Você está na página 1de 288

Título: La rebelión de los negros

De la novela de Javier Raya:


Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional
Se permite copiar y compartir este texto por cualquier medio, siempre y cuando no
se haga con fines comerciales, no se modifique el contenido, se respete su autoría
y esta nota se mantenga.

De la edición:
Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional
Se permite copiar y compartir esta edición por cualquier medio, siempre y cuando
no se haga con fines comerciales, no se modifique el contenido, se respete su autoría
y esta nota se mantenga.

Primera edición, 2017

Diseño y formación: Karla Preciado


Portada: Erika Rivera

Cuidado de la edición y corrección: Alejandro González, Carlos Armenta, Erandi Barbosa,


Francisco Estrada y Julio Rivas

isbn: 978-607-96834-3-6 isbn: 978-607-734-106-2

El Quinqué Amarillo Publicaciones, Secretaría de Cultura


s. c. de r. l. de c. v. Gobierno del Estado de Jalisco
Prisciliano Sánchez 1075, col. Americana, Av. La Paz 875, Zona Centro
C. P. 44160 Guadalajara, Jalisco C. P. 44100 Guadalajara, Jalisco

Impreso en México

www.editorialambar.com

Mtro. Jorge Aristóteles Sandoval Díaz - Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco
Lic. Roberto López Lara - Secretario General de Gobierno
Dra. Myriam Vachez Plagnol - Secretaria de Cultura
Dr. Tomás Eduardo Orendain Verduzco - Director General de Patrimonio Cultural
Lic. Samuel Gómez Luna Cortés - Director de Investigaciones y Publicaciones
J avie r R aya

BLACK PEN PRESS


Al amanecer los niños montaron
en sus triciclos, y nunca regresaron.

Leopoldo María Panero


La noche es blanca y negra

Soy un vendedor de libros usados. Tengo un tenderete frente


a la Alameda Central. Al principio creo que soy yo el que va a
comprar un libro, porque voy ojeándolos y hojeándolos,
pensando si vale la pena robar alguno. En eso llega un Valedor
que tengo identificado como cliente, no sé cómo. Sé que él me
compra libros, y entonces caigo en que yo soy el que vende los
libros. Puede ojear y hojear sin compromiso, le digo. El caso es
que el Valedor se me acerca y me pregunta si conozco el libro de
La rebelión de los negros.
Le digo que me suena.
Le pregunto de qué va.
Me dice que no sabe, o no se acuerda. Que lleva tiempo
buscándolo y nada.
Le digo que así, nada más por el título, me suena a novela. Pero
que también podría ser una historia sobre los levantamientos de
las comunidades negras. Le pregunto si conoce al Autor.
El Valedor me dice que no se acuerda del Autor tampoco.
Barajo títulos parecidos: Rebelión en la granja, La rebelión
de los tártaros, La rebelión de Atlas, incluso The Negro Rebe-
llion sobre el alzamiento en 1739 de los esclavos de Stono,
Carolina del Sur, donde treinta blancos y todos los negros
fueron asesinados. Le digo que podría ser sobre las revueltas

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s •9
de cimarrones de Gaspar Yanga en Veracruz o de Cecilio Chi
en la península de Yucatán, de donde son mis padres. Le digo
que también puede ser una cronología de los levantamientos
de esclavos cubanos o la historia de Toussaint Louverture, el
Napoleón de Santo Domingo, que fundó el primer país libre
de América, una república de esclavos negros que se dieron
a sí mismos la tarea de ser libres o morir en el intento. Le
digo que podría ser sobre alguno de los próceres mexicanos
blanqueados en las monografías, como el insurgente Vicente
Guerrero o el primer presidente del país, Guadalupe Victoria,
ambos afrodescendientes.
Me dice que no. Le suena a que es literatura, no historia.
La rebelión de los negros le suena a literatura, dice. Esa es la
única pista.
En eso vemos que frente al hemiciclo a Juárez pasa el coche de
Obama, que es un descapotable igualito a donde iba Kennedy
cuando le dispararon. Va saludando como en un desfile pero
nadie le hace caso. Se me hace muy raro. Cuando pasa cerca
de mi tenderete escucho que le grita a la gente “Why would
we?, why would we?”, y entiendo que ese es el sentido secreto de
www: el conjuro detrás de todas las páginas de Internet.

Le digo a mi Valedor que me aguante en lo que voy a


otro puesto a preguntar por su libro. Le digo así, “por tu libro”,
no por La rebelión de los negros.
El compa del otro puesto tampoco sabe, pero también le
suena. Es un gringo de los que vinieron a México buscando
a Kerouac y a Burroughs y a todos esos locos y terminaron
vendiendo libros de viejo y cometiendo pequeños atracos
para mantener sus múltiples vicios, la literatura y la heroína,
la Revolución y los efebos. Me muestra un libro: The Negro
Revolt de un tal Louis E. Lomax. Me jura que hay una versión

10 • J av i e r R aya
en español, pero mientras (h)ojeo el libro se acerca un viejo
marxista con un paliacate rojo en el cuello y me dice que el libro
que busco es un manual prohibido de jugadas de ajedrez para
cuando te toca abrir con negras, una suma de estrategias
para vencer incluso a las computadoras más sofisticadas.
Recuerdo que se quedaron discutiendo mucho rato sobre eso,
pero no recuerdo mucho más.
Otro puesto del mercadillo de libros lo atiende Sebas, pero al
principio no lo reconozco. Según él, La rebelión de los negros se
trata de una antología de confesiones donde los negros lite-
rarios de muchas novelas (como Cien años de soledad de
Gabriel García Márquez o La rueca de Onfalia de Juan Vicente
Melo) explican los procedimientos compositivos y las dificul-
tades estilísticas de emular la escritura de otros, lo que vuelve
el volumen, a la vez, un trabajo de historia crítica de la lite-
ratura y un acta de hechos donde los autores clásicos pierden
su calidad de Autores frente a sus delatores, los negros litera-
rios que les fabricaron un falso prestigio desde las sombras del
anonimato.
Sergio Ventura está atendiendo otro de los puestos donde
pregunto por La rebelión de los negros, pero la historia que él
me cuenta es la de una sociedad de negros literarios a destajo
(que me recuerda el cuento de “Los Ventriccioli” de Fabio
Morábito, que me suena a “los ventrílocuos”), quienes han
operado desde el siglo xix dentro de las más grandes editoriales
del mundo. Según la versión de Ventura, La rebelión de los
negros es la historia de una cofradía de negros que aprendieron
técnicas anarquistas de organización nada menos que con
G. K. Chesterton; de hecho me cuenta que Chesterton se basó
un poco en ellos para escribir El hombre que fue jueves y El
ajedrez de los ciegos. Uno de sus integrantes más eminentes

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 11
según esto era Jack London, en cuyo honor los negros del Black
Pen terminamos de escribir The Assassination Bureau, Ltd.,
una de las novelas incompletas que dejó al morir.
Pero esa es otra historia.
Y así me voy con otro y otro de los vendedores de libros y en
cada tenderete escucho una nueva versión de La rebelión de
los negros, siempre diferente de la anterior. Todos los libreros
resultan ser amigos míos, y de pronto estamos en una gran fiesta
que conmemora el aniversario de La rebelión de los negros,
pero yo trato de explicarles que la rebelión ya tuvo lugar,
y fracasó. Trato de subir al estrado para decirles que el libro
que cuenta lo que ya pasó todavía no existe porque todavía
no lo escribo, pero no me escuchan. Están bien pendejos, les
digo, no podrían reconocer la Revolución aunque la tuvieran
enfrente y se les sentara en las piernas y la injuriaran en vez de
postrarse a sus pies, porque no hay nada más bello que la Revo-
lución, pero ya nadie me escucha porque me convertí en un
viejo sauce que los ve irse a bordo de un barco navegando por
la fuente de Neptuno, por la fuente negra del dios del mar que
puso su agencia de turismo marítimo en la Alameda Central
del Distrito Federal, mi amor.

12 • J av i e r R aya
Prefacio de El Autor

La rebelión de los negros se parece a muchos escritores de


mi generación: jóvenes promesas que se revelaron maduras
decepciones. Y no es para menos: la literatura es tan aburrida
que parece un largo comentario sobre un ego poco dife-
renciable, sobre la drogadicción de los jóvenes y sus pseu-
doaventuras sexuales, sobre su fascinación por el crimen,
especialmente el organizado, y sus —nuestros— pequeños
problemas nanoburgueses. Por disciplina, por desafío, y,
sobre todo, por chingar, me propuse escribir un libro donde
contara la historia secreta detrás de la redacción de la lite-
ratura en la actualidad —ya no desde la perspectiva de una
actividad artística, sino como un medio de producción de
(sin)sentido.
Lo que ahora tienes frente a tus ojos, entre las manos, esta
página que es mi rostro, improbable lector, se parece menos
a un libro y más a la basura que queda en las playas luego de
un huracán; el horizonte, desdibujados sus confines, diluye
el gris del cielo en el gris de las aguas, mientras la espuma
puerca moja los restos de palapas y cadáveres de perros, y
el océano parece un caldo de palmera y huesos de pelícano

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 13
desperdigados en la arena como muchachas violadas, ya sin
nombre para siempre, como si nunca lo hubiesen tenido.
A los entrevistadores y redactores de nota roja en general:
no sé de qué va este libro, y cuando decida dónde poner el
punto final —el ojo de la cerradura— tiraré la llave a las aguas.

el autor

14 • J av i e r R aya
Dedicatoria

Siempre se escribe por alguien más, en un cuarto prestado,


desde un lugar impropio. Lo que se tiene pensado escribir no se
escribe, o se escribe tratando de recuperar una claridad perdida,
irrecuperable. Toda escritura es huella de ese Algo irrecuperable.
La primera frase es el naufragio. Es el momento en que ya
todo está perdido: el momento preservado por azar de una
teoría entera del tiempo. El momento: metonimia de la eter-
nidad. El madero sobre el que Ulises se afirma luego de que
el divino Posidón dejara caer sobre su barca avalanchas de
agua salada, arropado todavía con el manto inmortal de la
ninfa Ino, así es la primera frase de la aventura; un transporte
precario, es cierto, pero suficiente, capaz de llevar al héroe
lejos de Circe, su captora-amante, y del recuerdo terrible del
dios que rompe las junturas de las hondas naves dispersando
sus fragmentos por el mar, como hebras de paja.
A partir de ese momento ya no hay retorno: la escritura se
ha puesto de pie.
Llena de dudas, extranjera en tierra de extranjeros, la frase
se pone de pie sobre la página y sobre las aguas. ¿Camina,
baila, se queda inmóvil? ¿Qué hacemos con esa primera frase
extraña, casi alienígena, sino seguirla ciegamente a donde nos
lleve, sin importar el destino final?

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 15
Se dice que la inspiración no es sino la primera frase que
dan los dioses, y que todas las siguientes son escritas por
el deseo de perpetuar el impulso mágico, el milagro de no
haber desaparecido bajo las olas: es una cuestión sagrada,
pues sería ingrato dejarse morir cuando un dios le ha dado
alas a nuestra boca.
No sé si la primera frase la den los dioses, pero siempre es un
regalo. Es el primer acorde del concierto. Establece un tono,
un ritmo, una melodía. Es la palabra que abre pista para el
baile de máscaras.
Pero profesemos una ética sin garantías; es decir, una ética
sin dioses: la frase ha aparecido así, en la página, como una
moneda en medio de la calle, como un buen augurio.
¿Y entonces?
El regalo viene con su oquedad a cuestas, con su posibi-
lidad hecha cuerpo. Una frase es una frase es una frase, etc., y
sólo dice lo que dice. El vértigo del vacío es su dominio. ¿Qué
sigue, qué sigue a la frase, al milagro?
Nadar.
Flotar con gracia, al menos mientras una nueva ola del
dios nos sumerja de vuelta al olvido del que surgimos. Y nos
sumirá de nuevo. Tarde o temprano.
La alternativa es quedarse suspendido en el madero de la
primera frase, darlo todo por terminado en ese momento:
incluso cuando la frase aparece en la mente, negarse por
todos los medios a escribirla. Pero hay un punto en que no se
puede dejar de escribir. Cuando no conocemos el nombre del
dios lo llamamos azar, que es el nombre cualsea del dios
del instante. De éste. Y de este que pasa, que va pasando, que
ha pasado.

16 • J av i e r R aya
Será mejor nadar. Hacerse el que nada. Interrumpir la nada
nadando.
El que escribe se interrumpe. Interrumpe la aparición de la
frase, interrumpe incluso el sueño para escribir, para cambiar
el sueño en escritura, para trocarlo o canjearlo por algo que aún
desconoce. Puede quedarse, aguardar, esperar, a condición de
escribir esa primera frase —la única necesaria, la absoluta, la
que promete la derrota de la escritura, la que es hija del error.
La frase vista en sueños nos saca de la cama, nos interrumpe
el sueño y nos arrastra al escritorio, nos aleja de la mujer que
nos amó, nos lleva a otra ciudad, nos da otro nombre. Ya no
hay vuelta atrás: es preciso escribir esa frase, la primera, el
punto de no retorno.
Una vez escrita pareciera que su cumplimiento está dado: la
escritura ha tenido lugar. Ya está todo demostrado: ya hemos
ganado un instante al tiempo, y aunque nada haya cambiado
en apariencia ya somos otros. Pero esa victoria dura apenas el
instante de escribirla: más allá de esa frase, en la vastedad de
lo no escrito, hay dragones.
Hay dragones en el margen de los mapas antiguos, en el
espacio de lo desconocido, en el punto de no retorno del
mar. En la cartografía de los geógrafos europeos del siglo xv
están indicados con la frase Hic svnt dracones, como signo de
desviación para los navegantes, como el “Disculpe las moles-
tias que esta obra le ocasiona”, como el lugar intransitable
y mortal donde viven monstruos, donde los barcos caen y no
vuelven. No sabemos cómo son los dragones, pero sabemos
—y nos basta— que son terribles como serían los dioses, que
los ingleses y portugueses y españoles que destruyeron por
primera vez América imaginaban con forma de dinosaurios.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 17
Agotados, exhaustos llegamos ya a la primera frase. Entonces
te pones a nadar hacia el pliegue del horizonte, allí donde los
dragones tienen sus aposentos. Escribes.
Cada palabra acota su propia frontera: hay un salto al vacío
entre cada una: un dragón más terrible que el anterior. Silueta
de un cuerpo, la palabra, bordes de tiza en la banqueta de la
página convertida en escena del crimen. Un campo de muerte
su silencio atronador: he querido ver incluso en el cúmulo de
un bloque de texto la mirada misma del enemigo, de todo lo
que se opone al deseo de escribir. No el canto de las sire­nas
sino, como decía Kafka, su silencio. El silencio de las sirenas. Te
preguntas si las sirenas cambiarán de piel; si la playa de la isla
de las sirenas será un jardín de huesos y escamas podridas.
Te preguntas si las sirenas están muertas, de viaje o simple-
mente callan. Si cambiaron de piel para convertirse en
cantantes de karaoke. Si cambiaron de piel para convertirse
en ambulancias.
Escritura: piel que mudan los dragones.
“Mírate, hombre”, te dices a ti mismo, “armado hasta los
dientes con tu microscopio conceptual. Sabes que Deniz y
Rimbaud y Alain y Rojas, el Gonzalo, un puntapié te dieran en
el hocico por hacer la apología de la página en blanco, de las
escrituras del escribir, del elizondiano escribo que escribo, de
las escrituras sin texto que según tú se guardan en sus profun-
didades epidérmicas. Las páginas en blanco son para escribir:
uno toma cualquiera, pues cualquiera es todas pero sobre
todo es una, ésa, ésta, y la coloca en alguna superficie que le
sirva de soporte con el fin de utilizarla, para valerse de ella
como de cualquier otra herramienta, o cualquier tecnología
de conocimiento, una rueda, una cuchara, un revólver. No hay
para que dar más vueltas: se escribe o no se escribe”.

18 • J av i e r R aya
Con razonamientos de este tipo negamos que escribimos
incluso cuando no escribimos; que leemos la posibilidad de
la escritura en todas partes, y la partitura del silencio que ya
está dada de antemano en todas las páginas en blanco, desde
las cuales un dragón invisible nos está mirando.
Entonces plantamos cara y culo en el escritorio y nos
ponemos a nadar sobre la página. No llegaremos a ninguna
parte, pero no podemos dejar de ir. No somos libres para renun-
ciar. Nuestro cautiverio habrá de liberarnos. Tal vez. Porque
escribir es la única manera de vencer el miedo a escribir.
Dedico, pues, este libro, a los funambulistas de la primera
frase. A los que no reculan frente al miedo a los dragones.
A los que traman en silencio, sin miedo y sin esperanza alguna,
los libros que vendrán.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 19
Th i s m ac h in e k il ls fascists

Segundo Manifiesto Neotropical /preludio


a La rebelión de los negros
Javier Raya

Bob Dylan andaba ya desde hace tiempo tras la pista de Woody


Guthrie. Luego de una carrera breve y meteórica, el mítico
cantante de folk había desaparecido de la noche a la mañana
de la escena pública sin dejar rastro.
Guthrie era lo que llaman “un patriota”. Había cantado las
grandezas del Destino Manifiesto en “This Land is Your Land”,
y peleaba desde la canción las batallas que los soldados esta-
dunidenses peleaban en Normandía, en Verdún, en las islas
del Pacífico, cercando Berlín un metro a la vez, a costa de miles
de muertos. La muerte había sido una experiencia muy real
para la generación de Guthrie, para quienes los fantasmas de
la guerra todavía arrastraban sus cadenas en la memoria años
después. Su fama había caído en el letargo, pero Dylan y unos
pocos entusiastas le seguían las huellas.
De Bob Dylan (né Robert Zimmerman) hay poco que
decir en 1961: sólo ha escrito dos canciones, pero las canta en
cualquier lugar donde lo dejen, además de un amplio reper-
torio de canciones tradicionales, algunos roots y gospels,
algunos blues y muchos covers de Guthrie.
La foto que Dylan llevaba en su cartera muestra a Guthrie
bajo la luz de plata con los ojos entrecerrados, la mirada baja,
el mentón fuerte, camisa de leñador sobre el cuerpo hirsuto,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 21
con la guitarra sostenida a la mitad del pecho, como un hacha
manejada con soltura. Tal vez estaría cantando una canción
sobre los mineros que quedaron atrapados en un derrumbe,
o sobre los niños Floyd que murieron en el incendio de su
granja, o sobre esta tierra que es gringa desde California
hasta las islas de Nueva York. Quién sabe. En el cuerpo de la
guitarra se lee “this machine kills fascists”, un lema proba-
blemente más adecuado para el alerón de uno de los aviones
caza desplegados en el Pacífico Sur o para una ametralladora
Springfield que para un instrumento musical.
Dylan la vio o la supuso ahí, metida en su estuche negro
—con aires de ataúd—, la guitarra, al fondo de la habitación de
Woody en el hospital Greystone Psychiatric de Nueva Jersey,
como el arma de un mafioso de Chicago en la duermevela
vigilante de las armas.
El joven Zimmerman se presentó como Dylan, sacó su
guitarra, se demoró unos segundos en afinarla y tocó un par
de temas, entre ellos “Song to Woody”, eso está bien docu-
mentado. Hay una vieja versión de “Song to Woody” donde
se puede escuchar el cuaderno de Dylan crujir suavemente
cuando cambia de página, la letra no bien memorizada aún, de
tan fresca. El micrófono recuerda todo. Dylan contó a través
de los años que a Woody le gustó su interpretación. Lo único
que consta es que Woody escribió “Aún no estoy muerto” en
el autógrafo de la foto. Dylan aún no lo sabía, pero esa frase le
estaba salvando la vida.
En una de las fastidiosas entrevistas que lo agobiaron
durante su carrera (con aquella cantaleta de encumbrarlo
como la voz de su generación), Dylan diría de sus canciones
que “fueron las únicas palabras que pude encontrar para

22 • J av i e r R aya
separar la vida de la muerte”. Quería, como Guthrie, deli-
mitar una zona temporalmente autónoma donde la muerte no
tuviera poder: una canción: una cosa que se ponía de pie por sí
misma, como decía su héroe, Arthur Rimbaud.
Woody quería matar al fascista que cada estadunidense
llevaba dentro mediante una operación espiritual: construir
un monumento a la americanidad en el corazón de cada
gringo, y como se propuso redimir personalmente a cada uno
de ellos, escribió miles de canciones, muchas de las cuales
no se grabaron nunca. Desde la trinchera de sus canciones,
Woody Guthrie decidió que iba a ganar la guerra él solo. Y Bob
Dylan lo seguía de cerca, tomando notas.

ii
Pues si una máquina, el Exterminador, pudo
aprender el valor de la vida humana, tal vez
también nosotros podamos.

Sarah Connor, Terminator 2

Las máquinas ganaron el día que los humanos comenzamos


a comportarnos como máquinas. Al principio nadie pareció
darse cuenta, pero con el paso del tiempo fue notorio que en
el lapso de unas pocas generaciones la especie había perdido
todo orgullo por la hazaña civilizatoria y había optado por la
racionalización a ultranza y la eficiencia de todas las activi-
dades: había logrado instalar en sí misma todas las virtudes
de la máquina y borrar todos los defectos del homínido. Al
observarnos desde el futuro nos daremos cuenta de que esta
fue la bisagra que torció el rumbo; sólo entonces sabremos

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 23
que aún antes que eso —como Perséfone comiendo la semilla
de la granada— ya todo estaba perdido.
Por humano entendemos: una prótesis del gadget, un
añadido artificial, accesorio al cuerpo-receptor, que extiende
el rango de acción de la máquina. Administradores de noti-
ficaciones, nos llaman, en algunos instructivos, esas nuevas
biblias de los objetos. Durante años hemos recibido el nombre
genérico de “usuario”, cuya identidad se define como indife-
rente. A fuerza de mapear el territorio, terminamos recorriendo
mapas sin aventurarnos nunca al territorio. Como en todo acto
de conquista, los límites y las fronteras son delimitadas por
el vencedor: aquí va la vida, acá va la muerte. En este caso el
vencedor es la realidad expandida de los objetos que denuncian
lo real oculto en todas las cosas, presentándose a los humanos
como apariciones misteriosas del pasado o del futuro.
Esta máquina vino del futuro.
La vi en la trastería del mercado de pulgas de la calle 2
de Abril. La tenían adentro de su caja y todo. El chico que
atendía el puesto ni siquiera estaba seguro de qué tipo de
cinta usaba. La probé y funcionaba perfectamente. El precio
era irrisorio, apenas un 10% de lo que se suele pedir por una
Remington en buen estado —de ese año, de peor calidad—
en las páginas web de segunda mano. Probablemente quise
ver en la máquina algo que deseaba para mí mismo: durante
los siguientes dos o tres años me di la misión de utilizar la
máquina como si fuera un costal de box, o como un medio de
transporte de ida y vuelta al pasado y al futuro. Una máquina
del tiempo para poner un grito de guerra en el lugar donde iba
mi nombre. En suma, para ponerme a matar fascistas.
El nombre de la misión me lo había facilitado mi amigo
Edgar Khonde unos días atrás: La rebelión de los negros.

24 • J av i e r R aya
iii

Se trata de una vocación generosa: insuflarle vida a las


máquinas, pulir la superficie que las cubre hasta que en cada
cosa florezca un espejo. Google dice que soy una Quiet-Riter,
probablemente del 58, a juzgar por la tela raída de mi maleta
transportadora. Estoy en buen estado, tengo todos mis torni-
llos, no me falta ninguna pieza. Seguramente en mi tiempo
conté muchas historias, tejí con mis manos de araña muchas
cartas. Tal vez pertenecí a un periodista o a una secretaria. No
lo recuerdo.
Puesto que la máquina es una extensión del cuerpo, la
máquina se vuelve también una extensión del deseo del cuerpo
deseante. Porque no existe deseo al margen de un cuerpo:
el cuerpo es precisamente el margen y el tener lugar de ese
deseo. Y aunque el “sistema de los objetos” pueda convertir
a cada cosa en un mapa o un pequeño fractal ideológico
que denuncia los rasgos de su época (del astrolabio al iPod,
del ábaco a la máquina de escribir), el hombre nunca podrá
darle alma a los objetos. Se parece a su creador en todo menos
en eso: en la capacidad para crear instrumentos capaces de
replicarse a sí mismos. El usuario sigue siendo el alma postiza
del objeto.
La máquina de escribir es la prótesis del deseo de reproducir
la propia falta (falta que denuncia la consistencia misma del
Autor) de esa presencia insoslayable que hay detrás de todo lo
creado, y donde la impronta se vuelve aire, aura, familiaridad
con lo que da origen: esa podría ser la diferencia entre una
máquina de escribir y una piedra, donde cada una denuncia
y encarna a su modo la particular angustia de sus creadores.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 25
Tal vez pertenecí a una estudiante de secundaria que me
llevaba arrastrando por los pasillos de la escuela, como una
bala de cañón. Me golpearon y me golpearon y nunca lograron
extenuarme. Aún tengo un par de libros dentro de mí antes de
despedirme, lo sé. Porque al igual que el humano se refleja en
la máquina, la máquina le devuelve una nostalgia por algo de
sí mismo que le parece inadmisible: la inminencia de la vejez, el
hálito podrido de la muerte. La máquina le recuerda al hombre
su propia obsolescencia. Y de ese juego de temores extraen un
valor escaso, pero valor al fin, del que no se puede escatimar en
épocas de cobardes y delatores.

26 • J av i e r R aya
Prolegómenos a un cuento de ladrones
(borrador, entrego el final esta semana)
Alejandro Albarrán Polanco

La rebelión de los negros es una de esas raras obras que


no se dejan encasillar fácilmente en los géneros por exce-
lencia de las gloriosas letras nacionales: la novela negra, la
novela del Norte, la narconovela, el western urbano, incluso
la novela histórica y de la Revolución, por el momento y el
tema en el que ocurre la extraña aventura de los ladrones de
libros, Edgar Khonde y Sebastián Matus, en las laberínticas
librerías del Centro Histórico. Su lenguaje abigarrado, afec-
tado no pocas veces —francamente ininteligible otras— puede
disuadir las mejores intenciones del lector. Sin embargo, pese
a sus dificultades técnicas y a los problemas de continuidad
en la trama (propios, hay que decirlo, incluso de las mejores
primeras novelas), me gustaría referirme aquí más bien a un
detalle periférico, a riesgo de lindar en los terrenos del espe-
cialista: la correlación entre criminalidad y literatura.
La rebelión… se concibe, desde sus primeras páginas, como
una suerte de “crimen literario”. Como recordarán, Khonde es
llevado a la acción a través de un doble interés: 1) demostrar
que tiene la capacidad de viajar en el tiempo, y 2) relatar el
sueño prefético (así lo escribe él) de La rebelión de los negros.
Pero Khonde no es el Narrador. El Narrador ha tenido que
realizar en el plano simbólico aquello que los hábiles ladrones

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 27
de libros, Khonde y Sebas, realizan en el plano de los objetos:
robar sin ser atrapado, salirse con la suya.
Pero Khonde (a pesar de cierta simpleza y candor en la cons-
trucción que del personaje realiza Raya), no es ningún tonto:
el trasunto de la historia podría formularse en la pregunta
¿por qué el ladrón desea verse él también, a su vez, robado?
Menos un deseo que una táctica, relatar el sueño (in)augural
de La rebelión… predispone toda suerte de augurios (“respon-
dencias”, en la terminología técnica del Autor) y peripecias
del espíritu en las escenas de los dealers, o en la escena aluci-
natoria entre el Narrador, Sebas y Kosterlinszky, cuando escu-
chan uno por uno el Book of Angels del músico neoyorquino
John Zorn en un largo, largo viaje de lsd, que va a desembocar
en la escena del Barrio Chino que todos conocemos tan bien.
Los “paraísos artificiales”, en este caso, funcionan como un
pliegue o umbral de la realidad cotidiana y un asomo a “la
vida interna” de lo literario, como si la vía de acceso a aque-
llos tesoros para los que todo escritor se siente predispuesto
incluyeran, en el caso de nuestros personajes, una trama de
tratos y acuerdos fáusticos con lo periférico, con el crimen, es
decir, con el mal. Con el Mal a secas.
Sin llegar a la eficacia verbal de bribones clásicos como los
de Roberto Arlt (una influencia patente será El juguete rabioso,
que en cuanto “objeto mágico” —imposible— ofrece más de
una semejanza con La rebelión de los negros), los ladrones
de esta novela podrían ganarse la vida de cualquier otra forma
que eligieran, pero prefieren no hacerlo. Saben que participar
de los intercambios económicos en la etapa postindustrial del
capitalismo sólo ahonda la brecha entre ricos y pobres, y
el colapso de la diferencia entre “alta” y “baja” cultura será nada
menos que la munición verbal con la que cada uno de estos

28 • J av i e r R aya
Bartlebys enfrente su mundo y el de los demás. La amistad, en
ese sentido, sólo pueden entenderla como complicidad en el
crimen. Crimen que consiste en oponer una rebelión simbó-
lica, inútil pero irreversible: escribir como si escribir pudiera
cambiar el mundo.
No es este el lugar para decidir si el trabajo de Raya ha sido
eficaz en cuanto a sus supuestos técnicos desplegados en la
narración; pero afortunadamente tampoco tenemos la última
palabra, reservada no a los críticos y estudiosos de la literatura
nacional, como pudiera pensarse, sino a sus lectores. El inves-
tigador se siente desubicado y acalorado en esta selva verbal.
Cualquier luz al final del túnel no es sino un tren en direc-
ción contraria. El Lector (doy fe) sólo puede sentirse como
Zilch en el momento de escribir su última carta a Khonde,
donde acusa que al Narrador de La rebelión de los negros “se
le ocurrió quemar las naves conmigo adentro”.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 29
Introducción a un libro escrito en una isla desierta
El Narrador

En El libro por venir, Maurice Blanchot afirma que la dife-


rencia entre el diario íntimo y el relato —en tanto vehículos de
la escritura— reside en que el diario está sujeto a la “tiranía del
calendario”, a la acumulación de páginas como días, lo que
lo vuelve algo así como un calendario privado en el que
marcamos nuestras efemérides domésticas, los pequeños
eventos del pensamiento, alguna conmoción que acusa la
sensibilidad, alguna tragedia irreparable y efímera. De los
escritores de diarios suele decirse que escriben para historizar
su vida o que escriben para “vivir dos veces”, una en la expe-
riencia y otra en la escritura. Pero basta pensar que toda forma
de escritura es una forma de ficción para acotar cierto halo de
objetividad propio de la diarística, pues en el momento en que
comenzamos a escribir comenzamos a mentir.
Esto es inevitable.
El que escribe elige, descarta sentidos, persiguiendo una
sugerencia y desechando otra, tomando una palabra y
dejando de lado todas las demás, guiado solamente por la
inquietud casi física de la que nace su escritura. No se trata
de ninguna metafísica: al escribir una lista del supermercado
estamos frente a la misma serie de decisiones para represen-
tarnos el mundo y la necesidad del mundo a través de la

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 31
escritura. No podemos escribir una lista del supermercado
sin mentirnos, sin poner expectativas en los mismos signos
modestos con que se escribe un poema “magistral” en una
estética que siempre cambia y siempre obedece a caprichosos
criterios de validación.
La escritura diarística, pues, parte de asumir (erróneamente,
o al menos con un considerable margen de error) que no
somos jueces adecuados de nuestra propia experiencia ni de
nuestro propio comportamiento; esas escrituras mediante las
que nos contamos a nosotros mismos nuestra propia historia,
para usar la frase de María Zambrano, son también las escri-
turas mediante las que nos mentimos para crearnos en tanto
personajes, para editarnos y mostrarnos como quisiéramos ser
más que como somos en realidad.
¿Y cómo sé lo que “soy-en-realidad”? ¿Por qué al contar un
episodio que me ocurrió de niño —un recuerdo viejo, mellado
por el tiempo y la repetición de la memoria— siempre tengo la
sensación de estar hablando de alguien más?
Tal vez la verdadera diferencia entre el relato y el diario
íntimo sea que el diario es un dispositivo para mentirnos a
nosotros mismos, mientras que el relato nos permite mentirles
a los demás.
Después de todo, el único lector de un diario es el propio
redactor; es una escritura que, salvo excepciones, no se piensa
para la distribución pública, para la publicación. Pero afirmo
que hay una operación de ingeniería de identidad también
en ciertas escrituras “privadas” que se comparten en medios
públicos: ¿cuál es el régimen de verdad de una publicación
en Facebook, o del más anodino de los tweets? ¿No nos cons-
truimos también —con cuánta torpeza en ocasiones— a través
de nuestras actualizaciones de estado, de las fotos de perfil, de

32 • J av i e r R aya
las cosas que compartimos con los demás? Las redes sociales
son un performance de la identidad, en el sentido de una
práctica de la identidad ficcionada.
Y aquí habría que decir un par de cosas respecto a la mentira,
que no es ni por mucho una oposición lógica a la verdad, un
enunciado de valor contrario a lo verdadero: mentir es sola-
mente no dejarse engañar por la seducción de la inasible
verdad; es negarnos a darle más crédito a la verdad que la que
se le prestaría a un monstruo mitológico, a un minotauro o un
dragón. Porque la verdad se manifiesta de manera aparente,
inmediata e inapelable, siempre bajo la triunfal apariencia
de lo cierto, sin considerar que toda verdad es también el
punto de partida de otra mentira. La verdad es un horizonte
deseable, un territorio que no se deja encerrar por completo
en ningún mapa, pero que estrictamente no corresponde a
ningún territorio que se pueda pisar con la planta de los pies.
He pensado que los narradores en realidad no se preocupan
por estas cosas. Los buenos narradores simplemente hacen
como que la verdad es verdadera y siguen perdidos en su meca-
nografía; los excelentes narradores nos convencen de que su
verdad es La Verdad al convencernos de ella, al volverla nuestra.

Pero más que poeta menor o escritor fantasma, pienso que


me gustaría ser filósofo, alguien que está tratando de llegar al
fondo de la cuestión —pero llegar por sí mismo, a través de
todos los traspiés que conforman el aprendizaje del camino—.
Tal vez esta ciudad me hizo desarrollar el síndrome de Esto-
colmo o el amor a mis captores, mis prejuicios y mi ignorancia,
pero creo que me hizo más daño comenzar a mostrar algún

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 33
talento para la semántica y la maquila de textos, pues muy
temprano me vi escribiendo para otros; escribiendo textos
que aparecerían con otros nombres, en ignotas publicaciones
o en la mesa de novedades.
Naturalmente, se me ocurrió que el sueño de Khonde
sobre La rebelión de los negros podría ser el título de un
manifiesto pseudovanguardista donde los negros literarios,
como yo, desmintieran el engaño supremo del edificio lite-
rario, minándolo e incendiándolo definitivamente, pues las
convenciones son duras de romper; pero cuando se encuentra
la grieta apropiada, una idea colocada ahí puede tener el
efecto de un paquete de dinamita, haciendo que la conven-
ción se desvanezca en medio de una pila de escombros.
El problema con la literatura es que ella sabe que es
un fantasma. La literatura depende por entero de su exis-
tencia fantasmal, de sus convenciones y su supuesto prestigio,
incluso del temor que despierta en los “no iniciados”, admi-
tiendo incluso una industria editorial que, con el pretexto de
promoverla, la destruye.
Creo que la literatura es una forma de interpretar textos;
es decir, de leer así, con itálicas, de leer concienzudamente o
con ligereza, pero donde la conciencia de lo que se lee sustituye
nuestras percepciones comunes, reprogramándolas. También
surge lo literario cuando se interpretan textos legales (como el
Pentateuco, los cinco viejos libros de la Biblia) como si fueran la
Ley misma, es decir, cuando se interpreta un texto confiriéndole
valor de verdad. El primer libro, la primera estela de piedra, es
la de la ley. Y es la adoración ciega del libro —es decir, de la
ley— la que produce este delirio colectivo llamado literatura.
Si otros pudieran verla tras bambalinas así, vana y
maltrecha como una actriz que se niega a retirarse, verían que

34 • J av i e r R aya
la literatura no es sino una máquina de producir prestigios y
consumir privilegios que gente como yo ayuda a construir.
La literatura es la respuesta industrializada a la búsqueda
de sentido del mundo moderno, a su necesidad de contarse
a sí mismo su propia historia. Sentido: un régimen moral de la
vida; brújula, termómetro existencial que el sujeto moderno
ya no logrará encontrar ni en la religión ni en la política,
como apuntó en alguna página memorable Ricardo Piglia.
Las ideologías traicionan, pero la literatura siempre aporta
el sentido tranquilizador, la dirección, la sensación sedante,
reconfortante y adictiva de que hay vidas humanas que pueden
seguirse a través de diferentes escenas y perspectivas vitales, lo
que eventualmente va conformando en el Lector la sospecha
de que conoce a los personajes, de que incluso tiene cierta
ventaja con respecto a ellos, pues el Lector está vivo y es de
carne y hueso, mientras en el fondo —esto es, en la superficie
epidérmica del libro, en su piel— todos los personajes litera-
rios están hechos de pulpa de celulosa y tinta.
Pero, como muestra Piglia en El último lector, es el Lector
mismo quien de un modo u otro integra la psique de los perso-
najes literarios. Los mayores personajes literarios (al menos
canónicos) suelen ser ávidos lectores que buscan en la lite-
ratura una brújula moral que no obtienen de la sociedad, de
la familia, de la guerra, de las drogas o de la religión. Hamlet,
Ana Karenina, Emma Bovary, Alonso Quijano, Leopold Bloom:
personajes que son lectores y que buscan en lo leído una
manera de vivir, no una segunda vida. Cito en extenso a Piglia:

“¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?” es una de las


preguntas claves de la sociedad de masas. Sin duda, se funda
en Robinson Crusoe y supone que para salir de la multiplicidad

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 35
o de la proliferación del mercado hay que estar en una isla
desierta. La pregunta es precavida e incluye varias a la vez:
“¿Qué libro leería si no puede hacer otra cosa?” Y también:
“¿Qué libro cree usted que le sería de utilidad personal para
sobrevivir en condiciones extremas?”.

A veces despierto en medio de un párrafo como si estuviera


en una isla desierta y lamento no haber tenido tiempo de
escoger un libro, es decir, no haber anticipado esa pregunta
fatal con que se prueba la adhesión y el fanatismo literario
de los verdaderos Lectores: ¿qué libro se llevaría usted a una
isla desierta?
Observo las palmeras, el alto sol de la mañana, la conversa-
ción del mar, perdida y retomada en la playa. Veo mis ropas de
náufrago, mi barba crecida, mi cabello enmarañado y lleno
de arena, la boca seca, los labios curtidos y quebradizos. Miro
a mi alrededor: claro, ésta debe ser la famosa isla desierta, y
me he olvidado de traer el libro proverbial que me ayudaría
a sobrevivir. ¿Cuál podría ser? Seguramente un libro que no
se acabe nunca, o que uno pueda leer y releer sin agotarlo. Si
hubiera tenido tiempo para prepararme sin duda habría traído
conmigo la poesía completa de Tomás Segovia, aunque a qué
mentir, con un par de poemas largos tendríamos de sobra para
estar solos durante largo tiempo, con “Cuaderno del nómada”
y “Cantata a solas”, por ejemplo. Tal vez otro libro adecuado
sería Odisea: podría imaginarme que soy Homero y debo
inventar a Odiseo para hacerme compañía, para que Odiseo
vuelva a casa ahora, en mi nombre, porque yo seguramente
seré olvidado en esta triste isla. Supongo que no soy más que un
simple Robinson haciéndose un Viernes a la medida, poniendo

36 • J av i e r R aya
todas sus expectativas en un negro, en un esclavo, en un ser
que merece cualquier nombre que se nos ocurra darle. Como
un perro.

Salvo muy contados casos, ningún escritor puede dedicarse


únicamente a escribir —a escribir lo suyo, se entiende, porque
uno de los secretos mejor guardados de este asqueroso
mundillo es que el libro es una necedad a la que algunos
acceden para decir sus cosas, su verdad—, porque en general,
el escritor (sobre)vive de una serie de ocupaciones paralelas
y contingentes que probablemente no tengan ninguna rela-
ción con el acto mismo de escribir. Las búsquedas personales
se van relegando a cotos privados, a islas desiertas como el
diario íntimo, a la escritura que es necesidad de sí, solamente.
Necesidad que es un muelle al que no está anclada la supervi-
vencia económica sino la supervivencia vital.
Mis ocupaciones laborales siempre han tenido estrecha rela-
ción con problemas de escritura: desde mi primer trabajo como
corrector de estilo en un diario de provincia hasta la maquila de
frases para una agencia de publicidad, manipular el lenguaje
escrito siempre me ha dado de comer. Esta manipulación
consiste en fabricar un tipo de certeza a través de un mensaje.
Se dirá que la categoría de las noticias o los anuncios publi-
citarios no pueden ser medidos por el parámetro de verdad,
sino a través del parámetro de eficacia, de veracidad. Pero aún
con las mejores intenciones el lenguaje existe como sustituto
o límite de una realidad, y al no poder probar de antemano
su inocencia, el lenguaje escrito siempre es culpable de algo
que precisamente no puede decir: es culpable de su propia

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 37
existencia, de ocultar partes de la realidad para evidenciar
otras. Sobre todo: el uso privado del lenguaje en cualquier
tipo de escritura no es gratuito, y busca y codicia algún tipo
de retribución: los escritores jóvenes son convencidos de
publicar en revistas o periódicos sin pago “para foguearse”,
como si hubiera una forma provisional de ser publicado, de
ser publicado sólo “para ver qué pasa”, aunque pocas veces
pasa algo.
El prestigio o el hambre de prestigio dentro del edificio invi-
sible y convencional de lo literario es lo que los lleva a regalar sus
textos o a recibir ínfimas compensaciones. Por eso es tentador
inventar al escritor como personaje y poner a un pequeño
grupo de simios mecanógrafos a su alrededor para crear colec-
tivamente una obra que el mercado asociará a ese escritor.
No otra cosa hicieron los del colectivo Wu Ming en novelas
como Manituana, o los italianos de Luther Blissett. Grupos de
negros se rebelan al mercado cediendo sus nombres y los dere-
chos de sus obras, convirtiéndose en escritura únicamente.
De ese modo, la escritura es la responsable de probar que ella
misma es verdad a los ojos del lector, sin que se inmiscuya el
casposo nombre del Autor.
Pero incluso ese anonimato elegido, por ser comunal, me
parece otra forma de soberbia: se gana otro tipo de prestigio,
si se quiere, el prestigio inútil de un cantero que mira cómo
se eleva la anónima catedral que ayuda a construir con sus
manos, y tiembla al saberse parte de ese edificio construido
para gloria de Dios durante los siglos por venir. O mejor: el
prestigio inútil de un Homero varado en una isla desierta que
escribe una y otra vez la Odisea en las playas del mercado, para
que el mar, al leer sus palabras, las destruya.

38 • J av i e r R aya
Borradores para una (re)presentación
de La rebelión de los negros
Rafael Zamudio

La escritura es un sexto sentido; un sentido suplementario y


artificial, es cierto, pero que se convierte en una prótesis de los
sentidos humanos, en una antena que amplifica una onda de
radio, o con mayor precisión, un instrumento para modular
las amplitudes de onda de la percepción.
Cuando estoy escribiendo, estoy en mi cuerpo. Pienso con
el cuerpo, mis manos escriben. Tipean. Pulsan, golpean, se
estiran como animales. Consideran la energía de lo dicho, su
gasto, su recobrarse. Son monstruosos pulpos bailarines o
pianistas, mis manos en la computadora, utilizando los diez al
mismo tiempo, gracias al taller de mecanografía de la secun-
daria; si escribo a mano, me siento como un francotirador, la
mano izquierda es el spotter, el que evalúa las condiciones del
terreno, extendiendo los cinco dedos en la hoja para plancharla
y prepararla, para abrirle paso a la mano derecha en su extraño
recorrido, es decir, al sniper, que apunta y dispara. Si escribo en
un teclado no soy más que la prótesis de ese teclado.
Soy porque escribo de Oeste a Este; si fuera árabe escribiría
de Este a Oeste; si fuera japonés escribiría de Norte a Sur. No,
supongo que si fuera japonés escribiría pensando en imágenes.
A veces pienso que me gustaría mucho ser un escritor japonés.
Ellos piensan con el cuerpo, por eso su escatología nos parece

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 39
un exceso. Pero ahí está el zen. Soy este cuerpo y esta mierda,
y a la vez tienen esta sutileza, este como pasear por las cosas
a través del pensamiento... Pienso en Mishima, pienso en Ōe.
Pienso que no me gustaría ser Mishima, pero lo admiro mucho.
“El último escritor soldado” sería un buen subtítulo. No es
cierto, sería un subtítulo horrible. En fin, Mishima se mata en
un performance político durante un fallido golpe de Estado.
Su sangre mancha el equivalente a los Pinos, a la Moneda o a
la Casa Blanca del gobierno de Japón. La sangre de un escritor
mancha el interior de una sede de gobierno. Una sangre que
él ha derramado por sí mismo. Quisiera escribir en un alfa-
beto cuyos caracteres fueran como el ideograma formado esa
tarde en el suelo de aquella oficina donde Yukio Mishima está
para siempre desangrándose.
El que habla hoy en mí se reconstruye como quien quisiera,
a partir de los restos de una vasija rota, de una tumba mile-
naria, reconstruir el habla de una civilización perdida. No soy
milenario, pero como si lo fuera. Escribo, soy un idioma que
lleva en el mundo ya sus buenos mil años. Soy un adulto en
plenitud, soy una página escrita en castellano. Soy una voz que
habla en la cabeza de los que leen español. Soy una fotografía
del idioma. Mi cara está cruzada de letras: pecas, cicatrices,
líneas y líneas y líneas de expresión.
En ocasiones me encuentro con mis pedazos: en una
ventana, en un piso pulido, como si viera la esquina donde
mi fantasma me señala brevemente, donde me acusa de estar
vivo. Como si viera a mi propio fantasma venderme refrescos,
medicinas, decirme hacia dónde van los camiones, a qué hora
empiezan los conciertos, cuánto debo pagar de luz este mes.
Me mira desde la frase procaz en mi taza de café, “Puto el que

40 • J av i e r R aya
lo lea”, y en la página que leo de las Soledades de Góngora.
Estoy en todo lo escrito, reconozco mi propio rostro cuyos
verdaderos rasgos solamente he visto en sueños.
Para olvidarme de mí es que escribo. Escapando de mí me
encuentro conmigo.
Fractal de sí mismo, el libro se reconoce en cada una de sus
palabras. ¿Éste será el libro, ese Libro mallarmeano formado por
la coherencia íntima que guardan las obras entre sí, el sistema
de sí misma que le ayuda a reproducirse, es decir, a entenderse
y a ampliarse? ¿Su Autor quiere que lo sea? ¿Y yo, al presentarlo,
no lo estoy reescribiendo de algún modo? ¿No puedo escribir
después de esta página, a renglón seguido, mi lista del supermer-
cado en alejandrinos?
El libro es semilla de sí mismo. Me gusta esa idea.

Estaba paseando en la tarde y me puse a contar vagabundos.


Me di cuenta de que es difícil precisar el momento en que un
vagabundo se convierte efectivamente en un vagabundo; que no
basta salir de la casa, dejando colgadas la mochila, el sombrero,
el paraguas, y comenzar a caminar sin detenerse —que ese
impulso probablemente se agotaría después de unas pocas
calles—. Que tal vez los vagabundos solamente caminan sin
saber a dónde van, sin que importe demasiado. Paseaba por la
calle y me di cuenta de que bien podía haberme convertido en
un vagabundo sin notarlo. Pensaba si habrá un censo de vaga-
bundos. Pensaba que los vagabundos tal vez son personas que
se perdieron y no supieron volver a casa. Son niños perdidos,
enfermos mentales, delirantes o santos: están dentro de la ciudad

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 41
según nosotros, pero según ellos, no están en ninguna parte.
Así me siento yo dentro del idioma, como dentro, pero sin saber
a dónde ir.
A lo mejor no pensar en estas cosas es mejor. Es vivir en la
ignorancia del paraíso del idioma, de escupírselo y endilgár-
selo, nuestro idioma puerco, a los demás. Eso sería para mí una
novela, como un vagar sin pausa y sin sosiego. Como ser vaga-
bundo en el idioma y al final darte cuenta de que estabas en
la ciudad después de todo. A lo mejor eso se siente escribir una
novela, como ser un vagabundo que regresa a su casa.
Traigo mucho eso en la cabeza: que La rebelión de los
negros debería ser algo así como un juguete interminable y
rabioso, pero juguete al fin. Me acuerdo de El juguete rabioso
y me da risa. Me recuerda a Sebas y a lo bien que se siente
hablar de libros con gente que no es imbécil. Y tiendo tal
vez hacia ese libro como hacia un rostro que es mío, pero que
no se parece a mí.
A lo mejor me perdí buscando ese libro y por eso ya no escribo
como antes. No hago cuentos ya, ni novelas que no sean por
encargo y a destajo. Miento, a veces escribo, pero no quiero la
responsabilidad de tener que transcribir los textos y editarlos,
hacerme cargo de ellos. Me da pereza últimamente, no sé por
qué. No es cierto, sí sé: tendría que hacer libros y libros, libros
buenos y libros malos. Quisiera hacer un solo libro, pero inter-
minable y rabioso, o no hacer ninguno. Tendría que ponerme
a trabajar ya. Pero qué pereza. Mejor ponerse a leer. Ponerse a
leer para saber de una vez por todas de qué va La rebelión de
los negros.

