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Lo social desde el punto de vista de los clásicos:


Marx, Weber, Durkheim

Carlos Ruiz
(I semestre 2008)

I. Marx. La naturaleza de la acumulación capitalista

Como se ha señalado extendidamente, para entender a Marx es necesario


considerar su base de pensamiento asentada en la dialéctica historicista de
Hegel. El sistema teórico hegeliano aspiraba a recapitular todo el pasado
histórico y cultural de la humanidad, y su sentido fundamental era hacer
inteligible el presente, de tal modo que la referencia al pasado adquiría en el
interior de este sistema un valor explicativo. Desde estas bases y la filosofía
social que se constituye en torno a ellas, Marx avanzará hasta establecer una
teoría sociológica de la explotación, es decir, una teoría explicativa de la
explotación de los trabajadores en el interior del sistema capitalista.

El materialismo histórico de Marx busca dar cuenta de los procesos que hacen
posible la cristalización de determinadas formas sociales, que a su vez pueden
ser sustituidas por otras en función de los cambios que tienen lugar en la
dinámica productiva y en la dinámica social. En este sentido, la sociología de
Marx, una sociología que se incardina en la historia, busca articularse como
guía estratégica para el cambio social e institucional.

La originalidad de Marx y Engels, en tanto que historiadores, radica en su


análisis de la historia del presente en el interior de procesos históricos más
generales. En este sentido, se puede afirmar que la especificidad de la
sociología marxista consiste en estudiar la sociedad desde una perspectiva
socio-histórica o, si se prefiere, genealógica.

El materialismo histórico de Marx no empezó siendo un economicismo. Aún


más, en el contexto de la época, la crítica de la economía política únicamente
podía ser entendida desde la ciencia social pero, como observó Polanyi (La
Gran Transformación), el “marxismo vulgar” hizo sin embargo del “socialismo
científico” una nueva teoría económica. Fue así cómo el marxismo y el
liberalismo empezaron a funcionar en una relación dialéctica al servicio de la
ideología económica, es decir, aceptando el postulado liberal de la centralidad
de la economía que servía de soporte a la tesis de la centralidad del mercado.
La interpretación economicista se impuso en una buena parte de los
seguidores de Marx, es decir, se impuso una interpretación de la historia, que
hace de las relaciones sociales y políticas un mero apéndice de las relaciones
económicas (la posición de Marx no resultaba en absoluto una posición
economicista, el problema histórico, por tanto, de cómo el marxismo derivó
hacia el economicismo permanece abierto). Este mecanicismo economicista
produjo efectos devastadores en los movimientos socialistas, pues de hecho
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suponía renunciar a la ciencia social conquistada con arduos esfuerzos por los
socialistas.

Recuperar la formulación de Marx, entonces, remite a recuperar una dimensión


de análisis eminentemente social y que, en el caso de Marx, se
concentran en el análisis de clase. Aunque no son lo mismo, las teorías
de la diferenciación social constituyen el antecedente directo de aquellas
que sustentan el análisis de clase. Específicamente desde la perspectiva
de Marx, la consideración de la sociedad dividida en clases sociales no
apunta en primera instancia a la consideración de las desigualdades
sociales, ni tampoco a las distintas divisiones de la sociedad en grupos y
clases sociales, sino a la intención política de distinguir, en un período
histórico-concreto, fuerzas sociales capaces de incidir en la dirección del
desarrollo histórico, particularmente distinguir aquellas fuerzas sociales
capaces de impulsar una transformación radical del orden capitalista.

Lejos de constituir esto una perogrullada, suele a menudo perderse de vista en


muchos intentos por reconstruir un análisis de clase desde un punto de vista
marxista. Una de las formas más extendidas en que se nos presenta tal
extravío, es el de anular tal inquietud política como eje orientador de la
indagación, bajo la pretensión de construir un catálogo general de las
divisiones sociales existentes en la sociedad, escasa o nulamente jerarquizada,
la cual en la mayoría de los casos acaba reducida a cierta reproducción, más o
menos discutida, de la estructura ocupacional de una sociedad concreta. En
buenas cuentas, en la perspectiva de Marx ello significa despolitizar el análisis
de clase; el hecho de que en la mayoría de las ocasiones ello se acompañe de
gruesas declaraciones ideológicas (en sus versiones más vulgares, reducidas a
principismos), no alcanza para escapar de tal extravío respecto al fundamento
político del análisis de Marx. Las más de las veces se trata de una poderosa
influencia positivista que termina desviando la atención de la perspectiva de
Marx orientada a producir una teoría política para las luchas de los explotados
por el capital.

El fundamento político de la preocupación de Marx en torno a la consideración


de la sociedad dividida en clases remite a ciertas preocupaciones. Una, como
se dijo, tiene que ver con avizorar fuerzas sociales potencialmente
determinantes en el curso del desarrollo histórico. Pero eso no es todo. Las
distintas teorías de la diferenciación social mantienen, en cada período
histórico, una marcada relación con la producción y legitimación del orden
social. Aún cuando ello ocurra en distintos grados y bajo muy diversas formas,
todas las sociedades relativamente complejas hasta ahora conocidas se
caracterizan por la desigualdad en la distribución de la riqueza material y social.
Y esas distintas estructuras persistentes de desigualdad económica y social
han ido acompañadas, sistemáticamente, de algún tipo de formulación
ideológica –y teórica en las etapas contemporáneas- que pretende explicar y
justificar la desigual distribución de los recursos existentes en la sociedad. De
ahí una temprana vinculación –anterior al análisis de clase propiamente tal-
entre los modos de comprensión de las diferencias sociales y las pretensiones
de construcción del orden social.
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En la sociedad tradicional impera la idea del origen natural de las


desigualdades sociales, lo que supuestamente le imprime a las relaciones
sociales un carácter preestablecido e inmutable. Como es evidente, tal
formulación descarta cualquier tratamiento de la cuestión por parte del
pensamiento social. En la Europa feudal la apreciación de las desigualdades
sociales va acompañada de expandidas y arraigadas justificaciones morales y
religiosas. Pero aquellas sociedades no sobreviven a las transformaciones que
cobijan los dinámicos tiempos que corren entre los siglos XVII y XIX, sufriendo
grandes mutaciones bajo el avance del industrialismo capitalista, elemento más
relevante este último de un curso que comúnmente se asocia al advenimiento
de la “modernidad”. Y de la mano de dichas mutaciones se produce el
desarrollo de la crítica de los sistemas tradicionales de creencias que por casi
dos milenios explicaron y legitimaron las desigualdades sociales. Es entonces
con tal cambio, y el consiguiente supuesto de que los hombres nacen iguales,
que aparecen las reflexiones del pensamiento social en torno a la explicación
de la desigualdad. Descartado el origen de la desigualdad en base a una
supuesta condición “natural” de los seres humanos, entonces hay que buscar
en otra parte la explicación de las desigualdades persistentes. Luego, si la
desigualdad no tiene un origen “natural”, ¿qué hace entonces desiguales
socialmente a los hombres?, ¿por qué algunos individuos dominan a otros?
Desde entonces y hasta hoy, tales preguntas pasan a constituirse en la base de
los problemas centrales de la teoría social y política.

En el pensamiento político, los teóricos del contrato social formulan las


primeras respuestas. Hobbes indica que la vida en el estado de naturaleza
constituye un peligro, que resulta marcada por la guerra entre los hombres. Por
tanto, la solución a este “problema del orden” es la sumisión al Estado, sin la
cual no habría más que caos. A la idea del Estado hobbesiano Locke agrega
luego que la autoridad del Estado es la que mejor puede garantizar los
“derechos naturales” a la vida, la libertad y la propiedad. Más tarde, Rousseau
precisa que, sin que se pueda alcanzar la libertad absoluta, la democracia
directa, expresada por medio de la “voluntad general”, constituye un sistema
político capaz de proporcionar la mayor protección al invididuo. De tal modo, se
forjan en el siglo XVIII los fundamentos de la idea de que todos los
“ciudadanos” tienen derechos políticos, tal y como se expresa en el sufragio
universal y las instituciones democráticas. En la base de tal contractualismo,
está el principio de una relación de protección y obediencia entre el Estado y la
ciudadanía.

El ocaso de la sociedad tradicional y el avance del industrialismo capitalista, la


continua expansión de los mercados y la transformación de los procesos de
producción marchan de la mano con la erosión de los derechos
consuetudinarios en el dominio del comercio y la manufactura. En el mismo
curso de cosas, los cambios políticos que crean el individuo formalmente libre
también producen al trabajador sin tierra, con el derecho a vender lo único que
posee: su capacidad de trabajar. El trabajo se convierte en mercancía.

Es el proceso que encara y cuyos cimientos desenmascara Marx. Tales


“libertades burguesas” son duramente criticadas por él en el siglo XIX. Su
preocupación resulta radicalmente ajena al escolasticismo formal de muchos
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de sus posteriores adoradores: apunta al enfrentamiento político de los


fundamentos del orden emergente y sus modos de legitimación histórico-
concretos. En esa perspectiva advierte que el poder del Estado resulta
inseparable del poder económico, y que el “individuo soberano” del capitalismo
constituye una condición necesaria para el desarrollo del modo de producción
capitalista. Advierte en definitiva que, en dicho orden, la igualdad política puede
coexistir con las desigualdades materiales y que, al definir las desigualdades
relacionadas con el sistema dominante de producción, distribución e
intercambio como “no políticas”, la ideología burguesa las legitima.

El concepto de clase resulta distintivamente moderno. Aunque las clases


sociales existen en épocas pretéritas, su conceptalización se relaciona
principalmente con la importancia que adquieren las desigualdades
relacionadas con las estructuras de producción, distribución e intercambio con
la transición al industrialismo. Lo que no significa que las formas anteriores de
diferenciación social desaparezcan de inmediato. Al contrario, su persistencia le
imprime mayor complejidad al análisis de clase. En el caso de los
planteamientos de Marx, esto resulta claramente apuntado en sus “análisis de
situación” (por ejemplo, en torno al caso francés); los cuales no poca confusión
siembran en muchos de sus seguidores, particularmente en aquellos
empeñados en una recuperación de sus ideas bajo una pretensión formalista
escolástica o cientificista. Dicha complejidad, emanada de la prolongación de la
incidencia de instituciones precapitalistas, resulta, por lo demás,
particularmente necesaria de tenerse en cuenta en sociedades como las
latinoamericanas, dada su especificidad.

