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Carlos Ruiz
(I semestre 2008)
El materialismo histórico de Marx busca dar cuenta de los procesos que hacen
posible la cristalización de determinadas formas sociales, que a su vez pueden
ser sustituidas por otras en función de los cambios que tienen lugar en la
dinámica productiva y en la dinámica social. En este sentido, la sociología de
Marx, una sociología que se incardina en la historia, busca articularse como
guía estratégica para el cambio social e institucional.
suponía renunciar a la ciencia social conquistada con arduos esfuerzos por los
socialistas.
El sello distintivo de cada período aparece marcado por una o más formas
comunes que estructuran los diversos elementos de la realidad social, así
como del pensamiento social propiamente tal (a pesar de que, a menudo, éste
último pretende ubicarse a sí mismo por encima de ello). Estas formas
comunes de cada período histórico son las que, por ejemplo, Foucault
sistematiza en sus estudios sobre la arquitectura de diversas instituciones
disciplinarias propias de la modernidad. Su obra llama particularmente la
atención sobre el hecho de que no resulta casual que, en un mismo período,
guarden importantes elementos en común instituciones como la fábrica, la
escuela, el hospital o la clínica, la cárcel, el cuartel, etc. Todas comparten entre
sí un tronco constituyente, que Foucault asocia al empeño de una perspectiva
disciplinante, la cual rastrea agudamente distinguiendo como tal la presencia
de una “microfísica del poder” que enlaza singularidades propias de un
panorama diverso a través de estructurantes rasgos comunes.
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trabajo a ella asociadas. Un nuevo “trabajo inmaterial” (Negri, entre otros), esto
es, un tipo de trabajo que produce bienes inmateriales, como el conocimiento,
la información, la comunicación, una relación o una respuesta emocional. La
importancia de considerar este fenómeno en el análisis de clase –aún no
suficientemente delimitado y caracterizado analíticamente- reside en la
necesidad de recuperar una perspectiva respecto de dicho análisis enfocada
cualitativamente a la discusión de las tendencias presentes, su jerarquización y
posibilidades de desarrollo, vislumbrando para ello la influencia que, en el
actual proceso de expansión capitalista, adquieren ciertas formas centrales de
trabajo sobre toda la organización de la vida social, incluidas las restantes
formas de trabajo propiamente tales. Ello permite dilucidar la medida y
dirección en que se alteran muchas de las identidades sociales tradicionales e
incluso las formas de interpretación y significación, las bases de construcción
de sentido, de amplias franjas de la sociedad, puesto que también importantes
instituciones sociales, como la familia, las formaciones políticas, las propias
instituciones estatales, sufren significativas mutaciones no sólo en su
fisonomía, sino en sus funciones propiamente tal.
Un rasgo que Marx apunta como propio de la transformación del trabajo bajo el
proceso de expansión capitalista, que se rubrica hoy en las nuevas
modalidades de trabajo a ella asociada, al aparecer en forma más clara y
extendida, es el fenómeno de la alienación, esto es, la pérdida de control por
parte de los individuos sobre lo que producen o sobre aquello en lo que se
convierte su producción. El problema de que no se perciba como tal, se debe
más bien a las dificultades para reconocer como trabajo auténtico a muchas de
las esferas de la producción capitalista que desbordan las clásicas
modalidades de trabajo, y como mercancías propiamente tal al resultado de
dichos trabajos. La producción mercantil invade crecientemente la vida de
individuos y comunidades completas, trastocando las viejas fronteras de la
privacidad y la comunalidad, al punto de tornarlas casi indistinguibles cada vez
más de la esfera de trabajo propiamente tal, así como convirtiendo en
mercancías tanto cosas como formas de relaciones humanas antes
consideradas como parte de esferas propias de la “economía doméstica” o bien
de la vida social en general. En este panorama, la noción de alienación, en su
acepción marxista, entrega una herramienta conceptual fundamental para
comprender la expansión de los procesos de explotación.