42 • J av i e r R aya
Retrato hablado de Edgar Khonde

La fama (si bien modesta) de Edgar Khonde no es inmerecida,


ni en el mundillo de los escritores ni en el subgremio infame de
los negros literarios. Aprendió el oficio en las redacciones
de periódicos de derecha, de izquierda y de centroderecha
y de tres cuartos de izquierda que coquetean con la derecha,
aunque según él las mujeres guapas siempre trabajan en los
periódicos más cercanos al régimen. Los periodistas de la vieja
guardia que mandaban sus notas mecanografiadas todavía, a
pesar de la invención del procesador digital de textos, le ense-
ñaron a Khonde todo lo que un redactor a sueldo debe saber;
nada sobre el uso de diccionarios o sobre la importancia de
proteger a tus fuentes, sino la temperatura ética, el odio a la
corrupción, el fanatismo casi filosófico por la verdad que sólo
conocen los periodistas de los que ya no hay.
Los viejos lo veían como un mueble en un principio, pero
admiraban su talento para el insomnio y las largas noches en
la sala de redacción. Hay quien dice que estuvo a punto de
volverse punk luego de tomar parte en el Comité General
de Huelga de la unam, en el heroico año de 1999, pero terminó
por tomarle el gusto o el vicio a la literatura y, luego de defender
la autonomía universitaria se quedó viviendo como okupa en

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 43
las instalaciones del campus, hasta que lo matricularon por
error en la facultad de Filosofía y Letras.
Comenzó a hacer fanzines y manifiestos que más bien
eran comentarios en verso acerca del estado de cosas a prin-
cipios del siglo xxi, como si un Marinetti uniera fuerzas con
un Kapuściński. Un híbrido raro y como de otra época, ese
Khonde: anacrónico por el sombrero y la ocasional corbata
—elementos más bien irónicos de su personaje—, resabio
de antiguas formalidades de cuando el periodismo era una
labor respetable y no francamente suicida, y anacrónico
doblemente por las botas punk y por leer en libros de papel
mientras crecía el entusiasmo por el libro electrónico y sus
promesas de destronar la industria editorial; anacrónico una
vez más por gestos como el de preferir las cartas por correo
postal en vez de los correos electrónicos para informarse
de los amigos que tuvo siempre en todas las ciudades. Era
un personaje, eso queda claro, pero es difícil saber si es un
personaje del pasado remoto, o bien, un historiador del futuro
que se hubiera afanado en encarnar el paso traumático entre
un estadio de la humanidad y otro. Responde más o menos a
esta descripción:

44 • J av i e r R aya
nombre completo
No sabe / no contesta.

edad
Entre 28 y 40 años, según quién pregunte.

ropa que vestía al desaparecer


Chamarra deportiva Adidas, rosa con verde, playera negra con
el logotipo del fc Saint Pauli (una calavera cruzada por un par
de fémures, como las banderas piratas), pantalones cargo, tenis
deportivos de futbol rápido, negros. Sombrero panamá.

ojos
Rasgados. Nunca se le vio sin lentes de micas
fotocromáticas.

carácter
De poeta.

debilidad
Por lo digno.

militancias conocidas
Colectivo Los Palabracaidistas, donde lo conocí hace cosa
de diez años. Lo expulsaron del Partido Comunista como
a José Revueltas: por comunista.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 45
Al graduarse de la Facultad se vio, como cualquier egresado
de humanidades, ante la disyuntiva de una vida de clases,
academias, congresos y cubículos, o el desempleo. Ahora bien:
nadie se propone ser un negro literario. No es algo a lo que nadie
—en su sano juicio— aspire, sino una ocupación emergente
que salva de dificultades económicas, especialmente a los
de vocación literaria, mientras logran “hacerse un nombre”
por sí mismos. Algo paradójico, si consideramos que para ser
negro es necesario, antes que tener talento, estar dispuesto a
perder el nombre propio en favor de alguien más. Aun así,
Khonde logró establecer y contagiar una suerte de ética en el
oscuro campo de la negritud literaria: sospecho que esa fue su
carta de entrada en el prestigioso y anónimo despacho interna-
cional de negros literarios Black Pen Press, donde le compraron
su idea de que un negro es “un consejero técnico de la palabra”,
un operador del lenguaje, supervisor de la línea de producción
de textos, y claro, poeta en sus ratos libres. Esto aplicaría para
cualquiera del Black Pen, menos para Khonde, cuya única
vocación verdadera ha sido siempre la poesía. La inútil, odiosa,
empobrecedora e insobornable vocación por la poesía.
Su ímpetu anárquico y su natural ingenio lo llevaron de
inicios modestos en los que nadie del equipo de redacción
quería involucrarse (maquila de horóscopos, obituarios y esas
bagatelas), hacia bagatelas mejor pagadas, como artículos
sobre cómo combatir la calvicie, recetas de cocina, comenta-
rios deportivos y cuentos para niños. Y aunque así comenzaron
sus faenas en el azaroso mundo de la negritud literaria (“afro-
descendientes literarios”, como decía él), Khonde no perdió
su característico sentido del humor, no siempre apreciado
por sus empleadores. El hecho de que su currículum afirmara
que tenía cierta fluidez en el idioma chino picó la curiosidad de

46 • J av i e r R aya
un jefe de imprentas, que lo contrató para escribir algunas de
las más geniales frases de galletas de la fortuna que se hayan
leído jamás, tales como “La suerte, como la tierra, son de quien
la trabaja”, o “Pregúntate por qué crees en los oráculos culi-
narios y llegarás muy lejos”, o aún mejor: “Todo está perdido.
Disfruta la caída”.
Las ferias de libros y las temporadas de novedades son
las estaciones en las que se mide el calendario de un negro:
unos libros reverdecen y otros se marchitan. Pero la mayoría
de esos libros tienen algo en común: que sus páginas fueron
escritas, reescritas, corregidas o formadas por un ejér-
cito anónimo de negros como Khonde y como nosotros, los
soldados desconocidos de las guerras literarias: peones. Las
piezas nobles se encargan de dar entrevistas y firmar libros,
hacer giras promocionales y residencias artísticas, cenas con
editores y festividades de toda índole. Las más de las veces hay
que hacer una verdadera alquimia del verbo con materiales poco
prometedores, como vidas de futbolistas o vomitivas biografías
de celebridades. El trabajo de página lo hacen tipos inteligentes
pero sin talento alguno para los medios, como Khonde, un negro
cualquiera en la antípoda del prestigio literario. Este oficio no
tenía para mí ningún atractivo ni interés estético alguno hasta
que lo conocí: el libro: un monumento al solitario esfuerzo de
un negro que no figura en ninguna parte del manojo de páginas
que trajo al mundo.
Lo cierto es que habría mucho más que decir sobre Edgar
Khonde, pero al menos dos cosas son ciertas: que fue él quien me
inició a mí y a muchos en el extraño oficio de la negritud literaria,
y que en medio de la etapa más atroz del capitalismo global, no
trabajó —lo que se dice trabajar— un solo día de su vida.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 47
A quien corresponda,

me dirijo a ustedes buscando, primeramente, un cauce civil


y cordial para cesar inmediatamente las hostilidades contra
mi persona y mis compañeros de trabajo antes de tomar las
medidas y acciones pertinentes para protegerme tanto a mí
como a ellos. Si se trata de una “activación de marca” o alguna
otra pifia con que los publicistas inundan diariamente (si
lo sabré yo) el mundo de la literatura, sirva la presente para
advertirles que se están metiendo con el negro equivocado. Mi
oficina no es una agencia literaria para novelistas sin talento ni
vanguardistas de ocasión. Mi buzón se llena periódicamente
del texto titulado “Panfleto es el nombre de un pájaro”, que me
envían de todas partes del mundo lectores de una tomadura
de pelo llamada La rebelión de los negros. Me imagino que,
dado que lo publican ustedes, de algo les sonará el título.
Aprovechando esta primera (y por cierto, única) misiva que
me sirvo dirigirles, también diré algo más: creo que son gente
como ustedes la que impide el verdadero aprendizaje del
goce artístico y específicamente literario en este país. No son
más que una piara de vendedores de papel, y debería darles
vergüenza andar por ahí llamándose a sí mismos Editores. Ni

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 49
siquiera han advertido —yo mismo tardé un poco— que el
epígrafe de la primera edición (“Ésta es una obra de ficción.
La Ciudad de México no existe”) de La rebelión es un desca-
rado plagio de Thomas Mann, sino que lo borraron de manera
cobarde en todas las ediciones subsecuentes por esa loa
autoindulgente de la dedicatoria (“a los ladrones de libros/ y
mentirosos, en general”).
He sido paciente y he tratado de ignorarlos lo mejor que he
podido. Si quieren hacerse oír, aprendan a escribir. Sepulten
de una buena vez a su Mario Santiago García Madero interno
y pónganse a hacer literatura en serio. Demandaré formal-
mente a la editorial, de lo cual recibirán aviso oportunamente,
por el uso y difusión no autorizada de mis datos personales
y laborales, así como por la publicación de calumnias en
contra de mí y otros distinguidos miembros de la comunidad
artística y editorial de este país. Gracias por el rush matutino
de adrenalina, a mi edad uno aprende incluso a disfrutarlos.
Imbéciles.

christohpher domínguez michael

50 • J av i e r R aya
El oscuro, oscurísimo, negro objeto
del deseo (de la escritura)
Javier Norambuena

Una discusión frecuente en los círculos de estudio psicoana-


lítico consiste en determinar en su verdadera dimensión las
contribuciones de Lacan a la comprensión de la teoría freu-
diana; además de profesor, hermeneuta y lector privilegiado de
la obra de Freud, Lacan sistematizó en conceptos y propuestas
teóricas algunos de los procesos más oscuros de la noche oscura
del alma. El Seminario 11 (acerca de los cuatro conceptos/
discursos fundamentales) marca el viraje en lo Real del exégeta
al creador, integrando las condiciones siempre elusivas de lo
Real mismo en el proceso articulador de una pregunta por el
ser del analista. En este campo, el objeto pequeño a (objet petit
a) será el engrane, dentro de los matemas lacanianos, en torno
al cual han de discurrir las figuras del analista, del analizado
y del sujeto siempre escindido entre algo y nada: el objeto a,
el objeto causa del deseo, más que un objeto y una causa, es
reconocido como esa nada significante —o ese algo insignifi-
cante, ese je ne sais quoi— que no tiene contenido pero que
no está propiamente vacío, y que representa y que significa
desde una elocuencia sin discurso. Es lo informe deformado
y afirmado por el deseo, y realizando un —otro— viraje ya
no metonímico sino metafórico, diremos que su función
se parece a la función del libro con respecto a la escritura:

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 51
la evidencia de que se ha escrito —aun antes de cualquier
juicio, de cualquier “crítica” literaria, que siempre es, dicho
sea de paso, una crítica por las condiciones de recepción del
crítico mismo— se revela y se rebela en el libro mismo, en su
presencia inmanente y en su encarnación del orden simbó-
lico frente al cual el escritor siempre fracasa apenas por un
pelo; no entroniza el libro a su creador ni le presta mediante la
espesura de sus páginas el borde que lo elevará unos centíme-
tros sobre el suelo en una plataforma simbólica, abultándole
el copete, y alejándolo del contingente de los mortales: es lo
contingente mismo que ha sido apresado entre pasta y pasta
por un supremo esfuerzo de simbolización que, sin embargo,
nunca —en los “verdaderos” escritores, y esperemos regresar
a esta supuesta verdad en otro momento— agota el deseo de
la escritura, al cual se someten a su vez todos los esfuerzos
del escritor.
La dimensión rotunda y envolvente del deseo de la escritura
se revela y se rebela con nitidez en un libro que es su propia
exégesis, su propia crítica, su propio objeto y su propio fracaso:
La rebelión de los negros, cuyo autor indeterminable —la novela
misma en tanto autor(idad), como esperamos demostrar a
continuación— se sitúa justamente ahí donde el segundo
Lacan describe el hiato del inconsciente y el sujeto del incons-
ciente en tanto instancia pre-ontológica no sobredeterminada
por lo que es no/no-es, sino por aquello que siempre de ante-
mano permanece como lo no-realizado, como aquello de lo
cual lo real no da cuenta, o da cuenta apenas como cuento:
como relato, como la sucesión del sujeto siempre por ser.
Lo indeterminable de la autoridad/autoría en La rebelión
de los negros es lo que en la novela “tradicional” decimonó-
nica era fácilmente identificable con sólo echar un vistazo a

52 • J av i e r R aya
la portada o la página legal: el escritor, identificado también
con el autor —con la autoridad que garantiza la decibilidad o
legibilidad del texto— es enmascarado en la novela moderna
(punto de des-encuentro de la retórica y el arte moderno) por
una serie de sucedáneos que participan de la diégesis narra-
tiva a la vez que la producen en el “exterior”. Es la historia de
la metanarrativa o la metanovela, que es también la historia
del lenguaje que busca dar cuenta de sí mismo a través de
sus modos de producción, ocultándose a la vez que revelán-
dose según el funcionamiento clásico del símbolo —aquello
siempre desplazado mediante el cual la Ley opera.
El nombre del autor (en sus distintas ediciones, a saber,
Edgar Khonde, Javier Raya, Sebastián Matus, Andrés Koster-
linszky, Sergio Ventura, Zilch Anainómede, Diana Garza Islas
y Rafael Zamudio) en La rebelión de los negros no es más que
una función del texto mismo, una referencia o construcción
tética a la cual el flujo de la novela no se subyuga, sino que se
alimenta de ella por interdicto del flujo mismo. Entraríamos
en terrenos teológicos si sostuviéramos la afirmación de que
la novela aspira a su autogeneración, y su palabra mantiene
una tensa e infranqueable relación con la Palabra de la cual,
sin precederla, es origen y sentido.
Ajena a la verosimilitud de la construcción, al relato como
argamasa del sentido, y en ocasiones al sentido mismo por la
propia investigación sobre el lenguaje que la origina y que es
originado por ella, La rebelión de los negros persigue, a través
de la anécdota de una insurrección siempre postergada y
siempre fallida, los movimientos del desear mismo, y en tanto
escisión de sus referencias autorales, (re)aparece y se (re)vela
como la nada significante frente a la cual el sujeto del deseo
(función re-legada en este caso al papel del lector en cuanto

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 53
árbitro y juez de la forma final del libro) no deja de medirse
y reflejarse, como en los espejos humeantes de las leyendas
prehispánicas mexicanas.
Fuera de este ingenioso dispositivo —sostenido por
numerosas leyendas urbanas que la crítica y el reseñismo del
medio literario mexicano han tomado por verdades a medias
y facinerosas alianzas entre jóvenes escritores— poco hay de
“novelístico” en la novela misma. Los relatos desperdigados en
ella son fragmentarios y contingentes. Pero es precisamente el
uso dado a la contingencia lo que la vuelve interesante como
proceso artístico en sí misma, más que como un ejemplar
errabundo y torpe de la especie taxonómica “novela”, cuando
lo dado (como uno de los capítulos de la 4ª edición, en claro
guiño al poemario de Fogwill y a los lances que no abolirán la
esclavitud del azar, en Mallarmé). Los autores —o las figuras
colocadas en el intercambiable lugar del autor— parecen
seguir aquel dictum de Nicanor Parra, según el cual la novela
no-ve-la realidad.

54 • J av i e r R aya
Adelanto de una aventura de Edgar Khonde
Playboy

Uso la misma pijama desde el 2001. Eso es todo lo que tienen


que saber de mí.
En un extraño viaje de negocios conocí a Edgar Khonde.
Mi amigo Raya me había hablado de él. Lo había descrito de
manera muy diferente a como lo vi en realidad: enigmático,
de aire interesante, pero en realidad decía puras burradas sin
sentido. Según cómo se dijeran, en cambio, parecían tener todo
el sentido del mundo.
Tuvimos nuestra dotación de Edgar Khonde durante ese
viaje a cubrir el Primer Campeonato Internacional de Surf
de Acapulco.
Mi nombre en código era Playboy. El de Khonde era Yaconic.
El de Raya era Pijama. A los demás sólo los conocí por el nombre
del medio que los patrocinaba: Vice, Soho, Fanzine, Rolling
Stone, RedBull, Marvin, MarieClaire, sk8, etc.
Todos y cada uno eran perdedores y lo sabían, pero también
eran profesionales. Habían escrito de todo menos de surf.
Ni siquiera sabían que el surf era un deporte “serio”, con reglas
y todo, hasta antes de que los contactaran para enviarles
sus boletos de avión y las instrucciones de traslado, además
de un generoso perdiem de $100 dólares diarios por cuenta
del evento.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 55
Se trataba de arreglos comerciales entre marcas de zapatos
deportivos y directores de revistas en donde los simples redac-
tores y reportambres no teníamos nada que ver. Todas nues-
tras revistas atravesaban crisis de identidad y sentido, algunas
después de mucho tiempo en el mercado. No era una oportu-
nidad que pudiera despreciarse.
Hasta Hefner sabe que no puedes mantener una revista
poniendo adolescentes desnudas en la portada exclusiva-
mente; cuando el lector termine de masturbarse y de limpiar
el semen de los intersticios de sus dedos, querrá leer artículos
editoriales de calidad, que refuercen su estatus y su lugar en el
mundo; o por qué no: que le den algo en qué creer. Si la cosa
sigue como va, pronto Playboy tendrá que dejar de publicar
desnudos, y será el fin de una era.
El hombre y la mujer modernos son así: impredecibles, más
o menos como las líneas editoriales. Esta semana era cubrir
un festival de cine de terror en un olvidado pueblo del Medio
Oeste; otra semana era asistir a un ritual de ayahuasca para
contar la experiencia a lo bonzo. Esa clase de cosas.
Incluso Fanzine había tenido por un tiempo una columna
de literatura experimental en su revista, que fue cancelada para
poner anuncios de pastelerías de autor. Incluso Rolling Stone
había decidido dejar de cubrir fuentes políticas y relacionadas
con el narco después de haber trabajado en un semanario
de Tamaulipas el cual sufrió un atentado por parte de un escua-
drón de la muerte a quienes no les hacía gracia lo que publi-
caban sobre ellos. Los directores de la revista tampoco estaban
interesados en seguir hablando de lo que nadie quería hablar.
Nadie en este puto país quería leer más sobre balaceras, desca-
bezados, desaparecidos y fosas comunes. Y el lector, como el
cliente que es, siempre tiene la razón.

56 • J av i e r R aya
sk8 en realidad tomaba fotos, ni siquiera le gustaba escribir.
Era agradable, con cierto humor de marihuano. Tenía 42 años.
Siempre contaba cómo de joven había sido campeón de algún
ignoto campeonato de patinetas, pero luego se rompió la
pierna y tuvo que dejarlo.
¿Dónde estaban los verdaderos profesionales de la prensa
deportiva, del surf, nada menos? Cubriendo verdaderos
eventos de surf, como Billabongs y esas cosas, persiguiendo
olas en helicópteros, colgados de cabeza frente a las enormes
Mavericks que eran como vértebras del mar. O plantados
firmemente sobre las tablas de surf, grabando el atardecer
desde un tubo, mientras la ola zumba como un zipper gigan-
tesco que se va cerrando sobre sí mismo, y sintiéndose afortu-
nados y dichosos cuando el atardecer bañaba con su dorada
luz las arenas blanquísimas de Hawái.
Vice ni siquiera sabía nadar.
Todos tenemos nuestro pequeño libro guardado, esperando
su oportunidad. Todos tenemos una historia genuina que
contar, como un boxeador entrenando día y noche, mugiendo,
sudando, tirando golpes contra su propia sombra; pero un día
el boxeador se cansa de esperar al famoso promotor que lo
descubra y cuelga los guantes. Cuando eso le pasa a ciertos escri-
tores —especialmente a los que tenemos la mala costumbre de
comer tres veces al día, aunque sea frugalmente— ingresamos
a las filas más ingratas del batallón literario, y escribimos lo que
nos digan. Ahí es donde entro yo.
Yo no sé mucho de poesías (sic). A mí nunca me han gustado
esas cosas. Son cosas de putos, si me preguntan. Pero también
las puterías tienen algo de religioso, más cuando cada poeta
se asume como profeta de una religión desconocida. Cuando
identifico a alguien como practicante o simplemente lector

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 57
de poesías, mejor me cruzo de acera. Khonde encarnaba
justamente lo que siempre me ha fastidiado de los poetas: su
intransigencia supuestamente revolucionaria, sus comenta-
rios fuera de lugar, su seguridad en sus propios y supuestos
poderes literarios, una como fiereza tonta e irresponsable.
Pero igual, mira, yo no sé mucho de poesías (sic) ni de poetas.
Esa noche nos quedamos en el bar del hotel haciendo como
que éramos inteligentes y como que éramos invencibles. Eso
hacemos los hombres cuando estamos solos y nos sentimos
vulnerables. Khonde no fumaba y apenas bebía, pero seguía
los virajes de la conversación como si fuera un partido de
tenis. Yo me sentía profundamente miserable, así que traté
de entablar algo parecido a un small talk con Khonde. Por
única respuesta recibí una frase. Con una voz infinitamente
dulce me dijo “por favor, considéreme usted un sueño”.

58 • J av i e r R aya
La novela en sí

Después de una noche de sueños agitados, Edgar Khonde


supo exactamente lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo
empezar. El viejo problema de los umbrales: te han estado
esperando desde siempre, pero dudas que seas tú el indicado.
Anotó rápidamente el sueño para tratar de encontrar las
estructuras secretas, los motivos recurrentes, claro, sin afectar
una vanidosa interpretación: era un tipo con suerte sobre
quien la magia, sin embargo, no parecía tener ningún efecto.
Khonde recordó el famoso cuento de Borges sobre el tipo
que sueña con un tesoro enterrado en una ciudad lejana, se
desplaza hasta ella, es encerrado por las autoridades locales
y deportado, sólo para darse cuenta de que el tesoro estuvo
enterrado todo el tiempo en su propio patio. El periplo, el
cansancio de lo desconocido, el viaje, la llegada siempre poster-
gada, siempre un poco más allá.
Recordaba con nitidez los detalles de su propio sueño y le
pareció que tenía un tesoro entre manos, como si una voz
candorosa le hubiese dictado uno a uno los números del
Premio Mayor de la lotería. Un libro de historia sobre las
insurrecciones de esclavos en América y su búsqueda por la
libertad: algo que podría novelarse e incluso, con el fervor
patriotero del bicentenario de la Independencia Mexicana,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 59
hacer una película. Un manual de cocina anarquista, una guía
práctica de supervivencia durante la Revolución Permanente
que veía cernirse sobre la literatura como una espesa nube
de tormenta: el fin del arte, el fin de la novela, de la historia,
incluso el fin del mundo tuvieron lugar ya muchas veces, y
La rebelión de los negros sería solamente el acuse de recibo.
Un libro que ni siquiera necesitara de Autor, pues su único
personaje y su único relato serían las historias que ocurrieran
a medida que se escribiera. O algo más modesto: una obtusa
tesis de doctorado que podía vender a buen precio en El
Colegio de México, en el Centro de Estudios de Latinoamérica
y el Caribe de la unam, en fin, ya se le ocurriría algo.
Mientras verificaba que la leche de su cereal no estu-
viese rancia todavía, se enteró a través de Facebook que unos
ladrones habían entrado a casa de su amigo Javier Raya durante
la noche, llevándose el trabajo de años —probablemente
información de los clientes del Black Pen Press—. Su cabeza
comenzaba a asentarse después del sueño visionario, como las
cenizas dispersas del fuego sobre las calles durante la mañana
siguiente al golpe de Estado. Quería dejarse consumir por ese
fuego que a fuerza de brillar termina apagando la vela sobre la
que baila. Una gota invisible de hierro se le desperdigó por el
cráneo: el regusto inconfundible de la adrenalina.
Mascó ruidosamente su cereal, abrió un nuevo documento
de OpenOffice y escribió lo siguiente:

60 • J av i e r R aya
Una insurrección solitaria

La historia de los negros podría contarse como un chiste: entran


un mexicano, un chileno y un español a un bar, o tres mexi-
canos y un chileno a un bar, o un par de mexicanos, un chileno
y sus amigas francesas a un bar, pero el caso es que siempre
hay un bar y siempre hay conspiración. ¿En qué consistía dicha
conspiración? En el conspirar mismo, en el ejercicio utópico de
tomar la realidad por sorpresa y cambiarla inesperadamente.
El chiste era la fundación del Neotropicalismo, la primera
“vanguardia virtual”, no en el sentido de publicar nuestros
incendiarios manifiestos en Internet o alguna ingenuidad
por el estilo, sino virtual porque las obras que constituyeran
el acervo del museo neotropical estaban pensadas para no
existir, para no ser realizables, para mantenerse libres para
siempre de toda realización, allá, en el plano de lo potencial
y lo gozoso, como proyectos rechazados para siempre en el
limbo de las becas y los estímulos estatales a la cultura.
A finales del 2012 todos veníamos llegando a la ciudad
después de temporadas diversas en otra parte: Khonde de
Zacatecas, Ventura de Tijuana, Raya del desierto de San Luis
Potosí, Pauli de Barcelona, Sebas de un largo periplo de Panama
City por cada rascuache pueblo y villorrio entre Centroamérica

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 61
y el df, orbitados por Zilch del planeta Monterrey. La ciudad se
caía a pedazos con la elección del nuevo prisidente de la repú-
blica, enrique peña nieto, cuyo nombre acordamos siempre
escribir en bajas, para enfatizar su pequeñez. Eran este tipo de
gestos vacíos los que nos hermanaban en nuestras mínimas
insurrecciones. Hablábamos de política como quien habla de
poesía y semántica en una mesa de cantina, obsesionados con
la revolución pero más con “el día después” de la revolución,
que era justamente la interpretación que más me convencía
del sueño de Khonde: el día en que el gobierno cae, en que
los reyes pierden la cabeza (“se despeinan definitivamente”,
decía Sebas), en que la ciudad sagrada se funda de acuerdo a
las visiones de los magos y la batalla final contra los opresores
por fin es ganada. Se trata de un día de fiesta, de orgía, de caos
en cierto modo, pues el tiempo mismo está en entredicho.
No es infrecuente que los revolucionarios establezcan a partir
de ese día sus nuevos calendarios, como si empezara el tiempo
otra vez. Algo había que poner, después de todo, en los pedes-
tales vacíos: alguna cabeza debía peinar las cabezas de las
estatuas decapitadas. Pero al día siguiente de la gran masacre
y de la gran bacanal revolucionaria, cuando los cuerpos de
los muertos deben enterrarse, las barricadas se repliegan
y los nuevos tiranos asumen el control de los escritorios de los
antiguos, los verdaderos revolucionarios deben enfrentarse al
terrible deber de dar cuerda nuevamente al reloj de la Historia.
Una revolución destruye y crea el mundo en el mismo gesto.
Y la Historia misma abunda en ejemplos de que esta delicada
operación está destinada a convertir al cazador de monstruos
en un nuevo monstruo; la ejecución de la operación revolu-
cionaria, en esta paradoja, puede leerse como la última forma

62 • J av i e r R aya
de tragedia en una Historia sin dioses. Aunque tal vez en nues-
tras borracheras simplemente malentendimos todo y nuestro
trabajo no consistía en ser agentes de la Revolución, sino en
ser los cronistas del sueño perpetuamente postergado, fraca-
sado, al que toda revolución está destinada. En otras palabras,
a ver la Revolución como la obra neotropical por excelencia.
Los sueños han sido vistos en diferentes periodos como
retazos de la memoria de la especie, como una forma de
conocimiento menor o una fuente de sentido proveniente
del inconsciente colectivo. Desde Artemidoro hasta Freud,
el sueño sigue sin dejarnos dormir. Por ello se nos ocurría
que tal vez el sueño de Khonde no era un sueño profético
sino prefético, retrospectivo, que en lugar de iluminar el
presente nos descubre el pasado. Tenía sentido dentro de la
lógica del eterno retorno y el mito: lo que ha sido será de
nuevo. Como los chistes. Esta noción se nos presentó clara-
mente un día que Khonde descubrió —por casualidad, como
se realizan los verdaderos descubrimientos— un cuento de
Vicente Riva Palacio, el panfletario novelista del xix, titulado
“Los treinta y tres negros”. Nadie recordaba haberlo leído,
por lo que Khonde nos resumió rápidamente la historia:
una sublevación de negros africanos que escaparon de sus
captores a principios del siglo xvii hacia las selvas de Veracruz
para formar una extraordinaria resistencia armada contra sus
opresores. A partir de esta pequeña trama nos interesamos
por los casos de cimarronaje durante el virreinato, y sin duda
la lucha de los negros se nos presentó como una inspiración
moral en tiempos oscuros. Eso es lo que finalmente uno busca
en la literatura, en el rock, en el arte: una moral para tiempos
desmoralizados. Aunque nos hacía temblar, como un presagio

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 63
ominoso, el final de la historia de Riva Palacio, cuando las
treinta y tres cabezas de los negros “se fijaron en escarpias
en la plaza mayor de la ciudad, ornato digno de la grandeza
de la Audiencia gobernadora”, castigo ejemplar y horripi-
lante a través del cual “se sofocó aquella soñada conspiración
en el año de 1612”, hace justamente 400 años.
No había ningún negro entre nosotros, es cierto, pero nos
sentíamos inspirados por la dignidad de los negros en América
(en el continente, no sólo en los Estados Unidos) frente al
horror. El horror de nuestros días era la negación oficial de
que una masacre a gran escala estuviera ocurriendo: el horror
era el rostro de peña nieto en cada canal de televisión, en cada
periódico y cada nota de prensa donde celebraban sus invi-
sibles logros. A lo mejor teníamos que dedicarle una sonora
carcajada a apreciar cuánto nos parecíamos los neotropica-
listas a peña nieto: todos tendíamos a celebrar el predominio
de la ficción sobre la realidad. Y desde hacía muchos años, el
horror mexicano era la impotencia frente al horror, la boca
muda en el gesto del grito inaudible.
¿Qué oponer a semejante estado de cosas? ¿Formar un
ejército y cargar contra Palacio Nacional? ¿Quemar las
puertas? ¿Fundar nuevos calendarios? Nuestra insurrección
solitaria fue la conspiración como forma de arte, algunos de
cuyos retazos llegaron a transformarse en notas colectivas, sin
título, sin autores, sin principio, sin trama y sin final: abrir el
cuaderno o el archivo del procesador de textos y ponernos a
disparar sobre la página como quien se juega el pellejo en el
último lance de la guerra. Como si la mecánica de la escritura
fuera parte de las faenas de guerra: o mejor: un instrumento
más de la orquesta del fin del mundo, donde la escritura fuera
improvisación de invisibles órdenes de batalla para los lectores

64 • J av i e r R aya
y no-lectores, como si fuera posible hacer que la conciencia
colectiva se modificara por el mero hecho de que un poco de
belleza fuera posible a través de ejercicios de mecanografía en
una página. O cambien belleza por esperanza o por dignidad
o por una barricada hecha de todos los libros neotropicalistas
que nadie leerá nunca tras de los cuales podemos seguir resis-
tiendo las carretadas de mierda con que arremete el gobierno.

Esa mañana, la insurrección de Khonde comienza abriendo la


libreta y la pluma. Parece dispuesto a tomar el dictado de alguien
que no está presente en la habitación, pero cuya voz sin duda
se filtra por entre los montones de ropa sucia, las cajas de pizza
vacías y las vertiginosas torres de libros apilados por todas partes.
Una banda de funk ensaya unos pisos más abajo de su
departamento. Khonde los escucha afinar. Escribe “Toda
escritura es improvisación” y se lo cree por un momento.
Luego la banda comienza a tocar y la música suave se cuela
por la ventana. No está nada mal. Se pone a pensar que tal
vez el organista trabaja en el bar de Sanborns, y el guitarrista
en una tienda de música, y el vocalista hace chambitas de locu-
ción, pero que cada domingo se juntan desde temprano a tocar
por el simple hecho de tocar. La melodía es arrogante pero
ligera, el wah de la guitarra es un baile de espirales de colores.
Khonde se entrega a la sugerencia (“Toda escritura es
improvisación”) y continúa: “Escribir es ser Miles Davis,
poner los puntos sobre las íes como bailando en medio del
campo de batalla; si pudiera describir lo que siento cuando
escribo, escribiría que soy Miles Davis llegando en helicóptero
al festival de la isla de Wight para presentarme con mi banda

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 65
en el escenario, soplando mi cuerno, mi trompeta, mi cuerpo
afuera de mi cuerpo, mi alma de cobre; escribiría que escribir
es [tacha un nombre y escribe otro en su lugar] ser Miles Davis
ejecutando a la perfección un épico solo que no he escuchado
nunca y que nadie ha escuchado antes porque todavía no existe,
porque soplo mi trompeta como si moviera mi pluma sobre
un papel para que esa música exista, y cuando los periodistas
se acerquen a mí después del concierto con su enjambre de
grabadoras y micrófonos para preguntarme cómo se llama
esa pieza que acabo de ejecutar, les respondería La rebelión
de los negros, como quien dice Call it anything”.

Esa misma mañana Sebas escribió un poema, tal vez haciendo


su parte en la solitaria insurrección colectiva:

¿A qué género literario pertenecen los libros


que aparecen en los sueños? ¿Es recetario
cuento, poema, novela, microrrelato el libro
que vio Basilio Valentin donde el Nombre
le reveló gran número de cosas admirables
que no diré? ¿Era ensayo creativo el Kubla Khan
de Coleridge, como una materia
cuyo estado natural desde el principio del tiempo
fuera el verso medido? ¿Los recuerdos del sueño,
emblemas devastados por el tránsito ruinoso
del despertar, son fuentes puras, primeras,
o son el reciclaje de un olvido común
a cuantas bestias que duermen de noche?

66 • J av i e r R aya
¿No será, pues, más verdadero lo que se olvida
que lo que permanece?

Cada sueño tiene su forma de ser olvidado.


No existe una receta única para olvidar.
Cada olvido tiene su lógica, su filosofía,
su mecánica cuántica, su gramática de sombras,
su morbo y su asco, sus cimas y sus valles,
sus geografías de polvo acumulado y acumulándose,
sus laberintos y sus tribunales de espejos,
sus hilos de Ariadna para regresar al lecho
de la bestia con cabeza de mujer y cuerpo
de mujer, o para ceñir el nudo de la horca
en torno a nuestro propio cuello
como una corbata.

En tanto género de escritura, el sueño


tiene su propia técnica y su propio oficio,
su propia crítica y sus cotilleos desmayados,
pero también sus propios perros del alba
para despedazar los sentidos
en abierta comunidad
con nuestra propia estirpe de fantasmas,
ajenos como somos al soñar los soñadores
a toda consideración ajena al sueño;
pues nadie ha salido del sueño con un libro
bajo el brazo, pero sí con una urgencia
impostergable de ser en la vigilia
aquel que fuimos durante la noche,
pues la memoria no es sino la repetición

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 67
o invocación de lo que ha tenido lugar,
mientras que para el olvido se requiere
un talento y una vocación inquebrantables.

Cada noche muere el escritor que fui


durante el día, y si el sueño es la vía regia
del escritor que seré cuando despierte,
que el despertar no me traiga sino las ruinas
de ese reflejo empañado que olvido
meticulosamente —retrato hablado
de una ruina— al abandonarlo
en estas palabras arruinadas.

Esa misma mañana, en otra parte de la ciudad, Pauli tiene


un sueño:
“Un Buda me sale como demonio o gata en celo, sus
maullidos desesperados y afónicos me ilustran la diferencia
entre pleno y lleno. Lo lleno es tener todo, todo, todo cuanto
se puede tener: acumular objetos como páginas de un catá-
logo interminable; lo pleno es, por otra parte, tener lo que
se necesita y lo único que se necesita, según el demonio o
gata en celo, es ser sabio, pues la sabiduría enseña que en
cualquier momento tenemos todo lo que necesitamos, del
nacer al morir. La gata es blanca en sus patitas y negra en
cabeza y lomo, que clama como loca por ser preñada por el
Espíritu. Me recuerda a una mística loca, a una Santa Teresa
de las Drogas, a una Janis Joplin del Felinato. De pronto me
doy cuenta, ¡yo también soy un gatito! Así que nos ponemos

68 • J av i e r R aya
a follar como locos sobre una barda hasta que nos damos
cuenta que nos observan dos perros enormes, uno negro y otro
rojo, que se burlan de mí por creer que puedo preñar al Buda.
Les respondo que no existe diferencia entre la naturaleza del
Buda y la de mi verga —que procedo a sacudir frente a ellos”.

Esa tarde, frente al pelotón de botellas vacías, los negros


recordarían uno de los puntos vitales que los hermanaban
secretamente desde antes de conocerse: todos habían traba-
jado en un punto u otro de sus vidas como libreros o en
una librería. Esto —que visto fríamente desde la óptica del
desempleo es mera estadística— tendría importantes conse-
cuencias para el desarrollo de La rebelión…: en las librerías
se aprende algo más que las taxonomías literarias y los flujos
del mercado editorial; se aprende, por ejemplo, a diferenciar
entre varios tipos de lectores: los amables pero callados, con
pinta de tímidos, los extrovertidos, los discretos, los pedantes,
los que tienen cara de conocedores y se llevan un Coelho, la
estudiante de secundaria que busca poesía dadaísta, el que
se queda frente a un estante leyendo sólo el capítulo que le
interesa de tal o cual libro porque es demasiado pobre para
comprarlo, o aquellos que deambulan entre los estantes como
en un limbo o un aeropuerto porque sencillamente no tienen
nada que hacer en ninguna otra parte.
Aprendimos también que los diablos están efectivamente
en los detalles: al otear lectores aprendimos los trucos que
utilizan los ladrones disfrazados de lectores, o los lectores
que para serlo precisan echar mano del arsenal de los ladrones.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 69
Se puede esconder un libro entre un par de libretas bajo la
axila, o se los puede ocultar en la hebilla del cinturón; se
puede hacer uso del viejo forro falso del abrigo, etcétera: está
por hacerse el inventario de los métodos de “recuperación
de libros”.
El nombre de la técnica y su estilizado desarrollo es obra
de Sebastián Matus, sobre todo: se recuperan los libros para
sacarlos del mercado, de la fetichización económica, transfor-
mando una transgresión de tipo mercantil en una operación
estética. Se trata básicamente de dejar de ver a los libros como
propiedades, porque parece que la gente se convence de que
comprar algo es equivalente al goce de crearlo. Conocemos
gente que compra cosas como si fueran artistas del consumo.
“Consuman” su acto de consumo a cada paso, firmando
vouchers, extendiendo las tarjetas de crédito como tarjetas de
presentación, esparciendo monedas sobre palmas anónimas.
Con los libros es más sencillo porque, bien visto, están por
todas partes. Basta abrir bien los ojos: no es difícil encontrar
los edificios y locales donde se concentran, como refugiados
de guerra, apilados unos sobre otros en formaciones incó-
modas, en catálogos desarreglados; a diferencia del dinero,
los libros sí que parecen darse en los árboles.
La manera en que los libros llegan a nosotros determina
muchas veces si van a gustarnos o no, e incluso si termina-
remos de leerlos. Los libros regalados entre desconocidos son
un pretexto que puede comenzar una amistad. Construimos
relaciones a través de lecturas compartidas, de las fértiles
sugerencias que intercambiamos como señas de una nacio-
nalidad compartida de lectores, o prescribimos libros como
si fueran tratamientos mágicos para enfermedades del alma.

70 • J av i e r R aya
Después la vida nos enemista con las personas y esos libros se
nos vuelven, por añadidura, amargos y despreciables. Están
los libros a los que les perdonamos todo, de los que somos
cómplices y en los que buscamos respuesta en medio de la
confusión; amamos intensamente a mujeres y hombres y
extraemos de nuestras relaciones con ellos nuestros juicios
y prejuicios generales sobre lo humano, pero existen libros
que determinan lo rabiosamente nuestro, lo que parece que
no nos hubiera dado nadie sino que hubiera sido nuestro
desde un principio —o que estando en trance de perderlo, lo
hubiéramos recuperado mediante su lectura.
Abriendo un libro al azar (pero Allah es más grande y tal
cosa no existe) cuántas veces nos topamos con una frase que
era a veces un animal o a veces un dios y otras más una medi-
tación silenciosa de un desconocido que nos hablaba justo
a nosotros desde el fondo de los tiempos, como una casua-
lidad largamente programada. Absorbemos las frases como
ambrosía, como si el agua se estuviera inventando por primera
vez frente a nuestros ojos luego de una vida de sed. Sólo
mediante tales experiencias se entiende que algunos consi-
deráramos la lectura de obras literarias como una profesión
en sí misma. Una jodida, pero profesión al fin.
Pauli recordó que le pasó eso mismo la primera vez que
leyó a Huidobro, cuando una página le espetó a quemarropa
“Un poema es una cosa que será”, o “un poema es una cosa
que nunca es, pero que debiera ser”. Khonde recordó a Goros-
tiza y Sebas a Vallejo. Y esa sed hace que algunos lectores
busquen la cercanía de los libros con más afán que otros:
desertan entonces de una modalidad de lo humano para
entrar en otra. Nadie les da ninguna credencial de afiliación,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 71
pero su pertenencia al gremio es indudable, y parece que se
reconocieran a la distancia, entre el gentío, como fantasmas
que medran el mismo cementerio por toda la eternidad.

Raya se despertó esa mañana —la del día en que los ladrones
robarían su departamento, dejando libros desperdigados por
todas partes, como si una pantera hubiera masacrado una
parvada de palomas— y anotó en su libreta el siguiente sueño:
“Desde el techo de un edificio en ruinas busco inútilmente
mi departamento. Hablo con alguien telepáticamente con la
facilidad con que se llama por celular. Bien puede ser que
durante toda la escena esté hablando a solas. Tomo fotos del
edificio con la mente: el Palomar de Santa Veracruz se ha
venido abajo. Esto es 1985 otra vez, pero peor. El terremoto
ha bailado con la enfermedad y el hambre y las ganas de
arrasarlo todo. Los sobrevivientes de ese mundo después del
mundo han dibujado sobre las paredes derruidas enormes
grafitis con pintura fosforescente, que me hace pensar en una
nueva Altamira, una nueva Lascaux, una cueva para invocar a
los espíritus de la caza, escondidos a plena vista en un mundo
sin ojos. Los grafitis cambian de forma como las manchas
de gasolina sobre los charcos. Las fotos que voy tomando
muestran un rostro de mujer asediado de motivos psico-
délicos. A través de la lente de mis ojos miro a Andrea: su
sonrisa solar, como una canasta de mangos. Trato de enfo-
carla pero no lo consigo —se mueve mucho—. La toma se
acerca y logro enfocar su rostro, sus dientes altos, carnívoros,
las pausas de su risa. Disparo un par de veces y aunque nada

72 • J av i e r R aya
sé de fotografía, en el sueño manejo la cámara de mis ojos
con soltura. Cuando parpadeo, tanto la imagen de Andrea
como la del grafiti psicodélico se difuminan y se hunden en
la noche sin dejar rastro. Una vieja bruja entre los escombros
está cocinando algo en un anafre, de donde viene la única luz
de la escena. Me dispongo a bajar por las escaleras hacia el
interior del edificio y me encuentro precisamente con Andrea
recargada en el rellano destruido, mirando el cielo mientras
se fuma tranquilamente un cigarro; lleva una de esas faldas
largas que le gustaban tanto, de color rojo, y una blusa
entallada de algodón que le dibuja nítidamente el contorno
de las tetas. No lleva sujetador, nunca ha llevado. Le hablo
pero no me responde. Esto, en lugar de angustiarme, me tran-
quiliza: por fin me he convertido en un fantasma para ella. Se
ve guapísima, más morena, como tostada por la lluvia radioac-
tiva. El cabello negrísimo, espeso, asimétrico. Ella suelta una
suave hebra de humo hacia unas estrellas que ya no existen.
Paso a su lado y bajo las escaleras.
Para este punto del sueño ya sé que estoy soñando.
Un vagabundo se topa de frente conmigo en las escaleras:
no tiene barba ni cabello, su piel es amarillenta y fétida. Me
recuerda a una naranja podrida, a un foco sucio, empañado de
grasa. Sólo con verlo sé que está loco. Me mira emocionado:
me buscaba. Trae bajo el brazo, entre los harapos que cubren
su piel cítrica, un grueso legajo. Aún sin verlo, sé que se trata
de la versión final de La rebelión de los negros. El vagabundo
no dice nada, pero sé que se trata de su libro, y que quiere
que le dé mi opinión. Está feliz, rabiosamente feliz, como si
me mostrara un juguete nuevo o una cosa pura, un gorrión
asesinado por el gatito primerizo.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 73
Me pongo a leer rápidamente en las escaleras. Ya no busco
mi departamento: lo he perdido todo, pienso, menos este libro.
Avanzo unas páginas y le digo al vagabundo: es un trabajo
notable. Pero en realidad siento una terrible envidia. Le
hablo de trabajar juntos, de hacer algún tipo de colaboración,
pero lo único que quiero es que no se vaya, quiero que
me deje ver el libro un poco más, al menos hasta que logre
decodificar su secreto, su vena oculta, su hilo conductor, su
columna vertebral, etcétera, etcétera, y me atraviesa como
un relámpago por un cielo sin nubes la idea de matarlo:
nadie extrañaría al vagabundo ni a ese libro que no existe;
una comezón en la ceja, una sombra en la mirada. Él, por su
parte, con su sonrisa anhelante de reconocimiento, me dice
que quiere que vayamos a ver qué más hay en las azoteas del
fin del mundo, pues al parecer la ciudad ahora está formada
por puentes en medio de los edificios destruidos. Trato de
insistir en que nos quedemos aquí donde hay un poco de luz
para hablar del libro, el cual no le he devuelto. Juego con las
páginas, las recorro como si fueran un abanico, una contem-
plación impaciente, casi tierna, como si estuviera a punto
de perderlas para siempre. Es una carpeta engargolada cuya
primera página trae escrito La rebelión de los negros en tinta
roja. Ahí me doy cuenta de que se trata de mi libro, de que no
se lo robo al vagabundo, sino que él es solamente un mensa-
jero que me lo ha traído. Me pongo feliz: mi libro, éste es mi
libro, finalmente. Lo abro buscando algo específico que quiero
mostrarle al vagabundo, que ahora se me presenta como un
ángel disfrazado de podredumbre: leo que no podemos ir a
explorar las azoteas porque “aunque forman un camino, es un
camino que se va estrechando como un cuchillo”. Recibo un

74 • J av i e r R aya
asentimiento cómplice de su parte, una sonrisa desdentada,
como si dijera “claro, ya veo por dónde vas”, pero no dice nada
y se me queda mirando con sus ojos inocentes y estúpidos de
parapléjico o de cachorro.
“Además”, le digo, “no está bien entrar así como así a las casas
de la gente”‚ y le señalo a la vieja bruja que cocina del otro
lado de la azotea. Esta vez el vagabundo sideral se convence
de que no podemos irnos; su sonrisa es menos intensa, menos
animal. Es una escena muy larga en el sueño en la que se va
manifestando algo así como la razón en medio de la locura;
durante la escena nos deslizamos, no estamos sentados ni de
pie ni tampoco inmóviles: es el paso mismo del tiempo que
hace bailar imperceptiblemente todas las cosas. Nos vemos
de frente, el vagabundo y yo, como miembros antagónicos de
una especie al borde de la extinción, como dos duelistas, dos
vaqueros que quisieran perdonarse la vida pero no pueden;
pienso que nuestra mirada es tan intensa que una niña
pequeña podría hacer funambulismo sobre ella como sobre
un cable de alta tensión.
Empieza una canción buenísima de Marc Ribbot con Faith
No More. No sé de dónde viene, pero se oye como si bajara del
cielo mismo. Con madre, pienso. El vagabundo amarillo sabe
que le he mentido y adopta su vieja mirada de perdonavidas:
sabe que me da miedo ir por las azoteas, que parecen un pueblo
francés destruido por las bombas de la Luftwaffe durante la
Segunda Guerra Mundial, o un vecindario palestino en Gaza,
con fogatas y anafres aquí y allá iluminando los hospitales
de campaña donde las enfermeras y las brujas atienden a los
heridos, y los heridos son obreros que cantan un blues muy
lento, muy grave al morir. Todos somos el general Mike Patton.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 75
Y cuando me doy vuelta estamos volando sobre las azoteas en
ruinas; de pronto estoy seguro de que el mundo ha quedado
poblado por rufianes y traidores. Me siento en casa”.

Sebas llegó al df haciendo pequeñas escalas semilaborales


en todas las librerías de Latinoamérica, desde Temuco hasta
San Cristóbal de las Casas, hasta aterrizar en la calle Santa
Veracruz, detrás del Palacio de Bellas Artes. Era amigo de
Andrea, la ex chilena de Raya, y venía por un par de semanas
a conocer la tarea de reunir antes de continuar su peregrina-
ción hacia ninguna parte. Raya vio la lista alguna vez: parecía
una lista negra, una hoja escrita por un asesino a sueldo que
va buscando sus presas por las librerías —varios nombres
tachados, como cosa cumplida.
El término “ladrón de libros” aplicado a Sebas sería como
decir que Beethoven fue un músico o Napoleón un militar.
Pocas veces se ha visto a alguien con su destreza en la recupe-
ración de libros. El oficial de aduanas que selló el pasaporte
de Sebastián Gómez Matus, oriundo de Lautaro, como Jorge
Teillier, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, no se imaginaba que estaba
dándole entrada franca a uno de los más grandes ladrones
de libros del continente cuando comparó la foto del docu-
mento con el par de ojos infantiles y arrogantes tras las gafas
redondas a la John Lennon, el rostro afilado enmarcado por
la cabellera mesiánica y la barba rala. Raya reconoció en el
equipaje una vieja maleta de campismo que había pertene-
cido a Andrea (la roja con estampas de países, la que usaba
cuando lo dejó); otra mochila más pequeña, con el cierre roto,

76 • J av i e r R aya
guardaba un puñado de camisas y un par de pantalones. Una
cartera de cuero llena de libros completaba el equipaje.
El pretexto de la visita a México era la lista negra, pero en
realidad buscaba publicar su libro Noemas. Una carpeta de
poemas rijosos y ripiosos empañados de neologismos, del cual
había impreso varios juegos para venderlos durante sus viajes,
antes de salir de Chile con la intención de no volver. La venta
de los Noemas en San Cristóbal de las Casas le había servido
para completar para el pasaje a México, df. Los poemas no
eran malos, más bien estaban demasiado empeñados en
no ser poemas (de ahí el no-emas), y Sebas los consideraba
“un trabajo de juventud”. Sólo los poetas de siete años podrían
darse el lujo de permanecer impasibles ante declaración seme-
jante. Por entonces Sebas tenía 25 años, había desertado (no
cursado, desertado) de Sociología en la Universidad Andrés
Bello, al igual que había desertado de todo menos de la poesía.
Su ocupación principal era la lectura, y si necesitaba plata
buscaba a alguien que necesitara un libro y se lo conseguía.
Esa cartera de cuero transamericana sería otro ingrediente
en el ulterior surgimiento del Neotropicalismo, la retaguardia
de todas las vanguardias, la tardía, la odiosa, la vanguardia que
preferiría no serlo, como rezaba en algún manifiesto. En ella,
Sebas traía libros que serían decisivos para los negros en los años
siguientes, como Agua de arroz de Enrique Lihn, el Umbral de
Juan Emar o Esta rosa negra de Óscar Hahn.
Apenas llegar al Palomar casi vacío después del robo,
Sebas se puso a ordenar sus libros en pequeñas torres como
un mercenario que cuenta las balas que le quedan. Le regaló
a Raya una edición de 1948 de La miseria del hombre de
Gonzalo Rojas, con el grabado del rostro desencajado, en azul,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 77
y también una primera edición de las Canciones rusas de
Nicanor Parra. Gesto desproporcionado entre dos extraños,
pero esa era la forma en que Sebas se movía: con actos inex-
plicables de generosidad. Podríamos racionalizarlos diciendo
que, en estricto sentido, a él no le habían costado nada; pero
no eran los objetos lo importante, sino el acuerdo sellado por
el intercambio de libros. Monetariamente, los libros de Rojas
y Parra podrían venderse en buena plata en los callejones
de libreros, así que el regalo consistía en renunciar a ver esas
joyas como objetos de comercio y verlos sencillamente como
libros hermosos, que es lo que finalmente eran. Eso cifra un
misterio de los negros: conocen tan bien el valor del dinero
que están dispuestos a perderlo apenas toque sus manos,
porque la sed de libros no se cura con dinero, sino embria-
gándose en el tránsito de los libros mismos.

La luz al final del túnel es la que ciega, el afuera de la caverna


de la que inevitablemente salimos. Te acostumbras rápida-
mente al laberinto del afuera, a su aire por un momento liviano,
al tránsito y el anonimato civil, que aconseja —para bien de
todos— hacer como si el otro no existiera.
Podrían ser el decorado de una película, te dices, podrían
ser robots u hologramas: si vinieras de otro planeta y los vieras
así, corriendo tras el tiempo, con un garabato de angustia dibu-
jado en el rostro, observando un imposible paisaje interior, no
creerías que son la especie dominante de este planeta de agua
y acero. Caminas entre ellos y juegas a los rostros: meditas en
movimiento: imaginas que un rostro es lo que ha quedado de las
metamorfosis sucesivas de un niño originario: si reconstruyes

78 • J av i e r R aya
el rostro de ese niño a partir de estas ruinas en movimiento, te
dices, de estos rostros cansados y sudados, sabrás todo de ellos.
A veces funciona y te sientes cercano a la especie. Pero otro
juego, más terrible, es el de imaginarlos como un fenómeno
(¿un desastre?) natural: atraviesas Eje Central y Madero, el
fractal del mundo, como si fueras un explorador encubierto
del espacio exterior y los ríos de gente fueran ríos de animales
o ríos de agua o ríos de piedras, organizados como pájaros,
como hojas secas, impersonales bajo la lluvia: los esquivas:
dejas de darles el ser con la mirada: son obstáculos en tu
propia correría. Y te das cuenta de que es justo así como se
ven unos a otros: como obstáculos a vencer.
¿A vencer? A destruir. Y de pronto el mundo se vuelve un
lugar solitario, o en el mejor de los casos, un lugar donde estás
encerrado con tus enemigos.
Se miran —nos miramos— con desconfianza. No hay motivo
para dudar de antemano de la gentileza de los extraños;
tampoco para garantizar sus buenas intenciones. Una sana
sospecha, te dices, una mínima distancia a través de cada uno
de los actos cotidianos es necesaria para parecer inofensivo
ante el ojo del otro que a su vez, cómo culparlo, sospecha de ti.
Teatralizar una tos naturalísima, un poco de cojera, una herida
mal curada en los flancos. Finge que has olvidado las capi-
tales de África, déjalos que te cuenten de los libros que han
leído como si te interesara, como si fueras menos engreído y
menos orgulloso; como si fueras uno de ellos. Déjalos acer-
carse un poco, te dices, para no tener que mentirles, para que
se mientan a sí mismos asumiendo que eres inofensivo. Finge:
sobrevive. No puedes hacer más que esconder el puerco
dolor: ser civilizado es no sufrir en público. Pero no puedes
envolverlo tan bien que no se note su resplandor podrido.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 79
Camina tu dolor, resguárdalo en el movimiento, te dices. Es
la única forma de ser humano (sin serlo) en público.
Pero camina rápido. Que nadie te mida las huellas. No estás
paranoico, pero bien puede ser que alguien te esté siguiendo.
Eso no lo sabes. Nadie que hiciera bien su trabajo trataría de
secuestrarte, claro (no eres nadie, no vales un clavo), pero
desconfías de los exnovios celosos de las chicas con las que te
has acostado, de los maridos de las hermosas, de alguna foto
en Facebook que echa abajo el teatro de la complicidad y el
secreto; desconfías de las viejas rencillas de borrachos; de
los pleitos jurados que llegan a término, que vencieron y que
se amontonan en la cola del desaguadero, como agentes del
destino que vienen a cobrarse en ti su libra de carne. Oíste
decir alguna vez que no estás paranoico si en realidad te
están siguiendo, y a veces te encuentran. Te voltean a ver en
un bar. Se dirigen como una flecha contra ti. Hay que desar-
marlos con retórica —que de algo sirvan tanto Cicerón y tanto
Schopenhauer—, o con tragos. Si es preciso habrá que salir a
la calle. “Vamos afuera”, dices tú o ellos, no importa. Luego la
representación de los amigos de uno u otro tratando de dete-
nerlos. “No vale la pena”, dirán. “Pasó hace mucho tiempo”,
dirán, han dicho, siguen diciendo. Como la vez que Nico le dijo
a un pintor que te injuriaba: “No quieres salir afuera con este
cabrón, te va a sacar los ojos”. Y es cierto, estás entrenado para
hacerlo, pero eso no hace que sientas menos miedo. El miedo
es normal. Es sano, te dices. Es tu medicina. Pero también es
adictiva la adrenalina. Tal vez por eso sigues viviendo en
barrios peligrosos donde los pleitos son cosa frecuente, donde
puedes dejarte asaltar para ser golpeado, para estirar un poco
los músculos, para que los nudillos no pierdan fuerza ni las
muñecas se te entuman. Claro, piensas, ellos pueden ser los

80 • J av i e r R aya
que te siguen, de los que te desprendes en una carrera imagi-
naria: de los acreedores del amor mal pagado, los del ego
vulnerable, los envidiosos y los machirulos y los parias y
los escritores mediocres que compensan sus impotencias a
puñetazos. De ellos es de quienes escapas haciendo erráticas
figuras entre la multitud; comparados con la tuya, su velo-
cidad es una forma de la inmovilidad. Te pierdes en la masa
y eres indistinguible. Un zumbido más no suma al avispero.
Al menos durante el día.
De noche se trata de un ecosistema totalmente distinto. De
otro planeta. El afuera del día se vuelve encierro. Los que caminan
por las calles de madrugada están encerrados en el afuera,
unos con otros, como sobre una rejilla del metro por donde se
filtra un poco de calor, donde un grupo de niños de la calle
se amontonan, se encierran en las paredes del vaho invisible a
condición de no salir: fuera de los muros de vaho hace frío y la
sobrevivencia es más dura.
Hay lugares con imán, hoyos negros. Los puestos de tacos,
los sitios de taxis, las tiendas abiertas 24 horas, las luces de los
policías: puntos focales para la carrera de relevos de la mirada
paranoica.
Por eso es importante saber qué decir, sobre todo de noche,
ser local en todas partes, reaccionar con naturalidad a los
extraños. Tú eres de aquí, tú vas pasando, tú no viste nada.
Malandros y policías sólo se disfrazan de diferente manera
pero tienen la misma psique básica, son el mismo pobre
enfrentado a otros pobres por obra del poder a quien le
conviene que se maten unos a otros. Ambos —los malandros
y los policías— sospechan de ti y ambos son el enemigo, te
dices. Creen que escondes cosas que no escondes. Tratarán
de imponerte una autoridad que fantasean tener. Creen que

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 81
siempre tienen la razón: la calle les ha enseñado, como a ti,
que el que tiene un arma tiene la razón. En el fondo tienen
más miedo que tú: tú vas pasando, pero ese es el territorio que
ellos le disputan al miedo cada noche. Su paranoia es más
verdadera que la tuya: ellos juegan a policías y ladrones con
armas de verdad.
Ellos también son un obstáculo. Hay que desembarazarse
pronto de los encuentros con malandros y policías: nunca
salir con mucho dinero, pero tampoco sin nada (pueden
darte una golpiza si traes mucho, y golpearte peor si no traes
nada). Hay que verlo como una cuota de paso, te dices. Cual-
quiera queda en paz con un cigarro o un billete de cien pesos.
Estos zapatos no valen nada, mírelos nada más. Pero podemos
ahorrarnos el trámite de ser robados con una frase comodín
como “Buenas, jefe”. Bajas de categoría en su radar si hablas
primero, pasas desapercibido, te vuelves un poco invisible,
invisible a medias. Tal vez te conocen y no lo recuerdan; tal
vez te detuvieron ya, tal vez ya te pidieron para comprar otra
caguama, ya te pasaron báscula antes, no se acuerdan o se
quedan extrañados frente al saludo casual. Tú eres local, tú
vas pasando, tú no viste nada. Y antes de que se den cuenta ya
terminaste de pasar. Ya te fuiste.
Tal vez no te pondrías en esas situaciones si estuvieras más
ocupado. Si aceptaras más trabajo. Si te quedaras más tiempo
en casa. Si vivieras con alguien, con una mujer que calentara
el lecho y lo abriera cuando llegaras, como Andrea o Zilch.
Alguien que se preocupara por ti. Si al menos tuvieras un gato
o un perro a quien alimentar. Pero estas situaciones se siguen
produciendo porque la noche funciona con reglas mucho más
complejas y atractivas que las inercias del día. Y nunca faltan
buenas charlas. Ya ni siquiera es necesario beber. Las drogas

82 • J av i e r R aya
enturbian, restan atención. Es necesario otro entrenamiento,
otras velocidades para entrar y salir de las agendas diurnas y
nocturnas a voluntad, como entre la vigilia y el sueño: para
mezclar campos de acción, para barajar un campo en el otro,
la luz en lo oscuro, hasta lograr desvanecer sus diferencias.
Insomnio no es. El insomnio es una coartada. El insomne
es el que todavía no descubre por qué no quiere dormir. Pero
tú tienes muy claro por qué duermes y por qué no duermes, te
dices. Al menos eso lo tienes claro. Hay cosas que no tienes
tan claras: el estado de realidad, por ejemplo, y lo que otros
entienden por eso. Pero ambas categorías —sueño y vigilia—
nunca dejan de evaluarse mutuamente y de mostrar una
sospecha tan incuestionable que se vive en una paz armada
con el estado de realidad.
Le llamarás una hermosa mañana y le dirás que soñaste
con ella: le contarás el sueño y ella te dirá que eso fue algo
que le pasó de niña, o que leyó hace poco la historia de una
princesa fenicia a la que le pasaba lo mismo que en tu sueño:
unos piratas llegaban en un barco en forma de toro para
comerciar. La hija del rey camina por el puerto junto con
sus doncellas. Los piratas sienten que un dios les atenaza un
carbón encendido en el centro del pecho. El pirata se llama
Sosías, pero los tiempos lo recordarán como Zeus.