En términos de la relación existente entre las pretensiones de construcción del


orden social y las construcciones teóricas e ideológicas en torno a la
diferenciación social, Marx enfrenta particularmente la ideología del liberalismo
económico, la idea de que la persecución del interés propio en la sociedad
capitalista propicia la innovación y el avance tecnológico. En esta línea, el
capitalismo resulta dinámico porque es desigual, y los intentos dirigidos a
anularla propiciando la igualdad significan una limitación a la iniciativa individual
que, en tal línea, constituye el motor económico principal de la abundancia y el
desarrollo material de la sociedad. Tales argumentos justifican una modalidad
histórico-concreta de la desigualdad social. Para ellos, en las sociedades
industriales los individuos deben ser inducidos a prepararse para ocupar
posiciones que exigen mayores niveles de cualificación, y a cambio deben
recibir una compensación proporcional a ello. En definitiva, se postula que en
las sociedades industriales, marcadas por una compleja división del trabajo, se
ha producido un nuevo consenso sobre la igualdad, que sustituye al tradicional,
fundado en la costumbre y las percepciones religiosas, no racionales, de la
riqueza. El nuevo consenso sería expresivo, entonces, de la racionalidad de la
sociedad industrial moderna. Los diferentes grupos no aparecen entonces
como antagónicos Así, se postula que la desigualdad en las sociedades
modernas se legitima en virtud de un consenso de valores sobre la importancia
societal de determinadas funciones consideradas fundamentales para el
progreso económico y social.
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En tanto discurso de legitimación o justificación moral de la desigualdad


económica, esta formulación se afirma en un presupuesto fundamental: la
existencia de una situación de igualdad de oportunidades. Así, las condiciones
y la posibilidad de la igualdad de oportunidades cobra gran gravitación en el
debate de la estratificación, en tanto poderosa justificación de la desigualdad.
De ahí, entonces, la centralidad de esta temática en la producción del orden
social actual y su legitimación. Si todos tienen las mismas oportunidades de ser
desiguales, el resultado desigual parece justo y justificado como reflejo de las
desigualdades entre los talentos personales y no de procesos sociales
prefigurados. Se trata, en definitiva, de la explicación y justificación de las
desigualdades materiales en una sociedad que reconoce política y
jurídicamente la igualdad.

A diferencia de ello, para Marx la estructura fundamental de la desigualdad de


clase se asocia al acceso diferente a la propiedad y al control de los recursos
productivos, lo que constituye la base de una situación que, lejos de ser
consensual, resulta eminentemente conflictiva. Por cierto, muchos teóricos no
marxistas subrayan también la intrínseca inestabilidad de las sociedades
capitalistas antes que la tendencia hacia el consenso y la estabilidad. Empero,
a diferencia de Marx, no pronostican la ruptura del orden social.

I.1 ¿Dos o más clases sociales? Empirismo o definición política del


concepto de clase

A diferencia de aquellas orientaciones teóricas del análisis de clase que


distinguen una diversidad de clases y grupos sociales, la perspectiva de Marx
concentra su análisis en la existencia y desarrollo conflictivo de dos clases
fundamentales como eje explicativo del resto de la estructura de clases. En el
caso de Marx, en la sociedad capitalista tiende a producirse una reducción de
las categorías de clase, de modo que todas las formas de trabajo se confunden
en un sujeto único, el proletariado, enfrentado al capital.

La discusión entre ambos enfoques es larga y conocida. Sin embargo -y acaso


en razón de esto parezca eterna- resulta imposible de zanjar, puesto que
ambas perspectivas son verdaderas. En la medida en que la perspectiva del
análisis de clase resulta intrínsecamente política, ambas perspectivas apuntan
a objetivos políticos distintos, y como tales, históricamente verdaderos. En el
caso de la orientación del análisis de Marx, es verdad que la sociedad
capitalista se caracteriza por la división entre el capital y el trabajo, entre los
propietarios de los bienes de producción y los que no lo son, y es cierto
también que las condiciones de trabajo y las condiciones de vida de los no
propietarios tienden a adoptar crecientemente características comunes. Ahora
bien, la idea de una situación de expandida y cambiante heterogeneidad social
también resulta verdadera. Es más, resulta potencialmente inconmensurable el
número de clases que comprende la sociedad contemporánea, basada no sólo
en las diferencias económicas, sino también en las diferencias de raza, etnia,
geografía, género, sexualidad y otros factores. El dilema de esta vieja polémica
en torno a la estrategia de análisis de clase a adoptar estriba en que ambas
proposiciones, en apariencia contradictorias, resultan ciertas, lo cual indica en
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alguna medida que semejante disyuntiva, considerada a menudo desde


expectativas cientificistas, resulta errónea. La obligación de elegir entre uno y
otro enfoque (o grupo de estos) equivale a tratar a la clase social como un
concepto meramente empírico, y omite la consideración de hasta qué punto la
propia clase social se define políticamente.

Independientemente de la cierta y reiterada constatación acerca de que Marx


no dejó formulada una teoría acerca de las clases sociales, sobre este último
punto el enfoque de Marx es muy claro. Para éste, la clase está determinada
por la lucha de clases. No hay clases sin lucha de clases pues, en tanto
resultado de una relación de poder, no hay poder sin enfrentamiento. Desde su
perspectiva, más que simple derivada de la estructura ocupacional, la clase
económica se constituye a través de los actos de resistencia colectivos que
protagoniza. Por consiguiente la indagación sobre las clases, en vez de
empezar por una mera taxonomía de diferencias cuantitativamente apreciables,
habría de fijarse en las dinámicas de la resistencia colectiva al poder, así como
en los empeños por sostener una situación dada de poder. En esta línea, la
clase social resulta claramente un concepto político, en tanto que una clase no
es ni puede ser otra cosa sino una colectividad que lucha en común.

Pero, en la perspectiva de Marx, la naturaleza política del concepto de clase no


acaba aquí. La clase social es un concepto político también, y sobre todo, en la
medida en que una teoría de clase no sólo refleja las dinámicas existentes de
la lucha, de correlaciones de fuerza y de poder, sino que ha de proponer
posibles líneas futuras, en virtud del hecho que dichas clases son portadoras
de modelos de sociedad confrontados. De tal modo, y aún sin dejar de
considerar su enfoque relacional, referido a la existencia de una clase fundada
en la interacción con otra clase, en la obra de Marx más que una teoría de
clases o de la estructura de clases, encontramos una teoría de la formación de
la clase proletaria y su proyecto de sociedad. En este sentido, para Marx, la
misión de una teoría de clase estriba en un análisis de las condiciones de lucha
y formación de la clase, es decir, en identificar las condiciones existentes para
posibles luchas colectivas y expresarlas en forma de proposiciones políticas.

En tal sentido, en Marx, la clase social es fundamentalmente un despliegue


constituyente, un proyecto como tal. Bajo esta perspectiva debe considerarse
su sistemática insistencia sobre la tendencia a la configuración de un modelo
de dos clases sociales en la estructura de clase en la sociedad capitalista. No
se trata, pues, de una pretensión empírica bajo la cual la sociedad aparezca
caracterizada ya por una sola clase de trabajo que se ve confrontada por una
sola clase de capital. En los llamados “análisis de situación” o escritos
históricos de Marx, por ejemplo, se analizan por separado numerosas clases de
trabajo y capital. Lo que afirma la teoría de la clase de Marx, en términos de
proposición empírica, es que se han constituido históricamente las condiciones
que hacen posible la formación de una sola clase de trabajo, y esa proposición
en realidad forma parte de una propuesta política que apunta a la unificación de
las luchas del trabajo en el proletariado como clase. En ese proyecto político
radica, fundamentalmente, la diferencia entre la concepción de Marx acerca de
la estructura de clases en el capitalismo, como dividida en dos clases, y los
modelos liberales de análisis de clase centrados en la heterogeneidad de clase.
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El problema estriba, entonces, en considerar los cambios que, producto del


desarrollo histórico del capitalismo, experimentan las posibilidades de
constitución de la clase a la que dicha perspectiva apunta: el proletariado.
Como es sabido, en todo sistema económico coexisten numerosas y disímiles
formas de trabajo. Empero, en medio de tal heterogeneidad emerge una forma
de trabajo que tiende a ocupar una posición central en la modalidad vigente de
desarrollo capitalista, condición desde la cual ejerce una significativa influencia
sobre las modalidades que adoptan las restantes formas de trabajo. Tal suerte
de poder constituyente significa, en este sentido, una influencia que incide en la
dirección en que se transforman las restantes formas de trabajo, de modo que
estas adoptan muchos de sus rasgos. No se trata de una centralidad en
términos cuantitativos de dicha forma de trabajo –he aquí una de las
limitaciones más expresivas del enfoque estructuralista de la clase-, sino más
bien de una centralidad que se constituye a partir del modo histórico-concreto
en que ejerce una capacidad de transformación sobre las demás formas de
trabajo. Y no sólo sobre las demás formas que adopta el trabajo, sino también
sobre importantes instituciones sociales como la educación, las formaciones
políticas, la familia, la empresa privada, la burocracia estatal, etc.

Bajo la modernización capitalista las formas que adopta el trabajo bajo el


régimen de fábrica ocupan una posición central tanto en la economía como en
la sociedad capitalista en general. Ello aún cuando en términos cuantitativos
otras formas de producción, como el trabajo agrícola, resultan mayoritarias
respecto del trabajo fabril en el mismo. Se trata de un curso en que la industria
se impone crecientemente sobre las restantes formas productivas y sociales en
general. En términos específicamente productivos, su influencia sobre la
agricultura o la minería, que tienden a industrializarse, resulta sustantiva
(Hobsbawm insiste en esta cuestión y reconstruye su curso). El ejemplo más
patente es el de la extensión de los procesos de mecanización –prácticamente
como paradigma de modernización- más allá de la industria. Pero no se trata
sólo de la expansión de las prácticas mecánicas. También los ritmos de vida del
trabajo industrial y los horarios fabriles transformaron gradualmente a las
restantes formas de producción, e incluso, a todas las demás instituciones
sociales, como la familia, la escuela, las fuerzas armadas, etc.

El sello distintivo de cada período aparece marcado por una o más formas
comunes que estructuran los diversos elementos de la realidad social, así
como del pensamiento social propiamente tal (a pesar de que, a menudo, éste
último pretende ubicarse a sí mismo por encima de ello). Estas formas
comunes de cada período histórico son las que, por ejemplo, Foucault
sistematiza en sus estudios sobre la arquitectura de diversas instituciones
disciplinarias propias de la modernidad. Su obra llama particularmente la
atención sobre el hecho de que no resulta casual que, en un mismo período,
guarden importantes elementos en común instituciones como la fábrica, la
escuela, el hospital o la clínica, la cárcel, el cuartel, etc. Todas comparten entre
sí un tronco constituyente, que Foucault asocia al empeño de una perspectiva
disciplinante, la cual rastrea agudamente distinguiendo como tal la presencia
de una “microfísica del poder” que enlaza singularidades propias de un
panorama diverso a través de estructurantes rasgos comunes.
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Sin embargo, tal influencia homogenizante no significa que las singularidades


desaparecen. A contrapelo de las expectativas cifradas por importantes
corrientes del pensamiento social (incluidas algunas dentro de la tradición
marxista), la heterogeneidad no sólo va a persistir, sino que incluso a
multiplicarse. Pero, a contrapelo también de como se suele presentar hoy bajo
una orientación directamente opuesta a la anterior, esto no indica la
inexistencia de una esfera dominante que tiende a orquestar y definir el sentido
de las restantes. Por ejemplo, en el caso de la agricultura industrializada
durante el siglo pasado, las prácticas de trabajo transformadas siguieron siendo
siempre distintas a las de la industria; pero en este análisis lo relevante es el
hecho de que también compartieron cada vez más elementos en común, y
como tal acrecentaron sus posibilidades de articulación. Este es el aspecto que
interesa relevar en la perspectiva del análisis de las condiciones de constitución
de la clase: la heterogeneidad de las formas concretas y específicas del trabajo
se mantiene (incluso puede parecer, como hoy, que se multiplica), pero al
mismo tiempo tiende a acumular un número cada vez mayor de elementos
comunes.

