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E m ilio C a r r e r e

E l r e in o d e la c a l d e r il l a

G1

UNIVERSIDAD DE SEVILLA
I Biblioteca de Humanidades

BIBLIOTECA
DPTO. LÍT. ESPAÑOLA

VALDEM AR
2006

*
D ir e c c ió n L it e r a r ia :
Rafael Díaz Santander
Juan Luis González Caballero
ÍNDICE
D is e ñ o d e la C o l e c c ió n :
Cristina Belmonte Paccini & Valdemar ©

I l u s t r a c ió n d e c u b ie r t a :

Isidre N onell: C om ercio d e im portación, (1909)


Un escándalo bohemio (Jesús Palacios) 9

La casa de los que no tienen casa 31


Al gran saldo macabro 37
El domicilio ambulante 47
García, foliculario 51
El señor Monteleón, equilibrista 59
Ia EDICIÓN: OCTUBRE DE 2006
Donde asoma su perfil la señora «Jacalamanga» 67
© H e r e d e r o s d e E m il io C a r r e r e Aula de truhanería 75
© DE ESTA EDICION: VÁLDEM AR [ENOKIA S.L.]
La cabeza de la hidra 81
C/ G r a n V ía 69 El anarquista de la sombrerera 87
28013 M a d r id Figuraos que una noche... 97
El palacio nocturno 99
La cofradía de la pirueta 109
C o r r e c c i ó n d e p r u e b a s : A n a G a r c í a d e P o l a v ie ja E m b id
La traza de don Uriarte 119
FOTOCOMPOSICIÓN Y FOTOMECANICA: IR C
I m p r e s ió n d e c o l o r : R u m a g r a f Del salvamento de una joven virtuosa
I m p r e s ió n in t e r i o r e s : C o f a s , A r t e s G r á f ic a s
y desgraciada, y donde se sabe cuán negra
E n c u a d e r n a c i ó n : F e l ip e M é n d e z
es la humana ingratitud 127
ISBN: 8 4 -7 7 0 2 -5 4 9 -5 Cómo se vio complicado en el robo de la perla
D e p ó s i t o L e g a l : M -40 .5 8 8 -2 0 0 6
negra de la corona de Francia 135
Tragicomedia de un loro 143
El poema de don Uriarte 149
Elogio de la caridad 155
La sabrosa represalia 161
Otro Argamasilla de la M ancha 167 Un escándalo bohemio
El grillete del café 173
El poeta de la mecánica 177
Venus y mercurio 181 ,
A la memoria de mi padre Joaquín Palacios, y de
El mal de ojo 185 Emilio Carrere: los dos han entrado ya en el verdadero
La piedra filosofal 191 Reino de la Calderilla, y desde allí nos miran toman­
Los nietos del M onipodio 199 do ese café con media tostada que nunca se acaba.
La rubia truhanesa 207
Hora roja 213
La últim a pirueta 221
Elogio de la m edia tostada 225 Carrere bohem io
El encanto de una noche bohemia 239
Las dos miserias 245 Hay muchos Emilio Carrere (1881-1947)... Pero al
Intermedio sentimental 257 menos tres merecen ser distinguidos claramente: el poe­
Ambrosio Niel, fabricante de almas 265 ta modernista y popular; el autor de La torre de los siete
La voz del diablo 275 jorobados (su principal culpable, al menos, y autor tam­
La nochebuena blanca 283 bién de un buen puñado de relatos de misterio, horror y
El dolor de llegar 293 aventuras, varios de los cuales hemos reeditado ya en
esta editorial); y el cronista literario de la bohemia ma­
drileña de anteguerra. A este tercero, quizá el más queri­
do en el fondo por sus admiradores, pertenece El reino
d e la calderilla, la novela que hoy presentamos al cada
vez mayor número de seguidores de Carrere. Nueva ge­
neración de lectores y estudiosos que, dejando de lado
[9]
Jesús Palacios U n escán d alo b o h e m io

viejos prejuicios académicos, políticos e históricos, dis­ puro; cronista de una historia literaria que creía serlo
frutan sin pudor con la recuperación de quien fuera eí sólo con minúscula, y que, en cierto modo, se vio empa­
autor español más popular de la primera mitad del siglo redada entre las dos grandes generaciones de nuestra
pasado, aunque después resultara enterrado en el olvido modernidad (la del 98 y la del 27), y rota después por el
por, precisamente, esos viejos y malignos prejuicios que estallido de la Guerra Civil, Emilio Carrere vivió desde
tan poco tienen que ver, en realidad, con la literatura. dentro ese universo descentrado y anárquico, poético y
Si el Carrere poeta, desde sus versos decadentes y miserable, artístico y casi criminal (al menos delictivo),
modernistas, influidos por sus bienamados Verlaine y que fue la bohemia madrileña. A pesar de su puesto de
Baudelaire, que culminarían con La musa d el arroyo , funcionario en el Tribunal de Cuentas, que le propor­
que en 1907 conquistó por completo al lector culto y cionara su padre natural (fue hijo de madre soltera, en
popular por igual, hasta su escaso puñado de zarzuelas y un tiempo muy distinto al nuestro), Carrere conoció
sainetes de poco renombre, merece ser recordado. Si el prácticamente la pobreza, malviviendo la infancia en
Carrere novelista de aventuras fue un hito inusual en compañía de su abuela, siempre al borde de la benefi­
nuestra narrativa, con una cierta dedicación al género cencia, pero prefiriendo también siempre, en última
macabro, harto raro en las letras españolas, influido tan­ instancia, la libertad que esta vida le proporcionaba a las
to por su decadentismo a lo Poe como por sus aficiones obligaciones de una más responsable. Cierta afición al
teosóficas y espiritistas, llegando a ser inspiración de juego, escasas dotes en lo que al ahorro y la inversión se
una también singular película de Edgar Neville {La torre refiere (las virtudes económicas y las artísticas pocas ve­
d e los siete jorobados, 1944)... el Carrere bohemio y cro­ ces corren parejas), mantuvieron siempre al joven escri­
nista de la bohemia es, sin duda, el personaje funda­ tor en la cuerda floja, obligándole a cultivar abundante­
mental de esta tríada literaria, puesto que los otros dos, mente todos los géneros, incluido el teatro y hasta la
poeta y narrador macabro, son también en cierto modo zarzuela, a fin de proveerse de ingresos complementa­
parte de este último, extensiones peculiares del bohe­ rios que le permitieran vivir y sacar adelante a su familia
mio renuente y brillante, del agudo observador y crítico (contrajo matrimonio en 1906 con Milagro Sáenz de
de esa misma bohemia en que vivió. Miera, a la que conoció en una «cachupinada», o sea,
Sociólogo de la media tostada, periodista «de ac­ una reunión concertada para conocer a jóvenes mucha­
ción» avant la lettre, antropólogo de campo, café, copa y chas de clase media. Algo así entre la «puesta de largo» y
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Jesús Palacios U n escán d alo b o h em io

el «guateque», a fin de propiciar noviazgos y matrimo­ su cantarína Trilby, la que conduzca inevitablemente a
nios apropiados)... Todo ello se conjugó con la entu­ Carrere a la desilusión, la decepción y hasta un cierto
siasta actitud del poeta joven, inspirado por el estro de grado de amargura, que sus relatos bohemios traslucen a
románticos y decadentes, llevando a Carrere a sumer­ menudo con cinismo e ironía. Junto a las ilusiones juve­
girse de forma sincera y desmedida en las noches ma­ niles del triunfo poético y literario, pero también revo­
drileñas, iluminadas por coetáneos de la fauna literaria lucionario y social, con ínfulas de reformismo y hasta de
y alcohólica como Vidal y Planas, Cansinos Assens, Joa­ un «nuevo amanecer» espiritual, caminan de la mano
quín Belda, Hoyos y Vinent, Antonio Santaló, Pedro por los tortuosos callejones del Madrid de los Austrias,
Gálvez, Antonio Barrantes, Buscarini y el mismísimo de Chamberí y las orillas del Manzanares, el alcoholis­
Valle-Inclán, entre otros. Mucho se ha escrito sobre la mo, ei «sablismo» y el descarado arte de la «pirueta». Los
«doble moral» de Carrere respecto a esta vida bohemia, bohemios se disfrazan de criminales y, al final, se con­
sobre su condición de funcionario asalariado, que le ga­ funden y hasta funden con ellos. Prostitutas, chulos y
rantizaba unos ingresos fijos a diferencia de sus compa­ estafadores se aparean con anarquistas, poetas visiona­
dres, y su posterior renuncia a unas luces de bohemia rios, teósofos y reformadores sociales. El periodista ha
que encontraba cada vez más engañadoras y falaces, de rebajarse a panfletista, mientras que el poeta se con­
pero lo cierto es que contemporáneos de entonces como vierte en autor de panegíricos baratos, para conquistar
Ramón Gómez de la Serna o Rafael Cansinos Assens, las limosnas de los mismos burgueses a quienes se supo­
dan testimonio fiel de que el autor era, en aquellos años, nía debía épater. Con el paso de los años, la miserable
un genuino bohemio, y su entrega a la causa tan sincera muerte de los mejores (Alejandro Sawa), la caída en la
como la de cualquiera de sus compañeros de andan­ locura de algunos (Vidal y Planas, convicto asesino del
zas... si no más. amante de su mujer) y el descaro casi criminal de otros
Será, sin duda, esta entrega juvenil y romántica a la (Pedro Gálvez), ha de convertir al poeta entusiasta y en­
noche bohemia, que trata de importar al empedrado de tregado en ácido testigo de las glorias, sí, pero también
las calles madrileñas el sabor de las Escenas d e la vida bo­ de las profundas miserias y mezquindades de la noche
hem ia de Murger, del París por el que deambulan los madrileña y su bohemia.
fantasmas de Baudelaire y Gautier, donde el m a lig n o En la mayoría de los relatos, artículos, cuentos y cró­
Svengali de George Du Maurier se apodera del alma de nicas que, a lo largo de los años, dedicó Carrere a los
[12] [13]
Un escándalo bohemio
Jesús Palacios

ver los cadáveres (¿hermosos? Quizá, pero bien muer­


tiempos bohemios, hay siempre un apunte de amargu­
tos) de Sid Vicious y Nancy Spungen, Emilio Carrere
ra. A veces aparece lleno de buen humor, sano y hasta
pudo también, con sobrados motivos, concluir El reino
amable, pero en otras es evidente la tristeza, el desencan­
to e incluso el cinismo. Carrere bebió casi hasta las heces
d e la calderilla con esta suerte de triste pero lúcido epita­
fio: «Esa pintoresca leyenda del arroyo tiene a su cargo
la copa de absenta de los bohemios, y en su fondo descu­
una larga lista de cadáveres. Muchos locos se han dejado
brió tan sólo un barrizal donde el verdadero talento se
morir en los lechos anónimos del hospital. Otros andan
hundía, saliendo a flote los «listillos», los «piruetistas»
aún por el mundo, muertos también, con esa muerte in­
expertos, mezquinos y sablistas. El hambre y el arte no
terior que produce el fracaso del ideal de toda nuestra
resultaron tan buenos amigos como la literatura román­
vida. Es preciso destruir la leyenda de la bohemia. En la
tica parecía indicar, frustrando el primero las buenas in­
calle, bajo los canalones, en la taberna o en el ocio del
tenciones del segundo. Si de algo se puede acusar a Ca­
café no es posible hacer nada bello, nada definitivo». Y
rrere es, precisamente, de haber tenido la suerte y el
aquellos que critican a Carrere su supuesta bohemia de
buen sentido de abandonar la bohemia cuando ésta per­
quita y pon, harían mejor en leer sus novelas madrileñas
día ya su carácter más romántico, poético y revoluciona­
rio, para fundirse sutil pero decididamente con el ham­ con más atención, pues sólo quien así la vivió, pudo re­
pa, el lumpen y la picaresca criminal de la gran ciudad. nunciar a ella con tanta amargura, pero también con
En cierto modo, la bohemia madrileña difiere poco tanta tristeza, conocimiento y emoción, como demues­
de otros grandes momentos románticos y juveniles de la tran estos bellos párrafos.
cultura moderna. Sigue en parte el ejemplo de los deca­
dentes y postrománticos, de destinos tan trágicos como
los de Wilde, Rimbaud, Baudelaire o Nerval, todos ellos Bibliografía bohem ia
admirados por Carrere tanto como por sus compañeros
de viaje. Y prefigura a la vez el final de movimientos más Muchas fueron las páginas vertidas por Carrere so­
recientes como la beat gen em tion o, ¿por qué no?, el bre la vida bohemia y nocturnal del viejo Madrid...
punk. Si Ginsberg podía decir con un Aullido que había Pero la mayoría están en estas que siguen. Porque El rei­
visto los mejores cerebros de su generación destruidos no d e la calderilla, prosiguiendo la inveterada costumbre
por las drogas, o John Lydon puede ahora mirar atrás y y tradición de su autor, es un ingenioso y brillante «refri­

[14] [15]
Jesús Palacios Un escándalo bohemio

to» de varias de sus narraciones ya publicadas en torno a título a la cosa». (Alfonso, José: Siluetas literarias, Ed.
esa sociedad de poetas y picaros de «los madriles» que se Prometeo, Valencia, 1967.) Nos parece que Carrere no
ha dado en llamar bohemia. En efecto, y como se puede hubiera recibido muy contento la llegada de Internet,
constatar a través de las polémicas suscitadas en torno a pero, dicho sea de paso, de esta manera «piruetista» con­
la datación y autoría no sólo de La torre d e los siete jo r o ­ siguió que sus obras, incluso aquéllas publicadas en los
bados, quizá el más complejo «refrito» carreriano, pues­ albores del siglo pasado, continuaran vivas, reeditadas y
to que en él participó también otro escritor de la época, leídas hasta los años 60 y 70 del mismo... Aunque lo
el autor de novelas de aventuras y fantasía Jesús de Ara­ fueran con títulos nuevos y bien distintos a los origina­
gón, sino de muchas de sus narraciones y poemas, el les, complicando infinita e inevitablemente cualquier
propio Emilio Carrere no le iba en absoluto a la zaga a labor bibliográfica posterior.
sus personajes en picaresca e ingenio... Aunque, en su En el caso de El reino d e la calderilla nos encontra­
descargo, hay que decir que ni era el único en poner en mos con uno de ios más «escandalosos» y logrados refri­
práctica este sistema (habitual entre los autores de litera­ tos carrerianos, puesto que la novela toda se compone,
tura popular anglosajones: véase lo que escritores de en realidad, de la fusión e ingeniosa concatenación cro­
p u lp como Robert E. Howard, Max Brand o el propio nológica de varias novelas cortas, editadas anteriormen­
Dashiell Hammett, hacían con sus relatos y novelas), ni te con otros (varios) títulos cada una de ellas. El reino de
era otro el motivo que el de ver bien recompensado la calderilla fue publicado por la madrileña editorial Ri-
económicamente su trabajo y arte de escritor. Como él vadeneyra, sin que conste fecha alguna de edición,
mismo se encargó de dejar bien claro en una entrevis­ como tantas veces ocurre por desgracia con las viejas
ta: « ... Esto es aún honesto (...) si se tiene en cuenta ediciones españolas, entre los exiguos datos de impre­
que un autor acéfalo de cuplés los cobra tantas veces sión que figuran en el libro. Sin embargo, los bibliófilos
como se cantan. Y nosotros, cuando publicamos una sitúan su aparición en torno a la década de los 20, y la
cosa, nos hemos de atener a una sola y única liquida­ mayor parte de su contenido, de forma ligeramente dis­
ción. Deberíamos cobrar derechos de autor siempre que tinta a veces, era ya conocido por los lectores de publica­
alguien leyese una poesía, una novelita o un artículo ciones tales como El Cuento Semanal., La Novela Corta,
nuestro. Mientras se llega a este perfeccionamiento, yo Los C ontem poráneosy otras, donde habían aparecido los
refritaré lo que se me antoje. Es cuestión de variarle el distintos episodios que forman su conjunto, publica-
[16] [17] I UNIVERSIDAD DE SEVILLA
Biblioteca de Humanidades
Jesús Palacios Un escándalo bohemio
dos, como ya se dijo, en forma de novelas cortas inde­ séis, conoceremos las hazañas, reales e imaginarias, de
pendientes, reeditadas a menudo también con nuevos Don Uriarte de Pujana... que ya habían formado parte
títulos, contribuyendo a confundir al lector y al bibliófi­ del volumen El encanto d e la bohem ia, publicado prime­
lo, y tanto más al estudioso catalogador de la obra de ro en 1911 por González y Jiménez de Madrid, y reedi­
Carrere. Sin pretensión de exhaustividad, completismo tado en 1917 por la mítica editorial madrileña Vda. e
o academicismo alguno, pretensión que, sin duda, el Hijos de Sanz Calleja... Pero todavía encontraremos a
tiempo (a corto plazo) vendría a desbaratar, teniendo en Don Uriarte en el n° 249 de Los Contemporáneos, com­
cuenta la imposibilidad casi kafkiana de elaborar un ca­ partiendo portada con otro título popular de su autor:
tálogo completo y fiable de la obra de nuestro autor, po­ Don Uriarte d e Pujana/Los ojos d e la diablesa, publicado
demos señalar, sin embargo, el origen de la mayoría de en 1913, y después en el n° 107 de La Novela Corta, de
las partes narrativas que, hiladas con mayor o menor 1918, como El Poema de Don Uriarte, una vez más bajo
fortuna, conforman la estructura narrativa de El reino el epígrafe de «novela inédita». A partir de la página
d e la calderilla. ciento treinta y nueve, el seguidor de Carrere a través de
A poco de comenzar la novela, en la página nueve de nuestras ediciones, notará cierto aire de familia, al me­
nuestra edición, tras un primer capítulo introductorio, nos hasta llegar a la ciento sesenta y u na... Y es que las
que pinta el escenario bohemio sobre el que se desarro­ desventuras madrileñas de Pedro Alonso de Argamasilla
llarán los dramas, aventuras y tragicomedias que compo­ ya las conoce bien, puesto que proceden del relato La
nen el libro, nos tropezamos con las andanzas de García conquista d e M adrid, aparecido por vez primera en la
de Tudela, que llegarán hasta la página setenta (refirién­ publicación El Cuento Decenal, en su n° 4 de 1913, y re­
donos siempre a nuestra edición), y que ya habían sido editado como La conquista de la Puerta d el Sol, dentro de
publicadas en 1919, en La Novela Corta, n° 199, Madrid, la antología narrativa La bohem ia galante y trágica. Bajos
Prensa Popular, con el título de Aventuras extraordina­ fon d os d e la vida literaria. Vda. e Hijos de Sanz Calleja,
rias d e García de Tudela. Novela inédita, y que aparece­ sin fecha. Aparecería después dentro del volumen La co­
rán nuevamente como García d e Tudela, a secas, dentro fra d ía d e la pirueta, en las Obras Completas editadas
del volumen XIII de las Obras Completas de Carrere, La primero por Mundo Latino, a partir de 1919, y reedita­
can ción d e la fa rá n d u la, de editorial Renacimiento. das después por Renacimiento en 1925; y una vez más
Desde la página noventa y una hasta la ciento veinti­ en la antología Los ojos d e la diablesa. Leyenda m adrileña,
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Jesús Palacios U n escán d alo b o h em io

publicada por la Imprenta Juan Pueyo, en 1913, aun­ después con el mismo nombre en las citadas ediciones
que ahora de nuevo como La conquista d e M adrid. Re­ de sus Obras Completas, y en las antologías La madre
cobrando otra vez el título de La conquista d e la Puerta casualidad, de editorial Juan Pueyo, 1913, y M is mejores
d el Sol, la encontramos en el n° 87, de 1917, de La No­ cuentos, publicada por Prensa Popular hacia 1920. Con
vela Corta; y más tardíamente, en 1934, acompañando el título de El reino d e la gallofa, está también recogida
La calavera d e Atakualpa, en su edición de la revista lite­ en el ya citado volumen La Bohem ia galan te y trágica.
raria Novelas y Cuentos, n° 283, como La conquista d e Bajos fon d os d e la vida literaria, y fue reeditada con este
M adrid ... Para, finalmente (bueno, es un decir...), lle­ mismo nombre en el n° 557 de Los Contemporáneos, de
gar a formar parte también de nuestra edición de La ca­ 1919. En 1921, lo volvemos a encontrar como el n° 301
lavera d e A tahualpay otros relatos (Valdemar, Club Dió- de La Novela Corta , ahora con el título de Una rubia
genes, n° 212. Madrid, 2004), con ese mismo título, truhanesay, finalmente, con el original de La cofradía de
por lo que nuestros lectores, como decíamos, no han de la p iru eta , reeditado por la revista literaria Novelas y
extrañarse si se encuentran familiarizados en detalle con Cuentos, en 1935. Tras el trágico final de Ataúlfo Rol-
los desastrosos intentos de Argamasilla por medrar en el dán, a partir de la página ciento noventa y siete y hasta la
Madrid bohemio, gracias a sus excéntricos e inútiles in­ conclusión de El reino d e la calderilla, nos vamos a en­
ventos. De forma hábil e inteligente, Carrere elimina el contrar con la exacta reproducción de una de las prime­
comienzo y el final de su novela corta original, para dar ras novelas bohemias de su autor, El dolor d e llegar, apa­
la impresión de que estas aventuras forman parte orgá­ recida como n° 127 de El Cuento Semanal, en Madrid,
nica del resto de El reino d e la calderilla. De la página en 1909, y que sería recogida después tanto en La Bohe­
163 a la 196, nos tropezamos con Ataúlfo Roldan, trági­ m ia galan te y trágica , como en M is m ejores cuentos , pero
co protagonista de una serie de enredos picarescos, cri­ también con el título de La tristeza d el epílogo en La No­
minales y románticos que acabarán como el rosario de la vela Corta, n° 165 de 1919, una vez más (inevitable que
aurora... Se trata, esta vez, de la novela corta titulada en se nos deslice una sonrisa al escribir) como novela in édi­
su origen La cofradía d e la pirueta, quizá una de las más ta , y, postumamente ya, como El dolor d e llegar ; en la
editadas y reeditadas de su autor, como ya hemos visto. nueva colección La Novela Corta, editada por Gráficas
Desde su primera (que sepamos) aparición en la colec­ Clamares hacia 1950, en su n° 35.
ción El Libro Popular , en su n° 7 de 1912, fue incluida Y hasta aquí, la disección, sin duda parcial y parcial-
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Jesús Palacios U n escán d alo b o h e m io

mente inexacta, de los relatos independientes que com­ den parecer ahora desfasados y arcaizantes, lo cierto es
ponen El reino d e la calderilla, y que así dan fe del talento que su prosa resulta absolutamente inteligible, legible y
de «piruetista» literario del autor y su simpático descaro, hasta brillante en la mayor parte de las ocasiones, procu­
pero también de su habilidad real para conseguir, como rando al lector un apasionado recorrido por el Madrid
comprobará pronto el lector, una novela, episódica, sí, de la bohemia, mucho más ágil y cautivador que el de
pero coherente en su conjunto, perfectamente disfruta- autores a veces más prestigiados, de una u otra forma.
ble como tal. Mientras la prosa —y los argumentos- de Zamacois, Fe­
lipe Trigo, Vidal y Planas, Joaquín Belda, Carmen de
Burgos y tantos otros coetáneos de Carrere, se ha visto
Adiós a Bohem ia duramente golpeada por el tiempo, la del autor de La to -
rre d e los siete jorobados resulta sorprendentemente chis­
Una vez más, lo que importa no son tanto las fatuas peante y apasionada, beneficiándose del efecto inverso
consideraciones «morales» de algunos acerca del arte del de los que se supone habrían de ser sus peores defectos.
refrito carreriano, ni las académicas disquisiciones bi­ Así, el constante adjetivar hiperbólico hasta el exceso,
bliográficas, cronológicas e históricas de otros, que, me­ propio de postrománticos y decadentes, el empleo de
rece la pena insistir, están probablemente abocadas a términos populares, procedentes de ese argot hoy olvi­
una inexactitud crónica e insalvable, teniendo en cuenta dado del Madrid cañ í de la media tostada, los bruscos
el ca ó tico m arem agno de Ja obra de Carrere, en particu­ cambios de registro, que van de lo grotesco y humorísti­
lar, y de la edición española durante la primera mitad del co a lo trágico y sentimental, de lo misterioso y atmosfé­
siglo XX, en general. Lo que importa es comprobar el in­ rico a lo cotidiano y ridículo, propician en realidad que
negable talento narrativo de Emilio Carrere, que, a pe­ las narraciones de Carrere respiren vida, autenticidad y
sar de todos los defectos que deseemos y podamos en­ chispa, incluso en sus momentos más melodramáticos,
contrarle, demuestra haberse conservado notablemente atrapando a los lectores en su enmarañada y excesiva
mas fresco y disfrutable que el de la mayor parte de sus prosa, y arrastrándolos apabullados hasta el final, pági­
contemporáneos. na tras página.
En efecto, si bien los modos y modismos costum­ En El reino d e la calderilla , el lector encontrará una
bristas, modernistas y románticos de nuestro autor pue­ novela que, a pesar de (o gracias a) su carácter de refrito,
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Jesús Palacios U n escán d alo b o h e m io

posee una intrínseca unidad, de cualidad casi postmo- sobre todo, del romanticismo tardío y decadente de
derna. Ciertamente, aunque Carrere no llega a hilar tan Huysmans, Maupassant, Merimée y Gautier. Pasamos
fino como para hacer que sus historias y caracteres con­ en un tris de la crónica hilarante y picaresca de nuevos
fluyan en un nuevo final, sí consigue unificar eficaz­ Monipodios con ínfulas literarias, de paletos bieninten­
mente los distintos relatos originales yuxtapuestos, ha­ cionados que aterrizan en una ciudad llena de trampas y
ciendo que algunos capítulos de las novelas previas sinsabores, al drama criminal, erótico y morboso. El
desaparezcan, integrando otros de forma que hagan Madrid de sainete se convierte en el vientre de la bestia,
como puente entre los diferentes episodios, retomando y con deleite baudeleriano, a veces casi más cerca de Poe,
sus distintos personajes a lo largo de las páginas, y do­ Carrere disfruta narrando encendidas pasiones sicalípti­
tando así al conjunto del sentido unitario propio de una cas, misóginos romances con modernas mujeres vampi­
novela... Pero, en este caso, de una novela que podría ro, que no vampiresas, que condenan a la perdición a sus
decirse prácticamente coral, modelo narrativo hoy tan amantes ingenuos y sentimentales. El reino d e la calderi -
de moda, tanto o más en el cine que en la literatura (ya lia es un mundo cruel y devorador, donde la risa burlona
hemos dejado constancia en otras ocasiones de la cuali­ de la amante (esa risa que Carrere hizo popular con su
dad cinematográfica de la narrativa de Carrere, por des­ estribillo de La musa d el arroyo: «... se reía, se reía») se
gracia poco explotada por nuestro séptimo arte). convierte en estertor último de muerte. Donde el genio
El reino d e la calderilla- funciona como auténtico pa­ literario se rebaja hasta transformarse en mero ingenio
norama mágico, retablo lleno de vida, que retrata los de­ bufonesco, y donde la gracia del «piruetista» y el «sablis­
lirios e infamias de la bohemia madrileña, sus ilusiones y ta» se nutre siempre de la desgracia del inocente y sus
desengaños, sus comedias y tragedias. Hay en ella ese ideales tristemente condenados.
humor desopilante, con regusto grotesco y negro, pro­ El que busque sumergirse en el vero ambiente de la
pio de su autor, que disfruta con los detalles macabros y bohemia madrileña, encontrará en este reino carreriano
con las ridiculas desdichas de sus patéticos personajes. su esencia misma. No sólo porque su autor habla desde
Pero hay también poesía desbocada, ramalazos de prosa dentro, convertido él mismo en personaje de sus pro­
rica y atmosférica, imbuida de exceso decadentista y pios dramas bohemios, sino porque, obviamente, El
mórbido, que se nutre por igual del melodrama natura­ reino d e la calderilla es también román a cléfi muchos de
lista a lo Zola y de la comedia humana balzaquiana que, cuyos episodios y anécdotas han sido extraídos de la rea­
[24] [25]
U n escán d alo b o h em io
Jesús Palacios

lidad (o al menos de la irrealidad o suprarrealidad bohe­ nes excesivas y, sin embargo, creíbles. De aventuras có
mia), y cuyos protagonistas principales son trasunto fá­ micas y tremendas, a veces con un punto de patetismo y
cilmente reconocible de aquellos compañeros de café y ternura digno del viejo Chaplin (Carrere siempre quiere
tostada, con los que Carrere compartió inquietudes lite­ a sus personajes, incluso a los más miserables y rastre­
rarias, borracheras nocturnas, sablazos y piruetas, y de ros), otras, con un regusto absurdo propio de los Her­
los que tuvo que escapar a tiempo, antes de verse, como manos Marx... Pero también con un punto de drama
alguno de ellos, condenado al errante deambular en criminal, oscuro y arrastrado, con truculentos aires fo­
pena de un fantasma. No cuesta especial esfuerzo iden­ lletinescos de Gastón Leroux, de enfermizo erotismo
tificar al caballeroso, desorbitado e ingenuo Don Uriar­ decadente y de trágica aventura portuaria a lo Pierre
te de Pujana con Don Ramón del Valle Inclán, o al ex­ MacOrlan, que emocionan inevitablemente al lector
perto y algo perverso piruetista Ataúlfo Roldan con el desprevenido. Documento, sin duda, de una época tan
infame Pedro Gálvez: aquí encontrará el lector fascina­ lejana ya de nosotros como el Siglo de Oro o la Edad
do por la época y sus protagonistas, el origen de muchos Hyboria, El reino d e la calderilla es, por encima de todo,
de los episodios retratados tanto por contemporáneos una fascinante muestra de las virtudes como narrador
como Cansinos, en sus memorias publicadas como La de Carrere, dotado de un talento único en nuestra litera­
novela d e un literato, como por escritores tan recientes tura, que si no alcanza las cotas de calidad formal o im­
como Juan Manuel de Prada, en su mejor (¿única?) no­ portancia histórica de autores más renombrados, nos da
vela, Las mascaras d el héroe. Y, en definitiva, como ya se algo que la mayoría de éstos ofrecen raras veces: emo­
apuntó antes, esta novela representa el saludo definitivo ción y entretenimiento de altura. Y solo por eso merece
y el definitivo adiós de su autor a esas engañosas luces de la pena seguir editando, reeditando y leyendo hoy a
bohemia, que a tantos atrajeron hacia su relumbrón... Emilio Carrere.
Para dejarlos, después, chamuscados a la orilla del cami­
no, arrastrados por las sucias aguas del olvido. Jesús Palacios
Mas alia del «escandalo bohemio» de esta casi obra
maestra del refrito, lo importante es que El reino d e la
calderilla funciona todavía hoy perfectamente como
novela coral, llena de personajes inolvidables y situado-
[26] [27]
Jesús Palacios

A gradecimiento

Deseo agradecer a la Profesora María José Gutiérrez,


que actualmente trabaja en una tesis sobre Emilio Ca­ EL REINO DE LA CALDERILLA
rrere y en la, en mi opinión, ingenua e ingente labor de
establecer un catálogo completo de su obra narrativa, su
ayuda inapreciable a la hora de rastrear los orígenes bi­
bliográficos de las novelas originales que forman el con­
junto de El reino d e la calderilla. Sólo espero que sus es­
fuerzos, así como los de otros que trabajan en torno a la
figura de Carrere y las de otros muchos autores/as olvi­
dados, reciban la recompensa merecida. Y, sobre todo,
que los lectores presentes y futuros puedan también
beneficiarse de su trabajo, con el rescate y reedición de
tantos escritores/as de nuestro acervo literario, injusta­
mente olvidados o menospreciados hoy.

UNIVERSIDAD DE SEVILLA
[28] Biblioteca de H um anidades!
La casa de los que no tienen casa

En la Corredera Baja de San Pablo se había instalado


un tupi, establecimiento intermedio entre el café clásico
y el Bar de nuestros días. El amigo Chillón, el dueño del
tupi, abrió un concurso de poesías con el tema obligado
de elogiar la costum bre d e la casa, que obsequiaba a los
parroquianos, todos los viernes, con una copita de licor.
La flor natural de estos juegos florales cafeteriles consis­
tía en 15 pesetas y el derecho a tomar café con dos tosta­
das durante un año. El concurso obtuvo un gran éxito
entre la bohemia literalizante. El premio lo obtuvo Fa-
bio Caracolillo por unos versos infernales. Fabio Caraco­
lillo era un agente de anuncios, amigo del cafetero, y la
grey de melenas y chapeos abollados quiso hacer un acto
de protesta rompiendo los cristales y volcando los reci­
pientes de la leche y del café. Más de cincuenta poetas lí­
ricos invadieron el tupi de la Corredera, profiriendo so­
nidos incoherentes y guturales. Los eruditos suponen
que fue la primera manifestación del ultraísmo.
El cafetero ofreció un café con media vitalicio a los
jefes del movimiento, y así pudo evitarse un día de luto
[31]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

con derramamiento de sustancias alimenticias. El tupi afortunado o un vanidoso le tiraba un tajo a la bolsa.
de la Corredera fue el «Hogar de la Bohemia» con que También disponía de un soneto epitalámico para felici­
soñaba Ernesto Bark: la casa de los que no tienen casa. tar a todos los nuevos esposos, de una elegía para todos
Allí se congregaron el señor Monteleón, el Equilibrista, los difuntos y de unas seguidillas para todos los bauti­
y la señora Jacalam anga, la cantatriz callejera, su consor­ zos. El señor Argamasilla llenaba el mármol de otra
te de las noches borrascosas de aguardiente; el compadre mesa de bocetos para la fabricación de su guillotina, y el
Fandul Montalbán, el cazador de leones, con sus botas inventor del globo-paraguas había establecido su taller,
de montar y su sotabarba marinera; Arturo, el maestro ocupando dos mesas del otro rincón. El maestro Losa­
de armas, que vivía dando estocadas en la sala y sablazos da, la bestia lírica, un músico gallego, componía sus par­
en la calle; el amigo Argamasilla, que había inventado tituras y aullaba contra los maestros que estrenaban,
una guillotina para cortar- papel, y Don Exuperancio, un mientras él tenía que vivir de instrumentar las óperas
sastre inventor de un globo-paraguas, con el que se es­ en boga, en tanto sus autores se entretenían en jugar al
trelló meses más tarde, lanzándose contra los adoquines poker. Sólo quedaban dos mesas para el público; pero
desde la azotea de su casa. Con estos personajes, el as­ ya hemos dicho que los habituales deseaban no ser mo­
pecto del cafetín ofrecía un gran interés pintoresco; pero lestados. Cuando irrumpía, por casualidad, algún otro
hacían huir a los parroquianos que pagaban, porque los personaje absurdo, se hacía amigo de los antiguos y se
bohemios no querían burgueses en su café. La señora Ja ­ quedaba a almorzar definitivamente. Así ocurrió con el
calam anga se trasladaba al local desde por la mañana y se poeta Barrantes y su perro. El hombre había logrado in­
entregaba con verdadero entusiasmo a ensayar, al son de culcar en el animal sus ideas anárquicas. El perro mordía
la pianola, las canciones que por la noche cantaba en la a los guardias y, por un misterioso instinto, a los de la
vía pública, cubierta con un largo manto de viuda, que policía secreta. Era un perro antipolicía, sucio y lanudo,
ocultaba su nariz penduliforme, de color de zanahoria. siempre con las patas llenas de barro, que depositaba
El señor Monteleón, magro y barbudo, siempre con me­ afectuosamente sobre los pantalones de los parroquia­
dia borrachera, montaba en un rincón su oficina de bio­ nos bien vestidos. Cuando no le hacían caso, se subía a
grafías. Desde allí enviaba sus epístolas petitorias, con una silla y sumergía el hocico en el vaso del cliente. A
letra redondilla, a los nuevos concejales o al señor a Barrantes le hacían mucha gracia las audacias de su pe­
quien le había tocado la lotería. En cuanto husmeaba un rro, el cual contribuyó definitivamente a que no entrase
[32] [33]
El reino de la calderilla
Emilio Carrere
pintorescos de una moderna picaresca, tan florida como
en el cafetín ninguna persona ajena a la cofradía del café
con media gratuito. la del siglo de oro. Vivían en las yacijas de Han de Islandia
y de la calle del Mediodía, y yantaban en «La Necesaria» y
El pobre cafetero, desesperado, no conseguía echar­
les. En vano dejó abierta la llave del gas a ver si se asfixia­ en el restaurante de «El Loro», que estaba en la calle del
ban; les sirvió el café durante una semana con leche cor­ Barco. Nunca tenían la ilusión de una mujer, porque su
tada y la manteca rancia. Aquellos estómagos tenían un extrema pobreza no dejaba ánimos para el amor.
El señor Monteleón, el Equilibrista, era la pesadilla de
envidiable jugo digestivo y no se apercibieron de nada.
Les rogó por fin, sollozando, que se fueran, porque le es­ los figoneros. Cuando se negaban a abrirle una dilatada
cuenta de crédito, él se vengaba acreditando los manjares
taban arruinando. Pero los cofrades respondieron con
energía: del establecimiento: «¿Qué es lo que está usted comien­
-Nosotros no nos vamos si no se nos indemniza. do, caballero? ¡Ah, es la chuleta de gato que yo rechacé
esta mañana! No podra usted terminarla, porque tiene
El bondadoso cafetero lo hizo así, y desde el día si­
guiente puso un cartel a la entrada con letras gordas que cierto tufillo... Huélala usted y se convencerá».
decía:

«EN ESTE CAFÉ NO SE ADMITEN PERROS


NI POETAS»

Desde entonces la fama del bondadoso industrial se


corrió por la villa y su negocio prosperó. Cuando re­
cuerda la época de la invasión sonríe conmovido.
«Puede que con mi ayuda haya contribuido a que no
fallezca de inanición alguna gloria nacional».
Los pigres de antaño no pensaban en la prosperidad.
La literatura era un pretexto para pedir dinero, y su vivir, la
conquista diaria de un montoncito de cobre. Más que bo­
hemios, que significaba cierto airón de arte, eran gallofos
[34] [35]
AI gran saldo macabro

Cuando el bravo García de Tudela, el luchador,


abrió los ojos, su cofrade de absurdas andanzas, Gonza­
lo Aparicio, el poeta hampón, moribundo y corvado,
ocupaba su actividad en poner suela a sus zapatos des­
vencijados. Ai verle, García de Tudela tuvo un arranque
de indignación:
—¿Qué haces, animal? ¡Estás estropeando mi diccio­
nario!
Efectivamente, el poeta había arrancado las tapas del
Larousse, y, recortando el cartón, trataba de adaptarlo a
las hechuras de sus venerables chapines, de tal guisa que
cubriese los boquetes producidos por su pintoresca y co­
tidiana profesión de busconcillo y trotacallejas.
Pero Aparicio no aparece muy satisfecho del resulta­
do de su tarea:
—No cabe duda: ei mejor cartón para los zapatos es el
d el Anuario Bailly-Bailliere. Es el editor más serio.
Entre los denodados paladines que llegan diaria­
mente de los rincones provincianos a la conquista de
Madrid, sin duda alguna, el más intrépido, el más soña-
[37]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

dor y el más melenudo ha sido el bravo García de Tude­ calle en plazuela y de figón en zahúrda por los esquinazos
la, el luchador. dolorosos de la bohemia cortesana.
Su padre era el propietario de un pingüe figón en Era alto y bien configurado, a pesar de la petulante
una capital norteña, y a pesar de sus esfuerzos, no consi­ extravagancia de su indumento. El sombrerillo de fiel­
guió encauzar las aptitudes del mozo hacia el muy alto, tro se arrugaba sobre la rizosa y negra melena merovin-
exquisito y nunca bien ponderado arte de la culinaria. gia; sus ojos, negros y audaces, parecían siempre aluci­
García de Tudela había salido poeta y despreciaba olím­ nados, y el bigote incipiente se corría sobre la boca
picamente el suculento menester de su progenitor. Ya gruesa y sensual. Sus botas, sus calzones y sus chalinas
sabéis que Tristán de Kamenberg ha dicho que los poe­ eran vetustas reliquias. Pero por la prenda que él sentía
tas son la antítesis de la buena alimentación. una rara ternura era por un gabancillo color de aceituna,
La monotonía de su provincia, los fuertes y crasos aro­ con cuello y bocamangas de astracán, y que podía decir­
mas del hogar paterno iban entristeciendo cruelmente su se que había sido el fiel compañero de su juventud. A la
espíritu, enfermo de esa exquisita y monstruosa pasión de sazón era una venerable ruina, y García de Tudela sentía
la literatura; y alucinado por el espejismo de la corte, sólo el alma traspasada cuando pensaba que en breve habría
soñaba en una loca expedición a la casualidad que le per­ de desecharlo, porque las vecindonas y los bigardos ha­
mitiese ver de cerca a los grandes maestros, recitar sus ver­ cían ya burla de él y de su harapo glorioso.
sos en los cenáculos de pipas y melenas e ir de tertulia a las El poeta del gabán color de aceituna hablaba con un
redacciones. Pero sobre todo lo que más le seducía era ha­ dejo atiplado, alterado y despectivo. Miraba a sus con­
llar un ambiente propicio para la lucha, para la heroica y temporáneos como desde una nube, y cuando alguien
tartarinesca lucha por el brillo del nombre y del alucinan­ inquiría noticias de sus propósitos en esta noble villa
te laurel. Y una mañana buena, mientras todos dormían milagrera y hambrona, García de Tudela contestaba con
en el figón, García de Tudela tomó el tren para la corte, la fiera gallardía de un caballero de la Santa Cruzada;
acompañado de una maleta llena de libros, algunas cami­ «Yo he venido a Madrid a luchar, ¿sabe usted? Por­
sas y un volumen de poesías inéditas, que él pensaba titu­ que yo soy un luchador».
lar Mariposuelas, y que eran el único sostén de su vivir fu­ Y en efecto; sostuvo luchas homéricas con la patro-
turo y de su vanidad. Respecto a la nutrición no había na, con el sereno, con los camareros del café y otros ani­
pensado nada serio, y así fueron sus huesos de molino de males inferiores.
[38]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

Su cofrade Gonzalo Aparicio, el poeta espectral, era notonía y el ciclón tumbaba las chimeneas, el poeta pa­
un superviviente de sí mismo. Después de las hambres y saba aterido y fantasmal, envuelto en un raído trajecillo
de los fríos de la invernada, cuando se arrastraba mori­ de verano.
bundo por los quicios y sus camaradas le despedían to­ -Amigo Aparicio, ¿dónde piensa usted dormir esta
das las noches diciéndole: noche?
«Hasta mañana, amigo Aparicio; en el Depósito de -En la Moncloa... ¡pero no importa!
cadáveres, ¿eh?»; tras de aquellas horas errantes, y vacías Un hombre que no es un imbécil, y a quien no le im­
y miserables, el poeta desapareció, y todos supusieron porta no comer y dormir al raso, comprenderéis que po­
que el trashumante había tomado definitivo alojamien­ see una gran fuerza interior, una vida de ensueño, llena
to en alguna Sacramental. de magoslíechizos, donde se refugia de las amarguras de
Pero Aparicio volvió a aparecer al cabo de una tem­ la vida a ras de la tierra.
porada de arreos y talante de audaz conquistador de la Aparicio era una víctima del encanto de la bohemia.
Puerta del Sol. Por ese famoso encanto abandonó un día la tierra ga­
Tocaba su amarilla cabeza de difunto con una especie llega, donde tenía un hogar confortable y corazones fa­
de birretillo azul, del que descendía lacia la melena bizan­ miliares que tenían por él sus absurdas andanzas corte­
tina, de un rubio desvaído. Los ojos azulencos tenían una sanas. Por ese espejismo suicida dormía en los sotillos
dulzura opaca de melancolía y de resignación. Su figura del Manzanares y almorzaba serventesios, ¡así iba él de
escuálida y enfermiza tenía los cueros tundidos en su pulido y de medrado!; y solía escribir sus poemas a la luz
chocar cotidiano por las encrucijadas de la mala vida; de los reverberos públicos; y hampón doliente y dolori­
pero a pesar de su guisa de extremo apocamiento, de su do, aún más pobre y menguado que el viejo Villón, no
aire de vencido, de débil, Aparicio poseía un alma ardien­ tenía una ramera que fuese su rayo de luz con quien fun­
te y visionaria, una honda fe en su ideal y sufría los azares dir su amor, y sus guiñapos y su melancolía.
de su horrible vivir con una calma estoica y magnífica. Y entre los tentáculos de esa sirena, iba dejando su
-¿Qué ha comido usted desde ayer, amigo Aparicio? salud y le iba devorando lentamente con crueldad el
-le preguntaban. monstruo insaciable. Así, cuando le veían flaco, espec­
-Nada... ¡pero no importa! tral, con amarillo color de difunto, al tender la mano
Y en las noches en que caía la lluvia con lúgubre mo- glacial en oferta amistosa, parecía que iba a decir:
[40] [41]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

