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Las Preguntas

ERRONEAS
Martyn Lloyd-Jones

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“Dicen, pues, a Dios: Apártate de nosotros,
Porque no queremos el conocimiento de tus caminos.
¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos?
¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?” —Job 21:14–15

No cabe duda alguna de que la principal explicación de la ignorancia y el rechazo de


la Biblia que caracteriza a nuestra época es el hecho de que generalmente las
personas ya no creen en su inspiración divina en un sentido único. Mientras los
hombres seguían considerándola «la Palabra de Dios», escrita por hombres que
habían sido «inspirados por el Espíritu Santo», obviamente creían que debían dar
crédito a su enseñanza. Pero a medida que se extendía la idea de que la antigua
opinión acerca de la Biblia es falsa y que esta solo era resultado de la creación humana

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—el relato de ideas religiosas y peregrinajes de un pueblo específico—, los hombres
comenzaron a decir que, a pesar de su gran interés, ya no era algo vital, y finalmente
dejaron de leerla. Al considerarlo la expresión de una fase de la historia del desarrollo
de la humanidad que sucedió hace mucho tiempo, pensaron que estos documentos
solo mantenían su interés para aquellos interesados en las cuestiones religiosas, la
historia y la ciencia de la antropología. La Biblia ya no podía ser de interés general
para los tiempos presentes que tanto han avanzado y que requieren, por tanto, ideas
avanzadas. En otras palabras, los hombres argumentan que, una vez se nos ha
dispensado (¡en su opinión!) de la teoría de la plena inspiración de las Escrituras,
entonces su propia antigüedad les priva de su valor en un sentido real.
Ahora bien, esa es una conclusión con la que estoy absoluta y completamente en
desacuerdo. Aun si no creyera que esta es la Palabra de Dios, seguiría diciendo que es
el libro más importante de toda la tierra y el que está por encima de todos los demás
que deben leer los hombres. Y mi razón para ello es su propia edad y antigüedad.
Embriagados por la teoría del progreso y el desarrollo, los hombres presuponen en la
actualidad que un libro antiguo es un libro inútil. Pero si leyeran estos viejos libros con
detenimiento llegarían a la misma conclusión que alcanzó el autor de uno de los libros
del viejo Libro, esto es, que «nada hay nuevo debajo del sol» (Eclesiastés 1:9). Y entre
el incontable número de cosas que siempre habían pensado que eran completamente
nuevas, pero cuya tremenda antigüedad descubrirían, hay dos particularmente
importantes que se nos recuerdan en este texto.
La primera es que la irreligiosidad y la impiedad no son nuevas. Ahora bien, quiero
que recuerdes que hay un consenso general en cuanto a que el libro de Job es
probablemente el más antiguo de toda la Biblia. La propia Biblia es el libro más antiguo
que existe y, entre los libros que contiene, el más antiguo es el de Job. Y aquí, en este
libro (tal como se nos muestra en este texto donde Job declara y refuta el argumento
de los impíos) se nos recuerda la existencia de los impíos e irreligiosos. Tan solo ese
hecho es más que suficiente para responder y echar por tierra el supuesto en que se
basa la persona media en la actualidad para rechazar el evangelio de Jesucristo y la

