanto tiempo que espero
el Fuego que me traes! ¡Tengo tan grandes ansias
de él que lo voy a devorar! i No tengas miedo de
mí pues te estoy muy agradecido! ¡Yo te recompen­
saré! ¡Tendrás todo el fuego que desees!

12
Y ante los estupefactos ojos del servidor surgió de
las tinieblas un enorme dragón que devoró la
antorcha y la luz, y después de que hubo tragado
el último pedazo, su boca arrojó fuego, convirtién­
dose así en un dragón poderoso que escupía de su
boca un fuego maligno. Un fuego terrible se preci­
pitó estruendosamente por el estrecho pasillo y por
el subterráneo que había a continuación. El servi­
dor pensó que su antorcha se había vuelto milagro­
sa, tan grande y tan poderosa como la del Rey.
Y ya se vio a sí mismo como un Rey, en
medio de sus súbditos que adorarían su sabiduría
y su poder.
El servidor había olvidado su Misión, la
había olvidado por completo. No comprendía que
allí donde él veía un milagro, se había desencade­
nado en realidad una incalculable catástrofe.
¿Qué había hecho el dragón?
Se había tragado la antorcha de Fuego puro
del Templo y había vomitado en su lugar un fuego
de humo y hollín, cumpliéndose lo que les había
advertido el Rey.
Grandes y negras espirales de humo se arre­
molinaban en la gruta. Pronto las paredes del
estrecho corredor estuvieron recubiertas por una
capa de hollín, llenando al poco todo el subterrá­
neo. El fuego se había vuelto impuro. Ya no
podría ayudar a nadie más a hacer de la chispa
del corazón una llama luminosa y radiante.
El dragón seguía escupiendo fuego. Se puede
decir que le gustaba cada vez más hacerlo. Sus
largos dientes y sus mandíbulas se habían transfor­
mado en bloques de hollín. Y he aquí que de
pronto saliendo de su humeante garganta, aparecie­
ron unos hombrecillos muy pequeños, negros como
el carbón. Estos hombrecillos eran de hollín. Sus
oscuros ojos brillaban mientras agitaban minúscu­
las antorchas humeantes.

13
Con sus agudas vocecillas gritaban al sor­
prendido servidor:
— ¡Somos vuestros servidores, majestad!
¡Vuestros servidores! ¡Dadnos vuestras órdenes que
las cumpliremos!
Bailaban y se inclinaban ante el servidor
tan asombrado de ser coronado "rey".
Todosjuntos salieron de la gruta dejando
atrás rastros de humo y empujándose unos a otros;
rodaron por el estrecho sendero de la montaña
hacia el lugar donde vivían los seguidores del
servidor.
Estos hombrecillos del dragón tenían la facul­
tad de volverse invisibles y por ello sólo se veían
los rastros del humo. Cuchicheaban toda clase de
villanías en los oídos de los habitantes. Les
incitaban a la envidia, a la mentira, a criticarse
unos a otros, y aún a muchas maldades más.
Por esta razón, en vez de aprender algo,
por poco que fuese, sobre la chispa que hay en el
corazón, estas pobres gentes sólo pudieron hacer
malas acciones. Así el mal entró en ellos y viv ió
entre ellos.

U
¿Y el servidor? ¿Qué ocurrió con él?
Los hombrecillos del dragón le habían hecho
reverencias, le habían llamado "majestad". Y termi­
nó por pensar que también él podía ser un verda­
dero rey.
Saliendo de su admiración bajó al valle,
reunió a su gente alrededor suyo y proclamó con
fuerte voz que a partir de aquel momento él sería
su rey y ellos su pueblo.
— iHurra! ¡Viva el rey! —gritaban todos
ellos.
Los hombrecillos del dragón bailaban por en
medio de ellos y les susurraban en los oídos
pensamientos malignos. Fue de esta manera cómo
un nuevo rey del fuego se estableció en el valle,
entre las montañas. ¡Pero ay! No era un Rey del
Fuego del Amor que debía dar a sus súbditos
alegría y felicidad, sino un rey ocupado en sus
intereses personales, incapaz de ayudar verdadera­
mente a sus semejantes.
No obstante, algunas veces, un vago recuerdo
del verdadero Rey turbaba su corazón, pero ense­
guida lo rechazaba. Pensaba: "Ahora que estoy
tan lejos del Palacio luminoso, mi Rey me habrá
olvidado totalmente. Yo ya no existo para él".
¡Qué error! Pues el Rey estaba perfectamente
al corriente de todo lo que pasaba en su Reino,
incluso en los confines de las montañas. Y no
ignoraba nada de la antorcha, del dragón, de los
hombrecillos del dragón y del servidor que habién­
dose dejado proclamar rey, había aceptado los
honores de todos. Su gran corazón rebosaba de
piedad por estas pobres gentes engañadas mi­
seramente.
¿No podía hacer nada el Rey? ¿No podía El
hacer volver a entrar al dragón y a los hombreci­
llos en la gruta y hacer regresar a su servidor al
buen camino? Quizás... pero entonces hubiera teni­
do que luchar.

15
Los hombrecillos por su parte, se esforzaban por
envolver el corazón de los hombres con una costra
de hollín. Afortunadamente, la chispa del Rey que
había en el corazón, jamás podía ser alcanzada
por el hollín y el humo, pues ella estaba bien
protegida y era inviolable.
El Rey del Fuego del Amor no quería entrar
en lucha con los poderes malvados y oscuros, para
no turbar la apacible serenidad del Fuego del
Amor, pues si no el Reino, en su totalidad, corría
el riesgo de sufrir las consecuencias.
¿Comprendéis esto? ¿Comprendéis que el Rey
no lucha? El no levanta la espada contra el
dragón. No. El sólo v ig ila sobre aquello que ha
sembrado en el corazón de los hombres: v ig ila
sobre todas las chispas del Fuego puro.
En su Palacio, en la sala redonda del Tem­
plo, arde el Fuego del Amor. Este Fuego alumbra
todo el Reino, incluso aquellos sitios de las altas
montañas que se podrían creer olvidados, al lí
donde las miradas de los habitantes están tan
oscurecidas, que ya no ven la luz. Sin embargo,
ella brilla también para ellos.

* * *

16
C ap ítu lo 3

Los habitantes de aquella región de las montañas


abandonadas tenían ahora un rey.
Como este rey había proclamado que a partir
de entonces aquella comarca era su reino, decidie­
ron construir casas, hacer carreteras y trabajar
la tierra para cultivar legumbres y árboles fruta­
les. En resumen: querían convertir esta tierra
abandonada en un país habitable y fecundo. Todos
se pusieron a trabajar, incluso los niños aportaron
su ayuda, pues en aquel entonces todavía no
había escuelas; pero aprendían cómo se construye
una ciudad y cómo los hombres se procuran alimen­
tos .
Las fronteras del país eran por un lado un
barranco estrecho —este barranco bordeaba las mon­
tañas en las que el rey había escondido su
antorcha—, y por otro lado un ancho río, tan
ancho que nose podía distinguir la otra orilla.
Entre el barranco y el río se alzaban altas
cadenas de montañas salvajes.
Al cabo de algún tiempo, en las mesetas de
las montañas se levantaron muchos pueblecitos, y
después una gran ciudad con calles, plazas y
jardines.
Mirándolo bien, el conjunto habría tenido un
atrayente aspecto si no estuviese todo sumergido
en una atmósfera muy triste; el hollín lo recubría
todo: casas, calles, árboles y animales, incluso
envolvía a los adultos y a los niños. Por mucho
que las mamás cuidaban de que sus niños se
lavasen a menudo y se pusieran ropas limpias,
nunca conseguían estar limpios. Los niños tenían
ya un color de cara pálido y grisáceo. Para ellos
todo esto era normal; la mayoría habían sido muy
pequeños cuando llegaron allí, o bien acababan de
nacer.
17
Pero los mayores se acordaban de la época en que
sus vestidos permanecían limpios todo el día y no
comprendían por qué ya no era así. No veían a
los negros hombrecillos del dragón circular por
todas partes, con la antorcha en la mano. Ni
sospechaban tampoco la existencia del dragón que
escupía fuego, ni del fuego que éste mantenía en
el interior de la gruta, ahumándolo y ennegrecién­
dolo todo. Habían olvidado el maravilloso país que
aquel lugar había sido. Algunas veces se hablaba
de los tiempos de antaño: "¡Antaño, sí antaño,
todo era diferente!"
¡Pero, esto era todo! Imposible acordarse de
nada más. También este tipo de discusión acababa
generalmente en disputas y en desacuerdos.
Los hombrecillos del dragón cuidaban de que
nadie se acordase del bello País de antaño, de su
Rey y de su Amor. Procuraban que los habitantes
se enfurecieran unos contra otros. Les incitaban a
malas acciones. ¡Lo cual era fácil hasta en los
niños!
Cuando un niño se divertía con un juguete
nuevo y un amiguito o una amiguita se lo pedía
prestado, uno de estos hombrecillos le murmuraba
al oído:
— I No se lo des! i No se lo des! Sigue
jugando que te estás divirtiendo mucho.
Y el niño contestaba con maldad a su amigui­
to o amiguita, quien también se enfadaba.
Los hombrecillos del dragón se divertían,
habían ahogado la voz de la dulzura y de la
ternura en el corazón de los niños. Y, triunfantes,

18
regresaban a donde estaba el dragón para alimen­
tar su antorcha con el fuego negro.
Más tarde, sólo mucho más tarde, cambió
algo en este país de humo y hollín.
Una hermosa mañana, una niña que se llama­
ba K y r ia , recibió de su madre un vestido muy
limpio. Suspirando le dijo:
— ¡Kyria, ten mucho cuidado de no ensuciar­
te el vestido!
Esto era difícil, lo sabía, sin embargo la
mamá de Kyria quería tratar de enseñárselo a su
hija.
— ¡Sí, mamá —dijo Kyria— pero aunque salga
tan limpia, todo se ensucia tan pronto!
— ¡Ya lo sé, hija mía —dijo la madre— intén­
talo por lo menos! Lleva contigo este ramillete que
he cogido para la maestra, para que lo coloque en
la clase.
— Hasta luego —dijo Kyria, y después de
haber abrazado a su madre, se puso en camino.
Por el camino se encontró con dos muchachi­
tos que salían de su casa, los hermanos Tomás y
Carlos. Los tres siguieron camino del colegio; y al
llegar a la esquina de la calle se volvieron para
decir un último adiós a las dos mamás. Y he aquí
que Kyria, al darse la vuelta, chocó con la farola
y se hizo una mancha negra en el vestido.
— ¡Oh, qué desgracia! ¡Aquí está todo tan
sucio! ¡Tan repugnante!
La niña llegó al colegio muy desilusionada y
entregó el ramillete a la maestra:
— Por favor señorita, para usted, es de
nuestro jardín —dijo.
— Gracias Kyria, voy a poner las flores en
agua ahora mismo. Pero... antes de sentarte debe­
rías lavarte las manos.
Kyrian miró sus manos... las tenía negras
de suciedad.

19
— [Ah —dijo en voz baja—, hasta las flores
están sucias!
¡Qué harta estaba de tanto hollín grasiento
y pegajoso! ¿De dónde vendrá? ¿Por qué nadie
trata de evitarlo?
Las clases terminaron, y Kyria, Tomás y
Carlos fueron hacia el río; tenían permiso de sus
mamás. Llevaban las meriendas para poder estar
más tiempo en la orilla del agua. ¡Qué bien se
estaba allí! ¡Sobre todo en el sitio en que el
agua estaba tan quieta que se podían ver en el
fondo unas preciosas piedras blancas! Encontraron
un buen sitio y se quitaron los zapatos y los
calcetines y con los pies desnudos chapotearon en
el agua fresca. Hundieron sus manos en ella y
tomaron entre sus dedos las piedrecitas. Después
empezaron a merendar.