El propio Marx, cuando estudia el trabajo industrial y la producción capitalista,


asume que éste representa una proporción cuantitativamente pequeña de la
economía inglesa, la cual resulta aún menor en el resto del panorama europeo
de la época, destinado a convertirse pronto en el mayor núcleo de desarrollo
industrial a escala planetaria. Pero ese no es su interés fundamental. En
términos cuantitativos prima todavía la agricultura, pero Marx avizora en el
capital y el trabajo industrial la fuerza histórica destinada a actuar como el
motor de las transformaciones venideras. O sea, la preocupación apunta a
vislumbrar tendencias, o bien, el poder constituyente, transformador y
orquestador de las tendencias presentes. En definitiva, una orientación
contraria al marxismo cientificista actual que, en una actitud defensiva, insiste
en que hoy no hay una real disminución de los trabajadores vinculados al
empleo industrial y al régimen de fábrica, razón por la cual deben seguir siendo
los trabajadores fabriles el centro de atención. Lo que no significa que el
análisis cuantitativo resulte intrínsecamente irrelevante, sino que, bajo esta
orientación, el problema estriba en vislumbrar las tendencias constituyentes
que se proyectarán, diferenciándolas de aquellas que simplemente se
desvanecerán en términos de su naturaleza expansiva. Precisamente, el gran
mérito de Marx a mediados del siglo XIX estuvo en jerarquizar cualitativamente
los hechos más significativos de aquél panorama, interpretar la tendencia y
realizar la proyección de que el capital, entonces todavía germinal, habría de
convertirse en una forma social completa.

Sin embargo, como consigna desde hace tiempo el pensamiento social, y en


forma más reciente y penetrante el pensamiento crítico y marxista, en las
últimos décadas del siglo pasado y bajo la expansión capitalista que cobija, las
formas de trabajo propias del régimen de fábrica perdieron ostensiblemente su
vieja centralidad constituyente, y en su lugar emergieron diversas formas de
trabajo más ligadas a las modalidades financieras de la economía capitalista,
muchas de ellas opuestas a las viejas formas de la producción material, bajo
una condición de “inmaterialidad” de la nueva producción y las formas de
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trabajo a ella asociadas. Un nuevo “trabajo inmaterial” (Negri, entre otros), esto
es, un tipo de trabajo que produce bienes inmateriales, como el conocimiento,
la información, la comunicación, una relación o una respuesta emocional. La
importancia de considerar este fenómeno en el análisis de clase –aún no
suficientemente delimitado y caracterizado analíticamente- reside en la
necesidad de recuperar una perspectiva respecto de dicho análisis enfocada
cualitativamente a la discusión de las tendencias presentes, su jerarquización y
posibilidades de desarrollo, vislumbrando para ello la influencia que, en el
actual proceso de expansión capitalista, adquieren ciertas formas centrales de
trabajo sobre toda la organización de la vida social, incluidas las restantes
formas de trabajo propiamente tales. Ello permite dilucidar la medida y
dirección en que se alteran muchas de las identidades sociales tradicionales e
incluso las formas de interpretación y significación, las bases de construcción
de sentido, de amplias franjas de la sociedad, puesto que también importantes
instituciones sociales, como la familia, las formaciones políticas, las propias
instituciones estatales, sufren significativas mutaciones no sólo en su
fisonomía, sino en sus funciones propiamente tal.

Un rasgo que Marx apunta como propio de la transformación del trabajo bajo el
proceso de expansión capitalista, que se rubrica hoy en las nuevas
modalidades de trabajo a ella asociada, al aparecer en forma más clara y
extendida, es el fenómeno de la alienación, esto es, la pérdida de control por
parte de los individuos sobre lo que producen o sobre aquello en lo que se
convierte su producción. El problema de que no se perciba como tal, se debe
más bien a las dificultades para reconocer como trabajo auténtico a muchas de
las esferas de la producción capitalista que desbordan las clásicas
modalidades de trabajo, y como mercancías propiamente tal al resultado de
dichos trabajos. La producción mercantil invade crecientemente la vida de
individuos y comunidades completas, trastocando las viejas fronteras de la
privacidad y la comunalidad, al punto de tornarlas casi indistinguibles cada vez
más de la esfera de trabajo propiamente tal, así como convirtiendo en
mercancías tanto cosas como formas de relaciones humanas antes
consideradas como parte de esferas propias de la “economía doméstica” o bien
de la vida social en general. En este panorama, la noción de alienación, en su
acepción marxista, entrega una herramienta conceptual fundamental para
comprender la expansión de los procesos de explotación.

I.2 Ley del valor y fetichismo de la mercancía

Ahora bien, antes de entrar en el problema de la explotación, es preciso tomar


en cuenta la insistencia de Marx acerca de que todo concepto de explotación
debe fundarse en una teoría del valor. En esta perspectiva, hay que partir por
esta última cuestión. Para Marx, que aprecia la esfera de intercambio como
aquella de realización, mas no de constitución del fenómeno de la ganancia y la
explotación capitalista, el comienzo de todo es la producción. Pero dicha esfera
de la producción no la aborda desde un punto de vista eminentemente
cuantitativo, sino que construye en torno a ésta lo que denomina una
“abstracción real”, destinada a advertir el carácter social de los procesos, las
relaciones y hasta las cosas a considerar. En lo que constituye un elemento
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distintivo de su análisis, ni siquiera las cualidades y las cantidades asociadas al


uso de las cosas resultan cuestiones puramente naturales. El análisis que
conduce a develar el carácter relacional, y como tal social, del capital
propiamente tal, comienza estableciendo que, incluso el descubrimiento de las
diversas propiedades de una cosa, es decir, la instauración de un modo de uso
de esa cosa, así como el establecimiento de la cantidad de una cosa útil, que
es una medida social, constituyen un hecho histórico. Desde un inicio, Marx
objeta a las concepciones que le preceden su carácter ahistórico, en tanto
concibe las transformaciones de la naturaleza humana consecuentes a los
cambios sociales. Por tanto, es parte de su tarea el descubrir las formas
diversas y concretas según las cuales todo lo que existe en la realidad –en la
naturaleza y en la sociedad-, han afectado la manera en que son concebidas, y
cómo ello reactúa, a su vez, sobre lo existente, y en particular, sobre aquellas
estructuras consideradas “naturales”.

Retomando una idea anterior acerca de que el trabajo es el origen del valor y
de toda riqueza en la sociedad capitalista, a diferencia de la tradición
precedente, Marx no se centra en el trabajo del individuo para entender la
producción capitalista, sino en una concepción del trabajo como fenómeno
social. Una lectura que releva la dimensión constituyente del trabajo bajo los
dictados del capital. Marx se interesa por el modo en que el capital crea una
forma de producción colectiva, socialmente imbricada, en el que el trabajo de
un individuo se realiza en cooperación con muchos otros, incluso fuera del
recinto productivo concreto. De esta manera, el valor, en la producción
capitalista, no emana del trabajo individual, sino del trabajo social. De ahí una
abstracción, pero una abstracción que Marx defiende y cataloga como más real
que cualquier ejemplo concreto de trabajo individual, a la hora de entender la
producción del capital: la noción de trabajo social. Al ir más allá del valor de
uso, su análisis se abstrae de las propiedades concretamente útiles de la
mercancía, ante lo cual se desvanece, por tanto, el carácter concreto del
trabajo representado en ella; considera entonces a la mercancía en su
propiedad de ser producto del trabajo indiferenciado, abstractamente humano,
como representación de gasto de fuerza humana de trabajo, pero sin precisar
la forma en que se produce tal gasto. La mercancía así considerada representa
consumo y acumulación de trabajo humano, es cristalización de dicha
sustancia social común a todas las mercancías y, en este sentido, es valor. Su
desarrollo se orienta a esclarecer el hecho esencial de que en la producción
capitalista, los diversos trabajos específicos resultan conmensurables o
equivalentes en tanto contienen un elemento común, el trabajo abstracto, el
trabajo en general, el trabajo con independencia de su forma específica. Este
trabajo abstracto resulta clave para entender la noción capitalista de valor en
general.

Así establece Marx la magnitud del valor contenido en el cuerpo de la


mercancía: mediante la cantidad de trabajo contenida en un valor de uso,
cantidad que a su vez se mide por la duración del gasto de fuerza de trabajo,
por el tiempo de trabajo socialmente –promedialmente, con relación al
desarrollo concreto de las fuerzas productivas, al conjunto de la fuerza de
trabajo de la sociedad- necesario para la producción de tal valor de uso. En la
medida en que permite establecer una suerte de quantum de “trabajo
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socialmente necesario” para la producción de mercancías, permite no sólo el


intercambio mercantil general sobre nuevas bases, sino que, en especial,
permite la mercantilización de la fuerza de trabajo, o si se quiere, su
constitución en mercancía transable, con la peculiaridad que esta última
mercancía, a diferencia de las restantes, produce valor. En el carácter
diferenciado del conjunto de trabajos útiles se pone de manifiesto una división
social del trabajo, que es, a su vez, una condición de existencia de la
producción de mercancías, y no al revés. La existencia de la división social del
trabajo pone de manifiesto los niveles de socialización alcanzados por la
naturaleza humana, y en este caso, Marx plantea que tales niveles, en un
momento dado ofrecen la posibilidad de que la producción social adopte la
forma de producción de mercancías. La división social del trabajo hace que las
condiciones de vida de una persona abarquen las de muchos, a resultas de lo
cual las necesidades individuales se convierten en necesidades sociales:
grupos enteros toman conciencia de que persiguen los mismos fines. La
generalización en la sociedad de la producción de mercancías significa que la
diferencia cualitativa entre trabajos útiles es lo que prevalece, es decir, se ha
llegado a un estadio en que éstos se han separado e independizado
recíprocamente lo suficiente como para poder y necesitar contraponerse entre
sí como mercancías, y hacer primar esa forma de relación social de
enfrentamiento concreto en la sociedad. Se han alterado las características de
las fuerzas productivas, la fuerza de trabajo reviste una nueva forma, es un tipo
distinto y nuevo de fuerza social. Este proceso histórico –en su dimensión
histórica, más que “estructural” (la división social del trabajo es una condición
de existencia de la producción de mercancías, y no al revés, indica)- es lo que
está en la base de las posibilidades de constitución de la clase.

De ahí que Marx se aboca, entonces, a precisar qué faceta del trabajo es la
que conduce a este tipo de relación social y a este tipo de fuerza social. El
trabajo como productor de valores de uso, es decir, como trabajo útil, es
independiente de todas las formaciones sociales dado que es condición de la
existencia humana. No es el valor de uso el que origina o conduce al
intercambio mercantil como relación social de intercambio imperante, sino la
forma en que la producción de éstos se organiza concretamente en la
sociedad. Si se prescinde del trabajo como trabajo útil queda el trabajo como
gasto de fuerza de trabajo humana, como consumo productivo de los cuerpos.
El modo concreto en que se objetiviza este consumo o gasto depende del
grado de desarrollo de esa fuerza de trabajo, pero el valor de la mercancía
representa trabajo humano puro y simple, gasto de trabajo humano en general,
el cual no se refiere al nivel de desarrollo de esta capacidad humana, sino a la
capacidad misma existente en el organismo corporal haciendo abstracción de
su desarrollo concreto. Marx resuelve el problema del valor al otorgarle un
status teórico al cuerpo humano, dilucida la problemática del valor al considerar
esa capacidad del cuerpo humano que hace que en el proceso de su consumo
éste cree más de lo que consume, y que en su relación con la naturaleza le
permite recrear en forma ampliada a la propia naturaleza.