«Ya sabe usted, Aparicio: en el nicho 314 del cemen­ al cocido cotidiano se le resiste mucho el estilo. Pero an­
terio de la Sacramental de San Martín; puede usted dis­ tes quiero emular las glorias de Jorge Brummel: quiero
poner de un amigo...» dilapidar parte de mi fortuna en realizar mis sueños de
Cuando salieron ambos camaradas del fementido dandismo.
mechinal, García de Tudela tomó su actitud peculiar y Y cogiéndose alegremente del brazo, ambos camara­
arrogante, requebrando donosamente a las hembras y das se dirigieron a la calle del Pez, a los bazares titulados
mirando a los transeúntes con un gesto bizarro, como pomposamente «Al gran saldo macabro».
diciéndoles: En este Madrid de prodigios y trapisondas hay unas
«¡Eh, caballeros! ¿No hay nadie que quiera luchar pintorescas covachas donde se realizan equipos de cadá­
conmigo?» veres. Allí, por menos de dos duros, podéis adquirir el
Aquel era un gran día para el luchador. Iba a cobrar sus terno flamante con el que visteis enterrar a vuestro deu­
primeras M ariposuelas en un periódico. Y por tan fausto do, o la severa levita de un procer, o la de un gran artista
suceso se ensanchaban sus horizontes y llevaba en su cora­ fallecido. Con un golpe de cepillo que limpie el polvo de
zón todo el oro y el azul de la jubilosa mañana abrileña. la tierra sagrada que se le hubiera podido adherir por la
¡Oh, qué emocion la del poeta cuando sobre el mos­ laboriosidad de unos honrados exhumadores, podéis lu­
trador del cajero sonaron como un carillón argentino, cir el garbo por esas rúas, lindos como narcisos y atilda­
augustos y milagrosos, los cinco duros resplandecientes! dos como fúcares.
Salió con la solemnidad de un emperador bienquisto de Claro es que los parroquianos de estos extraños baza­
la victoria que retornase entre la áurea magnificencia de res están exentos de todo prejuicio banal. Sólo los hom­
una marcha triunfal tañida por las hadas de los gnomos. bres serios suelen indignarse mucho con esta nefanda
A Aparicio se le ocurrió que para festejarlo debían de mercadería, y, sin embargo, los señores saltatumbas tie­
ir a almorzar... seriamente. Pero el luchador estaba ata­ nen la conciencia tranquila por su honesto, altruista y
cado de un agudo delirio de grandezas. calumniado menester. «¿No es fuerte bellaquería -d i­
—Iodo se andara, querido Gonzalo; comeremos de rán- que se pudra con los muertos tanta rica presea y
una manera digna de nosotros. Nada de garbanzos ni tanto lienzo nuevecito, cuando hay por esas calles tantos
bacalao a la vizcaína. La alimentación influye poderosa­ vivos que no pueden cubrirse las vergüenzas? Los difun­
mente en la producción artística: a un escritor sometido tos no necesitan ropas para presentarse allá arriba...»
[42] [43]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

Yo no hallo motivo para la indignación pública por pares. Su voz tremaba de indignación y tenía un gallar­
esas mortuorias granjerias. El oficio de saltatumbas me do gesto tartarinesco.
parece, por lo menos, tan honorable como el de editor; -¡M e parece que por tres pesetas tengo derecho a dos
ademas, que ellos suelen contar con la autorización de la botas de un mismo cadáver!
familia de los finados para cortar las cabelleras, que se El dependiente mostraba su mejor sonrisa:
tornan en perifollos para las gentiles damitas; y para ex­ —Caballero, es usted demasiado exigente.
traer las quijadas, y no ya la piel porque los hombres la Al poco rato García salía del fúnebre bazar cargado
llevamos acribillada y molida, y en este estado, claro es, con enormes envoltorios. Llevaba un equipo estupen­
no es útil para la industria. do: eltemn^mLmarino, de irreprochable corte inglés,
Estas covachas siniestras son una solución para los de un suicida; las finas holandas de un tífico, cuidadosa­
hermanos de la absurda cofradía de la bohemia, para los mente desinfectadas, eso sí, y los brodequines de un
traslúcidos covachuelistas, para todos los lamentables ilustre asesino recientemente agarrotado.
polichinelas agarrotados por la pobreza. Si no fuese por
esa institución, veríanse por esas plazas tantos cueros
vergonzantes...
Cuando llegaron los dos poetas, Aparicio, poseído
de un pavor supersticioso, se negó resueltamente a en­
trar en el lúgubre almacén.
-M ira, yo te aguardo a la puerta del bodegón de los
Mostenses; pero no te vuelvas loco y reserva algún dine­
ro para comer.
Cuando García penetró, junto al mostrador estaba
el señor Pujava, novelista y sociólogo, vitaliciamente
inédito. Había ido allí a hacer provisión de zapatos, por­
que los que traía tanto tiempo cometían la ingratitud de
abandonarle, y sostenía fiera batalla con el mancebo de
la tienda, accionándole bravamente con dos botines dis­
[44] [45]
El dom icilio ambulante

En su errante vivir, García solía hacer noche en los


hostales míseros de la pobretería y la florida gallofa, y ge­
neralmente dormía a la poética luz de la luna en los ban­
cos del Prado y aseaba su pintoresca catadura en las pú­
blicas fontanas.
Así es que como carecía de lugar donde cambiarse de
indumentaria, en la calle del Barco el poeta tomó un co­
che y durante una hora convirtió el vehículo en el domi­
cilio ambulante.
Era el momento en que los obreros y las modistillas ex­
tendían su simpática greguería por las calles. Y grande fue
su asombro y regocijo cuando vieron que de las ventani­
llas de la casa con ruedas habían caído a la rúa unos festo­
neados calzones en harapos. Algunos metros más allá,
unos bigardos que jugaban al cañ é ovacionaron jocunda­
mente al simón, de cuyo interior habían descendido los
galones desgarrados de una camisa de franela y un pedazo
de corbata. Y el éxito más ruidoso fue el arrojar a la vía,
como botín de la galopesca, el precioso y venerable gabán
color de aceituna con cuello y bocamangas de astracán.
[47]
E m ilio C a rre re El re in o de la c a ld e rilla

Cuando se detuvo el coche, García, el luchador, el Pero apenas hubo tomado asiento ante una mesa
gran bebedor de agua, estaba tan embellecido y de tal notó que se apagaban las risas cascabeleras y la greguería
guisa metamorfoseado, que el cochero no le conoció: de las conversaciones, y a los pocos minutos la sala tenía
-¡Diantre! ¿Pues dónde se ha metido el señorito que un profundo silencio de panteón. El camarero, que lle­
me tomó en la calle del Barco? gaba sonriente a darle la lista, se paro en seco, con los
Comenzó a caminar, satisfecho de lo bien que caían ojos atónitos, y huyó presa de un terror supersticioso.
sobre sus posaderas los faldones de la americana y vien­ «Pues, señor, ¿por qué se alarmarán así estos idiotas?»
do en los escaparates ajustarse a su tórax las solapas pi­ Y batió palmas, gritando con la impertinencia de un
cudas. hombre que lleva una fuerte suma en el bolsillo:
Pero lo que hubo de alarmarle un poco es que a su —¡A ver, camarero: una ración de menudillos, a escape!
paso los perros callejeros dejaban de gulusmear en el Pero a pesar de sus llamamientos la servidumbre no
arroyo, estiraban las orejas y comenzaban a aullar agore­ llegó a tomarle recado.
ramente. Al primer perro se unieron diez más, y en breve Todas las miradas estaban fijas en é l Algunos apre­
espacio todos los canes vagabundos escoltaban al poeta, suraban el yantar y se iban precipitadamente, García
en una melopea inconcebible de aullidos lastimeros. Las miraba bizarro a la hostil concurrencia mientras pensa­
porteras y los desocupados cesaban en su pía labor de co­ ba para su capote:
madrear y le contemplaban con inusitados aspavientos «Me parece que va a presentarse una buena ocasión
de inquietud. de luchar».
Desasosegado por la curiosidad que producía, em­ Del fondo de la sala salió una voz que aumentó más
prendió una loca carrera, chocando con los viandantes, la perplejidad del fiero García de Tudela, el luchadoi.
con los faroles, con los vehículos, y llegó al restaurante -Debe de estar constipado.
sudando y alucinando por la absurda persecución de El poeta miró fieramente a sus comensales:
que era objeto. «¿Por qué dirán esa tontería? ¿Se estarán burlando
Respiró, creyendo haber llegado a puerto seguro. El de mí?»
comedor estaba lleno de mozas del partido y de gente Pero todos estaban petrificados, como si sobre sus
bullanguera, que gritaba y reía en algazara jovial y pin­ cabezas hubiese pasado una ráfaga de ultratumba.
toresca. Al cabo, cuando ya había conseguido hacerse servir
[48] [49]
Emilio Carrere

los menudillos, se le acercó un señor indeciso y medro-


so, y después de olfatearle atentamente exclamó con un
gesto de extrañeza:
—¡Es singular, amigos! ¡Como huele a cadaverina este García, foliculario
caballero!

—¡Amigo Aparicio: el triunfo va coronando mi lucha!


Estoy admitido en El Irreconciliable. Cuando necesites
algo, ven a mí y yo te protegeré.
El Irreconciliable era una gaceta demagógica y clero-
foba que vivía gracias a unasubvención del fondo de rep­
tiles. El director era un señor altisonante, enfático y calvo
que hablaba siempre en artículo de fondo; miraba a sus
míseros folicularios desde el olimpo, y cuando se dignaba
descender de su divina mansión era para lanzar rayos y
centellas contra Peláez, el repórter de sucesos, cuando le
pisaban un crimen; o contra Cretino, el repórter político,
cuando se enteraba al revés de las noticias, lo que solía pa­
sar diariamente. Por su oratoria ampulosa y su humor ar­
bitrario, sus siervos le habían obsequiado con el remo­
quete deJúpiter.
La primera noche que fue a la redacción García
mandó traer un café con dos medias tostadas; después se
echó a dormir en un diván y no despertó hasta que llegó
el mozo a cobrar. García le envió al administrador, que
opinó que aquel acto audaz era un grave atentado contra
la seriedad de la caja.
[51]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

El luchador estaba encantado con su flamante menes­ siempre le gastaba bromitas a propósito de sus melenas
ter. En aquella hoja sí que podría luchar y abrirse camino; el merovingias.
campo literario, el político, el sociológico, esperaban se­ Encendió un pitillo, y sobre el humo azul, la imagi­
dientos la semilla de su verbo y de su pensamiento. Yaverían nación del mozo emprendió una loca carrera por los de­
sus paisanos, los que se reían de sus melenas, qué porten­ rroteros de lo maravilloso.
toso genio había sido incubado entre tocino y chorizos Por fin había llegado el momento solemne: al día si­
riojanos por sus crasos y hospederiles progenitores. guiente, en ios cafés, en las aceras, en los ministerios, la
Y se paseaba nervioso, a grandes trancos, por la gran turba, asombrada, se preguntaría: «¿Quién será el gran
sala de El Irreconciliable, hundiéndose las manos en las hombre que ha hecho hoy el fondo de El Irreconciliable?
profundas y negras guedejas. ¡Vaya una puñalada para el régimen!»
Pero la voz tonante de Jú p iter solía truncar sus fie­ Seguramente el Gobierno comprendería la gravedad
bres de grandeza, trayéndole de un furioso tirón a la del caso y mandaría acuartelar las tropas y enarenar las
menguada realidad: calles... Habría gran revuelo en los círculos revoluciona­
-Señor García: entiendo yo que esa violenta gimna­ rios; el presidente del Consejo le mandaría llamar y la
sia que está usted verificando quebranta la compostura Monarquía se tambalearía gravemente.
debida en mi presencia y, a mayor abundamiento, esti­ ¡Oh, qué gran artículo iba a hacer: vibrante, jacobi­
mo que debe usted emplear su mentalidad en hinchar no, lleno de imágenes cortantes como guillotinas, co­
este telegrama. rrosivo y demoledor!
Pero, a pesar de tan grotesca e inflada exhortación, Y hasta es posible que los jesuitas quisieran comprar
García seguía dando suelta a la loca devanadera de su su pluma, que le ofrecieran un alto cargo o pretendiesen
fantasía. casarle con una rica heredera. Pero él no se vendería:
Una noche estuvo a punto de reventar de orgullo. García de Tudela, el luchador, llevaba en su sangre semi­
Jú p iter le encargó que hiciera el artículo de fondo. Gar­ llas garibaldinas y en su alma latigazos heroicos de con­
cía cogió un gran puñado de cuartillas, todos los perió­ vencional.
dicos del día y envió al ordenanza a avisar un café y un Todos los diarios extranjeros le pedirían su retrato
paquete de susinis; después se encerró en un cuarto para con un autógrafo, recibiría billetes perfumados de las es­
abstraerse mejor, y sobre todo huyendo de Cretino, que trellas galantes, y en las calles, en las pía; 5 ¡¡^ 5 5 ^ S sE V iL L A
[52] [53] Biblioteca de Humanidades
Emilio Carrere El reino de la calderilla

tes se descubrirían, exclamando: «¡Ahí va el gran pastor Como tomar café con dos tostadas y dormir en los
de multitudes, el verbo de la democracia, el inmenso divanes no era cosa de gran utilidad para el periódico,
García de Tudela, el luchador!» Peláez, el gran husmeador de sucesos, y Cretino, el fa­
Y en la fiebre creadora fumaba pitillo tras pitillo, moso hinchador de telefonemas, urdieron una conjura­
mordía rabiosamente el mango de ía pluma y se comía ción contra el poeta. El mismo Jú p iter iba creyendo que
las uñas; pero las cuartillas conservaban su irritante vir­ el orgulloso García no tenía madera de periodista.
ginidad. -¿H a hecho usted la información del Senado, señor
Al cabo de seis horas, y a punto de cerrar la edición, García?
la voz augusta de Jú p iter rompió el cristal encantado de -¡Bah! ¡El Senado! ¿Y qué iba yo a hacer en el Sena­
su ensimismamiento. do? -respondía con su voz atiplada y petulante-. ¡Qué
—¡Pero hombre, que la imprenta está esperando las me importan a mí las tonterías que dicen en el Senado!
cuartillas! Yo me he ido a la Moncloa a ver la puesta del sol.
El pobre García, confuso, aturdido, como quien Además, Aparicio solía ir todas las noches a visitar a
despierta de una pesadilla, presentó temerosamente su García, y se llevaba los libros, las cuartillas y los tarros
labor de toda la noche. Después del título sólo había es­ de goma, cosa que impedía a Peláez pegar los recortes
crito una frase, esta hermosa, paradójica y definitiva fra­ de sucesos. Al poco tiempo el administrador hubo de
se, que ha quedado como clásica, y que el mismo Cretino quejarse seriamente del exorbitante gasto de obleas que
no hubiera tenido inconveniente en firmar: «Todas las venía notando, con grave quebranto del presupuesto
fuerzas vivas del país están muertas». mensual.
Cuando su cofrade Aparicio vino a buscarle para que -¡Es que se las come el señor Aparicio! -argüyó el
le invitase a tomar chocolate con buñuelos, García de malicioso Cretino.
Tudela, repuesto del susto, tornó a unir los hilos de su El día último de mes, ante todo el cuerpo de redac­
lucubración y exclamó solemnemente, con su gesto bi­ ción, Jú p iter habló así, con gran asombro de García y
zarro y supermortal: perverso regocijo de sus camaradas:
—¡Ah, querido Aparicio! ¡Qué artículo más maravi­ —Considerando que García de Tudela sólo viene al
lloso, más estupendo... he estado a punto de escribir esta periódico a tomar café con tostada; considerando que su
noche! amigo el señor Aparicio hurta los libros y se come las
[54] [55]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

obleas; resultando que sus M ariposuelas no son una lite­ mas del fogón paternal, García de Tudela apareció por
ratura bastante revolucionaria; resultando que sus mele­ las puertas del periódico, mas roto, mas absurdo, más
nas le dan un aspecto retrógrado, impropio de un perio­ desvencijado que nunca. Cruzo la sala, saludo con la
dista radical, hemos decidido que el señor García deje mayor naturalidad y se tumbo a dormir en el diván
de pertenecer a El Irreconciliable, aunque para evitar que como de costumbre.
fallezca de frío y de inanición en un quicio de esta noble
villa, se ha echado un guante para embarcar y remitir a la
suculenta cocina paterna al muy alto y valeroso García
de Tudela, el luchador.
Y la mano augusta del farragoso director le hizo en­
trega de cincuenta y cuatro pesetas, la suma fabulosa re­
sultado de la colecta.
El pobre García, viendo que trataban de embarcarle
como un fardo, exclamó ingenuamente, llorando a lá­
grima viva:
-Pero ¿qué voy a decir en mi provincia, cuando vean
que vuelvo sin haber luchado?
Aquella noche la pasó lleno de tristes ansiedades;
pero su compañero Aparicio, pillastre redomado y filó­
sofo escéptico, le hizo comprender que una buena cena
es muy eficaz para curar el mal de la melancolía y que en
el fondo del vaso está el dulce talismán del olvido. Efec­
tivamente, a la madrugada, los dos poetas, bastante bien
comidos y bien bebidos, fueron a buscar reposo entre
los brazos propicios de unas mozas placenteras.
Cuatro días más tarde, cuando los noticieros de El
Irreconciliable le creían gozando de los suculentos aro­
[561 [57]
El señor Monteleón, equilibrista

Apenas entró García de Tíldela en el fementido bo­


degón, oyó una voz ronca de alcohólico que le llamaba
desde uno de los ángulos.
—¡García de Tudela! jEh, García de Tudela! ¿Quiere
usted una copa de vino?
Era el señor Monteleón, un extraño personaje, a
quien había visto algunas veces en el periódico. Su va­
nidad se sintió un poco mortificada porque aquel in­
dividuo le hubiese encontrado en tal zahúrda, donde
sólo iban a comer mendigos, proxenetas y literatos sin
fortuna.
-Ese diablo de Aparicio, ¿por qué me habrá citado
en este lugar, indigno de un poeta?-; y luego agregó,
queriendo justificar su presencia en tan fementido para­
je—:Yo, ya ve usted, he venido aquí por casualidad...
Pero el señor Monteleón le interrumpió con una ri­
silla socarrona:
—Sí, es realmente por casualidad que nosotros poda­
mos comer.
García de Tudela se sintió un poco apabullado; mas,
[59]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

para desmentir a su cínico camarada, al sentarse, hizo Por única respuesta, el señor Monteleón se arrojó
sonar escandalosamente las únicas dos monedas de cin­ como un tigre sobre una pata del conejo.
co pesetas que poseía. -¡Mozo, u n a grande de Valdepeñas! ¡Brindemos, se­
Monteleón levantó asombrado la cabeza al oír tan ñor García de Tudela; alcemos nuestras copas por el
inesperada melodía, inmediatamente le invitó a sentar­ próximo día en que los contemporáneos le hagan a us­
se en su misma mesa, retiró los platos, las migajas, alisó ted justicia, declarando, a bombo y platillos, que sus
cuidadosamente los manteles y batió palmas, mientras M ariposuelas son el más alto monumento poético que se
gritaba con acento de declamatoria cortesanía: ha alzado en España, en todo el siglo XX!
-¡A ver, mozos! ¡Que venga volando toda la servi­ -N o tanto, señor Monteleón, no tanto... -repuso el
dumbre, a ver lo que quiere comer el insigne poeta, el luchador hipócritamente.
profundo sociólogo, García de Tudela, el más denodado -¡O h, la modestia es la espuma de los grandes hom­
de todos los conquistadores de Madrid! bres! ¡Qué gran virtud es la modestia! Pero con un admi­
Los translúcidos parroquianos fijaron sus atónitas rador tan ferviente como yo, puede usted ser sincero.
miradas en García de Tudela, que estaba rojo de vanidad -En efecto, yo no estoy descontento de mis maripo­
y se pavoneaba con la pueril petulancia de un loro, suelas... Pero ¡calla! ¿Adonde se ha ido el conejo que ha­
Monteleón continuó su discurso a grandes gritos, bía en este plato?
adobándolo con zalemas y puñadas sobre el pecho para El señor Monteleón se inclinó a su oído y le dijo mis­
darles aire de sinceridad. teriosamente:
-¡Cómo no había de conocerle, señor García de Tu­ —No era conejo, señor García de Tudela, era gato; yo
dela! Yo, aunque me esté mal el decirlo, estoy al tanto del he querido librarle a usted de ingerir semejante porquería.
movimiento intelectual de todo el orbe, Y usted, señor Y como el poeta no pusiese muy buen gesto, agregó:
García de Tudela, es una gran estrella en el cielo del arte. —Era gato, me consta; ¿no ve usted que soy parro­
El poeta, ganado por tanta fineza, se creyó obligado quiano antiguo?... Un gato rabioso con pintas blancas;
a convidarle a comer. lo he conocido yo personalmente.
—¿Quiere usted concederme el honor de compartir Convencido por tan preciosos pormenores, hubo de
esta humilde pepitoria? - y colocó el plato en el centro pedir otra ración de albondiguillas.
de la mesa. —¡Eh, medidor!, más vino; traiga usted del mejor

[60] [61]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

vino que haya en la casa: Sauterne, Borgoña, Chipre, Y mientras peroraba, Monteleón engullía de una
algo digno del gran García de Tudela, el sabio humanis­ manera vertiginosa. El poeta estaba estupefacto, porque
ta, el preclaro biólogo, el incomparable numismático. le había cabido la misma suerte con las albondiguillas
Venga el vino en seguida; mi amigo, el gran García de que con el gato blanco y rubio, a quien su camarada ha­
Tudela, es ei que paga. bía tenido el honor de conocer personalmente.
El señor Monteleón era un personaje realmente ex­ -¡M íre usted que pedir albondiguillas! ¡Je, je! ¡Qué
traordinario. Era un hampón ingenioso, borrachín y ocurrencia suelen tener los grandes hombres! —y agregó
trágicamente feo. Vivía haciendo equilibrios portento­ bajando la voz confidencialmente-: En este figón, señor
sos en el alambre de la casualidad; en los cafés, en las re­ García de Tudela, las albondiguillas piafan...
dacciones, en las porterías de casa grande, era familiar su —¿Piafan?
chaquet, ribeteado de parda trencilla, su frégoli grasicn­ Monteleón guiñó un ojo con aire de picardía:
to y sus barbas negras y enmarañadas. Su boca cárdena —Compréndame usted, los ja cos de la plaza de Toros
era ñor de cinismo y de maledicencia; sus ojos turbios, ¿eh?... ¡Qué negra es la humana ingratitud!... ¡El caballo,
grandes y sangrientos, guiñaban tras los quebrados vi­ ei mejor amigo del hombre!
drios de sus lentes; su nariz, enormemente borbónica, García de Tudela no había cenado, pero se sentía fe­
era como una colina sobre el rostro flácido y costroso. liz envuelto en la nube de incienso que para su regalo ex­
Era catedrático de bellaquería, gran maestre de la Orden pandía el señor Monteleón. Pensó consolarse fumando
de Sablacistas, caballero de la trampa adelante y herma­ un magnífico veguero que había comprado y que reser­
no mayor de la piadosa Cofradía de Viva la Virgen. vaba para después de cenar.
—¡Feliz destino el de los poetas, señor García de Tu­ Lo encendió y alzó una azulosa bocanada de aire del
dela! Ellos quedan en la historia al mismo nivel que las figón, cargado de acres olores de cocina y de hacina­
testas coronadas; al hablar de Federico de Prusia, se re­ miento de carne sucia y miserable.
cuerda en seguida al gran Voltaire; Chenier, evoca a Luis Monteleón, después de mucho rebuscarse en los
el decapitado, y Grilo a Doña Isabel II; ¡ah!, tal vez en los bolsillos, construyó una pajuela, mezcla de polvo de ta­
siglos venideros, un mismo lauro unirá las frentes de baco y de migas de pan.
nuestro joven Monarca y del preclaro García de Tudela, -¿Tiene usted la bondad de darme lumbre? ¡Oh, qué
el luchador. maravilloso cigarro! Regalo de algún admirador, ¿eh?
[62] [63]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

-¡Bah! Me lo dio ayer Palacio Valdés, en Parisiana... —¡Yo su admirador! ¡Mentecato! Yo no he leído nun­
-¡Buena marca, Henri Clay! Es el mejor tabaco que ca sus mariposuelas, ni me importan un bledo. Ha sido
conozco. usted la víctima de su propia vanidad, y le ha costado
Y antes que el poeta pudiese evitarlo, el Equilibrista dos duros una lección de vida. No crea usted que es de­
comenzó a chupar ansiosamente del veguero. Después masiado caro.
le pasó la lengua con glotonería y le masticó con sus Y el señor Monteleón, gran maestre de la Orden de
dientes cariados y negros. Sablacistas, caballero de la Trampa adelante, salió del fi­
Al devolvérselo de tal modo, babeado y mordido, gón saboreando el exquisito cigarro, con el grasiento
García de Tudela exclamó, ocultando su furia con una frégoli sobre una oreja y fanfarrias de triunfador.
sonrisilla de conejo: El chasqueado García de Tudela sintió hundirse en su
-¡Ya puede usted seguir filmándoselo, si quiere, se­ pecho la espina de la ingratitud, y estuvo a punto de rom­
ñor Monteleón! per a llorar a lágrima viva sobre los fementidos manteles,
-Gracias, mil gracias. No hay mejor complemento de clavados a los bordes del tablero, donde brillaban los cu­
una buena comida que un buen cigarro. Ahora, querido biertos de estaño, sujetos por una cadenita de metal.
poeta, podemos tomar unas tacitas de café. ¡Qué gran di­ Poco a poco se fue sintiendo más confortado. Se ha­
gestivo es el café! Usted sabe mejor que nadie que Cam- bía quedado sin cenar, y aquella noche le esperaba dormir
poamor dedicó una preciosa poesía a la flor del café. a la poética luz de la luna, en los bancos del Prado; pero su
-Conozco esa poesía, pero le advierto que a mí ya no alma estaba templada en la gran fragua de los altos idea­
me queda suficiente dinero... les, y altivo y satisfecho, con un palillo entre los dientes,
-Entonces, señor García -dijo Monteleón levantán­ cruzó, con aires de gran señor, la grasienta zahúrda.
dose-, permítame usted que me retire. -¡Bah! ¡Qué importa que un quídam me haya hecho
-¡Cómo! ¿Se va usted porque ya no tengo dinero? tal bellaquería! ¡Yo lucro por las mercedes de esa querida
-Pues es claro, hombre de Dios. ¿Para qué voy a mo­ maravillosa que se llama la Inmortalidad!
lestarme en adularle si ya no le queda a usted una perra?
-Pero ¿no es usted mi admirador incondicional?
Fue digna de un dios la carcajada que lanzó el Equi­
librista.
[64] [65]
Donde asoma su perfil la señora «Jacalamanga»

A la alta noche, molido de callejear, triste y ham­


briento, García de Tudela cayó desplomado sobre un
banco de la Plaza del Progreso.
Cerca.de él se hacinaban en monstruosos racimos los
vagabundos; sonaban con alucinante monotonía los sur­
tidores de ías dos pequeñas fuentes; en las aceras canta­
ban lúgubres saetas monorrítmicas las rameras viejas y
astrosas. Junto a la calle de la Espada alzaba su tabanque
un cafetero, y en torno del establecimiento portátil ha­
bían constituido su senado todos los hijosdalgos de la
bribia. Éranse humildes descuideros, mangantes y quin­
cenarios y jaquetones torerillos que esperaban el amane­
cer, hora en que las barraganas finaban sus aventuras y
corrían a buscar a sus galanes de corazón.
—Oye, nincbi , ¿en qué paró el broncazo de anoche?
—En que fuimos a la Comi y el inspector quería dar­
me un quince con seltz.
—Pero ¿te cogieron trabajando?
—En cuanto comenzaba aparchearm e la ñapa el payo
se apercibió. -Y agregó con un donoso cinismo—: ¡A ver
si va a poder ser que vivamos los artistas!

[67]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

García de Tudela se iba dejando invadirpor la me­ Y a trechos interrumpía su barcarola para morder el
lancolía. No había venido él ciertamente para dormir en pan y el desconocido manjar del envoltorio. Pero en se­
la plaza del Progreso ni engañar su hambre con hiperbó­ guida tornaba a sonar su cascada y ruidosa voz de falsete,
reas fantasías. No comprendía así la lucha; luchar con rematando la tonadilla:
las propias visceras y fatigar las posaderas con la dureza
de los bancos públicos no eran cosas muy eficaces para Deja el remo
obtener la celebridad. Y en el gran abandono de la no­ porque temo
che, cuando las casas están cerradas, el silencio es hon­ porque temo naufragar.
do, la soledad dolida y el pobre cuerpo siente el ansia de
La diva fue a sentarse en el mismo banco del poeta.
echarse al surco definitivamente, el triste conquistador
—¡Diantre, si es la señoraJacalam anga!
pensó, por primera vez en sus andanzas, en el rincón
La lírica y vagabunda dama gozaba en la Corte de
provinciano y en la abundancia de comestibles que en
una regocijada popularidad. Al caer de la tarde se apos­
aquel instante habría seguramente en la cocina familiar.
taba en una plazuela con el manto típico caído sobre el
Cuando así distraía los aullidos de su estómago des­
rostro y cantaba sus rancias barcarolas o sus romanzas de
mantelado, oyó entre las ramas una flébil canción que se
los infelices tiempos de Atala y el pobre Chactas:
iba acercando lentamente. Era una voz femenina, que
entonaba un aire anticuado y ramplón, y a poco apare­ Engañada tu tímida madre
ció la insólita silueta de la cantatriz. En una mano lleva­ hizo un voto funesto a tu vida;
ba un grasiento envoltorio, y en la otra una barra de pan para mí no hay ninguna Alegría,
de Viena, y andaba con un gentil pasito de gaviota, flo­ sin mi Atala no puedo vivir.
tante de manteleta y el luengo velo de viuda. Se mostra­
ba satisfecha y vanidosa de dedicar sus trinos a la efigie Sólo se quebrantaba el misterio del manto a la alta
del señor Mendizábal: noche, cuando las almas piadosas y los nobles caballe­
ros, a quienes engañaba su artilugio, se habían retirado a
Deja el remo, batelera sus honestos hogares; entonces, en pleno reino de h ga ­
que me aterra tu manera llofa, la señora Jacalam anga lucía su larga y roja nariz de
de remar. alcohólica, a la luz de los últimos faroles.
[68] [69]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

Como la diva trashumante era persona de princi­ —¡Ay, joven, qué engañoso es el mundo! Véame us­
pios, invitó al luchador, con un ademán cortesano y una ted a mí, primer premio de canto en el Conservatorio,
grácil inclinación de cabeza. haciendo gorgoritos por las calles, para comer, ante un
—Caballero, ¿quiere usted participar de este mísero público que no me comprende. ¡Si mi padre, el briga­
condumio? dier, levantara la cabeza!
García opinó que aquel envoltorio no olía mal del La señora Jacalam anga tenía la obsesión del abolen­
todo, y se le fueron los ojos en pos de aquel incógnito go, y hablaba enfáticamente de su padre, el brigadier, de
manjar. cuya falsificación resultaba que había tenido, por lo me­
-Señora; yo soy incapaz de desairar a una dama, y, nos, dos padres, el brigadier y otro.
tanto más, tratándose de la señora Jacalam anga, la céle­ García creyó que se trataba de humillarle.
bre cantante, el ruiseñor de las plazuelas matritenses... -¡Ah, señora, yo también soy un incomprendido! A
Como se ve, García no había olvidado la lección de pesar de no tener dónde dormir esta noche, yo he escrito
vida que aquella noche le diera el señor Monteleón, el un tomo de mariposuelas que, cuando se publique, gra­
Equilibrista. bará mi nombre en los mármoles de la posteridad. ¡Pero
—Siento en el alma no poder ofrecerle más que la mi­ la patria es muy ingrata con sus hijos esclarecidos! Ahí
tad de un soldado d e p a vía —y le hizo entrega de un peda­ tiene usted a Cervantes: hasta después de muerto no se
zo de bacalao frito. enteró la gente de su Quijote. Pero es cosa cierta que se
—¡Oh, señora, es usted la musa de la alimentación! —y me hará justicia, y que mi efigie, esculpida en victorio­
la emprendió a dentelladas con el menguado refrigerio. sos bronces, se alzará eternamente en la plaza Mayor de
—A su edad de usted se come con mucho apetito; mi provincia, frente al Ayuntamiento.
después, los desengaños y la tribulación se apoderan del Al saber que carecía de hogar, la señora Jacalam anga
alma. El estómago y las ilusiones se pierden al mismo tuvo un impulso sensible y, temiendo que el relente pu­
tiempo. ¿Quiere usted un poquito de aguardiente? diese malograr a aquel grande hombre incomprendido,
Y sacó de su faltriquera un frasco, del que bebió, con le ofreció hospitalidad para aquella noche.
delicia, poniendo los ojos en blanco, gozando undosa­ —Veré muy gustosa que honre usted mi humilde
mente de ese inmenso placer que proporciona el vicio aposento. Pero en esta oferta no vea usted nada pecami­
favorito. noso, caballero.
[70] [71]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

-¡Ah, de ninguna manera! -agregó García caballe­ dormidos, tres niños muy pequeños. En el rincón más
rescamente, respetuoso con aquel pudor de sesenta y abuhardillado de la pieza había otro camastro, en que el
cinco años. esposo de la señora Jacalam anga exhalaba unos ronqui­
-Además, que no estoy sola. Mi esposo ya estará im­ dos dignos de un elefante.
paciente por mi tardanza. -Despierta, cariñito, despierta, que te traigo la pana­
La presencia del esposo no le parecía muy tranquili­ cea—y le ofreció el frasco del alcohol—.Además, tenemos
zadora al bravo García de Tudela. Sin embargo, ofreció un huésped esta noche.
su brazo a la señora Jacalam anga, y en plática animada, El cariñito de la diva sacó de entre el embozo la cabeza
con galantes ceremonias y pasos de rigodón, anduvie­ barbuda. Al verle el luchador, creyó que estaba soñando:
ron toda la calle de la Magdalena y la del Olivar, hasta la -¡Pero es posible! ¡Qué casualidad, señor Monteleón!
angosta de Ministriles, donde tenía su palacio la señora El señor Monteleón, el Equilibrista, se quedó tan es­
Jacalam anga, primer premio del Conservatorio y ruise­ tupefacto como García.
ñor de las plazuelas madrileñas. -¡Usted en mi casa, candoroso poeta! ¡Es extraordi­
En el sotabanco de una casuca en ruinas hubieron de nario! He aquí como la Providencia se ha encargado de
detenerse. arreglar nuestras cuentas: usted me ha convidádo a co­
El hotel sólo tenía dos habitaciones: una cámara am­ mer y yo le invito a dormir. Estamos en paz.
plia y abuhardillada y la cocina. Había allí un vaho espe­ García, viendo aquel cuadro de horrible miseria, se
so que no evocaba ciertamente los pebeteros de Siarín. iba sintiendo muy conmovido; pero el Equilibrista, con
La cantatriz encendió un velón, y a su resplandor los ojos cargados de sueño, puso remate a la escena:
humoso apareció un hacinamiento de prendería: tres si­ -Vaya, señor García, beba usted un trago de aguar­
llas cojas, un butacón manco y un sofá sin tripas; en los diente y a descansar. Y, si tiene gusto en ello, puede us­
rincones, grandes pájaros tropicales, disecados, que de­ ted acostarse con la señoraJacalam anga. Se la recomien­
bió traer a la Península su padre, el brigadier. En el suelo do a usted; es una dama muy sentimental.
había un chaquet y unos míseros calzones junto a una El cinismo de Monteleón hizo ruborizarse a la seño­
bota de hombre, con los calcetines dentro. La otra bota ra, mientras el poeta se deshacía en excusas.
estaba en la mesa, sobre un sombrero de fieltro. Más —¡En qué cabeza cabe! ¡Yo sería incapaz de faltar a la
allá, un jergón de paja podrida, donde se abrazaban, hospitalidad!... Yo soy un caballero.
[72] [73]
Emilio Carrere

—Bueno, como usted quiera —y suspiró filosófica­


mente, mirando a la señora Jacalam anga-. ¡Ay, amigo
mío, ustedes, los jóvenes voluptuosos, no saben qué gran
placer es dormir solo! Aula de truhanería

Por guardar las formas ante el huésped, y por decoro


de la dama, la pareja no yació aquella noche en el mismo
lecho. La señora Jacalam anga, tendida en el sofá destri­
pado, pasó toda la noche suspirando tiernamente, con
los ojos clavados en el rincón donde García improvisó
su lecho con las sillas, sirviéndole de almohada el clásico
chaquet del Equilibrista.
La dama estaba muy ojo avizor acariciando mental­
mente la idea de que la mocedad se soliviantase con sus
dulces suspirillos y tratase de asaltar la fortaleza de su
virtud, más que demisecular. Pero, ya fuese por timidez
o porque el sueño rindiera al poeta, el caso es que en
toda la noche sonó para la diva la dulce hora de la viola­
ción.
—¡Qué lástima! ¡Un joven tan robusto! —y, desespe­
ranzada, se abatió en los brazos de Morfeo, el único ga­
lán que ya podía cargar con ella sin escrúpulos.
A media mañana, cuando el sol se reía jubilosamente
del desvencijado mobiliario, se despertaron nuestros de­
sorbitados personajes.
[741 [75]
Emilio Carrere El reino de la calderilla

Los tres niños lloraban escandalosamente, y Garda un palacio, nació en un piso tercero de la calle del Tribu-
se volvió a sentir invadido por la misma conmiseración lete. Ahora, lo que parece más difícil es realizar el precio­
que la víspera. so ideal de la holganza. Sin embargo, el hombre listo ve
-Yo le perdono de buen grado la mala pasada que me en seguida que la sociedad es perfectamente imbécil, hi­
hizo, señor Monteleón. Veo la miseria que le rodea en pócrita y vanidosa, y estos tres defectos son los admira­
unión de su esposa y de estas tiernas criaturas... bles resortes del éxito. Lo demás es un trabajo de adapta­
El otro le interrumpió con una de sus cínicas y pecu­ ción al medio. Para el oficio de equilibrista es preciso un
liares carcajadas: gran talento: ser doctor en filosofía vivida, saber pulsar
-¡Q ué gran papanatas es usted, amigo García! ¡A la cuerda flaca de nuestra víctima, ser sutil antropólogo
quién se le ocurre colgarme tal familión! La señora Jaca­ para hacer la ficha exacta de nuestros prójimos y un gran
lam anga es únicamente mi socia industrial. Aunque le esgrimidor para tirarse a fondo en el instante oportuno.
choque, en nuestro negocio el capitalista soy yo, y el ca­ -¿Y en qué Universidad ha cursado usted esas cien­
pital social es el tesoro de mi fantasía. Respecto a los chi­ cias tan interesantes?
cos, los hemos alquilado para una combina que se resol­ —En la acera del Suizo. Además, el hambre me ha
verá dentro de breves momentos. dado lecciones muy provechosas, y la gula, la lujuria, la
García se hallaba en un mundo de maravilla. envidia del bien de que disfrutan tantos necios y el orgu­
—M ire ustegLj,oven:-el-ideal-de toda persona decente llo de mi propia inteligencia, han sido las virtudes que
es vivir sín trabajar. El trabajo es sucio, triste y embrute^ me han fortalecido en mi dolor de miserable, de despre­
cedor. Ño me negará usted que es más agradable que es­ ciado, de ente feo y ridículo, burlado por las hembras y
tar arando pasearse al sol, por donde a uno le da la gana, escupido por los poderosos. Todas las tragedias de esta
y menos peligrosos estar en un café que hacer títeres en sociedad cruel y egoísta, todos sus fanatismos, sus pa­
un andamio. sioncillas y sus vanidades, son elementos para mi farsa.
-Pero para la vida es necesario que la Humanidad El señor Monteleón es maestro del adjetivo y del diti­
trabaje... rambo; sabe elogiar el soneto, el discurso o el color de la
-Perfectamente; a mí no me disgusta que trabajen corbata de los mentecatos a quienes hincha la vanidad;
todos... todos menos yo. Soy un alma de príncipe que, al hace biografías de ilustres pollinos de la política, de biza­
encarnar, se equivoco de entrañas; y, en vez de nacer en rros guerreros de salón, y los biografiados, claro es, señor
[76] [77]
E m ilio C a rre re El reino de la calderilla

Garda, me abren su bolsa y se quedan encantados de —¡Pero eso es realmente épico!


que sus señoras madres les parieran tan elocuentes, tan —Sí, señor, me he casado cinco veces: cuando la prin­
inspirados 7 tan valerosos. El señor Monteleón es maes­ cesa de Asturias, cuando el re7 , cuando la otra infanti-
tro en tratar a las princesas de la busca, con taimada cor­ ta... Ya sabe usted que la intendencia da cien duros a los
tesanía, cual si las confundiera con damas de condición, que contraen matrimonio el mismo día que las personas
para poder eludir el pago, después, del a7 untamiento reales.
amoroso. «¡Cómo! ¿Pides dinero, desgraciada? ¡Yo creí -¿Y qué ha hecho usted de sus esposas, señor Barba
que te habías enamorado de mí!» El señor Monteleón ha Azul?
sido policía particular, vendedor de específicos para la -¡Bah! Búsquelas usted en los cuartelillos de la calle
calvicie, de su particular invento, tan útiles para la cabe­ de Ceres. En mis negocios no se mezcla jamás el amor,
llera como para ios ojos de gallo; echador de cartas, pun­ señor García. Yo buscaba una pelandusca cualquiera,
to fijado en las chirlatas, secretario particular de un di­ nos echaban las bendiciones, después la daba cuatro du­
putado, por la mañana, 7 méndigo, de noche, en las ros, 7 cada uno se iba por su lado.
calles solitarias. El señor Monteleón sabe todos los con­ -Entonces, la señora Jacalam anga...
ventos en que dan bonos los jueves 7 las cofradías que re­ —Es una compañera muy útil. Además nos unen las/,
parten ropas y pesetas, se presenta candidato al premio cadenas de una misma pasión: el aguardiente. Esta ilus- /
de la virtud de la Academia Española, 7 ha dormido en tre señora coge unas borracheras epopé7 Ícas, 7 no he de'
el Refugio para ahorrarse el pupilaje. Ha explotado la negar que algunas veces nos dejamos tentar por el de­
hipocresía de la gente fanática acudiendo a las Juntas de monio de la carne. Generalmente, después de algún ne­
damas en demanda de dinero para bautizar hijos imagi­ gocio, cuando cenamos fuerte, 7 a sabe usted que la nu­
narios; ha llorado, por dos duros, en los entierros de los trición es madre de la voluptuosidad. Y ahora, señor
pingües devotos; ha vendido amuletos para aprisionar la García, va usted a hacerme el favor de marcharse con
suerte 7 objetos de goma en los meretricios. Ha sido her­ viento fresco. Dentro de un instante vendrán los herma­
mano de la vela nocturna para vender las lágrimas de nos de San Vicente a dejar algún dinero a este pobre ma­
cera; ha sido memorialista e inventor de romances de trimonio con' tres tiernas criaturas, que están sumidos
crímenes para ciegos. Y, por último, amigo mío, el señor en la mayor miseria, 7 tenemos que preparar convenien­
Monteleón se ha casado cinco veces. temente el escenario para la farsa.
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Emilio Carrere