21
Lejos, lejos en el horizonte vislumbraban la otra
orilla y se preguntaron cómo sería aquello. ¿Esta­
ría tan descuidado, lleno de suciedad como aquí?
¿También estarían las gentes tan sucias?
Cuando terminaron la merienda se metieron
un poco más adentro en el río, para coger algunas
piedras blancas. Pues todo lo que era blanco era
para ellos extraordinario. A cada uno de ellos le
hubiese gustado llevarse una o dos a casa. ¡Pero,
qué desgracia! Las piedras al salir del agua
perdían su blancura; se hubiese dicho que una
ligera capa de hollín las recubría enseguida. Su
blancura resplandeciente desaparecía, perdían el
brillo y se volvían parduzcas como las demás.
El hollín de los hombrecillos del dragón
flotaba por todos los alrededores y recubría instan­
táneamente lo que aún estaba limpio.
— Mirad —dijo Kyria— dentro del agua las
piedras son bonitas, pero tan pronto las tenemos
entre las manos se ponen negras y sucias. ¿Por
qué ocurrirá esto?
Los otros examinaron sus piedras y desilusio­
nados las tiraron al agua. En el sitio que cayeron
subió a la superficie una fina capa de grasa.
— ¡Hay hollín por todas partes, cubre hasta
el cesped y los árboles! —exclamó Tomás.
— Las aceras y las casas también —volvieron
a decir los muchachos. Los niños se miraron y
Carlos dijo a su hermano:
— Tomás tus cabellos están llenos de hollín,
las trenzas de Kyria también. ¡Mirad, mirad!
Los sacudió suavemente y cayó una pequeña
nube de hollín.
— Parece que nunca hubo tanta suciedad como
hoy —reflexionó Kyria—, también podría ser que no
nos hemos fijado antes tanto en ello.

22
De repente se les fueron las ganas de permanecer
en la orilla del agua.
— íVolvamos! —dijo Kyria.
— Sí, sigamos el cauce del río, quizás vea­
mos llegar al barquero —exclamaron los niños, que
les gustaba mucho ver la llegada del barquero.
— (Adelante!
Esperaron un poco en el poste de amarre,
pues la barca estaba justo en medio del río.
Mientras tanto, Tomás tomó a Kyria por el brazo y
le susurró:
— Kyria es extraordinario. Mira la casita del
barquero. Es mucho más blanca y mucho más
bonita que todas las otras casas, i Y su jardín!
¡Qué bellos colores tienen sus flores! ¡Mira la
g r a v i l la del sendero! Sus piedras son blancas como
las del río. ¿Lo entiendes tú?
— Tienes razón, Tomás. No, no lo entiendo.
¡Oh qué casa tan bonita... con sus blancas pare­
des, sus tejas rojas, sus ventanas blancas! ¡Qué
bellos geranios, qué color tan vivo tienen!
Dudaron un instante, pero después, tomándose
del brazo se decidieron.
— ¿Sabéis lo que deberíamos hacer? Debería­
mos preguntarle al barquero por qué es tan bonita
su casa, por qué tiene un blanco tan bello,
mientras que todas las demás están negras y
sucias. Dejémosle que pare y amarre la barca y se
lo preguntaremos.
— Buena idea —dijo Kyria entusiasmada— él
nos lo dirá y quizás nosotros también podamos
tener una casa blanca.
Todos siguieron atentamente a la barca con
la mirada. El barquero sujetaba el timón.
Todos los días, desde hacía años, él pasaba
a los pasajeros a la otra parte del río. Siempre
era amable, alegre, servicial y hábil. La barca
se colocó al lado del pontón, los pasajeros desem­
barcaron.
23
Después de echar una última mirada a las cuerdas
para ver si estaban bien amarradadas, el barque­
ro puso el pie en la orilla. Desde lejos había
visto al grupo de niños y se dirigió hacia ellos.
— ¡Buenos días pequeños! —dijo amablemente.
¿Buscáis algo? ¿Esperáis a alguien?
Al ser interrogados tan directamente, los ni­
ños se llenaron de timidez. Pero el barquero les
miraba tan amablemente que de pronto tuvieron la
impresión de estar ante un viejo amigo. Kyria dijo
adelantándose:
— Barquero, hoy nos hemos dado cuenta de
que todas las cosas están tan sucias de este
hollín que las recubre; todo lo que tocamos se
mancha de hollín, y cuando sacamos del río pie­
dras blancas, enseguida se ensucian. Y además...
barquero... su casa no está ni sucia ni gris. Nos
parece muy bonita. ¡Es tan b la n c a . .. ! Sus flores
están frescas y las piedrecillas del sendero son
blancas... Nosotros quisiéramos preguntarle cómo
es posible todo esto, quizás usted tuviera la
bondad de enseñarnos a estar siempre limpios y a
mantener blanco lo que es blanco.
El barquero escuchaba atentamente a Kyria,
mientras observaba a los demás niños. Su petición
era seria, sin lugar a dudas.
— Venid conmigo —les dijo— vamos a sentarnos
en el banco del jardín.
Recorrieron el bonito camino de piedras y
rodeando al barquero se sentaron alrededor del
banco verde. Escucharon entonces una historia que
lo explicaba todo.
Era la historia del Rey del Fuego del Amor y
de sus doce servidores que habían recibido una
antorcha llameante para ayudarles a cumplir una
misión.
Habló del servidor que amaba tanto a su antorcha
que olvidó su misión y la escondió en las monta­
ñas. Habló del dragón que devoró la antorcha y
que después escupió humo y hol lín ... y por fin de
los hombrecillos que salían de su garganta y
cubrían toda la comarca de hollín.
Les explicó que su rey no era un verdadero
Rey, que no se -ocupaba de su pueblo sino que
v iv ía siempre cerca del dragón.
Después de haber contado todo esto, se calló,
y el silencio reinó en el jardín.
Tomás alzó la mirada hacia el barquero y
dijo:
— ¡Aún no sabemos por qué su casa no está
cubierta de hollín ni tampoco lo que hay que
hacer para permanecer limpios.
— Cierto —contestó el barquero— pues no os
puedo contar todo de una vez. Pero aún tenéis que
saber esto: los hombrecillos del dragón son invisi­
bles e incitan sin cesar a pequeños y grandes a
malas acciones y a propósitos ruines. Pueden ser
muy malos si no se les obedece, pero si uno
escapa a su ley, pierden sus fuerzas y sus
poderes. La limpieza o la suciedad de las cosas
depende de que sus poderes sean grandes o peque­
ños.
— ¡Oh —dijo Kyria, levantándose de un salto—
ahora lo entiendo! Hay que eliminar a los hombreci­
llos del dragón. Hay que hacer que se vayan. Y
nosotros debemos ser amables y serviciales con
todos los demás. Esos personajillos perderán sus
fuerzas y quizás se debiliten hasta el punto de
desaparecer. ¿No es así barquero?
La sonrisa del barquero respondía:
— ¡Sí, así es! ¡Bravo niños! Y para empe­
zar, una buena manera de hacerlo es ésta: ¡Inten­
tándolo !
Los niños saltaron del banco, totalmente deci­
didos a empezar inmediatamente.
25
— ¡Barquero, nosotros eliminaremos a esos
hombrecillos! ¡Cuente con nosotros! Y muchas gra­
cias por la historia que nos ha revelado.
— De acuerdo, de acuerdo —dijo riendo el
barquero.
Les abrió la cancela del jardín y miró como
se alejaban. Volvieron a sus casas llenos de
fuerza y valor.

26
C a p ítu lo 4

Por lo menos ahora sabían los niños por qué todo


estaba tan negro y tan sucio.
Durante el camino de regreso se pusieron de
acuerdo para guardar en secreto su encuentro con
el barquero; ahora ante todo tenían que ver qué
se podía hacer. El problema era: ¿Cómo y por
dónde empezar?
Decidieron que tanto los mayores como los
demás niños debían notar un cambio en ellos.
¿Pero cómo conseguirlo?
De pronto exclamó Carlos:
— ¡Ya está! Todos tenemos una paloma, enton­
ces construyamos juntos un palomar, bonito y blan­
co a donde podrán venir todas las palomas. ¡Trate­
mos de mantenerlo tan blanco como sea posible!
¡Todo el mundo podrá venir a verlo!
— ¡Es una buena idea —exclamó una de las
niñas, llamada Sara— empezamos mañana! ¿Queréis?
Todos encontraron magnífico el proyecto y al
día siguiente al salir del colegio, se reunieron en
el desván de la casa deCarlos y Tomás, para
construir el palomar. Le dieron la forma de una
casa con cinco ventanitas y cinco puertas peque­
ñas: una ventana y una puerta para cada paloma.
El gran trabajo de carpintería lo harían los
muchachos —que eran tres, pues Felipe se había
unido a ellos. Las dos niñas limaban y pulían las
aristas y los acabados. Cuando la estructura estu­
vo terminada, pintaron todo de un bello color
blanco.
Esta construcción les llevó muchos días, du­
rante los cuales se esforzaron por ser amables y
pacientes, para que ningún copo de hollín cayese
sobre su trabajo.

27
¡Fue un éxito! iQué felices se sentían al llevar
sus palomas al palomar! i Se diría que las puntas
de las plumas empezaban a blanquear! ¡Qué ale­
gría !
— ¿Dónde vamos a instalarlo? —preguntó Car­
los— no se le puede dejar en este sombrío desván.
— En nuestro jardín, por supuesto —respondió
Tomás. Hemos construido el palomar en nuestro
desván, que se quede en nuestra casa.
Kyrian intervino:
— En mi jardín hay un árbol, podríamos
engancharlo a llí. Mi paloma se posa sobre las
ramas, las demás también podrían hacerlo.
— Y yo que esperaba que se colocaría en mi
balcón —suspiró Federica desilusionada— estarían
muy alto y podrían echarse a volar fácilmente.
Ahora le tocaba exponer su opinión a Felipe:
— Nosotros tenemos un tejado plano, que aún
sería mucho mejor para ellas.
Después de haber expresado cada uno su
deseo, se dieron cuenta que llegar a unacuerdo
no era fácil. Los hombrecillos del dragón inv isi­
bles habían seguido de cerca la construcción del
palomar, cosa que no les gustaba en absoluto. Y
se rieron malignamente durante la disputa y se
aprovecharon para hacer caer algunos copos de
hollín sobre el palomar y sobre la punta de las
plumas. Entregados a su discusión los niños aún
no se habían dado cuenta de na da... cuando
Felipe saltó de repente:
— ¡Oh, mirad cuál ha sido el resultado de
nuestra disputa! ¡El palomar se ha ennegrecido,
era tan bonito, tan blanco!
Todo su trabajo había sido inútil. ¿Y ahora
qué hacer? Si un simple pequeño desacuerdo de
opiniones hacía reaparecer a los hombrecillos del
dragón, ¿cómo iban ellos a poderlos eliminar defini­
tivamente?

28
— Vayamos a ver al barquero —dijeron entris­
tecidos— para contárselo todo y pidámosle ayuda
una vez más.
— i De acuerdo! —dijeron cabizbajos por su
derrota.
Nunca hasta ahora habían sentido tanta pe­
na. iVer acabar su hermoso plan en una desilu­
sión tan rápida!
Al día siguiente al salir del colegio fueron a
la casa del barquero. Su casa se reconocía desde
lejos, gracias al resplandor del tejado. Los rayos
del sol se reflejaban en él. Sentado en el banco
del jardín, el barquero leía un grande y grueso
libro. Al oír los pasos de los niños, levantó la
cabeza y su seria mirada se iluminó con una
sonrisa.
— De nuevo aquí, mis pequeños; me alegra
mucho. (Entrad! (Entrad! ¿Algo va mal? (Parecéis
agobiados! —mientras hablaba, abrió la cancela
del jardín, e hizo entrar a los niños que se
sentaron a su alrededor.
Sara, vacilante, empezó:
— Cuandonos habló de los hombrecillos del
dragón, la última vez, decidimos construir un
bello palomar blanco para nuestras palomas. Que­
ríamos que se volviesen y se mantuviesen blancas.
La cosa iba bien, las puntas de las alas de
nuestras palomas ya se blanqueaban. Cuando lo
terminamos hubo una pequeña disputa, pues cada
uno de nosotros quería colocar el palomar en su
jardín o en su casa.
Ahora está igual de sucio que todo lo de­
más... y tememos no poder llegar nunca a eliminar
a los hombrecillos del dragón.
El barquero contestó:
— Sí, es cierto. En un país sucio, es difícil
conservar la blancura y la belleza en las cosas.
Sin embargo escuchad lo que os voy a contar...