Como se sabe, a la forma relativa de valor corresponde una forma singular


determinada de equivalente: otra mercancía cualquiera de clase diferente. Y,
según cambie la mercancía que desempeña el papel de equivalente se
12

sucederán diversas expresiones simples del valor de una y la misma


mercancía. Aquí, destaca Marx, al considerar no una, sino múltiples
mercancías en el papel de equivalentes, el valor de la mercancía que ha de ser
expresado aparece auténticamente como “mera gelatina de trabajo humano”
indiferenciado. El trabajo contenido en esta mercancía aparece ahora, tangible
y auténticamente, como trabajo equivalente a cualquier otro trabajo humano,
cualquiera sea la forma natural –valor de uso- que esta posea. Ahora, la
mercancía que expresa su valor se encuentra en una relación social, mediante
su forma de valor, con el mundo de las mercancías, y no con una en concreto.
Ahora, el valor es indiferente respecto a la forma particular de valor de uso en
que se manifiesta. Aparece claramente, entonces, que no es el intercambio el
que regula la magnitud de valor de la mercancía, sino a la inversa, la magnitud
de valor la que rige sus relaciones de intercambio. Ahora, las diferentes formas
de trabajos concretos son formas particulares de efectivización o manifestación
de trabajo puro y simple. Es lo que Marx denomina como forma “total” o
“desplegada” del valor, la cual aparece históricamente cuando se supera el
estadio en que los productos del trabajo se convierten en mercancías a través
de un intercambio fortuito y ocasional, para pasar a intercambiarse de modo
habitual, por otras mercancías de distinta clase.

En la forma general de valor, en cambio, todas las mercancías se manifiestan


ya no sólo como cualitativamente iguales, como valores en general, sino, a la
vez, como magnitudes de valor comparables cuantitativamente. En este caso el
equivalente tiene carácter de equivalente general; su forma corpórea cuenta
como “crisálida social general de todo trabajo humano”, de todo gasto de fuerza
humana de trabajo. Como tal, se trata de un nuevo estadio histórico de
socialización. La forma general de valor es la expresión social del mundo de las
mercancías; ella hace visible que en ese mundo el carácter humano general del
trabajo constituye su carácter específicamente social. La mercancía oro es la
clase específica de mercancías cuya forma natural se fusiona socialmente con
la forma de equivalente, y a través de esta función social específica
desempeña un monopolio social en el mundo de las mercancías. Al establecer
esta fusión social, el oro funciona como dinero o como mercancía dineraria. Al
asumir éste como equivalente general se constituye entonces una nueva forma
de valor: la forma de dinero.

El carácter enigmático de la mercancía reside en su propia forma, y no en el


valor de uso ni en el contenido de las determinaciones de valor ya que, por un
lado como satisfactora de necesidades humanas a partir de sus propiedades o
bien que no adquiere dichas propiedades sino en cuanto producto del trabajo
humano, o por otro, que se trata de gasto de trabajo humano distinguible en el
tiempo, y que tan pronto los hombres trabajan unos para otros, su carácter
adquiere una forma social, nada hay aquí de enigmático para el hombre. El
misterio de la forma mercantil está en que ella refleja ante los hombres el
carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los
productos del trabajo, como propiedades sociales de dichas cosas, y por tanto,
en que también refleja la relación social que media entre los productores y el
trabajo global como relación entre objetos, existente al margen de los
productores. El misterio está en la forma en que la mercancía refleja todo esto,
al dar la imagen de que dicho carácter social radicará en la mercancía en tanto
13

cosa, y no en tanto relación. O sea, aparece como relación social entre objetos
o cosas la relación que existe entre los trabajos, y la relación social que existe
entre los productores.

Pero la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del


trabajo que bajo dicha forma se presentan, no tienen nada que ver con su
naturaleza física ni con las relaciones propias de cosas que se derivan de tal
naturaleza. Lo que parece una relación entre cosas es una relación social
determinada existente entre los hombres. Esta apariencia de figuras
autónomas de los productos de la mano humana es lo que Marx denomina
fetichismo de la mercancía, que se origina en la peculiar índole social del
trabajo, que tiene lugar cuando estos productos se producen como mercancía.
Esto de ver cosas donde hay hombres es una expresión más de la alienación
que tiene lugar en la sociedad capitalista (sobre esto volveremos más adelante,
en términos de su relación con las posibilidades de constitución de la clase).
Marx sostiene que una de las manifestaciones de la alienación estriba en la
arraigada apariencia de que “todo queda bajo el imperio de un poder
inhumano”, añadiendo que “esto también se aplica al capitalista”.

Los objetos para el uso se convierten en la mercancía debido sólo a que son
productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los
otros. En condiciones de producción mercantil, el trabajo social global está
representado por el complejo de estos trabajos privados. Pero el contacto
social sólo se produce cuando los productores intercambian los productos de
su trabajo, y sólo entonces aparecen los atributos específicamente sociales de
esos trabajos privados, sólo allí alcanzan realidad como parte del trabajo social
en su conjunto. Por eso las relaciones sociales entre los trabajos privados, para
los hombres, se ponen de manifiesto como relaciones propias de cosas, como
relaciones sociales entre las cosas, y no como relaciones trabadas por las
personas en sus trabajos. Porque se ve sólo donde se objetivizan
tangiblemente dichas relaciones, el ámbito de su realización, pero permanece
en la niebla el ámbito de su constitución. Sólo en el intercambio los productos
del trabajo adquieren una objetividad de valor, socialmente uniforme, separada
de su objetividad de uso. Opera aquí, en el fenómeno del fetichismo de la
mercancía, un elemento característico de la alienación del hombre en la
sociedad capitalista: la ruptura entre el individuo y el mundo material, en la
medida en que el primero ha sido separado de sus productos, dado que no
tiene control alguno sobre lo que produce o sobre aquello en lo que se
convierte su producción. Se trata de un elemento que es parte de esa
distorsión de la naturaleza humana a que el individuo, en la sociedad
capitalista, se encuentra sometido.

Esta escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor sólo se hace
efectiva, en la práctica, cuando el intercambio se ha extendido e impuesto tanto
que ya en su producción se tiene en cuenta el carácter de valor de las cosas. A
partir de este momento los trabajos privados de los productores adoptan un
doble carácter social de modo efectivo, en tanto, por un lado, trabajos útiles
que satisfacen necesidades sociales, y de otro, las necesidades de sus propios
productores en el intercambio. Este doble carácter social aparece para los
productores privados sólo como aparece en el movimiento práctico del
14

intercambio: carácter útil porque debe ser útil para otros el producto de su
trabajo, y el carácter social de la igualdad entre los diferentes trabajos, sólo
como forma de carácter de valor. Por tanto el que los hombres
-independientemente de su conciencia acerca de ello- relacionen entre sí como
valores los productos de su trabajo no se debe a que tales cosas cuenten para
ellos como meras envolturas materiales de trabajo homogéneamente humano,
sino al revés, sucede que al equiparar entre sí en el cambio como valores sus
productos heterogéneos, lo que hacen es equiparar recíprocamente sus
diferentes trabajos como trabajo humano. No porque sean envolturas de
trabajos abstractamente humano las equiparan, sino, al equipararlas como
valor equiparan trabajo humano. La forma particular de producción como
producción de mercancías consiste en que el carácter específicamente social
de los trabajos privados independientes consiste en su igualdad en cuanto
trabajo humano y asume la forma del carácter de valor de los productos del
trabajo. Las proporciones en que se intercambian los productos del trabajo
parecen deber su origen a la naturaleza de dichos productos del trabajo. Pero,
en realidad el carácter de valor de los productos del trabajo se consolida, en la
práctica, por hacerse efectivos como magnitudes de valor, y el cambio de
dichas magnitudes se opera con independencia de la voluntad de los sujetos
del intercambio; el propio movimiento social de esta magnitud de valor, que
para ellos posee la forma de un movimiento de cosas que controlan, los
controla a ellos.

Para comprender que los trabajos privados son reducidos, en todo momento, a
su medida de proporción social porque en las relaciones de intercambio entre
sus productos, fortuitas y siempre fluctuantes, se impone necesariamente el
tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos,
como ley natural reguladora, se requiere que la producción de mercancías se
encuentre desarrollada de manera plena. Esta determinación por parte del
tiempo de trabajo necesario se oculta bajo los movimientos manifiestos que
afectan a los valores relativos de las mercancías y persiste la forma de cosas
como elemento determinante.

Marx reconstruye la evolución, y no comienza disponiendo de los resultados


últimos del proceso de desarrollo, tal como la economía política clásica intenta
determinar las magnitudes del valor a partir del análisis de los precios de las
mercancías, o sea, intenta fijar su carácter de valor a partir de la expresión
colectiva de las mercancías en dinero. Pero, al contrario es esa forma de dinero
la que encubre el carácter social de los trabajos privados, y por tanto las
relaciones sociales entre los trabajadores individuales. En la Edad Media
europea, dado que las relaciones sociales que existen en el ámbito de la
producción material y en las restantes esferas de la vida estructuradas sobre
dicha producción, están caracterizadas por la dependencia personal, ésa era
su base social, la forma natural del trabajo es lo que constituye la forma
directamente social del trabajo, y por ello no hay motivo para misterio ni
fetichismo alguno; las relaciones sociales existentes entre las personas se
ponen de manifiesto como sus propias relaciones personales y no se
confunden como relaciones sociales entre las cosas, entre los productos del
trabajo. Aparecen aquí los cuerpos como extremos de la relación social y no
cosas.
15

La condición de libertad capitalista imprime a esto un nuevo sello. Marx


entiende esta libertad capitalista en un doble sentido: el individuo es libre en el
sentido de que dispone jurídicamente de su fuerza de trabajo, como mercancía
suya, y se encuentra también, libre de posesión de medios de producción que
le permitan realizar su fuerza de trabajo. Esta libertad, entonces, constituye en
su doble sentido, la posibilidad y la necesidad de que el individuo que la
detenta venda su fuerza de trabajo. De este modo, para Marx, al considerar
una sociedad en que los hombres libres trabajan con medios de producción
colectivos, y emplean concientemente sus muchas fuerzas de trabajo
individuales como una fuerza de trabajo social, las determinaciones del trabajo
se hacen de manera plenamente sociales, el producto del trabajo es un
producto social.

Ahora bien, esta forma concreta en que Marx articula el concepto de trabajo
abstracto y su relación con el valor, debe actualizarse. Concretamente, dicha
forma requiere rediscutirse en torno a los resultados que hoy arroja el proceso
de expansión capitalista y las nuevas modalidades de trabajo que trae
aparejadas consigo. Como hemos visto, para Marx, el valor se define en
cantidades de trabajo en tanto pone la relación entre el trabajo y el valor en
términos de cantidades equivalentes: cierta cantidad de tiempo abstracto
equivale a una cantidad de valor. La magnitud determinada de valor estriba en
la cantidad de trabajo contenido en la cosa, expresado como gasto de fuerza
de trabajo en el tiempo. En otras palabras, según esta ley del valor que define
la producción capitalista, el valor se expresa en unidades mensurables del
tiempo de trabajo. Más adelante, Marx vincula esa noción a sus análisis de la
jornada de trabajo y la plusvalía. El grado de explotación se corresponde con la
cantidad de tiempo de trabajo excedente, es decir, la parte de la jornada de
trabajo que excede del tiempo necesario para que el trabajador produzca un
valor igual al del salario que percibe. El tiempo de trabajo excedente y la
plusvalía producida durante ese tiempo son nociones centrales en la definición
de explotación de Marx. Esta magnitud temporal juega un papel central en tal
formulación.