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forma de vida piadosa y religiosa. Digo «supuesto» deliberadamente, porque no hay
nada más patente que el hecho de que la gran mayoría ni siquiera piensa en la
cuestión en absoluto. Simplemente la rechaza, y la rechaza porque da por supuesto
que es errónea por el simple hecho de que es antigua. Su idea es que en el pasado las
personas eran ignorantes y su religión era el resultado de su ignorancia. La religión
pertenece a aquel estado primitivo. Nosotros somos avanzados. A todos nos resulta
muy familiar la clase de conversación que concluye diciendo: «Nadie cree ese tipo de
cosas en la actualidad». El supuesto es que en el pasado todo el mundo creía en ello
y que si hubieran vivido en esos tiempos también habrían creído en ello, pero viviendo
como viven en tiempos de progreso, con todos los descubrimientos de la ciencia y los
avances en el conocimiento, se han percatado y lo han dejado a un lado. Piensan que
es puramente cuestión de tiempo, meramente cuestión del paso de los siglos y del
progreso de la humanidad. ¡Qué suerte tenemos de vivir en el siglo XX y no en el
pasado! ¡Y qué pena nos dan aquellos que nos precedieron! ¿No es ese el supuesto?
Pero la irreligiosidad es casi tan antigua como la religión misma. La gente decía
exactamente lo mismo en los tiempos de Job que en la actualidad. Decir que no
creemos en Dios y en la religión y apartarnos de él, lejos de ser algo nuevo, moderno,
actual y una de las señales del progreso del siglo XX, es simplemente demostrar que
nos ajustamos completamente a algo que siempre ha sido cierto del género humano.
¡Toda época, este viejo libro nos lo dice, gusta de considerarse superior a todo lo que
la ha precedido y es amiga de expresar esa superioridad rebelándose contra Dios y
pensando orgullosamente que es la primera en hacerlo!
Asimismo, aquí se nos muestra que la irreligiosidad no solo no es nueva sino que se
expresa siempre exactamente de la misma forma y siempre hace las mismas
afirmaciones. En otras palabras, en ese supuesto principal acerca del elemento
histórico en esta cuestión de la religión existen otros dos supuestos constantes. El
primero es que el intelecto y el pensamiento están siempre del lado de la irreligiosidad
o que la religión vive y se desarrolla tan solo en la ignorancia. «Dicen, pues, a Dios»,
dice Job. Lo que dicen se afirma como conclusión de un proceso lógico, el resultado

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de una investigación y un examen inteligentes. ¡«Pues», en vista de lo que han
considerado, llegaron a esa conclusión! Esas personas de los tiempos de Job afirmaron
que, como resultado de su pensamiento, habían calado a la religión. Esta afirmación
sigue haciéndose en los mismos términos. Los hombres aún dicen que fueron criados
para creer en la religión y que creyeron en ella mientras la aceptaron sin criticarla,
pero que en el momento en que empezaron a pensar las cosas por ellos mismos, a
instruirse y afrontar los hechos, vieron que todo estaba equivocado y vacío. ¡Y así
generan sus propias pruebas que, por extraño que parezca, como demostraré, se
expresan generalmente en forma de preguntas! En la actualidad, la mayoría considera
el intelecto y la religión absolutamente incompatibles. Muchos contemporáneos de
Job adoptaron exactamente la misma tesis.
El otro presupuesto derivado es que, cuando un hombre se aparta de Dios y de la
religión, se emancipa y es verdaderamente él mismo por primera vez. Se considera a
aquellos que siguen siendo religiosos como presos de la tiranía y esclavitud de una
ignorancia y una superstición que obstaculiza el desarrollo genuino de la verdadera
naturaleza de uno. Para ser un hombre digno de ese nombre debe liberarse de esas
cadenas y exclamar: «¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos?». La
humanidad ha creído desde el principio que Satanás estaba en lo cierto cuando indicó
que Dios deseaba mantenernos sometidos y arrebatarnos nuestros derechos.
Por estas dos razones, pues, los hombres se apartan de Dios en la actualidad como lo
han hecho en todas las épocas, y lo hacen planteando todo tipo de preguntas como
las típicas que aparecen en este texto. Ya hemos visto que el supuesto general sobre
el que se basa esta actitud es completamente erróneo. ¿Qué pasa con los dos
supuestos derivados? Solo podemos responder a las preguntas tras haber
considerado y analizado la afirmación que hacen estas personas. Nos dicen que,
después de haber pensado y razonado han tomado la decisión de apartarse de Dios y
rechazarle, y que al hacerlo se están emancipando. Dan su veredicto sobre Dios.
«¿Quién es él —preguntan— para que le sirvamos? ¿Y qué beneficio obtendríamos