29
Las miradas de los niños se iluminaron y se
sentaron a escuchar con atención.
— Conocéis ya al Rey y a sus servidores, ese
Rey que ha encendido un magnífico Fuego de Amor
en medio de su Palacio. Cuando El lo encendió
saltaron chispas de oro y cada una de ellas cayó
en el corazón de cada hombre, pero los hombres no
lo sabían. Por ello el Rey envió a sus servidores
a través del país para que revelaran este miste­
rio. Debían enseñar a los hombres que la pa­
ciencia, la amabilidad, el servicio a los demás,
podían convertir a esta chispa, situada en lo
profundo de sus corazones, en una verdadera Lla­
ma de Amor.
Estas llamas se unirían al Fuego Central y
lo volvería tan poderoso y tan radiante que ilumi­
naría todo el país del Rey, el mundo entero... y
aún más... el universo. ¿Podéis imaginaros una
fiesta más grandiosa?
¡Ya sabéis lo que hizo uno de los servido­
res! Sabéis cómo los hombrecillos del dragón se
establecieron en este país. Sabéis también que
ellos sólo pueden v i v i r de maldad.
Si el servidor, que se hace pasar por rey,
no hubiese sido tan egoísta, no hubiese tenido
tanta envidia del verdadero Rey, y no hubiese
sido tan avaro con el Fuego de su antorcha, nada
de esto hubiese ocurrido.

30
Nunca hubiesen aparecido los hombrecillos del dra­
gón y la suciedad no hubiese reinado por todas
partes. Vuestros padres, abuelos y antepasados
habrían regresado, desde hace mucho tiempo, a la
casa del verdadero Rey, y la negrura y la sucie­
dad no os causarían ninguna pena.
Por ahora —y quizás no os parezca muy
amable por mi parte— estoy contento de que hayáis
visto lo rápidamente que se ha ensuciado vuestro
palomar mientras os peleabais. Todavía os desilu­
sionaréis más de una vez, pues esos hombrecillos
no se dejarán eliminar fácilmente.
Debo repetíroslo: los hombrecillos del dragón
sólo desaparecerán si sois amables, pacientes, ser­
viciales, si amáis a los hombres y a los animales,
—e insistió— ¡a los animales también!
— Amigo barquero —preguntó Kyria en voz
baja— ¿tenemos también nosotros una chispa en
nuestro corazón? —pues les parecía una idea un
tanto extraña.
El barquero contestó:
— Mi querida niña, cada hombre ha recibido
en su corazón una chispa del Fuego del Amor y
debe ofrecer al Rey esta chispa transformada en
una Llama Radiante y Resplandeciente.
Entonces Felipe se levantó, se colocó ante el
barquero y preguntó:
— Ha dicho que el servidor tenía que haber
contado esto a todos los hombres, pero ya que no
lo hizo: ¿no podríamos hacerlo nosotros? í Ahora
estamos al corriente!
La cara del barquero resplandecía de alegría
al oír a aquel muchachito tan decidido a echarse
sobre los hombros una misión tan pesada.
— ¡Por supuesto, Felipe! Pero piensa en esto:
debéis dar ejemplo de lo que enseñáis. No olvidéis
la historia del palomar.

31
Tratad siempre de permanecer pacientes y guardar
intacta vuestra amabilidad y generosidad.
Si un día volvéis a visitarme con un grupo
de mayores y de niños que quieran devolver su
llama al Rey, os ayudaré nuevamente a combatir a
los hombrecillos del dragón. íOs lo prometo!
— Queréis intentarlo, amigos? —preguntó Feli­
pe.
— ¡Sí, sí, por supuesto! —contestaron todos
a la vez. Dejaron la casa del barquero llenos de
buenas intenciones, decididos otra vez a luchar
contra los hombrecillos del dragón.

* # *

32
Capítulo 5

Por el camino de regreso, se propusieron empezar


por explicarles a sus padres toda la historia de
la chispa del corazón.
A continuación, pondrían al corriente a otras
personas adultas que así podrían hablar de ello
con sus niños. Pero los padres no quisieron creer
nada:
— i Bah —dijeron— el barquero sueña! Le so­
bra demasiado tiempo para inventar bonitos cuentos
para niños. Mejor mirad la realidad a vuestro
alrededor: todo está sombrío y sucio, sí es cierto,
¿pero por qué? Nadie lo sabe. Sin duda pasa lo
mismo por todas partes. Tratad de estar un poco
limpios que es lo único que se puede hacer. En
cuanto a una chispa en nuestros corazones, no,
verdaderamente nadie ha hablado jamás de e l l a . . .
Los niños se dirigieron entonces a sus amigos
más dispuestos a prestarles atención. Algunos inclu­
so les escucharon y querían conocer al barquero.
Así fue cómo algunos días más tarde éste vio
acercarse a su casa una larga fila de niños.
Se apresuró a abrir la cancela de su jardín:
— ¡Buenos días! —dijo el barquero contento—
¡Qué cortejo!
Entonces Felipe dijo adelantándose:
— Queremos que nos cuente muchas cosas más
y muchos de nuestros amigos también lo quieren.
Mírelos, han venido con nosotros.
— ¡Por supuesto, muy buena idea!
Rápidamente, sentándose en el suelo formaron
un gran círculo en el jardín alrededor del banco
verde. Los que estaban a ll í por primera vez no
creían lo que veían: ¡Los muros tenían un blanco
tan bonito, y el césped era de un verde tan
bello...!

33
— Bien... ¿qué traéis en vuestros corazones?
—empezó el barquero cuando todos se sentaron.
Felipe que era el mayor tomó de nuevo la
pa la bra :
— Usted dijo la última vez que podíamos
volver cuando hubiéramos reunido un grupo de
hombres y niños que quisiesen hacer de su chispa
una llama para el verdadero Rey. Pues bien...
(aquí estamos! Los mayores no han querido creer­
nos, pero muchos niños sí.
— Es lo que yo había pensado —dijo el bar­
quero. Pequeños, escuchad bien la continuación de
la historia:
Un día determinado, vendrá del norte un
Barco magnífico, sólido, fuerte y bien construido
que bajará por el río. A bordo irán algunos de
los servidores del Rey que han guardado su antor­
cha de Fuego del Amor tan radiante como el primer
día. El Rey sabe lo triste que es esta región. Por
ello envía este Barco con sus servidores; vivirán
con las gentes de aquí y les ayudarán con su
antorcha del Fuego del Amor.
Si vosotros subís río arriba hacia el norte y
vais al encuentro del Barco, podréis indicar a los
servidores del Rey a dónde deben dirigirse y
dónde encontrarán desembarcaderos. Al mismo tiem­
po, ellos verán que estáis dispuestos a ayudarlos.
¿Estáis de acuerdo?
Los niños resplandecían de alegría:
— i Por supuesto! ¡Encantados! —exclamaban.
Saltaban sobre las puntas de los pies, como si
fuesen a comenzar el camino inmediatamente.
— Seguidme a casa —dijo el barquero— voy a
daros algo para el viaje.
En el interior el asombro les hizo abrir los
ojos de par en par: todo brillaba de limpio que
estaba.

34
Instintivamente se pusieron a andar de puntillas,
como para no romper el silencio. Subieron por la
escalera tras el barquero y en el piso descubrie­
ron una habitación redonda: El techo era una
cúpula de cristal; en el centro ardía un Fuego.
Era pequeño y silencioso, pero tan brillante que
tuvieron que cerrar los ojos para no quedar des­
lumbrados.
Cuando todos estuvieron reunidos a ll í, el bar­
quero tomó una antorcha nueva, la encendió en el
pequeño Fuego maravilloso y se la dio a uno de
los niños.
— Bien —dijo— tomad este Fuego para vuestro
viaje. Os ayudará en los momentos difíciles e
iluminará vuestros corazones. Pero ojo con los
hombrecillos del dragón, pues cuando conozcan
vuestro proyecto harán todo lo posible para hace­
ros retroceder. ¡No os dejéis desanimar por ellos y
vi g ila d bien a derecha e izquierda! Pensad siem­
pre en la antorcha, que ha sido encendida aquí
en el pequeño Fuego para ayudaros.
Fue así como los niños emprendieron su viaje
hacia el Norte.
El agua murmuraba a su izquierda, mientras
que a su derecha se extendía una larga llanura,
bordeada a lo lejos por montañas.
La tarde estaba ya avanzada, el sol lanzaba
alegres rayos sobre las pequeñas olas y aún
esparcía calor. Aquí y a llí, en la llanura se veía
un pequeño árbol, como un niño perdido. Todos
estos arbolitos tenían un aspecto muy desgraciado;
sus hojas colgaban tristemente, estaban descolori­
das y parecían muertas. Toda la llanura tenía un
aspecto grisáceo y desolado.
Pero cuando el pequeño grupo de felices
niños pasaba con su viva antorcha todo parecía
reanimarse.

35
Sus voces y sus alegres risas se oían desde lejos
y más de una vez se echó a volar algún pájaro
asustado y salió corriendo algún que otro conejo
hacia su escondrijo.
El grupo avanzaba llenode valentía. Los
grandes llevaban de la mano a los pequeños,
reían con ellos y explicaban otra vez lo que iban
a hacer.
De repente, ante ellos, a lo lejos en el
camino vieron una luz roja que cubría la llanura
como un manto púrpura.
— ¿Qué es eso? —preguntó una niña a Federi­
co. Miraron todos y Federico contestó:
— ¡Debe ser la puesta del sol!
Uno de los muchachos movió la cabeza:
— ¡No, no es posible, el sol está aún dema­
siado alto para que tenga un color así!
Tiene razón... ¿pero y entonces qué es? Se­
guían andando y acercándose. Los primeros en
llegar exclamaron:
— ¡Amigos es un inmenso campo de amapolas!
Las flores eran magníficas. Les llegó un
fuerte y penetrante perfume. Los muchachos que
iban delante propusieron:
— ¡Atravesémoslo! Será maravilloso andar en­
tre las flo re s. .. y todos estuvieron de acuerdo.
Entonces uno tras otro —en fila india, y
andando con cuidado para no aplastar a las
amapolas— se metieron en el campo.
— ¡Oh qué sueño tengo! —dijo de pronto
Tomás, bostezando fuertemente.
— ¡Cómo me pesan las piernas! ¡Yo ya no
las puedo levantar! —se quejó otra niña. Después
a su alrededor otros se asustaron pues sus piernas
se ponían muy pesadas. De buena gana se hubie­
ran echado a dormir en el suelo.

36
Felipe, que era el mayor, se sentía responsable
del grupito y reflexionó: ¿Por qué tienen ganas de
dormir así de pronto?
El mismo luchaba, pues sentía pesada su
cabeza. Pero de repente lo comprendió: El perfume
que exhalaban las amapolas les mareaba. Y ahora
comprendió más que nunca que tenía que ayudarles
a atravesar el campo:
— ¡Vamos, un poco más de coraje para el
trozo de campo que falta! ¡Allí irá después todo
mejor!
Olvidando la pesadez que sentía en las pier­
nas corrió hacia la antorcha, pues le vino a la
memoria las palabras del barquero: " ¡ L l e v a d con
vosotros este Fuego durante el viaje. El os ayuda­
rá en los momentos difíciles e iluminará vuestros
corazones!"
Cuanto más se acercaba al portador de la
antorcha, más se despejaba su cabeza. Felipe
pidió al portador de la antorcha que regresase
otra vez con él junto a los últimos, antes de que
se quedasen dormidos por el fuerte perfume de las
amapolas. Y así ocurrió. Y tan pronto como el
joven con la antorcha se acercó a ellos, hasta el
último niño sintió cómo desaparecían sus ganas de
dormir, y todos se dieron prisa para reunirse con
los demás, que por supuesto, les estaban esperan­
do.
Dejando atrás el campo de amapolas se senta­
ron en círculo en el suelo para reponerse de sus
emociones y vigilando los alrededores para preve­
nir un posible nuevo peligro. Se apretujaron los
unos contra los otros en un estrecho círculo alrede­
dor de la antorcha y mientras su calor acariciaba
sus caras, su mirada se aclaró y su gran cansan­
cio desapareció. Se frotaron los ojos y se alegra­
ron de ver que estaban otra vez despiertos.

