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ESTILO ESCOLAR: UN CASO PRACTICO

JONATHAN ANDERSON Y OTROS *


La matrícula era como una partida de ajedrez. Los estudiantes precavidos reali zaban sus
movimientos temprano. Estaban a la cabeza de largas colas, pero no precisamente para
conseguir los cursos mejores, sino para evitar quedarse empanta nados en uno, el que corría
a cargo del profesor Horst von Schliermann.
Las probabilidades de verse forzado a entrar en la clase dje las 3 en punto eraji muy escasas,
pero no por eso menos aterradoras para arrostrar el riesgo. Según de cían los estudiantes, el
profesor Schliermann tenía "un trato especial con la administración". Podía escoger veinte
alumnos nuevos para su clase, pero tenía que aceptar otros diez de la matrícula general.
Este procedimiento desusado era un pacto. Se produjo de la siguiente manera: el profesor
Schliermann sólo había enseñado antes cursos graduados; pero, hacía diez años, decidió que
le gustaría enseñar una sección de inglés 105 para alumnos nuevos. En consecuencia se puso
a proclamar con acento alemán (no explicable del todo, porque ya era un norteamericano de
tercera generación) al decano del departamento, que se haría cargo de veinte alumnos
nuevos para convertirlos en estudiantes de categoría.

El decano se enfrentó a un dilema. Por una parte, el digno, pero sensible Schliermann podría
tomar como una repulsa descortés su negativa. Y pensaba además: "Si presenta su dimisión,
tendré que responder ante el presidente". De otras universidades buscaban con gran interés a
chliermann. Era la antorcha brillante de la universidad. Pero, por otra parte, una respuesta
positiva representaría un golpe al espíritu y a la moral de los miembros del departamento de
inglés, que no tenían más remedio que hacerse cargo de su consabido grupo de treinta por
clase; de aquí surgió el pacto.
Desde el primer día de clase vi lo acertadamente que había elegido Schliermann. Los veinte
eran genios. Más tarde me enteré de que todos ellos habían obtenido la ccalificaión de A en
la secundaria, y de que todos se acercaban a un promedio de 800 puntos. Yo había obtenido
en el examen verbal unos miserables 540, aunque me sentía orgulloso de mis 720 en
matemáticas. Pero el caso era que se trataba de un curso de inglés, en que el talento verbal
desempeña el principal papel.
Al principio creí que se trataba de un rumor nada más, pero después de la pri mera prueba
averigüé que era cierto. Los diez desventurados comparamos nuestras notas y vimos que
estábamos entre los treinta y tantos y cuarenta y tantos. Pero nadie ponía en tela de juicio la
honorabilidad del profesor Schliermann. Nuestros trabajos estaban llenos de anotaciones,
símbolos y comentarios optimistas. Sin embargo, en lo que no estábamos de acuerdo, era en
su criterio para calificar: sus patrones no eran para pobres mortales como nosotros.
Seis pasaron inmediatamente a otras secciones; los otros tres, después del segundo examen
oral. Todo el mundo sabía que era posible ser trasladado. Los demás profesores aguantaron y
cargaron con el peso adicional que se les vino encima; pero de esta manera se mantenía el
buen espíritu, porque, administrativamente por lo menos, todas las secciones comenzaron
con sus treinta.
Quizá se debiese al instinto ratonil innato en mí, o al ojo fulgurante de Schliermann, pero yo
seguí como el invitado de bodas de Coleridge. El día siguiente al último para cambiar clases,
me senté en el asiento de siempre. Los otros veinte alumnos, que generalmente charlaban
por los codos hasta que el profesor Schliermann entraba por la puerta, estaban sumidos en un
extraño silencio. Es que, verán ustedes, durante diez años jamás había permanecido en la
clase de Schliermann ni uno que no fuera elegido. Esto lo sabían todos. A nuestros oídos
llegaron los pasos rápidos y firmes de Schliermann que se iban acercando a la puerta abierta.
Su ritmo era más veloz que otras veces. Vimos cómo la punta de su pie izquierdo trasponía
el espacio vacio del umbral. Estaba entrando. La sangre me martilleaba las sienes. Apenas
veía. El siguiente se iba derecho al atril, dejaba sus notas encima y decía buenas tardes a la