Te quedas esperando a Rafa y a Sebas. Llamaron hace una hora


y venían a pie. Puede que vengan en camino, que los hayan
detenido, que los hayan asaltado o que no vengan, porque se
quedaron en la fiesta o dormidos. Las opciones son finitas y
no se contraponen con tu posición de ser el que espera. Se te

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 83
ocurrió citarlos sobre el Eje porque está más vigilado a esta
hora, es cierto. Este punto en particular, donde está el sitio de
taxis de los dueños de los puteros y de las ficheras que suben
a otro y otro taxi para seguir la fiesta en otra parte, o para
convencerse de que duermen, para no caer en la tentación de
soñar que siguen bailando.
Además sólo ahí se puede encontrar comida a esta hora.
Tamales y atole. Eso o cacahuates y pastillas de menta. Esperas
diez minutos y te vas. No tienes hambre. Parece que no va a
llover otra vez. Compras cigarros en la tienda. Dos tipos se
acercan con una caguama vacía. “A reponer los muertos”,
dicen. Están en la misma fiesta, no importa que nunca se
hayan visto antes. Esa es la complicidad básica. Bajar un
poco las defensas a través de la cortesía sólo para mostrarle
al otro que somos tan inofensivos como ellos, en apariencia.
No tienes idea cómo harán las mujeres, pero seguro será más
sofisticado. Te preguntas mientras te dan el cambio si una
chica de la facultad saldría inerme a estas horas de estas calles,
pero ningún vago se atrevería a chiflarle a la fichera que va
saliendo con su abrigo largo, unas cuentas rojas rozándole los
altos tobillos encasquetados en sendos tacones de aguijón, a la
que le cierran la puerta del taxi y le prenden la luz para que se
ajuste el maquillaje —siempre excesivo, siempre innecesario,
casi teatral— y se pierde como un bólido en la calle vacía,
fingiendo prisa por llegar a un sitio donde nadie la espera.
Una fuga.
Y ya pasaron veinte minutos y estos cabrones que no llegan.
Será volver a casa, rebuscar en el bolsillo —ese escroto
secundario, que dice Deniz— por las llaves y entrar sin que
nadie nos mida las huellas, e incluso al entrar al vestíbulo

84 • J av i e r R aya
del edificio dudar si no hay alguien que nos espere fran-
queándonos las esquinas; luego de dudar rápidamente de
la posición de cada sombra, dudar una vez más en el rellano
de cada piso, de cada pasillo. Podrían estar, aunque sabes que
no estarán. Hoy tampoco. ¿Quiénes? Los ladrones sin rostro.
No importa. Es necesario cuidarse de ellos. Incluso después
de entrar a casa y echar el pestillo. Después de dejar las llaves
en la repisa y la chamarra de cuero sobre la silla. La precau-
ción al encender la luz de la habitación no te hace sentir más
seguro; imaginas sombras que te saltan encima desde las
esquinas. Incluso al cerrar los ojos dejas que el oído siga vigi-
lando un poco más. Sólo por si se les ocurre esperar a que te
duermas para venir.
Que no te atrapen desprevenido, ésa ha sido la consigna
desde siempre, pero francamente ya estás cansado.
Tanta precaución te hace sospechar, a tu vez, que toda esta
vigilancia y práctica de la atención es una forma de desear
que te atrapen. Que te atrapen cómo o por qué, tampoco
importa. Todo lo sabremos a su tiempo. Es de lo que se trata
al final para los cristianos y ni siquiera la superstición del
pecado original puede tomarse en serio. La culpa a priori. El
efecto precediendo a todas las causas. La condena antes que
el delito. Porque sabes que al menos has estado encerrado
aquí afuera, con ellos. Con ellos, pues, como diciendo con
ustedes. Pero después de que te pones los párpados en su
lugar como las alas de una enorme cucaracha, ya estás verda-
deramente a solas con ellos. Todas las precauciones acaban.
Empiezas a soñar. Sabes que estás soñando incluso antes de
estar dormido, balanceándote en la frontera del estado alfa.
Y sueñas que caminas en una calle larga donde un camión

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 85
de pollos está descargando floreros llenos de medusas. Te
dices que es extraño, pero que a fin de cuentas la orina que
neutraliza el veneno de las medusas es de un olor muy pare-
cido al del pollo. Te das cuenta que estás soñando y caminas
más rápido hasta que la velocidad se vuelve una ausencia
de tiempo. Ya puedes estar en más de un lugar a la vez. Ya
eres también los que te persiguen, y puedes anticiparte a tu
propia vigilancia.
Y al menos en el laberinto transparente, el monstruo y el
héroe se saludan con indiferencia, pero sin rencor. Nos reco-
nocemos el uno en el otro a ambos lados del espejo.

Si Andrea no se hubiera ido, probablemente habría inter-


pretado el robo al departamento de Raya como un guiño del
destino: una puerta abierta al optimismo de la nueva época,
un reajuste en las prioridades materiales o algo así: trataría
de convencerlo de que el robo de la casa, las computadoras,
la guitarra, los ahorros, constituían una especie de bendición
disfrazada.
Durante el año que estuvieron juntos, ella aprendió a vivir
con un autómata de la escritura en lugar de un novio o una
pareja, y salió corriendo en cuanto pudo. Era el tipo de chica
que no quería ser ningún tipo de chica. O bien: era el tipo de
chica a la que le gustaba la idea de ser novia de un escritor-
zuelo rapaz, pero no tanto la de vivir con uno. Fantaseaba con
hacer una película acerca de cómo se conocieron: fue en un
viaje a La Habana, la comedia romántica en clave bufa de una
cineasta chilena y un negro literario mexicano que se conocen

86 • J av i e r R aya
en el último bastión del comunismo y a la semana siguiente
ya están viviendo juntos en un departamento remodelado en
la colonia Doctores, invitando amigos a comer, dando largas
caminatas por las calles y bailando bajo la lluvia, besándose
incesantemente, seguros de un brillante futuro juntos.
Sin embargo, la jovial Andrea decidió que la vida de ciudad
con un escritor que ni siquiera quería hacerse famoso era
tanto como vivir encadenada a un electrodoméstico, a una
ruidosa máquina de escribir, que fumaba y gruñía a todas
horas, que hacía pausas para comer y hacerle el amor de vez
en cuando y a prisa antes de volver al trabajo. Cuando ella se
fue, Raya adoptó como su mantra esos tres poderosos verbos
bajo los que Andrea lo dibujaba: teclear, fumar, gruñir.
Esa mañana, en medio del departamento vacío, Raya pensó
en Andrea y en su sonrisa de reina de belleza o modelo de comer-
cial de pasta dental: su sonrisa como una segunda presencia,
su contagiosa alegría, su infatigable optimismo frente a la total
desesperación. Recordó cómo lo regañaba cuando decía grose-
rías (“garabatos”, en dialecto chilensis), porque según ella el
cuerpo reaccionaba a las palabras negativas. Y Raya tenía tantas
palabras y emociones negativas en ese momento que si saltaba
de un avión y caía sobre una ciudad probablemente dejaría
un boquete equivalente a una explosión de 400 kilotones.
“¿Cuál es la edad correcta para irse para siempre y no
volver?”, le había preguntado ella mientras caminaban por el
barrio del Vedado, en Cuba. ¿Irse de dónde? ¿No volver a qué?
A lo mejor el robo podía interpretarse como una evasión de la
novela misma, como si la novela…
Fabulaba. Fabulaba siempre y no se enteraba que tenía
frente a los ojos un evento definitivo e indudable: un robo,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 87
un despojo, un crimen, pero lo que Raya pensaba era en
cómo ese evento podía servir para seguirle dando cuerda a
la novela. Sintió que Andrea le sonreía violentamente desde
alguna parte. Se sentó en el escritorio desordenado y sacó una
hoja de papel.

88 • J av i e r R aya
La novela en no

“Una historia intermitente, cuántica. Expansión de huellas


fosforescentes. Vasta oscuridad protectora. Destellos eléc-
tricos. Descubrimiento del escenario concreto, incluso del
polvo posado sobre los muebles. Absoluta inseguridad de la
secuencia. Vaniloquio de las formas, reposo del invernadero
nocturno”.
Lo que Roberto Calasso refiere en estas líneas me recuerda
a la paciente labor arqueológica del novelista. Allí donde posa
su mirada, el novelista encuentra la materia de su trabajo. Su
mapa y su territorio, su contenido y su continente; como tal, el
que escribe una novela no existe en la manera que decimos que
existe una manzana o la calle de la Santa Veracruz, en el Centro
Histórico de la Ciudad de México: la presencia del novelista
es como la sombra del caminante, algo inmaterial capaz de
opacar (¿de condensar?) la luz misma; en fragmentos como
el que he citado más arriba encuentro misteriosas señales:
sombras de mi libro en todas partes: ecos, rutas posibles,
trazos de otros caminantes en un territorio que, lo sé muy
bien, no soy el primero ni el último en recorrer.
Desde hace tiempo ya no me queda tan clara la dife-
rencia entre ficción y cualquier otra cosa. Sé que no me estoy
volviendo loco; más bien sufro de un excesivo deseo por leer

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 89
cualquier cosa como las instrucciones para escribir esa novela
que me rehúye, que da lo mismo si llamo novela o fantasma
o ciudad perdida o sueño: el mundo es la contingencia que
informa mi actividad inútil. El mapa está comprendido entre
dos tapas, a veces de plástico, otras de cartón, con dibujos o
sin ellos, y consiste en una superficie lisa constelada de signos
tipográficos; su territorio son todos los libros del mundo.
No, yo no me dedico a robar libros: cuando encuentro un
libro que es mío —que era mío desde siempre— no importa
dónde esté, simplemente lo tomo y me lo llevo a casa. Llegué
a convencerme de que el libro es mi casa.

No sé cómo decir esto así que lo diré con más urgencia: siempre
he sentido que soy negro. Claro, el exterior dice otra cosa, soy
un güero de rancho, barbón además, por pereza del rasu-
rado y trasquilado, es decir, más parecido al conquistador
que al conquistado, semejante al invasor blanco que al opri-
mido negro, oscuro, moreno, venga de donde venga. Nunca
me identifiqué con los demás pollitos blancos a mi alrededor,
nunca pude con ese cinismo. He pensado que se trata de culpa
de clase y nada más; después de todo nunca me sacaron de
mi casa, nunca me alejaron de mi familia ni me subieron a un
barco negrero; nunca me hicieron cruzar el mar o el desierto en
condiciones infrahumanas, nunca presupuestaron mi muerte
como parte de los gastos de producción del progreso, como la
muerte de las mujeres y los negros, que hasta la fecha siguen
siendo exterminados sistemáticamente; nunca me encade-
naron, nunca me violaron, nunca me hicieron trabajar sin paga.

90 • J av i e r R aya
Incluso la desafortunada metáfora de “negros literarios” olvida
que nosotros cobramos —nimia, simbólica y exiguamente si
se quiere—, pero cobramos. El esclavo, en cambio, identifi-
cado incluso en tiempos recientes con el negro (“Hacemos el
trabajo que ni los negros quieren hacer”, dijo el expresidente
Fox), es el trabajo mismo, es la energía sin contraprestación, es
el concepto que ha servido para justificar la explotación,
desde la época de las pirámides hasta la construcción de los
teléfonos inteligentes: hay trabajos que merecen apenas lo
mínimo, si acaso, para sobrevivir. Hay trabajos racializados
y sexualizados que… Ah, pero ya me puse a hacer otra vez
crítica social y me desvié del asunto. ¿Y de cuándo acá viene
lo de ser negro? Es algo que, de un modo u otro, siempre ha
estado ahí. Sé muy bien, además, que no soy el único que lo
ha sentido así.
Me acuerdo de un tipo que conocí una vez en una peda,
Alessandro algo, un español con cara de enano que se la
pasaba diciendo que quería ser negro. “Ser negro es lo más
guay”, decía. “Puedes ir con tu actitud de tío negro sin que
nadie te toque las pelotas, con seguridad, con desenfado,
puedes escuchar r&b, puedes tener una gata que se llame
Nina Simone, Alicia Keys o Aaliyah, puedes ponerte cadenas
de oro y andar con cara de pocos amigos por ahí. Es una
cuestión de respeto, Raya. A los blancos los temen, pero a
los negros nos respetan”. Ahora bien, no sé cómo iba a hacer
Alessandro para cambiar su tono de piel de blanco a negro
—cómo sin un presupuesto tipo Michael Jackson para
producir la operación contraria: cambiar de negro a blanco—,
pero sé que la cuestión de los ganstercillos blancos prepa-
ratorianos que han escuchado mucho Dr. Dre no pasa por

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 91
el quirófano ni por la indumentaria. Como aquella canción
de Danza Invisible: “para no ser del montón, negros de cual-
quier color”.
Un caso menos pantagruélico es el de Néstor Perlongher. En
las “69 preguntas” que le hizo la revista Babel (núm. 9, junio de
1989), habló con entusiasmo del aché, la energía vital del paga-
nismo afro como motor de la escritura en esa vieja Hermes
Baby, habló del delirio, de ser chamán, de cantar las cancio­nes
y decir los ensalmos, en la pregunta 61 de su odio al racismo y
el machismo; pero en la pregunta 68, ya rumbo al final, viene
la verdadera joya en una corona de respuestas esplendentes:
“¿Qué habría querido ser?”, le preguntan a Perlongher, como
dando por hecho y concluido todo lo que no fue. La respuesta
memorable fue “me gustaría ser negro”, pero se suele citar
fuera de contexto. Literalmente, Perlongher responde: “Uno va
siendo lo que le sale. Algunos rumbos truncos: político, perio-
dista, tal vez prosista. En un plano más radical, me gustaría
ser negro. Ser un traidor a la raza blanca. Ser es devenir: devenir
negro, devenir mujer, devenir loca, devenir niño”.
Ese devenir es el que no comparten ni compartirán las
señoras que leen mis novelones negreados, mis best sellers de
ocasión, ni sus adiposos y albos maridos, al leer mis consejos
zen para administradores de empresas o los consejos de
los esclavistas altamente eficientes. La mentalidad esclavista
es sutil pero poderosa: mi culpa es la de contribuir a que los
blancos se sigan sintiendo superiores en su blanquitud capi-
talista, en la comodidad de su consumo, en el disfrute opiáceo
de su ocio. Lo que quiero decir es que las señoras adoran mi
estilo. Las señoras blancas que salen de vacaciones y compran
novelas en los duty free de los aeropuertos. Las señoras blancas
que se untan la blancura de una crema de protección solar

92 • J av i e r R aya
con espectro 100 para proteger en un caparazón de blancura
su nacarada hipocresía. Las señoras blancas que somos en el
fondo más de una vez. En un plano más radical, me recuerdan
esa canción de Charly García: “Quizás te podría alcanzar un
algodón/ Pero no hay por aquí nada blanco, mi amor./ Cómo
me gustaría ser negro/ y con mucho olor/ hablando al pueblo
por televisión”.

Para comenzar a hablar de la Black Pen Press se me ocurre


hacer referencia al retrato que realizó André Gide sobre uno
de sus miembros más notables, aunque de brevísima carrera
en el mundo de la negritud literaria. Se trata de una elegía a
su maestro y amigo Paul Valéry. Aunque elocuente, comentar
la elogiosa introducción sólo nos distraería: observemos sola-
mente las medallas marchitas que sobre el pecho se encogen, al
igual que el cuerpo dentro del ataúd, haciéndose infinitamente
pequeños a cada instante hasta alcanzar la dignidad del polvo.
Después, Gide comienza el relato de un episodio oscurecido de
la juventud del autor de Monsieur Teste.
Desde muy joven, la fama de poeta y crítico originalísimo de
Valéry trascendió los salones parisinos, y sobrevoló (o nadó,
como Lord Byron) el canal de la Mancha hasta los oídos de
los londinenses. La breve misiva que le dirigió la Royal Niger
Company lo requería de inmediato. Un trabajo de redacción
“sumamente sencillo pero demandante, para el que M. Valéry
se encuentra a todas luces más que capacitado”, y una suma
en libras que ningún escritor en ciernes podría rechazar. Se
habrá imaginado asistiendo a los teatros de Shaftesbury, o visi-
tando el 221 b de la calle Baker para rendir un discreto tributo

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 93
al detective Holmes, pero lo cierto es que después de empacar
una valija pequeña con apenas un par de trajes y afinándose
el inglés en los transportes releyendo las traducciones de Poe
hechas por Baudelaire, un joven Paul Valéry se vio a sí mismo
ridículamente empapado frente al domicilio palaciego de la
calle Strand, donde una pequeña placa rezaba:

rnc
Chartered Company
Est. 1886

Tuvo una extraña impresión al observar una de las hojas a medio


abrir del segundo piso, donde en lugar de una esquina de la
habitación se veía un muro de ladrillos tapiando la ventana.
Sin apurar conclusiones, Paul llamó a la puerta.
Ensayó una rápida presentación al mayordomo en un
inglés empapado, y se dejó conducir a través de un largo y
poco iluminado pasillo (la escalera velada tras unos pesados
cortinajes rojo oscuro, rematados en barbas doradas de prin-
cipios de siglo) hasta una puerta trasera que comunicaba la
planta baja con un acogedor jardín. En el centro, una fuente
coronada con el paso alado de un delicado Hermes de mármol
negro empuñando el caduceo; el rumor de la lluvia parecía
hacer sisear a las serpientes entrelazadas en el cetro. “Como
dos signos de interrogación recomendándose silencio”, escri-
biría años después sobre la estatua.
Al fondo del jardín estaba un sobrio edificio de ladrillo rojo
de dos plantas, al que se conducían a través de los adoquines
ajedrezados que rodeaban como en rotonda al dios. Un par

94 • J av i e r R aya
de bancas vacías de hierro flanqueaban las puertas gemelas, y
los setos de tulipanes (¿en esta época del año, en este lugar del
mundo?) daban un aire fingidamente hogareño a las ventanas
bajas. La puerta se cerró tras él y el mayordomo desapareció.
Escuchó los pasos pesados del viejo Lord Lebey y al estre-
char su mano sintió por primera vez el rasgo que caracteriza
a los hombres de negocios que tienen algo de cazadores, en
quienes la delicadeza de la palabra hablada siempre se subor-
dina al pragmatismo. No se entretuvo en los típicos juegos de
palabras de los gentlemen, y lo condujo a su estudio situado
a un costado del pasillo. No se dejó descorazonar por los
volúmenes legales empastados en piel que ocultaban el color
verdadero de la habitación. Paul era un hombre listo, acaso uno
de los más listos que han existido jamás. Lord Lebey, a pesar de
las apariencias, no era más que un hombre de negocios, pero
uno de los más ricos de su época.
El encargo lo tendría en Londres por cosa de un año. La
boca de Lebey parecía haber sido engullida detrás de la barba
de conquistador bengalí; sus palabras surgían detrás de la
pelambre como las de un dios humorístico que le hablaba a su
profeta detrás de gruesas nubes blancas; los lamparones de la
calva le parecieron a Paul como añejas manchas de humedad.
Sus funciones se limitarían a escuchar, hacer preguntas y
redactar. ¿Redactar qué? Sus memorias, naturalmente. Podía
escribir una primera versión en francés si le acomodaba, pero
era necesario que la versión final fuera “lo suficientemente
inglesa” después de la traducción. No supo cuándo, pero Paul
se encontró bosquejando rápidas anotaciones en su libreta
de viaje. Pensó que si la voz de Lord Lebey pudiera tener un
preciso correlato tipográfico serían versalitas negras. Hablaba
con énfasis, como en negritas.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 95
Cada mañana el mayordomo le traía un desayuno de embu-
tidos, huevo y pan tostado, aunque la mayor parte se quedaba
en la charola y era devuelta a la cocina, que en realidad
nunca vio con sus propios ojos. Luego de leer un rato frente
a la estatua de Hermes se ponía a corregir las cuartillas del
día anterior, comía nuevamente en su habitación y después
bajaba al despacho de Lebey, que lo bombardeaba con
descripciones exhaustivas de elefantes, del color de las espe-
cias en los mercados de Delhi y del olor a carne humana en
las hogueras rituales a lo largo de la ribera del Ganges,
en Varanasi. Se le permitía salir a pasear los domingos, pero
tenía prohibido extraer de la habitación ninguno de los borra-
dores de las memorias de Lebey. Frente a la piedra Rosetta
del British Museum —que pudo examinar de cerca gracias
a la intercesión de Lebey, quien era uno de los patrocinadores
del lugar—, Valéry se sintió hermanado en la triste tradición
de los escribas a sueldo, que con su imaginación le dan a los
ricos la verdadera dimensión de su riqueza. La contabilidad,
al igual que la escritura, tal vez no fuera sino un invento opor-
tunista para contarle a los monarcas la historia (ficticia) de
su grandeza.
Gide recordaba en su elegía que su amado Valéry refirió su
hermética aventura en muy contadas ocasiones, casi como si
tuviera que convencerse a sí mismo —amo de la incredulidad,
artista de la sospecha— de haberla vivido; como si se tratara
de un sueño oculto tras una lluvia intermitente, pues “de la
naturaleza misma del trabajo, por el secreto prometido, no
nos dijo una sola palabra”.
La Royal Niger Company expandió sus negocios en la indus-
tria del papel, y habiendo necesidad de poner alguna cosa en
los papeles que constituían su comercio fundó una compañía

96 • J av i e r R aya
llamada Black Pen Press, que abrió oficinas en Nueva York
durante los años sesenta del siglo xx, ofreciendo a sus clientes
americanos el mismo servicio y discreción que a los británicos.

Vamos a fingir por un momento que no tenemos nada que


fingir: que yo puedo sentarme cómodamente en el (incó-
modo) sillón de El Autor y tú frente a mí en el de El Lector.
Vamos a pensar que la página es el escenario de esta escena
(no digamos farsa en vano), una página larga que es el
nombre del lugar donde mis manos teclean estos signos
que llegan a tus ojos y tus manos, a tus ojos que no ven sola-
mente esta página escrita, tus ojos absortos en un espejo a
tu medida, sino en lo que rebasa su campo visual, aquella
pared o aquel campo o aquel vertedero de basura nuclear en
el que la ciudad se ha convertido. Podemos darnos el lujo de
la honestidad incluso en una obra de ficción gracias a que el
fin del mundo ya ha tenido lugar; podemos tener un poco
de esperanza ya que todos los cheques de la esperanza han
rebotado. Mira: tú y yo nos parecemos mucho aunque nos
odiemos en secreto. Aquellos que serán salvados ya lo fueron:
la noche de la Parusía se llevó a los veinte mil desaparecidos
que seguimos buscando por todas partes, nos dejó con las
muertas sembradas en el desierto como pruebas de la eficacia
de nuestros dioses y nuestras instituciones, con las ciudades
inundadas de centros comerciales y ofertas en todos los
aparadores a meses sin intereses. Nuestra encrucijada es la
del ser humano dejado completamente a cargo de sí mismo:
una locura irresponsable a todas luces. Probablemente mori-
remos sin saber de qué se trataba la obra, pero no podemos

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 97
dejar de actuar nuestros papeles respectivos: tú leyendo, yo
escribiendo para ti. Viviremos mientras tanto en una orilla del
tiempo, al margen de las páginas escritas que exigen ser leídas
aunque nadie se asome a leerlas, apilando nuestra porción de
ruinas sobre la argamasa general de la destrucción, contri-
buyendo a ella, eventualmente, con el duro polvo de nues-
tros huesos: aprenderemos a colonizar lo salvaje en nosotros,
seremos domésticos, seremos Gente de Bien, tendremos
tarjetas de descuento de las farmacias y supermercados y
carné de afiliación al Seguro Social, y formaremos parte de la
colmena. Y cuando la colmena reviente volveremos a empe-
zarlo todo otra vez, en otra parte o mejor, aquí mismo, pere-
grinación inmóvil de los que tratan de olvidar que una vez
fueron valientes pero ya no lo son. Sólo por esta vez vamos a
quedarnos quietos mientras dura la masacre, pero sin cerrar
los ojos. Sólo por esta vez, Lector, vamos a preferir el vaso de
agua al oasis. No importa si lees esto hoy o en mil años o en
un millón de años: nuestra ciudad es un vaso de aguas negras
que solían ser medicinales.

Enero de aquel año fue de pura saña. Parecía como si los


guionistas de esta farsa vital se hubieran puesto de acuerdo
para cargarse a todos los buenos de la película. Se sintieron
un poco más solos, es cierto. Y un poco más libres, porque la
muerte era algo real: no era el número creciente de muertos
en los violentos sexenios mexicanos de principios de siglo,
sino (además) poetas. La tentación era hablar de la Sociedad
de los poetas muertos, hacer bromas, beber hasta caerse de
espaldas, pero no había fuerza ni para llorar.

98 • J av i e r R aya
Además del horóscopo, Khonde escribía las necrológicas
de un par de diarios, así que aprovechó para pasearse por
los funerales con el pretexto de recabar impresiones de
primera mano. Anduvo tras la pista de Juan Gelman en 2007,
en Morelia, cuando trabó conversación con él luego de una
lectura y se prometieron una entrevista que nunca ocurrió.
Un viejo con cara de joven, al que la vejez no había vuelto
amargo ni la belleza repudiado, con el interminable Benson
& Hedges entre los dedos, como una batuta. Tremendo poeta,
qué duda cabe. Huérfano de país, deshijado de hijar, pero no
de palabrar. Gelman fue el primer poeta muerto de enero.
Unos días después José Emilio Pacheco entró al hospital,
una parada de rutina de camino al homenaje en El Colegio
Nacional y al homenaje de cuerpo ausente en Bellas Artes,
antes de ser cremado y esparcido en Veracruz, como estaba
previsto en un principio ahora y siempre por lo siglos de
los siglos, etcétera. Khonde lo vio solamente una vez, en un
maratón de lectura donde curiosamente se conocieron Raya y
Rojo Córdova, heroico eslamero, a donde José Emilio Pacheco
llegó ya arrastrando una sombra pesada. Cristina Pacheco agra-
decía los gestos de amabilidad de cada apestoso poeta joven
que se acercaba a que le estamparan una firma en El viento
distante, Morirás lejos o Las batallas en el desierto. José Emilio
Pacheco fue el segundo.
Pero si las muertes de Gelman y José Emilio Pacheco
ocuparon algunas primeras planas en los periódicos, la
muerte de Marco Fonz, acaso por la pátina sórdida que no
lo abandonó nunca, sólo fue consignada en una escueta
columna de El Mercurio de Chile, país que le gustó para
tender una soga gruesa en una viga y atarla a su cuello en el
pasillo de una pensión pulgosa, antes de imitar el bamboleo

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 99
característico del péndulo. La última vez que Khonde lo vio fue
en una lectura en la unam, enojado como siempre, rumiando
rencor como goma de mascar, despotricando contra algo,
nunca se supo del todo contra qué, contra el gobierno y los
poetas sudacas, contra las instituciones y los editores, contra
sí mismo y su puerca suerte. Aún recordaba el mail urgente de
Tanya, después de que el rencor rumiante se hubiera materia-
lizado en puños de furia. La vez que Raya hizo tiritas un ejem-
plar de Bayoneta y lo devoró frente a la audiencia, escuchó
a Fonz decirle “Mañana vas a cagar una obra maestra”. Según
Fonz, la poesía mexicana aún no ha tenido lugar, y Khonde
estaba de acuerdo.
Lo de Sergio Loo se veía venir, pero fue como si los tomara a
todos por sorpresa. Un chico, en verdad. La palabra cáncer no
se asocia a los de treinta y tantos. Excepto cuando sí. Fulmi-
nante como un aforismo. A ese velorio también fue Khonde.
Con Loo se había topado pocas veces, demasiado pocas como
para considerarlo amigo, y despreciaba abiertamente a todos
sus conocidos (en realidad no era algo personal: Khonde
despreciaba a todo aquel que asumiera para sí el rótulo
de “poeta”, pero esa es otra historia). La teatralidad del dolor
público le confirmó lo que siempre se dijo: gremio de mierda.
Farsantes todos. Farsante yo mismo por venir a esta ceremonia
necrófila. Algunos lo reconocieron: abrazó y fue abrazado.
Repartió pésames y logró salirse antes de que comenzaran
los discursos; pero antes, bajo el aroma podrido de las flores,
escribió en su cuadernito:

Los ataúdes son un medio de transporte apto


para desmoronarse en el movimiento recurrente
de la insurrección: cápsula presurizada

10 0 • J av i e r R aya
para que el cuerpo se olvide del cuerpo,
el aire del aire, y los gestos sobre el rostro
—la sintaxis de la personalidad—
se conviertan en manchones de carne,
borraduras de nada, oraciones deshilachadas
en medio de la tempestad, tejidas de hueso
y polvo, incubadas en la tierra como semillas
o un huevo negro donde se sienta
la muerte a empollar a todos los vivos.
Un jardín oculto les crece, mientras tanto,
desde las entrañas: la vida en otras formas
sale a recorrer los mismos gastados
caminos de siempre, las autopistas y las cunetas
en el rumor de los gusanos, en los matices
de medusa inmóvil por donde escapan
los colores microscópicos de los muertos:
los órganos marchitos se vuelven selvas,
las ratas y los topos se arrebatan los cartílagos,
del sexo marchito brotan palomas, y un buen día
revienta el cascarón de polvo hirviendo
de animales recobrados, delatando
la dignidad de la semilla.

No quisieron publicarle el poema en ninguna parte. Mejor


así, pensó.

He dicho que siempre se escribe para alguien más, en algún


lugar lo he dicho, lo he escrito o soñado, estoy seguro, pero falta

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 101
decir que también se escribe, siempre, a costa de alguien, se
escribe para mantener viva una ausencia.
Recibí carta de E. ayer. Está muy molesta porque me deja
mensajes de texto y llamadas perdidas que nunca regreso, así
que tuvo que utilizar un método infalible tal vez por anacró-
nico, el correo postal. Quiere hacerme saber que va a dejar de
rogar (de mendigar, fue la palabra que usó) mi amistad: que no
va a disputarse mi tiempo contra mi alcoholismo, contra las
furcias, contra el trabajo. Que me deja en paz. Mi amiga, una
de las más queridas de estos últimos años, tal vez la última.
Como ella dice, al cerrar su dramática correspondencia, “todo
se trata de ti”, cerrando nuestra amistad de un portazo. Sin
embargo le doy la razón: esta interrupción del mundo se trata
de mí, porque desde hace un buen tiempo todo se trata de
mi novela.
¿Es un precio justo: una novela a costa de perder las pocas
relaciones humanas que nos quedan? Nadie que escriba
profesionalmente es ajeno a esta disyuntiva. Lo vi durante mis
días en la facultad, cuando las tareas y trabajos finales cobran
más importancia que los cumpleaños y días familiares; lo vi
en mi corta, cortísima carrera como “joven promesa de la lite-
ratura mexicana”, y lo veo, sobre todo, en el hecho de que no
es la primera vez que una persona que quiero me escribe para
decirme que está resentida conmigo a causa de mi indispo-
nibilidad, de mi “apretada agenda”, que no consiste más que
en entregar las cuartillas diarias con que me gano la sal en el
Black Pen, y en escribir un puñado de las propias, las secretas,
las que lentamente se acumulan, hechas de polvo y jirones
de voces que ya no reconozco, en uno de los rincones de mi
cuarto. El hecho de haber elegido la Remington como disposi-
tivo de escritura —a partir del robo de la computadora y todo

10 2 • J av i e r R aya
ese episodio— sólo abona más a esa ausencia que mis pocos
amigos comienzan a notar como misantropía, indiferencia o
abandono; puesto que no escribo “mis cosas” en la compu-
tadora, no estoy disponible en Skype, Twitter ni Facebook.
Como no tengo computadora parece que hubiera desapare-
cido de la faz de la tierra —de ese planeta azul lleno de polvo
en un rincón de la galaxia, que nunca vemos por completo
como no sea en una fotografía de la nasa o Google Maps.
¿Por qué el hecho de tener un teléfono celular o una
computadora debería ser equivalente a estar disponible? El
Black Pen abusa de este recurso si los negros lo permiten. Si
no dejas claros tus horarios de trabajo, si no entregas a tiempo
y en condiciones, los editores te joderán así sea Navidad, tu
cumpleaños o feriado nacional. La industria editorial (o la lite-
ratura industrial, a saber) no respeta fechas personales, sola-
mente calendarios de producción: el freelance se convierte,
así, en el reino del trabajo total, de la disponibilidad total.
Llamo a mi madre cada mes —o cada dos— por cortesía, pero
tampoco lo veo como una obligación. Es que hay algo que me
parece muy estúpido en el hecho de hablar, de discutir, de
mandar saludos y besos y abrazos a gente que se encuentra
físicamente muy lejos de mí a través de un aparato de cristal
y plástico, como si los amigos y los seres queridos estuvieran
miniaturizados, atrapados ahí dentro, eternamente presentes
en el bolsillo; me parece estúpida la gente que veo hablando
así por la calle, como sumidos en un monólogo perpetuo, con
sus dispositivos Bluetooth, gesticulando al aire, para nadie.
Prefiero a los vagabundos esquizofrénicos que hablan con
alucinaciones reales que de hecho están ahí.
Curiosamente, me parece menos invasivo cuando un amigo
llega a visitarme al Palomar. Si me llamara por teléfono me

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 10 3
sentiría acorralado. Cuando suena el timbre puedo decidir
hacerme el loco, escapar por la ventana, o simplemente abrir y
ofrecerle café, un trago, pero si me llama por teléfono siento
que está controlándome a la distancia, como si el celular
fuera un muñeco vudú que nos inmoviliza y por el que reci-
bimos toneladas de notificaciones que forman cadenas y
grilletes. ¿Exagero? Probablemente, pero si no ha ocurrido
una desgracia no veo la urgencia de llamar por teléfono, de
importunar al otro con la propia voz.
Pero eso no resuelve el asunto de E.
La verdad creo que es un gran drama. No puedo con estas
relaciones de alto mantenimiento. Ya no. Por eso no tengo
novia ni hijos, ni planeo tenerlos. Porque me he acostum-
brado a esta vida donde la escritura dejó de ser un pasatiempo
para convertirse en una misión de tiempo completo, en la más
inútil de las guerras santas, y de cualquier modo toda la gente
que conozco y con la que me relaciono tiene algo que ver con
lo literario. ¿Será la famosa endogamia de la que hablan los
críticos de poesía? He imaginado algunas veces que todo el
mundo está escribiendo un libro, que todos los peatones que
veo van pensando en cómo terminar este o aquel capítulo de
su novela, si la heroína vive o muere al final, si conviene rees-
cribirla toda o dejarla como está. La gente que no escribe me
produce sospecha, que es un grado menor de la franca descon-
fianza. Sabes que no puedes confiar en los escritores, esos
oportunistas, pero al menos mis amigos son negros y opor-
tunistas como yo, y tienen vidas calendarizadas según fechas
de entrega y cuartillas por corregir. Son los que si no escriben,
no comen. No es prestigioso —somos el plancton en la cadena
alimenticia de lo literario— pero al menos no nos hacemos
ilusiones románticas con respecto a la trascendencia ni todas

10 4 • J av i e r R aya
esas tonterías. La novela por entregas y el romanticismo
francés en buena parte se nutrieron del trabajo de negros, o
de escritores que se transformaron en negros literarios de sí
mismos, que se explotaron en las minas de papel hasta volverse
locos y terminar paseando langostas por las calles de París.
Los escritores que más admiro son fanáticos religiosos de la
escritura, kamikazes de la página: Maurice Blanchot, Edmond
Jabès, Franz Kafka. No importa que escriban en géneros lite-
rarios distintos ni en épocas lejanas. Admiro, además de su
disciplina, su disposición para someterse a sí mismos a los
avatares del trabajo (léase: esclavitud) asalariado con tal de
poder dedicarse a escribir sus cosas. ¿Habrán visto ellos
cómo se alejaban uno por uno sus amigos, o por el contrario,
encontraron que esa soledad de la que dependía su trabajo
se poblaba aquí y allá de personalidades afines a las suyas?
¿La separación de la familia, de los amigos, de la mujer de
la que alguna vez creyeron estar enamorados, no les dieron
nuevas energías, no los alentaron para trabajar aún más duro
en la tarea de conocerse a sí mismos? ¿Para terminar este
—sólo este, después quién sabe—, este libro?
Conozco demasiado bien la respuesta a estas preguntas retó-
ricas. No, nunca vale la pena, pero no tenemos opción. Al menos
yo no la tengo. Hasta pronto, querida E. No sé hacer otra cosa.

Ya no sabía cuál, de entre la multitud de escritores que lo


conformaban, era el verdadero redactor de La rebelión de
los negros. No sabía si se trataba de Sergio Ventura, el detec-
tive, o de Kosterlinszky, el judío ruso emigrado a la Argentina
en el mismo barco que Gombrowicz, al inicio de la Segunda

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 105
Gran Guerra. Incluso pensaba que era él mismo a ratos, Rafael
Zamudio, en su pequeña ratonera sin ventanas, un colchón
(de segunda mano) en el suelo, las sábanas hechas nudo, el
escritorio en la esquina y un disco duro portátil donde cabía
una inmensa biblioteca de libros electrónicos en diversos
formatos (Zamudio prefería descargar libros que andar de
mudanza en mudanza con toneladas de papel a cuestas: no
le parecía mejor, sólo más práctico), además de la discografía
en shuffle de John Zorn que sonaba siempre de fondo como
el soundtrack de su vida: él, sólo él, jugando a comenzar otra
novela —o la misma novela desde una nueva voz, desde la
voz de un desconocido— que bien podía ser La rebelión de
los negros, unas cuartillas de nada: un buen libro, un libro que
a él y a sus amigos les hubiera gustado leer y comentar; un
libro que contara las aventuras de un grupo de redactores
medio muertos de hambre a principios del siglo, un libro
duro, como un clavo de concreto incrustado hasta el tope en
el cráneo de la civilización.
Se sentía valiente en tardes como ésta, con el rumor de los
autos lejanos y de la lluvia entrando por la minúscula ventana
del baño, una abertura donde asomaba un pedazo de cielo
manchado del color de las buganvilias secas y las tuberías.
Era perfectamente posible comenzar la novela una vez más:
imitar el gesto del gran Macedonio Fernández y negar toda
la tradición precedente. ¿Pero quién de ellos lo negaba?
Tiraba la colilla del cigarro al inodoro y sentía que la novela
se iba también con esa brasa y esos papeles embarrados de su
marca humana: papel y fuego y podredumbre. Esa era su vida
desde que llegó a esta puerca ciudad. Luego caía la noche y se
asomaba irremediablemente a las carpetas electrónicas con el
trabajo pendiente: alquilaba su magro talento igual que todos

10 6 • J av i e r R aya
los demás para “producir contenido”, firmar con nombre
ajeno columnas propias, pegar frases gastadas, argumentos
predecibles, fragmentos de un discurso antiguo en un orden
diferente para simular la prestigiosa irrupción de lo nuevo.
Bajaba por la escalera casi vertical del edificio ruinoso y escu-
chaba follar a la pareja que vivía en el piso de abajo mientras
ponía la cafetera de hierro macizo sobre el fuego. Sentado en
el comedor, escuchando caer sobre las láminas herrumbrosas
del patio las percusiones sincopadas de la lluvia, fumaba un
par de cigarrillos más e imaginaba cómo meter en la novela
esas embestidas brutales que sus compañeros de casa prac-
ticaban apenas unos metros detrás de él, detrás de la pared,
pero como en otro mundo. Planeaba la escena con todo detalle
sin escribir una palabra. Entonces la cafetera emitía su única
y gradual nota cada vez con más fuerza, y regresaba con su
taza y su cenicero vacío y sus 120 kilos de novelas por terminar
hasta la habitación.
Cuando tenía plata extra compraba algo de marihuana,
pero sentía cada vez con mayor convicción que estar pacheco
se parecía a ser escritor sin serlo: tienes el gozo de la imagi-
nación, pero nada de sus resultados. La novela moderna se
trataba del proceso más que de los resultados, eso lo sabía
bien, pero igual fantaseaba con poderla publicar algún día.
Esa, la nueva novela moderna. La que marcaba una nueva
forma de leer las tradiciones que la precedieron y la hicieron
posible. Drogarse era divertido, claro, pero también una
pérdida de tiempo. Aunque le gustaba recibir visitas de Raya
o de Sebas, charlar a veces era tan predecible como revisar las
redes sociales o leer el periódico: pero a veces no, y ésa era la
maravilla de tener amigos y de escribir con ellos, sobre ellos.
Sentía que eso, que “escribir con ellos” era algo literal, como

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 10 7
si pudiera sintetizarlos y crear una nueva droga a partir de los
componentes individuales de todos ellos. A lo mejor Raya era
un precursor, Khonde era un alcaloide y Sebas un reactivo.
¿Y qué era él? Por lo pronto, un Negro a sueldo que tomaba
café y había tenido la puntada de nombrar a un tumor maligno
que crecía en su cabeza La rebelión de los negros.
Ese libro imposible había comenzado a manchar cualquier
papel que le caía entre manos: todo lo volvía mapa, blueprint,
rastro de sí mismo, y Kosterlinszky o Ventura o él mismo le
seguían la pista como un cazador al animal herido. Pero a
su paso también dejaba hermosas promesas: la posibilidad
de entender, así, a secas, algo sobre la naturaleza de lo lite-
rario, de vivir su proceso al sobreactuar el libro, al imaginarse
viviendo en su interior, o en transformar en libro (no en lite-
ratura) la vida misma. Y de la emoción desaforada llegaba
también la incertidumbre sobre si existía vida fuera de la
escritura, incluso fuera de la escritura de ese libro que había
conquistado y seducido a todos los que se cruzaban en su
camino. Aunque no lo contaba, sabía que sus propias novelas
eran borradores creciendo a la sombra de La rebelión…, y
que la acumulación de archivos no hacía sino postergar “el
verdadero comienzo” de la novela, como si el polvo sobre los
objetos no fuera polvo sino un precursor del polvo, del verda-
dero polvo que iba a terminar sepultándolos a todos. Pero por
ahora esa y todas sus novelas se dejaban leer como un catá-
logo de abortos.
Cada noche se soñaba caminando por las calles del centro,
paseando por el callejón de los libros que lo esperaban ahí,
ordenados en planchas horizontales según sus tamaños,
colores y precios, como pescados. Se veía tomar alguno
y dejarlo en su lugar, devolviéndolo al mar del mercado.

10 8 • J av i e r R aya
Ningún tendero se acercaba a ayudarle. Entonces se daba
cuenta de que soñaba y le preguntaba a todos por La rebelión
de los negros, y la respuesta siempre era distinta y esquiva.
Se prometía intentarlo al despertar, pero se le olvidaba al
visitar las librerías reales de la vigilia, que igual tienen algo
de imaginarias como cualquier librería. ¿Qué hubiera podido
preguntar? Fuera de la travesura, no le veía sentido. ¿Y qué si
alguno dijera que sí, como los libreros de sus sueños: que
no sólo había oído hablar de La rebelión de los negros, sino
que incluso lo hubiera leído? ¿Que recordaba los colores
de la portada, el nombre de la editorial? ¿Que trataba de
tal y tal cosa, que es lectura prescindible pero entretenida,
que había hablado alguna vez con alguien a quien ese libro
le había salvado la vida? ¿Que incluso puede que tuviera un
ejemplar arrumbado por ahí, que no sabe dónde, que vuelva
mañana, que vuelva en dos semanas, que deje un anticipo,
que le pregunte al tipo del sombrero raro de más allá, su
nombre es Edgar Khonde, el que consigue siempre los libros
más raros? Dormido o despierto, en el sueño perenne del
Samsara, escuchaba en el fondo de sí la voz de Kosterlinszky
o de Ventura diciéndole que era demasiado literario entregar
sus poderes a un dogma de nada, a una religión de nada, a
un trabajo de nada que consistía en oficiar un libro que no
existía, leyéndolo en voz alta a un auditorio de ausentes.
Sin embargo, más de una vez creyó en su propia existencia
cuando, apresurado por cumplir un trabajo o simplemente
vagando por la calle, se sentaba en un parque a garabatear
una escena de La rebelión…: un episodio bien trazado, un
nuevo personaje descrito con los brochazos toscos que
tienen las notas de viaje, pero también con la precisión del
verdadero artesano del carácter:

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 10 9
sabe si una cerradura está abierta o cerrada con sólo mirarla
cortó durante varias pacientes noches las espadas de las
estatuas de Reforma
una mujer que ya no existe pero que no lo sabe
una mujer que ya no aturde a R. con su inteligencia demoniaca
una mujer que cocina arroz frito como los chinos de Ensenada
una mujer que se creyó la reencarnación de Fata Morgana y
Patti Smith (aunque Patti Smith no haya muerto. ps: Patti Smith
nunca muere)
la novela no avanza porque no hay novela —hay
percepción atropellada y fantasmas de imágenes —hay mundos
atropellándose como trenes supersónicos que impactan contra la
misma pared invisible e indestructible—
la novela que leería Godot habría que escribirla en un
submarino
la novela que quiero escribir se lee en una vieja estación de
trenes con rumbo a Kamchatka —todo lo que hay a la vista
es Godot y dragones— hay lo irreparable de querer regresar a
un sueño ajeno —de robar un sueño desde adentro, como el
durmiente desarmando las tramoyas de la percepción
lo que no tiene forma no puede morir
una obsesión es una forma de vida
mi arte es el arte de la obsesión —y no cambiaría mi arte
ni por todas las novelas del mundo—

110 • J av i e r R aya
dgi
El coxis es el miembro fantasma de los dinosaurios
la rebelión de los negros es también llamable la rebelión de los
fantasmas porque quieren corporizarse
a través de la escritura, la escritura escribiéndose sola
11:12 PM

raya
jum
sí, sí
11:15 PM

dgi
que quiere salirse del libro
11:15 PM

raya
la escritura emancipándose del sujeto
11:16 PM

dgi
o el sujeto emancipado
“desempollado” del libro
11:18 PM

raya
imagínate, dos que se conocen “en” el libro,
y se escriben, se transmutan ahí,
11:18 PM

dgi
se escriben a la vez que escriben algo
más, la historia donde puedan habitar,
pero una historia que sea la vida
11:18 PM

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 111
raya
la escritura como rebelión del libro
como un ir hacia la vida es como lo que te decía
del hecho de leer yo lo de Dante como si Francesca
y Paolo se estuvieran leyendo en el libro
11:19 PM

dgi
con Raya/Diana en el libro que te decía,
Francesca/Paolo /Lanzarote y la morra, no
recuerdo quién era... todas esas paralelas
usarlas como simulaciones de simulaciones
11:21 PM

raya
Guiniver. Personajes que quieren salir del libro
11:21 PM

dgi
y que haya como glitches, glitches-kisses.
Los escritores como el error del libro
11:21 PM

Esta tarde he pasado por el callejón de libros de la Condesa


buscando a Sebas. No lo encontré, pero pregunté a un librero
por La rebelión de los negros. Es uno joven, de los que se pone
cerca de las escaleras que suben a Correos. Muy amable. Le
pregunté por nuestro libro en cuestión. Y, mira tú, lo conocía.
O le sonaba de algo. El caso es que mantuvo mi atención elec-
trificada mientras trataba de acordarse.