37
— Seguro que hemos escapado de un gran
peligro —dijo Tomás con tono grave. ¿Tenéis idea
de lo que nos hubiera ocurrido si nos llegamos a
dormir? (Han sido esas grandes amapolas con su
peligroso perfume las que nos daban sueño!
Todos afirmaron con la cabeza. Sí, esas
bellas flores hubieran podido causar una desgracia.
— (Pero mirad! —exclamó de pronto Kyria.
En el campo se arrugaban las grandes flo­
res, caían marchitas bajo el sol en pequeños y
miserables montoncitos.
Felipe se levantó:
— El campo de amapolas ha perdido su fuerza
venenosa —dijo—, la antorcha lo ha quemado. (El
barquero tenía razón cuando decía que la antorcha
nos guiaría y nos protegería! ¡Adelante amigos,
sigamos!
Todos se levantaron y volvieron a formar
una fila. Las palabras de Felipe les habían recon­
fortado. Pero apenas habían dado algunos pasos
cuando retumbó un extraño ruido que aterró fuerte­
mente a todos. Parecía un profundo suspiro, una
especie de ronquido... sssssfffff. . . sssssfffff. . .
¿Qué es esto? Los mayores se dirigieron hacia
un viejo tronco seco de donde parecía proceder el
ruido. Prudentemente, alargando el cuello, echaron
una mirada. . .
— ¡Amigos —gritó Federico— venid a ver! ¡Un
animal! ¡Un gran animal! ¡Mirad, se despierta!
Los pequeños curiosos se acercaron al animal
que parecía salir de un profundo sueño.
— ¡Un león! ¡Un gran león! —murmuraron lle­
nos de respeto.
El león echó una mirada a los niños, sus
ojos se aclararon y rugiendo un poco, se levantó
sobre sus cuatro patas. ¡Qué coloso! Era un león
muy extraño. Su melena era tan larga que casi
tocaba el suelo formando una cortina delante de

38
sus oscuros ojos. Miraba a los niños con agradeci­
miento. Algunos le acariciaron la cabeza. Sus
melenas eran suaves como la seda. Para su gran
asombro, el león con voz profunda y grave —una
verdadera voz de león— les dijo:
— Pequeños míos, estoy contento, muy conten­
to, de que hayáis venido. Me habéis liberado de
un largo sueño, un sueño casi eterno. El perfume
venenoso de las amapolas me habían dormido y
nunca hubiera podido despertarme del todo, antes
de que su veneno hubiese perdido su fuerza para
siempre. Y esto ha ocurrido gracias a vosotros.
Con gusto os acompañaré, si así lo deseáis. Podré
ayudaros y protegeros en el peligro.
— ¡Estupendo! —exclamaron los niños e inclu­
so los más miedosos se acercaron a su gran amigo
para acariciarlo delicadamente. Su cola que acaba­
ba en un sedoso penacho se movía dulcemente.
— ¿Proseguimos? —preguntó Felipe.
El cortejo de niños reemprendió el camino. El
león caminaba al lado del muchacho que llevaba
la antorcha. No preguntó a dónde iban y los niños
ya no hablaron más. Tenían la impresión de que
el león ya lo sabía. Lo primero que hicieron fue
buscar el cauce del río que el campo de amapolas
les había hecho perder. Llegaron por fin al mar­
gen de un gran bosque muy espeso que bordeaba
al río.
Mientras tanto había caído la noche. Todo
estaba oscuro y el bosque aún oscurecía más el
paisaje. Pero Kyria, viendo miedo en las miradas
de algunos, se puso al lado de la antorcha y dijo
alegremente:
— La antorcha nos guiará y protegerá; nos
hará vencer todos los peligros. El gran león
también estácon nosotros. (Vamos sin miedo!
¡Quién sabe... quizás veremos pronto el Barco del
Rey!

39
El miedo desapareció y todos prosiguieron
valientemente en la oscuridad. Pero los hombreci­
llos del dragón no habían permanecido inactivos.
Después de mucho tiempo se habían dado cuenta de
que este grupo de niños había emprendido el viaje
provistos de una antorcha que esparcía una luz
maravillosamente pura, sin humo ni hollín.
- ¿Qué irán a hacer estos niños? -se pregun­
taban. Con seguridad nada bueno para ellos. Y
como éstos sólo podían v i v i r de la maldad y
mezquindad, enviaron un montón de malvados indi­
viduos de su especie para seguir a los niños y
entorpecer por todos los medios sus planes.
La trampa de las amapolas la habían prepa­
rado ellos. Es cierto que el campo existía desde
hacía mucho tiempo —como el león había dicho-
pero estos malvados personajes habían reforzado el
perfume de cada flor hasta volverlo insoportable.
No habían previsto que los niños escaparían a su
trampa y aún menos que llegarían a despertar al
león. Tenían que inventar rápidamente alguna cosa
poderosa.
Corrieron con sus pequeñas antorchas de hu­
mo y hollín para llegar los primeros al oscuro
bosque. Rápidamente y sin ruido cavaron un pro­
fundo hoyo, tan hondo que en el fondo encontraron
agua.
Hecho esto se subieron a los árboles que se
elevaban en las alturas y allí, nerviosos e impa­
cientes, esperaron los acontecimientos.
En el bosque la noche era muy oscura. Nadie
hubiera podido notar la presencia de un hombreci­
llo. Finalmente los niños llegaron al bosque. No es
de extrañar que se estremeciesen ante la sombría
masa formada por los árboles. Prudentemente, toma­
dos de las manos, se acercaron todos a la antor­
cha luminosa. Cuando alguno tropezaba, los otros
le levantaban rápidamente, le reconfortaban y le
agarraban con fuerza de la mano, i Por desgracia
un niñito se hizo daño! Tropezó con una raíz, se
cayó y se torció los dedos de un pie.
— iOh, oh, mamá! —gritaba lastimosamente.
Al momento el león se puso a su lado.
— ¡ Pobrecito niño! —dijo con gracia y delica­
deza. i Vigila donde pisas! Y con su gran lengua
lamió con cuidado el piececito herido. íY qué
b i e n . . . ! Los llantos se cambiaron en risas y una
manita acarició la cabeza del león.
— Ven amigo mío —dijo el león— sabes una
cosa: i aún eres pequeño pero eres un valiente!
Súbete encima de mí y agárrate bien a mi melena!
El león se arrodilló para que el niño pudiera
subirse encima de él. El niño se sentía ahora
seguro sobre aquel largo y suave lomo con la
larga melena a la cual se podía agarrar muy bien.
El grupo avanzaba con prudencia cuando se
acercó a los grandes árboles en los que se escon­
dían los hombrecillos del dragón. Los hombrecillos
tuvieron que cerrar los ojos pues la luz de la
antorcha —mucho más luminosa en la oscuridad del
bosque— ios cegaba.
De repente Kyria se paró:
— Oigo algo —dijo— ¡Escuchad! ¡Parece como
si alguien estuviese en peligro!
Se pararon y escucharon con atención. Oyeron un
ligero soplido, como si alguien respirase con d if i­
cultad y a veces un grito de miedo. Parecía como
si algún animal se estuviese esforzando en escapar
de una trampa.
— ¡Vamos a ver —dijo Felipe—, viene de allí!
Indicó en una dirección y se dirigieron hacia
el profundo hoyo. Se pusieron todos alrededor del
borde de aquella trampa en la que debían haber
caído ellos. El muchacho que llevaba la antorcha
iluminó el fondo del pozo y vieron a un cervatillo.
Apoyaba desesperadamente sus patas delante­
ras contra la pared, que era demasiado lisa para
que se pudiera escalar. Ansiosamente preguntó a
los niños que veía:
— ¿Podéis sacarme de aquí?
Felipe se arrodilló al borde del pozo y lleno de
piedad dijo:
— (Oh, pobre animal! ¿Cómo has caído en
este pozo?
— Quería preveniros para evitar que vosotros
cayeseis, pero he resbalado y mirad lo que me ha
ocurrido —contestó el cervatillo.
Felipe le animó:
— (Espera y no tengas miedo, nosotros te
ayudaremos!
El animalito se tranquilizó, bajó sus patas
de la pared y esperó con confianza la ayuda
prometida.
Pero hablar es más fácil que actuar pues el
pozo era muy hondo. Felipe que era el mayor, se
estiró tirado en el suelo al borde del pozo pero no
llegaba ni siquiera a tocar al cervatillo. ¿Qué
podemos hacer? Hablaron entre ellos y de común
acuerdo se dirigieron inmediatamente hacia el león
que tranquilamente esperaba el desarrollo de lo
que estaba ocurriendo.
— ¿Querido león nos puedes aconsejar? Quisié­
ramos ayudar al cervatillo, pero no lo alcanzamos.
El enorme animal avanzó y dijo:
— Baja de mi lomo amigo. Se inclinó hacia
adelante tan deprisa que el muchachito que estaba
sentado en su lomo resbaló fácilmente hasta el
suelo.
— (Ahora cuidado! —dijo el león, y dejándo­
los a todos asombrados se sentó de espaldas en el
borde del pozo y dejó que su cola colgase dentro.
Todos pudieron ver lo grande y fuerte que era.
— Agárrate a mi cola y desciende —dijo el
león a Felipe.
— (Qué idea más buena! — dijeron los niños.
Felipe, agarrándose a la cola se dejo resba­
lar. Era muy divertido y le hubiese gustado volver
a hacerlo. Pero antes de divertirse había que
salvar al cervatillo.
43
Llegó al fondo del pozo, tomó al cervatillo con
una mano y con la otra se agarró a la cola del
león. Pero ¿qué hacer sólo con una mano?
Aún no había terminado de preguntárselo
cuando ya estaban fuera del pozo, pues el león
cuando Felipe se agarró a su cola, dio un formida­
ble estirón que les hizo salir disparados.
Habían escapado a la trampa. Los niños
cantaban victoria mientras que arriba en los árbo­
les, los hombrecillos del dragón temblaban llenos
de rabia.
El cervatillo, asustado, miraba a su alrede­
dor. Con la mirada pedía a los niños que le
dejasen quedarse con ellos y así poder acompañar­
los. Sería un buen guía, pues conocía todos los
senderos, y todos los sitios peligrosos.
Así fue como los niños dejaron atrás aquel
lugar peligroso sin haber recibido ningún daño,
con gran disgusto para los hombrecillos del dragón.
Todo el grupo reemprendió el camino. A la
cabeza iba el portador de la antorcha del barque­
ro, el grande y fuerte león y el hermoso cervatillo.