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de orar a él?». Piensan que su postura es incontestable. ¿Qué tenemos que decir a
ello? ¿Cuál es nuestra respuesta a estas preguntas? La dividiremos en dos secciones.
1. En primer lugar consideraremos el trasfondo de las preguntas, los supuestos sobre
los que se basan, y luego les daremos una respuesta directa. Y al considerar el
trasfondo nos vemos forzados a la conclusión de que esas afirmaciones acerca de Dios
no añaden nada a nuestro conocimiento de él sino que dicen mucho acerca de las
personas que las plantean. Permítaseme demostrarlo.
Con respecto a la afirmación del intelecto y del entendimiento, permítaseme aseverar
de manera muy franca que no hay nada más obvio en la irreligiosidad que lo
superficial de su pensamiento, su completa y absoluta ausencia de una reflexión clara
y directa. Esta es una gran cuestión que se puede considerar bajo muchos aspectos
distintos. Obviamente no tenemos tiempo para ello en el transcurso de un sermón y
lo único que propongo es que lo consideremos tal como se demuestra en este
contexto en particular del capítulo 21 de Job. Porque aquí tenemos un ejemplo muy
típico y profundamente representativo de la clase de argumento que se utiliza. Es un
argumento acerca de Dios que se basa únicamente en lo que los hombres observan a
su alrededor. Las personas del tiempo de Job lo expresaron así. Observaron que
ciertas personas eran piadosas y otras no. Observaron además que, mientras que los
piadosos solían padecer en gran medida, los impíos parecían florecer, prosperar y
pasarlo bien en la vida. Sobre la base de su observación extrajeron las siguientes
conclusiones:
“Si hay un Dios debe de ser impotente, o
si no es impotente, en cualquier caso es injusto.”

Sobre la base de estas dos deducciones llegaron a la conclusión final de que se puede
dejar de lado a Dios en su totalidad. A las personas que lo desestiman «les va bien» y
prosperan. ¿Qué sentido tiene, pues, adorarle y obedecerle? «¿Y de qué nos
aprovechará que oremos a él?». Aquí estaban los argumentos de los irreligiosos del
tiempo de Job. ¿No tienen un cariz particularmente moderno? ¿Cuáles son los

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argumentos que proponen hoy en día las personas contra la religión? ¿Por qué se han
apartado las masas de ella y viven la vida que viven? ¿Sobre qué base tantos pasan
por alto, rechazan y niegan a Dios? Los argumentos siguen siendo los mismos. Aquí
tenemos algunos de ellos: «Si hay un Dios y es un Dios de amor, ¿por qué permitió la
Gran Guerra?», «si hay un Dios, ¿por qué florecen y prosperan los impíos y los
piadosos padecen tan a menudo?», «si hay un Dios, ¿por qué hay incidentes como las
inundaciones y los desastres, y por qué permite que las personas buenas mueran tan
jóvenes y los malos vivan hasta llegar a viejos?». Y aún se extrae la misma conclusión
de que no importa si uno cree en Dios o no, que no parece afectar a la vida en ningún
sentido, y que por tanto toda la idea religiosa de la vida es probablemente errónea
por completo. ¿Por qué preocuparse de ser religioso? ¿Por qué esforzarse en vivir una
vida buena y obedecer a Dios cuando aquellos que no lo hacen parecen vivir
perfectamente felices, satisfechos y con eminente éxito?

Estas son algunas de las razones detrás de la irreligiosidad actual. Por medio de
semejantes afirmaciones, los hombres y las mujeres piensan que se dispensan de Dios
y la religión. Y declaran haber probado su tesis. Cuando hacen la pregunta de «¿si hay
un Dios, por qué esto y aquello?», es simplemente otra forma de decir que no hay
Dios. El argumento parece completo, no es necesario discutirlo; y las personas
expresan esta opinión como si la cuestión ya estuviera zanjada.
Ahora bien, no hay nada tan patético en todo esto como el hecho de que, por encima
de todo, demuestra un pensamiento superficial. Los hombres son incapaces de ver
que todo su argumento se basa en un falso supuesto, esto es, que Dios y sus caminos
deben ser forzosamente inteligibles para ellos y ajustarse a sus ideas. En otras
palabras, comienzan por afirmar lo que Dios debiera hacer. Y luego llegan a la
conclusión de que, debido a que no hace lo que ellos piensan que debiera hacer, no
hay Dios, o no tiene poder alguno y, en cualquier caso, no importa si le
desobedecemos o no, porque no puede afectar a nuestras vidas en sentido alguno.
Nunca se les ocurre que Dios, en su infinita sabiduría, puede permitir que sucedan