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clase. Quizá fuese a hacer lo mismo hoy, pero yo sabía que iba a ser distinto. Su mano
derecha asomó por el vano de la puerta, y después apareció su cabeza. La tenía vuelta hacia
mí. Sabía que la iba a volver ya antes de que entrase. En las condiciones en que estaba yo,
no sabría decir si tenía los labios entre abiertos o ligeramente apretados. Schliermann no
saludó a los alumnos como era su costumbre. Se limitó a dar la clase, sólo que más
gravemente que otros días. Yo no era capaz de concentrar la atención en lo que decía. Nadie
era capaz. Parecía como si yo hubiese contaminado la atmósfera. Quisiera haberme
conducido menos descaradamente.
Pero el lunes la clase recobró su ritmo y ambiente normal. Yo estaba presente en ella, aunque
sin ser aceptado allí. El número veinte estaba sentado en un cua drado macizo. Yo, fuera del
cuadrado, solo, como un apéndice. Pero esto no me importaba, porque me sentía
verdaderamente fascinado por el profesor Schliermann. Era un gran maestro.
Yo tomaba un buen número de apuntes y estudiaba las tareas. En las discusio nes, de cuando
en cuando me olvidaba de mí mismo y tomaba la palabra. Trabajaba como un negro en las
pruebas verbales y exámenes, pero siempre me parecía que quedaba un poco corto. No era
que no fuese capaz de entender las ideas y lbs conceptos, sino que siempre me faltaba
tiempo. Necesitaba más tiempo para pensar. Era más lento, mucho más lento que los demás.
Pero no por eso me desanimaba. Estaba aprendiendo mucho.
Poco antes de las vacaciones del Día de Acción de Gracias, el profesor Schliermann las
anunció. Se trataba del estudio de investigación con una extensión de cincuenta páginas, que
representaba la tercera parte del grado final. Debí que darme petrificado, porque no sabía
escribir. Eso me constaba, y ahora el profesor Schliermann iba a tener una prueba definitiva
de ello. Sin embargo, estaba contento. Era la oportunidad, la única oportunidad que se me
presentaba de aumentar el promedio de 62.7, ganados con tantos sudores, hasta los 70
requeridos. Iba a ser la primera vez que podía tener ventaja sobre mis condiscípulos; iba a
tener la ven taja del tiempo. Necesitaba tiempo. El tiempo es el gran nivelador, porque es ver
daderamente democrático. Todos recibíamos cada mañana la misma cantidad de tiempo. No
hay distinciones entre el genio y el "empellón" o "machetero"; entre el ahorrador y el
pródigo. No se le quita ni un adarme al holgazán; no se le da nada de más al precavido.
No debiera haber excitación alguna entre los alumnos, porque todos sabían de sobra lo que
era el documento Schliermann. Pero también era verdad que no había que entregarlo hasta
una semana después de las vacaciones de Navidad, para las cuales faltaba mucho. Pero, no
obstante, hubo suspiros y susurros espontáneos. Apenas pude oir lo que el profesor estaba
diciendo contra los plagios. Muy pocos prestaron atención a su punto segundo sobre la
elección de tema. No sé cómo logré enterarme de esto: "El primer tema que aborden ustedes
debe reducirse tres o cuatro veces". ¿Qué quería decir con esto?
Cuando salieron todos de la clase, me dirigí al profesor Schliermann, que estaba recogiendo
las notas de su conferencia, y le pregunté qué significaba aquello de reducir el tema. Me
contestó: "Sí, por ejemplo, elige usted el tema de la Guerra Civil, puede estar casi seguro de
que no le va a salir bien, porque no hay posibilidad de cubrir un asunto tan extenso; iban a
ser necesarias docenas de libros para exponer el tema, no un trabajo de cincuenta páginas.
Tenga presente que el título de su trabajo es una promesa: Algo así como un coptrato, en que
usted se compromete a presentar algo concreto. Hasta una limitación del asunto, ciñéndose
únicamente, por ejemplo, a la «Batalla de Gettysburg», una sola de toda la guerra, resultaría
todavía demasiado extensa; por tanto, si somete usted el tema a una tercera reducción, como
la «Batalla de Gemeteey Ridge», se acercaría más a las proporciones convenientes, aunque
todavía resultaría el asunto demasiado extenso; con una cuarta reducción, como la
«Importancia táctica dé Cemetery Ridge», se pondría más en el terreno de la realidad.
Resultaría un tema para el cual podrían reunirse muchos datos y que cabría perfectamente en
un trabajo así, aun tratado con profundidad".
Me sentí tan interesado por la redacción de aquel examen escrito, que me dirigí