En fin, para Marx las relaciones de clase se inscriben en las relaciones de


producción y, más específicamente, en las pautas de propiedad y control que
caracterizan a estas relaciones. El concepto de relaciones antagónicas de
clase de Marx no se basa únicamente en la propiedad y la carencia de
propiedad. Más bien, en Marx la propiedad de las fuerzas materiales de
producción constituye el medio para la explotación del proletariado por parte de
la burguesía dentro del proceso mismo de producción. La clave para la
comprensión de Marx de este proceso está en la teoría del valor-trabajo. Marx
no sólo ofreció una descripción de la naturaleza de la explotación en las
sociedades clasistas, sino también un análisis del papel que desempeñan las
clases sociales en la transformación de las sociedades. Así, las clases para
Marx constituyen fuerzas sociales, actores históricos.

A la reiterada afirmación althusseriana de que "la historia es un proceso sin


objeto", Thompson opone la sugerente noción de que es más bien "una
práctica humana no dominada". La experiencia -relegada por la lógica
16

althusseriana- la recupera Thompson como el medio crucial por el que los


hombres y mujeres convierten las determinaciones objetivas en iniciativas
subjetivas. En esa conjunción de "ser y conciencia", entonces, la estructura se
transmuta en proceso y el sujeto ingresa a la historia. Luego, es a partir de
dicha experiencia que se transforman en clases sociales grupos que son
concientes de sus valores e intereses antagónicos y luchan por ellos. De ese
modo, el proceso de formación de clases remite a una especie de "hacerse a sí
mismo, bajo condiciones que vienen 'dadas'". De ahí que para Thompson la
verdadera lección del materialismo histórico es "la crucial ambivalencia de
nuestra presencia humana en nuestra propia historia, en parte como sujetos y
en parte como objetos, como agentes voluntarios de nuestras determinaciones
involuntarias". Empero, tal recuperación de la noción de acción requiere
distinguir, entre sus diversas formas, aquella orientada a transformar las
relaciones sociales en cuanto tales, esto es, a crear nuevas sociedades o a
dirigir las antiguas, lo cual implica tomar en cuenta el hecho de que, sólo a
partir de la aparición del marxismo, los proyectos colectivos de transformación
social se unieron por primera vez con los esfuerzos sistemáticos por entender
los procesos del pasado y del presente, por producir un futuro premeditado,
dando lugar con ello a una forma de acción sin precedente. En definitiva que,
en cuanto a la orientación conciente de la acción, y con ello del ingreso del
sujeto en la historia, se plantea una dimensión claramente cognitiva de la
cuestión. Esa práctica humana, esa lucha cuya meta anida en la refundación
de la sociedad, deviene entonces no sólo en un producto de la voluntad, sino
también, igual e indivisiblemente, del conocimiento, es decir, se trata de la
constitución de una causalidad histórica racional. La teoría revolucionaria
asume, en este sentido, el propósito central de constituir por primera vez una
auténtica autodeterminación popular en la historia. Ello remite a inaugurar la
transición de lo que Marx llamó la esfera de la necesidad a la de la libertad.

Es esta perspectiva cognitiva, asociada a la cuestión de la voluntad, la que


permite diferenciarla de otros empeños de acción y del grado de transformación
histórica que alcanzan. La acción política, incluso aquella amparada en una
situación de monopolio del poder, está aún lejos de devenir en un control del
proceso histórico. La posibilidad de instauración de una verdadera causalidad
histórica racional, depende de mayores desarrollos cognitivos, y su constitución
en dirección política.

En este sentido, el problema de la acción histórica remite al de la formación de


clase. La clase obrera, apunta Thompson, no es un producto del sistema
industrial, o sea de la estructura económica y de las formas de diferenciación
social que origina su desenvolvimiento. Eso no es necesariamente una clase; a
lo más un grupo social. De ahí su famoso reclamo: "La clase obrera no surgió
como el sol por la mañana. Estuvo presente en su propia formación". La
formación de clase -y como tal la existencia de clase- remite al paso de la
experiencia colectiva, determinada por las relaciones productivas "bajo las que
los hombres nacen", a la conciencia social (valores, ideas, formas de
organización, dirección política, formación de un "instinto de poder"). A
diferencia de la experiencia, esa conciencia ya no aparece como algo
determinado. Esa conciencia de clase se constituye en una acción, en un
enfrentamiento, en una relación con otra u otras clases. De ahí que su proceso
17

de constitución no sea lineal, que no quede estática sino sujeta a redefiniciones


al calor de la lucha de clases.

II. Orígenes de la tercera vía entre el liberalismo y el socialismo: los


“socialistas de cátedra”

III. Durkheim. La legitimación del Estado social

La sociología durkheimiana cobra sentido sobre el telón de fondo del desgarro


provocado en Francia por la guerra franco-prusiana y por la guerra civil, es
decir, por la Comuna (1871). Con sus trabajos anclados en los conceptos de
“sociabilidad” y “solidaridad” Émile Durkheim intentó contribuir a una mayor
integración de la sociedad francesa, y a reforzar un proyecto republicano, laico
y democrático.

Sus trabajos abordan de forma directa el debate existente entre liberalismo y


socialismo, y convierten “la cuestión social” en la cuestión sociológica por
excelencia: ¿Cómo se mantiene la cohesión de una sociedad? ¿Cómo puede
la sociedad evitar su disolución? La sociología que propugna Durkheim, en la
medida que pretende elaborar un diagnóstico ajustado de las fuerzas que
integran la vida social, así como las fuerzas que pueden minarla, se encuentra
en una posición privilegiada para proporcionar las llaves maestras que permitan
contribuir a resolver los conflictos sociales evitando las soluciones extremas: el
capitalismo salvaje de un lado, la revolución social del otro. En este sentido, la
sociología durkheimiana se podría leer como una prolongación elaborada del
vínculo establecido por los llamados “socialistas de cátedra” alemanes
(Schmoller, Wagner, Brentano y Schaeffle) entre “la cuestión social” y el
nacimiento del Estado social.

No obstante, Durkheim va a ser algo más que el continuador en Francia de


esta escuela alemana, va a ser el fundador de la sociología científica francesa.
La sociología de Durkheim estuvo profundamente marcada por el enconado
debate entre materialismo y espiritualismo que dividió a la Francia de la Tercera
República: de un lado el amor a la ciencia, el laicismo, el republicanismo y el
socialismo, del otro la Francia católica y rural, defensora de la moral tradicional
y de los valores históricos heredados. El concepto clave del que se sirve
Durkheim para aproximar lo económico y lo moral es el concepto de
“solidaridad”, una categoría que va a vertebrar su primera producción
intelectual importante: “De la división del trabajo social. Estudio sobre la
organización de las sociedades superiores”.

Para Durkheim el socialismo era un movimiento social que había sustituido “la
cuestión social” por la cuestión obrera, y, en tanto que “hecho social”, podía y
debía ser analizado sociológicamente, es decir, era posible relacionarlo con los
medios sociales en los que surgió y se desarrolló. Esta preocupación
fundamental de Durkheim lo vincula con la perspectiva del llamado “movimiento
18

solidarista” francés, un amplio grupo de políticos, juristas, economistas e


intelectuales que se definían partidarios del “solidarismo”, y que sostenía entre
sus preocupaciones centrales, precisamente, la inquietud acerca de ¿cómo
promover la justicia social sin que ello implicase la revolución? La sociología de
Durkheim cobra sentido únicamente analizada en relación al movimiento
solidarista francés. Esta tercera vía entre el liberalismo y el socialismo fue mal
recibida tanto por los conservadores católicos y por los monárquicos
tradicionalistas como por los socialistas revolucionarios de inspiración marxista.
Los socialistas y anarquistas percibían el solidarismo como un movimiento
reformista de talante eminentemente burgués.

¿Qué es lo que hace posible que una sociedad se mantenga unida?, ¿qué es
lo que la mantiene cohesionada, sin disolverse? La respuesta está en el
concepto de “solidaridad” que equivale a vínculo social, a “socialidad”, a
“conciencia colectiva” y a un sistema de “representaciones colectivas”. El
solidarismo como movimiento intelectual y social reposaba en bases científicas
y jurídicas. Para Durkheim la solidaridad es el cemento de la sociedad que
impide que la sociedad se fracture en un caos de voluntades inarticuladas. Los
seres humanos nacen y viven en sociedad, reciben de ella el lenguaje, los
valores, los alimentos, los afectos, el modo de mirar y de sentir…, de forma que
todo sujeto humano está en deuda con la sociedad. La “deuda social” se paga
contribuyendo a construir una sociedad más integrada, más libre, más solidaria,
más conciente de sus limitaciones con el fin de avanzar hacia una sociedad
más justa y democrática. Esa contribución sin embargo -sostiene- no es
arbitraria, voluntaria, discrecional, sino que reposa en el derecho, en los
códigos y en una moral laica. “Lo mejor de nosotros mismos –señalaba- es de
origen social”.

En esta línea, para Durkheim la educación pública, gratuita, científica,


racionalista, basada no en una moral religiosa heterónoma, sino en una moral
social autónoma, es la educación de todos pues garantiza la igualdad de
oportunidades y prepara para la ciudadanía mediante la socialización metódica
de las jóvenes generaciones.

Si aceptamos que la especificidad de la sociología de Durkheim estriba en


proporcionar una respuesta a “la cuestión social” a partir de la vía alemana
propuesta por los socialistas de cátedra y de la vía solidarista francesa, se
puede considerar que su esfuerzo de objetivación sociológica constituyó a la
vez un precioso instrumento de legitimación del Estado social.

En “La división social del trabajo” Durkheim confiere una enorme importancia a
la especialización en el trabajo, proceso que, a su juicio, constituye uno de los
rasgos fundamentales de las sociedades modernas. Se distancia bastante, sin
embargo, de la interpretación que de la división del trabajo proporcionó Marx, y
anteriormente Smith. Este libro supone un esfuerzo para pensar qué es ñlo que
constituye la base de la sociedad, cómo se establecen los lazos sociales, es
decir, las relaciones que unen a unos sujetos con otros, y con la sociedad.
Frente a la concepción individualista del liberalismo económico, la sociedad no
está para Durkheim exclusivamente formada por un conjunto de individuos
aislados, ni tampoco únicamente por las interacciones que se establecen entre
19

unos individuos y otros, sino que la sociedad goza de una especial autonomía y
vida propia en la historia. De ahí la importancia que confiere a la “conciencia
colectiva”, al sistema de creencias y normas y, en consecuencia, a las
instituciones sociales que difieren de los individuos, aunque dependan para
subsistir de su intervención. Las prácticas sociales, los modos de relación
instituidos, el sistema de creencias y normas, y sobre todo el funcionamiento de
las instituciones de socialización primaria, tales como la familia y la escuela,
ejercen un gran influjo en el grado de integración social, así como en la
satisfacción o frustración de los miembros de una sociedad.