Retomando una idea anterior acerca de que el trabajo es el origen del valor y
de toda riqueza en la sociedad capitalista, a diferencia de la tradición
precedente, Marx no se centra en el trabajo del individuo para entender la
producción capitalista, sino en una concepción del trabajo como fenómeno
social. Una lectura que releva la dimensión constituyente del trabajo bajo los
dictados del capital. Marx se interesa por el modo en que el capital crea una
forma de producción colectiva, socialmente imbricada, en el que el trabajo de
un individuo se realiza en cooperación con muchos otros, incluso fuera del
recinto productivo concreto. De esta manera, el valor, en la producción
capitalista, no emana del trabajo individual, sino del trabajo social. De ahí una
abstracción, pero una abstracción que Marx defiende y cataloga como más real
que cualquier ejemplo concreto de trabajo individual, a la hora de entender la
producción del capital: la noción de trabajo social. Al ir más allá del valor de
uso, su análisis se abstrae de las propiedades concretamente útiles de la
mercancía, ante lo cual se desvanece, por tanto, el carácter concreto del
trabajo representado en ella; considera entonces a la mercancía en su
propiedad de ser producto del trabajo indiferenciado, abstractamente humano,
como representación de gasto de fuerza humana de trabajo, pero sin precisar
la forma en que se produce tal gasto. La mercancía así considerada representa
consumo y acumulación de trabajo humano, es cristalización de dicha
sustancia social común a todas las mercancías y, en este sentido, es valor. Su
desarrollo se orienta a esclarecer el hecho esencial de que en la producción
capitalista, los diversos trabajos específicos resultan conmensurables o
equivalentes en tanto contienen un elemento común, el trabajo abstracto, el
trabajo en general, el trabajo con independencia de su forma específica. Este
trabajo abstracto resulta clave para entender la noción capitalista de valor en
general.
De ahí que Marx se aboca, entonces, a precisar qué faceta del trabajo es la
que conduce a este tipo de relación social y a este tipo de fuerza social. El
trabajo como productor de valores de uso, es decir, como trabajo útil, es
independiente de todas las formaciones sociales dado que es condición de la
existencia humana. No es el valor de uso el que origina o conduce al
intercambio mercantil como relación social de intercambio imperante, sino la
forma en que la producción de éstos se organiza concretamente en la
sociedad. Si se prescinde del trabajo como trabajo útil queda el trabajo como
gasto de fuerza de trabajo humana, como consumo productivo de los cuerpos.
El modo concreto en que se objetiviza este consumo o gasto depende del
grado de desarrollo de esa fuerza de trabajo, pero el valor de la mercancía
representa trabajo humano puro y simple, gasto de trabajo humano en general,
el cual no se refiere al nivel de desarrollo de esta capacidad humana, sino a la
capacidad misma existente en el organismo corporal haciendo abstracción de
su desarrollo concreto. Marx resuelve el problema del valor al otorgarle un
status teórico al cuerpo humano, dilucida la problemática del valor al considerar
esa capacidad del cuerpo humano que hace que en el proceso de su consumo
éste cree más de lo que consume, y que en su relación con la naturaleza le
permite recrear en forma ampliada a la propia naturaleza.
cosa, y no en tanto relación. O sea, aparece como relación social entre objetos
o cosas la relación que existe entre los trabajos, y la relación social que existe
entre los productores.
Los objetos para el uso se convierten en la mercancía debido sólo a que son
productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los
otros. En condiciones de producción mercantil, el trabajo social global está
representado por el complejo de estos trabajos privados. Pero el contacto
social sólo se produce cuando los productores intercambian los productos de
su trabajo, y sólo entonces aparecen los atributos específicamente sociales de
esos trabajos privados, sólo allí alcanzan realidad como parte del trabajo social
en su conjunto. Por eso las relaciones sociales entre los trabajos privados, para
los hombres, se ponen de manifiesto como relaciones propias de cosas, como
relaciones sociales entre las cosas, y no como relaciones trabadas por las
personas en sus trabajos. Porque se ve sólo donde se objetivizan
tangiblemente dichas relaciones, el ámbito de su realización, pero permanece
en la niebla el ámbito de su constitución. Sólo en el intercambio los productos
del trabajo adquieren una objetividad de valor, socialmente uniforme, separada
de su objetividad de uso. Opera aquí, en el fenómeno del fetichismo de la
mercancía, un elemento característico de la alienación del hombre en la
sociedad capitalista: la ruptura entre el individuo y el mundo material, en la
medida en que el primero ha sido separado de sus productos, dado que no
tiene control alguno sobre lo que produce o sobre aquello en lo que se
convierte su producción. Se trata de un elemento que es parte de esa
distorsión de la naturaleza humana a que el individuo, en la sociedad
capitalista, se encuentra sometido.