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inmediatamente a la biblioteca, impaciente y decidido a seleccionar un buen asunto en el
cual poner por obra este método nuevo de reducir el trabajo.
Me quedé cariacontecido al encontrar la cavernosa biblioteca tan desierta de alumnos. Pero,
claro está, ya habría tiempo de sobra en las vacaciones de Acción de Gracias y Navidad;
todavía no corría prisa. Me dirigí a la bibliotecaria asesora, quien se sonrió y pareció sentirse
feliz de tener algo quehacer. Me enseñó dónde podía encontrar y utilizar los distintos libros
especiales de consulta que podía necesitar. Otra bibliotecaria que se nos unió expuso una
idea bastante intrigante. Dijo: "Si un estudiante, en su primer año, escoge cuidadosamente
un área de estudio y sigue durante los cuatro años de colegio investigando y escribiendo
sobre el mismo tema, probablemente llegará a convertirse en un especialista destacado".
Esto me subyugó.
En consecuencia, estuve pensando tres días en diecinueve áreas de estudio, tomé nota de
ellas en una hoja de papel y reflexioné sobre las mismas durante las vacaciones de Acción de
Gracias. Cuando volví a clase, había descartado catorce. De las cinco restantes decidí hablar
detenidamente con el profesor Schliermann. Manifestó" alegría al verme. En cosa de cinco
minutos eliminamos dos. En cuanto a las tres que quedaban, me recomendó que hablase con
los profesores especializados en los campos respectivos.
Estas conversaciones fueron maravillosas. Conocí a tres nuevos profesores, de los cuales
obtuve no sólo puntos de vista interesantes, sino títulos de libros importantes sobre el tema.
Después de meditar sobre las sugerencias que me hicieron los tres, opté por la materia que
me pareció mejor investigar y a la que iba a dedicar en adelante mi tiempo.
Total que, decidido ya el tema y reducido según las normas aprendidas, regresé a la
biblioteca y empecé a leer y a recoger datos. Al terminar la primera semana, no había visto
todavía a nadie en la sala de lectura, lo cual volvió a sorprenderme. Pronto reuní unos
cuantos libros y empecé a tomar notas en hojas de papel. La bibliotecaria asesora se acercó a
mí y me preguntó si no conocía las ventajas de utilizar para mis notas cartulinas de 3 por 5
pulgadas (7.5 por 12.5 centímetros aproximadamente). Sin darme tiempo a contestar, añadió
que, si no podía después clasificar mis apuntes, me. iban a dar mucho quehacer y acaso no
me valiesen para nada. Las recomendaciones concretas que me hizo fueron las siguientes:
primero, anotar sólo una idea o una pequeña porción de ideas afines en cada cartulina;
segundo, encabezar cada una de ellas con un título expresivo del asunto; tercero, escribir las
fichas sólo por una cara; cuarto, en cada una de ellas debería consignar el título y la página
de la fuente; quinto, entrecomillar todos los textos literales que copiase; sexto, casi todas las
notas debían ir redactadas por cuenta propia; séptimo, cuando se le ocurra a uno alguna idea
o punto de vista, debe anotarlo en la parte pertinente de los apuntes, y encerrarla entre
corchetes para dar a entender que es "texto mío".
Al ver que no tenía ese tipo de ficha o cartulinas, se fue corriendo a su mesa, tiró del cajón
de arriba y me puso delante varios paquetitos de cartulinas sujetos por sendas fajas de goma.
"Son fichas viejas, escritas ya por un lado — me dijo —,ya me suponía yo que algún día
podrían servir para algo".
Después de pasar más de una semana en la sala recogiendo datos, me pareció que estaba ya
en condiciones de ponerme a escribir el primer borrador. Despejé de papeles una gran mesa,
coloqué sobre ella una caja de zapatos llena de fichas y me dediqué a clasificarlas. La
bibliotecaria tenía razón. Con un título en la parte superior de cada ficha y consignando una
sola idea en ella, se hace mucho más fácil dividirlas en grupos y categorías. Si hubiese
consignado en una sola ficha dos notas, habría tenido que volver a esceibirlas en sendas
fichas. Me alegré de contar con un sistema práctico. Aquello era como jugar a las cartas. Al
formar montones con ellas, comprendí que la próxima vez tenía que procurar titular las
fichas con encabeza mientos más concretos todavía.
No contaba aún con un guión escrito. Intenté preparar un plan de trabajo para mi estudio
inmediatamente después de haber seleccionado el tema, pero no podía saber de antemano