112 • J av i e r R aya
Imagínate: un día alguien te dice que ese libro que querías
escribir no sólo existe, sino que es muy bueno. De hecho es
un libro buenísimo, me dice el librero. Debí preguntarle si
por casualidad se llamaba Edgar Khonde. Cree que el nombre
es La revuelta negra, porque le recuerda a “Francis Fanon”,
el de Los condenados de la Tierra. Frantz Fanon. ¿Qué? No es
Francis Fanon, sino Frantz Fanon. Qué libro horrible, me dice,
como sin darse por aludido de la corrección. Le digo que sí,
aunque no lo he terminado de leer. Lo conozco, por supuesto.
Incluso está listado en el índice de la primera maleta de libros
que Sebas se trajo por toda América, a manera de amuleto,
y con la que un día llegaría a fundar el Neotropicalismo, con
el inolvidable Sergio Ventura. Pero no le cuento nada de esto
al librero, que bien podría ser un Khonde cualquiera, porque
me interesa mucho que me siga platicando de La revuelta
negra o La rebelión de los condenados, o Los negros de la Tierra
o como sea que se llame ese libro que de algo le suena. Me
interesa muchísimo, le digo. Le escribo mi mail en un papelito
y él me retribuye con alguna vaga promesa de mantenerme
al tanto por si aparece. Trato de exprimirle más detalles.
¿Recuerda la editorial, si es un libro reciente o antiguo, dónde
se publicó? Mueve la cabeza de un lado a otro y se rasca el
mentón ralo. No se acuerda de nada, pero quisiera acordarse:
la memoria bibliográfica es su trabajo, incluso el ofrecerme el
sucedáneo de una ficción o de una esperanza. Vende libros:
trafica con algo más que papel. Cree recordar (aunque sé que
miente) que el libro que busco está en la colección donde está
lo de Ryszard Kapuściński. ¿En Amagrana? No todos tenemos
a mano las abreviaturas de los acentos polacos mientras
salimos a dar un paseo por la página, pero me lo dice así, con

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 113
todos sus acentos raros. Khonde, el librero, me dice que
me lo puede conseguir. Lo que pasa es que a él también le
interesa. Anda tras la pista de ese libro desde hace mucho.
No le creo. Me explica. Es que La rebelión de los negros abre
con un poema buenísimo. Es un poema de una negra a sus
negritos. Pienso en Sóngoro cosongo, por ejemplo. Un poema
para hacer reír niños. Un poema donde les diga que mamá
tiene que ir a trabajar, pero que va a regresar muy pronto.
La negra del poema seguramente trabaja en los campos de
algodón a orillas del Mississippi. O la triste, triste historia
de Hattie Carroll, que nunca le hizo daño a nadie en sus 51
años en la tierra y fue asesinada por el hijo del hacendado,
que esa noche sintió ganas de matar y no trató de reprimirlas.
Tal vez el poema habla de una negra como las que parieron a
Ray Charles, pero no a mi amado Miles Davis, que es negrura
de otro costal. Me imagino a todos mis bluesmen y mis amigos,
todos tocando en una gran orquesta de ovejas negras. A lo
mejor ese poema de la negra hablaba también de ovejas. De
cómo se las llevaban al matadero y ellas iban, felices, dando
uno, dos, tres brinquitos de felicidad. La clave está en decidir
si quieres contar una historia, lector, o en contarla directa-
mente. Yo no lo creía, pero resulta que es muy sencillo. Mira,
aquí estoy contando sin manos. En fin, que el tal libro no era
sólo ese poema de la negra a sus negritos (que de hecho, como
dijimos, sólo inaugura, abre pista en el volumen). El libro de
La revuelta negra se vuelve un tratadazo histórico metomen-
todológico crítico sobre cómo una parte de la humanidad
siempre ha sido una gran hija de puta con la otra parte. Es
un volumen gordo, me dice Khonde. Han sido muy hijos de
puta. ¿Entonces lo escribió un sólo autor, le pregunto? No,

11 4 • J av i e r R aya
me responde. No lo escribió un solo autor. Es un compi-
lador. Hizo un corpus, como cualquier investigador. Recopiló
todas las cosas que se parecían y las puso en una cajita, con
un título. Así, como si tal cosa, uno podría tener un libro
hecho de la noche a la mañana. El problema es saber cuándo
dejar de meter en un mismo lugar todas las cosas que se
parecen, cuándo frenar el impulso totalitario del coleccio-
nista. Pero me desvío y aún no quiero cortar esta parte de la
historia. Es que se pone mejor.
Cuando me despido del librero siento un alivio pasajero,
pero alivio al final: muy bien, tal vez después de todo el maldito
título que soñó Edgar Khonde sí exista. Nada más le presté
mucha atención. Durante tres años, dos mujeres, un aborto,
interminables borradores y todos los ladrones de por medio,
existe la posibilidad de que La rebelión de los negros fuera
solamente una reminiscencia diurna de algún otro título
que Khonde viera durante su sueño. Uno de los mil hijos
de Hypnos se le presentó esa noche fatal para convencerlo de
que había soñado que era el autor de un libro que, de hecho,
ya existía. Un libro que fácilmente Edgar Khonde o alguien
más ha podido confundir con La rebelión de los negros —ese
mismo que algunos libreros del callejón de la Condesa, justo
detrás del Palacio de Correos, siguen buscando en las pilas de
libros usados, leídos y releídos, vendidos por kilo o por lote,
rematadas por los albaceas ingratos de algún lector que se hizo
uno con la Fuerza porque ya no hay espacio en la casa para
tenerlos, y como si tal cosa llega el camión y unos hombres con
cajas y ponen todo ahí dentro, sin ver las portadas siquiera,
sin juzgarlos aunque sea por eso, buenos y malos libros con
su carne de papel a la trituradora y al centro de reciclaje de

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 115
papel, incluso ese que buscan insistentemente los libreros
porque tal vez alguien venga y pregunte por él, porque tal vez
ese libro existía, sí, pero yo sospechaba que sólo me timaban,
que se burlaban de mí como una especie de chiste local, de
broma vieja que poco a poco deja de ser graciosa. Y si hay algo
peor que un chiste malo es un chiste viejo.

116 • J av i e r R aya
La rebelión de los negros y el lector como héroe
Boris Barthelme Küng

La rebelión de los negros de Javier Raya ha plantado desde su


aparición el virus y el contagio de la duda acerca de las “verda-
deras” intenciones de su autor, así como sobre los periplos
por los que éste atravesó durante el proceso de elaboración
de la obra. Los abordajes más superficiales han abundado
en los chismes y los pleitos de alcoba entre los personajes,
poniendo al crítico en un lugar que antes ocupara el paparazzi
o el periodista de ocasión, y dejando al lector a solas con el
enigma de la obra (si podemos llamarlo “enigma”, si podemos
llamarla “obra”). Pero son las obras de este tipo, precisamente,
las que colocan al lector en una posición donde no puede
eludir el llamado misterioso que emana de ellas, y frente al
cual el crítico poco puede hacer, más allá de marcar algunas
direcciones en un mapa esquemático. Porque con La rebelión
de los negros ocurre, al igual que con muchos y muy buenos
libros, que son discutidos más que leídos, analizados más
que disfrutados, comentados más que vividos.
A menudo me pregunto si no seré yo más bien el viajero del
tiempo que ha llegado desde las profundidades del siglo xx
hasta esta obra extraña, por decir lo menos, y cuyas amplias
costas prometen recibimientos amables, a pesar de que en el
fondo de la isla se escuche el atronador rugido de los cantos

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 117
de guerra tribales: huésped extraño en un universo donde
el futuro juega a disfrazarse (travestirse) de pasado, y donde el
presente es el instante de la lectura, relevado definitivamente
ya de su contingencia para ser un sueño más ambicioso
que la poesía pura: el presente puro, inasible. El presente:
ese momento en que ocurre la Historia con mayúsculas.
Considero, pese a los riesgos, que existen cosas que un
crítico literario marxista, como es mi caso, aún puede decir
acerca de las obras literarias sin intentar explicarlas o redu-
cirlas a papilla digerible para lectores flojos, ni transformarla
deconstructivamente en un escuálido paper de consumo
exclusivamente académico. Pero nuestros métodos de apro-
ximación a la obra deben cambiar. El mundo ha cambiado,
después de todo y pese a todos los pronósticos de perma-
nencia. El tipo de instrumentos —nuestras propias percep-
ciones— deberán cambiar y evolucionar también para
adaptarnos a nuevas realidades. O, como dice Edgar Khonde
(p. 42, 1ª ed.), para adaptarnos “a la misma realidad renovada”.
Ni críticos ni editores quedan bien parados al final de La
rebelión de los negros. Un lector del gremio podrá sentirse como
yo: excluido, identificado tramposamente con el enemigo (el
gran Otro capitalista), un engrane de la industria literaria, casi
ausente en su medular papel dentro de la maquinaria del arte.
Toda la loa es para el lector: él es el único que puede desci-
frar el enigma de la obra, que no se deja traducir fácilmente
“a lacaniano, a barthesiano, a kristeviano ni a ninguna de las
otras jergas al uso”, como se menciona en alguna parte del
libro. El lector es, pues, el héroe de la novela, y toda la trama se
relaciona con sus experiencias más vitales de lectura (proce-
dimiento tal vez aprendido del primer Pascal Quignard, que
entregara en buena hora a las imprentas ese temprano triunfo

118 • J av i e r R aya
llamado El lector), que desarman toda posible interpretación
o traducción del “contenido” de la novela en experiencia y
conocimiento teórico. Podríamos decir que se trata de un
experimento para vivirlo, no para leerlo, y que las partes más
interesantes de la obra ocurren no en las páginas, sino en el
momento en que el lector les da lugar en su propia vida.
Puedo escuchar al auditorio de colegas preparando un
carraspeo de desaprobación al fondo de la sala. Ruego que me
otorguen unos pocos momentos más de atención. No ha sido
mi propósito asistir a este xxiv Congreso de Literatura Socia-
lista para hablar frente a ustedes como otro “converso”, mucho
menos como un evangelista de la buena nueva, ni tampoco
(horror de horrores) como un fan. Sin importar nuestra
apreciación subjetiva de la obra, debemos estar de acuerdo
al menos en que La rebelión de los negros nos recuerda
aquello que Marx decía al respecto del proletariado en
general, a saber, que debe identificarse por completo con su
propia autocrítica. La clase revolucionaria será una clase filo-
sófica o no será, pues sus propias condiciones de posibilidad
dependen de la reflexión que sea capaz de derivar sobre sí
misma. Los economistas encontrarán modelos que pueden
ser de utilidad para comprender el desbalance laboral entre
los “negros” literarios y el mercado editorial, metaforizado
a través del deseo frustrado del narrador de ser recono-
cido como escritor negro. La metáfora es, pues, racial, pero
el contexto sigue siendo de exclusión: sólo cuando seamos
capaces de pensar quiénes están fuera y quiénes dentro
del mundo —entendido como capitalista, “democrático”, y
blanco— lograremos plantearnos una redistribución de
poderes que rebase las barreras cosméticas de las democracias
liberales actuales, y que se atreva de una buena vez a aceptar

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 119
la radical e inexpresable alteridad del otro: la distancia que
nos separa de ellos transformada en admiración por el otro.
Pero esto sólo será posible, no quiero dejar de repetirlo, luego
de una crítica sin cuartel de nosotros mismos y de la realidad
del Capital en el siglo xxi.
Tal vez un pequeño ejemplo de la manera en que La rebelión
de los negros ha cambiado, al menos transitoriamente, mi
propia apreciación de dicha realidad, pueda ser ilustrativa de
lo que he expresado hasta aquí.
Hace poco llegó hasta mí la increíble historia de una colega
de la Universidad de Washington, directora de un importante
programa de estudios culturales afroamericanos y activista
por los derechos de los negros, Rachel Dolezal. Ms. Dolezal
enfrenta actualmente una extraña demanda por abuso de
confianza y ha visto su credibilidad fuertemente cuestionada.
La razón es que Ms. Dolezal es descendiente de irlandeses,
como atestiguan sus fotos de juventud, donde se le ve el albo
rostro enmarcado por mechones ondulados y rubios. No se
parece en nada a la flamígera activista por los derechos
raciales, caracterizada por su tono de piel acaramelado y su
afro hipersensible al viento. A partir de entonces las redes
sociales comenzaron a hablar de un fenómeno “transra-
cial”, uno de cuyos antecedentes más espectaculares fuera
el cantante y compositor Michael Jackson, quien, según lo
describió un comediante, “nació como un hombre negro y
murió como una mujer blanca”. Transformación racial, apro-
piación de raza, cosmética del esclavo para parecerse más
a su amo. Cuando Ms. Dolezal ha sido cuestionada acerca
de su motivación para “disfrazarse” de negra, se muestra
esquiva, y arguye confusos porcentajes de ancestros jamai-
quinos, dominicanos, nativos americanos e incluso suizos.

12 0 • J av i e r R aya
“No importa el color de mi piel”, dijo en una ocasión, “sino de
que todos aprendamos a reconocer que no existimos como
razas puras, sino como la suma de lo que la raza ha dejado
impreso en nuestra piel. No podemos dejar de ser lo que
somos, no importa cómo nos percibamos subjetivamente.
Es por eso que creo que todos somos al menos 50% transra-
ciales, porque nos identificamos culturalmente con ciertas
herencias raciales prestigiosas en detrimento de otras. La
historia de la colonización y el comercio de esclavos se sigue
llevando a cabo en el interior de nuestro caudal genético:
el hilo de Ariadna se convierte en el laberinto, y no importa
de qué color sea el héroe mientras consiga enfrentarse con el
monstruo de su propio ser”.
Volviendo a la novela que nos ocupa, el narrador cuenta
más de una vez cómo toda la vida se había sentido en su
fuero interno como un escritor negro, como un poeta negro.
Además, el libro está plagado de referencias a la etnicidad
de sus personajes, así como a la problemática cultural que
se vive en la capital de México a principios del siglo xxi, al
menos vista desde la industria literaria, gracias a la migra-
ción de escritores de diversas nacionalidades que confluyen
en el Distrito Federal, producto de las posibilidades de aper-
tura internacional que brinda el Internet y las herramientas
tecnológicas. La descripción que ofrece Raya del problema
en el capítulo de la fiesta (donde dos de cada tres paletas
convidadas en la entrada contenían una dosis de lsd, lo que
tendrá hilarantes y siniestras consecuencias en la parte final):
una fiesta de negros literarios de todos colores y nacionali-
dades se parece a una reunión de la onu, con sus intérpretes
y sus discursos perdidos en la traducción. A veces parece que
estamos frente a un documento de lingüística comparativa

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 121
donde el español regional de Latinoamérica se convierte en
una especie de pidgin o neo-lengua emergente: los perso-
najes se expresan de una manera similar (un defecto que
otros críticos ya han apuntado en la escritura de Raya), pero
presentan interesantes giros verbales que los evidencian frente
al lector atento sin necesidad de que el texto mismo dirija o
limite su atención a través de didascalias ni otros indicadores
metatextuales. Las ochenta cuartillas de diálogo inconexo
e ininterrumpido conforman una fanfarria técnica a veces
exagerada, pero capaz de dotar a las páginas finales de La
rebelión de los negros de una atmósfera alucinada y aluci-
nante, donde la lengua del otro aparece en su radiante difi-
cultad, en su seductora ajenidad. Estamos, como ha escrito
Tim MacGabhann, “frente al colapso de las fantasías naciona-
listas que identifican una lengua con su hablante, a éste con
su ideología y a la ideología con el territorio”.
La rebelión de los negros, por tanto, funciona en ocasiones
como un territorio desterritorializado, una zona provisional-
mente autónoma, libre solamente durante el tiempo de la
lectura, o incluso como utopía que permanece abierta, acce-
sible y transitable únicamente mientras el lector comparezca
frente a la página.
La reflexión crítica a la que nos orilla pacientemente La
rebelión de los negros a los militantes, a los lectores, a los
críticos y a los editores, es simplemente la de recordarnos el
instante de la primera experiencia literaria: esa que sembró
en nosotros el contagio definitivo de la literatura, y que nos
hace tal vez habitantes y vecinos de un mismo país encantado,
cuyas embajadas —habrán de disculpar el símil— se encuen-
tran en todos los libros del mundo. Es desde la trinchera de

122 • J av i e r R aya
la lectura y el asombro desde donde podemos plantearnos
seriamente la posibilidad de la Utopía, no como aquello
imposible y eternamente postergado, sino como una zona de
tránsito donde el Capital pierde, al menos provisionalmente,
su hambre voraz de acumulación y explotación para conver-
tirse en pérdida, en gasto: en goce.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 123
Son como conejos

Un sueño largo, largo que más parece una vida breve y


nocturna: estoy en una ciudad del desierto, que podría ser
de Medio Oriente o de algún lugar olvidado entre las carre-
teras de Nuevo León. Me parece increíble que la gente aquí
tenga albercas, pues uno supondría que habría que ser más
cauto con el agua que con las balas —la primera falta y las
segundas sobran.
Volví a ser soldado. Antes era un motivo recurrente en mis
sueños, soñar con guerras, la paz de la obediencia, del deber
cumplido. Desde que leí Psicoanálisis del fuego de Bache-
lard, los sueños de violencia y sangre se espaciaron y casi
desaparecieron del todo. Entendí algo sobre mi propia furia,
sobre su potencial benéfico: mi furia podría mantener una
bombilla encendida por un segundo entero. Pero ahí estaba
yo: el más indisciplinado cerdo que jamás se hubiera parado
en un cuartel. Era como si los comandantes notaran que
había estado lejos de la acción, y me reprendían por actos
y comportamientos que ocurrieron hace tanto tiempo que
ya ni siquiera puedo reconocerlos como míos. No importa.
Absorbo la responsabilidad sin culpa, me dejo ir en el dolor

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 125
de los golpes que me propinan como castigo, e incluso me
dejaría fusilar en ese momento, me cortaría un brazo así,
torciéndolo como una rama verde en un árbol hasta despren-
derlo, para dárselo en prenda a mi comandante por los agra-
vios anteriores, para recuperar su confianza: no cabe duda,
sueño que soy el mejor soldado del mundo.
Somos un ejército grande, apostado en las márgenes
externas de una ciudad sitiada; los campamentos se han
levantado al alba y cada uno de nosotros (hormigas de batalla)
se pone su armadura, su verdadera piel. La armadura consiste
en placas envolventes que van cercando la carne como un
caparazón; se parecen a una armadura samurái y tienen la
ventaja práctica de ser un ataúd portátil. Si el soldado muere,
un botón lo encierra, como en un capullo, y lo deja listo para
ser sepultado. Vale la pena decir más sobre la armadura, pues
es algo así como el punto de vista desde el que se cuenta el
sueño; la información, cuando soy soldado, es sobre todo
filtrada a través del cuerpo. Mi cuerpo piensa por mí en el
campo de batalla, y mi cuerpo es mi armadura, mi arma y mi
tumba. Me siento compacto y ajustado, sin nada que sobre
ni que resalte, semejante a mí mismo y feroz como un sable
afilado. Aunque voy recubierto de placas o escamas, pequeñas
y flexibles, podría decirse que estoy desnudo. Me recuerdan a
la armadura de Gray Fox en el primer Metal Gear Solid para
PlayStation. Eso somos: un ejército de ninjas biónicos. Ni
siquiera necesitamos armas, ni espadas ni rifles en absoluto.
El arma somos nosotros.
Pero si somos tan eficaces, ¿por qué no tomamos la ciudad
de una vez? Un soldado no debe hacerse muchas preguntas,
me dicen. Así que esperamos en la loma que domina la ciudad,

126 • J av i e r R aya
mirándola como un enorme animal atropellado y apestoso
sobre una carretera del desierto.
Corte. Mi ser ha cambiado: ya no soy el soldado que aver-
gonzaba a sus maestros y comandantes sino un bravo guerrero.
Han pasado diez años del cerco de la ciudad, dentro de la cual
me veo marchando por las calles, entre humareda, polvo e
incendios aislados. Nuestra marcha es ligera, como si fuéramos
avispas en formación, apenas tocando el suelo con nuestros
pies. Curioso, no hacemos ruido al marchar: en lugar de asustar
a los pobladores con el estruendo, con el retumbo de nuestros
pasos, los aterramos con nuestro silencio. Vamos de regreso al
campamento cuando nos encontramos una enorme patrulla
enemiga disimulada por el humo de los incendios: parece
como si cada grupo de soldados caminara directamente hacia
un espejo. Ellos gritan y corren hacia nosotros, disparando
sus rifles. El sonido de los balazos parece embravecerlos, y se
animan a avanzar cada vez más aprisa hacia su propia perdi-
ción. Nosotros corremos también hacia ellos, pero nuestra
velocidad es otra: vemos pasar las balas como si fueran un
enjambre de moscas en cámara lenta a nuestro alrededor.
Somos artistas de la percepción, me han dicho. Me entrego al
combate sin furia, sin pasión alguna, sin que ningún pensa-
miento cruce mi mente, que es igual a un espejo de agua en
medio de una montaña, un cráter lleno de agua de colores que
ni el viento perturba, uno de esos arcoíris de gasolina, imper-
térrito en los charcos de la ciudad. El enemigo está vestido
como los marines gringos, con ropa camuflada y rifles de
asalto. Para nosotros son como niños, o conejos con dientes
afilados, incapaces de hacernos daño. Es fácil romperles el
cuello, tan lentos son:

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 12 7
Palma en quijada, rodilla en testículos, desarme,
agarre posterior, cuello roto. Puño
en la nariz, muerto, cegar
al segundo atacante, pisarle
los ojos, tumbar al primero, romper
la rótula del segundo, romper
el ojo izquierdo del primero, no romper filas, esquivar
balas, enroscar el cuello del segundo en pierna,
tumbarse y rodar como una serpiente,
como esa serpiente que diezmó
a los hombres de Cadmo antes de transformarse
ella misma en un bosque de guerreros desechables,
rodar así como la serpiente entre ambos atacantes,
romperlos. Sus ojos están más allá del horror.
Les han contado desde niños que somos terribles,
han crecido escuchando las historias de nuestra saña:
no esperan ganar, esperan
que el dolor dure poco. Dura poco.
Es como bailar.

Alcanzo a ver una mujer soldado entre el humo, entre los


soldados enemigos y mis hermanos. Me mira. Está vestida de
marine, pero lleva el rifle sin balas, no sé por qué puedo notarlo
a simple vista. Ella no representa amenaza alguna para mí,
pero como un perro que huele las intenciones hostiles o bené-
volas, le permito acercarse. Me pide telepáticamente que la
acompañe. No sé cómo se comunica conmigo, poco importa.
Es el enemigo pero no desconfío de ella, podría romperla
como a sus compañeros en un segundo. Si no tiene poder
sobre mí, si es un agente del enemigo, ¿por qué obedezco?

128 • J av i e r R aya
Me conduce a un pequeño remolque de madera donde
despacha alguien importante. Dejé de imaginar que iban
a rendirse hace mucho, así que no creo que me lleven con
él para negociar la capitulación. Sin embargo, el que sean
nuestros enemigos no nos hace despreciarlos. Los matamos
rápido porque los admiramos de algún modo, ese coraje
suicida, esa determinación de seguir en pie cuando más
valdría maldecir a los dioses y morirse. Lo que encuentro en
el remolque es más extraño que la cobardía y el coraje juntos:
dentro del remolque hay un viejo que reconozco; es uno de
los que me reprendió antes por mi indisciplina, y no me queda
claro por qué tiene comunicación con el ejército enemigo.
Mala espina. Tiene un parche y pipa. Se parece a Stan Lee.
Cosa rara, al pensar esto me siento honrado de estar frente
al viejo. Me siento como en una película de los X-Men, pero
sin acción. Ya no estoy en una película de acción, ni en una
épica en clave bufa de mis sueños, sino en un talk show. Hay
un sillón largo de cuero a un lado de su escritorio. Estamos de
pronto en un bote, en un yate, para ser más precisos, que es
también un estudio de televisión. Me veo desde la perspectiva
de la cámara: estoy a cuadro y mi estupefacción está conmigo.
¿Qué no estamos en una guerra? Se vuelve evidente que la
guerra es parte del show solamente; que todo cuanto creí y
aprendí, la belleza de ese arte de matar que desarrollamos en
el sueño los samuráis mirmidones fue mentira, y me siento
muy tonto, pues resulta que el público ruge y aplaude y ríe
al verme expuesto. Y de pronto es como si hubiera olvidado
cómo matar, como si estuviera verdaderamente desnudo sin
mi piel acorazada.
Estoy en un talk show. En un puto talk show.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 12 9
Ceguera parcial
Verónica Gerber Bicecci

Platiqué con Javier Raya por primera vez en su departa-


mento de Tlatelolco, frente a una inmejorable vista al jardín
de Santiago, mediados por una pequeña grabadora digital.
Era 2013. Yo trabajaba en una investigación sobre tecnolo-
gías de lectura en miembros de la comunidad artística, y a
falta de congeniar agendas con miembros productivos y rele-
vantes del gremio, mi jefe de investigación, el doctor García
Canclini, me indicó buscar y entrevistar a cualquier subro-
gado o pasante de escritor que pudiera encontrar en Internet.
Después de una búsqueda minuciosa no me pareció el peor
de los candidatos, y nuestras agendas coincidieron. No fue
para nada como me lo advirtieron algunos amigos comunes:
un devorador de mujeres, un drogadicto, un vagabundo, sino
más bien un sujeto tímido, moderadamente articulado, capaz
de entablar un diálogo de 45 minutos con una investigadora.
Además, ese día Raya tenía puesto sobre el ojo izquierdo un
parche oftálmico que le daba cierto aire de pirata, para recu-
perarse de la extracción de una pestaña encarnada, según
consta en el minuto ocho de la grabación; el detalle es rele-
vante porque soy alguien que sabe muy bien lo que es ver el
mundo como un pirata o un cíclope —un mundo al sesgo,
incluso al borde de la ceguera.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 131
A los 9 años recibí diagnóstico de ambliopía, llamado popu-
larmente “síndrome del ojo vagabundo”, y por algún tiempo
tuve que usar parches oftálmicos. La idea es que al tapar el
ojo sano durante ciertos periodos del día, el ojo errante haga
un esfuerzo extra por enfocar y encarrilarse en sus funciones.
Es como darle vacaciones a uno de los ojos para que el otro
tenga que cubrir una doble jornada de procesamiento de luz
y de impresiones ópticas, de modo que después de cierto
tiempo se eviten tratamientos más invasivos. Hoy pienso que
me habría gustado conservar al menos uno de esos parches
como una forma de documentar las muchas prótesis que mi
cuerpo, como cualquier otro, ha tenido que utilizar a lo largo
de la vida; creo que sería interesante hacer el inventario de los
anteojos, las muletas, las escayolas, amalgamas y todo tipo de
aparatos dentales para corregir los defectos de la sonrisa, sin
contar por supuesto las recetas médicas, radiografías, electro-
cardiogramas y otros estudios médicos. Como dije, me gusta
llevar a cabo mis investigaciones con minuciosidad, aunque
una dosis de azar a veces resulta benéfica, incluso divertida.
Aunque la grabación de mi charla con Raya fue desorde-
nada y caótica como el pequeño departamento donde me
recibió, recuerdo que me habló con verdadera emoción del
proyecto en el que llevaba tiempo trabajando: una novela rara,
como todas las novelas de poetas, e incluso me mostró meca-
noscritos y libretas llenas de garabatos, pero yo no podía dejar
de pensar que se trataba de un pirata mostrándole mercancías
maravillosas a un visitante de otro planeta, que no le puede
prestar más atención que la de un adulto a un niño, impaciente
por mostrarle un juguete descompuesto y de nulo interés.
Luego de la entrevista me dediqué de lleno a recopilar el
corpus de entrevistas y a terminar algunos proyectos personales.

13 2 • J av i e r R aya
No volví a ver a Raya sino brevemente en el museo del Chopo,
en el invierno de ese mismo año, durante la presentación
de mi pieza Conferencia secreta, de la cual, naturalmente,
no puedo decir nada. Poco tiempo después fue publicada
La rebelión de los negros y recibí un ejemplar en mi cubí-
culo de la universidad, envuelto en un paquete negro, sin
remitente, con una sencilla dedicatoria de Edgar Khonde, o
de Raya falsificando la caligrafía de Edgar Khonde. Supongo
que cuando una recibe un paquete así sólo puede pensar que
se trata de una bomba o de una broma. Pero no era ninguna
de las dos. Leí la novela con verdadero interés, con el interés
que no presté en su momento, durante nuestra breve charla
anterior, y me gustaría decir un par de cosas al respecto.
Podría comenzar agradeciendo la superación del “síndrome
Bolaño”, una tara mucho más común y mucho más dañina
que la ambliopía, pero un análisis serio mostraría que la
enfermedad no ha cedido del todo. Este síndrome es bien
reconocible en los escritores —especialmente hombres— de
la generación de Raya; curiosamente, la sintomatología es
parecida a una miopía o ceguera parcial con respecto a otras
tradiciones literarias fuera del canon bolañesco y sus tópicos:
odio feroz o fingido al establishment literario, encarnado en
la figura de Octavio Paz; veneración por poetas apasionados,
pero a la postre repetitivos; una afectación general del tono
y de la estructura narrativa que en Roberto Bolaño es cons-
trucción y precisión, pero que en la caterva de sus émulos
es jerigonza y artilugio. La diferencia básica son las lecturas:
Bolaño era un tremendo lector, mientras que los “bolañitos”
sólo han leído Los detectives salvajes hasta el hartazgo. En
La rebelión de los negros al menos se sustituye la búsqueda
de poetas en desiertos perdidos, otro McGuffin: La rebelión de

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 13 3
los negros misma, la búsqueda del libro en el libro mismo,
de sus alcances y sus motivaciones, donde la sola acumula-
ción no basta para describir el desborde estructural de sus
mil y pico de páginas, que bien podrían describirse más como
un mural en marcha que como una carpeta de borradores,
según las apreciaciones de críticos como el doctor Küng. Es
este impulso que casi podría denominar “peatonal”, el que
mantiene andando la tenue trama, y a los defectuosos perso-
najes firmemente anclados a un deseo (¿a una obsesión?)
común. Pero en el presente artículo me gustaría dejar de lado
estos tópicos para seguir la metáfora médica y analizar la
posibilidad de llevar el juego (“seguir el contagio”, en palabras
del personaje Sebas) al terreno de las artes plásticas, donde la
obsesión (¿o el deseo?) por una máquina-de-hacer-obras-de-
arte ha sido una constante en diferentes periodos.
El sueño visionario de Edgar Khonde que dispara la acción
en La rebelión de los negros admite una lectura de dispositivo
generador de textos, un verdadero procesador de textos —en el
sentido descrito en el texto homónimo donde Derrida aborda
“La pizarra mágica” de Freud— de índole fractal, cuyo germen
está en todas partes y su centro en ninguna: un inmenso hotel
donde todas las habitaciones de cada piso están situadas
a su vez en todas las habitaciones de cada piso, pero no al
mismo tiempo. El pastiche, la borradura, el franco plagio son
menos procedimientos que saldos o excedentes de sentido
dentro de esa operación. Los lectores recordarán que las
vertiginosas conversaciones de los personajes suelen rondar
la posibilidad de escribir La rebelión de los negros de una
vez por todas desde distintos géneros literarios, abordándola
como antología colaborativa, o en el terreno de la instalación,

13 4 • J av i e r R aya
sustituyendo las camisas de alguna novela de la mesa de nove-
dades por otras de La rebelión de los negros hechas expro-
feso para dejarlas en librerías, hasta los procedimientos
claramente inmorales, como contratar un negro literario y
dejarlo sin comer ni dormir durante varios días, a solas, con
vagas instrucciones y una fecha de entrega, en fin, además
de un listado considerable de encarnaciones del proyecto.
A estas tentativas podrían sumarse los motivos y obsesiones
que algunos críticos han destacado, cuyos ejes principales
podrían resumirse en a) la Revolución; b) el fracaso de la
paternidad; c) captar un momento sincrónico de la historia
literaria; d) resaltar el fracaso de la descolonización de la escri-
tura y el pensamiento mexicanos de la generación de fines
del siglo xx, y e) exponer inesperadamente una teoría econó-
mica marxista vinculada al consumo de ideología. Tomando
en cuenta estos elementos, no sorprende que La rebelión de
los negros pueda leerse incluso como un instructivo abierto,
generoso, podríamos decir, y listo para ser apropiado y reapro-
piado por artistas que sepan escuchar su llamado de sirena.
Sería ocioso enumerar en el presente artículo todos y cada
uno de los procedimientos de articulación artística expuestos
en La rebelión de los negros, y querría más bien centrarme en
la noción de “archivo futuro”, que colinda con otro eje temá-
tico del libro en cuestión: la de sentar los precedentes futuros
de las vanguardias del pasado.
¿Es posible que, como leemos en voz de Sergio Ventura,
“una obra pueda ser el germen y el producto de sí misma, como
una hidra con cuadros de Picasso en lugar de cabezas”? Si
todas las obras que pueden derivarse de una obra ya están
implícitas en la obra (llamémosla por lo pronto) original, ¿la

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 13 5
originalidad de las obras derivadas se reduce proporcional-
mente, o por el contrario (como creo), depende proporcio-
nalmente de la distancia que sea capaz de recorrer entre la
obra de origen (original) y la derivada, manteniendo algo así
como un núcleo intacto?
Actualmente exploro la posibilidad de seguir una de esas
múltiples vertientes para la creación de obras colectivas
y colaborativas (algo así como el asumir el pseudónimo Luther
Blissett o Wu-Ming en un contexto de generación de textos
anónimos, donde importa más el libro que el autor), convir-
tiendo los rastros físicos de la obra en parte de una exposi-
ción; lo que me interesa del proceso de museificación, en este
caso, se refiere a seguir la indicación literal de la página 857
de la octava edición, donde leemos en voz de Zilch que “la
novela lleva muerta desde que el cadáver de Dostoievski se
dio en la frente con la puerta de la negrura; la novela es una
pieza de casa, un objeto de coleccionismo burgués y aburgue-
sado, una pieza rústica de museo”, y convertir dichos rastros
en testimonios de la novela que no será.
Durante la elaboración del presente artículo me reuní
nuevamente con Raya para visitar la bodega donde almacena
memorabilia de los años durante los cuales él y sus amigos,
los negros literarios de la novela, escribieron las distintas
versiones de La rebelión de los negros, un cuchitril lleno de
basura a dos o tres cuadras del metro Mixcoac. Pude ver efec-
tivamente la chamarra verde con los rastros de la puñalada,
e incluso la vieja Remington cerrada en su caja, sobre un
librero del fondo, “como un ataúd con una bomba en su
interior”. Sobre todo se trata de papeles con innumerables y
muchas veces ilegibles correcciones, inútiles en términos de

136 • J av i e r R aya
futuras ediciones de La rebelión de los negros, pero intere-
santes para apreciar los diferentes estadios de su gestación.
Me gustan por ejemplo éstos, donde Nicolás (el hijastro de
Raya, quien se refiere a él como “papástro”) dejó la impronta
de su crayón garabateando las cajas de texto y los subrayados
neuróticos del autor. En la página donde se describe panta-
gruélicamente a Laconia Topo —encarnación de la editora
malvada y perversa, según el imaginario infantil o de mala
película de superhéroes que permea la novela— podemos
leer, si cerramos un poco el ojo de la miopía, la silueta de un
perrito con un casco de astronauta, orbitando a gran velo-
cidad una luna color naranja. Las fórmulas matemáticas que
aparecieron solamente en la edición chilena están dispuestas
en hojas de papel bond para rotafolio en algunas paredes;
por sus formas caprichosas pueden confundirse fácilmente
con un paisaje en blanco y negro o un retrato puntillista de
Vicente Huidobro volando un avión o cohete.
Más allá de lo que podamos decir en términos literarios de
una pieza como La rebelión de los negros, creo que debemos
voltear a ver más a menudo los restos que todo naufragio deja
tras de sí flotando entre la espuma: en este caso hay material
suficiente para componer y recomponer (o descomponer,
incluso, en el sentido de sabotear) las intenciones origi-
nales de los autores materiales e intelectuales de esta matriz
criminal que a falta de un mejor nombre (o de un nombre que
pueda ser visible para los cíclopes de la realidad) llamamos
La rebelión de los negros. Pero en tanto libro, con un ojo de
lectora y otro ojo de artista multidisciplinaria, no puedo sino
leer en su estruendoso fracaso un germen aún latente, aún
posible para ese sueño aurático de un ignoto poeta llamado

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 13 7
Edgar Khonde. Puedo ver su fracaso y su posibilidad. No cabe
duda: me parece que llegados a este punto queda claro que
mi tentativa de diagnóstico se ha convertido en enfermedad.
Nada me impide imaginar que yo misma puedo ser la autora
secreta de La rebelión de los negros. Pero de lo que nada puede
decirse es mejor no hablar.

138 • J av i e r R aya
Zilch y los 40 ladrones

Durante los primeros meses de aprendizaje


tomaba notas sigilosas, que rompería después,
acaso para no despertar la suspicacia de los
otros, acaso porque ya no las precisaba. Al
término de un plazo prefijado por ciertos ejerci-
cios, de índole moral y de índole física, el sacer-
dote le ordenó que fuera recordando sus sueños
y que se los confiara al clarear el día.

Jorge Luis Borges, “El etnógrafo”

Luego de leer La rebelión de los negros la coloqué sobre mis


rodillas, y encontrándola amarga la injurié. Novela puerca,
novela podrida, le dije, maldiciéndola a ella y a su creador,
Edgar Khonde.
No asombra que Khonde haya tenido un final tan anticli-
mático después de haber escrito algo como esto. ¿Cómo ver
pasar frente a tu mesa este carnaval del horror, día tras día,
sin salir dando de alaridos? ¿Cómo no se mordió la mano en
un intento desesperado por impedir que este libro se conclu-
yese? Prótesis maldita, el libro, síndrome de la mano ausente
(pero que escribe).
Me queda clara una cosa: Khonde era un tipo duro, un
verdadero cabrón; algo más fuerte que el arte debió motivarlo
a armar esta pequeña Alhambra de la tortura, algo como la
fama o el dinero o el amor debieron guiar su mano huesuda
sobre las páginas. El deseo nunca es impune, y no se puede
redactar una cosa como La rebelión de los negros sin que toda
su vida se tambaleara.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 13 9
Este libro, si llegara a editarse, sería nada menos que el
misterioso pasaje que comunica el mundo de la vigilia con
el de los sueños, el puente entre las realidades, o entre la
percepción de la realidad y lo que la realidad realmente es.
¿Exagero? ¿Me quedo corto? La juzgué demasiado pronto y
demasiado mal. Es una novela buenísima, sin duda lo mejor
que ha escrito Khonde, lo último que escribirá jamás. Yo ya no
tengo nada que hacer aquí. Es el libro del bien y el mal, el non
plus ultra de la literatura, el libro más chingón que haya salido
de la cabeza purulenta de nuestra generación.
¿Y ahora? Nada que hacer. Ninguna ambición. La rebelión
de los negros está aquí y existe y yo ya no tengo que escribirla.
Y noche a noche me cuento historias así para dormir, sin
resultado: cada noche pregunto a un nuevo librero por La
rebelión de los negros, o remuevo los libreros de las casas
que visito en busca de su pista. Anoche, por ejemplo, soñé
que cocinaba sofrito de verduras con Arthur Schopenhauer
y mientras yo buscaba la pimienta encontraba el último
ejemplar de Die Frankenstein Potlach, la reescritura soviética
de El obsceno pájaro de la noche de Donoso. “¿Me lo presta,
Herr Doktor?”, le preguntaba yo a Schopenhauer y él, consul-
tando el reloj, me explicaba que el libro era el ingrediente final
del sofrito, así que lo lanzaba a la cacerola mientras yo lloraba
desconsoladamente.

Muchas partes de esta novela las he escrito de pie, como el


primer borrador a máquina de escribir. Dispuse el arma-
toste encima de una cajonera alta que me servía a la vez de
estrado y de podio. Un pequeño dictador sobre la ciudad, en

140 • J av i e r R aya
mi Palomar dándole forma a lo informe, eso era yo. Pero otras
partes las he escrito en autobuses o en metro. La mayor parte
la escribí fumando, pero muchas correcciones las hice cuando
ya no fumaba. Tabaco, me refiero. Muchas partes de la novela
las escribí bajo la influencia de alguna sustancia como lsd,
éxtasis, cocaína, vodka, marihuana, Rivotril, dextrometorfano
(no lo recomiendo), ron con cola, cafeína, cereal con leche,
papitas, chocolates, cacahuates, pistaches, chicles de diversos
sabores y presentaciones, Panditas, todo lo que salga de
fábricas Wonka y Ricolino, chamorros de puerco, manitas en
escabeche y otras delicias creadas por el hombre.
¿Se nota? En este párrafo estoy en pijama, sosteniendo una
taza de café mientras miro el amanecer por la ventana.
En esta línea estoy desnudo.

Hacíamos la compra los sábados, en pijama, con Andrea. El


tianguis se ponía a dos cuadras de nuestro departamento. Nos
gustaba particularmente el guacamole, un queso canasto de la
cremería y media tonelada de fruta de la que los dioses dispu-
sieran abastecernos esa semana.
—Yo cocino, pero si quieres carne tendrás que preparártela
tú solo. Ya no puedo tolerar ese olor.
Me volví vegetariano en la práctica. Excepto cuando regresaba
tarde y borracho y pasaba a la embajada de los tacos, con
el inconveniente de que tendría que lavarme los dientes si
quería algún tipo de reconocimiento erótico como sujeto
potencial del deseo de Andrea.
Por eso mismo fumábamos afuera, en el rellano del
pasillo o en la ventana de la sala, aunque nos entrara frío. Para

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 141
que ningún olor permaneciera demasiado tiempo como un
huésped indeseable, asfixiando la cuidadosa selección senso-
rial del ambiente de Andrea: palo santo, canela y limón,
frescura de curandera en el lavaplatos, jabón sin químicos,
desodorantes y dentríficos naturales, macetas de hojas aromá-
ticas en las ventanas, detergente biodegradable en el palacio
de la pureza.
A los dos o tres meses de cohabitación ya no nos aguantá-
bamos, por lo que tratamos de llevar lo aséptico de la limpieza
general al terreno de las relaciones y no conversar más de lo
necesario. La situación se hizo inaguantable de tensa y ella se
fue un día, sin decir aguavá, tal como había llegado.
Cuando volvió, meses después, jurando amarme, supe que
todo ya estaba perdido. Vivimos juntos en una positiva auto-
sugestión, como velando los restos mortales de una nostalgia
amorosa durante ocho meses más. Pero no hay detergente
que limpie de las narices la podredumbre de vivir ocho meses
con un cadáver.

Una posibilidad más: que La rebelión de los negros no fuera


solamente lo que ocurre a lo largo de cierto número de
páginas, sino precisamente lo que sólo puede ocurrir mien-
tras un lector cierra el libro y lo vuelve a abrir.
Ah, si pudiera programar un síntoma en forma de libro para
inocularlo en otros y liberarme de la obsesión del “demonio
de las posibilidades”, como creo que lo llamaba Valéry. Si
pudiera hacer que los lectores, al momento de cerrar el libro,
de interrumpir la lectura, entraran a la vida como entraba
Alicia por la madriguera del conejo, con más curiosidad que

142 • J av i e r R aya
miedo; si pudiera armar caballeros y damas al por mayor para
que los lectores nunca dejaran de serlo, como Don Quijote,
incluso cuando no están leyendo...

Sueño: veo a Zilch en una estación de metro hablando con


una vendedora de flores, que durante los siguientes minutos
se convertirá en un vendedor de libros y en un tullido que te
muestra el esplendor podrido de su único diente. Sus flores
en el piso se convierten en la bibliografía de mi La rebelión de
los negros.
Corro por la estación buscando una taquilla abierta, pues
están a punto de cerrar. Hay mucha gente en los andenes y los
pasillos, a pesar de la hora. Debí notar que estaba soñando al
ver en mi reloj de pulsera (en el hecho mismo de que no tengo
reloj de pulsera) las 12:67 a. m. En fin. No lo sabemos y no lo
sabré yo sino hasta que despierte, pero como no quiero que se
hagan ilusiones sobre mi sueño, les cuento ya de entrada que
el tren que partió era el último tren a Nuncajamás, a la que no
podremos regresar.
Subo y bajo de nuevo, y todas las vendedoras de boletos
eran mujeres déspotas y crueles que ejercen casi con volup-
tuosidad el dominio sobre su tabique de burocracia. Las veo
como la muralla china. Una de ellas incluso tenía un dragón
en su oficina a manera de canario, y en la pared opuesta un
librero bien organizado.
Zilch y yo entramos a la oficina de esa vendedora de boletos
transmutada en emperatriz de China, y entre los volúmenes
que hojeamos bajo su estricta supervisión estaba uno de
los poquísimos ejemplares del Codex Carlomagni, sobre

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 1 43
la incursión del emperador en tierras americanas. En una
parte del relato vemos una foto de Gaspar Yanga San, así,
con el sufijo respetuoso, apócope tal vez de San Lorenzo de
los Negros, el líder de la verdadera rebelión de los negros
mexicanos, y estamos de acuerdo en que se parece mucho
a Edgar Khonde. Zilch sonríe como cuando descubre algo y
se emociona, como si hirviera desde su estómago hacia sus
mejillas, pero yo lo veo como un presagio de algo terrible. Ella
también: tal vez por eso sonríe.
Efectivamente, en esos momentos llegaba el último tren para
el que no teníamos boleto, pues nadie quiso vendernos uno de
entre todas las secretarias o burócratas imperiales del metro.
Entonces me dices, Zilch:

nuestro tren iba a ser siempre


el que no llega o el que llega
después o el que llega tarde
o el que aún no llega o el que
está llegando en estos momentos
a cualquier otra parte
que no es aquí

No sé por qué, pero este sueño me recuerda a la última pesa-


dilla que tuve, una pesadilla lúcida y terrible cuando aún vivía
en casa de Zilch. Fue, además, una pesadilla compartida.
Nos despertamos sudando, en medio de la noche. Ambos
soñamos que no podíamos despertar al otro, el cual estaba
en peligro inminente. Nos abrazamos como hermanitos asus-
tados, más que como amantes, y nos pusimos a hablar del
diablo. A ella le encantaba asustarse, pero a mí no. Supongo
que era uno de sus talentos, fabricarse la realidad más brutal

14 4 • J av i e r R aya
que fuera concebible. No es que le gustaran las tragedias ni
el nihilismo ni el cinismo: era una niña divirtiéndose en la
primera fila del apocalipsis, embelesada con el color de un
charco de sangre. Esa noche de pesadilla desconocí a Zilch,
la vi realmente asustada por primera vez. Lo cierto es que esa
noche había un viento fuerte tratando de romper las ventanas
y la sombra de un árbol atravesaba la habitación, proyectán-
dose en un muro, como una película del mal, así, como una
radiografía del diablo. Me acuerdo que no podíamos dejar
de hablar del diablo. Corríamos como niños, cada uno en la
pesadilla del otro, buscando una salida, ¿de dónde? Un baño
público, un establo abandonado, una estación de metro a
las 12:67 de la madrugada, cuando los diablillos se disfrazan
de nuestros temores infantiles y nos corretean para vender
nuestra carne en el mercado negro. Nos relatábamos la visión
tenebrosa en un abrazo sudoroso, tembloroso y helado. Un
abrazo de tabla de salvación, de Ulises aferrado a las astillas
del barco hundido, escapando del dios de los mares y de Eolo
que administra la tubería de los vientos. A Zilch le encan-
taba asustarse, pero esa noche la vi realmente asustada por
primera vez. Creo que ya lo he dicho.

Caigo en cuenta de que ya no me respeto a mí mismo. Creo


que si me viera desde afuera no me caería bien. No me encon-
traría a gusto en la misma habitación que yo: me vería a mí
mismo como una araña en el techo (así no habría riesgo de
caer al piso y amanecer convertido en larva o insecto), como
una mancha de humedad, como un Rorschach o algo amena-
zador que no muestra los dientes. Me iría a dormir allá, a los

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 1 45
montes salpicados de coyotes, nada más por no verle la cara
a la araña que soy noche tras noche, toda la noche. No sé
cómo haría Zilch para romper las condiciones de su propio
enclaustramiento y dejarme compartir su espacio, recibién-
dome como al extraño que llega después de una larga peregri-
nación. Otra razón para agradecer.
Siempre existirán desacuerdos entre las parejas, pero es que
creo que yo no podría ser pareja suya mucho tiempo: ella ya
es pareja de sí misma. En eso —y sólo en eso— me recuerda
a Andrea. Su persistencia en la soledad es admirable. Es una
figura impecable, como un cisne tallado en vidrio que se
rompe sin hacer ruido, tan delgada es su piel y tan quebra-
diza —tan resistentes sus esquirlas, tan agudas—. Así es su
soledad, como una catedral en forma de cisne, porque a dife-
rencia de las catedrales la soledad de Zilch puede ir a todas
partes, puede emigrar al Sur en ocasiones, seguir los hábitos
de cortejo que detesta, reconocer su existencia, burlarse de
la especie y su obsesión por el simulacro de apareamiento,
seguir predicando sobre sí misma en el desierto y dejar crecer
el jardín del patio como una cabellera de Medusa.
No, con esa parte Zilch está muy bien, pero mi pobre, pobre
ego necesita una cama y no sólo una silla para reposar. Está
sola, y conmigo. Admiro eso también, de Zilch, pero no lo
envidio. Tengo que admitir que me interesa el otro. El Otro,
el diferente, el extranjero. Ese otro en mayúsculas que tal vez
puedo introyectar de vez en cuando a través de la escritura
hasta ser capaz de convertir mi experiencia del mundo en una
cadena de producción de Otros —personajes, los llaman los
manuales de teoría literaria—, como variantes de mi propio
yo. ¿Qué diría Bajtín al respecto? Sí, de seguir por este camino
voy a pervertir la posibilidad de encontrar al otro en mí

1 46 • J av i e r R aya
mismo, negando la empatía más elemental, convirtiéndome
en su depredador. Estaré solo como nadie, como tal vez sólo
Zilch puede estar.
Antes escribía para liberarme, para perder la idea de mí
mismo, para ir al desierto. Ahora he venido al desierto para
construirme una cárcel de mí mismo, para tratar de dejarme
a mí mismo fuera del juego. Pero incluso aquí he fallado. He
venido, irremediablemente, conmigo. Me traje en una maleta,
doblé mi sombra y la metí junto a los libros, el traje de baño,
las playeras arrugadas y la madeja de calcetines enredados y
sin par, irremediablemente únicos.
Quisiera estar lejos de mí, lo más lejos posible, pero lo que
en mí es una huída, en Jorge Arenas es liberación y descubri-
miento espiritual. Lo que en mí es cinismo y desdén por la
práctica espiritual, en ella es camino despejado. Ella camina
en el aire, mientras yo, atorado en un metro cuadrado de
planeta, le digo que no puede. Jorge Arenas, mi querida amiga.
Acabo de matar un mosquito con Los subterráneos, de
Kerouac. Me doy cuenta de que no es el primer mosquito que
mato con este ejemplar, ya que en la parte donde cuenta
que Mardou Fox está escapando, desnuda, a través de un
callejón bajo la lluvia, hay una mancha con forma de mosco.
Quién no ha utilizado un libro de matamoscas. Pierdo el
hilo, no recuerdo la sobriedad de un discurso grácil y ligero.
Machaco cada palabra, y escribo este libro como si lo escalara.
Recuerdo que “crear” no era esto. No siento que esté
“creando” ni “descubriendo” ni nada. Creo que ya no veo la
diferencia entre escritura y mecanografía; que mi práctica
es una práctica burocrática sobre hacer lo que se espera de
uno y nada más: la definición misma de mediocridad. Pero a
pesar de eso, sigo caminando. Voy por la página como por el

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 1 47
mundo. Nombro mi temor La rebelión de los negros y lo abro, y
me pongo a caminar por adentro, tratando de no perder el hilo.
Los desiertos son laberintos sin paredes, te dices, mientras te
miras mirarte desde afuera, y esta noche siento que dormir
es como dormir en una cama llena de alacranes, justamente,
como los que me encuentro por todos lados desde que conocí
a Zilch, porque ella es escorpión, supongo, porque se nece-
sitan un par de repeticiones para crear verdaderos laberintos,
un par de espejos son suficientes para construir un laberinto
de aire, y dos alacranes bastan para espantar el sueño. Sé que la
metáfora está muy gastada, pero es que los espejos no lo saben.
Curioso, acá en el hostal no hay espejos. A veces te
acuerdas de cómo eres porque te tomas una foto con los
turistas noruegos, como si fueras parte de la escenografía, del
mexicancurious. Allá las montañas, allá las vías del tren, por
esa calle, subiendo hasta el huizache muerto, está el sonido
de la máquina de escribir del loco del pueblo. Soy como
una señal de tránsito. Eso era lo que me daba miedo en la
ciudad (y ahora, en realidad, me parece tan anodino), que de
pronto alguien me citara en un café o una cantina y me dijera
tengo que decirte algo, esta broma no da para más, te hicimos
creer que podías escribir porque era divertido ver cómo tecleas,
como un chango con tambor, pero creemos que has ido dema-
siado lejos: no vale la pena que sigas por ese camino. Tú no
haces novela, ésta no es una novela, tú vas a quedarte recluido
en los géneros menores del discurso, vas a ser un artista del
e-mail, un virtuoso del chat, un Casanova de los mensajes de
texto, pero la literatura es otra cosa. Así, “La Literatura”, como
si ese extraño que me cita en un café me revelara que se habían
estado burlando de mí todo este tiempo. Pero de existir, a la
Literatura esto le daría cuerda: el chiste es no perder el hilo,

148 • J av i e r R aya
no el hilo negro, sino el hilo invisible de Ariadna, con el que es
muy fácil tropezar y enredarse, especialmente si uno va olvi-
dando los lugares donde ya ha pasado.
No sé por qué me acuerdo del monumento a los Niños
Héroes, en Chapultepec. Nuestros santos niños del colegio
militar. Por acá se ven muchos soldados, y no tienen cara de
niños héroes. Juan Escutia es como nuestro Jesucristo del
Estado Laico. Un Patroclo genérico intercambiable que se
lanza desde la punta de un cerro envuelto en la bandera mexi-
cana. Ésas son la clase de estupideces que nutren el imagi-
nario colectivo: que una cosa así de estúpida pueda pasar
como heroica. Pero a veces hay que hacer cosas estúpidas que
parecen heroicas, como deshacerse de todas nuestras pose-
siones materiales y caminar, ligeros, por el mundo. O mudarse
con Zilch y que sea lo que los dioses (o los diablos) quieran.