Esta escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor sólo se hace
efectiva, en la práctica, cuando el intercambio se ha extendido e impuesto tanto
que ya en su producción se tiene en cuenta el carácter de valor de las cosas. A
partir de este momento los trabajos privados de los productores adoptan un
doble carácter social de modo efectivo, en tanto, por un lado, trabajos útiles
que satisfacen necesidades sociales, y de otro, las necesidades de sus propios
productores en el intercambio. Este doble carácter social aparece para los
productores privados sólo como aparece en el movimiento práctico del
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intercambio: carácter útil porque debe ser útil para otros el producto de su
trabajo, y el carácter social de la igualdad entre los diferentes trabajos, sólo
como forma de carácter de valor. Por tanto el que los hombres
-independientemente de su conciencia acerca de ello- relacionen entre sí como
valores los productos de su trabajo no se debe a que tales cosas cuenten para
ellos como meras envolturas materiales de trabajo homogéneamente humano,
sino al revés, sucede que al equiparar entre sí en el cambio como valores sus
productos heterogéneos, lo que hacen es equiparar recíprocamente sus
diferentes trabajos como trabajo humano. No porque sean envolturas de
trabajos abstractamente humano las equiparan, sino, al equipararlas como
valor equiparan trabajo humano. La forma particular de producción como
producción de mercancías consiste en que el carácter específicamente social
de los trabajos privados independientes consiste en su igualdad en cuanto
trabajo humano y asume la forma del carácter de valor de los productos del
trabajo. Las proporciones en que se intercambian los productos del trabajo
parecen deber su origen a la naturaleza de dichos productos del trabajo. Pero,
en realidad el carácter de valor de los productos del trabajo se consolida, en la
práctica, por hacerse efectivos como magnitudes de valor, y el cambio de
dichas magnitudes se opera con independencia de la voluntad de los sujetos
del intercambio; el propio movimiento social de esta magnitud de valor, que
para ellos posee la forma de un movimiento de cosas que controlan, los
controla a ellos.
Para comprender que los trabajos privados son reducidos, en todo momento, a
su medida de proporción social porque en las relaciones de intercambio entre
sus productos, fortuitas y siempre fluctuantes, se impone necesariamente el
tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos,
como ley natural reguladora, se requiere que la producción de mercancías se
encuentre desarrollada de manera plena. Esta determinación por parte del
tiempo de trabajo necesario se oculta bajo los movimientos manifiestos que
afectan a los valores relativos de las mercancías y persiste la forma de cosas
como elemento determinante.
Ahora bien, esta forma concreta en que Marx articula el concepto de trabajo
abstracto y su relación con el valor, debe actualizarse. Concretamente, dicha
forma requiere rediscutirse en torno a los resultados que hoy arroja el proceso
de expansión capitalista y las nuevas modalidades de trabajo que trae
aparejadas consigo. Como hemos visto, para Marx, el valor se define en
cantidades de trabajo en tanto pone la relación entre el trabajo y el valor en
términos de cantidades equivalentes: cierta cantidad de tiempo abstracto
equivale a una cantidad de valor. La magnitud determinada de valor estriba en
la cantidad de trabajo contenido en la cosa, expresado como gasto de fuerza
de trabajo en el tiempo. En otras palabras, según esta ley del valor que define
la producción capitalista, el valor se expresa en unidades mensurables del
tiempo de trabajo. Más adelante, Marx vincula esa noción a sus análisis de la
jornada de trabajo y la plusvalía. El grado de explotación se corresponde con la
cantidad de tiempo de trabajo excedente, es decir, la parte de la jornada de
trabajo que excede del tiempo necesario para que el trabajador produzca un
valor igual al del salario que percibe. El tiempo de trabajo excedente y la
plusvalía producida durante ese tiempo son nociones centrales en la definición
de explotación de Marx. Esta magnitud temporal juega un papel central en tal
formulación.