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qué material iba a encontrar. Aunque no tenía guión alguno, no podía decirse que había
reunido al azar el material para mis notas. Escogí el que, a mi parecer tenía relación con mi
tema concreto. En cuanto profundicé en él comencé a intuir qué era lo que me iba a valer y
qué era lo que debía descartar.
Una vez clasificadas las fichas por categorías y subeategorías, inicié la segunda etapa que
me había recomendado la bibliotecaria. Comencé a ordenar los montoncitos de fichas de la
manera que me pareció más lógica para mi estudio Pasé varias horas clasificando, pensando,
volviendo a clasificar, pero, cuando me acosté por la noche, quedaba sobre mi mesa la
existencia física de un guión de trabajo; indudablemente en bruto y grosso modo, pero mejor
de lo que podría haber hecho con pluma y papel desde el principio.
Con las diversas clasificaciones ante mí, empecé a escribir un guión detallado \de trabajo
para ver con mayor precisión qué era lo que podía hacer. Al barajar temas, subtemas y
materiales de estudio, principié a advertir lagunas y puntos débiles en mis datos. El guión
minucioso que había preparado me reveló claramente la parte en que no había equilibrio ni
proporción en mi trabajo. Durante los días siguientes, mi tarea fue más limitada, porque ya
sabía que faltaban en mi escrito unos cuantos aspectos concretos, en los cuales debía
concentrarme. Me vino muy bien además que en cada cartulina constase la referencia a la
fuente, lo cual me permitía consultar de nuevo el libro en su página exacta.
Al cabo de unos días de pasar mis horas libres en la biblioteca, estaba en condiciones de
añadir nuevas cartulinas a mi fichero. Comprendi que, cuanto más completo fuese, mejor me
iba a salir el primer borrador de mi trabajo. Es mucho más fácil reorganizar montones de
fichas que párrafos ya escritos.

Satisfecho con mi guión, comencé a escribir el primer original. Me quedé ver daderamente
sorprendido al ver lo fácil que resultaba redactar un texto extenso cuando el material estaba
ya en orden. De hecho, aquello me produjo auténtica satisfacción. Ahora comprendía mejor
lo que quería expresar Schliermann cuando decía: "Si no reúne usted material suficiente de
primera clase, se va a ver en problemas para escribir un trabajo largo". Tardé cuatro días en
terminar el documento, escribiendo sólo en mis tiempos libres. Cada día me concentraba en
redactar una de las cuatro partes principales del trabajo. Cuando lo terminé, procedí inme
diatamente a su lectura y me pareció bien, tan bien que comprendí que iba a poder
divertirme durante el periodo de las vacaciones de Navidad. Compensación maravillosa.
El lunes anterior a nuestra partida para dichas vacaciones, el profesor Schliermann cumplió
con su deber de maestro al advertir a sus alumnos que debían trabajar asiduamente en su
tarea, porque tenían que entregarla el 10 de enero, cinco días después de nuestro regreso.
Los estudiantes tamborileaban nerviosamente con los dedos en los pupitres y se oyó una o
dos risitas inquietas, pero nadie dijo pala bra. Yo estaba pensando que no había visto en la
biblioteca ni a uno de los veinte elegidos; pero quién sabe, ya habían pasado por allí quizá
otras veces. También se me ocurrió que a ellos les encantaba discutir y redactar trabajos
creativos; era posible que un documento de investigación, el cual exigía un trabajo asiduo y
pesado, resultase demasiado vulgar para sus mentes creadoras. ¡Bueno! Al ocurrírseme tales
ideas, me sentí un poco avergonzado.
Aunque no pasase el curso del profesor Schliermann, la satisfacción que me produjo el haber
terminado completamente la tarea me proporcionó el clima interior que necesitaba para
pasar unas Navidades felices. Disfruté de un magnífico descanso.