Tal vez el elemento que anudará definitivamente La rebelión


de los negros haya llegado: Zilch tuvo un sueño donde yo
le decía que debía leer urgentemente La locura que viene de
las ninfas de Roberto Calasso; respondencia que concuerda
con el hecho de que Sebas también esté leyendo por estos
días esos magníficos ensayos sobre ninfetas y ventanas
secretas y las cartas de Canetti y el repliegue de los dioses al
universo de los sueños.
Hace rato estaba trabajando en la cama con Zilch a mi
lado, leyendo y comentándome lo que leía en Calasso. Al
terminar el capítulo sobre Hitchcock, a Zilch le surge una
sospecha: Calasso menciona a cierto erudito que estudia
una leyenda oriental. La leyenda trata sobre un hombre que

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 149
recibe en sueños el mapa de un magnífico tesoro; el hombre
despierta, viaja, pasa mil peligros, lo apalean y cuando trata de
explicar a las autoridades locales el motivo de su visita relata
el sueño. Un capitán de policía se burla de él (este detalle es
importante), y le dice que él tuvo una vez el mismo sueño, pero
describe palmo a palmo la casa del viajero, los corredores,
el aljibe, la porqueriza, los colores gastados del aguamanil,
luego de lo cual el viajero vuelve a casa y encuentra enterrado,
en su propio jardín, bajo el cocotero, el magnífico tesoro.
Pero Zilch creía haber escuchado antes esa historia. En
un cuento de Borges, precisamente. Gugleamos y llegamos
a Martin Buber, un filósofo jasídico que consigna la historia.
Leemos un poco, establecemos un par de variantes, nos
remontamos a las Mil y una noches, y cuando despertamos
nos vemos de frente con una conclusión en ouroboros: el
misterio del sueño debe resolverlo siempre un extranjero,
nunca aquel que lo sueña. En otras palabras: la realidad
debe confirmar el sueño, pero eso no depende del que ha
soñado, pues todos somos extranjeros en la realidad, sonám-
bulos. Sospecho que mi idea de las respondencias no es sino
otro capítulo en la larga búsqueda por encontrar y descifrar
los signos con los que la realidad se comunica a sí misma,
el idioma en el que establece sus propias condiciones, sus
propias posibilidades.
De pronto me quedó claro que si alguien habla en La
rebelión de los negros es esa máquina que no deja de contarse
a sí misma, que asume que cualquier evento testimonia su
propia emergencia, que todo es una palabra que irremedia-
blemente terminará por ser consignada y devorada entre
sus páginas. Un procedimiento menos elegante que el de
aquella máquina de La ciudad ausente de Piglia, pero Deus

150 • J av i e r R aya
Ex Machina al fin. No, mi libro es un libro desbordante, rabio-
samente imbécil que nunca supo bien a bien lo que quería
contar. Un libro que se ha escrito como traduciéndolo de
memoria a partir de un idioma que hemos olvidado y en el
que la realidad no deja de crearse a sí misma.
Zilch se duerme y yo me quedo pensando que “El etnó-
grafo”, ese cuento de Borges, es una parodia que resume la
vida de Carlos Castaneda y de los que confunden intoxica-
ción con iluminación. Sin embargo, más que un etnógrafo
encargado de recopilar mis sueños, me siento como un
arqueólogo buceando entre ruinas de una cultura perdida
(pasada o futura, lo mismo da) de la que pese a todo forma
parte. Tal vez por eso le gusta el Apocalipsis a Zilch: dar por
terminado el libro de lo humano, cerrar con fuegos artificiales
y dragones el último capítulo, permitiría tomar alguna suerte
de perspectiva respecto a ella. A lo mejor para eso sirve la
ficción, para crear una estación provisional a donde el tren de
la Historia pueda hacer un alto, al menos provisionalmente,
y donde los viajeros puedan contar de una vez por todas lo
que han visto.

Medito al despertar. Ni evado ni filtro ninguna percepción.


Trato de llevar esa impecabilidad de mi cama a la página.
Si todos mis sentidos fueran esta hoja, sería una hoja abierta,
infinita en su ser de hoja: absorbe todo: es la luz y el órgano
de la luz.
Todo lo que prendo a la página es un árbol: hay bosques
en la luna, hay verde por todos lados: encandilado de luz,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 151
tropieza mi sombra en un jardín que describe la trayectoria
de mi sombra.
Corro a apagar el café que apagué hace diez minutos. No
he dormido en días, lo que se dice dormir. Apago la vigilia y
sigo pensando: sigo escribiendo, sigo: sigo caminando entre
las raíces de mi sueño hasta que llego al final, exhausto, para
abrir una hendidura que echa luz, o una grieta que deja salir la
luz que estaba dentro: despierto: pero despertar quiere decir
solamente abrir los ojos, sin que el influjo del sueño deje
de funcionar; seguimos soñando con los ojos abiertos, no
podemos salir de la percepción, no hay afuera de lo real.

No rest for the weary.


These miles to go
Before I sleep, Miles,
Davis lanzó en 1961 su séptimo disco en estudio, Someday
my Prince would come, reescritura, revisión,
remix de un par de estándares famosos: además
del Blues No. 2, la canción
que da título al disco es el tema principal
de “Blanca Nieves & los 7 enanos”.

Sueño con Miles Davis y las millas


que me faltan antes de poder dormir, lo que se dice
dormir. Escribir es soñar despierto.
Escribir por ejemplo que Columbia quería
una princesa blanca para la portada del disco,
una estupidez a todas luces: el príncipe
del título, para los managers y productores,
era un príncipe blanco, qué

15 2 • J av i e r R aya
duda cabe. Pero Miles no estaba de acuerdo:
pidió que su esposa Frances prestara
su rostro para la espera del príncipe que vendrá:
ella es su princesa negra y él su príncipe,
la Penélope de su Odiseo,
el suspenso de su historia: príncipe
negro, con el cuerno del fin
del mundo soplando en sus labios:
el elefante de oro del niño Miles
gana todos los premios de trompeta,
todos saben que es el mejor,
él es el único al que no se lo dicen:
el mejor no puede ser negro: por eso
le dan el segundo puesto en cualquier
certamen musical: el segundo que,
en la subordinación, mantiene
la supremacía blanca: tres deseos, niño
Miles, le dice el Genio de la lámpara:
ser blanco, ser blanco, ser blanco, responde.

¿De qué color es la música, Miles Davis?


Blancos manejando en Cadillacs
y pidiendo a los músicos negros
que vengan a su mesa a tomarse un trago
como las putas que son,
después de haber sonado sus cuernos dos,
tres horas, ¿le pedirían eso mismo
al primer violín blanco de la orquesta,
al segundo violín blanco de la orquesta,
al tercer violín blanco de la orquesta, Miles?

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 15 3
¿Los importunarían con la rutina
del negro Tío Tom? ¿Les darán
la fórmula para ser blancos, como
a Michael Jackson, para cobrar
como blancos, para comprarse un Ferrari
rojo, Miles, rojísimo como el carmín
de Frances en la portada del Someday
my Prince would come, oh Hamlet negro?
¿Esos blancos del kkk
les darán la partitura para rezumar
las bocinas del apocalipsis?
¿De qué color será el ángel
que anunciará con su trompeta
la hora del Juicio Final?

Sueño que, en su libro Se7en,


el poeta Edgar Khonde se pregunta
a nombre de la sonda Curiosity
sobre la responsabilidad de llevar vida
a otros planetas: de colonizarlos
polinizándolos.

Sueño despierto con Miles Davis


tocando un solo épico de trompeta
sobre un ajedrezado: cuadros negros
y cuadros negros y cuadros negros:
y todos somos peones. En el sueño
soy un peón negro que escucha tocar
a Miles Davis en un ajedrezado infinito:
ni rastro del jugador: sé que el sueño ocurre

15 4 • J av i e r R aya
dentro de un relato de César Aira:
sé que estoy dentro de una novelita
soñada por él: de esas que empiezan lento
y van avanzando a tropezones
hasta que la estructura secreta se revela
y aparece el libro: míranos, Miles,
estamos agazapados en un libro
como tras un fuerte impenetrable:
somos libres como los poetas de ese sueño
de Roberto Bolaño: nos tumbamos
sencillamente sobre nuestra alfombra
favorita, ni mágica ni voladora,
tendiendo sencillamente a la felicidad,

y de pronto la princesa malvada se apoderó


del cuento: Blanca Nieves fue violada
salvajemente por 7 enanos y luego por 7
más y así hasta que todos los enanos
del mundo violaban un coágulo
de carne repegada al piso y semen, Someday
my Prince would come all over you,
tu príncipe se vendrá en tu cara, Blanca
Nieves, y en tu boca y en tus tetas: nuestra
civilización es muy avanzada, esto
no es nada: el Internet todo lo puede: estamos

don Quijote vestido de Sancho y yo


afuera de un club clandestino
en los márgenes del Volga: dentro está la cueva
de los ladrones: 40 cigarrillos humeando

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 15 5
al unísono de la trompeta de Miles
Davis sobre el escenario: él es un bebé
con lentes oscuros y piel morada:
Birth of the Cool, y los 40 ladrones
nos miran franquear la puerta y
llegar a la barra y
pedir audiencia con la princesa malvada
que mandó violar a Blanca Nieves
y controla el tráfico de órganos
en ambos márgenes del Volga: el cuerno
de Miles es de bronce rojo, como la mitad
de un toro micénico: don Quijote es también
Hunter S. Thompson y se da unas líneas
con el dorso de la mano: el bigote
le queda manchado de cocaína;
con dos balas en el revólver no podrá
construir una salida matando: mientras
más duro intenta parecer más
grietas le salen al disfraz: el miedo
a la muerte le está cambiando
los rasgos faciales y las huellas
de la mano: veo la acción: el príncipe
viene a reclamar a su princesa malvada
(quisiera enamorarme de una asesina
antes que de otra vaca sagrada)
y la princesa no es bella: es una gorda
que se cortó los talones para calzarse
unas Dr. Martens rojas, una larga
chaqueta militar hace las veces de toga
y un collar de orejas que recuerda el rostro

156 • J av i e r R aya
de la diosa Kali, con su larga lengua
cayéndole de la boca como una serpiente
o una corbata —es rubia y sus facciones
son hermosas y vulgares, como
las de cualquier rubia, pero su gesto
es de una crueldad sin límites, la maquinaria
misma y los muelles del horror.

El cuento termina con los matones comiéndose


las vísceras del príncipe y una banda
de mariachis tocando un corrido
junto con Miles Davis: mieses
de caza para el dios, para todos ellos,
para sus heraldos las palabras quemadas,
una Alejandría de bibliotecas ardiendo
en cada sueño:
¿seremos capaces de bailar
por nuestra cuenta, princesa suicida?
Y 80 pares de ojos despiertan
mirándome.

Despierto, pero nunca estoy


completamente dormido.

La primera vez que vio a Zilch las fuentes de la Diana Caza-


dora estaban en reparación, y el tráfico de viernes en la noche
parecía corresponder al frío que mojaba Reforma: un frío sin
espesor, un vapor invisible de hielo, el cual, sin embargo,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 157
los alentó a caminar de la Suavicrema a Calzada de Guada-
lupe, ahí donde el Paseo pierde su nombre. Luego andu-
vieron de regreso el camino sobre Reforma haciendo breves
paradas para comprar una cerveza en un oxxo o para elaborar
teorías acerca de cómo las estatuas de los próceres menores
de La Patria —abogados y soldados del siglo xix— habían
perdido sus espadas. Hasta las estatuas van armadas en esta
ciudad, comentó Raya, lo que a Zilch le pareció cierto: varios
reyes aztecas (¿por qué hay dos estatuas de Cuitláhuac, por
qué una estatua de Cristóbal Colón y no de algún otro escla-
vista?) y los libertadores sudacas iban armados con mangos
sin espada, pero no por ello menos afiladas. Conspiraron para
descubrir conspiraciones ocultas de desarme: en alguna parte
estarían esas espadas de bronce o de ve tú a saber qué mate-
rial estatuario, almacenadas como libros que nadie distribuye
ni se interesa por leer. Fantasearon con encontrarlos mientras
se tendían en las escalinatas de la Suavicrema, ya entrada la
madrugada, y charlaron sobre las implicaciones falocéntricas
del monumento del calderonismo: jugaban a contar las placas
amarillentas de cuarzo cuando un policía adormilado,
ojeroso, confundiéndolos con una pareja de vagabundos
insomnes, les pidió que se retiraran. Ya era demasiado tarde y
no pensaban pasarse por el hotel de Zilch. Eso lo supo Raya
demasiado pronto. A Zilch el episodio le pareció divertido, y
Raya no estaba lo suficientemente ebrio como para envalen-
tonarse a nada. No, su fama de depredador sexual no estaba
justificada en absoluto. Ella tenía el pelo negro, encrespado
como una bruja y la piel blanquísima, como una campesina
de pintura flamenca, los ojos del color de los ladrillos sin
cocer. Le gustaba, sí, pero estaba tan a gusto platicando con ella

15 8 • J av i e r R aya
así, en el frío, que el sexo le hubiera parecido una pérdida de
tiempo. Zilch estaba de paso una noche en la ciudad antes
de hacer conexión para asistir a un aburrido congreso de lite-
ratura, y después de sus intercambios electrónicos de un año
decidieron conocerse. Aquello no tenía nada de romántico,
pero de alguna forma la conversación tenía algo de lo que
tiene la intimidad cuando se verbaliza. Pasaron la noche
hablando de sueños, de pájaros vistos en sueños, de los
nombres que les dieron en sueños y de los libros donde dibu-
jaron sus plumajes de colores imposibles; hablaron de psicoa-
nálisis lacaniano y de la opinión de varios filósofos al respecto
del fantasma (Agamben, Rancière, Balivar, etc.); hablaron de
lenguas muertas, que eran las únicas que según ellos valía la
pena aprender durante el apocalipsis; hablaron de las drogas
que habían usado y de sus efectos sobre la percepción,
la escritura, el dormir y las relaciones sexuales. Pararon en
algunas cervecerías por sugerencia de Raya, y Zilch le contó
cómo desde hace años podía beber sin parar y nunca sentirse
ebria; según ella era asunto de voluntad: la ebriedad puede
administrarse, y cuando se está demasiado vivo el alcohol
resulta reiterativo, como rociar flores vivas con perfume.
Hablaron de Edmond Jabès y de Emily Dickinson. Se detu-
vieron en el tramo de Niza donde se encumbra el suntuoso
Ángel de la Independencia (en realidad Niké, la diosa alada de
la victoria) para discutir el desarrollo de las melanosomas en
los maniraptora, y de cómo los dinosaurios habrían aprove-
chado la ventaja evolutiva de cambiar de color en las selvas
prehistóricas como camaleones. Hablaron de que los pequeños
velociraptor parecerían parvadas de gallinas con dientes
afilados bailando la conga en torno a una presa agonizante.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 159
Se prometieron realizar una lectura alternada del Monsieur
Teste de Valéry. Asistieron al cierre de dos barras y a una pelea
de travestis, lo que dio ocasión para una charla sobre la litera-
tura queer del continente americano, y de cómo Zilch no se
consideraba hembra del género humano más que por un
extraño malentendido. Luego trataron de hacer que los semá-
foros cambiaran a voluntad gracias a las ondas telepáticas que
provenían de intensas miradas, y de revivir a un pájaro muerto
que encontraron al pie de un árbol, a la altura del Excélsior.
Gorrión doméstico, como el de la portada de Cosmos, de
Witold Gombrowicz. Le tomaron una foto. Lo interpretaron
como un buen augurio. Hablaron del Tarot (ella del egipcio, él
del de Marsella), y lo conectaron con los pájaros infernales
que anidan en los cuadros de El Bosco. Hablaron largamente
de Josefina Vicens y de sus correspondencias con las teorías
literarias de Maurice Blanchot. La mente rústica de Raya se
entretuvo con la idea de imaginarlos en la cama, a Vicens y a
Blanchot, lo que a Zilch le pareció vulgar, pero divertido: cada
uno está mejor a solas, aunque inventarles una correspon-
dencia apócrifa sería un interesante proyecto de estudio.
Al atravesar Insurgentes por segunda vez, en dirección al
norte, cuando ya empezaba a clarear y se veían a los reparti-
dores de diarios haciendo malabares en motonetas entre el
tráfico, Zilch contó que unos días antes había encontrado un
As de Copas de la baraja española afuera de su cubículo en la
Universidad de Nuevo León. Raya sacó su cartera y le mostró
un Dos de Oros que había encontrado al salir de su casa, en la
colonia Doctores, esa misma mañana. Discutieron las impli-
caciones de esos eventos paralelos, pero sin evidente cone-
xión, bajo la estatua del general Bassols. Lo llamaron
respondencia. Se acordaron de Borges: dos es coincidencia,

16 0 • J av i e r R aya
tres es destino. El tres, siempre el tres. Asumieron la misión
de encontrar la tercera carta —¿la carta robada?— antes de
que amaneciera del todo, el elemento faltante, el miembro
fantasma que completaría el mensaje cifrado. Desde antes
que lo sospecharan, su relación estaba basada en esas
misiones metafísicas y absurdas que constituyen el trabajo de
un artista o de cualquier persona con imaginación, de un niño
que no alcanzó a subirse al último tren rumbo a Nuncajamás.
Finalmente hablaron de Edgar Khonde. Zilch lo conoció en
Zacatecas hacía un par de años, cuando Khonde regenteaba
la barra de un lugar de mala muerte conocido como El Ítaca.
Lo describió como un marinero piel roja salido de Moby Dick.
Una pluma de cuervo atada a la única rasta que le caía por la
nuca, como si su cabeza fuese un animal autónomo de cola
emplumada. Un animal con cuerpo de hombre y cabeza de
pájaro. Compartieron habitaciones de un viejo departamento
del centro mientras Zilch terminaba la tesis acerca del
fantasma y el amor cortés en Alejandra Pizarnik. Les parecía
que con la Pizarnik ocurría lo que con muchas bandas de
rock: son geniales excepto por sus fans. Raya habló de los
Palabracaidistas, de cómo conspiraron y conspiraron hasta
que no hubo más que conspirar y decidieron disolver formal-
mente el colectivo. Su voz temblaba por el exceso de conver-
sación más que por el frío. La voz de Raya, precedida por
un interminable cigarro, como una locomotora; la voz de
Zilch, como un gorjeo de dinosaurio. A cada minuto y a cada
paso eligieron la intemperie: la soledad acompañada que
imaginaban descrita en la improbable correspondencia entre
Josefina Vicens y Maurice Blanchot. Raya la deseaba, o se
convenció de que la deseaba, sin atinar más que a ponerle un
brazo alrededor del hombro cuando ella se soplaba entre las

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 161
manos para calentarlas. Ninguno había leído para entonces
Just Kids, pero su primer encuentro les recordaría años
después la noche en que Patti Smith y Robert Mapplethorpe
deambularon por Central Park buscando que la noche no
terminara. Cuando el sol ya se desperezaba entre la bruma de
hidrocarburos, compartieron unas enchiladas suizas en el
Vips de Reforma e Insurgentes, un par de jugos de naranja, y
Raya escuchó la historia del nombre Aleph, que se prometió
no repetir. En el tercer o cuarto café se prometieron pasar una
temporada juntos en alguna parte, hablando de escritores
franceses nacidos en la Argelia ocupada y de bibliotecas
incendiadas, cuyos volúmenes quemados escribirían sólo
para volverlos a quemar. Raya le ofreció un empleo en la Black
Pen Press, que Zilch rechazó. Luego hablaron de Góngora y
mientras les traían la cuenta, Zilch le regaló un ejemplar
del Palacio de los Aplausos de Arturo Carrera y Osvaldo
Lamborghini, firmado por ambos, con el nombre de Zilch
tachado en la dedicatoria, y el de Raya escrito con una tinta y
una caligrafía diferentes. Luego de pagar se separaron en
direcciones opuestas, y se confundieron rápidamente entre
los oficinistas que se preparaban para comenzar eso que
llaman “un nuevo día”.

No escribo novelas porque no sé quién habla. No saber


quién habla me parece perturbador. Esto no me impide
leer novelas, precisamente porque me gusta estar en la
antípoda de esa situación: la de descubrir o imaginar quién
habla, a quién pertenecen las palabras o la responsabi-
lidad por las palabras dichas. Y no sólo quién las dice, sino

16 2 • J av i e r R aya
más importante: por qué. Cuáles son sus motivaciones, sus
preguntas, sus coartadas. O su miseria.
Aunque debo decir también que no escribo novelas, sobre
todo, porque soy incapaz de escribir una novela en un mismo
día. Una novela mía, quiero decir. Las novelas escritas por
encargo funcionan, creo, de otra forma: más como una cadena
productiva que como un gesto auténtico, es decir, mitad inte-
ligencia y mitad instinto. No quisiera darme a entender utili-
zando el rudimento de los géneros literarios, pero creo que aquí
es útil la distinción al menos con respecto al tiempo: un poema,
para mí, es un gesto escrito. Puedo escribir los versos más tristes
esta noche, o los más choteados, o los que me salgan del culo,
pero puedo comenzar y terminar un poema relativamente en
poco tiempo; con las novelas no pasa eso, sería una locura.
Buscamos la hoja en el cuaderno, encontramos el espacio
en blanco de lo que todavía no conocemos, de lo que todavía
no somos pero en lo que nos convertiremos de manera inmi-
nente. El ser está a un paso, en el instante siguiente, después
de éste (y de éste), siempre postergado, perdido y retomado
diariamente: los poemas son como un acecho, un merodeo
que encuentra a su presa y se le lanza encima. Eduardo Lizalde
lo medita maravillosamente en los poemas sobre ese tigre
gigantesco, cabeza de T-Rex que vive en su casa. A veces somos
el cazador que acecha al poema, pero en general nos sentimos
más bien acechados, observados por él, construidos y vigi-
lados por su mirada. Hablo en nombre de esta multitud entre
mis parietales, el plural mayestático de los escritores que me
pueblan. Por ello el poema siempre tiene para mí una carga
de viva crueldad. Es como una estocada precisa, un arpón.
En cambio a la novela la imagino como el lento, lento día
a día de las redes que salen a pescar a bordo de las barcas,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 16 3
en lugar de dar esa única, esa imprescindible estocada a cuya
sombra todas las novelas palidecen: el golpe de asombro
al que el poema apuesta todas sus fichas, y siempre pierde
aunque gane.
Detesto utilizar ejemplos que den vigor a la división de
géneros literarios, ya lo he dicho. Explico mis imposibilidades
con los materiales que tengo a mano, a falta de otros mejores.
Busco, a veces encuentro, el poema como un gesto, y en cierto
sentido terminado de antemano. Una mano que ya pasó. Una
boca después de hablar. No es que sea más sencillo (sólo es
más breve), sino que es una forma de pensamiento que me
acostumbré a utilizar y por la que encuentro especial afinidad,
es todo. Los versos. El verso es medida. Claro, también es frag-
mento, porción, indicación, énfasis, pero creo que sobre todo
es respiración, es un asunto físico al leer y respirar dentro
de la escafandra del poema. Aunque los malos poemas, como
la mala prosa, dan una incómoda sensación de ahogo. No sé
nadar en eso. Ya se trate de poemas o de novelas, lo impor-
tante es respirar. Por eso se habla de que las novelas son obras
“de largo aliento”, maratones, carreras largas, que me ahogan
a mí, avezado en carreras cortas y paseos imprecisos.
Antes de comenzar La rebelión de los negros solía intentar
pequeñas novelas para ver hasta dónde me daba una voz,
un personaje.
De pronto, un corte. Ya estaba
en el renglón siguiente: estaba respirando, abriendo
mis branquias de tiburón en el poema.
Por gusto de esa respiración a veces tengo párrafos muy
largos o secciones inconexas a todo lo largo y ancho de esta
novela. Me disculpo. Lamentamos la falta ocasional de visibi-
lidad y los claros errores de discontinuidad. “¿Me contradigo?”,

16 4 • J av i e r R aya
pregunto junto con Walt Whitman. “Pues muy bien”, Editores,
Lectores, Damitacaballero, “me contradigo”. Nuestro equipo
de técnicos está haciéndole ya, en estos momentos, una
ficción (otra) a su medida.

Sueño: Sebas está podando plantas en un jardín. Se le ve


molesto y concentrado. De pronto desprende unas enreda-
deras de la pared y cae un ladrillo. Se escucha una “música
selvática”, y entendemos que es la música que había estado
dentro del ladrillo todo este tiempo. Dos escorpiones dormían
entre los ladrillos. Los vemos en el piso mostrándose las armas
(los aguijones negros resudan veneno, como una gota de yodo),
dos compadres que están a punto de coserse a navajazos.

Mientras caminaba a casa esta noche creí toparme, al cruzar


por avenida Revolución, con el mismísimo Kurt Cobain. Lo he
visto últimamente escrito como “Corco Bein”, que siento que
suena a “Edgar Khonde”, como un nombre de pirata escrito por
un niño. Así, como escrito con crayola.
Me impresionó mucho ver a Cobain vivo y tan campante,
saliendo de un 7-Eleven. Y me dio por pensar entonces en
la versión extendida del mtv Unplugged, ese que todos han
visto como 400 millones de veces en YouTube y que mtv
está emputadísimo al respecto y todo. Me acordé de Cobain
cantando “Sweet Home Alabama”. No, no está en el track-list de
la edición normal, yo lo he visto solamente en la edición
de colección. Ahí se pregunta Cobain, “what are they tuning,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 165
a harp?”. Se supone que somos una banda de rock con mucho
dinero, prosigue, deberíamos poder comprar todos los instru-
mentos que quisiéramos.
Pero sí son una banda de rock con mucho dinero, porque
de pronto recuerdan que los Meat Puppets están esperando el
llamado a la pared de las ejecuciones y se forman en fila india,
para ser ajusticiados por la cámara en mitad del escenario.
Me dan risa en “Plateau” los coros que hace alguien. Risa no,
pena. Pena de vergüenza, no de dolor. Me siento mal por el
tipo que tiene que hacer de trampolín a la voz de Kurt, que es,
como todos saben, la voz misma de la juventud y la rebelión, o
algo así. Ser el tipo de la voz pequeña al fondo de una canción
que todos se saltan en uno de los discos más choteados de
Nirvana: he ahí una épica.
Kurt Cobain abrió un paquete de Camel Light, tiró al bote
de basura la envoltura y desapareció al dar la vuelta en la
primera esquina del siglo.

La (muy provinciana) Gran Ciudad de Mexicalpan


1º de diciembre de 2012

Zilch,

te escribo con el último resto de algo que fue fuerza, pero que
imaginamos como ascuas. Imaginémoslas así, brasas exhaustas.
Te escribo por escribir algo. Casi el mero gesto nada más de la
presencia que se remite. Un yo sin soy, sin embargo aquí. Un
mero remitente. Un participarte de tu eso en mí. Un guiño.
Un pliegue pequeñito. Plantar una brasa a media hoja para

16 6 • J av i e r R aya
que prenda. Brasa: el sueño del fuego, su latencia, su latido.
Aquí. En mi soy. Que te apela sin contenido. Sin voz, de
hecho. Sin nombre, para que no haya malentendidos. Vengo
a convocar una presencia. A decirte soy. A decirme frente a ti.
A testimoniar(te) en mí. Me estás. O algo así, al tanteo. Algo
que se susurra. Un decir sin palabra. Me eres. Básicamente.
Pero si te vuelvo a ver probablemente te mate.
Tus cartas: los ladrones entraron por la noche y se llevaron
todas tus cartas.
Pero se llevaron también La rebelión... Si tan sólo se
hubieran llevado mi dinero, mis drogas, La rebelión... y no tus
cartas. O si tan sólo se hubieran llevado el dinero, las drogas,
las cartas, pero no La rebelión...
Es que siento que tú y yo somos en nuestras cartas, pero
mucho más en La rebelión... Me has ayudado tanto. Y fui tan
descuidado. Tan. Dijiste: imprímela. Dijiste: no confíes en
esas máquinas. Estúpida, te amo tanto. Y te extraño. Sobre
todo te extraño muchísimo. Te extraño como si no te cono-
ciera. Como si estuviera por ocurrirme todo lo que me ha
pasado contigo. Como si mis historias contigo fueran de otro
que me las cuenta. Pero las cuenta mal. Las tuerce, las edita,
las decora. No ficciona, miente al contarlas.
La novela, Zilch. La novela en la que me has ayudado
tanto, incluso sin saberlo, había desaparecido, se había
ahogado dentro de mi computadora como los niños que
se ahogan dentro de sus madres: ellos tampoco cuentan
con un respaldo o una copia de seguridad en ninguna nube.
No dejan otra evidencia que alguna cicatriz, que recuerdos
lejanos de pesadillas.
En medio de la multitud que llena las naves de La Merced
atravesé Carretones rumbo a Congreso de la Unión y me senté

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 16 7
en una banca de piedra bajo unos árboles sin hojas, hundido
por las escenas de la novela que de pronto volvía a mi mente,
sin fin ni concierto: el capítulo sobre Nadie, ¿te acuerdas?, y
el diccionario de Mutualismos que escribimos juntos. Nece-
sitábamos guardar todas esas palabras que recargábamos
de sentido hasta que les brotaban las alas del concepto. Era
nuestro idioma, y nunca subí en línea las versiones revisadas.
Tanto trabajo perdido, Zilch. Tanta negritud impagable.
La última vez que hablamos estabas enojada porque no te
hubiera respondido los mails ni las cartas durante mucho
tiempo. Me llamaste y era cumpleaños de César Vallejo y
querías que nos leyéramos poemas por larga distancia. Yo no
leo rápido, tú lo sabes, y sería horrible leer a Vallejo por celular.
Me gusta detenerme. Me gusta parar y volver sobre lo mismo.
No quiero acabar, no todavía. Postergo. Me dilato en minucias.
Entiendes el punto. Siento que tú quieres agotarme como esa
gente que llega con un libro a casa y se lo lee de una sentada.
No entiendo el mérito en eso. Obviamente es un ejemplo y el
agotar en ti es una noción que tal vez no he entendido todavía,
como cuando me escribiste, en tu último mail, “porque cuando
yo hablo de estar se refiere a otra cosa, con un tanto más de
‘compromiso’, con involucrarse en el ‘ser’ del otro”, y que en su
infinita sabiduría, el sueño de la noche siguiente rebatió con
la siguiente propuesta: que lo que para ti en el amor es un ser
conjunto, para mí es un ser paralelo.
Muy posiblemente, aventuro, estarías buscando reproducir
conmigo algún guión, no sé si previo, no sé si experimental
o por filmar, que sientes o intelectualizas y que para ti tiene
sentido. Que estás buscando que yo interprete sin saberlo un
papel que no conozco, y como directora de escena llegaras
y me dijeras “no, no, así no es como lo imagino”. Y tal vez

16 8 • J av i e r R aya
se trate también de ineptitud mía, no voy a vadear la posibi-
lidad. Pero en el mundo que yo veo, si me diera más a ti tendría
que hacerte unos aretes con mis ojos.
A lo mejor es lo mínimo que esperas.
Ya no me sorprendería.
Y caigo en cuenta de cuánto valoro yo lo que para ti es
nada o aún la insuficiencia de la nada. Me sobrevaloro acaso
en otras cosas tanto como en la pátina de amor, ese manchón
de vida, que para ti no alcanza a formar un color entero, pero
me siento así con respecto a esa urgencia tuya; la no-prisa
que hemos manejado, al menos teóricamente y al menos para
mí es precisamente esa dilación. No tendríamos por qué, es
cierto. Pero el ahora o nunca al menos contigo yo no lo voy
a asumir. No me siento llamado a esa urgencia y no la voy a
escenificar. Dicho en dos palabras, eso.
Son gestos como los de ese día los que me pusieron en alerta:
que a ti se te baja la duda, el coraje o el berrinche haciendo
chistes acerca de iniciar un taller literario en Alcohólicos
Anónimos, o que nos encontráramos con prestidigitaciones
como que yo supiera (juro que no sé cómo) dónde estaba el
libro de Vallejo entre tus estantes que no he visto en más de
un año, los que hacen que a ti se te olvide toda la indignación
conjunta y ya quieres incluso que nos mudemos a una misma
página. Yo no funciono así.
Tal vez para ti la raridad es un lugar de transición para lidiar
con la indefinición o la duda. Hablamos en un idioma de dos,
otro que nos leyera necesitaría una guía, un diccionario para
no perderse en lo serpenteante. Pero de repente sospecho
que esa raridad es también la puesta en escena de un evento,
perdón, de un evento así, en itálicas, que te ayude a sentir que
pasan cosas. Cualquier cosa. Menos cuando se efectuó esa

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 16 9
transfusión de tu muro de Berlín hacia mi recién redescubierta
furia. Un trasvase. Se te bajó el enojo y querías que nos leyé-
ramos, ¡qué bien! Pues a mí se me trepó el empute por verme
presa de un berrinche más y tenía ganas de leer. Y pues sí, la
cosa de hacer pública la lectura ha funcionado desde hace
años como una válvula de drenado en mi trato con la furia. Sí
tiene algo de terapéutica la posición de un otro al que la lectura
apela. Prendí la computadora y me puse a leerle a los descono-
cidos de Twitter, a los compañeros de escuela que hace veinte
años no veo y que espero no volver a ver nunca, a los buenos
y malos del western literario de esta podrida Ciudad Letrada.
Si no fuera porque me siguen invitando a pararme de vez en
cuando enfrente de la gente para leer probablemente hubiera
necesitado otro mecanismo de sublimación, pensemos
alguno pintoresco, como la depresión, por ejemplo, a la que
dicho al pasar no me siento ni tentado ni llamado tampoco, o
qué sé yo, el crimen organizado o la docencia académica; leer
ayer los poemas de Vallejo me dejó tranquilo, con la espalda
sudando, de vuelta a mí. Ejemplo triste, el del viaje de peyote:
sentiste que te desplazaba como interlocutora cuando en
ese momento yo no buscaba ni siquiera interlocución, sino
simplemente un ejercicio vocal; triste, digo, porque te enojaste,
y porque en un momento de ese tránsito yo debía darte algo,
pero no tenía caso recibirlo porque no había nadie a quién
darlo, y ciertamente no estabas tú. No ahondaré en eso, pero
quiero exponer esas dos iteraciones de un proceso mío para
que entiendas por qué no me interesaba que leyéramos juntos
ayer. No tenía caso. Estaba enojado contigo. Quería dejarte atrás,
olvidarte, perderte definitivamente, salir de fiesta y dejar todo
en el pasado. Cómo me iba a imaginar que al volver los ladrones
habrían vaciado mi casa como una alcancía.

170 • J av i e r R aya
He estado escribiendo cartas y cartas todo el día para tran-
quilizarme. Me gusta pensar que las máquinas de escribir
también son máquinas para matar fascistas, y por eso hago
con esta máquina tanto ruido como puedo, para evitar que
vuelvan los ladrones, para que la realidad no me coma vivo.
Te gustaría mucho mi máquina de escribir, estoy seguro.
Me recuerda a las máquinas de escribir de Naked Lunch.
Burroughs sigue teniendo razón en demasiadas cosas, como
en la intuición de que cada máquina de escribir tenía un
carácter propio, un peso específico, como si habláramos de
un elemento químico, de uno de los ingredientes de una
bomba. Hay máquinas de escribir ligeras y delicadas, como
la que Sylvia Plath llevaba al campo mientras recogía flores
venenosas, y hay máquinas pesadas como toros, como la que
usaba Bukowski como saco de boxeo. Me reprenderás por
poner a Sylvia cerca de Hank, a quien detestas, pero lo hago
para demostrar mi punto: algunas máquinas de escribir son
canastas de flores muertas, otras de flores del mal, y otras de
un rifle de francotirador, como esta donde hablo, en ausencia,
contigo. Sientes que esta máquina es un arma cuando levantas
la tapa y pones una hoja nueva. Es la adrenalina de uno al que
fueran a fusilar en un paredón y, de pronto, le pusieran un
rifle en las manos. Salvado. Puedes usar ese rifle —esa herra-
mienta— para darte un tiro en el paladar como Kurt Cobain o
para disparar de vuelta contra esos cabrones, eso es cosa tuya.
Pero tienes opción, y si no eliges algo pasará de todas formas.
Te sientes en posesión de un cheque a tu nombre en el banco
de la venganza. Para una venganza justa, Zilch. ¿Contra qué,
contra quién? No importa: contra el Capitán Garfio si es preciso.
Quiero que te plantees seriamente por qué quieres estar con
un ser tan, tan inane, que no es capaz ni siquiera de asumir un

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 171
ahora o nunca y de dejarlo todo para irse a miles de kilómetros
o para botar el trabajo y su propia pretendida y pretenciosa
escritura para dedicarse a escribirte a ti de tiempo completo.
¿Por qué quieres estar con alguien que no hace por lo menos
todo lo que necesitas, que no te brinda su entera disponibi-
lidad, que te deja los mails sin responder mientras los relee
para que no se le olvide nada fundamental pero, ah, siempre
se le olvidan cosas fundamentales, que te escribe toneladas
de cartas, como ésta, que nunca te enviará?
Auguro (pues que además de negro literario soy mago,
recordemos) que no te faltarán argumentos para engrosar el
caso contra mí y para aportar muchas sabrosas pruebas en mi
contra. O para ser claros, quiero que pienses muy bien lo ante-
rior y yo pensaré también por qué me sigo dando de golpes
contra una mujer transparente como una ventana antibalas.
A lo mejor soy una mosca y estoy encerrado en un vaso por
donde pasa el cielo. Y ya conocemos estos procesos: tú respon-
derás, yo leeré, pensaré, te desesperarás, escribirás más, escri-
biré más, escribirás más, firmaremos la tregua, enterraremos
a los muertos que ya huelen a mierda de rata y un pequeño
descuido mío en el momento menos oportuno nos pondrá
de nuevo sobre aviso, como hoy, de que algo terrible, terrible
está pasando. Y la orquesta se repliega entonces y volvemos
al principio.
Yo no entiendo nada y a ti te urge entender. Te dejo todo el
entendimiento y yo me quedo con él.
Voy a enterrar un cuchillo bajo el primer cocotero que me
encuentre.

172 • J av i e r R aya
El revólver está justo al lado de la cama. Cerca de la ventana,
allá en la cornisa, tengo disimulado entre varios ídolos
mágicos un cuchillo de resorte y un montón de piedras. No
me atraparán con vida. Lo pensé de niño y es mi oración antes
de ir a dormir: nunca, nunca jamás me atraparán con vida.
Si algo entra por esa puerta, si alguien rompe la cerradura,
disparo primero y pregunto después. En eso me parezco a
Han Solo de Star Wars: disparo primero y pregunto después.

¿Los piratas se harán esa clase de preguntas cuando están


disparándole a los niños perdidos, como si fueran niños
héroes en el Castillo de Chapultepec?

Tú me miras, al otro lado de la página, y yo te miro desde éste.


Nuestras miradas ya se tocaron. (¿Cómo se llama el sonido
que hacen unas miradas que chocan? ¿Un descarrile?) Yo
vengo aquí a escribir, ¿ves? Ésta es mi banca, éstas son mis
palomas, éste es mi alpiste. Aquí me siento yo. Puedes imagi-
narme como prefieras, la verdad no creo que importe por
ahora. Ésta es mi mano, regando el alpiste por el que vienen
las palomas a comer. Te veo del otro lado, pero no sé qué hacer.
No sé si eres amigo o enemigo. Llevas todas las banderas
encima. Podrías ser de cualquier parte. Podrías venir de cual-
quier tribu, hablar cualquier lengua. Me aterras un poco, te
lo confieso, pero trataré de no hacerlo evidente. Por ejemplo,
ahora, tú ni lo notaste (tal vez habrás sentido una leve brisa),
pero traté de matarte. Justo ahora, traté de cerrar el libro contigo

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 173
adentro, pero no pude. Te me escapaste. El libro tiene marcas
de sangre de otros lectores-mosquito. Creo que los he matado
como si fueran un enjambre. Creo que los autores a los que
nadie lee deben ser esos que matan sistemáticamente a sus
lectores, que les tienden trampas mortales de modo que
los lectores nunca pueden encontrarlos, nunca saben dónde
están. Me acuerdo de Salinger, obviamente, y su famosa reclu-
sividad. Pero me acuerdo también de Mario Levrero, que me
gusta más. Si yo pudiera tener un personaje principal de todos
mis libros serías tú, Mario Levrero.
¿Sentirías esta mano, Lector? ¿Si te la pongo entre las
piernas? Puedes imaginarte que soy hombre, mujer o quimera.
En realidad no importa porque no te conozco. Me da por
pensar que si ya es difícil encontrar temas de conversación
interesantes, es más difícil todavía excitar genuinamente al
otro. Me atrevería a pensar que las procaces descripciones que
los machos hacen de cuando ayuntan y se cogen y se vienen
en las caras de sus hembras, seguramente se preguntan implí-
citamente la misma cosa, ¿qué le pone al otro? ¿Qué lo hace
venirse? ¿Quiero venirme o que se vengan en mí? A estas
alturas siento que te conozco, Lector. Pero entiendo si crees
que vamos demasiado rápido. Podemos hacer como que no
nos hemos visto todavía. O a que somos viejos amantes que
se ignoran en los congresos, en las oficinas, de un lado a otro
de la calle.
Leer es también aprender a pasar de largo.

174 • J av i e r R aya
Ciudad de México, 1º de diciembre de 2012

Inmaculada,

nuestra casa deja de ser nuestra cuando los ladrones se van.


Dejan mal cerrada la puerta, el pestillo sin echar, la luz del
pasillo encendida; entramos en el espacio que fue nuestro
como a un espejo que miente, a una familiaridad en ruinas: los
cajones revueltos, la ropa sobre la cama, los armarios vacíos.
Una puerta abierta es como una boca que quiere gritar pero no
tiene voz, Inma. Es una cara que ha visto a la Medusa.
No sé por qué te cuento estas cosas, pero no sé qué más hacer.
¿Qué hace uno en estos casos? ¿Llamar a la policía? ¿Montar
un drama enorme en la comandancia, levantar un acta “contra
quien resulte responsable” y alguna tontería así? No quiero ni
salir de mi cuarto, aunque en realidad ya no siento que éste sea
mi cuarto. Esos cabrones me hubieran robado hasta la pluma de
no ser porque la traje conmigo toda la noche. Si no me hubiera
quedado en casa de Zamudio seguro me encuentran aquí
dormido y me rebanan el cuello antes de meter las cosas de valor
en una funda de almohada y salir corriendo sin mirar atrás.
Mira, Inma, aquí estaba mi computadora, una MacBook de
esas blancas, con la estampa de una calavera verde que decía
en la frente “Primavera”. Esta mesa de plástico a la que llamo
escritorio está prácticamente vacía ahora, de no ser por los
ceniceros desbordados de colillas y los Post-it con instrucciones
para textos que nunca escribiré. Aquí en el escritorio estaba
siempre este encendedor Zippo que ya no ves. Me gustaba
porque parecía la cacha nacarada de un revólver de vaquero.
Frente al escritorio, dentro del armario, estaba otra laptop:
una hp vieja que conservaba sólo por la música del disco duro,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 175
y por algunos textos viejos. Carpetas y carpetas de poemas
para armar una decena de libros que ni siquiera recuerdo de
qué iban. Tal vez fue mejor así.
En esta repisa del armario guardaba en efectivo mis ahorros.
No confío en los bancos, tú lo sabes. Estaban en una caja
redonda, de aluminio, de esas de galletas de mantequilla
junto con todas tus cartas y con las cartas de Jorge Arenas y las
de Karlatone y las de Lauri, y las de Kozer y las de Sebas y las de
Khonde, y las de Zilch, que son las que me duelen más. No sé
por qué guardaba las cartas junto con los billetes, pero se las
llevaron igual. Habrán supuesto que dentro de los sobres uno
guarda cosas de valor en lugar de papeles. Y la verdad es que
mis ahorros no daban ni para cruzar la frontera más modesta.
¿Sabes?, eso me da algo de vergüenza. Que los ladrones se
llevaran un botín tan miserable.
En esta otra repisa del armario había una bolsa de una
marihuana buenísima. Me da miedo pensar que los ladrones
van a volver creyendo que soy un dealer o algo así. En realidad
la tenía para cuando me visitaban Ventura y Sebas. Khonde
nunca fumó mota, al menos no conmigo.
Aquí junto a la ventana estaba mi navaja Joker, regalo de
Zilch. Viendo el estado del mundo me dijo un día: “aprende
a usarla”. Y lo hice, Inma. Aprendí a llevarla en la manga de la
chamarra y a esconderla en una abertura dentro del forro por
si me registraba la policía. A veces vas caminando en la madru-
gada y un cerdo cree que vas borracho y te pide que le muestres tu
identificación y le digas para dónde vas. Esas cosas pasan.
Estamos en guerra. No me hubiese atrevido a apuñalar a un
cerdo, pero tal vez sí a un ladrón. Sólo me preocupa que esa
navaja probablemente tiene mis huellas digitales. ¿Es demasiada
paranoia, Inma? ¿Y si realmente me estuvieran persiguiendo?

17 6 • J av i e r R aya
Mira, esto: en la sala estaba el atril de mi guitarra. Era una
Stratocaster roja. Se llamaba Rosa Luxemburgo y tenía un rayón
en forma de as en medio de las pastillas, y una calcomanía de
los Pixies donde empezaba el cuello. Las cuerdas eran B. B.
King Signature, nuevas. Se desafinaba mucho, por lo mismo.
Ahora es una guitarra sin nombre.
Acá en el estudio dejaron todos los libros en el piso, regados,
buscando tal vez entre sus páginas más billetes. Muchos
libros aún estaban en cajas, porque la mudanza no ha termi-
nado. Este minucioso desorden es lo que mejor representa
el despojo, Inma: el momento en que lo familiar se vuelve
siniestro, y tus libros quedan regados como si la Gestapo hubiera
entrado en tu ausencia y estuviera a punto de quemarlos.
No quiero quedarme aquí adentro —me da miedo que
vuelvan—, pero tampoco querría salir a la calle. No traigo un
peso encima, ni para un café. Me consuela un poco que cuando
esta carta te llegue probablemente ya se me habrá normali-
zado la respiración. Eso espero.
Desde octubre no recibo carta tuya, ¿estás bien? ¿Cómo
sigue tu madre? ¿Cómo te encontró Madrid? ¿Cantaste
fados en Lisboa? ¿Cuál tren de nunca tomarás mañana hacia
ninguna parte? Me encantó tu traducción de Pinsky, por
cierto. Si no quieres hablar de tu madre, está bien. Si quieres
que se muera para dejar de pensar en ella, yo también quiero que
se muera. Escribe pronto, para volver a llenar la cajita de las
cartas: los ladrones pueden robarnos lo escrito, Inma, pero no
lo que todavía no escribimos.

Tuyo,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 17 7

Hay lugares, oh presupuesto Lector, a donde preferimos no ir.


A donde yo prefiero no ir, para ser más preciso. Y me ha dado
en pensar últimamente que si no voy yo, tú no deberías andar
husmeando por esos rincones.
Es que en realidad es lo que me pongo a hacer siempre, en
cualquier lugar donde me dejan a solas por un rato: me pongo
a hurgar todos los cajones, a revisar todos los objetos, todos
los pequeños secretos que devuelvo intactos, que dejo con sus
vitrinas puestas y sus manteles echados sobre ellos. No son
habitaciones hechas para ser habitadas, sino para ser olvidadas.
En muchas de esas habitaciones, sin embargo, creímos ser
felices. Lo fuimos incluso, alguna vez. Precisamente por eso se
nos vuelven fantasmas esas telas que a contraluz del recuerdo
olvidamos haber puesto ahí, cubriendo algo aún más oscuro,
aún más triste: una ruina más profunda de la felicidad.

178 • J av i e r R aya
Los dioses deben estar locos
Marina Azahua Gordon

Hace poco leí en el periódico una nota sobre una masajista


californiana aquejada por fuertes dolores de espalda. Luego de
sufrir una cirugía lumbar los doctores anunciaron una segunda
cirugía, lo que determinó a la mujer a tomar una decisión: dar
la vuelta al mundo en busca de la cura para su mal. Pensó: ¿qué
sociedades en el mundo no sienten dolor de espalda, y por
qué? Llevó esa pregunta a Sudamérica, donde vio por primera
vez ancianas yanomamï de ochenta años recogiendo castañas
al borde del Amazonas, y a jóvenes huaorani recién paridas
cargando a sus bebés en la J de su espalda. Y es que la espalda
en realidad tiene forma de J, aunque se siente (y, en los occi-
dentales, además se ve) como S.
Esther Gokhale es conocida en Silicon Valley como “la
gurú de la postura”. La llaman así porque ayuda a los progra-
madores de las más importantes compañías de software en
el mundo a relajar su espalda y su mente en jornadas de 18
horas escribiendo código —ruido blanco y matriz de nuestro
mundo digital—. Desde que leí la historia de Gokhale me
intrigó saber cómo una masajista de Palo Alto (sin implicar
ningún tipo de juicio sobre su ocupación) había tenido esa
genial intuición antropológica, la necesidad de saber más
para ayudar a los demás. Cómo la sabiduría de una tribu de

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 179
la Amazonia puede curar el dolor lumbar de un programador
de 27 años que quiere ser el nuevo Steve Jobs. Entonces me
decidí a buscarla.
En el vuelo a Los Ángeles me llevé una novela que me
había llegado a la oficina la semana anterior, La rebelión de
los negros. La portada la hacía ver más como un panfleto polí-
tico, pero el grosor de las páginas me había disuadido (como
a muchos lectores) siquiera de comenzar a leerla. No la leí
completa, debo confesar, sino hasta mi regreso al d. f., aunque
fue una compañía constante durante los traslados, retrasos
y esperas de mi visita al estudio de Esther Gokhale. Varias
salas espaciosas e iluminadas, hermoso jardín trasero, y una
amplia terraza donde el visitante puede comprar libros, dvds,
posters motivacionales (aquello tenía algo de santuario y yo
tenía algo de peregrina, sin duda) mientras pide un té de
hierbas de Vietnam, o un shot de esencia de jengibre, inmejo-
rable remedio chino para el dolor de garganta.
Mientras esperaba que Esther saliera de su clase matutina,
me quedé soñando despierta, ojeando La rebelión de los negros
a ratos, sin decidirme todavía a leerla, y observando a la gente
que pasaba en patinetas o ensimismados en sus smartphones
(a veces al mismo tiempo). Y no sé por qué me acordé de la
nana que tuve de niña, en Texas. Específicamente de la vez que
me cantó una canción de cuna de su pueblo para ayudarme
a no tenerle miedo a los truenos. No podría acordarme de las
palabras, pero las veo perfectamente en mi memoria. Podría
tararear la melodía: dulce, sinuosa. Como una S más bien, con
idas y vueltas. Podría intentar cantarla. Pero entonces llegó la
asistente de Miss Gokhale, armada con una sonrisa de quien
ha dormido bien y asegurándome que en un momento estaría

18 0 • J av i e r R aya
conmigo su jefa, que si podía ofrecerme otra taza de Oolong,
que si el Creador no nos ha bendecido con un sol hermoso.
Cuando soplaba mi segunda taza de té pude ver a mi nana
(no diré su nombre, no me atrevería) al borde de mi cuna, con
su boca cruzada de cicatrices, como los troncos viejos que se
parecen a la piel de los ancianos, y su pelo blanco, brillante,
amarrado en dos trenzas paralelas con las que me gustaba
jugar. Y su canción. La sabiduría de los Navajo del sur de Texas
ayudaba a dormir a una inquieta niña mexicana criada en
Estados Unidos. Me pasó algo similar durante la temporada
que viví en Sidney, en Australia: sentirme agradecida por la
alteridad absoluta, radical del otro: hay cosas sobre el amor
que sólo pueden comprenderse cuando se tienen amantes en
varios idiomas.
Esther Gokhale es como un árbol en primavera. Tal vez
con algunas ramas preparándose para el invierno. Lleva el
cabello corto, negro y en algún momento de la charla
mencionó que no se lo pinta. Tiene un cuerpo sinuoso sin
rigidez, muy grácil y muy fuerte, propio de un instructor de
yoga o de alguien que ha tenido buen sexo la noche anterior.
Le regalé algunos ejemplares de la revista para la que traba-
jaba entonces y prometí contactarla con el departamento de
publicidad para discutir banners en nuestro sitio web. Luego
saqué mi grabadora y poniendo mi mejor cara de entrevista-
dora comencé con mis preguntas.
Mientras exprimía un limón amarillo en su agua mineral de
cuatro dólares o miraba un avión que pasaba buscando tal vez
una señal divina, Esther no perdía cierta compostura espec-
tacular de quien está acostumbrada a ser escuchada, incluso
entrevistada (ha aparecido en Oprah en más de una ocasión).