Y sonriendo con su cinismo habitual, acompañó al


poeta hasta el corredor, donde las vecindonas se distraían
buscándose las honradas liendres, y los chiquillos, su­
cios y harapientos, mamaban de las flácidas ubres. L a cabeza de la hidra
El luchador, del todo deslumbrado por la oratoria
del socio de la señora Jacalam anga, no pudo menos que
exclamar admirativamente:
-N o cabe duda; el señor Monteleón es digno de ser Gonzalo Aparicio iba perdiendo día por día la fe de
mi cofrade. ¡Es un gran hombre! ía literatura. Estaba harto de no conseguir cobrar sus ar­
tículos en los periódicos, y cuando le devolvían algún
original solía exclamar, lleno de justificadísima ira:
-¡Pero estas gentes se figuran que un literato es un
camaleón!
Mas la casualidad tuvo a bien resolverle la vida. Una
mañana, en la plaza de los Mostenses, tuvo la fortuna de
hallarse con una paisana, algo jamona y muy dadivosa
de su belleza, que tenía una casa de huéspedes. Gonzalo
conquistó la despensa con la catapulta de su virilidad, y
desde aquel día venturoso comió pan a manteles, se vis­
tió con decoro y durmió en lecho blando con virtud de
su mocerío y de ser su paisana muy perniabierta y aficio­
nada al fuerte aroma del varón.
A poco tiempo fue el verdadero sueño de la posade­
ra, y como su amigo García, a pesar de luchar sin des­
canso, no conseguía nada firme, Gonzalo intercedió por
él en uno de esos momentos de amor en que no se niega
nada, y la jamona gallega le admitió como pupilo, con
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Emilio Carrere El reino de la calderilla

esperanza de cobrar ei día que su literatura le llevase a la hubo de dedicarle más de cuarenta mariposuelas; y
Academia. mientras la niña servía la comida, García exhalaba un
Entre los huéspedes había un marchante catalán, profundo suspiro, suspiraba también Palmira, repetía el
brusco y mal educado, de anchas espaldas y cráneo de poeta, y el señor Raventós protestaba de aquel juego de
avestruz, y dos siniestros personajes barbudos, melenu­ suspiros desde su gravedad de marchante en calcetines.
dos y traspillados, fumadores de pipa y heroicos mata­ Por fin, una noche, García la invitó a ver M arina con
dores del tiempo. Estos dormían en una pequeña alcoba un vale de periódico, y tiernos sentimentalismos del zar-
del pasillo, donde no consentían que entrara nadie ni zuelón precipitaron la revelación amorosa. El se atrevió
aun a hacerles las camas; menester que estaba encomen­ a cogerla una mano en el preciso momento en que Pas­
dado a una gentil y modosita muchacha llamada Palmi­ cual le dice a la tiple esta gloriosa frase, que Pichóte haría
ta, sobrina de la dueña del hostal. suya y Gedeón no desdeñaría, ¡oh, gran Camprodón!:
El señor Raventós, el marchante, solía pellizcarla
cuando la hallaba en la escalera, con grandes protestas y M i madre, aunque está impedáda,
sonrojos de la angelical criatura. García la trataba con ¡lap obre te quiere tanto!
un respeto caballeresco, y Palmira, a su vez, le hacía ob­
jeto de delicadas atenciones. Desde aquella noche memorable fueron novios, y
Era una mujercita gazmoña y linda, muy maestra en García comprendió que aquella delicada criatura era la
el jugar de ojos y otras inocentes coqueterías. Siempre esperada, la novia ideal con que sueñan ios poetas, la
que pasaba junto al luchador exhalaba un flébil suspiri- única mujer capaz de comprender sus mariposuelas.
11o, y si acaso se veían a solas, miraba de un modo extra­ Y puso en ella todo el dilectismo de su amor, sin que
ño y ardiente y luego se le ponía toda roja de pudor. ningún pensamiento atrevido ni ninguna demasía de
«Es que la pobre no puede ocultar que está enamora­ obra empañase el limpio cristal de aquel idilio, tanto
da de mí», pensaba García, pavoneándose. más realzado con el contraste de la bellaquería del mar­
Y al cabo de acariciar esta idea varios días, resultó chante de cabeza de avestruz y los quehaceres culinarios
que quien se enamoró como un cadete fue nuestro vale­ de la amada.
roso poeta. La linda Palmira perturbó su sueño en el le­ Las horas de comer en el hostal daban origen a terri­
cho casto y hospederil; en sus fiebres de inspiración bles controversias entre ios pupilos. A la saaón mmndeac
UNIVERSIDAD DE SEVILLA
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£ib!ioteca de Humanidades
Em ilio Carrere El reino de la calderilla

ban ios atentados anarquistas, cosa que indignaba mucho piedad es un robo! ¡Viva el amor libre y la nitroglicerina!
al catalán, que era un hombre de orden y de creencias. ¡A luchar contra los tiranos y los burgueses! ¡A luchar
-Pero esa policía, hombre, ¿qué hace que no desuella contra todo lo constituido!
vivos a esos dinamiteros? ¡Valiente gentuza! Al oír que se trataba de luchar, García se sintió poseí­
El señor Terranova, uno de los personajes barbudos do de un gran ardor revolucionario:
y melenudos, dio un violento golpe con su tenedor: -¡Ah, compañeros! ¡Yo seré de los vuestros cuando
—Usted no entiende nada de sociología, Raventós; llegue ía hora de la lucha! ¡Yo iré con la tea encendida a
usted es un mercachifle que no alcanza el ideal de esos quemar los palacios de los poderosos, a destruir los tem­
apóstoles rojos. plos y los Bancos, que son las catedrales de la burguesía!
-¿Pero va usted a hacerme creer que no son unos cri­ Sus comensales estaban un poco perplejos y el lucha­
minales? dor continuó, presa de la divina fiebre de la elocuencia:
-¡Pues claro que no! -arguyo el otro traspillado y si­ —¡Esta sociedad está podrida! ¡Ya asoma en el hori­
niestro cofrade-, ¡La dinamita es el incienso que se que­ zonte ía aurora roja de la revolución; los oprimidos afi­
ma ante los altares del porvenir! lan sus puñales en la sombra y se preparan para asaltar
Y después de esta magnífica frase arremetió contra las tiendas de comestibles! ¡Compañeros, que no quede
una chuleta con un entusiasmo verdaderamente demo­ una sola cogulla ni un solo cetro!
ledor. -¡Viva García de Tudela! -gritó el compañero Terra­
~¡Oh, cuando venga la social! -declamó el compañe­ nova subiendo sobre una silla.
ro Terranova. -¡Viva el gran luchador! -aulló Quijada agitando la
-¡Q ué gran día cuando venga la social! -repitió el servilleta.
compañero Quijada, el otro señor melenudo. Terranova -¡Nosotros, los ácratas, debemos cantar La Interna­
se levantó solemnemente con la copa en la mano: cion al con violines hechos de tripas de burgués! ¡Noso­
-¡Salud, compañeros! ¡Brindemos por el día en que tros realizaremos las teorías de Bakounine y de Kropotc-
se borren las fronteras y no quede ni el rabo de un cura kine! ¡A luchar, compañeros! ¿Queréis que vayamos
sobre el mundo! ahora mismo a asaltar el Ministerio de la Gobernación?
Quijada le imitó, gritando como un energúmeno: Los dos hombrecillos terribles y barbudos le obse­
-¡Brindemos por la pronta revolución social! ¡La pro­ quiaron con una ovación delirante.
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Em ilio Carrere

—Pero ¿qué le pasa esta noche al señor García? —pre­


guntó, alarmada, la galaica jamona.
Gonzalo, que había acudido a aquella pirotecnia re­
El anarquista de la sombrerera
volucionaria, exclamó muy compungido:
—¡Está muy grave, mujer, está muy grave! ¡Se le han
indigestado las traducciones de la Biblioteca Sempere!
-¡Q ué sabes tú de esto, desgraciado! -le repuso Gar­ Algunos días después de su triunfo oratorio, nuestro
cía de Tudela mirándole desde su nube—. ¡La Humani­ héroe se paseaba por las calles del centro, gozando de la
dad futura tendrá que venerarme, entre otras grandes tibia temperatura de la mañana y del bullicioso regocijo
cosas, por haberla libertado de los grilletes y por legarla dominical.
un portentoso libro de poesías cortas titulado M aripo- Como era primavera, las mujeres iban vestidas con
suelas! trajes claros, brillaban al sol las sombrillas como flores
-¡Viva el gran luchador! -gritó frenéticamente Te- enormes, los covachuelistas se regodeaban en el asueto,
rranova. e iban por las calles los horteras, con su puro de a quince
-¡Viva el autor de las M ariposuelas! y vestidos de fiesta, sueltos, por en medio del arroyo,
-¡Viva el esforzado luchador! -aulló Quijada. cosa que constituía un serio peligro para los pacíficos
—¡Viva el gran García de Tudela, que es la cabeza de transeúntes.
la hidra! En la Puerta del Sol se apiñaba un enorme gentío, los
balcones estaban atestados de curiosos, y en medio de la
plaza los soldados formaban la carrera, abrumados por el
peso de la mochila, mientras los oficiales de Estado Ma­
yor se lucían delante de las damas haciendo corvetear a
sus caballos.
García de Tudela preguntó a un guardia la causa de
aquel aparato.
-Es que va a pasar la familia real, que vuelve de la
jura de la bandera.
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Emilio Carrere El reino de la calderilla

El luchador hizo un gesto desdeñoso y se alejó, pro­ García de Tudela estuvo a punto de desmayarse,
nunciando la conocida frase, que sonaba muy bien en pasó una nube roja por sus ojos y sus piernas temble­
sus oíd os de demagogo: queaban de terror. Al recobrarse, los compañeros Quija­
‘ «Es lógico que un pueblo tenga interés en ver a sus mo­ da y Terranova habían desaparecido.
narcas, porque es el espectáculo que más caro le cuesta». El compromiso era tremendo. ¿Qué iba a hacer él
Y se perdió entre la jovial y apretada muchedumbre, con aquella máquina infernal que un azar terrible había
cuyo clamoroso vocerío se alzaba como un largo rumor puesto en sus manos? Porque llegada la hora de la ac­
de mar. Cuando estaba ingenuamente ocupado en mi­ ción, el fiero García de Tudeía sentía que le faltaban
rar a las mujeres, en ver el brillo del sol en las bruñidas arranques para lanzar el explosivo.
bayonetas o en admirar la áurea bola de Gobernación, se «¿Por qué habré yo dicho todas aquellas tonterías? ¡Si
sintió asido violentamente por el brazo. yo no soy capaz más que de escribir mis M ariposuelash
-¡Salud, compañero García de Tudela! Y el luchador lloraba desesperadamente. Los curio-
Al volverse se halló con sus camaradas de hospedería, sos que estaban junto a él habían notado su agitación y
los traspillados y barbudos anarquistas. El compañero le miraban con extrañeza, agarrotando más su corazón
Terranova, inmensamente pálido, con los ojos sangrien­ angustiado.
tos y desorbitados, miraba recelosamente a todas las «Y además dentro de un instante va a pasar el rey, y si
partes, apretando contra su pecho una sombrerera. Su la policía se fija en mí y me detiene... ¡Qué horror, Dios
cofrade, el terrible Quijada, con muestras de igual azo­ mío; no quiero pensarlo!»
tamiento, le habló al oído misteriosamente: Y sintió en sus espaldas un helado latigazo de pavor.
—¡Ha llegado ía hora, compañero! Penosamente fue abriéndose paso entre ía turba, evi­
Y antes de que García de Tudela pudiese impedirlo, tando que nadie tropezase con la terrible caja. Ya en la
el compañero Terranova depositó en sus manos temblo­ calle del Carmen, emprendió una loca carrera, gimien­
rosas la misteriosa sombrerera. do, gesticulando, mesándose las largas melenas rrfero-
-Pero ¿qué es lo que hay dentro de esta caja? -balbu­ vingias.
ceó el poeta. «¿Cómo estará construido este aparato? ¿Será una
-¡¡Una bomba!! -respondieron a dúo ambos desa­ bomba de inversión o la mecha va quemándose poco a
rrapados camaradas. poco e irá a estallar en mis propias manos?»

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Emilio Carrere El reino de la calderilla

Cuando llegó al café de Varela tuvo una idea salvado­ tomar, cuando oyó una voz agria que le llamaba desde el
ra: se sentó en un rincón solitario y pidió un ajenjo. centro de la vía:
Mientras descansaba se entretuvo en examinar la caja -¡Eh, señor García! ¡Ya era hora de que le echase a
perturbadora, que pesaba bastante y estaba rodeada de usted la vista encima! - y se le aproximó un personaje
gruesos alambres entrelazados. achulapado, brutal y grosero, accionando con un for­
Al alzar los ojos vio a un hombre huraño, con facha midable roten de hierro-. ¡Cuidado que tiene usted
de esbirro, que le contemplaba fijamente desde la venta­ poca!... ¡Los he visto frescos, pero usted es una lechuza!
na. García creyó reconocer a uno de los que le miraban -¡Hombre..., Fernández!... -repuso García azora­
en la Puerta del Sol. do-. No he podido ir a pagarle esas tres pesetas porque...
«¿Será un vigilante y me habrá venido siguiendo?» -Le digo que es usted de pronóstico... ¡Lo que no ha
Y sus mandíbulas se agitaron en un macabro casta­ tenido usted es voluntad! - y el exasperado acreedor, al
ñeteo. Pero el supuesto esbirro se cansó de husmear y accionar con el bastón, golpeaba la peligrosa sombrere­
desapareció. ra—. ¡Usted me alivia ahora las tres del ala o vamos a pa­
Al cabo de media hora de horrible incertidumbre, en gar los dos un j uicio!...
que los rumores de la calle, el ruido de la vajilla y los lati­ —Mire usted, ahora yo no llevo dinero encima, ven­
dos de su propio corazón le parecía que sonaban dentro go de hacer esta compra... Pero, en fin, si quiere usted
de la caja, García la puso con cuidado en el suelo, procu­ quedarse con esto como garantía...
rando ocultarla, y corrió como una bala hacia la calle. Y le ofreció la caja, instándole mucho a que se la lle­
Libre del artefacto, respiró a pleno pulmón; pero a los vase como rehenes de la deuda.
pocos pasos oyó la voz del camarero, que corría tras él: En el primer punto de coches García tomó un
-¡Eh, señorito, que se había usted dejado olvidada la simón.
sombrerera! -¿Adonde vamos, mi amo?
No hubo más remedio que disimular y volver a car­ -A donde usted quiera...; es decir..., lléveme uste'd a
gar con el siniestro bagaje. la plaza de Oriente.
«Pero, Dios mío, ¿estará escrito que yo muera en la Y mientras rodaba el destartalado vehículo García
flor de mi edad conservando inéditas mis MariposueLas?» sentía fieros resquemores en la conciencia.
Siguió por la calle Ancha, sin saber qué resolución «¿Qué es lo que le voy a hacer? ¡Este pobre cochero
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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

será, quizá, un honrado padre de familia, y dentro de un café solitario, estremeciéndose de terror cada vez que se
poco va a volar con el coche y con el jamelgo a la altura abría la puerta.
de los tejados! ¡Soy un criminal, un criminal! - y se gol­ «¡A estas horas ya me estará buscando toda la policía
peaba el pecho con ambos puños-. ¡Pero si no abandono de España! ¡La plaza de Oriente estará convertida en un
la bomba en el coche, quien se convertirá en un inmun­ mar de sangre y de despojos humanos!»
do montón de piltrafas dentro de poco voy a ser yo!» Y su fantasía, espoleada, se fingía el cuadro terrible
Así pasó otra media hora, hasta que el carruaje se de­ de la explosión, los ayes de las víctimas, los arroyos de
tuvo frente a la estatua de Doña Berenguela. García des­ sangre. Después su probable captura, el calabozo de la
cendió, pagó ía carrera, y el automedonte, echando una prisión, la capilla, el inmediato fusilamiento...
ojeada al interior, le gritó cuando el poeta comenzaba a Era anochecido. Los vendedores de periódicos pasa­
subir los tres escalones de piedra: ban corriendo con gran tumulto. Algo grave debía de
-¡Pero, caballero, que se deja usted el paquete en el haber ocurrido, porque los transeúntes se apresuraban a
coche! comprar las hojas. García adquirió El Irreconciliable. En
Otra vez había fracasado. Indudablemente aquel co­ efecto, en primera plana, con gruesos titulares, leyó, lle­
chero tenía un hada madrina: en aquella ocasión no se no de espanto el corazón:
quedaban huérfanos sus hijos.
Desesperado, molido, loco de pavura, pensó en ren­ LOS CRÍMENES DEL TERRORISMO

dirse en un banco a la buena casualidad. La plazoleta es­


taba poco concurrida; ideó un último recurso; miró a HALLAZGO DE UNA MÁQUINA INFERNAL
todos los lados; a lo lejos se veía una pareja de guardias
que avanzaban tardamente. Esperaría un poco aún. Su Cretino había hinchado extraordinariamente el su­
corazón golpeaba como ios mazos de un batán. ceso. Hablaba de una vasta conspiración; afirmaba que
Por fin, en un instante de completa soledad, deposi­ la misma mano criminal de todos los atentados recien­
tó el fúnebre y alarmante envoltorio debajo del banco. tes era la que aquella tarde había depositado la bomba
Después echó a andar, sin volver el rostro, muy deprisa, junto a la estatua de Doña Berenguela.
muy deprisa... «... Afortunadamente la máquina no ha producido
Pasó toda la tarde en el rincón penumbroso de un más que ligeros desperfectos en el pedestal de la estatua
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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

y en un banco inmediato. Han declarado un mozo de vo García de Tudela creyó volverse loco. Su novia ideal,
café, un cochero y otros testigos. Se sabe que momentos la angelical Palmira, se desvanecía de felicidad bajo las
antes de volver el rey de la jura un joven con melenas y barbas de sátiro del señor Raventós, el catalán de cráneo
sombrero puntiagudo se paseaba por la Puerta del Sol de avestruz, el grosero marchante de calcetines.
con un bulto sospechoso. La policía ha encontrado una
pista segura, y se cree que esta misma noche será deteni­
do el anarquista de la sombrerera».
El pobre García se consideraba perdido. Lo primero
que pensó fue en cortarse las melenas; gran pena le cos­
taba desprenderse del lírico alirón, pero en aquellos ins­
tantes podía perderle su apéndice merovingio.
Después intentaría tomar el tren y volaría a refugiar­
se en el rincón más oscuro de la cocina familiar.
Pero antes de partir de este terrible Madrid, el lucha­
dor quiso despedirse de su amada, de la angelical Palmi­
ra, la única mujer capaz de comprender sus M ariposue­
las. ¡Oh gran fuerza del amor, que se antepone a todos
los peligros y aun a la misma muerte!
Llegó a la casa, subió anhelosamente la escalera, tiró
del picaporte y entró. Todo yacía en silencio y sombra
en el hostal, cual si estuviera deshabitado.
«¿Llegará mi desgracia a negarme el consuelo de des­
pedirme de ella?»
De súbito oyó rumor de voces en su propia habita­
ción. En el sofá se destacaban vagamente dos sombras
enlazadas; al aproximarse, en el silencio del gabinete
sonó un magnífico beso, ardiente y prolongado. El bra­
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F ig u ra o s que una noche..

En la paz provinciana, dulce y sedante, se fueron ci­


catrizando las heridas de su alma y de su vanidad. Poco a
poco fue recobrando su aire de olímpica petulancia y le
fueron creciendo las caracoleadas melenas merovingias.
Al arribar de sus andanzas lamentables se pasó un
mes entero en la cama, molido su espíritu y bataneado el
cuerpo. Pero nunca confesó sus desastres, y achacó su re­
tomo a la picara neurastenia, que en unión de la vida de
constantes placeres de la corte habían quebrantado su
delicada complexión de artista.
¡Oh, aquellos días eran una carrera desenfrenada de
delicias enervado ras!
Pero no tuvo más remedio que claudicar y servir de
ayuda a su padre en la confección de frituras, cata de sal­
sas y buen arreglo de ia contabilidad del bodegón.
Algunas veces acariciaba la idea de una segunda sali­
da. Solía acaecerle esto después de una cena sólida y res­
petable, cuando el vinillo rojo y ardiente suscita las más
locas aventuras y nos habla ai oído de los más temerarios
proyectos. Entonces sacaba el cuaderno manuscrito de
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E m ilio C a rre re

sus poesías y lo repasaba melancólicamente al resplan­


dor del fogaril. Después apoyaba la frente en la diestra y
soñaba con las fascinadoras lejanías del triunfo en el her­
videro cortesano. El palacio nocturno
«¡Ya, ya volveré yo otra vez a luchar! ¡Y veremos si en­
tonces no les meto mis M ariposuelas!»
Algunas noches se iba al Casino a leer la prensa de
Madrid. Y cuando los socios no habían organizado la No todos los mangantes y capigorrones de la corte,
partida de tresillo o de carambolas, para matar el aburri­ piruetistas de la bohemia, vividores a salto de mata, ni to­
miento le invitaban, entre curiosos y zumbones, a que dos los hampones ni las viejas damas de la piadosa Orden
relatase alguna de sus aventuras maravillosas. de la Tercería, llamadas alcahuetas en el siglo, conocían el
García, muy satisfecho de tal demanda, se sentaba en hostal de la señora Magdalena, pintoresco palacio noc­
el centro del corro, cruzaba las piernas, encendía la pipa, turno enclavado en la calle angosta de Ministriles.
entornaba los ojos, y con una fantasía digna de su padre Para saber tal albergue era preciso tener los huesos
espiritual, el famoso Tartarín de Tarascón cuando habla­ muy molidos por los esquinazos del mal vivir y estar ahí­
ba del desierto de Sahara, comenzaba su relato, hundién­ to en rodar de zahúrda en zahúrda por el despeñadero de
dose la mano en la profusa maraña de sus melenas: la vida miserable. Los centenares de personas que duer­
—Figuraos que una noche, después de haber cenado men en los bancos públicos o en los atrios de los templos,
en la Bombilla con la princesa de Rapurtala... los que llenan las clásicas posadas de las Cavas y la del Pei­
ne, eran una especie de aristocracia del andrajo junto a
los huéspedes habituales en los sótanos de Ministriles.
Eran los tales dos amplias habitaciones subterráneas;
en cada una había cuatro camas de hierro con colchas
rameadas y recios cobertores, para que en la crueldad del
invierno pudiesen gozar los huéspedes de suave y regala­
da tibieza. Los cuatro primeros trotacalles que llegaban
ocupaban los cuatro lechos, holgándose a su labor con

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E m ilio C a rre re El rein o de la c a ld erilla

entera independencia, hasta que llegaban más cofrades a -¿Está usted en fondos para que el pobre B el se atice
compartir con ellos el regalo de la cama, uniendo sus un café con media tostada?
miserias y fatigas en amorosa fraternidad. Y como eran varios ios cofrades con que se topaba al
Los otros que iban viniendo se veían precisados a es­ cabo del día, varios eran, por tanto, los cafés con media
coger como camarada al durmiente que les parecía más que el pobre Belda se atizaba en su errabundeo cotidiano.
simpático, y la luz del alba iluminaba, dormidos en el Esto le mantenía en una delirante excitación nervio­
mismo lecho, a dos o tres aventureros, que al despertar sa, en la que evocaba sus grandes pasadas, sus triunfan­
se sorprendían mucho al hallarse juntos. tes amoríos de ayer, y en sus raptos de sentimentalismo
La señora Magdalena era un cancerbero de la mora­ retrospectivo detenía a los transeúntes para decirles con
lidad y no toleraba promiscuidades, alojando a las altas los ojos arrasados en románticas lágrimas:
damas que acudían a su hostal en el otro sótano, aunque —Este que ve usted aquí, señor mío, es Gustavo Bel­
en idéntico amontonamiento de miserias y de carne da, el famoso bajo de ópera; los públicos me adoraban,
adolorida. Bien es verdad que por los treinta céntimos las cocotas y las duquesas me enviaban billetes perfuma­
que daba cada huésped difícilmente hubiera podido ha­ dos con el avisador. ¡Y ya ve usted: el pobre Belda no tie­
llar alojamiento en el Hotel Ritz. ne esta noche las tres perras grandes para la cama!
El primer personaje que llegó aquella noche al pala­ Era pequeño, gordinflón; su barriga era una sarcásti­
cio nocturno fue B el (el pobre Belda), como él se califi­ ca paradoja de su vivir menesteroso.
caba constantemente. Gran conversador, parlaba siempre de sí propio con
Era un bajo de ópera, que en sus tiempos había sido un amargo dejo de melancolía y contaba historias muy
agasajado por el éxito, por la fortuna y por el amor. Des­ largas y conmovedoras. Así es que los cofrades a quienes
pués, el aguardiente, y ios años, había hecho que el torso cabía en suerte dormir en su misma cama podían decir
que se irguió orgulloso bajo las armaduras heroicas o los que pasaban una noche muy sentimental.
mantos armiñados en las encantadas apoteosis de la fa­ Apenas se despojó de su gabancillo color de café con
rándula, se corcovase en humillante claudicación en de­ leche, se oyó en el sótano la voz de e l Santo Negro, un vie-
manda del clásico sablazo de dos pesetas en la Puerta del jo mendigo ciego que en sus mocedades había sido la­
Sol o acechando por las ventanas de los cafés a la busca de drón; sobre su rostro, interesante, cetrino, los ojos,
algún amigo liberal a quien decirle confidencialmente: blancos y muertos, tenían un brillo alucinante de porce-
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0? T O . 1 IT. E S f A Ñ O L A J
E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

lana. Entraba dando golpes con el cuento de su cayado, entrar en la taberna. Por un perro chico quieren tener
envuelto en un tabardo corcusillo: derecho hasta a moralizarnos. ¡Roñosos! El vicio es un
~¡A la paz de Dios, amigo! sagrao. ¡Si no fuera por el vino, que alegra y hace encon­
Se sentó en una de las camas y sacó de su zurrón unos trar penitas, la vida es tan cochina!...
mendrugos y un montón de tabaco. Hubo una pausa doiorosa. El pobre Belda entornó
—¿Quiere usted hacer una pajuela? Acérquese, que los ojos, como si retrotrajese el alma a sus días dorados y
yo traigo una jamaica. pretéritos. El farol de petróleo reverberaba sobre el crá­
Y mientras fumaban fueron desnudándose lentamen­ neo calvo del Santo Negro, que tarareaba entre dientes
te; después hundieron los cuerpos molidos y exhaustos una copla carcelaria.
en la tibieza de las sábanas. Fuera se oyó la voz agria de la señora Magdalena.
—¡Ajajá! ¡Esto es la gloria! Llevaba tres días sin poder -Anda, Carmen, acompaña a este buen hombre,
acostarme. ¡Perra vida! ¡Yo que he dormido entre sába­ que no conoce la casa.
nas de seda, al lado de grandes señoras! En el umbral apareció una silueta cómico trágica y se
—¡Bah! ¡Yo he soñado en el petate del penal casi oyó una tímida voz, un poco plañidera, que saludaba
toda mi vida y tan ricamente! Todo es acostumbrarse, cortésmente:
amigo. Y si usted anda siempre sin linda es porque —Caballeros, dispensen ustedes si les molesto...
quiere. Porque los señores venidos a menos son muy Al oír llamar caballeros los dos gallofos alzaron
fantasiosos. asombrados la cabeza.
—¿Y qué he de hacer, si ya no tengo voz? El pobre Belda, muy conmovido por aquella inusita­
—Mangar, ¡a ver qué vida! Se pasa usted ía mano por da atención, se incorporó e hizo en honor del recién líe-
la cara para que se le quite la vergüenza. Lo primero es la gado unas cuantas reverencias de minué.
bucólica. Y usted sacaría un gran jornal. Un gran artista —Nada de eso, señor mío, está usted en su casa.
desgraciado suplica a las almas buenas. Era un cantante f a ­ El gran artista malogrado estuvo a punto de ofrecerle
moso y se ha quedado sin voz p o r demasiada am or a l el hogar de su mismo lecho en un rapto de cortesanía;
aguardiente. ¡Je, je! No echaría usted ningún día por me­ pero se contuvo, estupefacto, al ver la facha menguada y
nos de diez beas. La gente es muy caritativa... y muy grotesca del nuevo huésped.
idiota. Ya ve usted, algunos se enfadan porque nos ven —¡En su casa! —gruñó el Santo Negro.
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E m ilio C a rr e re El reino de la ca ld erilla

—¡Pues sí que será un marqués ese que ha venido! La de la plaza del Progreso. Se ha metido el tiempo en agua y
cochina calle es la casa de todos. Pues no es usted poco no está la noche para andar con picos pardos.
postilloso, buen hombre. —¡Por Dios, señora Magdalena!
—Es que este señor no es un mangante. -N o cabe ni un alfiler. Tocan a tres por cama; sólo
-Parece todo un caballero —exclamó Belda con so­ hay una vacía en eí cuarto de los hombres.
lemnidad teatral. —¡Me puedo yo echar en ella!
—Pues que se siente y que tome lo que quiera -dijo —¿Entre todos los tíos? ¡C uidado que tiene usted p oca!
socarronamente el mendigo—;aquí se reúne lo más gra- Pero en fin, por hacer una obra de caridad, quédese us­
nao de la nobleza, ¿sabe usted? No tardará en venir la ted. Pero antes dormiría yo en el arroyo que con toda esa
marquesa de la Guiropa: hay hoy recepción. golfería. Todo es cuestión de estómago. s
El grotesco personaje le interrumpió, poniendo en La mujer pagó y entró en el sótano renqueando, hu­
su voceciila atiplada un dejo desgarrado de amargura: millada como un pingajo de carne sucia y dolorida,
—Tiene usted razón, amigo: todos somos unos desdi­ Belda, a quien había ganado la cortesía del señor
chados, unos harapos de la vida. Aparicio, eí hombrecillo corcovado, pensaba regalarle
-¡Allá penitas! con alguna de sus maravillosas anécdotas sentimentales.
Y el ciego reanudó su cantar doliente y carcelario. -M ire usted, caballero. Consuela encontrar a una
Fueron llegando más vagabundos, y entre ellos una mu­ persona que le comprenda a uno. ¡Ha rodado uno tanto
jer vieja tocada con un manto pardo y corcusido, bajo el por estos mundos! ¡Qué bromas tan amargas tiene la
que se veía apenas un perfil de garduña y un mechón de vida!
pelo ceniciento. Y antes que el interlocutor pudiera defenderse, eí
Llegaba tundida por el cansancio, chorreando agua, pobre Belda comenzó su historia.
chocleando los burdos zapatones hombrunos, y plañía -Hace más de quince años cantaba yo en el Real, y
angustiosa por un rincón donde pasar la noche. cada representación era un éxito clamoroso. Usted no
-M ire, mujer, que no tengo dónde ir y la noche es sabe cómo emborrachaban los aplausos. Todas las no­
muy perra. Yo me acomodaré en cualquier parte. ches, en una platea, había una hermosa dama que tenía
—Ya la digo que está todo lleno. Márchese a dormir a la cabellera rubia, como un casco de fuego. Cuando can­
un cafetín. Hoy han venido muy pronto todas esas golfas taba, sus ojos verdes de sirena me asaetaban tras de los

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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

gemelos. ¡Qué dulce emoción la de sentirme admirado de interlocutor, su fantasía milagrosa devanó todas sus
por una mujer bella! ¿Me hace usted el favor de darme historias de triunfo y de riquezas, y se las contaba a voces
un cigarrillo? a su propio corazón, a aquel pobre corazón que latía fati­
Entornó los ojos ilusionados, contemplando los gosamente como un viejo reloj descompuesto.
azules penachos de humo. -Y yo me dormí entre sus brazos, y besé su garganta
—Una noche me encontré con una cartita perfuma­ de marfil; sus pupilas parecían dos flores de oro y se mi­
da, prometiéndome una cita discreta. Firmaba La rubia raban hipnóticamente, como deben de mirar las sirenas.
d e la platea. Figúrese usted mi alegría. ¿No ha tenido us­ Y luego, con una romántica melancolía...
ted nunca una aventura parecida? Entonces oyó un largo sollozo, ahogado por la almo­
El señor de la Corcova no respondió. El pobre Belda hada; después, el llanto que corría a raudales. La vieja se
comprendió que había cometido una indiscreción. Con había erguido y le clavaba sus ojos verdes, sibilinos y fas­
aquella facha, ¿cómo iba a haber sido nunca Don Juan cinantes.
ni Lohengrin? Estuvo a punto de pedirle mil perdones. -¿Ya no me reconoces, Gustavo? ¡La rubia de la p la ­
-Cuando salí del teatro era alta noche. Me despedí tea es sólo una vieja, mendiga y espantosa!
de mis admiradores. En una calle silenciosa, en un ba­ El pobre Belda no podía hablar de terror.
rrio aristocrático, se alzaba el hotel de la divina rubia, ro­ -¡Yo también he rodado mucho! Me abandonó el
deado de un jardín suntuoso alumbrado por la luna... amante de entonces, seguí cayendo, cayendo... ¡Y ya ves
Hizo una pausa. Se oía la respiración del huésped hasta dónde he llegado!...
grotesco, monótona, igual. Belda comprendió que le es­ El pobre Belda sentía un horrible dolor de corazón.
taba contando su historia a las paredes renegridas del za­ ¿Podía ser aquella divina mujer el montón de trapos, de
quizamí. carne ruinosa, de greñas horribles que se hacinaban ante
-Ese bestia se ha dormido. él, en el camastro del palacio nocturno?
Y sintió una amarga decepción; la vieja suspiraba, Y rompió a llorar amargamente con una pena muy
envuelta en su manto pardo, de bruces sobre la cama; honda, infinitamente trágica y espantosamente grotesca.
por el tragaluz entraba el claror lívido del amanecer.
Había en el sótano una vaharada densa de carne mi-
serable. El pobre Beldase acomodó para dormir, y a falta
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La cofradía de la pirueta

El joven piruetista Ataúlfo Roldan salió aquel día de


su menguado mechinal decidido a buscar una señora
que compartiese con él los azares de su vida funambu­
lesca.
Ataúlfo era un hombre casto, porque la voluptuosi­
dad es incompatible con la mala alimentación. El nece­
sitaba una señora de cierta edad que poseyese un luengo
manto de viuda y supiese hábiles gestos de plañidera,
para asociarla a sus empresas; algo así como un socio in­
dustrial que en ciertos momentos expansivos -después
de una opípara cena-, por ejemplo, le pudiese brindar
una rosa de amor. Porque él no desdeñaba unos labios
ardientes y unos flancos bien torneados, pero después
de un opulento entrecot con patatas; eso sí, en su espíri­
tu equilibrado sabía armonizar ío bello con lo útil.
Ataúlfo había venido a conquistar Madrid desde una
provincia extremeña. En el periódico de su pueblo había
publicado alguna Rápida y algún conmovedor soneto
dedicado a ella, que había tenido un éxito entusiasta en
el Casino. En vista de los aplausos de los indígenas,
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El reino de la ca ld erilla
E m ilio C a rre re

Ataúlfo tomó el tren y llegó a la Corte con un verdadero derrengado, espectral, con los ojos azulencos y vidriados
tesoro de ilusiones en la mente y unos catorce reales en el como dos gotas de ajenjo. Al acercarse Ataúlfo, salió a su
bolsillo. El menguado caudal lo empleó en cenar en un encuentro, todo retorcido y lastimoso, oliendo a aguar­
café, y las ilusiones se las fue dejando, poco a poco, en las diente y a miseria, con su facha cómico trágica de re­
redacciones de los periódicos, y el estómago entre las sal­ blandecido y su rostro de moribundo, cubierto de bar­
sas de todas las hospederías que recorrió. bas sucias y rubiancas.
A los cinco años de estar en Madrid se habían desva- -M e alegro mucho de verle, querido, porque hoy es
necido. sus sueños-artísticos.y. sólo seacupaba de vivir. El un día horroroso. Necesito que me dé usted cuatro go r­
poeta extremeño fue pronto un piruetista, un navegante das para un cocido, porque ya no puedo más...
del turbio océano de la Puerta del Sol, buzo de las clási­ La voz de aquella andante caricatura era apagada,
cas dos pesetas, andando a la husma del café con media, desfallecida; daba la sensación de que iba a desplomarse
gran pescador de literatos americanos de los que, en de hambre sobre las baldosas de la plaza.
toda época, circulan por nuestras rúas, grandes peces sin Ataúlfo le miró fijamente y lanzó una estrepitosa
escamas, con mucha plata sobre los riñones y con algu­ carcajada.
nos libros de versos escritos en una nueva jerigonza -Pero, hombre, qué poca pupila tiene usted. ¡Mire
compuesta de gabacho, de guatemalteco y de castellano. que querer operarm e a mí!
Ataúlfo llevaba un traje claro muy raído, un sombre­ -¡Le digo que es verdad, que es verdad!... ¡Que desde
ro de fieltro y una chalina parda, flotante como una ban­ ayer no he tomado nada!...
dera. Tenía los ojos cansados, la tez macilenta, las barbas -Pues yo le he visto a usted esta mañana en el alma­
profusas; olía a hostal barato, a pobreza con ese olor úni­ cén de Tudescos, tomándose unas de cazalla.
co de los vagabundos, de los que pasan muchas noches Aparicio sonrió truhanesco. Y luego dijo:
sin desnudarse. —No he de negar que me gusta la pita; el vicio es lo
Como todo buen navegante, encaminó su desmedra­ único que me hace tirar de esta vida tan perra. Pero esta
da personilla hacia la acera del Oriental, en la Puerta del mañana, no. Entré en el almacén a oler; le juro que no
Sol. Eran las doce del día. La hora propicia para operar. tenía un botón.
Gozando del calor meridiano, con la beatitud de un Fijaos en que siempre hay cuatro o cinco personajes
caracol, apoyado en una farola estaba el señor Aparicio, siniestros junto al mostrador o en la puerta de los alma­

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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

cenes de aguardientes: son los borrachos cotidianos que, un bonito negocio; como se acerca la N ochebuena, me
cuando no tienen dinero, se conforman con oler mien­ propongo operara gente gorda. ¡Es una noche muy sen­
tras devanan sus pláticas absurdas. timental, que puede dar bastante dinero! Esto de operar,
-Pero para que vea usted que yo soy un procer, un sabe usted, se llamaba antes dar sablazos, pero era una
procer de la gallofa -exclamó Ataúlfo-, le convido a us­ expresión muy villana; operar es más bonito, y tan dolo-
ted a almorzar en la cocina encantada. rosa operación es sajarle un tumor a un ciudadano,
Cuando llegaron los bigardos al pomposo bodegón, como extraerle tres pesetas del bolsillo. ¿Quiere usted
era el instante de mayor trajín; la cocina encantada era que tomemos dos pimientos fritos?
realmente un figón de encantamiento, en donde entra­ En aquel mismo punto penetró el pobre Belda en el
ban perros vagabundos y gatos tuberculosos, que salían restaurante, acompañado de una señora tocada con un
trocados en chuletas con patatas y suculentos pedazos manto pardo, tras del que asomaba un trágico perfil de
de solomillo por arte de magia del cocinero criminal. garduña.
Había raciones desde quince céntimos; cada sardina -Eh, señor Belda -gritó Aparicio-, ¿tiene usted la
costaba un perro chico, lo mismo que la ensalada de le­ bondad de sentarse en nuestra mesa? Y luego, bajando la
chuga. Por una peseta podían organizar dos personas un voz-: Este es un tío que está completamente loco, pero
m enú de cuatro platos exquisitos, con tal de que no ado­ tal vez le pueda a usted servir la dama que le acompaña.
leciesen de prejuicios burgueses ni siquiera conocer el Saludó al gran artista con una inclinación de rigo­
oscuro origen de los animalitos sacrificados. dón, hizo las presentaciones a su pintoresca acompa­
—Hay que lanzarse a navegar, señor Aparicio —aconse­ ñante y se sentó en unión de los buscones.
jó Ataúlfo Roldan, con esa autoridad protectora e imper­ -M i amor de toda la vida. La señora Jacalam anga,
tinente del que va a pagar el gasto-. Estamos en el país de cantante de ópera popular: canta en la plaza pública.
la pirueta; casi todo el mundo se levanta de la cama, da -¡Ah, señora...!
un salto mortal y cae en casa de un amigo a la hora de co­ Apenas les había sido servido un suculento ragou tde
mer. Aquí todos somos navegantes de las aguas de la ca­ galgo inglés con zanahorias, apareció en el umbral la
sualidad, píruetistas y volatineros, y la dificultad consiste pintoresca figura de Lázaro O caña. Venía con las greñas
en no caerse de bruces sobre el Código penal. en desorden, mostrando una gran agitación, y traía una
—Yo estoy buscando ahora una señora decente para caja de pino debajo del brazo.
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E m ilio C a rrere El re in o de la ca ld erilla

—¿Sabes, Ataúlfo? ¡Mi hijo, mi hijo Tomasín se ha ron mano al bolsillo, le dieron unas monedas al descon­
muerto ayer y no tengo dinero para enterrarle! Le he es­ solado padre, mientras le empujaban hacia la puerta con
crito al director de La A ntorcha, y me ha dicho que me su feto y sus lamentaciones.
coma el cadáver, que ya está harto de darme dinero. -¡Es esto operar co n dinamita! No hay quien se resista.
¡Qué voy a hacer, Ataúlfo, qué voy a hacer! ¡Creen que es —¡Es que este O caña es un genio de la pirueta! Puede
una fábula que he inventado! que ese fiambre sea alquilado...
-Envíale e l fia m b re al periódico, para que se conven­ M uy pronto fue olvidado aquel fúnebre paréntesis, y
za. Pero vamos a cuentas, querido Lázaro; yo no tenía el a ello ayudaron las frecuentes libaciones y la jovial parle­
gusto de conocer personalmente a tu hijo Tomasín. ría de los ilustres trotacaliejas.
—Sí, hombre; nació ayer tarde, y nació muerto el an­ Ataúlfo Roldán estaba empeñado en convencer a Apa­
gelito de Dios. ricio de los excelentes resultados de su método de vida.
-¡Caramba! Antes de nacer y ya se llamaba Tomasín. —Mire usted; yo creo que los cuatro que estamos
¡Qué precocidad! aquí deberíamos unirnos para hacer combinaciones.
-¡Te burlas! ¡Crees que es un cuento para sacarte di­ La señora Jacalam an ga tiene una fo rtu n a parada, pue­
nero! Pues ahora verás. ¡Mozo, mozo, traiga usted a esca­ de explotar el memorial, los bonos de los Paúles, la
pe un martillo! fundación Aguirre... Puede ser viuda de un poeta ilus­
—¿Pero qué vas a hacer? tre y pedirle dinero a la Academia, o bien hija de un
Cuando le trajeron la herramienta, Ocana, con enor­ militar, muerto en defensa de las instituciones. En
me agitación, comenzó a desclavar la caja que traía de­ fin, cada cual tiene sus méritos y sus aptitudes. Todo
bajo del brazo. A poco se expandió una tufarada maca­ menos morirse de hambre, señor Aparicio. No se pue­
bra. Todos los comensales se levantaron despavoridos. de ser p rim o en la vida.
—Mira, miserable; convéncete de que no te miento. Todos aplaudieron con gran entusiasmo los intere­
Aquí tienes a mi pobre hijo... putrefactado. santes conceptos de Ataúlfo Roldán, y desde aquel mis­
Un can, que estaba en capilla para el menú de la no­ mo instante quedó constituida la Cofradía d e la Pirueta.
che, comenzó a aullar agoreramente, y hasta se notó cier­ -Y a partir de este momento, vamos a comenzar
ta propensión a lo mismo en el ragout del pobre Belda. nuestros trabajos. Aparicio, va usted a conocer un mo­
Como por encantamiento, todos los piruetistas echa­ delo de operación epistolar, y para ir entrenándose se la
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E m ilio C a rre re El rein o de la cald erilla

va usted a llevar al señor Mingóte, que es un tendero que dán, y mientras bebía, con jocundo regocijo, recordaba
se dej a tocar muy fácilmente. sus expertas sentencias:
Se abstrajo breves momentos, escribió cuidadosa­ -Señor Aparicio; no se puede ser primo alumbrado
mente y luego expuso la epístola a la admiración de sus en esta vida...
cofrades:
«Señor: Los garbanzos baten hoy el récord de altura
con Lindberg a dos mil metros en mi estómago desal­
quilado. ¿No le parece a usted una absurda paradoja que
los garbanzos vuelen? Para hacerlos aterrizar necesito
que usted me tienda un cable de catorce reales».
Partió con la misiva el señor Aparicio, todo torcido,
encorvado, con la cara de agonizante hundida sobre la
corbata mugrienta. Pasó una hora, dos, tres, y el mensa­
jero no volvía.
—¡A ver si ese bestia se ha emborrachado con el dinero!
Ya cerca del anochecer, decidieron levantar el cam­
po. El señor Aparicio se había desvanecido con sus ca­
torce reales.
Ataúlfo Roldán estaba indignadísimo.
-¡Tonto de mí! ¡Me está bien empleado, por prote­
ger a esos sinvergüenzas!
En realidad, no tenía motivo para enfadarse. El se­
ñor Aparicio, al fugarse con el importe del sablazo, no
había hecho otra cosa que propagar su método; había
realizado una pirueta y, al aterrizar, se encontró junto al
mostrador de una taberna. Pero me consta que alzó el
primer vaso de aguardiente en honor de Ataúlfo Rol-
[U6] [117]
La traza de don Uriarte