Durkheim caracteriza, sirviéndose de toda una serie de rasgos, a las


“sociedades modernas”, y las contrapone a las sociedades “primitivas” o
“segmentarias”, por lo general formadas por tribus y clanes. Sin embargo tanto
en unas sociedades como en otras, es decir, en todas las sociedades existe la
“ley de la solidaridad social”. Sin solidaridad social no hay sociedad. Durkheim
confiere al término “solidaridad” diferentes significados, pero se podría definir
como socializad, religación, vínculo, términos todos que reenvían al sistema
complejo de relaciones sociales que unen a los sujetos entre sí y que permiten
considerar a la sociedad como un todo, es decir, como un sistema que permite
conocer el grado de integración de los individuos en relación con los grupos de
los que forman parte. En función de las distintas formas que adopta esta ley de
la solidaridad, establece una diferenciación entre las sociedades “primitivas” y
las sociedades “modernas”: las primeras se caracterizan por poseer una
solidaridad “mecánica” y las segundas una solidaridad “orgánica”.

Las sociedades “primitivas”, cuya solidaridad es mecánica, están basadas en


un sistema de creencias compartidas, no existe en ellas una fuerte división del
trabajo y sí una “conciencia colectiva” muy fuerte que es resultado del sistema
de esas creencias “religiosas” comunes. Para Durkheim, esas creencias, que
sirven de cemento a la sociedad, encuentran su raíz en la sociedad misma,
pues son expresión de la fuerza colectiva, no de una presunta divinidad. Estas
creencias comunes actúan a modo de una argamasa social, favorecen la
cohesión y la integración social. En este tipo de sociedades prima el derecho
consuetudinario (no suele haber derecho escrito), y cualquier desviación
respecto al sistema de creencias y normas se castiga con sanciones severas.
Impera en ellas, por tanto, un derecho eminentemente represivo. En definitiva,
son sociedades menos complejas que las modernas en su forma de
organización, sociedades en las que la propiedad privada no se ha desarrollado
todavía, al igual que tampoco se ha desarrollado la división del trabajo, ni el
proceso de individualización, y de diferenciación social. La fuerza de las
prácticas y de los lazos sociales es tan intensa que los sujetos se subordinan al
grupo, no pueden gozar de autonomía pues se sienten fuertemente,
imperativamente, ligados a la comunidad a la que pertenecen.

Las sociedades modernas poseen una organización más compleja que las
sociedades tradicionales, y sus miembros están unidos por la “solidaridad
orgánica” basada en la cooperación y en el consenso. Se caracterizan por una
fuerte división del trabajo, por el aumento de la densidad de población
concentrada en las ciudades, y por la especialización mayor en el ámbito del
trabajo, y en muchos otros ámbitos, de tal modo que la política, la economía y
20

las leyes adquieren un mayor grado de autonomía. En ellas existe un proceso


de secularización creciente, de ahí que ese sistema de creencias “religiosas”
pierda fuerza, y se produzca en determinados casos un cierto debilitamiento de
la “conciencia colectiva”. El “proceso de individualización”, que acompaña a la
división del trabajo progresa también en las sociedades modernas en las que
se pasa de formas de pensar, de sentir y de actuar muy homogéneas, a otras
más generales e indeterminadas que permiten una mayor diferenciación de los
sujetos, quienes, a su vez, tienen más posibilidades de elegir entre distintos
sistemas de valores (morales, políticos, etc.), así como de gozar de un mayor
grado de libertad. El puesto que ocupa un sujeto en este tipo de sociedades ya
no depende tanto de las leyes de parentesco, ni de la tradición rutinaria, cuanto
de su profesión y ocupación. Estos procesos de cambio social se manifiestan
también en el derecho que se concierte en un derecho predominantemente
restitutivo y reparador.

No obstante, Durkheim estaba preocupado por la existencia en las sociedades


modernas de una tendencia a la “anomia” (ausencia de un sistema compartido
de normas), una tendencia que afectaba a la cohesión social, aunque creía que
esa tendencia era algo pasajero, una especie de situación patológica
susceptible de corrección.

¿Cuáles son las fuentes principales de la “anomia”? A juicio de Durkheim, dos:


el individualismo utilitarista o egoísta que preconiza el liberalismo económico, y
el peso del Estado tiránico y burocrático cuya máxima expresión es el
comunismo autoritario. La tendencia a la anomia se manifiesta, en primer lugar,
en el campo de las relaciones de producción, ya que no existe ninguna
regulación, una reglamentación social ni moral adecuada en este ámbito, por lo
que el contrato de trabajo esta sometido a la imposición de un poder coercitivo,
es decir, el de aquellos que contratan a los trabajadores. De esta forma se
produce una “división forzada del trabajo”, al imponer los patronos
unilateralmente las reglas. ¿Cómo luchar contra esas conductas “anómicas”
que se manifiestan sobre todo en las relaciones de producción bajo la forma de
un constante enfrentamiento entre las clases? En primer lugar, los trabajadores
deben comprender el proceso completo del trabajo que realizan, captar su
sentido, y la sociedad debe hacerles saber la importancia que tiene lo que
hacen –su contribución al bienestar social y moral-, pero además es necesario
que la ocupación corresponda a las capacidades individuales, que exista una
afinidad entre puestos y capacidades. La idea de una igualdad de
oportunidades fue defendida por Durkheim de manera radical. Frente a la
concepción actual de igualdad de oportunidades Durkheim planteó que era muy
difícil que existiese una sociedad democrática, igualitaria, si seguía existiendo
la transmisión de bienes de padres a hijos avalada por la legislación. Las
desigualdades de partida tendrían que desaparecer y, al igual que la
Revolución Francesa suprimió la herenciaa de las profesiones –pues hasta
entonces, durante el Antiguo Régimen, los oficios y profesiones se transmitían
de padres a hijos-, debería desaparecer también la transmisión de bienes
muebles e inmuebles de padres a hijos, ya que de lo contrario siempre existiría
un punto de partida desigual enmascarado por la meritocracia.
21

La tendencia a la anomia no sólo se pone de manifiesto en el ámbito del


trabajo, sino también, aunque de forma más difusa, en todo el cuerpo social.
Durrkheim propone, para contrarrestarla, y evitar un peso excesivo del Estado
–que lo convertiría en un Estado tiránico- la formación y expansión de grupos
secundarios, de asociaciones ciudadanas capaces de dinamizar la sociedad
civil de modo que se refuercen los lazos sociales y se establezcan mediaciones
para que no se cree un vacío entre los individuos y el Estado.

Uno de los rasgos fundamentales de las modernas sociedades industriales es,


para Durkheim –y en esto coincide una vez más con los modernos sociólogos
alemanes-, el creciente proceso de individualización. En su análisis sociológico
se distancia no sólo del liberalismo económico, sino de los filósofos
enciclopedistas y, más concretamente, del contrato social de Rousseau. Éste
último defendía, no muy alejado de los representantes del liberalismo
económico, y más concretamente de su amigo Hume, una aproximación
individualista de la sociedad: parte de los individuos, considerados como seres
“naturales”, de su interés y voluntad, para llegar al contrato social, a la voluntad
general, a la propia institución de la sociedad. Pero, para Durkheim, la
estructura social es, en cierta medida, previa e independientemente de la
voluntad de los individuos, no es fruto de ningún contrato, constituye una
realidad en sí misma que debe ser analizada para comprender el
funcionamiento social. Abre así un nuevo campo de estudio entre el espacio
económico y el político: el campo de “lo social”.

A juicio de Durkheim, en las sociedades pre-modernas, articuladas en torno a la


solidaridad mecánica, la cohesión social es muy fuerte, prácticamente
coercitiva, de tal forma que el proceso de individualización es casi inexistente,
por eso únicamente en las modernas sociedades industriales, más
diferenciadas, puede desarrollarse el individuo libre. Pero “el individuo” no es la
base de la sociedad, sino el resultado de la confluencia de toda una serie dde
procesos económicos, políticos, religiosos, intelectuales y legales, que hacen
del sujeto humano un ser de naturaleza eminentemente social. De ahí que en
su crítica del individualismo egoísta Durkheim se vea obligado a enfrentaarse a
la vez al liberalismo y al psicologismo. La crítica del psicologismo la planteaa
Durkheim situándose en la posición que en principio le podría resultar más
adversa: el caso del suicida. Durkheim muestra en “El Suicidio” (1897) que la
decisión del suicida no es tan singular, tan personal e intransferible como se
piensa, pues las tasas de suicidio de una sociedad tienden a ser constantes, y
las tendencias suicidógenas son inversamente proporcionales al grado de
integración de los sujetos en una determinada comunidad.

IV. Weber. La subjetividad capitalista

El planteamiento de dos pensadores inciden de modo más destacado en la


elaboración de la sociología weberiana: Marz y Nietzche. A fines de la década
de 1880 éste último se había propuesto, en su “Genealogía de la moral”,
realizar una genealogía de los valores. El programa nietzcheano de subversión
de todos los valores planteaba la necesidad de superar el ideal ascético –que
22

personifica en la figura del “sacerdote ascético”- que impregnó durante siglos


de forma absoluta la vida de los pensadores y sus sistemas morales. Nietzche
arremete a la vez contra el ascetismo sacerdotal, contra el sujeto “puro” de
conocimiento, y contra la objetividad de su ciencia, por lo que pone en
entredicho “el valor de la verdad”. La sociología de Max Weber podría ser
analizada como un riguroso esfuerzo destinado a responder de un modo
sistemático a las preguntas planteadas por Nietzche que iluminaron, como
relámpagos en la noche, el pensamiento europeo de fin de siglo.

La pasión por conocer y la pasión por la política atraviesan toda la vida y obra
de Weber, quien, al igual que Durkheim, fue in intelectual comprometido con la
democracia en la búsqueda de la verdad. El pensamiento de Weber se inscribe
en el marco del desarrollo del Estado social en Alemania propiciado por los
llamados “socialistas de cátedra”. Asume por tanto en buena medida la crítica
planteada por Schmoller, Brentano y otros miembros del Verein al liberalismo
económico, concretamente el olvido o el desprecio que los liberales
manifestaban por “la nueva cuestión social”. Sin embargo, Weber temía
también que el empuje del Estado social, en su versión autoritaria, prusiana,
generase una burocratización de la existencia que llegase a maniatar la libertad
personal. De ahí su posición moderadamente libertaria. Por otra parte, Weber
está en estrecha relación con el protestantismo social, a la vez que, en tanto
defensor de la democracia social y política, critica las leyes antisocialistas de
Bismarck.

A pesar de su pasión por la política, Weber opta por mantener, en tanto


sociólogo independiente, una posición “libre de valores”. De ahí su esfuerzo por
promover la institucionalización de la sociología en Alemania, que redunda en
la fundación de la famosa revista conocida como los Archivos (Archiv für
Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, cerrada por los nazis) y la Sociedad
Alemana de Sociología con sus colegas de generación Sombart, Tönnies y
Simmel, es decir, el grueso de la moderna sociología alemana.

La formación política e intelectual del joven Weber coincide con el largo


liderazgo político de Bismarck –el “Canciller de Hierro”- en Alemania, pero con
su caída en 1890 Weber pasará a ser una importante referencia intelectual en
su país.