44
C ap ítu lo 6

Mientras habían ocurrido todas estas cosas, se


había hecho muy tarde y los niños estaban muy
cansados. Más de un piececito tropezaba con las
ramas caídas y las raíces de los árboles.
De pronto, el león se detuvo en un claro y
dijo:
— Muchachos, lo primero que tenéis que hacer
esdescansar. Yo vi g il a ré . He estado dormido du­
rante tanto tiempo... Poned la antorcha aquí en el
suelo a mi lado, yo la v ig ila ré .
— Buena idea —dijo Kyria mientras paseaba a
lo largo de toda la fi la . ¡Todos estamos agotados!
Esto era muy cierto. Ni siquiera tenían fuer­
zas para responder, pues estaban vencidos por el
cansancio.
El claro del bosque, al que les había lle v a ­
do el león, era lo suficientemente grande como
para que todos pudieran sentarse o estirarse. Aún
no había transcurrido un cuarto de hora, cuando
ya todos los niños estaban dormidos, mientras que
el león, atento, dudaba de ellos. Ninguno de los
niños vio con qué penetrante mirada, normalmente
tan amistosa, mantenía alejados a los hombrecillos
del dragón.
Los niños se derpertaron con las primeras
luces del día. Fue entonces cuando vieron lo
agradable y bonito que era el lugar en el que
estaban. Todos ellos tenían naturalmente hambre y
a su alrededor había cantidad de fresas muy
maduras. Comieron tantas como quisieron. Las ha­
bía por millones. Los niños comieron hasta saciar­
se y recogieron también una pequeña provisión de
fresas para el camino. ¡Recogiendo la fruta habían
entrado en calor!

45
La claridad aumentaba sin cesar en el bosque, y
llenos de valor y con renovadas energías, se
pusieron nuevamente en camino.
Muy pronto vieron el resplandor de las aguas
del río. Esperaban llegar lo antes posible a la
orilla para caminar por ella, y así poder ver el
Barco del Rey cuando se acercara. Atravesaron el
bosque en media hora y llegaron otra vez a un
llano. El claro y puro horizonte parecía anunciar
un día muy hermoso. A su izquierda, el río fluía
alegremente. Ahora los niños podían seguir el
curso de las aguas del río, mirando con los ojos
muy abiertos si veían a lo lejos un hermoso Barco.
Pero aún no se veía nada. Sin embargo, lo que
vieron les dejó un poco preocupados, pues el río,
a llí a lo lejos, se metía entre la grieta de una
pared rocosa y no dejaba ningún sitio para pasar.
— ¿Qué tendremos que hacer para seguir ade­
lante sin perder de vista al río? —preguntó Kyria
a los niños mayores.
— Primero vayamos hasta la montaña —propu­
so Felipe— al lí veremos si hay un sendero que la
rodee o si vamos a tener que escalarla.
Esto era lo mejor que podían hacer.
— ¡No nos preocupemos antes de tiempo!
Los niños nunca habían estado a ll í, en aque­
lla región llena de bosques, y no sabían nada de
aquellas altas montañas. Creían que sólo su peque­
ño país estaba rodeado de colinas.
Siguieron su camino alegremente. El soleado
día les quitaba el cansancio y el agua del río
cantaba por la ribera. A medida que se aproxima­
ban a la pared rocosa, el río se hacía más
estrecho y los niños se preguntaban si por allí
podría pasar un barco. Pero cuanto más se acerca­
ban se iban dando cuenta de que el paso, en
realidad, no era tan estrecho.

¿6
Vieron también dos caminos. Uno medianamente an­
cho que rodeaba la montaña y por el que se podía
caminar sin dificultad. Y otro, estrecho y peligro­
so que subía sin rodeos.
— ¿Qué camino vamos a tomar? —preguntó Feli­
pe a sus amigos, mientras descansaban y repartían
las últimas fresas. Si rodeamos la montaña el
camino será fácil, pero tendremos que alejarnos
del río. Si tomamos el sendero montañoso la marcha
será más difícil, pero siempre podremos echar un
vistazo y ver si aparece el barco.
— {Subamos entonces! —dijeron a coro los ni­
ños.
— Lo mismo había pensado yo —contestó Felipe
riendo, y el león movió graciosamente la cola.
Cuando estuvieron bien descansados, grandes
y pequeños se pusieron valientemente en camino y
treparon por el dif ícil sendero. Resbalaban en
muchos sitios a causa de las piedras y la arena,
y esto les obligaba a avanzar con precaución.
Diríase que el león estaba en todas partes a la
vez: una vez daba un empujoncito a uno hacia
adelante, otra tiraba con la cola de otro niño. El
cervatillo avanzaba a saltitos, sobre sus largas y
ágiles patas como si todo fuese una diversión. El
paseo era para el león un verdadero placer. Para
los niños era una verdadera escalada. ¡Qué alta
era esta montaña!
Sin embargo andaban con valentía y no per­
dían de vista la antorcha encendida. El muchacho
que la llevaba la elevaba de vez en cuando muy
por encima de su cabeza para que los últimos no
la perdiesen de vista. Además su luz parecía
volverse más y más clara, más y más radiante,
más y más luminosa.
— ¿Es verdad o es un espejismo? Parece que
la antorcha se vuelve cada vez más grande y
luminosa —dijo Kyria en voz baja a Felipe.
— ¡Sí —dijo Felipe—, es verdad!
— Entonces estamos en el buen camino —dijo
K y r ia .
— Yo también opino lo mismo —contestó Felipe.
Por fin divisaron la cumbre de la montaña.
— Mira parece que allí arriba nos está espe­
rando alguien —gritó un niño que andaba delante
del grupo.
— Es c ie r t o ... y nos está mirando —dijeron
otros.
— Aguantad un poco más ya nos falta poco
—dijo Felipe.
Después de un cuarto de hora de duros
esfuerzos, los primeros niños llegaron a la cumbre.
Allí terminaba el sendero en una gran explanada.
¿Y qué vieron? Al B A R Q U E R O , con
los brazos abiertos y los ojos sonrientes.
El buen barquero que a partir de entonces
fue para ellos un entrañable amigo.
— Os habéis comportado valientemente, jovenci-
tos —les saludó. Qué suerte que no hayáis seguido
el camino fácil, sino el sendero estrecho de la
montaña. ¡Ahora mirad donde estáis! —y les mostró
el centro de la explanada.
De una pequeña fuente emanaba agua, un
agua transparente como el cristal. Brotaba incansa­
blemente e iba a parar al río. El sol que estaba
muy alto en el cielo hacía resplandecer el agua
como si fuera oro.
— ¡Qué bonito! —decían los niños y alrededor
de la fuente se quedaron silenciosos.
— Esta es el agua más cristalina y pura de
todo el mundo —dijo el barquero en voz baja. Los
servidores del Rey vienen aquí en determinados
tiempos con sus antorchas, para purificar la fuen­
te de toda suciedad con el Fuego del Amor. Como
podéis ver esta agua se vierte en abundancia en
el río que pasa también al lado de vuestra ciudad.
Con esta agua mantengo limpia mi casa. Con ella
riego mis flores y mi jardín; y quita el hollín
cuando se limpia con ella regularmente. Pero los
habitantes de la ciudad deben descubrir por sí mis­
mos este secreto, aquéllos a los que se lo he dicho
no lo han querido creer. Y vosotros, pequeños,
estáis ahora aquí porque vuestro corazón aspira a
la pureza y a la verdad. Vosotros habéis creído
en el Fuego del Amor del Rey. Bebed pues de esta
agua completamente pura. Ella os ayudará a volve­
ros también puros interiormente. Ella os quitará
todo el hollín; hasta el que quizás haya penetrado
en vosotros. Y puesto que habéis venido aquí,
porque vuestros corazones aspiran a la pureza y a
la verdad, ya no tendréis que preocuparos más
por las maldades de los hombrecillos del dragón
cuando regreséis a vuestras casas.
— íBebed pues, niños!
Todos habían escuchado con gran atención y
ahora adelantándose prudentemente, alargaron sus
manos hacia la fuente y bebieron de aquella agua
que curaba todo mal. Y .. . ¡oh qué maravilla!
Instantáneamente cayó el hollín que había en sus
cabellos, en sus brazos, en sus piernas y en sus
vestidos. ¡No quedó ni el más pequeño rastro!
Cuando todos hubieron bebido —sin olvidar al
león y al cervatillo— miraron a su alrededor. (Oh!
i Desde la cumbre veían muy distante el horizonte!
¡Allí abajo todo parecía muy pequeño, como si
fuese de juguete!
— ¡Mirad, al lí está nuestra ciudad! —dijo
Felipe.
Desde donde estaban podían mirar fácilmente
por encima del llano y del bosque; a lo lejos
vieron también su ciudad, un sitio gris y oscuro,
casi negro, con un punto blanco en el medio.
— Mirad la casa del barquero —dijo Tomás.
Mirad allí, aquel punto blanco muy cerca del río.

50
— i Sí 1, (sí! yo también lo veo —dijeron los
demás niños. Ahora sabían por qué la casa perma­
necía tan blanca. Al mismo tiempo se dieron cuenta
de que sus propios padres con el resto de la
familia, sus amigos y amigas, sus vecinos y todos
los que no querían creer en el Fuego del Amor del
Rey y preferían seguir dejándose dominar por los
hombrecillos del dragón, vivían en medio de aque­
lla nube, casi negra.
— ¿No podemos ayudarles de ninguna manera,
Barquero? —preguntaron los niños. Este alzó la
mano derecha y dijo:
— Escuchad: ha llegado el momento en que
pueden llegar los servidores del Rey. El Rey tiene
preparado desde hace mucho tiempo un plan para
ayudarles a todos. ¡Un plan magnífico! Tened
confianza. Cuando lleguen, seguid sus consejos.
¡Venid! Vamos a pasar al otro lado desde donde
podréis ver el río hasta muy lejos. ¡Vamos a ver
si llega el Barco! —y todos estaban de acuerdo.
La grieta terminaba al otro lado de la
planicie. Allí el río se hacía más ancho y serpen­
teaba hasta el horizonte como una cinta de plata.
Allí abajo, a lo lejos, se distinguía vagamente un
barco... No se podía ver bien, pero se dirigía
rápidamente hacia el Sur; brillaba y resplandecía
como si fuese de oro.
— Mirad al lí se ve el Barco de los Servidores
del Rey —dijo el barquero, señalando hacia el
Norte. ¡Moved la antorcha, así podrán ver que les
esperamos aquí!
— (Sí, burra! ¡Es el Barco! i Está llegando!
¡Qué alegría! ¡Qué bien! —y tomándose de la mano
se pusieron a bailar en corro.
— ¡Cuidado! ¡Cuidado! —advirtió el barquero
ante aquel entusiasmo. ¡Podéis bailar pero no os
acerquéis al borde del precipicio!

51
Una vez manifestada su alegría, se calmaron, se
reunieron y esperaron al Barco, que, ahora bien
visible, se aproximaba majestuosamente. Los niños
vieron enseguida a los servidores y sus antorchas
luminosas.
Una media hora más tarde el Barco estaba
justo ante la entrada de la grieta.
— ¿Qué haran para poder pasar? —pregunta­
ron los niños y miraron con precaución la alta y
lisa pared rocosa.
— Id un poco hacia atrás, niños —dijo el
barquero y alejó al grupo hacia atrás con suavi­
dad. Una bola de oro cayó repentinamente del
espacio ante sus pies y aterrizó a los pies de los
niños haciendo: íBluf! El barquero tomó la bola y
la llevó al otro lado de la explanada dejándola
resbalar con precaución hasta que rodó dentro de
un pequeño agujero muy hondo.
Atentos y curiosos, los niños se dieron cuen­
ta que dos grandes cuerdas de oro, atadas a la
bola, atravesaban la explanada. Con la bola bien
asegurada en el agujero, las dos cuerdas estaban
fuertemente tendidas y cuando los niños se asoma­
ron al borde de la grieta, descubrieron una escale­
ra de cuerda.
Agilmente, los servidores treparon por ella y
llegaron sin ninguna dificultad, y ante el asombro
de todos los niños, a la explanada, llevando en
sus manos sus luminosas antorchas. Cuando todos
estuvieron arriba, miraron a los niños con amor y
comprensión en sus ojos, y todos se sintieron
turbados hasta en lo más profundo de sus corazo­
nes.
El barquero explicó en pocas palabras, a los
servidores del Rey por qué los niños estaban al lí.