Vosotros, los poetas nocherniegos, búhos de la rima,


ruiseñores de los prostíbulos y murciélagos de las taber­
nas, y vosotros también, tenderos honestos, que salís
los sábados por la noche en busca de damas de picos y
olvidáis en esa hora la locura de vuestro acordeón y
vuestros libros de caja; vosotros, todos los trasnochado­
res, narcisos del organillo, tahúres diestros de flor, man­
&
gantes apicarados y borrachos discursivos, conocéis, se­
guramente, el precioso gabán color de ala de mosca del
poeta mirlo, del intrépido caballero don Alonso Segun­
do Simeón Uriarte de Pujana.
Se llamaba el p oeta mirlo a este hij o de Apolo, porque
para él las calles cortesanas eran un encantado jardín,
por donde voltejaba a toda hora, silbando con claro y ar­
monioso silbo las más amables tonadillas.
¡Quién diría al leer su cantinela frívola que era un
grave varón trascendente, muy versado en puntos filo­
sóficos y de sociología; hombre mundano y aventurero,
cuyos estimables cueros habían peligrado en mil arries­
gadísimos trances!; pero, tal vez, su silbar constante era
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E m ilio C a r re r e El reino de la c a ld erilla

un juvenil desdén a todos los peligros y un concepto op­ los pies de un cristo al famoso anarquista Tarrida del Már­
timista del espectáculo del vivir. mol, ora cuando se batieron por su amor dos altas damas
Era de mediana talla, vestido de negro, con un gran de la coquetería mientras él permanecía en su mechinal,
cuello vuelto y chalina flotante; se cubría con un som­ indiferente a aquella tragedia, traduciendo a Descartes.
brerillo de fieltro, redondo, como una cazuela invertida, Y gozando con la estupefacción del concurso bo­
y no hay agravio en tocarse con adorno de tan bellaca quiabierto, con la atención colectiva presa de su palabra
apariencia, después de que nuestro señor «Don Quijo­ maravillosa, el terrible apache, el dulce atormentador de
te» se tocara con una auténtica bacía de barbero, tomán­ mujeres galantes, salía del café, con la corbata al viento,
dola por yelmo de Mambrino. Y yelmo era también silbando una ligera tonadilla y acariciando su fino mos­
para él la cazolilla de su chapeo: que para esto y mucho tacho o la negra perilla, que eran el preciso ornamento
más tenía fantasía el valeroso don Uñarte. de su rostro magro y empalidecido.
Los ojos oscuros, ingenuos, poseían dos llamas de ilu­ Conociendo ya las virtudes que adornaban a tan ex­
sión que animaban el rostro pálido y flaco con un fino traordinario personaje, no extrañaréis que fuese recibi­
mostacho y una aguda perilla, que le daban el aspecto de do con algazara por los Tertulios del Café de la Luna,
un gentilhombre de Van Dick. Era propietario de una todos ellos cultivadores de las bellas artes, famosos ar­
pingüe colección de pipas, que siempre llevaba consigo, quitectos de palacios de humo, y desesperación de los fí­
aunque el fumar en ella le desollaba el garguero y le hacía garos de la corte por sus luengas melenas desusadas. Y
toser y estornudar. Pero se sacrificaba gustoso y nunca aún añadiré, para más justificar la admiración que le
confesaba su tormento, porque él sabía muy bien que to­ profesaban sus contemporáneos, que don Uñarte estaba
dos los grandes hombres habían fumado en pipa. escribiendo un volumen en cuya portada rezaría esta
Era así como el alma de Garibay errando por todos epigrafía alucinante: Lo que le pasa a un hom bre después
los cafés. Recorría los cenáculos, las tertulias; se sentaba d e muerto. Sería un volumen de más de 4.000 folios,
un breve espacio, y con su voz débil y cantarína y léxico aunque no todos ellos dedicados a los señores cadáveres,
pintoresco, vistoso y mentido como función de pirotec­ pues también alternarían algunos episodios de su vida
nia, relataba alguna de sus anécdotas maravillosas. extraordinaria, y un poema cuyo asunto aún no había
Ya era el descuartizamiento de un viejo avaro en el Ma- encontrado, pero que de fijo sería reputado como su
rais, cuando él era apache; ora cuando encontró llorando a obra maestra por la crítica de los siglos venideros.
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El re in o de la ca ld e rilla
E m ilio C a rrere

La idea del poema era la obsesión de don Uñarte de macerantes retorcimientos del tango, más parecía una
Pujana, y lo buscaba en su vida, porque deseaba que tu­ llama que una mujer.
viese una gran emoción vital. Y hasta aquella fecha había Tenía una figura clásica de gitana española, tal vez
tenido la desventura de no hallarlo por ninguna parte. un poco de pandereta al gusto francés. Su garganta, he­
-¡Eh, Pujana, siéntate aquí! ¿Quieres llenar la pipa? cha a tomo, era de una tonalidad de ámbar claro, y al
-¡Sí, que se siente, y que nos diga alguna cosa! ¡Que echar atrás la cabeza en un desgaire bravio, mostraba en
cuente cómo cazaba caimanes en el Nilo!... divina curva el collar de Venus con una calina fascina­
—O que nos diga por qué son condecorados los pe­ ción sensual. Sus ojos eran de un verde marino, rodeado
rros turcos. por dos halos violeta, y al bajarlos, cogiendo la orla de
-¡Q ue hable el gran Pujana, que es una colección encaje de su vestido con la breve manita enjoyada, se du­
ambulante del A lrededor delMundo\ daba si las ojeras nazarenas no eran sino la gran sombra
Don Uñarte encendió su pipa y comenzó a hablar, de las pestañas.
orgulloso de su reconocida erudición: Y cuando mostraba todo el hechizo moruno de su
—Pues habéis de saber que el perro es un animal sa­ cuerpo, se descoyuntaba en una orgía de ritmos y de
grado en Constantinopla. curvas, era cuando el concurso, en un aullido unánime,
Pero le interrumpieron en el comienzo de su discur­ demandaba con ansia de bestia en ardentía una danza
so los acordes del piano y el repiquetear de las castañue­ alucinante y morisca. Entonces La Granadina se daba
las, junto con el gran clamor de los tertulios. El café de la toda plena; no era una hembra que bailaba: era una ser­
Luna, además de un riquísimo café de toda confianza, piente de rosa y lumbre, era como el alma antigua de su
porque, según decían los habituales, se recolectaba en raza que surgía por un milagro hecha mujer, para decir­
los propios sótanos del establecimiento, obsequiaba a nos cómo eran aquellas almas de nardos y luna, de vo-
sus clientes con danzas y canciones, a cuyo efecto se alza­ luptuosidady de superstición que nos dejaron los sutiles
ba un gran tablado en el centro de la sala. encajes de piedra de la Alhambra como una invocación
Se hizo un gran silencio lleno de ansiedades y palpi­ inolvidable. Comenzaba la danza con una añorante me­
taciones, y sobre los espejos se refrescó la figura pinto­ lodía monorrítmica, como al alejarse de la caravana nó­
resca, triunfal y alucinante de la bailadora. mada y aventurera. Cuando surge la bailarina, la melo­
La Granadina era una extraña criatura que, en los día se desgrana en un mar de notas calientes, lánguidas,

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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

inefables, con un ritmo dulce y lento de guzlas y de tam­ -¡Pchs, no baila mal!... -interrumpió el corcovado
bores. Y el entusiasmo del concurso llegaba al límite Aparicio, que tenía la obsesión de estar en el secreto de
cuando los brazos en guirnalda recogían la cabeza riza­ todas las cosas-. Pero es muy delgada...
da, como una gran flor diabólica, y la bóveda pura y -¿Y qué? ¿Le parecería a usted bien un tonel bailan­
mórbida del vientre se estremecía en los supremos es­ do la danza de los siete velos? El gusto vulgar prefiere a
pasmos rimados de las bayaderas, mientras sonríe se­ las señoras ómnibus, ya lo sé; pero a mí me molestan los
dienta la boca escarlata y húmeda y las pupilas negras se vientres caídos...
toman estrábicas, como en el instante cumbre en el divi­ -Y, además -agregó Aparicio-, no tiene orejas; se las
no desmayo de la voluptuosidad. cortó un día su chulo.
Y la gente rugía, aplaudía, aullaba, golpeaba con los Si hubiesen dicho a don Alonso Quijano que habían
pies, tiraba las cucharillas, los platillos, las botellas. hallado a Dulcinea folgando con un arriero, no hubiese
Era una admirable expresión de sinceridad que no puesto peor talante ni más firmeza en los ojos que puso
desdeñarían los señores orangutanes de la selva virgen. don Uriarte al escuchar tamaña sinrazón. Se alzó de su
Cuando cesó la danza, nuestros absurdos amigos re­ sitial y, con la diestra en el pecho y la voz engolada, gritó
cobraron el hilo de su interesante parlería. con gran asombro de todos los que hubieron la dicha de
-¡El baile! ¡Qué gran expresión artística es el baile! presenciar tan fiero trance de caballería:
-clamó don Uriarte-. ¡Qué encanto de armonía, qué te­ -Yo le reto a usted, señor trotacalles, hijo de Cuasi­
soro de ritmo tienen las bailarinas en sus cuerpos de sier­ modo, hermano de Polichinela, verdugo de los que le
pe! Yo pienso escribir una obra en seis tomos para pro­ ven, yo le reto, digo, a pie y a caballo, en campo libre y
bar el origen divino del baile. ¿Quiere usted traerme una con las armas que le plazca, para probarle que la señorita
copa para agua, camarero? Cleo de Merode posee dos lindos apéndices auriculares
El agua era el único consumo que hacía Pujana; era de rosa y nieve, que no parece sino obra de alguna hada,
un hombre puro y sobrio, incapaz de otras nefandas li­ y yo los he visto con estos mis ojos, que ven ahora vues­
baciones. Y prosiguió: tra maliciosa bellaquería.
-Porque el baile es una religión cuya última sacerdotisa Se picó Aparicio, que gritó que así tenía ella orejas
es la señorita Cleo de Merode. Es muy amiga mía; la cono­ como él era arzobispo; alzó don Uriarte el puño, clama­
cí en París, cuando yo era apache... La debo tres francos. ron los camaradas, intervinieron los parroquianos y el
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E m ilio C a rre re

hombre serio del mostrador, y un viejo tendero, que lle­


gó como árbitro, sin obtener ei respeto debido a su ba­
rriga de hombre de negocios.
En vista del ardor de los beligerantes, no hubo otro Del salvamento de una joven virtuosa y desgraciada,
remedio que aceptar el guante que había lanzado ei gen­ y donde se sabe cuán negra es la humana
til protector de la doncella desvalida. Ya comprenderéis ingratitud
que, al escribir doncella, sólo me he propuesto imitar el
gusto clásico del estilo.
Hubieron, en resumen, de concertar el duelo para
aquella misma noche, al filo de la luna, en campos de la Había pasado un rato de agradable parlería con Lucí-
Puerta de Toledo. ta, la morenita del sotabanco, gentil damisela por quien
—¡Qué lástima! —clamó don Uriarte- Yo hubiera don Uriarte sentía una dulce afición. Ella le había pedido
preferido batirme en la puerta de Nesle, como Cyrano... alguna novela o un libro de versos.
Recabaron dos floretes en una prendería de la calle —Ya ve usted; estoy sola casi siempre. Luis tiene aho­
de Tudescos, bien brillantes y buidos, sin más contra ra mucho que hacer...
que ser una de las armas hasta un palmo más menguada Era la amante de un escultor, con quien se había fuga­
que la otra. do de su casa en una hora loca de romanticismo. Era alta,
Facilitó don Uriarte el caso, prestándose a luchar con muy blanca, tenía los ojos muy negros y muy dulces, y
la más corta, y partieron gallardos los donceles como una alegre infantilidad en toda su quebradiza belleza.
para una Cruzada contra moros. A don Uriarte le gustaba mucho charlar con ella y oír
Los cronistas de la época no cuentan el remate de tan su risa clara, que fluía ingenuamente de entre sus labios
arriesgada aventura, de la que hubo de salir triunfador el finos y un poco mustios. Lucita estaba enferma. El vam­
intrépido don Uriarte de Pujana, el poeta del gabán co­ piro de la tisis absorbía cruelmente su sangre moza, le
lor de ala de mosca, y galante mantenedor de bailarinas hundía el pecho y daba a su carita ideal una dolorosa
desorejadas. transparencia de cera. Como Pujana era un sentimental,
siempre que hablaba con ella acababa por sentir unos
incomprensibles deseos de llorar. Esta impresión adolo­
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Em ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

rida no impedía que acechase todos los momentos de Extrajo una de sus pipas del bolsillo, pero, ¡oh, con­
verla, aun transigiendo con el escultor, que era un poco trariedad!, se le había concluido el tabaco. Aquello era
egoísta y tosco de sentimientos, y que, además, no era un grave entorpecimiento; ¿cómo iba a seguir escribien­
devoto de la literatura de don Uriarte. do sin fumar?
Al despedirse de la vecinita, se sintió dulcemente Y como no tenía dinero, adoptó una resolución he­
conmovido, y ía melancolía, en los poetas, es un estado roica: empeñaría su impermeable. Afortunadamente,
muy peligroso, porque es como una nube de cuyo seno estaba el cielo despejado.
se está formando eí ripio. En consecuencia, don Uriarte Después de haberle quitado el polvo con esmero, se
sintió una aguda comezón de escribir versos. Luengo es­ encaminó a la covacha de un ropavejero de la calle de las
pacio estuvo ante las cuartillas, con ese petulante ade­ Veneras, en cuya portada daban guardia dos sacos reple­
mán de invocar a las Musas, olímpicas damas cuya fun­ tos de pan duro y colgaban, junto a una guitarra sin
ción esencial es la de hacer parir a los poetas: todo lo cuerdas, un sombrero de teja y un raído casaquín de san-
contrario de lo que suele aconteceríes a las señoras de la juanista, amarga muestra de las corrientes irrespetuosas
tierra. de estos tiempos. El impermeable ya estaba acostum­
Tras de morderse las uñas encarnizadamente, Pujana brado a aquella guarida; se podía decir que era su pala­
llegó a armonizar estas dos líneas: bra de estío.
Después de consumar la pignoración, como ya atar-
Don Uriarte está en su almena, decía, don Uriarte decidió proseguir su elaboración éti­
hay a su lado un pendón... ca paseando por los sotillos del Manzanares.

-¡Hombre, este pendón no suena bien del todo! Se Don Uriarte está en su almena,
presta a un equívoco desagradable... hay a su lado un pendón...
Tornó la mordedura de dedos; el mango de la pluma
hubo de sufrir asimismo bajo los dientes del rimador. Le distraía la música de los organillos y la algazara de
Y tras de considerar que él no era casado ni tenía nin­ los merenderos. Había empezado a salir la luna; en las
guna amante conocida, comprendió que ía palabra pen­ frondas de la Casa de Campo silbaban algunos pájaros.
dón carecía en absoluto de intención pecaminosa. Don Uriarte silbó también. De pronto, por su lado cru­
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

zó rápida la sombra desmelenada de una mujer. Pujana llofa, envuelto el busto opulento en un manila negro de
cesó en sus silbos y la siguió, inquieto el corazón, como flecos sedaños, con blusa calada y chapines altos, y un
presintiendo una gran tragedia. artístico peinado de peinadora con muchos rizos y la­
La joven llegó hasta el Puente Verde, se mesó la flo­ zos, y un gran bolso asido de la muñeca, que muy bien
tante cabellera, alzó el rostro que, al resplandor de la podíamos decir que fuese la alcancía del placer. Pero si
luna, pudo ver don Uriarte que era lindo, y, encaramán­ era una sierva de doña Venus, también poseía un alma
dose en el barandal, trató de sepultar su dolor en las tur­ ardiente y romántica como Margarita Gauthier, quien
bias linfas del menguado Manzanares. Pero el destino ha dejado muy lucida prole: que a veces en el corazón de
quiso que Pujana llegara a tiempo de impedir su fatídica una joven costurerita surge la loca llama de la Dama de
resolución. La asió del talle armonioso y sujetó sus ma­ las Camelias.
nos delicadas a tiempo que exclamaba con su más tierna A pesar de los pintorescos discursos de don Uriarte,
inflexión de voz: la joven sólo respondía con lloros y con hipos, suspiros
—¿Qué iba a hacer usted, señorita? ¡La vida es muy de fragua y mesaduras de cabellos. Comprendió el galán
bella a los veinte abriles! que un sorbo de Mondlla y unas rajas de embuchado
No recordaba en qué folletín había leído esta frase, contribuirían a hallar el equilibro de su agitado corazón,
pero le pareció de gran oportunidad y del más exquisito y, conduciendo a la atribulada, penetraron en un me­
gusto. La desconocida suspiró: rendero que poseía discretos gabinetitos, con su mesa y
-¡Soy muy desgraciada, caballero! su espejo y un lecho mullido, sin duda para auxilio de
Y cayó sollozante sobre el seno de su salvador. Don damas en aquel estado.
Uriarte, muy vanidoso con su papel de Delegado de la El organillo tocaba una de esas habaneras voluptuo­
Providencia, la arrancó del fatídico puente que iba a ser­ sas que los horteras evocan tan sentimentalmente, du­
vir de trampolín para que la muchacha diese un salto rante los días laborables, detrás del mostrador.
mortal hacia la eternidad. Le ofreció el brazo, y por el ca­ Después de finado el ágape, instada por don Uriarte
mino le fue explicando lo que opinaban los filósofos a que explicase su tribulación, contó ella una cruenta
persas acerca del suicidio, razonamientos que dejaron historia de amor y gratitud. Un lovelace, con pantalón
muy satisfecha a la dramática desconocida. abotinado, la robó la calma, como diría cualquier ente
\ Tenía la dama un gentil aspecto de princesa de la ga ­ inferior de la zoología poética, cercó su honestidad con

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E m ilio C a rre r e El reino de la c a ld erilla

frases envenenadas, eíla no pudo hacerse la zahareña, y truhanes. La niña, que era un arpa de histerismo, vibra­
fue suya una noche, mientras su señora madre dormita­ ba locamente con todas las cuerdas, pasando de la más
ba sobre un folletín de M aría o la hija d e un jornalero. negra desesperación a ía más verde voluptuosidad. Le
Después de cumplido el gusto, el mozo la fue tratan­ hacía el presente de sus lágrimas y de sus risas en una
do con menos rendimiento, y, por remate, aquella no­ desconcertante confusión.
che la había golpeado. Se asomaron a la ventana para refrescarse.
Tal era la historia novelesca cuyo epílogo hubiera Don Uriarte notaba que su compañera no se divertía
sido el fondo proceloso del Manzanares a no intervenir mucho con su verbo pintoresco y sus eruditas observa­
el valeroso Pujana. ciones. Le dijo cómo en ciertos parajes de Conchinchi-
—Pero ya no le amo. ¡Ahora le odio! -gritó la moza, y na hay mosquitos que sudan copiosamente, y le reveló
súbita, levantándose, más bella en su dolor, fue a arro­ que las mujeres indias al enviudar, se hacen achicharrar
jarse amorosa en los brazos del asustado doncel. en holocausto de su difunto. Pero en las materias que
-¡Ya no amo a nadie más que a mi salvador! ¡Soy hubo de extenderse lamentablemente fue en el Imperio
tuya; haz de mi cuerpo lo que quieras! de Napoleón el Grande, narrándole al detalle toda la ba­
Don Uriarte estrechó tan preciosa carga y sintió que talla de Waterloo.
el más dulce de los siete pecados daba a su sangre un rit­ Inflamado por las grandezas del bandolero corso, no
mo saltarín. Pero presto dominó aquella flaqueza, y re­ se fijó en que debajo de su ventana había dos mozuelos
plicó, colocando a la bella sobre un diván, con mucha con persianas y gorrita de seda.
dulzura: —Oye, ninehi, mira dónde está la rubiales con un
-Sería indigno de un caballero aprovecharse de la socio.
ocasión; yo no puedo abusar así de la debilidad de una — Anda, pues es verdad —y alzando la voz-: Las hay
doncella... con poca, gachí, pero tú te esvarías de puro golfa.
Como veis, Pujana tenía la absurda preocupación de Al oír la voz del que así hablaba, la chica se despren­
ver doncellas por todas partes. dió de don Uriarte y gritó con toda la fuerza de sus pul­
Para distraer el resto de la velada, bailaron algunas mones:
piezas a los acordes de un organillo que sonaba en el jar­ -\Ninchi de mi vida! ¡Sube pronto por mí, que me
dín del merendero, lugar de gran holguerío de chulas y tiene secuestrada este caballero!
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E m ilio C a rrere

El filósofo estuvo a punto de desvanecerse.


Cuando llegó el preferido, ella se abrazó a su cuello y
gritó fieramente a don Uriarte:
-¡Sí, señor, me marcho con él, porque es mi chulo, el
que me endiña y el que me da gusto! Cómo se vio complicado en el robo de la perla
El lovelace, con pantalón de odalisca, se pavoneaba negra de la corona de Francia
fanfarrioso.
—Sí, hija, sí; váyase, enhorabuena. —Y luego, diri­
giéndose a él—:Y usted cuide de que esa dama no lea el
Rocambole, porque se le sube mucho a la cabeza. Fue un acontecimiento magnífico en la vida de Pu­
Después pagó al camarero. Allí quedó el cautivo im­ jana el día en que logró cobrar, en una revista, uno de sus
permeable convertido en embuchado y chatos de Mon- profundos artículos de filosofía.
tilla. Luego encendió una de sus pipas y salió silbando. Al hallarse en la opulencia tuvo un dulce pensamien­
Cuando llegó a la tertulia del café, se sentó j adeante y to para Lucila y le compró un ramo de violetas.
exclamó con acento de mal fingida molestia: Era otoño, llovía, y comprendió que era una ingrati­
-¡Acabo de salvar la vida a una joven virtuosa y des­ tud dejar el impermeable en su prisión.
graciada que se había arrojado al río por amores contra­ En el camino de la prendería se topó con el maestro
riados! Quesada, un joven músico completamente salvaje.
Todos le felicitaron mucho y hablaron de proponer­ —¡España es un pueblo indecente! ¡Aquí no hay más
le para una cruz de Beneficencia. que curas y chulos! ¡Hay que machacar el cráneo a todo
el mundo!
Había nacido en un pueblo gallego, donde un viejo
bombardino le había enseñado solfeo. Todas las tardes le
preocupaba mucho ver cómo se ponía el sol tras de un
monte lejano, y sentía una gran curiosidad por ver de
cerca el lecho del sol. Y un día partió, descalzo, con el
traje en harapos, a la hora del poniente, y se sorprendió
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E m ilio C a rre re El rein o de la ca ld erilla

mucho al llegar al monte, viendo que el sol no estaba -¿Y piensa usted hallarla entre los forros de mi im­
allí. Y prosiguió su camino de cumbre en cumbre, en permeable? Tiene usted una imaginación volcánica, se­
pos del disco luminoso, hasta llegar a Madrid, donde ñor policía; debía usted de cultivar el folletín.
abandonó su empresa para conquistar la alimentación -Le repito que han robado una gran perla negra que
cotidiana, o, por lo menos, alterna. perteneció a la corona de Francia, y yo sospecho que se
Odiaba a las mujeres y se perecía por las castañas asa­ encuentra en su impermeable de usted.
das. Una vez, por apuesta, se comió veinte castañas con El pobre Pujana creyó morirse al verse acusado. ¿Se­
cáscara, y, para facilitar la digestión, se absorbió un sifón ría de verdad la perla negra aquel pequeño objeto que el
de agua de Seltz. Ya os he dicho que era un salvaje, pero prendero había deslizado de su bolsillo? Quesada, que
también eran unos jocundos orangutanes los que se di­ no se había enterado de nada y se aburría un poco con
vertían con tan delicado pasatiempo. aquella escena, lanzó un mugido inolvidable y gritó con
Cuando llegaron a la prendería, se hallaba esta inva­ su voz gutural y desconcertada:
dida por unos señores enlevitados y solemnes. Don —¡A ver si nos vamos ya de esta caverna! ¿No ves que
Uriarte reclamó su preciosa prenda, y el ropavejero se la todos están borrachos? ¡En este país no hay más que ta­
entregó muy azorado, tratando de ocultar un pequeño bernas y casas de golfas! ¡Malditos sean todos ellos y la
objeto misterioso en sus profundos bolsillos. madre que los echó! ¡Cochinos, que no saben entender
-¡Guárdeme usted el secreto, caballero! ¡Se trata del ni una mala polka! ¡Los únicos que tienen derecho a la
honor de la familia! vida son los labradores y los artistas!
Don Uriarte ofreció cuidar bien del depósito que se Al escuchar su discurso, todos los oyentes se queda­
le hacía; pero, al ir a salir, se lo impidieron dos de aque­ ron boquiabiertos, mientras Quesada bufaba, satisfe­
llos huraños personajes: cho, justificando a los camaradas que les obsequiaba o
--¡Alto a la autoridad! No puede usted marcharse daría con el remoquete de la bestia lírica.
hasta que hayamos registrado su impermeable. Después aulló, encarándose con el Comisario:
—Pero ¿suponen ustedes que esta inocente prenda es -¡Porque usted es un ente repugnante que no com­
la caja de Pandora? prende la naturaleza! ¡Un tío con esa tripa tan ridicula se
—Usted perdone. Ha sido robada una alhaja de ex­ debe morir y dejar libre a su mujer para que se acueste
traordinario valor. con quien quiera!
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E m ilio C a r re r e El reino de la calderilla

Oyendo tales sinrazones, eí policía tuvo la seguridad Quesada, a quien el nombre de Napoleón, la perla
que se hallaba enfrente de un loco peligroso. negra y el hombre de la barriga, le bailaban un absurdo
Pujana, tembloroso, se veía ya encerrado en una rigodón en el menguado caletre, se imaginó en aquel
mazmorra, intentó conjurar el terrible conflicto: punto que el señor eníevitado quería escribir una opere­
-M ire usted, señor..., mi amigo es un buen músico; ta con tan pintorescos elementos, y muy encantado por­
pero ya se ve, es un poquito primitivo: cuando le azu­ que, al fin, había comprendido aquel embrollo, lanzó
zan, muerde..., y aunque no le azucen, también. Pero, una terrible carcajada, mostrando la amarilla dentadu­
por otra parte, si usted oyese una sinfonía que está com­ ra, bien digna de un rinoceronte.
poniendo... -N o está mal pensado ese argumento. Póngalo us­
Pero ei Comisario era un animal antisinfónico y, tras ted en verso y yo le haré una música movidita.
de no hacer caso de don Uriarte, volvió, con la manía de Mas luego le miró y agregó decepcionado:
querer encontrar la perla negra. -¡Pero con esa cara de cocodrilo, cómo le va a usted a
-S í, señor, se la han robado a una dama francesa, nie­ salir fluida la versificación!
ta de un mariscal del primer Imperio. Al difunto se la re­ Al polizonte se le puso la nariz roja de indignación y
galó el propio Napoleón, en el sitio de Gerona, una no­ clamó apretando los puños:
che que estaba algo embriagado. -¡Cocodrilo yo! ¡Cocodrilo yo!
Entonces le correspondió a Pujana el tumo para in­ Sus secuaces, que veían muy mal parado el principio
dignarse. En su iconografía Bonaparte ocupaba el reta­ de autoridad, se abalanzaron sobre Quesada, que les re­
blo mayor. cibió a coces y a puñadas.
-¿Pero qué está usted diciendo, desgraciado? El Cé­ -¡Sus, a él, Méndez, Ramírez; atad a ese bandido,
sar no se ha embriagado jamás; el César era abstemio. que ha llamado cocodrilo a mi autoridad!
¡Yo no puedo tolerar que se insulte a Napoleón delante -S í; venid todos -m ugía eí músico selvático-. ¡Co­
de mí! chinos; os voy a comer los sesos! ¡Qué asco de Humani­
Le echaban brasas los ojos y temblaba de indignación. dad; maldita sea la zorra que me parió!
-Además, que Napoleón no estuvo en Gerona. ¡Lea Y mordía, blasfemaba de su señora madre, lanzaba
usted Thiers, desventurado, o no hable de lo que no en­ los muebles a la cabeza de ios contrarios, daba puñadas,
tiende! escupía, coceaba... en el tráfago de ía pendencia se des­
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

colgó la guitarra, y el sombrero de teja vino al suelo, y se Sonaba cada vez mayor el clamor de la pendencia.
esparcieron los mendrugos de ambos sacos. Pujana, ate­ Don Uriarte avanzaba lentamente, comprendiendo que
rrorizado, comprendió que sus cueros lo pasarían mal si un resbalón le enviaría a enterarse personalmente de lo
lo prendían, y huyó hacia el fondo de la covacha y trepó que le pasa a un hombre después de muerto. Para mayor
por una escalerilla de caracol hacia el piso de encima. En angustia, temía ser visto por alguna vecina que gritara
el postrer peldaño se detuvo para contemplar la lucha. creyéndole un bandido, o bien que le diese la siniestra
Todos estaban sudorosos, jadeantes; Quesada había co­ ocurrencia de cortar el cordel.
gido un hacha de abordaje del siglo XV, que el prendero AJ. cabo, cuando ya se acababa el alero salvador, se
tenía en gran estima, y hacía círculos trágicos en tomo halló ante una ventana abierta. Dentro había un señor
suyo. Don Uriarte se sintió muy conmovido: viejo, tocado con un gorro negro de algodón, ante una
—¡Bravo galaico! ¡Tienes alma de comunero! mesa llena de papeles. Don Uriarte gritó, quitándose el
Pero creyó notar que uno de los policías se fijaba en chapó con la más rendida cortesía:
él, mientras oía una voz zafia que gritaba: -Caballero, a usted le extrañará un poco el verme
-¡Q ue se escapa, que se escapa! entrar por la ventana, pero...
A don Uriarte le acometió el vértigo de la velocidad. El hombre del gorro de algodón le contempló con la
Dio por la estancia varias vueltas vertiginosas, como un mayor naturalidad.
can que se busca el rabo, y no hallando propicio escon­ -Está usted en su derecho, señor mío.
drijo, abrió la ventana, levantó la pierna y se quedó al -No crea que soy un ladrón. Soy un poeta desgracia­
punto cabalgando sobre el alféizar. Con gran cuidado do a quien la fatalidad obliga a hacer estos peligrosos
descendió a un alero de cinc, de dos palmos de ancho. El equilibrios.
patio era muy hondo; don Uriarte estaba a la altura de Entonces, el señor viejo se destocó gentilmente, hizo
un segundo piso, y, asiéndose a una cuerda de tender varias reverencias de minué, y exclamó con un acento
ropa y clavando las uñas en la pared, emprendió su aérea meloso y cortesano:
peregrinación con el impermeable al brazo, el corazón —¡Sea muy bienvenido el hijo de Apolo a esta man­
oprimido y la cabeza desvanecida, con riesgo de dejar en sión, que se puede decir, sin inmodestia, que es como
las baldosas el contenido de su cerebro, como remate de una sucursal del Parnaso!
tan absurdos funambulismos.
[140] [141]
Tragicomedia de un loro

Lo menos en dos meses ningún amigo tuvo la fortu­


na de hallar a don Uriarte de Pujana, pudiéramos decir
que, durante su ausencia, se entristecieron los cafés sin
su verbo pintoresco y mentidor, que las calles perdieron
uno de sus mejores elementos decorativos, y que los ce­
náculos, sin el desbordamiento de sus fantasías, tenían
una tristeza de panteón.
Reapareció al cabo, con una pipa más grande, más po­
blada la perilla, y un gran manuscrito debajo del brazo.
-H e estado hospedado en el palacio de un gran
hombre, que, al morir, me ha hecho depositario de sus
obras completas.
Todos los cofrades sintieron una viva curiosidad por
conocer quién fuera el magnate que había retirado a Pu­
jana de la circulación durante tanto tiempo.
-¡Destocaos, amigos míos! ¡Ese procer que ha sido
mi huésped era Simón, el gran Simón, el autor de la Es­
clava vengadora o el p u ñ a l d e Boabdil, tragedia en octavas
reales!
Convinieron en que don Uriarte les contase los cu-
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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

riosos detalles de su retiro, y él, que no deseaba sino una que en las aceras de la calle de Sevilla sostenían lucha ho­
coyuntura para lucir sus facultades oratorias, pidió café, mérica con el jugo digestivo, que con Saturno se podrían
con gran sorpresa del camarero, y entornando los ojos, los cuales comparar, pues como él distraen las horas en
aquellos ojos ilusionados que siempre estaban viendo devorarse a sí mismos, y puso en las carteleras grandes
maravillas, comenzó su relato: pasquines anunciando el estreno de la Esclava vengadora
-Todos sabéis quién era don Adalberto Simón. Ho­ o el p u ñ a l d e Boabdil. ¡Las economías de una vida de la­
nesto esposo y probo mercader, su vida fue en un punto bor y de abstinencia derrochadas en empresa tan absur­
acariciada por el aura de la popularidad. Murió con el da! Os digo que una enfermedad de esas es la ruina de
placer de haber hecho reír copiosamente a todos los bi­ una casa.
gardos de España y aun en las Indias. La noche del estreno se armó el escándalo mayor que
¡Oh, tendero admirable que se puso en la calva relu­ yo he conocido. Daba pena ver al pobre viejo, saludan­
ciente tan gloriosa corona de dislates al rematar su vida! do con su chapeo de media copa, mientras caían al pros­
El siempre había estado sano de cuerpo y de alma, cenio palomas, ramos de flores, sombreros, cigarros y
hasta que un día le invadió el morbo de la literatura dra­ pedazos de butacas.
mática. Debió de ser por contagio, una vez que entró un Los implacables burlones trataron de darle un ban­
académico a comprar en su almacén. Y esta enfermedad quete, leer sus octavas reales, escritas en grandes pedazos
es incurable, como sabéis; arrastra al delirio de vanidad y de lata, que serían toda una alegoría, y coronarle al final
el paciente pierde en seguida la noción del ridículo. con una corona de ajos.
Pero es el caso que, abandonando sus deberes mer­ Un hada buena le puso un velo de encanto sobre los
cantiles, y aun condenando a su santa mujer a una ojos, y nunca comprendió la vaya de que de él se hacía.
cruenta orfandad de amor, don Adalberto se entregó Creyó en la autenticidad de su triunfo y fue feliz. ¿Y qué
por completo a escribir comedias. importaba que no fuera verdad? El secreto de la dicha
Amargo fue su peregrinar por saloncillos y bastido­ consiste en mirar a través de unos anteojos que tengan
res; todos se mofaban de sus versos, de su vientre y de su los cristales de bonitos colores.
calva venerable. Una noche de altísima fiebre concibió Después de esta preciosa frase trascendental, Pujana
el pensamiento de tomar un teatro para estrenar su dra­ sorbió el último trago de café y se envolvió la frente en el
ma. Así lo hizo; contrató una partida de faranduleros, azul penacho del humo de su pipa.
UNIVERSIDAD DE SEVILLA
[144] [145] Biblioteca ds Humanidades
E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

-Cuando yo entré en su casa por la ventana, me reci­ poseso en una tierna piedad, en paños menores, tomó
bió, con una gran naturalidad; igual que si hubiera pe­ una silla y se encaramó a la ventana.
netrado por la puerta o por un tubo de la chimenea. El ¡Y aquí llega la tragicomedia, amigos míos! Apenas
grande hombre estaba demasiado asombrado ante su hubo salvado al pájaro de la tempanización, quizás envi­
propio genio, para que nada le sorprendiese. dioso de su fama, el genio de la perversidad le empujó tal
Su casa era una sucursal del Parnaso, sentía sobre su vez, hizo una pirueta en el aire y su cráneo fue a hacerse
frente de continuo el rozar de las alas de la Gloria, y, añicos sobre las baldosas de la calle.
como toda la gente de jácara y de bulla, había llenado el ¿No veis qué gran ironía de la suerte? ¡Fiero dolor
teatro para escuchar sus octavas reales, el buen Simón grotesco de un hijo de las musas, que da un salto mortal
había ganado algunos miles de pesetas en su empresa. y cae en el misterio de la muerte, en calzoncillos y abra­
Tenía dos amores inextinguibles: la dramaturgia y zado a la jaula de un loro parlanchín y trivial, como un
un lorito trivial y parlanchín como un diputado. Con diputado!
ambas cosas estaba muy contento. ¿Un caso de vesania, A todos los oyentes les conmovió mucho el remate
me decís? ¡Quién sabe! Esto de las bellas letras es como de esta verídica historia. Tal vez alguna lágrima senti­
una religión, que tiene sus locos y sus mártires. mental cayó sobre ios vasos, y, por Fin, exhalando un
Una noche, después de terminar una tragedia de profundo suspiro, nuestros intrépidos amigos se bebie­
costumbres indochina, que estaba escribiendo aseso­ ron las lágrimas y el café.
rado por mí, Simón se tocó del gorro de lana con que
se cubría de ordinario para que no se le constipase la
inspiración -¡el pobre dramaturgo era tan calvo!- y se
hundió en las dulzuras del lecho exconyugal, porque a
la sazón muy pocas veces se dignaba Venus hacerle su
visita.
Era una noche cruda de diciembre. Ya, entre sueños,
recordó que no había visto al loro en su rincón, antes de
acostarse. Se levantó presuroso; el pájaro infeliz se había
quedado al fresco, por olvido de un fámulo, y Simón,
[146] [147]
El poema de don Uriarte

—Me llamaréis egoísta, cobarde; pero confieso que es­


toy fatigado de la bohemia y de no tener dinero. La vida
no es bella con los calzones en harapos... Allá, en mi pro­
vincia, me aguarda esa muchacha, que no es ni inteligente
ni sentimental, pero que tiene las caderas anchas y un seno
muy abultado, y su padre es uno de los labradores más ri­
cos. Y estoy decidido, me marcho esta tarde, y antes de un
mes estaré casado. Cuando vuelva traeré dinero y, aunque
fracase como escultor, habré triunfado del hambre y de la
mala vida.
-Pero ¿vas a tener corazón para dejar a Lucila, que
todo lo ha sacrificado por ti y que está tan enferma?; eso
no es noble, Luis.
—¡Me importan un bledo tus sermones! Para con­
quistar la vida hay que tirar por la borda las novelerías, y
seguir adelante sin mirar lo que queda en el camino.
—Yo cuidaré de ella, lo prometo.
—Y os moriréis los dos de hambre. Pero a mí no me
importa; si tú tienes vocación de mártir...
Así platicaban una tarde Luis, el escultor amante de
la vecinita, y el valeroso don Uriarte de Pujana.
[149]
E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

El filósofo cumplió su promesa. La pobre niñita es­ lletón para traducir! ¡Qué lástima no haber escrito aún
taba postrada en un sillón y recibía con alborozo la coti­ un poema; entonces todo estaría resuelto! Pero jamás
diana visita de don Uriarte, que la divertía con sus por­ tropezaba con un asunto bastante emocionante que me­
tentosas elucubraciones. Estaba junto a ella casi toda la reciese el honor de ser versificado por él.
tarde, hasta que la asistenta llegaba para ayudarla a acos­ Aquella noche llevó unas cuantas pesetas. Como Pu­
tarse. Tras de un cordial apretón de manos, se despedían, jana era muy pobre, la niña quiso saber el origen de
y Pujana se echaba a la vida callejera, a dar gritos, a ha­ aquel puente de plata que el amigo le tendía, como una
blar de literatura, para aturdirse un poco y ahuyentar la tregua sólida de la muerte.
honda tristeza que le invadía el corazón. -E s... es Luis, que me lo ha enviado para usted.
Sin querer, cada vez que la veía se sentía más enamo­ La piadosa mentira fue como un bálsamo de conso­
rado de aquella pobre muchacha, que tal vez no llegase a lación para Lucila. Pero aquel dinero se acabó muy
ver las primeras rosas de la primavera. Era un amor todo pronto, y un día eran ya las dos de la tarde y en el sota­
dulcedumbre y melancolía, que guardaba en su alma banco no se había comido aún.
don Uriarte, y que se alimentaba con ensueños, en la so­ -N o se apure usted, Pujana. Si yo no necesito comer;
ledad. la fiebre me sostiene. Con un poco de café que tome lue­
Lucila esperaba que su amante habría de volver en go, tendré bastante.
cuanto arreglase un asunto de familia que él le había in­ Don Uriarte estrechó su mano esquelética, cubierta
ventado. Y le aguardaba sonriente, con una sonrisa que de un sudor frío y pegajoso, y se marchó por no sollozar
causaba una dolorida piedad. delante de ella.
Un día se acabó el exiguo caudal que le había dejado —¡Se me muere!... ¡Se me muere por no tener unas
el escultor. Don Uriarte supo con horror que a la jorna­ miserables monedas! ¡Hay que buscarlas, sea como sea!
da siguiente faltaría lo más necesario para la enfermita. Siempre le había repugnado dar sablazos. Pero aque­
Pero ella sonreía, sonreía siempre, y su pálido rostro te­ lla tarde estaba dispuesto a todo, incluso a apostarse en
nía un dulce resplandor de sacrificio. una esquina y suplicar a los transeúntes. Después de va­
El no poseía más tesoro que sus pipas y sus libros... rios golpes de mano, cuando molido y abrumado se de­
Decidió vender toda su biblioteca. sesperaba sin saber adonde ir, el azar le envió un amigo
¡Si pudiera encontrar un editor que le diese algún fo­ que tenía dos pesetas de más y que conocía a un librero
[ 150 ] 1151]
E m ilio C a rrere El reino de la c a ld e rilla

que pagaba a dos reales cada página de traducción. Una tarde nevaba mucho; los tejados fronteros pare­
Cuando retornó al hostal eran las seis de la tarde, Lucila cían brillantes caperuzas de algodón. Había un hondo
tenía una fiebre altísima, y en su delirio, llamaba al au­ silencio. Los ojos negros de Lucila tenían un brillo de
sente... alucinación, y los labios, sin sangre, una mueca trágica
Hasta que rayaba la mañana, se pasaba don Uriarte de hastío. Caían los copos blandamente, con un rumor
traduciendo, y después salía a entregar su labor al librero de arrullo, trazando una voltigeante danza en el espacio.
que le daba las monedas tras de una concienzuda coteja- El alma tenía un beato recogimiento de añoranza y de
ción. Así, las primeras horas estaba salvado el gasto del melancolía.
día. Después se acostaba hasta la tarde que iba a verla, y a —¡Qué tarde tan bonita para morir!...
entretener sus tristezas de enferma con alguna anécdota La figura alba de la enferma estaba junto al ventanal
maravillosa de cuando él amaestraba canguros para exhi­ y parecía traslúcid a y de escarcha, de n ieve y de ensueño,
birlos en un circo. recortándose vagamente sobre el plafón de acero que se
—Eran unos animalitos muy sensatos; yo los prefiero veía tras de los cristales.
a los actores. Tienen sobre estos la ventaja de que no pi­ En el silencio sonó un piano, muy lejos y muy argen­
den reclamos para su labor artística. tino, igual que la sonata de una vieja caja de música.
Cuando notaba que pensaba en el escultor, procura­ Don Uriarte la contemplaba silenciosamente. Era
ba inventar uno de sus cuentos más grotescos y más ex­ un instante de una infinita laxitud, en que las palabras
travagantes para borrar el amargo recuerdo; y si la triste parece que van a desgarrar el uncioso mutismo. Su amor
idea persistía, le decía en tono jovial: loco y tardío se intensificaba, se hacía misterioso como
—Ya vendrá, Lucila; tal vez una mañana; cuando esté un culto, silente y discreto, cuando podría hacer un de­
muy dormidita, la despertará con muchos besos en los rroche de bellas palabras, y hondo e inquietador ante la
ojos... Muerte, que no tardaría en llegar a cerrar los ojos de la
—No trate usted de engañarme... Sé yo que no ha de niña con sus dedos de niebla.
volver. ¡Ni una sola letra en tanto tiempo; y yo le que­ En sus sienes hundidas se congelaba el sudor de la
ría... le quería...! fiebre, constante y extenuadora. Le colgaban los brazos
Y se esfumaba su voz con una triste entonación mu­ lo mismo que dos varas tronchadas de azucenas.
sical. Pujana le asió sus manitas cerúleas y principescas, y
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Em ilio C a rrere

las acarició con mimos infantiles, con ingenuas ternu­


ras. ¿Por qué no había él de revelarla aquel sentimiento
de inefable dulzor con palabras que fuesen como estre­
llas, como nardos, como jazmines que rimasen en la Elogio de la caridad
blanca poesía melancólica de la nieve al caer?... Largo es­
pacio duró la extática adoración.
El piano sonaba muy dulce y muy en la lejanía: se escu­
chaba el encanto romántico de la romanza sin palabras. Era la noche pascual del nacimiento de Jesús. Am-
Cayó la tarde. Los primeros faroles pusieron como bulaba la chiquillería del barrio formidablemente arma­
estelas de sangre en la blancura de la nieve. da con tambores, chicharras y zambombas y otros ins­
Don Uriarte pensaba, al despedirse de la enfermita: trumentos de Inquisición. Los mercaderes apilaban en
«¡Se lo diré mañana...; que sea esta confesión como una sus puertas pingües latas de conserva, quesos rubicun­
despedida y como una plegaria!» dos, aves exquisitas y jamones suntuosos, para que fue­
A la mañana siguiente fueron a visitarle: que subiese sen devorados aquella noche, a la mayor gloria d e Dios.
sin perder tiempo. Llegó sollozando, con el alma estran­ Por la calle del Tesoro, en medio del pleno regocijo,
gulada por el dolor. ¡Yya era tarde!... Le cerró los párpa­ pasaba el Viático. Es esta rúa una de las más pintorescas
dos y se estremeció hasta los huesos al sentir, bajo sus la­ y de las más golfas de la Corte. Caían de hinojos en las
bios en fiebre, el frío lacerante de la carne muerta. Fue aceras las princesas de la gallofa, con las greñas sueltas,
un beso de idealidad, todo perfume de alma: el primero las blusas abiertas por la espalda y los pechos colgando,
y último beso, en que el pobre lázaro del amor intensifi­ que por la santidad de aquella noche holgaban en su dia­
có la emoción de toda una vida. rio menester de vaciar faltriqueras y desbravar deseos.
Cuando, después de mucho tiempo, alguien le pre­ -¿A quién le van a dar la unción, seña Remedios?
guntara si había, al fin, encontrado su poema, el intrépi­ -A la señora Jacalam anga, esa vieja de la buhardilla,
do poeta del gabán color de ala de mosca, solía replicar que la está diñando.
melancólicamente: -Será de una merluza, porque ayer la vi yo tan cam­
-Sí, lo hallé; mas no pienso versificarlo nunca. Un pante.
dolor verdadero no rima bien sino dentro del corazón... -O le habrá dao el histérico.