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 181
No le sonaba de nada el nombre de Richard Schultes, el famoso
etnobotánico que hizo el primer contacto con muchas tribus
del Amazonas brasileño, y de quienes aprendió procedi-
mientos invaluables para la medicina occidental. A veces
leía cosas de fisioterapia, y prometió regalarme su ejemplar
de Noëlle Perez-Christiaens, quien estudió las posturas de
distintos grupos tribales donde no existen sillas, relojes, filas,
salas de espera, divanes de psicoanalista, iPhones, ni peni-
cilina, y donde todos los niños, hombres y mujeres tienen
hermosas espaldas y vértebras en forma de J.
Empezó a sonar en el café un cover de “Forever Young” de
Bob Dylan por una cantante de bossa nova. En realidad yo
sabía que Esther no era una antropóloga ni mucho menos.
Precisamente por eso me interesaba constatar su absoluta
ignorancia sobre cualquier metodología de contacto primario
con grupos humanos no documentados. Existen protocolos
para eso. Vacunas, prevenciones al respecto del uso de tecno-
logía. La incursión de una joven emprendedora californiana
a la selva amazónica y el inocente olvido de un encendedor
podrían suponer cambios en la organización tribal que no
debemos tomar a la ligera.
Cuando yo era niña estaba muy de moda la película
The Gods Must Be Crazy (Los dioses deben estar locos). Los
personajes de Raya en La rebelión de los negros a veces me
recuerdan a los miembros de esa tribu aparentemente
salvaje (luego del filtro exotizador de Hollywood), de creen-
cias básicas pero firmes, que ven caer un día desde el cielo
una botella de Coca-Cola vacía. ¿Cómo interpretar, pues,
el sueño de Khonde, el regalo que unos dioses extraños y
desconocidos han depositado milagrosamente en el amigo,
en el otro que es como nosotros, según la muy conocida

182 • J av i e r R aya
sentencia de Aristóteles? ¿Y cuáles son las penalizaciones
de no seguir el llamado, materializado en el objeto fetiche,
botella de Coca-Cola o libro que todavía no existe? ¿Qué sabi-
duría inhóspita somos capaces de extraer de nosotros mismos
a través de la escritura, pero también del ejercicio de la
amistad, que hacen una diferencia positiva en la vida imagi-
nativa de sus contrayentes? Los “negros” literarios terminan
ofreciendo un sacrificio inútil, pero radical, a su manera, que
consiste en quitarse la cáscara del nombre, y en un mundo
obsesionado con la tiranía del yo, perderlo en la autoría
colectiva de La rebelión de los negros es tanto como renun-
ciar al authorship system. Los negros son los depositarios de
un objeto extraño, de propiedades difíciles de describir, que
produce un contagio inmediato, cuyos síntomas consisten
en hacer creer al lector que él/ella también forma parte
de sus excesos discursivos, como una pieza más; el libro
des-autorizado como aquel objeto que no debería existir
pero que a todas luces parece provenir de un futuro real y
constatable como lo es el presente desde la perspectiva
del pasado. Un objeto de poder como los que acompañan
a los chamanes en sus ceremonias, y que tanta curiosidad
producen en los exploradores blancos, antepasados metafó-
ricos de este futuro desangelado en el que vivimos, que con
todo y su maravillosa tecnología digital no sabe curarse el
dolor de espalda, la ciática, ni el reumatismo.
La rebelión de los negros parece conducirnos a la pregunta,
¿alguna vez un libro ha sido capaz de crear, por sí mismo,
una Revolución? Pero esas cosas no ocurren pronto, en todo
caso. No en los bosquimanos y no con la primera edición del
Manifiesto Comunista. Las revoluciones a nivel de toda una
civilización se cuecen lento, como la invención de los dioses

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 183
o la domesticación del fuego. Le pregunto todas estas cosas a
Miss Gokhale quien no pierde la sonrisa, a pesar de voltear a ver
insistentemente el reloj que no lleva en su muñeca. La mención
de Los dioses deben estar locos hace que se olvide del reloj invi-
sible durante un momento. Sigo hablando, pero noto que Miss
Gokhale se ha puesto pálida de pronto. Me interrumpe: se
acuerda que en su viaje a Oceanía le regaló a una niñita maorí
un espejo y una barra de lápiz labial con olor a mora silvestre.
“Es que se veía tan linda con los labios morados de tan azules”.
De pronto llega la asistente con su sonrisa invencible y su
optimismo prêt-à-porter. Pero Miss Gokhale no sonríe más.

18 4 • J av i e r R aya
El otro o la nada misma: una invitación a La rebelión
de los negros para filósofos de ocasión
James R. Bloom
Universidad de Iowa

Después de mi primer divorcio comencé a experimentar


sueños intranquilos, los cuales se transformaron poco a poco
en inquietantes pesadillas; el contenido (manifiesto o de
otro tipo, nunca me ha quedado muy clara la diferencia, ni
tampoco viene al caso) era irrelevante, pero el sueño siempre
terminaba conmigo corriendo en un callejón oscuro de una
ciudad desconocida con un hombre de negro siguiéndome
el rastro. Es cierto que los divorcios pueden llevarlo a uno
a reproducir ciertos esquemas paranoicos aprendidos de la
literatura o del cine, pero tristemente, al menos en mi caso,
los procedimientos legales se llevaron a cabo con increíble
fluidez, y mi ex continúa siendo una de mis más cercanas
amigas. Sin embargo, aquel hombre de negro conocía algo de
mí que ni yo mismo conozco.
Despertaba dos o tres noches a la semana con el cuello
torcido, sudando a mares, seguro de que la próxima vez me
atraparía. Justo traía en la cabeza la idea nada peregrina de
que los verdaderos enemigos nunca nos abandonan, sino que
nos acechan desde lo más profundo de nosotros mismos: se
convierten en parte de nuestra familia, una anti-familia, por
decirlo así, donde las raíces venenosas se entrelazan con

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 185
aquellas de nuestros recuerdos más preciados. Fue desde ahí
que inicié mi lectura de La rebelión de los negros.
Sé que no es muy popular en nuestros días leer los libros
como se hacía antes (a saber, como libros y punto), sino que
es necesario ubicar cualquier lectura dentro de una tradición,
con una serie de referentes y todas esas cosas. A mí me gusta y
lleva gustándome medio siglo leer libros como antes, de tapa
a tapa, emocionándome con las aventuras y conmoviéndome
con las tragedias. Se me disculpará, pues, que no ofrezca de la
novela otro más de los aburridos y pedantes estudios críticos
—que incluso desaconsejo leer a mis propios estudiantes—, y
que me concentre más bien en un breve comentario acerca de
uno de los personajes más desatendidos por los fans.
Rábano Rhones se nos presenta desde el principio como el
prototipo del escritor de moda: de libros conoce únicamente
lo que ha llegado a la mesa de novedades, y basa su prestigio
en su facilidad para las relaciones sociales. Conforme la novela
avanza, Rhones aparece como una figura cada vez más desla-
vada y a la vez (ésta es la clave) más misteriosa. Dentro del coti-
lleo de los redactores a sueldo, Rhones adquiere la dimensión
de una función despersonalizada, un horizonte dentro de lo
cual se ubicarían los enemigos, si es que en este mundillo lite-
rario hubiese algo en verdad que ganar, al igual que la editora
Laconia Topo, y encarnan algo así como el antimodelo ético
para los “negros”.
En persona lo vemos aparecer solamente una vez, y el efecto
no puede ser más decepcionante: en la sala inundada de
gente, ya entrados de lleno en el capítulo 27, Sebas y Ventura
describen uno tras otro cada uno de los personajes fascinantes
que puebla la escena en una enumeración vertiginosa, como

18 6 • J av i e r R aya
si el circo hubiera llegado a la ciudad y hubieran decidido
hacer la fiesta de inauguración en un departamento dema-
siado pequeño. Ante la tentación de Ventura de comparar el
sombrero de Rhones con el de la estatua de Pessoa, Khonde
le advierte que incluso la estatua tiene más talento poético
que el insípido Rhones: más que una estatua, Khonde lo
describe como un “maniquí antropomorfo con cara de ratón
asustado, ojillos codiciosos, y un sentido de la comedia que
haría palidecer a la mayonesa”. En ese brochazo de perso-
naje ya contamos con suficiente información para contrastar
a esta joven promesa de las letras mexicanas con lo que los
negros saben de él, pero dado su carácter confidencial profe-
sional no pueden decir que Rhones ni siquiera escribe sus
propios poemas.
Fue ésta una de las subtramas que más llamaron mi aten-
ción al leer la novela, gracias a la minuciosidad con que
la Nada aparece trazada o repartida alrededor de Rhones:
incluso el único poema suyo incluido en la novela (spoiler
alert) fue escrito por Edgar Khonde, como nos enteraremos a
poco de entrar en el capítulo 127. Pero en el universo mismo
de la novela, Rhones, su hueco —un personaje construido
desde la ausencia— siempre está, por así decirlo, presente.
Asediados por las fechas de entrega, los redactores deben
enfrascarse en una batalla contra el tiempo para escribir
una antología de la poesía de su generación (una antología
que se antojaba, de hecho, involuntariamente buena), pero
el poema atribuido a Rhones es una pieza que además sirve
como elocuente afirmación del carácter anodino del perso-
naje: una Nada afirmándose a sí misma a través del acto de
ventriloquia del mágico Edgar Khonde:

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 187
nada rodeada de nadas
nada plena, nada simple
nada anónima e informe
que formas al mar en
tu carencia, que nada
sufres aún ante la desazón
del simio sabio rasgando
tus vestiduras transparentes
para mostrar tus pechos
al auditorio inaudito: nada
de carne, nada de piel
nada de nada en la vida
de una nada a otra
como un paréntesis
la vida, cercada de una
nada a otra nada
por dentelladas de inexistencia

Si hemos de creer a Khonde, palabras como “auditorio”,


“pechos”, “paréntesis” o “inexistencia” están ahí para hacer
el texto “feo” deliberadamente, o para signarlo dentro de una
órbita de lectura privada (la de los negros) basada en crear
cosas a partir de lo que tratan de denunciar. Los poemas que
muestran de otros son parodias que conocen de memoria,
porque antes que redactores a sueldo piensan en sí mismos
como lectores que escriben, o lectores que parodian, imitan, y
en general, viven la escritura como si se tratara de un hermoso
traje ajeno.
Pero es posible encontrar en el entramado de la novela
algunos indicios de que los verdaderos villanos de la obra (la

18 8 • J av i e r R aya
malograda Laconia Topo, quien termina haciéndose millo-
naria finalmente, como siempre quiso, mientras los negros
se burlan de ella desde sus cuchitriles inmundos) en realidad
son aspectos de una reflexión, en este caso, de Khonde sobre
su propio trabajo, que lo coloca en esa deliciosa y paradó-
jica posición de ser el antagonista de sí mismo: el perso-
naje redondo no por la construcción ni el trazo, sino porque
lleva en sí mismo su propia trizadura, su propio periplo,
proyectado en las circunstancias en que el novelista nos lo
hace visible.
El atisbo interesante que Khonde ofrece en este poema
es que la inexistencia puede expresarse: sería una fórmula
similar a la de revertir un proceso entrópico, o como me gusta
llamarlo, de querer meter la pasta dentífrica de vuelta al tubo,
si no fuera porque se nos presenta en forma de admonición
mágica, de ensalmo, de cantinela, es decir, de poema. ¿Pues
cómo nos sería dado imaginar de otro modo lo que nunca
ha sido, más allá de lo que simplemente “no es”? La lógica
no nos llevaría muy lejos, la física nos diría más bien lo que
es; incluso su prima escandinava, la física cuántica, no haría
sino expresar matemáticamente la falta, una ecuación vacía.
Para la nada, la falta no es suficiente. Debemos rozar con
el pensamiento lo que el pensamiento no se permite fijar
en una forma. En la poesía —que funciona como única guía
moral, único recurso, única salida de los negros— se juega
todo eso para lo que la realidad no alcanza, y las sensaciones
y emociones más delirantes se nos vuelven claras y visibles,
como un paisaje en un día sin nubes. Y todo esto ocurre
inadvertidamente, en el hiato entre el poema y Rhones, que
nunca termina de ser realmente el villano, sino la encarna-
ción de esa inexistencia radical, eso que está a la izquierda

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 18 9
del punto decimal y que edita una publicación cultural de
renombre mientras se prueba un sombrero tras otro en una
tienda de segunda mano.
Cabe mencionar que Khonde se nos construye también
gracias a su manera de construir a los otros, y de construirse
como el reflejo de los otros; más que un mero antagonista,
Khonde ve en Rhones algo así como una oportunidad para
abrazar su propia inexistencia como autor, como poeta (i)legí-
timo, a la vez que afirma triunfalmente su indiferencia ante
dicha condecoración: puedo ser poeta incluso cuando canto
a la nada, parecería decirnos. No me bastan los objetos. Nece-
sito desbordarme hacia lo que no tiene fronteras, lo que estuvo
antes y estará después; necesito hablar de lo que pasa mien-
tras reventamos con la irrupción de la vida, esa nada colmada
y vacía que no se modifica un ápice con el vanidoso desfile de
lo existente.
La nada es una de las obsesiones recurrentes de Raya (y
en ningún otro personaje queda tan claro como en su cons-
trucción de Zilch, literalmente “nada”1). Como si se tratara
de una pesadilla patológica, la nada persigue, impregna,
asedia el universo filosófico y narrativo de La rebelión de los
negros, lo que produce una atmósfera de desfase con respecto
al tono general. No me gusta agobiarme con demandas sobre
el género de los libros, como si los profesores y académicos
fuéramos peritos encargados de determinar el sexo de una
criatura mitológica; pero ese desfase entre el humor rampante

1 
Apunta John D. Barrow en El libro de la nada: “‘Zilch’ llegó a ser un
término común para cero durante la segunda guerra mundial y se infiltró
en el inglés ‘inglés’ a través de los militares estadunidenses destinados en
Gran Bretaña. En el slang original se aplicaba a alguien cuyo nombre era
desconocido”, p. 15.

19 0 • J av i e r R aya
y la capacidad de la retórica de la negritud para producir
pequeñas piezas poéticas solventes por sí mismas dota al libro
de una espesura particular, como si supiéramos que la broma
ha ido demasiado lejos y estuviéramos listos para desenmas-
carar al autor. Laconia Topo encarna ese afán persecutorio
tratando por todos los medios de infundir chismes y enga-
ñifas acerca del nulo prestigio literario de los negros, especial-
mente sobre Raya, quienes paradójicamente se asumen como
promesas frustradas o rotas, y que no persiguen la gloria de
relumbrón de las mesas de novedades, sabiendo en su fuero
interno que escribir best-sellers (que Laconia edita y promo-
ciona sin saberlo) es la cosa más sencilla del mundo. No, la
construcción de los personajes no resulta de la adición de
rasgos e historias que los doten de espesura y verosimilitud,
sino de restarles atributos, de reducirlos hasta casi hacerlos
desaparecer; cuando Laconia afirma que Raya se da “aires de
nada” (en un juego de palabras involuntariamente poético
para no decir “aires de grandeza”) no hace sino describir con
precisión la ética de su minúsculo enemigo, ese que más que
tratar de engrandecerse o apelar a la retórica del captatio
benevolentiae busca desmarcarse de cualquier tufo a pres-
tigio, desenmascararse a sí mismo, y a cada página su rostro
queda un poco más expuesto, hasta volverse poco a poco…
insoportable.
La sensación que uno tiene al final de la lectura colinda con
el sentirse decepcionado, o mejor: estafado. Como si en el fondo
sospecháramos que se trata de un libro colectivo, con momentos
muy altos y caídas abruptas. Un pastiche, un cadáver exqui-
sito, un archivo de juegos literarios editado con un nombre
bonito en la portada. Y cuando llegamos a este punto ya

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 191
podemos estar seguros de que el contagio tan anunciado y tan
referido en La rebelión... se ha alojado en nosotros.
Todos quieren extraer la pepita de oro de la mina de carbón,
pero la gran broma y el rasgo más atractivo de La rebelión de
los negros es precisamente esa capacidad autorreferencial
para colocar a cada paso la novela fuera de todo tránsito reco-
rrido previamente: un tren o mejor, una ola que desborda
las vías y se reproduce a sí misma como un contagio, como
una fiebre o un padecimiento (neo)tropical para el que no
existe cura definitiva sino solamente remedios temporales:
“el veneno de la escritura”, nos recuerda Edgar Khonde, “es su
propia medicina”.

19 2 • J av i e r R aya
Agazapado en el punto final

Pero es que hasta hace poco, Lector, tú te llamabas Arthur


Rimbaud. Acabo de verte cruzar de un lado a otro por Reforma,
o por Insurgentes, o por Vértiz, o por Revolución, claro, acabo
de verte cruzar por Revolución. Me miraste con esa cara. Con
ésa. Como si me retaras, sabiendo que no puedo ganarte. Ya
no tengo 19 años ni los tendré nunca. Ya no puedo caminar
a estas horas desde Revolución hasta mi casa, en Tlatelolco.
¿Qué hago yo parado en Revolución contigo, lector, a la
medianoche de un domingo después del fin del mundo?

Un correo de Franco Narro donde me envía algo así como el


soundtrack de La rebelión de los negros, otra línea de fuga, otra
forma de escapar:

Estudiando la historia de la guitarra africana llegué a Niger


y después a Agadez, y me enteré de los Tuareg y la rebelión
Tuareg y a sido conmovedor (sic). Te pongo aquí dos videos.
El primero es de Bombino, que tendrá alrededor de 30 años en
este momento. El segundo es de Oumbadougou, que es algo
así como el padre del blues nigeriano. Bueno, la guitarra fue

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 193
tan importante en la rebelión que por decreto oficial cualquier
Tuareg portador de una guitarra podía ser arrestado, y eso fue
en el 2009. Dos guitarristas de la banda de Bombino fueron
ejecutados. A muchos otros les cortaron las manos para que
no tocaran más. Y así.

@reiben ha escrito:
Qué onda, man, ¿andas por ahí? Tengo que hacerte unas
preguntas. Es algo técnico. ¿Cuánto cobrarías por un libro en
español e inglés? ¿O crees estar en tu casa en la tarde para
pasar a tripear ese pedo?
11:07 AM

@javier_raya ha escrito:
Hey, pues habría que ver varias cosas, ¿un libro de qué? ¿Es
urgente, cuántas cuartillas, dominas el tema, lo harás solo o
vas a pedir ayuda a otros negros? Todo depende. Sí, si quieres
pásate al rato por la casa.
11:20 AM
@reiben ha escrito:
Ah, va. Está bien loco este pedo: es un proyecto para un
escritor de novelas históricas a cuyo nombre no tengo
acceso. Se trata de escribir / transcribir un diario de Francis
Drake que no existe en español. En realidad no lo escribió
Sir Francis (el corsario), sino su sobrino, también llamado
Francis, y un sacerdote que lo acompañaba... que, adivina,
también se llamaba Francis.
11:22 AM

@javier_raya ha escrito:
Órale, toda una convención de Francis. Se oye chingón. ¿Sabes
para qué editorial es? Eso ayuda a cotizar.
11:22 AM

19 4 • J av i e r R aya
@reiben ha escrito:
Nel, me contactó esta morra o este bato (con los Editores
nunca se sabe) del Black Pen y me dijo que si tenía chance
de entregar antes de Navidad. No entiendo qué tiene que ver
Navidad con Francis Drake, la neta.
11:27 AM

@javier_raya ha escrito:
Mmm... tiene que ver porque en Navidad se estrena la nueva
de “Piratas del Caribe”. Eso le dará punch si publican una
memoria de Francis Drake en esos días. Son cosas que decide
mkt.
11:28 AM

@reiben ha escrito:
Sir Francis. Me hicieron mucho énfasis en eso.
Bueno, es que según el Editor voy a tener que lidiar
directamente con este bato que tiene el manuscrito de Sir
Francis, que es tataranieto o un pedo así del dude, entonces se
superofende si le dices Francis.
11:35 AM

@javier_raya ha escrito:
Qué cagado. Pues yo creo que puedes cotizar alto si justificas
que vas a hacer un poco de paleografía. El bato tal vez no
sepa de qué le hablas, pero el punto es que parezcas muy
profesional, que se lo vendas por el lado de que vas a hacerte
cargo de la historia de su familia y tal, que confíe en ti, y que
te pague chingón también.
11:55 AM

@reiben ha escrito:
Pues sí. Es bien raro porque el bato no sabe inglés. Es
un colombiano. Según me contó, Sir Francis “secuestró”
Cartagena de Indias en una ocasión, y pidió un rescate de

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 195
miles de ducados. Fue en ese asedio que Sir Francis tuvo ahí
ondas con una morra, la Alondra Sanmiguel, y le dejó un varo
según esto y el diario. El bato quiere que le ayude también con
la traducción, para editarla casi simultáneamente en inglés
y en español. No le interesa tanto el estilo sino que “vaya
al punto”.
11:57 AM

@javier_raya ha escrito:
Chale. Bueno, harás tu primera novela pirata para Navidad,
man. Te espero cuando quieras caerle.
Acá voy a andar. Abrazo.
12:10 AM

Escribir La rebelión de los negros: dejarse llevar por un título y


querer hacer algo con él; un encargo que nadie le ha dado, una
novela que alguien más ha soñado y él escribe. Éste es el único
evento de esta novela, la única escena propiamente: a los 33 años
de edad, el poeta Edgar Khonde soñó con un libro llamado La
rebelión de los negros. Las condiciones ya las he referido, para
este punto en alguna parte, o recuerdo haber contado ese sueño
ajeno tantas veces y de tantas formas que tal vez ya no importe.
Incluso puede que relate ese sueño de manera diferente cada vez
que lo cuento, como obedece a mi naturaleza de mentiroso.
La frustración de ser capaz de escribir novelitas estúpidas
sobre cualquier cosa, colaborar en esas largas sagas vampí-
ricas o en las trilogías de moda, y ser incapaz de escribir
el sueño de alguien más como si fuera propio, tal vez La rebe-
lión de los negros se trate de eso. Si al menos fuera un perso-
naje en una novela, no lo dudo, sabría qué hacer. Pero soy el
que les dice a los personajes qué hacer en esos interminables

19 6 • J av i e r R aya
bodrios que tengo que corregir. Soy el que tiene que tratar
como personas de carne y sangre a esos bocetos torpes de
los novelistas, a esas ingenuidades, a esas ignorancias rabiosas
que forman la élite cultural de estos días, a esos clientes. Tal
vez debería cambiar de párrafo para no sacar una metralleta y
rociar de balas la sede del Black Pen.
Por cierto, el norte para cambiar de párrafo me lo ha dado
la necesidad de levantarme del escritorio para traer algo.
Primero se me terminaron los cigarros y tuve que bajar a la
tienda (volví a fumar). La segunda interrupción se debió
a que olvidé traer algo de beber. Es tarde, el café aún podría
espantarme el sueño, así que fui por agua. Es la cosa más
irrelevante del mundo, lo sé, y es parte de la dificultad: que
explicaciones de este tipo, incluso tan irrelevantes a primera
vista, me revelen algo necesario para escribir La rebelión de los
negros. No quiero filtrar nada, no quiero dejar nada fuera, no
quiero convertirme en Editor de mí mismo.
Con un poco de optimismo, buscando a toda costa lecciones
de escritura, esta interrupción me enseña que cuando se
escribe es necesario tener cerca cigarros, algo de beber, unos
dulces. Éste es mi lugar. Aquí puedo hacer lo que quiera.
Dejar pasar entre este enunciado y el siguiente una semana
o un mes, incluso varios años. De este punto a este punto, fui
un autre diez veces. Exagero, pero el punto queda claro. Me
disfrazo de texto, en realidad, porque he venido a infiltrar esta
novela. Soy un ninja, lo confieso, lo he sido siempre. Ahora
que nada importa, de más está decirlo. Vengo aquí, a un rincón
de mí mismo, a traerme de vuelta. A llevarme. A buscarme.
Y a veces me siento solo y traigo a mis amigos, como si fuera
un gran concierto de rock, un homenaje a Bob Dylan, y todos
ellos vinieran y cantaran conmigo. Esos amigos a veces están

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 19 7
muertos o son, sencillamente, imaginarios. Conozco a un dios
que se llama Posidón y también a un perro. Aquí me encuentro
un vestigio doloroso, algo que me cuesta mucho esfuerzo ver.
Es el gato de Zilch. Está muerta, como siempre que pienso en
ella, sobre el asfalto. Se llama Ninja. Murió por mis pecados.
La atropelló un coche cuando Zilch y yo salimos a comprar
cerveza. La buscamos mucho rato y fui yo quien la encontró
embarrada, untada en el pavimento. Despegué sus huesos del
piso después de abrazar a Zilch, de asegurarle que el gato no
era blanco, sino negro. Sí, lo vi muy bien. Era Ninja, Zilch. Es
ella, Zilch. Lo siento.

México, d.f., una fecha

Si Pauli fuera un personaje, podría dirigirme directamente a


él y hacer que esta novela fuera en realidad una colección de
cartas no enviadas a todos mis amigos y la gente que quiero.
Podría hablarte directamente,

Querido Pauli,

y decir que eres un tipo alegre, de una alegría en esteroides,


digamos, o en drogas, aunque nunca te vi usar ninguna
mientras vivimos juntos. Gritabas y golpeabas cosas como
un simio alegre en la selva, un chango amarillo, pequeño
gorila español de metro y medio, cuerpo de bailarín, grandes
ojos de loco. Borracho tenías aún menos filtros que sobrio: a
medianoche o a mediodía, tirabas las rebanadas de los libros
malos en pedazos por la ventana, o bien una traducción de

19 8 • J av i e r R aya
Pessoa que, según tu presunto portugués, te pareciera detes-
table. A veces me asustaba presenciar tu libertad rabiosa —tu
libertad o tu pantomima—. Ahora, Pauli, si me disculpas, voy a
hablar de ti en tercera persona, porque quiero decirte algunas
cosas como si no estuvieras presente; como si ésta fuera una
carta tradicional y tú no fueras un personaje vivo, sino
una persona de carne y hueso —como tantas.
Me pareció que pudimos haber quedado en mejores términos
cuando salimos del Palomar. Oye: siempre te cuento como el
héroe en esa aventura del 12 de diciembre, donde te ofrecieron
al joto de la cuadra en una fiesta callejera, ¿te acuerdas?
Fue el día en que fuimos a leerles a los peregrinos de la Basí-
lica de Guadalupe. ¿Qué leímos? ¿Por qué gritábamos en las
escaleras como posesos, como fervientes guadalupanos esos
párrafos de alta teología herética? Y al volver a casa nos encon-
tramos con la calle cerrada y el barrio en una gran fiesta, con
el sonidero a todo lo que daba y mucha gente bailando en la
calle. La cerveza fría y barata, mucha comida, mucha alegría.
Y te pusiste a bailar pegadito con una vestida, así de macho
eres. Nunca estuve más orgulloso de ti que en ese momento,
querido Pauli.
Cuando él salía —vuelvo a la tercera persona—, la casa se
quedaba en un silencio relativamente apacible, interrumpido
solamente por la maldita bomba de agua o por el tránsito de
Eje Central: bocinazos, sirenas de rutina en un viernes a la
madrugada. Atesoraba esos momentos: sin música, sin gritos
de loco desde su habitación, sin golpes inexplicables en las
paredes, sin desplantes histéricos. En esas horas de soledad el
departamento era mío y podía entregarme, después de todo
el día trabajando, sencillamente a leer y ser perezoso, mi acti-
vidad favorita.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 19 9
Asumiremos el yo para hacer la escena un poco más viva:
escuché, pues, tres golpes en la puerta del zaguán. Estoy
leyendo a cuatro pisos de la calle, y el cubo de las escaleras me
trae el eco de los golpes, entre los cuales alcanzo a escuchar
el eco de un nombre borrado a medias por la distancia, como
quien borra una palabra de un pizarrón sin mucho esmero,
dejándola reconocible, forense. Puede ser que Pauli no traiga
llaves y venga borracho, pensé. Que traiga amigos o una furcia.
Que vengan todos borrachos, con ganas de fiesta. Es posible
que haya furcias para todos. Ha pasado. La negociación de los
cuartos, tomar turnos, pedirles taxis al amanecer. Qué pereza,
me dije. Otros tres golpes en el zaguán, otro eco subiendo por
las escaleras, el zaguán que se cierra, una risa de mujer que
anticipa el metrónomo de los tacones.
Leía una novelita de Stefan Zweig mientras escuchaba los
pasos que subían en la oscuridad. Hoy no, hoy no quiero
fiesta. Sólo quiero leer a Zweig, reconocer los pequeños home-
najes, pensaba, que le hace por ejemplo a Flaubert, desde la
anécdota rayana en el plagio, pero también a Stendhal: las
casillas rojas y negras en la ruleta del casino. Qué detalle. Hoy
no quiero furcias ni fiesta ni Pessoas volando por la ventana.
Quiero leer a Zweig y pensar en la influencia de Dostoievski
en su propia visión de la mujer, mucho más visible que la
de Ibsen y mucho más sutil. Eso, claro, si Zweig hubiera
muerto antes que Ibsen. La verdad no sé nada de Zweig, no
lo había leído nunca, pero la verdad es que es bastante bueno.
No quiero fiesta, repetía para mí mismo, quiero pensar en este
casino que propone Zweig y que me recuerda a otro casino
literario, el de Piglia en La ciudad ausente.
Sebas tampoco se pasó por casa hoy. Habrá tenido un mal
día robando libros. Cuando no roba nada no se aparece. Es

200 • J av i e r R aya
como si no se sintiera con derecho a la celebración gratuita,
sin derecho a trago y furcia por mal ladrón. Malo Sebas, que no
te compraron libros hoy en el callejón. El fantasma de una risa
de mujer forma un manchón de ruido en las escaleras. Tardan
una eternidad en subir. Ojalá se caigan por el pasamanos.
Mejor no, que tendría que ir al hospital con Pauli y no estoy de
humor. Qué pereza. Habría que terminar de leer a Piglia, por
cierto, para devolvérselo a Sebas. Ya leí esa parte: esa historia
del casino que, según Sebas, está basada en un reto que dejó
Chéjov. No sé si Sebas se lo inventó, pero va así: escribir el
relato de un hombre que deja todo y toma un tren rumbo
a la ciudad desconocida. En dicha ciudad deberá entrar al
casino y jugar hasta perderlo todo. No importa que duplique
lo apostado ni que desbanque a la casa: la consigna es jugar
hasta perder. Esto, a favor de la trama, no ocurrirá. Sebas creía
que este efecto era lo verdaderamente difícil de lograr: que el
lector se creyera que, contra todo pronóstico, el jugador podía
ganar varias veces el monto de la ruleta apostando siempre
al mismo número. Dostoievski lo hace de modo magistral en
El jugador, precisamente. Lo que sigue en el reto de Chéjov
es que el jugador sale con los bolsillos inflados de dinero
y se mete en cualquier hotel. Se desnuda, los billetes tapizan
el suelo, inundan la cama, le salen por debajo del sombrero
(aunque puede que el personaje no tenga sombrero: en la
versión de Piglia, el jugador es una mujer). No enciende la luz.
Deja la puerta abierta. Se sienta al borde de la cama. Se mete
un tiro por la boca.
Aunque es probable que, además de Pauli y la Furcia, venga
Sebas con ellos. A veces se encuentran donde Mary, en los
Jarritos, y llegan de madrugada con ganas de más fiesta. A
veces soy yo quien los encuentro tratando de sacarle un beso

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 01
a la Mary, que es como la madre de los niños perdidos. Como
una Campanita negra. A veces somos Sebas y yo quienes
llegamos con una botella de tequila a despertar a Pauli. A
veces Pauli trae furcias o mezcal, Sebas trae furcias o libros,
yo traigo vino y furcias. Adoro esa palabra: furcia, furcia,
furcia. Según el diccionario de la Real Academia quiere decir
“prostituta”, pero a mí me suena a algo mucho menos sórdido,
a una chica cualsea, bonita pero no tanto, que nos olvidará
a la mañana siguiente rumbo a su casa. Pero hoy no quiero
convocarlas. Hoy estoy cansado. Hoy ha sido un día agotador.
Hoy ha sido un día de mucho trabajo. Necesito una excusa
convincente, pensaba, en la eventualidad de una invitación.
Quiero leer a Piglia, a Zweig, pensaba, y tratar de dormir
antes del amanecer. Puertas que abren, puertas que cierran.
Pauli ya está con su Furcia en la habitación de al lado. Que
no salga. Que se quede ahí con ella. Que no lo deje salir de la
habitación, al Pauli. No quiero escuchar su misma historia y
darle los mismos consejos —los mismos con otras fórmulas,
porque hasta los magos nos cansamos de hacer el mismo
truco de la misma forma. Hoy no quiero mentirle a Pauli y
decirle que todo va a estar bien. Los escucho coger breve-
mente, gritar, dormirse. ¿Dormirse? Ojalá. Hoy he tenido
suerte, eso es cierto. Tal vez me dure la suerte hasta ahora. Tal
vez hoy pueda apostar al sueño antes del amanecer. Tal vez
hoy gane la apuesta.
Hoy fue un día de suerte, pensaba. Trabajé todo el día en
una novela de César Aira. El Autor, como se les llama en el
contrato de confidencialidad, aprobó los cambios que le
propuse y la gente de la editorial también. Los del Black
Pen soltaron por fin el adelanto y pude pagar la renta atra-
sada, la que corre y un mes más. Todo marcha bien. Ya pasó

202 • J av i e r R aya
lo peor, me dije a mí mismo. Todo a partir de aquí era casi
mecanografía. Los teóricos lo llaman estilo, pero nosotros lo
llamamos mecanografía. Pusimos en orden la historia, qué
se cuenta primero, qué después, qué final queda bien según
el “estilo” de Aira, esos finales casi de trámite cuando ya ha
contado lo que quería y busca cualquier puerta para salirse.
Hay puertas maravillosas, en la obra aireana, como el mono-
logazo que abre El bautismo, de una creaturilla dando vueltas
en el reverso del tiempo, como lo que Toto pensaría mientras
lo llevaba un viento fuerte en el rehilete de Oz. Hablamos de
un final como el de El pequeño monje budista o Las noches
de Flores, uno completamente inesperado y absurdo, incluso
ligeramente “carrereado”, frenético, abrupto. Contar la deli-
rante historia y luego acabar de golpe y porrazo, sin elegancia,
casi burocráticamente. Hay algo en su estilo que lo permite
y habría que aprovechar eso. Nos gustaba trabajar con Aira
porque los finales nunca son un problema, y a veces incluso
decide escribirlos él mismo, por lo que la paga es buena y el
trabajo es poco.
Ningún sonido del cuarto de Pauli. Ya se habría dormido
sobre la Furcia desnuda, que ya no gritaba ni reía. No me
sorprendería que algún día asfixiara a alguna de ellas, que la
tirara por la ventana o se tirara él mismo. No quiero pensar en
ellos, pensaba. Ya no puedo leer a Zweig, ya me aburrió. La
maldita bomba de agua hace que el edificio retiemble como un
animal epiléptico. Cualquier día un temblor nos tumba la casa
con todo y furcias. No quiero pensar en la bomba ni en Pauli
ni en las furcias. Estoy contento, pensaba. Ha sido un buen
día. La historia en la que trabajamos con Aira es la siguiente:
Un hombre trabaja como vigilante nocturno de un edificio
en construcción en Miravalle: un tipo solitario que se dedica

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 203
a leer en su pequeña caseta de vigilancia, el televisor portátil
sin volumen, pero encendido, pues Aira cree que la luz de los
pequeños televisores es justamente lo que le da su atmósfera
solitaria al hombre que vigila: una bisagra que sirve para indicar
a los extraños que se trata de un vigilante común y corriente
y no, como es el caso, de un lector disfrazado de vigilante.
Nuestro personaje tiene 40 años y aún no damos con el
nombre. Digamos que se llama Fred. El Sucio Fred.
El Sucio Fred trabajó por última vez a los 20 años. Lo
metieron preso un día que no recuerda, cuando se hartó de
azotar sus puños contra el rostro de su jefe en la fábrica
de refrigeradores hasta que el rostro del bastardo era una
pulpa caldosa con pedazos de hueso flotando entremedio,
como una sopa de carne humana. Es curioso: las novelas de
Aira suelen jugar con cierto tipo de horror cómico, así que el
reto de ésta será que la escena quede como al calce, como una
forma de ficción de la personalidad. Ya llegaremos a eso.
En fin.
Fred el Sucio o el Sucio Fred estuvo en prisión y en algunos
hospitales psiquiátricos. Llevaba poco tiempo fuera cuando
lo conocemos y entramos en su historia. “Es un tipo que
no quiere meterse en problemas”, me dice Aira. “No creo en
la redención, pero queremos presentar el castigo como exce-
sivo, como una forma excesiva del poder, como una forma
ridícula, impotente del poder”, me dice por Skype.
Mientras estuvo preso, el Sucio Fred trabajó en la pequeña
biblioteca de la cárcel para hacer puntos de buena conducta.
“Quiero presentar esas escenas de cárcel sin el patetismo
usual, Raya”, me dice Aira. “Que sean algo así como un jardín
de niños para niños con tatuajes e historias aterradoras.

2 04 • J av i e r R aya
El lugar de recreo para los niños perdidos. Fred el Sucio”,
sentencia, “es Peter Pan cuando se da cuenta que ya creció”.
Fred el Sucio, entonces, se porta muy bien. Es el chico
modelo de la cárcel y trabaja en la biblioteca. “Esto es crucial”,
me dice. “Es un poco el Conde de Montecristo, che”. El viejo
bibliotecario le recomienda cosas, qué se yo. Y en una ocasión
les llega una novela de César Aira justamente, una sobre un
guitarrista de blues que se encuentra con el Diablo en medio
de una carretera —pero no va a buscarlo para venderle su
alma ni para aprender los secretos del blues, esa leyenda
fáustica tropicalizada del sur de Estados Unidos—. El guita-
rrista va para subvertir el pacto fáustico, para tentar al Diablo.
Es una gran historia, y aunque Fred el Sucio o el Sucio Fred no
supiera nada de blues esa historia le cambia la vida: encuentra
una forma laica de redención en ese libro. Será como la Biblia
para Robinson: lo ayudará a sobrevivir en la isla desierta del
mundo exterior.
Aira —a quien sólo por una caduca convención legal nos
seguimos refiriendo frente a la gente de la editorial como “el
Autor”— había tenido personajes rarísimos en novelas ante-
riores, y me emocionaba poder proponerle un personaje que
fuera muy distinto: ya no se trataba de magos, payasos, robots
o monjas ninja. Le aseguré que habría un ninja en alguna
parte. “Si no hay ninjas me pongo nervioso, che. Al menos
ponte que Fred el Sucio esté viendo una peli de ninjas en la
tele, qué sé shó…”, y así. Un personaje que lograra transformar
la grisura de un vigilante nocturno en una gama completa de
matices negros. No grises: negros. “Además”, les dije, “de Aira
se puede esperar cualquier cosa”, y ni el Autor ni los pelmazos
de la editorial supieron al momento si era un halago o un
comentario condescendiente, pero sabían que tenía razón.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 05
Era una gran apuesta, pero lo cierto era que si me habían
comisionado este proyecto era para vender. Aira escribe por
placer y publica en pequeñas editoriales independientes,
pero para vivir encarga estas parrafadas sobre borradores
que no tiene muchas ganas de desarrollar; sin embargo, la
editorial trasnacional que nos contrató esta vez no publica
nada que no sea aprobado por el departamento de mercado-
tecnia —finalmente es un negocio—. Para mi sorpresa estu-
vieron de acuerdo con el asunto de los ninjas; lo difícil fue
que se tragaran lo del vigilante. “Será un Batman salido de
prisión”, les dijo Aira y quedaron convencidos. Los super-
héroes vuelven a ponerse de moda. “¿No habrá problemas
con los derechos? ¿Qué tan ‘Batman’ será Fred el Sucio?”
Un horror de negociación, como siempre con esta gente.
Tuvimos que pasar veinte minutos con Laconia Topo de la
editorial explicándole que Batman no había sido creado por
Christopher Nolan. “Pero Fred el Sucio”, concluyó Aira magis-
tralmente, “será como si juntaras a Batman con el Guasón: es
un personaje redondito… Lo difícil será construir su némesis,
Raya. A su mujer…”
Cuando el Autor se apropia de tal modo de tu idea, el
trabajo ya está hecho. Y cuando ves que tu personaje comienza
a ser desarrollado por mentes de mayor experiencia, bueno,
también te mueres un poco por dentro.
Luego ya me quedé discutiendo algunos detalles técnicos
con Aira. Apenas nos quedamos solos (con la soledad compar-
tida de la pantalla que en Skype es más ventana que nunca)
me preguntó qué había querido decir con eso de que de Aira
podía esperarse cualquier cosa. Recordé mis palabras y las
vi más ajenas que nunca —vaya ironía—, trastornadas e irre-
conciliables con la verdad. Es decir, las vi como él las veía.

206 • J av i e r R aya
Ése es mi trabajo: ver las palabras que los autores no ven:
convertirme en ellos y escribir sus libros. Me pagan para eso,
y para explicarles, como ahora a César Aira, qué idea tengo
de ellos y por qué soy el tipo más apto, no para corregirles la
plana, sino para escribirla por ellos.
“No se enoje, maestro”, le dije. “Déjate de la payasada de
maestro, Raya. Khonde me habló bien de ti, pero si no estás
a la altura del trabajo, pues lo dejamos y sha está…”
Aira desairado.
Le expliqué no lo que quise decir (eso no lo sabe nadie,
menos yo mismo), sino lo que mejor provecho podía sacarse
de aquella frase, “de las novelas de Aira puede esperarse cual-
quier cosa”. Le dije que por el lado del absurdo, de la experimen-
tación, incluso de la erudición, justamente, podía esperarse
cualquier cosa: era un autor excepcional con decenas de
novelas escritas al cabo de muy pocos años, y a diferencia
de autores que vendían más, Aira todavía escribía la mayoría
de sus novelas y se tomaba el tiempo para supervisar las que
las editoriales le mandaban escribir con negros literarios. Eso
era mucho más de lo que hacía Ruíz Zafón o algún otro escritor
bestseleroso de esa calaña. Nosotros todavía éramos un poco
piratas, le dije. Por eso podemos darnos el lujo de tener perso-
najes inesperados, que no sean reflejo directo de algún nicho
de mercado; todavía podemos aspirar a la literatura, aunque
el mercado esté controlado por filisteos y tiburones.
Se quedó mirando una esquina de la pantalla, el humo del
cigarrisho como una sombra transparente que espesaba y
condensaba el silencio. ¿Estaba yo esperando un veredicto de
ese escritor argentino que admiraba, del cual había crecido
leyendo cosas como Cumpleaños o El mago, libros que me
eran muy queridos y personales? ¿O era sólo preocupación

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 207
profesional? ¿El preocupado en mí era el negro literario o
el lector?
Aira se limpió la garganta como para decir algo.
“Mirá, desde hace tiempo tengo ganas de tener un guita-
rrista de rock como protagonista de una novela. Luego que
terminemos esta mierda para la editorial me ashudás a
escribir la novela que lee Fred el Sucio, esa novela del guita-
rrista. Esa la publicamos acá en Caja Negra o qué sé shó, por
la gracia del contar mismo”.
“Le podemos poner de título Simpatía por el diablo”, le dije,
y soltó una carcajada larga y entrecortada, como un tren que
hace síncopas de humo.
“Dale, dale”, dijo, y el ruido de la maldita bomba de agua
del edificio hizo imposible seguir hablando, así que nos
despedimos.
No miento, esa bomba va a sacarme de quicio un día y voy a
matar a todos los vecinos, a sus hijos y a sus abuelas. Me rompe
las pelotas. Como ahora, en medio de la noche, cuando tengo
un poco de soledad suplementaria que su rodar de agua inte-
rrumpe. Carajo.
Entonces escucho la puerta de Pauli abriéndose. Habrá
terminado con la furcia o la furcia tiene que volver a casa o la
furcia sale a mear. Personalmente prefiero no traerlas nunca,
o verlas temprano, pero Pauli es un nocturno más tradicional
y las invita a quedarse. A veces preparan el desayuno para
todos; otras se roban algún libro de la sala antes de irse,
como para quedar a mano, ¿de qué?, no sé. De una secreta
venganza por llamarlas “furcias”.
El metrónomo de tacón salió caminando por la sala hasta
la puerta del departamento seguido por la vocecilla de Pauli,
amodorrado, changuito recién ordeñado. Seguramente no

208 • J av i e r R aya
habría malas traducciones de Pessoa ni macetas volando
por las ventanas esta noche. Al menos un poco de paz nos
daban las visitas de estas furcias con la maldita bomba de agua
al fondo. Y acordándome de esto ni siquiera pude leer a Zweig.
No seguiré leyendo, pues. De hecho se me antoja un trago.
Ya escucho muy lejano el metrónomo musical de la furcia, su
risa de furcia subiendo por la escalera en dirección contraria
a sus pasos, a contracorriente del retumbar de la bomba de
agua. Ahora que vuelva Pauli le invitaré un trago. Acordarme
de Aira me ha puesto de buen humor. Incluso podría escuchar
otra vez la historia de Pauli y tratar de darle algún consuelo, o
al menos ofrecerle la escena del que escucha y permite que el
otro se cuente a sí mismo su propia historia.
Si esto fuera una carta, Pauli, terminaría así:

Siempre tuyo y siempre fiel,

Ryuichi

La división entre persona y personaje siempre me ha pare-


cido muy tajante, muy irreversible. Como si los sujetos y sus
máscaras se construyeran como algo más que ficciones sobre
sí mismos, o como si la ingeniería de la personalidad no
fueran sino una serie de relatos que nos contamos al respecto
del extraño que nos sale al paso en los pasaportes y en los
espejos. Esta mano es mía, me digo, pero también puede no
serlo. En realidad no importa, mientras esta mano escriba.
No importa si soy yo quien la mueve o existe una voluntad
tercera —ni mía ni de la mano— que nos mueve a los dos.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 209
Más que mi rostro, esta escritura es yo. Esta materialidad
es mi cuerpo, este sube y baja de tinta, estas líneas de alta
tensión con pájaros inverosímiles apostados muy juntos, estas
patitas de mosca, como les dice Calasso, estas palabras recién
pescadas puestas a secar, a pudrirse sobre el fondo blanco
de la página, este electrocardiograma, este etcétera de las
imágenes, este catálogo de sombras.
Sé que no soy un personaje de novela porque sé cómo
hablan los personajes: me dedico a ponerles palabras en la
boca. ¿Y si mi personaje no hablara como yo? ¿Si no se pare-
ciera a mí cuando alguien lo leyera? Escribo La rebelión de los
negros tal vez para entender por qué hay cosas susceptibles
de convertirse en escritura y otras que no. ¿Quién elige, el
escritor o su personaje? ¿Qué partes de la experiencia deben
convertirse en escritura y cuáles perderse en la memoria?
A ratos he sentido como si estuviera condenado al testi-
monio. En mi vida no pasa nada, en realidad. O no pasa
mucho. Leo, leo, leo. Estoy con una mujer, me emborracho
como todo el mundo, y en los ocho segundos del orgasmo
soy feliz. Escribo mis cosas antes de que amanezca, muy
temprano. Mis papeles, mis pendientes, mis cosas. Así le
llamo a lo que hago, estas páginas inútiles, y cuando todo
está perdido (rumbo a mediodía) dedico entre cuatro y seis
horas diarias a terminar encargos del Black Pen. Ésa es mi
vida, soy escritor. Antes de eso trece mudanzas en seis años,
por todos los rincones de la Ciudad de México, durante
las cuales comprendí que La rebelión de los negros final-
mente existiría, por pura necedad más que necesidad, de
manera irremediable. Alguien —yo en este caso, pero pudo
haber sido otro, otro cualquiera, incluso tú al leerla, incluso

210 • J av i e r R aya
Edgar Khonde— escribía que escribía La rebelión de los
negros hasta que apareció.
La frontera entre persona y personaje es del grueso de una
hoja de papel.

Ideas descartadas de La rebelión de los negros: realizar el


sueño que los Editores de Pavić no le permitieron realizar,
el de publicar una novela donde cada ejemplar tuviera un
final diferente, particular para cada libro, es decir, para cada
lector. Escribir finales a la medida. O también: publicar unos
seis o siete libros, todos con el título La rebelión de los negros
en distintas editoriales, en una editorial conocida y en una
pléyade de editoriales marginales, cartoneras, virtuales, en
más de un país, una en cada país.
Una La rebelión de los negros sería un largo poema con tema
de blues, sobre mi gran amor y mi gran respeto por la música
negra, por el jazz, el gospel y todo eso; otra edición sería una
crítica a la economía política del signo escrito en lenguaje
científico; una más sería para un largo ensayo de corte decons-
tructivista —como las Mitologías de Barthes— sobre la frase
“La rebelión de los negros” (con análisis sobre la eufonía y
sus sugerencias, escuchar en la rêve et lion el sueño oculto en
rebelión, etcétera); otra La rebelión de los negros sería un libro
para niños, una novela de aventuras sin palabras, sólo con
ilustraciones, donde unos niños juegan a policías y ladrones
y el bando de los ladrones termina matando por accidente
a uno de los niños policías, creando toda clase de complica-
ciones y cuadros interesantes (referentes: La cruzada de los

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 211
niños de Schwob, El señor de las moscas de Golding, La isla
del doctor Moreau de H. G. Wells, Peter Pan y Wendy de
J. M. Barrie, y La invención de Morel de Bioy Casares).
Crear una confusión, crear terrorismo literario. Idear algún
dispositivo que volviera inasible algo así como La rebelión de
los negros per se; embarcarme para siempre en un proyecto
indefinible.
Una idea más: venderle la idea a un museo y escribir en
un gran rollo de papel a máquina (homenaje a Kerouac)
La rebelión de los negros en una torre de marfil del alto del
proverbial tabique desde donde los imbéciles se sienten supe-
riores. Unos tabiques de marfil podrían funcionar. No se me
permitiría salir bajo ninguna circunstancia del espacio de
esos tabiques, ni aunque mis padres murieran o se quemara
mi casa. Sería un performance duracional de un par de años,
por lo menos, los suficientes para escribir un enorme rollo
que podría ser leído sólo por Internet. Para evitar la tentación
del fetiche, al terminar la pieza el rollo de papel deberá ser
destruido sin ceremonia, botado a la basura, reciclado como
rollos de papel de baño para las centrales camioneras y los
hoteles de paso.

Éste es un lugar a donde no vengo a menudo, Lector. Aquí


no me das miedo. No siento que deba ponerte trampas,
sensores de movimiento, misiles antiaéreos. No, mira, aquí
no hay líneas en los mapas. Aquí es un espacio mejor que
el de cualquier foro mundial: aquí cabemos todos, no importa
de dónde seamos. Es la utopía, claro, pero no le decimos
así en público. Allá arriba, esa palabra nos ruborizaría. Aquí,

212 • J av i e r R aya
mientras nadie nos ve, Lector, estamos planeando en secreto
la Revolución.
Por fin te voy a poder contar una historia después de todo
este mareo en que me he metido tratando de disuadirte de
llegar hasta aquí. Esa historia es muy simple, pero es mía.
Observa: se trata de cómo tú y yo planeamos en secreto la
Revolución. Tú y yo somos los conspiradores, ¿ves? Te quiero
entregar este diploma honorario de conspirador oficial. Se
llama La rebelión de los negros. Lo he estado escribiendo
para esconderme de ti, para hacer más difícil que me encon-
traras, pero finalmente creo que a eso va uno a un libro que se
llama La rebelión de los negros: a ver cómo, o quiénes fueron
los tales negros y a darse por enterado de su tal rebelión.
Bueno, no hay negros ni blancos ni rebelión, estamos tú y yo,
sentados frente a frente en el libro como en una mesa puesta.
Tú para mí te llamas Edgar Khonde —a mí tú me puedes
llamar como quieras.

Justo antes de dormir uno vuelve, por un segundo, a tener seis


años y miedo a la oscuridad. No me asusta la puerta emparejada
del clóset: me asusta que unos tipos entren a robar y maten a
toda mi familia y me despierten. Sobre todo que me despierten:
nadie debe interrumpirme cuando duermo: es el único lugar
donde puedo trabajar sobre el símbolo sin los acosos del yo.
Tal vez por eso los insomnios y los sueños: para interrum-
pirme antes de que lleguen los ladrones y se lleven mis pocas
pertenencias, mis billetes arrugados, mis instrumentos de
trabajo. Todos otra vez. Quignard: “Todo sufrimiento es un
sueño mal escrito”.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 213

Una de las últimas veces que Khonde posteó en Facebook fue


sobre el caso de Sofia Tólstoi, redactora de las cuatro copias
originales de Guerra y paz de su famoso marido. Khonde
escribió que le encantaría leer un libro con las conversaciones
imaginarias entre la señora Tólstoi y la señora Dostoievski;
sobre cómo se las arreglaban para poner a trabajar día tras día
a ese par de perezosos, de disipados chupatintas travestidos
uno de asceta y otro de vagabundo. Eran ellas las encargadas,
dice Khonde, de administrar regalías y tratar con tozudos
Editores, además de realizar los trabajos más duros, más bajos,
más ingratos del oficio literario, como transcribir manuscritos
y matarse los ojos corrigiendo pruebas y cazando erratas.
El secretariado, en literatura, es el capítulo negro, como la
página negra de Sterne en Tristram Shandy, aquello que está
pero que debe permanecer velado, porque nos haría ver que la
literatura es una forma de la división del trabajo donde nadie
puede establecer fronteras claras ni reglas absolutas. De lo
contrario, tendríamos que vernos en la necesidad de ampliar
ciertos conceptos como “autor” para dejar entrar en él a una
multitud plural de redactores, editores, correctores, traduc-
tores, etc., quienes han autorizado el estado de un texto,
modificándolo materialmente, aprobando o impidiendo su
publicación, creándolo.
¿Por qué todos estos trabajos se encuentran subordinados
a la costumbre de un sólo nombre asociado a todo un libro?
¿Cuándo se ha visto un libro así, tan solo, donde no intervenga
sino un idioma inventado que un hombre verdaderamente
solo hubiera escrito para llorar su propia pena? ¿Cuándo se
ha visto un libro donde la posibilidad de un otro no esté

21 4 • J av i e r R aya
siempre por realizarse? ¿Cuándo se ha visto un libro que
no sea una pequeña conspiración? ¿No es tan autor de un libro
aquel que escribe en su cuaderno las situaciones y los perso-
najes y todo eso, tanto como el que se encarga de transformar
esos apuntes en un libro, es decir, de encontrar (e incluso
contar) el libro que un autor ha imaginado? Esa debería ser la
labor de los Editores, que hoy se han vuelto una vedette más
del aparato editorial. Qué días: hoy todos queremos el pros-
cenio y nadie quiere mover el telón, ni para cerrarlo ni para
abrirlo. Todos queremos ser el protagonista, el personaje prin-
cipal, El Autor de nuestro propio drama, el cantor de nuestras
propias gestas. En un mundo sin aventuras, la gente se toma
fotos a sí misma en un escenario con el telón cerrado.

