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A nadie puede sorprender que el intercambio de gestos afectuosos

entre Donald Trump y Emmanuel Macron quedara matizado por el discurso


pronunciado por el presidente de Francia en el Congreso de Estados Unidos. La
distancia ideológica y programática de ambos mandatarios es demasiado
grande como para no manifestarse en toda su magnitud. Si Trump es
proteccionista, duda del cambio climático y denuesta el acuerdo con Irán
siempre que puede, Macron es defensor del comercio global, asume los
vaticinios científicos sobre los efectos del calentamiento incesante del planeta y
admite como mal menor, y sin demasiado convencimiento, que quizá convenga
retocar el acuerdo con los ayatolás para ampliarlo, pero en ningún caso
revocarlo. Como ha quedado escrito en político.com, el discurso de Macron lo
podrían suscribir Barack Obama o Hillary Clinton, pero está en las antípodas
del eslogan American First, que orienta todas las decisiones de la Casa Blanca.
Todo encaja en esta historia de apariencias y realidades. La candidata preferida
por Trump en las elección presidencial del año pasado en Francia fue Marine le
Pen, por afinidades evidentes de pensamiento y porque su victoria habría
debilitado el proyecto europeo de forma clamorosa, mientras que Obama
manifestó en púbico su apoyo a Macron, convertido en artífice de una nueva
tercera vía europea que quiere acudir al rescate de la decadencia, la confusión y
la crisis de identidad de la UE. Nada más elocuente que esta disparidad de
criterios para llegar a una conclusión parecida a la del periódico Le Monde: la
bondad de los gestos y la divergencia de las ideas tienen todas las trazas de un
oxímoron o de un abuso de la paradoja.
El recuerdo de la simplicidad escenográfica de la visita de Charles de
Gaulle a Dwight D. Eisenhower en 1960 –dos generales que siempre se
respetaron, pero que a menudo disintieron, según se desprende de
las Memorias de esperanza del francés– no ha dejado de ser una referencia estos
días. Porque aquellos dos veteranos soldados no intentaron disimular sus
diferencias, sino subrayar sus coincidencias para preservar un orden
internacional estable. Algo que queda lejos del proyecto de Trump y que
inquieta a Macron, contrario a la retirada estadounidense de entornos clave por
el riesgo subsiguiente de que Rusia y China ocupen el vacío dejado. Así debe
entenderse en parte la diatriba del inquilino del Eliseo en el Congreso contra el
nacionalismo y el aislacionismo, dos vectores de fuerza que mantienen
cohesionado al electorado de Trump, pero impugnan un posible orden
internacional basado a la vez en la globalización y el multilateralismo.
Los detractores de la política económica de Trump entienden que su
proteccionismo renuncia a poner en marcha políticas convenientes a medio y
largo plazo a causa de sus intereses inmediatos. La “inconsistencia temporal”,
mencionada en un artículo por Dani Rodrik, profesor de la Universidad de
Harvard, condiciona la estrategia de la Casa Blanca, mientras que lo que se
antoja poco consistente en el frente europeo es penalizar el flujo exportador en
sectores tan sensibles como el acero y el aluminio, amenazar con hacer lo
propio en el mercado automovilístico y quién sabe si en otras áreas. Para
Macron, en igual o mayor medida que para Angela Merkel, poner trabas al
comercio es amenazantemente pernicioso a ambos lados del Atlántico; no hace
falta ser un defensor sin fisuras del TTIP, desaparecido en combate, para llegar a
esta conclusión.
El entusiasmo con el que los escaños demócratas acogieron el discurso de
Macron mientras los republicanos miraban al techo fue por demás
elocuente. Will Marshall, una referencia del pensamiento demócrata renovado,
llama al presidente de Francia “líder del mundo libre” al entender que recupera
la mejor tradición del pensamiento liberal reformista, y en sentido parecido se
han manifestado los analistas de los principales medios estadounidenses. Algo
que contrasta con los recelos que Macron suscita en las filas de la izquierda
europea, no solo en Francia, y en las del populismo conservador de Estados
Unidos –Trump, su líder–, donde el modelo europeo es tachado siempre de
socialista incluso si su defensor es alguien tan alejado del calificativo como
Macron.
En una sociedad cada vez más dividida y crispada como la estadounidense no
debe sorprender el recurso a la exageración y el éxito de proclamas que a
menudo chocan con la realidad. La victoria ultraconservadora encarnada en
Trump alienta desde noviembre de 2016 un pensamiento profundamente
reaccionario y esquemático, que simplifica al máximo el enunciado de los
problemas y las posibles soluciones. Que tales problemas –en el ámbito que
sea– tengan una dimensión mundial y, por consiguiente, requieran de
actuaciones mundiales pesa menos en la Administración de Trump que la
necesidad de tomar decisiones que cumplan con las expectativas más
elementales de una parte considerable de quienes votaron al presidente,
seducidos por su verborrea de rompe y rasga. Eso es, además, lo que espera
el establishmentneoconservador –posneoconservador puede decirse–, que
invirtió grandes cantidades de dinero en la campaña de Trump y espera un
achicamiento del Estado suficiente para que no interfiera en sus negocios.
El nombramiento de Mike Pompeo, un halcón militante, para dirigir la
Secretaría de Estado, es el mayor síntoma de una realidad: el intercambio de
buenas palabras entre Trump y Macron es un fenómeno de recorrido limitado.
Lo mismo sucede entre Merkel y Trump por más encubrimientos que diseñen
ambas partes, alarmada la industria alemana por los eventuales efectos del
proteccionismo de Estados Unidos sobre sus exportaciones, un asunto central
en el viaje de la cancillera a Washington. El margen de maniobra es mínimo,
además, porque en noviembre habrá elecciones legislativas de midterm y para
la Casa Blanca sería poco menos que desastroso perder la mayoría en una de las
dos cámaras del Congreso a causa del retraimiento de una parte del electorado
que en 2016 confió en las promesas de Trump.
Es improbable que afecte a los impulsos electorales de los de seguidores de
Trump el caos sin precedentes, por grave que este sea, de una Administración
“desorganizada y contradictoria” (The Washington Post) en la que los
nombramientos y las destituciones no cesan. Es más verosímil, por el contrario,
que defrauden las muestras de debilidad o europeización del programa,
siquiera sea en dosis hemeopáticas, a cuantos a la hora de ir a votar apostaron
por un candidato que se presentó como defensor de los sacrificados en el altar
de la salida de la crisis. Una imagen publicitaria que sigue vigente aunque sea
otra paradoja separar del establishment la figura de Trump, un millonario con
domicilio en la torre de Manhattan que lleva su nombre

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