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ciertas cosas que nosotros no podemos sondear. ¡Pasan por alto las palabras de uno
de los profetas del Antiguo Testamento que nos recuerdan que Dios «se esconderá»!
«¿Por qué hace eso?», preguntan. No puedo decirlo y por el momento no me
concierne intentarlo, porque lo que quiero demostrar es la absoluta falacia de
argumentar, a partir del mero silencio o la no interferencia de Dios, o bien su
impotencia o bien su no existencia. ¿Qué dirías de la inteligencia de un hombre que
argumenta que el sol no existe simplemente porque no puede verlo debido a las
nubes? ¿O de la inteligencia de una persona que confunde la paciencia con la
impotencia y la sabiduría con la debilidad? Pero esa es la mentalidad de aquellos que
tan a la ligera se apartan de Dios en la actualidad. Suponen que Dios debe hacer ciertas
cosas y comportarse de cierta forma. Y, simplemente porque no lo hace extraen sus
dogmáticas conclusiones. ¿Pero quién dijo que Dios debería comportarse de tal
forma? ¿Por qué no habría de permitir Dios, en su infinita sabiduría, cosas que se
escapan a nuestra comprensión? Sin duda, ¿no es lo más prudente, cuando
consideramos a esa persona a quien se llama Dios, el dar por supuesto que sus
caminos son inescrutables? Si pudiéramos entender a Dios seríamos más grandes que
Dios; y si solo ha de hacer cosas que comprendamos, y lo que pensamos que debiera
hacer, ya no será Dios sino nuestro siervo.
Las personas que se apartan de Dios y renuncian a la religión simplemente porque no
entienden los caminos de Dios están confesando precisamente la pequeñez de sus
mentes y su bajo nivel intelectual. Consideran un incidente de sus vidas o en el mundo
y de ahí extraen conclusiones tajantes. Jamás han considerado todos los hechos: el
hecho del mundo en sí mismo, la creación, la historia, etc. ¿Son la suerte y el azar
explicación suficiente? Nadie verdaderamente inteligente lo cree hoy en día. Cuanto
más se estudia, analiza y pondera la vida, más conduce a maravillarse y a Dios. La
única conclusión verdadera que se puede extraer del hecho de que no podamos
entender los caminos de Dios no es que no haya Dios, sino que nuestro entendimiento
está deteriorado y es insuficiente. El hombre que piensa que su mente y su
pensamiento son lo suficientemente grandes como para examinar a Dios,