Las interpretaciones de la obra sociológica de Weber son tan variadas y


contradictorias, que exige un análisis contrastado de su sociología en la
historia, tomando su obra en el marco de las condiciones que la hicieron
posible. En este sentido, los historiadores del pensamiento sociológico suelen
considerarla articulada en cuatro apartados: la cuestión campesina, el debate
sobre la naturaleza del capitalismo, el debate metodológico y epistemológico en
el que se pone de manifiesto la crítica de Weber a la Escuela austríaca de
economía y, en fin, la búsqueda de una ética de la existencia en consonancia
con la democracia. El trasfondo de estos cuatro momentos de la reflexión
sociológica weberiana, el hilo conductor, se podría resumir como la
preocupación por desentrañar genealógicamente, es decir,
sociohistóricamente, la moderna conducta e vida “racional” bajo el capitalismo.
23

El problema del capitalismo obsesionó a Weber porque lo consideraba


íntimamente vinculado a “la cuestión social” que seguía siendo una cuestión
palpitante en la época. En realidad el problema no era nuevo, ya había sido
abordado por Marx en sus análisis sobre la alienación, así como por Nietzche
en sus reflexiones sobre la genealogía e la moral y el valor de los valores. Marx
tuvo como referente al capitalismo manchesteriano, mientras que el marco en
que se llevó a cabo la reflexión sociológica weberiana fue el Estado social
alemán promovido por los “socialistas de cátedra”. A diferencia de la economía
política clásica el gran despegue de la economía neoclásica estaba fundado en
el principio de marginalidad, en una teoría del valor subjetiva, en el individuo
como centro del proceso de decisiones y a la vez base de explicación de los
fenómenos económicos. La perspectiva del consumidor amplía, y en buena
medida sustituye, la perspectiva del productor.

El eje central del trabajo de Weber, relacionado con la cuestión social, es el


estudio de las características específicas del capitalismo europeo occidental, su
incardinación y sus efectos en el modo de ser de los seres humanos. Weber es
por tanto uno de los “sociólogos modernos” que, al igual que Tönnies, Simmel y
Sombart, partió de los análisis marxistas sobre la alienación para abordar con
radicalidad las relaciones complejas que se tejen entre capitalismo y
subjetividad.

IV.1 La cuestión campesina y la formación nacional alemana

Según apunta Marianne Weber (Max Weber. Una biografía) a propósito del
clima intelectual reinante en estos círculos académicos, ya durante la década
de 1870 se hizo patente para algunos pequeños grupos de la burguesía
alemana que, para prevenir grandes desgracias, había que ocuparse de la
cuestión social. Algunos destacados economistas reconocen la legitimidad de
la crítica socialista de la sociedad (Wagner, Brentano, Schmoller, etc.) Algunos
de ellos responsabilizan de la agudización del conflicto de clases al laisser
faire, laisser passer de la doctrina del libre comercio y al credo manchesteriano
que promueve el afán de enriquecimiento sin escrúpulos. Exigen que la
economía vuelva a orientarse sobre ideales éticos, y que el Estado regule los
contratos de trabajo libres. Sus enemigos los estigmatizan como “socialistas de
cátedra”. Es un círculo que exige en primer lugar que el Estado regule los
contratos laborales, promulgue leyes fabriles, controle los bancos y el
comercio, se ocupe de mejorar la educación, la formación y las viviendas de los
trabajadores, etc.

En ese momento estaba candente la cuestión agraria, pues los grandes


terratenientes, una clase que hasta entonces se había considerado protectora
del Estado, exige ahora por su parte protección especial del Estado de sus
intereses económicos por medio e la elevación de los aranceles de los
cereales, la prohibición del éxodo rural, y otras medidas del estilo. Weber se
dedica a la investigación de las condiciones de vida de los campesinos,
especialmente de los campesinos del Este del Elba. Se interesa por los
salarios, las relaciones patriarcales, el sistema disciplinario, el tipo de castigos
que imponían los patronos a sus asalariados (Lazarsfeld afirma que en esta
24

investigación Weber muestra un acrecentado interés por los factores


psicológicos, aunque la cuestión central seguía siendo las consecuencias que
se derivaban de la implantación del capitalismo en el sector agrícola).

En su reflexión sobre la relación entre economía y política el punto de partida


del análisis de Weber es de inspiración marxista, aunque opera un
desplazamiento e la cuestión social a la cuestión campesina, lo que supone
diferenciar la cuestión social de la cuestión obrera. Por otro lado, Weber
contribuyó a legitimar el reformismo social del Verein al insistir en la centralidad
del Estado social. El punto de partida del análisis era un problema a la vez
económico, social, político, ético y psicológico: la destrucción al Este del Elba
del viejo sistema de producción rural y los consiguientes efectos sobre las
poblaciones afectadas y sobre la política alemana.

Este sistema había entrado en crisis con el desarrollo de las explotaciones


modernas, con las explotaciones capitalistas. Y sin embargo, a pesar de la
disolución de la comunidad de intereses y la reorganización de todas las
relaciones sociales por la economía monetaria, los grandes propietarios
agrícolas seguían aspirando a mantener con el nuevo sistema las viejas formas
de gestión patriarcal. Weber presenta la región del Este del Elba como un
escenario en el que la transformación capitalista del cultivo de la tierra, con su
teleología inconsciente inherente a las relaciones sociales, supone un tránsito
de la comunidad a la sociedad en el sentido que tanto Tönnies como Durkheim
confirieron a estos tipos ideales.

Así pues, las transformaciones que se estaban operando en la gran propiedad


agrícola detentada por los junkers al Este del Elba, una región considerada
justamente sostén de la monarquía, planteaban un problema político grave.
Weber sintetiza así esta evolución: la gran explotación patriarcal mantuvo el
nivel de consumo alimentario y el valor militar de los obreros agrícolas,
mientras que la gran explotación capitalista existe hoy en detrimento del nivel
de consumo alimentario, de la nacionalidad y de la capacidad de defensa del
esta de Alemania.

¿Cómo y por qué se operaron estas transformaciones? Weber basa su análisis


en múltiples factores, pero a su juicio lo que se ha derrumbado, pese a que
constituía la clave de bóveda del viejo sistema productivo, era el “interés
comunitario”. Desde el preciso momento en el que los propietarios de
destilerías y de explotaciones de remolacha se convierten en empresarios
agrícolas, la gran explotación intensiva tiende a sustituir a la agricultura
cerealística tradicional. Se introducen entonces nuevas tecnologías y nuevas
formas capitalistas de producción de modo que el proletariado agrícola y la
condición salarial sustituyen al viejo campesinado y a las viejas formas
comunitarias y paternalistas de relación. La vieja nobleza terrateniente tenía
con los campesinos que trabajaban sus tierras, y que participaban en parte de
los beneficios de la explotación, fuertes vínculos sociales y afectivos que se
traducían en relaciones políticas semi-feudales, en compromisos e intereses.
Todo el viejo orden patriarcal estaba a punto de desmoronarse y la fragilización
de los vínculos sociales abría la vía a las “tendencias individualistas”. Weber
subraya que la tendencia más pronunciada, entre los trabajadores más
25

capaces, es la voluntad de separarse, al coste que sea, de la casa patriarcal y


de la comunidad económica, incluso al precio de pasar por convertirse en
proletarios sin patria. Para Weber, la propia legislación político-social actúa
como un motor que empuja en esa dirección. El individualismo reaparece sin
cesar como un rasgo fundamental del cambio.

Weber recuerda en sus análisis de las transformaciones del mundo rural a los
cambios en cadena que, según explicaba Engels, se operaron tras la
introducción de las máquinas de tejer en la Inglaterra profunda. Pero, a
diferencia del lugar privilegiado que los análisis marxistas conceden a las
relaciones de producción, el suyo es un análisis multicausal en el que introduce
el peso de las representaciones individuales en los cambios; releva los cambios
en las necesidades psicológicas como “casi” mayores que las transformaciones
en las condiciones materiales, por lo que resulta científicamente inaceptable
ignorarlos. En este caso, las nuevas explotaciones agrícolas, que en buena
medida eran fruto de la necesidad de los junkers de competir con los niveles de
vida en ascenso de la burguesía urbana, y de otros cambios sociales como los
operados por la propia legislación social, introdujeron entre los trabajadores del
campo los cantos de sirena de la ruptura de las viejas relaciones de vasallaje:
el encantamiento poderoso y puramente psicológico de la libertad. El peso de
esta ilusión muestra que las aspiraciones de los obreros agrícolas no resultan
secundarias. Ellos quieren, por encima de todo, ser ellos mismos los artífices
de su propio bienestar o de su malestar. Esta característica del mundo
moderno es el resultado de una evolución psicológica de orden general.

Weber –más próximo en esto a los planteamientos de Durkheim que de


Tönnies- consideraba que era imposible retornar a la comunidad tradicional, es
decir, al viejo sistema autoritario y señorial que había encontrado su mejor
expresión en las zonas rurales del Este del Elba, pero tampoco era viable dejar
que la situación se degradase o se abandonase al arbitrio del mercado mundial
del azúcar y del alcohol. Su propuesta apuntaba a que el Estado orientara y
arbitrase medidas en función del interés nacional.

Esta reflexión weberiana ejemplifica las dimensiones fundamentales que


articulan sus análisis, la dimensión económica, social y jurídica, la dimensión
política y la dimensión psicológica, es decir, el peso de lo social en la
subjetividad, pero también la incidencia de los procesos de subjetivación en los
cambios de la vida social y política.

Max Weber explicó el paso del sistema esclavista al sistema feudal en función
del detenimiento de la expansión del Imperio romano que, al establecer la paz,
detuvo a la vez la caza de esclavos lo que provocó el encarecimiento e la
compra de esclavos y, por tanto, la mano de obra agrícola. Se produjo, en
consecuencia, una aguda crisis de mano de obra en el medio rural, de tal modo
que para los grandes propietarios agrícolas llegó a resultar más rentable
manumitir a los esclavos y cederles las tierras en relación de servidumbre,
como a vasallos vinculados, como a siervos en el interior de un régimen
señorial, que seguir cultivando sus tierras con esclavos. Así fue como la
esclavitud se trocó en vasallaje, pero, a diferencia del sistema esclavista, es
decir del “cuartel disciplinado de esclavos”, el vasallaje ya no permitía producir
26

excedentes para el mercado por lo que las ciudades pequeñas y medianas


pierden el suelo nutricio de su economía. Weber lega a la conclusión de que la
caída del Imperio fue la forzosa consecuencia política de la desaparición
gradual del comercio y del consiguiente crecimiento de la economía natural.

La cuestión campesina ocupaba el centro de la vida política en Alemania, pues


se había producido una alianza entre los junkers de este y los industriales del
oeste para frenar el avance de los socialdemócratas. Para Weber, los junkers
eran los representantes de la vieja tradición señorial semifeudal, y su sistema
de valores pervivía en el cuerpo de oficiales del ejército, en la maquinaria
burocrática formada por funcionarios dóciles y obedientes, y en la diplomacia.
Los junkers defendían el proteccionismo arancelario, los valores religiosos, las
viejas relaciones de dependencia atadas por fuertes lazos comunitarios, y eran
a la vez los artífices del Estado alemán. De ahí la errática política exterior
alemana y la férrea burocracia interior. Weber trataba de desentrañar el
“laberinto alemán” desde una posición nacionalista y modernizadora. Para
Weber resultaba peligroso y, a la larga irreconciliable con los intereses de la
nación, que el poder político estuviese en manos de una clase
económicamente decadente; así como, aún más, el hecho que, aquellas clases
a las que se estaba transfiriendo el poder económico, y por tanto el derecho de
autoridad política, se mostrasen políticamente poco preparadas para dirigir el
Estado. Para Weber ambos problemas acosaban entonces a Alemania.