52
Se sorprendieron sobremanera al saber que habían
superado con valentía tantas dificultades para lle­
gar hasta donde estaban y pedirles su ayuda para
los hombres y niños que se habían quedado en su
país, cubierto de hollín y humo.
Los servidores, dejaron irradiar su Luz por
encima de la fuente, para que el agua se cargase
nuevamente con la Radiación del Fuego del Amor.
Luego uno de los servidores comenzó a hablar:
— Queridos niños, nuestro Rey sabe lo valero­
sos que sois, y lo mucho que deseáis hacer de la
chispa de vuestro corazón una Llama grande y
clara. El sabe también que os gustaría liberar a
los demás hombres y niños del humo y del hollín
de los hombrecillos del dragón, i Por ello venimos
a ayudaros!
Pe ro... vosotros también tenéis que volver a
esos sitios llenos de humo y hollín. Volver hacia
esas tristes y oscuras casas.
Todos vosotros con la antorcha del barquero,
y nosotros con nuestras antorchas del Rey, tendre­
mos que atravesar de lado a lado todo el país,
para que la Luz del Fuego del Amor brille hasta
en los más oscuros rincones y pueda barrer toda
suciedad.
Escuchad, el deseo del Rey es que se reúna
el máximo número posible de hombres y niños en
esta montaña. Y entonces se celebrará aquí una
Fiesta de la Luz, como a ll í abajo todavía nadie
ha vivido. ¿Queréis ayudarnos a efectuar este plan?
— ¡Sí! ísí! ísí! —contestaron los niños como
si todos hablasen por una misma boca.
Los servidores rieron alegres ante aquel en­
tusiasmo. Y acto seguido se prepararon todos,
dirigiendo sus pasos hacia el estrecho sendero que
bajaba hasta el país del humo y del hollín.

* * *

53
C ap ítu lo 7

Con la llegada de los servidores del Rey, los


niños casi se habían olvidado de la existencia de
los hombrecillos del dragón. Sólo pensaban en su
plan. Sus corazones y pensamientos estaban llenos
del deseo de arrancar a los hombres, mujeres y
niños de la oscuridad y la tristeza de aquel
mundo de hollín. Querían conducirles a la Fiesta
de la Luz.
Pero los hombrecillos del dragón no se ha­
bían olvidado de los niños.
Después de que habían triunfado sobre la
trampa de las amapolas, atravesaron sin dificulta­
des el oscuro bosque y eligieron el difícil sendero
de la montaña en vez del camino ancho y fácil.
Los hombrecillos del dragón ya no supieron qué
inventar para hacer caer a los niños entre sus
garras y mantenerlos dominados.
No sabiendo qué hacer, decidieron regresar a
la morada del dragón que escupía fuego por la
boca, para preguntarle qué es lo que debían hacer.
Mientras los niños, acompañados de los servi­
dores, el león y el cervatillo, bajaban de la
montaña vieron de repente una nube de suciedad,
cubrir la esplanada entre la montaña y el bosque.
La razón por la que esto ocurría, era que el
dragón que escupía fuego, prevenido, se había
dirigido rápidamente a casa del antiguo servidor
del Rey y juntos llamaron a todos los hombrecillos.
Y justo lo que los niños veían ante sí, era la
tropa de hombrecillos del dragón, echando humo y
hollín. Los niños se asustaron mucho, pues de
verdad que se habían olvidado totalmente de ellos.
Preocupados, miraron hacia los servidores del Rey.

54
— Un hombre o niño siempre debe estar en
guardia, pues la maldad trata sin cesar de triun­
far sobre él. i Pero no temáis! ¡Tened fe y confian­
za en el Fuego del Amor del Rey! Toda maldad se
apartará ante El —así hablaban los servidores a
los niños.
La calma y la dulzura de sus voces les
dieron nuevamente esperanza y confianza. La gran­
de y negra nube de hollín se acercaba rápidamente
al grupo, formado por los niños y los servidores
del Rey. Grandes copos de hollín volaban alrededor
de sus oídos, por encima de sus cabezas, pero
ahora ya no quedaban sujetos a ellos.
El horrible dragón que escupía fuego y el
rey del hollín surgieron de la nube negra, rodea­
dos de una multitud de hombrecillos, los cuales
saltaban a su alrededor como si fuesen ranas, y
llenos de cólera agitaban sus antorchas de hollín.
Impasible, el león iba al frente del grupo de
niños. Llevaba en su lomo a Felipe, porque era el
mayor y el más valeroso. No se dejaron impresio­
nar por aquel barullo de silbidos, ronquidos,
gruñidos y chillidos.
Felipe le susurró en el oído:
— Adelante, león, debemos salvarlos; los ser­
vidores nos ayudan con su Luz. ¡Vamos león! i Los
demás nos seguirán! ¡Adelante... adelante!
El león meneó majestuosamente su larga cola.
Sus resoplidos y rugidos eran por lo menos igual
de fuertes que los de toda la negra nube.
Así avanzaba el grupo valientemente. De re­
pente y todos a una, los servidores del Rey
levantaron sus antorchas. La potentísima Luz atra­
vesó la nube de lado a lado. En el mismo instan­
te, el león sopló, rugió, dio un salto formidable y
fue a parar justo en medio de la nube. Esto fue
demasiado terrorífico para el dragón y su grupo,
que dando la vuelta empredieron la huida.

55
(Rápido, rápido... huían con rapidez asombrosa!
La explanada fue totalmente barrida al ins­
tante por algo semejante a un fantástico huracán.
Los niños se miraban sorprendidos, aún no
comprendían del todo lo que acaba de ocurrir.
— La Luz, la Fe y la Perseverancia son
armas poderosas para triunfar contra el maligno
—dijo dulcemente uno de los servidores. Están pre­
sentes siempre, sólo tenéis que tener el valor de
u til iz ar la s.
— Por ahora podemos seguir sin impedimentos
—añadió otro servidor.
Se sentían tan aliviados que atravesaron la
planicie cantando y bailando. Se pusieron a dormir
en el bosque, pues se estaba haciendo de noche y
los acontecimientos del día los habían agotado.
Allí descansaron tranquilamente mientras los servi­
dores y el león vigilaban.
Cuando a la mañana siguiente fueron desper­
tados muy temprano, estaban completamente descan­
sados y se levantaron con risas. Atravesaron ale­
gremente el bosque y mostraron a los servidores el
pozo en el que había caído el cervatillo.
El sol brillaba ya en el horizonte al salir
del bosque, mientras caminaban por la explanada
que conducía a la ciudad.
A lo lejos vieron las casas y los árboles
totalmente grises. Entonces corrieron para llegar
pronto hasta aquéllos a los que amaban.
Cuando entraron en la ciudad, riendo y can­
tando, el león delante del todo, rodeados por los
servidores y sus antorchas, los habitantes queda­
ron mudos de asombro.
¿Qué ocurría? ¿No eran estos los niños que
habían desaparecido? ¿Qué motivo tenían para can­
tar así? ¿Y ese león de largas melenas y vigorosa
cola? ¿Y ese cervatillo a su lado?

56
¿Quién había visto jamás cosa igual? ¿Y los extran­
jeros con sus antorchas de Fuego luminoso? Sin
lugar a dudas era un Fuego espléndido, había que
admitirlo, pero en cuanto a comprender algo,
¡nada! ¡imposible!
El grupo se paró en una gran plaza. Allí
estaba el barquero, sencillo y amable, como era
normal en él. Les saludó. El ya tenía preparado
un plan de trabajo. Después de comentarlo, los
niños y servidores se pusieron a trabajar.
Sería un inmenso trabajo, liberar primero a
la ciudad y después a los pueblos vecinos de la
espesa costra de hollín. Pero comenzaron con valen­
tía, pues se se sentían muy felices.
Dividieron el pueblo en zonas. Cada servidor
con su antorcha luminosa y ayudado por algunos
niños recorrió una zona y por donde pasaba todo
se volvía limpio.
Fue entonces cuando los habitantes se dieron
más cuenta que nunca que todo estaba sucio y
lleno de hollín. Más de uno se avergonzó ante los
servidores.
Los niños conocían el maravilloso poder del
agua del río y cargados con cubos, grandes y
pequeños, según la edad, iban de un lado a otro.
Traían agua y limpiaban. Aconsejaban a los habi­
tantes de la ciudad que se lavaran ellos y sus
hijos e incluso que bebiesen de aquella agua.
— ¡Quedaréis limpios por fuera y por dentro,
y en seguida comprenderéis todo mejor!
Hablaban con tanta convicción y de una
manera tan estusiasta, que algunos quisieron inten­
tarlo. Otros, sin embargo, no querían saber nada;
se burlaban de los niños e incluso les insultaban,
acusándolos de mentir y de intentar engañarlos.
Entonces los niños lo tenían bastante dif ícil,
para permanecer pacientes y amables, sin enfadar­
se y continuando el trabajo que habían empezado.

57
Los servidores les habían advertido que el enfadar­
se lo estropeaba todo. Enfadarse significaba:
"Abrir la puerta a los hombrecillos del dragón y
permitir que el hollín volviese a cubrirlo todo." Si
esto ocurría, ya nadie podría ser salvado de la
suciedad. El dragón que escupía fuego triunfaría
y los servidores se verían obligados a marcharse
y volver al palacio del Rey. Si ellos permanecían
tranquilos y amables, si continuaban con su traba­
jo, la chispa del corazón acabaría por b ri lla r y
resplandecer; se volvería una con la Luz del
Fuego del Amor.
De esta forma conseguirían la victoria. Así,
los niños hacían todo lo que podían.
Poco a poco crecía el grupo que también
quería ir a la montaña para participar en la
Fiesta de la Luz. Tanto los que vivían en la
ciudad, como los que vivían en los alrededores, se
habían enterado, quisiesen o no, de que existía el
Rey del Fuego del Amor y sus servidores, de la
fuente en lo alto de la montaña, de la antorcha
luminosa y de la chispa en el corazón. También
sabían todo sobre el dragón y su señor, sobre los
hombrecillos del dragón, y sabían por qué se
había vuelto todo negro.
Y ahora todos podían elegir y muchos e lig ie ­
ron el camino de la Fiesta de la Luz.
¡Así llegó el día de la partida! Resplande­
ciendo de lo limpios que estaban, con el corazón
ansioso y la cabeza despejada, se pusieron en
camino.
Pero una vez más tuvieron que demostrar que
lo tomaban en serio, demostrar que verdaderamente
deseaban ser Portadores de Luz. Pues, tan pronto
como alcanzaron la explanada, se encontraron cara
a cara con el llameante dragón, que llevaba sobre
su lomo al que antaño había sido un servidor y
una infinidad de negros hombrecillos.

58
Los que veían esta tropa negra por primera
vez, tanto mayores como niños, se atemorizaron
mucho. Creyeron que los niños que tanto les ha­
bían ayudado y que iban delante cantando, esta­
ban en un gran peligro. Con miedo, vieron al
dragón echarse sobre los niños para arrojarles su
horrible fuego de hollín. Y como los mayores no
querían que nada malo les ocurriese, se echaron
hacia adelante con valentía para protegerles del
ataque del dragón.
Pero antes de que ocurriera esto, el gran
león se acercó corriendo seguido de los servidores.
Entonces ocurrió algo increíble. El dragón vomitó
una última y oscura llama, y cayó al suelo
convertido en un pequeño montoncito de ceniza que
se llevó el viento. ¿Y los hombrecillos del dragón?
jTodos habían desaparecido! ¡No quedó nada, abso­
lutamente nada de ellos. Los hombres ya no les
querían obedecer, querían seguir a la Luz!
Sólo quedaba el que había sido s e r vi d o r...
Pero cuando se encontró de repente cara a
cara con sus antiguos compañeros, y sus antorchas
luminosas le deslumbraron, fue tan grande su
vergüenza, que dio la vuelta y salió corriendo
hacia las altas montañas, con el fin de esconderse
en una oscura y profunda cueva. Allí tendría que
reflexionar mucho sobre todo lo que en el pasado
había hecho mal. Quizás llegaría también para él,
el día en el que pudiera volver al Rey y pedirle
perdón.
El cortejo de la Luz continuó victorioso, sin
preocupación. Atravesó primero la explanada, des­
pués el bosque, después la segunda explanada y
subió por fin por el estrecho sendero de la monta­
ña .
La Luz de las antorchas iluminaba a todos
de tal manera, que parecía como si miles de
lucecitas subiesen hacia arriba.
Verdaderamente era un magnífico espectáculo.
Y, al lí arriba, pronto iba a tener lugar una
grandiosa Fiesta de la Luz.
Capítulo 8

Cuanto más subían, más deseaban llegar al final.