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simplemente confirma que no sabe cómo pensar adecuadamente. Lo mismo sucede
con la afirmación de que ser irreligioso equivale a ser intelectual.
¿Pero y la otra afirmación de que renunciar a la religión emancipa al hombre y le
devuelve su propio ser? También aquí deben extraerse precisamente las mismas
conclusiones. Es completamente errónea. Escuchemos la afirmación tal como se
expresa aquí: «¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?». Esa es la pregunta que
plantean. Cuánta luz vierte esa pregunta sobre los interrogadores. Cómo revela no
solo su propia mentalidad sino también su propia naturaleza y la idea que tienen del
hombre y su bienestar. La palabra «aprovechará» ya es de por sí interesante. Es la
gran palabra de hoy. Hay un sentido en que es muy legítima, tal como demostraré. Lo
que importa es la connotación que uno le da o los términos en que se mide y estima
el provecho. No es difícil ver lo que consideraban como provecho los contemporáneos
de Job. Su idea era perfectamente clara. El provecho era para ellos algo que solo podía
medirse en términos de beneficios y bienes materiales. ¡Tenían abundancia de todo
—bienes, amigos, dinero, hijos, salud, felicidad—, de todo! «¿Qué más podríamos
desear?», dicen. «¿Qué cosa mejor podría haber?». «¿Qué podría añadirnos Dios?».
Esa era su idea de la vida y esa es también, pues, su idea del hombre. Estaban
perfectamente satisfechos y conformes. No deseaban nada más ni nada mejor.
Declaraban que al apartarse de Dios se estaban liberando a sí mismos y convirtiéndose
en hombres dignos de ese nombre. Pedir a los hombres que adoraran a Dios y le
sirvieran era, en su opinión, igual que decirles a los hombres lo que debían perder y a
lo que debían renunciar. ¡Eran los liberadores de la humanidad, los defensores de los
derechos del hombre, los ostentadores de la verdadera dignidad y grandeza del
hombre! Su idea del hombre y su mundo era algo concebido exclusivamente en
términos materialistas.
¿Es eso únicamente cierto de los hombres del tiempo de Job? Miremos a nuestro
alrededor, escuchemos la verdad de los impíos y examinemos sus vidas. ¿A qué se
entregan al apartarse de Dios y la religión? ¿Cuál es la naturaleza de la vida
emancipada a la que se ofrecen a guiarnos? ¿Cuáles son las cosas que ambicionan y

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que les satisfacen? Siguen siendo las mismas. En primer lugar y antes que nada está
el dinero y las riquezas materiales. Esto es cierto no solo de aquellos que las disfrutan,
sino también de aquellos que no las tienen y están celosos de los que sí. El dinero y la
riqueza nunca han significado tanto para la persona media como en la actualidad. La
vida ideal para la mayoría de las personas es una vida donde no solo tuvieran
suficiente dinero como para no tener que preocuparse de él, sino tanto que no
tuvieran necesidad de trabajar. Toda la idea de la dignidad del trabajo ha
desaparecido. Tener que trabajar se considera casi como una indignidad y una
desgracia. No solo se admira a los ricos ociosos, sino que también se les tiene envidia.
La vida ideal es una vida acomodada en la que uno puede hacer exactamente lo que
le plazca. ¿Y qué es lo que le place? El deporte y la diversión: el fútbol, el cine, la
bebida y el juego; o algo más tranquilo: una casa agradable, un automóvil y estar
rodeado por los amigos y la familia de uno. Pero no me hace falta desarrollarlo. Los
hechos nos resultan familiares a todos. Lo que gusta a los hombres se muestra en los
periódicos que satisfacen a los hombres y sus gustos. Y debido a que estas cosas
satisfacen a los hombres, preguntan: «¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?».
Esa es la libertad que desean. Libertad para vivir una vida que apela únicamente a lo
más bajo de la naturaleza humana. Los hombres renuncian a Dios y a servirle a fin de
disfrutar de comodidad y bienestar físico, placer y emociones, éxito mundanal y
aplausos; prefieren beber y jugar, entretenerse el domingo, ser inmorales y
licenciosos.
¡Esa es su emancipación, esa es su libertad, y es la experiencia que podemos alcanzar
si nos desembarazamos de las cadenas y ataduras de Dios y la religión y nos
convertimos en hombres dignos de esa palabra! ¡Nada del espíritu y el alma! ¡Ni una
palabra de lo más elevado del hombre y de sus más nobles facultades! ¡Ni una palabra
de esforzarse y de negarse a uno mismo! ¡Nada que recuerde lo que diferencia al
hombre del animal! Eso es lo que se nos pide que consideremos como progreso sobre
la otra idea que antepone al alma y el espíritu y sus necesidades eternas. Vamos,
afrontemos esos hechos con honradez. Dejemos de repetir nuestros prejuicios
superficiales y contestemos a preguntas directas. ¿Cuál es nuestra idea de la vida?
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¿Cuál es nuestra ambición en la vida? ¿Cuál es nuestro objetivo más elevado? ¿Cuál
es nuestro ideal? ¿Se mide tan solo en términos de dinero, placer y comodidad? ¿Hace
referencia tan solo a aquello que es animal y material o incluye el alma y el espíritu?
¿Tu idea de la vida ideal incluye y requiere el esfuerzo y el ejercicio de las posibilidades
de la mente, el corazón y el espíritu? No hay nada en la idea moderna que sea más
incoherente con la verdadera naturaleza del hombre y su ser que el hecho de que
siempre ofrezca bienestar y comodidad y los represente como fácilmente obtenibles.
Esa idea moderna jamás nos desafía. Pasa por alto y disculpa nuestra debilidad y lo
peor de nosotros; describe el pecado en términos de experiencia personal y
naturaleza; satisface únicamente lo físico, halaga nuestro orgullo, sirve a nuestras
comodidades materiales, nos dice que somos maravillosos, «señores de nuestro
destino y capitanes de nuestra alma», y no exige honor, dominio propio y templanza;
¡no toca nuestro intelecto y nuestra alma! Ya no es preciso negarnos a nosotros
mismos, disciplinarnos y controlarnos a nosotros mismos. Ya no nos hace falta
batallar, luchar y orar. Ya no tenemos por qué examinarnos y condenarnos a nosotros
mismos. Ya no tenemos por qué poner en acción todas nuestras fuerzas y facultades
para luchar la buena batalla e intentar escalar hasta las alturas y alcanzar una vida
mejor y más elevada. ¡Solo tenemos que reclinarnos y abandonarnos a una vida
cómoda e indolente!
Estas son las cosas que se nos ofrecen hoy en día en nombre del intelecto y la
emancipación. ¿Puede haber algo más falso y necio, puede haber algo más poco
inteligente y degradante? Pero esos son los supuestos de los que siempre surgen las
preguntas: «¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos? ¿Y de qué nos
aprovechará que oremos a él?». Los hombres siguen clamando a Dios: «Apártate de
nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos», debido a que
disfrutan este tipo de vida tan degradada.
2. Después de mostrar la absoluta vaciedad del supuesto sobre el que se basan estas
preguntas, pasemos ahora a responder a las preguntas en sí. ¿Las has planteado?
¿Sigues planteándolas? ¿Dudas si creer en Dios o no? ¿Le sirves y oras a él? ¿Estás