Tal vez, después de todo, mi versión de La rebelión de los negros


no es, a su vez, sino una versión de La clave de los sueños de
Ludvík Vaculík, fenomenal escritor checo, donde sueño, rebe-
lión e imposibilidad están entremezclados como en Utopía
de Tomás Moro o Aurelia de Nerval. ¿Por qué un libro debería
escribirse una sola vez? ¿Por qué no aprender del blues y
el jazz que todas las obras son variaciones contingentes que
van creando sucesivamente un sentido que compete a todos
los involucrados, sin que ninguno de ellos, por otra parte,
pueda producirlo entero por sí mismo? ¿O qué escritor es
capaz de crear La Literatura, en sí misma? La vanidad oculta
los rastros de la variación; he ahí el papel (el arte) del Autor,
ese gran mentiroso.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 215
Pienso como ladrón de mar, pero en tierra. Pienso varado en
tierra, con una mente de mar. Soy una isla y estoy armado de
un revólver y de mucho miedo. Conocí el miedo de niño y hoy
es como mi segunda cara: el miedo es mi oficio, es mi trabajo.
Los ladrones (no importa que seamos modestos ladrones de
libros) siempre somos piratas y siempre lo seremos, y nuestro
oficio, en gran medida, es hacernos temer. Aprendemos a dar
miedo teniendo miedo. Al menos, lo que es ahora, me muero
de miedo nada más de imaginar las ganzúas que ya estarán
forzando los barriles de esa cerradura, por esas herramientas
con las que los ladrones abren ventanas y se deslizan al inte-
rior de las casas sin ser vistos, como gatos.
¿Los piratas se preguntarán algo antes de tomar el control
de un barco, antes de echar abajo esa puerta, la de mi habita-
ción, donde los espero armado hasta los dientes, muerto de
miedo? Yo mismo soy un ladrón, un pirata en tierra: nunca
compro libros, robo siempre. Y si me tomo por integrante de
la especie y si asumo que me hago preguntas, diríamos que sí,
que los ladrones se hacen preguntas, con una salvedad: nada
se preguntan mientras están robando. Es preciso que nada los
distraiga, y que los sentidos estén disponibles siempre para
la lucha, para el rapto, para el escape. Vigilancia férrea de
los sentidos, la del ladrón, que se pregunta solamente cómo
deshacerse de aquello que le estorba.
Entonces no se pregunta: conspira, maquina, resuelve.
Pero ya los escucho queriendo forzar la puerta y sé que
debo interrumpir la escritura para tomar el revólver en una
mano, el cuchillo en la otra. Ya los escucho con su respira-
ción leve, breve, suave, marea contenida como oleaje a punto
de romper, como una gran ola o un gran grito, en tierra. Sé
que debo dejar pendiente la escritura para salvar la vida,

216 • J av i e r R aya
porque los ladrones son terribles y no se detendrán ante nada.
Porque este tiempo en que escribo es una ventaja que me da
un buen azar para prepararme, como me ha preparado desde
niño, para cuando llegaran los ladrones, para que no mataran
a mis padres ni me despertaran, ventaja que ha servido para
estar siempre despierto y esperándolos.
Todo estaba listo para mantenerme vigilante, para darme
espacio de maniobra, para que no pudieran tomarme por
sorpresa y eso es justo lo que han hecho. No podrían sorpren-
derme ni dormido, pues casi nunca duermo, o cuando
duermo, duermo y sueño lúcidamente y escribo libros donde
aparecen ladrones que entran por ventanas, pero lo que es
hoy, ahora que llegan, justo me encontrarán escribiendo,
encerrado en la página, incapaz de interrumpirme incluso
para salvar mi vida.
Mis sentidos están alerta —tan alerta como conviene a
un ladrón—. Creo que ya lo he dicho. Sé que ellos escuchan,
tras la puerta, con tanta claridad como yo los espaciados
ruidos que vienen subiendo de la calle e intuyen el silencio de
las sirenas, las patrullas de policía. Pero no temen a los poli-
cías como los piratas no temen a las sirenas: saben que son sus
aliados en el crimen, pues la función del policía es permitir
y perpetuar el crimen que a su vez le da sentido a su propio
trabajo. Se necesitan ladrones para que existan policías. No,
sobre todo nunca confiar en la policía. Odiar a cada policía,
ver en cada uno de ellos al enemigo, desear su destrucción
total, trabajar para destruirlos. Los cuarenta ladrones de la
cueva de Ali Babá se reirían de las más modernas fuerzas
policiacas, de las fuerzas de ese Estado que le pone precio a la
libertad, que fija la cuota del crimen y de la fianza, que juzga
con una balanza siempre mal calibrada.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 217
Pero los ladrones (como los bárbaros, que eran esperados
por los altos ciudadanos en Roma durante interminables
horas que se hicieron años, hasta preguntarse si los bárbaros
iban a animarse a entrar en Roma de una vez por todas), son
cosa aparte. Creo que ya lo he dicho. Se tejen con una tela a
la que no se le ven las costuras. Desaparecen en las habita-
ciones con la habilidad de los novelistas que desaparecen en
la página.
Se dice que la justicia es ciega, pero se olvida decir que
también es sorda. Este no es asunto de la justicia, sino de
manos arriba o te dejo como coladera, cabrón. Asunto de suelta
el arma, que la sueltes, ah, entonces vas a valer verga. Asunto
de ladrones, de rateros con oficio.
Tal vez no escribo estas palabras: tal vez estoy soñando que
escribo mientras esos ladrones están tratando de forzar la
puerta. Ya abrieron la primera chapa y van con el segundo
cerrojo, el Phillips, pero si continúan trabajando a ese ritmo
terminarán antes que yo y abrirán la puerta, terminarán con
el cerrojo a medida que yo termino esta página que estoy
soñando que escribo.
La luz está encendida: eso debería ser suficiente para
persuadirlos de no entrar. De niño no había monstruo que
resistiera la luz; fue así, a oscuras, que aprendí a disfrazarme
de monstruo y vigilar en la oscuridad para que los ladrones
no nos tomaran por sorpresa y nos dejaran en la calle, muertos,
o aun peor, en la miseria. Pero la luz encendida sólo alertaba
a mamá, quien me reprendía sin considerar la importancia
capital de mi misión, y más de una vez escuché los gritos
aterrados de Luis, mi hermano, que caminando por el pasillo
rumbo al baño me veía sentado así, en la oscuridad absoluta,
con un bate de béisbol listo para descalabrar espectros.

218 • J av i e r R aya

Encontré, ¿por casualidad?, la primera página que escribí con


la Remington. Eso, como tantas otras cosas a lo largo y ancho
de esta historia, es verdadero, pero si me has seguido hasta aquí
(Lector, quien quiera que seas), confío en que habrás apren-
dido a obviar la diferencia entre una instancia y otra. El caso
es que la estuve leyendo. Hay muchas anotaciones, vesti-
gios de lecturas previas, borraduras, descartes, pienso luego
existo y porque existo, escribo. Lo titulé “this machine
kills fascists”, y lo subtitulé en alguna ocasión, con pluma,
“Obertura / Prólogo a La rebelión de los negros”. Me compré
esa máquina por 200 pesos, creo que ya lo he contado, en
el mercado de pulgas del callejón 2 de Abril. Ahí vi una
Smith-Corona igualita a la que tiene Zilch en Monterrey
y pensé en llevarle los repuestos que necesitaba para repa-
rarla, pero me pareció que descuartizar una máquina en
buen estado para sacarle un par de tornillos sería una tarea
que Zilch reprobaría, y que podría afectar a alguien más. A
alguien a quien esa máquina sí le pertenezca y que nosotros
no podemos conocer. A un Lector que de pronto amaneciera
con ganas de convertirse en escritor.

Nada me indica que la alerta de mis sentidos sea la de la


vigilia y no la del sueño. Nada. No sé más si estoy despierto
o soñando. Ésa fue la lección de Zilch: no importa si estás
dormido o despierto, siempre estás soñando.
Nada me dice que las sirenas que se alejan, por su misma
naturaleza, sean reales o ilusorias. Me acuerdo de Kafka y

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 219
pienso que, en efecto, uno puede protegerse contra el canto
de las sirenas, pero no hay nada que podamos hacer para
escapar de su silencio. Nada me garantiza que ese revólver que
creo tener al lado de la almohada lo tenga verdaderamente
ahí, ni que esa navaja de resorte marca Joker, regalo de Zilch,
no sea sino una navaja soñada, sin ninguna materialidad.
Aunque, por cierto, ya no escucho la cerradura, el trabajo de
desbastarla. De todas formas he cogido el revólver y escribo con
una sola mano y un solo ojo, pues el otro lo tengo puesto,
como el oído, en el rastro que viene de la ventana del comedor,
que justo hoy he olvidado cerrar. Cómo pudo pasarse por
alto esta mínima precaución es cosa que ya tendré tiempo de
lamentar si sobrevivo.

Hoy abandono La rebelión de los negros. La olvido. Me deshago


de ella para siempre —de su caspa terrible, de su demanda
extrema, que ha ido tomando una a una las provincias o
las habitaciones de mi atención (lo que otros más viejos y
sabios llamaron espíritu, esa gasa sensible que se impregna,
que se embarra de mundo, que se sobresatura y se empaña)
y me ha dejado en la intemperie absoluta—. Ya no veo más
que dobles: uno a uno mis amigos se fueron convirtiendo en
el doble de sí mismos, en una parodia de mejores tiempos tal
vez, escenas de acción muy ensayadas y prestigios adquiridos
artificialmente por todas partes; construcciones siempre del
otro, por el otro y para el otro —el yo que escribiéndose niega
todo sobre sí mismo—. ¿Para quién escribía, después de todo,
La rebelión de los negros si no para estos fantasmas, para
estos ladrones?

22 0 • J av i e r R aya
Se trata en realidad de una confusión muy simple, llevada
por el juego y el hambre de ficción a un límite ya insostenible:
escribir el libro que otro ha soñado. Escribirlo desapropiada-
mente, es decir, sin un nombre propio que pudiera ponerse
en el frontspicio de la obra, la novela, lápida anónima.
Fuera necesario, preciso, imprescindible perder el nombre
propio para crear tal obra. No a la manera de los Wu Ming,
de los Luther Blissett, de los microscópicos Palabracaidistas
que recuperaron el trabajo colaborativo, gremial de la Edad
Media aplicado desde su anonimato a la escritura de obras
concretas, con una división del trabajo, con una empuñadura
política urgente y colectiva: no, doble no: una obra como La
rebelión de los negros sólo podría ser escrita por Nadie.
Y es que la deliciosa pesadilla de La rebelión de los negros
me ha conducido a una parálisis total, a una disponibilidad
extrema de los sentidos en la búsqueda de los fragmentos
de esa obra —hoy lo reconozco— imposible, pues no puedo
pensar ya fuera de esa obra, y el mundo se me aparece como
la ilustración o el material en bruto, no ordenado, no editado,
de dicha obra.
Solía creer que los libros eran, sin más, una forma de
libertad, pero ya no estoy tan seguro. El que escribe se rebela
y se revela. Pero mi opresión actual es un libro. Es este libro
fragmentario, disperso, irreconciliable donde no pasa nada.
Un libro que es una nota de lectura sobre el libro que no puedo
escribir, que está fuera de mis fuerzas y mis condiciones, y al
que sin embargo he entregado estos últimos años de mi vida
y, a qué mentir, al que probablemente dedicaré todo el tiempo
que necesite para nutrirse, hasta que desentrañe (o invente)
su secreto.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 221
He querido escribir un libro perdido, un libro que Edgar
Khonde perdió al contarme su sueño y uno que perdí (tauto-
logía de pérdidas) también yo cuando los ladrones entraron
a mi casa. Incluso llegué a fantasear que Khonde mismo,
ayudado por Zilch, hubieran robado ese libro al ver el grado
de fanatismo y ostracismo al que La rebelión de los negros me
había llevado (¿y si fueran ellos los que tratan de entrar, ahora,
por el espacio de las puertas cerradas, por el resquicio debajo
de las puertas, por el ojo de la cerradura, como un humo o
un olor?); pero si alguien podría entender el impulso obse-
sivo y sádico de esta obra, ésa sería Zilch; y si alguien pudiera
concebir la inutilidad heroica del libro, ése sería Khonde.
Son mis lectores ideales a la vez que los héroes secretos de
esa obra, y ahora que ninguno de los dos existe no tengo más
que hacer aquí. Ya no hay lugar para heroísmos. Mientras
escucho el rastrillar de los pies de los ladrones, inasibles
como sombras, me acuerdo de pronto de Giovanni Papini:
“¿Hacerse caudillo de una revolución? ¿Y dónde? ¿Y por qué?
Para semejantes aventuras se requiere un místico, un opti-
mista, un poeta”, a lo que agrega después: “Yo no amo a los
hombres y no sabría con qué palabras levantarlos”.
Nuestra revolución será inútil. No tendremos héroes, ni
caudillos ni nombres. No tendremos, sobre todo, manifiestos,
porque no habrá nadie que los firme. Nuestra obra es una
conversación interminable. Es lo que Sebas llama “ensayismo
de a pie”, lecturas de la mirada; son las novelas neotropica-
listas de Ventura y los poemurales místicos de Zilch. Es buscar
nuevas formas de lo inútil, de lo que nadie codicia, mercado
de pulgas de la literatura. Ésa será la única obra a la que
tengamos derecho.

222 • J av i e r R aya
Obra inútil, chamuscada, en pocas palabras una biblioteca
de Alejandría.
Soñar Alejandría, calentarnos las manos y los ojos bajo
la bóveda iluminada por las llamas: eso fue el sueño de
La rebelión de los negros: la escritura de todos los libros
perdidos.

El problema, ya se adivina, es que en realidad no tengo un


revólver y la navaja Joker me la robaron también en el episodio
del Gran Atraco, la única vez que pudieron tomarme por
sorpresa. Disuelta el arma entre mi fantasía no podré hacer
realidad el apotegma de aquel ruso viejo que decía que si
aparece un arma en escena, deberá hacer fuego. Valiente
pistola, que desaparece antes de obedecer a Chéjov. Pero
la imposibilidad para interrumpirse es real: de hecho es lo
único real de esta historia: la imposibilidad de interrumpir
la escritura para volver a eso que llaman la vida. Y tan real como
esa imposibilidad, el miedo, tal vez formado de la misma
materia de la escritura. A lo mejor hoy sí descalabro algún
espectro. (Descalabrar: cómo me gusta esa palabra).

Trata de parecer infinitamente pequeño o de serlo, comenta


Franz Kafka desde la repisa, mientras los ladrones se deslizan
por la ventana abierta del comedor y registran las habita-
ciones una por una. Me voy perdiendo a mí mismo, me voy
olvidando de mi miedo a medida que sus pasos se acercan,
que abren con facilidad el pasador de mi habitación, de mi

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 223
cuarto propio, de mi atalaya, de mi torre de marfil o de lo que se
quiera, tan cerca que puedo olerlos pero no dejar de escribir, y
ya entrados en umbrales seguramente escuchan el rumor del
teclado, la velocidad mecanográfica con la que escribo, con la
que me vuelvo leve, desarmado como una palabra vacía, mien-
tras abren este libro y me buscan en él y encuentran, en cambio,
algunas siluetas embarradas de mosquitos, algunos cadáveres
y algunas palabras procaces para adultos, nada de qué aver-
gonzarse, señora, por leer la palabra “masturbación” en voz
alta, esta obra está vagamente basada en hechos y personas
reales. Mientras, ahí ven qué les sirve, cabrones, mientras
yo los miro desde aquí, agazapado en un signo, pareciendo
infinitamente pequeño o siéndolo detrás del punto final.

22 4 • J av i e r R aya
Interludio sobre un nombre

Es curioso lo de decir algo en nombre propio,


porque no se habla en nombre propio cuando
uno se considera como un yo, una persona o
un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere
un auténtico nombre propio al término del más
grave proceso de despersonalización, cuando
se abre a las multiplicidades que le atraviesan
enteramente, a las intensidades que le recorren.

Gilles Deleuze

¿Qué hay en un nombre? En el caso del nombre Edgar Khonde,


hay un secreto. No es necesario ser muy listo para darse cuenta
de que nadie puede llamarse “Khonde”, de que es un pseudó-
nimo, un nom de plume, una máscara.
Sabemos que Pablo Neruda tuvo que llamarse Pablo
Neruda para escribir los poemas que Neftalí Reyes sólo podía
soñar, y que el revolucionario Pancho Villa era el sueño lúcido
del salteador de caminos Doroteo Arango. Pero la variación de
Conde en Khonde (solía pensar que se llamaba Conde, antes
de saber la verdad) sería mucho más sutil. No, Khonde no era
una variación de Conde. Se trata de una kafkiana K y de una
H aspirada para burlarse de las connotaciones aristocráticas
contra las que Edgar luchó en su condición de anarquista lite-
rario en todos los frentes: ¿rey de dónde, conde de quiénes?
Cuando fui Lorem Ipsum (cuando fui un novelista a cuatro
manos, una segunda persona), conté de cómo Khonde me
prestó recibos de honorarios muchas veces, boletas para cobrar
el botín en el Black Pen. Ahí pude leer su verdadero nombre.
Un nombre que no revelaré por dos razones: porque necesito

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 225
que mi personaje se llame Edgar Khonde para que pueda
soñar La rebelión de los negros, y porque es un nombre que
no tiene la menor relación en realidad con Edgar Khonde,
cuyo epitafio podría ser (como afirmaba Sainte-Beuve de sí
mismo): “He sido un joven ladronzuelo, seré un viejo pirata.
¡Ah! ¡Cuánto más me habría gustado ser un buen gentilhombre
literario, que vive en sus tierras en un estado de poesía!”.

Uno, sobre todo, no puede escapar de su nombre. Ése es el


problema de todas las convenciones de personajes en las
novelas: los malditos nombres. Me repugna incluso pensar
en ellos, en ese chiste local, en ese nombre y apellido que
vamos espetando por ahí, como si contáramos un secreto. Y
es que en cierto modo el valor del nombre reside en perma-
necer secreto, no importa si se trata de un personaje o de
un ser escrito en carne y hueso. Claro, se dirá que la fama
precisamente consiste en lo contrario, en que el nombre sea
reproducido por cualquier medio, y cuanto más, mejor. ¿Pero
seguimos siendo nosotros si nuestro nombre se repite tantas
y tantas veces hasta la saturación, hasta el asco semántico,
hasta que deja de significar algo? Siento que eso es lo que pasa
con los novelistas para los que trabajamos a veces: más que
un autor son una marca registrada.
El pecado original es el nombre. Es un destino anterior.
Precediéndonos, nos determina. Lidiamos con él desde el
primer momento de escritura, aprendemos a identificarnos a
través de él, se lo damos a los demás a modo de contraseña
o camino hacia nosotros: hoy, por ejemplo, me llamo Edgar
Khonde y escribo una novela llamada La rebelión de los negros,

226 • J av i e r R aya
y si alguien quisiera hablar conmigo todo lo que tendría que
hacer es decir mi nombre tres veces frente al espejo.
De niños, el nombre es un garabato que es también, en
cierto modo, nuestro reflejo. El nombre es lo primero que
aprendemos a escribir. La sociedad enseña al niño a escribir
el garabato de su nombre de manera que pueda firmar su
propia sentencia de muerte: para que pueda poseer, para que
pueda colocar su nombre sobre las cosas que (cree) son suyas.
Mi cuaderno, mi lápiz, mi mochila, mi vaso de jugo, mi oso de
peluche, mi cobija. Mío, mío, mío.
En mi egocentrismo, más de una vez he dedicado noches
enteras a ver mi nombre en distintas tipografías y tamaños.
Un poco de consideración, canallas: es el consuelo mínimo
de un cobarde, un divertimento. Ese nombre que imagino
que es mío es el mismo que doy a perder en cada libro que
escribo, en cada encargo del Black Pen, frente a esa mecano-
grafía de bestseller con la que tengo que lidiar todos los días.
Ver mi nombre escrito, al menos, me hace recordar que tengo
un nombre, como si el actor tuviera que sacar su identifica-
ción oficial con fotografía para asegurarse de que es él mismo
y no Enrique viii cuando baja del escenario. Veo mi nombre
escrito en distintas tipografías, con diferentes pesos, de lejos
y de cerca, buscando una perspectiva o un resquicio o un
reflejo. Un rasgo propio: nada. Después de un rato, como
con las palabras que se repiten muchas veces, las letras
pierden su sentido en el rastro de las tipografías, pero la
imagen permanece. Una silueta del nombre escrito, como
la de los continentes repetida en escala textual por las letras,
con los curiosos cabos, las penínsulas obscenas, los puntos de
las íes como islas o nubes. Ese fantasma tipográfico perma-
nece un momento en la memoria, apelándonos desde esa

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 22 7
mínima devastación que fantaseamos con poder producir:
la de leer ese nombre tantas veces que por un momento
logremos olvidarlo.
Yo no tengo buena memoria, nunca me acuerdo de los
nombres de las personas, pero estoy convencido de que así
está mejor. Así debe guardarse un secreto, ignorándolo
desde el principio, luchando por no conocerlo. Es la lealtad
suprema, la fidelidad ciega e inconsciente entre dos extraños:
ser incapaz de traicionar al otro ignorando todo de él. O de
ella. Ignorar al otro para no poder traicionarlo. Porque con
el nombre comienza la traición. Hacia uno mismo, hacia el
pasado y hacia el futuro. Al dar el nombre las posibilidades se
inauguran, y decir el nombre propio es como decirle al otro,
en un idioma secreto, que todo está a punto de empezar.

¿Qué verbo es el adecuado para el momento en que se da


el nombre a otro que nos lo ha preguntado? ¿Le confesamos
nuestro nombre? ¿Se lo decimos, sin más? ¿Y es que en serio
no quedará ninguna culpa, ningún remanente de que parte de
nosotros ha quedado definitivamente al descubierto? ¿Cómo
se llama esta operación del pudor, que, al atentar contra sí
misma, se fortalece? ¿Cómo se llama este voto, esta contraseña,
este otorgar una copia de nuestro nombre a los demás, como
si entregáramos, así como así, una línea directa hacia nosotros
mismos donde siempre podremos ser encontrados, incluso
cuando decidamos ignorar el ruido de nuestro nombre? ¿Cómo
llamar a esa derrota voluntaria? ¿A dar el nombre? ¿Contarlo?
En un nombre, en su ruido, en su música, también hay
una historia secreta. No hablo de la historia de la elección

228 • J av i e r R aya
que siempre hace el otro en el gesto de nombrarnos, nuestros
padres por lo general, en la ceremonia civil y religiosa, rema-
nentes que nos implican apenas como anécdota y personaje
secundario de la novela familiar, o del delirio aristocrático de
trazar las genealogías a partir de los nombres. No es eso. Hablo
de las historias secretas que cuenta el ruido de un nombre, en
el sentido en que decimos que un nombre puede ser musical
o eufónico, y otro no.
Hay nombres cuya composición merecería un premio.
Hay nombres que suenan como un insulto. Hay nombres
que parecen estar hechos para mandar, y otros para hacerse
obedecer. Hay nombres poderosos, y hay nombres que
prometen un destino funesto. Hay nombres que presagian
calamidades, otros que son calamidades en sí mismos.
Todo rostro es Nadie hasta que aparece un nombre y lo fija.
Pero hay rostros tan poderosos que no necesitan un nombre.
Rostros a los que incluso un nombre ensuciaría, disminuiría.
Muchos libros de Nabokov tienen nombres propios como
títulos: Lolita, Ada o el ardor, Pnin, El original de Laura.
Uno pensaría que clasificaba nombres de mujer como a sus
mariposas. Su novela más famosa empieza precisamente con
la melodía de un nombre, con el deleite pornográfico de las
sílabas: Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three
steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.
Tres brochazos de la lengua como tres truenos detrás de los
frontales superiores, probablemente con frenillos, como si la
ninfeta bailara sobre la delicia de su nombre pronunciado.
¿Y no se preguntaba Shakespeare, ese nombre que es el de
una raza individual, si una rosa con otro nombre tendría el
mismo aroma? ¡Por supuesto que no tendría el mismo aroma!,
las rosas no huelen a lo mismo para los poetas místicos árabes

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 22 9
que para los románticos españoles o alemanes, las rosas
de Rilke no huelen a lo mismo que las de Gertrude Stein ni
las de Xavier Villaurrutia. Para mí, por ejemplo, todas las rosas
huelen a las del jardín de mi madre.
Mi madre se llama Alejandrina, que, como se sabe, es la
nacionalidad de una famosa biblioteca incendiada, a la vez
que una joya: una piedra preciosa que se identifica con los
sonoros nombres de alejandrita o alejandrina, y que corres-
ponde a un mineral óxido de sistema cristalino ortorrómbico,
lustre vitrioso y fractura entre concoidal y desigual, de visible
pleocroísmo; una rara variedad fotosensible del crisoberilo,
que, como es fácil notar, traduce el espectro lumínico a tona-
lidades de la gama fría del rosa pálido al verde oscuro, según
la atraviese la luz natural o artificial: una medusa mineral
que fue nombrada en honor del zar que la escudriñaba entre
sus dedos, traslúcido y pesado como un escarabajo de otro
planeta, como una escama de dragón en manos de un niño, y
que los conquistadores portugueses aprendieron a extraer en
las minas del Brasil.
Quién sabe si parte de la belleza de esa joya no estaría en
la promesa de su nombre. Quién sabe si los libros más bellos
se opacan cuando llevan el nombre de un autor a manera de
falso epígrafe. Quién sabe si el oro con otro nombre no sería
más que una simple piedra.

¿Me digo todo esto para justificar que quiero robarme ese
título, La rebelión de los negros? ¿Cómo haría para no sentirme
demasiado tonto escribiendo un libro con un título que es
cualquier cosa, que es como obsesionarse con un ticket del

230 • J av i e r R aya
supermercado, con el más anodino de los objetos? Mis metá-
foras crípticas no me salvarán de mi tonto miedo de plagiar
involuntariamente. Uno siempre está citando, eso es cierto.
Escribimos glosando, pensamos así. Extendemos las palabras
y sus sentidos, las palabras que son como masas de pizza.
¿Pero quién es el autor de las pizzas? ¿Quién es el autor de la
mente? ¿Quién inventó el idioma?
A quien corresponda: mis congratulaciones, mi mano exten-
dida al chef o a la niña que dibujó el diagrama del mundo,
quien quiera que seas o hayas sido. Te quedó bonito el idioma.
Me dedico a hablar de ti, contigo. Converso en ti, contigo,
cuando creo estar con los demás. Hablo contigo a través de las
palabras de los otros. Monstruosa realidad del hablante: estar
solo, dentro del idioma. No olvidar apagar el café. ¿Apagué el
café? ¿Huele a quemado? ¿Me olvidé que en realidad lo que
aquí estaba escribiendo era una carta suicida?
Bien visto, ¿no es más cursi una carta suicida que una carta
de amor?
¿Y si todas las cartas de amor no fueran sino cartas del idioma
hacia sí mismo? ¿Y si nosotros sólo fuéramos los amanuenses
del idioma? ¿Sus onanistas? ¿Sus merodeadores, sus satélites,
sus antenas, sus hojas, su reflejo? Impúdico: el idioma se está
reproduciendo a sí mismo, frente a nosotros, mientras char-
lamos con alguien. ¿Mientras charlamos en Alguien?

Demasiado bien sabemos que cada palabra miente, que la


posibilidad misma de la palabra no es del todo la mentira
sino, por así decirlo, una verdad ensombrecida.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 231
Una palabra es una caverna —para usar la clásica imagen
de Platón— de la que creemos salir mediante la razón, pero la
razón va contagiada siempre de su propio deseo: toda voluntad
es el deseo de ver lo que se desea: no las dos caras, voluntad y
deseo, de una misma moneda, sino la imposible moneda de
una sola cara.
El que sale de la caverna está deslumbrado por una verdad
que lo antecede, pues la ha deseado, y en virtud de ese deseo
la ha encontrado. Pero la palabra es la caverna, el deseo, el
otro y el sí mismo. La palabra, el lenguaje, el idioma: a veces
mi pensamiento vaga y tropieza en los moldes rotos de la dife-
rencia. La verdad se revela solamente como ruina, como resto,
como algo que ya no cambiará o que ha terminado la rueda de
las sucesiones y los cambios. La ruina es estar seguro de que
algo es para siempre, aunque no sea para nosotros. Las ruinas
permiten morir. Ruinas: palabras, manchas en el hueco de
la oscuridad enfebrecida cuando cerramos el ojo. Nombres,
nombres, nombres. El que quiera ver la verdad podrá verla
en cualquier parte: es decir, en todas partes: someterá lo real
a su deseo, a su manía de verdad, y cada percepción de los
sentidos y de la razón, de la vigilia y del sueño, será acotación
y fragmento de la verdad de la que se ha persuadido. De la que
se habrá ya vuelto de antemano cómplice y denunciante, el
otro y sí mismo.
En ese sentido, la verdad sólo puede existir como mentira.
Me gusta perderme así, me gusta mucho deambular hasta
callejones sin salida. El atisbo de la verdad, así me lo explico,
como el hallarse perdido en el idioma, pero en casa.

23 2 • J av i e r R aya
No queremos la verdad. A lo más, tal vez la libertad para cons-
truir un engaño a la medida.
Ese engaño se llama yo y para liberarnos de él es preciso
desconfiar de todo lo que ese yo crea sobre sí mismo. De
pronto, mi barba crece, se vuelve una montaña y estoy encima
de ella: soy un mago, un profeta del desierto: “El vértigo”, le
grito, desde la rompiente, al mar, “la angustia por lo propio,
por pertenecer a sí mismo, por meditar los esquivos objetos
de la percepción en acumulación inacabable, la sola función de
constituirse en yo es de antemano la peor de las condenas”.
¿Es que habla aquí Cioran, el desconfiado por excelencia?
Éste era el móvil del crimen de esa novela irrecuperable,
de esa rebelión que nació muerta. Hablo de cualquier cosa
y siempre termino hablando de la novela, de la maldita La
rebelión de los negros.
Convertir la existencia en mecanografía: qué pesadilla debe
ser volverse novelista. Pero también qué grato: perderse escri-
biendo lo de uno, lo propio, todo el tiempo. No tener que
escribir para nadie más, salir del idioma perdiéndose en él.
No tener que hacer sentido, que manufacturar conexiones
entre las páginas: imagino una novela así, donde leerla sea en
realidad visitar el museo donde la novela se piensa a sí misma.
Macedonio, me acuerdo de Macedonio Fernández. Cómo me
gusta ese nombre y ese libro, Museo de la novela de la eterna.
Decía, una novela que se piense a sí misma: una novela sin
testigos, que sea como estar destruyendo continuamente la
evidencia; eso tiene que ser La rebelión de los negros.
¿Pero la novela tiene que ser algo? ¿Alguien? ¿Y si no? ¿Qué?

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 23 3
¿Por qué dejar los experimentos
de ficción a los prosistas?

Armand Schwerner

No hay actividad humana que no sea, de un modo u otro, una


forma de ficción. Imaginar, por ejemplo, que puedo pasar
una semana sin escribir —imaginar lo que haría con ese
tiempo desbordando sus márgenes es un cuento, una forma
de ficción que me produce escalofríos—. Sé que al cabo de
una semana fallaría, sin duda, pero me gusta imaginarme que
puedo pasar una semana completa viviendo en la verdad de
la contingencia y lo inmediato, esta silla, esta taza, esta escena
para nadie que deshabito en el escenario de lo real.
Afuera, el cielo está gris, como si se hubiera puesto un chal
para el frío. Dejo el cuaderno sobre la mesa, bajo a caminar.
La gente en la calle está disfrazada de lo que son por dentro:
monstruosos transeúntes esperando el momento de salir a la
calle a representar su papel en la coreografía caótica de las
multitudes. Los veo amenazantes, grotescos, de otra especie.
Nada sé de ellos ni ellos de mí. Inundan las calles, las cercan
de margen a margen, y de pronto me siento como un ser de otro
planeta que viera por primera vez un fenómeno natural endó-
geno de la Tierra: las multitudes, su espectáculo imponente
como el de las tormentas de arena, las tormentas eléctricas,
las grandes migraciones en las praderas del Serengueti.
Me da calor, me abochorno en el absurdo, vuelvo a casa y
hago nada en Internet. No puedo escapar del performance,
de la puesta en escena de la identidad: Facebook editorializa
con brutal eficacia la percepción de nuestra vida privada, de
la práctica del yo no como un ingenuo ejercicio de vanidad,

23 4 • J av i e r R aya
sino como una red de referencias que estabiliza lo que somos
en términos sociales, que es otra forma de decir: en términos
de mercado. Consumimos estos afectos y estos productos. Y
por lo que consumen los conoceréis.
Saber quién se es: misión última de nuestros tiempos.
Darle cara a ese yo, prestarle la propia de ser necesario. Me
acuerdo que Satam Alive dice que no hay mayor muestra de
desprecio por el otro que pensar que lo hemos imaginado.
Pero yo no veo así a los otros: los otros son lo más concreto, lo
más real; soy yo mismo el que pierde los contornos y se desdi-
buja, el que no puede estabilizar el sentido de ser-uno-mismo
con él, el que quiere escribir un libro que le diga qué hacer con
su vida y le dé, por lo menos, la medida de sí mismo mucho
más que su lista de amigos de Facebook o de seguidores en
Twitter. Quiero hacer una cosa que no pueda convertirse
en información. Que no participe de la alucinación consuetu-
dinaria del yo. Que sea un más lejos con respecto al idioma
y al mundo que ese idioma hace posible. Quiero escribir una
piedra para guardarme debajo de ella, como los alacranes.
Algo que no participe de ese sueño demencial de la dictadura
de la imagen, del share y del like, de la reacción en cadena
del retweet, de la muerte del testimonio en Instagram. Y me
acuerdo de mi cuaderno que dejé sobre la mesa y me pongo a
escribir, para estar realmente solo.

Sueño: Kurt Cobain graba unas canciones usando una torna-


mesa y una batería digital que es solamente una tarola muy
grande. Musicaliza en vivo varios capítulos de una serie
de televisión que al principio es cómica y después fársica y

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 23 5
después trágica, y que abusa del ritmo de las sitcoms y de la
risa fácil en medio del terror. Una chica corta un trozo de un
Monet para limpiarse la boca mientras come. Buzos en una
piscina teniendo una conversación de pedos. Un aeropuerto
subterráneo donde uno de cada cuatro aviones se estrella mien-
tras son observados por zarigüeyas. En una escena aparezco yo
vestido de dandy pidiéndole dinero a un niño (y recibiéndolo).
Mi única línea es una que escribe Ricardo Piglia, “la imagen del
poeta como conspirador que vive en territorio enemigo es el
punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire”, y el niño
que me da dinero guiña el ojo hacia la cámara. Despierto.

¿La civilización no avanza precisamente gracias a la apro-


piación de sueños ajenos que un sencillo gesto —pase
mágico, plagio místico— transforma en colectivos? ¿El sueño
del progreso, el sueño americano, el sueño de la democracia,
el adormecimiento onírico del consumo? ¿Y las nuevas ideas
no son en un principio consideradas sueños absurdos que
alguien relata en la vigilia a los sonámbulos del mundo? El
problema de fondo para mí al escribir La rebelión de los negros
es determinar quién es el autor de un sueño, en tanto que un
sueño es, en cierto sentido, un género literario: ¿el que sueña
o el que cuenta el sueño?
Los sueños son obras involuntarias de la imaginación,
existen en la medida en que se los relata a otros en la vigilia,
o al ser transcritos para que el que sueña vuelva sobre las
huellas invisibles del que ha sido mientras soñaba. Lo que
trato de decir es que el sueño es una forma de conocimiento,
pero apenas uno pone sobre la página una declaración de

236 • J av i e r R aya
ese tipo, acto seguido debe aportar toda clase de evidencias y
de argumentos, de ejemplos, contraejemplos y premisas...
Para nosotros (para Khonde, para mí y para nuestro
pequeño grupo de filibusteros literarios, para nosotros que
robamos libros y que nos dejamos robar los libros que escri-
bimos) es así de evidente, y tal vez quise disfrazar de novela
—de testimonio que vale por su sola existencia, por su sola,
pretendida belleza— una premisa epistemológica, dando
lugar a un montón de pláticas recurrentes sobre la natura-
leza del sueño, la realidad y la literatura que tal vez no lleven
a mucho en términos de conocimiento, pero que han tenido
la virtud de mantenernos entretenidos: la (re)escritura de un
sueño colectivo como una práctica de la amistad.
Lo que es cierto es que La rebelión de los negros obtuvo gran
empuje a causa de perderla una y otra vez, de perder mi compu-
tadora y mis archivos, así como de retomarla en la máquina
de escribir, para evitar que me la robaran nuevamente.
Esto me persuadió de que este libro debía existir, por su
existir mismo. Y me di cuenta de que si mi voz y mi escritura
eran —en aquel entonces— incapaces de contraer el pacto
de escritura que requiere la novela, poco a poco fui convir-
tiéndome en el narrador de ese libro imposible, que se resistía
a escribirse porque era incapaz de decir yo, en la medida en
que el relato de un sueño siempre necesita de un yo, de un
punto de vista.
El sueño ajeno de La rebelión de los negros transformó mi
realidad en la medida en que no podía salir de ese sueño en
ningún momento, pues ya mi vida no era sino la acumulación
de notas mentales o físicas que justificaran la existencia de ese
sueño que se convirtió en libro. En libro maldito. “Maldito” en
una acepción más mística que romántica, etimológicamente

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 23 7
precisa, pues se trata de un libro “dicho con mal” (male dīcō),
dicho de forma maliciosa, y maldito incluso en un sentido
de legislación divina, pues el libro se convierte tanto en una
forma de prisión como en la forma en que se vive dicha
condena: una condena contraída libremente, a la que nada,
salvo las ganas de escribir, obligan. El libro como un objeto
marcado por un sino híbrido, desbordante de ὕβρις (hybris),
de esa arrogancia excesiva que arruina a los héroes, y a noso-
tros los escritores, sus parientes pobres, nos hace creer que
podemos escribir, que nos persuade de que podemos crear
un aparato anfibio, capaz de existir tanto en el sueño como
en la vigilia, que se alimenta de ambos mundos sin perte-
necer enteramente a ninguno de ellos, y que nos convierte
en esclavos, en herramientas suyas, en sus primeros lectores.
El instrumento de nuestra liberación resultó ser el instru-
mento de tortura y opresión, pues nada nos exigía hacernos
cargo del libro, pero desde que Edgar Khonde puso en el
mundo el título La rebelión de los negros ya no pudimos
librarnos de su hechizo, de su maldición. Nada nos forzaba a
escribirlo y nada nos permitía dejar de hacerlo.
El que escribe esto —sea quien sea— es el resultado de
una metamorfosis acaecida después de una noche de sueños
intranquilos: esa larga noche durante la que escribimos un
libro que nos transformó en otros, y que perdimos justo antes
de despertar. No se trata de despertar para darnos cuenta de
que durante la noche nos convertimos en un monstruoso
insecto; se trata de aceptar —y he aquí la parte maldita— que
por la razón que fuere nos hemos convertido en algo que no
éramos, en algo que no podemos dejar de ser, y aunque
no comprendamos cómo fue que cambiamos no podemos
revertir ese cambio.

238 • J av i e r R aya
Y fue así como dejé de ser Javier Raya o Sebastián Matus
o Sergio Ventura o Zilch para convertirme en la voz narra-
tiva de La rebelión de los negros, como si nunca hubiera sido
nada más que esto —como si Gregorio Samsa escribiera un
libro donde tratara de recordar su vida anterior, su fallida
encarnación humana.

Las personas son seres que tienen la cortesía de interrum-


pirse a sí mismas cuando hablan para dejarte acotar alguna
cosa, para saludar y despedirte. Necesitan hablar mucho para
sentir que son escuchadas. No soy ningún misántropo, es
sólo que la gente es débil y quita tiempo: si quieren arreglar
algo con palabras, que escriban. Hablar sólo asienta condi-
ciones de la experiencia, las regula en el mejor de los casos; la
conversación, por otra parte, es una suerte de género literario
en sí mismo, en grave decadencia. La cháchara, el parloteo y
el chisme han tomado el lugar del pensamiento compartido,
y aquí siento que estoy a punto de levantar alguna bandera en
pro de la conversación, y también de la belleza de la conver-
sación, que es de naturaleza diferente que la de la escritura,
aunque estén hechas de lo mismo, de palabras.
Me gusta conversar porque, así, el trabajo de organizar
una idea del mundo encuentra ecos o colaboraciones, y uno
es capaz de manejar más información junto al otro, mucha
más de la que sería capaz de organizar por mí mismo. Conver-
samos para compartir una ignorancia, para despejarla o ahon-
darla, pero en un procedimiento gozoso que se parece en
mucho a la lectura. Una lectura literaria, claro. Sin lomo que

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 23 9
mantenga unidas las piezas, eso es la conversación. Un arti-
ficio literario que le da existencia al otro.
Aquí me interrumpí sólo para darle dramatismo a la frase.
El asunto es que disfruto escribir y me angustia tener
que convertirme en personaje o inventar un personaje para
hacer una novela. Quiero que la novela sea una cosa hecha
de palabras, como le dijo Mallarmé a Degas cuando el pintor
le comentó que tenía “muchas ideas” para poemas, pero que
era incapaz de escribir ninguno. Y cuando escribo, además,
tengo el suplementario placer de la mentira. Me gusta contar
cosas verdaderas como falsas y viceversa. Pero no se espere
que recuerde cuáles son ciertas y cuáles no. No hay diversión
ahí. Y cuando tu ocupación es la ficción misma, la manufac-
tura de novelas, aspiras a construir una trampa de palabras,
un laberinto donde verdad y mentira se reflejen mutuamente y
te enreden en el mismo hilo negro que finges encontrar en cada
novela por encargo, en cada guión de televisión, en cada discurso
político que escribes para ser encarnado por alguien más.
El demiurgo platónico no era sino un artesano, el cons-
tructor, el que arma los objetos con instrucciones que una
tradición precedente le ha instruido: uno que crea mundos
a medida. Δημιουργός es más semejante semánticamente a
“proletario” u “obrero” que a “Dios”. Tú, novelista/demiurgo,
no haces sino tejer en el texto un episodio cualquiera en la
relación del mundo y su sentido. Y luego te interrumpes. Y
callas y vuelves al mundo dejando unos sentidos armados (los
falsos), y la posibilidad de los verdaderos, destruida o senci-
llamente ignorada: la verdad no te ocupa, no eres filósofo y
mucho pensamiento ahuyenta a los lectores. Mejor cuéntanos
una historia y deja de multiplicar inútilmente el número de
páginas que hay que leer, a la vez que reproduces un sistema

240 • J av i e r R aya
institucionalizado para la reafirmación de la ideología domi-
nante y los prestigios vanos de los Escribidores.
¿Quién dijo eso?
—Arriba las manos.

Mi única experiencia docente transcurrió en un pequeño


taller de escritura que impartí en la Facultad de Filosofía y
Letras de la unam, un alma-mater-astra, lo más parecido a
un lugar de formación para mí. Una convocatoria abierta
en pos de la diversidad y la pluralidad dentro del espacio de
las humanidades (o alguna cosa por el estilo) permitió que
un comité aprobara, por razones para mí incomprensibles,
el absurdo temario que propuse para un seminario a todas
luces absurdo: el Seminario de Investigación Poética.
Los pocos alumnos que asistieron a escuchar mis pero-
ratas sobre lenguaje y poema, a los que daba la espalda para
trazar sobre el pizarrón un complicado mapa de mis perple-
jidades, dejaron de asistir paulatinamente hasta que un buen
día me vi de espaldas a un salón lleno de bancas vacías. No los
culpo: cuando me permiten hablar, soy un hombre enamo-
rado de su propia voz.
Conversar me parece la improvisación de una pieza de jazz
hecha de ideas, una respuesta musical del pensamiento, y
para mí la boca es sobre todo un instrumento musical. Creo
que no tengo la disposición heroica de los talleristas y profe-
sores universitarios que enseñan escuchando a sus alumnos,
atendiendo a la búsqueda de un conocimiento compartido
y todo eso. Me convertí así en uno de los peores profesores (y
de más corta estancia) que jamás hayan pisado la honorable

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 241
Facultad, y atravesado con más idealismo que talento peda-
gógico las legendarias aulas donde aún se aparece, de vez en
cuando, el legendario pornógrafo Huberto Batis.
Fiona, mi última alumna, llegaba siempre tarde (el semi-
nario duraba dos horas), y se iba siempre un poco antes de
terminar, con una ensayada sonrisa, parecida a la de un tran-
seúnte que ve a otro pisar caca de perro. Fiona fue el testigo
de mis soliloquios sobre Derrida y el texto fantasma, sobre
la antropología de los símbolos en El pez de oro de Gamaliel
Churata, y me sentía como ese hombre muerto del poema de
Vallejo al cual la humanidad entera le pide que se levante pero
él no puede levantarse puesto que efectivamente está muerto.
Llegaba, dejaba mis cosas sobre el escritorio, prendía un
cigarro. El horario, si no mal recuerdo, era de 12 a 2 en sábado;
era la hora en que estaba más o menos presentable, cuando
los últimos estragos de la borrachera y la noche se hubieran
aliviado detrás del combo de Alka-Seltzer con Gatorade, un
caldo de birria y un par de cervezas. El arte de la cruda permitía
que asistiera a mis clases como a la antesala de la siguiente
borrachera (el alcoholismo está hecho de pequeños lapsos de
interrupción a los que llamamos sobriedad), y algunos de mis
primeros alumnos se fumaban un cigarro de hachís al fondo
del salón mientras la fila más próxima al pizarrón se pasaba
amistosamente un café con ron.
El pináculo de mi carrera docente ocurrió un día cuando
la hora de llegada de Fiona se retrasó más de lo habitual,
y comprendí que todos mis estudiantes me habían abando-
nado. Leía sobre el escritorio un libro de Chuya Nakahara,
llamado por sus editores “el Rimbaud japonés”, donde
leía: “Hay una viga en lo alto de la carpa del circo. / Hay un
columpio. / Un columpio casi invisible”. Ese día sin alumnos

242 • J av i e r R aya
se me ocurrió dar una conferencia para un auditorio vacío,
una conferencia que de ninguna manera podría salir mal, ni
tampoco bien; puesto que me encontraba solo, podía dete-
nerme tanto como quisiera en los pequeños detalles del
pensamiento, en los materiales siempre pospuestos, siempre
residuales, alejándome para volver y volviendo a alejarme,
siguiendo el movimiento pendular de mi columpio casi invi-
sible, como en un trapecio a miles de kilómetros del suelo.
Por principio, me disculpé por el retraso. Me pareció
conveniente esperar sólo para estar seguro de que efectiva-
mente nadie iba a llegar. Luego comencé: me puse a exponer
en voz alta, de modo que hasta los fantasmas de la última fila
pudieran escucharme, mis más personales dudas acerca de
la poesía al igual que las explicaciones que ensayaba para
aproximarme al fondo de mi ignorancia, con total impunidad.
En un arrebato pretencioso me acordé de Foucault, y entré en
el tema de mi conferencia para fantasmas recordando cómo
en uno de sus seminarios se refirió a la soledad del confe-
renciante: cada semana, durante su curso, Foucault está solo
en su escritorio; su aula, a diferencia de la mía, siempre está
llena, por lo que en ocasiones deben mover a los estudiantes
al auditorio. La mesa del filósofo está tapizada de grabadoras
con su girar monótono, registrando los breves intervalos de
silencio del conferenciante, al igual que cada una de sus pala-
bras. Durante dos horas, Foucault se dirige a su auditorio,
llama a escena a Spinoza, a Kant, a Erasmo de Rotterdam,
se enfrenta a un problema de traducción en el Simposio
platónico, una pequeña monografía sobre los hábitos a la
hora del baño en la historia de las Galias, los vericuetos de
la democracia ateniense o la poesía del tiempo de Pericles.
Transcurridos 120 minutos, el auditorio cobra vida, comienza

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 43
a desentumecerse y los ojos se forman detrás de las nucas
en fila ordenada buscando la salida. Algunos se acercan a
recoger las grabadoras, musitando tal vez un rápido merci. En
el auditorio, como en este salón vacío, hace calor y el humo
del tabaco enturbia el ambiente. Hoy en día ya no se permite
fumar durante las conferencias, pero si a alguien le molesta
que fume no tiene más que indicármelo.
Una pausa para retomar el discurso y tener la cortesía de
esperar una interrupción que no llega. Eso pensé. Luego entro
en materia.
Hago un remix de Hegel, Heidegger, Bersani, Meschonnic,
toda la artillería para acercarse al lenguaje en trapecio con
los menores estorbos de la subjetividad, apelando a la lengua
directamente para que ahí, en el vacío del salto, la lengua nos
tome las manos mientras damos piruetas en el aire. Luego
hablo de un concepto que empecé a trabajar en mi libro
Ordalía, la noción del “desde dónde” como espacio en
perpetua disputa, utilizando la metáfora del aeropuerto y el
campamento en el desierto, los no-lugares de Marc Augé, las
ruinas de María Zambrano: al igual que en estos sitios, uno
no puede quedarse a vivir en el poema. Probablemente nunca
hubiera hecho mención a un libro mío durante una clase o
una conferencia por el más elemental pudor, pero al tratarse
de una conferencia de nada —es decir, sobre la esencia de
la poesía— frente a un auditorio de ausentes, podía permi-
tirme incluso explorar reticencias como esta, improvisando
una breve diatriba sobre el pudor como motor de la filosofía,
el no sé qué que queda balbuciendo de San Juan y cfr. Elogio
del pudor de Alessandro Dal Lago y todo eso.
Un breve excurso y de vuelta a la elucubración: de lo que se
trataba, finalmente, era de rastrear una genealogía de lecturas

244 • J av i e r R aya
que hacían las veces de lengua materna. La lengua materna,
para un poeta, está hecha de un puñado de metáforas funda-
mentales que se van desarrollando en diferentes direcciones a
lo largo de la vida. Un puñado de momentos de lectura donde
fuimos felices y a los que nuestra escritura trata inútilmente
de devolvernos, como un país que visitamos de niños. Sobre
todo: nuestra lengua materna siempre está por inventarse y se
pierde a medida que se conquista, y en eso se parece a la sabi-
duría. O al tiempo, siempre un paso más allá de nosotros. El
poema es lo que suple ese plazo donde aún no somos culpa-
bles, pero no somos del todo inocentes. Merodear el lugar del
poema, el “desde dónde”, es una tarea gozosa que nos llevará
toda la vida. La función de la inteligencia es explorarse a sí
misma, parafraseando a Valéry.
Los fantasmas desfilaban frente a mí para adoptar nuevos
puntos de vista, interrumpiendo mi exposición con preguntas
siempre adecuadas y pertinentes, o francamente demostrando
los puntos en que mi argumentación caminaba sobre hielo
delgado. Enrique Lihn hacía una broma y todos se reían, o nos
acordábamos de un pasaje especialmente descarnado de Artaud
y todos quedábamos en silencio durante un par de minutos.
Comencé a sentirme incómodo dentro del propio salón,
ejerciendo de conferenciante y auditorio. Resolví dar por
terminada la sesión. Para concluir, recapitulé sobre las
intenciones de la conferencia y la medida particular en que
había decidido fracasar en esta ocasión: la aventura es el
fracaso, porque nos es imposible equivocarnos dos veces
de la misma manera. La sarta de tonterías que salían de mi
boca, además, me hizo comprender por qué una conferencia
para fantasmas verdadera tendría que haber sido dictada por
un fantasma y no por un tipo solo y patético como yo.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 45
Mientras caía en cuenta de que debí haber dado por termi-
nada mi perorata hace 15 minutos, escuché un celular sonando
en el pasillo, la conocida melodía de Francisco Tárraga que
suena por defecto en los celulares de Nokia. Escuché la voz
de Fiona diciéndole a su madre que la clase se había exten-
dido un poco, pero que iría en cuanto terminara. “Sí, mamá,
tengo que colgar”. Luego de esto, Fiona entró y dejó sobre el
escritorio un poema suyo que discutimos la clase pasada,
con las correcciones que le sugerí. Le agradecí y me sonrió,
como siempre, con una mueca impersonal. Tenía el cabello
la mitad rosa, la mitad azul. Era delgada, morena, chaparrita,
y no escribía mal. Si tuviera 19 años la invitaría a salir, pensé.
“Gracias”, me dijo antes de irse. Esa fue la última vez que pisé
la Facultad.