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E m ilio C a rr e re El reino de la cald erilla

-¡Allá películas! -¡Y pensar que tengo que resignarme a perderla!


—Pues usted debe saberlo, porque es la portera. -Ten resignación; cuando Dios la llama a su seno,
-N o sé nada; me acuesto anochecido. debemos conformarnos cristianamente.
Una de las mozas de partido comenzó a cantar con Y los dos gallofos rompían a llorar con tal furia, que
una voz desgarrada de burdel: acabaron por enternecer a las vecindonas y hasta a los
acólitos hacían dengues y el sacerdote pugnaba por no
¡Quién había de decir! hacer coro a los plañidos de los dos acongojados gallofos.
¡Quién había de pensar -Vaya, resígnense como buenos cristianos que son.
que la pobre doña Jacalam anga Los dos cofrades cayeron de rodillas, besando las sa­
la tenía que d iñ a r! gradas vestiduras. Gran esfuerzo costó alzarles para que
el piadoso cortejo pudiera volverse a la parroquia. Sona­
En una estancia abuhardillada, tendida sobre un le­ ron las claras campanillas de plata. Dejó paso franco la
cho fementido, yacía una vieja de rostro de garduña. Jun­ turba. Al partir el Viático, un señor de luto, rasurado
to a ella, con gran compunción, enhebraba padrenues­ como un sacristán, llamó aparte a Ataúlfo y le entregó
tros nuestro amigo Ataúlfo Roldán, el piruetista, y el tres duros, acompañados de unas cuantas frases vulgares
pobre Belda había extraído del fondo de su chaquet un de consuelo.
amplio pañuelo de hierbas para enjugar una lágrima fur­ El piruetista le abrazó conmovido, y se guardó los
tiva. La casa olía a incienso y a cera; el sacerdote acababa tres discos resplandecientes, porque aquel era el fin para
de cumplir su misión de expedir a la enferma un pasapor­ el que había sido creada toda aquella aflictiva farándula.
te espiritual, para las zahúrdas plutonianas, probable­ Ataúlfo sabía que cuando le dan el Viático a un en­
mente. Se agolpaban en la escalera todas las vecindonas, fermo que está en la miseria, la piadosa Cofradía del Re­
malhumoradas por aquella recordación de la muerte, fugio hace donación de tres duros a la familia del mori­
que venía a perturbar el regocijo de la cena de Pascua. bundo.
—¡Pobrecita mía! ¡Quién te lo había de decir! -solloza­ -Tres duros son una cosa muy seria -había dicho-.
ba Ataúlfo, con gran estrépito de narices y de hipos, mien­ Por tres duros nos podemos dar un banquete estupendo
tras el pobre Belda exhalaba de vez en cuando un trágico esta noche.
alarido, mientras gemía con una desesperación teatral. Y la perspectiva de la comilona había convencido al
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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

pobre Belda y a su ilustre acompañante, la dama del moza de trapío, que entonces sí que suele mantener a al­
manto, que había interpretado a maravilla el interesante gún Apolo de la mitología de ía calle de Panaderos, que
papel de moribunda. bien pudiera llamarse el Chulo d e los peinados o el Niño
Belda fue el comisionado para comprar las viandas. de las orejas.
El gran artista poseía un chaquet precioso, ribeteado de El orador se interrumpió para apurar una copa de
trencilla, que era como un saco de viaje. En los bolsillos aguardiente.
de los faldones solía llevar un cepillo, un peine, un espe­ -Los ricos son unos miserables que prostituyen esa
jo, un paño para limpiarse las botas, la navaja de afeitar, virtud. Creen que es bastante dar dinero para que lo re­
una pipa y un frasco con aguardiente. partan los curas. Es preciso gastar también un poco de
Para no escandalizar a los vecinos, Belda traería los corazón, señores míos; sentir hondamente el dolor hu­
comestibles en los dos abismos de su chaquet ribeteado. mano, la llaga viva, para sentir la excelsitud de la cari­
Una hora más tarde, Ataúlfo filosofaba ante los res­ dad, que es dar el pan al pordiosero, con lágrimas de
tos de un capón y cuatro botellas vacías. Sus cofrades le amor en los ojos. Ellos creen que toman un billete para
escuchaban, sintiendo dentro de sus estómagos el en­ el cielo al crear Juntas, Hermandades y demás farándu­
canto de vivir. la, cuando en realidad condenan su ánima por delito de
-Indudablemente, la caridad es la más admirable de vanidad pueril. Pero no quiero exaltarme, porque eso
las virtudes teologales, porque produce beneficios, aun puede estropearme la digestión; este capón que nos he­
administrada por esos idiotas. Después de este capón y mos comido debió de haber sido orador de mitin en otra
del morapio y del mazapán, creo que los tres estaremos encarnación.
de acuerdo para ensalzar la caridad. Sus hermanas ya no Ataúlfo arremetió bravamente con la botella de es­
me gustan tanto. La fe es ciega, y para vivir se necesita carchado, y al cabo de un rato roncaba con la edificante
mucha pupila. Debe de llevar el dinero por lazarillo. La beatitud de un canónigo.
fe es la amiga de los maridos y de los tontos; teniendo fe El pobre Belda y la dama del manto se habían puesto
no se necesita obligar al cerebro a discernir acerca de las muy sentimentales. Se oía lejana la algazara de la Pascua;
cosas, y con la fe se realiza el prodigio de la fidelidad una voz infantil volaba con la gracia antigua de los vi­
conyugal. La esperanza está mejor, porque mantiene a llancicos, y por ias calles iban alegres pandillas a la misa
mucha gente, y miel sobre hojuelas si la esperanza es una del gallo.
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E m ilio C a rre re

Ambos estaban silenciosos, adormecidos por la di­


gestión y por el vago encanto de las músicas lejanas. Bel­
da evocaba sus faustos remotos, sus horas de amor, sus
triunfos pretéritos. Y envuelto en una onda de románti­ La sabrosa represalia
ca ternura, miró a su compañera, la lamentable ex rubia
d e la platea, y musitó, con un acento conmovido, esta
clásica pregunta de folletín:
—¿Te acuerdas? Serían las cinco de la tarde cuando se despertó Ataúl­
La dama no se acordaba de nada, y se entregaba con fo el día de Navidad. Las vecinas, que se habían conmo­
verdadera religiosidad al aguardiente escarchado. Pero vido mucho con la solemnidad del Viático la noche an­
la fantasía del sensible trotacalles siguió devanando los terior, tuvieron una desagradable sorpresa cuando aquel
hilos de su poema sentimental, borracho de poesía, del mediodía vieron salir a la moribunda doña Jacalam anga
encanto de la noche, gozando del momento lírico, hasta del brazo de Belda, y alejarse, escaleras abajo, tarareando
que al día siguiente tuviera que despertarse para asaltar a un aire de habanera sentimental.
algún amigo pródigo, a quien decirle: Le habían contado la estafa sacrilega al casero, un
—¿Está usted en fondos para que el pobre Belda se prestamista muy católico, y el santo varón había decidi­
atice un café con media tostada? do poner a los piruetistas en el arroyo. Así se lo comuni­
có a Roldán, a quien el lance de quedarse sin casa le daba
mucho miedo.
-¡M al comienza la Pascua!
Después hundió las manos en sus faltriqueras, con un
éxito deplorable. De los tres duros del Refugio sólo le que­
daban veinte céntimos, y desde aquel momento comenzó
la devanadera de su imaginación a buscar una ruta, a cuyo
final pudiera toparse con un yantar decoroso.
Buscó al señor Monteleón, el piruetista cínico, alco­
hólico y audaz.
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E m ilio C a rr e re El reino de la ca ld erilla

-M ire usted, dinero no puedo darle; pero le puedo con Aparicio, a quien no había visto desde aquella tarde
regalar una lata de sardinas. Tengo crédito en una tienda en que se esfum ó con los catorce reales del sablazo. Ape­
de ultramarinos, y cuando me quedo sin dinero me ali­ nas le vio, Ataúlfo pensó en el plan de vengarse del cofra­
mento de conservas. Desde hace quince días sólo como de taimado, y le recibió muy amablemente y aceptó son­
sardinas de lata. riendo las excusas que le daba el trotacallejas, espectral y
Ataúlfo despreció las sardinas y siguió su aventura, corcovado.
en pos del vellocino, que estaría, de fijo, en la bolsa de -Es una picardigüela sin importancia. El perdón es
algún amigo liberal. digno de los grandes hombres, como yo. Y hoy, ¿qué tal
Pero aquella tarde fue de fracaso en fracaso, Madrid se da la vida, querido Aparicio?
estaba lleno de gentes bulliciosas y endomingadas; tenía El cofrade puso una cara lastimosa.
hambre, y eso le ponía muy melancólico; sin darse cuen­ -¡Horroroso!; desde ayer no he tomado más que
ta, se dejó ir en la dirección de la muchedumbre, pen­ quince centímetros de longaniza. Estoy desfallecido.
sando en que la vida así era muy amarga y muy vacía. Al Ataúlfo tuvo un gesto magnífico:
tornar en su triste divagación, vio que se hallaba en la -Bien; yo experimento un gran placer en invitarle a
plaza de. Santa Cruz. usted a cenar... en serio. He recibido unos duros de mi
Era la feria de la ilusión infantil. Los nacimientos, lle­ casa. Y si después necesita usted, por casualidad, algunas
nos de ingenuas luminarias, hacían palmotear felices a los pesetas...
niños, que iban en enjambre por la plaza típica, con sus so­ Aparicio estuvo a punto de arrodillarse; de sus ojos
portales provincianos y al fondo el hosco edificio que an­ azulencos brotaban lágrimas de gratitud.
taño fue el saladero de Madrid. En aquel gentío había un —Usted sabrá disculpar la granujada que le hice al
aire de alegría, de bienestar sereno, de suavidad familiar. A irme con el dinero. ¡El hambre es tan negra! ¡Caramba,
Roldán, como a todos los vagabundos, le impresionaba qué bonito gabán lleva usted!
mucho la placidez burguesa de las fiestas pascuales, y pen­ Ataúlfo llevaba al brazo un gabán con un magnífico
saba que él nunca tendría un hijo, lindo y rubio, que llena­ forro guateado. Lo llevaba con una gran pulcritud, cui­
se su vida desorbitada y que hiciese brotar la ternura de su dando mucho de que no se rozase con las paredes; lo mi­
corazón envejecido en la lucha de la vida miserable. maba como si fuese una querida, y no se lo ponía jamás,
Cuando iba más hundido en sus reflexiones, se topó aunque soplara un frío siberiano.

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E m ilio C a rrere El reino de la calderilla

—¿Quiere usted que entremos en el Café de la Paz? -También parece que yo siento cierto cosquilleo vo­
Hay sexteto; a mí me gusta oír música mientras como. luptuoso.
El m enú fue una cosa suntuosa: puré de cangrejo, ros­ «¿Sí? Pues te vas a tener que conformar con hacerle
bif con setas, lenguados, pollo con ensalada, flan, copa de caricias al camarero, a ver si te deja salir», pensó Ataúlfo.
benedictino, café y un carancho. Ataúlfo lo pidió con Después se levantó, se quitó su sombrero hongo, y lo
una voz firme y sonora, como si tuviera dinero para pa­ colocó sobre el gabán de forros suntuosos, doblado cui­
gar. A cada nuevo plato, Aparicio exhalaba pequeños gri­ dadosamente sobre una silla.
tos de felicidad. -Voy aquí... Ahora bajo.
Y el señor de las corcovas comió con una voracidad Se acercó al mozo, que no se separaba de sus parro­
de doscientos poetas. El sexteto tocaba un vals frívolo y quianos, como si el corazón le avisara de la catástrofe, y
elegante; Aparicio, que se había bebido una botella le hizo una pregunta discreta, en voz baja.
grande de Rioja, llevaba el compás con la cabeza. —En el billar, a la derecha.
-Este pollo rima muy bien con esa música, ¿verdad? Y le miró receloso; pero se tranquilizó un poco al ver
¿Me autoriza usted a que pida otro panecillo? que subía sin sombrero y dejaba el gabán maravilloso
—Pida usted lo que quiera. Comer es uno de los pla­ doblado sobre la silla.
ceres mayores de la tierra, lo que compensa del dolor de Además, el otro quedaba en rehenes...
vivir y de morir. Yo no estoy de acuerdo con Berthelot, Ataúlfo, al llegar a la sala de billar, sacó de un bol­
que quería alimentar a la gente con píldoras, para no sillo un chapeo de fieltro, se lo colocó coquetamente
gastar tiempo en comer. Este momento me hace feliz, ante un espejo. Por el hueco de la escalerilla de caracol
amigo Aparicio. El pollo da sus alas a mi imaginación, se veía al señor Aparicio, y, junto a él, el camarero de
para pensar obras maestras; el puré de cangrejos me hace centinela. Después, echando bocanadas de humo, se
pensar que me estoy comiendo a algunos poetillas ma­ marchó a la calle por la escalera del portal. Apretó el
chacados. ¿Y el vino, que da un ritmo saltarín a la san­ paso, y cuando ya se creyó en salvo, lanzó una jubilosa
gre? ¿Y el humo voluptuoso del caruncho, que me hace carcajada.
soñar con bellas mujeres desnudas? En este instante es­ -¡Quién me había de decir que hoy iba yo a cenar tan
toy contento. ¿Y usted, señor Aparicio? bien por el señor Aparicio! ¡Va a salir del café a la vina­
El cofrade lanzó un mugido de satisfacción. greta! —Y agregó con un gesto de perverso regocijo-:
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E m ilio C a r re r e

Bien dicen que la venganza es el placer de los dioses.


¡Bandido! ¡Marcharse con mis catorce reales!
Eran ya cerca de las dos de la madrugada y llevaba
Aparicio más de cinco horas de cautiverio cuando Otro Argamasilla de la Mancha
Ataúlfo le llamó por teléfono:
—Le hablo a usted desde Marte, mi cándido amigo.
Celebraré mucho que el camarero no tenga una gran
musculatura. Le ruego que cuide usted de mi gabán, Hora es de que aparezcan en escena el convento, Ar-
porque es un recuerdo de mi familia. gamasilla y su cofrade el del globo pasajero transfugado
Y aun conversaban en el mostrador del café el suntuo­ del cafetín de la Corredera.
so gabán del piruetista, con sus proceres forros guateados, Pedro Alonso de Argamasilla era un poco tímido, muy
dignos de un magnate; pero ¡ay! que sólo se trataba de ceremonioso en sociedad, hablaba poco y soñaba mucho.
unos forros, porque por el derecho, el famoso gabán es Alto, recio, con los ojos grises y pequeños; un bigote ru-
un guiñapo digno de un tenderete del Rastro, que fue bianco y el cabello partido por una raya y una onda relu­
donde Ataúlfo lo adquirió un buen día que estaba en ciente al lado izquierdo. Vestía, sin elegancia, un traje nue­
fondos. vo de mezclilla y se tocaba con un hongo color de café.
Daba la impresión de un señorito rural endomingado.
La primera vez que comió en la mesa hospederil, ios
otros pupilos hicieron una jubilosa chacota de su empa­
que ceremonioso y de su candidez provinciana.
—Y usted, ¿de qué región es, señor mío? —le preguntó
un hombrecillo bárbaro y casi calvo, que estaba en Ma­
drid desde hacía diez años preparándose para unas opo­
siciones a cátedras.
-Yo soy manchego —respondió Argamasilla, muy or­
gulloso de haber nacido en el mismo solar que Don
Quijote.
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E m ilio C a rrere El reino de la c a ld erilla

-¡Caramba! ¡Este señor es paisano del queso! -gritó Don Pío, que tal se nombraba tan ingenioso perso­
el futuro dómine—.¡Que sea enhorabuena! naje; el violinista; un cura llamado don Teodoro y el re­
-Nos ío comeremos un día de postre -clamó una volucionario Pujol, que era el hombre que leía el perió­
voz cavernosa, que pertenecía a un huésped muy flaco, dico en la cama, constituían todo el hospedaje de! hostal
que tocaba el violín en un café del barrio. de la calle de Jardines, donde tuvo la suerte de caer el
Aquellas bromas no le parecieron del mejor gusto a candoroso hidalgo de la Mancha.
nuestro héroe, y decidió esquivar la plática. Se entregó Una noche, en una de esas turbulentas sobremesas de
con verdadera devoción al condumio, y dejó devanar a casa de huéspedes, aguijoneado por los cofrades curiosos
su imaginación los proyectos más pintorescos para de saber qué proyectos traía su silencioso camarada, y
triunfar en la Corte. Pero en lo mejor de su divagación animado por unos cuantos tragos de un vinillo travieso y
fue interrumpido por una bolita de pan, que llegó a es­ confidencial, Pedro Alonso de Argamasilla exclamó so­
trellarse en su nariz. Miró estupefacto a sus comensales, lemnemente:
que estaban muy serios y parecían no enterarse de nada, —Señores míos: yo he venido a conquistar Madrid.
cuando otro segundo proyectil cayó dentro de una cu­ -Y qué, ¿es usted inventor, literato o filósofo? ¿Qué
chara. especie de locura es la que le ha impulsado a usted? Por­
—Señores, desearía saber quién es el mentecato que que todos los manchegos han heredado algo de la de­
cultiva esta clase de balística. mencia de Alonso Quijano.
Viendo que se enojaba, le pidieron perdón y se des­ —Señores míos: yo no soy nada, pero lo seré todo. He
cubrió que el que cultivaba la balística con bolitas de venido a la busca de una posición social. Algo tengo de
pan no era otro que el futuro catedrático, que poseía inventor, que me va por las mientes una guillotina para
gran habilidad para dirigir sus proyectiles. Además, te­ cortar papel. De letras sé algo, pues conservo de memo­
nía grandes facultades de ventrílocuo y, sobre todo, imi­ ria algunos pasajes del Quijote, y como filosofía, sólo
taba el sonoro clamor de un asno en celo, piafaba como tengo la de ganarme la vida honradamente, sin meterme
un corcel y remedaba los gemidos lastimeros de un feli­ en disquisiciones de que si Kant o de si Hegel, que en­
no, bajo el influjo de una luna de voluptuosidad. Como tiendo que tanto querer saber es desafiar a Dios, y que
veis, con tantos primores como le adornaban, cometían tal osadía suele llevarse al manicomio.
con él un crimen no concediéndole la cátedra apetecida. -¿Pero usted cree en Dios todavía, desdichado? -aulló
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Pujol—.¿No sabe que nosotros hemos descubierto que no Cuando veo que alguien se descalabra, pienso que allí
hay Dios? me las den todas, y don Dinero y doña Frescura son los
-¿Dónde? -exclamó Argamasilla muy asustado. amigos que más me gusta ver por mi casa.
-En el Comité republicano de la Latina. —Pero... usted no es un catedrático, usted es un sin­
-Pero ¿qué hay, entonces, de tejas arriba? vergüenza.
-Metafísica y gatos -argüyó don Pío sentenciosa­ Don Pío se puso muy solemne.
mente-. Desengáñese usted, amigo Argamasilla, lo que -¡Alto ahí! Le acabo de demostrar que soy un cate­
hay que procurar es pasar bien el rato; usted tiene un drático admirable. Le he dado una provechosa lección
buen tipo de garañón, que seguramente pondrá muy de mundología. Crea usted que es preferible a la lógica y
sentimental a doña Luisa, nuestra patrona. Déjese usted a la ética. Y ahora, ¿quiere usted venirse al cin e conmigo?
querer y tendrá elp ir i seguro... Debutará la bella Morronguito, que dicen que es una
—¿ElpirP. ¿Eso es metafísica? g a ch í que quita la cabeza... y la metafísica.
—No, señor; es caló del que chamullan los manús con Argamasilla se quedó en su hostal, leyendo las aven­
pupila. La metafísica ha fracasado; lo acordamos así turas de su ilustre paisano, para edificar su ánimo contra
unos amigos, jugando al julepe en el Colonial. tantas bellaquerías...
-Este catedrático parece un organillero -pensó Pedro.
-Yluego, agárrese a los faldones del diputado por su
pueblo hasta que consiga un destino de esos, sólo para
cobrar, y vamos chupando del bote. Crea que le estoy
hablando como un padre, porque me ha sido usted sim­
pático.
Pedro le replicó muy alarmado:
—Pero ¿y la moral, señor mío, y la decencia?
-¡Bah!, esas prendas no las toman en el Monte. ¿Us­
ted ha visto qué ligereza tengo yo para tirar bolitas de
pan? Pues esa es la filosofía de mi vida; mi credo religio­
so encogerme de hombros y gritar: ¡Viva la Virgen!
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El grillete del café

Un soñador es un animal sin voluntad; la fuga de la


imaginación hacia el mundo de la fantasía gasta todas
las energías, y el soñador, cansado de su luengo viaje, no
tiene fuerza ni para levantar un brazo. Así, los estáticos
musulmanes sueñan, inmóviles, toda una vida, entre el
humo aromático, las caricias de sus mujeres y el aroma
de los cármenes.
Argamasilla era un soñador: hubiera hecho un exce­
lente pachá turco o un admirable fakir; pero como en
Madrid no hay harenes misteriosos y callados ni sagra­
das selvas, Argamasilla se refugiaba en un café, que es el
sitio más propicio para el ensueño. En un café y en una
oficina del Estado son los únicos lugares donde se goza
del inefable placer de mirar al techo, hora tras hora...
Después de comer, Argamasilla se iba al Continen­
tal, se fumaba un puro, leía los periódicos y pensaba en
que él había venido a conquistar Madrid. Después,
daba una vueltecita, contemplando a las mujeres boni­
tas, aunque sólo se atrevía a galantear a las mozas de ser­
vicio, por ser un varón tímido y modesto de aspiraciones.
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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

-¡Cuidado qué criadas más estupendas hay en Ma­ con leche. Parlan de todo, para todo tienen un aforismo,
drid! -exclamó un día, y este fue uno de los más trascen­ están en el secreto de lo humano y de lo divino. Argama-
dentales descubrimientos de su vida. silla formó parte de una de esas tertulias de hombres
Así pasaron los primeros meses. El catedrático solía iguales, que hablan todas las tardes de lo mismo, a la
preguntarle por la marcha de sus pomposos proyectos, y misma hora, en el mismo sitio.
Argamasilla, que muy pronto hallaría el verdadero ca­ Después, jugaban al billar o al tresillo, ese juego de
mino. Después, tomaba la senda del café. Como veis, cornudos y de presbíteros.
Argamasilla había venido de su pueblo para conquistar —Buen pasabola, don Tomás.
los divanes del Continental. -¡Se fue por la corbata!
La costumbre es la más cruel tirana, y aunque se daba -¡Este don Benito es el Napoleón de los recodos de
cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, había una fraile!
fuerza que le empujaba al café, y aquellos asientos tenían Argamasilla adquirió una fuerte pasión por las ca­
un grillete que le aprisionaban toda la tarde y toda la no­ rambolas. Así transcurrió el primer año.
che. A los seis meses, el señor Argamasilla era un perfecto Por la influencia del café y por contagio espiritual de
animal de café. sus camaradas, Argamasilla se iba fosilizando; miraba al
Allí conoció a don Tomás, a don Justo y a don Be­ echador del establecimiento con cariño de padre, daba
nito, y también a Martínez, a Rodríguez y a Ortiz; palmaditas a Paco, el camarero, y le preguntaba por su
quizá vosotros desconozcáis la importancia de estos familia al pinche de la cocina. Iba en camino de conver­
personajes. Don Tomás es empleado; don justo, co­ tirse en un enser de la casa, como una cafetera, un horni­
merciante, y don Benito, boticario: los otros no son llo o el hombre serio del mostrador.
nadie, como veis Martínez, Rodríguez, etcétera, y lo Pero una violenta sacudida moral le sacó de aquel es­
son todo: son nuestra fauna social. Son los estadistas, tado. Una tarde no fue don Tomás. En el café se supo la
los leguleyos, los estrategas que ponen ejemplos con noticia con verdadera consternación. Don Tomás había
terroncitos de azúcar. estirado la pata. Don Justo, don Benito y don Rodrí­
-¿Ve usted? Este terrón es Melilla, esta copa, Mar guez sintieron una gran alarma. ¿Quién iba a hacerles
Chica; esta cafetera, el general Tal... ahora el cuarto para jugar al tute? Don Tomás había ido
Estos sesudos varones son una enciclopedia con café veinte años seguidos al mismo café. Había sido un buen
[175]
Em ilio C a rre re

parroquiano, un buen jugador de palos limpios, tenía


tripa y estaba calvo y después se había muerto.
Aquello no era gran ideal de vida -pensó Pedro-,
Don Tomás, don Justo y don Benito sería igual que no El poeta de la mecánica
hubiesen nacido. Vidas sin ideal, sin pasiones, sin excel­
situdes ni pecados; Argamasilla no quería jugar al billar,
leer el periódico y luego estirar la pata. ¡Había aún gran­
des problemas que resolver en la vida! Y, sobre todo, hay —Pero ¿y esa guillotina? Está usted perdiendo el tiem­
en Madrid unas criadas tan estupendas... po. Haga usted algo.
Así le hablaba don Pío, y Argamasilla bajó la cabeza
avergonzado. Tenía razón; había que hacer la guillotina.
Aquello podría ser honra y dinero.
Realmente, él no tenía una idea muy exacta de lo que
debía ser el artefacto, cuatro lugares comunes, pero con­
taba con su imaginación. Durante un mes llenó de líneas,
de circunstancias las mesas del café, contó su plan a los
contertulios, y por la misteriosa ley de afinidades, surgió
un nuevo inventor. El señor Martínez, maestro sastre,
confesó que él también tenía pujos de inventor. El señor
Martínez era aviador. Desde entonces, el sastre y Arga­
masilla conferenciaron todas las tardes y se inflamaron
en el fuego de la misma locura.
Vosotros no sabéis la cantidad de ilusión que hay en
el alma de los inventores. Un elixir para hacer crecer el
pelo es todo un poema, aunque luego no crezca nada.
Estos poetas absurdos se suelen burlar de los poetas en
verso. Ellos son gente muy práctica, m uy positiva, que
1176] [177] pÑlVERSIOAD DE SEVILLA
[Biblioteca de H u m a n id a d
E m ilio C a rrere El re in o de la ca ld erilla

afirman que no pierden su tiempo, sin perjuicio de gas­ la misma solemnidad trágica que si fuese a decapitar al
tar su vida entera en inventar una cosa que... ya estaba emperador de Indias.
inventada. -¡Grij! ¡Graj! ¡Chirri!...
El señor Argamasilla, ayudado por el sastre aviador El volante no funcionó. Por si acaso era cuestión de
-¡oh, sarcasmo de los viceversas!-, empleó un par de años fuerzas y a Argamasilla le restaba energías la emoción, en
en perfeccionar su aparato. Construyó una caja de made­ la segunda tentativa hubo de ayudarle el sastre Martínez.
ra, la adicionó una cucharilla circular, que se movía a im­ -¡A la una! ¡A las dos! ¡Grij! ¡Graj! Nada.
pulso de un manubrio, y en seguida sacó patente de in­ ¡Momentos de horrible ansiedad!
vención, que le costó sus buenos cuartos y la abstinencia Por ese impulso de piedad, tan propio ante las gran­
de tabaco y aun la mengua de su mezquino yantar. des tragedias, don Justo, don Benito, don Pío, Rodríguez
Hicieron varias pruebas ambos orates, y después de y Ortiz se agarraron como fieras al malhadado volante.
convencerse de que la guillotina cortaba a maravilla, in­ —¡Grij! ¡Graj! ¡Chirr! ¡Plaffl
vitaron a presenciarla a don Pío el catedrático, a don Jus­ Sobrevino la epopeya. Se rompió el engranaje, saltó
to, a don Benito y demás cofrades de café y de pupilaje. el eje, y don Justo y don Pío y don Benito cayeron de
Argamasilla empeñó su gabán y compró pastas y aguar­ bruces sobre el pavimento; por la violencia del acciden­
diente para festejar el éxito. te, Argamasilla y el sastre se abrazaron rudamente, cho­
Aquel día amaneció muy lluvioso. Cuando mostra­ cándose las narices y despellejándose las barbetas.
ron el aparato de metro y medio de largo, con su manu­ ¡Silencio profundo! Tal el de los campos de Water-
brio y el volante como una rueda trasera, todos aplaudie­ loo, después del desastre.
ron ía delicadeza y eí ingenio del artefacto. Argamasilla, Reconocida la guillotina por el desventurado inven­
todo rojo, daba las gracias con voz entrecortada. ¡Ah, si tor, notó que el carro estaba muy duro y la madera se ha­
estuviera allí la hija menor del notario, cómo se arrepen­ bía hinchado.
tiría de haber desdeñado sus sonetos! ¡Con lo que el -H e aquí por lo que no funciona: ¡Como ha llovido
triunfo fascina a las cabecitas locas de las mujeres! tanto hoy! Comprendiendo la injusticia del destino, los
Llegó el momento trascendental de colocar un mon­ cofrades le abrazan para consolarle.
tón de papel bajo la cuchilla. Se podía oír el vuelo de una De todos modos, para honra del gran Argamasilla y
mosca. Argamasilla se adelantó a levantar el tajante con restablecimiento de la justicia, todos testificaron que el
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E m ilio C a rre re

fracaso no era culpa del inventor, sino de la lluvia, y que


el aparato sería de una admirable utilidad cuando vinie­
ran los días tibios de la primavera.
Después, alzando la copa de aguardiente, brindaron Venus y mercurio
por la memoria de Edisson, de Marconi y de monsieur
Pantalón. ¡Ah, y también por el señor Argamasilla! Des­
pués tuvieron un gesto heroico y se comieron todas las
pastas. Argamasilla lloraba de emoción. Seis meses pasaron, y Argamasilla, mohíno, taciturno,
aguardaba a mayo florido para ofrecer su guillotina a los
señores tenderos. Y aunque esta vez cortó a maravilla el
aparato y así fue reconocido, el inventor no pudo vender
ninguno... porque ya estaba todo cortado en el mundo.
Para consolarse de sus amarguras científicas, Pedro
se consagró a su pasión favorita de conquistar doncellas
de labor, mozas de cocina y suculentas amas de cría.
Argamasilla las perseguía, las piropeaba, las acaricia­
ba furtivamente las ancas opulentas, al pasar, con el dor­
so de la mano. Este deporte mórbido fue presto una ob­
sesión. Tomaba los tranvías en cuya plataforma divisaba
a alguna fregatriz, la seguía hasta el Hipódromo, allí to­
maba otro vehículo hasta la Prosperidad y postrero has­
ta el barrio de Pozas. Se gastaba dos o tres pesetas al día
en tan livianos escarceos y se tornaba a su casa obeso de
lujuria mental, triste y cansado.
Los jardines públicos, y especialmente la Plazuela de
Santo Domingo, son lugar de parada de las criadas sin
acomodo. En sus bancos se pasan las horas, desmelena­
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

das, desgreñadas, olientes a fregadero, añorando el fo­ de su propia casa. Era el artefacto una especie de para­
gón. Así, en su propia salsa, es como le encantaban al in­ guas eclesiástico, con unos cables, de los que pendía un
ventor manchego. cajón, al que había adicionado el motor de un camión
Entre las gentiles princesas del estropajo, ruiseñores de transportes. Era una hermosa mañana azul y lumino­
del fregadero, garduñas del bolsillo señoril, era la mejor sa. Martínez ardía en deseos de surcar la diáfana inmen­
dispuesta la gallarda Isabel, sabedora de las salas de la sidad. Había hecho varias pruebas, poniendo en la bar­
Casa de Maternidad por pecadillos de la carne, y de las quilla un peso equivalente al de un hombre, y el
galerías de Quiñones por la ligereza de las uñas. Y con aerostato había volado. Todo le parecía concebir espe­
esta dama tuvo la fortuna de encontrarse Argamasilla ranzas de triunfo.
una noche florida de mayo galán. Los vecinos se agolpaban a sus balcones para presen­
Muy menguada iba ía bolsa, pero eí inventor se sen­ ciar el espectáculo. Los felinos, moradores de los teja­
tía rijosillo, y para ablandar a la moza, que se le mostraba dos, huían ante aquel monstruo de cuerdas y varillas que
zahareña, decidió convidarla a cenar. Él sabía que los exhalaba un humo muy desagradable. Los gatos son
madrigales Ies gustan mucho a las damas, sobre todo, sa­ enemigos del progreso; al olor de ía gasolina prefieren
zonados con caracoles y judías a la bretona. runrunear en el regazo de una comadre que hila calceta.
Para allegar recursos decidió visitar al sastre Martí­ Todas las intrepideces les enojan; así es que miraban con
nez, a quien hacía tiempo que no le veía. Y a su casa se verdadera indignación a Martínez, todo envuelto en
encaminó del bracero con la opípara y vagabunda don­ pieles, que se disponía a cruzar el espacio.
cella. Después de abrazar a su familia, se metió en el cajón,
Cuando llegó a la casa del soñador de la tijera, todo funcionó el motor, y el globo paraguas ascendió majes­
eran duelos, hipos y lamentaciones. tuosamente. Se oyó un grito de admiración y un cente­
-¿No sabe usted, señor Argamasilla? El pobrecito nar de pañuelos se agitó en el aire.
Martínez está entre la vida y la muerte. Mírele usted en Pero hay, sin duda, un geniecillo perverso, ultramon­
la cama, con la cara llena de cardenales y el cuerpo de­ tano y perseguidor de inventores. A los diez metros de la
rrengado, que no le reconocería ni la madre que le parió. azotea, cuando Martínez saludaba conmovido, ¡pías!, se
Pedro supo después cómo habiendo terminado el le cerró el paraguas, se le escapó la gasolina y el aparato
sastre su aparato volador, decidió ensayarlo en la azotea dio la vuelta. Fue un instante de horrible confusión. El
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E m ilio C a rrere

globo estaba convertido en un montón de astillas, y el


aviador había quedado prendido por los fondillos del
gancho de tender la ropa, en la menguada situación de
Ei mal de ojo
un embutido. Fueron por una escalera y le descolgaron
todo magullado, con la nariz seriamente hinchada. Le
echaron en su lecho, donde al entrar, al verle Argamasilla,
le halló exhalando aullidos aterradores. Mal hubieron de acabar los amores con la Isabel, que
—¡La luna! ¡Eh! ¡La Osa Mayor! ¡Saturno ya no con­ aunque el hidalgiielo la tomo aficioné por ser ella hem­
serva su anillo! Debe de haberlo empeñado. bra que sabía bien su oficio de barragana y era doctora
-E l pobre tiene una gran calentura interplanetaria en todos los gustos, al verle tan sin blanca, ic dejó una
—pensó Argamasilla, y salió de la casa de su desventura­ mañana dormido en cierta casa del placer discreto, lle­
do cofrade. vándosele como recuerdo ei reloj, eí alfiler de corbata, el
Como no tenía dinero para refocilarse con la Isabel, terno y la camisa, por lo que hubo de experimentar una
tuvo una idea genial, aunque muy doíorosa. Se encami­ gran sorpresa, y para no salir a la calle en calzones y con
nó a su hostal y cogió la guillotina. Tenía un poco de sombrero hongo, tuvo que pedir ropa prestada a sus ca­
amistad con el tendero de abajo. Gran trabajo le costó maradas de hospedaje.
convencer al comerciante, quien, refunfuñando, termi­ Muy amargado por aquella mala partida y por su ad­
nó por darle siete pesetas por aquel aparato, que había versa fortuna de inventor, Argamasilla pensó en escribir
sido el sueño de su juventud, su esperanza de gloria y de para el teatro, creyéndolo empresa de poca monta, ai ver
fortuna, y que en lo sucesivo serviría para decapitar el ri­ que muchos animales inferiores vivían como Fucares
quísimo bacalao de Escocia, especialidad de la casa, con tan entretenida ocupación.
Argamasilla sintió acerbamente el dolor de aquella Ideó un melodrama en unas cuantas horas, y se puso a
tragicomedia, y después se marchó a dormir con su va­ escribirlo con verdadero ardimiento. El argumento era
gabunda alondra de fregadero. en extremo conmovedor. Figuraos una joven huérfana y
virtuosa, que ama a un galán pobre y es perseguida por
un viejo rico, que la narcotiza con objeto de violarla, pero
no lo consigue, porque estalla un violento incendio.
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

Después descubre que el viejo es su padre, y enton­ nuar su obra en un banco de Recoletos, lugar muy a pro­
ces ella quiere suicidarse, pero lo impide la llegada del pósito, porque se ventila mucho la inspiración.
novio, y termina cantando un dúo. Entra el viejo y, al Los antiguos compañeros le perdieron de vista du­
verlos tan abrazados, lanza una mirada de odio, y dice: rante un año, hasta que una noche se topó con don Pío,
«¡Ah, yo me vengaré!» quien mostró gran interés por saber^de su vida y de su
En el segundo cuadro se sabe que no es hija del viejo, comedia empecatada.
y cuando se van a casar los novios, el rico denuncia al ga­ Pedro se mostró muy condolido, y tras de rogarle que
lán como autor del crimen de la calle de Tudescos, y le le invitase a chocolate con churros, empezó su relato.
llevan a la cárcel. La desgraciada huérfana se mesa los —M i melodrama y cierto recuerdo que me dejó la
cabellos y cae desmayada, lo que aprovechan unos se­ Isabel, calvario de mal de amor dispuesto: la primera ti­
cuaces del viejo para raptarla. En el último cuadro, ple ya sabía gañir perfectamente su papel, y el tenor có­
cuando está a punto de ceder, cansada de tanto luchar, mico tenía preparados sus graznidos, sus corbetas y su
en una noche de tormenta, entra por la ventana el jo­ chaquet a cuadros. Las decoraciones estaban pintadas,
ven, que se ha evadido, coge al viejo liviano por las sola­ los billetes vendidos. Yo estaba encantado de la vida; al
pas y levanta un puñal, ¡Terrible momento! Entonces fin, el éxito coronaba mis menesterosos peregrinajes de
ella se interpone y pide perdón para el miserable, quien, saloncillo en escenario, y me desmayaba de felicidad al
conmovido por tan noble impulso, retira la denuncia, pensar en el pingüe trimestre.
les da dinero para que se casen y, horrorizado de su A la tarde siguiente, cuando iba a ver el ensayo gene­
propia maldad, se vuelve loco. Final muy edificante, ra!, al llegar a la calle de Jovellanos, estuve a punto de en­
como veis, donde triunfa la inocencia y es castigado el loquecer de espanto.
culpable. ¡El teatro de la Zarzuela había sido destruido duran­
Argamasilla tenía derecho a pensar que su obra iba a te la noche por un incendio voraz!
ser un éxito definitivo. De todos mis sueños, mi dinero y mi gloria, sólo
Pero con el fuego de la creación se le olvidó pagar su quedaba un montón de escombros. Al saber la catastro-
pupilaje, y una noche, cuando fue a dormir, se encontró fe, mis calumniadores dijeron a coro:
su catre ocupado por un señor rubio con patillas, que -N o es extraño; se iba a estrenar la obra de ese hom­
roncaba como un fuelle. Argamasilla tuvo que ir a conti­ bre que hace mal de ojo...