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tentado de apartarte de él simplemente porque no todo sucede como te gustaría?
¿Sientes que Dios es injusto contigo y en cierta medida tienes envidia de los malvados
e impíos, que tanto parecen estar prosperando y cuya suerte parece serles siempre
favorable? Si es así, escucha estas respuestas a sus preguntas. Son las respuestas que
en parte dan el propio Job y el Antiguo Testamento en todas partes, pero
especialmente el Nuevo Testamento y, por encima de todo, Jesús de Nazaret, el Hijo
de Dios. Escuchémoslas.
«¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos?». La pregunta indica en parte la
respuesta. Él es el Todopoderoso. Aparte de cualquier otra consideración se debe
servir, obedecer, amar y adorar a Dios porque es Dios. Él es el Todopoderoso, el
Grande, el Eterno, el Absoluto. Él es el Hacedor y el Creador de todas las cosas, el
Señor de todo lo que existe. Fue él quien creó el mundo a partir de la nada. Es él quien
ha diseñado todo lo que existe. Es él quien te ha traído al mundo y te ha depositado
en él. Él es desde el principio y será para siempre. Ya solo su grandeza exige nuestra
adoración y servicio. Pero pensemos también en su poder y fuerza. Sostiene todas las
cosas y todas las cosas están en sus manos. Él está fuera del mundo y es más grande
que este. Él ha vivido sin este y seguirá haciéndolo. Él es el Creador del tiempo y es
más grande que el tiempo.
«¿Quién es él para que le sirva?». No solo es mi Hacedor sino también mi Juez. En su
arrogancia, los hombres hacen preguntas como si se sentaran cuales jueces en un
juicio donde Dios debiera venir y presentarse ante ellos. ¡Qué necedad todo eso! Al
hacer esas preguntas te vas acercando más y más al final, que pronto te dará las
respuestas de una manera terrible. «¿Quién es el Todopoderoso, para que le
sirvamos?». ¡Pronto lo sabrás! Te presentarás ante él. Pero no podrás mantenerte en
pie, serás incapaz. ¡Bastará vislumbrarlo fugazmente! ¡Un fogonazo de esa luz eterna,
del fuego consumidor! Debido a que en su paciencia, misericordia, compasión y amor
infinitos no derriba a todos los impíos de inmediato, suponen que es impotente. Se
mofan de él a causa de su bondad y plantean sus arrogantes preguntas blasfemas
debido a su paciencia. «No entiendo esto y aquello», dices. «Quiero saber por qué