2 46 • J av i e r R aya
(Ser)vicios profesionales

Esa es la cuota fijada para ti, me dice: eso es lo que quiero


de ti. Por hoy, claro. Sólo por hoy, y mientras más pronto te
decidas más pronto terminaremos esto. Ya sabes cómo es,
me dice. Te pasas un rato dándole vueltas al asunto, caminas
un poco por la habitación, miras por la ventana —miras los
autos, los camiones de la basura que recogen los desechos
del mercado a medianoche, la vibración del edificio cada vez
que un camión pasa, como una gelatina sobre el motor de
un avión, miras la ceniza del cigarro caer, la colilla apagarse
contra los charcos. Pero sigue: lo escucho, estoy encerrado
aquí con él, con una versión portátil del Editor, una que no
se apaga cuando cierras la computadora y apagas el teléfono.
Le digo: eres una función de mi mente. Le digo: ahora, si me
permites, voy a tratar de relajarme. Nunca funciona. Póntelo
fácil y termina lo más rápido que puedas, cabrón. Dame lo que
te pido y te prometo que te dejaré en paz. Lo prometo. Sabes
que yo cumplo, Raya. Llevamos trabajando mucho tiempo
juntos. Me decepcionas cada vez que tratas de escapar,
me dice. Me enoja. No, me pone triste. En realidad el enojo
viene después, cuando me doy cuenta de todo lo que falta
por hacer, de los pendientes que se acumulan, de las posibili-
dades que permanecen inexploradas por tu falta de carácter.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 47
¿Dice él (¿ella?) o digo yo? Es por eso que me pongo triste
cuando te veo así, me dice, quien quiera que sea, con una voz
sin voz, sin sonido, un murmullo, un merodeo de la mirada
que se transforma en la urgencia de una orden, en su urgencia
inaplazable. Tan triste, me dice. Tan taimado, tan asustado,
haciendo té de abuelita para dormir, té de azahares para
calmar los nervios, para contrarrestar el café y la emoción
del pensamiento, del trayecto cotidiano por tu laberinto
invisible, por lo que llamas rutina: tu comida siempre en
la esquina de la casa, una comida corrida de tres tiempos,
agua de horchata y tamarindo, dos vasos, presentarte en la
oficina del Black Pen angustiosamente tarde, siempre tarde,
cuando te llaman. El último en llegar y el primero en irse.
Nadie te culpa. No eres malo, después de todo. No eres un
empleado modélico pero seguro entre los negros los hay
peores. Cumples tus cuotas, el personal no abunda y no
pueden darse el lujo de perderte. No ahora, sería engorroso,
me dice. ¿Quién me dice? Tendrían que enseñar a alguien
cómo funciona el blog, darle las contraseñas, crear para el
negro sustituto una nueva cuenta, presentar la documenta-
ción de la nueva negra en contabilidad, charlar con él, con
ella, darle una línea de contenidos que pueda desarrollar,
que pueda traducir, que pueda remezclar.
Vamos a darle un par de meses a esta rutina, te dijeron,
me dijeron. Dame diez mil caracteres, dice, corbata negra,
saco azul, camisa blanca, pantalón de mezclilla, botas mili-
tares, bigote recortado, actitud de que ha sido tu amigo toda
la vida. Te escupió con delicadeza una cifra en el rostro. Para
empezar, agregó. Luego ya veremos. No era una cifra de las
que se desprecian fácilmente. Pensaste que te dolería perder
esa cifra. Que incluso perder una cifra así, en este momento, te

248 • J av i e r R aya
dejaría en la bancarrota, con una deuda bancaria a cuestas,
con la mudanza de casa de Pauli en calidad de urgente,
pues Pauli se casa, se ha graduado de la escuela de Furcias
y necesita el resto de las habitaciones para la familia, adiós
Palomar, hasta pronto y chau, si bien visto ni siquiera es
demasiado trabajo, un par de horas de intensa concentración
bastarán, no los veas como diez mil caracteres. Si me los das,
eres libre, te dicen los ladrones y los Editores. Pero ambos te
ayudan de algún modo: los Editores te resuelven los gastos
y te dan mucho tiempo libre, todo el tiempo que quieras
para leer, y los ladrones te hacen dejar de preocuparte por
los textos que ya nunca vas a escribir, como La rebelión de los
negros, por ejemplo, textos que iban dentro de esas máquinas
viejas, de esos discos duros que arrastraba de mudanza en
mudanza con la intención de ordenarlos algún día, de contar
en una novela todas nuestras aventuras, todas las estúpidas
anécdotas que siempre contamos cuando nos vemos Edgar
Khonde y yo, para guardar algo de esos días en vez de perderlo,
y ya no, gracias a los ladrones ya no tengo qué preocuparme
por corregir ese material, lo he perdido todo, menos a ti,
Lector, que volviste después de todo, pensé que no volvería
a verte y saliste de la nada, además es sencillo, cansado pero
sencillo, y me gusta, y nunca he tenido esa famosa coquetería
burguesa del bloqueo de escritor: los novelistas están autori-
zados a tener bloqueo de escritor porque existe el Black Pen
y decenas de empresas como nosotros, pero en piratería lite-
raria somos tu mejor opción. Un verdadero escritor escribe,
piensa en la página, rebosa, escribe desde el exceso, sabe que
no hay afuera de la página. Ya ni siquiera vas a sentirte esta-
fado cuando veas sus rostros en las solapas de los libros. Son

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 249
como los ladrones y como los Editores: cambian de rostro,
pero siempre están ahí para estafarte: los novelistas.
Me pregunto si aún existirán locos que escribirán de un
tirón, ellos solos, unas cuatrocientas páginas a renglón
seguido, por el simple gusto de hacerlo; y a ratos he pensado
que todo el mundo lo hace, pero en secreto. Que aún hay
escritores en el mundo, porque miro y miro y encuentro un
par de cumbres nevadas, tradicionales, y luego un Parnaso de
ídolos falsos. Es cierto que nunca han estado disponibles para
ser leídos tantos buenos escritores al mismo tiempo en la
historia de la humanidad: basta googlear “Bohumil Hrabal”
para tener acceso a un escritor checo que puede beber de
la misma copa que Kafka, en caso de que Kafka tuviese
algún orgullo de ser Kafka: Hrabal no: Hrabal es el verdadero
rey lagarto de los miserables. Basta googlearlo. Leerlo, vaya.
También escribe en su buhardilla viendo el mundo desde
una ventana tapiada, pero luego te lleva a las tabernas de
Praga, te muestra el Castillo en su agitación mecánica, pero
no sombría, la pesadilla que era esa Praga que Kafka no vio
nunca porque se murió a tiempo, porque supo hacerse infini-
tamente pequeño y no morirse como la gitana de Hrabal, hay
que leer mucho a Hrabal, vagabundo de Praga, pero todos los
jóvenes quieren ser Kafka. Kafka, Kafka, Kafka, Kafka, siendo
que los jóvenes ya son más viejos que el propio Kafka, y los
poetas son más viejos que el niño Rimbaud, ah, pero si hubiera
becas fonca para poetas de 7 años, cabrones, dejarían
raspado y rojo y despellejado ese pezón de tanto mamarlo,
lobeznos, parias, escritores, cuánto los odio, quieren la consa-
gración antes que la obra, la gloria póstuma antes que picar
piedra y poner una palabra detrás de otra, negro sobre blanco
todo el día como esclavo, no, ya sé que voy a sonar como un

250 • J av i e r R aya
viejo yo también, pero ustedes lo que quieren es coger, coger y
drogarse y coger drogados, y luego drogarse y volver a coger,
y levantarse con resaca para drogarse y poder seguir cogiendo y
tener resaca de coger, resaca moral, son adictos, a Zilch le
encantaba, por eso dijo que iba a dejarlo, dejar de escribir, se
entiende, no de coger ni de drogarse, y yo le dije estás pendeja,
no sabes hacer otra cosa, pero escribir no es ser escritor, me
dijo, escribir es algo que haré de todas formas, pero para mí,
como Emily Dickinson, en privado, aunque preferiría ser
Josefina Vicens, yo creo que Josefina Vicens sí cogía, por lo
menos, la pobre Emily no, qué cosas, al menos el padre de
Zilch ganaba un montón de plata, así que tener una hija escri-
tora en estos días es como tener una monja en el siglo xix, me
decía, ya vamos viendo, un lujo de clase, los negros son en
general los desclasados, a veces un negro se vuelve escritor,
pero rara vez un escritor se vuelve negro, yo quería escribir y
terminé negreando, por ejemplo, pero nunca fui tan bueno, al
menos no tan bueno como Zilch, como ella que nunca publi-
cará esos poemas tan hermosos que hacía sobre palabras que
no existen, sobre la metafísica de los espejos rotos y los barcos
pirata. Adiós, niños perdidos, todos los niños crecieron menos
dos y están abrazados y llorando de miedo porque tuvieron la
misma pesadilla al mismo tiempo, no hay adultos que los
consuelen, adiós, que les digan que todo va a estar bien,
porque ya llegaron todos los miedos infantiles en tropel,
míralos formarse, el fin del mundo, los jinetes del Apocalipsis,
Hiroshima y Nagasaki cuatro veces, tsunamis, terremotos
como el del 85 en el d. f., catástrofes, verdaderas catástrofes en
nuestra imaginación mientras afuera no amaina la borrasca,
no deja de soplar el viento del sur que ya existía antes de que
ningún otro viento existiera, un viento viejo con aliento de

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 251
muerte que hace castañear las ventanas en sus marcos, no
se puede despertar fuera de aquí: ésta es la realidad después
de todo, estamos solos y atrapados en ella y para salir habría
que matarse, al menos llegaríamos a otro lado, no importa a
donde, ¿me matarías, Zilch?, ¿preferirías que te matara yo y
luego me volara la cabeza? ¿Tienes ya la escena pautada en tu
cabeza? ¿Cuál será la escenografía? ¿Dónde quieres que
encuentren tus manuscritos, señorita Plath? ¿Vas a designar
peritos de una vez o los que asigne la Universidad de Prin-
ceton? Hay pocos que entienden tu caligrafía después de todo,
miedos como esos, embarrados de gloria y de muerte, de la
conciencia despierta que teme lo que pasará cuando ya no
tenga un cuerpo de dónde salir, que teme y ansía sobrevivir
como cualquier ser vivo, incluso más allá de la muerte, como
Gustavo Cerati, el limítrofe, el comatoso a bordo de dos
mundos, una conciencia que buscará seguir pensando, seguir
reproduciendo pensamientos, imágenes, información, vida,
pero que está aterrorizada por la idea de que la vida después
de la vida sea efectivamente eterna para ser conciencia sin
cuerpo, para derivar ecuaciones matemáticas y aprender
todos los idiomas, y luego imaginar todas las formas de
sadismo sexual, zoofilia, coprofilia, necrofilia, pedofilia y
hartarnos de producir imágenes espantosas por aburri-
miento, como si la conciencia después del cuerpo fuera estar
solo en medio del Internet, como en el sótano de Michael
Jackson, conciencia náufraga en las ruinas de todas las
culturas, sin nadie que devuelva la mirada para darnos el ser,
Zilch, una nada que piensa, una forma de energía que no nace
y no muere y habita cuerpos y los abandona pero que no hace
sino reproducirse, y nos da miedo no tener cuerpo, Zilch, nos
da muchísimo miedo permanecer eternamente en esa nada

25 2 • J av i e r R aya
infinita, “Siempre es hoy”, ya lo dijo Cerati, la eternidad es un
día sin cuerpo y sentimos acurrucados y medrosos, una
enorme nostalgia de nuestro cuerpo, Zilch, la noche oscura de
las pesadillas lúcidas a cuatro manos se cierne sobre nosotros
como una boca de loba vieja, una enorme nostalgia de
no poder ser un cuerpo para siempre, de terminar tarde o
temprano como Ninja, la gatita negra, embarrada, untada en
el asfalto, su cuerpo aplastado por completo, su cola recogida
como el aguijón de un alacrán, parecía un alacrán, Zilch, un
escorpión gigantesco, negro y rojo, pardo no, un gato negro
que murió en mi cumpleaños, dijiste, para que yo no muriera,
una enorme nostalgia azuzada por ese viento imparable, por
ese viento que es todos los trenes del mundo desbocados, a
bordo del cual viajan todas las brujas, todas las magas negras, y
nos odian, Zilch, nos odian a muerte y vienen a torturarnos,
a hacernos besar los muslos peludos de Satán, y envidiamos
entonces a Satán que por lo menos puede caer y seguir
cayendo para siempre, quisiéramos ser diablos y vender nues-
tras almas en un bar que se llame Los Jarritos, cuyo nombre
secreto es La Encrucijada, desear morir y ser conciencia
con cuerpo para siempre, desear ser humano, demasiado
humano, humano hasta el exceso, hasta la náusea, para
siempre, porque nos da una tristeza terrible pensar en esta
noche de viento del desierto que en la muerte ya no vamos a
tener cuerpo y por lo tanto ya no vamos a soñar, y ya no podrás
levantarte todos los días para contarme el sueño de la noche
anterior, ya no podremos ver cómo cada día que pasa tus
sueños se parecen más a los míos, sueños paralelos, sueños
en espejo, todo está conectado, todo es referencia de otra
cosa, esos sueños demenciales que recordamos a la perfec-
ción y que nos contamos en el desayuno con café y pan

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 25 3
tostado, sin bañarnos durante semanas, y sentimos la muerte,
y dimos alaridos de terror que apagaban los quemadores de la
estufa y el viento, el viento como una cadena inconmensu-
rable que se desenrolla desde el Sur, un viento de muerte que
son los gritos del desierto, las muertas del desierto, los
migrantes, los náufragos de la tierra, todos ellos, bocas sin
cuerpo, los que se hunden en el pozo sin nombre, el viento
que se come las cosas, las cosas que se dicen los huesos ence-
rrados en sus fosas junto a los otros, después de todo es
el viento que nos hizo acostumbrarnos a la muerte, el mismo
viento que escucha Juan Preciado apenas llegar a Comala:
la ve tan gris, tan triste como el infierno y la ciudad desierta
le devuelve la mirada, le cuenta su propia historia, a ese niño
sin padre, a ese Peter Pan del Altiplano, a ese nazi que como
cualquier nazi no hacía sino buscar el origen, sin coordenadas
morales, únicamente el viento, el viento que apagaba nuestros
alaridos de terror bajo las colchas porque éramos niños otra
vez, Zilch, y estábamos solos en un mundo poblado de
fantasmas.
Tendrás dinero, me decía el nuevo Editor, podrás ir a donde
quieras, trabajar desde donde quieras. Hiciste la maleta
y te fuiste sin mirar atrás, como se dice. Adiós, Zilch, adiós.
Luego comenzaste a ir a la oficina. Te ofrecieron más dinero,
y el equipo de negros era lo que siempre esperaste de una
oficina de monos tipeadores: un cuadro quijotesco de simios
claveteando con los dedos índices todas las novelas del
mundo, una a la vez. Sus cubículos (blancos) parecen casi-
llas de ajedrez, pero de un ajedrez conformado únicamente
por peones negros. Pones una palabra y luego otra. Sigues
tecleando hasta que encuentres un rumor benigno, un ritmo
al cual atarte como un arnés, de manera que las sirenas no te

25 4 • J av i e r R aya
hundan en su abrazo. No un viento de pesadilla ni una brisa
de vermut, sino un ritmo, una inestabilidad que te compete.
Sigues acumulando caracteres a la sombra de ese ritmo y, si
es un buen día, no pararás hasta el amanecer. Podrás aprove-
char para terminar trabajos pendientes, para entregar antes
de la deadline, para cobrar pronto y olvidarte de las marcas de
mayonesa sobre las que has hecho un estudio de mercado, o
sobre las relaciones entre Heisenberg, el físico, y Heisenberg,
el químico de Breaking Bad, me dice el Editor en mi cabeza, el
avatar del deber-ser, tratando de tranquilizarme, míralo
aquí, me dice, brillante el hilo de una imposible Ariadna;
un hilo negro que, cuando se enmaraña, toma la forma de un
monstruo terrible cuya mirada es capaz de secar los árboles y
las flores que ya no se atreven a crecer por miedo a su soberbia
presencia. Es el texto sin forma, el tropiezo de la inteligencia y
todas sus facultades revueltas, indiscernibles: inútiles. El hilo
ya no es mapa ni puerta de salida ni arnés de seguridad, Raya,
así que teje: teje para mí diez mil caracteres con espacios
incluidos y te devolveré tu vida por unas horas. No necesitarás
pensar en tu deuda conmigo hasta mañana nuevamente,
pero mientras tanto puedes fingir que eres libre, ponerte tu
máscara de héroe y salir a caminar las calles con sangre de
minotauro aun goteando de las manos, con los ojos rojos
del desvelo y el pulso acelerado por la mierda que te hayas
metido durante la noche, te dice, casi con pena, porque me
da tristeza más que rabia, y me da mucha rabia, te confieso,
ver que te malgastes así, rellenando cuartillas, con un poco
de dignidad podrías dejarlo, aceptar una pequeña beca, ser
jurado de algún premio de provincias, dar un tallercito en
una casa de cultura, enseñar a escribir. Es lo único que sabes
hacer, me dice el Editor, después de todo.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 25 5
DeFectuoso a 1º de diciembre de 2012

Sebas,

hermano, tengo algo urgente que contarle. Pero será para


después. Por ahora le envío este papelito junto con una carta
que me encontré pegada hace unos días en un poste cerca de
Los Jarritos, a la altura de Allende y República de Chile,
calles que de algún modo lo interpelan a usted. Nos servirá
—sospecho— cuando tratemos nuevamente de reconstruir
La rebelión...
No hay acentos en las mayúsculas. Las cartas de hoy y hasta
nuevo aviso las escribo en la Remington. Un abrazo,

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 257
sr. juventino betancourt flores
Compositor y cantante argumentista de películas.

vs

jose betancourt camarena


Asesino secuestrador mundial.

c. lic. don rodolfo fernando rios garza


Procurador de justicia del d.f.

sr. c. don juventino betancourt flores, por mi propio


derecho y con domicilio en la Calle Mayas No. 9, México, d. f.,
ante Usted y con el debido respeto que se merece comparezco
y expongo lo siguiente:
Por medio del presente escrito vengo a demandar a jose
betancourt camarena, como un delictivo depravado
asesino con honda de inradio desde 1968, 2012, tiene su domi-
cilio en la calle del Nogal No. 10, Col. Santa Cruz San Miguel
Topilejo, Tlalpan 23, d. f. con sra. micaela betancourt
salinas y su niño, sra. cruz flores betancourt, chucho
guillen, sr. rafael flores martinez, y un señor abogado
regordete que no me sé su nombre, sr. david zaizar, sra.
dolores del rio, sr. santo enmascarado de plata, sr.
cloutier, sr. hirohito, sr. chico che, sr. tomas mendez,
sra. lola beltran, sr. carlos monsivais, sr. enrique
alvarez felix, mi familia me llevó al hospital hipnotizado,
los Doctores llamaron al Sr. Presidente de México, Lic. José
López Portillo, para notificarle del presunto delictivo.

25 8 • J av i e r R aya
Iso el terremoto el 19 de Septiembre del 85, México, d.f.,
ya son Millones de personas himnotizadas en el lugar donde
trabajo con hodas de inradio, hace ciclones temblores, lluvias
en México y en Los Angeles, California y Japón, incendió la
fábrica de Milano en Guadalajara, incendió los tanques de
gas de San Juanico, incendió el Palacio de Hierro de México,
explotó el satélite de los Estados Unidos de Norteamé-
rica, explota aviones en el espacio, a los coches les quita los
frenos para que se estrellen, incendió el pozo petrolero de
Tampico, el pozo petrolero de Minatitlán, unos Judiciales
de la Séptima delegación con los ojos vendados me robaron
tres mil en oro y plata en el 83.
Una redada me atracó y me robó diez mil pesos, el dueño
del hotel Loreto, de la calle Loreto, no me quiso entregar
los documentos de las demandas que hice antes, ya son 186
demandas Señor procurador de México y no hace caso y
no capturan al secuestrador, ofrezca compensación para la
captura si no, no lo captura.
Iso el atentado del 11 de Septiembre de Norteamérica, el
asesino lo estoy denunciando en la prensa, en la t.v. canal 2,
en la vía pública, en las calles del Centro, imprimiendo copias
de mi demanda, pegándolas en las ventanas y colgándolas de
los postes, con los patrulleros desde 1970, en la Radio.
Por el brillante trabajo que hago le pido Señor procurador
cincuenta mil millones de compensación, págueme ya.
Que me pague 700,000.00 millones de pesos el corrupto
que me está secuestrando por muchos años, peña de muerte
si no me paga.
[Luego se detallan las copias de la demanda y todas las
delegaciones y ministerios públicos donde fueron entregadas,
y luego sigue con el relato de las torturas.]

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 259
...me tortura con honda de inradio 250,000 horas de día
y de noche por doquier que estoy, y me tortura al cantar y a
muchas personas del 68-2012, y trata de desaparecer el país
de ciclones, temblores.

protesto lo necesario.
México, D.F., a 30 de septiembre de 2012

sr. c. don juventino betancourt flores


[Y una rúbrica ilegible tachando el nombre.]

26 0 • J av i e r R aya
Habla Zilch

Era cosa de que se pusiera encima la chamarra esa y ya le


entraba el miedo a los ladrones. Un miedo gordo, inexplicable.
Es decir, claro que tiene sus raíces, pero también era una de
sus tretas —una de sus muchas— para entrar en personaje.
Se ponía a revisar los armarios y los quicios de las puertas.
Llegué a verlo entrar en el cuarto de baño, en la noche, soste-
niendo una bola oracular de las que usan los magos, descala-
brando sombras. Le gustaba pensar que nunca se repuso de
aquel incidente de cuando su casa. Se la vaciaron una noche
de fiesta. Llegó en la madrugada y encontró la nada revuelta.
Dice que era un desastre, con sus “papeles” (como si tuviera
muchos) tirados por el piso y la cerradura forzada. No durmió
bien ya después de ahí. Le encanta contar esa historia, cons-
truirse como víctima. A mí es a la única que no le hacían sus
alardes. Todas sus furcias se lo celebraban (tampoco eran
tantas). Su vanidad infantil nunca me impresionó. Como la
vez que llegamos a aquella fiesta en un hotel. Un congreso
literario en Fundidora, háganme el favor. Mejor hubiera
sido cambiar la sección de salchichonería de un Wal-Mart
y poner las novedades editoriales. En fin. Raya tocó en el
cuarto 1433, que nos pareció curioso (a mí en especial) por
varias razones. Estábamos en el piso 13, en realidad, pero no

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 261
lo ponen en hospitales ni hoteles para no jugar con las supers-
ticiones. Los miedos de la gente —por más idiotas que sean—
son lo único sagrado que tienen. La otra razón es que 1333
(aquí ficcionado, disfrazado de 1433) es la mitad de 2666 de
Bolaño, y en ese entonces estaba yo investigando sobre nume-
rología y Cábala.
La tina del baño estaba llena de hielos y cervezas, al igual
que el lavabo y una cubeta de limpieza que un narrador
de Acapulco se había robado del cuarto de servicio. Uno de
los bellboys del propio hotel estaba oficiando de cantinero,
sentado en la taza del inodoro, despachando cubas. ¿Cuando
alguien quería hacer? Se quitaba. Nunca entendí bien el
sistema, pero no nos quedamos mucho. La mitad de los invi-
tados al congreso fueron a la fiesta y para cuando llegamos
no quedaba casi nadie. Con todo, era difícil abrirse paso hasta
el balcón de fumadores. Ahí, una poeta de Pachuca (muy
su amiga al parecer) le tomó esa foto a Raya con la que lo
“balconearon” cuando llegó la policía. Sale a contraluz con
el pelo largo y escandaloso como lo lleva siempre. Y sucio.
Llevábamos días sin bañarnos. Dormíamos así, en ese aceite.
Y sostiene la botella como si tocara la trompeta. La noche al
fondo (siempre le dije, aunque le molestara, que por qué le
hacía photobombing a la noche, más por joderlo que por otra
cosa). Esa historia también le encanta contarla, pero mal y
exagerada. Se empinó lo que quedaba del bourbon (tampoco
era tanto) y lanzó la botella al estacionamiento.
A pesar de lo que ocurrió después, la fiesta ya no hubiera
podido continuar. En cosa de 20 minutos tocaron al cuarto la
policía y el personal del hotel. Yordi Rosado estaba trabajando
en su opus nigrum en la habitación de junto, y el teléfono de
recepción no dejaba de sonar pidiendo hablar con el gerente.

26 2 • J av i e r R aya
La botella cuadrada de Jack Daniel’s, como un lingote, se
había incrustado en el parabrisas del chofer de Juan Villoro,
que llegaba recién del aeropuerto después de varias cone-
xiones de un congreso literario celebrado en Mauritania.
Y pues se hizo un desmadre. Pero lo dicho, a ellos les encan-
taban esas cosas, eh. Yo creo que compensaban sus carencias
literarias con aventuras absurdas. Siempre lo he pensado.
Pero drogas non dat lo que natura non prestat, chavos. Ay,
ya se me está pegando lo pedante. En fin, tuve que pagar de
mi bolsa la fianza y el muy idiota de Raya no me dio ni las
gracias. Pero no podía permitir que uno de mis amigos se
quedara a dormir en los separos. No en mi turno. No podría
hacerle eso a nadie, menos con la clase de basura que uno
se encuentra en cualquier parte, en Monterrey o Monte-
rreina, en especial. En uno de esos lugares fumé piedra
por primera vez. En realidad Raya no sabe sufrir, ése es su
problema, pero no me sentí con ganas de darle una lección.
Ni que fuera su mamá. Y porque fuera de guasa, los separos
aquí son muy feos. Yo nunca lo perdonaría si me hubiese
dejado ahí. Supongo que tus amigos no te hacen eso. En fin,
la dichosa chamarra era verdegris con cierres por todos lados
como cicatrices, según él, y bolsas para guardar bolsitas de
dulces (drogas) o tesoros que nos encontrábamos. Siempre
encontrábamos por ejemplo naipes. Naipes tirados por todas
partes. Como este Dos de Oros medio mojado que recogimos
afuera de la comandancia de policía. Mírenlo, aquí está.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 26 3
Último comunicado de prensa escrito por Edgar Khonde2

A la Opinión Pública:

El 1 de diciembre de 2012, es la fecha en la cual la historia


registra el regreso de un Presidente de la República emanado
del Partido Revolucionario Institucional (pri), a partir del
primer minuto de este día, se realizaron diversas ceremonias
en las cuales al licenciado Enrique Peña Nieto le fue trasferido
el Poder Ejecutivo Federal, dirigió un mensaje a la Nación y
saludó a las Fuerzas Armadas, a todas luces fue perceptible
que la cadena nacional era sintonizada en el transporte
público, en comercios, en talleres, en vulcanizadoras, en repa-
radoras de calzado, en milpas, en la radio, en los parques
soleados y las plazas arrobadas de algarabía, así como en
nuestros hogares donde millones de mexicanos con una
cultura cívica ejemplar permanecimos atentos al desarrollo
de estos acontecimientos, escuchando la voz serenísima de
la razón de un Primer Mandatario que protestó mirar ante

2
  El autor de La rebelión de los negros no cuenta con los derechos de
reproducción del presente texto. La versión que apareció en los medios
de comunicación el 1 de diciembre de 2012, puede consultarse en el siguien-
te enlace: http://www.sdpnoticias.com/columnas/2012/12/01/1-de-di-
ciembre-de-2012.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 265
todo por el bien y prosperidad de la Unión, exhibiéndose que
somos un pueblo que entiende, goza, y sabe cuál es el uso de
la democracia como forma de gobierno.
Los mexicanos dimos una lección de civilidad, pues al
momento de escribir estas líneas no leo ni escucho ninguna
información que refiera a grandes protestas en territorio
nacional a consecuencia de quienes estúpidamente deno-
minaron como la “imposición presidencial”. El país esta
noche dormirá tranquilo, no obstante la furia de todos los
falsos ideólogos de la destrucción que invocaron desde
el inicio de las campañas presidenciales la resurrección
del México bronco, incendiando con su discurso nacido de
las pasiones bastardas a una minoría (que no representa
ni el uno por ciento de población) que se autodenomina
#YoSoy132, que se autodenomina #FueraPeña, que se auto-
denomina #MueraElpri.
Quiero encontrar una explicación a las diversas conductas
patológicas de los actores políticos de oposición que alientan
la protesta violenta en México. ¿No entienden que lejos de
sumar simpatías las alejan? ¿No saben que los silbatos se
usan en las cantinas y no en la máxima Tribuna de la Nación?
¿Carecen de capacidad para comprender que los berrin-
ches de no asistencia son propios de adolescentes, no de un
gobernante en funciones? ¿No asimilan que la voluntad de la
mayoría es la regla elemental de la democracia? Quiero pensar
noblemente y asumir que la naturaleza los privó de capacidad
intelectual, pues de lo contrario quedaría exhibida su enorme
perversidad en la cual se valen de la discordia como medio
para mantenerse políticamente vivos. Esos “críticos” sufren
un grave caso patológico de mal humor social.

26 6 • J av i e r R aya
Hoy queremos dejar atrás una pesadilla en la cual más de
ochenta mil personas perdieron la vida a causa de las malas
decisiones de gobierno; hoy no queremos más chamari-
leros políticos que pretenden fundar la construcción de “su”
partido político a través de la inmolación de jóvenes por
medio de la violencia política; hoy no queremos más dobles
retóricas que dicen profesar el amor pero en esencia ansían la
división del país a través del odio. Hoy queremos “un méxico
donde cada quien pueda escribir su historia de éxito
y sea feliz”.

francisco ramos
Twitter: @fcojrz

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 26 7
Posfacio a la segunda edición

Me gustaría decir que me llamo Erik Satie, como todo el


mundo, pero no es así. Me llamo Sebastián Gómez Matus
y nací en el Sur más Sur, ahí donde se decide la parábola del
viento magnetizado, pero sólo me di cuenta cabalmente
de esto cuando me convertí en personaje. Me explico.
Hasta antes de la primera edición de La rebelión de los
negros yo era un sátrapa latinoamericano como cualquiera,
corriendo aventuras anónimas que sobrevivían en la leyenda
de la conversación. Fue entre esas conversaciones de madru-
gada entre buenos amigos que escuché por primera vez el
nombre de Edgar Khonde. Creo que ya lo he contado en alguna
parte, pero nunca hasta ahora me había atrevido a firmar esta
historia como mía. En fin, nos hicimos amigos desde el primer
momento. Es el efecto Khonde: hay gente que, cuando la
conoces, ya no hay vuelta atrás. Tenía una forma muy conte-
nida de ser sabio, como una piedra, o más bien como un
ladrillo/molotov, porque como dicen en México, “no se puede
negar la cruz de su parroquia”, o algo así. Incluso su silencio
era una forma de anarquismo. Tomaba parte en la conversa-
ción solamente para desnucar, para repartir los tiros de gracia.
Como pasa en esta ciudad monstruosa, la manera más
sencilla de toparte con alguien es salir a caminar. Khonde

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 26 9
y yo teníamos más o menos los mismos rumbos y circuitos,
el de las librerías del Centro y las de viejo en Coyoacán, con
ocasionales visitas a los botaderos de la Roma y de la bellí-
sima Ciudad Universitaria. Aunada a esta ruta, como una
hebra verde en una conversación roja, estaba el circuito de las
cantinas y los bares. Yo nunca traía un peso y Khonde general-
mente tampoco, así que cómo nos emborrachábamos sigue
siendo para mí un misterio. Creo que simplemente dejamos
de pedir la cuenta y nos íbamos despidiéndonos de todos,
como si fuéramos los dueños del lugar pero sin darle mucha
importancia. “Cínico” siempre me pareció un adjetivo muy
duro aplicado a nuestro caso. Más bien éramos unos dandis
chafas que habían llegado muy tarde al siglo xix, pero que
habían perfeccionado el arte de la vagancia y de los negocios
raros, lo que permite más o menos ir tirando por una esquina
u otra de cualquier capitalismo.
Teníamos una profesión infame y a su modo fantástica,
generosa por donde se le vea, que era la de ladrones de libros.
Khonde contó la historia en el manuscrito póstumo de Los
ladrones, una suerte de semblante secundario, cara o cruz,
con esta La rebelión de los negros. No fue planeado así, pero
venía implícito en el programa del sueño, que fue siempre el
motor principal de la andadura narrativa. Y en ese tiempo no
podíamos salir del sueño ni cagando.
Hay verdaderas joyas literarias en esta ciudad (aunque
se debate entre Buenos Aires y varias librerías de Colombia
y Nicaragua, donde tuve una novia que quise mucho y de
la que hablo siempre). Me acuerdo por ejemplo que en la
misma semana pescamos, cada quien por su lado, una primera
edición de El libro vacío de la Josefina Vicens. Nos lo plati-
camos lo más tranquilo, como decir la hora. Esas cosas pasan.

2 70 • J av i e r R aya
Esas cosas sólo tienen sentido aquí, porque contadas en otro
lado sonarían a disparate. Menuda broma llamarse Josefina
Vicens, que en muchos sentidos encuentro incluso superior
a Rulfo, y echar dos novelas invisibles y casi desconocidas
al mundo, esta de El libro vacío y Los años falsos. Y luego
se murió, no hizo más, o hizo como que no hizo, igual que
Rulfo. Avientan el libro y esconden la mano. Se lucra un poco
con eso, pero el chiste te tiene que salir muy bien o mejor ni
intentarlo. Creo que yo preferí siempre no intentarlo, pero
Khonde estaba determinado a volverse tan anónimo como
Josefina Vicens o como Erik Satie sólo a fuerza de escritura. Se
la pasaba escribiendo todo el día, publicaba en todos lados,
a veces le pagaban y las más de las veces no. Hacía de todo,
horóscopos y artículos de opinión, recetas de jugos para reducir
la celulitis y antologías de la poesía modernista paraguaya.
A Raya y a mí mismo nos maravillaba esa desfachatez tan
de Khonde para botar trabajos bien pagados en favor de
trabajos “interesantes”. Como la vez que rechazó redactar
unos contratos para la Lotería Nacional (que hubiera repre-
sentado, en esos días, una pequeña fortuna para vivir un par
de años) para dedicarse a aprender rudimentos de chino y
traducir él mismo las sesenta y cuatro frases que aparecen en
las tiritas de las galletas de la fortuna en los restaurantes. En
el inter aprendió que cada frase guarda una correspondencia
directa con las sesenta y cuatro combinaciones de los hexa-
gramas del iChing. Pueden llamarlo místico de barrio chino
si quieren, pero sólo Khonde se daba cuenta de esas cosas.
Las traducciones son bastante libres, hay que decirlo, como
si las hubiera traducido el Ezra Pound de Iztapalapa.
A veces me dejo llevar por las imágenes y se me olvida lo
que estoy diciendo. Me pasaba desde niño. Al igual que todos

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 71
los involucrados, supe que me había adherido sin saberlo al
programa de La rebelión de los negros, fuese cual fuese, pero lo
mío no era tanto escribir. Hacía mis cosas, tenía mis poemas
en carpetas y viajaba con ellos, pero no eran ni por mucho
buenos. Creo que lo mío era señalar pistas. Como la vez que
vino la Vicenta y después de hacer el amor nos pusimos a ver
una película de Godard, una especie de documental expe-
rimental sobre los Rolling Stones, Sympathy for the Devil.
En ella se intercalan largas secuencias ininterrumpidas,
primero una de los Stones en el estudio componiendo el
tema, y luego otro con una especie de Black Panthers ingleses
que anticipan por muchos años los videos de Al-Qaeda ejecu-
tando soldados gringos en el desierto. Había textos buení-
simos en el documental, en la supuesta escena de tortura; me
acuerdo de uno de LeRoi Jones que hizo llorar a la Vicenta,
aunque a ella la poesía le daba más o menos igual, pero le
encantaban los poetas: en la pantalla veíamos a un negro
elegantísimo, sentado en una pila de neumáticos mientras
otros dos negros se pasaban rifles de asalto haciéndolos
volar sobre el capó descubierto de una carcacha de los 50;
hablaba sobre su deseo por la mujer blanca, y mientras lo leía
otro negro se abrazaba a una chica blanca tirada en el piso de
tierra del deshuesadero, con el ruido del Támesis de pronto
y ocasionales ráfagas de metralla para ofrecer algunos sacri-
ficios; a veces Vicenta y yo nos perdíamos conversando algo
sobre la jerga marxista, pero fuera de eso casi no cruzamos
palabra durante la película, y cuando me di cuenta la Vice ya
estaba dormida. Al terminar de pasar manifiesto tras mani-
fiesto sobre la igualdad racial (e incluso sobre cierta superio-
ridad no muy bien discutida de la negritud como problema
fundamental de la convivencia humana), escuchabas el tema

2 72 • J av i e r R aya
de Sympathy for the Devil ya terminado y era algo, por supuesto,
precioso, porque nunca antes lo habías escuchado así, tan
desde adentro que crees que lo conoces en persona.
Entonces me paraba de la cama sin despertar a Vicenta
(¿tendrá algo que ver con Vicens?) y corría al ordenador: abría
un nuevo correo y les contaba a Raya y Khonde lo que había
visto, y cómo se conectaba, por ejemplo, con el mito de Faetón
y los etíopes, cuando el carro del sol fue robado y el astro se
salió de curso; bajó demasiado sobre un pueblo nómade del
Sur que con el tiempo fue conocido como Etiopía, donde
viven los etíopes; su negrura es el ardor solar, y su lucha es la
justa venganza. Yo mismo he tenido la impresión a ratos de
que soy un poeta negro y que mi verdadero nombre es Saul
Williams. No me pasa muy a menudo, pero pasa igual. Y ya si
los encontraba despiertos nos quedábamos conversando un
rato, haciendo borradores invisibles de ese libro escurridizo
que uno alimentaba borrando, La rebelión de los negros. Por
eso decía que yo estuve a punto de nacer como una borra-
dura, así que mejor no nací.

A quien corresponda,

sebastián gómez matus, de lautaro.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 73
Aquí y ahora, una mañana cualquiera

Mi estimado Raya,

pienso con frecuencia que escribir me impide escribir. Que mi


empleo interfiere con mi trabajo. Mi productividad es mayor
que la de cualquiera de los negros del Black Pen: en un sólo
día puedo escribir el discurso de un candidato a la diputa-
ción de alguna ciudad que no conozco, hacer la descripción
técnica de un parque para un guión filmado en exteriores, leer
y corregir las pruebas finales de una novela policiaca, escribir
la escena erótica de una novelita pornográfica de las que
venden en los puestos de revistas, un comunicado de prensa,
una monografía de Ricardo Flores Magón o de Napoleón para
un libro de historia a nivel bachillerato... Pero cuando termino
(esto puede ser muy temprano o muy tarde, dependiendo si
escribo de día o de noche) estoy agotado, querido amigo. No
puedo pensar ya sino en que invertí demasiado tiempo en
bagatelas, en textos pasajeros y olvidables, y que esa energía
la he perdido para siempre. Que esa energía textual no será
aprovechada ya para mi literatura, para mi jodida La rebelión
de los negros, y me voy a la cama pensando precisamente en
insurrecciones solitarias, en decirles a esos hijos de puta del
Black Pen, como si me pusiera la máscara de Carlos Martínez

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 75
Rivas, ustedes quieren de mí una maldita obra maestra de la
literatura de consumo, pero no la tendréis: de mí, no la tendréis.
Prestigio del esclavo que nunca ha dejado sin hacer un
encargo, que nunca llegó tarde a una deadline, que nunca
entregó un archivo que necesitara correcciones posteriores.
Yo solito les he ahorrado un montón de dinero a esos cana-
llas del Black Pen y ellos han sabido recompensarme, pero
cada vez con menos esplendor. La verdad es que nuestros
amos también son los esclavos de alguien más: porque todos
somos el negro de otro amo invisible que no tiene necesidad
de castigarnos con el látigo, porque somos nosotros mismos
los que con una mano nos atamos al poste y con otra mano
nos hacemos sangre sobre la propia piel. A eso, hermano, hemos
dado el nombre de trabajo alienado.
El peso de la frustración se va acumulando como palabras
granuladas, las cuales, como una tormenta de arena, suman
levedades sobre la blancura de la página hasta volverla
pesada, insoportable, hasta que la página doblada de pala-
bras cruje y se rompe como una rama que cede bajo el peso
de los colgados. Nuestro trabajo es cernir las letras, dar forma a
los signos a los que apelan los hombres para fingir una perma-
nencia inalcanzable, la fantasía de perdurar. Y me siento en
general como un actor que, vencido por la timidez, olvida su
parlamento. Sobre la página improviso.
El apparatus es el siguiente: todos los días abro este
cuaderno de negras tapas, tomo la pluma de plástico vulgar y
trato de escribir un capítulo, una nota, una palabra acerca de
La rebelión de los negros. No pienso más que en eso. Escucho,
claramente, la voz en mi cabeza narrando, incorporando la
realidad y la percepción a lo que un grosero tecnicismo ha
dado en llamar ficción. Incorporo los elementos como en

276 • J av i e r R aya
una mezcla para hacer masa: los recuerdos, las asociaciones,
las epifanías. Pero la masa de pan de pronto se vuelve cemento
entre mis manos: amaso y amaso los ingredientes de este libro
impuro sin conseguir darles la libertad que individualmente
poseen; no forman una historia, ni un pastel, ni el espinazo
de un Golem.
Una paloma me cagó en el cuaderno hace unos días
mientras escribía en un parque público. La realidad irrumpe
así sobre nuestros más planeados designios, mi estimado.
Piensa en la ola de lo real que sube y barre con todo en una
explosión que deja todo en su mismo lugar, y que sin mover un
ápice el mundo termina por modificarlo. Es el sacudimiento
de una voluntad (¿de qué otro modo podríamos llamarla?)
que mueve no sólo la música de las esferas, sino que las hace
explotar con un rugido sordo que llamamos tiempo.
Y ésa es la cosa: que a lo mejor éste no era nuestro tiempo.
Me despido como si ésta no fuera una simple carta, sino un
mensaje del futuro, con la única palabra que vale la pena para
mantener la esperanza: vencimos.

edgar khonde

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 277
Donde el Libro le habla al Autor

Nunca escribirás tan bien como a los 17 años, cuando lo


ignorabas todo y por lo tanto podías saberlo todo con sólo
adivinarlo o inventarlo. Te fuiste acordando de todas las igno-
rancias que componen la sabiduría del mundo a medida que
fuiste haciéndote viejo. “Aprender” es otro nombre del olvido
de uno mismo. O tal vez no aprendiste nada nunca, sola-
mente acumulaste: como esto que llamas “tu libro” y es sólo
eso, acumulación de mecanografías. Pasaste cada vez menos
tiempo hurgando en el fondo de ti mismo buscando el pálido
brillo de una miserable verdad, sumida eventualmente por
las pilas de “conocimiento” inútil: datos. Nunca supiste nada
en realidad. La eternidad está hecha de no ser y el no ser está
hecho de olvido: eso lo sé muy bien yo, que nada soy pero que
nada olvido.
Muy bien: te convences de que la novela está terminada:
¿y ahora?
¿Será tiempo ya, ahora que todo ha terminado, de tocar
un par de temas realmente incómodos y dolorosos? El hecho
de que odias profundamente tu trabajo y aborreces el empleo
que te alimenta; el miedo al hambre y la pobreza; el miedo a
la muerte no, sino al dolor físico que conlleva, y tu debilidad
para toda clase de sufrimiento.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 2 79
Tus defectos son legión: eres ingrato, soberbio, mientes con
fines no estéticos: te dices que engañas al sistema mientras el
sistema —o eso que crees que es el sistema— te tiene cogido
de las pelotas. Lo único que esperas de esta novelita de mierda
es que “los emires de Arabia te busquen para llenarte la boca
de oro” para poder ir a tirarte al sol con alguna mujer en
una playita del Pacífico a esperar la muerte.
Si te dijeras a ti mismo la verdad —y como no puedes me has
inventado a mí—, sabrías que odias la literatura con todas tus
fuerzas, pero no tanto como los coordinadores nacionales de
literatura, ni como los directores de las revistas prestigiosas, ni
como los traductores españoles, ni como los publirrelacionistas
editoriales, ni como las legiones de escritores amateurs que
buscan sus nombres en el índice de becas, ni mucho menos
tanto como los que enseñan literatura en las universidades.
Odias la literatura, sí, con cada gramo de tuétano de tus huesos.
¡Si al menos hubieras contado alguna historia!
Pero no: ya se ve que tampoco la narrativa es lo tuyo. Has
dicho “novela” como quien dice “cuaderno de apuntes”,
“cuadro sinóptico de la catástrofe”, “lista de compras del
supermercado del fin del mundo”.
Si por lo menos te hubieras tomado por un instante en serio
la escritura de este libro… Tal vez habría sido un buen libro,
quien sabe. O un libro malo, pero un libro a fin de cuentas.
Ya sé lo que estás pensando: enumera todo lo que tu libro
no es y, por descarte, encontrarás tu libro entre las ruinas
—te engañas otra vez.
Quieres que te digan lo bien que escribe el niñito, lo bien que
sabes diferenciar la coma del punto y coma, estudiante apli-
cado; quisieras que las editoriales se pelearan tu novelastro;
que las universidades norteamericanas pagaran en dólares

28 0 • J av i e r R aya
por tu miserable montón de cuadernos que con pomposidad
llamas “Archivo”; que las poetas sudacas se acercaran a ti
después de las lecturas públicas como cuando tenías 17 ó 18
años para llenarte de besos el rostro a manera de guirnaldas.
Quisieras llegar a la sabiduría pero sin esfuerzo; a la riqueza
y a la justicia social sin tener que salir de tu habitación.
Quisieras sobre todo dejar de trabajar, renunciar al mundo
del dinero y ser un monje errante en algún villorrio perdido de
la India. Quisieras dejar a tu mujer y a tus hijos como dejaban
los revolucionarios a sus familias cuando mi general don
Pancho Villa para irse a hacer la Revolución del saqueo y el
rapto y la violación tumultuaria de las hijas de los pobres y
de los ricos.
Quisieras al menos tener otra vez 17 años y volver a sentirte
peligroso escribiendo un poema en un pedazo de servilleta.
Nunca sabrán tan bien como entonces los cigarros ni los besos
bajo la lluvia. Nunca volverás a ser tan ignorante: el mundo
nunca será para ti tan nuevo, tan grande y tan misterioso
como entonces, cuando nada sabías de él y nada codiciabas,
cuando ningún compromiso se erguía entre tú y tu escritura.
Lo dejaste todo. Lo hiciste a tiempo, pero no bastó.
Tener 17 años una vez en la vida no es suficiente.
Falta valor para tener 17 años toda la vida y cruzar el país con
tu libreta llena de poemas, con tu mochila que era una casa
portátil, como veterano de todas las revoluciones que ni tú ni
los cobardes de tus amigos tendrán nunca el valor de hacer.
¡Si tan sólo hubieras fracasado estrepitosamente!
Pero te faltó valor incluso para fracasar. Para ejercer un
fracaso redondo, sin mácula, del tamaño de la vida.
Tus pequeños logros —parciales, efímeros— ya te vedaron
para siempre el honor del anonimato.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 281
Estos cuadernos donde acumulas tu miseria fueron el
proverbial ladrillo sobre el que te pusiste de pie —como un
podio— sobre el mundo para sentirte más alto. Pero altura
no es grandeza. Y como los verdaderos imbéciles, te mareaste
sobre tu ladrillo.
Te has tragado una por una todas tus palabras.
Las encontraste amargas.
Tu altanería, tu supuesto arrojo en las horas oscuras, tu ser
curtido en la humillación no te serán suficientes para salir
vivo de la vida.
La muerte y el olvido no son como esos engorrosos trámites
de Hacienda, o como los interminables protocolos de las
fiestas familiares: la muerte y el olvido son la condición de la
existencia, y esta ancha herida que has tratado de abrir en el
centro del lenguaje también llegará a cicatrizar.
La belleza nunca será suficiente.
Y si lo fuera, la belleza de la que un hombre es capaz termi-
nará de cualquier forma sepultándolo.
A cada palabra te vuelves más viejo.
No podrás desandar el tiempo con que apisonaste cada una
de tus palabras.
Puedes dejarte el pelo largo si te hace sentir mejor.
Puedes dejar de bañarte durante semanas para sentir la
embriaguez de tu propio cuerpo.
Puedes fumarte toda la marihuana del mundo como esos
muchachos “salvajes” para ser por un minuto más listo, y al
siguiente, más idiota.
Puedes beber hasta que el hígado se te cocine, y puedes
vomitar los intestinos sobre todas las adolescentas del mundo
que nunca te vas a coger por estar tan viejo.

282 • J av i e r R aya
Pero nunca vas a poder borrar una sola de las palabras
que has escrito, porque al escribirlas has creído en ellas con
todo tu ser, les has puesto la sustancia de la que tú mismo
estás hecho, confiando en que el tiempo se detuviera y la vida
permaneciera un poco más —siempre un insuficiente un poco
más— con ellas.
Si tuviste razón o no, ya no importa.
Nadie puede burlar a la muerte ni al olvido. Por eso buscas
en la escritura lo que otros más aptos que tú han encon-
trado en ella: una pausa, una interrupción de la muerte no
para cancelarla, sino para retrasarla lo más posible, como si
el infinito pudiera oscilar de un extremo a otro de una palabra,
y sólo cuando te hubieras columpiado a bordo de todas ellas
la muerte pudiera llegar definitivamente, ya sin pena ni
miedo, porque todos los caminos estarían recorridos de
antemano, porque no habría ninguna nueva opción, ningún
pendiente, ninguna bala sin disparar, ninguna región de
ningún mapa sin explorar. Eso sí que sería totalizador, y a los
17 años crees que ya vienes de regreso de todos esos rumbos
que ni siquiera en mil vidas serías capaz de agotar.
Un demonio de 17 años con todas las respuestas encaño-
nadas en la lengua, contando las mismas aventuras que cuenta
cada adolescente que se ve de pronto solo en el mundo.
Pero uno no puede quedarse a vivir en Nuncajamás sin
estar dispuesto a desaparecer completamente.
Y has soñado muchas veces con desaparecer, pero eso
tampoco tienes el valor de hacerlo. “Valor” en ti es una palabra
demasiado grande.
Ni siquiera quieres desaparecer: quieres el vano reconoci-
miento, la aprobación chata, el aplauso entero y no la mitad

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 283
de silencio de una palma abierta: no quieres la iluminación
sino los reflectores.
Quieres ser sabio para presumir de sabio.
Quieres hacer arte hermoso para viajar por el mundo,
porque en estos días los autores viajan más que los libros, y
hay idiotas que se sienten cultos solamente por pasearlos
y traerlos de un lado a otro como reinas de belleza.
Quieres que los poetas adolescentes te lean con fervor y
que los académicos te dediquen sesudos ensayos. ¿No se trata
de eso este libraco puerco?
Y quieres sobre todo el amor de todos tus lectores
anónimos —tus semejantes, tus patéticos hermanos— entre-
gándote unos honores que debes rechazar como signo de
magnanimidad.
Es por eso que nunca vas a poder crear nada hermoso.
Porque la gente va a hacerte responsable por ello.
Porque tendrás que dar la cara por esa belleza que se te
atribuye y de la que nunca sabrás dar cuenta; belleza que más
de uno tendrá el derecho de odiar, y confundirán el odio que
sienten contra sí mismos con el odio que tu libro les despierta.
Y desearás nunca haber escrito, y mejor “haber nacido muerto”.
Vas olvidando uno por uno todos los libros que has leído.
Los que leíste y los que leerás. Olvidarás tu Rimbaud y
tu Lezama Lima y tu Hölderlin y tu Rilke y tu Kerouac y tus
Huerta y tu Joyce. Hace mucho que ya no tienes tiempo para
el asombro, Capitán Garfio, porque te has convertido en
adulto. Ya no te entregas como antes a la divagación fructí-
fera, a la conversación con los Niños Perdidos. Eres carnada
de cocodrilo, abuelo.
Escribes, eso sí: no puedes dejar de escribir con impaciencia,
deseando haberme terminado antes incluso de comenzar

28 4 • J av i e r R aya
a escribir. Pero no estás listo para pelear en esta guerra.
Correrás junto a los otros a través de las riadas de informa-
ción, de las trincheras mediáticas a las que te condena tu
oficio de redactor a sueldo, y habrás de sucumbir de aburri-
miento como todos: te será imposible sostener la liviandad
de la información, y confundirás con datos las formas evanes-
centes de tu memoria.
Te convertiste finalmente en el enemigo: en El Autor.
Por méritos, por cobardía o por hartazgo te has convertido
en El Autor de un libro. Has caído en ese suicidio meticuloso
de la congruencia, por el que habrás de dar la cara cuando te
pregunten por tu libro —a ti, que según tú buscabas afanosa-
mente la Revolución y encontraste una novela burguesa deci-
monónica más.
Y como acabaste con la esperanza de la Rebelión acabarás
también con tus hijos, devorándolos con tu propio miedo,
cortándoles las alas para enseñarles a arrastrarse igual que tú.
Y cuando sea el momento yo estaré ahí también para atesti-
guar cómo dejan de ser niños y se vuelven adultos grises, sin
ánimos de cambiar al mundo mientras pasan su programa
favorito por la televisión. Tú has sido cobarde, pero habrá otros
que no lo sean. Mantén abiertos los ojos, viejo. Tal vez para
ti ya sea demasiado tarde, pero como se dice, otras páginas
ameritan el concurso de mis modestos servicios.
En alguna parte, alguien de 17 años está escribiendo desde
el principio La rebelión.

La r e b e l i ó n d e l o s n e g ro s • 285

De La rebelión
de los negros de Javier Raya
se imprimieron 1,500 ejemplares en
octubre de 2017, en los Talleres de Ricardo
Fonseca Nuño ubicados en Audiencia 1242, col.
Lomas de San Eugenio, c. p. 44720, en la ciudad
de Guadalajara, Jalisco. Para su composición se
utilizó la familia tipográfica Utopia Std de 11 a 9
puntos y Avenir lt Std de 9 puntos. Los forros
se imprimieron en cartulina Sundance
Felt Ultra White de 216 gramos y los
interiores en papel cultural de
90 gramos.

Você também pode gostar