Para Durkheim el socialismo era un movimiento social que había sustituido “la
cuestión social” por la cuestión obrera, y, en tanto que “hecho social”, podía y
debía ser analizado sociológicamente, es decir, era posible relacionarlo con los
medios sociales en los que surgió y se desarrolló. Esta preocupación
fundamental de Durkheim lo vincula con la perspectiva del llamado “movimiento
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¿Qué es lo que hace posible que una sociedad se mantenga unida?, ¿qué es
lo que la mantiene cohesionada, sin disolverse? La respuesta está en el
concepto de “solidaridad” que equivale a vínculo social, a “socialidad”, a
“conciencia colectiva” y a un sistema de “representaciones colectivas”. El
solidarismo como movimiento intelectual y social reposaba en bases científicas
y jurídicas. Para Durkheim la solidaridad es el cemento de la sociedad que
impide que la sociedad se fracture en un caos de voluntades inarticuladas. Los
seres humanos nacen y viven en sociedad, reciben de ella el lenguaje, los
valores, los alimentos, los afectos, el modo de mirar y de sentir…, de forma que
todo sujeto humano está en deuda con la sociedad. La “deuda social” se paga
contribuyendo a construir una sociedad más integrada, más libre, más solidaria,
más conciente de sus limitaciones con el fin de avanzar hacia una sociedad
más justa y democrática. Esa contribución sin embargo -sostiene- no es
arbitraria, voluntaria, discrecional, sino que reposa en el derecho, en los
códigos y en una moral laica. “Lo mejor de nosotros mismos –señalaba- es de
origen social”.
En “La división social del trabajo” Durkheim confiere una enorme importancia a
la especialización en el trabajo, proceso que, a su juicio, constituye uno de los
rasgos fundamentales de las sociedades modernas. Se distancia bastante, sin
embargo, de la interpretación que de la división del trabajo proporcionó Marx, y
anteriormente Smith. Este libro supone un esfuerzo para pensar qué es ñlo que
constituye la base de la sociedad, cómo se establecen los lazos sociales, es
decir, las relaciones que unen a unos sujetos con otros, y con la sociedad.
Frente a la concepción individualista del liberalismo económico, la sociedad no
está para Durkheim exclusivamente formada por un conjunto de individuos
aislados, ni tampoco únicamente por las interacciones que se establecen entre
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unos individuos y otros, sino que la sociedad goza de una especial autonomía y
vida propia en la historia. De ahí la importancia que confiere a la “conciencia
colectiva”, al sistema de creencias y normas y, en consecuencia, a las
instituciones sociales que difieren de los individuos, aunque dependan para
subsistir de su intervención. Las prácticas sociales, los modos de relación
instituidos, el sistema de creencias y normas, y sobre todo el funcionamiento de
las instituciones de socialización primaria, tales como la familia y la escuela,
ejercen un gran influjo en el grado de integración social, así como en la
satisfacción o frustración de los miembros de una sociedad.
Las sociedades modernas poseen una organización más compleja que las
sociedades tradicionales, y sus miembros están unidos por la “solidaridad
orgánica” basada en la cooperación y en el consenso. Se caracterizan por una
fuerte división del trabajo, por el aumento de la densidad de población
concentrada en las ciudades, y por la especialización mayor en el ámbito del
trabajo, y en muchos otros ámbitos, de tal modo que la política, la economía y
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La pasión por conocer y la pasión por la política atraviesan toda la vida y obra
de Weber, quien, al igual que Durkheim, fue in intelectual comprometido con la
democracia en la búsqueda de la verdad. El pensamiento de Weber se inscribe
en el marco del desarrollo del Estado social en Alemania propiciado por los
llamados “socialistas de cátedra”. Asume por tanto en buena medida la crítica
planteada por Schmoller, Brentano y otros miembros del Verein al liberalismo
económico, concretamente el olvido o el desprecio que los liberales
manifestaban por “la nueva cuestión social”. Sin embargo, Weber temía
también que el empuje del Estado social, en su versión autoritaria, prusiana,
generase una burocratización de la existencia que llegase a maniatar la libertad
personal. De ahí su posición moderadamente libertaria. Por otra parte, Weber
está en estrecha relación con el protestantismo social, a la vez que, en tanto
defensor de la democracia social y política, critica las leyes antisocialistas de
Bismarck.