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Dios permite esto y lo otro». Dices que no puedes, que no quieres servirle y adorarle
hasta que lo entiendas. Un día lo entenderás y verás con claridad que Dios debe ser
adorado porque es Dios.
«He aquí, aunque él me matare —dice Job—, en él esperaré» (Job 13:15). Job no
entendía a Dios ni sus caminos, pero seguía adorándole porque sabía que era Dios y
que había una razón perfectamente válida aunque no pudiera verla. Y el que era
mayor que el propio Job, el mismísimo Hijo de Dios, dijo: «Padre, si quieres, pasa de
mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42). «¿Quién es el
Todopoderoso para que le sirvas?». Es Dios. Es tu Hacedor. Será tu Juez. Él es el
Eterno. Un rey no da razones y explicaciones para sus peticiones y exigencias:
simplemente da a conocer su voluntad. Un hijo obediente no espera a obedecer hasta
saber que la petición de sus padres es buena y correcta. Obedece porque son sus
padres los que hacen esa petición. Debemos obedecer a Dios porque es Dios, no
importa cuáles sean las circunstancias.
«¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?». Desde el punto de vista de lo que
hemos visto claramente como la idea mundanal que tiene el hombre del provecho, la
respuesta es: «nada». Con esa escala de valores, la comunión con Dios no solo no
ofrece nada, sino que en realidad es un estorbo y una pérdida de tiempo. Sin embargo,
Jesús de Nazaret invirtió gran parte de su tiempo en la oración y aun llegó a la vigilia
a fin de obtener esa comunión. ¿Por qué? ¿Dónde está el provecho? ¿Qué valor tiene?
Las respuestas a estas preguntas son interminables. Permítaseme señalar algunas.
¿Qué puede conferir mayor dignidad al hombre que hablar con Dios? Hay personas
en este mundo que pagan ingentes cantidades de dinero, que entregan su tiempo y
muchas otras cosas simplemente a fin de ver a ciertas personas consideradas grandes.
Pagarán aún más para que se les permita hablar con ellas. Una audiencia con el rey,
ser presentados en la corte, se considera de un valor mucho más grande que el simple
dinero o la riqueza. ¿Pero qué es todo eso en comparación con hablar con el Rey de
reyes y el Señor de señores? ¡Aun a pesar de que no obtenga un beneficio material,
aun a pesar de que no tenga nada tangible que lo demuestre, he hablado con él! ¡Me

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ha ofrecido una audiencia! ¿Qué es el mundo y toda su riqueza en comparación con
eso? Job había perdido a sus hijos, su riqueza, todo. Pero su mayor deseo no era
recuperarlo; su clamor era: «¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!» (Job 23:3).
Pero el provecho no acaba simplemente en la audiencia. Dios bendice a aquellos que
le sirven y le buscan. No como el mundo considera la bendición, sino de una manera
infinitamente más gloriosa. Bendice el alma. Da paz y descanso al pecho angustiado.
“Sonríe y en abundancia me consuela;
su gracia como el rocío hará descender,
y muros de salvación rodean
al alma que se complace en defender.”