[186] [187]
W '

E m ilio C a rrere El reino de la cald erilla

Yo tuve que guardar cama, con fiebres altísimas, y en -¿Y qué ha hecho usted de esaNpreciosidad de manus­
mi delirio bailaban una absurda gavota el chaquet del te­ crito? -preguntó don Pío, con un poco de inquietud.
nor cómico, los bomberos de la villa y la taquilla de la —Se lo dejé en prenda a un sastre, a quien debía un
Sociedad de Autores, donde me hubieran dado los dis­ gabán y venía a darme un escándalo diario.
cos de plata, si la obra no hubiera ej ercido tan catastrófi­ —¿Y qué?
cos efectos dtjetta tu ra . Porque yo creo ya en el mal de —Hace tres semanas que no le veo. ¡El infeliz debe de
ojo. haber desencarnado!
—Pero el incendio del teatro no fue sino una casuali­ Y el señor Argamasilla cerró los ojos, donde acaso va­
dad —argüyó don Pío. gaba una sombra de remordimiento.
Argamasilla le respondió tenebrosamente.
-¡Son muchas casualidades! Pero lo que creo es que
era el melodrama, y no yo, quien ejercía tan lúgubre in­
fluencia. Verá usted: Hace dos meses se lo entregué a un
primer actor para que ío leyese. El comediante llegó a su
casa; eran las dos de la madrugada; hizo una dulce ma­
mola a su esposa, que se disponía a acostarse; después se
encerró en su despacho y comenzó la lectura.
Antes de terminar el primer cuadro oyó unos gritos
desgarradores, locas carreras y puertas que se cierran
violentamente. El histrión, alarmadísimo, tiró el libre­
to. Cuando llegó a la cámara nupcial halló que su com­
pañera en este valle de lágrimas había dejado de existir
repentinamente. Otra casualidad, me dirá usted, por­
que no se puede creer que un melodrama, por muy ab­
surdo que sea, pueda producir un fallecimiento fulmi­
nante. Sin embargo, ¡hay cosas tan misteriosas en este
asunto!
[188] [189]
La piedra filosofal

Como sabéis, a Roldán no ie gustaba, pero tan tur­


bio se había presentado el horizonte, que aquella noche
se vio obligado a buscar a Soler con un poco de miedo de
que ya hubiese agotado las conservas de la tienda de ul­
tramarinos donde le fiaban.
Pero Soler ya no vivía en la misma casa.
El portero, un viejo tahúr y borrachín, le dijo con un
guiño truhanesco:
-H a cambiado la fortuna; ahora marcha al pelo, vive
en el Hotel Mundial, y anda por ahí más bien fardao que
un marqués.
Con tanta ansiedad como apetito, se lanzó Ataúlfo a
la busca del aventurero cofrade.
Cuando llegó al Mundial, Soler, atildado y perfuma­
do, se disponía a comer. Antes de saludar a Roldán, lla­
mó al camarero:
—Ponga usted otro cubierto para el señor.
—¿Es usted zahori, querido Soler?
—Conozco muy bien la carátula del hambre; me he
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E m ilio C a rre re El reino de la calderilla

mirado muchas veces al espejo, y me he visto tan amari­ Una hora después, los dos amigos tomaban café en el
llo y con las mismas ojeras que tiene usted ahora... com­ Lion d ’or.
prendo que usted querrá saber el secreto de mi meta­ -A usted le parece todo esto cosa de magia. Se trata,
morfosis; sea usted discreto mientras estemos aquí. Se lo sencillamente, de una pirueta decorosa. Se lo voy a con­
explicaré todo cuando salgamos. tar a usted, porque ese imbécil ya ha soltado el dinero y
A la mitad de la comida entró un señor bajo, gordin­ no se puede usted perjudicar en nada.
flón, completamente afeitado, tocado con un bonetillo »¡Ay, amigo mío! Esta vida es muy perra; cuesta mu­
bordado en oro; al ver a Ataúlfo, se retiró vivamente. cho vivir, vivir con decoro, como debe ser.
—Perdón, caballeros... »A mí me ponía muy triste no comer nada más que
—Pase usted adelante; el señor es un hermano mío, y sardinas, teniendo más ingenio que la mayor parte de
está en todos mis secretos, y Soler hizo la presentación-: mis contemporáneos. En mis ratos de ocio he compues­
¡El señor Benítez, propietario del hotel Mundial!... to un precioso libro, que se titula M emorias d e un vivi­
—Pues 7 0 ... creí que estaba usted solo; pero, en fin, dor, que no daré nunca a la estampa. Me conviene más
tratándose de familia. vivir sus capítulos que publicarlos. Se trata de todos los
-Hable usted sin cuidado, señor Ramírez - y excla­ medios de tener dinero a costa de la audacia y del inge­
mó, dirigiéndose a Ataúlfo-: Figúrate, se trata de lo de la nio, y, principalmente, de los infinitos tontos que andan
guitarra... por esta Corte de los Milagros. M i libro será, con el
—Pues entonces no hay más que hablar. tiempo, la Biblia de los timadores. Algunos timos me los
Aquí tienen ustedes las tres mil pesetas de todos los han contado; otros, los he ideado yo.
modelos, y el señor Benítez le entregó varios magníficos «Hace unos quince días cobré cuarenta duros de una
billetes y sobre todo, el que más maravilló a Ataúlfo fue traducción, y decidí comenzar mi libro. Me hice este
uno muy grande que tenía estampado el Palacio Real de traje, que aún no he pagado, y trasladé mi centro de ope­
Madrid. raciones al Hotel Mundial. Yo sabía que el dueño de la
Ataúlfo creía todo aquello un delirio de su apetito. casa era un viejo avaro y no muy limpio de intenciones.
—Este tío, ¿estará loco y le dará tres mil pesetas para Los dos primeros días no salí de mi habitación; allí me
que compre una guitarra? ¡Me parece demasiado cara! hacía servir la comida, y después me encerraba con gran
Ya veremos en qué para este embrollo. misterio, para picar la curiosidad del camarero. Al tercer
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

día, después de almorzar, envié al mozo a comprar taba­ »-Yo me fío de usted, señor Benítez, como de mi pa­
co, dándole una moneda de cinco pesetas, nuevecita. dre. Es verdad que hago al día las monedas que necesito.
»-Ten cuidado, no te quemes. Y no hago más porque no tengo fondos para comprar
»E1 imbécil me miró muy sorprendido; y, en efecto, lingotes de plata.
el duro estaba caliente, porque yo lo había pasado varias »—Pues ese sería un negocio magnífico —argüyó el pa­
veces por la llama de una bujía. trón, cuyos ojillos fulgían de codicia tras de los anteojos.
»Por la noche le envié a otro recado, con otro duro »-¡Oh, ya lo creo; y principalmente con una casa tan
más caliente aún que el primero, y me divertí un par de respetable como la de usted, donde entra y sale tanto di­
días más con la estupefacción de mi sirviente. Hasta que nero al cabo del mes! Mire, cada duro de esos que usted
una mañana, después de cerrar misteriosamente la ha visto, me sale a mí por tres reales de coste.
puerta, le pregunté en voz muy baja: »—¿Tres reales nada más?
»-Oye, esos duros que yo te doy, ¿pasan bien? Figú­ «-Justamente, y para que me vea usted trabajar, voy
rese la cara de idiota que puso el camarero. Quiero decir a hacer uno delante de usted.
—añadí—, si no los miran mucho o dudan antes de cam­ »Yo había comprado una guitarra vieja a la que
biarlos. Porque esos duros ¡los hago yo! Yo sé que tú eres arranqué las cuerdas.
reservado y me guardarás el secreto, ¿verdad? Toma un »—¿Parece una guitarra, verdad? Pues es el hornillo.
duro para ti; pero ten cuidado y fíjate mucho cuando te Mire usted el troquel, y el cuño, un poquito de barra de
lo cambien. plata. Verá: es cuestión de una hora.
»Diez minutos más tarde volvía con gran regocijo: »Y prendí fuego a los carbones de mi hornillo ocul­
»—¡Como en Tesorería! ¡Y es que están superiormen­ tando en el fondo un duro reluciente y nuevecito a salvo
te imitados! de las brasas. El viejo estaba alucinado y tenía un poco
»Yo sabía que aquella bestia era incapaz de callarse. de miedo.
Aquella misma noche se lo dijo al señor Benítez, quien «Calculé el tiempo y apagué la lumbre. Aventado el
en la fiebre de avaricia, tuvo un gran deseo de ver los fa­ rescoldo, extraje, con unas tenazas, el disco de plata
mosos duros por sus ojos propios. todo lleno de ceniza. Lo limpié con una gamuza, y el
»Celebramos una conferencia en mi cuarto, cuando duro apareció ante los ojos estúpidos del fondista.
los otros huéspedes dormían. Aquella noche cerramos el trato; él sería el socio capka-
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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

lista y yo el industrial. Durante algunos días le he estado en la cárcel también. Como recuerdo de la aventura le
dando duros legítimos, que el honorable varón pasaba dejo la guitarra; que la ponga cuerdas y olvide el chasco,
creyendo que eran clandestinos. El éxito me legó su punteándose unas malagueñas para consolarse...
confianza, y le propuse ensanchar el negocio y hacer bi­ Y Soler decidió pasar el resto de la noche con cierta
lletes falsos. dama granadina, amiga suya, muy diestra en los juegos
»Le enseñé la máquina fotográfica: unos botes de de amor, en cuyos brazos festejaría muy sabrosamente a
anilina, unas planchas de cobre y dos billetes de cinco costa de Los m odelos del honrado fondista señor Benítez.
duros, nuevos, que, según le decía, acababa de hacer. Ei Pero, antes de separarse, regaló un billetito de los peque­
viejo avaro los miró mucho, y se los llevó. Como es lógi­ ños al camarada desvalido, para que también se holgase
co, pasaron sin dificultad, y por la noche, entusiasma­ por su cuenta del éxito de tan habilidosa trapacería.
do, me dijo:
»—¡Es usted un gran artista! Yo creo que nos podemos
hacer ricos. ¿Qué dinero necesita usted para empezar?
»—Con mil pesetas para mí tengo bastante, y, ade­
más, un billete legítimo de cada clase para que me sirva
de modelo.
»E1 viejo, como usted ha visto, me ha entregado los
modelos, y esta misma noche ya no voy a dormir al hotel.
Fíjese que el miserable y el monedero falso es él; claro que
hay que ser un poco psicólogo, y esta pirueta hay que ha­
cerla con un avaro, que, como el señor Benítez, sea tam­
bién un poco tonto. Pero, por esta última cualidad, no
hay que apurarse, porque es moneda corriente. ¡Ya ve us­
ted: todavía da el dinero el timo del portugués y hay
quien viene desde América a buscar un tesoro enterrado!
»Esto tiene la ventaja, amigo Roldán, de que ese
pazguato no puede denunciarme, porque se metería él
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Los nietos del Monipodio

La cosa que más nos abre la espita de la fisiología es


comer bien. Envueltos en el humo de un gran cigarro
sentimos un amable renacimiento espiritual. Después
de esas maravillas culinarias que inventan los discípulos
de Briilat Savann, renacen todos los proyectos o zumba
en nuestros oídos el viento de las más fantásticas aventu­
ras. Ante un bisté (del café) no hay melancolía que resis­
ta, y, después, se siente una jovial expansión, un dulce
deseo de abrazar a las mujeres que pasan por la calle. En
esa encantadora situación de ánimo iba Ataúlfo aquella
noche, apretando nervioso el bilíetito de cinco duros.
Pensaba que él debía trabajar, escribir, conquistar Ma­
drid con su talento, que es a lo que había venido. Pero
¿tenía talento en realidad? Un poco dolorosamente,
Ataúlfo dudaba. ¡Hacía tanto tiempo que no escribía!
No le dejaba lugar la lucha diaria por la comida, por el
albergue.
Para la vida bohemia es preciso poseer la doble ener­
gía. El fracaso está en no tener esa fuerza. Generalmente
se gasta la actividad durante todo el día en conseguir al­
l í 99]
Em ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

gún dinero para las necesidades apremiantes, y al caer de En cada uno de esos lugares hay varios buscones, que
noche en el diván de un café o en la soledad del hostal, se cuando llega un nuevo parroquiano con la cara de payo
ha gastado toda la imaginación, y el alma está seca y el se le acerca muy solícito.
cuerpo tundido. Hay que dividir la energía en buscar di­ -¿Quiere usted hacer el cuarto para jugar al tute? Los
nero, en operar, en atacar a los transeúntes, para tener otros son aquellos señores, un comandante y un emplea­
derecho a sentarse ante el mantel de un figón, y después do, personas muy decentes...
del condumio, con la energía reservada, trazar el artifi­ Y el incauto se deja entre las uñas diestras de los com­
cio de una novela o dejar pedacitos luminosos de cora­ pinches todo cuanto lleva en la bolsa.
zón entre los renglones de un soneto. Si no, de la bohe­ En la escalerilla de caracol, se topó Roldán con el Ja ­
mia literatura, se desciende a la gallofa, y en vez de un bato, Paco, el Carabanchel, El D ante y otros gentiles
caballero bohemio, que lleva sobre sus hombros el pena­ hombres de la bravia.
cho de su ideal y el optimismo de su juventud, se es sola­ El D ante era un mozo buenazo, enemigo de camo­
mente un hampón vulgar o un sablista menesteroso. rras, quien, por un poco de hostilidad hacia el trabajo,
Ataúlfo había perdido la costumbre de escribir; lo vivía penosamente jugando al billar, a la cuarenta y una,
que pensaba y lo que sentía no podrían jamás hallar una siempre con un poco de ventaja, y a la caza de unos rea­
forma bella y literaria. Era el fracaso antes de empezar. les con que sostener su vivir de aventura. Se llamaba
Así se ingeniaba para ir viviendo a salto de mata. Co­ Dante, y la chulería, con su hábito de anteponer el artí­
noció a un buscón de billares y de tertulias de café, y muy culo al nombre, hacía recordar, a los oídos cultos, con
pronto le adiestró en toda suerte de fullerías. Iba el tal su­ un poco de estupor en aquel paraje, al autor de La d ivi­
jeto, nombrado Jabato, a la tertulia del café de Peláez, y na com edia.
allí se encaminó Roldan, a divertir sus ocios, a olvidar -Vente con nosotros a la Manzana, que ha caído un
los pensamientos que le asaltaban y a ver si lograba le­ pasm ao —le dijo el Jabato.
vantar algunas pesetas con ayuda de las que llevaba y de En la calle de la Manzana había un baile de chulos y
sus malas artes. de rameras. A la izquierda del salón, junto al tabladillo
Había allí catedráticos de la fullería, verdaderos bru­ del piano, estaba el ambigú. Como era tarde, había po­
jos del libro de Juan Bolay, que es como se llamaba anta­ cos bailarines, y allí se formó la banca. Tallaba el Cara­
ño, entre los picaros, al epítome de las cuarenta hojas. banchel; la víctima era un honrado tendero de los alrede-
1200]
[201] BIBLIOTECA
OPTO. L IT . ESP A Ñ O LA
E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

dores, gran aficionado a verlas venir, que llevaba bastan­ de perder el quinto duro entró a llamarle el portero del
tes billetes en la cartera. Los compinches eran: el Jabato, baile-chirlata.
El D ante y el que hacía de banquero. —Señor Miguel: que está aquí su chica de usted.
-T ú no tienes más que apuntar a la descargada, pero Una niña rubia, con las ropas muy humildes y muy
no seas ansioso... un pu n to perrero y nada más, no vayan viejas, con las livideces del hambre en la cara, se acercó al
a oler que vas a la oreja, y, además, no seas prim avera y te jugador.
vayas a colar a los entreses. -D ice madre que a ver si baja usted, que no vaya a
Ataúlfo Roldan prometió seguir el consejo al pie de perder todo el jornal, que ya sabe usted las que estamos
la letra. La baraja estaba marcada; mas los dedos ágiles pasando...
del C arabanchel hubieran hecho las mismas filigranas El jugador se puso rojo de ira y de vergüenza de que
con una baraja intacta. los demás supieran sus angustias hogareñas, y creyó de
El tendero, rojo, alucinado, perdía su dinero con ra­ mucha hombría responder brutalmente a la ingenuidad
pidez. Sobre el tapete verde, las cuatro cartas tenían la infantil:
atracción de cuatro diablesas. -D ile al p en co de tu madre que haré lo que me dé la
En esas encerronas siempre hay linces que ven la gana. Y tú 110 vuelvas a subir, porque te estrello...
trampa y se aprovechan, y también hay otros cándidos La niña se fue llorando, con sus vestidos raídos, sus
que contribuyen a mejorar el gran agosto de los fulleros. orejas violáceas y sus alpargatas destrozadas...
Era uno de estos un hombrecillo mal vestido, con facha Todos los ojos se clavaron en Miguel silenciosamente.
de obrero, barbado y menguado de estatura, que, al olor La partida estaba muy animada. Mientras el ban­
de la timba, por vicio y por necesidad, había venido con quero tiraba, casi se podía oír el latir de muchos corazo­
ellos desde la tertulia del café. nes. Cuando salía alguna de las cartas había un desbor­
Le gustaban las mismas cartas que al tendero, a damiento de emoción, y hasta que volvía la baraja el
quien estafaban, y el infeliz perdía un buen número de tahúr se alzaba un torvo clamor preñado de obscenida­
pesetas. Se notaba su angustia interior cada vez que le des y de palabras cortantes como puñaladas.
echaban la contraria, con qué conturbación iba sacando Todo iba en paz hasta la llegada del Cubano, un
las monedas de su bolsillo, cómo se tomaba lívido y mozo muy magro, larguirucho y mulato, que vivía con
hundía silenciosamente las uñas en el tablero. Al acabar prestigios de matón de taberna y chirlata. Al terminal

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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

una jugada, esralló la disputa con desplantes de majeza Ataúlfo y sus cofrades se escabulleron por las callejas
por ambas partes, susto de los medrosícos e impaciencia de San Ignacio y Santa Margarita, huyendo de que los
de los perdidosos. corchetes les atraparan y tuvieran que pasar el resto de la
-¡Esas dos beatas del cinco son mías! -gritó Miguel. noche en los calabozos del Juzgado hasta que se aclarara
-¡Mías! -aulló el Cubano, poniendo las garras sobre la contienda.
las monedas. En la plazoleta de Leganitos vieron a Miguel junto a
Hubo una gran confusión de manos, de sillas que se una mujer flaca, haraposa, joven aún, pero con esa la­
caen con estrépito, de gentes que huyen. El Caraban- mentable juventud en ruinas de las mujeres artesanas
ch el intervino. (mártires de la maternidad y de la mala vida). La niña
-Esas dos pesetas las ha puesto el señor. caminaba delante. Parecían disputar; se oyó la voz an­
-Pero yo me las llevo por tripas -gritó el Cubano—, gustiada de la mujer, y su voz tenía la honda angustia de
¿Hay algún hijo de zorra que diga que no? los días sin comer, de los agobios mezquinos, de todas
-¡Q ue siempre has de ser tú el p a to s o !- dijo el Jaba­ las vergüenzas, de todas las miserias.
to—.No respetas a los amigos. -¿Y no te ha quedado ni un céntimo? -Y rompió a
Y allí hubo de finar la partida. El tendero, asustado, llorar. El hombre, enfurecido, le apretaba el brazo.
guardó el dinero que tenía delante y huyó de la pelea. Fu­ —Calla y no me desesperes más.
riosos porque se les había ahuyentado la presa, elJabato, el Y como la atribulada no cesase en sus llantos, Miguel
C arabanchely El D ante cerraron contra el Cubano a pa­ la tundió villanamente a puñetazos, a patadas, hasta
los, mordiscos, banquetazos... Estedio un palo ala lámpa­ tumbarla junto a la tapia. Ataúlfo quiso interponerse,
ra con su cayada, se retrepó contra la pared y empalmó su pero el Jabato, que venía con él, le contuvo.
faca cabritera. En la sombra, ía pelea era bárbara, rufianes­ -N o te metas. Es ese venao de Miguel que está di­
ca, cobarde. Se oían quejidos, cuerpos chocando violenta­ ñando estopa a su gachí. ¡Se ha metido la noche en agua!
mente, y muebles que caen rotos. Rasgó la sombra la lla­
ma azulada de un fogonazo y un grito de dolor.
Roldán huyó con unos cuantos jugadores; sonó el
pito del sereno, y unos guardias acudían corriendo con
un gran tropel de curiosos.
1204] [205]
La rubia truhanesa

Ataúlfo Roldan la conoció en un rincón económico


donde iba a cenar en las épocas de malandanzas. Se lla­
ma Lola; era muy blanca, con la blancura de un clown, y
tenía una magnífica cabellera rubia, como un casco de
fuego. Los ojos eran azulencos, y la boca, marchita, te­
nía algo de flor voluptuosa y envenenada. La figura era
gentilísima, de amazona: su talle tenía una gracia supre­
ma de ritmo y de ondulación, era quebradizo y elástico,
con agilidad de danzarina, y ascendía hasta los senos
muy opulentos, tersos y marmóreos bajo el justillo.
Era una mujer muy inquietante, que hechizaba y
conturbaba el espíritu con el aura sensual de su figura y
el misterio extravagante de su alma. Si físicamente era
una rosa del mal, y sus besos tenían algo de vesánico y de
alucinante, su espíritu era como un pantano lleno de
turbulencias crueles y pasionales. Era un enigma para
Roldán; no sabía si era una loca eterómana y morfinó-
mana, o una criatura pervertida y sagaz que vivía explo­
tando sus cabellos rubios y sus pechos blancos.
—Yo soy una bohemia—le decía-. Me gusta desvalijar
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E m ilio C a r re r e El reino de la ca ld erilla

a los que tienen dinero; hacerles rugir de deseos ante mí mosa hazaña que le rindiese la admiración de aquella mu­
y no entregarme nunca. Eso me divierte y sería comple­ jer; robar para ella, para su lujo y para sus vicios; matar a al­
tamente feliz si fuese querida de un asesino. guien, a cualquier rufián en alguna taberna de las que co­
Le gustaba beber y, cuando estaba borracha, contaba rrían por la noche, para probarla que era capaz de todas las
sus historias muy truculentas. Era muy peligrosa en esos heroicidades por poseer su corazón enigmático y su carne
momentos, porque se tornaba agresiva; le gustaba ir a pálida y podrida de flor de cementerio.
los burdeles y a los cafés cantantes a insultar a la andante En los paréntesis de calma, el galopo pensaba que
chulería y, en su bolso de encaje, llevaba siempre un re­ Lola podría ser una admirable maraña para desplumar a
vólver pequeñito con el puño de nácar, que sacaba en se­ los tontos... En seguida pensó en el señor Mingóte, un
guida para tener a raya a la galopesca. tendero gordinflón y muy lujurioso, que andaba siem­
A Ataúlfo le interesaba mucho aquella mujer, por su pre a caza de niñas tobilleras y lucía su calva rosada en las
alma rara y por su carne triunfante de sensualidad. primeras filas de los coliseos de varietés.
Siempre que operaba con éxito la convidaba a comer en A la truhanesa le pareció muy bien la aventura. Dos
algún reservado galante, pero nunca pudo conseguir días después, el señor Mingóte recibía en su escritorio
poseerla. Se dejaba acariciar, besaba con su boca cruel y una cartita que contenía estas palabras ardientes y mis­
emponzoñada, rendía toda su cultura temblorosa, llora­ teriosas:
ba, reía, blasfemaba o rezaba entre los brazos de Ataúlfo;
pero, al llegar el momento supremo de la posesión, se «Hay en el mundo una mujer que sufre por
defendía con bravura y astucias de pantera y, al fina!, se usted. Si fuese sensible a su pasión convertiría en
reía del macho encelado, conturbado y vencido. flores las espinas de un corazón desgraciado. Esta
-N o seré nunca tuya -rugía-. No me gustas; eres ri­ noche, a las nueve, estará en el café de Goya su
dículo, repugnante; no eres capaz de matar a nadie. incógnita adoradora,
Y Ataúlfo, enloquecido, estuvo muchas veces a punto La Condesa Leonor».
de matarla a ella. Aquella pasión morbosa y violenta la ale­
jó de su vida pintoresca y picara de la cofradía de la pirue­ El pobre tendero estuvo a punto de desmayarse de
ta. Su amor canalla por la rubia truhanesa iba tomando en felicidad. Aquello halagaba mucho su fantasía, toda lle­
su alma trágicas desviaciones. Pensó en realizar alguna fa­ na de episodios de folletín. Aquella noche cerró su tien­
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E m ilio C a r re r e El reino de la ca ld e rilla

da una hora antes que de costumbre, y se encaminó al dos duros, ni te emborraches, que ese idiota puede ser
Café de Goya. una mina...
Fueron cinco horas de angustia impaciente, en la5 La truhanesa hizo su papel como una gran come-
que dejó volar a su antojo su imaginación. Cada vez que dianta. Le hablaba apasionadamente de cómo había na­
se abría la puerta, le latía el corazón violentamente. cido su pasión terrible un día que le vio vendiendo ma­
Cuando se convenció de que su Condesa Leonor no dapolán en su covacha; le habló del sol, de la luna, de los
comparecía, se encaminó descorazonado hacia el domi­ cipreses del cementerio, del veneno de los Borgias, de
cilio conyugal. Romeo y de Julieta, de suicidarse en la Moncloa, pidien­
Y dicen las crónicas que aquella noche fue muy seña­ do que les enterrasen juntos.
lada en los fastos matrimoniales, y que su respetable es­ Al señor Mingóte le gustaba mucho aquel aitilugio
posa quedó encantada de la gallardía del señor Mingóte, folletinesco; pero hubiera preferido irse a cenar con ella
que, inflamado por aquella extraordinaria aventura, ha­ a un gabinetito reservado de la Bombilla.
bía reverdecido sus más pujantes años juveniles. Pero la Condesa Leonor no era una mujer fácil, y el
A la mañana siguiente halló otro billetito sobre su tendero lascivo y sentimental tuvo que conformarse con
mostrador: «Un marido celoso y odiado se interpuso besarle galantemente las puntas de los dedos, al despe­
anoche entre los dos. Esta noche seré tuya, o los prime­ dirse con una profunda reverencia, como si estuviese en
ros rayos de sol alumbrarán tan sólo mis despojos». Versalles.
—¡Ya me tutea! -exclamó muy regocijado, y el tono
poético de la carta lo conmovió profundamente y le
hizo comprender que se hallaba ante una gran pasión fa­
tal, como las que él había leído en las novelas de Ortega
y Frías.
Aquella noche Lola fue a la cita misteriosa. Ataúlfo la
aleccionó muy bien y la hizo varias prudentes recomen­
daciones.
-Dices que tienes un marido brutal que te mataría a
ti y le mataría a él si os descubriese. No vayas a pedirle
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Hora roja

El pobre tendero no conseguía rendir a su fantástica


Condesa, y ei deseo, aguijoneado diestramente por Lola,
la rubia, se había convertido en una pasión fulminante
que amenazaba el buen orden del cajón de su tendu­
cho de la calle de Toledo y el menguado seso de su pro­
pietario.
En esos dos meses de sus castas relaciones le había
llenado los dedos de sortijas, le había comprado trajes
suntuosos y chapeos con plumas de pájaros fantásticos.
Lola estaba encantada y Ataúlfo preparaba una ocasión
para caer definitivamente sobre la gaveta del tendero
enamoricado.
Vivía Lola, a la sazón, en casa de doña Filo, el único
amor del pobre Belda. La vieja cocota había montado su
hostal de placer discreto, sin pagar tributo a los corche­
tes, en la calle del Horno de la Mata, copioso vivero de
princesas de la aventura, de rodrigonas y de narcisos del
organillo.
La casa estaba muy bien alhajada con muebles alqui­
lados, y ofrecía tibio y económico nidal para donjuanes
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E m ilio C a rre re El reino de la c a ld erilla

arriscados y honrados jefes de negociado o sacerdotes gabán, mientras clamaba con una indignación de melo­
pecaminosos que allí podían solozarse a sus anchas con drama:
mocitas de buen vivir, obreras, de las que ayudan de no­ -¡V il seductor! ¡Esposa adúltera!
che, y damas casadas, las que un esposo tacaño y pobre- -¡M i marido! -gritó Lola y huyó tambaleándose es­
tón no satisfacía en los gastos de faldas joyantes, zapan­ caleras arriba.
tes de charol y otros pequeños lujos. Tales eran las -¡Caballero!; yo le explicaré a usted... Yo le juro
contertulias que iban a hacer com edor en casa de doña que... -balbuceaba Mingóte, lívido, temblando ante el
Filo, la ex rubia d e la platea. esposo ultrajado, y temiendo el escándalo, que llegaría a
Era la noche en que el enamorado iba a realizar sus oídos de su mujer y de los dependientes de su covacha.
ansias amorosas, la Condesa Leonor le había prometido —¡Calle usted, monstruo de sensualidad! ¡Usted me
capitular y le había indicado el hostal de doña Filo, ha manchado el honor y le voy a alojar en el cráneo las
como un lugar recatado. Cenaron suntuosamente en cápsulas de mi revólver!
Lhardy, y libaron licores que hasta entonces habían per­ -¡Nosotros somos testigos! -gritó é. Avión.
manecido inéditos para Lola, la rubia, que hizo a las —Sí, señor; nosotros somos testigos de su villana ac­
nuevas bebidas unos honores extremados. ción. ¡Mancillar el honor conyugal! ¡Qué vergüenza, un
Cuando salieron del restaurante, Lola tuvo que co­ señor tan gordo! ¡A ver! ¿Dónde están los policías?
gerse del brazo de su doncel, porque en su mente danza­ -No, eso no, por Dios -suplicó Mingóte-; vean que
ban los faroles de la rúa en extravagante rigodón. soy un hombre casado, que tengo mucho que perder...
Ataúlfo, que íes acechaba, comprendió que se había Cuando vieron que se ponía en el camino de dar di­
emborrachado copiosamente. nero, Belda simuló que arrastraba al ultrajado cónyuge y
—Esta loca nos va a deshacer la com bina —le dijo al el Avión comenzó a tratar el asunto hábilmente, con
pobre Belda y a otro piruetista nombrado el Avión, que diestros ataques a la cartera del comerciante medrosico.
conocía al dedillo la topografía del penal de O caña. -Nuestro amigo es un caballero, y hasta que no lave
Los tres gallofos fueron en pos de la enamorada pare­ su honra con sangre, no va a poder dormir. Pero yo soy
ja, y cuando esta, tras de mirar recelosamente a sus la­ un hombre de mundo y comprendo el compromiso que
dos, penetró en el portal de la casa de citas, Ataúlfo les esto le trae a usted: su señora, su crédito mercantil ; y y°
dio alcance asiendo al rijoso tendero por las solapas del creo que todo se podía arreglar... Mire usted, el conde
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E m ilio C a rrere
El reino de la calderilla

—el conde era Ataúlfo—anda mal de fondos, mañana le de abismo. ¿Qué habría en el fondo de aquella alma deli­
vence una letra de dos mil pesetas y, como al cabo, entre rante? La amaba furiosamente, con un anhelo de placer
la condesa y usted no ha pasado nada... serio, yo creo sádico, de besos vengativos. Siempre le desdeñaba y le
que interviniendo yo y con que usted tuviera un rasgo humillaba. Encendía sus fuegos para dejarle abrasarse en
de generosidad... la condenación de su loca lujuria. Y la fiebre maldita se
Mingóte aceptó, encantado, la solución del amigo había hecho también señora de su espíritu, y la idolatraba
oficioso. y la aborrecía, borracho de una delirante sensualidad; y
—¡Si usted fuera tan amable que procurase explicar­ él, un cínico, un ex hombre, con el corazón como un gui­
le!..^ No llevo encima más de quinientas pesetas... —y le ñapo, se sentía dominado por aquella acción villana, en­
daba cinco magníficos billetes azulados. vilecido por una hembra histérica, prostituida y vesáni­
El galopo los atrapó en el aire. Media hora más tarde ca... Pero tenía un busto tan armonioso, tan voluptuoso,
de realizado el pingüe chantage los tres amigos descor­ tan enloquecedor... de carne blanca y temblorosa, como
chaban unas botellas de «N. P. U.» en el comedor de una pomposa flor de emponzoñada fragancia.
doña Filo. La fue destrenzando la cabellera de oro, que se exten­
Eran ya las tres de la mañana. Belda y el Avión se ha­ dió sobre los hombros marfileños, como un penacho lu­
bían retirado a sus posadas, y doña Filo hacía solitarios minoso. Le besó largamente en los cabellos, y absorbió,
con los naipes. Ataúlfo entró a despedirse de Lola, que como un narcótico, sus amargas fragancias. Después le
dormía aún su borrachera de la cena suntuosa. acarició el cuello, largo y ambarino; le mordió los labios
Estaba la truhanesa sobre una meridiana, a medio exangües, con largas mordeduras de quintaesenciadas
vestir; la luz azulada de la lamparilla caía sobre su carne voluptuosidades. Hizo saltar los broches de la blusa y li­
pálida de clown, bertó los senos, que floreaban finas venas azules. Ascen­
—Adiós, mujer; mañana vendré a buscarte para al­ día de su cuerpo un intenso y acre perfume de mujer;
morzar. Ataúlfo hundió su rostro entre los dos montones de car­
La cogió de la mano; ella no se apercibía de nada. ne fragante, preso de una inefable embriaguez, como si se
Ataúlfo la miró intensamente con una mirada de infini­ hubiese sumergido en un paraíso de opio o de morfina.
to, de doloroso deseo. Aquella mujer cruel, fría, de tan re­ Era un minuto que bien valía toda una vida. Quiso
gia y morbosa belleza carnal, le atraía con una fascinación hacerla suya, plenamente suya, con una maceradora
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

violencia, ver brotar Kilo a hilo su sangre en el divino es­ mordía en los labios hasta hacerla manar la sangre, mien­
pasmo, por los besos que desgarrarían su piel pálida de tras ella contorcía su cuerpo en una desesperada agonía.
flor de cementerio. Saltó sobre el cuerpo deseado loca­ Fue un minuto eterno, de horror y de placer, en que
mente, con un magnífico ímpetu de fauno vencedor. la truhanesa fue plenamente suya, en la comunión trági­
-¡M ía! ¡Por fin vas a ser mía! ca del amor y de la muerte, en que al fluir las fuentes in­
Y su voz parecía un victorioso rugido pagano. mortales de la vida, volaba en torno de ellos el espíritu
Lola se despertó sobresaltada; vio al gallofo sobre rojo y espectral del asesinato.
ella, 7 le rechazó violentamente. Se irguió dolorido, deshecho. Lola la rubia, mas
-Eres tú, canalla, ladrón. Ya sabes que no quiero ser blanca que nunca, estaba envuelta en una magnífica ca­
tuya, que me das asco. bellera dorada. Su boca, exangüe como una flor veneno­
Se entabló una lucha desesperada, sordamente, si­ sa, tenía la mueca lúgubre y grotesca de los agarrotados.
lenciosamente. Besos, blasfemias, golpes crueles se tren­ Ataúlfo vio con un supremo horror lo que había he­
zaban en el silencio más profundo. La moza se defendía cho. Le parecía estar envuelto en un ambiente de pesadi­
como una tigresa, con las uñas, con los dientes blancos y lla. Fríamente, con una frialdad más que trágica, se lavó
voraces. Ataúlfo tenía las manos ensangrentadas. sus heridas, recompuso el desorden de su traje. Se acercó
-¡Ladrón, hijo de una zorra; me das asco, me das a la muerta, la fue despojando de sus sortijas, del reloj ito
asco!... de oro, de los pendientes. Creyó oír ruido de pisadas, y
Hubo un momento en que el macho la venció com­ con un estremecimiento de terror tiró de uno de los
pletamente sobre el diván; Lola se vio perdida, y cuando pendientes, rasgando el lóbulo de la oreja. Del oro ama­
el piruetista iba vorazmente a besar su boca, le hundió rillo pendía una gota de sangre, como un rubí.
con saña las afiladas uñas en los ojos. Salió de la estancia. Todo dormía; cautelosamente
—¡Toma, canalla! —y se reía con una risa fúnebre de ganó la puerta de la calle y se alejó despacio. Anduvo,
loca. anduvo, acariciando nervioso las joyas en el fondo de su
Por la habitación voló un hálito bárbaro de tragedia bolsillo. Le parecía un sueño, un sueño horrible de una
primitiva. monstruosa borrachera.
Enloquecido de dolor, Ataúlfo le agarrotó las manos
en el cuello y apretaba mientras le besaba en la boca y le
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La última pirueta

Amanecía, y ei cielo invernizo tenía un torvo color


ceniciento. Ataúlfo temblaba de frío y de miedo. Tenía
un ansia infinita de dormir muchas horas, de no desper­
tarse jamás.
Comprendía que era muy peligroso vagabundear
por Madrid y no se atrevía a irse a un hotel o a una casa
de dormir. La Policía le buscaría ya. ¡Qué horror, Dios
mío! ¡Le esperaba el presidio, quizás para toda la vida,
porque los jueces no podrían explicarse por qué com­
pleja maraña de odio y de adoraciones, de lujuria y de
locura, había sido el asesino del único ser a quien quería,
en un minuto de horrible ausencia de sí mismo!
Se cruzó con dos polizontes a quienes conocía por
haberles visto perseguir por las calles a las rameras; fue
un instante de tremenda emoción... Pasaron de largo.
—No puedo seguir andando por las calles. Tengo di­
nero, huiré en el primer tren, pero necesito guarecerme
en algún sitio estas cinco o seis horas, dormir un poco,
porque me voy a caer muerto en medio de la calle.
Pensó en el Avión, y se encaminó hacia su casa, un
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

tugurio de la calle de los Irlandeses, donde el rufián vivía -Verás lo que he pensado... -Y hablaron bajo, tene­
con una fiadora con sus puntas de zurcidora de malos brosamente, con la voz de falsía, de codicia, brillantes
deseos. los ojos como hojas de cuchillo.
Media hora más tarde, platicaban ambos en casa del A media mañana, Ataúlfo se despertó bruscamente.
Avión, ante una botella de aguardiente. Junto a él había tres hombres, que al intentar incor­
-No te apures, hombre; con un poco de vista y de co­ porarse, se abalanzaron sobre él. En la puerta estaban
raje se puede uno librar de la bofia. ¡Y que todo le ha de dos guardias, con las esposas preparadas.
pasar a uno por una perra de mujer! Bebe, chico, y échate —¡Dese usted preso a la autoridad!
en mi cama, que para las ocasiones son los amigos. Ataúlfo se entregó sin resistencia, como un harapo,
Y luego agregó, taimadamente. sin pronunciar una palabra. Después hundió la mano
—Y la quitaste todas las tumbagas, ¿verdad? en el bolsillo donde llevaba las joyas, y exhaló un sordo
-S í; esas alhajas las convertí en dinero, y viviré un gemido.
poco de tiempo a donde me vaya; cuando se acabe, ya -¡Canallas! ¡Me han robado!
veremos. Lo principal es que no me cojan, que me pue­ Le esposaron fuertemente, y a empellones le llevaron
da marchar de Madrid. hacia la puerta. Una multitud de comadres, de chiqui­
-Pues a dormir, chavea, y luego te las piras con más llos harapientos y de bigardos se agolpaba para verle la
riñones que un jabato. cara. Entre ellos atisbo AAvión, y al pasar junto a él se le
Al poco rato, Ataúlfo dormía profundamente. El encaró, fulminante de odio la mirada:
Avión fumaba y bebía aguardiente en la pieza contigua; -¡Ladrón! ¡C hivato! ¡Hijo de una perra!
luego se levantó, con muestras de una íntima agitación, Y le lanzó un salivazo en pleno rostro al delator.
y fue a buscar a su coima. Después, el tránsito vergonzoso, en pleno día, bajo
—Oye, ya sabes lo que ha hecho ese. A mí me repugna un dulce sol dorado de invierno, en la alegría de las ca­
un poco chivarm e, porque, al cabo, es un compañero. lles, llenas de bullicio y de mujeres bonitas. Con el som­
¡Pero si vieras lo que lleva en alhajas! El viejo debía estar brero caído sobre los ojos, doblándosele las piernas, des­
muy colao con la Lola. trozado el traje, marchando a empellones entre sus
-Pues yo no tendría remordimiento en denunciarle. guardianes, Ataúlfo Roldán fue pasando revista a su la­
¡ Venao!¡M^atar a una mujer! mentable juventud. Recordó sus anhelos de poeta, sus
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E m ilio C a rre re

sueños de gloria en el viejo rincón provinciano; luego su


vida en Madrid, sus miserias, las noches sin albergue, la
renunciación y el fracaso de todos sus ideales; luego vio
cómo de la bohemia literaria había ido deslizándose has­ Elogio de la media tostada
ta caer en la vida hampona, y el pobre trotacalles lloró
intensamente, desgarradamente, aquella mañana lumi­
nosa, amarrado y tundido, entre el jovial optimismo de
la alegría callejera. La casa de doña María es una respetable institución
En el camino se topó con el señor Aparicio, sucio, entre esa clase antisocial, alegre, soñadora y desvergon­
derrengado, hambriento; y como el cofrade le deman­ zada qué los tenderos acomodados llaman desdeñosa­
dase qué mala fortuna le había puesto en lance tan mente la bohemia.
amargo, Ataúlfo le contestó con una trágica sonrisa de Por sus lechos fementidos, como por el figón de Pro-
ironía: culo, ha paseado sus grotescas bizarrías toda la literatura
—Ya ve usted. ¡Es mi última pirueta! trashumante de estos últimos tiempos. Melenas absur­
das, gabanes increíbles, chapeos arbitrarios han desfila­
do ante el gesto huraño de doña María que, ojo avizor y
«cobro adelantado», abría las puertas de su pintoresco
palacio nocturno, situado en la calle del Reloj, frente a ía
plazoleta del Senado.
El literato de provincia que llegaba atraído por el es­
pejismo de la Corte, solía confidenciar sus primeras
emociones madrileñas con aquellos agresivos cabezales;
si se supiesen los dislocados proyectos y las lúgubres
obligaciones del hambre de todas las frentes que ellos
han sustentado, qué páginas tan intensas podrían escri­
birse de nuestra melancólica bohemia.
Aquella tarde, inverniza y glacial, la propietaria del
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

palacio daba golpes desde hacía una hora en la puerta de Y salió dando un portazo que hizo temblar toda la
la sala, ocupada generalmente por cinco huéspedes, casa. Se oyó a lo largo del comedor el renquear de la vie­
—¡Eh, don Oliverio, don Rubín! Que son ya las cuatro. ja, arrastrando penosamente los pies, y su voz ganguean­
Un silencio absoluto respondió a la voz agria e impe­ te que gruñía, mientras su mano sarmentosa aporreaba
rativa de la vieja patrona, que tornaba con su estribillo: en otra puerta:
—¡Que son las cuatro y media! ¡Arriba, don Rubín, —¡Arriba, pronto! Que si no se levanta, le voy a echar
don Oliverio! un jarro de agua...
Don Rubín y don Oliverio no se dignaron respon­ Doña María, como se ve, era una mujer ejecutiva.
der a los requerimientos patroniles. Ninguno de sus huéspedes había podido conocer su fla­
—¡Valientes desvergonzados! —rumió la hospedera-. co sentimental, y entre ellos había sutiles zahoríes de to­
¡Desde las cinco que están durmiendo! Eso se llama esti­ das las flaquezas de la vanidad, empingorotados docto­
rar los cochinos dos reales... res de la adulación y de la trapacería. Alguno, que no
Y abriendo la puerta con gran estrépito, caminó a tenía los dos reales del camastro, la había invocado las
tientas hacia la ventana, cuyas maderas abrió de par en cosas más conmovedoras, los afectos más patéticos: el
par. Una luz lechosa y triste cayó mansamente sobre los primer amor, la aldea lejana... Todo inútil. Un joven
menguados camastros y descubrió los desconchados de músico, sabiendo que era gallega, quiso adular sus senti­
las renegridas paredes. mientos regionales, y entró una noche tocando en su
—¿Ustedes creen que hay derecho a esto, señores míos? violín la Alborada, de Veiga; pero doña María tampoco
Don Rubín y don Oliverio levantaron sus enmara­ era accesible por la vía lírica, y el violinista durmió aque­
ñadas cabezas. lla noche en un banco de la plaza de Oriente.
-¡No hay derecho, doña María! Don Rubín y don Oliverio habían decidido levan­
—¡No hay derecho! tarse. Se calzaron los desvencijados zapatos, sin herretes
Y tras esta dual contestación, tornáronse del otro y sin trencillas, se ajustaron los calzones astrosos, anuda­
lado e hilvanaron su sueño interrumpido. ron las mugrientas chalinas, y don Oliverio, tras de ha­
—¡Esto es el colmo! ¡A la noche van ustedes a ir a dor­ ber restaurado con tiza la blancura de su cuello y de sus
mir al Pardo, que en mi casa no entran!... ¡Mire los seño­ puños, se tocó con un gran chapeo de alas caídas y copa
ritos ah oreado s\ puntiaguda. Don Rubín se embozó en su tabardo azu­
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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

lenco, al que el uso y la polilla habían dado la poética le­ con el de algún amigo. Siempre era sabedor de todos los
vedad del tul, y caló su estupendo gorro de astracán, que infundios de la camarilla literaria; era como la crónica
era toda su vanidad y el asombro de los cafés y de los tu­ andante de la época, y su figurilla flaca y desmedrada era
gurios por donde pasaba su pintoresca figura de con­ familiar husmeando por entre las mesas de los cafés o
quistador de lo imprevisto. Después, encendía su pipa, hampando por las calles a la conquista de las dos pesetas,
y el humo azul era como sahumerio en aquel ambiente arreciando bravamente sobre el azar, nuestro padre de
cargado con una vaharada de carne pobre y sucia, de todos los días.
cuerpos hacinados. Era tan insustancial y tan horror de cultura como un
—¿Y qué hacemos ahora, Oliverio? ¿Adonde vamos a revistero de salones; el barómetro de su dignidad pendía
comer? siempre de su estómago. Casi siempre servía de secreta­
Oliverio el Gamo, tuvo una mueca melancólica en su rio y de demandadero de algún conquistador de la vida,
rostro cínico de garduña. y siervo y señor solían estar invitados a almorzar en la
-¡Comer! Me parece que hoy no va a pasar eso de la mesa de la casualidad, que es un anfitrión que falta ge­
absurda metáfora. Pero, en fin, lancémonos a la con­ neralmente a la cita, y respecto a la cena... para algo ha­
quista de Madrid. bía de servir la fantasía. En Madrid nadie se queda sin
Oliverio el Gamo era un tipo pintoresco y anacróni­ comer; lo que sucede es que a veces la comida se retrasa
co; recordaba a esos escuderos de las novelas picarescas y dos o tres días.
de andanzas, eruditos ingeniosos y aventureros como Rubín de Nombela era el pseudónimo con que fir­
Escipión, el criado de Gil Blas de Santillana. Sólo que en maba el otro personaje, dueño y maestro a la sazón, de
los picaros de hogaño la mueca de truhán, maliciosa y ri­ Oliverio el Gamo. Era un joven poeta muy extravagan­
sueña, suele ser sustituida por el gesto fúnebre de la an­ te; su mayor placer hubiera sido ir vestido de rojo; te­
gustia y de infinito malestar interior, como si todas las nía alguna reputación en los pequeños cenáculos, don­
hambres se condensaran en un como aullido de amena­ de sostenía valerosamente la inocente pretensión de ser
za. Hampón y algo poeta, lo mismo componía un sone­ ahijado de la Luna. Esto, que era una coquetería muy
to de loa para algún ilustre pollino de rolliza barbilla, económica, lo explotaba en sus versos, que solían ser
que hurtaba un par de volúmenes, aprovechando un bastante aceptables.
descuido del librero, y confundía su paraguas o su gabán . Imprevisor como los pájaros, decía que el ahorro era
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UNIVERSIDAD DE SEVILLA
Biblioteca dg Hun^anidades
E m ilio C a rre re El re in o de la ca ld erilla

una roña del alma, una virtud de aguadores y de sirvien­ crédito en el figón donde solían comer cuando el buen
tes. Para él lo superfluo era lo necesario: amaba las viole­ Dios quería. ¿Qué hacer en tan lamentable situación?
tas y los perfumes, con su sutil voluptuosidad, y, como -¿Y si vamos a casa de Argüello?
Gauthier, hubiera preferido un soneto a unas botas. -¡Hum! Desconfío mucho de enternecer a ese rino­
Príncipe de lo inaudito, derrochaba siempre su oro y su ceronte...
fantasía-quizás más fantasía que oro-, y gran devoto de -Se le puede buscar la cuerda sensible; le llamaremos
la señorita bohemia, iba día por día sacrificando su ju­ nuestro León Vannier; le pediremos la última novela de
ventud al hechizo acariciador de esa belleza del arroyo, Trigo para darle un bombo en El País. Darán una peseta,
pálida, desmelenada y mal vestida, que besa y muerde, lo menos, los libreros del Horno de la Mata.
blasfema y ora. A esa amante de la taberna, de burdel y a -Está muy escamado y, además, Nietzsche es una es­
veces de la opulencia, que cuando está borracha de pecie de dragón.
aguardiente, canta con bellas canciones y ama con tanta Nietzsche, o el señor Ramón, era el cuñado de Argüe­
intensidad, y tan sabia y perversamente, que algunos la llo, el editor de los escritores modernistas. Esta librería,
llaman la Vampiresa, porque cuando cesa de sus cari­ situada en la calle de Mesoneros Romanos, era un chis­
cias, lo demás ya es labor del gusano; a esa querida de cón muy interesante y muy pintoresco, bien digno de
ojos como dos gotas glaucas de ajenjo, dedicaba Rubín una de esas jugosas y veraces descripciones galdosianas.
de Nombela el gesto alegre en las horas amargas; la risa La tienda era un cuadrado exiguo, atestado de libros
brava y franca, ante la mueca macabra del hambre, y en nuevos y viejos. Detrás del mostrador Nietzsche, borro­
honor suyo alzaba la copa de vino, en cuyo fondo está el so, anodino, con una gorra de paño, su cara de color le­
secreto aislador del ensueño. Y siempre su perfil grotes­ choso, con sus lacios bigotes en medio punto sobre la
co de emperador de lo imprevisto, de procer de la qui­ bocaza maliciosa y roncera, espiaba las manos de los
mera, de propietario de lo que nunca ha sido ni ha de clientes literatos, que husmeaban por los estantes, revol­
ser, paseando sus pompas de gran señor de lo absurdo..., viendo los libros con aparente curiosidad de bibliófilo e
aveces con las botas rotas. intenciones de prestidigitador.
Rubín y Olivero habían fracasado en todas sus tenta­ Su misión principal era impedir el paso a la trastienda a
tivas para sacar dinero. Ninguno de sus amigos tenía un los inoportunos; cuando alguno solicitaba ver al cuñado, le
céntimo, ni un mal libro que vender: habían agotado el gritaba, invariablemente, con su voz gangosa y hostil:
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El reino de la cald erilla
E m ilio C a rre re