Regresé al campus un viernes para evitar la circulación de fin de semana. Aque lla noche,
ufano de mí mismo, cogí mi estudio ya terminado y empecé a leerlo para saborear al
máximo la satisfacción de mi tarea cumplida. Cuando terminé la página tres, se había
desvanecido mi sonrisa, y al llegar a la página catorce, me sentí invadido por el pánico. El
trabajo que tan lógicamente expuesto me pareció en cuanto lo terminé, ahora se me antojaba

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desarticulado, lleno de repeticiones, desor ganizado, y hasta algunos párrafos carecían casi
totalmente de sentido. ¿Cómo podía ser esto?

PAGINA 610 FALTANTE

Me tranquilicé tras el primer susto, al recordar que todavía me quedaban siete días, mientras
muchos otros estudiantes no habían siquiera comenzado su tarea, y la mayor parte de ellos
no iban a estar de vuelta en el campus antes del domingo. Apenas iban a contar con cinco
días escasos. Mientras pensaba en la manera de abordar la tarea de arreglar mi estudio de
investigación, caí en la cuenta por primera vez de la verdad que encerraban las palabras
desechadas automáticamente por mí como "prédicas de maestrillos". "No debe presentarse
ningún trabajo si antes no se ha revisado. Para que esta revisión sea eficaz, tienen ustedes
que guardarlo algunos días o una semana, con objeto de olvidarlo un poco. De esta manera,
cuando lo vuelvan a leer, podrán apreciar mejor sus defectos. Una vez localizados, a
corregir, a corregir, a corregir".
¡Mi trabajo estaba lleno de faltas garrafales! Recordé entonces las etapas del proceso de
revisión: en primer lugar, recorrer todo el escrito para cerciorarse de que los datos eran
comprensibles y estaban matizados de detalles y ejemplos; en segun do lugar, comprobar si
estaba claro el plan de organización de todo el estudio, y si había una ilación lógica de ideas;
en tercer lugar, ver si el estilo era de carácter uniforme, y por último, examinar la corrección
ortográfica y la mecánica de la puntuación. Vi que, esparcidos por el trabajo, había retazos
de material interesante, aunque no siempre relevante. Algo de este material fuera de sitio, lo
intercalé en la parte dedicada a la introducción, y el resto lo eliminé. Me costó mucho
trabajo prescindir de estas perlas, pero oía repercutir en mis oídos este consejo: "Los buenos
escritores no sacan a relucir todo lo que es interesante. Recuerden que el iceberg tiene siete
octavas partes de su mole sumergidas, y sólo una octava parte flota en la superficie. Esta
parte sumergida — la cultura y conocimientos del individuo — da su fuerza y poder al
iceberg".
Después de desbrozar los materiales superfluos, me concentré en el plan del estudio y vi que
también era un tanto oscuro. Partes del principio general que debería formularse al comienzo
estaban en el cuepo del trabajo. Por eso, no tuve más remedio que afinar la parte inicial
declarando cuál era el tema general, y luego últimos toques a mi trabajo. Primero, leí en voz
alta el texto de la cruz a la fecha para estudiar su estilo. Leyendo en voz alta, pude localizar
mejor algunas palabras vagas y redundantes, así como frases defectuosas. Cada vez que daba
un tropezón en mi lectura, vi que se debía a alguna equivocación en la expresión por no
seguir la pauta sintáctica que prometía el comienzo del párrafo. Corregí todas las sentencias
en que se cometía este error, de forma que pudiera leerse natural y fluidamen te. Como era
lógico, gasté mucho tiempo en consultar el diccionario para buscar palabras que expresasen
más exactamente mis ideas. Además me ocupé de las tran siciones internas del texto, con
objeto de dar una mayor coherencia a sentencias y párrafos. La rectificación detallada del
escrito me llevó más tiempo del que había supuesto, por lo cual tuve que estar dándole a la
máquina hasta bien entrada la noche.
Y se acabó. ¡Había llegado el día D! En la clase de aquel día, cayó sobre el profesor una
catarata de disculpas: los estudiantes que tanto habían presumido de sabihondos
desbordaban su pánico en un frenesí de excusas. "La biblioteca estaba tan llena de gente, que
no había una sola mesa dónde escribir". "Otros dos alum nos estaban trabajando sobre el
mismo tema que yo, por lo cual no pude consultar los libros que me hacían falta". "Alguien
arrancó del libro que me interesaba el artículo referente a mi estudio". (He aquí un ejemplo
de lo que son capaces de hacer los estudiantes, por otra parte buenos, cuando se ven en
apuros). "Voy a necesitar más tiempo, porque todas las mecanógrafas de la ciudad están
ocupadas y no van a poder dedicarse a lo mío hasta después de este fin de semana".