Con el corazón alegre, los niños se apresuraban
para v i v i r lo antes posible la Fiesta de la Luz.
Los padres y madres también se apresuraban, pues
querían estar lo más cerca posible de los niños.
Los más ancianos, los abuelos y las abuelas,
quedaban un poco más atrás, no podían ir tan
deprisa. i El sendero era abrupto y sus ancianas
piernas habían caminado ya mucho durante su v i ­
d a . . . ! Sin embargo, sus corazones también tenían
puesta la esperanza en la Fiesta de la Luz.
Y unos a otros se agarraban de la mano y
sonreían con buen humor disculpando a los niños:
"La juventud no sabe nada todavía de piernas
entorpecidas ni de lo difícil que se hace respi­
r ar ." Y con esfuerzo seguían subiendo. Pero los
servidores que iban detrás del todo, hablaron algo
en voz baja, y uno de ellos adelantándose alcanzó
rápidamente a los niños mayores que iban delante.
— ¡Mirad hacia atrás —susurró en los oídos
de Felipe y Kyria. Casi habéis llegado a r r i b a . . .
pero por ahí atrás las cosas no son tan fáciles.
— ¡Venid! —fue la reacción espontánea— Hemos
caminado demasiado deprisa amigos. Tenemos que
regresar y ayudarles.
Entonces los abuelos y abuelas se vieron
rodeados por fuertes muchachos que les ofrecían
sus brazos u hombros para que se apoyasen y
junto a ellos reían porque a pesar de todo, los
abuelos también podían venir con ellos.
¡Es cierto, eran muy jóvenes! Les era necesa­
rio aprender a pensar en los demás y a s e r v i r . . .
Pero también lo querían aprender.
— ¡Mirad —dijo Kyria alzando la vista— ya
se puede ver la cima! Sólo falta un poquito por
recorrer.
61
Los ancianos afirmaban con la cabeza:
— ¡Sí, s í . . . sólo falta un poquito!
Ahora vieron con claridad que a llí en lo alto
había sido encendida una gran Luz. ¿Habría llega ­
do ya alguien arriba? ¿Les estarían esperando?
Felipe, que iba delante con el león, se puso a
mover de un lado para otro la antorcha del
barquero que ahora la llevaba él. El león dio un
formidable rugido que resonó por las rocosas pare­
des como un canto de victoria.
Al oírlo, los niños se rieron y acariciaron al
poderoso león que tanto les había protegido y
ayudado.
Felipe y el león llegaron a la explanada
donde estaba la Fuente. Alrededor de ésta habían
sido colocadas en círculo grandes piedras, sobre
las que podían sentarse.
Los niños ya no se extrañaron de encontrar
a llí al barquero, que les esperaba. Les condujo
hacia las piedras y a cada uno le mostró su sitio.
Hasta ahora no habían descubierto que alrede­
dor de la fuente estaban doce servidores del Rey
manteniendo levantadas sus llameantes antorchas
sobre el agua. Era como si todos juntos formaran
un fuego grandioso y fantástico que todo lo ilumi­
naba, haciendo desaparecer toda oscuridad interior
y exterior. Todos los ojos, los de los jóvenes y
los de los ancianos, estaban radiantes. ¡Qué pro­
funda alegría de encontrarse al lí todos juntos! Los
ancianos estaban sentados delante muy cerca de la
fuente y del Fuego. Tenían tras de sí un pesado
camino por la vida, lleno de penas y sufrimientos,
de inquietudes y dificultades. Ahora ya podían
pensar sólo en el Rey y en su Fuego del Amor, y
consagrar sus pensamientos de amor y discernimien­
to a todos los hombres y niños.
Los niños también estaban sentados delante,
alrededor de la Fuente y del Fuego radiante.

62
Ante ellos estaba todavía el largo camino de la
vida, pero sería un largo camino al servicio del
Rey del Fuego del Amor, pues eran todavía jóvenes
y ya habían oído hablar de El.
A su alrededor, los padres, las madres y
muchas más personas formaban como una sólida
muralla dispuestos a sostener a los ancianos y a
ayudar a los jóvenes.
Los servidores que les habían acompañado
hasta aquí se colocaron al borde de la gran
explanada, de manera que la luz de sus antor­
chas, abarcaba a todos desde el centro hasta el
borde más exterior. Así al mundo de abajo le era
posible contemplar la Luz radiante de esta Fiesta
que se celebraba en la cumbre de la montaña.
¿No formaban un pueblo nuevo... un pueblo
liberado del humo y del hollín? Eran todos para
uno y uno para todos, todos llenos del Fuego del
Amor de su Verdadero Rey.
Mientras tanto se hacía de noche. La noche
caía sobre toda la naturaleza y todo estaba en
silencio. Por encima de ellos se extendía un cielo
tachonado de innumerables estrellas titileantes.
Una ligera brisa les acariciaba las caras y las
manos. Espontáneamente estaban todos en silencio,
emocionados aún por la impresión que acababan de
experimentar.
Cerca de la Fuente estaba el barquero, y en
medio del silencio, levantó la mano y comenzó a
hablar en voz baja. Pero en aquel silencio puro,
su voz se entendía con claridad:
— Hombres y niños del país del humo y del
hollín, que os habéis vuelto mis amigos, podéis
prepararos para regresar al País del Rey. I Escu­
chad! Todos vosotros habéis visto lo sucio que
estaba vuestro país, lo mal que iban las cosas a
causa del humo y del hollín.
¿Tenéis realmente la intención de cambiar
todo eso?
63
¿Estáis dispuestos a hacer que vuestro país se
vuelva como antaño una parte del País de la Luz?
—el barquero miró a su alrededor y vio cómo todos
afirmaban con la cabeza.
Entonces uno se adelantó hacia el barquero.
Intrigados todos se preguntaban quién podía atre­
verse a acercársele. ¡Era el alcalde de la ciudad!
— Bondadoso y sabio barquero —comenzó— noso­
tros, los habitantes de la ciudad del hollín, hemos
sido muy tontos durante mucho tiempo. No nos
dábamos cuenta de que todo iba a pique. Han
tenido que ser nuestros niños quienes han adverti­
do su casa blanca, que nadie había visto antes.
Uno de los ancianos le interrumpió:
— ¡ Esto ocurrió también por el hollín de los
hombrecillos del dragón! i No podíamos hacer otra
cosa! ¡Nosotros mismos teníamos que soportar bas­
tantes disgustos y preocupaciones por ello!
— Sí, en efecto —continuó el alcalde. El ho­
llín estaba aquí. Y durante mucho tiempo nos ha
cegado e impedido ver lo que era bueno y bello.
Mas ahora sabemos que tenemos en el corazón una
chispa del Fuego del Amor, que debe volverse tan
brillante como el mismísimo Fuego del Amor. Hace
unos momentos iba a proponeros que preguntásemos
al Rey si admitiría de nuevo nuestro país cuando
lo hubiésemos limpiado todo. Y si entonces también
nosotros podríamos regresar. Pero ahora, el buen
barquero, ya ha contestado a nuestra pregunta,
antes de que la hayamos hecho. Quiero decirle que
estamos todos muy agradecidos y contentos por ello.
El barquero asintió con la cabeza y dijo:
— Por esto han recibido una invitación a la
Fiesta de la Luz. Porque ahora se trata de que no
sigan siendo un pueblo aparte, sino que se vuel­
van uno con el gran Pueblo del Rey.
A todos ustedes les será mostrado un plan
completamente nuevo. El que quiera escuchar y
colaborar en este plan para el bienestar de todos,
es invitado a acercarse hacia adelante y beber de
la más pura de las aguas.
Sin excepción alguna, todos acudieron a be­
ber, pasaron bajo el arco que formaban las doce
llameantes antorchas y bebieron del agua de la
Fuente transparente como el cristal.
En la cumbre de la montaña era una hora
festiva. Durante este desfile, el resto del grupo,
lleno de serenidad, estaba en perfecto silencio,
esperando pacientemente que todos hubiesen bebido.
Entretanto las estrellas, los planetas y las conste­
laciones, pasaban de oriente a occidente por enci­
ma de sus cabezas en el cielo nocturno.
El último bebió y a pesar de aparecer ya en
oriente las primeras luces del nuevo día, todos se
sentían completamente despiertos. Un suave tono
rojizo coloreaba el horizonte.
El barquero tomó de nuevo la palabra:
— ¡Mirad, igual que las primera luces de la
mañana aparecen en el cielo, también para voso­
tros salió en vuestro ser la primera luz de la
mañana! Ahora podemos trabajar en el Plan de
regreso. Sigamos con nuestra mirada el curso del
río tan lejos como podamos.
Las miradas se dirigieron hacia el norte.
Con las primeras luces del día vieron que, en el
horizonte, el río desembocaba en un gran mar. Y
detrás de ese mar, sobre una montaña mucho más
alta que en la que estaban, vieron un maravilloso
Palacio blanco que parecía flotar sobre las nubes.
El brillo del sol naciente, cada vez más
intenso, les permitía distinguir sus doce puertas.
En aquel instante se encendió en cada puerta un
Fuego como un saludo desde la le ja n ía .. .
Los rayos se deslizaron sobre el mar y sobre
la tierra hasta alcanzar la cumbre de la montaña
donde estaban. Estos rayos tocaron las antorchas

65
que brillaron nuevamente todas unidas formando un
poderoso fuego celeste. Para todos esto era una
Fiesta, una maravillosa Fiesta de la Luz.
Atentos, los niños miraban las caras radian­
tes a su alrededor. íQué magnífico sería, si un
día regresasen al Rey como verdaderos jóvenes
servidores, cuando la chispa en su corazón se
hubiese vuelto una verdadera antorcha de res­
plandeciente Luz!
Después de que los servidores entonaron uno
de sus másbellos cantos y los niños los suyos
más sencillos, el barquero pidió nuevamente si­
lencio. Su voz era tranquila pero seria:
— ¡Amigos que estáis aquí en la montaña, ha
llegado el tiempo del verdadero trabajo! Ahora
vamos a descender de nuevo juntos por el sendero
rocoso y después regresaremos a nuestras casas.
Los abuelos y las abuelas no hace falta que
regresen si no lo desean. Los doce servidores del
Rey les conducirán en seguridad a la otra orilla
del mar. Ellos ya se han esforzado, trabajado y
sufrido bastante, i El Rey les tiene preparada otra
misión! Pero todos los demás, que todavía son
jóvenes, sanos y fuertes, aún tendrán que seguir
limpiando todo el hollín y humo de a llí abajo.
Ahora sabéis mejor cómo se puede hacer esto.
A continuación deberán ser construidos doce
barcos, para llevar a todos los que quieran regre­
sar a Casa, quienes subirán a los doce barcos,
navegarán río arriba y atravesarán el mar para
llegar al Reino de nuestro único Rey.
Para la construcción de los barcos debe ser
utilizado el material mejor y más puro, y tendréis
que poner a disposición todas vuestras fuerzas
para mantenerlo limpio y puro.
¡No olvidéis nunca la Fiesta de la Luz en la
montaña! ¡Su recuerdo os ayudará a superar todas
las dificultades!
* * *
66
C a p ítu lo 9

Todos tenían un deseo irresistible de ponerse a la


obra lo antes posible. Se empezó por ayudar a los
abuelos y abuelas para que pudiesen llegar abajo
sin problemas, después los servidores les conduje­
ron hasta el magnífico Barco de Oro.
Se despidieron de los demás alegremente,
pues sabían que pronto se reunirían con ellos en
los barcos que iban a construir.
Después de la despedida, los otros regresaron
lo más rápido posible a la ciudad y a los pueblos
de los alrededores para limpiarlo todo con el agua
del río.
Finalmente, todo resplandecía como un espejo.
Lo importante ahora era conservar todo limpio y
puro. Los hombrecillos del dragón ya no existían
y el humo y el hollín ya no volaba de un lado a
otro. íY sin embargo no siempre era fácil! ¿Cómo
era esto posible?
Se serraban, se lijaban, se median, se pu­
lían los tablones y al mismo tiempo se cantaba
alguna que otra bella y alegre canción. Y sin
embargo, de cuando en cuando, alguno miraba ins­
tintiva y desconfiadamente a su alrededor. ¿Habría
todavía hombrecillos del dragón? A veces parecía
que el trabajo era entorpecido, sin saber nadie el
cómo y el porqué, y como si ocurriesen por casuali­
dad pequeños "accidentes".
Felizmente, Felipe y algunos de sus amigos
observaron, un buen día, qué era lo que ocurría.
Felipe, Tomás y Federico habían serrado para uno
de los doce barcos algunos tablones de madera,
muy bonitos y de una madera preciosa. Los habían
colocado cuidadosamente cruzándolos unos sobre
otros, dos a dos; dos a lo largo y dos a lo ancho.