Weber consideraba que la burguesía alemana todavía no estaba madura para


manejar el timón del Estado. Tampoco lo estaba la clase obrera en la que aún
no se había formado una “aristocracia portadora de la conciencia política”. El
problema era por tanto el de la cualificación política de las clases gobernantes.
Weber creía que la integración social de Alemania pasaba, en consecuencia,
por el desarrollo del Estado social. Y en este sentido, consideraba que
cualquier opción en la organización social afectaba directamente a la formación
social de subjetividades. Ya en 1895 Weber se plantea en forma radical la
cuestión de la índole de hombre que se genera a partir de unas determinadas
condiciones económicas y sociales de vida.

En definitiva, para Weber la cuestión campesina constituía la base de la


cuestión social en Alemania, pues el dilema estaba planteado entre el
predominio del conservadurismo señorial y la industrialización modernizadora,
entre feudalismo e industrialización, entre autoritarismo y democracia.

Como se ha indicado, quizás la principal aportación intelectual de Weber se


podría cifrar en haber reconocido y descrito la importancia extraordinaria de los
factores intelectuales y psicológicos en la vida económica. Pero, en realidad,
Weber fue más allá, pues también trató de analizar el peso de las
organizaciones sociales en la conformación de determinadas subjetividades, y
este análisis es importante porque significa poner en cuestión el principio de los
marginalistas austríacos que, siguiendo a Dilthey, convertían al homo
oeconomicus en el centro y la explicación de las relaciones de producción y
consumo, es decir, en el principio y fundamento de los fenómeno económicos.
En este marco era lógico que se plantease la incidencia que podía tener la
crisis del sistema señorial en la Alemania rural, a favor del desarrollo de las
27

industrias capitalistas, en la formación de nuevas formas de subjetividad, en los


modos de vida en los estilos de vida de los ciudadanos. El problema de cómo
objetivar los vínculos complejos que se tejen entre capitalismo y subjetividad
estaba por tanto en el centro de sus preocupaciones intelectuales. Se podría
decir que Weber se sirvió del Nietzche de la “Genealogía de la moral” para
cuestionar “El capital” de Marx, y a la vez cuestionó desde “El capital”, y desde
la cuestión social, el individualismo aristocrático presente en toda la obra de
Nietzche, así como el individualismo egoísta de los liberales, y de la Escuela
austríaca de economía.

IV.2 Capitalismo y subjetividad

La obra de Weber “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” es quizás


su contribución más importante a la teoría sociológica. Apareció entre 1904 y,
su segunda parte, en 1905 al regreso de un viaje de los Estados Unidos.
Weber se cuestiona entonces por las relaciones complejas entre capitalismo y
subjetividad era muy vivo. ¿Cómo fue posible el capitalismo?, ¿cómo, por qué,
a partir de qué formas de vida surgieron los capitalistas, es decir, esos sujetos
singulares que han convertido la acumulación de dinero en el principal objetivo
de su existencia? El viaje a EU lo pone en contacto no sólo con un capitalismo
más despiadado que el alemán, con las grandes explotaciones agrícolas
norteamericanas en las que el granjero ha dejado de ser un gran propietario
agrícola para convertirse en un empresario capitalista, sino también con las
fuertes y pujantes sectas protestantes.

A Weber, como a Durkheim, le horrorizaba la marcha ciega de una sociedad a


la deriva, por lo que defendía el papel de la sociología en tanto que saber
capaz de objetivar y comprender la dinámica social, la acción social, un saber,
por tanto, susceptible de servir de guía en el ejercicio de la libertad. Weber, a
diferencia de Marx, en su estudio sobre la génesis del capitalismo, se interesó
especialmente por el papel que juegan los agentes sociales individuales, y no
sólo las estructuras o los sujetos colectivos, lo que explica que en esta obra
una de las cuestiones de fondo fuese precisamente la de cómo se formó
históricamente “el tipo humano capitalista”.

El descubrimiento de América, el desarrollo de mercados nacionales e


internacionales, la existencia de una masa de trabajadores asalariados como
consecuencia de lo que Marx denominó la “liberación” de los siervos, la
eliminación de los monopolios estamentales, los descubrimientos tecnológicos,
la separación entre economía doméstica y empresa productiva, fueron algunos
de los factores que hicieron posible el desarrollo del capitalismo. Pero, a juicio
e Weber el desarrollo del capitalismo industrial precisaba la mediación de
capitalistas, es decir, empresarios emprendedores, y también de obreros,
trabajadores disciplinados adaptados al sistema de trabajo de fábrica. El molde
en el que a su juicio se troquelaron estas subjetividades capitalistas fue el
protestantismo ascético.

Weber comienza su famoso estudio con la comprobación de que existen en


Alemania diferencias marcadas en el moderno desarrollo económico capitalista
28

en función de las áreas geográficas en las que dominan las distintas


confesiones religiosas. Comprueba así el distinto grado de desarrollo
económico en función de esa variable pues la mayor parte de las empresas
pertenecen a empresarios y capitalistas que provienen de la traición
protestante. También el grueso de los obreros cualificados son protestantes. En
términos de capital cultural los protestantes no sólo tienen más y más
prestigiosos títulos que los católicos, sino que se inclinan también más por los
estudios técnicos, mientras que los católicos lo hacen por los humanísticos.
¿Por qué los protestantes se integran con mayor fuerza que los católicos n el
sistema de producción capitalista?

Sin negar el peso que transformaciones y cambios de tipo económico


ejercieron en el triunfo de la reforma protestante en Alemania, descubre una
“afinidad electiva” entre el deber profesional impuesto por el modo de vida
protestante y la entrega total de os capitalistas a sus negocios. En el trasfondo
del despegue del moderno capitalismo se encuentra “el espíritu del capitalismo”
que hunde sus raíces en la ética y las formas de regulación de vida propias del
protestantismo. El protestantismo ascético (calvinismo, metodismo, pietismo y,
especialmente, las sectas baptistas) va a desarrollar una ética estricta, frente a
la más relajada ética católica, que implica una disciplina que incidirá en la
actividad económica. Se enfrenta así al análisis en la historia de la relación que
existe entre el carácter específico de las creencias propias del protestantismo
ascético y las características concretas del capitalismo occidental moderno en
tanto que actividad económica. De ahí que, en el estudio del protestantismo
ascético, el interés se detenga en aquellos aspectos de la doctrina que afectan
de forma significativa a la conducta de os individuos en su actividad económica.
En este sentido, su atención se dirige a tres principios básicos del credo
calvinista: el universo ha sido creado por Dios para su propia gloria; los
designios divinos son insondables para los mortales; y, en fin, la creencia en la
predestinación, es decir, la seguridad de que sólo un número reducido de seres
humanos están llamados a salvarse en virtud de la libre voluntad divina.

Weber afirma que la adhesión a estas doctrinas debió producir en los fieles el
sentimiento de una gran “soledad interior” y de un fuerte desarraigo personal,
ya que cada creyente se veía obligado a recorrer solo el camino hacia un
destino desconocido que había sido decretado por Dios desde toda la
eternidad. Cada hombre está solo ante el abismo de la fe, ya que nada ni nadie
(ni sacerdotes, ni iglesia, ni santos, ni sacramentos o sacramentales) puede
interceder por él para conseguir su salvación. ¿Cómo enfrenarse a esta
angustiosa situación? El protestantismo generó en cada uno de sus fieles una
enorme tensión interior, una gran presión psicológica marcada por la
incertidumbre ante la salvación. Así fue cómo algunos de los creyentes, para
atemperar esa angustia existencial, optaron por considerarse definitivamente
elegidos. De la incertidumbre pasaron a la seguridad de figurar entre los
santos. Se creyeron entre los elegidos –pues la duda indicaba una fe
imperfecta-, y se dedicaron a realizar “una intensa actividad en el mundo” como
medio para demostrar esa fe.

Este ethos puritano –dominio de sí, austeridad, autocontrol, trabajo disciplinado


al servicio de la familia y de la comunidad- favoreció a la vez el proceso de
29

individualización, desarrolló la confianza en uno mismo, y estimuló la actividad


económica. El calvinismo exige de los fieles una vida coherente y disciplinada,
y el trabajo en el mundo adquiere en su seno la mayor valoración ética positiva,
mientras que la pereza y la dilapidación del tiempo llegaron a ser considerados
faltas graves. Surge así el concepto puritano de “profesión-vocación”, el
sentirse llamado al cumplimiento del deber religioso a través de las actividades
mundanas. De ahí que Weber defienda que existe una “afinidad electiva” entre
la ética ascética y el espíritu del capitalismo, ya que la ética ascética implica
una racionalización de la conducta que estimula el desarrollo e la actividad
económica capitalista.

La ética ascética –frente a la vida monástica o frente a las corrientes religiosas


místicas en general-, y el capitalismo, se refuerzan por lo tanto entre sí. El
protestantismo ascético no es la única causa directa del capitalismo moderno,
pero propició el nacimiento de una nueva cultura que contribuía a favorecer su
desarrollo. La ética protestante resultaba así armonizable con la búsqueda del
éxito en este mundo, y con el capitalismo que confiere una valoración positiva a
la eficiencia, la eficacia, la productividad, así como a la innovación individual y a
la autonomía de la acción, a la especialización profesional.

De este modo Weber se distanció de un materialismo histórico ingenuo que


hacía de las ideas, de las creencias religiosas, simples “reflejos” de las
relaciones de producción, de las condiciones económicas. Se distanció también
de una interpretación e una interpretación idealista y psicologista de la historia
según la cual tan sólo las ideas y las conciencias mueven el mundo.

Weber ve en el capitalismo moderno la combinación a la perfección de la


realización de una actividad económica legítima que proporciona dinero con la
necesidad de prescindir de esa ganancia para gustos personales en nombre de
los valores ascéticos. Es necesario, por tanto, seguir reinvirtiendo el dinero
ganado y seguir acumulando cada vez más riqueza, sin poder llegar a
disfrutarla nunca.

¿Qué otros factores o procesos contribuyeron, además de la ética ascética, al


desarrollo del capitalismo? El “proceso de racionalización” para Weber no sólo
se manifiesta en la vida ordenada y disciplinada de los fieles calvinistas, sino
también en la reorganización de la producción para obtener el máximo
rendimiento posible: introducción en la empresa moderna del cálculo de
pérdidas y ganancias (libros de contabilidad), racionalización del trabajo,
planificación con el objetivo de obtener éxito económico, nuevo espíritu
empresarial. Para Weber el proceso de racionalización que sufren las distintas
instituciones de las sociedades modernas occidentales no es un proceso lineal,
sino que presenta una distribución irregular (p.e., en aquellos países en os que
el proceso está muy desarrollado en el ámbito de la economía pueden no
estarlo en el derecho). La “racionalización” es por tanto un fenómeno complejo
que adopta diferentes formas y se desarrolla en diferentes campos: ética,
economía, derecho, ciencia, arte, y Estado…

Frente a una interpretación “positiva2 de ese proceso de racionalización,


Weber pone de relieve en esta obra que la racionalización de la vida
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económica operada por el capitalismo moderno está basada en opciones


valorativas irracionales y, más concretamente, en las creencias religiosas. En
esta y otras obras Weber intenta explicar las interrelaciones que existen entre
las creencias religiosas y las formas que, en una determinada sociedad,
adoptan las actividades económicas. Las creencias religiosas constituyen, por
tanto, uno de los factores que condicionan la formación de una determinada
ética económica, pero a su vez éstas, las creencias, reciben el influjo de
factores económicos, sociales y políticos.

Weber contrapone a la ética de la autonomía, la ética de la libertad, a máquinas

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