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Schliermann estaba sereno, pero extraordinariamente serio. Paseaba su mirada por toda el
aula sin contestar lo más mínimo a aquel torrente de disculpas. Al cabo de unos momentos,
levantó la mano para pedir silencio y procedió a dar su clase como si nada hubiera ocurrido.
Aquella hora fue de un silencio profundo. Siempre estaba bien el profesor Schliermann, pero
aquel día estuvo magnífico. Habló enérgica y severamente. La mayor parte de los alumnos
miraban sombríamente hacia adelante apretando los dientes. Sólo unos cuantos tuvieron la
presencia del ánimo suficiente para tomar apuntes. Por algún motivo que no podría definir,
las palabras del profesor parecían dirigidas a mí. Quería hacer de nosotros, no sólo maestros,
sino hombres maduros. La mitad de los estudiantes aproximadamente entregó sus trabajos
aquel día. Espoleados por el anuncio que hizo Schliermann de: "Se dedu cirán cinco puntos
por día a todos los trabajos que se presenten tardíamente", el resto de la clase entregó los
suyos el lunes siguiente. Me sentí feliz de que el mío llegase a tiempo. Como sólo quedaba
semana y media de clases, el profesor apre taba y condensaba más las conferencias. Por
entonces yo ya me había reconciliado conmigo mismo. Aunque todavía aspiraba a aprobar el
curso, ya eso no me interesaba tanto. Era sencillamente feliz por haber tenido la oportunidad
de aprender en la clase del profesor Schliermann.

El lunes siguiente, último día de clase, penetró el profesor en el aula con nues tros trabajos
de investigación. "Antes de devolvérselos —dijo—, quiero hacer unos comentarios
generales y concretos a la vez sobre ellos. Ha habido unos cuantos trabajos excelentes, otros
muy malos, y la mayor parte de ellos son mediocres. Los primeros son creativos e
imaginativos en cuanto al uso de la técnica; pero los malos parecen haber sido
confeccionados a base de tijeras y goma de pegar".
Esta última observación me impresionó. Naturalmente, yo debería haber tenido en cuenta
que el profesor Schliermann iba a 'advertir inmediatamente la forma artificial en que estaba
armado mi trabajo: cómo tomé las notas en fichas; cómo las distribuí en montones; cómo las
clasifiqué mecánicamente; cómo el guión vino al final, no al principio; cómo llené las
lagunas embutiendo más material; cómo lo revisé todo mecánicamente, buscando nuevas
palabras, leyendo el escrito en voz alta para descubrir dónde fallaba la fluidez ... todo esto
como si se tratase de un rompecabezas de piezas descabaladas. El resto de la clase tenía
verdadero talento, eran gente auténticamente dotada. En cuatro o cinco días fueron capaces
de expre sar por escrito directamente sus ideas, como verdaderos artistas. Y como
verdaderos artistas, supieron aprovechar su primera oportunidad, mientras que yo había
tenido docenas de oportunidades para escribir y volver a escribir mi trabajo.
El profesor Schliermann siguió hablando de las "tijeras y goma de pegar"; de repente cogió
uno de los trabajos para ilustrar determinado concepto. Se me cortó el aliento. Vi en seguida
que era el mío. No podía tenerme de pura vergüenza. Sentí deseos de andar, de echarme a
correr fuera del aula. Pero caí en la cuenta de que yo sabía que aquél era mi trabajo, los
demás no; con eso me serené. El profesor Schliermann fue leyendo párrafo tras párrafo.
Saltaba a la parte primera en busca de un párrafo, y luego pasó al final en busca de otro. No
salía de mi asombro, porque veía que el hombre no iba a terminar nunca; y de pronto advertí
que todos los alumnos escuchaban con intensa atención y que, aunque había cierta
excitación en la voz del profesor Schliermann, su tono era amable y bondadoso. Cuando me
dispuse a escuchar sus palabras, oí que decía: "Esto es lo que se llama preparación y
competencia. ¿Se advierte la técnica? ¡Si Pero se ha aplicado con el amor de un maestro, con
cuidado y con tiempo".

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