67
Pero cuando quisieron colocar nuevos tablones enci­
ma, los otros dos habían desaparecido. ¡Sí, desa­
parecido, ni más ni menos...!
— ¿Cómo ha podido ocurrir esto? —exclamó
Federico indignado. ¿Quién lo ha hecho?
— iCuidado Federico! Piensa en la Fiesta de
la montaña. Permanezcamos tranquilos y antes de
nada busquemos la causa —dijo Felipe para ayudar­
le. Y por suerte Federico se calmó enseguida.
Encontraron los tablones detrás del lugar de
trabajo medio metidos en un hoyo, desgraciadamen­
te en pedazos y destruidos. ¡Estaban a punto de
llorar, se habían acabado las risas! ¡Habían tra­
bajado tanto para dejar bien preparados los tablo­
nes !
Felipe, que era unbuen amigo, dijo de
nuevo:
— ¡Atención muchachos, sin gemir! ¡Pensad
en el Rey!
— ¡Eh! —exclamó de pronto Tomás— mirad de­
trás de los árboles, parece que hay dos grandes
hombrecillos del dragón. ¡Venid muchachos! ¡Rápi­
do!
Y todos corrieron hacia los árboles. Los
hombrecillos del dragón corrían deprisa, pero los
niños los alcanzaron.
— ¡Oh! ¡Son dos niños! —dijo Federico en voz
baja. ¡Pero con qué pintas andan! ¡Mirad que
sucios están! i Eh vosotros! ¡Esperad un poco!
—gritó Federico lo más fuerte posible.
Los niños se pararon tan bruscamente que
los tres muchachos chocaron contra ellos, se calie­
ron y se revolcaron por el suelo.
— ¡Ja, ja, ja ...! —se burlaron los sucios
niños. ¡Ahora vosotros también estáis negros!
Pero se equivocaron porque el hollín de los
niños sucios no quedó agarrado a los muchachos.
Se levantaron y Felipe se dirigió hacia ellos.

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— Decidme... por qué sois tan extraños —pre­
guntó tranquilo. ¿Por qué no ayudáis en la cons­
trucción de los barcos? ¿Habéis roto vosotros nues­
tros tablones?
— ¡Sí, y hemos hecho muchas cosas más! —res­
pondieron burlonamente.
— No seáis así, pensad mejor en la Fiesta de
la montaña —Felipe intentaba hacerles cambiar de
conducta. Pero los niños reían aún con más fuerza
y gritaron:
— Nosotros no fuimos a la Fiesta y no vamos
a ir en vuestros barcos, ni nuestros padres tampo­
co. Nuestros padres dicen que todo eso son histo­
rias e inventos del loco barquero. ¡Ahora ya lo
sabéis! —dicho esto los niños sucios salieron co­
rriendo a toda prisa.
— ¿Qué debemos hacer? —suspiró Federico.
¡Qué triste es todo esto! Ellos no pueden hacer
nada porque no han estado en la Fiesta de la Luz
y sus padres tampoco y además han escuchado
tantas tonterías... —añadió Felipe en voz baja. De
alguna manera le daba pena de los niños, a pesar
de que se comportaban tan mal.
— Venid, cortemos nuevos tablones y coloqué-
moslos de tal forma que nadie los pueda quitar
—dijo un momento después con un tono tan valeroso
y feliz como era normal en él.
Y así reemprendieron su trabajo. ¡Qué suerte
que no se habían enfadado! El resto de la madera
había permanecido limpia y pura. Durante el traba­
jo se preguntaban qué podían hacer por aquellos
pobres niños tan sucios.
De repente se abrió la puerta del lugar de
trabajo y entró Kyria:
— Hola muchachos, vengo a cepillar tablones
—dijo alegremente. Después extrañada se dio cuenta
de las caras tan serias que tenían sus amigos.

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— ¿Por qué estáis tan silenciosos? ¿Qué ha
ocurrido? —preguntó ella.
— Todavía no tenemos tablones para que los
puedas cepillar —contestó Felipe, y entonces le
contaron la historia de los niños sucios.
— ¿Sabéis una cosa? —dijo Kyria. Cuando ha­
yamos terminado el trabajo y los barcos estén
listos para partir, sin hacer ruido, sacaremos de
la cama a los hombres y a los niños que no
quieren venir con nosotros. Les embarcaremos rápi­
damente. Creerán estar soñando y cuando despier­
ten del todo entonces estaremos ya navegando por
el río. ¡Se verán obligados a acompañarnos!
Felipe rio cariñosamente:
— ¿Kyria, crees que eso es posible? ¡Es un
plan muy bonito Kyria! Pero no creo que sea
posible. Además no creo que eso deba hacerse así.
Mientras ellos mismos no quieran, no les traerá
ningún beneficio.
— De acuerdo, —contestó Kyria, comprendiendo
que su plan no podía realizarse— vamos a ver al
barquero, él nos aconsejará.
— De acuerdo —dijeron los muchachos. Cerra­
ron el taller con cuidado y se fueron a buscar al
barquero. Este estaba justo en el tejado de su
casa sacando brillo a la cúpula de cristal.
Al ver a los niños con aires serios, bajó y
escuchó atentamente su historia.
— Sí, —suspiró— lo que os ha pasado ocurre
a menudo. ¡Una suerte que no os hayáis enfadado!
Eso era lo más importante en esos momentos. Y
vuestro plan de sacar a todo el mundo de la
cama... eso es imposible. En primer lugar compren­
deréis que, en especial a los adultos, no se les
puede sacar de la cama y llevar a un barco. Y en
segundo lugar, como dijo Felipe, eso no sería lo
justo. Un hombre tiene que decidir por sí mismo
qué es lo que desea.

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O bien se queda aquí porque encuentra que es lo
mejor, o la suciedad y los descalabros le harán
comprender que lo mejor es regresar junto al
verdadero Rey. ¿Comprendéis?
— Sí barquero, comprendemos —dijo Kyria.
Pero aún no estaba totalmente satisfecha e insistió:
— Pero ¿qué ocurrirá cuando todos nosotros
nos vayamos de aquí? ¡Todo volverá a ensuciarse
porque nadie podrá ayudar a los hombres! ¡Enton­
ces no habremos vencido verdaderamente a los
hombrecillos del dragón!
El barquero colocó una de sus manos sobre
el hombro de Kyria y la otra sobre el de Felipe y
les hizo girar de tal forma que quedaron de cara
a la casa del barquero.
— Mirad, queridos niños —dijo— todos se van
menos yo. Yo, por el momento, sigo aún en la
casa del embarcadero. ¡Mirad mi cúpula de cris­
tal! ¡No es por capricho que la mantengo tan
limpia! ¡Ved como bril la ! Llegará un día en que
los ojos de los que quedan aquí verán la luz que
irradia, el pequeño Fuego del Gran Fuego. ¿Sa­
béis, que también a vosotros os he tenido que
esperar muchísimo tiempo? ¡Sin embargo, habéis
venido!
Los niños afirmaron con la cabeza. Poco a
poco iban comprendiendo.
— Queridos amigos, un día, todos, hasta los
últimos, navegarán hacia nuestro Rey. Y en el
último barco también iré yo. ¿Y sabéis quién irá a
mi lado, en ese último barco? ¿Lo sabéis?
Los niños interrogaban al barquero con la
mirada. No... no lo sabían.
— Pues bien, voy a decíroslo: Será el rey
del dragón y los hombrecillos, el servidor desobe­
diente que hará todo lo posible para poder volver­
se de nuevo un "servidor" y ya no querrá jamás
ser por sí mismo rey.

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— ¿Crees que lo querrá de verdad? —pregunta­
ron los niños.
— ¡Por supuesto que sí! ¡Seguro! En lo más
profundo de su corazón no pide otra cosa.
— Querido barquero, eso será muy bonito
—suspiraron los niños.
— Pero nosotros no debemos ocuparnos solamen­
te del futuro, niños. Lo más importante para
nosotros es el presente. Y ahora hay que construi­
dos los doce barcos. ¿No es así? Como os habéis
retrasado un poco en vuestro trabajo, es necesario
que volváis a emprenderlo y recuperéis el tiempo
perdido tan pronto como podáis.
¡Una vez más se demostró que él era en
verdad su verdadero Maestro! ¡Era el Maestro que
con sencillez les guiaba, apoyaba, consolaba y
ayudaba, pero además les indicaba continuamente
los deberes que ellos mismos habían elegido.
Finalmente los doce barcos fueron acabados
gracias a la unión de los esfuerzos de pequeños y
grandes, de jóvenes y adultos. Y cuando llegó el
día en que debían partir, pasaron todos al lado
del barquero y entonces percibieron nuevamente lo
pura que había permanecido su casa desde el
principio hasta el fin. Se despidieron de él deseán­
dole lo mejor. El barquero sonreía y les estrechó
las manos de todos. Acariciaron al león y al
cervatillo, que como fieles amigos seguirían hacien­
do compañía al barquero.
Lo último que escuchó de Kyria antes de que
subiese por la pasarela fue:
— ¡Si podemos convertirnos también en servi­
dores, regresaremos a ayudarle! Traeremos con no­
sotros muchas luces y muchas narraciones acerca
de la chispa en el corazón. Entonces se lo contare­
mos a todos los niños que estén todavía aquí, así
como usted nos las contó a nosotros.

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— i Bien, niños, muy bien —dijo riendo— de
cuando en cuando iré a ver si llegáis!
Y los barcos se alejaron radiantes bajo la
luz del sol, radiantes por la Luz de las antorchas
que los doce servidores levantaban por encima de
ellos. Agitaron las manos, siguieron saludando al
barquero, hasta que le perdieron de vista.
Ahora el barquero emprendía de nuevo su
trabajo desde el principio, un trabajo que conti­
nuamente se repetía, un trabajo que no podía
dejarse para más adelante, porque afuera, ante la
ciudad, estaba un muchacho, sucio y solitario a
la orilla del río. Parecía que esperaba algo.
Entonces en el momento en que el primero de los
doce barcos empezó a verse, se colocó las manos
por encima de los ojos, haciendo de visera, para
poder ver mejor. Tenía la vista clavada en la
flota, hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Los barcos avanzaban lentamente. Desde la orilla
el muchacho vio lo contentos que iban los pasaje­
ros. Vio la radíente Luz de las antorchas y oyó
los cantos.
— Era verdad lo que decían —se dijo entre
lágrimas, i Y yo no he ido con ellos!
Un instante se quedó a llí en profunda deses­
peración. Después se dio la vuelta decidido, se
secó las lágrimas con sus sucias mangas, de
manera que su cara quedó como a rayas, y con
paso resuelto se dirigió hacia la ciudad.
Allí dirigió sus pasos hacia el río y llamó
despacio a la puerta de la casa
del

B A R Q U E R O . . .

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