—¡Gregorio! ¿Puedes salir? Aquí te busca un parro­ mental en ingenuas y melancólicas confidencias, y decía
quiano. -Y ponía en esta última palabra una intención suspirando:
irónica, cuando se trataba de algún escritorzuelo, como —Yo también hice versos en mi juventud. Mi mujer
diciéndole: «Gregorio, ponte en guardia, que vienen a conserva un abanico con una décima mía...
dar un asalto al cajón». Y el cajón para N ietzsche era una Y algunas veces solía recitar la décima. Entonces era
inspiración perfectamente inviolable. el mejor momento para el asalto. Repartía cigarros, di­
Argüello estaba, generalmente, en la trastienda. Era nero; olvidaba a Nietzsche, que era el ordinario y la ama­
un hombre magro, de mediana estatura, con los ojillos rra grosera que contenía sus fugas sentimentales, y daba
verdosos y como avergonzados, ocultos bajo las cejas hasta doce duros por un tomo de poesías...
cerdosas de un rubio rojizo. Su nariz reposaba solemne­ -Yo bien quisiera dar más; pero no hay mercado, no
mente en sus grandes mostachos; romo de frente, el pelo se vende un libro; los jesuitas son enemigos de la poesía
espeso le bajaba hasta cerca de las cejas. Su movimiento modernista... Me están arruinando.
peculiar, en sus perplejidades, era llevarse vivamente las Y entornaba los ojillos grises, asustados de su proxi­
dos manos a la cabeza y apretarse con energía el cráneo, midad con lo espantable, con la apocalíptica nariz.
como si tuviere el injustificado temor de que se le fuera a Cuando Rubín y su escudero llegaron a la librería de
escapar alguna idea. Argüello, había en la trastienda una greguería infernal, y
Tenía dos delirios inofensivos: el nacimiento de la lí­ se oía la voz del librero llena de santa indignación.
rica nacional y la manía de que le perseguían los jesuitas. -¡Por los clavos de Cristo! ¡Márchense a discutir a la
En su mostrador, era un hediondo mercachifle, que es­ calle, que tengo mucho tajo y con esta barahúnda no me
trujaba a los que tenían la malaventura de caer en sus dejan laborar! ¡Maldita sea la hora en que entró un lite­
mallas; para pedirle dinero o colocarle un original había rato en mi casa!
que sacarle de su casa y llevarle a un café donde hubiese Había allí hasta siete energúmenos con melenas, que
música. Era un animal muy sensible a la melodía, y des­ eran peores que los siete pecados mortales.
pués del raconto de Lohengrin o de un aria de M arina -S í, señor, don Dorio, un pesimismo de usted es una
-en música era un ecléctico- se le podían sacar cinco pe­ pose trasnochada. El escritor moderno debe exaltar la
setas y pedir un bistec con patatas. En esas horas aladas, vida, borrar de la conciencia colectiva las viejas abstrac­
era espléndido como un rajá; se desbordaba su yo senti­ ciones religiosas. Tirar los altares, deshacer las mallas de

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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

la moral gazmoña, cantar la libertad del amor como eso no van a dar ni dos reales - y por cuenta propia se
fuente de eterna alegría!... apoderó de dos volúmenes de Galdós.
-¡Bah! Yo no tengo fe en el amor-respondió olímpi­ En la puerta les detuvo Alonso de Argamasilla que,
camente un hombrecillo raído y enclenque, sumergido tras el fracaso de su drama y de su guillotina (anarquista
en un gabán gris que le llegaba a los talones. cristiano y filósofo hiperpsíquico), accionaba furioso
—Y además, ¿usted qué ha hecho? Cuatro artículos con un puñado de cuartillas:
para la D ulce Alianza, esta revista que es lo más cursi que -¡No os indigna! ¡Me han devuelto mi poema titula­
he visto, y estaban fusilados del portugués. Hay que tra­ do Dios, diciéndome que el asunto no es de actualidad!
bajar mucho para alcanzar la gloria. Ese director es una ostra. Voy a ver si Arguello quiere
El hombrecillo tuvo una sonrisita conmiserativa, y adelantarme algo a cuenta de un libro de magia que le
respondió encogiéndose de hombros: estoy haciendo - y desapareció en el interior, con su fa­
—¡Bah! ¡Yo no creo en la gloria! Yo soy un filósofo... buloso carrick atestado de libros, y el poema eclesiástico
-Pero, al menos, hay que luchar por hacerse una fir­ en alto, a guisa de amenaza.
ma. Hay que conquistar la comida. Un librero de lance les dio dos pesetas por los libros
-¡Bah! Yo no creo... hurtados, e inmediatamente compraron tabaco. Con el
Iba a decirle «Yo no creo en la comida», pero Argüe- resto podían comer en algún bodegón; pero decidieron
lío le interrumpió, empujándole hacia la puerta, en el tomar café con media tostada.
colmo de la desesperación: El café es la casa de los que no suelen tenerla nunca.
-Márchense de mi casa, váyanse enhoramala. ¡Jesús, La molicie de los divanes invita a rendir culto a la Santa
qué gente! Pereza; en sus penumbrosos rincones, los pobres artistas
-Este filósofo es un idiota-murmuró Oliverio mien­ vagabundos reposan de los amargos peregrinajes del día
tras ocultaba en sus bolsillos un ejemplar de La m ujer de y se dejan arrullar por el encanto lejano del triunfo, que
las naranjas, un libro en versos, que había escrito un poe­ aparece dorado y magnífico, como una apoteosis. Y esta
ta americano, que decían que estaba loco, y otro ejemplar suave hora de ensueño pone un paréntesis piadoso en el
de la nueva novela de Peres, titulada La amada hace enca­ desamparo de sus lastimosas vidas milagreras.
je s d e bolillos. Rubín y Oliverio entraron en el antiguo café de la
—¿Qué haces, desdichado? —murmuró Rubín—; por Luna. En las tardes solitarias, el tedio tejía sus melancó-
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E m ilio C a rre re El reino de la cald erilla

licos telares sobre las dos amplias salas; el viejo erudito meditativo; este era siempre el momento de sus devaneos
de todos los días daba cabezadas sobre su incunable. An­ filosóficos. Por las mañanas solía sentir el corazón hen­
taño se reunían allí los ingenios más famosos de la épo­ chido de un ingenuo deleite, el encanto del cielo azul, el
ca; allí estuvo la peña literaria cuyo pontífice era el mag­ regocijo luminoso del sol, las bellas mujeres que hallaba
nífico don Manuel Fernández y González, y allí trazó al paso le hacían sentir intensamente la alegría de vivir.
sus estupendas, aprisionantes y abrumadoras farsas no­ Por la tarde, si la buena Madre Casualidad no se había
velescas aquel Ortega y Frías, que ha sido el enloquece­ dignado tenderle un cable, sus paradojas iban tomando
dor de tantas ingenuas cabecitas de mujer, y cuyos im­ un tinte de doloroso sarcasmo, y cuando estallaba un
previstos episodios de maravilla han puesto un poco de delirio filosófico y sentimental era en la sobremesa de
oro de leyenda en esas pobres vidas mansas y vulgares de un figón o tras de haber devorado algún liviano condu­
obreritas sensibles y pálidas burguesitas, que lloran es­ mio en el banco de una plazuela.
cuchando El anillo d e hierro y se saben de memoria los Aquella tarde estaba contento; no tenía donde cenar
versos de Flor d e un día. ni dinero para ir a dormir; su indumento era una glorio­
De vez en cuando salían de los rincones en sombras sa ruina y estaba roído por deudas misérrimas, que son
claras risas y frescas voces juveniles, y era que algunos las que más nos amargan. Pero no importaba... tenía su
enamorados ocultaban su amor, como un pecado, entre juventud.
la umbría protectora. Pulidas damiselas, un poco senti­ -Hermano Oliverio: cuando, como Marcelo, pueda
mentales, pomposas jamonas que enloquecen con su mirar la vida a través de una botella de buen vino, yo
gracia picante y su intensidad crepuscular -que ponen pienso escribir el elogio lírico de la media tostada. ¡La
tanto fuego en la aventura, porque temen que aquella media tostada es tan literaria! Ella es la inseparable de
pueda ser su despedida al amor—,reales hembras liberales nuestros lastimosos años juveniles, la rubia compañera
y fanfarriosas, juntamente con sus varios cortejos, ponían de esta bohemia sin Mimí. Los burgueses gordos y bovi­
una nota amable de misterio y de pecado. Los cafés soli­ nos no conocen su encanto, pero quizás a ella deben las
tarios y galantes «Numancia», «La Universidad» y los ga­ letras patrias algunas de sus más intensas páginas artísti­
binetes coquetones del «Habanero», ¡qué malignas y de­ cas. El café es nuestro único hogar: su ambiente es suave
liciosas historias de un momento pudieran delatarnos! y cálido, los divanes nos ofrecen su maternal regazo;
Después del parco yantar, Rubín se había quedado aquí se pueden soñar bellas obras futuras, pensar en las
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E m ilio C a rre re

amantes que nunca hemos tenido, que son las más se­
ductoras. Y todo por esa inapreciable tira de pan con
manteca, rubia como una princesa del Rhin, que se da
toda entera, como una meretriz de tiras esbeltas, que
El encanto de una noche bohemia
mitiga con su cuerpo harinoso la furia de este formida­
ble lobo que llevamos en nuestro estómago. Nosotros
rara vez tenemos dinero para comer y venir después al
café, donde tan bien se está... Una cosa u otra; en este te­
rrible dilema, tú nos acudes y suples la prosa deleznable Aquella noche no pudieron topar con la mano trági­
de las habichuelas con tu liviano cuerpo de buen trigo. ca de la casualidad, aunque en su busca corrieron todo
Tú eres, por lo efímera, digna de que Tomás de Kempis Madrid. Ningún amigo se hallaba en su casa; las cartas
te hubiese dedicado una meditación; por lo frágil, digno de petición habían fracasado... Oliverio decidió irse a
alimento de un poeta lírico. En las noches heladas, tú dormir al Refugio, donde al menos le darían una sopa
nos das ánimos para pensar en que ha de llegar la prima­ con huevo y un lecho donde idear algún proyecto para
vera, y haces que nuestros vientres deshabitados no lan­ el día siguiente. Rubín, más aristócrata, no quiso con­
cen aullidos revolucionarios en los camastros de doña fundirse con los mendigos y los vagabundos que en abi­
María. Gracias a ti yo no muero «del todo» de hambre, y garrado montón esperaban la hora de entrada.
puedo seguir trabajando en estos admirables poemas, Había allí cataduras siniestras de presidio, capas an­
que me darán la inmortalidad el día en que mis contem­ drajosas y remendadas, por las que asomaban ios man­
poráneos me hagan justicia. ¿Y a quién deberé mi gloria? gantes sus manos sarmentosas, con nudosas cayadas, de
A ti, rubia compañera de mi juventud, hermana de mi cuyo cuento pendían los botes de la guiropa. Había
pipa panzuda; a ti, efímera y frágil confortadora, a quien también mendigas viejas y laceradas, ostentando entre
dedicaré mi mejor poema el día en que, como Marcelo, sus harapos toda la horrible fealdad de la carne de la mu­
pueda mirar la vida a través de una botella de buen vino. jer en la vejez, y algunas más jóvenes, con sus crios sucios
Oliverio, más sensato y con un estómago menos sen­ y extenuados, en ios brazos, y era entristecedor ver las
timental, pensaba que en el discurso de Rubín quizás huellas del hambre y de la miseria en las tiernas caritas
pudiera haber algo de hipérbole. asustadas de los niños. Sus cabezas oscilaban dolorosa­
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mente sobre el cuello raquítico, débil para sostenerlas; llámente con muebles raros, y, ante todo, sobre su mesa
sus bracitos de carne aguanosa y flácida, pesaban a lo lar­ de trabajo, quería tener siempre un ramo de violetas. La
go del cuerpo, y en sus ojos, recién abiertos a la vida, ha­ idea de las flores le suscitó otra idea más dulce y más ínti­
bía una sombra de angustia moral, y miraban el cuadro ma, que le hizo encantarse de su melancólica medita­
en que estaban como si, comprendiendo todo su horror, ción. Pensó en que una mano grácil de mujer renovase
quisieran decir a las hembras que les daban el pecho diariamente las violetas... Sería una manita pálida y per­
exangüe: «¿A qué especie de eterna zahúrda me ha traído fumada, en la que las nobles venas azules dibujarían una
su lujuria, madre mía?» rosa de ensueño; una mano marfilina, que en las horas
Rubín vagó después por las calles solas. La luna de de fracaso se posase sobre la fiebre de su frente, con la
enero se reflejaba en las fuentes de los jardines, como cándida gracia de un Espíritu Santo, mientras unos ojos
una moneda de plata; el viento, arrastrando las hojas se­ muy negros —tenía la dulce obsesión de unos ojos ne­
cas, alzaba un largo lamento de alegría. Anduvo, andu­ gros—vertían en su pena toda la ternura consoladora de
vo... varias horas, y ya alta la noche, se dejó caer rendido su mirada. Además, aquella mujer había de tener un
sobre un banco de la Plaza Mayor. Bajo los arcos, en los suave perfume peculiar, que embriagase, como la ro­
soportales, vagaban unas figuras de mujer, que distraían mántica fragancia voluptuosa de las caricias...
sus galantes paseatas cantando a media voz alguna copla En esto iba de sus divagaciones, cuando una mano
canalla, llena de la tristeza negra de aquella noche sin al­ familiar le dio un amistoso tirón, que le tornó a la reali­
bergue. Rubín sentía en su corazón aquel inmenso do­ dad lamentable de su estado.
lor de la noche sobre el dolor errante de su vida; pensaba —¿Estás haciendo un soneto, infeliz? Te vas a helar
que su juventud, que era todo su tesoro, se estaba gas­ antes de llegar a los tercetos.
tando estérilmente en las ásperas andanzas de buscar un Era Argamasilla, el filósofo hiperpsíquico, envuelto
miserable puñado de calderilla para salir del día, y que en su carrick amarillo, con su poema religioso en una
en la calle, bajo los canalones, en los quicios de las puer­ mano y en la otra un envoltorio con boquerones.
tas, era imposible hacer nada bello para que acreditase -Estaba... en la luna. ¡Allí se olvidan todas las triste­
su nombre. Se sintió invadido por una amarga melanco­ zas; un rayo verde nos hace delirar con dulces cosas, y si
lía burguesa. Él quería «llegar» pronto, tener una casa ti­ la muerte llega en ese momento, qué importa... se debe
bia y cómoda, llena de sol por la mañana, adornada be- morir muy dulcemente!...
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E m ilio C a r re re El re in o de la ca ld erilla

—¡Ay, amigo mío, cómo trina tu violín sentimental! emprendido este derrotero de pobreza y de incertidum-
¡Tú no has cenado, Rubín! bre, que quizás anule nuestras buenas intenciones y nos
Y le ofreció el paquete de boquerones. arrastre a morir en un hospital.
Caminaban lentamente por la calle de Toledo. Ru­ -¿Te he contagiado mi hipocondría, Argamasilla?
bín comía en silencio: su melancolía se iba disipando —Es que veo claro que me va fatigando esta vida
poco a poco; tras de cada bocado se sentía menos triste. errante y deshuesada. Hay que gozar ahora que somos
Al pasar junto a las ventanas de un sótano, Argamasilla jóvenes, tener amantes bonitas y bien vestidas. Créeme
se detuvo, salía de ellas un fuerte hálito de horno, y un que un beso de unos labios frescos vale más que la mejor
intenso olor de cocina, suculento y magnífico, se les en­ obra literaria, escrita en el arroyo con dolor de corazón.
tró por los sentidos, enloqueciéndoles. Somos unos pobres misántropos, que urdimos nuestras
—¿Hueles? —exclamó Argamasilla indignado—. Esto novelas con jirones de nuestra propia alma. Esto es una
parece un insulto a nuestra miseria. Si yo fuese Gobier­ renunciación estúpida. Ante todo, vivir, y después hare­
no prohibiría las cocinas en los pisos bajos, porque fo­ mos nuestra obra maestra.
mentan las ideas anarquistas... —Pero para tener amantes y adornarlas con sedas y
-Indudablemente, después de cenar, el hombre es joyas, es necesario tener dinero...
más optimista. Tolstoi tiene razón diciendo que el amor —Pues se tiene, sea como sea. Nosotros despreciamos
no es más que la resultante de una buena digestión; una a los tenderos y ellos son los que tienen derecho a reírse
tortilla de escabeche puede destruir todo un sistema fi­ de nosotros... La pobreza no es bella, amigo mío. Yo
losófico. De la calidad de nuestros alimentos depende pienso emprender un negocio que en dos años me per­
nuestro concepto de la vida; las lentejas cotidianas han mitirá vivir holgadamente. Figúrate; se trata de montar
hecho más revolucionarios que todos los libros de Kro- una fábrica de conservas, y el éxito del negocio consiste
potkine, y si Luis XVI hubiese convidado a almorzar a en la exportación de latas de conejo...
Marat, quizás se hubiera evitado la revolución francesa. —¿Vivo? —dijo el poeta irónicamente.
El filósofo estaba mohíno: —Búrlate lo que quieras; pero dentro de poco tiempo
-Deberíamos desterrar y quemar los restos de Mur- tendré cuenta corriente en el Banco, un hotel en la Pros­
ger, querido Rubín. Nos ha engañado con el gracioso peridad y...
hechizo de sus narraciones, enloquecidos por él, hemos -Y ahora, ¿podrías darme algún dinero?

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E m ilio C a rrere

-Ahora no tengo más que cuarenta céntimos...


Y se separaron.
Sí, tenía razón Argamasilla; Murger les había defrau­
dado, y además aquí no hay ambiente... En el desampa­ Las dos miserias
ro de sus días no habían sonado nunca las risas musicales
de Musseta ni habían bebido las lágrimas de Mimí, en
una hora de dulce reconciliación, ni la locura les había
prestado su látigo funambulesco de cascabeles para sus Al abrir la puerta, casi se arrepintió de su propósito.
tedios infinitos. Había que rectificar la vida; tenía que Recibió en pleno rostro como una bofetada plebeya y
buscar una querida bonita y alegre... y algún dinero. canalla; el ambiente, impregnado de ácido carbónico,
Se había perdido en la red de sucias callejuelas que era de una densidad que podía cortarse mezclado con la
rodean el Rastro. En San Cayetano dieron las tres; las vaharada caliente que exhalaba aquel hacinamiento de
campanadas caían como lágrimas sonoras en el hueco carne pobre y heterogénea. Era aquel un cuadro inquie­
sombrío de la noche. En el cielo aborregado, la luna era tante, de una intensidad gorkiana, típico y abigarrado y
una cándida pastora entre los albos vellones, y rielaba en siniestro como un agua fuerte de aquel brujo inmortal
las vidrieras su luz azul y fantasmal. La escarcha abrillan­ que se llamó don Francisco de Goya y Lucientes. Sobre
taba las baldosas y penetraba hasta los huesos. Rubín re­ las renegridas paredes resaltaban fanfarriosos algunos
cordó que en la calle de la Esgrima había un cafetín, y retratos de toreros, al fondo chirriaba el aceite pastoso
pensó pasar en él el resto de la noche. de los buñuelos, y los mozos mugrientos, con su aire de
jaque y su peinado de tufos, destacaban su catadura de
rufián sobre la llamarada roja de la hornilla o iban entre
las mesas, tomando razón de la parroquia, con gran fra­
caso de vasos y bandejas, o golpeando con sus puños
cuando alguno se dejaba vencer por el sueño.
—¡Eh, el de la bufanda! ¡A dormir a laposá e la soga\
A la izquierda estaba el mostrador de mármol, con
sus grandes cafeteras de metal reluciente y dos filas de
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vasos. Detrás, un hombre rasurado, calada la gorra, con aguardiente. El ciego, inflamado de lujuria, palpaba los
un chaleco de bayona, fumando una colilla pegada a la muslos flácidos de su compañera y le insinuaba al oído
comisura del labio, cobraba de los que iban saliendo, sin algo que había de ser monstruoso y grotesco. La cuenca
dignarse mirar apenas, desde su importante sitial, a extática de sus ojos se encendía y sus manos temblaban
aquella canalla que llenaba su honrado establecimiento, al tactear. Ella, cínica, con desgarro de vieja ramera, le
y cuando el quehacer le dejaba un rato de huelga, se re­ incitaba con sus palabras:
creaba contemplando una enorme sortija de brillantes —Tú ya no eres castizo, venao...
que llevaba en el anular, y que en aquel lugar era un poco Rubín se detuvo azorado, buscando con los ojos un
temerario exhibir. hueco desde el cual observar aquel cuadro agrio de color
En las mesas se apiñaban mendigos y trashumantes. y pujante de naturalismo. Entre el vaho acre y denso di­
Unas mujeres alegres charlaban ruidosamente con algu­ visó a una mujer sola en una mesa. El poeta vio unos
nos organilleros en un rincón: una de ellas, que aquella ojos negros y medrosos, le parecieron bonitos y se sentó
noche se había echado por novio a un chulillo bien tra­ familiarmente junto a aquella mujer.
jeado, con un pañuelo rojo al cuello y un mechón de Era pequeña, flexible, de una debilidad mimosa e in­
pelo reluciente de cosmético sobre las cejas, pagaba el sinuante. El talle quebradizo y armonioso, y las piernas
alboroque. Los otros, randas, galloferos y chulos sosteni­ ágiles y delgadas, debían tener una elasticidad serpenti­
dos, recogían las monedas que supo granjearse el encan­ na en la batalla extenuante de la voluptuosidad. Los ca­
to físico de su coima o la destreza de sus uñas. Alguno bellos crespos, de una negrura azulada, se tendían en
protestaba de la poca utilidad de la noche, y ya increpa­ bandas, cubriendo la oreja pequeña de aletas vibrátiles.
ba con su lenguaje soez y pintoresco, mientras sacaba un La boca, de labios finos y pérfidos, era casi perfecta y te­
cigarro que ella le había traído. El concurso, híbrido, nía picantes mohinetes, que hacían pensar en el sabor
alucinante, se reía con las risas desgarradas y brutales. suave y calino de la lengüecilla de violento carmín luju­
—Eres una ansiosa. Mañana te voy a poner un con­ rioso. Los ojos, adormidos en un halo violeta, tenían
tador. una rara lumbre de alucinación, y en su fondo negro de
Una vieja astrosa, envuelta en un mantón mugrien­ cisterna brillaba como un temblor de luna el resplandor
to, había entablado con un viejo ciego y costroso, uno misterioso de su alma. Había en toda ella una mezcla
de esos diálogos absurdos y trágicos que inspiraba el maligna y angelical, algo de ingenuidad y de tentación y
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sus manos, pequeñitas y largas, que eran tal vez doctora­ Ella tuvo una amarga sonrisa, y respondió un poco
das en amorosas insinuaciones, recordaban las manos avergonzada:
pálidas y exangües de las sagradas organistas y de las du­ -¡Tampoco!
quesas de abanico Watteau, trenzadas castamente sobre —El domicilio es una cosa superflua. Mire usted; yo,
el fondo negro de la falda. de día, vivo en cualquier café. Se está muy bien y, a veces,
El poeta se sintió atraído delicadamente por su figu­ sale un camarero admirador y fía... Por la noche, dor­
rita simpática, exótica en aquel antro asfixiante por la mir, en cualquier parte. Lo interesante es vivir.
conjunción de tantas miserias, lleno de risas de burdel e Rubín quizás mentía para divertir a su compañera.
incoherencias de matrimonio. Nunca como en aquella noche cruel había sentido la
Inició una conversación galante y banal. Le habló de nostalgia de un hogar confortable y amoroso, con una
sus bellos ojos, de sus manos blancas... Ella parecía abs­ mujer, tal vez aquella pobre aventurera, otra vida trun­
traída en el fondo de un extraño dolor y le miraba de un cada y errabunda como la suya, que tenía los ojos muy
modo impreciso. Insistió, rebuscando la frase graciosa o negros, como eran los de su dulce obsesión.
picante, en su gran caudal de paradojas... Poco a poco Se abrió la puerta y entró un mendigo ciego, enjuto
fueron haciéndose amigos. Ella reía el ingenio grotesco y pálido, acompañado de un perro de lanas de ojos dul­
y sentimental de Rubín. ¡Decía unas cosas tan raras!... ces y humillosos. Llevaba una flauta en un estuche de
Rubín de Nombela había aprendido a decir las cosas cuero. Algunos le mandaron tocar y le convidaron a re­
más espantables y más dolorosas, de una guisa agridulce cuelo con aguardiente. El ciego comenzó a tañer su flau­
burlesca y melancólica. A eso se llega después de haber ta: la tonada metálica, silbadora, tenía largas resonancias
rodado mucho por las zahúrdas de la mala vida, a costa de una infinita melancolía.
de nuestro propio corazón. —¿Cómo se llama usted?
Iban estimando con esa rapidez de los que están —Amelia.
obligados a estar juntos minuto tras minuto en un mis­ -Pues bien, Amelia, está usted muy triste; ¿por qué
mo lugar. Espantaba el hielo de la calle, que ponía largas no me dice usted su tristeza? Entre los dos tocaremos a
lágrimas glaciales sobre las verdosas vidrieras. Hasta el menos cantidad de dolor.
amanecer había que estarse allí. El dolor de Amelia no era sino el dolor de vivir. La an­
—¿Usted tampoco tiene casa? gustia de una vida menesterosa, defraudada, de emocio­
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E m ilio C a r re r e El rein o de la ca ld erilla

nes vulgares; la joven pobre y bonita que sabe que en el La flauta del ciego sollozaba en una nota intermina­
mundo hay diversiones, vestidos lujosos, sortijas y colla­ ble. Parecía glosar con sus añorantes tonadas el dolor de
res fascinadores, mientras ella se asesina sus pobres ojos aquella historia sencilla y terrible, vertida por una boca
sobre el bastidor de la costura en el hogar humilde, ama­ pecadora en el oído de un pobre vagabundo; era como la
rrada al potro de una estúpida virginidad. La falta de di­ queja de aquel montón hirviente y depravado hundido
nero agria los caracteres: tiene un padre que la golpea en su abyección como en un in p a ce; almas confusas, se­
cuando vuelve borracho; su madre la obliga a trabajar in­ xos agotados, como fontanas abrasadas, al dolor de los
cesantemente sin tener piedad de sus manos bonitas, de largos caminos solitarios, la angustia de las noches car­
sus dedos delicados de rosa, punzados cruelmente por la celarias, la pena inconsolable de las almas, la carroña
aguja... Al fin, llegó un hombre que le habló del otro que roe la pobre carne de sensualismo y de hospital; el
mundo, alegre y fascinador, y huyó con él. confuso sentimiento de vivir sin objeto y el horror a las
Después, el abandono; una semana de lágrimas y de sábanas de tierra del cementerio...
reproches, y a vivir de su cuerpo, como hacen otras. Sólo Todo este horror y esta locura borrosa en las apaga­
que ella no era lo bastante hábil para explotar a la bestia das conciencias clamaban en la melancolía de la flauta
lujuriosa y había rodado hasta el fin. Había sido una ro­ que el ciego tañía, recortando su silueta lamentable so­
mántica, demasiado sensible a las dulzuras de la pasión; bre el fondo dantesco, monstruoso.
se permitía rechazar ciertas extravagancias de algunos Afuera se percibía un rumor alarmante; abrieron la
parroquianos, y aquella noche el alma le había puesto, puerta con estrépito y entraron unos hombres bien ves­
con su ropa, en medio del arroyo, tidos, soeces y arbitrarios. Dos guardias vigilaban la en­
—Ya ve usted, una historia vulgar, sin interés. Una trada.
desgracia más. —¡La polilla!
El lance era, en efecto, vulgarísimo. Pero en el fondo —¡Vendrán a cachear!
de aquel sencillo relato había una emoción tan humana; Y se hizo un silencio lleno de torvas inquietudes.
era el fracaso de una juventud y de una vida en la sima de El que parecía mandar a aquella gente, entornó los
la miseria y de la desesperación, de donde no se sale ojos en guisa de rebuscar entre los grupos.
nunca más: vulgar y trágica, de esas tragedias sin sangre —¡Eh, tú, chavea, no te tapes la cara! Sal aquí en medio.
que asesinan un alma. El chavea obedeció temeroso y reacio.
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

—¡Arriba los brazos! Ella se refugió, temblando, contra el cuerpo del poe­
Y comenzó el cacheo. Los agentes le tentaron los ta. Rubín se levantó:
bolsillos, las mangas de la cazadora, a lo largo de las pier­ -¡Esta joven está conmigo!
nas... Le encontraron una faca y una lima de las llama­ —Y usted, ¿quién es? —repuso socarrón el agente—. ¡A
das de pelo. ver la cédula!
El inspector ordenó: Rubín no tenía cédula. Para identificar su personali­
—¡Atadle bien! —y los guardias se abalanzaron sobre el dad sólo podía presentar cuatro o cinco sonetos.
ratero. El poeta y su pareja fueron detenidos y formando en
—¡Maldita sea! ¡Para una vez que mete uno los bastes la cuerda de vagabundos, de mendigos, de rameras y de
ya les han ido con el chivatazo! Y todo por un cochino ladrones, encaminados en hirviente montón de dolor y
parlo, que no vale una leñaría. de protestas, por el negro desamparo de las calles hela­
-¡Y a todas estas, llevadlas también allá abajo! Las da­ das bajo la impasibilidad del cielo...
remos un q uince con seltz. La marcha fue lenta y humillante. Amelia lloraba co­
Las mujeres rompieron en llanos y blasfemias. Una gida al brazo de Rubín. Este pensaba en la injusticia bár­
que tendría diecinueve años y representaba cincuenta, bara que trataba a los desgraciados, a los vencidos, como
mugrienta, desastrada como un andrajo de carne, pare­ a perros rabiosos, y pensó que los perros acosados debían
cía la más afligida y quería arrodillarse ante el polizonte. morder.
—No seas prima Trini, lo mismo te han de llevar —le Ya en la comisaría, repartieron a los detenidos en va­
dijo otra, con los labios pintados de bermellón y el ros­ rios calabozos. Amelia y el poeta fueron encerrados en
tro jalbegado de una manera siniestra. uno donde no había más que un borracho que roncaba
-¡Pero qué va a ser de mi madre mientras yo esté allá en un extremo.
arribé, —contestó angustiada. El aire está húmedo y hediondo. Por el tragaluz pe­
—¡Que vaya al rancho! netraba un resplandor amarillento y fatídico, que caía
Uno de los polillas se acercó a Amelia, y poniéndole sobre un montón de paja podrida, única piedad de los
una mano brutal en el hombro: carceleros.
—¡Tú, anda a la cuerda! —gruñó e intentó arrastrarla Rubín extendió su capa sobre el suelo y reposaron
hasta el montón de las otras. sus cuerpos tundidos. Ella le miraba dulce y agradecida;
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El reino de la ca ld e rilla
E m ilio C a rre re

el poeta atrajo sobre su hombro la cabeza grácil rizada; Las bocas se besaban con furia macerante, los cuer­
sentía la suave tibieza de su aliento, junto a su brazo, la pos se trenzaron en delirio, manaron, generosas, las
temblorosa iniciación de los senos pequeños y erguidos, fuentes inmortales.
y contemplaba los ojos negros y tristes a flor de labio. La especie triunfadora recibía la ofrenda ardiente y
Les unía la misma pena, sus voluntades iban anudán­ ubérrima, poniendo un olvido piadoso sobre su dolor
dose dulcemente, el oprobio y la angustia del momento de vivir. Después de la batalla jubilosa quedó la carne en
había intensificado sus sensaciones. Eran dos caminan­ paz y el alma se alborozó.
tes solitarios y tristes. Su camino era el mismo... Debían Cuando, algunas horas después, les dieron libertad,
unirse. ya el sol dulce de invierno doraba sus balcones. La gente
-Juntando nuestras dos miserias, tal vez hagamos matinal iba deprisa a sus quehaceres, se notaba una ale­
una especie de felicidad. gría nueva de vida y de salud, y, sobre sus cabezas, se ex­
Y se besaron con una vehemencia de hambrientos de tendía, como un jirón de gloria, el optimismo azul de la
amor. Fue un largo apasionamiento lleno de lágrimas y mañana.
de ternuras, en el que se fundían sus dos vidas tiernas y
fracasadas.
—Aún habrá días de sol para nosotros. Viviremos en
una casa llena de luz y alegría. Yo interrumpiré mi tarea
para oírte cantar y trabajaré, trabajaré para obtener el
triunfo, que ya no puede tardar mucho.
Se estrecharon gozosos, alucinados, en un desborda­
miento romántico y febril.
—Tú me alentarás en la lucha y tu cuerpo de muñeca
será para mí solo...
Y aquel montón de paja podrida en la hedionda za­
húrda, fue el tálamo propicio de aquella pasión intensa y
libre. Los dos vagabundos fundieron su amor y sus la­
cras en una hora vertiginosa de felicidad.
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Intermedio sentimental

El señor Argamasilla, filósofo y futuro fabricante de


latas de conejo, estaba trinando contra el orden social.
En el Ateneo le habían entregado dos paquetes. Uno de
ellos era su famoso poema hiperpsíquico y trascenden­
tal, titulado Dios, que habían tenido la irreligiosidad de
rechazarle por centésima vez. El otro era un ejemplar de
la novela de Martínez Sierra, Sol de la tarde.
—Sol de la tarde -exclamó Argamasilla-, café de la
noche —y se encaminó a una librería de viejo.
Verdaderamente tenía motivos para estar indignado.
Llevaba cerca de diez años en Madrid, donde había ve­
nido a la lucha en busca de una posición social y se en­
contraba como el primer día. Cierto es que, por delante
de su cama, no era probable que pasara la Fortuna, y él
solía estar casi siempre acostado.
—Cada hora de sueño —decía- es un timo que le da­
mos a la fatalidad: mientras dormimos somos felices...
Pero la verdad es que Argamasilla era un abúlico irre-
dento; en teoría era un hombre terrible y emprendedor;
debajo de las sábanas ideaba grandes empresas mercan-
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E m ilio C a rre re El re in o de la ca ld erilla

tiles y periodísticas. Él haría una revolución en el orden En esas incertidumbres, divisó a Oliverio, el Gamo,
ideológico si le publicasen su célebre manuscrito; tam­ que iba acompañando a una especie de orangután con
bién era hombre de ciencia; estaba decidido a demostrar sombrero frégoli, rizadas melenas de criollo, traje a gran­
que Darwin era una ostra con su estupenda teoría de las des cuadros, un gran chaleco de fantasía con bordados
especies. El hombre no descendía del mono, no señor, chillones, sobre el que brillaba una formidable cadena de
eso era una tontería, él podía probarlo... Pero para aque­ dublé. La chalina roja y exorbitante flotaba al viento
llo tenía que levantarse, salir a la calle, y al sacar un brazo como un banderín; todo en él, brillante, endomingado y
de la cama, comprendía que nada en el mundo valía el fanfarrioso le daba el aspecto de un viajante de bisutería
suave placer, tibio y regalón de su camastro hospederil, y de Coimbra o de Figueira da Foz, Argamasilla quiso evi­
se tapaba la cabeza para alejar todo pensamiento loco­ tar el encuentro, porque el Gamo le pedía cigarrillos.
motivo y temerario. —¡Eh, querido filósofo! Tengo el gusto de presentarte
A no ser por la pensión que le enviaba su padre, un a Pan chito Bengalí, escritor tiahuanaco.
modesto propietario rural, quién sabe lo que hubiera El americano hizo una profunda reverencia, dema­
sido de él; pero el viejo estaba ya cansado de enviar dine­ siado exagerada para ser decorosa.
ro y le llamaba junto a sí: «Ven, hijo mío; aquí no ha de —Viene a estudiar nuestras costumbres —y añadió
faltarte nada; tu madre llora mucho porque estás lejos más quedo—:Es un chimpancé, que no se quita nunca el
de nuestro lado, y Luisa, tu antigua novia, pregunta mu­ gabán para que no se le vea el rabo.
cho por ti», le decía en la última carta. Todo aquello era Argamasilla murmuró unas cuantas palabras de cor­
muy sensible y muy razonable. tesía. El otro tornó a sus zalemas excesivas. Indudable­
Pero, allí, iba a aburrirse mucho, no había ambiente, mente aquel joven tenía la flexibilidad dorsal muy a pro­
aunque tampoco era muy literario el ambiente que ha­ pósito para ser triunfador. Hablaron de literatura, de los
bía en su alcoba. Luisa preguntaba siempre por él, aque­ literatos amigos y, como es natural, hablaron pestes.
llo era un atractivo, le traía una dulce fragancia de su pri­ —¡Ese Dorio es un caballo!
mera juventud; mas ¿cómo iba él a casarse con una tosca —Pues ¿y Furcinez?, le debían de cortar las manos
pueblerina que, seguramente, no había leído a Carlyle? para que no tuviese más remedio que confesar que escri­
¡Y que se burlaría de su guillotina, de su drama y de sus be con los pies.
latas de conejo! —¡A propósito! ¿Sabe usted a quién he visto en los
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld e rilla

Italianos comiendo con una muchacha? Se va usted a vida. El camino se iba haciendo más suave, más propi­
asombrar. ¡A ese acéfalo de Rubín! cio. En los primeros momentos, el hambre les había he­
Argamasilla se quedó maravillado. ¡Comiendo... cho su melancólica visita; pero salió a recibirle su juven­
con una mujer! Necesitaba verlo con sus propios ojos. tud, loca de amor y de risas... Los bancos de algún jardín
Sin duda alguna, el Gamo deliraba. recogieron también los primeros sueños de sus cabezas
El delirio resultó realidad. Rubín de Nombela, regia­ unidas, pero al cabo de una buena mañana, la Casuali­
mente vestido, con un gran sombrero de fieltro, cuida­ dad, la alegre hada del arroyo, se dignó visitarles. Nom­
dosamente pulido y rasurado, comía en unión de una bela fue admitido como traductor en casa de Requeja,
linda joven cilla, de aspecto frágil y de ojos goyescos. un librero católico y moral, que le dio la versión de una
Ante ellos se extinguía un brillante panorama de ternera novela de Balzac, encargándole que suprimiese los capí­
con guisantes, botellas de rioja, salchichón... tulos demasiado amorosos. Rubín le pidió en seguida
-Ese desventurado debe de haber cometido alguna dinero a cuenta de la profanación.
estafa. -Y pensó en entrar a hacerle un discurso sobre la Tomaron una casa pequeñita y soleada, y algunos
paz de la conciencia y lo transitorio de los bienes mun­ muebles, una cama, una mesa y tres sillas, y adquirieron
danales. un perro para que guardase la casa. Todo iba alegremen­
-S icu thom o, nubes umbra. te, él tenía siempre violetas sobre su mesa de trabajo -la
-Pero, en fin -exclamó conmovido—, no quiero única que había—;ella bordaba junto a la vidriera mien­
complicarle la ternera. Como se ve, a pesar de los mo­ tras él trabajaba. Al terminar, se daban un beso, y gozo­
dernos progresos del anarquismo, aún queda algo respe­ sos, encantados, salían a la calle.
table sobre la tierra. Corrieron, en idilio, las avenidas melancólicas de la
En los tres meses transcurridos desde su encuentro Moncloa, a la caída de la tarde, cuando las frondas invi­
con Amelia, Rubín se había metamorfoseado. Se levan­ tan a la divagación romántica, se oyen lejanas las músi­
taba temprano, escribía, gestionaba en los periódicos la cas de los merenderos, y la agonía del sol ensangrienta el
publicación de sus artículos. Era un hombre nuevo, lle­ Manzanares y dora los ventanales del Palacio. Rubín no
no de entusiasmo y de fe; ambicionaba locamente la escribía versos, los vivía. Como empezaba la primavera,
gloria, que traería aparejado el dinero, y él necesitaba te­ el aire era dulce y lleno de tibias insinuaciones; las aca­
ner mucho para la caprichosa que había encantado su cias, todas blancas como novias, enloquecían con su fra-
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

ganda sensual y soñadora. A primera noche, algún rui­ -Nada hay tan triste -d ecía- como ver a la mujer a
señor cantaba su epitalamio de cristal en la arboleda y quien amamos con un traje roto y con unas botas torci­
los cucos tejían un comentario irónico al paso de los das. Además, las sedas y los perfumes se han hecho para
amantes. La tierra tenía como un tremor de vida y los ár­ la carne blanca y delicada, y las joyas para adorno de su
boles un rumor de nidos. Ellos hablaban de cosas bellas cuello, de sus manos y de su vanidad.
como mentiras, rimaban el castillo de humo de su cari­ Esto era lo que él llamaba la necesidad de lo super-
ño con la divina exaltación de la noche primaveral. fluo.
Amelia sentía una honda purificación de paz que borra­ Ella amaba el teatro, tanto por el espectáculo, como
ba su vida pretérita, la dulzura de un vivir honrado, fe­ por ser un lugar de exhibición, porque era deliciosa­
cundo y armonioso; Rubín, con su corazón-poeta de mente coqueta, con ese instinto cruel y femenino que
veinticinco años, le decía palabras como jazmines, sabe que la coquetería es una malla que aprisiona tiráni­
como nardos y como estrellas. En aquellas horas de dul­ camente la voluntad de sus amantes. Una coqueta es
ce encantamiento, ponían sus palabras de amor sobre una mujer siempre nueva, tiene el encanto de lo poseído
las plagas de la Miseria, del Dolor y de la Muerte igual y sabe inspirar el temor de una infidelidad, mata la mo­
que un canceroso que pusiera rosas sobre sus llagas. notonía, que es el mayor enemigo del amor, y aunque
Amelia era muy caprichosa. Su cabecita loca soñaba nos maceren con el infierno de los celos, amamos más
con los sombreros y con los lazos y se detenía ante todos intensamente a una querida coqueta, tal vez por el pla­
los escaparates. cer masoquista de sentirse arañado por sus uñas rosadas
-Es monino, ¿verdad? Cómpramelo cuando tengas de gatita mimosa.
dinero. Rubín procuraba siempre satisfacer sus deseos, y
Y Rubín casi siempre se lo compraba. Era una mu­ para ello trabajaba cuanto podía. Hubiera querido tener
chacha razonable y no pedía imposibles, y sólo alguna el cerebro de oro, como aquel personaje de Daudet, para
vez, al pasar por las joyerías, miraba tristemente al sosla­ ir convirtiéndolo en pulseras, y pieles, y sortijas, aunque
yo, fascinados sus ojos de chispera. sacase los dedos llenos de sangre al arrancar la última
A él le gustaba verla siempre bien vestida, con lacitos porción de metal con que comprar una bagatela para su
entre sus rizos negros, aprisionados los pies en flamantes muñequita veleidosa.
zapatos de tafilete. Una vez que cobró un artículo en una revista, recor-
[262] [263]
T
E m ilio C a rre re

dó que Amelia le había hablado de cierto sombrero con


lazos de raso y gallardas plumas rizadas, y lo compró, en­
cantado con la sorpresa que le iba a dar. Cuando salió de
la tienda con la adquisición, no le quedaba más que una Ambrosio Niel, fabricante de almas
peseta: la invirtió en un ramo de flores de té.
Para cenar aquella noche, tuvo que empeñar el ga­
bán; pero la caprichosa estaba tan alegre...
Elias Argamasilla maduraba su plan de viaje. No te­
nía más remedio que volverse a su pueblo, a vegetar es­
túpidamente, entre gallinas, puercos y socios del Casi­
no. Había fracasado en Madrid; los editores no querían
más que cosas truculentas, pornográficas; los periódicos
sólo cultivaban la nota frívola de actualidad y él era un
filósofo transcendental incapaz de manchar su pluma...
Pero, por otra parte, los acreedores le devoraban como
larvas, su alimentación era una quimera, porque, como
gastaba su mensualidad en libros, la patrona no cobra­
ba, y era una especie de Harpagón, y, por último, se ha­
bía negado a darle de comer.
Argamasilla era un incomprendido. ¡Mas ya volvería
él otra vez y entonces verían si se tragaban un poema re­
ligioso! El próximo mes se trasladaría, con sus once arro­
bas de literatura, a la casa paterna, porque tenía once
arrobas de libros que mimaba con amor de bibliómano:
mientras tanto, pensó que su viaje no era incompatible
con ir a cenar a La Precisa, un figón de la calle del Barco,
donde además esperaba encontrar a Zarathustra y conti-
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E m ilio C a rre re El reino de la calderilla

nuar su controversia sobre este amenísimo tema: «De las -¡Valiente vida esta! Hoy he ido a ver a ese cochino
cosas y del más allá de las cosas». de Peláezy no he podido sacarle más que dos pesetas. He
Cuando llegó, la sala estaba llena de gente, que co­ estado por tirárselas a la cara... ¡Nos ha fastidiado! ¿Qué
mía y charlaba con algazara. Había allí obreros, señori­ querrá que coma con esa miseria? Y, además, me lasti­
tos traspillados, horteras y pensionistas. En un rincón man mucho las botas... Me las ha dado ese canalla de
divisó a Zarathustra en compañía de otro señor, que, Moranos. ¡Valiente vida!
mientras devoraba su plato de callos, leía unas cuartillas, Argamasilla observaba con mucha curiosidad al otro
a las que servía de atril la botella del agua. sujeto.
El camarada de Zarathustra tenía una enmarañada —Me choca mucho no haberle visto nunca, señor
melena rizosa, se tocaba con un sombrerillo redondo y Niel. ¿No va usted a ninguna reunión literaria? A Can­
abollado, tenía nariz de ratón y ojos anchos y claros con dela, a Levante...
el mirar impertinente de los miopes. Era bajo, rechon­ -Yo no salgo de mi sótano, señor mío. Yo no me reú­
cho, sudoroso, con cierto aire grotesco y simpático que no con esos jovenzuelos de ahora; ninguno puede com­
contemplaba un tono de voz atiplada y pedantesca. prender mi arte.
Alonso vio una melena y se acercó dando a su pro­ -¿Es usted poeta?
pietario una palmadita afectuosa. Sin embargo, aquel -S í, señor; el único poeta mundial de este momento
señor era un desconocido y miró al filósofo de un modo histórico. Ve usted, ahora estoy haciendo estos Diálogos
huraño y hostil. ¡Cómo se iba a figurar Argamasilla que geniales, trescientas octavas italianas. Se las leeré a usted,
hubiera un melenudo a quien él no conociera! Y se excu­ si quiere...
só cortésmente. Argamasilla, atemorizado, le interrumpió:
Zarathustra hizo la presentación. —¿Y aún está usted inédito, señor Niel?
-Ambrosio Niel, fabricante de almas. -¿Para qué voy a publicar mis cosas? El público no
El filósofo de la guillotina le contempló con espan­ me entendería, la crítica tampoco... ¡Este es un país de
to; el interesado continuó comiendo aquella bazofia, in­ analfabetos! Yo soy poeta de lo fuerte; de la Naturaleza,
digna de su elevada y metafísica profesión. del Universo. Estos poetillas de ahora son enfermizos,
Zarathustra, cínico, maldiciente, pegó la hebra de decadentes. Yo, señor mío, soy un poeta cosmogónico,
sus diatribas: un fabricante de almas...