Según apunta Marianne Weber (Max Weber. Una biografía) a propósito del
clima intelectual reinante en estos círculos académicos, ya durante la década
de 1870 se hizo patente para algunos pequeños grupos de la burguesía
alemana que, para prevenir grandes desgracias, había que ocuparse de la
cuestión social. Algunos destacados economistas reconocen la legitimidad de
la crítica socialista de la sociedad (Wagner, Brentano, Schmoller, etc.) Algunos
de ellos responsabilizan de la agudización del conflicto de clases al laisser
faire, laisser passer de la doctrina del libre comercio y al credo manchesteriano
que promueve el afán de enriquecimiento sin escrúpulos. Exigen que la
economía vuelva a orientarse sobre ideales éticos, y que el Estado regule los
contratos de trabajo libres. Sus enemigos los estigmatizan como “socialistas de
cátedra”. Es un círculo que exige en primer lugar que el Estado regule los
contratos laborales, promulgue leyes fabriles, controle los bancos y el
comercio, se ocupe de mejorar la educación, la formación y las viviendas de los
trabajadores, etc.
Weber recuerda en sus análisis de las transformaciones del mundo rural a los
cambios en cadena que, según explicaba Engels, se operaron tras la
introducción de las máquinas de tejer en la Inglaterra profunda. Pero, a
diferencia del lugar privilegiado que los análisis marxistas conceden a las
relaciones de producción, el suyo es un análisis multicausal en el que introduce
el peso de las representaciones individuales en los cambios; releva los cambios
en las necesidades psicológicas como “casi” mayores que las transformaciones
en las condiciones materiales, por lo que resulta científicamente inaceptable
ignorarlos. En este caso, las nuevas explotaciones agrícolas, que en buena
medida eran fruto de la necesidad de los junkers de competir con los niveles de
vida en ascenso de la burguesía urbana, y de otros cambios sociales como los
operados por la propia legislación social, introdujeron entre los trabajadores del
campo los cantos de sirena de la ruptura de las viejas relaciones de vasallaje:
el encantamiento poderoso y puramente psicológico de la libertad. El peso de
esta ilusión muestra que las aspiraciones de los obreros agrícolas no resultan
secundarias. Ellos quieren, por encima de todo, ser ellos mismos los artífices
de su propio bienestar o de su malestar. Esta característica del mundo
moderno es el resultado de una evolución psicológica de orden general.
Max Weber explicó el paso del sistema esclavista al sistema feudal en función
del detenimiento de la expansión del Imperio romano que, al establecer la paz,
detuvo a la vez la caza de esclavos lo que provocó el encarecimiento e la
compra de esclavos y, por tanto, la mano de obra agrícola. Se produjo, en
consecuencia, una aguda crisis de mano de obra en el medio rural, de tal modo
que para los grandes propietarios agrícolas llegó a resultar más rentable
manumitir a los esclavos y cederles las tierras en relación de servidumbre,
como a vasallos vinculados, como a siervos en el interior de un régimen
señorial, que seguir cultivando sus tierras con esclavos. Así fue como la
esclavitud se trocó en vasallaje, pero, a diferencia del sistema esclavista, es
decir del “cuartel disciplinado de esclavos”, el vasallaje ya no permitía producir
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Weber afirma que la adhesión a estas doctrinas debió producir en los fieles el
sentimiento de una gran “soledad interior” y de un fuerte desarraigo personal,
ya que cada creyente se veía obligado a recorrer solo el camino hacia un
destino desconocido que había sido decretado por Dios desde toda la
eternidad. Cada hombre está solo ante el abismo de la fe, ya que nada ni nadie
(ni sacerdotes, ni iglesia, ni santos, ni sacramentos o sacramentales) puede
interceder por él para conseguir su salvación. ¿Cómo enfrenarse a esta
angustiosa situación? El protestantismo generó en cada uno de sus fieles una
enorme tensión interior, una gran presión psicológica marcada por la
incertidumbre ante la salvación. Así fue cómo algunos de los creyentes, para
atemperar esa angustia existencial, optaron por considerarse definitivamente
elegidos. De la incertidumbre pasaron a la seguridad de figurar entre los
santos. Se creyeron entre los elegidos –pues la duda indicaba una fe
imperfecta-, y se dedicaron a realizar “una intensa actividad en el mundo” como
medio para demostrar esa fe.