¿El provecho? ¡Ah! Quizá requiera pruebas y dificultades medirlo y estimarlo.


Mientras las cosas van bien, los impíos parecen tener todo el provecho. ¿Pero cuál es
la situación cuando llegan las pruebas, cuando nos alcanza la enfermedad, cuando la
vejez se abre paso, cuando las fauces de la muerte se abren ante nosotros? Es
entonces cuando se puede escuchar la pregunta de nuestro Señor, que es
exactamente la contraria a la de los impíos: «¿Qué aprovechará al hombre si ganare
todo el mundo, y perdiere su alma?» (Marcos 8:36). Es entonces cuando se ve el
provecho de conocer a Dios y orar a él habitualmente. Pero aun antes de eso, el
beneficio es evidente para todos aquellos que han sido liberados de su vieja
naturaleza. Viviendo la vida con Dios y en obediencia a él, uno ve afectada y
beneficiada toda su naturaleza. El pecado es condenado y vencido, se obtiene una
nueva idea de la vida que nos proporciona algo por lo que luchar mayor que nosotros;
nuestras facultades más nobles entran en juego y las ejercitamos: «Las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17).
Este es el provecho en la vida con Dios. Es el camino que ha producido todos los santos
y los más grandes benefactores de la humanidad. Ha enriquecido la vida en todas sus
dimensiones. En las dificultades y en la muerte, desaparece el miedo a la tumba, la
muerte pierde su aguijón; en lugar de ir a juicio con temor y temblor, con miedo y
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tormento, sabemos que vamos al Padre para pasar la eternidad con él y los ángeles
benditos en el Cielo. «¿Y de qué nos aprovechará?». ¡Todo depende de si piensas solo
en unos pocos años aquí en la tierra o si estás pensando en la eternidad! Todo
depende de si piensas solamente en la carne y sus deseos o en su fin inexorable. Todo
depende de si piensas únicamente en términos humanos o también incluyes a Dios.
Tal como los impíos del tiempo de Job, muchos dicen hoy: «Apártate de nosotros,
porque no queremos el conocimiento de tus caminos». Y se apartan de Dios,
imaginándose con orgullo que su alejamiento puede afectar a la situación. Pero no es
así. ¡Dios permanece! ¡La muerte permanece! ¡El juicio permanece! Sin duda, estas
personas han estado planteando la pregunta errónea. Solo hay una pregunta vital que
formular: no es «¿y de qué nos aprovechará que oremos a él?», sino la pregunta de
Job: «¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!». ¿Conoces a Dios? ¿Estás
preparado para encontrarte con él? ¿Le has servido y obedecido? ¿Estás preparado
para el juicio? ¿Acaso no ves que la situación es desesperada? Estás en las manos de
Dios, has pecado contra él, le has olvidado, le has desatendido, le has criticado y has
hecho preguntas blasfemas con respecto a él. Ahora ves la necedad de todo ello. La
verás más claramente aún tras la muerte. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer?
Bendito sea el nombre de Dios porque hay una respuesta más grande que todo lo que
Job pudo conocer. Dios es Todopoderoso y Juez, pero también es Amor, y un amor
tan maravilloso que envió a este mundo a su Hijo unigénito, Jesús de Nazaret, para
que llevara nuestros pecados, muriera en nuestro lugar y nos reconciliara con él. A
pesar de que la humanidad se había apartado de él, Dios en su amor no se apartó de
nosotros. Envió a su Hijo para salvarnos; y al someternos a él, el provecho que
deseamos es el perdón de nuestro pecado, paz con Dios, poder para vivir una vida
digna de su nombre, el fin del miedo a la muerte, ser hijos de Dios y herederos de la
felicidad eterna. Eso se nos ofrece a todos ahora. Es lo único que se nos ofrece y lo
último. Experimentarás las consecuencias de tu elección durante toda la eternidad.
Ciertamente, nadie puede dejar de decidirse.

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