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El filósofo se volvió a asombrar e interrumpió la la­ Zurdo, humilde tabernero, no se hubiera escrito este li­
minación de una chuleta de perro que le habían servido, bro glorioso, asombro de las edades...»
asegurándole que era de ternera. Pero él ya sabía que allí Alonso pensó que debía cultivar la amistad de aquel
al perro le llamaban de ese modo: era una metáfora. figonero sentimental y que fiaba tantos años con la es­
—Sí, señor -continuó el joven cosmogónico-. Estoy peranza de un reflejo de gloria. Pero el señor Niel se ha­
escribiendo un libro de prosas que será el Evangelio de la bía propuesto cobrarse el obsequio y le dijo, mostrándo­
nueva generación. Mi Fragua d e los espíritus hará una le un paquete de cuartillas:
pléyade de hombres rudos, de almas fuertes. Nada de -¿Usted querría escuchar algunos capítulos de esta
sensualismo: «La mujer es una bestia de cabellos largos y novela que estoy haciendo? Iremos a mi sótano.
de ideas cortas, ha dicho Schopenhauer». ¡Aquel viejo —¡Aquí mismo! Le oiré con mucho gusto.
era un tío! Nada de sociedad, ni de policía, ni de filoso­ En ei umbral apareció la figura pintoresca de Rubín,
fía... ¡La vida simple, la vista a la naturaleza! Yo haré unas del brazo de su compañera. Estaba triste, abatido. Aquel
almas que no hablen nunca, los hombres serán mudos, día se había dado muy mal; amanecieron sin un cuarto y
las mujeres también... Es decir, 11 0 , porque no habrá Amelia se encontraba algo enferma.
mujeres... Las hembras serán estranguladas al nacer... El editor había interrumpido las traducciones y ur­
Argamasilla comprendió que aquel joven estaba gía buscar por otra parte, porque con aquella mujer tan
trastornado por la mala alimentación. querida le espantaba la miseria.
Zarathustra, que había terminado de cenar, se levantó. Argamasilla le escuchaba conmovido. Aquella vida
—Voy a ver si me convida a café ese sinvergüenza de era un poco triste; era preciso ordenarse un poco, y, sin
Congosto - y se fue blasfemando de la vida, de los amigos... ahorrar precisamente, prevenirse contra el hambre. En
El cosmogónico, que se iba aficionando a la compa­ el orden también hay poesía, y, sobre todo, se vive con
ñía del filósofo, quiso obsequiarle y pidió dos tazas de té más tranquilidad...
con aguardiente. El cosmogónico se impacientaba con su manuscrito
-Aquí me fían, ¿sabe usted? El dueño de este restau­ preparado.
rante me ha abierto crédito hasta que yo me abra cami­ -Señor Alonso de Argamasilla, cuando usted quie­
no. Quiere unir al mío su nombre modesto y poder de­ ra... Y comenzó a leer de un modo altisonante, hundien­
cir el día de mañana: «Si no hubiera sido por Venancio do los dedos en las marañas de sus melenas.
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«Serían las doce de la noche, oscura y fría, cuando Pero, en los días amargos de escasez, la pobre muchacha
llegó el extranjero a la posada; el desconocido llevaba un se sentía invadida de una negra tristeza, no soltaba la ale­
pantalón corto y una capa del mismo color...» gre parlería de sus risas, ni sus blancas manitas alisaban
Así comenzaba la obra maestra del señor Niel, poeta la melena desordenada de Rubín.
cosmogónico y fabricante de almas... Él solía pensar con melancolía: «¡Si yo tuviera dine­
La vida de los dos amantes sufría unas lamentables ro, ella sería siempre dichosa y yo también oyéndola
alteraciones. Rubín desdeñaba el ahorro; igual que los reír!»; y se lanzaba a la conquista del precioso elemento
gorriones, devoraba, con juvenil imprevisión, el grano para su felicidad con un heroísmo de fanático y de ena­
del trigo del presente...; mañana ya se encargaría el azar morado. Al volver a su casa, después de una ciega expedi­
de proveer el granero. Mientras había dinero en su gave­ ción, a lo imprevisto, fatigado, sólido, solía traerla algún
ta, sólo pensaba en el encanto de gastárselo todo en co­ presente, un ramito de violetas o una caja de bombones.
sas bellas y pintorescas, exaltando alegremente el placer Ella saltaba a su cuello con ingenuo alborozo de niña
del momento, y, como las cigarras, cantaba al sol, sin mimada y le ofrecía, como premio de sus rudas andan­
acordarse de los largos y negros días del invierno. zas, la cereza picante de su boca. Pero, muchas veces, re­
El orden y la buena administración - a pesar de la gresaba sombrío y con las manos vacías, y Amelia le veía
opinión del filósofo- eran virtudes propias de tenderos indiferente o tenía la crueldad de un reproche.
de ultramarinos y de covachuelistas prosaicos. Él era un Y como la lucha era día por día, Rubín iba sintiendo
poeta y tenía derecho a vivir, a vivir con arreglo al rango el hondo dolor del fracaso y de la anulación.
de su lírica aristocracia. En los buenos días de opulencia La pobreza le atarazaba cruelmente por la garganta,
derrochaba con el garbo de un príncipe; aquellas horas y el hambre solía llamar a la puerta con su mano lúgubre
doradas, demasiado efímeras, eran alegres paréntesis que y espectral. En los periódicos aceptaban con alguna difi­
poma en la tristeza de su pobre vida errante, que era cultad sus artículos; no tenía firma... La colaboración,
como una cuerda floja donde él realizaba, funámbulo es­ para los que comienzan, suele ser un calvario infructuo­
tupendo, ejercicios que eran a veces tristes y peligrosos. so y humillante. Cobrar un artículo y unos versos tiene
Amelia, en esos momentos, se mostraba insinuante, el aspecto vergonzoso de un sablazo. Es preciso ver al di­
mimosa y encantadora, y su loco reír de oro sonaba en rector de la revista, adularle, hacerle la tertulia sin diferir
los oídos del poeta como un divino carillón de felicidad. nunca de sus pareceres y rogárselo como un gran favor.
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Después de esto, el original va al canasto de los papeles El señor Ríus era a la sazón el director propietario de
rotos, y, en caso de aceptarlo, le dan al autor tres o cuatro El D emócrata. El mismo confesaba que había sido bar­
duros. bero en Sarriá; sus modales hacían innecesaria tal decla­
La lucha literaria no existe, tiene un aspecto sórdido ración. Era achaparrado, gordinflón, de manos toscas y
y degradante, y para llegar a vivir de la pluma, más que cuadradas, y vestía su traje de chaquet con un ridículo
talento se necesita un estómago resistente. empaque de parvenú.
Es cuestión de tiempo más que de valía. Al entrar Rubín, aquel señor grotesco gritaba con
El periodismo profesional es el único recurso, y casi una cafetera en la mano, dirigiéndose a uno de los redac­
siempre la anulación de las buenas condiciones artísti­ tores:
cas. La labor diaria agota; el periódico tiene unas fauces -Oiga, vosté, Soler, ¿quiere tomarse un poco de café
que devoran la energía, el tiempo y el cerebro de sus re­ que me sobra?
dactores. En cada repórter puede decirse que hay un li­ Al enterarse de las pretensiones de Rubín, le inspec­
terato fracasado. cionó de un modo irritante y despectivo.
Rubín tenía un amigo periodista influyente, hom­ -M ire, si quiere vosté entrar en mi periódico, tiene
bre mundano y amable a quien varias veces había pedi­ que cortarse las melenas. Eso es una porquería.
do dinero, y como la situación era tan prieta, fue a verle Su espíritu de antiguo rapabarbas se sublevaba con­
una noche a El Demócrata, diario del que era redactor tra las greñas románticas y subversivas de Rubín.
jefe. -H ará vosté una crónica diaria, vibrante, de interés
-Yo, por mí, no puedo hacer nada, amigo Nombela. social. ¿Me entiende? Le daré doce duros al mes. -Y aña­
Le presentaré a Ríus: no se incomode si le dice alguna dió imperativo-: Pero nada de literatura ni tonterías.
brutalidad, porque como es catalán... Todos los castellds son literatos. El porvenir está en la
Entraron en la redacción. Era una sala larga, con re­ economía política y en las finansas. ¿Me entiende? Y si
tratos de los antiguos políticos en las paredes y al frente no le conviene así, se marcha a la calle.
de una gran oleografía de la República. A lo largo de la Nombela se sentó ante la gran mesa de redacción y se
pared se corría un ancho diván dep elu ch e granate. En el dispuso a urdir su primera crónica. La pluma rasgaba las
centro, estaba la mesa de redacción, atestada de periódi­ cuartillas; iba depositando en ella su hambre y su fraca­
cos, telegramas y cuartillas. so; sus esperanzas vacilantes y la angustia de la mala
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E m ilio C a rre r e

vida. Resultó un artículo casi anarquista, caliente y juve­


nil, lleno de imágenes ingeniosas y violentas contra el
orden constituido. Al día siguiente denunciaron el pe­
riódico. La voz del diablo

Muchas veces, Amelia y Rubín iban al café de Levan­


te de la calle del Arenal, donde se podía oír buena músi­
ca, a la que el poeta era aficionado. Aquel era el café de
los pintores y de los literatos, reunidos en pequeño cená­
culo, cuyo pontífice, un ilustre novelista de rostro naza­
reno, gran conversador, ingenioso y sutil, solía entrete­
ner la velada contando fabulosos episodios (de cuando
él cazaba caimanes en los países cálidos). Era un Tartarín
espiritual y elegante, que, además, cultivaba la sátira con
un fino y artístico gracejo.
En la mesa contigua a la de los amantes solía tomar
café y leer su periódico un apreciable señor, a quien el
camarero llamaba, respetuosamente, don Marcelo, con
esa viscosa amabilidad de los lacayos ante la gente bien
vestida.
Don Marcelo era un señor cincuentón, simpático, de
barba canosa y bien cuidada, que le cubría parte de la me­
jilla, de un color sano y lustroso. Todo él respiraba satis­
facción y holgura. Su traje nuevo y cepillado, sus botas
relucientes, su corbata simétrica sobre la blanca pechera,
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E m ilio C a rrere El reino de la ca ld erilla

un antipático sombrero hongo. Nada denotaba olvido nosos de un mundo distinto del suyo, lleno de besos, de
de su persona ni despreocupación en la figura de don sedas y de voluptuosidad. Cuando cesaba la alada y me­
Marcelo, y nada había tampoco en él de original ni pecu­ lódica fascinación, se le habían ahondado las ojeras vio­
liar; no se permitía ninguna extravagancia ni particulari­ leta y sus ojos tenían una lumbre exaltada y febril.
dad chocante. Era rectilíneo, amansado, cotidiano. Era, Y, al retorno de uno de estos éxtasis, la caprichosa
en suma, un hombre vulgar, un señor como todos. fijó sus ojos en la espléndida joyería que brillaba en las
Unicamente parecía tener la obsesión de las alhajas. manos carnosas y anchas de don Marcelo.
Llevaba las manos cubiertas de valiosas sortijas, con un Rubín seguía publicando sus crónicas en El Demócra­
recargamiento churrigueresco, una gran perla en la cor­ ta, originando una denuncia casi diaria para el periódico.
bata y una preciosa leontina que sujetaba un sólido reloj A Ríus le parecía de perlas, porque hacía de su diario un
de oro. arma terrible contra el Gobierno, y ese era el mejor proce­
Cuando Rubín le conoció tuvo la primera idea co­ dimiento de obtener la subvención que ambicionaba.
mercial de su vida. Pero el sueldo era muy mezquino y había muchos
—¿Cuánto darían por aquel caballero en el Monte de días en claro, cuya solución era un complicado jeroglífi­
Piedad? co. Uno de ellos, que Rubín se había echado a la calle, a la
Don Marcelo, por la extraña simpatía de la antítesis, conquista d e M adrid más arriesgada y más penosa que la
se sintió atraído por la joven pareja absurda y antisocial, que realizó Alfonso VI, después de haber callejeado esté­
que hablaba de unas cosas extrañas que él no compren­ rilmente, de haber llamado en vano a muchas puertas, re­
día casi nunca. cordó la figura bondadosa, exorable del señor del café.
Una vez que el joven arañaba en sus bolsillos algunos —¡Si yo me atreviese a ir a casa de don Marcelo!
granos de tabaco con que llenar su pipa, don Marcelo Amelia le estaba esperando para disponer la comida.
sacó su petaca, con iniciales de oro, y le ofreció una breva. Si volvía sin dinero, la muñequita no se echaría a su cue­
Desde entonces le saludaron todas las noches, y aun llo, coronando con besos y con monadas su heroísmo de
tramaron algún diálogo banal sobre sucesos insignifi­ glorioso hampón. Y se atrevió.
cantes. En el café le dieron sus señas; ahí cerca, en la plaza de
La música tenía sobre Amelia un poder encantador. Isabel II, en un almacén de muebles de lujo...
Su cabecita loca y ambiciosa trenzaba los hilos lumi­ El arte del sablazo es de los más difíciles, y se necesi­
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E m ilio C a r re r e El reino de la ca ld erilla

tan una gran sutileza y un profundo conocimiento de la La muchacha, tal vez, pensó que las campanas de
psicología del sableado. Es preciso bucear en su vanidad, aquel carillón debían de sonar muy bien convertidas en
en sus orientaciones políticas y religiosas, en su concep­ sombreros y en perfumes para adornar su frágil y peca­
to del arte del sport, de la moral... y saber pulsar la cuerda dora belleza.
simpática de su flaqueza. Si a un hombre creyente se le Entre los amantes se había ya saciado la primera
discute el Misterio de la Encarnación, ¿cómo le vamos a lumbrarada de pasión, y quedaba un suave rescoldo vo­
pedir después que nos haga un pequeño préstamo? An­ luptuoso que, a veces, tomaba a encenderse en Amelia
tes de dar el salto a su portamonedas debemos ensalzar con fugaces y rojos penachos de lujuria. Rubín, senti­
su pasión favorita; esto establece una corriente simpáti­ mental y generoso, la amaba con deleite lírico de su tem­
ca, y a un hombre que nos ha elogiado nuestro talento o peramento de artista, y su cariño, menos genital, tenía
ia elegancia de nuestro traje, ¿cómo se le van a negar esa ceguera delirante, capaz del crimen y de la abnega­
unas miserables monedas de plata? ción. Pero ella sentía una vaga inquietud, como la triste­
Y no hay que despreciar ningún detalle, por trivial za resignada en su sueño, que nunca se realiza.
que parezca, porque puede serlo fundamental en el indi­ Al correr de sus vidas, don Marcelo fue intimado y
viduo, que la vanidad es innata y multiforme, y es tan hasta se permitió aconsejar a Rubín con su autoridad de
fuerte en el autor de un monumento como en el que veinticinco pesetas.
sólo la cifra en el corte intachable de su gabán. Era un solterón a quien el cuidado de sus embrutece-
Rubín era un doctor de esa ciencia mundana e inge­ do res negocios no había dejado lugar para el amor.
niosa, cuyas lamentables aulas están siempre abiertas en Como estaba bien alimentado, la lujuria solía inquietar
las aceras de la Puerta del Sol. a su pobre fantasía de tendero, en su lecho solitario. Pero
Así es que don Marcelo estaba perdido. A pesar de su jamás se había lanzado a ninguna aventura; quizás por
criterio severo de comerciante sobre la inmoralidad de timidez o por no comprometer el decoro del gremio de
las deudas, el poeta volvió a su nidal con un billetito de mueblistas. Desde el comienzo de su amistad con los
cinco duros. bohemios se sintió dominado por la contradictoria be­
-Pero no te creas que le he arruinado —le decía rien­ lleza de Amelia. La miraba a hurtadillas, cuando Rubín
do a su muñeca—;su bolsillo parece un armonioso cari­ se distraía siguiendo los penachos azules de su pipa. Le
llón de plata. encantaba la dulzura celeste de sus manos blancas y se­
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E m ilio C a rre re
El re in o de la ca ld e rilla

ñoriles, que se movían con la gracia de un vuelo, y le per­ nio que le permitía el fardo de su sentido común y su
turbaba el brillo de alucinación de sus ojos profundos y formalidad de hombre de negocios.
diabólicos. -N o se alarme usted. Le habrán entretenido; pero ya
Ella comprendió la influencia que ejercía, con esa sa­ vendrá, si no... — Y no se le ocurría nada más espiritual.
gacidad femenina con que penetra los menores detalles de La contemplaba congestionado, con ojos ávidos de su
codicia por sus encantos, y, como siempre, sea cual fuere el carne trigueña y cálida; pero toda la noche pugnaba por
macho a quien encelan, sintió halagada su vanidad. hacerle una insinuación cariñosa, sin que su cerebro bo­
Un día en que el bohemio debía cobrar su mezquina rroso y su lengua torpe acertase a algo más que a glosar el
soldada en El Demócrata, Amelia se acercó mimosa, con eterno e interesante comentario sobre el mal tiempo.
arrullos de gatita adorada que sabe cómo sus finos dien­ Dio la una y Rubín no había venido. Ella iba distra­
tes hacen sangrar el corazón y su lengüecita rosa curar las yendo la espera, gozándose en la turbación del apacible al­
heridas. macenista, con la perversidad de la araña que ve acercarse
-Rubín, hace mucho frío; se me amoratan las ma­ a su víctima, hacia la urdimbre en que ha de comérsela.
nos. ¿Me comprarás una piel, verdad? Ya se habían quedado solos en el café. Los mozos co­
Y para afianzar su capricho mostraba, como dos pa­ locaban las sillas sobre los veladores y agrupaban las bo­
lomas, las manos pálidas que él amaba con una rara pa­ tellas; comenzaban a caer estridentes las puertas metáli­
sión inmaterial... cas. Rubín no aparecía.
—Mira, son unas pieles como la nieve, que tienen de En la calle, por entre los «estores», Amelia vio la figu­
broche una cabeza de marta. rilla desmedrada y raída del Gamo, que husmeaba hacia
—Te la compraré, muñeca - y la besó en los ojos, cu­ el interior, con rostro cínico de garduña.
yas largas pestañas de raso se abatieron dulcemente so­ —¿Qué pasa Oliverio? ¿Le ha visto usted?
bre la fiebre violeta de las ojeras. —¡Qué ha de pasar! Que han denunciado El D em ó­
Cuando él iba al periódico, solía esperarle en el café crata por el artículo de Nombela; ese fiscal es un idiota.
de Levante. Aquella noche Rubín se retrasó más que de -Pero ¿y Rubín?
costumbre. Amelia, impaciente, miraba al reloj y mor­ —Rubín le han detenido esta tarde y está en la cárcel.
día nerviosa su pañuelo. Pero no importa, la crónica es estupenda; termina con
Don Marcelo procuraba distraerla con todo el inge­ una paradoja que dice...
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E m ilio C a r re r e

Amelia rompió a llorar. Sus sollozos, angustiados,


histéricos, la produjeron un ataque nervioso.
-Vamos, tranquilícese -decía don Marcelo—. Claro,
ese diablo de Nombela «pone» unos artículos tan revo­ La nochebuena blanca
lucionarios que tenía que pasar esto.
Y le ofrecía agua con gotas de azahar.
—¡Dios mío! ¡Qué va a ser de mí hasta que vuelva!
Don Marcelo adoptó su postura más hidalga, y ex­ Oliverio el Gamo, cínico, despreocupado, con el
clamó con voz solemne y protectora: sombrerillo sobre la oreja, fumando un puro suntuoso
-Usted no tiene que apurarse por eso. Todo lo que que ofendía a sus botas sin tacones y a su cuello amarillo
necesite... por el uso, a cuerpo, con las manos en los bolsillos del
Amelia, más serena, enjugaba su lloro, lentamente, co­ pantalón, valeroso bajo la nevada que descendía en blan­
nociendo el hechizo de las lágrimas sobre sus ojos lindos: cas lágrimas silentes, se entró resuelto por el portalón de
-¡Q ué lástima! ¡Y hoy que me iba a comprar una la Cárcel celular.
piel! En el patinillo primero, costeado de severos arcos, le
El almacenista, trémulo, al rojo vivo, balbució: cortó el paso un vigilante, con ese gesto huraño y agresi­
—¡Si usted quisiera... yo también se la compraría! vo de los perros de granja y de los polizontes.
Ella bajó los ojos, constelados por el llanto. Pensó un -¿Adonde va usted?
poco en Rubín, pero del mar inquieto de su espíritu sur­ -Voy a políticos.
gió burlesca, alucinante y milenaria la voz del diablo, Y siguió adelante, despreciando las miradas inquisi­
con la misma fascinación con que la rubia Eva le brindó tivas del carcelero. Se perdió por los largos pasillos, y su­
la dorada manzana del pecado. bió las sombrías escaleras y, al cabo, llegó a la celda don­
Y la que le ofrecía don Marcelo era de oro de ley, de, muchos días atrás, se aburría horriblemente Rubín
perfectamente canjeable por perfumes, sombreros y de Nombela.
sortijas... La celda era una pieza exigua, con puertas a una an­
Aquella noche, el nido romántico de los gorriones se cha galería, donde afluyen todas las celdas de los presos
quedó vacío. por delitos políticos, la cual estaba
UNIVERSIDAD DE SEVILLA
[282] [283] Biblioteca de Humanidades
E m ilio C a rre re El reino de la ca ld e rilla

Empotrada en la pared de lecho fementido, ante la ven­ Pero terminaba el plazo de comunicar, y la gatita no
tana de gruesos barrotes en cruz, había una mesa con al­ había venido.
gunos libros y cuartillas. Entonces, Rubín, aplanado, con angustia infinita de
Rubín tenía la cara verdosa, con esa hinchazón de los llorar, se tendía sobre el petate.
presos producida por la falta de aire libre. Su gesto era «¡A ver si mañana!...»
duro, triste, de una extraordinaria intensidad, con la Y pasaban los días, los días...
amarga hondura de trazos que sólo se ven en los presidios Pensaba, con macerante tristeza, que quizás al saber
y en los hospitales, en los sitios donde el dolor, la angustia su prisión, por su cariño hacia él, por su salud delicada
y la torva desesperación son el espectáculo cotidiano. -¡la pobre caprichosa era tan quebradiza!- hubiese caí­
Su única tristeza había sido separarse de su querida do enferma. Si no, ¿cómo explicarse la ausencia? Sí, esta­
muñequita. Las primeras noches no pudo dormir; nota­ rá mala, tal vez en el hospital... ¡Y pensar que no podía
ba una pesadumbre de plomo sobre su voluntad; sentía salir y correr a su cabecera a mirarla el alma en los ojos, a
pasar las horas negras llenas de raras alucinaciones, pero besar sus manitas tan besadas!
como un cortejo de negras brujas. El alma maldita de la Y una onda de suprema ternura le subía del corazón,
cárcel le contaba al oído historias sanguinarias y terri­ arrasándole los ojos.
bles; oía con estremecimiento los alertas de los centine­ Al sentir los pasos que se aproximaban por el corre­
las, al principio claros y sonoros, más borrosos después, dor, se irguió con ansiedad de su silla, apoyó la frente en
la postrera y lejana voz que sonaba en la noche como un los barrotes de hierro de su celda. Apareció la figura del
indefinible lamento de augurio en un mundo distante Gamo, echando bocanadas de humo, jovial y pintoresco.
de la pesadilla. —No crea que vengo a deslumbrarle con mi carun-
Ansiaba, con terror infantil, que apuñalase el aire la cho. Tome usted otro. Me los ha dado Vengalí, ese para­
fanfarriosa clarinería de la diana. guayo. Quiere que dé usted un bombo en El D emócrata
En las horas de comunicación, abrían las maderas de a una novela suya. Le dará cuatro duros. Estos america­
sus rejas. Eran aquellos minutos inmensos de ansiedad; nos se dislocan porque se hable de ellos en España, para
ponían el alma toda en los oídos y espiaban el ruido leja­ obtener un puesto en las Legaciones. ¡Son unos batatas!
no de pisadas en las escaleras, en la galería... ¿Y a que no dicen cuánto les cuesta cada bombo? ¡Y qué
«¡De hoy no puede pasar que venga!» asco! Mendigan los elogios o los...
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E m ilio C a rre re El reino de la cald e rilla

Rubín le interrumpió febrilmente: Después tuvo una mueca de grotesco dolor, y prosi­
—¿YAmelia? ¿La has visto, Oliverio? ¿Por qué no viene? guió:
-¿Amelia? - y puso un gesto escéptico en su boca -Nosotros no tenemos derecho al deleite de la hem­
maldiciente-. Usted conoce la historia de Pierrot... bra; gracias que podamos ir comiendo... La mujer es
sólo una bestezuela de lujuria y de vanidad; cuando tie­
Colombina en brazos ne hambre se come nuestro cerebro o nuestro corazón.
dei marqués se entrega... Y después de una profunda meditación ante sus bo­
tas destrozadas y su cazadora en guiñapos, exclamó con
»Sólo que su Colombina es más demócrata, y se ha melancolía:
conformado con un pobre tendero... Ahora, querido -¡No hay más remedio que resignarse! ¡El amor es un
Rubín, hágale su canción a la luna, como al cornudo sentimiento de lujo! Pero hablemos de cosas más positi­
blanco. Es un consuelo. vas. Ríus me ha dicho que esta tarde le pondrían a usted
Y como Rubín callase, anonadado por el horrible en libertad; que han sobreseído su causa. Claro, como
fracaso de su cariño, roto por la pobreza y por la frivoli­ que ese fiscal ha hecho «el cisne».
dad de aquella criatura tan amada, el Gamo creyó de Esta forma de expresión le parecía que era más deli­
gran oportunidad soltar la espita de su Filosofía acerca cada y más poética que decir que había hecho «el gan­
del amor y del eterno enigma femenino: so». Oliverio era un preciosista.
-Ustedes, los sentimentales, son unos animales infe­ Cuando se marchó el Gamo, Rubín cayó de bruces
riores. Hele a usted aquí, un escritor de talento, un sobre su petate.
hombre terrible, considerado como un peligro para el El abandono de su querida muñeca había truncado
orden social, casi llorando porque le ha dejado su queri­ su vida futura, había estrangulado todos sus sueños...
da. Tiene usted un corazón de zarzuela grande, amigo Era un autómata, una voluntad anulada, ya que no tenía
mío, y al verle tan melancólico, me parece que va usted a nada que hacer...
cantar aquella tontería de Ju ga r con fu ego: Y la esperanza ardiente cegó su alma, enloquecida
por el horrible mal de los celos, con una roja lumbrara­
Duquesa de Medina, da. La voz tenebrosa de aquel lugar tal vez le insinuó al
tú me juraste amor. oído alguna historia siniestra de puñales y venganza, y le
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E m ilio C a r re r e El reino de la ca ld erilla

habló de la voluptuosidad de la sangre caliente, que tie­ naria y florida iba sobre la nieve con el candor de un vue­
ne el bello carmín del vino nuevo. lo de paloma.
Era ya casi de noche cuando pudo aspirar a pleno Aquella noche afirmaba la dulzura del hogar, del
pulmón el viento frío que ascendía de las nevadas fron­ fuego alegre, de los amores tutelares. Rubín de Nombela
das de la Moncloa. se iba sintiendo invadido por la melancolía burguesa,
Ya estaba libre; ahora, ¿qué iba a hacer? Y como un como casi todos los vagabundos, en la noche de fiesta fa­
ciego, que una venda ponía en su razón el dolor desespe­ miliar, desde el vacío desamparo del arroyo.
rado, tomó el camino de la casa de don Marcelo. «¡Si Amelia no le hubiera traicionado!» Y otra vez la
Madrid, todo blanco y silente, estaba encantado onda de dolor enloquecida. «Ahora estará con él, le co­
bajo la nevada. La luna llena, envuelta en un halo ceni­ gerá las manos con las suyas toscas de mercachifle... Y
ciento, ponía reverberaciones de plata sobre los tejados, todo por un puñado de billetes...» Y en el fondo de su
que parecían caperucitas de algodón. Alguna racha gla­ pensamiento, el odio fraguaba una represalia contra
cial aventaba los copos; Rubín se estremecía al recibir la aquella grosera imposición de la realidad.
nieve en la fiebre de su cuerpo. Las primeras luces leja­ Lapl aza donde vivía el comerciante estaba solitaria y
nas se iban encendiendo, como quiméricas rosas, en el oscura, y las rejas de la casa brillaban como dos pupilas en
fondo negro de la ciudad. Las farolas públicas dejaban el negror de la noche. El hielo había cristalizado el agua
sobre la nieve un reguero luminoso de sangre. de la fuente en una lámina de plata bruñida; los árboles se
Era la Nochebuena de los hogares en fiestas; descen­ humillaban al peso de la nieve. Aullaba el lobo del viento.
dían hálitos suaves de serena felicidad, y sonaban distan­ Rubín se acercó a la casa. La puerta del almacén esta­
tes las tonadas ingenuas de los villancicos pascuales. ba cerrada; pero llamaría fuerte, con furia, hasta que le
Una ráfaga de leyenda pasaba por las almas con plácida y abriesen. Sentía necesidad de echarles a la cara aquellas
amorosa fraternidad, nimbándolas de una dulce poesía, culebras desesperadas que mordían su corazón. Sería la
toda blanca y suave, como un ungüento milagroso para recompensa del ultraje inferido a su vanidad de literato.
el cansancio del corazón. En los hogares se esparcía un ¡Oh, aquello era humillante!; dejarle por un burgués es­
dulzor de remanso, y a través de las ventanas se oía reír, túpido y metódico... Y él creyó que Amelia tenía alma de
cantar... Parecía que la ciudad se había vestido de novia artista... ¡Qué fraude tan triste y tan ridículo! ¡No era más
para festejar el mito ingenuo, y un aroma de fauna rnile- que una meretriz ambiciosa! Era una... Y, sin embargo, él
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la seguía queriendo aún, con un sentimiento más fuerte Salía de aquel sosegado interior un hálito de bienes­
que su orgullo artístico, que su decoro de hombre, pues tar, y se diluyó mansamente en el ánimo conturbado de
no podía olvidar a quien, aun engañándole, había puesto Robín. Allí la vida debía ser buena y confortable, muy
un divino resplandor de alegría en la yerma tristeza de un burguesay muy monótona, es cierto; pero ¿era encanta­
menesteroso vivir. Había abandonado, por una vida mo­ dor vagar roído de hambre y de melancolía, rumiando
nótona, sin amor, como tirada a cordel, la juvenil alegría su fracaso, sin tener un hogar en la inclemencia de aque­
de lo imprevisto, los besos locos de la pasión, ante la lla vida? Rubín sintió hundirse su pena y su rencor en
mueca de la miseria, el encanto de su vida de pájaro, vo­ onda de admiración y ternura.
lando con las alas de su fantasía en una eterna borrachera «¡Pobre muñeca! Ya no morderá el frío sus pálidas
de azul. Aquella mujer vulgar había deshecho su dorada manitas. Tendrás todo lo que soñabas que mi cariño no
leyenda de la bohemia. Debía de escupirla y aplastarla podía darte...» Lentamente, como un harapo de carne,
contra aquel sapo rico y estúpido, a quien se había vendi­ sintiendo lo estéril, lo grotesco de su pobre vivir erra­
do. Y se agarró con rabia a la reja que le separaba de la bundo, se alejó de aquella casa alegre y tranquila, perdi­
mujer caprichosa, frívola y perversa, a la que tanto ama­ do en el dolor infinito de la noche, bajo la nieve bella e
ba, a pesar suyo. implacable. La casa de doña María le abrió sus puertas
Sus ojos se hundieron en el interior iluminado; no piadosas; sobre el fementido jergón abatió su cabeza
había nadie en la habitación amplia y confortable. Una triste de visionario, donde tal vez la idea de morir abría
lámpara eléctrica vertía su blanca luz sobre la mesa del sus negras alas alucinantes.
comedor, cubierta por un mantel limpio y adamascado. ¡Era tan horrible camarada la Miseria! Y él siempre la
La vajilla de fino cristal se irisaba bajo el claror tranquilo encontraba cerrándole el paso del futuro, irónica y bru­
de la lámpara. En la chimenea crepitaban los leños. Dos tal, con su carátula siniestra, tan hostil al divino retablo
señores elegantes abrían sus brazos en espera. Sobre la de sus sueños.
mesa había un ramo de flores de invernadero. Al fondo, Rubín no podía dormir.
por la rendija de un cortinón, se veía paite de la alcoba; Otra vez estaba allí entre los hampones y los fracasa­
un gran lecho señorial de madera, con colcha azul, al­ dos; ya no tenía casa, ni amor, ni ansia de gloria.
mohadas con encajes. Una suave luz violeta rompía va­ Como en cortejo de pesadillas, fueron pasando los
gamente la penumbra. tristes luchadores del Arte y de la Casualidad, los que
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E m ilio C a rrere

ofrecen sus vidas al amor de esa belleza del arroyo, páli­


da, desmelenada y mal vestida, que besa y muerde, blas­
fema y ora. A ese amante de burdel, de ojos como dos
gotas glaucas de ajenjo, y tentáculos de arañas lujurian­ El dolor de llegar
tes, que ama con tanta intensidad y tan sabia y perversa­
mente que algunos la llaman Vampiresa, porque cuan­ Fragmento de una carta de Rubín
do cesa en sus caricias lo demás ya es labor del gusano. al filósofo rural, Elias Rodríguez.

«Tú no sabes, querido filósofo, con qué tristeza he


leído tu carta; me parece la voz del pasado lastimoso,
que reverdece tantas y tantas horas, y en las que has deja­
do al pasar un poco de corazón. Me felicitas por mis
triunfos recientes; me consideras dichoso porque ya he
llegado. ¡Llegar! ¡Qué irrisorio espejismo tan triste el de
esta palabra!
»Créeme, querido, que al oír la metralla de aplausos
con que el público elogiaba mi labor de tanto tiempo,
he sentido ganas de llorar. Lo que hace algunos años me
hubiera hecho feliz, hoy me ha hecho asomar a mis la­
bios todas las tristezas de la ironía. Parece que esa diosa
prostituta y esquiva tiene preferencia por los cadáveres.
»Miro al camino andado, recuerdo la angustia de
tantos días menesterosos, el vacío infinito de tantas no­
ches sin albergue, y comprendo todo el engaño de esa
horrible palabra que pones en tu carta. ¡Llegar! ¿A qué?
»Ya los faranduleros han representado todas mis co­
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E m ilio C a rre re El reino de la ca ld erilla

medias; todos los periódicos solicitan mi concurso; mi »Esa pintoresca leyenda del arroyo tiene a su cargo
nombre es casi ilustre, y mi firma es un cheque de gran una larga lista de cadáveres. Muchos locos se han dejado
crédito en el mercado intelectual. morir en los lechos anónimos del hospital. Otros andan
»En mi cuarto, elegante, cómodo, donde los leños aún por el mundo, muertos también, con esa muerte in­
encendidos esparcen un dulce calor, hay un espejo. Al terior que produce el fracaso del ideal de toda nuestra
leer tu carta felicitándome, me he visto, ai azar, sobre el vida.
cristal bruñido y limpio. »Es preciso destruir la leyenda de la bohemia. En la
»¡Qué triste espectáculo, amigo mío! Apenas tengo calle, bajo los canalones, en la taberna o en el ocio del
treinta años, y una trágica calva ridicula brilla burlona- café no es posible hacer nada bello, nada definitivo. Ya
mente al resplandor de mi lámpara. Junto a mis ojos conoces la frase de Baudelaire: “La inspiración es hija
hundidos y sin brillo, hay una arruga honda, que se pro­ del trabajo diario”.
longa hasta la sien; y, como un sarcasmo brutal, ahora »Sobre mi mesa tengo el paquete de los versos que
que puedo “comer”, parece que en mi estómago, dis­ hice en mi juventud, balbucientes, imprecisos, con las
péptico y gastado, hay un lobo cruel que me martiriza. huellas de mi vivir absurdo y desordenado. Junto a ellos
Eso que tú llamas llegar me ha costado toda mi juven­ hay unas violetas marchitas y unos bucles negros que aún
tud. Me parece demasiado caro. conservan la fragancia peculiar de aquella muñeca tan
»Mi juventud, que no ha de volver más, ha sido sa­ amada, cuyos ojos goyescos — en cuyo fondo de cisterna
crificada con necio heroísmo, en aras de mi ideal de arte. brillaba como un temblor de luna, el resplandor miste­
Mis años mozos, de soñadora bizarría, han sido un me­ rioso de su alma- son el más dulce y triste recuerdo de mi
lancólico cañamazo, donde el dolor, la miseria y el ham­ vida. La chimenea abre sus fauces, rojas y flamantes.
bre han bordado sus flores monstruosas. Quiero romper con el pasado, querido filósofo; al termi­
»Y ya está consumado el sacrificio. Confieso que el nar de escribirte, arrojaré mis reliquias a las llamas...»
recuerdo de todas mis malandanzas me inspira una es­ Cuando Rubín de Nombela dejó de escribir la tarde
pecie de extraño y melancólico amor, que lo más noble y invernal moría en una espléndida apoteosis de oro. Los
florido de mi alma se ha quedado en jirones cuando pa­ brazos de la mustia enredadera llamaron al cristal del
saba por las zahúrdas de la mala vida del brazo de la se­ elegante gabinete, con un melancólico crujido; se oían
ñorita bohemia. lejanas las notas del piano.
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E m ilio C a rrere

Rubín cogió los versos, los rizos, el ramo de violetas «El C lub D iógenes »
Ú í.T IM O S TÍTULOS APARECIDOS
mustias y adelantó hacia el fuego.
Pero aquellas reliquias parecían tener un espíritu su­
plicante; todo el pasado anegó el alma del poeta en una 1 3 7 . A f o r is m o s , o c u r r e n c i a s y o p in io n e s L i c h t e n b e r c
melancolía honda, sentimental...; y atándolas de nuevo 138. C uento s d e m e d ia n o c h e B ram S t o k e r

con su cinta azul y desteñida, las guardó en el bolsillo de 1 3 9 - E l h o m b r e m á q u in a ! E l a r t e d e g o z a r L a M e t t r i e


140. E l h o m b r e q u e e i :e j u e v e s G.K . C h e s t e r t o n
su levita, en el izquierdo, el más cercano del corazón.
14 1 . Los p a r a ís o s a r t if ic ia l e s C h a r le s B a u o e la ir e

1 4 2 . S i las M a r n e r G k o rg b E ü o t
1 4 3 . T a s p í. U n e d é n c a n íb a l H e r m á n Iv í e i .v i i .i .f,

144. L a M uerte. U n a a n t o l o g ía V a r io s

145. E l b u q u e fa n t a sm a y o t r o s r e l a t o s t r is t e s y s in ie s t r o s

R ic h a r d M i d d l e t o n

14 6. T res cu ento s G usta v e F l a u b e r t

147. M e l m o t h f, i . e r r a b u n d o C h a r l e s R o b e r t M a t u r in

1 4 8 . V ia je a l c en t r o d e la T i i '.r k a J u u o V e r m e

1 4 9 . Los ú l t im o s d ía s df . E m m a n u e l K a n t T h o m a s De Q u in c k y

1 5 0 . A r c a n o T r e c e . C u e n t o s C r u e l e s P u .a r P e d r .a z a
1 5 1 . Los c a m in o s d e v u e l t a A n d r é s T r a p ie l l o

1 5 2 . L a PÁTINA DEL TIEMPO HENRY JAMES


1 5 3 . A n t o l o g ía d e l a p o e s ía m a c a s k a e s p a ñ o l a e h is p a n o a m e r ic a n a

E d . J o a q u ín ' P a l a c io s A l b iñ a n a

15 4 . F ábu las y cu en to s G. K. C h e s t e r t o n

1 5 5 . L a M AD R IG U ER A D EL GUSANO BLANCO B RAM STOKER


1 5 6 . P e n s a m i e n t o s B l a is e P a s c a l

157. L a t u m ba d e su s an tepa sa d o s y o tro s relato s R u d y a r d K ip l i n g

158. L a c a sa d e l a c r u z y o t r a s h is t o r ia s g ó t ic a s E m il io C a r r e r e

1 5 9 . R e f l e x io n e s , m Xx im a s y a f o r i s m o s F r ie d r i c h N ik t z s c h e

160. A n tes o e A d Xn J a c k L ondon

1 6 1 . D ía s c r u c i a l e s e n A m é r i c a W a l t W h it m a n

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